COLLEN GLEASON
EL LEGADO
SERIE CRONICAS VAMPIRICAS GARDELLA
1ºlibro
2ªparte
***
Capítulo trece
El marqués realiza un anuncio inoportuno
Un cabriolé de alquiler —no el de Barth— la llevó a casa. Victoria tenía El Libro de Antwartha en el asiento, a su lado, e intentaba no pensar en Max. Tal y como él se había esforzado por recalcarle, era más que capaz de cuidar de sí mismo.
Y Victoria sabía que él prefería que ella cuidara del Libro, ahora que éste ya se encontraba en su posesión, que arriesgarse a perderlo al acudir en su ayuda.
Cuando el cabriolé llegó a Grantworth House, Victoria descendió rápidamente con el pesado bulto bajo el brazo y dio un portazo con la puerta del carruaje. Todas las luces de la casa estaban apagadas excepto por una única lámpara que se veía encendida en la ventana del salón principal. Eran casi las cuatro en punto; a esas horas su madre ya debería de haber vuelto del baile al que había asistido y era probable que estuviera roncando en la cama. Victoria depositó una moneda en la mano del cochero y se dio la vuelta para subir los escalones de su casa.
Y sintió una ráfaga helada en la nuca.
Maldita fuera.
¿Otra vez?
Tomó la estaca que creía que no tendría que volver a utilizar esa noche y se dio la vuelta para mirar hacia la noche. En ese momento todo su cuerpo se le erizó.
Su madre estaba en casa, sí. Pero no estaba en su cama durmiendo.
No. El carruaje de los Grantworth, verde y dorado, se encontraba bajo un fanal de la calle, donde no debería estar. Y el hombre que estaba sentado en el asiento del conductor con las riendas de los caballos, que estaban extrañamente quietos, no era el lacayo de los Grantworth.
Victoria miró, pensativa, el bulto que llevaba. Luego volvió a mirar inmediatamente el carruaje. ¿Cuántos había ahí? ¿Cómo podría luchar contra ellos sujetando el Libro con una mano?
No podía soltarlo.
—¡Venator! —oyó que gritaba una voz.
Victoria se dio la vuelta y vio que cuatro vampiros —guardianes, pensó, al ver que sus ojos tenían un tono más rubí que granate— descendían del carruaje. Uno de ellos, una mujer alta y de cabello carmesí, era quien había hablado.
—Espero no haberos privado de vuestras excursiones nocturnas —contestó Victoria con una calma que no sentía—. He tardado un poco más de lo planeado en terminar el trabajo de esta noche. —Mientras hablaba miraba a su alrededor, calculando, el tiempo que necesitaría para aceptar que su madre estaba en poder de los cinco vampiros.
¿Cuántas de esas malditas criaturas había en Londres?
Ese absurdo pensamiento era una muestra del cansancio y la frustración que sentía; pero Victoria no podía ceder ahora. Su madre estaba en ese carruaje y tenía que salvarla.
En ese momento, la vampiro de pelo carmesí se acercó tanto que Victoria notó su olor seco, profundo, a polvo. Victoria, evitando mirarla directamente a los ojos, se puso alerta a cualquier movimiento repentino. Los otros vampiros la rodearon.
—Le hemos ofrecido a tu madre escolta hasta su casa en la noche —dijo el cabecilla en un tono tranquilo que se equiparaba al de Victoria—Ella está bien; nos hemos resistido a la necesidad de alimentarnos de ella hasta ahora, venator, porque sabíamos que si tenías éxito en tu misión y conseguías El Libro de Antwartha, necesitarías una razón potente para devolvérnoslo.
Hizo un gesto de cabeza y la puerta del carruaje se abrió. Lady Melly salió de él tambaleándose, con las faldas enredadas en las piernas, y tropezó al bajar los escalones. Pero estaba bien, no tenía heridas excepto los moratones que probablemente le saldrían en las rodillas y los codos a causa de la caída.
—No puedo daros el Libro —repuso Victoria, simplemente—. Pero os puedo conceder mantener vuestra vida... tal y como está. Si preferís conservarla y no correr el destino de... esto, una docena de vuestros colegas, lo único que tenéis que hacer es desaparecer en la noche y buscar a otro venator a quien amenazar. —Si es que había otros venators en Londres, cansados o no.
Oyó que el Big Ben marcaba las cuatro. El sol empezaría a salir dentro de sesenta minutos o un poco más...
¿Podría entretenerles el tiempo suficiente?
En ese momento, un cabriolé giró por la esquina traqueteando a una velocidad poco usual. Victoria reconoció al conductor. ¿Qué hacía Barth allí?
Pero antes de que acabara de hacerse esa pregunta, el carruaje pasó rápidamente por delante de ellos y vertió agua sobre los cuatro vampiros.
De repente, éstos gritaban y se clavaban las uñas allí donde el agua les había tocado. Casi antes de acabar de comprender que alguien —quizá Verbena— había vertido un cubo de agua bendita sobre ellos, Victoria entró en acción con la estaca.
Cuando les hubo clavado la estaca a dos de ellos, el cabriolé dio media vuelta y volvió. Otro chorro de agua cayó sobre el vampiro que estaba sentado en el asiento del conductor, y un chorro más pequeño mojó a sus otros dos compinches.
Los vampiros estaban sufriendo tanto que era fácil —demasiado fácil— acabar con ellos. Pero Victoria no tenía la energía suficiente ni siquiera para sentirse agradecida por ese sencillo y satisfactorio final de esa movida noche.
Finalmente, el cabriolé de Barth se detuvo a su lado mientras ella sujetaba a su madre —que estaba pálida y extrañamente silenciosa— con un brazo y, con el otro, el precioso ejemplar antiguo. Subieron los escalones de Grantworth House.
Lady Melly, asustada, era solamente una de las cosas con que Victoria tendría que enfrentarse por la mañana. Por no hablar de qué era lo que tenía que hacer ahora que ya tenía El Libro de Antwartha en su poder. Y del hecho de que su compromiso iba a ser anunciado durante el baile de esa noche.
Pero de momento deseaba sentir la comodidad de su lecho de plumas, y encontrar un lugar seguro donde esconder el Libro.
Y asegurarse de que Max había sobrevivido esa noche.
Resultó que manejar a lady Melly fue más fácil de lo que Victoria había esperado. Verbena, que era quien había vertido el agua bendita sobre los vampiros, preparó y administró un brebaje somnífero para ella que la hizo caer como una piedra.
Cuando Victoria se despertó por la mañana, tía Eustacia había llegado a Grantworth House. Max la había convocado, que, por supuesto, había sobrevivido a su tercer imperial en una sola noche y que había llegado a Grantworth House un instante después de que Victoria hubiera llevado a su madre a la cama. Había ido para asegurarse de que todo estaba bien, por supuesto; en cuanto recibió la noticia de que Verbena, repentinamente importante, y su señora estaban en casa a salvo y en posesión del objeto que Lilith deseaba, Max desapareció en la noche, supuestamente para ir a buscar su propio lecho de plumas.
Tía Eustacia tenía su manera peculiar de manejar a las víctimas de los vampiros. Colocó un disco dorado bordeado con un diseño en espiral ante el rostro de su sobrina y lo hizo girar hasta que el rostro de Melly se puso blanco y la mirada perdida.
Cuando su tía hubo terminado de borrar de la memoria de su madre a los no muertos de ojos rojos y colmillos largos, Victoria le preguntó:
—¿Por qué tenemos que hacer esto? ¿No sería mejor que aquellos que no son venators conocieran los riesgos que existen? ¿Saber que los vampiros existen?
Se encontraban sentadas en el salón de Grantworth House; era casi mediodía, y era el primer momento que las dos mujeres tenían para estar a solas.
—¿Para que corra el pánico, como es seguro que sucedería? ¿Para darle a Lilith el beneficio de tratar con unos seres humanos atemorizados y debilitados por el miedo? ¿O hacer que los aspirantes a héroe, desentrenados y poco preparados, tengan la falsa creencia de que pueden cazar vampiros tan fácilmente como un venator? ¿Para que quienes no lo merecen reclamen su vis bulla? No, Victoria, es mucho mejor ocultar ese conocimiento a aquellos que no pueden trabajar contra eso. Con la excepción de unos pocos —añadió cuando Verbena entró en la habitación.
Entonces, sus ojos penetrantes se dirigieron directamente a Victoria.
—Pero no cambiemos de tema, querida. Sé que has logrado el objetivo por el que todos nosotros nos esforzábamos. Te lo agradezco profundamente de todo corazón y...
—... y te tengo un disgusto realmente serio.
Max se encontraba de pie, alto y severo, ante la puerta abierta del salón. Verbena se colocó detrás de él con los ojos desorbitados y el pelo revuelto, y detrás de ella se hallaba Jimmons, el mayordomo de rostro rubicundo, que no debería haber dejado entrar al visitante sin primero haber avisado de su presencia. Pero, conociendo a Max, Victoria se dio cuenta de que no estaba terriblemente sorprendida de que hubiera sucedido eso.
Él entró en la habitación. Iba vestido completamente de negro, incluida la camisa de botones. —Victoria ni siquiera sabía que se hacían camisas negras de botones—. Al entrar cerró la puerta rápidamente y estuvo a punto de golpear la nariz fisgona de Verbena.
—¿Qué creías que hacías, Victoria? —le dijo, cortante, mientras se dirigía hacia ella.
—Max... —empezó a decir tía Eustacia, pero Victoria la anuló.
—Salvarte la vida... ¿o es que lo has olvidado tan fácilmente? —Ella también se puso en pie y se encaró a su rostro furioso.
—Salvarme... Victoria, si hubieras compartido tu información conmigo, antes de que eso casi me costara la vida, ¡salvarme la vida no hubiera sido un factor! De hecho, hubiéramos encontrado la mejor manera...
—¡De que tú obtuvieras el Libro mientras yo me quedaba sentada en casa dedicándome a mis lazos y fruslerías, sin duda!
—¡Por supuesto que no! Hubiera sido un esfuerzo en equipo, con un plan...
—¡... palabras muy fáciles por parte de un hombre que tampoco compartió su información conmigo! ¿Qué tipo de esfuerzo en equipo tenías en mente, Max?
Él abrió la boca para responder, pero tía Eustacia ya había tenido bastante. En cuanto Victoria hubo pronunciado sus palabras, ella se levantó inmediatamente de la silla, se puso en medio de los dos, erguida, y abrió los brazos en dirección a cada uno de ellos.
—Sentaos, los dos —les ordenó con una voz retumbante que Victoria no le había oído nunca.
Victoria se sentó. Lo mismo hizo Max. Pero Victoria se dio cuenta de que él no parecía ni mínimamente amedrentado.
—Voy a dejar algo claro —dijo, clavándoles los ojos a cada uno de ellos—. Vosotros dos sois nuestra única esperanza real aquí en Inglaterra, y ya que los dos habéis sido llamados, tenéis que aprender a trabajar juntos o nos vamos a ver escindidos por los desacuerdos. Bueno, no voy a continuar discutiendo qué sucedió anoche... solamente voy a felicitaros a los dos. Y voy a soltar un gran suspiro de alivio. Tenemos El Libro de Antwartha, y Lilith no. Max, tú ejecutaste a tres vampiros imperiales y esto, creo, es un récord en una sola noche. Lo máximo que yo he hecho ha sido dos en una noche —añadió con media sonrisa—. Y a muchos guardianes, lo sé. Gracias en parte a tu hábil doncella.
Victoria asintió con la cabeza; ella le había expresado la misma gratitud a Verbena, lo cual debía de haber provocado, en parte, el reciente intrusismo de la doncella.
—¿Qué tenemos que hacer con el Libro ahora que ya lo tenemos? —preguntó Max con tono ligero, como si la regañina no hubiera tenido lugar.
Antes de que tía Eustacia respondiera, llamaron educadamente a la puerta del salón y Jimmons la abrió y sacó la cabeza. Victoria asintió con la cabeza, él abrió la puerta del todo y dijo:
—Es muy temprano para recibir llamadas, pero ese caballero no se deja disuadir de ser anunciado, señorita Victoria. El marqués de Rockley.
Victoria notó que el rostro se le ruborizara sin poder evitarlo y, sin mirar ni a Max ni a tía Eustacia, contestó:
—Por favor, acompaña al marqués hasta aquí, Jimmons. Supongo que ésta no ha sido la primera vez que ha llamado fuera de hora.
Por la expresión del rostro pareció que Max quisiera decir algo... pero antes de que lo hiciera, la puerta volvió a abrirse y él entró.
Victoria se levantó inmediatamente, pero consiguió reprimirse y no correr al lado de Phillip. Su compromiso todavía no había sido anunciado; no sería adecuado por su parte comportarse de esa manera hasta después del baile de esa noche. Pero una gran parte de ella deseaba rodearle con los brazos, enterrar el rostro en su pecho y perderse en su normalidad... en la comodidad sin vampiros, sin estacas de la normalidad.
También pareció que él se hubiera contenido de tocarla; pero cuando vio a los otros ocupantes de la habitación, Phillip adquirió una actitud más rígida y formal y se sentó en el asiento que le ofrecían, cerca del asiento en que Max se encontraba sentado.
—Siento llamar tan temprano —dijo, después de las presentaciones adecuadas o, en el caso de Max, segunda presentación—, pero me he enterado de lo que sucedió la otra noche y he venido a asegurarme de que todo estaba bien.
Victoria le miró. ¿Cómo podía saber lo que había sucedido... cómo?
Pero Phillip continuaba hablando; sus ojos de un gris azulado mostraban una expresión seria y preocupada.
—¿Está su madre aquí? ¿Está a salvo?
Y entonces ella empezó a comprenderlo.
—Mi madre está bien. Está arriba durmiendo, y creo que se ha quitado todo ese asunto de la cabeza. —Literalmente—. ¿Qué y cómo ha oído esto?
—Se dijo que su carruaje había sido robado, con ella dentro. Esas eran las únicas noticias, y no ha sido hasta esta mañana, temprano, que me he enterado. Me alegro de que esté aquí, y bien. Y usted... señorita Grantworth, debe de haber pasado usted una noche horrible. —Dado que todavía no habían anunciado su compromiso, él se dirigió a ella con formalidad, pero no había forma de ocultar la manera personal e íntima en que se dirigía a ella.
Max cambió de postura en su silla.
—Si se ha enterado usted esta mañana de que el carruaje fue robado, me pregunto por qué la noticia de que lady Melly había llegado a salvo a casa no ha llegado a sus oídos. —Sonrió con satisfacción.
Phillip le devolvió la sonrisa. Con satisfacción.
—Me ha descubierto, lord... esto, señor Pesare. Ha sido solamente una excusa para asegurarme de que la señorita Grantworth no estaba sufriendo ninguna consecuencia desagradable de lo que debe de haber sido una noche terrible.
Victoria ignoró la seca risotada de Max y respondió:
—Muy amable, milord. —Le dirigió una sonrisa acorde al tono personal con que lo dijo—. Le aseguro que, aunque esta noche ha sido difícil en más aspectos de lo que uno se pueda imaginar, me siento bien ahora que ha llegado la mañana y el sol está alto en el cielo.
Phillip la miró, luego miró a tía Eustacia y a Max antes de volver a dirigir la atención a Victoria.
—Estoy seguro de que después de la terrorífica experiencia de esta noche, necesitará usted descansar y tomarse el tiempo necesario para el baile de esta noche. Tengo la esperanza de que esta noche resulte igual de agotadora pero de una manera mucho más agradable. Recibiremos mucha ayuda para celebrar la noticia.
—¿La noticia? —preguntó Max discretamente—. ¿Otro baile? ¿Para celebrar qué?
—Bueno, nuestro compromiso, por supuesto —contestó Phillip, relajado—. Victoria y yo nos vamos a casar dentro de un mes.
Capítulo catorce
En el que se sugiere una alianza
Victoria llevaba un vestido de un palidísimo color púrpura azulado y unos capullos de rosa de color violeta con unos adornos en forma de lazo a lo largo de los pliegues de la falda. Verbena le elaboró un intrincado peinado de trenzas y coletas, y lo hizo todavía más laberíntico sujetándoselo a la parte alta de la cabeza. Dejó dos mechones libres que caían a ambos lados de la cara y que se le rizaban desde las sienes hasta las clavículas.
Detrás de ellos, de las orejas, le pendían unas amatistas y diamantes. Una amatista grande y cuadrada le colgaba del cuello, atada a una cinta blanca de terciopelo.
Llevaba un pequeño bolsito de seda de color perla con un ribete de satén de un rosa pálido. Un chal de encaje de Alençon le colgaba de los hombros.
No llevaba estaca. Ni agua bendita. Ni siquiera llevaba crucifijo, excepto uno cosido en el corpiño.
Esa noche no era una venator.
Esa noche, Victoria era la prometida del marqués de Rockley.
Quizá había sido una decisión precipitada, pero Victoria quería disfrutar por una noche de ser la mujer enamorada de un hombre atractivo, rico y encantador. Quería disfrutar de una noche en la que no tuviera que preocuparse de si un vampiro había llegado al baile, ni de si tenía que salir rápidamente tras él... ni siquiera quería tener que pensar en si la brisa que sentía en la nuca, era debida a un viento de verano o a una señal de un no muerto.
Quería ser normal.
De todas maneras, había traído una estaca y la había escondido en el abrigo, en el salón familiar. Por si acaso.
Phillip, que nunca había estado tan atractivo, la condujo hasta la pista de baile después de que su compromiso hubiera sido anunciado por su pariente más cercano, el hermano de su mujer fallecida, a mitad de la fiesta. Tomó a Victoria entre los brazos y empezaron el primer vals del segundo grupo rodeados por rostros entre alegres y sorprendidos.
Al principio ellos eran la única pareja de la pista de baile. Durante cinco compases Victoria sintió el peso de las miradas de la mitad de los miembros de la flor y nata, que juzgaban a la futura esposa del marqués de Rockley, uno de los solteros más deseados de la sociedad. Él la miraba como si ella fuera la primera mujer a quien hubiera visto nunca... ni que vería nunca más... mientras giraban alrededor de la pista de baile alargada.
Cuando hubieron pasado tres veces por delante de los espectadores, otras parejas empezaron a acercarse para unirse al vals, y Victoria dejó de sentirse como un trofeo exhibido.
Phillip levantaba la mirada de vez en cuando para mirar a sus amigos, familia y conocidos a los ojos mientras la conducía en los pasos, pero su atención siempre volvía a ella. Eso hacía que Victoria sintiera calidez y cierto cosquilleo, por la forma en que él la miraba, con una expresión prometedora y serena. Ella sonreía y tenía la cabeza levantada, lo miraba solamente a él, confiada de que la conduciría durante todo el baile sin que ella tuviera que ver hacia dónde iban y a quién se acercaban.
Un sentimiento maravilloso... permitirse a sí misma ese abandono. No tener que estar atenta a su alrededor. No tener que escuchar sus instintos ni tener que preguntarse en qué momento ese helor le atenazaría la nuca, ni tener que calcular de qué manera se escaparía de la habitación para cumplir con su deber.
—No pareció que tu primo ni tu tía estuvieran contentos con la noticia —dijo Phillip cuando ya llevaban un rato bailando y los demás ya habían entrado en la pista.
—Creo que simplemente les pillaste por sorpresa con tu noticia. Me expresaron su emoción cuando te marchaste.
—Creí que quizá querrían asistir esta noche para celebrarlo con nosotros. Estoy decepcionado por el hecho de que no hayan aceptado la invitación de reunirse con nosotros aquí en Saint Heath's Row.
—Tía Eustacia ya no frecuenta las fiestas de sociedad —repuso Victoria—. Acaba de volver después de pasar cuatro años en Italia, y no conoce a tanta gente. Y Max... él prefiere no asistir a funciones como ésta. Igual que tú... hasta hace poco.
—No puedo culpar a tu primo por ello; aunque si hubiera sabido que te encontraría, estoy seguro de que hubiera hecho el esfuerzo de ahuyentar a las celestinas mucho antes.
—Una idea encantadora, Phillip, pero no estoy de acuerdo. Sabes que yo he frecuentado muy poco los ambientes de sociedad durante los últimos dos años, ya que he estado de duelo por mi abuelo y mi padre. Si te hubieras movido en este ambiente, me temo que te hubiera perdido antes de encontrarte.
—Nunca. Victoria, no podría haber nadie que no fueras tú. —Suspiró, sonrió y continuó—: Me temo que ha llegado el momento de hacerte otra confesión.
Igual que había hecho la primera vez, Victoria arqueó una ceja.
—¿Otra?
—Otra. La última, Victoria. Así que disfrútala. —Ladeó la cabeza y la miró—. La razón por la cual decidí ponerme a merced de la sociedad este año es que supe que tú habías terminado finalmente tu duelo y que ibas a presentarte. Quería ver a esa niña a quien había conocido hacía tanto tiempo y saber si se había convertido en la mujer que prometía ser. Lo había hecho; y me enamoré de ella.
Cuando la miró de esa manera, con esos ojos azules y brillantes de expresión tan segura y firme, Victoria sintió que nada sería nunca tan seguro como Phillip y su presencia. Como si el mundo de los vampiros, de Lilith y de El Libro de Antwartha no tuviera que existir en el mundo en que ella y Phillip vivían.
Pero, por supuesto, eso no podía ser. Ella ya sabía que ese mal existía. Ya había luchado contra él... y lo había hecho con éxito.
Aunque era consciente de que no podía dejarlo atrás, que no podía ser hipnotizada como lo había sido su madre, Victoria también sabía que podría sobrevivir a ese mundo escindido siempre y cuando tuviera a Phillip esperándola al otro lado.
—Max, no recuerdo la última vez que te vi inquieto.
—¿Inquieto? Esa es una palabra demasiado moderada para describir cómo me siento —repuso, cortante, a Eustacia. Le había estado dando vueltas desde el día anterior, cuando Rockley hizo el anuncio tan alegremente en Grantworth House—. Victoria no puede casarse... ¡y un marqués, nada menos! ¿Qué es lo que le ha trastornado la cabeza?
—No estoy en desacuerdo con tu sentimiento, Max, pero en realidad no existe una ley que prohíba a un venator que se case con nadie, marqués o no.
—No existe la ley, pero sí el sentido común. Del cual parece que ella no posee el más mínimo.
Eustacia no se había movido de la silla; pero a pesar de sus palabras tranquilas y calculadas, él percibió la preocupación en ese rostro sin edad. Ella no se quejaba ni paseaba, inquieta, como él, pero, tal y como había dicho, no se sentía más contenta que él.
—Tenemos El Libro de Antwartha —continuó él—. Y admito que ella ha jugado un papel más importante en su recuperación de lo que yo hubiera esperado... pero ahora probablemente cree que el peligro ha desaparecido, dado que ya tenemos el Libro, y que ya no tiene que jugar más a ser una venator. —Pasó un dedo por la delgada estaca negra que acababa de sacarse de su bolsillo secreto.
—No es más que lo que ya sospeché cuando fue llamada a la misión... que lo encontraría emocionante y estimulante por un tiempo, y que luego se aburriría de eso —continuó él—. Y que entonces querría volver a su sencillo mundo de pretendientes recitadores de poemas y de cursilerías rosadas y carnés de baile. Precisamente por eso es que las mujeres no deben ser venators. Exceptuando la compañía presente, por supuesto, Eustacia, ya que tú siempre eres la excepción que demuestra la norma. —Le dirigió una breve reverencia con un gesto de cabeza, ya que percibió que los ojos negros de ella se empezaban a encender.
—Victoria no ha dado ninguna muestra de creer que el peligro ha desaparecido, Max; tienes que admitir que estás siendo injusto. Ella te salvó la vida mientras recuperabais El Libro de Antwartha; y aunque hubiera sido preferible que los dos dejarais de apartaros el uno del otro del trabajo, habéis trabajado juntos y lo habéis conseguido. De forma brillante.
—Eso es exactamente lo que quiero decir, Eustacia. Justo cuando empieza a demostrar la habilidad de una venator verdaderamente dotada —y sí, admito que tiene el potencial de ser tan buena como tú o como yo— ¡ahora va a casarse! Va a tener que rendir cuentas de su tiempo al marqués constantemente, y tendrá mayores limitaciones y normas en su vida. Por no mencionar la distracción de estar enamorada. ¿Te has dado cuenta de cómo se mira la gente enamorada? No podemos permitirnos otro riesgo como el de hace dos noches.
—Ya le dijiste esto mismo a Victoria ayer cuando ella —o, mejor dicho, el marqués— nos dijo que iban a casarse —le recordó Eustacia con una calma que él no comprendió—. Pero, Max —le dijo en tono más alto, elevando la voz por primera vez y cortando las quejas de él—, no puedo y no voy a ordenarle que no se case. Es decisión suya y tengo que permitirle que la tome. Aunque comparto las mismas preocupaciones que tú, sé que tengo que dejarlas a un lado y permitirle hacer lo que quiera. Todos tenemos esa libertad, los venator, y ella no es la primera que se enamora y que desea casarse. Algunas de nosotras amamos, pero no nos casamos —añadió, mirando brevemente hacia la puerta por donde Kritanu tenía que entrar en cualquier momento.
»Y la verdad es, Max, que quizá ella tenga éxito en lo que nosotros no creemos que pueda tenerlo. Quizá Victoria necesite el equilibrio entre la luz y la oscuridad; de lo normal con el horror de lo extraordinario. Quizá eso la haga más fuerte, más dedicada... igual que tu dolor y tu rabia alimentan tu fuerza.
—No estoy de acuerdo contigo, Eustacia. La vida de un venator es como la de un sacerdote... somos los llamados y somos solitarios. Y debemos permanecer así para cumplir con nuestro destino.
—¿Y qué dices de mí, Max? ¿Es que yo no he cumplido con mi destino por no estar sola? —le preguntó Eustacia con amabilidad, como si de repente comprendiera qué era lo que se encontraba en el centro del desánimo de él.
Max reconocía una pregunta que no tenía respuesta inmediatamente, y rápidamente cambió de tema.
—Victoria reconoció perfectamente a Sebastian Vioget. ¿Cómo sabe quién es?
Eustacia arqueó una ceja.
—Eso es interesante. Yo diría que averiguó quién es Sebastian Vioget en el mismo lugar y en el mismo momento en que supo dónde estaba el Libro y que estaba siendo protegido. Y me preocupa que él se encontrara allí, en Redfield Manor.
—A mí me preocupa que me hubiera permitido coger el Libro —contestó Max con sarcasmo—. Casi salivaba sólo de pensarlo.
—Es una pena que no encuentres la manera de establecer una alianza con él. Eso nos ayudaría. Quizá eso es algo que Victoria tuviera que considerar. —Antes de que Max dijera nada, Eustacia sacó otro tema desagradable—. ¿Cómo tienes el cuello?
El reprimió el gesto de tocarse la vieja herida. Le había estado molestando durante el día anterior, con un constante y sordo dolor.
—No tengo necesidad de decir que me ha estado doliendo; eso no sería una sorpresa para ti, teniendo en cuenta los sucesos de los últimos días.
—No, pero podría darte más bálsamo —contestó Eustacia con suavidad, como si le hablara a un niño pequeño—. No hace falta que aguantes el dolor.
—No es nada. —Quizá hubiera dicho algo más, pero en ese momento Kritanu abrió la puerta desde el pasillo y Wayren entró.
—Felicidades, Eustacia y Maximilian —les dijo la librera rubia con una sonrisa. Cuando tenía los brazos bajados, las largas mangas medievales le llegaban hasta al suelo; pero ahora tenía los brazos levantados de la alegría y las mangas flotaron y envolvieron a Eustacia, y después a Max, mientras Wayren los abrazaba. ¡Habéis conseguido el Libro! ¡Tan deprisa!
—Sí, ha sido muy casual —repuso Max cuando ella se apartó.
—¿Y tu mordedura? —le preguntó Wayren, mirándole igual que lo había hecho Eustacia.
—Está tierna —admitió otra vez.
La puerta volvió a abrirse y Kritanu dejó entrar a un segundo invitado: a Victoria, por supuesto. Max levantó la vista y dijo:
—Ah, aquí está. Y... ¿sola? ¿No has traído a tu otra mitad, Victoria?
—Oh, no, Phillip me ha pedido que le excuse. Está demasiado ocupado en decidir de qué manera tiene que hacerse el lazo para la boda —repuso ella con dulzura.
Max tuvo que morderse la lengua para reprimir la agradable sorpresa que le causó esa rápida réplica. Victoria era rápida. No podía decir que eso fuera una falta.
Victoria se sentó en su silla favorita al lado de la cómoda en la cual Kritanu guardaba el coñac. Max le dirigió a Eustacia una mirada insulsa como respuesta a la mirada de desaprobación que ella le había dirigido por su comentario sarcástico.
—¿Tu otra mitad? —preguntó Wayren mientras se instalaba al lado de Max sin dejar de prestar atención a Victoria.
—Max se refiere a mi prometido, el marqués de Rockley. Él... Max... parece que tiene la impresión de que cuando realice el juramento voy a olvidar la promesa que he hecho al legado de los Gardella.
Victoria, que llevaba un peinado que Max no había visto nunca, le dio un beso a su tía en la mejilla y luego otro a Kritanu antes de sentarse en la silla que estaba justo enfrente de la de Max. El cabello de Victoria, en lugar de estar recogido detrás, con todos los rizos bien puestos y unas piedras y lazos adornándolo, le caía lacio y largo por la espalda del vestido. Tuvo que apartárselo para no sentarse encima de él.
Max vio que llevaba una maleta de piel. Cuando se sentó, se la colocó en el regazo.
—¿Eso es el Libro? —le preguntó, deseoso de que la conversación se dirigiera a temas más importantes que el de la inminente boda.
—Lo es. —Victoria lo sacó y lo sostuvo un momento antes de ofrecérselo a Eustacia—. ¿Qué vamos a hacer con él ahora que ya lo tenemos? ¿Contiene alguna cosa que nos pueda ayudar?
Wayren miraba el ajado tomo de piel con la misma avidez con que el viejo perro de Max miraba la mesa esperando que le cayera —o le dieran— un hueso o cualquier otra cosa. Habló casi sin aliento:
—Tendré que estudiarlo para saberlo seguro... pero me arriesgaría a decir que no hay nada en él que ayude a la vida en la luz. Es el Libro del hijo maligno de Kali y, como tal, solamente contiene recetas para provocar el mal. A pesar de ello, saber el valor que tiene para Lilith puede ayudarnos a saber cuál será su siguiente paso.
—Por supuesto —asintió Eustacia—. El mero hecho de tenerlo en nuestra posesión es la mayor de las ventajas. Y, de hecho, he estado pensando larga y profundamente si deberíamos esconder el Libro hasta que hayamos decidido qué hacer con él.
—¿No lo vas a guardar aquí, tía Eustacia? —le preguntó Victoria, con el rostro iluminado por la sorpresa.
Max no hizo nada por disimular una sonrisa de disgusto.
—La casa de Eustacia, o la mía, serían los primeros lugares donde Lilith lo buscaría. O la tuya. —No estaba decepcionado; una súbita comprensión le iluminó la cara. Ah, quizá ella comprendiera la seriedad de la situación. Que el juego no había terminado, todavía... y, de hecho, no terminaría hasta que Lilith estuviera aniquilada—. Ella sabe quién ha arruinado su plan, y solamente la puedo imaginar furiosa con nosotros. —La verdad era que lo podía imaginar muy bien. Mejor, de hecho, de lo que hubiera deseado.
—Se guarde donde se guarde, debe permanecer alejado de la luz directa del sol, especialmente mientras sea transportado —dijo Wayren— Si no, se convertirá en polvo. Es un Libro maligno y, como tal, se nutre de la oscuridad... y se desintegra con la luz. Antes de que os lo llevéis, me gustaría cambiar la protección para que tengamos una mayor seguridad.
—¿Cambiar la protección? —preguntó Victoria—. ¿Puedes hacerlo?
—Esa es una parte de los encantos de Wayren —interrumpió Max.
Wayren se rió por la broma de Max, y él se sintió un tanto aplacado al ver que Victoria entrecerraba los ojos, como si no estuviera segura de creerlo. Sentía un placer perverso en ir un paso por delante de ella.
—Me gustaría destruir el Libro —añadió Wayren— y así no tendríamos que temer que Lilith lo pueda encontrar y recuperar. Pero antes de hacerlo, quiero investigar un poco más para asegurarme de que no habrá consecuencias adversas si lo hacemos. O si hay algo en el Libro que nos pueda ser de utilidad. Así que si existe algún lugar donde lo podamos ocultar un tiempo más...
—He llegado a la conclusión —la interrumpió Eustacia—, de que el mejor lugar es esconderlo en una iglesia, o en un lugar sagrado. Ella no puede entrar en esos sitios si están bien protegidos, y tampoco puede enviar a sus sirvientes.
—Si no tienes ningún lugar en mente, tengo una sugerencia —dijo Victoria—. Hay una pequeña capilla en la zona de Saint Heath's Row... la propiedad de Rockley —añadió, mirando a Max deliberadamente—. Lo podría esconder allí y asegurarme de que hay suficientes reliquias e imágenes sagradas para mantenerlos alejados, incluso aunque averigüen que está allí. Me familiarizaré mucho con la capilla, incluyendo la decoración, dado que es allí donde nos casaremos.
La manera en que los labios de Victoria dibujaron una sonrisa provocó un aumento de la tensión sanguínea en Max. De todas maneras, él no lo mostró; simplemente tomó su estaca negra y se golpeó levemente con ella la palma de la mano. Había llegado el momento de marcharse.
Se puso en pie.
—Bueno, entonces, dado que ya lo hemos acordado, debo irme. Lilith habrá enviado a su gente a buscar víctimas para alimentarse, y tengo intención de obligarla a seguir una dieta muy estricta.
Esperaba que Victoria se pusiera en pie e insistiera en ir con él, y ya tenía preparada una respuesta educada para sacársela de encima... pero no lo hizo. Ella se limitó a mirarle con esos ojos azul claros y con ese rostro delicado y de porcelana que no debería pertenecer a una mujer que había matado a ocho vampiros hacía apenas dos noches.
—Cuídate, Max —le dijo, sorprendiéndole de nuevo esa noche.
—Lo haré. —Y se marchó, contento de estar fuera, en la noche, y de hacer aquello para lo que había nacido. Por lo menos, no tendría distracciones.
Victoria quería hacer otra visita a El Cáliz de Plata, pero eso era más fácil de pensar que de hacer.
Hacía seis días que había conseguido El Libro de Antwartha y, desde entonces, había tenido que equilibrar las obligaciones como futura marquesa de Rockley, los deberes hacia su madre, que sacaba provecho de su nuevo estatus todo lo que podía, y los encuentros con tía Eustacia y Kritanu, la especie de protectora que era Wayren y, por supuesto, Max.
Tal y como había prometido, se había llevado el Libro y lo había escondido bajo el altar de la capilla de Staint Heath's Row, que era la enorme propiedad que Rockley tenía en los límites de la ciudad. Wayren había obtenido permiso para visitar la capilla a cualquier hora para que pudiera estudiar el Libro con seguridad; a Phillip le dijo que se trataba de una pariente distante que iba a ofrecer una novena en su nombre por el éxito de su matrimonio, y que deseaba pasar tiempo en la capilla. Él estaba demasiado entretenido para preocuparse.
Max no era tan fácil de manejar. Había intentado traer a colación varias veces el hecho de que ella había mencionado el nombre de Sebastian durante los sucesos de Redfield Manor, pero Victoria había permanecido tozudamente reservada. Estaba furiosa consigo misma por esa torpeza, pero mientras continuara esquivando las preguntas de Max, podría evitar un daño mayor. De hecho, le resultaba placentero ver el enojo en su rostro cada vez que ella esquivaba con suavidad sus interrogatorios.
Fue cuando tía Eustacia empezó a hacer preguntas que Victoria tuvo mayores dificultades.
—Max me ha dicho que has conocido a Sebastian Vioget —comentó su tía una tarde en que Victoria había conseguido escaparse de Grantworth House antes de que Melly la arrastrara a tomar otra vez el té. No era que no le gustara compartir unas galletas y unos cotilleos con sus semejantes; era que lo había hecho tanto durante la última semana que Victoria se ponía enferma sólo con pensar en requesón de limón o en bollos con nata. Por no hablar del hecho de que el corsé había empezado a apretarle demasiado.
¿Cómo iba a caber en el vestido de novia si continuaba tomando el té cinco o seis veces cada día?
—¿Por qué cree Max que le he conocido? —replicó Victoria con expresión inocente.
Tía Eustacia le dirigió una mirada indulgente.
—Lo reconociste en casa de Rudolph Caulfield, así que Max dio por entendido que lo conocías.
—Lo reconocí, pero eso no significa que lo haya conocido. ¿Qué crees que estaba haciendo allí?
Su tía cruzó las manos sobre el regazo y la miró directamente.
—Creí que quizá tú tendrías la respuesta a eso. —La mirada de indulgencia había desaparecido.
—De verdad que no sé por qué estaba allí. Yo estaba tan sorprendida como Max debía de estarlo. ¿A no ser que Max le esperara...?
Su tía la miró un momento, como si calculara la veracidad de esa afirmación. Luego pareció que tomaba una decisión, evidentemente a favor de Victoria, porque dijo:
—Sebastian Vioget es muy poderoso y sería un valioso aliado a nuestra causa. Si es que podemos confiar en él.
Tía Eustacia la miraba con una expresión tan escudriñadora que Victoria notó que se ruborizaba. Se sintió como si su tía esperara que dijera alguna cosa, pero Victoria no sabía qué... y sabía que cualquier cosa que pudiera decir en ese momento era desaconsejable.
