1ªparte
COLLEEN GLEASON
SOÑANDO DESPIERTAS
El legado
Colleen Gleason
Creo que existe una elección posible para nosotros en todo momento, durante toda la vida. Pero no hay sacrificio. Existe una elección, y el resto desaparece.
MURIEL RUKEYSER
Prólogo
El inicio de nuestra historia
Los pasos eran inaudibles, pero Victoria lo oyó moverse.
Se apretó contra el tronco del roble, agarrándose a su corteza, como si éste pudiera tragársela y protegerla. Pero lo único que notó fue su aspereza. No podía quedarse allí.
Se agachó y, apretando un pesado palo con la mano, salió de la seguridad de la sombra del árbol y se sumergió en la plateada luz de la luna. El repentino chasquido de una ramita bajo sus pies la precipitó hacia otra sombra cercana...
Le oía respirar.
Y oía la reverberación de los latidos de su corazón.
El corazón le latía con fuerza, con constancia; lo oía en su cabeza y lo sentía en su cuerpo como si fuera su propio órgano.
Victoria continuó adelante: las faldas ondeaban sobre sus muslos mientras huía del ruido de su perseguidor. Atravesó matorrales, esquivó árboles y saltó por encima de troncos caídos como si fuera una yegua sin riendas.
Pero las pisadas, sólidas, se acercaban, más rápidas, mientras ella corría.
Una rama le rasguñó la cara. Los matorrales le desgarraron la falda.
Corrió y corrió y corrió bajo la luz blanca de la luna, asiendo con fuerza el palo en la mano, mientras él continuaba persiguiéndola, los latidos de su corazón tan constantes como sus pisadas.
Antes de que se diera cuenta, Victoria tropezó en un pequeño desnivel y cayó a un riachuelo. Con la ayuda del palo logró incorporarse y atravesar el agua, que le llegaba hasta los muslos; la tela de la falda le pesaba enormemente, dificultando su avance y tiraba de ella de tal forma que casi no podía dar un paso más.
Mientras subía con dificultad la leve pendiente de la otra orilla del arroyo, un grito de rabia atrapó su atención.
Se dio la vuelta y lo vio de pie en la otra orilla. No le podía ver la cara... pero los ojos le brillaban en la oscuridad y su cuerpo emanaba furia y frustración. Pero no la siguió.
No podía cruzar por la corriente del agua.
Victoria se despertó con un sobresalto; el corazón le latía a un ritmo alocado en el pecho.
Los rayos del sol, y no los de la luna, se colaban por la ventana.
Un sueño. Había sido un sueño.
Se pasó una mano por el rostro, húmedo de sudor, y se apartó unos mechones de pelo que se habían soltado de la trenza gruesa en que lo llevaba recogido.
Había sido el quinto sueño. Había llegado la hora.
Su cama era muy alta. Apartó el cobertor de la cama y, al bajar, los pies golpearon con fuerza contra el suelo cubierto con una alfombra Aubusson. Se dirigió desesperadamente a buscar el orinal. Sin prestar atención al pudor, Victoria se quitó la camisa empapada de sudor por la cabeza y sintió el alivio del aire fresco sobre la piel húmeda.
Había tenido cinco sueños en menos de quince días. Ésa era la señal. Hoy iría a ver a tía Eustacia.
Los recuerdos del sueño se disiparon y fueron sustituidos por la expectativa y cierta aprensión. Victoria sé miró en el espejo alto y empañado. La advertencia había llegado.
Hoy sabría qué era lo que esa advertencia auguraba.
Capítulo uno
El doble debut de la señorita Victoria Grantworth
Vampiros.
Los Gardella eran cazadores de vampiros.
Victoria cazaría vampiros.
—Victoria, querida... —la amable voz de lady Melisande delataba un ligerísimo reproche—. Podrías empezar a servir.
Victoria parpadeó, sorprendida, y se dio cuenta de que su madre, sentada con las manos unidas sobre el regazo, y sus dos invitadas estaban esperando con las tazas de té vacías.
—Por supuesto, madre. Disculpa, estaba pensando en las musarañas —añadió mientras levantaba la pesada tetera. Era la tetera favorita de su madre, cuya madre le había traído de Roma cuando se casó con Herbert, lord de Prewitt Shore, y estaba pintada con imágenes de catedrales romanas.
Por suerte, las dos invitadas presentes eran las amigas más antiguas y más queridas de lady Melly, y no se sentirían ofendidas por la falta de atención de Victoria.
Tres semanas antes, su mayor preocupación era qué vestido debía llevar a una reunión social. O si, ¡el cielo no lo quisiera!, su carné de baile no se llenaría.
O, incluso, si encontraría a un marido adecuado en su presentación en sociedad.
Pero ahora, ¿cómo podría esconder una estaca de madera consigo? ¡No era posible metérsela dentro del guante! ¡Ni dentro del corpiño!
—No te preocupes, mi querida Melly. Estoy segura de que nuestra jovencita solamente está un poco distraída a causa de que no faltan ni quince días para su presentación en sociedad.
—Lady Petronilla Fenworth sonrió a Victoria con amabilidad mientras retiraba la taza de té humeante. De las tres matronas, ella era quien tenía el carácter más dulce, y ese carácter concordaba con su rostro delicado y angelical y con su cuerpo pequeño. A Victoria le recordaba a una muñeca de porcelana—. ¡Después de dos años de espera y de duelo, estoy segura de que finalmente se siente extasiada de que por fin haya llegado el momento de su presentación en sociedad!
—Por supuesto que lo está —repuso la madre de Victoria, la más atractiva de ese trío—. Tengo grandes esperanzas puestas en ella porque, a pesar de que es dos años mayor que casi todas las demás, es lo bastante hermosa para atraer la atención de un marqués... ¡o quizá incluso de un duque! —Miró con afecto a su hija mayor, que había vuelto a dejar la tetera en su sitio y ahora intentaba mostrarse interesada en la conversación que se estaba llevando a cabo.
Lady Winifred, que era otra de las amigas de toda la vida de Melisande, se inclinó hacia delante y cogió una galleta con sus regordetes dedos. Luego levantó la mirada con los ojos brillantes de excitación.
—¡Mi cuñada me ha dicho que Rockley por fin va a buscar esposa este año!
—¡Rockley! —Las otras dos mujeres, ya maduras, repitieron el nombre al unísono, con voz casi chillona, como si fueran unas señoritas potencialmente candidatas en lugar de Victoria. Dado que las dos señoras habían estado casadas durante más de un cuarto de siglo (por lo menos hasta que Melisande se había quedado viuda hacía menos de un año), eso resultó innecesario y bastante... atronador.
—Victoria, has oído lo que ha dicho Winifred —repitió su madre, tomándola de la mano—. ¡El marqués de Rockley está buscando una prometida! Tenemos que asegurarnos de que reciba la invitación a tu presentación en sociedad. Winnie, ¿tu cuñada asistirá?
—Me ocuparé de eso... y de que insista en que su marido lleve a Rockley. Nada me gustaría más que nuestra querida Victoria le robara el corazón, y la billetera, a ese esquivo marqués de Rockley. —Winifred, que se había quedado viuda hacía una década y que no tenía hijos, casi había adoptado a Victoria. Entre Petronilla, Winifred y, por supuesto, Melisande, Victoria tenía tres madres a tiempo completo preocupándose por sus posibilidades de matrimonio.
Pero ella estaba más preocupada por saber si el pequeño crucifijo que a veces llevaba colgado del cuello, sería suficiente para detener a un vampiro lascivo.
Según tía Eustacia, sí lo era; pero dado que Victoria todavía tenía que encontrarse frente a frente con una de esas criaturas, no estaba del todo convencida. De hecho, esa se había convertido en la principal causa de sus distracciones durante los últimos días: ¿cuándo iba a ver por primera vez a un vampiro? ¿Saldría simplemente alguno de ellos de la nada? ¿O recibiría algún tipo de aviso?
Llamaron con fuerza a la puerta de la sala y las señoras dejaron de prestar atención a la discusión sobre el físico y los bienes de Rockley.
—¿Sí, Jimmons? —preguntó Melisande cuando el mayordomo asomó la cabeza a la habitación.
—He recibido la petición de que la señorita Victoria vaya a casa de lady Eustacia Gardella. El carruaje de la señora espera a la señorita, si es que ella acepta ir a visitar a su tía.
Victoria dejó la taza de té en la mesa precipitadamente. Más entrenamiento. Y la oportunidad de hacerle más preguntas a su tía.
—Madre —dijo mientras se levantaba de forma más abrupta de lo que hubiera querido. Lo último que quería era recibir una lección sobre los movimientos suaves y elegantes que eran propios de una señorita.
Especialmente porque un hombre llamado Kritanu, el ayudante de tía Eustacia, se había pasado las últimas dos semanas enseñándole a moverse de forma precisa y rápida. También le había enseñado cómo hacer caer a un hombre con una buena patada, además de cómo tomar por sorpresa a un atacante esquivándole y saltando de una forma muy poco apropiada para una señorita. Su madre se hubiera muerto del susto si hubiera visto a Victoria aprender a golpear con los brazos, las piernas e, incluso, con la cabeza.
—Iré a ver a tía Eustacia, si me disculpáis.
Melly levantó la vista hasta ella; su rostro redondo era como una versión del de Victoria, que era un poco más esbelto y elegante.
—Te has aficionado mucho a mi tía durante estas últimas semanas, querida. Estoy segura de que la anciana disfruta mucho con tu compañía. Espero que no se sienta desairada cuando empiece la temporada y te vayas a los bailes o al teatro cada noche.
Asistir a los bailes, ir al teatro y perseguir vampiros.
Sin duda, las ocupaciones de Victoria durante su presentación en sociedad serían muchas.
La noche de su presentación —que debido primero a la muerte de su abuelo y luego a la muerte de su padre, se había aplazado dos años cuando ella ya había llegado a la edad de diecisiete años—, Victoria estaba sentada en el tocador y tenía todo el aspecto de una señorita.
Llevaba el cabello negro, una salvaje mata de rizos, recogido detrás de la cabeza y asegurado firmemente. No se movería ni se le caería ningún mechón por mucha que fuera la presteza con que la señorita decidiera bailar, hacer reverencias o corretear.
Entre los rizos le habían trenzado unas perlas de un suave color rosa que hacía juego con el vestido y unas piedras de azabache que brillaban cada vez que giraba la cabeza. De las orejas colgaban unas piedras preciosas a juego y en el cuello llevaba un collar de cuarzos y perlas de un ligero color rosado. En el pecho no llevaba un camafeo sino un pequeño crucifijo.
El vestido de Victoria tenía un ligerísimo tono rosado y caía en diáfanos pliegues desde debajo del pecho hasta las puntas de los zapatos. La falda era etérea y casi brillaba; debajo de ella llevaba dos capas más de unas hermosas telas de un color marfil traslúcido. El cuello del vestido, bajo y cuadrado, dejaba una considerable parte de piel a la vista desde el ajustado collar hasta el inicio de los pechos. Y los guantes, largos y de un color blanco virginal, le llegaban hasta más arriba de los codos y casi tocaban las pequeñas mangas ligeramente hinchadas.
Verdaderamente, Victoria tenía todo el aspecto de la debutante recatada e ingenua que era... si no hubiera sido por la sólida estaca de madera que llevaba en la mano.
Tenía el grosor de dos dedos de la mano y era casi tan largo como su brazo, desde la muñeca hasta el codo. Uno de los extremos estaba pulido y el otro, extremadamente afilado. Era demasiado grueso para podérselo introducir en el peinado, y demasiado largo para caber dentro del pequeño bolso que llevaba colgando de la muñeca.
—Debajo de las faldas, querida. Póntelo en la liga bajo la rodilla, debajo de las faldas —le dijo tía Eustacia con calma. Tenía el rostro surcado de arrugas a causa de la edad, pero le brillaba con belleza e inteligencia como si toda la felicidad de sus ochenta y pico de años de vida brillaran al mismo tiempo. Llevaba el cabello, que todavía tenía un color negro azulado, recogido detrás en unos intrincados y pequeños moños en los que había entrelazado perlas, encaje blanco y perlas de jade. Era un peinado más apropiado para una joven de la edad de Victoria que para una mujer mayor. A pesar de ello, tía Eustacia lo llevaba bien; igual de bien que llevaba el vestido de tafetán de cuello alto y de color rojo como la sangre.
—¿Por qué crees que te di la liga? Rápido, tu madre va a volver en cualquier momento.
—¿Bajo las faldas?
—Tienes que poder tener acceso a él de forma rápida y sencilla, Victoria. Ahí estará bien escondido y, con práctica, aprenderás a sacártelo de debajo y a tenerlo en la mano cuando lo necesites. ¡Ahora, rápido! —Tía Eustacia no esperó a que ella se moviera; levantó las faldas de Victoria, dejando al descubierto el encaje de color marfil que llevaba justo debajo de la rodilla, y observó a su sobrina colocar la estaca entre la liga y la piel.
Justo cuando habían terminado, se abrió la puerta y lady Melisande entró precipitadamente seguida por sus dos compañeras que no dejaban de parlotear.
—¡Es la hora, Victoria! ¡Vamos, vamos!
—Estás guapísima —graznó Winifred. Alargó el brazo para tomar un diente de ajo blanco que se encontraba entre las joyas, las botellas de perfume y los peines ornamentados—. ¿Qué es esto? —preguntó, estirando la espalda para acercarlo a sus anteojos como si quisiera confirmar que era realmente un ajo.
Victoria forzó una sonrisa y miró a Eustacia por el espejo mientras se inclinaba con actitud conspiradora hacia Winifred y Petronilla.
—Tía Eustacia me lo ha traído —dijo en voz baja—. Afirma que me protegerá de los vampiros. —Guiñó un ojo deliberadamente mientras fingía mirar hacia atrás como para que su tía no pudiera oírla y tomó el diente de ajo que tenía Winifred—. Lo dejaré aquí.
Petronilla y Winifred asintieron con la cabeza, con los ojos muy abiertos y reprimiendo la risa, y miraron, divertidas, a tía Eustacia. Victoria fue la única que se dio cuenta de que la anciana señora le devolvía el guiño de ojo.
—¡Estoy impaciente por presentarte a Rockley! —exclamó mientras salían de la habitación—. Esta semana ha bailado más de una vez con lady Gwendolyn Starcasset, ¡pero todavía no conoce a nuestra hermosa debutante! ¿No sería un buen golpe que se lo arrebataras ante sus mismas narices?
Victoria se detuvo arriba de la larga y curvada escalera, quedándose fuera del campo de visión de los asistentes a la fiesta que transcurría abajo. Un éxito como ése era el objetivo de cualquier madrina; las señoras Melisande, Petronilla y Winifred debían de estar excitadísimas por el número de gente que llenaba la casa Grantworth. A pesar de que Melly era la madre de Victoria, las otras dos insistieron en colaborar económicamente; dado que Winifred era la duquesa de Farnham, su reputación hizo que cerraran el trato.
Victoria se quedó de pie, sola, sin ser anunciada, nerviosa y expectante. Esa noche era más que la noche de su presentación en sociedad... también era su debut como nueva cazadora de vampiros de la vieja familia Gardella. No solamente debía ser amable y entretener a los ricos y atractivos solteros, y captar la atención de los miembros de la flor y nata, sino que tenía que encontrar la forma de clavar una estaca a su primer vampiro. Allí. En medio de su presentación en sociedad.
—Les anunciamos a... la señorita Victoria Anastasia Gardella Bellissima Grantworth.
Victoria empezó a bajar las escaleras, despacio y con aire regio, deslizando ligeramente la mano enguantada por la suave barandilla de madera. Se tomó su tiempo y observó a la multitud de rostros que miraban hacia arriba en busca de algunos conocidos... y de alguno que no perteneciera a ese lugar. Tía Eustacia le había asegurado que, como parte de su legado, como venator, es decir, como cazadora, Victoria tenía un sentido innato y reconocería inmediatamente la presencia de un vampiro que hubiera tomado forma humana.
Mientras se acercaba al final de la escalera, lo notó. Un frío roce de algo en la nuca; una brisa, un escalofrío... pero el aire no se movía. Incapaz de controlar su reacción, se volvió rápidamente para mirar por encima del hombro izquierdo, detrás de las escaleras... a las sombras donde se apretujaban los invitados y la esperaban.
Y entonces se encontró en el último tramo de las escaleras y su madre le había pasado una mano por el brazo y le hacía darse la vuelta para presentarle a un grupo de distinguidos hombres y mujeres. La formidable lady Jersey, el duque y la duquesa de Sliverton, el conde de Wenthren y su esposa, y a muchos otros cuyos nombres le eran familiares. Victoria hizo justicia a su radiante madre: hizo reverencias y sonrió y permitió que le tomaran y le besaran la mano. Pero todo el tiempo estuvo desviando la atención de esos asuntos para observar la habitación.
El vestíbulo de la casa Grantworth era una zona amplia. De él se abrían a la sala de baile cuatro puertas de tres hojas y altas hasta el techo que se encontraban en un desnivel de cinco escalones. Lámparas y velas brillaban por todos los rincones, en todas las superficies, en todos los apliques. Las columnas de la habitación estaban rodeadas por macetas con árboles jóvenes pintados de blanco de los cuales habían colgado unas guirnaldas brillantes. Una orquesta de seis intérpretes se encontraba en uno de los extremos de la habitación, casi escondida por una fila de árboles blancos; y una larga mesa decorada con cuencos y rosas blancas ofrecía ponche y otros refrescos a los invitados. Más allá de la extensión del suelo de madera de pino, había tres puertas francesas que daban a la terraza. La brisa de finales de mayo se colaba a través de ellas y hubiera permitido oler el aroma embriagador de las lilas y las forsitias si el aire no hubiera estado tan cargado de perfumes franceses y aguas florales.
—¿Lo notas? —Tía Eustacia se había acercado a Victoria por detrás y le susurraba al oído mientras la apartaba de Melly.
—Sí, pero ¿cómo puedo...?
—Lo harás. Encontrarás la manera de arrinconar a la criatura. Tú eres una Elegida, querida. Lo único que tienes que hacer es escucharles. —Los ojos de Eustacia brillaron igual que los azabaches que Victoria llevaba enredados en el pelo. Su mirada era intensa, segura, y Victoria sintió de repente el peso de la carga que llevaba. Esa noche era la primera prueba. Si la superaba, su tía se lo revelaría todo.
Si no lo hacía...
No se atrevía a pensar en ello. Lo conseguiría. Había pasado las últimas cuatro semanas aprendiendo cómo moverse y cómo golpear a un vampiro. Estaba todo lo preparada que era posible.
—Buenas noches, señorita Grantworth —la saludó con afectación una mujer que tenía aproximadamente su edad—. Soy lady Gwendolyn Starcasset, y estaba deseando conocerla. Quiero felicitarla por esta encantadora presentación en sociedad. Los árboles blancos con guirnaldas plateadas son un toque muy bonito.