Pero Victoria, por lo menos, no tenía motivos para no confiar en Sebastian. La información que él le había dado había sido correcta... hasta donde ella podía comprobar.
No era que ella confiara en él. Era que no desconfiaba. Ese tema de hilar fino.
—¿Por qué no confías en él? No es un vampiro.
Eustacia la miró con la misma agudeza que Max había utilizado para decapitar a los imperiales.
—No, no es un vampiro. Pero el mero hecho de que estuviera en la casa de Rudolph Caulfield en medio del traslado de El Libro de Antwartha ha hecho que tanto yo como Max tengamos motivos para cuestionarnos la relación que tiene con el tema. Victoria, ¿qué sabes de Sebastian Vioget? ¿Has tenido alguna comunicación con él?
Victoria abrió la boca para decir algo, pero la cerró. Sebastian la había avisado de no decir dónde había conseguido la información... pero ¿cómo podía ocultarle esa información a tía Eustacia? ¿Especialmente cuando se lo preguntaba de forma tan directa?
Se debatió, indecisa, sabiendo que su tía la estaba observando; y sabiendo que el hecho de que tardara tanto en responder ya era como dar la información que le pedía. Así que tomó la decisión.
—Fui a El Cáliz de Plata para buscar información sobre El Libro de Antwartha, y lo conocí entonces. Me dejó claro que no tenía que decirle a nadie que habíamos hablado, así que no lo hice.
Tía Eustacia asintió una vez con la cabeza. Victoria se sintió aliviada al ver que no le hacía más preguntas. En lugar de ello, comentó:
—Si tienes la ocasión de verle otra vez, no estaría de más que intentaras conseguir algún nivel de cooperación. Podría ir a nuestro favor.
Al oír eso, Victoria supo que no tenía que aplazar más la visita a El Cáliz de Plata.
Iría esa noche.
Capítulo quince
La señorita Grantworth sufre dolor de cabeza
Ir a El Cáliz de Plata no era tan fácil como Victoria había imaginado. Había olvidado que su prometido iba a llevarla al teatro esa noche. Y hubiera preferido ver la última representación de La Fierecilla Domada del maestro Shakespeare.
Se decía a sí misma que ese extraño retortijón en el estómago no tenía nada que ver con el hecho de que vería a Sebastian de nuevo, la causa era que esperaba que Phillip no la cuestionara cuando le dijera que tenía dolor de cabeza, inmediatamente después de la función.
De esa manera podría ver el programa, pero también requeriría que volviera a casa inmediatamente en lugar de llegar tarde al baile de después del teatro o de dar un largo paseo por Covent Garden. La cortina se levantaba a las siete y media y, normalmente, el teatro se terminaba a las once.
Si Barth estuviera allí con su cabriolé sobre la medianoche, eso daría a Victoria mucho tiempo para visitar El Cáliz de Plata y de volver a casa para dormir unas cuantas horas antes de probarse el vestido de novia.
Perfecto.
Y en verdad todo funcionó según el plan. No había vampiros en el teatro Drury Lane, ni siquiera sintió el más mínimo escalofrío en la nuca ni durante el viaje de ida ni el de vuelta. De hecho, había escasez de vampiros desde el enfrentamiento en Redfield Manor, y Victoria empezaba a preguntarse si ella y Max no habrían acabado con una buena parte del ejército de Lilith. Quizá la reina de los vampiros se había escondido para lamerse las heridas o, mejor, sí, quizá se había marchado del país.
—¿Estás segura de que no puedo hacer nada por ti? —le preguntó Phillip mientras la conducía por el camino de Grantworth House. Estaba claramente decepcionado de que la noche se hubiera terminado tan pronto; pero lo aceptaba con elegancia y preocupación, tal y como ella sabía que lo haría.
—Gracias, querido, pero un poco de descanso y un té de menta de los que prepara Verbena son lo único que necesito. Seguro que mañana estaré fresca como una rosa —le dijo ella—. Y será mejor que lo esté, porque madame LeClaire me espera para probarme el vestido.
Jimmons les había abierto la puerta y Phillip siguió a Victoria hasta el umbral.
—Bueno, eso, querida mía, pagaría gustosamente por verlo. —Su sonrisa, cálida y picara, denotaba que sabía que ver ese deseo satisfecho era solamente una cuestión de tiempo.
Phillip miró a su alrededor como para asegurarse de que estaban solos, le puso las manos sobre los hombros y ella, al notar la suave presión de sus dedos, dio un paso hacia él. Sus pechos rozaron los botones del abrigo de él, los pliegues de su falda se entrelazaron entre sus pantalones y Victoria deslizó un pie entre los suyos.
Él volvió a guiarla con la presión de los dedos y ella se acercó más. Tuvo que retener el aliento porque estaban tan cerca... se tocaban... la cadera, el muslo, un pie. Y luego, los labios. Cálidos, húmedos, tiernos. Él la besó.
Si de verdad hubiera tenido dolor de cabeza, Victoria estaba segura de que éste habría desaparecido igual que habían desaparecido todos sus pensamientos.
—Sé que no te parece muy apropiado —murmuró él contra sus labios, la frente del uno contra la del otro—, pero no puedo resistirme. La nariz de él se deslizó al lado de la suya y él volvió a besarla.
Cuando finalmente él la apartó un poco, con el mismo cuidado con que la había atraído antes, Victoria abrió los ojos. Tuvo que parpadear para enfocar la visión, y se sintió deliciosamente complacida al ver que los ojos de él, que normalmente estaban entrecerrados, todavía lo estaban más. Parecía que quisiera colocarse entre los brazos de ella con la misma facilidad y comodidad con la que se deslizaba en un lecho de plumas. Pero más cálido. Más atrayente.
—Buenas noches, Phillip —dijo ella en cuanto él se alejó un paso, todavía con la mano de ella en la suya. La palma, los dedos, luego la punta de los mismos, se escurrieron cuando él la soltó. La puerta estaba detrás de él. Sin dejar de mirarla con esos ojos entrecerrados, decididos y elocuentes, alargó la mano hasta el picaporte, lo giró y salió a la noche.
—Bueno, si eso no ha sido un beso de verdadero amor, no sé qué lo es.
Victoria se dio la vuelta y vio a Verbena que estaba al pie de las escaleras —¡vaya, no la había oído aproximarse!— y que tenía una expresión decididamente nostálgica en el rostro.
—El amor no es necesario en un matrimonio bien avenido —dijo Victoria con firmeza—, pero realmente no está de más. Bueno, ¿está Barth ahí?
—Ha estado esperando en la esquina a que el marqués se marchara —contestó Verbena—. ¿Está segura de que no puedo ir con usted esta noche?
—No, gracias, Verbena, iré sola. Barth me dejará allí a salvo y volveré a casa antes del amanecer. Tienes que estar aquí por si mi madre pregunta por mí. Estaba preocupada cuando me fui del teatro porque le dije que no me sentía bien. Bueno, será mejor que me ponga de camino si quiero dormir un poco esta noche.
—Barth la esperará mientras se cambia de vestido.
—No, me llevaré la capa roja oscura. La capucha me ocultará el rostro. —Por si Max también estuviera en El Cáliz de Plata.
Al cabo de cuarenta minutos, cuando descendió del cabriolé de Barth, el Big Ben acababa de marcar las doce y media. Bajo esa pesada capa Victoria sujetaba la pistola que esta vez sí había recordado que debía llevar: esa noche no estaba Verbena para rescatarla. También llevaba tres estacas en tres puntos distintos del cuerpo, su bolsito —en el cual guardaba una botellita de agua bendita salada— y un crucifijo grande metido dentro del corpiño, que era bastante alto. Esto último había sido por insistencia de Verbena; porque ya que no se le había permitido ir, al menos se había asegurado de que su señora estuviera bien protegida.
De los vampiros estaba bien protegida. Y, armada con la pistola, estaba protegida de otros depredadores.
En El Cáliz de Plata había más mesas vacías que la última vez que Victoria había estado allí; pero como esa vez solamente había una, y esta vez había tres, no creía que eso fuera indicación de que el negocio fuera mal.
A pesar de la capucha de la capa y de la larga mata de pelo, Victoria sintió que la nuca se le helaba con un frío ártico. Cuando llegó al pie de las pronunciadas escaleras se detuvo y echó un vistazo a su alrededor, por si conocía a alguien.
Amelie, la pianista de pelo platino que se sentó con Verbena la última vez, estaba en su sitio, a la izquierda. Tenía el mismo aire melancólico que Victoria le recordaba de la última vez, y estaba tocando la misma música triste y lenta. Max no estaba allí; ni tampoco, por lo que veía, estaba Sebastian.
Victoria se quitó la capucha, salió de las sombras de la escalera y se dirigió hacia una mesa. Berthy, la ruda camarera, se acordaba de ella a pesar de que la última vez Victoria llevaba un traje de hombre. Era evidente que Sebastian tenía razón al decirle que no la hacía pasar por hombre. Se movía con las dos manos llenas de jarras y le dio un abrazo que acabó con un chorro de cerveza sobre la capa de Victoria.
—Ha dicho que vayas a las habitaciones traseras.
Victoria no malgastó energía preguntándose cómo sabía Sebastian que había llegado; quizá le había dado esas instrucciones a Bertha independientemente de cuando ella viniera. Empezó a dirigirse hacia la pared de ladrillos donde se encontraba la puerta, pero luego cambió de opinión y se sentó en una mesa vacía con tres sillas.
Cuando volvía a la barra, Berthy se detuvo ante la mesa de Victoria el tiempo justo de preguntarle:
—¿Qué va a tomar?
—Sidra —contestó Victoria en voz baja; pero Berthy asintió con la cabeza y supo que la había oído.
Victoria dejó vagar la mirada por la habitación y se entretuvo identificando a los clientes mortales y a los clientes no muertos. Para su sorpresa, estaban bastante igualados; e, incluso, en algunas mesas estaban mezclados. El porqué un mortal querría tener comunicación con un no muerto era algo que no podía comprender. Era como si una mosca se sentara a tomar el té con una araña: probablemente peligroso y confuso.
Berthy volvió a pasar por su lado con las manos llenas y Victoria la observó dejar dos vasos en una mesa de vampiros. De los vasos se vertió un líquido que era demasiado opaco para ser vino tinto. Victoria sintió que se le erizaba el vello de los brazos y apartó la vista al darse cuenta de que uno de los no muertos bebía con avidez.
Berthy dejó la sidra delante de Victoria, se inclinó hacia ella y, dirigiéndole una mueca que parecía una sonrisa, le dijo:
—¿Haciendo que él venga a usted, eh? Ésa es la manera de enseñarles. —Y luego se fue.
Victoria ocultó la sonrisa tras la jarra y dio un trago de esa bebida fermentada. No estaba mal. Esta vez sí había recordado traer monedas, y sacó una de cuarto de penique para dejársela a Berthy en la mesa.
Justo en ese momento, Max, vestido de negro, por supuesto, apareció por la esquina de las escaleras. Igual que había hecho Victoria, miró a su alrededor y, al ver lo que era inevitable que viera, levantó una mano para llamarle la atención.
No parecía sorprendido de verla; de hecho, la velocidad con la que se dirigió hacia la pequeña mesa redonda donde ella estaba sentada era señal de que la había estado buscando. Eustacia debía de habérselo pedido.
—Buenas noches, Max —dijo Victoria cuando él se sentó en una silla a su lado—. ¿Le pido a Berthy que te traiga una cerveza? ¿O prefieres tomar lo que toman ellos? —Hizo un gesto hacia los vampiros que estaban a su lado—. Parece un poco denso para ser vino tinto.
Él se inclinó hacia ella con los codos apoyados sobre la mesa, al lado de los de ella, y escudriñando la habitación al tiempo que hablaba.
—No me puedo creer que hayas venido aquí sola, Victoria.
—Soy una venator, Max, igual que tú.
—No sé qué te ha metido Eustacia en la cabeza, pero Sebastian Vioget...
—... está encantado de darte la bienvenida a su establecimiento.
La intensidad de Max se evaporó. Victoria notó que, literalmente, le salía por los poros. Estaba sentada muy cerca de él y percibió la relajación de sus músculos y el suave suspiro que se permitió.
—Vioget, como siempre, ha calculado el tiempo de forma impecable.
Victoria miró a Max. Estaba en la silla que había a su lado, relajado, largo y delgado; parecía que acabara de sentarse casualmente y que estuviera comentando que el sol estaba brillante. Incluso su sonrisa mostraba los dientes y dibujaba un agradable hoyuelo en la comisura de los labios... pero Victoria se dio cuenta del nerviosismo que ocultaba esa inocente sonrisa.
—¿Y quién es tu encantadora compañera? —Sebastian se sentó en la tercera silla de la mesa, a la izquierda de Victoria. Los tres estaban sentados dibujando una «V» grande, Victoria en el vértice, de cara a la habitación.
Antes de que Max contestara, Victoria tenía que salvar el momento.
—Entonces debo hablar yo, señor Vioget. Soy Victoria Grantworth, y confieso que estoy al tanto de que es usted el propietario de este establecimiento. Le vi la última vez que estuve aquí.
Nada de lo cual, estrictamente hablando, era una mentira. Sebastian la miró con una mirada de aprobación y le tomó la mano, que llevaba enguantada.
—Estoy encantado de conocerla, señorita Grantworth. —Llevó la mano de ella hasta sus labios y se la besó, mirándola con sus ojos dorados. Eso le hizo recordar a Victoria la última vez que había visitado El Cáliz de Plata, cuando iba vestida de hombre y se habían dado la mano; la suya, delgada, en la de él, ancha.
En ese momento tuvo el recuerdo de esa misma mano de bronce, con los dedos abiertos, acariciándole la cálida piel de su ombligo de marfil. El estómago se le tensó de forma involuntaria como si él estuviera alargando la mano otra vez para tocárselo. Él le soltó la mano y sus ojos se encontraron. La expresión de su mirada había adquirido un tono ámbar y Victoria supo que él también lo recordaba.
—¿Qué me dice de ese whisky que guarda en la parte de detrás? —dijo Max, en voz baja y tono suave. Pero Victoria se daba cuenta de que él estaba muy atento, como si intentara leer entre líneas las palabras que ellos habían intercambiado. Su actitud impasible remarcaba el poder que, ella sabía, ocultaba. La cuestión era si Sebastian lo sabía.
Sebastian llamó la atención de Berthy y, de alguna manera, ella supo qué querían porque, al cabo de un momento, dejó sobre la mesa la botella de whisky y dos vasos pequeños. Esta vez no lo vertió en los puños de encaje de Sebastian.
—Así que habéis conseguido El Libro de Antwartha —dijo Sebastian después de tomar un trago. La luz del aplique que estaba en la pared, a sus espaldas, le hacía brillar las puntas del cabello rizado y le confería un aspecto extrañamente angelical—. Debo felicitaros. Hubo un instante allí, Pesaro, en que casi no lo conseguiste.
Max se llevó el vaso a la boca y tomó un largo trago. Luego lo depositó con un cuidado deliberado y miró atentamente a Sebastian. Pero sus palabras sonaron despreocupadas.
—¿Sabías algo del hechizo de protección qué tenía el Libro? ¿Que un mortal no debía quitárselo a su propietario?
La respuesta de Sebastian fue igual de tranquila.
—Había oído algo parecido. —Las miradas de ambos se encontraron, directas; ninguno de los dos quería ceder.
—Muy amable de tu parte que lo mencionaras.
De repente, unos movimientos cerca del pie de las escaleras llamaron la atención de Victoria. Levantó la vista y se le paró el corazón.
No.
¡No! ¡Imposible! Sin dejar de mirar hacia la entrada, no podía pronunciar las palabras.
—¡Es Phillip! ¡Rockley! ¡Está aquí!—Victoria agarró la muñeca de Max—. ¡Dios mío, está aquí!
Max estaba concentrado en Vioget, pero entonces giró la cabeza hacia ella. Luego miró en dirección a la entrada, hacia donde ella continuaba mirando, conmocionada. Se dio cuenta de que le estaba clavando las uñas.
El marqués estaba justo al pie de la escalera. Parecía que llevaba una pistola a un costado. Y había llamado la atención de más de uno de los clientes de El Cáliz de Plata.
¿Cómo era posible? Tenía que sacarle de allí... ¡pero no podía dejar que la viera! Victoria se colocó la capucha en la cabeza y se apartó hacia las sombras. Se dio cuenta de que tendría que pedirle ayuda a Max. Tenía las manos heladas. Se sentía enferma. ¿Cómo había llegado él allí? ¿Cómo era posible?
—¿Lo conoce? —preguntó Sebastian con su acento francés y tono ligero. Les estaba mirando con atención, como dándose cuenta de que no sabía algo que ellos dos sí sabían—. Espero de verdad que no haya venido en busca de problemas.
—Es el prometido de la señorita Grantworth —oyó Victoria que Max le explicaba. La cabeza no le paraba en busca de una solución—. Tiene que irse antes de que él la vea.
Gracias a Dios que él lo había comprendido. Y tenía razón. ¡Tenía que marcharse antes de que la viera! La conmoción empezó a desvanecerse y la sustituyeron la determinación y la concentración.
Sebastian miró a Victoria, sorprendido.
—¿Paseándose por ahí sin su prometido? Vaya, vaya, mi querida señorita Grantworth. —Levantó la mirada y atrapó los ojos de Max—. Le voy a mostrar una salida para que no la descubra aquí. —Parecía que Sebastian también lo comprendía.
Max pareció dispuesto a discutir, pero Victoria le tomó del brazo otra vez y le miró desde debajo de la capucha.
—Max, tienes que ocuparte de él. Por favor. Asegúrate de que se va de aquí, y de que se va a casa, a salvo. Este no es su sitio.
Sebastian se puso en pie e hizo que Victoria también se pusiera en pie sin esperar el consentimiento de Max.
—Venga conmigo, señorita Grantworth —murmuró, cerrando los dedos con firmeza alrededor de su brazo.
Victoria dirigió una última mirada suplicante a Max, por mucho que odiara el hecho de que tuviera que pedirle ayuda, y permitió que Sebastian la alejara de la mesa hacia la puerta del pasillo escondido.
Max se aseguraría de que Phillip estuviera a salvo.
Max observó cómo Vioget sacaba a Victoria de la sala. Maldición. ¿Qué creía Rockley que estaba haciendo?
No importaba cómo ni por qué... ahora, lo único importante era sacar a ese petimetre de ahí antes de que los vampiros decidieran ofenderse por la pistola que llevaba encima.
Mientras ellos habían estado hablando, Rockley había echado un vistazo a la habitación y había dado tres pasos inseguros por la sala. Si había mirado a Victoria, solamente habría visto una silueta en las sombras.
—Rockley —dijo Max, acercándose a él, que todavía continuaba en la entrada mirando a su alrededor y atrayendo la atención de todo el mundo. La sangre fresca siempre era mejor que el brebaje que Vioget guardaba en la parte trasera—. ¿Le puedo dar un consejo? Aparte el arma de la vista. No la va a necesitar aquí.
El petimetre le miró y Max se alegró de que sus ojos no expresaran miedo, ni el nerviosismo que, a menudo, muestran los hombres que van por ahí con una pistola para fingir valor. Su mirada no solamente era firme, sino que no parecía sorprendido de ver un rostro conocido.
—Ha sido necesaria para llegar desde mi coche a este lugar —contestó Rockley, guardándose la pistola en el bolsillo—. Y la utilizaré si es necesario para encontrar a Victoria y ponerla a salvo.
En este punto fue donde Max tuvo que demostrar sus habilidades de actor. Mejor, pensó con malicia, de lo que lo habían hecho Victoria y Vioget antes al fingir que era la primera vez que se veían.
—¿Victoria? ¿De qué diablos está hablando, Rockley?
—Ella está aquí. En alguna parte. La he seguido, ¡y no puedo imaginar qué está haciendo aquí! —Incluso mientras hablaba, dirigía la aguda mirada por toda la habitación como para asegurarse de que ella no había reaparecido—. ¿Qué está usted haciendo aquí?
—No he visto a Victoria —dijo Max, con claridad—. Estoy aquí desde hace más de una hora y si ella estuviera aquí, la hubiera visto. Ni siquiera le voy a preguntar por qué cree que ella vendría a un lugar como éste en medio de la noche. Debe de tener usted algún motivo para creerlo, por ridículo que sea.
—La he seguido desde su casa. La vi salir de un cabriolé de alquiler, por Dios. ¡Un cabriolé! Su prima salió de un cabriolé y vino hacia aquí.
Eso era verdad; no podía olvidar que Victoria le había dicho que eran primos.
—¿Cuánto hace de esto? —preguntó Max, sabiendo que tendría que haber un lapso de tiempo entre su llegada y la de Rockley; y Victoria ya estaba allí cuando él volvió a El Cáliz después de una breve ronda por el vecindario. Max la había estado esperando desde las once.
—Hace un rato —contestó él—. Me encontré con un altercado cuando salí de mi carruaje, y tuve que convencer a unos caballeros de que venía hacia aquí, tanto con permiso como sin él.
Eso explicaba lo de la pistola.
—Tal y como he dicho, Rockley, ella no está aquí. Por supuesto, si hubiera visto a mi prima en un local como éste, la hubiera acompañado a casa inmediatamente. Este no es lugar para una mujer, ni tampoco para la mayoría de hombres.
—La he seguido desde su casa —dijo Rockley, tozudo—. Dijo que se encontraba mal, así que la llevé a casa después del teatro. Pero se dejó el chal en mi carruaje y volví para devolvérselo, entonces la vi salir por la entrada y subir a un cabriolé.
—Debe de estar equivocado. Debe de haber visto a su doncella, o a alguna otra persona que se iba de la casa. Es ridículo, Rockley, simplemente es ridículo creer que Victoria vendría a un lugar como éste.
Max se dio cuenta de que uno de los vampiros más corpulentos había estado mirando a Rockley con más que curiosidad. Tenía que sacar a ese hombre de ahí antes de que se encontrara en medio de una refriega. La tregua que los mortales y los no muertos respetaban en El Cáliz de Plata era frágil; si se tensaba la situación, lo propio sería que desembocaba en una riña. Lo había visto.
A pesar de que eso sería más que un inconveniente para Sebastian Vioget, Max no podía permitir que sucediera. Miró a Rockley que, a pesar de su impecable peinado y de su perfecto nudo en el pañuelo, parecía más que dispuesto a protegerse.
Hacerse el héroe estaba muy bien, y por supuesto eso resultaba muy atractivo para las señoritas... pero el marqués de Rockley no estaba preparado lo más mínimo para enfrentarse con el peligro especial que encerraba ese lugar. Max tenía mucha experiencia y poca paciencia con esos inocentes hacedores del bien.
Lo único que se podía hacer en una situación como ésa era ganar un poco de tiempo, hacer que el hombre bebiera y ponerle salvi en el whisky. Eso haría que todo fuera más fácil de manejar.
—No me dijo que estaba prometida —murmuró Sebastian bajo la luz parpadeante.
Victoria sintió la fría piedra de la pared del pasillo detrás, y el calor de las palabras de él en el rostro. Él había cerrado la puerta y se encontraban solos en el pasillo abovedado. Él todavía la sujetaba por el antebrazo; ella podría desprenderse de esa sujeción con un fácil tirón.
—Y usted no le habló a Max del hechizo de protección de El Libro de Antwartha —contestó ella—. Todos tenemos secretos.
Él sonrió.
—¿Es un secreto que está usted prometida con un dandi rico? ¿De alguien a quien hay que rescatar de la oscuridad, como una debutante que rechaza a un pretendiente demasiado diligente?
Al oír eso, Victoria apartó el brazo de un tirón.
—Rockley no es un secreto, y él no es tonto ni débil, como pretende usted. Y usted no tiene por qué acercarse tanto a mí.
—¿Ha visto él su vis bulla? —No se apartó de ella; había colocado la mano entre ellos, por debajo de sus pechos, y la apretaba contra su blusa, contra el tembloroso músculo del estómago—. ¿Sabe él lo que significa?
Ella le apartó de un empujón en los hombros. Él se movió, pero casi no retrocedió. Era más fuerte de lo que ella había pensado.
—¿Sabe él que eso significa que su amor anda por las calles de noche? ¿Que ella se mezcla con los del lado oscuro para conocer sus secretos? —Él hablaba con expresión impasible, inalterado por la reacción violenta de ella. Su voz era tranquila y resultaba hipnótica—. ¿Que ella mata cada vez que levanta el arma? ¿Que ella tiene una fuerza que él no puede esperar tener?
—No sabe nada. —Victoria habló con las mandíbulas apretadas. Sebastian había vuelto a acercarse a ella, empujándola contra la pared, pero no la tocó.
—¿Lo ha visto él, Victoria? —La suavidad con que pronunció las últimas sílabas le provocó a Victoria un cosquilleo en el estómago—. ¿Lo ha visto?
Ella no podía apartar la vista de sus ojos atigrados, casi ni podía ensanchar los pulmones para respirar. Sentía la pared húmeda y rugosa a través del abrigo y de la tela del fino vestido, igual como la presión de la mano de él había atravesado la tela de su camisa. Notó una gota de humedad de la piedra en la parte trasera de la cabeza. Estaba fría y húmeda.
—No —susurró.
La expresión de él brilló de satisfacción.
—Comprendo.
De repente, se apartó, como si le hubieran empujado. Como si esa proximidad hubiera sido excesiva de repente. Victoria pudo respirar y moverse, y se apartó de la pared y de él.
—Venga. Salgamos de aquí antes de que su venator venga a ver dónde estamos.
Se dio la vuelta y empezó a caminar por el pasillo, dejando que Victoria le siguiera; tan distinto de la primera vez, que la había conducido tomándola del brazo. Ella dudó, igual que había dudado entonces. La elección entre Escila y Caribdis; la solidez de Phillip y la vorágine de Sebastian. ¿Cuál era el reto menor?
Después de todo, siguió a Sebastian. Phillip era la parte más importante de su vida, una parte que no quería arriesgarse a poner en peligro. Sebastian era simplemente un hombre.
Capítulo dieciséis
El marqués gana el juego del trilero
y comete un grave error
Phillip de Lacy no era un tonto. En absoluto. Sabía que algo no iba bien; lo que no sabía era si el inquietante primo de Victoria, Maximilian Pesaro, era la causa o era la solución.
Ese hombre parecía capaz e inteligente; no parecía taimado ni retorcido. Pero el hecho de que le hubiera sugerido firmemente que guardara la pistola le había evitado provocar un altercado ahí, en ese mugriento lugar. Un hecho que a Phillip se le había pasado por alto a causa de la preocupación por Victoria. Tenía que admitirlo, por lo menos.
La manera en que algunos de los clientes le miraban, como si él fuera una liebre, a punto de ser puesta en el asador, hacía sentir a Phillip más que intranquilo. Él no era una liebre de paso ágil que huye ante el más mínimo peligro. Pero algo no iba bien en ese lugar. Había algo que le enfriaba la sangre.
Pero había visto a Victoria salir de la casa; a pesar de los argumentos de Pesaro, estaba seguro de que era ella. Por la forma de caminar, la constitución corporal, incluso sus movimientos al cerrar la puerta al salir... reconocería a Victoria en cualquier parte, con cualquier disfraz. Y ese abrigo de color granate era de lana buena; seguro que no se lo dejaría a su doncella.
Así que había seguido al cabriolé, al principio con una punzada de celos en el corazón. ¿Iba a encontrarse con alguien? ¿Con un amante? Esa no era la primera vez que él se había marchado pronto ni que él había hecho una visita breve. La incerteza debida a la necesidad que sentía de ella y la preocupación por su bienestar le habían hecho seguirla.
Cuando el cabriolé giró en dirección a la peor parte de Londres y finalmente se detuvo en ese lugar oscuro y deprimente, Phillip ya no se preocupó de si iba a encontrarse con un amante. Más bien pensó que fuera lo que fuese lo que la llamaba a esa parte de la ciudad era algo más profundo que la lujuria o la pasión.
Fuera lo que fuese en lo que se hubiera involucrado, no podía, no debía, manejarlo sola. El temor tenía que haberla vuelto loca para que hubiera ido a ese lugar; y solamente las peores circunstancias debían de haberle impedido que confiara en él. Pero la llevaría a casa y la convencería para que se lo contara... porque iban a casarse, y él iba a ser su marido. Él iba a cuidar de ella. El solucionaría lo que tuviera que solucionarse.
Ése, al menos, era su plan hasta que bajó las escaleras y se encontró en ese infernal pub que olía a óxido y a moho. El primo le había conducido hasta una mesa en la esquina más oscura y le había pedido una bebida. Pero cuando vio por el rabillo del ojo que la mano de Pesaro pasaba rápidamente por encima de su vaso, un movimiento tan rápido y leve, se dio cuenta de que Pesaro tenía sus propios planes. Y cuando dio un trago de whisky y vio que Pesaro lo estaba observando, estuvo seguro de ello.
Así que cuando ese hombre se volvió para hablar con la extremadamente bien dotada camarera, Phillip cambió los vasos.
En el momento en que Pesaro volvió a darse la vuelta, él le propuso un brindis y observó al otro hombre beber la droga que había intentado hacerle beber a él, sin dejar de preguntarse por qué ese hombre tendría que hacer una cosa así. ¿Intentaba matarle o simplemente drogarle?
Suponía que si el primo de Victoria le quería muerto, no le habría avisado de que escondiera el arma ni le hubiera sacado del centro de atención de la habitación.
No importaba. O bien se lo preguntaría o bien, si moría, sería un asunto indiscutible.
No fue sorprendente pues que Pesaro se mostrara ansioso de que Phillip se bebiera el whisky; así que él le satisfizo, pero solamente si el primo bebía con él. Cuando los vasos estuvieron casi vacíos él empezó a ver signos de cansancio en ese hombre. Los ojos se le cerraban, pronunciaba las palabras con lentitud. Si se había envenenado o si estaba simplemente drogado, Phillip no lo sabía... pero fuera lo que fuese, ese hombre había intentado que fuera él quien lo tomara, así que no sentía ningún remordimiento.
—Ha cambiado los vasos —dijo Pesaro, arrastrando las palabras y mirándole con los ojos brillantes por la rabia—. Maldito tonto.
—Es lo que se merece. ¿Por qué ha intentado envenenarme?
—No sabe usted el peligro que corre... Manténgase a salvo... loco.
Esperó hasta que Max sucumbió, hasta que la cabeza le cayó sobre la mesa.
—Ahora iré a buscar a Victoria.
Phillip dejó caer unas cuantas monedas encima de los pegajosos tablones de madera de la mesa y éstas rodaron hasta los dedos medio curvados del hombre. Entonces se puso en pie y se alejó sin mirar atrás.
Estaba claro que su prometida no estaba allí, si es que lo había estado antes. Atravesó la habitación, y se apresuró hacia las escaleras con la mano en la pistola que llevaba debajo del abrigo.
A Phillip le faltó tiempo para salir de ese lugar lúgubre y deprimente; corrió escaleras arriba porque necesitaba respirar el aire de la noche. Tenía que aclararse la cabeza, porque ahora todavía tenía muchas más preguntas que cuando había llegado, incluyendo el porqué el primo de Victoria había intentado drogarle.
Cuando llegó arriba de las escaleras, Phillip oyó unos pesados pasos detrás de él. Se dio la vuelta y vio a uno de los clientes, corpulento y con el rostro pálido, que subía los escalones.
Phillip cruzó la puerta y se encontró en la noche. Cerró la puerta y se dio la vuelta para alejarse rápidamente; pero el hombre se acercó con mayor rapidez de la que él había imaginado. De repente le tuvo justo detrás, y Phillip notó su respiración caliente en la nuca... a pesar de que la llevaba cubierta por el abrigo y el hombre no le estaba tocando.
Se dio la vuelta, sacó la pistola del bolsillo y apuntó a su perseguidor. Se encontraban en medio de un estrecho callejón, y no podía correr a ningún sitio si no era de vuelta a las escaleras que llevaban a El Cáliz de Plata... o pasar al lado del hombre, que bloqueaba la entrada del callejón.
—Apártate o disparo —le advirtió Phillip, tensando el dedo encima del gatillo. Tenía el pulso firme; la sensibilidad viva a pesar de que se sentía invadido por la calma y la confianza. No quería herir a ese hombre, pero haría lo que tuviera que hacer para protegerse... y para encontrar a Victoria.
El hombre dio otro paso hacia delante y Phillip apretó el gatillo, apuntándole al hombro. Debió de haber fallado el tiro, porque el hombre continuó avanzando. Perdió la visión y sintió una extraña opresión en el pecho, como si sus pulmones no fueran suyos... como si fuera otro quien los inflara y los desinflara. No podía apartar la vista, no se podía apartar del hombre que se estaba dirigiendo hacia él.
Algo emitió un brillo rojo; pero Phillip no podía verlo... apareció en los extremos de su campo de visión oscurecido. Phillip no podía ver nada; apuntó hacia delante a ciegas, esperando darle al pecho, y apretó el gatillo.
Los ojos de su atacante ardían con un extraño color... como el destello del vino. Alargó la mano hacia Phillip, que intentó apartarse, pero ese hombre tenía una fuerza inhumana; no pudo sacudirle, ni siquiera pudo aflojar su mano un poco. Y entonces vio que algo blanco brillaba en la luz tenue mientras una mano le sujetaba la cabeza y le obligaba a ladearla.
Unos dientes blancos y afilados descendían hacia su garganta.
—¿Por qué no le dijo a Max que El Libro de Antwartha estaba protegido con un hechizo? —preguntó Victoria. Estaba de pie en la misma habitación donde habían estado la otra vez, al otro extremo de donde se encontraba Sebastian.
Él estaba sirviendo dos vasos pequeños con una bebida de un color rosa pálido y levantó la cabeza. El asiento donde ella había estado sentada, donde él le había tocado el vis bulla, dividía el espacio que había entre ellos como las vallas bajas de piedra que guardaban a los corderos en los campos de Prewitt Shore. Victoria no sabía quién era el cordero y quién no lo era.
—Quería saber si había mantenido la promesa —contestó Sebastian, dando un paso hacia ella. Victoria se movió de manera que el sofá quedara entre ellos dos y alargó el brazo por encima del mismo para tomar el vaso que él le ofrecía. Tuvo cuidado de que sus dedos no entraran en contacto con los de él—. Si él lo sabía, es porque usted se lo dijo.
—Mantuve la promesa, pero él hubiera podido morir si no lo sabía.
—Pero no murió; porque no lo tocó. Lo sabía.
—Yo solamente le dije que salvara su vida. Él no me creyó.
—¿Su vida tiene tanto valor para usted?
—Toda vida tiene valor para mí. ¿Qué es eso? —Miró el vaso. El líquido tenía un color rubí y el vaso tenía la forma de un pequeño tulipán; pero por la parte superior, por donde el vaso se hacía más ancho, el líquido era de un rosa muy pálido.
—Solamente un poco de jerez. Pruébelo; creo que lo encontrará de su agrado. —Él levantó el vaso en un gesto de brindis y se tomó todo el contenido. Luego volvió a mirarla e hizo un signo de cabeza hacia el asiento—. Siéntese, Victoria.
—No, gracias. —Ella dejó el vaso y se alejó un poco; ahora ella estaba detrás del asiento y él, delante.
—¿Tiene miedo de mí, Victoria?
—¿De qué he de tener miedo? Soy una venator.
—Claro. Yo me pregunto lo mismo. De hecho soy yo quien debería mostrarme cauteloso con usted. —La miró a los ojos y le aguantó la mirada durante un momento largo—. Quizá debería hacerlo. —Se apartó y se dio la vuelta hacia la mesa para servirse otro vaso de jerez.
Cuando volvió de nuevo, la expresión de su rostro era infranqueable, ilegible. Hizo otra parodia de brindis, pero en lugar de vaciar el vaso entero, simplemente tomó un trago y se sentó. Se acomodó en uno de los extremos con el cuerpo parcialmente girado para poder ver a Victoria, que estaba de pie detrás de la valla de protección del respaldo del sofá y tenía una mano encima del tejido de algodón.
—¿Por qué ha venido aquí esta noche? —le preguntó él.
—Usted me estaba esperando. Me he sorprendido un poco.
—La última vez que estuvo usted aquí, le dije que volveríamos a vernos. Sabía que volvería. Pero tengo curiosidad de saber por qué.
—Quizá para darle las gracias por la información que nos ayudó a conseguir El Libro de Antwartha. Si no hubiera tenido su información, Max y quizá yo misma hubiéramos muerto en el intento.
—¿Así que ha venido cargada de toneladas de gratitud? —Se colocó sobre una rodilla encima del sofá y le colocó la mano encima de la de ella, sujetándosela con suavidad contra la parte superior del respaldo—. Me alegro de oírlo. Y agradezco en especial que Eustacia la haya mandado a usted en lugar de a Maximilian para esta tarea.
Victoria quería apartar la mano, pero contuvo la necesidad de hacerlo.
—Tengo la impresión de que usted y Max no son buenos amigos.
—Me pregunto por qué es así —murmuró Sebastian; pero sonó como si no le importara en absoluto—. Me interesa más descubrir de qué manera piensa usted expresarme su gratitud por haberla ayudado que saber qué es lo que saca de quicio a Max. —Con la mano que tenía libre, empezó a bajarle el largo guante que le llegaba hasta el codo—. ¿Le he dicho que está usted infinitamente mejor vestida de mujer que de hombre?
Él le soltó la muñeca que le había estado sujetando pero no soltó el guante y, cuando ella apartó la mano, el guante salió girado del revés. La mano y el brazo le quedaron desnudos.
Dio un paso hacia atrás para quedar fuera de su alcance. Sebastian no era el tipo de hombre que saltaría por encima del asiento para seguirla.
Pero él no la estaba mirando; tenía el triste guante blanco entre las manos y pasaba un dedo por toda su longitud como si le estuviera acariciando el brazo a ella. Entonces le sujetó una mano y la miró.
—¿Dónde está su anillo?
Al principio ella pensó que él hablaba del vis bulla, del arete que llevaba en el ombligo... pero entonces se dio cuenta de que él miraba su mano desnuda. Su mano izquierda.
—No tengo... todavía. ¿Sabía que yo estaba allí, en la habitación, en Redfield Manor?
—Por supuesto. También supe en qué momento salió por la ventana; Maximilian estaba demasiado ocupado en acabar con los vampiros para darse cuenta. Pero vi el movimiento de las cortinas y supe que se había ido. Creo que mató a varios vampiros esa noche.
—Fueron ocho. Y Max derrotó a tres imperiales por su cuenta.
—Bravo, Max. —Sebastian se levantó y se alejó—. Victoria, me preocupa usted. No voy a saltar de un extremo a otro de la habitación para atacarla. —Él parecía enojado. Era una expresión poco habitual en un rostro que normalmente intentaba cortejar o mostrarse encantador.
Él se metió el guante de ella en el bolsillo y dio unos pasos hacia la mesa donde había servido las bebidas. Luego se dio la vuelta hacia ella y se apoyó en la mesa con las piernas cruzadas a la altura de los tobillos y los brazos cruzados sobre el pecho. Parecía de oro y bronce, profundamente peligroso. El cabello le brillaba, oscuro, cerca de la coronilla, pero lo tenía rojizo y rubio, e incluso plateado, en las puntas rizadas. Sus labios dibujaban una apretada línea: el labio superior ensombrecía el inferior y le daba un tono de café oscuro.
Durante un largo momento se quedaron en silencio. Victoria había esperado que él le pidiera alguna recompensa por la información que les había permitido obtener El Libro de Antwartha, pero él no lo hizo. Sus modales atrayentes habían desaparecido ahora y simplemente se mostraba descontento.
—Estoy segura de que ahora ya no hay peligro en que me vaya —dijo Victoria por fin—. Max ya debe de haberse llevado a Phillip. —Ella le miró, esperando que la contradijera.
Pero en lugar de hacerlo, él se llevó la mano hasta un bolsillo, sacó el guante y se lo ofreció.
El guante estaba sobre la palma de la mano de él y cuando ella alargó la mano para tomarlo, los dedos de él se cerraron sobre ella. Y tiraron.
Quizá fue la sorpresa por el repentino movimiento; quizá fue curiosidad. Quizá solamente estaba cansada de luchar. Pero Victoria se dejó ir hacia delante hasta que estuvo tan cerca de Sebastian como lo había estado en el pasillo.
Éste sujetó la mano de ella con la otra mano, como si no deseara permitirle que escapara, se volvió a meter el guante en el bolsillo y la miró. Sus ojos dorados brillaban con humor.
—Eso ha sido más fácil de lo que esperaba.
—Sebastian...
Él le dio la vuelta a la mano de ella, la levantó, bajó el rostro... y llevó los labios hasta la parte interna de la muñeca de ella. Sus labios eran suaves pero firmes, agradablemente húmedos y ligeros como una pluma. Casi le hicieron cosquillas. Entonces sus labios se movieron, se entreabrieron, resiguieron la textura de las venas y de los tendones en esa recatada región. Le mordisqueó la muñeca y también, con suavidad, la palma de la mano en la base del dedo pulgar.
Victoria no podía apartar el brazo. No, eso no era cierto... podía hacerlo; sabía que podía soltarse con facilidad... pero no conseguía mover los músculos. Con los ojos cerrados, levantó la mano y se la llevó al pecho, sólido, cálido, agitado.
—Siempre había querido catar a una venator —murmuró Sebastian, mirándola. Sus labios ya no eran delgados y rudos; ya nunca más le parecerían rudos después de eso. Después de haber sentido su contacto.
Él continuaba sujetándole la mano, con la suya puesta por debajo de la de ella, y le pasó el pulgar por la parte alta de la mano mientras la miraba.
Y entonces, ambos lo oyeron; y justo cuando Victoria registraba ese ruido, la puerta se abrió repentinamente.
En el umbral apareció Max, que se apoyó contra el marco de la misma.
—Rockley ha sufrido un ataque —dijo, y se deslizó hasta el suelo.
Capítulo diecisiete
En el que se da una gran actividad
en el dormitorio de la señorita Grantworth
Los treinta minutos siguientes fueron un remolino de actividad. Max, pese a que estaba confuso y se sentía débil, todavía conservaba la coherencia suficiente para explicar que había conseguido detener a un vampiro mientras estaba atacando a Phillip.
—¿Le ha mordido? —preguntó Victoria mientras se pasaba el brazo de Max por encima de los hombros de tal manera que la mano quedara colgando justo por debajo de su pecho izquierdo. Le estaba ayudando a salir de allí para ir hasta su carruaje; no era una tarea tan difícil como lo hubiera sido si no hubiera llevado su vis bulla.
—No... llegué a tiempo. Le clavé la estaca al cabrón.
Victoria dio por entendido que se refería al vampiro, no a Phillip. Aunque no estaba del todo segura.
Max había salvado a Phillip, le había metido en el cabriolé de Barth y le había dado a este último instrucciones explícitas de que le llevara a casa y qué era lo que tenía que hacer cuando llegara allí. Phillip no estaba herido, pero estaba confuso y casi inconsciente a causa de la reciente pelea.
—¿Qué va a recordar? —preguntó Victoria mientras ayudaba a Max a subir a su carruaje.
—Nada. Utilicé el... colgante.
Ella lo empujó hacia dentro del carruaje y luego saltó fuera para despedirse de Sebastian, quien, a pesar de que no había sido de gran ayuda para sacar a Max de allí, tampoco le había dificultado la tarea. Había ido con ellos, le había mostrado otra salida por la parte trasera y había llamado al carruaje de Max.
—Gracias —le dijo ella, aunque no estaba segura de qué era lo que le estaba agradeciendo.
—Hasta que nos encontremos de nuevo —dijo él, sencillamente. El no hizo el gesto de devolverle el guante, y ella no se lo pidió. Victoria se dio la vuelta y subió al carruaje. Sebastian cerró la puerta detrás de ella.
El vehículo se tambaleó al arrancar y Victoria se inclinó hacia un lado en el asiento situado enfrente del de Max.
Él estaba arrebujado contra el rincón del asiento, como un saco arrugado negro y gris. La luz de las farolas de la calle penetraba en el carruaje de forma intermitente y Victoria vio que él tenía los ojos cerrados.
¿Le habían mordido? Ni siquiera se había parado a preguntarlo. .. de tan preocupada como estaba por Phillip desde la nefasta noticia de Max.
Victoria se puso en pie con cuidado y se acercó a su lado. El carruaje giró de forma inesperada por una esquina y ella estuvo a punto de caer sobre el regazo de él.
En el momento en que Victoria iba a tocarle el cuello, él abrió los ojos.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó él, incorporándose.
—Pensaba que quizá te habían mordido.
—Siéntate. —Le dijo, fulminándola con la mirada—. No me han mordido hace... años.
—Entonces, ¿porque llevas agua bendita salada? ¿Y por qué esa mordedura parece reciente?
—Para que si me encuentro al lado de alguien a quien han mordido, pueda curarle la herida. —De repente, parecía más alerta.
—Entonces, si no te han mordido, ¿qué te ha sucedido?
Él inhaló con fuerza y cruzó los brazos sobre el pecho.
—Me han drogado. Tú marqués lo ha hecho.
Victoria arqueó las cejas.
—Vaya. ¿Así que un simple marqués puede contigo y un horrible vampiro no puede? ¿Y lo admites de propia voluntad?
Max abrió la boca como, si fuera a decir algo, pero pareció cambiar de idea. Ladeó la cabeza para mirar a través de la ventana. Su perfil se iluminaba cada vez que pasaban al lado de una farola.
Victoria observó la altiva línea de su nariz, el gesto adusto de sus labios, el revoltijo que era su pelo. Parecía reventado.
—¿Qué ha pasado, Max?
—Hice lo que me pediste, Victoria. No tenemos que hablar más. —Él no apartó la mirada de la ventana—. Tu marqués está a salvo, y yo no sufriré ningún efecto adverso. Y no recordará casi nada de lo que ha sucedido porque me he ocupado de ello también. Él intentaba acabar con el vampiro de un disparo. —Su voz adquirió un tono de burla—. ¿Dónde tienes el guante?
Victoria bajó la mirada; llevaba los dos brazos debajo de la capa, tanto el brazo desnudo como el cubierto.
—Yo... Sebastian lo tiene.
Max se volvió hacia ella y la miró.
—¿Y qué más ha tenido?
Ventajas. Ventajas que ni siquiera su prometido había tenido. Y, en cierta manera, había tenido una parte de su inocencia. Le había demostrado exactamente por qué las mujeres llevaban guantes. Todo el tiempo.
—Victoria.
—Nada. Tiene mi guante, y no tiene nada más. Soy una venator, Max. Él no puede conmigo.
Quizá era una risa lo que Max emitió: Victoria no estaba segura. Pero no dijo nada. Solamente movió la cabeza y siguió mirando por la ventana.
Continuaron en silencio durante un rato y luego hablaron.
—Gracias. Por lo que has hecho esta noche.
Eso apartó la atención de él del paisaje. La miró, con una expresión oscura y enojada, desde un rincón de ese estrecho espacio.
—Rockley no tiene ni idea de en qué se ha metido esta noche. Ésa es exactamente la razón por la que no te puedes casar, Victoria. Vuestros dos mundos no se pueden cruzar tal y como ha sucedido esta noche. Continuar por ese camino solamente conseguirá provocar más destrucción.
Después de haber dicho eso, volvió a mirar a través de la montaña y no dijo nada más.
Victoria no durmió bien esa noche. Sus sueños estuvieron llenos de una tormenta de imágenes que se mezclaban: Phillip y Sebastian, tía Eustacia y Max, y de palabras y de voces que se oían al mismo tiempo: «Siempre había querido catar a una venator... No puedes casarte... Eso te va a costar muy caro... ¿Sabe él que sales a caminar por las noches?... ¿Qué más ha tenido?»
Se despertó cuando el sol se colaba por su ventana, una imagen muy distinta de la oscuridad lúgubre de sus recuerdos. Eran casi las once en punto. Madame LeClaire iba a llegar dentro de dos horas para que se probara el vestido.
Su vestido de boda.
Victoria se pasó una mano por los ojos. ¿Tenía razón Max? ¿Provocaría una destrucción mayor si se casaba con Phillip? ¿Con el encantador, divertido y atractivo Phillip? Ese hombre que la hacía reír, que bromeaba con ella, que la ayudaba a vivir con humor en esa sociedad que le había tocado. Que le había llevado flores después de que ella le hubiera reñido. El hombre que hacía lo correcto, lo que se esperaba. Un hombre a quien ella podía comprender.
Él la había seguido esa noche. La había seguido hasta una guarida de vampiros, sin pensar en su propia seguridad; y sin saber en qué mundo se estaba introduciendo. Si se casaba con él, ¿podría mantener el secreto? ¿Tendría que hacerlo? Si él supiera que ella era una venator, y que estaba más a salvo que cualquier otro, ¿lo comprendería él?
El había hecho sus confesiones... unas confesiones inofensivas. ¿Le debía ella lo mismo?
Las palabras de Sebastian la perseguían. «¿Sabe él que anda por las calles de noche? ¿Que se mezcla con los del lado oscuro para conocer sus secretos? ¿Que mata cada vez que levanta el arma? ¿Que tiene una fuerza que él no puede esperar tener?»
¿Cómo podía él comprenderlo? Ella había tardado años en comprenderlo, y ella era una elegida.
Él era tan bueno, tan educado. ¿Cómo podía casarse con una mujer que perseguía el mal? ¿Que era violenta... que mataba? Él nunca podría aceptar eso en su esposa... no debía hacerlo.
Él no podría comprender su mundo. Tía Eustacia, y Max, y Kritanu... incluso Verbena y Barth... ellos lo comprendían. Todos ellos formaban parte de ese mundo, de esa vida.
Phillip no, y nunca podría hacerlo.
Victoria inhaló con fuerza, sabiendo lo que haría.
Mientras empezaba a imaginar una vida sin Phillip sintió un fuerte nudo en el estómago. Una vida que consistía en merodear por las calles oscuras, por pubs subterráneos; en sentir siempre la necesidad de cazar y matar. El fin de los bailes y las risas, y ninguna esperanza de tener a alguien a quien amar, alguien que se preocupara por ella.
Quizá eso explicaba cómo era Max. Su actitud, la rabia contenida bajo su sarcasmo. Estaba tan solo. Victoria había creído que era por propia elección. Quizá estaba equivocada.
Quizá ella tampoco tenía elección.
Oyó un fuerte golpe procedente de abajo, luego el sonido de unas fuertes pisadas que subían las escaleras corriendo. Victoria se dio la vuelta hacia la puerta de la habitación.
Unos gritos; parecían los de Jimmons, e incluso parecían los de Verbena, y de repente la puerta se abrió y golpeó la pared.
Phillip.
—¡Victoria! —Allí estaba, alto y desesperado, la capa enrollada alrededor del cuerpo y el cabello revuelto sobre la frente—. ¡Estás aquí, y a salvo!
Ella se sentía tan aterrorizada que no se movió, ni siquiera cerró la boca; Verbena, Jimmons y Maise, el ama de llaves, estaban de pie en la entrada y hablaban todos al mismo tiempo, explicando cómo había sido que Phillip había conseguido subir hasta allí.
—Échales fuera —le pidió él mientras se acercaba a ella, a la cama, donde ella se encontraba sentada y cubriéndose el camisón con las sábanas—. Soy tu prometido, vamos a casarnos dentro de dos semanas... ¡échales fuera!
Ella nunca le había visto de esa manera, nunca había visto al educado y pulcro Phillip tan agitado.
—Dejadnos —les dijo a Jimmons y a Verbena mientras hacía un gesto con la mano. Entonces, extrañamente considerando la situación, tuvo una idea lógica—. ¿Madre se ha levantado ya?
—Lo hará inmediatamente —contestó Verbena.
—Entonces, evitad que venga. Decidle lo que queráis, pero que no venga hasta que el marqués se haya marchado.
—Pero no es decente... —empezó a decir Maise.
—Marchaos, por favor. No pasará nada si nadie habla de esto.
Hasta que no se hubieron ido, Victoria no se permitió mirar a Phillip. Sentía el nudo en el estómago con más fuerza. Había creído que tendría más tiempo para decidir qué hacer... cómo responder a Phillip. Cómo decirle que no iba a casarse con él.
Pero había tomado su decisión. Era la decisión correcta.
—Victoria, Victoria. —Él estaba de pie al lado de la cama, con las manos detrás de la espalda, como obligándose a no tocarla—. Lo siento mucho, pero no podía esperar. Tenía que asegurarme de que estabas aquí, de que estabas bien.
—Phillip... —Ella meneó la cabeza y cerró los ojos un momento. ¿Qué podía decir?—. Phillip, estoy bien. Ya me ves, estoy bien. Solamente tenía dolor de cabeza.
¿Por qué había hecho eso? No tenía intención de continuar con esa mascarada.
Él la miraba desde arriba, de pie, con ojos penetrante y agitados.
—Victoria.
—Phillip, siéntate. Aquí. —Ella pasó una mano por encima del cubrecama mientras le hacía sitio a su lado.
—No sé si... debería. —Él la miró, y ella vio algo en sus ojos que nunca había visto antes—. Si es decente.
Victoria se rió; no pudo evitarlo.
—Phillip, no seas absurdo... ya estás aquí, en mi dormitorio. Dentro de tres semanas seré tuya. —Sus ojos se encontraron y a ella se le secó la boca. ¿De verdad había dicho eso? ¿Esa mentira?
Él se sentó. La solidez de su cuerpo pesaba en el canto de la cama y la hizo inclinarse hacia él. Victoria notó que la pierna de él tocaba la suya a través del cubrecama.
—Dentro de tres semanas. No sé si podré esperar tanto tiempo. —Él alargó la mano y le tocó el cabello, suelto. Luego le acarició una mejilla y le apartó la mano—. Pero tengo que saberlo. ¿Adonde fuiste ayer por la noche? ¿Victoria? ¿Tienes algún tipo de problema?
—No me encontraba bien —le dijo ella. ¿Por qué continuaba mintiendo? Tenía que dejarle ir.
—Victoria, te amo y vas a ser mi esposa, pero lo que no puedo tolerar es la deshonestidad. —Estaba enojado y ella nunca le había visto esa emoción. Estaba enojado de verdad y, al tiempo, mostraba una preocupación desesperada. Pero no la asustaba. No, ella podía vivir con ese enojo—. ¿Qué hacías ayer en Saint Giles? Dime la verdad.
Entonces ella estalló en lágrimas. Todo lo que había contenido durante las últimas semanas, meses, incluso, desde que había tenido esos sueños. Desde que había sabido que había sido llamada.
Unos sollozos incontrolables, que la hacían temblar y estremecerse... el miedo que había sepultado tan dentro de ella cuando peleaba por conservar la vida... todo eso salió. En el hombro de Phillip, porque él se había acercado y la había abrazado.
—Victoria, Victoria —dijo en voz suave mientras le acariciaba el cabello, los rizos, que caían sobre la espalda de ella—. Dios mío, Victoria, ¿qué sucede? Yo lo solucionaré, pero cuéntamelo. Yo lo arreglaré. No estoy sin recursos; utilizaré todo lo que sea necesario.
Cuando ella se hubo apartado de su hombro arrugado, él le ofreció un pañuelo con el que le secó la cara y la nariz. Como a una niña. Ella se sentía como una niña a quien cuidaban. Por primera vez en meses sintió que no necesitaba ser ella quien se encargara. Quien tuviera el control.
La fuerte.
Nunca había amado tanto a Phillip como lo amaba en ese momento.
—Gracias —le dijo, con un suave hipo.
El dejó caer el pañuelo y la tomó por los hombros.
—¿Qué es? Dímelo. No puedo soportar verte de esta manera.
—No puedo decírtelo. —Ella inhaló con fuerza—. No puedo decírtelo, Phillip, pero te juro que no lo puedes cambiar. Aunque tuvieras todo el dinero del mundo y reinaras en todas las tierras, no podrías cambiarlo.
Él la miró un largo momento con una mirada inquieta e indagadora, como si intentara ver a través de sus ojos. Ella tenía los ojos enrojecidos.
—Tienes que decírmelo.
—No puedo.
—Ayer por la noche fui a buscarte. Sabía que eras tú, a pesar de los argumentos de tu primo. Al principio tenía miedo de que hubieras ido a encontrarte con un amante y te seguí... porque tenía que saberlo. Tenía que saber si le habías ofrecido tu corazón a otro. Incluso en ese momento pensé que si era así, si lo sabía seguro, continuaría deseando casarme contigo. Encontraría la manera de sacártelo de la cabeza. Pero cuando tu cabriolé... Dios mío, Victoria, ¿sabes lo peligroso que es subir a un cabriolé?... cuando tu cabriolé se detuvo en Saint Giles, no sabía qué pensar. No ibas a encontrarte con tu amante allí, fuera éste quien fuese. Vi que salías del cabriolé y que atravesabas la puerta de uno de los lugares más peligrosos que he visto nunca. Yo no hubiera entrado allí si no hubiera sabido que tenía que protegerte. Tuve que utilizar la pistola para convencer a unos tipos de la calle para que me dejaran pasar.
»Tu primo me salvó la vida. No estoy seguro de qué sucedió; lo tengo todo bastante confuso. Solamente sé que salí para ir a buscarte y que luego me desperté en casa. Cómo llegué allí no está claro. He soñado con ojos rojos...
»Ya ves, querida, no sé qué sucedió ayer por la noche, pero no he venido aquí con ninguna acusación ni con ninguna idea preconcebida. No hay nada que puedas decirme que cambie lo que siento por ti. Por favor.
Ella podía decirle algo; quizá eso le ayudara a comprender.
—¿Crees en el destino?
Él asintió con la cabeza con una ligera expresión de alivio en el rostro.
—Por supuesto. Fue el destino lo que hizo que nos encontráramos, hace años.
—El destino es inmodificable. No se puede borrar, está escrito sobre piedra. Ni el poder, ni el dinero, ni los recursos lo pueden cambiar, Phillip. Uno no puede modificarlo. Y es por eso que no te puedo contar, por mucho que me lo supliques, qué estaba haciendo en Saint Giles ayer por la noche. Porque es mi destino. —Un destino que él no podía aceptar: el de una esposa que mataba, un mundo de mal y de oscuridad. Phillip estaba en la luz... ella no podía destruir su mundo.
—¡Victoria!
Ella negó con la cabeza.
—Te amo, Phillip. Pero no puedo.
Él pareció conmocionado.
—Victoria, con todo mi ser, te pido que por favor me lo digas. No me enojaré, sea lo que sea. Pero no podemos dejar esto entre nosotros si vamos a casarnos.
Ahora. Las manos se le helaron bajo el calor del cubrecama. Inhaló con fuerza y cerró los ojos. No podía mirarle mientras se lo decía.
—Entonces quizá no deberíamos casarnos.
Él se quedó inmóvil, totalmente inmóvil. Incluso dejó de respirar. Victoria no oía nada en la oscuridad de los ojos cerrados, excepto unas leves voces procedentes de abajo. Y los latidos rápidos y dolorosos de su corazón.
—Victoria. —La angustia en el tono de su voz le hizo abrir los ojos. Phillip no la estaba mirando; miraba a través de la ventana, hacia la luz del sol que caía sobre el tejado de una buhardilla. Un arrendajo azul se posó en la rama de un árbol con un desagradable chillido agudo.
—Lo siento, Phillip.
Él se puso en pie de forma abrupta, se apartó de la cama y caminó hasta la puerta. Ella le observó con los ojos húmedos. Entonces él se detuvo en el umbral.
—Si cambias de opinión... —le dijo, desde la puerta.
—No puedo. —Ella se tuvo que obligar a decir esas palabras. Deseaba decirle que volviera.
Phillip no la volvió a mirar. Se dirigió hacia la puerta, la cruzó y cerró tras de sí con un suave gesto.
Victoria no lograba entenderlo. Si hubiera sido ella, hubiera cerrado la puerta de un portazo.
Capítulo dieciocho
Interludio en un carruaje
Victoria mandó una nota a madame LeClaire cancelando la cita para probarse el vestido alegando una «enfermedad». Sabía que pronto se correría la voz de que el compromiso con el marqués de Rockley se había roto. Aparecería en los periódicos dentro de unos días, fuera en la sección de sociedad o en la de notificaciones, dependiendo de quién recibiera las noticias primero.
Victoria no se sentía capaz de decírselo a su madre. Todavía no. Quizá al cabo de uno o dos días, cuando el dolor no fuera tan fuerte. Lady Mally estaba tan contenta de tener a un marqués en la familia que Victoria no se sentía capaz de decirle que había terminado con la relación.
Verbena chasqueó la lengua observándole los ojos enrojecidos, pero no dijo nada excepto:
—Lo siento, señorita. No es lo mismo, pero yo me sentí muy mal cuando perdí a Jessy por otra mujer. Por lo menos usted sabe que no es eso.
Si se suponía que ese punto tenía que hacer que se sintiera mejor, no fue así. Victoria despidió a Verbena y se quedó mirando a través de la ventana, observando al arrendajo azul que visitaba el árbol.
Se disculpó de atender una cena esa noche; en lugar de eso, en cuanto su madre se fue para intercambiar chismorreos y chistes con las otras señoras de la flor y nata de la sociedad, Victoria salió de la casa por la puerta trasera. Iba vestida con el vestido abierto, confeccionado especialmente para cazar vampiros.
Esa noche persiguió y clavó la estaca a cinco no muertos.
La noche siguiente, tres más.
La tercera noche solamente encontró a uno. Cuando le clavó la estaca en el pecho al vampiro se sintió fantásticamente bien.
Pero no era suficiente, así que vagó por las calles cercanas a Covent Garden y se acercó a unos cuantos criminales mortales. Les enseñó la pistola y les demostró su habilidad en dar patadas y golpear hasta que les hizo huir y se sintió un poco más satisfecha.
No regresó a Grantworth House hasta después del amanecer. Entonces cayó en la cama y durmió, inquieta.
Al cuarto día de que Phillip hubiera entrado en el dormitorio de Victoria, tía Eustacia mandó llamarla y Victoria pensó en ignorarla. No tenía necesidad de encontrarse con su tía ni con Max, que seguro estaría allí. Iba a realizar su trabajo de cazar y matar a los no muertos; habían recuperado El Libro de Antwartha, que ella había escondido en la capilla de Saint Heath's Row antes de que ella y Rockley rompieran.
¿Para qué debía querer su tía que se reunieran?
Tomó la decisión cuando lady Melly asomó la cabeza por la puerta.
—Voy a tomar el té a casa de Winnie; ella y Petronilla desean que vengas también para que podamos decidir la colocación de los invitados para la boda. Por cierto, no he visto a Rockley durante estos días, Victoria. ¿Está enfermo?
Parecía que su madre no se había dado cuenta de los ojos enrojecidos de su hija, ni de las ojeras oscuras que los subrayaban.
—Que yo sepa, no. Ha estado muy ocupado. Y, por desgracia, le prometí a tía Eustacia que iría a verla hoy. Hace casi una semana.
De verdad que tenía que decírselo a su madre.
Cada día que pasaba sin que lo hubiera hecho, se arriesgaba a que la noticia apareciera en los periódicos antes de que lo supiera. No era justo que dejara a lady Melly ignorante del suceso. Las señoras de la sociedad tendrían un día de fiesta a su costa si eso sucedía.
—Madre, tengo que decirte una cosa. Rockley y yo nos hemos peleado. Nosotros... —En cuanto vio la expresión conmocionada de lady Melly, se quedó sin voz.
—¡Bueno, seguro que puedes arreglar las cosas, Victoria! ¡No puedes arruinar tu futuro por una pequeña discusión!
Una pequeña discusión.
—Quería que lo supieras por si te llegaban rumores —añadió, sin convicción. Maldición. Era capaz de acabar con tres vampiros con una sola mano; ¿por qué no podía decirle la verdad a su madre?
—¡Bueno, pues espero que hables con él en el baile de los Mullington la semana que viene y arregles las cosas! Sin excusas, Victoria. Es el cincuenta cumpleaños del duque; todo el mundo estará ahí. Incluida tú.
Victoria asintió con la cabeza. No tenía elección; y Phillip posiblemente no asistiría al baile. Él odiaba esos asuntos. Y si corría aunque fuera el más ligerísimo rumor de que él continuaba soltero de nuevo... bueno, le arrinconarían antes de que diera dos pasos en la sala.
—Bueno, nos veremos esta noche. Nos vamos a las siete y media. Estate lista. Y ponte algo en esas ojeras, Victoria. Tienes un horrible aspecto de agotamiento.
Pero al final, Victoria no fue a ver a tía Eustacia. Le mandó un mensaje de respuesta después de que su madre se marchara diciéndole que debía pasarse el día realizando algunas visitas.
Y se pasó el resto de la tarde en su habitación.
Esa noche no tuvo otra opción que asistir a la función musical con lady Melly. El único consuelo era que seguramente sería una noche corta, lo cual le permitiría escaparse de la casa e ir a patrullar en busca de vampiros.
La función fue igual de poco emocionante que la de los Straithwaite; quizá todavía menos, ya que esta vez Rockley no apareció.
Tampoco, por suerte, apareció ningún vampiro.
Ya había pasado la medianoche cuando los habitantes de Grantworth House dormían, y Victoria se escapó por la puerta.
Barth, su confiable medio de transporte, la esperaba al girar la calle y, tal y como ya se había convertido en su hábito, la saludó con una simple inclinación de cabeza cuando ella subió al cabriolé. A esas alturas ya sabía cuál era su deber y conducía el coche hasta la parte más peligrosa de la ciudad. Cada noche era distinto; a Victoria no le importaba. Confiaba en que Barth conocía los mejores lugares y en que la llevaría a ellos.
Las adoquinadas calles estaban empapadas a causa de una ligera lluvia de verano y brillaban como dientes grises a la luz de la luna. Victoria dejó el carruaje y le dijo a Barth que volviera a buscarla al cabo de dos horas.
Mientras el carruaje se alejaba ella se dirigió al centro de la calle y se quedó allí de pie, mirando a su alrededor. Desafiando a cualquier peligro que quisiera acercarse a ella.
Todo estaba en silencio. Todo era gris, negro y silencioso.
Ella prefería ir a esa parte de la ciudad —que no sabía dónde estaba exactamente y tampoco le importaba—, porque las farolas de la calle o no estaban encendidas o se habían apagado. Era un terreno perfecto para los vampiros... o para los demás ladrones que necesitaban que les dieran una lección. No era maniática.
Después de la primera noche en que salió sola a patrullar, vestida con ropas de hombre, Victoria decidió que se pondría la falda abierta en las siguientes excursiones. Vestida de mujer llamaba más la atención de aquellos que se aprovechan de los débiles.
Pero esa noche parecía que las calles estaban vacías de peligro, tanto para hombres como para mujeres.
Caminó por el centro de la calle, con valentía y rapidez, observando cualquier movimiento que pudiera haber en las sombras. Pendiente de si sentía el más mínimo frío en la nuca.
Nada.
Nada hasta que giró por la esquina de la tercera manzana y vio un rápido movimiento en un callejón. Y la nuca se le heló.
Victoria esbozó una desagradable sonrisa y se dirigió hacia ese movimiento entre las sombras. Tenía la estaca en la mano, escondida en los pliegues de la capa, mientras avanzaba con despreocupación. Pasó por delante del callejón moviéndose como una inocente tentadora.
Victoria esperaba que él o que ella se lanzara al ataque, pero al ver que después de media manzana no había pasado nada, se detuvo y se dio la vuelta para mirar hacia atrás. No había nadie; la frialdad en la nuca había disminuido.
Justo cuando se daba la vuelta hacia el callejón, un carruaje negro, alto y elegante, giró por la esquina. Victoria se dio la vuelta para mirarlo; no era habitual ver un coche tan caro en esa parte de la ciudad.
El carruaje aminoró y se detuvo en la calle de enfrente de ella. Los dos caballos negros miraron hacia arriba en la oscuridad de la noche y pisaron el suelo. El cochero no miró a Victoria: se quedó sentado, sin moverse.
Entonces la puerta se abrió.
—Victoria.
Era Sebastian y le estaba haciendo señas; solamente se le veía la mano enguantada, pero ella reconoció su voz; la forma en que pronunció su nombre.
Victoria caminó en dirección al carruaje, se acercó a la puerta y miró hacia el interior. Sebastian se encontraba dentro, sentado, solo, y se inclinó hacia delante solamente lo necesario para ofrecerle la mano y ayudarla a subir.
—Venga. No va a encontrar a nadie a quien cazar esta noche, mi encantadora venator.
—¿Y eso por qué? Ella se quedó justo delante de la puerta con las manos en las caderas, y de repente se sintió increíblemente enojada.
—Venga a dar una vuelta conmigo. Podemos disfrutar de la luna llena y se lo contaré todo.
—A no ser que allí haya un vampiro dispuesto a morir, prefiero caminar. Gracias. —Se dio la vuelta y se alejó.
Él se movió tan deprisa que ella no tuvo tiempo de reaccionar: con un movimiento que pareció instantáneo, salió del carruaje, le pasó el brazo por la cintura y le hizo darse la vuelta hasta que quedó de espaldas al carruaje. Victoria tropezó con una piedra que marcaba el límite de la calzada y cayó hacia el carruaje. Tuvo que apoyar ambas manos en él para no caer en el barro.
—¿Así que está de humor para una pelea, verdad? —le dijo Sebastian al oído, poniendo las manos a ambos lados de las de ella—. Ése es el rumor que corre. Es lo que se dice en El Cáliz.
Ella le golpeó las manos para quitárselas de los lados y se dio la vuelta. Él se interpuso en su camino de repente, y se colocó tan cerca que ella podía contarle las pestañas y notar el olor a ajo en su aliento.
—No es un contrincante digno para mí —siseó ella. Victoria no comprendía a qué se debía su enojo; solamente sabía que necesitaba encontrar una salida.
—Compruébelo.
Ella se movió, pero él fue rápido: la sujetó por las muñecas, una con cada mano, y se las bajó de tal manera que los brazos le quedaron a ambos lados de las caderas. Victoria se debatió, pero antes de que consiguiera deshacerse de él, él colocó un pie al lado del suyo y la tumbó hacia un lado. Ella perdió el equilibrio y él la sujetó y la empujó dentro del carruaje.
Sebastian ya había subido antes de que ella se hubiera puesto de pie y cerró la puerta. Dio unos golpes en el techo con un bastón largo para que el conductor pusiera el carruaje en marcha. Victoria se levantó del suelo.
—Siéntese, querida —dijo él, levantando la vista ya que ella se había puesto en pie como si acabara de pedir el té—. Si quiere pelear, pelearé. Parece que necesita... sacar energía. O... puede usted sentarse tranquilamente aquí.
Victoria se sentó. Estaba respirando agitadamente y se sentía un poco conmocionada a causa de la facilidad con que él la había vencido. Bueno, no la había vencido exactamente, la había pillado con la guardia baja, pero no se sentía subyugada. Ni por un momento.
—¿Qué quiere?
—Ésta, querida, es una pregunta peligrosa. ¿Está segura de que quiere conocer mi respuesta?
Ella le observó, pensativa: cómo le brillaban los ojos, y esa media sonrisa en los labios. Y decidió que no estaba preparada para oír la respuesta. Así que hizo una pregunta distinta.
—¿Qué quiso decir con que no encontraría a nadie para cazar hoy?
—Quiero decir que los no muertos son escasos en las calles últimamente a causa de los estragos que ha hecho usted. Han estado pasando el tiempo en El Cáliz, llenándome los bolsillos. —Le dirigió una amplia sonrisa—. Así que pensé que quizá la encontraría rondando por las calles, frustrada por la falta de éxito.
—¿Estragos? Cazar y clavar estacas a los vampiros es lo que hacen los venators. No es distinto a lo que Max ha estado haciendo durante años.
—Es verdad que Maximilian es conocido por su frialdad y por su habilidad de cálculo, pero parece que la última técnica especial de usted ha ahuyentado a los no muertos. Quizá tenga algo que ver con el hecho de que todavía tiene en su posesión El Libro de Antwartha y le lleva ventaja; no estoy seguro. Lo único que sé es que durante las últimas noches los vampiros han preferido más beber sangre de barril que sangre fresca.
—¿Así que ha venido usted a llevarme a El Cáliz, para que pueda cazar allí?
Una expresión de horror borró todo rastro de encanto en su rostro.
—¡Por supuesto que no! —Y al ver la ligera sonrisa de ella, se rió—Touché, querida.
—¿Por qué quiere usted proteger a los vampiros? —preguntó Victoria, sintiéndose un poco menos tensa. Un poco más relajada.
—Yo no protejo a los vampiros.
—Por supuesto que lo hace al ofrecerles un lugar seguro donde reunirse.
—Quizá es que me parece beneficioso que tengan un lugar donde puedan ir y relajarse. Quizá, el tener un lugar público donde suelten la lengua y fluya la información me resulta valioso, a mí y a otros. Y, por supuesto, se hace dinero. Tanto de los no muertos como de los que desean comunicarse con ellos.
Victoria arqueó una ceja.
—A alguna gente le parece placentero que un vampiro beba su sangre.
—¿Placentero?
—A usted la ha mordido un vampiro, Victoria. Conoce la sensación del momento en que está a punto de clavarle los colmillos en el cuello. Y sabe que, después de que él lo haya hecho, lo único que uno desea es permitirle que él le posea.
Él la miraba de una manera que hacía que a ella le costara respirar. Pero consiguió contestar.
—¿Cómo sabe que me mordió un vampiro?
De repente, Sebastian estaba en el asiento, a su lado, y su bastón de paseo cayó al suelo. Se giró un poco para inclinarse sobre ella y su pierna presionó el muslo de ella. Se quitó un guante, alargó la mano hacia el cuello de la capa y se lo apartó. Victoria sintió el aire frío en la piel.
—Porque vi esto. La primera vez que nos encontramos.
Le pasó un dedo por el cuello, siguiendo el tendón que conducía hasta el pequeño agujero de la base del cuello. Introdujo el dedo pulgar en él y notó la concavidad suave y elástica, mientras apoyaba el resto de la mano en el costado del cuello que no tenía cicatriz.
Ella no se pudo apartar. Casi no podía respirar y sentía que el pulso del cuello le latía contra la mano de él, que acompañaba ese movimiento ligeramente, al ritmo de su corazón.
—¿Recuerda esto? —murmuró él, haciéndole ladear la cabeza contra su mano y dejando al descubierto el lado de la cicatriz. Dejándolo expuesto y vulnerable. Se inclinó hacia ella.
Ella cerró los ojos y lo sintió: labios, lengua, dientes; mordiscos, lametones, roces suaves sobre la piel, tentadores y convincentes. Deseaba retorcerse, suspirar, apretarse contra él para obtener más.
La capa se soltó y cayó. Los hombros aparecieron desnudos sobre el corpiño. Ahora el peso del cuerpo de él descansaba más sobre ella y sus manos cálidas —una enguantada y la otra desnuda— le acariciaban los hombros. Victoria sentía la mano enguantada pegajosa contra su piel, y los botones y las costuras gruesas tenían un tacto áspero.