Gwendolyn era más delicada y pequeña que Victoria, tenía el cabello de un color rubio como la miel y unos hermosos ojos dorados. Tenía unas cuantas pecas en los hombros y en la espalda, pero llevaba el pecho cubierto por una fina capa de polvos para tapar las que pudiera tener en esa zona. Cuando sonreía se le formaba un simpático hoyuelo en la mejilla derecha, como en esos momentos.
—Buenas noches, lady Gwendolyn. Gracias por el cumplido; pero no puedo atribuirme el mérito de la decoración. Eso ha sido cosa de mi madre. Ella es mucho más competente en este tipo de cosas que yo. Dado que Victoria había pasado dos años de duelo debido al fallecimiento de su abuelo, primero, y de su padre, después, la familia Grantworth había pasado una extraordinaria cantidad de tiempo en el campo, en su casa de Prewitt Shore, y ella conocía a muy pocas señoritas de su edad. Por supuesto, esa falta de amistades también podía ser a causa de que Victoria prefería pasar el rato corriendo por el campo —o en Regents Park— con su yegua o leyendo Libros, en vez de hacer visitas y tomar el té con educación. A pesar de ello, se sintió contenta de tener la oportunidad de charlar con una chica de su edad. En ese momento, volvió a sentir el mismo escalofrío en la nuca y Victoria se tomó un momento para echar un vistazo por la abigarrada habitación. ¿Dónde estaba?
—Bueno, ahora ya puede unirse a nosotras, las señoritas candidatas, y empezar a desfilar por los bailes y lugares similares en busca de un marido.
Victoria dejó de observar la habitación, sorprendida ante la brusquedad de su nueva conocida.
—Me siento como si fuera un trozo de carne de caballo de primera calidad al que estuvieran paseando de un lugar a otro. No creo que ninguna de las demás debutantes comparta una opinión como ésa. Encontrar a un marido es una tarea muy importante, o por lo menos eso es lo que dice mi madre.
—Igual que la mía. Y no es que no me guste casarme y dar a luz y tener hijos; es sólo por la manera en que se nos inspecciona. A pesar de que hay algunos caballeros por quienes no me molestaría ser inspeccionada, en absoluto. —El hoyuelo de Gwendolyn volvió a aparecer—. Rockley, para empezar. O Gadlock, o Tutpenney... a pesar de ese penoso nombre.
—¿Tutpenney?
—Créame, su aspecto es mucho más agradable que su nombre. —Gwendolyn suspiró y añadió—: Y yo tenía unas inmensas ganas de bailar con el vizconde Quentworth antes de la tragedia.
—¿Tragedia?
—¿No se ha enterado? —Gwendolyn le tomó la mano enguantada y Victoria la miró, sorprendida al ver que su recién conocida abría mucho los ojos con expresión de preocupación—. Lo encontraron muerto en la calle, cerca de su casa. Parecía que le hubiera atacado alguna especie de animal que casi le arrancó la cabeza del cuello. Pero tenía una extraña marca en el pecho que no podía haber sido hecha por ningún animal.
En ese preciso momento, Gwendolyn había captado toda la atención de Victoria.
—¿Qué tipo de marcas? ¿Y cómo se ha enterado de esto? Seguro que ni su mamá ni su padre se lo han contado.
—No, por supuesto, tiene razón. Pero mis hermanos no son demasiado prudentes con sus temas de conversación cuando se toman unas cuantas copas de coñac, y a mí no me avergüenza demasiado escuchar sus conversaciones. Es la única forma que tengo de aprender algo interesante. —Miró a Victoria desde debajo de las pestañas de color arena, para averiguar cuál era su reacción.
—Si tuviera hermanos mayores... o hermanos de cualquier manera... seguramente haría lo mismo —le dijo Victoria, encantada—. Pero tal y como está mi situación, tengo que confiar en tía Eustacia, de quien casi todo el mundo piensa que le falta un tornillo, pero que, en realidad, resulta bastante... inspiradora. ¿Qué tipo de marcas?
—Ah, sí... las marcas eran tres «X» en el pecho. Y no creo que haya sido la primera víctima con este tipo de marca. —Gwendolyn habría continuado con el tema, pero las interrumpieron.
—Victoria —la llamó una voz aguda que no conseguía ocultar la excitación—. ¿Puedo presentarte a una persona?
—Discúlpeme un momento, señorita Grantworth —le dijo Gwendolyn—. La duquesa Farnham se dirige hacia aquí para venir a buscarla, y allí está lord Tutpenney, que parece estar muy solo. Disfrute del resto de la velada.
Victoria se dio la vuelta y vio a lady Winifred que sonreía con una expresión expectante en el rostro redondo y pecoso.
—Te presento a mi cuñada, lady Mardemere, a su marido, el vizconde Mardemere... y su primo, lord Phillip de Lacy, marqués de Rockley.
De repente, el persistente escalofrío que estaba sintiendo en la nuca se suavizó. Victoria sintió un repentino calor por toda la piel... desde las mejillas hasta el cuello y el pecho. Tuvo que contenerse para no bajar la mirada para comprobar si su piel había adquirido un tono más oscuro que el de su vestido.
—Es un placer, señorita Grantworth —le estaba diciendo lady Mardemere—. ¡Vaya un éxito de asistencia en su presentación! Su madre debe de estar muy complacida.
—Sí, lo está —repuso Victoria antes de volverse para hacerle una reverencia al vizconde Mardemere—. No he tenido tiempo todavía de conocer a todo el mundo. —Y entonces se encontró mirando a los profundos y sombríos ojos del marqués de Rockley.
Lady Gwendolyn no había exagerado. «Elegante» ni siquiera se acercaba a describir al hombre que se encontraba delante de ella y que llevaba su mano hasta sus labios. No podía envidiar a ningún hombre en altura corporal, y su pelo, de un profundo color castaño, brillaba con destellos dorados cuando bajó la cabeza para besarle la mano.
—Si todavía no ha saludado a todo el mundo, ¿puedo tener la esperanza de que le quede un baile libre? —Su voz era como su aspecto: limpia, tranquila, suave; pero sus ojos tenían una expresión distinta. Algo le hacía parecer muy cálido. Y... alguna cosa en él le era ligeramente familiar.
—Sí, me queda uno, pero es uno de los últimos. Después de la cena, si tiene usted intención de quedarse hasta entonces. —Le miró desde debajo de las pestañas. Victoria no sabía de dónde sacaba tanto atrevimiento, pero no pareció que eso consternara al marqués.
—No sé cómo me entretendré hasta ese momento —repuso él con una mirada de complicidad—, pero esperaré.
Y entonces, Victoria volvió a sentir el escalofrío en la nuca. Y un peso, como si alguien la estuviera observando...
Soltó la mano de Rockley abruptamente y se dio la vuelta para mirar por entre la gente. Se fijó en un pequeño grupo de personas que había al otro lado de la habitación.
—¿Victoria? —percibió vagamente el tono de sorpresa en la voz de lady Winifred, del cual se hizo eco Rockley—. ¿Señorita Grantworth? ¿Se encuentra bien?
Allí. Estaba allí... Debajo del arco de la escalera por donde Victoria había descendido se encontraba aproximadamente una docena de miembros de la nobleza, entre las sombras que proyectaba la luz de una vela; sus rostros se dirigían los unos a los otros, y reían, hablaban y gesticulaban.
Entonces lo vio. Él la estaba observando mientras se inclinaba hacia una delgada rubia que se encontraba a su lado. Alto y oscuro, emanaba un gran poder con sólo inclinar la cabeza y sonreír a su compañera. Ella le sonreía, obviamente encantada de tener su atención, y le pasó una mano por el brazo. Desvalida e ignorante del poder al que se enfrentaba.
Igual que lo hubiera estado Victoria.
—Sí, sí —se obligó a sí misma a decir en tono jovial cuando volvió a dirigir la atención a Rockley y a lady Winifred—. Por un momento me pareció que mi madre me estaba haciendo señas. —Era una excusa muy pobre, pero dado que se había disculpado, la aceptarían—. Por favor, disculpe la distracción, lord Rockley —dijo, sonriéndole y dándose cuenta de repente de que él le había tomado la mano otra vez—. Ha sido un gran placer conocerle. Espero con ansiedad nuestro baile de esta noche.
Le dirigió una enternecedora sonrisa y la saludó con un breve gesto de cabeza.
—Aguardaré con gran impaciencia a que me llegue el momento de disfrutar de ese placer.
En ese momento Victoria sintió, más que vio, al hombre alto de pelo oscuro y a su compañera que se alejaban de su posición debajo de la escalera. Sentía la nuca helada y los dedos empezaron a cosquillearle. Los dos caminaban en dirección a las puertas que conducían a la terraza y la delgada mujer rubia le miraba con el rostro iluminado por una sonrisa. Si salían fuera...
Victoria comenzó a cruzar la habitación, serpenteando entre el gentío y esquivando a las personas que intentaban detenerla y hablar.
—Discúlpeme —dijo a una señora de aspecto formidable que intentaba bloquearle el paso—. Tengo que ir a buscar a mi... tía antes de que se vaya de la fiesta.
Gracias a que él era más alto que el resto de invitados, Victoria pudo seguir su avance en dirección a las puertas. Lo más probable era que tuvieran intención de salir fuera a tomar un poco el aire.
Victoria salió a la terraza, esperando a que su madre no hubiera visto que se había dirigido directamente allí mientras atravesaba toda la sala. Resultaría bastante difícil explicar por qué abandonaba su propia presentación para salir a la terraza.
Pero todavía sería peor para esa rubia que Victoria no interviniera.
Apresurándose, sin hacer ruido con los pies, permaneció protegida en las sombras de la casa, ruidosa e iluminada, mientras atravesaba la terraza de ladrillos. Oyó un murmullo de voces y se detuvo cerca de una estatua de Afrodita. Asomó la cabeza desde detrás de la base de piedra fría con la esperanza de ver a ese hombre y a su supuesta víctima. Tenía que darse prisa; él no iba a perder el tiempo para no ser descubierto.
Entonces se acordó: deslizó la mano bajo las faldas sedosas y vaporosas para sacar la estaca que se había colocado escondida en la liga. La sujetó tal y como Eustacia le había enseñado a hacerlo, salió de la protección que le ofrecía la sombra de la estatua y se apresuró por el camino principal, escuchando con atención.
Entonces oyó un murmullo gutural seguido por una risa ronca. Giró a la derecha y avanzó en silencio hacia ellos. Finalmente llegó al final del camino. La pareja estaba de pie debajo del arco que formaban unas ramas cargadas de lilas. La mujer rubia levantaba la vista hacia el hombre, toda inocencia y alegría; y él le estaba sonriendo. A pesar de que esa sonrisa no se dirigía a ella, Victoria sintió todo el poder de atracción que tenía. Apretó con fuerza la estaca que llevaba en la mano y se acercó.
Ahora estaba lo bastante cerca para ver el movimiento del pecho de la mujer y para apreciar la pronunciada curva de su pómulo. Él parecía un aristócrata arrogante, de pie, alto y moreno, con ese rostro atractivo y esa mandíbula cuadrada.
¿Qué sentiría al clavarle la estaca en el pecho? ¿Tendría que hacerlo con un golpe fuerte y clavársela a través de la ropa y el hueso? ¿Con cuánta fuerza tendría que empujar? ¿O quizá debido a que su corazón era su punto débil, no estaba protegido y era fácil de penetrar?
Se llevó la mano hasta el crucifijo, rezando para tener la fuerza necesaria. Solamente dispondría de una oportunidad.
No podía esperar más. Él estaba acariciando los largos brazos de la mujer, y ella le sonreía, curvando su cuerpo hacia el de él. Se miraban como si estuvieran a punto de besarse; pero Victoria sabía que no. En cualquier momento, el rostro de él se transformaría... sus ojos adquirirían un brillante color rojo y sus colmillos caninos crecerían, dispuestos a clavarse en la carne pura y blanca de esa mujer.
Ahora. Tenía que hacerlo.
Sujetando la estaca con fuerza, Victoria se lanzó fuera de las sombras con el brazo levantado por encima del hombro, concentrada en el ancho pecho del vampiro. Y justo mientras lo hacía, en el momento en que estaba a punto de clavar la estaca en su objetivo, la boca de la mujer se abrió y emitió un centelleo blanco.
Victoria, atónita, consiguió darse la vuelta en el último momento hacia la menuda mujer rubia, cuyos ojos ahora brillaban con un color rojo y cuyos colmillos emitían un brillo letal. Todo sucedió tan deprisa que la mujer vampiro no tuvo tiempo de recuperarse de la sorpresa. Utilizando el impulso del repentino giro que había dado, Victoria le clavó la estaca en el pecho.
La estaca penetró la piel de la mujer con una facilidad nauseabunda. Notó una minúscula resistencia, un pequeño crujido y la madera penetró. Fue como clavar un pico de madera en un montón de arena.
La mujer vampiro se quedó inmóvil, con la boca abierta y una expresión de conmoción y de dolor... los ojos desorbitados y rojos. Entonces, de repente, con un repentino ¡puf! la mujer se desintegró. Se convirtió en polvo. Ya no estaba allí.
Fue así.
Victoria, de pie, recuperaba la respiración sin apartar la vista del lugar en que había estado la criatura.
Lo había hecho.
Había matado a un vampiro.
Las piernas le temblaron. La respiración era trémula. Miró la estaca para comprobar si había sangre en ella.
Estaba limpia.
—¿Iba a clavármela a mí, verdad? —oyó que le decía una voz helada.
Victoria levantó la cabeza y vio que el hombre la miraba con una expresión decididamente poco amable.
—Yo... —¿Qué se le decía a la víctima a quien se acababa de salvar de la mordedura de un vampiro?
—Creyó que yo era un vampiro.
Victoria se abstuvo de señalar que había sido un error comprensible: ese cabello brillante y negro y ese rostro afilado le daban un aspecto peligroso que despertaba poca confianza.
—Cualquiera hubiera esperado que usted fuera un poco más amable, dado que acabo de salvarle la vida —contestó, estirada.
Él se rió con sarcasmo.
—Vaya día... especialmente por el hecho de que una jovencita me ha tenido que salvar la vida de un vampiro. —Se rió con más fuerza.
En ese momento, Victoria se dio cuenta de que él tenía algo en la mano. ¿Era una estaca?
—¿Quién es usted? —le preguntó.
—Soy Maximiliano Pesaro, maestro ejecutor de vampiros.
Capítulo dos
Donde se lleva a cabo una tarea desgarradora
–Fue solamente por precaución, cara —dijo Eustacia mientras dejaba caer sus crujientes articulaciones y sus doloridos músculos sobre su poltrona favorita. Por supuesto, era la favorita gracias a que se trataba de un asiento con respaldo acolchado y con mullidos almohadones en los brazos, y también debido a la mesita que había al lado y en la cual tenía las gafas, el crucifijo y una estaca de espino blanco pulido.
Los viejos hábitos eran difíciles de abandonar.
Kritanu estaba poniendo a prueba a Victoria ahí mismo, en el kalari, el salón de baile elegantemente cortinado de la casa de los Gardella, que había sido equipado como sala de prácticas. Algunos de los rizos negros se le habían desprendido, al igual que le había sucedido a Eustacia cuando se entrenaba para sus actividades de caza... oh, décadas atrás. Victoria llevaba faldas durante esas sesiones de entreno puesto que, debido al dictado social, ésa sería habitualmente su forma de vestir. Eustacia sabía que el pantalón facilitaba dar giros y patadas, pero eso ya vendría más adelante, cuando ella aprendiera el arte marcial chino de qinggong, en el cual ella prácticamente volaría por el aire.
La piel de porcelana de Victoria se había enrojecido y había adoptado un tono rosado oscuro; tenía la frente y el cuello empapados por el sudor, pero la mortífera expresión de su rostro era suficientemente elocuente. Eustacia no podía culparla por estar enojada. Maximiliano había elegido la peor de las maneras de comunicarle su presencia; pero eso era muy típico del carácter de Max. Todo era completamente blanco o negro para Max, mientras que para la mayoría de la gente, incluida Eustacia, podía encontrar distintos matices de grises. La vida resultaba más tolerable si se era capaz de apreciar el color del carbón o el de una ligera niebla.
Victoria había mostrado excelentes cualidades durante su formación y entrenamiento, o kalaripayattu, con Kritanu durante el mes previo a su presentación en sociedad; pero dado que nunca se había enfrentado con un vampiro de verdad, Eustacia había tenido la necesidad de realizar planes para posibles eventualidades durante el debut de Victoria. Resultó que esas precauciones eran innecesarias; y por supuesto, quizá habían conseguido solamente confundir la cuestión principal la noche del baile. Pero Eustacia lo hubiera hecho otra vez si tuviera la oportunidad.
El orgullo de un nuevo venator era un precio muy económico a pagar por la seguridad de sus invitados.
Kritanu observaba con ojos agudos y oscuros a Victoria, que adoptaba una actitud ofensiva y se lanzaba al ataque; dio la vuelta, levantó la pierna y dio una patada a un montón de cojines que estaban cerca de la silla de Eustacia. Los cojines salieron volando y Victoria dejó de girar. Se quedó quieta con las manos en las caderas, justo delante de la silla.
—Tía Eustacia, ¡estuve a punto de clavarle la estaca a él! Aunque le hubiera estado bien merecido.
—Bueno, Victoria, eso ya está pasado. Tienes que aprender a continuar adelante, a dejar la rabia y la frustración a un lado, si quieres convertirte en una formidable venator. Concentración y fuerza, rapidez de pensamiento y valentía... éstas son las características que posees, pero debes refinarlas. Aprender a utilizarlas.
En calidad de venator, descendiente directa por línea sanguínea de la primera Gardella, Victoria había nacido con las habilidades innatas de una formidable cazadora de vampiros. La agilidad, la fuerza y la velocidad ya eran rasgos inherentes en ella; el objetivo del entrenamiento de Kritanu en varias artes marciales era refinar esas habilidades... sacarlas a la luz y enseñarle a utilizarlas. Además, el vis bulla, es decir, el amuleto que ella iba a recibir le conferiría una protección y fuerza adicionales.
Victoria se agachó y giró sobre sí misma para enfrentarse al ataque por detrás de Kritanu, y murmuró algo parecido a «me gustaría perfeccionarle»; pero, por supuesto, Eustacia no estaba dispuesta a admitir ese tipo de charla.
Eustacia se permitió el placer de observar a su amante y compañero lanzarse a una acción ágil y mortífera: esquivó la defensa de Victoria y la lanzó contra el suelo. Kritanu, un nativo de Calcuta enjuto de casi setenta años de edad era un contrincante formidable incluso a su edad. Llevaba un amuleto que era distinto al vis bulla que se les daba a los que ostentaban la categoría de venator, pero que le daba una fuerza añadida; pero incluso sin él, era rápido y fuerte.
Hacía casi cincuenta años que le habían enviado para que instruyera a Eustacia en el arte marcial chino qinggong y en el kalaripayattu, el arte marcial indio que era el favorito de los venators que luchaban contra los vampiros de fuerza sobrehumana. Desde entonces, se había quedado a su lado en calidad de compañero. El hecho de que además compartiera su cama era un tema que mantenían en la discreción, aunque Eustacia tenía la sensación de que Max sospechaba la naturaleza de su relación. El sobrino de Kritanu, Briyani, había sido ayudante de Max durante tres años y los tres hombres pasaban mucho tiempo entrenando juntos.
Eustacia miró a Victoria, que se estaba poniendo en pie. Tenía el pelo revuelto sobre los hombros, pero el rostro expresaba determinación.
—Kritanu, creo que ella ya ha tenido bastante por hoy. Gracias.
Él le dirigió una amable inclinación de cabeza y una mirada tierna y cálida.
—Les pido que me excusen, entonces.
Eustacia se dirigió a su sobrina.
—Deja el orgullo a un lado un momento, Victoria, querida. Max se encontraba aquí como apoyo en el caso de que algo fuera mal. Tú lo hiciste bien, incluso después de que él te hubo revelado su identidad. Serás una buena venator, querida —le dijo—. Y juntas acabaremos con Lilith la Oscura.
La alusión a la enemiga de Eustacia hizo que a Victoria le cambiara la expresión de los ojos y su enojo pareció derrumbarse.
—Me prometiste que me contarías más cosas de Lilith la Oscura cuando hubiera ejecutado a mi primer vampiro. Y también todo lo referente a mi vis bulla.
—Por supuesto; y empezaremos con eso en cuanto te hayas limpiado un poco. ¿Por qué no... ? Ah, aquí está ya. Ahora, Victoria —dijo Eustacia con una mirada de advertencia al ver que Maximilian entraba en la habitación con aire de impaciencia. No esperaba que llegara tan pronto; y por supuesto no le hubiera permitido que llegara si Victoria todavía estaba sin vestirse. Tendría que hablar con Charley —el cocinero y antiguo mayordomo cuando Kritanu tenía otras ocupaciones— otra vez sobre el tema. Sospechaba que volvería a perder la batalla, ya que Charley no podía comprender la posibilidad de negarle nada a Maximiliano; incluida la libertad de ir a cualquier parte de la casa sin anunciarse.
—Signora —la saludó. Le tomó la mano, se la apretó con amabilidad, se la levantó hasta los labios y volvió a déjasela en el regazo. La dulzura del idioma de su tierra natal todavía se notaba en sus palabras y a Eustacia le parecía encantador. Echaba de menos Venecia—. Pido disculpas por mi maldita puntualidad. —Se dio la vuelta hacia Victoria, y Eustacia observó, fascinada, que sus aristocráticas facciones se helaban en una parodia de sonrisa—. Y la señorita Grantworth. Nuestra protége. Le deseo unas buenas tardes. ¿Parece que he interrumpido el entrenamiento?
—Buenas tardes —contestó Victoria, tensa. No se preocupó de levantar la mano y a Max no pareció importarle—. Cómo hay que dirigirse al maestro de los ejecutores de vampiros? ¿Mi señor? ¿Su alteza? ¿Su estaca?
Eustacia intervino antes de que él pudiera decir nada.
—Max, por favor, siéntate. Victoria estaba a punto de quitarse el traje de entrenamiento. Victoria, adelante. Charley llegará pronto con té, o coñac, si lo deseas.
—¿Coñac? Por mucho que me gustara permitírmelo, signora, sabes que no bebo cuando salgo de caza.
Eustacia esperó hasta que Victoria hubo salido y preguntó:
—¿Alguna noticia?
Él cruzó las piernas y se recostó en el respaldo de la silla que había elegido, al lado de la favorita de ella.
—Lilith ha vuelto en busca de un Libro que se llama El Libro de Anwarth. Parece que lo ha localizado en algún punto de Inglaterra. En Londres, para ser exactos. Ha trasladado aquí a todo su séquito.
—El Libro de Anwarth —repitió Eustacia. Un frío escalofrío se le arremolinó en la base de la espalda—. Estoy segura de que debe de haber una razón para haber traído toda su corte aquí. Ya solamente eso me aterroriza, Max. Que se haya desarraigado y abandonado la seguridad de su refugio en las montañas... Nunca he oído hablar de ese Libro, pero mandaré a buscar a Wayren. Si Lilith lo está buscando, no puede ser nada bueno para nosotros. Mandará a los guardianes a por él, estoy segura. Quizá a los imperiales, también.
—Iré a visitar el Cáliz. Quizá pueda saber algo...
—Sí, y Wayren nos ayudará. —Eustacia le miró con una expresión de advertencia, terminando la conversación en cuanto Victoria entró en la habitación—. Ah, Victoria. Qué rápida. Estábamos a punto de repasar la historia de Lilith la Oscura —dijo Eustacia rápidamente, frotándose las manos—. Max, le he contado a Victoria muy poca cosa acerca de ella; creía que sería mejor que tú estuvieras aquí para ayudarnos a completar los detalles.
—Por supuesto. Por favor, signora, cuenta la historia. Yo haré los comentarios cuando sea necesario.
—Muy bien
Victoria se inclinó hacia delante con actitud expectante y, por un momento, Eustacia dudó. Mirando el hermoso e inocente rostro de su sobrina nieta, sintió un gran orgullo. Había clavado una estaca a un vampiro en su primer intento. Había aprendido increíblemente bien su entrenamiento y aceptaba la oscuridad y el mal que se encontraban agazapados en este mundo con una actitud mundana, una actitud que ni siquiera Eustacia había tenido al principio.
Iba a ser una vida difícil. Renunciaría a muchas cosas que las otras chicas de su edad daban por supuestas. Se encontraría en peligro muy a menudo para tratarse de una mujer joven.
Pero, al mismo tiempo, Victoria tendría una vida llena de aventuras y de emociones. Se enfrentaría a las criaturas más malignas que nunca habría podido imaginar, y ahora tenía la fortaleza y la inteligencia para vencerles. Iba a perder el control de una parte de su vida, pero tendría una libertad mayor que la que una mujer joven de su edad podría tener nunca.
Y había sido pronosticado: solamente uno de la línea de los Gardella podía destruir a Lilith.
Max, por formidable y magnífico que fuera, no tenía la sangre de los Gardella; y era ese hecho el que le hacía ser un venator más efectivo y más decidido, quizá.
—Lilith la Oscura es la hija de Judas Iscariote —empezó a decir Eustacia. Había contado ese cuento solamente doce veces en su vida. La primera vez se la había contado al Papa.
Quizá ésta iba a ser la última.
—¿Judas Iscariote? ¿El que traicionó a Jesucristo?
Eustacia asintió con la cabeza.
—Sí. El hombre que traicionó a Jesús por treinta monedas de plata. Es conocido como traidor; pero el Señor le perdonó igual que hizo con toda la humanidad. Pero Judas Iscariote no aceptó el perdón y se ahorcó, tal y como sabes. De esta manera se condenó al infierno eterno. El Diablo le vendió la oportunidad de volver a ser un ser terrenal y le dio el poder de caminar por la tierra en el cuerpo de un humano inmortal, a los que llamamos no muertos. Un no muerto está condenado eternamente una vez que bebe la sangre de un mortal. No puede ser salvado.
»En este estado de maldición, atrapado entre la vida y la muerte, Judas caminó por la tierra durante siglos. Se dice que él fue el primer vampiro; no sé si ésa es la verdad. Pero sí sé que mientras estaba condenado y caminaba por la tierra, convirtió a su hija en una vampiro. Esa hija se llama Lilith la Oscura. Se alimenta de la sangre humana y de la debilidad humana. Lilith es, ahora, la reina de los vampiros, y quiere vengarse de nosotros. Vive de la sangre de los mortales.
—¿Porque nosotros, el mundo de la cristiandad, consideramos a su padre un traidor? —preguntó Victoria.
—Por supuesto. No hay ningún nombre en toda la cristiandad que se pronuncie con mayor desprecio que el de Judas Iscariote. Antes un nombre de orgullo, ahora un nombre sobre el que se escupe, se pronuncia con odio y malicia. Judas se ha ido, pero Lilith merodea por la tierra mientras reúne a su ejército de vampiros y de demonios. Tiene la intención de gobernar el mundo; su fuerza siempre es nuestra debilidad. Nuestra tarea, nuestro legado, es mantener a raya a Lilith y a sus sirvientes.
—Ella y tu tía abuela han sido enemigas durante décadas. Lilith sabe que la única cosa que le impida poseer el mundo es Eustacia y sus poderes. —El rostro de Max mostraba unas arrugas más profundas de lo habitual, pensó Eustacia—. Cuando tu tía vino aquí desde Venecia, al principio, Lilith no pudo encontrarla. Arrasó Venecia, luego Roma y Florencia... envió a su gente a París, a Madrid, a El Cairo y aquí a Londres. Tardó casi dos décadas en encontrar a tu tía. La gente de Eustacia la escondió y la protegió.
—Tú eras el mejor de todos, Max, tan joven como eras. —Había sido joven y decidido. Había perdido a su amado padre y hermana a causa de un vampiro; y estaba sediento de sangre a su manera. Por eso escogió el camino de venator.
—¿Qué está haciendo Lilith ahora? ¿Sabes cuál es su plan? —preguntó Victoria. Sus ojos de color avellana no mostraban ni preocupación ni miedo, como Eustacia temía. No, tenía una mirada aguda y calculadora. Además de intensa. Por Dios, el legado se había transmitido bien.
Por primera vez en años, Eustacia sintió un destello de esperanza de que pronto podría descansar.
—Para triunfar, Lilith debe destruir a tu tía —dijo Max—. Al mismo tiempo, ha enviado hordas de vampiros y de demonios por todo el mundo para convertir a tantos como sea posible. Para alimentarse de su sangre, muerden el cuello de la víctima, y no el pecho, como se cree comúnmente.
—Pero dejan una marca, ¿verdad? —interrumpió Victoria, sintiendo que súbitamente comprendía —. Tres «X» en el pecho de la víctima. Igual que las que han encontrado en los cuerpos de esos hombres cerca del muelle. Fue un vampiro, ¿verdad?
—Eres una jovencita muy bien informada —comentó Max.
Eustacia se apresuró a intervenir.
—Sí, tienes razón, Victoria; pero no puedo imaginarme cómo has sabido esto. Tres «X» representan las treinta monedas de plata que Judas recibió por traicionar a Jesús.
—Lo cual explica el miedo que tienen por todo lo que está hecho de plata. Ese tonto de Quentford fue, definitivamente, víctima de uno de los vampiros de Lilith, y hemos trabajado con gran diligencia para evitar que se asocie el vampirismo con su muerte. Fue una suerte para él que no le transformaran. Tal y como ya debes de saber —dijo Max, mirando desde encima de su nariz larga y recta a Victoria—, si un vampiro se alimenta de un mortal, a menudo es un acto mortífero... pero si él, o ella, quiere, puede compartir la sangre y ofrecer su propia sangre al ser humano en una especie de ritual de unión. Si eso sucede, el ser humano se convierte en un vampiro. Así que el mordisco de un vampiro puede matar a un mortal o le puede convertir en un no muerto. Y algunas veces no sucede ninguna de las dos cosas, si la mordedura no es lo bastante profunda para matar. Nuestro trabajo...
Eustacia lo interrumpió.
—Nuestro trabajo consiste en destruir a tantos de ellos como sea posible mientras intentamos averiguar lo que Lilith está planificando para aumentar su poder. Sabemos que ha trasladado la mayor parte de su corte a Londres; dónde se oculta, no lo sé, y Max todavía no ha podido averiguarlo. No solamente está aquí porque yo estoy aquí, sino porque busca algo que se llama El Libro de Anwarth, del cual todavía no sabemos nada.
—Nosotros, los venators, siempre la hemos detenido, en el pasado. Pero, en el pasado, no estábamos obligados a confiar en chicas jóvenes acabadas de salir del nido —dijo Max, con una maldad que no era característica en él—. Espero que encontrarás tiempo para ayudarnos mientras cumples con tu carné de baile y eliges los vestidos adecuados para las fiestas.
Su sobrina se había levantado de su asiento y se había colocado delante de Max, quien se obligó a no moverse de la silla en la que estaba recostado.
—¿Cumplir con mi carné de baile? Lord Max, o sea como sea que debo llamarle, debo hacerle saber que abandoné mi presentación, ¡que perdí un vals con el marqués de Rockley!, para protegerle del ataque de un vampiro. El estado de mi carné de baile quedó olvidado cuando le seguí a usted y a su acompañante fuera de la sala...
—Protegerme. Sí, por supuesto, me estabas protegiendo de mis propios colmillos, ¿no es verdad?
—¿Cómo podía saber que era usted un venator? A usted no le pareció adecuado comunicármelo hasta que pudo burlarse de mi error. Pero el hecho sigue siendo que yo hice lo que debía hacerse. Y haré lo que deba hacerse en el futuro.
—Victoria. Max. Por favor. No podemos permitir dividirnos en estos momentos. Victoria, tienes que comprenderlo. Antes que tú, solamente ha habido tres mujeres venators más en el último siglo para luchar contra Lilith. Dos de ellas murieron de forma horrible poco después de que fueran reclutadas por el Legado y recibieran su vis bulla.
—Y la tercera está aquí sentada, hablando con nosotros. —Max inclinó la cabeza en dirección a Eustacia—. No hay nadie que te llegue a la suela de los zapatos, signora. Tú eres la Primera Elegida que nos unirá y nos conducirá para derrotar a Lilith.
Victoria miró a Eustacia, atónita.
—¿Eres una cazadora de vampiros? ¿Una venator?
Max se burló.
—No, por supuesto que no. Lilith la Oscura teme a tu tía porque se queda sentada en casa y se peina cada día. Por supuesto que es una venator.
Eustacia tenía que admitir el valor de Victoria; no mostró la más mínima señal de que hubiera prestado atención al comentario de Max.
—No me había dado cuenta, tía. Creí que eras una especie de profesora, una guía. Como Kritanu. No sabía que cazabas vampiros.
—Por supuesto. Y tú, querida, eres la primera de mi línea de sangre que ha sido elegida... y que ha aceptado la responsabilidad que eso supone.
—Y ésa —dijo Max, poniéndose en pie— es la razón exacta por la cual Lilith la Oscura está tan decidida a encontrar ese Libro de Anwarth pronto, antes de que tú termines tu formación. —Su tono de voz daba a entender que no comprendía por qué Lilith podía pensar que Victoria fuera una gran amenaza—. Debo pediros que me disculpes ahora, señora. Las calles iluminadas por la luna me esperan.
—Voy a buscar mi estaca —dijo Victoria.
Max se estiró en toda su imponente altura y la miró desde la larga y estrecha nariz. Verdaderamente era imponente, pensó Eustacia con afecto.
—Tu oferta de ayuda es muy apreciada, señorita Grantworth, pero creo que seré capaz de manejar a tres vampiros sin ponerte en peligro de que te rasgues las faldas o de que pierdas el sombrero. Y, bueno, no sería nada bueno que, por error, le clavaras la estaca a un sereno o a, cómo se llaman..., un agente de la policía.
Se puso el abrigo y de sus profundidades sacó una estaca negra de aspecto peligroso.
—Cuando tengas un poco más de práctica, y hayas recibido tu amuleto vis bulla, seguro que realizarás tus propias rondas.
Eustacia casi tenía miedo de mirar a su sobrina; sabía exactamente cuál sería la expresión de su rostro y de su postura. ¿Qué le pasaba a Max? No era precisamente alguien que cuidara las palabras, eso era verdad, pero esa expresión de su cara decía que estaba preocupado por algo más que por tres vampiros comunes... pero se había mostrado más mordaz con Victoria de lo habitual.
Era casi como si quisiera desanimarla de continuar con su trabajo.
Quizá era eso. Quizá creía que ella no estaba preparada para ese papel.
Eustacia levantó la mano y le acarició el cabello oscuro a Victoria. Sentía las mismas dudas acerca de si exponer a su amada sobrina al mal del mundo... pero al mismo tiempo, no tenía otra elección.
Victoria había sido elegida, y ella había aceptado ese destino.
Ahora tenían que confiar en que tendría éxito.
Dos días después de que Maximilian hubiera abandonado esa habitación para ir a cazar vampiros, Victoria ideó una excusa para librarse de una tarde de compromisos sociales e ir a visitar a su tía abuela.
Ese era el día más importante: había superado la prueba y había clavado su estaca a un vampiro por primera vez, e iba a recibir su vis bulla.
Así que allí se encontraba, a punto de dar el último paso hacia su destino. Victoria y su tía se encontraban en una pequeña habitación del primer piso de la casa de los Gardella. Las ventanas estaban cubiertas por unas tupidas cortinas, y los muebles eran escasos y sencillos, excepto el enorme armario que había al otro extremo de la habitación, y que era tan alto como Victoria, cuyas dos puertas estaban profusamente ornamentadas.
Por toda la habitación había velas encendidas, y sobre algunas de las llamas, en unos pequeños recipientes, se calentaban lentamente unas hierbas sumergidas en agua que impregnaban el ambiente de un agradable aroma a verbena y a mirra. De una de las paredes pendía un enorme crucifijo, sencillo pero imperioso. Estaba hecho con dos largas piezas de madera perfectamente ensambladas, y sin ningún adorno. La mesa, muy larga, tenía montones de Libros viejos, jarrones y frascos de hierbas, aceites y de otros objetos que Victoria no podía identificar.
—El vis bulla es la herramienta más importante para el éxito de un venator —le dijo tía Eustacia mientras se sentaba en su enorme poltrona tapizada. Era la única pieza del mobiliario que parecía cómoda.
—Hoy, al aceptar el tuyo, aceptas también tu destino de pertenecer al legado de los Gardella. Vas a dedicar la vida al duro trabajo de eliminar el mal de los no muertos de esta tierra, a proteger a los mortales del constante acoso de Satán y de sus seguidores. Si aceptas, Victoria, debes saber que no hay forma de volver atrás.
—¿Qué ocurriría si decidiera no aceptar el vis bulla?
Eustacia se quedó inmóvil y la miró con ojos penetrantes.
—¿Es eso lo que quieres?
—No, tía. He tomado mi decisión. Aceptaré el legado. Pero me preguntaba qué sucedería.
Pareció que su tía se relajaba.
—Si eliges no continuar adelante, tendrías que someterte a un ritual en el cual se te borrarían todos los conocimientos que has ganado hasta ahora, así como tus habilidades y tu sensibilidad innatas que posees en calidad de venator, unas habilidades con las que has nacido y que, simplemente, han estado dormidas hasta que empezaste a tener los sueños. Esas habilidades y sensibilidades serían ofrecidas a otro.
—¿Ha hecho alguien esto alguna vez?