Los labios de Victoria todavía estaban libres; soltó un largo suspiro, quizá había pronunciado su nombre, no estaba segura. Él le levantó los brazos por encima de la cabeza y le sujetó las muñecas contra la esquina del carruaje. Ese movimiento hizo que acercara más el rostro al de ella; su aliento a ajo, cálido sobre la piel; sus dedos le acariciaban el cabello.
Victoria cerró los ojos. Podía empujarle; podía soltarse y sentarse y lanzarle contra el otro lado del carruaje por las libertades que se estaba tomando... pero era tan delicioso, tan insensato, tan adecuado a como se sentía.
Phillip, el querido Phillip, la había hecho sentir cálida y maleable, la había hecho derretirse, al besarla... pero ahora él se había ido, y los labios de Sebastian en el cuello le despertaban otro tipo de respuesta... más aguda... más profunda y más indecente, y le hacían sentir deseo de lo que él le ofrecía. O de lo que tomaba.
—Tan fácil —le susurró él al oído—. Está hambrienta de pasión, Victoria. ¿Es que su marqués es un pez frío? —Se sentía demasiado arrullada por la experiencia para darse cuenta del enojo que ese comentario debería haber suscitado.
— Mi marqués ya no es mi marqués —contestó en un tono de voz que no era el suyo.
—¿Ah, no? —Sebastian se apartó con tanta rapidez que ella abrió los ojos—. Bueno, si ése es el caso, no sentiré el menor remordimiento por este incidente.
A pesar de que Victoria sentía los pulmones demasiado llenos para inhalar aire otra vez, contestó:
—Dudo que la culpa sea una emoción que le pase por la cabeza alguna vez, sea cual sea la circunstancia.
Él se rió, le besó los labios brevemente por primera vez y dijo:
—Bueno, por lo menos debe parecer que uno hace el esfuerzo. —Y entonces, como si acabara de darse cuenta del buen sabor de los labios de ella, la volvió a besar. Sus besos fueron fuertes y ásperos, y Victoria, como si se hubiera librado de algún tipo de restricción, le besó.
No se parecía nada a Phillip. De alguna forma, eso la hacía sentir triste porque su pasión había sido verdadera; no tenía la brutalidad soterrada de la que compartía con Sebastian.
Él le soltó las muñecas y ella enredó los dedos en el pelo rizado de él, levantó las caderas para no resbalar en el asiento y, al perder el equilibrio, pisó el bastón de paseo. Sebastian presionó su cuerpo contra el de ella, como si quisiera incrustarle la espalda contra el asiento, y la besó en los labios. Una especie de quemazón o de cosquilleo entre las piernas la sorprendió, y le atrajo más, deseando más, notando la dureza del cuerpo de él a pesar de la ropa.
Sebastian hizo un movimiento y de repente Victoria notó la frialdad del aire fresco en los pechos. Ahogó una exclamación de sorpresa y su primer instinto fue librarse de él, pero entonces él se rió y cerró los labios sobre uno de sus pezones y ella cayó sobre el asiento.
Cielo santo... ¡no tenía ni idea!
Él se lo mordisqueó y se lo chupó y ella le atrajo más, y ni siquiera se movió cuando notó que él le abría con impaciencia la falda, apartando cada mitad sobre sus caderas. Se sentía libre al saber que podía hacerlo en cualquier momento.
Pero, de momento, iba a permitir que sucediera cualquier cosa. Lo necesitaba.
Sebastian sabía que lo necesitaba.
Él deslizó una mano hacia la parte superior de sus muslos y ella intentó cerrarlos con todas sus fuerzas, pero él había introducido una pierna entre las suyas y se lo impidió. Él rió con los labios rozándole la parte inferior de un pecho y la miró con ojos dorados, medio ocultos por las cejas y los rizos que le caían por la frente y que se movían al ritmo del carruaje.
—¿Todavía es usted una inocente, querida?
—En algunos aspectos —contestó ella con una honestidad mayor de lo que debería haberlo hecho en esos momentos.
Él apartó las manos de su falda y las deslizó hasta su cintura, tiró del cinturón hacia abajo y dejó al descubierto los calzones de algodón bajo la luz parpadeante de las farolas y de la luna. Encontró lo que buscaba y emitió un suspiro suave y profundo.
Depositó las dos manos sobre la suave curva de su vientre y las deslizó hasta que sus dedos tocaron el vis bulla:
—Ahh —exclamó, en voz baja. Y acercó el rostro hasta la pieza de plata.
Victoria notó el ligero roce de sus labios sobre la piel y tuvo el impulso de retorcerse y apartarse, pero se acercó a sus labios para sentirlos más.
Pero entonces, de repente, como un chorro de agua fría, se dio cuenta de que tenía la nuca fría. Victoria se quedó inmóvil, escuchándose a sí misma. Sí, lo era.
Sebastian se detuvo como si él también hubiera notado un cambio en el ambiente, y en ese momento el carruaje se detuvo.
—Vampiros —dijo Victoria, apartándole y bajándose las faldas. Se cubrió los pechos con el corpiño y notó que la frialdad en la nuca aumentaba de forma inusitada. Comprobó que las estacas no se hubieran movido de sitio durante ese interludio con Sebastian, se puso en pie, se sacudió las faldas y alargó la mano hacia la manecilla de la puerta.
Todo estaba incómodamente silencioso.
Sebastian alargó la mano justo cuando ella iba a girar la manecilla y cerró la mano alrededor de su muñeca.
—Tenga cuidado, Victoria.
Ella le miró.
—Soy una venator. —Y abrió la puerta.
En las sombras de la calle, de pie, había un imperial y tres vampiros guardianes. Cercaron la puerta lateral del carruaje y Victoria comprendió. No se trataba de un ataque casual: la estaban esperando.
Una idea desagradable pero en absoluto sorprendente le pasó por la cabeza. Se dio la vuelta hacia Sebastian, cerró la puerta y puso el pestillo.
—¿Me ha traído hasta ellos?
La expresión de él era ilegible.
—¿Para qué le hubiera salvado la vida al contarle lo de El libro de Antwartha y luego haría una cosa así?
Un golpe contra la puerta del carruaje hizo que éste se inclinara a un lado y luego volviera a su posición. Victoria alargó la mano hacia el bastón que estaba en el suelo del carruaje, apoyó la punta de metal contra el borde del asiento y lo pisó con fuerza. El extremo se rompió y quedó una punta letalmente astillada que lo convertía en una estaca adecuada para enfrentarse a las espadas que llevaban los imperiales.
Victoria tenía las manos húmedas de sudor y el corazón le latía más deprisa de lo habitual. Nunca se había enfrentado a un imperial. Tampoco había acabado con tres guardianes ella sola.
—¡Venator! ¡Demuestra de lo que eres capaz!
Victoria no era cobarde, pero sabía que tenía las posibilidades en contra.
Una de las ventanas se rompió y los cristales cayeron encima del abrigo de lana negra de Sebastian que se encontraba encima del asiento. El soltó una exclamación de enojo y lo recogió, tirando los cristales al suelo. Pero no le dijo nada a Victoria.
Un vampiro lascivo apareció por la ventana rota e introdujo la mano por la ventana para encontrar la manecilla de la puerta. Victoria reaccionó: lanzó una estocada con la estaca y, milagrosamente, le dio en el pecho. Puf. Uno de los guardianes había desaparecido.
Pero no podía quedarse allí dentro para siempre. No iban a irse, y Sebastian no parecía ser de ninguna ayuda.
Victoria sacó la cabeza por la ventana rota y gritó.
—¿Quién llama a una venator?
—Yo. —El vampiro imperial dio un paso hacia el carruaje. Era una mujer de pelo grasiento y el tono rojizo violeta de sus ojos denotaban su estatus. Llevaba una espada como los que se habían enfrentado a Max, y vestía pantalones. Unos pantalones ajustados a las piernas que permitían una libertad de movimientos mayor que los que llevaba Victoria.
—¿Qué quieres?
—He venido para llevarte con mi señora. Desea conocer a la nueva venator.
Uno de los guardianes se precipitó hacia delante en un vano intento por sacarla del carruaje, pero Victoria lo esquivó.
—Por favor, comunícale a Lilith mis disculpas, pero solamente recibo la visita de los mensajeros los martes y los miércoles entre las dos y las tres y media de la tarde. Por desgracia, no servimos su bebida favorita.
El vampiro alargó la mano para sujetarla, falló y ella le agarró por la chaqueta, intentando hacerle entrar en el carruaje. Si pudiera... pillarlos... uno por uno...
Pero la mano le resbaló y Victoria cayó al suelo y, de repente, lo que parecía ser una pelea en punto muerto cambió a peor. Los otros tres vampiros se dirigieron hacia el carruaje como si volaran y chocaron contra él con todo el poder de su fuerza.
El carruaje se abalanzó hacia un lado, que quedó un momento en suspenso, y cayó sobre un costado.
Victoria y Sebastian cayeron uno encima del otro en una de las ventanas y, en medio del fragor, una mano delgada y pálida apareció por arriba, por la ventana rota, intentando agarrarla.
Victoria se puso en pie con torpeza y trepó por los asientos verticales. Sin hacer caso del dolor que sentía en la cabeza, pasó por encima de Sebastian, que todavía estaba tumbado en el suelo.
La puerta se abrió sin que Victoria pudiera evitarlo, pero ya estaba preparada con la estaca en la mano y la clavó contra el pecho que vio aparecer en la entrada. La sangre manó y Victoria emitió un gruñido de triunfo.
Y entonces se dio cuenta, cuando el cuerpo se apartó, de que uno de los vampiros había utilizado al conductor de Sebastian como escudo humano.
Pero ése fue su último pensamiento porque, de repente, todo se oscureció y se cerró sobre ella como si le hubieran tirado encima algo pesado. Victoria se debatió, pero fuera lo que fuese que sujetara esa pesada tela encima de ella era fuerte y no se movía.
No podía respirar, no podía inhalar oxígeno que no estuviera cargado de pelusa o polvo, que no estuviera viciado, y tan apretado... demasiado apretado... se debatió contra esa presión e intentó respirar... y finalmente perdió la batalla.
La negrura se convirtió en realidad.
Capítulo diecinueve
El marqués interrumpe
Algo tiró de ella, la atrajo hacia la semiinconsciencia. Era demasiado difícil... no podía abrir los ojos.
—¡Victoria!
Ahí estaba otra vez. Esa voz siseante, que la molestaba. Entonces, de repente, se despertó. Recordó a los guardianes y al imperial. A Sebastian y el coche.
Pero a pesar de que tenía los ojos abiertos, no veía nada. Negrura. La voz estaba más cerca, pero ella no sabía quién era... era demasiado baja. Se forzó a mover los labios.
—Aquí.
Algo la cubría, algo la envolvía de tal manera que no se podía mover y casi no podía respirar. No era extraño que no hubiera querido despertar... era demasiado difícil intentar respirar bajo esa pesada tela. Pero tenía que hacerlo.
Un movimiento furtivo le hizo saber que alguien se estaba aproximando a ella. Entonces unas manos se movieron, tiraron de los nudos, deshicieron las ataduras y, finalmente, le apartaron la pesada tela de lana de la cara.
Victoria nunca había sentido nada tan maravilloso como poder respirar de esa manera profunda un aire limpio... a pesar de que notaba el hedor de pescado podrido. Pero no se quejaba.
—Max. ¿Cómo has llegado aquí? —preguntó mientras se ponía en pie y buscaba las estacas. Se encontraban en un almacén, y por el tenue chapoteo que oía abajo, por no hablar del hedor, se encontraban cerca de los muelles.
—Van a venir a por ti en cualquier momento; vámonos —dijo él, tomándola del brazo—. El sol va a salir dentro de menos de una hora, así que se van a dar prisa.
La condujo hacia la salida de la habitación y ella le siguió, soltándose de la mano de él mientras intentaba imaginar cómo la había encontrado. No debía haber estado inconsciente mucho rato si el sol todavía no había salido.
Cuando estuvieron fuera, Victoria inhaló con más fuerza el olor a sal y a algas. Mucho mejor.
En la esquina del almacén les esperaba un cabriolé y Victoria reconoció que era el de Barth. Miró a Max, pero él ya le estaba contestando:
—Como no apareciste en el lugar acordado, Barth vino a avisarme. Supe el resto por Sebastian. Sube.
Él subió después de ella y el cabriolé arrancó con una sacudida de entusiasmo. Barth tenía tantas ganas de terminar esa noche como Victoria.
—Me llevaban a ver a Lilith —le dijo Victoria—. ¿Por qué me han dejado aquí? ¿Por qué no me han llevado directamente a verla?
—Sólo puedo hacer suposiciones, Victoria, porque yo no estaba allí y, desafortunadamente, no conozco sus planes... pero diría que es porque no estaban seguros de dónde se encontraba ella o de si estaba preparada en ese momento para... esto... recibirte.
Ella se recostó en el asiento y dio gracias de que, fuera cuál fuese la razón, no la hubieran llevado ante la reina de los vampiros mientras estaba inconsciente y envuelta en esa pesada tela negra. Algún día se encontraría con Lilith, pero Victoria esperaba que fuera según sus términos y no según los de Lilith.
Lo último que quería Victoria era asistir a la fiesta de celebración del quincuagésimo cumpleaños del duque de Mullington. Pero no tenía otra elección.
Su madre se encontraba en buena forma, porque se daba cuenta de que había pasado una semana desde que el marqués de Rockley le hiciera una visita a su prometida. Victoria había estado evitando el tema y se había escondido en su habitación, intentando imaginar qué podía decirle, pero eso solamente había avivado el fuego de la preocupación en su madre. No había ninguna posibilidad de que Melly permitiera que el compromiso se rompiera. Rockley era un partido demasiado bueno para dejarlo escapar. Él había pedido a Victoria, y su madre se iba a ocupar de que se la llevara.
Así, una pegajosa noche de junio, lady Melly llevó a su hija al carruaje de los Grantworth y observó con impaciencia cómo el mozo la ayudaba a subir. Ella trepó después de Victoria y se instaló en el asiento que había frente al suyo.
—Tu doncella ha hecho un buen trabajo con tu peinado esta noche, Victoria —comentó—. Aunque parece un poco obsesionada con estos palos en tus peinados. ¿Por qué no utiliza plumas o piedras preciosas, en lugar de esos objetos chinos? —Los de esa noche eran rosas tenían unos dibujos de color verde; eran una creación de Verbena y la doncella se sentía muy orgullosa.
—Le gusta probar estilos distintos —contestó Victoria, esperando evitar con ello un largo discurso—. A mí me parecen únicos.
Por suerte, pareció que lady Melly aceptaba el comentario y dirigió la atención a su propio vestido, al abanico que llevaba en la mano y al bolsito a juego. Del interior de éste sacó un grueso papel blanco con la invitación y la volvió a leer. Mientras tanto no pudo evitar murmurar para sí misma que era toda una hazaña que el duque Mullington hubiera llegado a la edad de cincuenta años, con todos los pecados y vicios.
Su hija no dijo que esos pecados, por importantes que fueran, no eran nada comparados con los de otros que se relacionaban entre la sociedad de Londres.
El vestido de Victoria era de una seda de color verde pálido, un poco pesada para esa noche calurosa, pero la moda era la moda. La seda tenía un aspecto caro y, según lady Melly, la prometida de Rockley debía vestir de forma apropiada. Porque ella todavía era la prometida del marqués, y Melly iba a asegurarse de que tuviera todo el aspecto de serlo. El corpiño, las mangas y los pliegues de la parte inferior de la falda estaban adornados con unas tiras de capullos de rosa rodeados de unas oscuras hojas de color verde oscuro. En ese momento, en el coche, Victoria tenía en el regazo, entre las manos, un chal de ganchillo de color rosa y un bolsito rosa a juego. Los guantes eran de un verde oscuro.
Victoria sabía que tenía buen aspecto; si pudiera sentirse igual. No podía hacer otra cosa que escuchar a su madre parlotear sobre cómo debía comportarse si veía a Phillip... no, debía pensar en él como en Rockley otra vez... en el baile; diciéndole que debía ser recatada y educada y mostrarse un poco misteriosa como para volver a captar su atención., si es que ésta había disminuido.
Por supuesto, lady Melly no comprendía lo que Victoria había estado intentando decirle: que su interés no había disminuido, sino que se había evaporado. ¡Puf!
El viaje hasta casa de los Mullington le pareció interminable y, al mismo tiempo, demasiado breve. Victoria estaba agotada después de una semana de incursiones nocturnas, y los sucesos de esa mañana en el coche de Sebastian y en manos de los imperiales y los guardianes la habían dejado un poco descolocada.
De hecho aunque temía lo que pudiera ocurrir cuando se encontrara cara a cara con Rockley, se sintió bastante aliviada de encontrarse en lo que parecía ser una noche normal. Una noche durante la cual podría comer y beber, bailar y flirtear, contar chismorreos y bromear con gente que no tenía los ojos rojos ni colmillos largos.
Ni unos rasgos angelicales y dorados de quien besa con atrevimiento.
Verbena la había equipado con las estacas, por supuesto, y cabía la posibilidad de que un vampiro descarriado apareciera en el baile... pero no era probable, porque la Mullington House había sido anteriormente una abadía y tenía reliquias religiosas y símbolos por todas partes, incluso en la entrada. Por eso, sumado a lo que le había dicho Sebastian de que los vampiros se reunían en El Cáliz a causa de la agresividad de las cacerías de Victoria, estaba segura de que sería una noche sin incidentes. Pero de todas formas, iba preparada.
Sebastian. Victoria se sentía al mismo tiempo enferma, confusa e incómodamente cálida cuando pensaba en él, en lo que había sucedido. ¡Le había besado el pecho! Y ella le había dejado hacerlo... lo había disfrutado, de hecho. Lo había disfrutado mucho. Lo había disfrutado mucho, mucho.
Incluso en ese momento, al recordarlo, el calor que sentía era un recordatorio de lo peligroso, cálido y excitante que había sido sentir la humedad de sus labios en esa parte de piel tan íntima. De cómo se había debatido, mientras eso sucedía, entre lo correcto o incorrecto de la situación. Y de que no había sido nada difícil devolverle los besos.
¿De verdad le había entregado él a esos vampiros?
No podía creer que él hubiera hecho eso... pero todo sucedió tan rápidamente. Y... lo que más le preocupaba... las cosas, en verdad, eran, en primer lugar, que él no lo había negado; en segundo lugar, que parecía que él había sabido que los vampiros estaban allí justo cuando el carruaje se detuvo. Justo cuando Victoria sintió el frío en la nuca y se dio cuenta de que tenían problemas.
—Victoria, espabila y deja de soñar. ¡Hemos llegado, y no te has colocado el chal!
Victoria se puso en pie, tan erguida como pudo, e inclinó la cabeza hacia delante de tal forma que el cabello estuvo a punto de tocar al techo. Se puso el chal encima de los hombros y luego lo dejó caer justo sobre los codos. El coche se tambaleó al avanzar por la fila de coches que esperaba dejar a los invitados haciendo que Victoria se inclinara a un lado. Volvió a colocarse bien el chal y esperó, con las piernas abiertas de forma muy poco femenina para mantener el equilibrio.
—Siéntate, Victoria —le dijo su madre con impaciencia.
—Me quedo de pie. Ya estamos al final de la cola. —De repente se sentía demasiado nerviosa para sentarse y esperar pasivamente. Sentía que el estómago se le retorcía. Sabía que Rockley iba a estar allí esa noche. Quizá él había esquivado las otras obligaciones sociales esa semana, pero estaría allí. Los Mullington eran unos primos lejanos suyos.
Al fin, salió del calor del carruaje al aire húmedo de la noche. El sol ya se había puesto y el horizonte brillaba con un tono rosado, pero el azul agrisado de la noche ya teñía los tejados y las paredes de piedra en la distancia. Unos apliques y unas lámparas emitían unos destellos de un amarillo cálido sobre el pasillo de ladrillo que conducía a la gran entrada, abierta a los invitados.
Cuando fueron anunciadas, Victoria barrió con la mirada el montón de invitados que se encontraban abajo de la escalera del vestíbulo. No vio a Phillip, menos mal. Quizá todavía no había llegado. O quizá no iba a venir.
Gwendolyn Starcasset se encontraba allí, y saludó a Victoria como si fuera una amiga que no veía en mucho tiempo. Victoria no había pensado en ello últimamente, pero ella y Gwendolyn habían tenido unas conversaciones muy agradables en reuniones anteriores.
—¡Cuánto me alegro de verte, Victoria! —dijo la pequeña rubia—. He echado de menos hablar contigo sobre cuál sería la mejor forma de elegir entre los pretendientes. Pero tú, por supuesto, has hecho la pareja de la temporada, así que ya no tienes que preocuparte más por eso.
—Por supuesto. —Le costó mucho pronunciar esas dos sílabas, pero Victoria lo consiguió. ¿Por qué Phillip no había colocado el anuncio en el Times? ¿Por qué provocarle esa agonía de espera? En cuanto lo hiciera, ella se encerraría. Y podría dejar de aparecer en público en los bailes y en las funciones musicales y podría concentrarse en cazar vampiros.
Después de todo, ése era su destino. Era por eso que había renunciado a Phillip.
—Mi hermano George se sintió muy decepcionado cuando supo que Rockley te había pedido la mano. Estaba muy enamorado de ti en el baile de los Steering.
—¿Y cuáles son tus perspectivas? —le preguntó Victoria mientras evitaba mirar hacia la puerta de entrada. La verdad era que no quería ver a Rockley. Seguro que él la ignoraría, y ella se sentiría apenada. Por no hablar de lady Melly.
Oh, ¿por qué no se había asegurado de que su madre comprendiera lo que había sucedido?
Gwendolyn charló acerca de los tres hombres que habían mostrado interés por ella hasta que uno de ellos le solicitó el próximo baile. Victoria se hubiera escapado al salón de señoras, pero no tuvo oportunidad de hacerlo. El señor Everett Campington se acercó a ella y, con un elegante saludo con la cabeza, le pidió que se uniera a él para bailar la siguiente cuadrilla.
Victoria se alegró de tener algo que hacer aparte de intentar no mirar hacia la puerta principal, así que accedió y al final se dio cuenta de que empezaba a disfrutar del vivo movimiento de la cuadrilla. Ella y el señor Everett hicieron unos pasos juntos, separados, luego pasaron por entre dos filas formadas por las otras parejas de baile, y Victoria giró y viró, hizo una reverencia y rotó, y al cabo de un rato se dio cuenta de que estaba sonriendo.
Solamente hubo un momento durante el baile en que Victoria se olvidó de sí misma, y eso fue cuando ella y el señor Everett realizaron un entusiástico giro entrelazando los brazos. Victoria olvidó que era mucho más fuerte que él y lanzó a su compañero de baile al suelo por la fuerza de su movimiento.
Cuando él volvió y volvieron a entrelazar los brazos, esta vez uno al lado del otro, ella levantó la vista y rió de puro placer; luego ejecutaron un giro que la hizo quedar de cara a un grupo de gente que se encontraba en el límite de la pista de baile. Y giró justo delante de Phillip.
Victoria ni siquiera tropezó. No estaba segura de cómo lo había conseguido, pero se sentía increíblemente agradecida. Cuando el baile terminó, el señor Everett la miró y le preguntó.
—¿Vamos a buscar a Rockley? Estoy seguro de que querrá pedirle el siguiente baile.
—Oh, yo esperaba ir a beber algo —replicó Victoria con ligereza, mirando decididamente en dirección contraria a donde se encontraba Phillip—. Ni siquiera estoy segura de que Rockley haya llegado esta noche.
El señor Everett asintió con la cabeza, como si supiera que estaba mintiendo: era demasiado caballero y correcto para corregirla.
—Por supuesto, señorita Grantworth. Vamos a buscar un poco de ponche.
Victoria consiguió ocuparse mucho durante los siguientes treinta minutos. Bailó con otros tres caballeros, incluido el hermano de Gwendolyn, que era igual de rubio y guapo que su hermana. Bebió por lo menos seis vasos de ponche, afortunadamente, porque el ejercicio de bailar en una noche tan calurosa le había dado mucha sed. Y a causa de esos seis vasos de ponche, tuvo que visitar el excusado dos veces.
Pero al final no pudo seguir evitando la confrontación.
Justo en el momento en que se daba la vuelta para dirigirse a la pista de baile con lord Waverley, una voz tranquila la hizo detener en seco.
—Waverley, creo que este baile es mío.
Ella se dio la vuelta y sintió la garganta repentinamente seca al tragar saliva.
—Rockley. —Intentó parecer encantada, pero fracasó míseramente.
A él se le veía... atractivo, derrotado, irritado, cansado... familiar. Agradable. Quizá se le veían los párpados un poco más pesados, y el azul de sus ojos era un poco más frío, pero sus labios podrían haber dibujado una línea más apretada. Seguía siendo Phillip. Y le ofrecía el brazo para que le acompañara.
Ella le tomó del brazo, deslizando la mano enguantada en verde en él. Se alejaron de Waverley sin decir nada, ni a él ni el uno al otro.
Era un vals. Por supuesto.
Él giró, quizá, un poco demasiado rápidamente, demasiado abruptamente, para colocarse en posición de vals justo en el centro de la sala de baile, como para asegurarse de que todo el mundo les viera. Y empezaron a bailar.
Victoria mantuvo la atención dirigida por arriba del hombro de él; tenía miedo de encontrarse con sus ojos. La ironía de la situación no dejaba de divertirla pero en lo más profundo no podía reír: no tenía ningún reparo en enfrentarse a dos, tres, incluso a seis vampiros mortíferos... pero mirar a los ojos del hombre a quien amaba requería un valor mayor del que tenía en ese momento.
Cuando hubieron dado dos vueltas enteras a la pista de baile, él dijo:
—Sería agradable que me miraras, Victoria. Quizá que me sonrieras incluso un poco. La gente empezará a hablar.
Ella consintió y levantó la mirada, pero fue incapaz de esbozar una sonrisa.
—Estás muy guapa esta noche —le dijo él, aguantándole la mirada un momento mientras realizaba una maniobra perfecta alrededor de una pareja que iba un poco a destiempo—. No es extraño que no te hayan faltado compañeros de baile.
Un... dos... tres; un... dos... tres. No había nada entre ellos excepto contar los pasos y la sensación de un asunto inacabado.
—Esperaba que me ignoraras. ¿Por qué has querido bailar conmigo?
Él arqueó las cejas y los parpados se le levantaron.
—A ojos de la sociedad, tú todavía eres mi prometida, Victoria. No tenía intención de dejarte bailar con nadie más.
—Entonces, ¿por qué no terminar con lo que la sociedad piensa, Phillip? Prolongarlo no tiene ningún sentido. Serás libre de cortejar a quien quieras y yo seré libre de hacer lo que quiera.
La pregunta sin respuesta de ella quedó en el aire hasta que terminó el baile. Phillip le soltó la mano y le apartó el brazo de la cintura para que ella pudiera sujetarse a él otra vez. Luego la condujo fuera de la pista de baile.
—¿Te gustaría tomar un poco el aire? Estás ligeramente colorada.
Estaba colorada, y qué podía hacer, sudaba a causa de tanta actividad.
—Sí, sería agradable. —Sacó el abanico, lo abrió con un gesto de la mano y empezó a abanicarse con la esperanza de que se le secara la fina capa de sudor del pecho.
Se detuvieron en el límite de la pista de baile para conseguir dos pequeños vasos de té frío, o lo que había sido té frío hasta que el calor lo había convertido en té tibio. Victoria, mientras sorbía la bebida dulce, permitió que Phillip la acompañara a través de las entradas abiertas repletas de enredaderas de clemátides para que no entraran las moscas y poder tener aire fresco. Él apartó las frondosas hojas y ella salió al aire libre.
En lugar de detenerse en la terraza, donde las gardenias y las rosas añadían color y aroma a la noche, Phillip la condujo más allá de la terraza de ladrillos y por uno de los cuatro caminos que se abrían a partir de ella.
Caminaban a ritmo de paseo y él permanecía callado, así que Victoria no pudo aguantar más.
—¿Por qué no has anunciado la noticia en el Times?
—Me he estado preguntando lo mismo de ti.
—Pero... gracias. Es muy amable de tu parte que me dejes salvar la cara. Pero el tema no soy yo.
Se habían alejado bastante de la fiesta y Victoria estaba justo empezando a hablar de nuevo cuando giraron por una curva del pavimento de gravilla y llegaron a un pequeño cenador. Debajo de la arcada había un banco de piedra y estaba rodeado de clemátides y rosas.
Él apartó el brazo de ella y Victoria creyó que Phillip quería que se sentaran. En cuanto empezó a dirigirse hacia el banco, él tiró de ella y la tomó entre los brazos.
La besó... oh, la besó. Ella reconoció la misma emoción que había visto al verle otra vez: familiaridad, comodidad, algo nuevo... necesidad. Eso le hizo saber todo lo que necesitaba saber.
Después de un largo intervalo, durante el cual ella enredó los dedos en los rizos de él y sintió su vientre contra el suyo, Phillip se apartó y la miró.
—Te he echado de menos. Quería estar alejado, y dejarte hacer lo que quisieras esta noche, porque no puedo reclamarte nada, pero al final no he podido. Y no ha sido por lo que la sociedad piensa. Ha sido por lo que deseo.
Victoria parpadeó rápidamente.
—Yo también te he echado de menos, Phillip. He mirado la prensa cada día, estaba segura de que aparecería la noticia. Y no apareció.
—Pensé que serías tú quien lo comunicarías.
—Pero no lo he hecho. Phillip, dijiste... —Dio un paso hacia atrás y él apartó las manos que tenía en la base de la espalda de ella—. No ha cambiado nada. No puedo decirte lo que deseas oír.
—He estado pensando. He pensado mucho, en el club, cabalgando por el parque al amanecer, en mi estudio. —Esbozó una sonrisa torcida—. En todos los lugares donde estaba seguro de no encontrarte.
Ella le devolvió la sonrisa. Había estado haciendo lo mismo... en todos los lugares en que estaba segura de no encontrarse con él, como en las calles de Saint Giles después de medianoche. Las entrañas de Londres.
—Hablaste del destino. Tu destino. Dijiste que era ineludible, que no se podía cambiar. Pero, Victoria, yo no creo que el destino sea una cosa fija. Implica tener cierta capacidad de elección. Por ejemplo, yo estaba destinado a amarte: sé que es cierto, porque nunca te olvidé, desde aquel verano. Ni siquiera pensé en buscar esposa hasta esta temporada... y tú estuviste dos años de duelo a partir del momento en que deberías haberte presentado en sociedad. Como si me estuvieras esperando, y durante el tiempo exacto. O como si yo te estuviera esperando a ti... a que estuvieras preparada.
»Mi destino es amarte. Pero tengo la capacidad de elegir cómo puedo cumplir con esto en concreto, con este destino. Puedo amarte y estar contigo, o puedo amarte desde la distancia. Esta noche me ha quedado claro que no puedo amarte desde la distancia. Que debo amarte estando contigo. —La tomó de las manos, se las levantó, con guantes y todo, y le dio un beso en el dorso, mirándola mientras lo hacía.
—Phillip...
Él le llevó las manos hasta los labios.
—Victoria. Sea cual sea tu destino, tienes cierta capacidad de elección. Puedes decidir cómo manejarlo, si quieres aceptarlo o luchar contra ello. Si quieres compartirlo o esconderlo.
—Phillip, te lo juro... Te juro que esto que se interpone entre nosotros no es algo que pueda cambiar y nada de lo que te pueda hablar. Pero... —Ahora fue ella quien llevó las manos enguantadas hasta los labios de él para que no pudiera contestar—. Pero si todavía me aceptas, puedo prometerte que mi elección será equilibrar esa parte de mi vida con la vida que construyamos juntos. Ésa es una parte de mi legado que no puedo controlar.
Él le sujetó las muñecas y le apartó las manos de sus labios.
—Entonces, dado que no hay ni nunca podrá haber nadie para mí que no seas tú, Victoria, tendremos que hacer que nuestros destinos vivan juntos.
Y la besó de nuevo.
Capítulo veinte
Maximilian tiene que prestar servicio
–He recibido esto hoy. —Max lanzó un grueso sobre de color marfil sobre la mesita de Eustacia. Éste se deslizó hasta el borde del pulido roble y fue a dar contra su estaca—. No me puedo creer que ella vaya a pasar por esa locura.
Eustacia sabía qué era; había recibido la invitación a la boda de Victoria hacía una semana. Intercambió una mirada con Kritanu, que estaba ocupado encajando las piezas de madera de una nueva arma que había creado.
—No me había dado cuenta de que estabas en la lista de invitados. Él se rió.
—Ella me ha pedido que asista para asegurarse de que... tal y como lo dice... no suceda nada perjudicial. ¡Quiere que vigile la presencia de vampiros mientras se casa!
Eustacia tosió para disimular la risa.
—Bueno, es verdad que ella no podrá hacerlo, ¿no? Y yo no estoy en disposición de ayudar, debido a mi artritis. De todas formas, el resto de la familia cree que estoy loca. ¡Me enviarían a Bedlam si me vieran merodear con la estaca! Max, Max... Tengo mis dudas acerca de su decisión, pero no puedo interponerme en su camino. Ella se merece la posibilidad de intentarlo si lo siente con tanta fuerza.
Max caminó hasta el armario y se sirvió un vaso de whisky.
—Es ridículo. Podrías prohibírselo, Eustacia.
—¿Y enfrentarme a la cólera de mi sobrina Melly? Prefiero enfrentarme a Lilith en persona antes que eso. —Como chiste, fue un intento muy débil, y lo sabía. Pero Kritanu, bendito fuera, se rió un poco y volvió a ocuparse de lo que estaba haciendo. Pero se aseguró de que ella viera su simpatía en sus ojos negros.
Era mucho más sencillo cuando solamente estaban ellos dos. Peleando, estudiando, amándose.
—Max, de verdad. Ella ha conseguido ayudarnos a localizar y a robar El Libro de Antwartha; ha estado cazando y ejecutando vampiros de forma regular mientras mantenía sus deberes sociales. Y para nosotros ha sido de mucha ayuda que ella tuviera acceso a esos eventos, en los cuales se puede mover con libertad para encontrar y matar a cualquier vampiro que haya penetrado en la esfera de la flor y nata de la sociedad. Eso no lo podemos hacer con facilidad ni yo ni tú, al ser de Italia, y eso hacía tiempo que lo necesitábamos. En calidad de marquesa de Rockley, va a tener incluso más acceso a ese tipo de celebraciones. Y quizá incluso tenga la oportunidad de hacerlo en la corte.
—Sí, y cuando sea la marquesa de Rockley va a tener un marido que querrá seguirla cuando salga a patrullar, como pasó hace dos semanas. O que no la dejará salir en absoluto y, como será su marido, podrá retenerla en casa algunas noches que la necesitemos. O incrementar su presencia cada vez más en esos ridículos bailes, o en las noches en Almack's, o en los fines de semana en Bath... Tenemos un asunto de vida o muerte, y me preocupa saber que ella estará menos disponible para ayudarnos cuando la necesitemos. —Como siempre, cuando se apasionaba con algo, su acento natal se hacía más fuerte.
—A ti nunca te ha gustado trabajar con nadie, Max. ¿Por qué estás tan preocupado ahora?
—Lilith se hace más fuerte a cada mes que pasa y necesitamos trabajar juntos. Todos nosotros. ¿Y qué sucederá, Eustacia, cuando Victoria engendre un heredero del marqués de Rockley? No podrá cazar vampiros en ese estado.
Porca l’oca! Max tenía razón. Eustacia tenía sus propias preocupaciones, pero había intentado dejarlas de lado e intentaba hacer de abogado del diablo con él porque no quería que el distanciamiento entre él y Victoria se hiciera más grande. Pero no podía discutir esos puntos y, por supuesto, ella misma había pasado algunas noches sin dormir, preocupada por lo mismo.
Desde todos los puntos de vista, no podía funcionar. No podía creer que funcionaría, y nunca había visto que sucediera. A pesar de ello, Eustacia había aprendido a no vivir con absolutos. El hecho de que no hubiera sucedido no significaba que no pudiera suceder.
Había llegado el momento de cambiar de tema.
—Y el marqués. ¿Supongo que se habrá recuperado de su experiencia en El Cáliz de Plata y que no estará recorriendo Londres en un intento de cazar vampiros?
Max hizo una mueca, supuestamente como reacción al largo trago de whisky que acababa de tomar.
—Vino a visitarme el día después del incidente. ¿No te lo dije?
—No... no lo hiciste.
—Quería saber por qué le puse salvi en la bebida. Estaba muy alterado. Casi llegamos a los puños. Parecía tener la impresión de que yo había llevado a Victoria a El Cáliz de Plata, y que era yo quien la había influido en ella para que lo hiciera. Decía algo sobre el destino... y por lo que fui capaz de deducir, venía directamente de casa de ella. Me dejó con la impresión de que iban a cancelar la boda. Por eso me ha sorprendido tanto recibir esto.
Eustacia no sabía qué decir. Se limitó a arquear las cejas, esperando que él continuara. Al ver que no lo hacía y que, en lugar de ello, permanecía sentado observando la molesta invitación, dijo:
—¿Qué le dijiste? ¿Sobre el salvi?
—Le dije la verdad... que era para su protección. Que se había metido en un nido de avispas que no podría comprender de ninguna manera, y que la única manera en que le podía sacar de allí a salvo era drogándolo. Por desgracia, no funcionó según lo planeado.
Y el hecho de que alguien que no fuera un venator le hubiera vencido le sentaba como una piedra en el estómago.