—Por supuesto, sí. Muchas veces a lo largo de los años, algunos hombres jóvenes, y en algunos casos algunas mujeres jóvenes, han decidido volver a una vida de ignorancia.
—¿Y no saben nada de esto? ¿No hay nada que puedan ver u oír y que les pueda hacer recordar?
—Nada. Es para protegerles a ellos, al igual que para protegernos a nosotros.
—¿Hay... hay alguien a quien yo conozca y que haya sido elegido pero que no haya aceptado el vis bulla?
—Sí, Victoria. Tu madre fue una de esas personas. Y como ella eligió no formar parte del legado, sus poderes han pasado a ti.
—¿Mi madre?
Eustacia asintió con la cabeza.
—Sí. Había conocido a tu padre, se había enamorado de él durante la época de su presentación en sociedad, cuando empezaron a aparecer los sueños. Cuando llegó el momento de hacer la elección, ella eligió a tu padre.
—¿Hay alguna repercusión para quienes son elegidos y deciden no aceptar el legado?
Eustacia tomó las manos de Victoria con las suyas, frías y delicadas.
—La única consecuencia es la pérdida de conocimiento, y el hecho de que los poderes y los instintos pasan a un descendiente. Y esos poderes que se transmiten de esa manera se ven multiplicados por el número de generaciones que han decidido negar el legado. En tu caso, tú eres la tercera de una línea de personas que decidieron no aceptar el legado, así que es probable que tengas una gran habilidad y un gran instinto.
—¿Tercera generación? ¿Mi madre y quién más? ¿Quién ignoró el legado y permitió así que éste pasara a mi madre?
—Mi hermano. El padre de tu madre, Renald. Yo ya había sido elegida cuando Renald empezó a tener los sueños. Es muy poco frecuente que dos personas tan cercanas sean llamadas al mismo tiempo. Pero mi hermano decidió no aceptar la misión y tu madre hizo lo mismo. Por eso mismo estamos aquí, ahora. Tú y yo, Victoria. Las únicas Gardella que descienden directamente de la línea de los Gardella. El resto procede de ramas más remotas de la familia. Sus poderes han quedado mucho más diluidos frente a los nuestros. E incluso hay algunos venators que no guardan una relación de consanguinidad con nosotros y que, sin embargo, han elegido bajo su responsabilidad ser venators.
—Aquellos que no han sido elegidos por mandato divino —como sí que lo hemos sido nosotras, de la familia de los Gardella—, sino que eligen serlo deben realizar muchas tareas realmente importantes y peligrosas... e incluso cuando no poseen ninguna garantía de que puedan aceptar un vis bulla. Pero cuando reciben el amuleto, son igual de poderosos que nosotros. No les hace ser menos hábiles que nosotros, pero dado que nosotras pertenecemos a la línea original, llevamos la carga más pesada.
—¿Nosotras somos las únicas venators?
—En todo el mundo, habrá, quizá, unos cien venators. Y hay miles y miles de no muertos, y su número crece cada día. Nunca podemos descansar en esta batalla porque cuando bajamos la guardia ellos incrementan su fuerza y su poder. Es por eso que llamé a Max para que viniera desde Venecia, porque dado que Londres se ha convertido en la fortaleza de Lilith, necesitamos más ayuda. El otro venator que estaba aquí en Inglaterra murió hace tres meses.
—¿Max es un Gardella? ¿Es un venator de verdad?
Eustacia la miró con ojos tan penetrantes que Victoria estuvo a punto de dar un paso hacia atrás. Nunca había visto una expresión tan fiera en el rostro de su tía.
—Max es mucho más un venator que tú, Victoria. Escogió este camino con gran peligro y, en estos momentos, es el venator más poderoso... después de mí. A mí me llaman Illa Gardella, y tú lo serás también algún día, cuando yo ya no esté. Pero yo... la artritis y la edad me hacen ser mucho más lenta. Solamente porque no tiene la sangre de los Gardella no es el Primer Elegido.
Su rostro adquirió una expresión más amable.
—Y ahora, querida, si tu curiosidad ya ha sido bastante satisfecha, podrías traerme el Libro del armario. —Con el dedo perpetuamente curvado, la única parte de su cuerpo que delataba su edad, señaló en dirección al armario de caoba que estaba colocado contra una de las paredes de su salón privado.
Victoria se dirigió hacia el pulido mueble y, con cuidado, introdujo una pequeña llave que su tía habitualmente llevaba colgada del cuello con una resistente cadena de oro. Clic, clic, clac... la llave giró y la cerradura se abrió.
Ella nunca se había acercado sola al armario y, por supuesto, nunca le habían dado la llave para abrirlo. Se dio cuenta de que estaba aguantando la respiración al abrir las dos puertas, como si fuera un mayordomo que abriera las puertas francesas con gesto dramático para dar paso a un grupo de invitados al comedor.
Dentro del armario, encima de un estante ligeramente inclinado, descansaba un viejo Libro: la Santa Biblia.
Era un Libro pesado, los bordes de las páginas eran dorados y brillaban obstinadamente a pesar de lo viejo que era. La cubierta de piel tenía sus esquinas bastante deterioradas y magulladas, pero el lomo estaba entero y tres marcadores de seda descoloridos colgaban de sus puntos de sujeción.
Victoria se lo acercó a tía Eustacia y se lo dejó encima del regazo para que la anciana mujer pudiera leerlo.
—Si cumples tu destino, Victoria, tú triunfarás por todos nosotros. —Se rió ligeramente—. Tu nombre te define, querida. Quizá éste sea otro signo.
Abrió la cubierta del Libro y le señaló unas palabras que estaban escritas en distintos tonos de negro, marrón y sepia.
—Éstos son los nombres de los Gardella que han aceptado el legado —le dijo, resiguiendo las líneas con los dedos—. Las páginas originales de esta Biblia le fueron dadas a la familia durante la Edad Media. Hace seiscientos años. —Alzó la mirada y sus ojos oscuros se hicieron aún más penetrantes—. Tienes que saber que ha habido venators en la familia Gardella desde que Judas Iscariote se ahorcó y Satán le trajo de nuevo a la tierra. Pero no teníamos dónde dejar testimonio de nuestra historia hasta que un monje Gardella escribió este Libro en el siglo XII. Las páginas han sido cosidas y vueltas a coser, y hemos añadido más páginas a medida que han ido pasando las décadas.
Su tía pasaba las páginas sepia con cuidado, que crujían como un agradable fuego. Victoria vio algunas imágenes en ellas; en otras vio una escritura que empezaba a desaparecer, línea tras línea. Letras adornadas, así como diseños e ilustraciones en tonos descoloridos decoraban las primeras letras de cada Libro de la Biblia.
—Este Libro no sólo contiene la palabra de Dios, sino también los secretos de la familia Gardella, incluidas las oraciones y los encantamientos que dan poder a tu vis bulla. Así que, ahora, querida, ¿estás preparada para empezar?
A Victoria el corazón le latía con fuerza, pero asintió sin dudarlo.
—Bien —dijo Eustacia—. Voy a llamar a los demás. —Al ver la mirada de sorpresa de Victoria, continuó—: El poder que encierra tu vis no es posible traspasarlo solamente a través de mí. Otros, que conocen este asunto y que, a pesar de que no son venators, son también muy hábiles y sabios, nos esperan en el salón. Victoria, debes tumbarte en ese sofá de allí. Ya estás vestida de forma adecuada. Vamos, túmbate. Avisaré a los demás.
Victoria hizo lo que le habían dicho y se acomodó en el largo sofá con la espalda ligeramente incorporada y las piernas extendidas. Observó el vestido de entrenamiento que llevaba puesto: le quedaba muy suelto y estaba abotonado desde el cuello hasta los tobillos.
A partir de ese momento, las cosas sucedieron muy deprisa y, al mismo tiempo, con una lentitud infinitesimal. Tía Eustacia se movía por la habitación, que de repente estaba mucho más oscura, iluminada solamente por una vela. Los otros participantes permanecieron en las sombras, pero Victoria reconoció a Kritanu y a Maximilian, al igual que a Briyani, el sobrino de Kritanu, que también se quedó en el perímetro. Algo dulce se notaba en el aire, y Victoria se sintió relajada y expectante.
—Ahora empezaremos trayendo a la mente el objetivo por el cual nos hemos reunido. —Eustacia empezó a hablar en algún idioma que Victoria tardó unos momentos en identificar: era latín. Los demás se unieron a ella y continuaron. Los olores de la habitación se hicieron más intensos y entonces Eustacia se colocó al lado de Victoria.
Sintió que los cálidos y curvados dedos de Eustacia le tocaban el estómago, y lo contrajo en un acto reflejo. Entonces sintió frío mientras le desabrochaban un botón tras otro. Le abrieron la ropa justo en la parte de la barriga y, desde la posición que estaba, Victoria veía la parte de piel del abdomen y del ombligo.
—Forjado con plata en la tierra del lugar más sagrado —dijo Eustacia—, este vis bulla te otorgará una fuerza y un poder de curación poco común, Victoria Gardella. Te dará claridad y poder cuando más lo necesites al luchar contra el mal que amenaza nuestro mundo.
Victoria observó que Kritanu empujaba una pequeña mesa hasta donde se encontraba su tía de la cual ella tomó una pequeña jarra llena de un líquido claro. Algo brillaba en el fondo de la jarra.
—Este objeto sagrado, sumergido en agua sagrada del Vaticano, traída de la Tierra Santa, será tu fuerza. —Introdujo los dedos dentro del agua y sacó un pequeño objeto de plata: el vis bulla.
A pesar de que la luz era tenue, Victoria pudo ver con claridad un pequeño crucifijo de plata que colgaba de un fino aro de plata. El aro era más pequeño que un anillo del tamaño de su dedo meñique.
Mientras Victoria observaba, Kritanu tomó un finísimo hilo de plata, quizá de la longitud de la palma de la mano y delgado como una aguja. Lo curvó ligeramente, y formó con él un semicírculo. Victoria sintió la calidez de las manos de Kritanu en el abdomen y se le aceleró la respiración. Él trabajó con suavidad y, con un movimiento limpio y rápido, pasó la aguja por la piel de la parte superior de la zona del ombligo. Eustacia le dio el vis bulla y, con una breve punzada, lo colocó en su sitio.
Sintió la cruz fría sobre la barriga, pero el dolor del pinchazo al atravesar la piel ya estaba poco a poco desapareciendo. Tía Eustacia hizo el signo de la cruz sobre el vientre de Victoria y le volvió a abrochar el camisón. Los otros participantes rezaron una oración más y luego salieron de la habitación en fila, dejando a Eustacia y a Victoria a solas.
—Este regalo se te ofrece como recompensa por tu vida de dedicación y por los sacrificios que vas a realizar. Mientras este amuleto de fuerza esté en contacto con tu piel, tú serás fuerte físicamente y sanarás con rapidez. Tus movimientos serán rápidos y poderosos, tu mente aguda y clara. No tiene efecto en ninguna otra persona. No te hace invencible, y tampoco te hace inmortal.
Ayudó a Victoria a sentarse en el sofá y la abrazó con una fuerza sorprendente.
—Llévalo bien, Victoria, y que Dios te acompañe en la realización de tu trabajo.
Capítulo tres
La señorita Grantworth se equivoca
-¡Nuestra encantadora debutante ha conseguido llamar la atención del soltero más esquivo de Londres! —chilló la duquesa de Farnham en un tono decididamente poco adecuado para una duquesa mientras rebuscaba en la bandeja de galletas de té—. ¡Rockley no le pudo quitar los ojos de encima en toda la noche durante la cena de los Roweford!
—Él estaba anotado en su lista por segunda vez, pero Victoria desapareció por algún ridículo motivo y no pudo reclamarle el baile —se quejó Melisande. Tomó su galletita favorita, una de moras, y le puso una cucharada de nata encima—. Parecía bastante decepcionado. No pude encontrarla en ninguna parte, y cuando volvió me contó un cuento absurdo de que había ido a ayudar a una de las chicas a buscar su abrigo. —Le dio un mordisco a la galletita y se limpió un poco de nata que le había quedado en la comisura de los labios—. Le recordé que su única preocupación tenía que ser el encontrar un buen marido... ¡y que esas otras chicas no eran más que competidoras!
—¿No fue ésa la noche en que el señor Beresford-Gellingham desapareció? —preguntó Petronilla, mirando el plato de pastas de té y galletas con desconfianza, como si uno de ellos fuera a aterrizar en sus manos y a abrirse paso a la fuerza por su esbelto cuello—. ¡Éste ha sido el tercer incidente en menos de un mes!
Winifred, la duquesa, había renunciado a la técnica de Melly de mordisquear en favor del proceso de tragárselo todo de una; por eso tenía la boca llena de galletas de limón por lo que tuvo que recurrir a asentir vehementemente con la cabeza. Cuando lo hubo engullido todo y tomado un sorbo de té para poder tragar hasta la última miga por la garganta, dijo:
—¡Desapareció y no se ha sabido nada de él desde entonces! Parece que nadie tiene ni idea de adonde ha ido.
—¡Y toda esa gente terriblemente desfigurada con las «X» en el pecho! —exclamó Melly—. ¡Abandonados en los muelles hasta morir! No puedo imaginar qué es lo que debe de estar causando estos estragos.
Petronilla se inclinó hacia delante y con ojos brillantes y el tono de voz bajo, dijo:
—Solamente hay una cosa que puede provocar este tipo de destrucción: ¡vampiros!
Winnie dio un respingo encima de la silla y al intentar tomar aire se atragantó con las galletas y empezó a toser. Dio un sorbo de té con la barbilla temblorosa y los ojos desorbitados mientras miraba por encima del borde de la taza.
—No seas ridícula, Nilly —le dijo Melly—. A pesar de la tendencia que tiene mi tía de llevar agua bendita y de dar ajo a cualquiera que lo acepte, sabes perfectamente que los vampiros no existen. Has leído demasiadas novelas de terror.
—Sin duda los agentes de la policía los hubieran detenido si se hubiera tratado de vampiros —consiguió decir Winnie, con voz entrecortada—. Quizá tendría que pensar en la posibilidad de volver a ponerme el crucifijo.
—Los agentes de la policía no los pueden detener —le dijo Petronilla en tono tranquilo—. Tienen poderes sobrehumanos. Son más fuertes que el más fuerte de los hombres, y tienen un encanto al que es imposible resistirse. —Sonrió con complacencia y su rostro adquirió una expresión soñadora—. Según el Libro de Polidori, y todo el mundo sabe que él es un experto en vampiros, un vampiro puede seducir a una mujer solamente con la mirada. Incluso encontrándose en el otro extremo de la sala.
—Nilly, ¿te has excedido con el jerez esta noche? No existen los vampiros —exclamó Melly—. Estás asustando a Winnie, y los sirvientes creerán que estás loca si te oyen decir estas fantasías acerca de unas criaturas malignas que ni siquiera existen. Tenemos cosas mucho más importantes de qué preocuparnos, por ejemplo, en cómo incrementar el interés de Rockley por Victoria. No creo que ponga los pies en Almack's, pero quizá le veamos en algún otro evento esta semana.
Winifred se sumó, ansiosa, al cambio de tema de la conversación.
—Va a asistir al baile de los Dunstead mañana por la noche. Si no habéis sido invitadas, puedo arreglarlo.
—Hemos sido invitadas y tenemos pensado asistir. ¡Y esta vez no voy a quitarle la vista de encima a Victoria hasta que haya bailado dos veces con el marqués! —dijo Melly con determinación.
—Te ayudaremos —repuso Winnie después de dar un trago al té sin azúcar. El azúcar acostumbraba a añadir unos kilos indeseados en las caderas si una no iba con cuidado—. ¡Si hay vampiros acechando en la oscuridad, lo último que queremos es que Victoria se encuentre cara a cara con uno de ellos!
—Señorita Grantworth... por fin tengo la oportunidad de reclamar el baile que había perdido.
Victoria se dio la vuelta al oír esa voz cálida y melosa y se encontró cara a cara con el marqués de Rockley. Él sonreía seductoramente y con expresión amable, mientras sus ojos, azules y de párpados pesados, brillaban de satisfacción.
—Milord —contestó ella, devolviéndole la sonrisa—. Muy amable por su parte al recordarme mis abominables modales de la otra noche.
Él debió de apreciar el sentido del humor, dado que le ofreció el brazo y respondió:
—¿De qué otra manera podría conseguir que intentara lograr mis disculpas? Después de todo, dar la excusa de que su anciana tía no se sentía muy bien... bueno, es fácil pensar que ése era un motivo como otro para renunciar al baile.
—Aja —dijo Victoria, pasándole la mano por el brazo—, no me di cuenta de que mi excusa era tan transparente. ¡Quizá la próxima vez me vea obligada a inventarme una enfermedad fatal, o algo por el estilo!
—Tengo la esperanza, señorita Grantworth, de que no va a inventarse más excusas para evitar un baile conmigo porque le aseguro que no le voy a pisar los pies, a pesar del hecho de que los míos son tres veces más grandes que los suyos.
—Ah, me habéis descubierto... ésa fue precisamente la razón por la que me aseguré de no estar disponible cuando llegara el momento de nuestro baile. Los rumores acerca de las marcas negras y moradas de los pies de las demás debutantes... bueno, son bastante terroríficos. ¡Ay! Tendré que arriesgar mis suaves pies dado que me habéis pillado. —Riendo, apretó la mano alrededor del brazo de él, sorprendida de la solidez del mismo incluso a través de los guantes y del fino tejido de la chaqueta. Levantó la mirada hacia él y volvió a sentir esa ligera familiaridad, como si le hubiera conocido en otra época.
—Parece que es un vals, señorita Grantworth... lady Melisande, ¿me permitís bailar este vals con vuestra hija? —dijo, mirando por encima del hombro.
—Por supuesto, Rockley, por supuesto —dijo lady Melly, emocionada—. ¡Milord, espero que disfrutéis del baile! —Le brillaban los ojos.
—Es obvio que sí —murmuró Victoria mientras Rockley la conducía por delante.
Al darse la vuelta, chocó levemente contra el cuerpo de él que la miró con una sonrisa de complicidad.
—¿Es obvio que sí qué, señorita Grantworth?
—Que espero que disfrutéis del baile conmigo; pero estoy segura de que no sois tan duro de oído como yo. Debe de ser difícil para usted, ahora que usted, el esquivo marqués de Rockley, ha anunciado que está buscando prometida. Todas las mamás se han puesto a la cola, cómplices en la estrategia para atraeros a su redil.
Entraron en la pista de la sala de baile de la casa del duque y de la duquesa de Dunstead. Con un gesto suave y practicado, Rockley le hizo pasar un brazo por detrás de la propia espalda para hacerla girar sobre sí misma.
—¿No podéis imaginaros lo que significa estar en este tipo de apuro? —La tomó de la mano y entraron al paso de la música.
—No, la verdad es que no. —Levantó la mirada y encontró los ojos de él clavados en ella con expresión burlona.
—Pero ¿no os encontráis en esa misma posición? Colocada en el escaparate para todos los jóvenes... y los no tan jóvenes —añadió, con una sonrisa compungida— que buscan casarse con alguien que les dé a su heredero. Seguramente usted debe de sentir la misma presión que la sociedad ejerce en todos nosotros, los burgueses solteros.
El dolor sordo que notaba en el ombligo era el recordatorio de la mayor presión de todas. Había ejecutado a dos vampiros desde que había recibido el vis bulla; uno en el baile de Roweford (que la había obligado a perderse el segundo baile con Rockley, para su desgracia); y otro durante el descanso en el teatro de Drury Lane. Las dos veces que había clavado las estacas había sentido temor y júbilo al mismo tiempo. El aspecto más difícil, de todas maneras, fue el inventar un motivo para ausentarse y realizar su deber. Por suerte, tía Eustacia había asistido a ambos eventos y la había podido ayudar a escapar.
Victoria le devolvió la sonrisa al marqués.
—Noto la presión, pero no tengo intención de sucumbir a ella.
Él pareció sorprendido.
—¿No deseáis casaros? ¿Está al corriente de esto vuestra madre?
—No es que no desee casarme; eso sí tengo intención de hacerlo —le explicó con honestidad mientras él le hacía dar vueltas por la pista— Lo único es que no tengo intención de dejarme apresurar en tomar una decisión que me afectará durante el resto de mi vida. —Especialmente porque acababa de tomar una decisión como ésa al aceptar el legado de los Gardella.
Pero eso era distinto.
Tampoco era como que ninguna otra mujer u hombre de los que se encontraban en el baile esa noche tuviera que tomar una decisión como ésa.
La sorpresa desapareció del rostro de él.
—Por supuesto, puedo comprender este sentimiento, señorita Grantworth. No estoy seguro de que vuestra madre, que nos está mirando con expresión confabuladora en este momento, estuviera de acuerdo con usted, pero yo si estoy completamente de acuerdo.
Victoria lo miró y sonrió. Sentía el cuerpo inundado por el placer y la alegría de deslizarse por la pista de baile nada menos que con el marqués de Rockley. Seguro que Rockley era el hombre soltero más atractivo, agradable y rico que había en el baile. Y la miraba con un interés que era evidente.
—Señorita Grantworth, tengo que hacerle una confesión.
—¿Oh? —exclamó ella, levantando las cejas delicadamente. Cada vez que le miraba, notaba un agradable mariposeo en el estómago; un mariposeo placentero y expectante.
—Nos conocimos hace mucho tiempo... y no he sido capaz de olvidarla.
—Es verdad que parece que nos conozcamos —contestó ella— Me he estado preguntando lo mismo... pero, debo confesar que no recuerdo ni cuándo ni dónde fue.
—Su franqueza me duele, señorita Grantworth, pero debo contarle la historia. Quizá eso le haga recordar. Unas propiedades de mi padre colindaban con Prewitt Shore, el terreno de su familia, creo. Y un verano, hace muchos años, yo quizá tenía dieciséis años, salí a cabalgar con uno de los sementales de las caballerizas. Por supuesto, se suponía que yo no debía montar a ese semental —añadió con una ligera sonrisa de orgullo— pero por supuesto, yo era un diablo y lo hice. Llegué a toda velocidad hasta un prado sin darme cuenta de que había entrado en el terreno de nuestro vecino, y... ah, pero ya lo recuerda, ¿verdad?
El rostro de Victoria se había iluminado con una sonrisa.
—¡Phillip! ¡Yo le conocía como Phillip, no me dijo que era el hijo del marqués! —Recordaba la escena; había estado enterrada en el fondo de la memoria, ese verano en que ella tenía doce años, pero ahora lo recordaba como si fuera ayer. Un joven robusto de pelo negro que atravesaba volando los campos en ese caluroso día de verano—. ¡Saltó por encima de una valla y su montura se cayó, igual que usted, al suelo!
El rió a carcajadas.
— Sí, y pagué por mi audacia. Pero la conocí a usted, a esa bonita niña de pelo negro que corrió a ayudarme y se aseguró de que me curaran. E incluso fue en busca de Ranger, el semental, para que no volviera a las caballerizas sin mí y delatara mi derrota. Si recuerdo bien, cuando estuvo segura de que yo no tenía ninguna herida grave, se pasó los diez minutos siguientes reprendiéndome por mi locura. La imagen de usted frente a mí, sujetando las riendas de ese caballo castaño mientras me flagelaba con la lengua, se ha quedado conmigo desde entonces.
Victoria apartó la vista con recato.
—Debí de ser muy atrevida para hablarle así a un hombre a quien no conocía.
—Por supuesto, y fue su atrevimiento, y su valentía, lo que me intrigó. No la he olvidado, señorita Grantworth, porque dejó muy impresionado a ese joven. Y —añadió en el momento en que la música cesaba— está claro que no habéis perdido la valentía, ni vuestras opiniones, ni la originalidad... porque estoy completamente seguro de que no hay ninguna otra debutante en esta habitación, ni entre la flor y nata de la sociedad, a quien le preocupe tan poco encontrar un marido como a usted.
—Y yo nunca he olvidado de verdad a ese joven que cabalgaba con tanto abandono y despreocupación, de una forma que yo solamente podía soñar con hacer. Os envidié por eso. ¡Y casi no me puedo creer que seáis el mismo chico! El hijo del marqués... nunca lo hubiera averiguado.
Él la miró, sonriendo, y ella volvió a sentir el rostro acalorado.
—Algún día quizá cabalguemos juntos, señorita Grantworth. Y podrá probar la experiencia de saltar las vallas y correr por los prados. Le prometo que no se lo contaré a nadie.
—Y haré que vuestra palabra de caballero defienda esa promesa.
Cuando terminaron de bailar, lord Rockley la llevó de vuelta con su madre y con lady Winnie.
—Tengo mucha sed, quizá ustedes también. ¿Quiere que le traiga un poco de limonada, señorita Grantworth? ¿Y por supuesto a ustedes, lady Melisande, duquesa Farnham?
—Oh, no os preocupéis, lord Rockley —gorjeó la madre de Victoria—. Pero estoy segura de que a Victoria le gustaría beber algo.
Victoria le guiñó un ojo disimuladamente a lord Rockley, pero apartó la mano de la de él.
—Lo siento, milord, pero veo que se acerca mi próximo compañero de baile. ¿Quizá más tarde vuelva a tener usted sed?
—Por supuesto, milady. Estoy seguro de que tendré sed el resto de la noche. —Bajó levemente los párpados y le sonrió con complicidad mientras le tomaba una mano y se la llevaba a los labios.
Lord Stackley fue el compañero de baile en la cuadrilla, y la condujo en todos los pasos con entusiasmo aunque no con habilidad. A pesar de que la pisó dos veces con todo su peso, Victoria casi no se dio cuenta. El vis bulla no solamente era bueno para cazar vampiros... ¡también era una protección contra los caballeros torpes!
Después de lord Stackley, bailó con el barón Ledbetter. Otra cuadrilla. Y luego con el hermano mayor de lady Gwendolyn, lord Starcasset, vizconde de Claythorne.
Pero fue durante otro vals, que bailaba con el alto y desgarbado barón Truscott, cuando Victoria sintió un escalofrío familiar en la nuca. Hasta ese momento casi se había olvidado de que había otras cosas de qué preocuparse aparte de si iba a recibir otro pisotón en el pie antes de que la noche finalizara.
Mientras Truscott la hacía girar sobre sí misma, no con tanta elegancia como Rockley pero con cierta eficiencia, Victoria observó a los bailarines y a los invitados que se encontraban en el salón de baile. No iba a cometer el mismo error de antes, el de asumir que el depredador era el que tenía el aspecto más parecido al que se suponía que debía tener un vampiro: alto, oscuro y arrogante.
Al cabo de unos momentos ya estaba bastante segura de que la presencia que notaba correspondía a un hombre de pelo castaño y nariz bastante aguileña que se encontraba en compañía de una mujer a quien ella no conocía. No apartó la vista de la pareja en ningún momento mientras Truscott les abría paso entre los demás bailarines. Mientras permanecieran en la sala, la joven estaba a salvo. Eso le daba tiempo para deshacerse de Truscott y pensar en alguna forma de encontrar al vampiro a solas.
No podía clavarle la estaca en medio del baile.
Pero era extraño. Los vampiros no podían entrar en una casa si el propietario no les había invitado, o alguien que ejerciera las funciones de propietario. Los encuentros como ese baile en la casa de los Dunstead se realizaban por invitación, y solamente eran para los miembros de la flor y nata, por supuesto. Entonces, ¿cómo conseguían los vampiros entrar en un baile?
Suponía que era debido a las idas y venidas de los miembros del servicio, y de la masa de gente que era invitada a eventos como ésos. Había muchas formas de ser invitado a una casa... por algo tan sencillo como el envío de un ramo de flores o el trozo de ternera que se iba a servir con la cena. Y cuando la invitación había sido extendida a otros, ésta era válida hasta que el propietario no lo modificaba.
Por fin el baile terminó, pero Victoria desfalleció cuando Truscott se abrió paso hasta las mesas llenas de bebidas y pasteles... justo al otro extremo de donde el vampiro se encontraba de pie, observando.
Observándola.
Victoria se sobresaltó al darse cuenta de que los ojos fríos de él se habían clavado en ella. Sin pestañear. Los notaba desde el otro extremo de la habitación.
Y entonces, él levantó una de las comisuras de los labios, en una media sonrisa, sin dejar de mirarla. Le hizo un leve saludo con la cabeza. Y entonces pasó un brazo por la cintura de la mujer que se encontraba a su lado y empezó a alejarla de allí.
Un desafío.
Hasta ese momento el escalofrío solamente le había erizado la nuca, pero ahora sentía los cabellos tiesos y el escalofrío era helado.
—Lord Truscott, debo pedirle que me disculpe —dijo Victoria rápidamente, apartando el brazo del de él y sin hacer caso del vaso de limonada que él le ofrecía—. Creo... creo que tengo una costura del vestido rota y tengo... que arreglarlo.
—Pero, señorita Grantworth...
—Por favor, discúlpeme. —Se escurrió de él y se apresuró todo lo que pudo empujando a las personas que rodeaban la pista de baile. Hubiera sido más rápido pasar entre las parejas que estaban bailando, pero eso hubiera llamado la atención. ¡Rogaba a Dios que ni su madre ni esas dos viejas brujas la vieran!
Mantuvo la vista fija en la cabeza oscura del vampiro, lo cual fue más difícil que cuando siguió a Maximilian; porque este hombre tenía una altura media, y se perdió entre algunos de los invitados. La pareja caminó a paso tranquilo por la sala y giró por un punto donde parecía haber un pasillo.
Las faldas se le enredaban entre los muslos, pero hubiera resultado más incómodo si las faldas hubieran sido confeccionadas con un tejido más pesado que ese ligero chiffon. Se agachó con rapidez y deslizó la mano por debajo de la falda para sacar la estrecha estaca de madera que llevaba enganchada en la liga.
Notaba la estaca sólida y confortable en la mano. Ésta era más delgada que la que había utilizado contra el vampiro de su baile de presentación, pero según tía Eustacia, era igual de potente que una más gruesa. El truco consistía, según le había dicho, en encontrar una estaca que fuera lo bastante ligera para poder esconderla y llevarla con facilidad, pero lo bastante fuerte para que no se rompiera cuando la clavara en la caja torácica de un vampiro.
Victoria se apresuró por el pasillo, prestando atención tanto con los oídos como con su instinto. No estaba segura de cuál era la habitación en la que habían desaparecido... pero al notar que la sensación helada en la nuca se le hacía insoportable de tan intensa, se detuvo delante de una puerta abierta.
Él la estaría esperando; pero que no la vieran no era tan importante como la habilidad y la astucia. ¿La sentía él de la misma manera en que ella lo notaba a él? Debía de ser así, si no, ¿cómo la había detectado?
Abrió la puerta de un empujón con el pie y esperó. Desde ese lugar, cerca de la pared del pasillo, podía ver el interior de la habitación. Parecía un gabinete. Al otro extremo había una chimenea con el fuego encendido y se veía unos cuantos sofás alrededor de una alfombra persa roja y naranja. Un movimiento le llamó la atención y vio una ligerísima sombra que se desplazaba.
¿Era la sombra del vampiro... o de su víctima, como cebo?
Quizá el vampiro estaba escondido tras la puerta y esperaba a Victoria.
Sabía cómo solucionar eso. Dio una patada a la puerta, con fuerza, y ésta se abrió del todo chocando contra la pared de detrás y dejando toda la habitación a la vista.
—Ah. Veo que nos ha encontrado.
La mujer estaba sentada en uno de los asientos, y el vampiro se encontraba de pie detrás de ella, con aire amenazante. A Victoria se le aceleró el corazón. Allí estaba, cara a cara con un no muerto. Sin la ventaja de la sorpresa. Y con el problema añadido de una víctima.
Entonces oyó unas pisadas que se apresuraban por el pasillo. Y oyó que la llamaban en un tono de urgencia.
—¿Señorita Grantworth?
«¡Pardiez! ¡Rockley!»
Victoria entró en la habitación y cerró la puerta sin apartar la vista del vampiro, con la estaca en la mano. Inhaló con fuerza, tal y como Kritanu le había enseñado, y se quedó inmóvil en una postura de ataque sin dejar de mirar al vampiro.
—Suéltala —dijo, haciendo una señal con la cabeza hacia la mujer, que no se había movido ni un centímetro. Estaba inmóvil de miedo.
—Creo que no —dijo el hombre en un ronroneo. Dio la vuelta al asiento y Victoria, de repente, comprendió completamente a qué se refería tía Eustacia cuando hablaba del atractivo de un vampiro. Esta súbita conciencia pareció llenar la habitación: era una inexorable atracción hacia él. Cómo si él tuviera unos hilos en las manos y tirara de ellos con gran suavidad.
Sin ser consciente de ello, bajó la mano hasta la barriga y tocó el vis bulla a través de la seda del vestido. La embriaguez aminoró. Sujetó la estaca con fuerza y dio un paso hacia él.
Los ojos de él, que todavía eran normales pero que brillaban con una fiereza que ella solamente había visto una vez —en la mirada de un perro loco que iba a ser sacrificado—, no se apartaron de los de ella. Los labios de él dibujaron una sonrisa.
—Así que eres tú. La mujer venator.
—Parece que tienes ventaja sobre mí —contestó ella con frialdad—. Pero eso no tiene ninguna importancia, ya que no vas a estar mucho tiempo por aquí para disfrutar de ello.
El vampiro prorrumpió en una prolongada carcajada y Victoria vio el brillo de los colmillos. Los ojos se le achicaron, las pupilas se convirtieron en dos agujas, los iris adquirieron un tono entre rosado pálido y rojo rubí.
—Nunca he probado a un venator. Estoy seguro de que debe de ser absolutamente satisfactorio. Totalmente exquisito.
Sin previo aviso, se lanzó hacia ella con tanta velocidad que pareció que volaba como un suspiro. La sujetó por los hombros con las manos, pillándola por sorpresa. Ella dejó caer la estaca y él rió al ver que le caía encima de las botas. Sus manos le hacían daño; le clavaba las uñas afiladas en las zonas más tiernas de los hombros y ella se debatía contra esa agonía, y contra el miedo.
«Antes que tú, solamente ha habido otras tres mujeres venator durante este último siglo de lucha contra Lilith. Dos de ellas murieron de forma terrible poco después de que recibieran su vis bulla.»
No pensaba darle a Max la satisfacción de ser la tercera.
Victoria echó la cabeza hacia atrás y luego hacia delante, golpeando al vampiro en la cara con la frente mientras le daba las gracias mentalmente a Kritanu por haberla obligado a practicar ese movimiento tantas veces. Notó el crujido de la nariz de él al ceder ésta al golpe, y la reacción del vampiro ante el dolor le permitió soltarse de él. Se agachó y tomó la suave estaca de fresno con la mano, pero antes de que tuviera tiempo de levantarse, él se recuperó y la hizo caer.
Victoria rodó sobre la espalda y las vaporosas faldas le envolvieron las piernas. Inmediatamente se llevó las rodillas al pecho, haciendo que éstas resbalaran como unos patines sobre hielo, y le empujó con los pies contra una de las mesitas. Esta cayó y los objetos que había encima de ella se esparcieron por la alfombra. El vampiro aterrizó en el suelo y ella lo siguió, rodando sobre la alfombra, con la estaca preparada.
Estaba a punto de clavársela en el pecho cuando algo le rodeó el cuello desde detrás. Era un brazo fuerte y más delgado. Con un guante blanco. Vio unas faldas azules: un color que no hacía juego con las faldas enredadas entre las piernas de Victoria.
Mientras el brazo tiraba de ella, Victoria echó la cabeza hacia atrás con fuerza, golpeando a la mujer en el rostro. Pero ahora el vampiro macho volvía a sujetarla por los hombros y tiraba de ella hacia sus dientes descubiertos.
Victoria dio patadas a ciegas, no de la forma calculada que Kritanu le había enseñado, y sintió que el pánico le atenazaba la garganta. ¡Eran dos! ¡Se había dejado engañar otra vez!
Notó el aliento caliente en la garganta, sintió su llamada: una promesa de que si se relajaba... se dejaba ir... no habría ningún dolor, solamente placer. Éxtasis. Alivio.
El aliento del vampiro la subyugó; sus ojos ardientes la taladraban con una promesa.
Notó un vago movimiento detrás de ella y luego una sacudida: el vampiro había empujado a alguien con un gruñido de rabia. «La mujer —pensó como si esa idea le viniera de algún lugar lejano de la mente—. Me quiere para él.»
La suave estaca se le escapó de los dedos. El volvió a inspirar, arrebatándole toda la fuerza. La cabeza le daba vueltas.
Cerró los ojos.
Capítulo cuatro
La sed del marqués continúa insaciable
Maximilian pasó apresuradamente por delante del mayordomo, que le hubiera anunciado si hubiera tenido oportunidad, y se apresuró por la escalera de la casa de los Dunstead.
Dos vampiros guardianes andaban sueltos y allí estaba él, persiguiendo a una venator novata que estaba más preocupada en llenar su carné de baile y hacer malabarismos con su lista de pretendientes que en empuñar la estaca. Pero la ligera posibilidad de que los vampiros pudieran encontrarle le convenció de que debía comunicárselo a la señorita Grantworth y la siguió al maldito baile.
Un rápido vistazo a la abarrotada sala de baile fue suficiente para que se diera cuenta de que ella no se encontraba bailando ese ridículo vals. No sentía ninguna sensación en la nuca: no había vampiros por los alrededores. Max se abrió paso por entre una piña de debutantes atacadas de risa que se le quedaron mirando boquiabiertas desde detrás de unos abanicos que reproducían todas las gamas del rosa. Les dirigió una mirada fulminante para que se pusieran a cubierto, pero más de una de ellas lo miró con una promesa en los ojos y un mohín en los labios.