—Si vuelve a seguirla, puede poner en peligro nuestro trabajo.
Cierto. Demasiado cierto.
—Victoria tendrá que encontrar una manera de manejar esto, Max. Confío en que será capaz de hacerlo.
Rogaba por que fuera capaz de hacerlo.
—Tenía que llover hoy, precisamente —le dijo Melly a Winnie mientras observaba a su hermosa hija hacer una reverencia al trofeo de la temporada—. ¡Quince días de sol y hoy tiene que estar nublado! —A pesar de la irritación, dirigió una mirada de satisfacción por encima del hombro, y observó con alegría las expresiones de las otras mamás que no habían tenido tanto éxito en sus asuntos de emparejamiento. ¡Ese día estaba siendo un verdadero golpe para ellas!
Una suave lluvia de verano caía, justamente, el día de la boda del marqués de Rockley. Las nubes teñían el cielo de un color gris perla y la constante lluvia arrastraba el olor de la turba y de las flores de verano. Los numerosos invitados se habían reunido fuera de la capilla, debajo de unas tiendas que se habían levantado de forma precipitada, y se veía más de un par de lentes empañadas. Los impertinentes de Melly estaban mojados, pero era de lágrimas de alegría... no por la lluvia.
—La llovizna no les molesta —le susurró Winnie—. Nunca había visto a Victoria tan guapa, y tan feliz. —Se secó los ojos y luego resopló, como un toro, en el pañuelo de encaje.
En Saint Heath's Row, Melly había ayudado a su hija a vestirse con unas enaguas de seda de un suave color limón y con una falda de gasa blanca con encajes por encima. Los encajes tenían incrustaciones de perlas que les conferían un agradable brillo. ¡Madame LeClaire se había superado a sí misma!
La doncella de Victoria le había recogido solamente los rizos superiores en la coronilla y había dejado el resto que cayera en cascada por los hombros y la espalda. Melly había prohibido que utilizara esas ridículas varillas en el peinado de boda, así que las apretadas trenzas se habían decorado con más perlas y algunos diamantes blancos. Y unos cuantos más dibujaban un círculo sobre el remolino de rizos, como una corona.
Un momento después de que lo peor de la lluvia cesara, Victoria se había dirigido hasta la pequeña capilla de piedra de Saint Heath's Row con un ramo de azucenas del valle y unas rosas amarillas. Una hiedra inglesa que habían enroscado en los tallos caía hasta el suelo, a sus pies.
El marqués estaba impresionante con su abrigo gris y sus pantalones de montar negros. Las botas de color azabache brillaban y llevaba un chaleco de un profundo color clarete con unos estampados negros y grises. Llevaba el pañuelo de cuello, de un color a juego con el chaleco, atado a conciencia y destacaba como una mancha de sangre sobre la perfecta camisa blanca. ¡Qué sentido de la moda tan exquisito!
Rockley llevaba el cabello castaño peinado hacia atrás desde la frente y no se movió de sitio ni siquiera cuando bajó la cabeza para mirar a su prometida. Las largas patillas que le enmarcaban el perfil de las mejillas se veían recortadas e impecables sobre la piel. Sus ojos, con los párpados bajos como siempre, miraban con gran emoción a la rutilante novia mientras pronunciaba su juramento en voz alta y clara para que todo el mundo lo oyera.
Mientras la dulce voz de él prometía amar a su hija hasta que la muerte les separara, Melly no pudo resistirse y mirar a lady Seedham-Jones y a sus tres hijas solteras —todas las cuales se habían presentado en sociedad durante los últimos cuatro años— que estaban sentadas a su lado. La señora en cuestión tenía la expresión de una ciruela amarga en el rostro.
Fue entonces cuando vio al caballero italiano que parecía conocer muy bien a su tía Eustacia. Maximilian Loquefuera: dado que no tenía título, Melly no se había preocupado de aprenderse su nombre.
—¿Qué es lo que ese Maximilian lleva en la mano?
Winnie se dio la vuelta para mirar al hombre alto, de pelo oscuro y de rostro arrogante. Estaba sentado en el último banco de la capilla y parecía muy aburrido. Mientras Melly lo observaba, él se sacó una cosa —un palo largo y afilado— de la manga de la chaqueta. Lo sostuvo en la mano y luego lo volvió a introducir en el puño blanco y almidonado. Más de una vez.
—Qué extraño —murmuró Winnie, jugando con el crucifijo que llevaba colgado del cuello—. Casi parece una estaca para empalar a un...
—¡No lo digas! —siseó Melly—. ¡Ni siquiera pronuncies en voz baja tus ideas tontas aquí, en la boda de mi hija!
—Pero Melly, tú sabes...
—¡Cállate! ¡Están a punto de ser declarados marido y mujer!
Winnie cerró la boca, pero no dejó de mirar hacia atrás, al caballero italiano sentado en el último banco. Melly fingió no darse cuenta, pero tuvo un ojo alerta dirigido a ese hombre durante toda la celebración de la boda.
A pesar de ello, él permaneció al margen del jolgorio y no abandonó la fiesta ni un momento. Así que estaba claro que la imaginación le había jugado una mala pasada a Winnie otra vez.
Qué mujer más tonta.
Victoria nunca había visto el pecho desnudo de un hombre adulto, pero cuando ese mismo día de la boda, tarde, en la intimidad del dormitorio, su nuevo esposo se quitó la camisa, le pareció extremadamente atractivo.
La tela almidonada cayó al suelo y Phillip pasó por encima en dirección a Victoria, que le tendía la mano. Ella deseaba notar la suavidad de esa piel que había estado escondida bajo la camisa. ¡Quién hubiera dicho que un caballero tan correcto tendría esos firmes y dorados músculos recubiertos de ese vello oscuro! La piel le pareció suave y atractiva cuando la tocó finalmente y, a juzgar por la exclamación que él reprimió, no parecía que le molestara el tanteo de sus dedos.
En absoluto.
Victoria todavía llevaba el camisón que Verbena le había hecho ponerse cuando todos los invitados hubieron abandonado Saint Heath's Row.
Hasta allí arriba, en las habitaciones que pertenecían a su esposo, llegaban el ruido de los platos y de las voces de los sirvientes dándose órdenes mutuamente para realizar la limpieza, pero Victoria tenía la atención concentrada en otra cosa. En particular, en los dedos de su esposo, que estaban ocupados en desabrochar los minúsculos botones que Verbena había abrochado hacía solamente quince minutos.
La delgada tela de batista adornada con abundantes encajes y satén que, seguro, a su nuevo esposo le había pasado completamente desapercibida cayó y dejó al descubierto sus hombros y gran parte del pecho. Victoria contuvo el aliento.
Y si mientras Phillip, el hombre a quien amaba, la llevaba a la cama que iban a compartir, se le ocurría pensar, aunque fuera por un momento, que él no era el primer hombre que le veía los pechos desnudos... bueno, apartó esa idea inmediatamente de la cabeza en cuanto notó que las suaves manos de él eran sustituidas por sus labios.
Era una sensación deliciosa y Victoria se alegró al sentir ese agradable cosquilleo en la entrepierna húmeda bajo los cuidados de su esposo. Y al notar la piel de él en las manos mientras le acariciaba el vello que le crecía en lugares tan poco habituales: en los musculosos brazos, sobre la amplia zona del pecho, a lo largo de la línea que desaparecía bajo sus pantalones.
El había dejado de besarle los pechos y subió hasta sus labios, y luego bajó por la zona más sensible del cuello, donde la mordedura del vampiro ya había desaparecido. Por primera vez que recordara, el cabello de él se había movido de su sitio y le caía sobre las patillas y sobre la línea de la mandíbula.
Phillip se apartó y se incorporó para quitarse los ajustados pantalones. Le dirigió una mirada disimulada para ver cuál era la reacción de ella ante el bulto que se reveló y se demoró un poco en quitarse los calzones. Luego se quedó de pie, mirándola. Al ver la parte de la anatomía de él que más la deseaba, Victoria se sintió caliente y temblorosa.
Él volvió hacia la cama, donde ella, recostada de lado, se había apoyado sobre un codo para verle. Él se tumbó a su lado, su desnudez paralela a la longitud de su capa de noche, le pasó una mano a lo largo del cuerpo, desde la garganta, por entre los pechos y hacia la profunda «V» que dibujaba esa parte del vestido que él había dejado abrochada por la impaciencia. Pero no por mucho rato.
Le desabrochó con dedos hábiles los últimos botones de las presillas y se inclinó hacia ella para besarla. Y entonces, mientras le acariciaba la piel recién desnuda, se detuvo.
—¿Qué...? —Se incorporó, se apartó y le apartó el camisón, dejando al descubierto la suave redondez de su vientre y la pieza de plata que descansaba en él—. ¿Qué es esto?
Por supuesto. Ella sabía que se lo preguntaría. Él no reconocería el vis bulla como lo había reconocido Verbena o Sebastian. Pero no esperaba que la expresión de su rostro sería tan de... desagrado.
Ya había decidido qué le diría.
—Una tradición de la familia Gardella —le dijo, alargando la mano hacia la redondez consistente de uno de sus hombros para atraerle otra vez hacia sí.
Él se resistió, y aunque ella era lo bastante fuerte como para obligarle a moverse, le soltó.
—¿Por qué?
—Se cree que ofrece una especie de protección. Tal y como te he dicho es una tradición que tía Eustacia me obligó a seguir.
—Es... poco habitual. ¿Hace daño? —Alargó un dedo para tocar el crucifijo de plata.
—No. En absoluto —respondió mientras jugueteaba con el crucifijo y el diminuto aro para demostrárselo.
—No estoy seguro de si me gusta, o de si es decente.
Victoria le miró un momento y se dijo a sí misma que ésa era su noche de bodas y que no quería estropearla.
—Me lo puedo quitar esta noche, si eso te hace sentir mejor.
—¿Sentir mejor? No estoy seguro de estar de acuerdo con la elección de esas palabras... pero sí, Victoria, creo que prefiero ver tu bonito cuerpo sin ningún adorno.
—Entonces, aguarda, vuelvo enseguida. —No tenía ninguna intención de quitarse el vis bulla y dejarlo en el dormitorio para que se perdiera. Se puso una bata que se había quitado casi en cuanto había entrado en la habitación y se apresuró hasta la habitación de al lado. A la tenue luz, abrió el anillo de plata y se lo quitó del ombligo. Cuando lo hubo hecho, lo colocó encima del tocador y tuvo que sentarse un momento. La ausencia del objeto la había dejado sudorosa y con la sensación de que la cabeza le daba vueltas, y se dio cuenta de que tenía que apoyarse en la mesa un momento.
Podía volver a ponerse el vis bulla por la mañana. Y quizá Phillip se acostumbraría a él.
Se dio la vuelta hacia la puerta que unía las dos habitaciones y empezó... y allí estaba su esposo, de pie, con toda su belleza desnuda. El cabello oscuro, los ojos profundos... los brazos y las piernas, esbeltos, iluminados por el resplandor de la vela que había encima del tocador. Ella aguantó la respiración y volvió a sentir que la cabeza le daba vueltas de nuevo... pero esta vez no era por haberse quitado el vis bulla.
—Ven aquí, querida —le dijo Phillip, alargando las manos hacia ella. La parpadeante luz dejó ver la flexibilidad de sus músculos—. Espero no haber estropeado tu humor. —Sonrió de una manera que a ella le recordó, incómodamente, a Sebastian: una sonrisa un poco perversa y que encerraba cierta promesa... pero vio ternura en sus ojos. Eso era una cosa que no había visto en los ojos dorados de Sebastian.
¿Y por qué le comparaba con Sebastian? ¿A su marido, en su noche de bodas? Quizá era algo normal comparar cuando una se encontraba ante algo desconocido... y excitante.
Ella se colocó entre sus brazos, contenta de que él hubiera ido a disculparse. Sintió el calor de su cuerpo, largo y consistente, contra el suyo, y su erección contra su cadera. La bata medio desabrochada les envolvió y cayó de sus hombros. Quedó en el suelo, alrededor de los tobillos de ambos, y sus pechos desnudos se apretaron contra su pecho.
Phillip la besó en el cuello, donde la piel era más sensible y el roce de sus labios le provocaba que los pezones se le endurecieran. De alguna manera, él consiguió no dejar de acariciarla con los labios mientras la llevaba a la cama —la cama de ella, no de él— y la tumbaba encima.
—Tan bonita, querida —le dijo, apoyándose sobre un codo, encima de ella. El cuerpo de él proyectaba una sombra sobre la mitad del de ella, y ella observó con un fascinado interés cómo él le pasaba un dedo por los pechos, por la irregular línea de sombra y de luz. El cosquilleo que había empezado a sentir en el vientre descendió hasta la entrepierna y se hizo casi doloroso cuando él se inclinó y tomó un pezón entre los labios.
Lo chupó y mordisqueó, y esa sensación crecía con el ritmo de esos labios y la humedad de la lengua. Él empezó a respirar con mayor profundidad, y ella le notaba caliente y húmedo sobre la piel. Cuando él deslizó los dedos hasta su entrepierna, Victoria no supo si cerrarlas... o dejar que se abrieran.
—Déjame, Victoria, esposa mía —susurró él contra su cuello. Se colocó encima de ella mientras le recorría la línea de la mandíbula con los labios—. Será muy suave... y dentro de un momento, solamente sentirás placer.
Ella lo hizo. Le dejó, abrió las piernas desvergonzadamente, de una forma que la hubiera horrorizado si lo hubiera pensado... pero no lo pensó. Le dejó. Dejó que sus dedos la acariciaran y resbalaran, penetraran y jugaran hasta que ya no supo qué estaba sucediendo... solamente sentía un placer más allá de lo imaginable.
Y entonces... el dolor. Un dolor agudo y rápido mientras él se movía entre sus muslos. Y luego, tal como le había prometido, solamente placer.
Solamente un placer creciente y pleno.
Capítulo veintiuno
En el que la marquesa demuestra
ser una excelente cuentista
Al día siguiente, Victoria se sintió mejor al volver a colocarse el vis bulla. Tuvo que esforzarse un poco para volver a ponerse el aro de plata en su sitio, pero lo consiguió con un poco de ayuda de Verbena y, cuando lo hubo hecho, terminó de vestirse.
Estaba agradablemente dolorida a causa de la actividad de la pasada noche y, hasta ese momento, muy contenta con su nuevo estatus de casada. Durante el desayuno, ella y Phillip tomaron arenques con huevos, salchichas y galletas, fruta en conserva y crema. Y luego subieron al carruaje que los llevaba de viaje, que ya había sido cargado con los baúles, e iniciaron su luna de miel de dos semanas.
Cuando regresaron, ella tenía las mejillas sonrosadas y ya no se sentía dolorida.
A la mañana siguiente de su vuelta, Phillip se marchó temprano de Saint Heath's Row para encargarse de un asunto en la ciudad con su banquero y su abogado. Victoria se ocupó diligentemente y con desagrado de la correspondencia, pero se salvó del aburrimiento de la tarde gracias a una carta de tía Eustacia en que la invitaba a tomar el té.
—Tienes un aspecto estupendo, mi querida marquesa —le dijo la vieja tía cuando Kritanu la dejó entrar en el salón—. Se te ve descansada y muy feliz.
Victoria se inclinó para besar el rostro suave y flácido de su tía.
—Sí lo estoy, tía. Pero también estoy deseosa de volver a la tarea que tenemos entre manos.
—Estamos encantados de oírlo —dijo Max, que se encontraba de pie al otro extremo de la habitación.
—Max. No te he dado las gracias por haber asistido a la boda —contestó Victoria. Ella esperaba verle allí y, como parte de su nueva posición, decidió que ya no le permitiría que él la continuara irritando. La felicidad que sentía le hacía más fácil compadecer su mal humor y lo que solamente se podía calificar como gran soledad.
Él asintió con la cabeza.
—Me alegro de haber sido de ayuda.
Quizá él también había decidido mostrarse menos combativo.
—¿Y cómo fue la luna de miel? —continuó Max, que se quedó de pie hasta que Victoria se hubo sentado—. Confío en que el marqués esté bien y en que no haya dado muestras de tener la intención de volver a visitar El Cáliz de Plata.
Quizá no.
—No hemos hablado de esa noche desde entonces —le dijo Victoria, en tono neutro.
—Victoria, sé que es el primer día después de tu luna de miel, pero me ha parecido necesario contactar contigo —intervino tía Eustacia—. Nos hemos enterado de que un grupo de vampiros ha planeado realizar una batida en los jardines Vauxhall mañana por la mañana, temprano. A pesar de la habilidad de Max, creemos que debe haber dos venators para impedir el ataque.
Victoria sintió la emoción de la lucha en el corazón, pero entonces lo recordó:
—Tengo que asistir al teatro con Phillip esta noche. Pero... ¿a qué hora tendría que estar lista?
—A medianoche, por supuesto —dijo Max, desde la esquina—. Estoy seguro de que podrás inventar algún motivo para volver a casa más bien pronto esta noche. Ya que acabas de volver de la luna de miel.
Victoria no dejó que el rubor que sentía le tiñera las mejillas; lo detuvo a tiempo.
—Por supuesto, tienes razón. No será muy difícil convencer a mi esposo de que volvamos pronto a casa. Por supuesto, estaré un poco ocupada durante un tiempo...
Max asintió con ojos oscuros y fríos.
—Por supuesto. ¿Crees que podrás arreglar tu agenda para que pase a buscarte a medianoche? ¿Para que no muera demasiada gente antes de que lleguemos?
—No tienes que recogerme —le recordó Victoria, preguntándose qué había pasado con su determinación—. Podemos encontrarnos allí.
—Te recogeré. No me encontrarías en Vauxhall.
—Tendré que encontrar la manera de irme de casa sin que Phillip se dé cuenta.
—Yo esperaría a que se durmiera profundamente, después de una noche como la que vais a tener —dijo Max, con suavidad—. O quizá puedas ayudarle... con esto. —Introdujo una mano en el bolsillo y sacó un pequeño frasco—. Por si te preocupa que pueda despertarse y darse cuenta de que su esposa se ha ausentado.
Él se lo lanzó y Victoria lo pilló al vuelo.
—¿Qué es? —Pero ya lo sabía. Era una droga. Max le estaba sugiriendo que drogara a su esposo.
—Se llama salvi. Protección. Seguridad. Es muy útil.
—Siempre y cuando no te pillen administrándolo y te obliguen a beberlo. —Victoria miró el pequeño frasco y luego miró a Eustacia, que había permanecido inusualmente callada durante la conversación. Era casi como si se diera cuenta de que su intervención sería inútil.
¿Podría drogar a Phillip?
¿Era necesario?
¿Si no lo hacía, se despertaría él y se daría cuenta de que ella se había marchado? ¿Si ella no se encontraba en la cama de él, donde se había acostumbrado a dormir durante las últimas dos semanas, iría él a buscarla a su dormitorio?
El líquido era casi transparente, solamente tenía un ligerísimo tono azul y una consistencia como de agua. Tendría que hacerlo. Para protegerle, no solamente tenía que mentirle... sino que también tendría que drogarle.
Porque no podía arriesgarse a que él se despertara y volviera a ponerse en peligro.
Nunca más.
—Me siento agotada —le murmuró Victoria a Phillip al oído mientras estaban sentados en el palco que él tenía alquilado—. Preferiría estar en la cama. ¿Tú no? —Le pasó la punta de la lengua por la parte interior de la oreja, deprisa, como una provocación. Luego se apartó y volvió a mirar hacia el escenario. Entonces se tornó recatada y decente, con las manos pulcramente unidas sobre el regazo.
Phillip se removió a su lado de una manera que delataba que él, también, estaba pensando en otras cosas que no eran la función... que a ella le estaba gustando bastante.
—Podemos escaparnos durante el próximo descanso... ¡ah! El momento perfecto —se corrigió, cuando los actores salieron del escenario.
Victoria le tomó del brazo y se mezclaron entre la multitud de gente que salía de los palcos para charlar y ser vistos.
Phillip la hizo subir al carruaje y saltó dentro detrás de ella. En lugar de sentarse delante de ella, se instaló a su lado y la atrajo hacia sí para besarla.
—¡Querida, tienes el cuello tan frío! ¿Estás cómoda? —le preguntó, apartándose un poco.
—No tengo frío. Pero... ¡oh, Phillip! ¡Me he dejado el bolso en el palco, estoy segura! Y tengo el broche de tía Eustacia dentro... ¿podrías ir a buscarlo por mí?
—Por supuesto, querida. Espera aquí... ¡no tardo ni un minuto!
Ella esperó que no fuera verdad y esperó hasta que le vio entrar precipitadamente en el teatro. Entonces sacó la estaca que llevaba escondida en el bolsillo de la camisa interior y salió en silencio del carruaje, con la esperanza de que el lacayo no la oyera.
La acera estaba atiborrada de gente, pero más por mozos de equipaje y conductores de cabriolé que por los asistentes al teatro. Victoria no estaba segura de dónde estaba el vampiro, pero siguió el instinto y torció deprisa por una esquina. La calle estaba más oscura allí, y no tan llena... pero cuando se acercó al tercer cabriolé de una fila, supo que había llegado al lugar exacto.
Oyó un gruñido ahogado y profundo procedente del interior y vio que el conductor no estaba. Victoria abrió la puerta.
El vampiro era una mujer y, por su aspecto, acaba de terminar de alimentarse... o, por lo menos, ya había empezado. Iba vestida con un abrigo negro y llevaba el cabello castaño bastante bien arreglado en un peinado intrincado y adornado con gemas y lazos. De hecho, si no hubiera sido por la sangre brillante y roja que le manchaba la comisura de los labios y por el extraño color de sus ojos, hubiera parecido una inocente señorita de la alta sociedad.
—Qué amable que se una a nosotros —saludó a Victoria. Rápida como el rayo, se precipitó hacia delante y la sujetó. Le costó muy poco hacer entrar a Victoria al cabriolé... básicamente porque Victoria no se resistió.
Pero cuando Victoria se encontró tumbada, con el cuerpo medio dentro y medio fuera del carruaje, tomó el asunto entre las manos y se colocó en el asiento de delante de ella.
Fue entonces que la vampiro vio la estaca.
Se apartó, aterrorizada, y sus ojos rojos se desorbitaron.
—¡Venator!
—Encantada de conocerte —dijo Victoria mientras le clavaba la estaca en el pecho.
Puf. Desapareció, y Victoria se quedó a solas con el hombre que, suponía, era el conductor del cabriolé, a juzgar por las ropas poco elegantes que llevaba Victoria se acomodó para poder examinarle la mordedura y ver si todavía estaba vivo y si se podía salvar. La mordedura era profunda y todavía tenía sangre. Victoria le palpó el otro lado del cuello, buscándole el pulso... pero retiró la mano empapada. La vampiro había pasado por allí también.
Si hubieran salido antes del teatro, ella hubiera notado a esa vampiro antes y hubiera estado a tiempo de impedir esto.
Pero ahora ya no podía hacer nada por ese hombre. Ya estaba muerto.
Cuando Victoria abrió la puerta del cabriolé, se quedó helada e, inmediatamente, volvió a cerrarla. Phillip estaba en la calle, llamándola.
¡Maldita fuera!
Sacó la cabeza por la ventanilla, esperando a que él pasara de largo para poder escapar de allí y volver corriendo al carruaje.
Tan pronto como él hubo pasado al lado del cabriolé, ella salió y corrió de vuelta... pero cuando dio la vuelta a la esquina, se dio cuenta de que estaba dejando solo a Phillip... y era fácil que apareciera otro vampiro.
Tenía la nuca caliente, pero a pesar de ello se detuvo en la esquina y sacó la cabeza para verle.
Para su alivio, él estaba a la vista. Venía de vuelta, como si hubiera decidido buscar en otra dirección. Ella se dirigió hasta el carruaje donde Tom, el mozo, corrió aliviado a su encuentro.
—¡Milady! ¿Adonde ha ido?
Ella no respondió, porque en ese momento vio que Phillip daba la vuelta a la esquina y la veía.
—¡Victoria! ¿Adonde has ido? ¿Y qué es eso que tienes en el vestido? ¿Es sangre? —La miró, anonadado.
—Entremos en el carruaje y te lo cuento. —Eran más de las once, y si tenía que estar a punto para Max, tenían que ponerse en marcha.
Phillip la ayudó a subir al carruaje; Victoria se sentó y pensó deprisa.
—¿Has encontrado el bolso?
—No, no había nada en el palco. Victoria...
—Oh, querido, ¡aquí está! ¡Estaba debajo del cojín todo el rato! —dijo, sacando el pequeño bolso—. Siento mucho haberte enviado a buscarlo.
—Sí, igual que la semana pasada, cuando creíste que te habías dejado el chal en la posada donde cenamos.
—¡No comprendo cómo puedo ser tan despistada! —dijo Victoria, y dado que se dio cuenta de que él se estaba mostrando paciente y que no podía estarle despistando tanto tiempo, dijo—: No quería asustarte, Phillip, pero vi a una conocida de mi madre y fui a saludarla. Le acompañé a ella y a su marido hasta su carruaje... que estaba a cierta distancia del nuestro... y ella me hizo entrar a saludar a su hija. Cuando subí, la puerta del carruaje golpeó a su esposo en la nariz y empezó a sangrar de forma terrible. Estaba tan incómodo por haberme manchado la falda. No podía salir corriendo... así que me quedé hasta que estuve segura de que no se sentía mal. ¡Siento mucho no haberle dicho a Tom que me iba!
—Bueno, espero que no vuelvas a alejarte sin decírselo a alguien. En primer lugar, no es seguro... hay muchos bellacos merodeando por aquí, esperando la oportunidad de robar a cualquier despistado; y en segundo lugar, ahora eres marquesa y no solamente tienes una posición que mantener, sino que eres muy valiosa y vales mucho... dinero, para algún perverso, por no hablar del valor que tienes para mí. Quiero que estés a salvo.
—Por supuesto, Phillip. No volveré a hacerlo. —Y lo decía de verdad. La próxima vez, lo planificaría mejor.
Se acurrucaron el uno al lado del otro, tal y como se supone que hacen los recién casados cuando vuelven a casa; Victoria planeaba cómo le administraría el salvi a Phillip, y Phillip pensaba en cómo le administraría a Victoria otra cosa.
Pasaba un cuarto de la medianoche cuando Victoria llamó con suavidad a la puerta del coche de Max.
La puerta se abrió y ella subió sin ayuda. Para su sorpresa, Max, que estaba recostado en el extremo del asiento, no dijo nada de su retraso.
En lugar de ello, dio unos golpes contra el techo para que Briyani se pusiera en marcha y el carruaje arrancó.
Victoria se sentó en silencio delante de él, intentando no pensar en cómo había traicionado a su esposo.
Le había puesto el salvi, que Max había asegurado que no tenía color ni sabor, en el vaso de whisky de Phillip, y luego se lo sirvió después de que hubieran hecho el amor.
Victoria se enroscó en el enorme lecho de plumas, a su lado, y fingió que se quedaba dormida mientras esperaba a que la droga hiciera efecto.
—¿Has utilizado el salvi? —La pregunta de Max la devolvió a la realidad... pero no la alejó de la culpa.
—Sí. No tenía otra opción que asegurarme de que estuviera a salvo, ¿no?
Él la miró.
—Tenías una opción, Victoria... y sabes que creo que has tomado la equivocada.
Victoria se sentía bullir de enojo, para colmar el sentimiento de culpa.
—Y tú sabes que tu opinión significa muy poco para mí.
—Un hecho que me duele profundamente.
—¿Sabes qué pienso?
Max inclinó la cabeza y, bajo esa tenue luz ella consiguió ver que él había arqueado una ceja.
—Estoy seguro de que me lo vas a decir.
Ella continuó:
—Creo que estás celoso. Pura y simplemente celoso y que ése es el motivo de que no puedas decir nada agradable.
—¿Celoso?
—Sí, celoso de lo que tengo con Phillip. Una cosa que tú no tienes y nunca tendrás porque eres frío y cruel. —Las palabras resonaron con fuerza, casi como si ella no supiera lo que estaba diciendo. Pero sí lo sabía, y sabía que deseaba herirle, igual que él la había herido a ella al echarle sal en el corazón, ya herido. Su corazón tierno y culpable.
Eso la asustaba, la asustaba sentirse así: la fuerza de esas emociones en su interior porque... en el fondo tenía miedo de que quizá Max pudiera tener razón.
Quizá había cometido una equivocación.
Max se quedó quieto como una piedra durante el resto del viaje hasta los jardines de Vauxhall.
Cuando llegaron, él dio instrucciones al conductor, le pagó los cuatro chelines para que él y Victoria pudieran entrar en los jardines y, dirigiéndole una brevísima mirada, se encaminó a lo largo del sinuoso camino.
Unas luces naranjas, azules y amarillas poblaban los jardines y caían en coloridos círculos sobre el camino de piedra y en los tenderetes que servían ponche y bizcochos. Aunque ella nunca había estado antes en los jardines, sabía que por todo el parque había rincones escondidos y grutas misteriosas. Era el lugar perfecto para una cita, o para el ataque de un vampiro. La gente paseaba: parejas, grupos de gente joven con sus carabinas, y hombres jóvenes que buscaban aventura. El festival de fuegos artificiales había terminado hacía treinta minutos y los asistentes empezaban a volver a sus carruajes.
No hacía mucho que habían entrado en los jardines cuando Victoria notó que se le helaba la nuca. Definitivamente, por lo menos había diez vampiros por los alrededores. Se había puesto unos pantalones y una camisa de hombre esa noche: necesitaba tener libertad de movimientos.
Max la conducía y cuando Victoria creía que debía de tener la nuca blanca de tan helada, llegaron a un grupo de no muertos que jugaban con siete hombres jóvenes.
Quizá tanto Victoria como Max tenían el mismo mal humor que sacar, porque la batalla fue breve y la ventaja estuvo claramente de un lado... los cuatro vampiros recibieron una estaca inmediatamente después de que sus supuestas víctimas corrieran a ponerse a salvo.
Dado que se habían mostrado muy pocos colmillos y que los siete hombres estaban muy borrachos, Max no creyó necesario hipnotizarlos para borrarles la memoria. En lugar de ello, animó a Victoria a seguirle por el camino más oscuro.
En el momento en que rodeaban un arbusto alto y denso, tres vampiros saltaron sobre ellos. Uno de ellos llevaba un cuchillo, y antes de que tuviera tiempo de reaccionar, Victoria sintió un dolor caliente y agudo en el brazo izquierdo.
Levantó el brazo derecho con un grito de furia y le clavó la estaca en el pecho. Oyó los dos suaves chasquidos mientras Max acababa con los otros. Se dio la vuelta para continuar por el camino sin pronunciar palabra.
El brazo le dolía y, cuando levantó la otra mano para tocárselo, se dio cuenta de que tenía la manga de la chaqueta mojada. Lo único bueno de la herida era que el olor a sangre atraería a más vampiros, lo cual les haría más fácil acabar con el trabajo y volver al carruaje.
Y a Victoria le permitiría volver a la cama con su esposo, que dormía plácidamente y sin sueños, gracias a los pocos escrúpulos de su esposa.
El enojo que sentía consigo misma la ayudó a mover el brazo durante los otros dos cortos incidentes; ella y Max fueron eficientes y silenciosos, y terminaron con el grupo de vampiros que se había atrevido a entrar en los jardines de Vauxhall esa noche en que ellos patrullaban en él.
Durante el camino de vuelta hasta el carruaje de Max, Victoria se sujetaba el brazo herido, que le escocía y le latía, irradiando el dolor hasta el hombro. Caminaba detrás de Max, que no se preocupó de aminorar la marcha en deferencia a los pasos de ella, más cortos.
No fue hasta que estuvieron dentro del carruaje, cada uno en una esquina del mismo, que él vio que ella se sujetaba el brazo. Golpeó el techo y cuando el coche se puso en marcha, le dijo:
—¿Qué te ha pasado en el brazo?
Antes de que ella respondiera, él olfateó el aire, alargó la mano y le apartó la suya del brazo.
—¡Estás sangrando mucho y hasta has manchado el abrigo!
—Ha funcionado bastante bien para atraer a los vampiros.
Hemos terminado mucho más rápido de lo que creía.
—Quítate el abrigo. Te vas a manchar por completo y, probablemente, vas a mancharme el asiento también.
Victoria lo miró, pero se quitó la chaqueta. Le dolió mucho cuando él le subió la manga por el brazo, y cuando ella se la giró para poner bien el otro lado. Tenía la blanca manga de la camisa manchada de sangre desde el hombro hasta más allá del codo. Max echó un vistazo bajo esa tenue luz y soltó un juramento.
—Maldita sea, Victoria, ¿por qué no has dicho nada? ¿Cómo ha sucedido?
—Uno de los tres que han saltado desde los árboles tenía un cuchillo y me ha pillado por sorpresa.
Max maldecía en voz baja y buscó algo en un pequeño cajón que había debajo del asiento. Se volvió a sentar con un trozo de tela blanca en la mano, un tarro pequeño y un cuchillo.
Con un gesto rápido y enojado, le cortó la manga de la camisa desde el hombro hasta la muñeca y se la quitó para dejarle el brazo al descubierto.
—Quédate quieta. —Le limpió un poco la sangre con la tela y, sujetándosela contra la herida, le dijo—: Aguántate esto aquí un minuto. Está empezando a aminorar.
Ella sujetó la tela mientras él abría el pequeño tarro. El carruaje se llenó del olor a romero y a otra cosa que ella no supo identificar. Max le quitó el trapo y ella dejó caer la mano sobre el regazo.
—Aguanta esto —le dijo, colocándole el tarro en la palma abierta. Él empapó el trapo en el líquido y le aplicó el bálsamo frío y denso sobre el corte. Luego, con gestos no muy suaves, le envolvió el brazo con cinco tiras de tela. Victoria sintió un cosquilleo en los dedos debido a que le había cortado la circulación, pero no dijo nada.
Al final, cuando estuvieron cerca de Saint Heath's Row, Max guardó la tela que no había utilizado y el tarro en el cajón y se instaló en el asiento.
—Será mejor que empieces a pensar en una buena historia, Victoria, porque vas a pasar un mal rato explicándole esto a tu esposo.
Capítulo veintidós
Incidente en Bridge & Stokes
Ala mañana siguiente de la visita al teatro, Phillip fue abajo y encontró que su mujer ya estaba sentada y desayunando. Se sentía embotado a pesar de que había dormido hasta más tarde de lo habitual después de que hubieran hecho el amor.
—Buenos días, querida —dijo, oliendo a panceta y a huevos cocidos. Estaban solos en el comedor, así que le dio un beso en el cuello y le dijo en voz baja:
—Me he sentido enormemente decepcionado al encontrarme la cama vacía sin ti. ¿Por qué te has levantado tan temprano?
—Me desperté temprano y no quería molestarte —contestó ella. Pero las ojeras que tenía decían otra cosa.
—Debo de haber dormido como un tronco para no haberte oído —comentó él mientras se llenaba el plato. Se preguntó por qué ella tenía una expresión tan comedida—. No recuerdo haberme movido a partir del momento en que puse la cabeza en la almohada; creo que me he despertado en la misma posición en que me dormí. Eso no es habitual en mí. Debe de ser culpa tuya. —Lo dijo en tono ligero y con una sonrisa provocadora, pero no pareció que a Victoria le pareciera divertido.
Dio un sorbo de té y pareció que tenía dificultad en tragarse un pequeño mordisco de tostada. Phillip menó la cabeza; sentía la cabeza un poco embotada. Quizá ese chiste no era tan divertido como le había parecido.
—¿Tienes frío? —le preguntó, intentando otra táctica—. Yo tengo calor, pero tú llevas una pelliza.
—Sí, tengo un poco de frío —contestó Victoria. Pero tenía las mejillas sonrosadas y, si no lo veía mal, parecía que tenía la frente sudorosa.
—¿No te encuentras bien? —le preguntó.
—No, la verdad es que no me acabo de encontrar bien.
Una idea se le pasó por la cabeza: una idea hermosa. Pero era demasiado pronto... solamente hacía dos semanas. Pero lo dijo de todas formas:
—Quizá... ¿es posible que estés llevando a mi heredero? Sé que hace solamente unas cuantas semanas...
Victoria levantó la vista del desayuno y lo miró. Tenía la cara pálida y los ojos, desorbitados, mostraban sorpresa.
—No... no... Creo que es demasiado pronto, Phillip.
Él sonrió.
—Entonces tendremos que aplicarnos más en ello.
—No me encuentro bien —dijo Victoria, y se puso en pie bruscamente—. Creo que voy a tumbarme un rato. ¿Vas a ir al club hoy?
—Tengo que atender algunos asuntos... pero si no te encuentras bien, Victoria, me quedaré por aquí.
—No. No, Phillip. Estaré bien. Sólo necesito descansar un poco. Esta noche no he dormido tan bien como tú.
El la observó mientras ella salía apresuradamente de la habitación y se dio cuenta de una cosa muy extraña. Al pasar por la puerta, se golpeó el brazo izquierdo en el quicio. La forma en que se sujetó el brazo y la expresión de su cara respondían a algo más que al dolor que hubiera podido provocarle ese gesto aparentemente torpe. Algo no iba bien.
¡Cielo santo! ¡Un niño! ¡Phillip quería un niño!
Victoria se derrumbó en la cama de su dormitorio y, por un olvido, cayó sobre el lado izquierdo. Al notar el dolor rodó hacia el otro costado.
No podía tener un niño. No podía continuar drogando a su esposo cada vez que tenía que salir a patrullar... No podía continuar olvidándose cosas y mandándole a buscarlas. No podía continuar inventando historias ridículas como la del sangrado de la nariz que le había hecho esas manchas de sangre en la falda. No podía continuar quitándose el vis bulla cada vez que hacían el amor.