Condenadas inglesas imbéciles. No tenían nada en la cabeza, excepto interés en lo que un hombre tenía en su billetera o bajo sus pantalones. O ambas cosas. No era extraño que tantas de ellas fueran víctimas de los vampiros. Eran blancos fáciles.
Max avanzó por el gran salón. Tenía ganas de marcharse, de volver a la calle y perseguir a los guardianes, pero primero tenía que poder informar a Eustacia de que había hecho todo lo que había podido por localizar a Victoria. Recorrería todo el perímetro de la habitación, quizá sacaría la cabeza por la terraza, ya que no estaba fuera de toda posibilidad que la virginal señorita Grantworth hubiera encontrado una excusa para pasear bajo la luz de la luna..., y luego se iría.
Ya había realizado su circuito sin haber localizado a su presa y estaba a punto de salir a la terraza cuando sintió una ligerísima frialdad en la nuca. Max se detuvo. El escalofrío era débil, casi no se notaba; pero no había brisa, y llevaba la nuca cubierta completamente por una buena mata de pelo, así que no era posible que se equivocara. Miró a su alrededor, escudriñando la sala otra vez, y luego miró hacia el pasillo que se encontraba a un metro y medio. Allí era.
Recorrió la distancia que lo separaba y penetró en el pasillo, que dibujaba una curva abierta al final de tres puertas. Ahora sentía el vello de la nuca erizado, y por lo menos sabía que estaba siguiendo la pista buena. El hecho de que Victoria no se encontrara en la sala de baile aumentaba la sensación de urgencia; o bien estaba con el vampiro —o los vampiros—, o bien se encontraba fuera besándose con uno de sus pretendientes. Fuera como fuese, Max tenía que encargarse del problema.
Una venator novata no era una contrincante para un vampiro guardián; que Dios la ayudara si estaba luchando contra dos de ellos.
Mientras se apresuraba por el pasillo, vio a uno de los petimetres ingleses por quien se había estado derritiendo en el baile.
—¿Señorita Grantworth? —llamó el hombre, abriendo con gesto dudoso una de las puertas.
O bien él tenía una cita con la chica, o bien la estaba espiando en la cita que ella tenía. De cualquier manera, Max tenía que librarse de él, ya que era obvio que Victoria estaba por allí cerca.
—¿Está usted, acaso, buscando a la señorita Victoria Grantworth? —preguntó Max en tono afable, disimulando la urgencia. Sentía la nuca helada completamente.
El hombre —que debía de ser el marqués de Rockford o algo por el estilo— se puso tieso como si le hubieran sorprendido con la mano bajo el corpiño de una mujer.
—Por supuesto que sí. —Le miró con un ligero aire de desafío en esos ojos profundos.
—Me parece que acabo de verla ir hacia allá... parecía que volvía al baile —le dijo Max. Lo último que necesitaba era a un héroe entrometido, y eso era exactamente lo que parecía ser ese marqués de no se acordaba dónde—. Me pareció que tenía prisa.
El marqués lo evaluó con la mirada y luego asintió brevemente con la cabeza.
—Muchas gracias, señor.
Max casi ni esperó a que el hombre hubiera pasado por su lado en dirección al otro extremo del pasillo. Se dejó llevar por su instinto y supo cuál era la puerta correcta.
La abrió y se precipitó al interior de la habitación mientras sacaba la estaca del bolsillo.
Llegó justo a tiempo de ver que un vampiro se convertía en polvo al otro extremo de la habitación; pero no tuvo oportunidad de ver los detalles, porque otro guardián acababa de darse la vuelta y se lanzó contra él a una gran velocidad. Él la detuvo a mitad del vuelo clavándole la estaca en el pecho y ella desapareció.
Cerró la puerta tras él —porque todo había ocurrido con tanta rapidez que la había dejado completamente abierta— penetró en la habitación y observó la escena.
Victoria estaba en el suelo envuelta en una montaña de telas que formaban sus faldas, pero empezaba a ponerse en pie. Todavía llevaba el cabello rizado y negro recogido en lo alto de la cabeza, y adornado con unas fruslerías que parecían emitir destellos cuando se movía. Un grueso tirabuzón se le había desprendido y colgaba sobre el hombro blanco. El delicado tejido de sus faldas estaba irremediablemente arrugado, y su clara piel inglesa tenía una palidez mayor de lo habitual.
—Maximilian —dijo, enderezándose con una mano apoyada en el respaldo de un asiento. Se apartó un mechón suelto que le caía sobre el ojo con una mano ligeramente temblorosa—. Qué casualidad que hayas llegado a tiempo de ver mi gran hazaña. O... —bajó la cabeza y le miró desde debajo de las pestañas—, ¿es que has venido a rescatarme? ¿El señor Clavaestacas ha venido a salvar a la indefensa damisela?
Estaba pálida. Y un ligero temblor en la voz delataba su tensión. Y...
—¡Mil infiernos! —Max se había puesto a su lado y le apartó con brusquedad el rizo negro que...— ¡Te ha mordido!
—¡Ay! —Se apartó sin dejar de apoyarse en el asiento—. Ya lo sé... y duele, ¡así que no lo toque!
Maximiliano la ignoró y la empujó hacia una de las lámparas de gas para poder ver mejor la mordedura.
—No ha bebido mucho. —Le pasó los dedos con suavidad por encima de la piel cálida y notó la constancia del pulso de la vena bajo las callosas yemas de los dedos. Al apartar la mano se dio cuenta de que las tenía manchadas de un color carmesí—. ¡Maldición!
Introdujo una mano en el bolsillo y rebuscó hasta que encontró el frasco que buscaba y lo sacó.
—Quédate quieta, Victoria —le dijo en un tono cortante mientras desenroscaba el tapón de la botellita. Le hizo ladear la cabeza con brusquedad para poder ver la herida. Antes de que ella tuviera tiempo de reaccionar, ya le había mojado los cuatro agujeritos pequeños con esa agua.
Victoria soltó un chillido de dolor y se apartó de un salto, llevándose una mano hasta la herida.
—¿Qué está haciendo?
—Te he lavado la mordedura con agua bendita y sal, por supuesto. Y sí, escuece, pero es el único recurso en este momento. Estarás bien, pero tenemos que llevarte con Eustacia inmediatamente. Tiene un...
—Claro. Eso ya lo sé. —Le miró con ojos de enojo. Retiró la mano del asiento y se sacudió las faldas—. ¡Tengo el vestido destrozado! ¡No puedo salir ahí fuera y meterme en medio de la fiesta en estas condiciones! ¡Todo el mundo va a pensar que... bueno, van a pensar en lo peor!
Max cerró la boca. Cuando habló, lo hizo con las mandíbulas apretadas.
—Iré a buscarte el abrigo.
—No, no lo encontrará. Iré con usted y me taparé el vestido. Pero mi madre...
Eustacia le mandará una nota excusándote —repuso Max mientras la conducía hacia la puerta—. Ven, tenemos tiempo, pero no tanto. El agua bendita y salada solamente puede hacer que el veneno de los guardianes tenga un efecto más lento durante un corto período de tiempo. —La empujó a través de la puerta y se dirigieron hacia la fiesta por el pasillo.
Cuando hubieron encontrado el abrigo y ella se lo hubo puesto encima del vestido, él le colocó el mechón de cabello dentro del cuello del abrigo para que escondiera la mordedura.
Al cabo de unos momentos, mientras él la empujaba corriendo por la sala de baile y esquivando a cualquiera que mostrara tener ganas de detenerse y hablar, apareció el marqués de Rockford. Victoria se quedó helada; Max lo notó en su brazo, del que la había estado tirando mientras atravesaban la habitación.
—Señorita Grantworth. Y... esto... —Miró a Max con una mirada penetrante—. La estaba buscando.
—Lord Rockley —dijo Victoria con un tono de amabilidad en la voz que Max no le había oído en ninguna de las conversaciones que habían mantenido hasta el momento—. Pido disculpas por mi desaparición, y siento todavía más que tenga que ir al lado de mi tía, que se encuentra en la cama. Vuelve a estar enferma.
Rockley, porque ése era su nombre, miró a Max otra vez y luego volvió a mirar a Victoria.
—Comprendo. Bueno, milady siento mucho no haber sido capaz de apagar vuestra sed esta noche. Buenas noches.
—Milord, esperad. —Victoria se soltó de Max y sujetó al marqués por el brazo. Él se detuvo y bajó la vista hacia ella; incluso desde el punto de vista de Max, él mostraba una actitud fría y distante, a pesar de que una de las mujeres más hermosas de la habitación le estaba reteniendo—. Me gustaría presentaros al secretario personal de mi tía, y a mi primo. —Max se dio cuenta de que enfatizaba la pronunciación de esta última palabra—. Maximilian Pesaro. Ha venido para llevarme al lado de mi tía. Es urgente.
Rockley dirigió a Max una de sus miradas evaluadoras y luego le saludó ligeramente con la cabeza.
—Phillip de Lacy, marqués de Rockley, a su servicio... esto..., señor...
Max ya había perdido la paciencia. Los modales de la sociedad y los flirteos entre una debutante y un petimetre con título nobiliario no eran nada en el esquema de cómo eran las cosas, particularmente ahora que la amada sobrina de Eustacia Gardella tenía una mordedura de vampiro en el cuello.
—Es un placer. Estoy seguro. Victoria, debo insistir en que nos marchemos. Tú tía se encuentra en una situación desesperada.
Para su sorpresa, Victoria le permitió que prácticamente la arrastrara; tuvo que caminar a pasos rápidos para mantenerse a su ritmo, pero lo hizo con el mínimo de queja.
—Parece que no tienes idea del poco tiempo de que disponemos para corregir la situación en la que te has colocado a ti misma de forma tan inconsciente —le dijo en un tono cortante mientras la empujaba al coche que había estado esperando.
Victoria entró en el coche tambaleándose y se colocó en el otro extremo del asiento, arrastrando consigo las faldas y el abrigo. A pesar del atrevimiento que mostraba plantándole cara, parecía más que aterrorizada por el posible resultado de su debilidad. De todas maneras, se recobraba con gran rapidez.
—Supongo que debe usted de tener algunos comentarios desagradables que realizar acerca de mi debilidad —dijo mientras el coche se ponía en marcha—. En cuanto a mi fracaso como venator, y a haber sido mordida por un vampiro. Debe usted de estar riéndose mucho.
Max la miró desde el otro extremo del asiento, de una de las esquinas del techo colgaba una pequeña lámpara que lanzaba un cálido resplandor al interior del espacio. Victoria vio que los labios de él dibujaban una fina línea.
Él solamente dudó un momento, luego se llevó una mano al cuello y se quitó el pañuelo que llevaba perfectamente anudado. Victoria lo miró, boquiabierta, mientras él se desabrochaba los botones del cuello y abrió del todo para mostrarle el cuello. Giró la cabeza, apartó la tela y le mostró cuatro marcas pequeñas.
Con ojos impasibles, giró la cabeza hacia el otro lado y le mostró el otro lado del cuello, justo en el punto en que se unía con su hombro. El que todavía no se había curado.
—Por eso llevo una botellita de agua bendita salada.
Se recostó en el asiento y giró la cabeza para mirar por la ventanilla.
Victoria cerró la boca y no dijo ni una palabra.
Victoria no podía olvidar la facilidad con que había sucumbido a la seducción del vampiro. Cuando sintió que sus labios le tocaban el cuello, se sintió sometida, dominada, a su presencia. Los dientes del vampiro, afilados como alfileres, permanecieron jugando en ese punto..., rozándole la piel, probando, pinchando sobre la vena mientras ella se quedaba semiinconsciente entre sus brazos, maleable y blanda como un montón de cera caliente.
Y entonces, cuando él le clavó los colmillos en la piel... mientras ese doloroso placer la llenaba, la inundaba... se concentró en la pequeñísima noción de realidad que todavía conservaba y apretó el puño alrededor de la estaca. El gimió de éxtasis, y ella se la clavó.
¡Clack!
El desapareció y, de repente, Maximilian estaba allí. Y ahora la llevaba a casa de tía Eustacia.
—Los guardianes ya la habían encontrado cuando yo llegué —explicó Max mientras la obligaba a entrar apresuradamente en el salón. El cuello todavía le dolía, gracias a otra generosa aplicación del agua bendita y salada de Max durante el viaje en coche, que conducía Briyani.
—¿Los guardianes? —preguntó Victoria mientras él la conducía hacia una silla. Se dejó caer en ella y se quedó allí con aire plácido mientras Eustacia y Kritanu se apresuraban por la habitación. Estaban preparando una cosa que tenía un olor horroroso y ella sabía que se lo iban a poner encima de la herida. O, pero, quizá tendría que bebérselo.
—Vampiros guardianes —le dijo Kritanu con su tono amable—. Fieros y leales a Lilith, son la guardia de élite. Los convirtió ella misma a cada uno de ellos; son sus sirvientes personales. Muchos de ellos hace siglos que se convirtieron en no muertos. Se puede reconocer a un guardián por el color de los ojos... no tienen un color tan rojo como el de la sangre, pero son de un rosa oscuro.
Victoria asintió con la cabeza.
—¿Es eso lo único que les hace distintos de los otros vampiros?
—Los guardianes tienen un veneno en los colmillos, a diferencia de los otros vampiros y de los imperiales. Si no se neutraliza, provoca la muerte... incluso a un venator. Por eso Max estaba tan decidido a traerte aquí de inmediato.
—¿Imperiales? ¿Qué son? —preguntó Victoria—. No me dijiste que hubiera distintas clases de vampiros.
—Los guardianes y los imperiales no son habituales, y tienes mucho que aprender; me pareció necesario que concentráramos tu tiempo en aprender a luchar contra ellos, y que te fuera enseñando otros aspectos de los no muertos a medida que pasara el tiempo —confesó tía Eustacia—. Me doy cuenta que no te he hecho ningún favor al intentar no sobrecargarte, Victoria. Deberías haber estado mejor preparada para reconocerles esta noche.
—Los imperiales son los vampiros más antiguos —explicó amablemente Kritanu—. Muchos de ellos tienen siglos, incluso milenios, de edad. Llevan espada y pueden volar y moverse a una gran velocidad, tan rápida que parece que vuelen. Sus ojos tienen un color rojo púrpura, y a pesar de que no tienen el veneno de los guardianes, son los más temibles de todos los vampiros. Y los más escasos.
—Y es por eso que no creí que necesitaras saberlo tan pronto. —Eustacia levantó la vista hasta Max—. No esperaba que fueran tan atrevidos. Normalmente los guardianes se quedan cerca de Lilith; y Max hace dos años que no lucha contra un imperial.
—Era evidente que estaban buscando a Victoria; la fueron a buscar al baile.
—¿Los ejecutaste? —preguntó Eustacia mientras le inspeccionaba el cuello y acercaba una lámpara tanto que Victoria sintió que le calentaba la piel—. Lo has hecho muy bien, Max —añadió, pasándole los dedos por encima de la zona dolorida—. Tu rapidez de reacción permitirá que esto sea menos doloroso.
—Victoria le clavó la estaca al vampiro que la estaba mordiendo. Yo me encargué del otro. —Max fingía estar concentrado en la página de un Libro que tenía entre las manos. La página crujió cuando él la pasó.
Eustacia miró a Max y luego a Victoria.
—¿Le clavaste la estaca al guardián que te mordió? ¡Sorprendente! Kritanu, el ungüento.
—Sí... los dos me atacaban, pero él apartó a la mujer de un empujón. Entonces, cuando él... —Miró a Max, que se mostraba tan desinteresado como si ella estuviera describiendo un vestido nuevo. De todas maneras, ella bajó la voz. No quería que su debilidad se hiciera tan evidente—. Cuando se inclinó para morderme... yo le dejé. Él... me hipnotizó, creo. Le sentí como si tirara de mí... ¡aahh! —chilló. Ni siquiera pensó en lo desagradable que había sido ese chillido. Dolía.
Ese ungüento no solamente estaba frío y tenía un olor putrefacto... le escocía como si se le clavaran agujas en la piel y era diez veces peor que el agua salada de Max. Victoria no pudo reprimir las lágrimas de dolor.
—Sé que es molesto, querida, pero esto va a conseguir que solamente quede una mínima cicatriz porque destruye la mayor parte, o por completo, del veneno del guardián. En el peor de los casos quedarán unas ligerísimas marcas. Y dado que ejecutaste al vampiro que te las hizo, bueno, no habrá consecuencias perniciosas.
Victoria reprimió las ganas de mirar a Max, que ya había pasado tres páginas más del Libro. Se había vuelto a abrochar el cuello y a ponerse el pañuelo. Pero Victoria recordaba las cicatrices de su cuello. Eran mucho más visibles que una ligera marca. Ese hombre tenía suerte de que los cuellos altos y almidonados estuvieran de moda.
Eustacia se dio la vuelta para lavarse las manos y Kritanu le envolvió un trapo alrededor del cuello para tapar el ungüento, que todavía parecía que le estuviera destrozando la piel.
—Respira profundamente y despacio —le dijo en voz baja—. Inspira y expira. Te ayudará a disminuir la incomodidad.
Victoria hizo lo que le aconsejaba y, sí, el dolor disminuyó.
—Será mejor que duermas aquí esta noche —le dijo Eustacia—. He avisado a tu madre en casa de los Dunstead, así que no se alarmará. Le diré que he mandado un coche a buscarte porque, por lo que conozco a Melly, si descubre que has venido sola con Max, se pondrá fuera de sí.
Le tomó una mano a Victoria.
—Le clavaste la estaca a un vampiro guardián mientras te estaba mordiendo. Si yo hubiera albergado alguna duda acerca de tu capacidad como venator, Victoria Gardella Grantworth, ahora habría desaparecido. La verdad es que sospeché desde el principio que eras especial. Ahora sé que lo eres. Si alguien puede detener a Lilith, ésa eres tú.
Capítulo cinco
En el que la señorita Grantworth encuentra
a un aliado inesperado
–¡Milady! ¡Un vampiro la ha mordido! —Verbena miró a Victoria al espejo por encima del hombro de ésta con ojos desorbitados. La doncella, que tenía el rostro redondo y un abominable cabello rojizo y encrespado, parecía un bebé recién despertado del sueño.
Antes de que Victoria supiera qué responder, y antes de que se diera cuenta del significado de que su doncella reconociera la mordedura, Verbena se inclinó para mirar más de cerca.
—Parece que va a curarse bien —dijo, asintiendo con actitud de saber—. Se ha puesto agua bendita salada, ¿verdad?
—Verbena, ¿cómo...? —Victoria se recompuso—. No estás sorprendida en absoluto.