¿Cómo iba a hacerlo?
Podía decirle la verdad... pero si lo hacía, él la seguiría. Se pondría en peligro otra vez.
O peor... pensaría que estaba loca.
La puerta se abrió y Victoria se incorporó inmediatamente; pero no era Phillip.
—Bueno, milady, ¿qué sucede? —Era Verbena. Avanzó hacia la cama, el pelo anaranjado flotando al ritmo de sus movimientos, y se sentó al lado de su señora—. ¿Le duele el brazo otra vez?
—No, desde que lo limpiaste ayer por la noche, casi no me ha dolido excepto cuando me lo he golpeado contra la puerta. Se trata del marqués.
Verbena asintió con la cabeza.
—Ah, sí, sí. Comprendo. Sé que tiene usted que quitarse el vis bulla por la noche. Él no lo comprende y usted no se lo puede contar. ¿Qué le ha hecho para que durmiera tan bien? Franks dice que casi no podía conseguir que se moviera esta mañana.
Victoria meneó la cabeza. Eso era algo que sabía ella y que nadie más tenía que saber.
—Es mejor que no hable de ello. Pero el marqués quiere un heredero.
—Por supuesto que lo quiere. ¡Pero usted no puede luchar contra los vampiros si tiene un niño! Tiene que asegurarse de que eso no suceda.
—¡No se lo puedo negar!
—¿Por qué tendría que hacerlo? Hay otras formas de evitar que venga un niño, milady. Su tía sabe cómo las venators evitan tener niños. —Verbena asintió con la cabeza con actitud de quien sabe—. Y yo sé algunos trucos, milady. Si su tía no puede ayudarla, yo lo haré.
Victoria asintió con la cabeza. Se sentía un poco más aliviada y, al mismo tiempo, como si se estuviera hundiendo más en un lodazal de mentiras y engaños.
Quizá tía Eustacia pudiera hablarle con sabiduría.
Esa misma mañana, más tarde, Victoria visitó a tía Eustacia y sintió alivio al ver que Max, siempre presente, no se encontraba allí. Kritanu les sirvió un ligero refrigerio y luego desapareció con discreción en el momento en que se hizo evidente que Victoria no estaba allí para practicar su kalaripayattu.
—¿Cómo tienes el brazo? —le preguntó tía Eustacia.
Era evidente que Max había estado allí.
—Está bien.
—Se curará pronto; el bálsamo de Max es milagroso y tienes la protección del vis bulla.
Victoria tomó un bocado de queso y se preguntó cómo le diría a su tía que no podía continuar. Que necesitaba cambiar algo sobre ser una venator.
—Tía Eustacia, necesito tu consejo. No sé qué hacer.
—Es más difícil de lo que creíste que sería, ¿verdad, cara?
—¡Phillip quiere un heredero, y yo no puedo darle salvi cada noche!
Su tía asintió: el pelo negro le brillaba como la noche.
—Estás en una situación muy difícil, Victoria. En cuanto al niño, bueno, se puede prevenir con facilidad. Me sorprende que no lo hayas preguntado antes.
Ella no contestó. Su tía tenía razón.
—Te daré un tónico. Si lo tomas con regularidad, evitará que tengas un niño. Victoria...
La forma en que pronunció su nombre hizo que Victoria levantara la cabeza para mirarla.
—Lilith no ha olvidado que tú y Max le quitasteis El Libro de Antwartha. Sé que está bien guardado en Saint Heath's Row, pero Lilith no descansará hasta que tenga el Libro en su poder. Puede parecer que durante los últimos dos meses la actividad de los vampiros haya disminuido; que Max es capaz de manejar cualquier peligro que se presente. Pero no te dejes engañar. Eres una venator y has sido marcada como tal para siempre. Nunca lo olvides, le has infligido una gran derrota a Lilith... y ella no lo olvidará. Ella no descansará hasta que no haya realizado su venganza.
La moda de los vestidos de noche no facilitaba esconder un brazo herido, así que Victoria se encontró ante un serio problema. Verbena la ayudó a ponerse el par de guantes más largos que tenía, unos de color verde melón que le llegaban hasta más allá del codo, pero quedaba una gran parte de piel a la vista debido a que las mangas eran delgadas y vaporosas y casi no acababan de cubrirle los hombros.
—Tiene que llevar el chal sobre el brazo todo el rato —rió Verbena. Le habían quitado el vendaje y, tal y como había dicho tía Eustacia, la herida había empezado a curarse y casi no le dolía. Pero la larga cicatriz todavía era visible, así que Victoria se envolvió el brazo con dos vueltas del chal y se colocó el otro extremo sobre el brazo derecho dejando que dibujara una suave curva en la base de la espalda—No puede quitarse el chal del brazo en ninguna circunstancia.
Phillip le había mandado aviso de que estaría en el club esa noche y de que no podía asistir a la cena y al baile al cual se esperaba que Victoria asistiera. Ella consideró la posibilidad de declinar la invitación, pero sintió que sería mejor asistir aunque fuera un rato para contentar a su madre y volver a casa antes de medianoche.
Así que se sorprendió mucho cuando, mientras abandonaba la pista de baile después de haber bailado, vio que Max cruzaba la sala en dirección a ella.
Victoria se excusó de su compañero de baile, el hijo más joven de un conde, y se apresuró a ir a su encuentro.
—Sé que no estás aquí para relacionarte con lo mejor de la sociedad —le dijo a modo de saludo.
—Los esbirros de Lilith han entrado en acción. Va a haber otro ataque en grupo esta noche —le dijo mientras echaba un vistazo a la habitación—. No deseo estropearte la noche, pero probablemente se salvarían algunas vidas si me acompañaras. ¿Puedes ausentarte?
—Sí, por supuesto. —Victoria ya se encaminaba hacia la salida de la casa.
—No veo al marqués. ¿No tienes que comunicarle que te marchas ?
—No está aquí esta noche.
Max se encaminó detrás de ella, siguiendo su ritmo, y subieron las sinuosas escaleras.
—¿Dónde está?
—En el club.
—¿Cuál es?
—Bridge & Stokes, creo, aunque no sé por qué te interesa... ¿qué pasa?
Él la sujetaba por el brazo y estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio en la parte superior de las escaleras. El mayordomo les miró con curiosidad, pero ella no le hizo caso porque Max la obligó a darse la vuelta para mirarle y la expresión que encontró en el rostro de él le hizo sentir náuseas en el estómago.
—La batida de esta noche será en un club de caballeros.
Se miraron a los ojos y él no tuvo que decir nada más; Victoria se abrió paso a empujones por entre un grupo de gente que llegaba al baile y el mayordomo, que se había quedado boquiabierto.
Él la alcanzó fuera mientras ella intentaba localizar el carruaje de Rockley en la larga fila de vehículos que había en el camino. No tenía tiempo de que el mozo fuera a buscarlo.
—¿De verdad quieres venir? ¿Y si Rockley te reconoce?
—Voy a ir.
—Entonces entra aquí. —Abrió la puerta de un carruaje negro, un carruaje que ella conocía muy bien, y le ofreció la mano para que subiera.
Victoria se colocó en el asiento y casi no se había acabado de acomodar cuando el coche arrancó. Tenía las faldas enredadas en las largas piernas y el chal se le había deslizado por el brazo y había dejado al descubierto la herida.
—Toma. —Max le tiró un fardo grande de ropa y ella vio que eran unos pantalones, una camisa, un abrigo y una larga tira de tela—. Verbena me lo ha dado cuando he ido a buscarte.
Victoria bajó la mirada hacia la ropa y luego le miró a él.
—No puedes luchar con un vestido de noche, Victoria, y no tienes que ser recatada conmigo. No tengo ningún interés en ver cómo te desnudas en el carruaje, a diferencia de tu amigo Sebastian que, probablemente, te ofrecería ayuda. —Habiendo dicho esto, ladeó la cabeza, la apoyó sobre el respaldo del asiento y cerró los ojos. Pero al ver que ella no se movía, le dijo—: Date prisa.
No se pudo quitar el vestido con facilidad; pero Victoria se esforzó y consiguió desabrochar los ganchos de cobre que le sujetaban el corpiño por la espalda. Se quitó el vestido por la cabeza y la tela flotó como una nube de gasa dentro del carruaje, rozando el rostro estoico de Max. Pero él no se movió ni dio ninguna señal de haberlo notado.
Ahora que se había quitado el vestido, Victoria solamente llevaba una camisa ligera y un corsé. Era imposible desabrocharse el corsé sin ayuda, así que se puso la camisa de hombre encima de la ajustada pieza y empezó a abrocharse los botones con torpeza.
No conseguía abrochársela sobre el generoso pecho, que llevaba recogido y subido. Victoria debió de haber soltado una exclamación de frustración porque Max dijo:
—¿Necesitas ayuda? Siento mucho no haber pensado en traer a tu doncella.
La atención de Victoria se desvió de su propio pecho hasta él, pero él continuaba relajado y con los ojos cerrados, como si en la agenda no hubiera otra cosa prevista que un picnic.
—Un momento. —Tendría que quitarse el corsé y envolverse los pechos para poder ponerse la camisa. Por un momento consideró la posibilidad de continuar con el vestido... pero era ridículo. No sólo no sería capaz de luchar sino que llamaría la atención en el club. Si es que conseguía entrar.
Se volvió, sentada en el asiento, dando la espalda a Max tanto como pudo.
—¿Puedes... puedes desabrocharme... el corsé?
Se hizo un silencio y luego oyó que él se movía a sus espaldas. La parte de atrás de la camisa se alzó y ella se resistió a taparse con las dos pecheras de la camisa porque si lo hacía, él no podría llegar al corsé para desabrocharlo.
Sus manos se movieron con rapidez y de forma impersonal, y consiguió moverlas arriba y abajo por debajo de la camisa y deshacer los nudos desde la parte superior a la inferior. Ella esperaba notar sus dedos sobre la piel; ¿serían cálidos o fríos?, pero no los sintió.
Victoria notó que la pieza cedía a medida que los nudos se deshacían, y cuando empezó a caerle por detrás, ella se lo sujetó contra el pecho. Cuando hubo terminado, Max se apartó y Victoria oyó que volvía a recostarse en el asiento sin decir palabra.
Victoria se envolvió con la tira de tela que Verbena, previsora, había incluido en el fardo. Se sentía incómoda y con prisas y, mientras lo hacía dejó que la camisa le resbalara por los hombros. El brazo le dolió a causa del extraño movimiento que tuvo que hacer, pero no quería pedirle ayuda a Max otra vez.
—¿Has terminando? Empiezo a tener tortícolis.
—Casi. —Los botones le resbalaban en los dedos por la prisa, pero por fin consiguió ponerse la camisa. Se colocó los pantalones y el abrigo.
—Hay unos zapatos en el suelo —le dijo Max, sin moverse.
Por fin estaba lista.
—Ya estoy. Gracias.
Max abrió los ojos.
—Tienes que hacerte algo en el pelo.
Victoria se quitó las agujas del intrincado peinado que Verbena había tardado una hora en hacerle, sabiendo que la única opción que tenía era soltárselo y echárselo hacia atrás.
—¿Tienes algo con que me lo pueda sujetar? —le preguntó ella, mientras se lo recogía en una larga cola en la base de la cabeza.
Max, que parecía preparado para cualquier eventualidad, sacó una fina cuerda de piel de debajo del mismo asiento donde había guardado el bálsamo. Le dijo que se diera la vuelta y la ayudó a atárselo. Los dedos de ambos se encontraron y los de él, fríos, le rozaron el cuello mientras la ayudaba a meterse la cola dentro del cuello de la camisa.
Cuando hubieron terminado, el carruaje comenzó a reducir la marcha hasta detenerse por completo.
—Hemos llegado —dijo Max, colocándose el sombrero en la cabeza—. Si Rockley te ve, el juego ha terminado. Si no es así... puedes pasar por un hombre.
Contra la opinión de Sebastian, que le dijo que no podía ocultar su sexo aunque se vistiera de hombre.
Max le tiró tres estacas y, mientras se las guardaba en el abrigo, él se metió una pistola en el bolsillo y una pequeña daga en la bota. Luego Victoria le siguió y salió del coche.
Todavía no había tenido oportunidad de preguntarse cómo conseguiría Max que les permitieran entrar en ese club privado de caballeros, cuando él se dirigió directamente hasta donde se encontraba el portero.
—Invitados del marqués de Rockley —le dijo con frialdad. Victoria se acercó a los escalones para colocarse al lado de él. Todavía tenía la nuca caliente.
El portero les permitió entrar en el vestíbulo del estrecho edificio, dirigiéndoles al mayordomo.
—¿Qué desean?
—Somos unos invitados del marqués de Rockley —volvió a decir Max—. Maximilian Pesaro y su acompañante.
Victoria quiso darle una patada. ¿Qué diablos estaba haciendo? Si Phillip la veía... Pero en el momento en que el mayordomo se daba la vuelta para avisar a Phillip, Max la empujó sin contemplaciones hacia las escaleras que subían desde la entrada principal hasta una balaustrada del piso superior.
—Voy a hacer que Rockley salga de aquí. Tú sube y mira a ver qué puedes averiguar —le dijo en voz baja.
Ella corrió escaleras arriba y desapareció de la vista justo cuando el mayordomo volvía. Las voces de abajo sonaban como un zumbido tenue, pero Max habló en un tono de voz lo bastante agudo para que ella lo oyera:
—¿Está arriba? Subiré e iré a buscarlo yo mismo, gracias.
Victoria había llegado arriba de las escaleras y ahora se quedó inmóvil. Oyó que Max subía detrás de ella mientras continuaba asegurándole al mayordomo que él localizaría al marqués por su cuenta.
Y justo cuando Max llegó arriba de las escaleras, delante de ella, sucedieron dos cosas. Una de las puertas del pasillo que daba a la balaustrada se abrió y Phillip la cruzó... Y Victoria sintió la nuca como si le hubieran puesto hielo encima.
Miró a Max y los dos se movieron al mismo tiempo: Victoria se dio la vuelta y se apresuró por el pasillo en dirección contraria mientras Max se disponía a ir al encuentro de Rockley, que se detuvo en cuanto le reconoció. Estaba con otro hombre que parecía enojado.
—¿Pesaro? No sabía que era usted un miembro del club. —Ni su rostro ni su voz ofrecieron ninguna calidez; estaba claro que no creía que Max perteneciera a ese lugar.
—No lo soy. Vengo de parte de Victoria. Me ha pedido que venga a decirle que vuelva a casa.
Victoria, que se había alejado unos cuantos pasos por el pasillo y que se había agachado junto a una puerta, aguantó la respiración ante ese atrevimiento.
Resultó consolador, como forma de hablar, oír el tono de pánico de su esposo cuando contestó.
—¿Está enferma? ¿Le ha pasado algo?
—Creo que está bien, pero desea verle con la máxima urgencia.
Hubiera funcionado. Debería haber funcionado, haber sacado a Phillip del club antes de que los vampiros atacaran, pero llegaron un poco tarde.
Victoria notó que el frío en la nuca aumentaba de forma tan repentina que se quedó tensa de sorpresa. Todavía estaba en la puerta en sombras y sacó una de las estacas del bolsillo justo en el momento en que el acompañante de su marido abría la boca.
Vio el primer destello blanco de los colmillos y el repentino brillo de unos ojos rojos. Por suerte, el sonido que emitió atrajo la atención de Phillip hacia ella y Max tuvo oportunidad de clavarle la estaca al vampiro.
Phillip, que miraba hacia Victoria, dio unos cuantos pasos hacia ella y no pareció que hubiera oído el sonido que emitió al desintegrarse.
—¿Le conozco? —le dijo con tono inseguro.
Victoria, con la cabeza un tanto apartada y el rostro oculto bajo el sombrero, sintió la presencia de otro vampiro.
—Rockley, márchese de aquí —le dijo Max en tono enojado—. Vaya a casa con Victoria. ¡Ella le está esperando!
Por suerte, eso apartó la atención de Phillip de ella y él acabó de distraerse cuando oyeron un grito y el ruido de un altercado que procedía de abajo.
—¿Qué diablos es eso? —Phillip se dio la vuelta y empezó a bajar las escaleras. Max le siguió, corriendo.
Victoria observó a los dos hombres que se marchaban y supo que Max se ocuparía de que Phillip estuviera a salvo. Eso le permitía encargarse del segundo piso.
Se apresuró por el pasillo abriendo puertas en busca de los vampiros que notaba que estaban allí. Encontró a uno que empezaba a seducir a su víctima con el juego de las cartas y, cuando entró en la habitación, él no tuvo ni tiempo de levantar la mano antes de que ella le clavara la estaca.
El ruido de lucha y de pelea de abajo la urgieron a continuar más deprisa. Si la sensación que notaba en la nuca era de fiar —y siempre lo era—, los vampiros superaban en número a Max.
Tenía que encontrar a otros dos ahí arriba y luego bajaría para ayudarle.
Resultó que ellos la encontraron primero: se aproximaban el uno al lado del otro por el pasillo. Pareció que la reconocían.
—¡Ahí está! —gruñó uno de ellos y, de repente, se colocó a su lado y la sujetó por los brazos. Victoria se agachó y se lanzó contra sus piernas haciéndole caer al suelo justo en el momento en que el otro se acercaba.
Con toda la fuerza que tenía en las piernas, Victoria le dio una patada y envió al segundo vampiro encima del primero. Entonces se puso en pie. Con una estaca en cada mano, giró sobre sí misma y las clavó, una y dos, en el pecho de cada uno.
Victoria se acercó a las escaleras, se detuvo y observó el altercado de abajo. Max se encontraba en el centro de la habitación y utilizaba un atizador para mantener a raya a, parecía, dos guardianes y un imperial. Había otros tres vampiros esperando turno, incapaces de acercarse lo bastante para unirse a la refriega. A cada movimiento de Max, unas grandes gotas de sangre caían al suelo: era evidente que estaba herido.
No había ningún otro hombre a la vista. Parecía que los residentes del club se habían marchado... o estaban inconscientes en algún lugar de la parte de atrás. A Phillip no se le veía por ninguna parte.
Victoria saltó por encima de la balaustrada y cayó, tal y como había calculado, encima de dos vampiros. Éstos cayeron al suelo antes de que ella tuviera oportunidad de clavarle la estaca al primero; entonces, dio una voltereta, se alejó y se puso en pie. Un ruido de metal contra el suelo atrajo su atención y vio que la espada del imperial había caído cuando Max le había clavado la estaca.
Victoria la recogió y, con un giro rápido, le cortó la cabeza al guardián. Éste se evaporó con un puf y Victoria se dio la vuelta hacia Max, que mantenía a raya a los otros tres vampiros con facilidad. Victoria se acercó a ellos y uno de los vampiros, al verla, se dispuso a salir corriendo por la puerta principal. Ella le dejó marchar para ir a comprobar las otras habitaciones y asegurarse de que no había más vampiros, ni más víctimas. Sentía la nuca un poco menos fría y no esperaba encontrar a ningún otro vampiro.
Halló a cuatro caballeros que habían estado jugando al faraón antes de que perdieran la batalla contra uno o dos vampiros.
Victoria no se había encontrado anteriormente con semejante resultado de un ataque de vampiros; durante su corta experiencia, la mayoría de veces había evitado que los resultados fueran tan fatídicos. Ni siquiera el conductor del cabriolé de hacía dos noches, a quien habían mordido, no había sido destrozado y mutilado como esos cuatro hombres.
Victoria entró hacia la sala de juego con el estómago encogido. Había sangre por todas partes y la habitación estaba inundada por un hedor brutal. Chaquetas hechas jirones; pechos y cuellos abiertos como si un perro enloquecido hubiera desgarrado a esos hombres con dientes y garras. Una de las heridas abiertas que tenía uno de esos hombres en el cuello todavía mostraba las venas de color azul oscuro y los músculos retorcidos.
Los vampiros se habían alimentado de él, y también le habían destrozado.
—El infierno no tiene furia. —Victoria se dio la vuelta. Max parecía agotado, y tenía la cara todo lo pálida que su piel aceitunada permitía. Se veían unas manchas oscuras sobre su chaqueta. Tenía una estaca en la mano.
—¿Supongo que la mujer de la que hablas es Lilith? —contestó ella, orgullosa de darse cuenta de que el tono de su voz era firme.
—Llamarla mujer es exagerar, pero sí, diría que éste es el mensaje que nos manda.
—Hemos acabado con todos los vampiros excepto con uno que ha escapado. ¿Se puede salvar a alguna de las víctimas?
Max negó con la cabeza.
—¿Phillip?
—Se ha marchado. Le he mandado a casa con el carruaje, al que ningún vampiro se atrevería a atacar. Briyani sabe qué hacer. Le llevará de paseo unas horas antes de llevarle a Saint Heath's Row. Le dará un poco de salvi; llegarás a casa antes que tu esposo, así que le podrás contar el cuento que quieras. —El tono de su voz era tenso.
—Max, parece que vayas a caerte.
—He estado peor. Salgamos de aquí antes de que llegue la policía. No tengo ganas de tener que borrarles la memoria también.
Salieron juntos a la noche estrellada y sin luna. El ambiente era cálido y tranquilo y las calles estaban vacías. No había nada que delatara el horror que acababa de tener lugar en el estrecho edificio de ladrillo que tenían a la espalda.
Capítulo veintitrés
En el que la verdad sale a la luz
Max no permitió que Victoria se ocupara de sus heridas. Cuando ella intentó quitarle la chaqueta para vérselas, él le gruñó, así que Victoria se acomodó en el raído asiento del cabriolé que habían tenido que alquilar para volver a casa.
El horizonte acababa de empezar a teñirse del ligero color gris amarillento que precedía al amanecer. Victoria no pudo reprimir un suspiro de alivio. No había que enfrentarse a más vampiros hasta la noche.
Ahora, a lo único que se tenía que enfrentar era a su marido.
A pesar de que el rostro de Max tenía un tono más agrisado cada vez y de que respiraba con mayor dificultad, insistió en que el cabriolé dejara a Victoria en Saint Heath's Row primero antes de llevarle a casa a él. Y no tenía intención de entrar en su casa para que le curara las heridas. Así, cuando saltó del cabriolé, Victoria le dijo al conductor que le llevara no a su casa sino a casa de tía Eustacia y le dio un chelín extra para que se asegurara de que Max entraba en la casa para que su tía le atendiera.
Pero no fue hasta que hubo subido las escaleras que conducían a la entrada de Saint Heath's Row que Victoria se dio cuenta de que todavía iba vestida con las ropas de hombre y que lo que quedaba de su vestido se encontraba en el carruaje de Max. Para Lettender, el mayordomo, no sería tan extraño que ella llegara a casa al amanecer en un cabriolé de alquiler... pero el hecho de que llegara vestida de ese modo suscitaría miradas de curiosidad y comentarios.
De todas formas, ella era la marquesa y, a pesar de que el austero mayordomo la miraría con recelo, seguro que no se atrevería a hacerle ninguna pregunta.
La cuestión principal que a Victoria tenía que preocuparle en esos momentos era si Phillip había llegado a casa primero. Llamó a la puerta, sabiendo que los de la casa ya se habían levantado, aunque quizá Lettender estuviera todavía roncando en su habitación trasera. Uno de los ayudantes del mayordomo le abrió la puerta y, por la expresión de aburrimiento, Victoria supo que había llegado a casa antes que Phillip.
Gracias a Dios.
Pasó por delante del joven como si el hecho de que se hubiera marchado con un vestido de baile y llegara vestida con ropas de hombre fuera algo habitual. Inmediatamente corrió hacia su dormitorio. Al entrar en él, Verbena se puso en pie repentinamente, con el pelo chafado contra la cabeza y la cara marcada todavía por las sábanas.
—¡Milady! ¡Ha vuelto a casa! ¿Qué tal tiene el brazo?
—Estoy bien. Gracias por mandarme estas ropas —dijo Victoria—. Pero, deprisa, ahora tengo que ponerme mi ropa de noche. El marqués va a llegar dentro de poco y no quiero que me vea así vestida.
Trabajaron deprisa, pero no demasiado, porque en cuanto el sol empezaba a asomar por encima de los tejados de Londres, el carruaje de Max se detuvo delante de la casa.
Victoria se echó una capa por encima y, con las faldas bien sujetas, corrió escaleras abajo.
El sobrino de Kritanu, Briyani, un hombre bajo y de rostro ancho, musculoso y que tenía el mismo color de piel que su tío, estaba ayudando a Phillip a bajar del carruaje.
—Gracias por ocuparte de él —murmuró Victoria al conductor de Max—. ¿Se ha despertado?
—No mucho, sólo cuando llegábamos a casa. —Le dio a Verbena un fardo de tejido vaporoso: el vestido de baile, ahora arrugado y manchado irremediablemente; pero por lo menos no se quedaría en el carruaje.
—Max está en casa de tu tío y está malherido —le dijo Victoria.
Él asintió con la cabeza, volvió a subir a su asiento y arrancó el carruaje.
—Voy a ver cómo está.
—¡Victoria!
Phillip estaba de pie ante la puerta de la casa y tenía un aspecto desaliñado y agotado. Sus ojos, entrecerrados, mostraban una expresión de cansancio.
—¡Querido! Por fin estás en casa —dijo Victoria con alegría, tomándole del brazo.
—Max ha venido al club y me ha dicho que tú le habías pedido que volviera a casa. Y entonces hubo una especie de altercado allí... me fui en esos momentos. —Meneaba la cabeza como si quisiera aclarársela, y Victoria sintió una punzada de culpa—. Debo de haberme quedado dormido de camino a casa.
Mentiras y más mentiras. Subterfugios y engaños. Phillip era un inocente que solamente quería tener una vida normal y feliz con la mujer a la que amaba... y estaba atrapado en un lío que no podía comprender. Y ni siquiera lo sabía.
¿Cuánto tiempo podía continuar Victoria gastando energías en asegurarse de que no lo supiera? ¿Viviendo dos vidas?
Victoria le abrazó, justó allí en la subida hasta Saint Heath's Row, justo ante las paredes de piedra que separaban su terreno de las calles de Londres.
—Estoy bien. Me temo que no era urgente que volvieras a casa; simplemente le dije a Max, cuando le vi en el baile de los Guilderston, que si te encontraba, te hiciera saber que yo iría a casa temprano y que me gustaría verte.
Quizá una esposa le hubiera hecho preguntas acerca de esa noche, acerca del altercado que parecía que él recordaba en Bridge & Stokes, pero Victoria no podía llevar esa farsa tan lejos.
—Ven, pareces agotado. ¿Por qué no has descansado?
Ella le pasó un brazo por la cintura y lo llevó hacia la casa con inusitada fuerza.
—Lo haré si vienes conmigo, mi encantadora esposa.
—Eso sí lo haré. —¿Podía notar él el alivio en el tono de su voz? ¿Se daba cuenta de que la tensión en ella se había aflojado al ver que él aceptaba con tanta facilidad lo que había sucedido?
Victoria no estaba segura de si debía sentirse aliviada o decepcionada de que Phillip estuviera demasiado cansado para hacerle el amor, a pesar de que él lo intentó. Se enroscó al lado de él e intentó dormir, sabiendo que algo tenía que cambiar antes de que se volviera loca.
Tuvo unos sueños inundados de las imágenes y los olores de la escena en Bridges & Stoke, carne rasgada y remolinos de sangre, ojos vacíos y bocas abiertas en un rictus de asombro, de ojos rojos y colmillos brillantes, del destello de la hoja de metal que cortaba y cortaba y cortaba...
Se despertó moviéndose inquieta y se encontró con los ojos azules y claros de su esposo. No estaba sonriendo.
—Tú estabas allí ayer por la noche. En el club. En mi club.
Pillada por sorpresa, Victoria no pudo hacer nada excepto mover los labios. Intentó hablar, pero no consiguió pronunciar las palabras.
—Estabas con tu primo. ¿De verdad es tu primo? —Estaba apoyado sobre un codo, medio incorporado. La sábana se había deslizado de su pecho y mostraban la curva del brazo y el codo.
—No, quiero decir, sí, es mi primo —tartamudeó Victoria mientras se incorporaba para sentarse. Recordó la cicatriz del brazo demasiado tarde... a causa de las prisas, Verbena la había vestido con un camisón que no tenía mangas. El corte del brazo, aunque se curaba con rapidez, todavía era largo y se veía rojo. Era imposible no verlo.
Phillip lo vio y alargó la mano hasta el brazo, perdiendo el equilibrio.
—¿Qué es esto? ¿Cuándo te lo has hecho?
Victoria apartó el brazo con fuerza y consiguió soltarse de la mano de él sin esfuerzo. No se había quitado el vis bulla la noche anterior.
—Hace unos días. Fue un incidente en el establo: me corté con una de las herramientas del herrero.
—Es un corte muy profundo —contestó Phillip, con tono neutro—. ¿Cuándo dices que te lo hiciste?
Victoria tragó saliva. La última vez que él la había visto desnuda, con los brazos al aire, fue cuando habían hecho el amor después de volver del teatro. Justo antes de que ella le drogara. Hacía solamente dos noches.
—Creo que fue ayer por la mañana, después de que te fueras al club.
Él la miró.
—¿Ayer? Parece que se ha curado muy deprisa.
El corazón se le había desbocado.
—Sí. Estoy muy sorprendida. Mi tía me dio un bálsamo especialmente efectivo.
Phillip apartó las sábanas con tanta rapidez que éstas le azotaron la cara, cayeron sobre su cabeza y se deslizaron hasta su regazo. Él se apartó de la cama, desnudo y hermoso, y muy, muy enojado.
Fue a mirar a través de la ventana, que ocupaba toda la pared desde el suelo hasta el techo, y cruzó los brazos. Igual que había hecho antes, habló hacia la pared, no hacia ella... aunque las palabras iban dirigidas a ella.
—Victoria, quiero saber por qué estabas ayer por la noche en mi club, vestida de hombre, con ese hombre que afirmas que es tu primo. Y quiero saber la verdad sobre cómo te hiciste esa grave herida que se ha curado tan pronto.
Ella inhaló con fuerza. Había querido que algo cambiara. Eso iba a hacer que cambiara.
—Estaba en el club porque... Max y yo, y, sí, él es un primo lejano, supimos que habría un ataque allí. Quería asegurarme de que no te pasara nada.
—¿Tú querías asegurarte de que no me pasara nada a mí? —Se apartó de la ventana y la luz del sol le confirió un bonito tono dorado a la piel y al pelo. Por desgracia, ella no estaba en situación de poder disfrutarlo—. ¿Qué tontería estás diciendo, Victoria? ¿Qué otra cosa puedes hacer tú aparte de ponerte en peligro? —Le señaló el brazo—. ¡Parece que ya lo has hecho!
Ella se enojó al oír su tono de burla, y se sentía agotada y sobrepasada por la tensión. Debería haber acabado con la conversación en ese momento. Dejarle enojado.
Pero no lo hizo.
—Trabajo con Max. Él forma parte del legado de la familia.
—¿Que trabajas con Max? Las marquesas no trabajan.
—Yo sí. —Tragó saliva—. Cazo vampiros.
Él la miró. Y la miró.
Y la miró.
Y luego dijo, en un tono de voz terrible:
—Estás loca.
—No estoy loca, Phillip. Es verdad.
—Estás loca.
El enojo de ella se desató. Saltó de la cama y fue hasta él. Se detuvo tan cerca de él que el camisón de noche le rozó las piernas y el vientre.
—Dame las manos.
Cuando él se las ofreció con gesto reticente, ella le sujetó por las muñecas y le dijo:
—Intenta soltarte.
Él lo intentó y no pudo. Ella le obligó a bajar los brazos y vio que la expresión en su rostro pasaba del enojo a la sorpresa y a la incomprensión.
Le soltó.
—Soy una cazadora de vampiros. Es el legado de mi familia. No tengo alternativa; es lo que debo hacer.
Phillip dio un paso hacia atrás y chocó contra la ventana.
—No creo en vampiros.
—Pues es muy tonto por tu parte, porque uno estuvo a punto de morderte ayer por la noche... justo antes de que me vieras. Max acabó con él mientras tú hablabas conmigo.
Él negó con la cabeza.
—Tanto si existen como si no, tú no puedes cazar vampiros, Victoria. Tú eres una marquesa. Eres un pilar de la sociedad. Te lo prohíbo. Como esposo, te lo prohíbo.
—Phillip, esto no es algo que tú puedas prohibir. Lo llevo en... la sangre. Es mi destino.
—Quizá tú creas en eso. Quizá creas que no tienes alternativa, pero si no te vas de casa para cazar vampiros, tú eliges no seguir tu destino.
—¿Y debo ignorarlo cuando sé que va a haber ataques de vampiros... en lugares como Bridge & Stokes? ¿Dejar que la gente muera? Tú escapaste, Phillip, porque Max te contó una mentira para que te marcharas. Pero no viste la carnicería que sucedió después... con algunos de tus amigos. Era más que horrible.
—Te lo prohíbo, Victoria.
—No voy a mantenerme al margen y dejar que la gente muera.
El se apartó de la ventana y pasó por su lado, hacia el vestidor, gritando a su ayuda de cámara.
—¡Franks! —Phillip se detuvo en la puerta que unía las dos habitaciones, se apoyó en el quicio y miró al suelo—. Tenías que habérmelo confesado antes de que nos casáramos, Victoria. Es imperdonable que no lo hayas hecho.
Y cerró la puerta. Con suavidad. Pero estrepitosamente.
—Solamente hace dos días que han vuelto de su viaje de boda, Nilly —dijo Melly en tono sumiso—, pero estoy segura de que puedo influenciar a la nueva pareja de moda de la flor y nata para que asistan al baile de tu sobrina.
—¡Eso sería divino! —exclamó Petronilla, mirando la bandeja de plata llena de pastelitos de canela y naranja. Tenían un olor delicioso; pero ese color a zanahoria no la atraía en absoluto. Quizá tendría que decirle a Freda que tiñera el color. Por lo menos los bollitos de lima no tenían el horrible tono verde que habían tenido la primera vez que los hizo. Ahora tenían un aspecto bastante apetitoso, incluso con la fina capa de azúcar glasé.
—¿Dónde está Winnie? Creí que quería enterarse de los detalles del viaje de la luna de miel —se quejó Melly. Ella no dudaba como su amiga: tomó dos galletas y empezó a mordisquear una tercera.
—¡Estoy aquí! —En el momento justo, la puerta de la sala se abrió y la duquesa de Farnham entró en un repiquetear de joyas.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Melly con expresión de recelo al ver el gran crucifijo que le colgaba de la cintura, como si fuera una arandela de llaves de un castillo medieval. El crucifijo solo ya era más grande que el arete—. ¿Y eso?
—Es su estaca, por supuesto —explicó Petronilla como si Melly hubiera perdido la cabeza... cuando en verdad a lady Grantworth le parecía que eran sus dos amigas quienes la habían perdido—. ¡Winnie, de verdad espero que no tengas intención de utilizar algo así! ¡Sería tan cruel!
Winifred se dejó caer en su asiento preferido del salón de Petronilla y, de alguna manera, consiguió poner cuatro galletitas y tres bizcochos de lima en un plato y servirse una taza de té durante el proceso.
—¡No soy tan tonta como para ir sin protección y vosotras dos, señoritas, seríais listas si hicierais lo mismo!
—¡No, no, no, no...! ¡Winnie, no me digas que todavía tienes miedo de que un vampiro te salte encima desde las sombras cualquier noche de éstas! —Melly se metió el resto de la galleta de naranja en la boca y tomó un largo trago de té sin dejar de menear la cabeza mirando hacia arriba con expresión de exasperación.
—¡Exacto! —Winifred se vertió una generosa cantidad de crema en el té, rechazó el azúcar y lo removió con movimientos suaves y elegantes—. Te has enterado del incidente que hubo en ese club de caballeros, el Bridge & Stokes, la otra noche, ¿verdad? En cuanto me enteré, fui directamente a buscar a uno de los lacayos y le pedí que fuera a buscar uno de los viejos bastones de paseo del duque y lo convirtiera en una estaca. No voy a ninguna parte sin él.
—¿Un incidente en Bridge & Stokes? —repitió Petronilla con los ojos azules desorbitados por el interés—. ¿De qué estás hablando? ¿Qué es eso de los vampiros? ¿Mordieron a alguien? —Al decir esto último, su voz sonó un poco entrecortada.
—¡No eran vampiros, Winnie! —Melly meneó la cabeza y se alisó las faldas—. Sé de qué incidente estás hablando... y no fueron vampiros. ¿Cuántas veces tengo que decirte que, simplemente, no existen? Los vampiros son un producto de la imaginación de Polidori avivado por las leyendas y los cuentos de fantasmas.
—¿Qué pasó en Bridge & Stokes? —volvió a preguntar Petronilla.
—¿Cómo es posible que no te hayas enterado? ¡Ha sido el tema principal de las habladurías de los sirvientes y la noticia se ha escapado más deprisa que un fuego en un campo de hierba seca! —replicó Melly con aire de superioridad.
—Me he encontrado mal durante toda la mañana —contestó Petronilla delicadamente.
Melly soltó un bufido pero Winnie se dignó, al fin, a explicárselo:
—Esta mañana, un transeúnte ha avisado a la policía de que allí había habido un altercado y han encontrado a cuatro hombres muertos. No hubo disparos de arma de fuego y, por lo que he oído, los cuerpos estaban destrozados, desgarrados incluso. Muy desagradable. —Alargó la mano para tomar otro bizcocho pero se lo pensó mejor y lo volvió a dejar en el plato. Era evidente que algunas cosas le afectaban el apetito.
—Lord Jellington, mi primo, lo primero que ha hecho esta mañana ha sido visitarme para contármelo —interrumpió Melly—. Porque el marqués pertenece a ese club y, de hecho, se encontraba allí ayer por la noche. Pero parece que se marchó antes del incidente y Jellington quería decirme que él no se había visto involucrado en él.
—Conociendo a Jellington, estoy segura de que no era eso lo único que quería al llamar a su atractiva prima —comentó Petronilla con malicia.
—¡Oh, venga! Jellington nunca me ha mirado dos veces... bueno, quizá dos veces sí, pero definitivamente no lo ha hecho tres veces con esa intención —contestó Melly mientras ocultaba la cara tras la taza de té.
—Fueron vampiros quienes lo hicieron. —Winnie volvía a llevar la conversación por el camino adecuado—. ¡Por eso no hubo disparos! Ellos no necesitan armas de fuego para conseguir lo que quieren.
Melly negaba con la cabeza.
—No, Jellington dice que probablemente fueron una o dos personas que llevaban cuchillos quienes atacaron a los miembros del club. Quizá en algún tipo de represalia porque todos los que fueron encontrados muertos, excepto uno que quizá fue un accidente, todos ellos debían mucho dinero a algunos de esos horribles prestamistas de Saint Giles de quienes se habla. La policía cree que fue un intento de recuperar el dinero que se les debía, o de llevar a cabo un castigo ejemplar por no pagar las deudas. —Sorbió por la nariz y dejó la taza de té en la mesita.
Ahora fue Winnie quien bufó.
—Eso es lo que dice la policía. Pero no lo creo. Ellos no quieren que cunda el pánico en Londres, cosa que sucedería si la gente creyera que hay vampiros por ahí.
—Si han sido los vampiros quienes han provocado todo esto —replicó Melly—, ¿por qué nadie ha dado testimonio de haber visto uno?
—Son muy cuidadosos... se cuelan en el corazón de la noche —contestó Winnie—. ¡Asegúrate de cerrar bien y con llave las ventanas del dormitorio!
—Yo sí me aseguraré de que las mías están bien cerradas —dijo Petronilla con un tono quizá demasiado ansioso—. Merodean en el corazón de la noche, ¿verdad? Pero he oído decir que pueden adoptar la forma de la niebla y colarse a través de las grietas de las ventanas... y que luego pueden recuperar la forma de hombre. ¡En el dormitorio de una! ¡Oh, y el señor Fenworth duerme en su dormitorio, al otro lado de la planta! ¡Estaré sola y desprotegida! —Habló con un tono de voz agudo, como si quisiera asegurarse de que cualquier vampiro que pudiera encontrarse cerca la oyera.
—Pues si merodean en el corazón de la noche, ésa es la prueba más definitiva de que los vampiros, si es que existen, no fueron los responsables del ataque en Bride & Stokes. —Melly se inclinó hacia delante y vertió una pequeña cucharada de azúcar en el té.
—¿Y qué me decís de ese incidente en los jardines de Vauxhall anteayer por la noche? —comentó Winnie—. ¿Te dijo algo Jellington acerca de eso?
—No.
—Hubo una especie de altercado allí, pero nadie fue herido. Melly arqueó las cejas.
—Nadie fue herido ni... ¡el cielo no lo quiera!, mordido... ¿y tú atribuyes ese incidente a los vampiros? Winnie, querida, de verdad que te tomas demasiado en serio esas novelas góticas. No todo lo inesperado o violento que sucede en esta ciudad puede atribuirse a criaturas como los vampiros. El hombre ya comete el suficiente mal como para que necesitemos inventarnos a unos seres sobrenaturales para culparles.
—Bueno, vamos a dejar todas estas tonterías y hablemos de una cosa mucho más interesante... como de qué manera podemos conseguir tener un pequeño marqués en las manos.
Su esposa estaba loca. Tenía que estar loca, porque la alternativa era terrorífica.
Por primera vez, que él recordara, que Phillip de Lacey, el marqués de Rockley, no sabía qué hacer.
Dejó Saint Heath's Row y condujo el carruaje hacia la ciudad. Se detuvo en White's, otro de los clubs que frecuentaba, y se sentó, solo, en una mesa. Se tomó varios vasos de whisky, un trozo de carne de vaca que sabía a serrín y una rebanada de pan que no sabía a nada.
Después de White's se sentía inquieto y fue a visitar otro club de caballeros, a pesar de que no se sentía en absoluto sociable. En Bertrand's evitó a sus amigos y se sentó en una habitación vacía sin hacer caso de los comentarios acerca de los desafortunados que habían perecido en Bridge & Stokes la noche pasada.
Quizá ésa era la razón de que no quisiera hablar con nadie.
No quería saber si Victoria tenía razón o no. No quería tener que pensar en qué implicaba la posibilidad de que tuviera razón... ni de que no la tuviera.
Al día siguiente Phillip no había vuelto todavía de Saint Heath's Row y Victoria no pudo soportarlo más. Llamó al carruaje para que la llevara a casa de tía Eustacia.
Su tía la miró una sola vez y comprendió.
—Él lo sabe.
Victoria se dejó caer en la silla, enojada al ver que le temblaban las manos y de que las lágrimas amenazaban con asomarle por los ojos. Asintió con la cabeza.
—Me ha prohibido que continúe cazando.
Eustacia esperó. Conocía el poder del silencio. El tictac del reloj marcaba los minutos y diluía las esperanzas que había depositado en Victoria.
—Le dije que no podía mantenerme al margen y dejar que la gente muriera.
Eustacia asintió con la cabeza. Eso estaba bien.
—Se enfadó y se marchó. No ha vuelto a casa desde que nos peleamos, ayer por la mañana.
—¿Te vio en ese club? —Max le había contado lo del ataque en Bridge & Stokes mientras ella le curaba las heridas. Lo había hecho en un intento de evitar que ella le riñera por no haberse curado las heridas; ella se dio cuenta y le dejó que creyera que se salía con la suya. Entonces, cuando hubo terminado de hablar, ella le castigó duramente. Incluso los venators tenían que curarse las heridas, le recordó.
—Sí, me reconoció. Le conté la verdad; no podía esconderlo más, tía. No podía continuar con la mentira, ni mucho menos seguir suministrándole salvi.
—Claro que no podías, cara. El engaño no es propio de tu carácter. Ya me había dado cuenta de que cabía la posibilidad de que se lo contaras algún día. No esperaba que fuera tan pronto, y en medio de estos momentos difíciles...
—¿Qué quieres decir?
—Tú y Max habéis tenido que enfrentaros a dos ataques en estas tres últimas noches; quizá haya habido otro anoche del que no nos hemos enterado. Lilith está reuniendo a su ejército. Está preparada para realizar el ataque contra ti como venganza por haberla vencido. Quiere recuperar el Libro y ha elaborado algún plan para conseguirlo. —Se masajeó los nudillos de la mano izquierda, donde la artritis la hacía sufrir—. Max no está en condiciones de estar por ahí, pero desde ayer está en El Cáliz de Plata para ver si se entera de qué está sucediendo. —Max sospechaba que Rockley había reconocido a Victoria y pensaba que ellos dos debían de estar peleándose, así que se había negado a que Eustacia involucrara a Victoria en ello y había insistido en que él se encargaría de ello mientras ella atendía sus asuntos caseros, tal y como lo había calificado con aire cínico.
—Yo sabía que estaba malherido, pero él no me permitió cuidarle.
—Lo sé. Me lo confesó. —Eustacia suspiró. Tenía otras sospechas acerca de los motivos de Max, pero ése no era el momento de airearlas. En lugar de eso, dijo—: No le gusta que le mimen.
—Tía Eustacia, ¿he hecho mal en decírselo a Phillip?
—No sé cómo lo hubieras podido hacer de otra forma; pero creo que eso tendrá consecuencias. Puede que éstas sean algo tan simple como que él intente evitar que te vayas cuando te necesitemos, o pueden ser más serias. Debes insistirle en que no es algo en lo que él se pueda involucrar, por mucho que desee protegerte. No puede hacerlo. Tienes que dejárselo claro; o mándamelo a mí y yo lo haré.
Victoria asintió con la cabeza. Lo haría. Si es que él volvía en algún momento a Saint Heath's Row.
—Ahora, cara, tienes que volver a casa y descansar un poco. Tu esposo te ama; él volverá cuando sea el momento adecuado para él, cuando haya asimilado tu confesión. Y nosotros te necesitamos. Max no puede hacerlo solo.
Victoria asintió con la cabeza... pero, por primera vez, se arrepintió de verdad de haber aceptado el legado. Deseaba haberlo rechazado y tener la mente clara.
Deseaba la ignorancia. Una vida normal.
Capítulo veinticuatro
En el que tres caballeros se reúnen
Al final del segundo día después de que Victoria le contara esa fantástica historia, Phillip se dio cuenta de qué era lo que tenía que hacer.
Por supuesto, ya había visitado Bridge & Stokes y lo había encontrado cerrado por defunción. Y, definitivamente, había corrido la voz sobre los ataques que se habían cometido allí, pero nadie había hablado de vampiros.
Incluso había llegado tan lejos que había conducido su carruaje hasta la casa de Maximilian, el primo de Victoria, con la intención de enfrentarse a él igual que había hecho antes... pero él no estaba en casa, y su mayordomo de piel oscura no había sido capaz de decirle cuándo su señor iba a volver.
Había una cosa que sabía que todavía no podía hacer: todavía no estaba preparado para enfrentarse a Victoria. Así que no volvió a Saint Heath's Row.
En lugar de ello, alquiló un cabriolé para que le llevara a Saint Giles, al lugar hasta donde había seguido a Victoria, al establecimiento conocido como El Cáliz de Plata.
Allí encontraría una respuesta.
Oh, no era un insensato. Quizá estaba atontado; quizá era torpe y estaba descolocado por el dolor... pero no era un insensato. Se preparó: llevaba un crucifijo bajo el abrigo, se había llenado los bolsillos de cabezas de ajos e incluso había encontrado una cosa que se podía utilizar a modo de estaca: un bastón de paseo roto en el guardarropa de White's.
Phillip no creía en los vampiros, y aunque no había perdido el tiempo leyendo esa ridícula novela de Polidori, sabía lo que la tradición popular decía de cómo protegerse de los no muertos.
Pero también se metió en el bolsillo una pistola.
Max entró a El Cáliz de Plata por tercera noche seguida y sabía que algo malo iba a suceder.
Ya era hora de que sucediera: hacía tres días que esperaba que eso explotara. Desde esa primera batida en Vauxhall, que fue seguida por la de Bridge & Stokes, sabía que todo eso conduciría a alguna cosa.
A Lilith se le estaba agotando la paciencia.
Lo que no se esperaba, lo que no hubiera podido imaginar, era que se encontraría al marqués de Rockley sentado, en actitud amigable, con Sebastian Vioget en una de las mesas.
Antes de que se preguntara nada acerca de ello, Vioget levantó la vista y le vio de pie en la entrada. Le sonrió ligerísimamente y le dirigió un saludo con la cabeza.
Max se dirigió hacia ellos. Por muy astuta que Lilith fuera, eso no podía ser parte de su plan.
—Buenas noches, Rockley —dijo Max al llegar a la mesa.
—Pesaro. ¿Por qué no me sorprende verle aquí? —Fiel a sus palabras, no había ningún tono de sorpresa en su voz.
—Es posible, pero soy yo quien está en desventaja. Pensaba que después de su última visita aquí, habría usted aprendido algo. Básicamente, que hay lugares donde uno no es bien recibido. .. y donde no está a salvo.
—Vioget me ha asegurado que no es ése el caso, que no hay nada que temer mientras esté en su establecimiento. Victoria me lo ha contado todo.
—¿Ah, sí? Pero usted no la cree, así que ha venido aquí para averiguarlo por sí mismo. Insensato. Si yo no hubiera venido, usted habría estado a merced del capricho de este hombre. —Así que ella se lo había contado. Max recorrió con la mirada al marqués: ojos como adormecidos, el cabello perfecto, la ropa ajustada y hecha a medida. Ese hombre había entrado en esa guarida de no muertos, sin creer, y en absoluto preparado para enfrentarse al resultado de sus actos.
Era hombre muerto si Max no intervenía. Otra vez.
—Si usted no hubiera venido, nosotros hubiéramos continuado nuestra conversación con sumo placer —replicó Vioget con frialdad—. Ahora, si nos permites, Maximilian...
Pero no hubo terminado de hablar cuando un ruido desagradable atrajo la atención de ambos. Se dio la vuelta y Sebastian se puso en pie.
Imperiales. Eran cinco, más de los que Max había visto juntos a la vez. Se encontraban al pie de las escaleras, con las espadas desenfundadas, y los ojos, de un violeta rojizo, les brillaban. Solamente uno de ellos sonreía y sus colmillos destellaron.
Max se dio cuenta de que Rockley contenía la respiración. Demasiado tarde, pobre idiota.
La habitación había quedado en silencio y la tensión latía como un corazón moribundo.
—Buenas noches y bienvenidos a El Cáliz de Plata. —Max no podía dejar de admirar a Vioget; su tono de voz sonó suave e impasible como si acabara de dar la bienvenida a una señorita que acudía a tomar el té. Pero Max sabía que los cinco imperiales no estaban allí para tomar el té, ni para tomar ningún tipo de líquido. Ni siquiera el más fresco de todos.
Lilith los había enviado.
El líder de los imperiales dio tres pasos. Unos no muertos que se encontraban en una mesa cercana se alejaron encogidos. Se sabía que los imperiales, cuando se enojaban, eran caníbales.
—Sebastian Vioget, nos han enviado para acompañarte hasta nuestra señora.
—Por favor, comunicadle mis disculpas. Como podéis ver, esta noche tengo otro compromiso.
Max se dio cuenta de que Vioget se había desplazado hasta la pared de ladrillo que se encontraba detrás de Rockley. Fingiendo que se colocaba bien el abrigo, Max se desplazó hacia la izquierda de Rockley y se colocó de tal forma que éste quedó entre él y Sebastian, a unos centímetros de la salida escondida. Max no estaba dispuesto a permitir que Vioget se fuera por allí sin ellos dos.
No por primera vez, se preguntó por qué tenía que cargar con la obligación de cuidar a un marqués... otra vez.
—Eres divertido, Vioget. Bueno, puedes hacer que esto sea sencillo... o puedes hacerlo difícil. —El gesto con que el imperial se acarició el labio inferior con el colmillo izquierdo indicaba que prefería, en mucho, la vía difícil.
Max tocó a Rockley en el hombro y notó la tensión.
—Prepárese —le dijo en voz baja, sin mover los labios—. Detrás de usted.
Pero no tuvieron oportunidad.
De repente, la habitación se convirtió en un remolino de movimientos: una mesa voló, las espadas centellearon, las sillas se astillaron, se oyeron gritos, chillidos y el crujir de huesos contra huesos.
Max agarró a Rockley, lo empujó bajo la mesa y se metió debajo, tras él. Había que olvidarse de la puerta escondida; intentarían escurrirse hasta fuera siguiendo las paredes.
Phillip, que se había dado cuenta de que era incapaz de moverse, supo, de repente, que la única oportunidad que tenía de salir con vida era seguir al primo de Victoria por debajo de las mesas. Soltó la pistola que llevaba en el bolsillo: por fin se había dado cuenta de lo que Pesaro y Victoria habían intentado decirle. Demasiado tarde.
Ni las miradas hipnóticas de los clientes del lugar, ni la manera en que parecían querer atraerle y ablandarle habían sido suficientes. No, no fue hasta que esos cinco hombres de ojos ardientes y con armas letales habían entrado en el lugar, que se dio cuenta de que iba a morir.
Iba a morir y entre su mujer y él había acusaciones y enojos pendientes.
Phillip supo de forma instintiva que el crucifijo que llevaba en el bolsillo era una protección muy pobre ante esas cinco criaturas, así que se arrastró por el suelo detrás de Max y depositó la única esperanza de supervivencia en ese hombre que parecía saber qué hacer. Los trozos de cristal y las astillas de madera le desgarraban los finos pantalones de montar y se le clavaban en las manos. Un líquido oscuro y denso le cayó sobre la cabeza y los hombros desde la mesa que tenía encima. El olor a óxido le inundó la nariz. Oyó un estruendo a sus espaldas e inmediatamente olió el aceite de las lámparas y el sofocante humo de un fuego.
Él y Pesaro llegaron milagrosamente a la curva de la pared que terminaba al pie de las escaleras que conducían a ese lugar al cual siempre recordaría como el infierno. Avanzaron lentamente siguiendo la pared seguidos por gritos y los ruidos de lucha, protegidos por un denso humo, y cuando llegaron al pie de las escaleras Phillip deseó gritar de alegría.
Phillip se puso en pie y vio que su guía se detenía ante las escaleras y miraba hacia atrás. Él pasó por delante de Max, sabiendo que no había forma de ayudar a Vioget, ni a nadie que se pusiera delante de esos cinco monstruos.
Pero al llegar arriba, a la libertad, se encontró ante dos criaturas más. Sus ojos eran rojos, y no llevaban espadas. Uno de ellos era una mujer. A pesar de lo poco familiarizado que Phillip estaba con esos demonios, se dio cuenta de que eran vampiros por la manera en que ella le atrapó con la mirada, haciéndole luchar inútilmente por moverse.
—Qué encantador —dijo ella en voz ronca—. Justo lo que necesitaba. Y yo que creía que me iba a perder la diversión al quedarme aquí arriba.
Él no podía luchar contra eso: sus ojos le habían atrapado. Le sujetaban y le transportaban sin esfuerzo lejos, lejos, a alguna parte. Se debatió, no podía librarse de ellos... ella le sujetaba de cerca y él sintió como si el corazón de ella latiera dentro de su cuerpo, como si estuviera envuelto con un hilo que se tensara a cada movimiento suyo.
Ella lo empujó dentro de algo y cayó encima de una cosa acolchada. Se debatió para salir de allí. Estaba dentro de un carruaje y pudo mirar por la ventanilla: habían capturado a Max y le estaban arrastrando hacia el carruaje. Pero ella tiró de él, apartándole de la ventanilla.
—Bueno, encanto —dijo, mirándole a los ojos. Él no pudo evitarlo: le seducía como nunca nada lo había hecho. Notó vagamente que a su lado caía un fardo pesado y ese movimiento interrumpió esa conexión durante, solamente, un breve instante.
—Encanto —dijo otra vez mientras le pasaba los fuertes dedos por el cabello, como una amante. Como los dedos de Victoria. Luego le sujetó del cabello, le hizo echar la cabeza hacia atrás y él gritó de la sorpresa. Ella se inclinó hacia él y Phillip sintió sus labios calientes y fríos al mismo tiempo. Le rozaron la curva del cuello, esa parte tierna que ahora estaba desnuda y expuesta.
Él se debatió, pero ella se apartó un momento y le inmovilizó con la mirada.
—No te dolerá, encanto... encanto. —Le lamió la cara, tomó los labios con los suyos e introdujo la lengua entre ellos, ahogándole y al mismo tiempo dándole placer. Cuando ella se apartó, Phillip notó el sabor de la sangre... y ella se estaba lamiendo los labios. Él deseó lamérselos también.
Alguien, dentro del carruaje, a su lado, se debatía también. Phillip se sobresaltó, y la hembra vampiro siseó:
—Someted al venator. Pero contrólate. La señora te arrancará el corazón si te alimentas de él.
Entonces volvió a dirigir la atención hacia Phillip, le sonrió, atrayéndole con la mirada.
—¿Y cómo te llamas, encanto? Eres demasiado hermoso para no tener nombre. Quizá me quede contigo.
Él no quiso responder; no quiso responder... pero no tenía opción. Esos ojos rojos, perfilados de negro, con esa pupila negra, le obligaban a responder.
—Phillip... —consiguió decir—. Rockley...
La vampiro le miró con los ojos desorbitados por la sorpresa y perdió el control. Le clavó las uñas en el cráneo y en el brazo, por donde le estaba sujetando.
—¿Tú eres Rockley? ¿El esposo de Victoria?
Phillip oyó un vago y desesperado «no», pero el gruñido de Max no consiguió evitar que él respondiera:
—Sí.
La vampiro sonrió y le miró. Tenía unos colmillos largos y bonitos. El deseó sentirlos en su piel, dentro de su piel. Se sentía la polla latir de deseo. Inhaló con fuerza y ella se inclinó hacia él. Jugó con él unos momentos: le rozó y le mordisqueó con los labios, con la lengua, con los colmillos.
—Eso cambia las cosas —murmuró, y le clavó los colmillos en la oreja.
Él gimió al notar que el placer y el dolor le atravesaban al mismo tiempo... no se parecía a nada que hubiera sentido antes. Notó que un líquido caliente le caía sobre el cuello y lo olió. Lo olió en el aliento de ella cuando ella volvió a concentrarse en sus labios. Él también deseaba sentirlo en el aliento.
—Ahora no tendré que matarte. —Inhaló lentamente y exhaló lentamente, delicadamente, inyectándole el cálido aliento en la carne y en la sangre mientras le clavaba los dientes en el hombro.
Capítulo veinticinco
El marqués, el venator y el posadero desaparecen
Cuando recibió el mensaje, Victoria acababa de llegar a Saint Heath's Row después de una cena en Grantworth House.
Su madre había insistido en que le explicara por qué su nuevo esposo no la había acompañado, y todavía le había resultado más difícil librarse del trato social de después de la cena... pero había argüido agotamiento. Era evidente que las ojeras oscuras que mostraba habían sido suficientes para convencer a su madre de que no estaba en disposición de retirarse tarde. Y si lady Melly había creído que el motivo era un inminente y feliz suceso, bueno, Victoria no se había sentido con ánimo de contradecirla.
Así fue que justo había empezado a quitarse las agujas del pelo cuando llegó el mensajero con la nota.
Victoria no reconoció la letra, pero el sello era de oro y mostraba una gruesa «V» rodeada de un enrejado y unos cálices. Solamente podía ser de una persona, así que la abrió.
Estoy en posesión de una cosa que tiene un evidente valor para ti, a pesar de que tu actitud en el coche me hizo creer que era de otra forma. Estará a salvo hasta que llegues. Tienes mi palabra.
S.
¿Su palabra?
Tiró la nota sobre el tocador y llamó a Verbena para que la ayudara a cambiarse de ropa. Una visita a El Cáliz de Plata requería ciertos preparativos.
Pero cuando llegó a El Cáliz, o a lo que había sido El Cáliz, quedó claro que nada hubiera podido prepararla para la escena con que se encontró.
Eran las tres de la mañana, momento en que el local debería haber estado abarrotado de clientes entrando y saliendo, pero todo estaba en silencio. Un olor acre a madera quemada, a sangre y a miedo la asaltó en cuanto empezó a bajar las escaleras apresuradamente.
El local era un caos. Mesas, vasos, sillas, botellas... incluso cuerpos, el piano... todo estaba esparcido por el suelo. La mitad de todo eso estaba quemado y el lugar olía a cenizas y a aceite.
Victoria se adentró en el recinto con la esperanza de encontrar algo... algo que le dijera qué había sucedido.
De repente recordó que se suponía que Max tenía que estar allí.
¿Se habría visto atrapado en eso? ¿Estaría muerto?
¿Y Phillip? Sebastian había prometido que estaría a salvo...
Una sensación de frío le llenó el cuerpo: un helor profundo, penetrante y definitivo.
Max. Phillip. Sebastian.
Los tres habían estado allí.
Max abrió los ojos.
La habitación estaba cálida y a oscuras: la única iluminación que había era la de unas llamas que crepitaban ante una larga pared. Al principio pensó que estaba en el infierno... pero entonces se dio cuenta de que no era tan afortunado.
—Maximilian. —Intentó no oír la voz de ella... pero estaba demasiado agotado. La fuerza le había abandonado y tenía poca capacidad de resistencia. Especialmente frente a ella.
—Mírame, Maximilian —canturreó ella, y esas palabras le acariciaron como una mano suave.
El cerró los ojos.
—¿Por qué te apartas? Sabes que no puedes negarte.
Él estaba tumbado en el suelo, y se levantó. No tenía las manos atadas, pero ella no necesitaba atárselas: él estaba indefenso en demasiados aspectos ante su presencia.
—Hace mucho tiempo que no has venido a verme, Maximilian.
La forma en que ella pronunció su nombre le hizo sentir como si miles de ciempiés le recorrieran la piel... y esa palabra, su nombre, quedó suspendida en el aire, como una cadena que les uniera.
—No he venido a verte, Lilith. —Tuvo que utilizar todas sus fuerzas para emitir esa frase en un tono suave y relajado. Para pronunciar el nombre de ella ante su cara.
La risa de ella, grave como una exhalación, le envolvió por completo.
—Siempre has necesitado cierta persuasión. Ven aquí, Maximilian. Ven a mí.
Él se puso en pie y obligó a sus piernas a seguir su voluntad, no la de ella: se apoyó contra la pared y se llevó una mano hasta el vis bulla que tenía en el pezón izquierdo. Gracias a Dios que ni siquiera ella podía tocar eso.
Sintió una ola de poder que le fluía por el cuerpo y se concentró en eso para extraer la fuerza de la plata sagrada que llevaba en el cuerpo.
Entonces se dio la vuelta, contra la pared, para mirarla.
Ella estaba recostada en un diván largo y blanco. Sus ojos —con los que él sólo pudo enfrentarse un momento— eran almendrados, de largas pestañas y profundos... rodeados de un color rojizo.
—Ah, ahora eres más tú, ¿verdad, Maximilian? Te prefiero en tu estado alfa que en ese estado de debilidad en que mis sirvientes te dejaron aquí ayer por la noche.
—¿Ayer por la noche?
Ella asintió con la cabeza una sola vez, en un gesto majestuoso.
—¿Rockley está muerto?
—¿Rockley? Oh, no... no, querido. Tengo pensada otra cosa para él.
Max cerró los ojos. Si ese hombre hubiera tenido la boca cerrada y no le hubiera dicho su nombre a la vampiro, ahora estaría muerto. Y a salvo.
No le hubieran relacionado con Victoria.
—Bueno, Max, querido, hace demasiado tiempo. Tienes que venir a mí. —La límpida llamada de su voz le atraía y las manos y los pies empezaron a temblarle por el esfuerzo de mantenerlos quietos, bajo control.
El sudor se le acumuló en la base del cuello y se le coló bajo la camisa. Las cicatrices del cuello le quemaban y le latían, respondiendo a su llamada.
Notó que ella se movía. Él tenía los ojos cerrados, concentrándose, pero notó que ella se dirigía hacia él. Se armó de valor, notó la pared bajo las manos y contra la mejilla e intentó aferrarse a ella. Era demasiado lisa.
Ella, alta como un hombre, le echó el aliento en la espalda. Su presencia le sobrepasaba, le asfixiaba y le dominaba... y todavía no le había tocado. Ella levantó una mano y él notó el movimiento del aire. Le tocó el pelo. Se lo acarició, se lo alisó mientras inhalaba lentamente... y exhaló.
Le hizo ladear la cabeza a un lado, con suavidad. Él se dejó hacer.
Ella se acercó más y ahora él notó sus pechos y la curva del pubis contra la espalda y el trasero. Max introdujo la mano entre su cuerpo y la pared, tocó el vis bulla, y respiró.
Su cuello estaba expuesto ante ella. Ella era alta, lo suficiente para llevar sus labios, uno caliente y otro frío, hasta ese punto. Cuando le tocó, él sintió un escalofrío y cerró los ojos. Esperó.
Ella jugó con él. Se rió con los labios rozándole la piel, respiró su sudor, le arañó con un afilado incisivo. El latido del corazón de ella se hizo uno con el de él. Se fundió con él desde detrás. Él notaba la camisa completamente empapada y era incapaz de oír otra cosa que no fuera el pulso de ella.
Ella le pasó las uñas, largas y afiladas, por la espalda y Max notó que le rasgaba la camisa, que cayó al suelo, y cuando ella volvió a apretarse contra él, contra su espalda desnuda, él deseó dejarse ir. Dejar de luchar.
El olor de la sangre de los arañazos en la espalda le llenó el olfato... Ella llevó los labios hasta su hombro, hasta el punto en que empezaban los cortes y donde eran más profundos, y Max sintió la humedad de su lengua.
Ella suspiró y sus labios, en contacto con la piel de él, esbozaron una sonrisa de placer.
—Maximilian... tu sabor no se parece al de nadie.
Él reunió todas sus fuerzas.
—No me parece que eso sea un halago.
Ella le chupó el hombro con fuerza, riéndose, encantada.
—Pruébala. —Echó la cabeza hacia atrás, en un ángulo imposible, y le cubrió los labios con los suyos, ensangrentados.
El la probó, notó el denso aroma metálico y la lengua fría y resbaladiza de ella. Recibió el beso y deseó más. Maldición. Deseaba más.
Ella deslizó las manos por debajo de sus brazos, por encima de su vientre. Los cerró sobre el centro de su pecho y tiró del vello que crecía en él. El arqueó la espalda, sacó el pecho y echó la cabeza hacia atrás siguiendo las indicaciones de las manos de ella. Ella las separó, le acarició los pezones y las llevó hacia ambos costados de su cuerpo. Entonces se sobresaltó y las apartó, riéndose.
—Eso es otra de las cosas que tienes, Maximilian... eres el único que me da placer y dolor, a la vez. —Entonces se apartó. Dio un paso hacia atrás y él notó la frialdad de su ausencia contra su piel desnuda.
Inhaló con fuerza y apoyó la cabeza contra la pared. En el momento en que ella había rozado el vis bulla, el dolor que ella había sentido le había dado una renovada fuerza que necesitaba. Había sido igual que todas las veces anteriores... ella ansiaba esa combinación de placer y de latigazos inesperados de dolor que sentía cuando se acercaba al sagrado crucifijo de plata. También le gustaba el poder que le confería a él, la fuerza añadida que le permitía luchar contra ella cuando ella le tocaba.
Porque sabía que siempre ganaría.
Max se dio cuenta de que ella hablaba con alguien y se dio la vuelta a tiempo de ver la brillante sonrisa blanca de Lilith.
—Me temo que tendrás que esperar un poco más, querido Maximilian. Mi invitada ha llegado y la están acompañando hasta aquí.
Max se apartó de la pared y sintió que el embotamiento y el éxtasis desaparecían. Las cosas habían pasado de ser malas a ser inimaginables. Esa invitada solamente podía ser Victoria.
Capítulo veintiséis
La marquesa es recibida
Victoria se cambió la pesada cartera de hombro y sujetó el pesado bulto contra la cadera mientras seguía a los dos imperiales dentro de una habitación grande. Necesitó parpadear para que la vista se le acostumbrara a la oscuridad de esa habitación después del sol de la mañana.
Los imperiales, ataviados de negro de la cabeza a los pies, habían conducido a Victoria desde el lugar de encuentro que Lilith les había indicado hasta la cavernosa habitación de esa casa en ruinas que se encontraba a quince kilómetros de Londres. Kritanu y Briyani, que la habían acompañado, habían recibido la orden de permanecer en el carruaje, pero Victoria sabía que iban a desobedecer esa orden en cuanto los vampiros se la hubieran llevado dentro.
Las ventanas habían sido pintadas de color negro y estaban tapadas con tablones para evitar que la peligrosa luz del sol se colara dentro de la casa. El aire frío y húmedo de ese oscuro interior le enfrió la piel, pero en cuanto giraron por una esquina y entraron en lo que parecía ser una sala de visitas, se encontró con dos fuegos en dos chimeneas, una en cada esquina.
La luz del sol quemaba a los no muertos, pero el fuego no. Un vampiro podía caminar sobre las ascuas y no recibir ninguna quemadura.
En uno de los extremos de la habitación había una tarima baja que le hizo pensar en una habitación del trono, o en un gran salón de un castillo medieval. De hecho, esa habitación de altas ventanas y de techo abovedado y pintado de negro probablemente había sido el salón en otro tiempo. Allí había vampiros de todo tipo, quizá una docena de cada clase: no muertos normales, guardianes y varios imperiales. A un lado de la tarima había un enorme plato plano con un crepitante fuego que iluminaba a una mujer sentada en una silla grande en el centro de la misma.
Lilith, por supuesto.
Victoria miró a la reina de los vampiros a los ojos azules rojizos solamente un breve momento, tal y como tía Eustacia le había advertido que hiciera, y luego desvió la atención hacia el resto de su figura. Esbelta, descarnada, tenía la piel de un tono blanquecino y azulado tal y como Victoria esperaba... pero el cabello, largo, que le caía por encima de los hombros hasta los pechos, era de un brillante color cobrizo que quemaba los ojos de tan fuerte.
Debía de ser mayor que Victoria cuando se convirtió en una no muerta; su edad inmortal se acercaba a los treinta años. No era guapa, pero sí horriblemente elegante. Tenía los párpados tan finos y fríos que eran de un color púrpura, y los pómulos le sobresalían y le dibujaban dos hendiduras del mismo tono en las mejillas.
Esbozó una sonrisa de bienvenida con unos labios llenos, sensuales, de un tono gris azulado. Las manos, que tenía juntas sobre el regazo, mostraban unas largas uñas afiladas. Desde lo alto del pómulo hasta la base de la mandíbula tenía cinco marcas oscuras que dibujaban una media luna y que eran visibles incluso a la distancia en que se encontraba Victoria.
Lilith la Oscura no era tan oscura, más bien desprendía un fuego frío, tenía un aspecto etéreo. Su piel era clara y tenía las muñecas delgadas; un cuello sinuoso y largo y unas piernas también largas que cruzaba con elegancia.
—Victoria Gardella, cuánto me alegro de que estés con nosotros.
—¿Dónde está mi esposo? —Su voz sonó fuerte y segura.
—¿Dónde están tus modales, marquesa?
—Estoy aquí para realizar un intercambio, no para tomar el té.
—Bueno, entonces vamos a ello. Has interrumpido un momento placentero.
Victoria siguió con la mirada hacia donde señalaba Lilith y se quedó sin respiración: Max. Ése era Max.
Estaba a un lado de la tarima y había permanecido en las sombras hasta que el gesto de Lilith había hecho que alguien lo empujara hacia delante. La camisa le colgaba hecha jirones desde la cintura, y tenía los brazos inertes a ambos costados del cuerpo. La sangre le manaba de los hombros y tenía el torso cubierto de vello oscuro, cicatrices y sudor. Victoria vio el brillo de la plata que llevaba en el pezón. Aguantó la respiración y él levantó la mirada hacia ella: sus ojos eran fríos e inexpresivos.
Nerviosa y aterrorizada de repente, Victoria volvió a dirigir la atención hacia Lilith, que la había estado observando con interés.
—Dos venators como invitados al mismo tiempo. Nunca he sido tan afortunada.
—Bueno, ¿dónde está mi marido?
Entonces le oyó.
—¡Victoria!
Ella se dio la vuelta inmediatamente y vio que le habían llevado hasta la habitación, encadenado —¡como si el pobre Phillip pudiera hacerles algún daño a las criaturas que había en esa habitación!— pero vivo. Y caminaba por su propio pie.
Victoria volvió a darse la vuelta hacia Lilith.
—No hace falta que esté encadenado. Suéltale y hablaremos de nuestro intercambio.
—¿Hablar? No hay nada de qué hablar. Si deseas recuperar a tu esposo, tendrás que darme El Libro de Antwartha.
Victoria le sonrió. Wayren se encontraba en casa de tía Eustacia cuando llegó el mensaje de Lilith.
—Te daré el Libro cuando hayas satisfecho mis exigencias. El hechizo de protección ha cambiado y el Libro tiene que ser dado por propia voluntad o no te servirá de nada. No puedes quitármelo, porque se convertiría en cenizas.
Lilith le devolvió la sonrisa y a Victoria no le gustó la expresión con que la acompañó.
—Ah, una negociadora formidable, y una buena planificadora. No hubiera esperado menos de alguien con la misma sangre que Eustacia. —Hizo un gesto con la mano y uno de los guardianes que sujetaban a Phillip dejó caer las cadenas que le sujetaban las muñecas—. Por supuesto, eso significa que de verdad has cambiado el hechizo y que no es un engaño.
—¿Está también aquí Sebastian Vioget?
Lilith arqueó las cejas de un color cobrizo y anaranjado.
—No. Mandé a buscarle, pero a él no le pareció adecuado acceder a mi invitación. —Entrecerró los ojos—. Sospecho que él fue el responsable de que tú pudieras obtener El Libro de Antxvartha con tanta facilidad.
Victoria no creía que los sucesos de esa noche pudieran calificarse como fáciles, pero no dijo nada.
—Él te dijo cómo conseguir el Libro, ¿verdad?
—¿Crees que soy tan tonta como para creer a un hombre como Sebastian Vioget?
Lilith se recostó en el respaldo de la silla y rió, encantada. Su risa era como el humo: delicada, penetrante y sofocante.
—Ah, he echado de menos el intercambio de ingenio con una mujer. Tu tía también fue una contrincante formidable en sus tiempos. En cuanto a él —dijo, mirando a Max—, él es un hombre y tiene ciertas debilidades que son un placer explotar.
De nuevo, dirigió la atención hacia Victoria con expresión pensativa.
Victoria se dio cuenta de que tenía que mantener el control de la conversación y se le pusieron los pelos de punta. Ahora tenía que poner a salvo tanto a Phillip como a Max.
—Tengo el Libro aquí, Lilith, pero mis condiciones son distintas de las que tú has propuesto en tu mensaje.