—No, milady. ¿Por qué debería estarlo? Con tanto lío con los crucifijos, con estacas por todas partes, y con ese crucifijo que lleva usted en la barriga, ¿qué tipo de doncella sería si se me pasaran por alto esas pistas? ¡Estaba esperando que me pidiera que buscáramos la manera de esconder ajo en sus guantes!
—Eso no olería nada bien —contestó Victoria, despacio. Tenía ganas de menear la cabeza a ver si se aclaraba. Pero no creía que eso fuera de ninguna ayuda.
—¿Y por qué no lleva usted agua bendita salada consigo?, me he estado preguntando. ¿Y cómo fue que la mordieron? Creía que a los venators no se les podía morder.
—¿Cómo sabes que soy una venator? —Cansada de mirar a su doncella por el espejo, Victoria se dio la vuelta en el taburete y se puso de cara a ella.
Verbena le señaló el abdomen con un dedo.
—Lleva usted la marca, por supuesto, milady.
—¿Cómo sabes todo esto? ¿Cómo es que estás al corriente de vampiros y de venators?
Verbena se encogió de hombros.
—¿Y quién no lo sabe? A los vampiros, me refiero. La mayoría de la gente lo sabe, pero prefieren no creer que existen. A no ser que les muerdan, entonces sí que creen, pero entonces ya es muy tarde, en la mayoría de los casos. Todo el mundo sabe que hay que clavarles una estaca de madera en el corazón, y todo el mundo sabe lo del crucifijo y el agua bendita. Pero la mayoría de la gente piensa que los vampiros son gente desagradable y terrorífica que clava las garras en el pecho de las personas, y no es así. Yo he visto una mordedura antes. Mi primo, que se ha trasladado dos veces, Barth, sabe mucho de vampiros, y me ha contado historias desde que era pequeña. Y les ve muchas veces además, en lugares como Saint Giles. Lleva un gran crucifijo, sí. Lo lleva en alto, delante de él, cuando camina por la calle. A mí me parece muy ridículo, pero es mejor ir seguro que parecer listo.
Parecía que cuando se le daba permiso para hablar, Verbena lo aprovechaba con ansia.
—Bueno, Verbena, debo decir que es una suerte que estés, bueno, tan acostumbrada a esto, ya que me va a facilitar las cosas. Porque, por supuesto, lady Melly no tiene que saber nada de esto en absoluto.
La doncella asintió con la cabeza.
—Sí, milady. Su madre se desmayaría inmediatamente, y luego la mandaría al campo para descansar. Y entonces, ¿qué haríamos? No hay vampiros en el campo, eso lo sé. Y ya he pensado en alguna manera de peinarla para que podamos esconder la estaca entre el pelo, si es necesario, para que pueda usted sacársela rápidamente cuando la necesite. Y seguramente debe de haber alguna manera de poner dos, porque si perdiera una de ellas, ¿qué hará? Tiene suerte de tener el cabello tan abundante, así que podemos hacer muchas cosas. Y hasta que esa mordedura no se haya curado, bueno, milady, va a ser un poco difícil con esta moda que deja al descubierto el cuello y el pecho, pero tengo alguna idea de cómo solucionarlo. Déjeme que lo piense.
—Por supuesto. —Victoria se dio la vuelta hacia el espejo. Porque, ¿qué más se podía decir?
—Puedo apreciar la devoción que tiene por su tía, pero si Victoria continúa desapareciendo en momentos inoportunos, perderá toda posibilidad de pescar al marqués... ¡y de conseguir cualquier otro contrato de boda adecuado! —Lady Melisande caminaba arriba y abajo del salón de la casa Grantworth.
—Bueno, bueno, Melly, no hay para tanto —le dijo en tono insistente Petronilla—. Seguramente, el hecho de que el vestíbulo y las salitas estén llenos de flores indica que Victoria ha interesado a más de un pretendiente.
—Por supuesto, ¡pero ninguno de los ramos pertenece al marqués de Rockley! Él no la ha visitado hoy, y tengo miedo de que el hecho de que Victoria se fuera del baile pronto ayer por la noche haya podido enfriar su interés.
Winifred tomó una galleta de jengibre y volvió a sentarse. Llevaba colgado un enorme crucifijo sobre el pecho.
—¿Dices que tu tía está enferma?
—No lo sé... pero envió a su amigo Maximiliano Pesaro a buscar a Victoria para que la llevara a su lado ayer por la noche, y afirmó que lo estaba. No quiero entrometerme, porque mi tía tiene una enorme fortuna que nos dejará... y... bueno, ella puede ser un poco alarmante... ¡pero no hubiera podido elegir un momento más inoportuno para llamar a Victoria y hacer que se marchara!
—¿Maximilian Pesaro? Creo que no le conozco —comentó Winnie, mirando con expresión de interés el helado de limón que había encima de una bandeja de galletas de chocolate—. ¿Quién es?
—Es ese hombre alto de aspecto imponente que atravesó la sala justo después de la cena como si tuviera que ir a algún lugar importante. Pelo negro, de tez morena, y con una expresión que me aceleró el corazón —contestó Petronilla, llevándose una mano al pecho como si quisiera sujetarse el corazón—. Tiene un aspecto terroríficamente peligroso. ¡Como el de un pirata!
—Por lo menos no has dicho que parece un vampiro. —Melly se sentó en su silla preferida—. Es un amigo especial de mi tía, y hace poco que ha llegado de Italia. Quizá hace algo más de seis meses.
—Podría ser un vampiro —dijo Petronilla con expresión pensativa y los ojos brillantes—. ¡Me pregunto si no lo será! Parece que tu tía sabe mucho de vampiros.
—Me he acostumbrado a llevar ajo en el bolso, por consejo de la suegra de la hermana de mi mayordomo —confesó la duquesa—. ¡No quiero ser víctima de esas criaturas!
—Una duquesa que lleva ajo. ¡Qué ridículo! —se rio Melly—. Winnie, los vampiros no existen. De hecho, lo último que he sabido de mi primo lord Jellington es que la policía cree que esas personas que abandonaron muertas en los muelles fueron atacados por una especie de perro loco, y que fueron sus garras las que hicieron esas marcas que la gente piensa que tienen forma de «X». Mataron a uno de un disparo hace unos días, y no se han dado más ataques desde entonces.
—¿Y qué me dices de la gente que ha desaparecido? ¿Beresford-Gellingham y Teldford?
Melly dejó la taza de té con un gesto demasiado brusco.
—¿Y qué crees que les sucedió, Winnie? ¿Que se convirtieron en vampiros? Eso es ridículo. Lo más probable es que Beresford-Gellingham se haya ido al continente para huir de sus acreedores, y Teldford es tan tonto que debe de haberse caído solo al Támesis y nunca lo volveremos a ver. ¡El simple hecho de que no se conozca el paradero de dos o tres personas no significa que se trate de vampiros!
—Mi doncella me ha dicho que ha oído hablar de una mujer a quien un vampiro visitó en su dormitorio —musitó Petronilla mientras se llevaba una mano a la garganta—. Dijo que ella no se asustó en absoluto... que él fue muy amable y... apasionado.
—¡Amable hasta que le hubo chupado toda la sangre con los colmillos! —exclamó Winnie, impresionada—. Nilly, te lo aseguro, no debe de ser ninguna fiesta que una criatura te chupe la sangre del pecho.
—Estaría de acuerdo si creyera que existen. Bueno, basta de hablar de este ridículo tema. Dime qué tengo que hacer para que Rockley vuelva a tener interés en Victoria —dijo Melly, olvidándose de mascar. Se metió una galleta de jengibre entera en la boca.
—Rockley estuvo tan atento la otra noche, y la manera en que te dijo que iría a buscarte la limonada y que estaría sediento toda la noche... bueno, estaba segura de que tenía intención de pedirte otro baile, Victoria. Ni siquiera soy capaz de imaginarme qué pasó —dijo lady Melly mientras se acomodaban en el carruaje, esa tarde.
—Yo tampoco, mamá —mintió Victoria.
—A no ser que esa chica, Gwendolyn Starcasset, le haya llamado la atención de nuevo. Él bailó con ella dos veces en el baile de lady Florina hace tres semanas. —Lady Melly achicó los ojos y apretó los labios—. Tienes que esforzarte mucho para captar su atención, Victoria. A no ser que algo le haya hecho apartarse, y no puedo imaginar qué puede haber sido, no deberías tener ningún problema en captar su atención. Él te encuentra muy atractiva; te estuvo mirando todo el tiempo mientras tú bailabas con ese horrible lord Truscott, de quien ya te he alertado.
—Lord Truscott no fue tan horrible.
—Buf. No tiene ni el dinero ni la planta de Rockley. Espero que le prestes un poco de atención la próxima vez que le encontremos en un evento. Quizá no deberías haberte ido del baile tan pronto ayer por la noche.
Victoria asintió con la cabeza. Cuando su madre insistía en algo, insistía. Y era evidente que lady Melly estaba decidida a emparejar a su hija con el marqués.
Honestamente, Victoria tenía que admitir que era una idea agradable. Había bailado con Rockley varias veces, y había hablado con él en otras reuniones sociales, y no encontró que le faltara nada. Era lo bastante agradable. Lo bastante atractivo. Listo y amable y encantador. De la misma manera que también lo era cuando lo conoció aquel verano, un jovencito, por supuesto, ¡no un marqués!, despreocupado y atrevido. Se habían estado viendo cada día durante quince días, y en ningún momento le hizo saber que no era un chico del pueblo. Él pensaba que ella era interesante y original y la había ido a buscar, por el recuerdo que tenía de ella. Eso significaba algo, ¿no?
O quizá el recuerdo que tenía de ella era tan perfecto... a pesar de que no sabía cómo podía resultar perfecta una mujer que le reñía... que el hecho de quién era ella actualmente, una mujer joven, no concordaba con lo que él recordaba. Quizá le había decepcionado.
Por lo menos él no había intentado engatusarla para llevársela hasta una habitación escondida con el fin de pasarle la lengua por el cuello y meterle la mano bajo el corpiño, como había hecho el vizconde Walligrove en la fiesta de los Terner-Fordham dos noches atrás. Victoria se había enfrentado a ese hombre libidinoso y a sus labios hinchados con gran habilidad. Él no supo qué le había sucedido cuando ella utilizó algunos de los movimientos kalaripayattu que Kritanu le había enseñado. Combinados con la fuerza que le daba el vis bulla, las técnicas de defensa de Victoria dejaron al vizconde tumbado en el suelo, con un ojo morado, la nariz rota y un esguince en el tobillo.
Quizá, en el futuro, se lo pensaría dos veces antes de meterle mano a una chica.
—Vamos a tener que ocuparnos de buscarte otra doncella, Victoria —continuó lady Melly, cambiando completamente de tema—. Esa chica, Verbena, es demasiado descuidada en su trabajo. Mira qué aspecto tienes. Llevas el pelo que se cae, y ¡ni siquiera hemos llegado a casa de los Straithwaite! —Se inclinó hacia Victoria y alargó la mano hacia un grueso rizo que le colgaba por encima del hombro.
—Madre, por favor. —Victoria se puso fuera de su alcance rápidamente; a pesar de que eso significaba apretarse contra la esquina del asiento que compartía con lady Melly y arrugarse las faldas de seda todavía más—. No tengo necesidad de sustituir a Verbena. Me ha peinado así a propósito; yo quería probar un nuevo estilo de peinado. Quizá iniciemos una nueva moda. —Sonrió, mientras jugueteaba con el inadecuado mechón de pelo para asegurarse de que todavía le cubría las cuatro marcas rojas en el cuello.
—Aja. —Lady Melly se recostó en el asiento—. No puedo decir que me guste ese estilo, pero no está nada mal ser algo original. Si tienes que ser original para atraer la atención de Rockley, entonces, adelante. Y supongo que una representación musical en casa de los Straithwaite es uno de los mejores lugares para inaugurar un estilo nuevo, si es que hay alguno Victoria no podía discutírselo. Lord Renald y lady Gloria Straithwaite eran primos lejanos de lady Melly y cada año desplegaban los importantes talentos musicales de sus cuatro hijas en una representación cuidadosamente coreografiada para mostrarlas en su mejor momento. La mayor ya se había emparejado con éxito la pasada estación, y los Straithwaite tenían intención de continuar con la dinámica.
Dado que las hijas de los Straithwaite tenían todos los dones —talento, dinero y curvas—, la representación musical tenía mucho éxito de asistencia por los solteros de la flor y nata que buscaban esposa.
Poco después de llegar al Stimmons Hall, Victoria se encontró sentada en la sala de baile. De todas formas, esa noche, aunque iba a haber música, no habría baile. Las filas de sillas y los pocos asientos que se encontraban ante las paredes dejaban bien claro que toda la atención tenía que estar dirigida a las hermanas Straithwaite.
No pudo evitar estirar el cuello para ver si Rockley había decidido asistir, pero no le vio por ninguna parte. Victoria se acomodó en su asiento para leer el programa, elegantemente escrito, que estaba enrollado y atado con una cinta de un rosa pálido. Cuando lo desenrolló, entendió por qué. Ahora que se había sentado y había abierto el programa, era demasiado tarde para dar una excusa y marcharse.
Había diez piezas en la lista.
Diez.
Victoria reprimió un gemido. Le gustaban Mozart y Bach tanto como a cualquiera, pero sentarse a aguantar diez piezas distintas —cada una de ellas con tres movimientos— era demasiado para ella. Echó un vistazo disimuladamente a los asistentes para ver si alguno tenía una expresión de consternación, pero no era así.
Tendría que soportarlo.
Al principio, Victoria prestó atención e intentó escuchar de verdad. Se sentó remilgadamente al lado de su madre, y dedicó tanto tiempo como le fue posible a arreglarse las delicadas faldas sobre las rodillas y en la silla. Luego juntó las manos pulcramente sobre el regazo, con el bolsito bajo las mismas. Notaba el bulto de la pequeña botellita que llevaba dentro, y eso le recordó el insoportable dolor que había sentido cuando Max le había puesto el agua bendita salada en la mordedura. Verbena había conseguido una pequeña botella y se la había llenado para que pudiera llevar una consigo.
El indignante recuerdo de los comentarios desdeñosos de Max y el dolor que le había provocado sin aviso le ocuparon aproximadamente tres movimientos de uno de los cuartetos de Mozart. Entonces se dio cuenta de que había arrugado el bolsito y las faldas con las manos sin darse cuenta, y pensó que tendría que pensar en algo no tan molesto como Max.
Quizá hubiera un vampiro allí esa noche y tendría una excusa para escapar de la habitación. Victoria aguantó la respiración y se concentró en las sensaciones de la nuca.
No la notó fría en absoluto.
O... quizá otro hombre lascivo intentaría aprovecharse de alguna de las jóvenes y Victoria le podría enseñar una lección.
Volvió a intentar escuchar. Y consiguió prestar atención a cada una de las hijas de los Straithwaite y a los instrumentos que se utilizaron durante todo el concierto para piano de Bach. Durante los tres movimientos, Victoria consiguió seguir la melodía y sus flujos y reflujos... y sintió que era un buen logro.
Pero entonces miró el programa y se dio cuenta de que todavía no habían llegado al final del concierto.
Y todavía tenía la nuca caliente.
Reprimió un suspiro y empezó a pensar en Rockley.
Resultaba un placer delicioso recordar cómo habían dado vueltas suavemente por la pista de baile, recordar los fuertes brazos de él que la sujetaban solamente lo suficiente para ser educado, pero con la cercanía suficiente para que ella pudiera notar su calor y oler el aroma ligeramente ahumado de su chaqueta. La imagen de cómo la había mirado con sus ojos oscuros y penetrantes le hacían desear cerrar los suyos y perderse en ese recuerdo.
Definitivamente, deseaba besarle. Sabía que un beso con el marqués no tendría nada que ver con el beso que el vizconde Walligrove le había obligado a recibir. Quizá, fantasear sobre un beso no era adecuado en una joven señorita, pero tampoco la mayoría de señoritas llevaban estacas de fresno en el pelo ni cazaban vampiros.
Tampoco tenían ni la fuerza ni la habilidad para tumbar a un hombre adulto.
Era un poder inmenso.
Lo único que ensombrecía la alegría del recuerdo de su baile con Rockley era recordar cómo éste había mirado a Max.
Y ese pensamiento le trajo el del maestro ejecutor de vampiros. Su arrogancia y su lengua afilada le atacaban los nervios. Y la forma en que la miraba cada vez que ella mencionaba un baile o una fiesta, como si ser una venator y tener vida social fueran cosas que se excluyeran mutuamente. Apretó las faldas con los dedos otra vez.
Sintió un agudo codazo en un costado y se dio la vuelta. Vio que su madre le miraba las manos con el ceño fruncido. Victoria le dirigió una sonrisa y soltó la tela de entre los dedos. Volvió a intentar concentrarse en la música.
La pieza siete, de diez. Ya habían tocado más de la mitad. Pero... miró la lista con mayor atención. Las últimas tres piezas tenían cuatro movimientos en lugar de tres.
Victoria cerró los ojos y los volvió a abrir. Miró la lista y volvió a contar, y se dio cuenta de que no se había equivocado.
Parecía que los vampiros empezaban a asistir a los eventos sociales; ¿por qué no podía haber uno de ellos entre los asistentes a la representación de los Straithwaite?
No había ninguna duda de que la música era hermosa: lo era y estaba presentada de forma elegante. Los músicos ofrecían una imagen muy agradable, cada uno iba vestido en un tono distinto de azul: pálido, celeste, aciano y zafiro. Pero cuando uno llevaba tanto rato escuchando un piano vibrante y un violín, una viola y un violonchelo, lo único que deseaba era levantarse e irse a caminar. O clavarle una estaca a un vampiro.
Volvió a mirar el programa, deseando que esas hermanas musicales empezaran a tocar la última pieza de la lista: el concierto para piano en re menor de Mozart.
En ese momento, Victoria sintió el paso de una brisa en la nuca. Era fría. Se enderezó en el asiento; ya no se sentía somnolienta ni aburrida. Por fin. ¡Algo en que ocupar la mente!
Intentó mirar a su alrededor sin que se notara. Entonces se dio cuenta de que la frialdad había desaparecido. Y se dio cuenta de que esa sensación de brisa había sido el aire que entraba por una ventana abierta que alguien, por suerte, había tenido la sensatez de abrir.
Victoria se quedó quieta, esperando, respirando lenta y profundamente para poder centrar toda la atención en el sensor de su nuca. Estaba segura de que había sentido frialdad. Y de que no era solamente causada por la brisa.
Pero nada cambió.
Cuando por fin las hermanas Straithwaite llegaron al final de la última pieza de la lista, Victoria sintió un cambio a su espalda. Como si alguien la estuviera mirando. El aire que sentía en la nuca era como punzante y le provocaba escalofríos en un brazo.
No era un vampiro, no. No sentía eso. No era esa sensación incómoda. Era...
Victoria dejó caer el programa y, sin hacer caso de la cara de reprobación de su madre, se inclinó hacia el suelo para recogerlo y así mirar hacia atrás.