—Por supuesto. Eso no me sorprende. —Lilith hizo un ligero gesto y Max se desplazó hacia delante como si hubiera perdido su propia voluntad. Ella le sujetó por la muñeca, que casi no podía abarcar con la mano, y le obligó a arrodillarse delante de ella en el extremo más alejado del fuego—. Déjame adivinar. Quieres asegurarte de que el venator esté a salvo también.
Victoria asintió con la cabeza.
En ese momento, el color de ojos de Lilith cambió. No, no fue el color: éste continuó siendo de un azul zafiro, perfilado por un potente color rojo. Fue algo en la profundidad de los mismos. El aire se movió.
—¿Qué es lo que deseas de verdad, Victoria Gardella? —La voz de Lilith procedía de muy lejos, pero la oía en el oído, como si solamente pudiera oírla ella. Los labios de Victoria no se movieron. No parpadeó—. ¿A tu esposo?
Phillip se colocó a su lado, como un títere que apareciera en su turno, y Victoria le tocó el brazo. Estaba frío, helado. Victoria deseó atraerle hacia ella y protegerle. Chocaron el uno contra el otro y, entre la neblina en que Lilith acababa de sumirles, Victoria notó que él tenía algo muy pesado en el bolsillo.
Victoria cerró los ojos y se apretó los párpados con la mano para romper la conexión con Lilith. Sintió que un temblor le recorría el cuerpo en el momento en que Lilith se resistía, pero luego se rindió. Por un momento. No debía volver a mirarla... pero era imposible no hacerlo, puesto que esos ojos parecían capaces de atraer su mirada a voluntad.
—¿Por qué deseas tanto el Libro? —le preguntó Victoria mientras introducía la mano en el bolsillo de Phillip y tomaba la pistola.
—Contiene muchos secretos —le dijo Lilith en tono despreocupado. Acarició el pelo oscuro de Max, le agarró unos mechones y tiró hasta que él se puso en pie—. Estoy especialmente interesada en un hechizo que me permitirá reunir a un ejército de demonios en una noche de luna llena. Y además contiene una pócima que puedo beber y ofrecer a mis sirvientes para que un venator no pueda detectar nuestra presencia. Eso será muy útil, tal y como debes de haberte dado cuenta.
Sin previo aviso, echó la cabeza de Max a un lado y le clavó los dientes en la carne.
Victoria miró horrorizada cómo bebía de sus venas, cómo esos dientes como agujas se clavaban como en la mantequilla. Max cerró los ojos. Victoria se dio cuenta de que se esforzaba por respirar, observó el movimiento de su pecho, el temblor del vis bulla de plata por el esfuerzo. Cerró ambos puños y su cuerpo se convulsionó.
A su lado, Phillip se removió, inquieto. Su respiración se hizo más profunda y difícil, y tenía los ojos clavados en la escena que sucedía ante él. Victoria le miró, vio el brillo fiero de su mirada y se dio cuenta de que abría la boca de forma inconsciente. El horror la atenazó antes de ver el brillo de los colmillos... el brillo rojo en sus ojos.
—¡No! —chilló.
Lilith soltó a Max y éste se desplomó en el suelo. Ella sonrió con dientes blancos y brillantes. Se había alimentado con elegancia: no se había vertido ni una sola gota.
Phillip había caído de rodillas, con la respiración entrecortada, al lado de Victoria. Tenía una mirada salvaje en los ojos, de un tono rojizo, porque era un recién no muerto y el deseo le quemaba dentro. Victoria lo olía y sintió que se mareaba. Se le retorció el estómago y la cabeza le daba vueltas.
Aferró la cartera y se obligó a que las manos dejaran de temblarle.
—¿No te gusta mi pequeña sorpresa? Siento mucho no haberle permitido que terminara de alimentarse antes de que tú llegaras. Solamente le permití probar un poco para que ganara apetito. Él disfrutará de ti cuando le dé la orden. —Hizo un gesto hacia Phillip—. ¡Levántate! Tendrás lo que necesitas cuando llegue el momento.
Phillip obedeció y se puso en pie al lado de Victoria: le pasó una mano por el brazo y ella se dio cuenta de cuáles eran las intenciones de Lilith.
—Bueno, vamos a hablar, querida. Aunque creo que no hay mucha necesidad de ello puesto que, como ves, yo tengo todas las cartas.
—Todavía tengo el Libro. —Aunque de qué le servía eso, Victoria no lo sabía. Phillip. ¿Qué le había hecho? Al casarse con él, al sucumbir a sus necesidades egoístas... le había llevado a esa situación.
El dolor la atenazó. Él se había ido, y ella no podía hacerle volver. Estaba condenado. Maligno. Inmortal.
—Sí, pero el Libro te va a ser de mayor utilidad si me lo das que si te lo quedas.
Victoria se esforzó en apartar la atención de la conmoción y el horror que le había provocado su marido para concentrarse en Lilith
—¿Qué quieres decir?
—Con el Libro, puedo darte lo que deseas, Victoria. —Lilith bajó los párpados y le clavó los ojos con clara intención. Un brillo rojo emanaba desde los iris azules—. Puedo devolverte a tu esposo. Entero. Puro. Mortal, porque todavía no se ha alimentado de un ser mortal.
—¿Cómo?
Lilith se levantó por primera vez y descendió un escalón. Juntó las manos en actitud sincera ante el vientre y descendió los escalones arrastrando la cola del largo vestido.
—Está en el Libro.
—¿Por qué tendría que creerte? —A Victoria la mente le trabajaba frenéticamente. ¡Podía salvar a Phillip! Eso merecía la pena, salvar una vida. Darle el Libro.
—Porque no tienes otra opción. ¿Y por qué iba a mentirte? Tengo ventaja sobre ti. No necesito hacer nada por ti.
—¿Y por qué lo haces?
Entonces Lilith se colocó frente a ella. Victoria mantuvo la mirada por encima del hombro de ella, pero la proximidad de la reina de los vampiros le aceleró el pulso, le cortó la respiración y la desposeyó de ella. Notaba a Phillip a su lado, luchando por controlarse.
—Porque, querida, puedo darte otra cosa que también me beneficiará a mí.
Olía a rosas. A rosas hermosas, frescas y húmedas de rocío. La imagen del mal, de la rapacidad, olía como una flor de verano. La máxima expresión de la feminidad. Olía como la madre de Victoria.
Victoria sintió arcadas. Pero dijo:
—Te lo suplico, no me tengas en suspenso.
—Puedo liberarte de tu juramento. Puedo convertirte en una persona, que dejes de ser una venator. Puedo liberarte. A ti y a tu marido.
El corazón le latía enloquecido. Las manos se le humedecieron. Victoria cerró los ojos y Lilith continuó hablando:
—Tu tía no te dijo que había una forma de salir, ¿verdad?
Victoria negó con la cabeza.
—Siempre hay una forma de salir... bueno, casi siempre. —Lilith se rió. El sonido de su risa se le filtró en los oídos hasta el cerebro—. Algunos de nosotros estamos atados para siempre. .. pero tú no, Victoria. Tampoco tu marqués. Tú puedes ser libre, tener una vida normal. ¿No es eso lo que deseas?
—Ah, sí. Voy a ofrecerte mis poderes para que me mates. Ése es un buen trato. —Fue una lucha pronunciar esas palabras, pero consiguió hacerlo con calma por lo menos a sus propios oídos.
Esperaba que la convenciera... esperaba oír los argumentos de Lilith. Rezaba para que eso le ofreciera la libertad de realizar una elección.
—Oh, no. ¿No te lo he dicho? Además de la liberación de tu juramento, también existe un encantamiento que te ofrece a ti y a tu esposo una protección infinita ante los no muertos. Serás libre de vivir como desees... incluso de tener hijos y estar protegidos de todos los vampiros. Si me das el Libro.
Victoria inhaló profundamente. Todo lo que deseaba. Por el precio de un viejo Libro.
Un Libro que contenía hechizos que ayudarían a Lilith a ganar poder. Sería capaz de levantar a los demonios. Sería capaz de ocultarse de los venators.
Victoria tragó saliva con dificultad. El Libro le pesaba en la cartera, igual que la conciencia. Tenía el corazón insensible.
Phillip estaba de pie y respiraba con agitación. Victoria le miró y él la miró como impulsado por una amenaza invisible. El color rojo desapareció de sus ojos y los colmillos se le retrajeron. Parecía el hombre a quien amaba. El hombre con quien había ido al altar y a quien había prometido amor y fidelidad.
El hombre con quien había prometido permanecer unida durante el resto de su vida.
«Deberías haberme dicho esto antes de casarnos, Victoria. Es imperdonable que no lo hicieras.»
Esas últimas palabras que le había dicho permanecían en su memoria como una verdad cruda y brutal.
Ella le había hecho un mal que estaba más allá de lo que él hubiera podido imaginar, le había condenado al infierno una vez su vida inmortal llegara a su fin en manos de alguien como ella... o al infierno en la tierra como criatura maligna viviendo de la sangre de sus víctimas indefensas.
Le amaba y le había conducido a eso.
Podía salvarle... y además podía conseguir lo que deseaba: liberarse de esta vida. Una conciencia tranquila. Una mente ignorante de este mal. La misma ignorancia bendita que su madre tenía ahora.
Y protección contra ellos.
Aislamiento del conocimiento y la realidad de los no muertos.
Se le aceleró el corazón. Sus manos se desplazaron al interior de la cartera. La cubierta de piel del Libro tenía un tacto áspero, el Libro se abrió. Las páginas crujieron bajo sus dedos.
—Dame el Libro. —Lilith se encontraba cerca, de pie, pero no se atrevía a tocarlo hasta que Victoria se lo diera. Por propia voluntad.
Victoria notaba su ansiedad, la lascivia ante ese montón de páginas encuadernadas.
¿Qué estaba intercambiando? Su vida, la vida de Phillip... por un Libro.
Un Libro que contenía... quizá... grandes poderes. Y quizá no.
—Apártate —le dijo Victoria a Lilith. Había tomado una decisión—. Voy a realizar el intercambio.
Capítulo veintisiete
Un trozo de cuerda muy casual
Cuando Lilith se apartó de su lado y dirigió toda su atención y todo su poder hacia Victoria, Max pudo finalmente recuperar el ritmo de la respiración. El cuello le quemaba, pero sabía por experiencia que podía haber sido peor.
Mucho peor.
Sentía la sangre caliente en la piel. Se incorporó con brazos temblorosos y se obligó a ponerse en pie mientras miraba con dureza a un guardián que se atrevió a moverse en su dirección. Nadie podía tocar la propiedad de Lilith, y eso le hacía estar a salvo. Era una forma de hablar.
Rockley se había convertido en un no muerto. Max lo había sospechado, aunque sin estar seguro, al ver la manera en que Rockley miraba a su esposa con una lascivia no disimulada. A una orden de Lilith, se hubiera alimentado de ella hasta matarla... o algo peor. Pero no lo hubiera hecho hasta recibir la orden de su señora. No solamente le habría permitido que se alimentara de ella sino que Lilith lo conservaría para asegurarse su completa devoción.
Max se tocó el vis bulla y cerró los ojos; inhaló el poder y dejó que el mal de Lilith exudara por sus poros. Tenían que encontrar una manera de salir de ese lugar, con el Libro. No había esperanza para Rockley.
Entonces oyó a Victoria:
—Apártate. Voy a realizar el intercambio.
¿Qué?
¿Darle el Libro a Lilith? ¿Deshacer todo aquello por lo que habían trabajado?
¡No!
Empezó a bajar los escalones de la tarima... y las espadas de dos imperiales le detuvieron.
Victoria lo había visto y le miró. Entonces llevó la mirada hacia otro lugar, hacia su costado izquierdo, arriba y abajo, deprisa, hacia la cartera que llevaba colgando cruzada al pecho. Con una mano rebuscaba en la cartera; la otra mano le caía a un costado de los holgados pantalones blancos que llevaba.
Se había vestido para la batalla, por decirlo así. El cabello negro recogido de forma austera detrás, en un moño sobre la nuca, dejaba los ojos, grandes y oscuros, despejados en ese rostro que tenía color de salud... no de muerte. A pesar de que Lilith tenía el cabello de un color brillante, Victoria era quien resplandecía, delante de ella.
Max respiró profundamente. Se concentró. A su izquierda tenía el plato grande con el fuego. Al lado había un montón de leña demasiado gruesa para que se pudiera utilizar como estacas. Pero el fuego mismo...
—Apártate —le dijo Victoria a Lilith y, de repente, Max comprendió por qué. Tenía una pistola en la mano. Eso estaba bien.
Lilith dio un paso hacia atrás, pero no se mostró sorprendida.
—Se la has cogido a tu esposo. No tiene ninguna bala que pueda hacerme daño. Tú eres la única que está en peligro con un arma así. —Entonces giró la cabeza para mirar a Max, todavía cautivo tras las dos espadas cruzadas—. O él. —Arqueó las cejas y le dirigió una sonrisa infernal—. Quizá deseas eliminar a cualquier testigo de tu... cambio de opinión.
Victoria levantó la pistola y apuntó a Max. Hacía mucho tiempo que no se había encontrado en el lado malo del arma, y no había echado de menos ese apuro en absoluto. Los imperiales incluso apartaron las espadas, como para facilitarle el blanco.
—No quiero que mi tía sepa que he roto mi juramento. Max, Phillip y yo, simplemente, desapareceremos.
—No he terminado con él, todavía —replicó Lilith.
—Yo tampoco. —Y Victoria volvió a mirar a Max y, con un gesto afirmativo de cabeza, apuntó con la pistola justo encima de su cabeza y disparó dos veces en una rápida sucesión. El techo abovedado pintado de negro estalló y los trozos de cristal llovieron sobre ellos... la luz del amanecer atravesó la abertura del tejado.
Lilith chilló y se tiró al suelo, rodó y se alejó del generoso círculo de luz que se había formado en el centro del suelo. Phillip, que estaba de pie en el límite de la zona de luz, se apartó de esa zona de peligro.
Max, justo cuando Victoria asintió con la cabeza, les tiró el plato de fuego a los imperiales. A uno de ellos se le incendiaron los pantalones, tiró la espada al suelo y Max la recogió.
Entonces se dio la vuelta y le cortó la cabeza al imperial que se estaba quemando. Con otro movimiento de la espada se llevó dos cabezas de dos vampiros que estaban boquiabiertos ante la pared e, inmediatamente, corrió hacia Victoria.
Victoria dudó y miró a su esposo, pero Max ya se precipitaba hacia ella. Saltó y cayó a su lado, en el centro de la habitación. La luz del sol les bañaba a ambos, de pie en la zona de seguridad. El fuego que él había lanzado al suelo prendió en el tapizado de la silla de Lilith y empezó a correr por la alfombra. El humo llenaba la habitación y se elevaba hacia el aire libre de arriba.
Casi todos los vampiros habían avanzado y les estaban rodeando, bloqueándoles dentro del círculo amarillo que tenía, quizá, unos tres metros. Lilith se encontraba a poca distancia de ellos, gritando órdenes y frotándose el cuerpo con las manos como si quisiera hacer desaparecer las quemaduras de la luz del sol. Uno de los guardianes le quitaba una fina capa de piel quemada de la piel y del pecho, dejándole al descubierto la carne rosada.
Max bajó la vista. Se había dado cuenta de que el cálido color amarillo a sus pies se había hecho más tenue: una nube pasaba por encima y pronto taparía el sol. Ese santuario iba a desaparecer.
—Supongo que no has pensado cómo continuar a partir de aquí—le dijo mientras amenazaba con la espada a un no muerto joven que se había atrevido a dar un paso hacia ellos.
—Esperaba que, dado que nos has traído hasta aquí, tú tendrías alguna idea.
El humo se hacía más denso y algunos de los muebles habían empezado a prender. Faltaba poco tiempo para que toda la habitación se viera envuelta por las llamas y las cortinas secas y podridas que colgaban ante las ventanas de color negro ya se encontraban acosadas por unas lenguas naranjas y rojas de fuego.
Max vio que algo procedente del círculo de vampiros se colaba dentro con un movimiento rápido y cuando miró se dio cuenta de que Victoria se debatía en brazos de Phillip. La luz les separaba: ella estaba dentro de la zona de luz del sol y él, desde la seguridad de las sombras, tiraba de ella hacia la oscuridad. Pero tenía una parte del brazo en la luz y en el rostro mostraba una mueca de dolor a causa del sol que le quemaba la piel. Mientras les observaba, Phillip le pasó un brazo por la cintura y la apartó de la luz.
Ella se debatió para soltarse de él. Tenía el rostro empapado de lágrimas y parecía estar diciendo algo una y otra vez... y finalmente, echó la cabeza hacia atrás y le dio un cabezazo a Phillip en la nariz. Él la soltó y Max, calculando el momento, echó la espada hacia atrás preparando el golpe.
Pero antes de que le separara la cabeza del cuerpo al marqués de Rockley, Victoria llegó a la zona de luz tambaleándose y le sujetó el brazo de la espada obligándole a que su golpe cortara la oscuridad y fuera a clavarse en el suelo.
—¡No, Max! —gritó—. ¡No!
—No puedes salvarle, Victoria —le gritó él, furioso y repentinamente asustado. Ella no podía salvarle. ¿Es que no lo comprendía?
—¡No! —gritó Victoria.
—No puedes abandonarme, Victoria —dijo Phillip, acercándose a ella. Su voz era un hueco recuerdo de lo que había sido—. Tú perteneces a esto conmigo. —Atrayente. Tan atrayente, tan dulce y seductor. E inevitable.
En cuanto ella iba a dirigirse hacia él, Max la sujetó por el brazo. La atracción... él lo comprendía. Lo que no comprendía era la fuerza que tenía la llamada de Phillip sobre Victoria, siendo un no muerto tan reciente. Ella era una venator.
—Phillip —sollozó ella, pero tenía la estaca en la mano.
—Ven, Victoria —le dijo su esposo—. Tu amigo puede irse... pero tú debes venir conmigo. Te necesito. Ella me prometió que te tendría.
Entonces Max la oyó, la oyó desplazarse hacia ellos en el círculo de luz. Lilith. Se había recuperado. Notó la atracción, la llamada. Ella le estaba llamando... y esta vez lo hacía con furia. Los juegos habían terminado.
No tenían escapatoria.
Entonces, en el momento en que la luz adquiría un tono más pálido, percibió un movimiento arriba. Levantaron la mirada y vieron una cuerda que caía desde el techo roto. Unos cuantos trozos de cristal cayeron otra vez por el roce de la cuerda contra el canto roto del techo.
—¡Kritanu! —dijo Victoria en voz baja.
Max vio el rostro moreno de su entrenador y luego a Briyani, que se asomaba por el agujero del techo. El momento no habría podido ser más adecuado... verdaderamente estaban haciendo un buen trabajo.
Uno de los vampiros saltó e intentó agarrar la cuerda que colgaba y oscilaba hacia la zona de sombra. La atrapó, pero perdió el equilibrio y cayó, a sus pies, en el charco de luz. Chillando de agonía, intentó apartarse rodando por el suelo sin soltar la cuerda. Max dio un golpe con la espada y los chillidos cesaron. La cuerda colgaba, suelta, otra vez.
—¡Adelante! —gritó Victoria, pasándole la cuerda a Max.
—No voy a dejarte...
—Tengo el Libro —dijo con fiereza—. Y a ti te han mordido. ¡Vete ahora!
Los vampiros empezaban a estrechar el círculo. Los colmillos les brillaban mientras el sol iba desapareciendo tras las nubes. Lilith estaba en el límite de la sombra y la luz, pero no se adelantó. El humo se filtraba por el agujero y se arremolinaba en la esquina superior de la habitación. Las llamas estaban tan cerca que Max notaba el calor. Incluso aunque el sol no se estuviera apagando, el calor de las llamas les apartaría de la zona de seguridad en poco tiempo.
Cuando Lilith se dispuso a alargar la mano para agarrarlo, Victoria levantó la cartera y la sostuvo con el Libro ante ella.
—Un movimiento, Lilith, y tiraré el Libro a las llamas.
Justo entonces, otra cuerda se descolgó. Max la atrapó y la anudó alrededor de la cintura de Victoria con fuerza.
—¡Tirad! —gritó a los de arriba, e inmediatamente se encontró colgando en el aire. Oscilaba a un lado y a otro como un péndulo y, si miraba hacia abajo, veía su propia sombra en el círculo de luz que se hacía cada vez más grande en el círculo amarillo a medida que ascendía.
Victoria sujetaba la cartera y no podía trepar con tanta facilidad, pero Max le había atado el nudo con fuerza y enseguida la elevaron del suelo. En cuanto empezó a ascender, Phillip entró en el círculo de luz y la sujetó por el pie, tirando de ella.
—¡No! —gritó.
Max estaba a medio camino cuando miró hacia abajo y vio que Phillip tiraba de ella. No parecía que Victoria opusiera resistencia; parecía inmovilizada, suspendida en el aire, sin soltar la cartera, que apretaba contra el pecho. Phillip, tirando de ella por el pie, la había apartado de la zona de luz y casi trepaba por sus piernas, añadiendo su peso al fardo que Kritanu se esforzaba por izar.
—¡Victoria! —gritó Max. No podía volver atrás: le estaban izando y no podía descolgarse hacia abajo.
Ella no luchaba, no se resistía.
Phillip agarró el trozo de cuerda que le rodeaba la cintura y tiró. Max, incrédulo, vio que el nudo que él había hecho se soltaba y Victoria caía al suelo, medio a la sombra y medio a la luz.
La cuerda quedó colgando, inútil, desde el techo.
—¡Phillip! —oyó Max que exclamaba Victoria. Ella no se movía, solamente le miraba. Su esposo la miró y luego miró a Lilith, como si le pidiera permiso.
—¡Bajadme! ¡Ahora! —le gritó Max a Kritanu, pero la cuerda continuaba subiendo inexorablemente. El rostro de Kritanu ya no asomaba desde el techo: se había apartado para poder izar el pesado fardo—. ¡Kritanu! —Intentó deshacer el nudo esforzándose en introducir los dedos en la tira de cuerda que le rodeaba la cintura.
Phillip tiró de Victoria hasta que ésta puso los pies en el suelo, fuera de la zona de la luz del sol. La cuerda quedó colgando detrás de ella, oscilando todavía.
—¡No puedes salvarle! —gritó Max sin dejar de intentar deshacerse de la cuerda que le sujetaba para caer al suelo y ayudarla. Pero su propio peso y la fuerza de la gravedad habían apretado el nudo de tal forma que no le era posible aflojarlo. Estaba casi en el techo abovedado y empezaba a notar el humo.
La habitación era tan grande que el humo, que tendría que haberles envuelto y sofocado, se había arremolinado en el techo alto y el fuego era un peligro mayor que el humo.
Lilith movió el brazo en un gesto de permiso. Phillip se abalanzó sobre Victoria y la cabeza de ella se echó hacia atrás como si él se lo hubiera ordenado. Max casi oyó el gruñido de placer de Phillip en el momento en que se inclinaba hacia el cuello expuesto.
—¡El Libro, Lilith! ¡Lo va a destruir! —gritó Max, balanceándose con mayor fuerza a causa de la agitación. Veía que la cortina de fuego se acercaba a los vampiros, pero a éstos no les preocupaba. El fuego no les haría daño. Solamente se lo haría a Victoria.
—¡Detente! —gritó Lilith mientras alargaba el brazo y sujetaba a Phillip.
Phillip se quedó tenso, como si ella le hubiera agarrado por el cuello, y gimió, pero no se movió. Max oyó que respiraba con dificultad y, gracias a Dios, el poder de Lilith había librado a Victoria y ella volvió en sí. Se apartó.
Cayó en el círculo de luz y Phillip no pudo detenerla. Victoria quedó tumbada de espaldas en un círculo de luz más pequeño que hacía unos instantes.
—Si quieres el Libro —dijo en un tono de voz más firme de lo que Max hubiera esperado—, déjame ir. Te lo daré.
Max miró hacia abajo, intentando ver qué era lo que sucedía. Entonces, en el momento en que oscilaba hacia un lado, vio que la cuerda que tenía al lado se tensaba.
—¡Tirad! —gritó hacia arriba—. ¡Está lista! ¡Adelante!
Mientras Victoria se elevaba a través del humo, la oyó gritar:
—El Libro de Antwartha, Lilith. ¡El Libro es tuyo! ¡No vas a tener que buscarlo más!
—¡No! ¡Victoria, no! —gritó Max, pero oyó el golpe seco del Libro al caer al suelo. Y entonces, a través del fino velo del humo, vio el manuscrito en el brillante círculo brillante, esperando a que los vampiros lo tomaran.
Luego ya no pudo ver nada más.
Desde abajo le llegó el grito de una mujer, un grito de dolor y rabia, pero de repente, Max se vio izado desde el humo hacia el aire fresco y agradable de la luz del día.
Se apartó a un lado y, todavía con las cadenas colgando, se dispuso a ayudar a Kritanu y a Briyani a izar a Victoria.
Cuando ésta llegó finalmente al tejado, con el rostro manchado de hollín, él la ayudó a atravesar los cantos de cristal con cuidado, para que no se cortara. Pero eso no le impidió arremeter contra ella.
—¿Le has dado el Libro? —le gritó—. ¡Victoria!
—Lo que queda de él —contestó ella con calma, como si acabara de llegar para tomar el té—. Lo dejé caer y el Libro se ha convertido en cenizas. Ha desaparecido para siempre.
Max dio un paso hacia atrás y plantó los pies con firmeza en el tejado curvado.
—Supongo... —Hizo una pausa, porque si no medía las palabras con cuidado, iba a matarla—. Supongo que lo hiciste conociendo cuál sería el resultado.
—Por supuesto. En cuanto la luz del sol lo ha tocado, se ha deshecho, tal como Wayren predijo. —Se dio la vuelta para seguir a Kritanu y a Briyani que descendían del techo del edificio en llamas, dejando a Max detrás.
Él tenía varias cosas más que decirle, pero tendría que esperar. Aunque ella había intentado ocultarlas, él había visto las lágrimas.
Capítulo veintiocho
En el que Eustacia hace una confesión
Vimos cómo el techo abovedado se rompía —explicó Kritanu cuando estuvieron de vuelta en casa de Eustacia—. Y nos dimos cuenta de que sucedía algo en esa parte de la mansión. Y entonces salió el fuego. —Se encogió de hombros—. Lo supimos.
—No podíais haber aparecido en un momento mejor —contestó Max.
Victoria miró las feas marcas rojas que Max tenía en el cuello. Habían dejado de sangrar y ella había tenido el placer de ponerle agua bendita salada en el cuello durante el viaje de vuelta a Londres. Ella había dicho muy poca cosa desde que dejaron la guarida de Lilith y dejó que Max explicara lo que pudiera.
—Los venators realizan un trabajo sagrado —dijo Eustacia desde su silla—. Cuando luchamos contra el mal suceden las cosas más milagrosas.
¿Milagrosas? Victoria cerró los ojos. No podía quitarse el rostro de Phillip de la cabeza, su profunda avidez... la súplica... la curva de sus labios y la línea de su nariz. Ese amado rostro, ahora vacío y desesperado.
«No puedes salvarle.»
Las palabras de enojo de Max le resonaban en los oídos. Ella no podía salvarle; por supuesto, ella lo había condenado.
—¿El Libro ha sido destruido? —La pregunta de Eustacia hizo volver en sí a Victoria y se dio cuenta de que todas las miradas iban dirigidas hacia ella.
—En ningún momento tuve la intención de dárselo. —Miró a Max.
Él bajó la cabeza en un gesto de asentimiento, pero no dijo nada. Se había mostrado desacostumbradamente amable desde que habían bajado del techo de la mansión y habían entrado en el carruaje para verla arder. La fortaleza de Lilith estaba destruida, pero no había ninguna razón para creer que ella también lo estaba. Ni Phillip.
Habría más batallas en el futuro. Lilith ganaría poder otra vez y se enfrentarían con ella.
Y, tal y como le había dicho tía Eustacia, nunca olvidaría el papel que Victoria había jugado en su derrota.
—¿Sabes qué le ha sucedido a Sebastian? —preguntó de repente, mirando a Max.
—No. Supongo que o bien ha perecido en el fuego o ha sido asesinado por los imperiales. Él lo hubiera preferido, más que enfrentarse a Lilith.
A Victoria no le pasó por alto el tono desdeñoso de su voz y no le supo mal. Había visto en directo el poder que Lilith tenía y había sentido el inexorable atractivo del abrazo de un vampiro. Quizá la muerte era mejor que no ser capaz de controlar los propios deseos y las propias acciones.
Pero no para ella.
—Tía Eustacia, ¿puedo hablar contigo?
—He estado esperando que me lo pidieras.
Cuando se quedaron solas, su tía habló antes de que lo hiciera ella.
—No tengo palabras para expresar cuánto siento lo de Phillip, Victoria. —Sus ojos oscuros mostraban pena y remordimiento, y ofreció sus manos suaves y nudosas a su sobrina—. Si lo hubiera sabido...
—Pero no lo sabías. No podías saberlo. Y tú... y Max... intentasteis detenerme. —Victoria tomó las manos fuertes de su tía y reprimió las lágrimas—. ¿No había nada que pudiera haberse hecho para salvarle?
Eustacia negó con la cabeza.
—Cuando un vampiro se ha alimentado de un mortal, éste está condenado para toda la eternidad. Quizá rezar o un gran sacrificio puedan salvar su alma, pero no hay ninguna garantía.
Victoria cerró los ojos.
—Es mi egoísmo lo que lo ha provocado. Nunca debería haberme casado con él. Yo le amaba, y debería haberle amado lo bastante para dejarle. —Levantó el rostro y se secó las lágrimas—. El me dijo que su destino era amarme... tanto si estábamos juntos como si no. Ahora ni siquiera puede hacer eso.
—Es duro, Victoria. Lo sé. Es más de lo que nunca te has imaginado. Tú has dado tu vida por esta causa, y nunca olvides que eso es lo verdadero y lo correcto. Ayudas a salvar el mundo del mal, a mantenerlo a raya. Si tú y Max y yo y los demás no estuviéramos ahí, dando nuestras vidas, esta tierra hubiera sido arrasada por el mal hace mucho tiempo. A cambio de nuestros poderes y protecciones extraordinarias, nos sacrificamos. —Dudó un momento y dijo—: Lilith te ofreció la libertad, ¿verdad?
Victoria asintió con la cabeza. Sentía el rostro caliente, húmedo y pegajoso.
—Yo la quería, tía Eustacia. La quería. Me hubiera dado a Phillip... o dijo que lo haría. ¿Podía hacerlo?
—Quizá. No lo sé. —Eustacia inhaló larga y profundamente. Exhaló—. Victoria, no he sido completamente honesta contigo acerca de las elecciones y la vocación de un venator.
»Algunos venators lo son de nacimiento, como tú. Algunos son elegidos, como sabes, después de haber superado un gran peligro y de haber realizado un gran sacrificio, para asumir el papel. Una vez se ha tomado la decisión de aceptar esta responsabilidad, solamente hay una manera de que un venator puede dejar de serlo...
—No. —Victoria la interrumpió, negando con la cabeza, sabiendo lo que iba a decir—. No. No lo digas.
Su tía hizo una pausa y la miró.
—Sé que es muy tarde para ti y para Phillip, pero, si lo deseas, lo haré. Tu sacrificio ha sido enorme.
Victoria se puso en pie y se dirigió hacia el armario donde guardaba la Biblia de los Gardella, como la hostia en la sacristía.
—No, ya no es una opción para mí, si es que alguna vez lo fue. Cuando acepté el legado, lo hice de forma tan inocente... no lo comprendía. Me pareció que era divertido... ser fuerte, poder andar por las calles de noche, sola, y saber que podía defenderme a mí misma mejor que ningún hombre. ¡Me daba una libertad que nunca imaginé que una mujer pudiera tener!
—Con la libertad, con la fuerza y el poder, viene el dolor y el sacrificio. La imposibilidad de tener una vida normal. La responsabilidad.
—No puedo volver atrás, tía Eustacia, aunque tú me ofrezcas esa posibilidad. No puedo, porque ya no es un juego para mí. Ya no es simplemente una tarea... perseguir el mal y mandarlo al infierno. Lilith lo ha convertido en algo sumamente personal.
Epílogo
Una despedida
Se movía por la silenciosa casa como el humo: con rapidez, oscuro, sin hacer ruido. Su casa. Su casa, donde podía entrar sin ser invitado.
Si uno de los sirvientes lo veía, no pensarían nada extraño. Nada, excepto que su señor había vuelto a casa por fin.
Pero nadie lo vio subir en silencio las escaleras. Sentía la necesidad en todo su cuerpo, y mientras pensaba en su sabor, en saciarse por fin, sintió que el corazón de ella palpitaba al mismo ritmo que el suyo. Incluso desde esa distancia.
La olía, y las manos le temblaban al pensar en la satisfacción que pronto iba a tener. Esa horrible necesidad desaparecería, y sería capaz de pensar con claridad otra vez. De respirar por su cuenta. De descansar. De sentir algo aparte de un hambre insaciable.
Se la llevaría con él, estaría con ella... para siempre. La convertiría en lo que él era, inmortal. Era su destino... lo había sido y siempre lo sería.
Se quedó de pie en la entrada del dormitorio. No dudaba... quería saborear el momento. Disfrutar de la atracción... y del vínculo más fuerte que él controlaba. Sabía que era lo suficientemente fuerte. Su amor era lo bastante profundo. Él podía hacerlo... por poderosa que ella fuera... él podría convertirla.
Ella estaba tumbada de costado, desnuda excepto por un fino camisón blanco que le dejaba los brazos y el pecho descubierto, y por la luz azulada que se colaba por la ventana. El pelo oscuro y rizado estaba revuelto encima de la almohada. Tenía los ojos cerrados, ocultos en la sombra.
Entró, sintiendo el corazón... no, el corazón de ella... palpitar con fuerza en su pecho, en las sienes, en el vientre, en su miembro. La respiración se le hizo más profunda, más pausada, al pensar en la satisfacción que obtendría al clavarse en ella. En su amor eterno.
Victoria estaba esperando. Sabía que él vendría, lo había estado esperando desde que había vuelto a casa y se había negado a que Max o Eustacia la acompañaran. Despidió a Verbena y les dio la noche libre a los sirvientes.
Quería estar sola cuando él llegara.
Al oír que él rozaba un costado de la cama, se dio cuenta de que su propia respiración se modificaba. Ya no le pertenecía. Ambos inhalaban juntos, exhalaban juntos. Abrió los ojos y lo miró.
Era Phillip... el amado Phillip. Alargó la mano hacia él y él se dejó caer en la cama.
La besó, la tocó, le bajó el camisón por el hombro y ella le dejó hacer. Se permitió sentir ese deseo, ese consuelo.
Percibió el momento en que él cambió. El ritmo de su respiración, la dureza de su pulso en todo su propio cuerpo. Notó que perdía el control. Los ojos de él adquirieron un tono rosado y, cuando levantó el rostro, los colmillos le brillaban, blancos y letales.
Pero la voz era la de Phillip. No había cambiado, era la voz conocida y amada.
—Déjame, Victoria, esposa mía —murmuró... igual como lo había hecho otras veces—. Seré muy suave... y pronto solamente sentirás placer. Estaremos juntos para siempre. Es mi destino.
En el momento en que sus incisivos le rasgaron la piel en el punto más tierno entre el cuello y el hombro, preparándose para clavárselos, ella se quedó inmóvil y tensa... suspiró. Cerró los ojos. Las lágrimas empezaron a brotar.
Se agarró a las sábanas, se sujetó en la suave madera de la cama.
—Siempre te amaré, Phillip. —Y le clavó la estaca.
Al abrir los ojos, húmedos, vio que había alguien de pie en la puerta del dormitorio.
Max. La luz de la luna perfilaba la estaca que llevaba en la mano.
—Le he seguido.
—Sabía que vendría.
Él bajó la cabeza y luego la miró.
—Le has salvado. Le has detenido a tiempo.
—Eso espero. —Suspiró—. Tenías razón en todo, Max.
—Por eso, y por esto, lo siento.
—Tenías razón acerca de mí. Soy una mujer tonta.
—No. Eres una venator.
Agradecimientos
No puedo agradecer bastante a Mary Posner que me cobijara bajo su ala y que trabajara conmigo durante los dos últimos años. Y todas las gracias del mundo a Claire Zion por darme una oportunidad a mí y a la historia de Victoria, ¡y por el hecho de que siempre es capaz de transformar mis ideas en palabras antes de que lo haga yo! Tina Brown ha sido fantástica en todo, desde responder a preguntas sencillas hasta ofrecerme apoyo y hacer que todo fluya con tanta suavidad.
Mis hermanas del Wet Noodle Posse también están en los primeros lugares de mi lista de agradecimientos. Nunca había conocido a un grupo de mujeres tan colaboradoras, cariñosas y con tanto talento.
Sin Holli y Tammy me hubiera quedado atascada en el capítulo uno durante meses. Gracias por estar ahí, cada semana, por toda la ayuda y la orientación, ¡y por las malditas preguntas que no dejabais de hacerme! También mando un abrazo y doy las gracias a mamá, Jennifer, Linda, Kelly, Diana, Wendy, Jana y Kate por haber estado presentes en esta historia y en incontables historias más. ¡ Os quiero a todas!
Gracias a mi esposo y a mis hijos por soportar todas las veces que he estado ante el ordenador, o perdida en mis pensamientos sobre cómo solucionar un problema del argumento. Y gracias a Mary Kay... tú ya sabes por qué. Y finalmente, y más importante, le doy las gracias a mi Creador, sin el cual nada de esto hubiera sido posible.
No hay comentarios:
Publicar un comentario