Era Rockley, que estaba de pie al final de la sala; era obvio que había llegado tarde, muy tarde, a la función. Victoria no sabía si sentirse enojada de que él no hubiera tenido la obligación de estar allí sentado durante todo el programa o contenta de que estuviera allí. Por supuesto, no había razón alguna para creer que él se encontrara allí justamente porque ella lo estaba.
Victoria miró a las tres hermanas Straithwaite solteras con ojos nuevos. ¿Había ido allí para cortejar a alguna de ellas? Eran bonitas, incluso a pesar de que la más joven era muy joven, diecisiete años, para ser presentada. Y eran ricas... mucho más que Victoria.
Ahora no solamente estaba aburrida, sino enojada también.
Entonces, el último movimiento del concierto llegó a su fin. Los músicos de cuerda apartaron los arcos de los instrumentos por última vez. El pianista empujó el taburete hacia atrás y se puso en pie para unirse a ellas y realizar unas reverencias perfectamente estudiadas.
Al finalizar, todo el mundo se había puesto en pie y aplaudían con cierto entusiasmo. Victoria supuso que era debido al alivio de que la función hubiera terminado. Pero cuando iba a levantarse, lady Melly la sujetó del brazo y la obligó a quedar se en su asiento.
—Rockley está aquí —le siseó al oído.
—Ya lo sé, madre.
—Viene hacia aquí, Victoria. Quédate sentada. Estoy segura de que quiere venir a vernos.
¿Y qué ocurriría si no lo hacía?
Entonces...
—Lady Grantworth —llamó una voz suave a sus espaldas. Una voz que le provocó unas agradables cosquillas en la espalda y que le sonó cálida y familiar—. Qué buen aspecto tiene usted esta noche. Espero que haya disfrutado del musical.
Entonces, de repente, allí estaba, de pie en el pequeño espacio que quedaba entre los bancos de asientos. Victoria no oyó la respuesta de su madre a esa pregunta: supuso que era una respuesta pensada para apartar la atención de sí y dirigirla hacia su hija.
—Señorita Grantworth —dijo él, saludándola con un gesto de cabeza y dirigiéndole una deliciosa sonrisa—. Me parece que continúo teniendo la misma sed que tenía la pasada noche. ¿Le gustaría acompañarme a buscar un poco de limonada?
Victoria lo miró desde la silla roja de terciopelo en que estaba sentada y se dio cuenta de que una sonrisa de alivio y de placer le relajaba el rostro. Él la miraba como si fueran viejos amigos... quizá algo más que viejos amigos. Él le ofreció la mano, ella se la tomó y se puso en pie. Los guantes de ambos entraron en contacto, pero ella estaba segura de que ésa no era la única razón por la que sentía la mano repentinamente caliente.
—Tengo una sed terrible —contestó, pasándole una mano por el brazo. Le resultó agradable; como si ése fuera su lugar—. Me encantaría tomar una limonada, lord Rockley.
Pedir permiso para marcharse no tenía sentido, ya que lady Melly casi la empujaba para que se fuera y ya se disponía a darse la vuelta para hablar con un conocido.
Victoria notó que se sonrojaba de vergüenza. Miró al marqués y le dijo:
—No es ningún secreto lo que mi madre piensa de vuestra sed. Y me temo que es capaz de enviarle al desierto para asegurarse de que ésta no quede nunca satisfecha.
—Por supuesto. Yo temía que me arrastraría desde mi asiento hasta el vuestro si no era capaz de venir con la rapidez suficiente. Siguieron a otros fuera de la sala de baile y, al girar la esquina, Victoria chocó con su brazo. Le miró con expresión avergonzada.
—Oh, vaya... ¡hablaba en broma, milord! Desde luego que mi madre es como un bulldog de dientes afilados. Voy a llamarla inmediatamente...
—Señorita Grantworth, estaba bromeando, solamente. Me resulta un placer el hecho de que no solamente he tenido la oportunidad de verla dos noches seguidas, sino que haya podido abrirme paso entre la multitud para llevaros conmigo antes de que otro pretendiente lo hiciera.
Pronunció las palabras en un tono ligero, pero mientras atravesaban la entrada del comedor, ella vio una expresión distinta en sus ojos. Esos pesados párpados que a otro hombre le hubieran conferido un aspecto perezoso o indiferente... en Rockley le daban un aire de concentración mientras la miraba, que a Victoria le resultaba embriagador; se sentía casi tan aturdida como cuando había tenido al vampiro enfrente, justo antes de que la mordiera la otra noche.
Con ese pensamiento en la cabeza, Victoria levantó rápidamente la mano hasta el rizo que le colgaba justo por encima del hombro para asegurarse de que todavía seguía en su sitio y que cubría las cuatro marcas. Estiró el rizo con dedos nerviosos y luego lo dejó que se rizara de nuevo como un tirabuzón.
Y se dio cuenta de que él le acababa de hacer una pregunta. Y de que estaba esperando respuesta.
—¿Demasiados para contarlos, señorita Grantworth? —El tono de su voz fue neutro, e incluso por encima del creciente ruido de los demás invitados al musical, ella oyó el tono de indiferencia—. Es evidente que hubiera debido resistirme al deseo de visitar Tattersall hoy, y, en lugar de ello, presentarme en la casa Grantworth.
—Mi madre y yo le hubiéramos dado la bienvenida si hubiera elegido visitarnos hoy.
—Soy muy consciente de que usted y su madre lo habrían hecho... pero me temo que la pregunta es más complicada que eso, señorita Grantworth. Usted me dijo de forma muy directa que no tiene ninguna prisa en casarse, y aunque yo lo encuentro refrescante y desalentador... me gustaría saber exactamente hasta qué punto le resultaría a un caballero haceros elegir esa vía. —En ese momento se habían detenido y se encontraban de pie cerca del grupo de gente que rodeaba las mesas llenas de comida y de bebida. Alrededor de ellas había docenas de personas y, a pesar de ello, cuando Victoria levantó la cabeza para mirar a lord Rockley, se sintió como si estuvieran solos.
Mientras hablaban, él le rodeaba la cintura con un brazo, muy cerca de su cuerpo, y ahora él la había soltado para ponerse frente a ella dando la espalda al resto de la habitación, como protegiéndola de la multitud.
Victoria se dio cuenta de que de lo más profundo le salía una sonrisa amplia y alegre.
—Lord Rockley, a mí me hubiera gustado especialmente si hoy hubierais venido a la casa Grantworth.
La expresión de austeridad que tenía el rostro de él se suavizó.
—Me alegro de oírlo, señorita Grantworth. —Le tomó la mano y se la pasó por el brazo—. ¿Vamos a ver si encontramos la limonada que le he prometido?
Mientras estaban de pie en la fila esperando la limonada, Rockley le dio un pequeño empujón con el codo como para llamarle la atención. Ella levantó la mirada hacia él, sintiéndose de repente inundada por una sensación de comodidad. Ahí había un hombre amable y atractivo que parecía estar interesado en ella como posible esposa... y a quien ella tenía ganas de conocer mejor. De besarle, incluso. Un hombre que era del agrado de su madre; bueno, mejor dicho, casi la empujaba hacia él. Un hombre que se había acordado de ella durante más de nueve años.
—Parecíais en trance con esa música —le dijo con una sonrisa—. Debo admitirlo, a mí me hubiera costado estar sentado durante un periodo de tiempo tan largo escuchando solamente a Bach y Mozart.
—Ah. —Victoria le devolvió la sonrisa—. Ésa es la explicación entonces, milord.
Él le ofreció una taza blanca llena de limonada.
—¿La explicación de qué? —La sujetó por el hombro y, suavemente, se la llevó de la mesa hacia un par de sillas que había al otro extremo de la habitación.
—De vuestra tardanza en llegar al famoso musical de las Straithwaite. Estoy segura de que las tres hermanas se han sentido devastadas por el hecho de que usted haya llegado tan tarde.
Victoria dio un sorbo de limonada, y se sorprendió agradablemente al notar que tenía el punto de acidez y de frialdad justo para ser refrescante. Lo miró por encima de la taza y cuando sus ojos se encontraron, sintió que le temblaban las piernas.
—Si le digo la verdad, señor, siento un poco de envidia de que haya podido excusarse; porque si yo hubiera tenido una excusa, hubiera llegado igual de tarde que usted.
—Como siempre, señorita Grantworth, su honestidad es refrescante y entretenida... pero ¿no quiere saber la razón de mi tardanza?
Victoria lo miró un momento con actitud pensativa. Tenía una sonrisa agradable, especialmente cuando hacía ese gesto con las comisuras de los labios. Un gesto ligerísimo. Ahora que le había recordado ese momento pasado, los recuerdos fluían hacia ella y recordaba que le había sonreído de esa forma el día después de que se conocieran, cuando le trajo unas nomeolvides como agradecimiento por su ayuda en perseguir a su montura. Era la primera vez que recibía flores de un hombre.
Victoria creía que todavía tenía la cinta de satén rosa con que las había atado. Le sonrió, tanto por el recuerdo como por la pregunta que él acababa de hacerle.
—Por supuesto que estoy interesada en la razón de su tardanza, milord, si desea usted contármela.
—La razón por la que he llegado casi dos horas después de que hubiera empezado el musical es que he tardado justamente ese tiempo en saber que cierta jovencita iba a estar aquí esta noche.
Victoria sintió una ola de calor en todo el cuerpo y estaba segura de que se estaba ruborizando.
—¿Ah, sí?
—Por supuesto. Señorita Grantworth, ¿puedo llamarla el jueves?
—Me encantaría que lo hiciera.
Era evidente que ese joven del pasado no se sentía en absoluto decepcionado por la mujer en quien ella se había convertido.
Capítulo seis
En el que la señorita Grantworth
defiende su terreno
-¿B
ailaste con tu marqués ayer por la noche, Victoria?
Victoria levantó la vista de la estaca, que estaba afilando en una punta letal. Max estaba sentado en una silla grande y bebía un líquido que tenía el color del topacio mientras estudiaba algo que parecía ser un mapa antiguo de unos túneles, y que estaba colocado sobre una mesa que tenía al lado. Ni siquiera la miró cuando le habló. Tía Eustacia y Kritanu habían salido del salón hacía unos momentos para ir a buscar un Libro y té, respectivamente.
—Si te refieres a lord Rockley, estoy segura de que te encantará saber que no lo hice.
—Es una pena.
Victoria estudió la estaca un momento breve y delicioso y luego la volvió a dejar en la mesa. Tenía cuatro nuevas estacas de fresno pulidas, cada una pintada de un color distinto para que hicieran juego con sus vestidos. Verbena le había aconsejado los colores marfil, rosa, un verde pálido y un azul, e insistía en que las decorara con flores, plumas y piedras.
—No bailé con él porque asistimos a un musical, y no había baile. Pero me ha preguntado si puede llamarme. —No le importaba parecer una niña petulante.
Por primera vez, Max levantó la vista hacia ella. Su expresión era de aprensión.
—Estás jugando peligrosamente, Victoria.
—Cazar vampiros sí es jugar peligrosamente. Ser cortejada por un hombre rico y atractivo no lo es. Y, en cualquier caso, soy perfectamente capaz de cuidar de mí misma.
Max dirigió una mirada significativa a uno de los lados de su cuello, donde los cuatro puntitos rojos habían empezado a cerrarse.
—Tu habilidad para cuidar de ti misma todavía debe ser demostrada; de todas formas, no es eso a lo que me refiero. Estás jugando peligrosamente con el marqués y sus atenciones.
—¿Por qué te molesta que yo disfrute de la compañía de un perfecto caballero? —le preguntó Victoria. Habían empezado a utilizar sus respectivos nombres de pila casi inmediatamente después del incidente con los vampiros guardianes. Parecía ridículo ser formal con alguien con quien formaba equipo para cazar vampiros—. ¿Es porque nunca te mueves en los círculos de sociedad, y por eso miras con desprecio a quien lo hace?
El se recostó en la silla y la miró. El líquido dorado que tenía en el vaso brillaba bajo la luz y se movía al ritmo de los giros suaves de su muñeca, como si él tuviera que pensar qué responder.
—Victoria, entiendes completamente mal mis motivaciones. A mí no me molesta nada. Si las cosas fueran según mi criterio, tú no tendrías que preocuparte de nada excepto del próximo baile y de si le vas a conceder dos bailes a tu marqués en una misma noche. Pero seguro que te das cuenta de que no puedes continuar de esta manera.
—No sé a qué te refieres. —Se notó un cambio en el ambiente, y la incomodidad que siempre parecía instalarse entre ellos, parecía haberse convertido en algo mortalmente serio.
—Ya veo que no. —Él pareció genuinamente sorprendido—. Victoria, no puedes pensar en casarte con el marqués, ¿así que por qué continúas jugando con su afecto? Está claro que él se ha encaprichado de ti. Quizá no te ama, pero por lo menos se ha encaprichado.
—¿No puedo... no puedo casarme con él? Me parece que es muy temprano para estar discutiendo esta posibilidad, pero si eso fuera a suceder, no hay ninguna razón por la que no pueda aceptar su propuesta. Veo que, dado que vienes de Italia, no puedes comprender cómo funciona la sociedad aquí en Inglaterra, pero...
—No tiene nada que ver con tu posición en la sociedad. —Ahora había subido el tono de voz; ahora ya utilizaba un tono de enojo—. No seas obtusa, Victoria. Eres una venator. No te puedes casar. ¡Ni siquiera puedes tener un amante!
A pesar de que luego se lo reprochó, no pudo evitar emitir una exclamación al oír esas palabras. Sintió que el calor le subía por el cuello y las mejillas al responder.
—¡No hace falta que seas cruel!
—¿Cruel? Como si recibir el mordisco de un vampiro no fuera la mayor de las crueldades. Victoria, eres una cazadora de criaturas violentas. No puedes permitirte el estar dividida ni distraída por una cosa tan mundana como un esposo o una familia.
Victoria oyó unos pasos. Habló deprisa y en voz baja.
—Si decido amar o casarme con un hombre, lo haré. Y continuaré cazando vampiros mientras tanto.
La puerta se abrió y Kritanu entró con una bandeja muy grande. Miró a Victoria con curiosidad y luego a Max, probablemente al notar la tensión en sus rostros, pero no dijo nada. Dejó la bandeja en el escritorio que estaba cerca de Max e hizo un gesto hacia la tetera y las tazas.
—Por favor, señorita Victoria, puede servirse el té y, si quiere, un bizcocho.
En casa de tía Eustacia, el té era un tema informal dado que todos eran tratados como iguales en su lucha contra Lilith.
—Eustacia volverá en un momento. Nuestro invitado ha llegado.
—¿Invitado? —preguntó Victoria, mirando a Max. Sí, él lo sabía, al igual que conocía también el motivo de esa reunión, y ella no tenía ni idea. ¿Por qué parecía que todo el mundo lo sabía todo menos ella?
Mientras se servía una taza de té y añadía una cucharada de nata, Victoria echaba humo. Sí, era la venator más nueva, pero tía Eustacia había dejado claro que era una parte importante del grupo. ¿Por qué, entonces, los demás hablaban de cosas de las que ella no sabía nada? ¿Por qué le ocultaban información?
Era Max. Él ya se lo había dicho antes: si las cosas hubieran sido hechas a su modo, ella no sería una venator. Ella hubiera rechazado la oportunidad de llevar el vis bulla y de ayudar a librar al mundo de vampiros. ¿Por qué estaba contra ella? ¿Solamente porque era una mujer? ¿Y joven?
¿La estaban poniendo a prueba? ¿Le ocultaban cosas hasta que hubiera demostrado su valía?
Todos los venators tenían las mismas habilidades innatas y la misma capacidad para cumplir con el legado cuando recibían su vis bulla. ¿De verdad Max creía que ella solamente pensaba en bailes, y vestidos y pretendientes? ¿Sabiendo que existían criaturas horriblemente malignas que querían gobernar el mundo?
Era verdad que muchas mujeres jóvenes de su edad solamente pensaban en encontrar un marido; después de todo eso era lo que les habían metido en la cabeza desde siempre. Pero seguro que él ya se había dado cuenta de que ella era algo más que una simple debutante. ¡Después de todo, le había clavado la estaca a un vampiro guardián mientras la estaba mordiendo!
Se abrió la puerta de la habitación y Eustacia entró seguida por una mujer alta y esbelta. Parecía ser varias décadas más joven que Eustacia, pero una década o así mayor que Max, y desprendía un aroma a tierra muy poco habitual. Tenía el pelo de un color rubio claro, sus cabellos eran finísimos, como de seda, y los llevaba recogidos en una cola decididamente poco a la moda que le colgaba por en medio de la espalda. Llevaba un vestido amarillo que parecía un tubo: le caía desde los hombros hasta los pies. Pero, a pesar de ello, conseguía marcar las formas de su cuerpo. Sus ojos azules y pálidos tenían un brillo inteligente en ese rostro pálido y serio, y sus labios eran de un vibrante color rosa. Tenía un aire etéreo y clarividente, como si pudiera ver cosas que los demás no podían ver.
—¿Tú eres Victoria?
—Sí, pero me temo que usted me lleva ventaja. —Victoria no sabía si ponerse de pie y hacer una reverencia, o si permanecer sentada con la taza de té. La mujer se colocó delante de ella y su aroma a tierra, que no era desagradable, la siguió.
—Victoria, te presento a Wayren. No es una venator, pero es de gran ayuda para nuestra causa —explicó Eustacia—. Conoce profundamente las culturas antiguas, las leyendas y los mitos gracias a su enorme biblioteca. Es una fuente de información cuando necesitamos su ayuda.
—Encantada de conocerla —le dijo Victoria, de verdad.
—Hola, Max —dijo Wayren, dándose la vuelta. Max se puso en pie y, aunque ella era una mujer alta, él era una cabeza más alto que ella.
Le tomó la mano y se la acercó a la mejilla, con una caricia, en lugar de besársela. Luego se la soltó.
—Wayren, me alegro de verte de nuevo. Tienes buen aspecto.
—Tú también, Max —contestó ella con una sonrisa que transformó su cara y le dio una expresión de alegría y humor—. Hace ya tres años desde la última vez que trabajamos juntos. Parece que el tiempo no pasa para ti.
Max se rió, amable, y Victoria le miró. Era la primera vez que le veía reír con verdadera alegría.
—Claro que no. Bueno, has venido para hablarnos de El Libro de Anwarth.
Tía Eustacia hizo un gesto en dirección a una silla y Wayren se sentó. Victoria se dio cuenta de que llevaba una cartera que parecía pesar mucho. Wayren la dejó caer al suelo, donde hizo un ruido sordo.
—Sí, y también para definir qué es lo que Lilith quiere de él. Eustacia me llamó en cuanto supo que ella estaba intentando conseguir el Libro. He estado viajando varios días para llegar. —Wayren miró a Victoria—. Vengo de muy lejos.
—¿Has encontrado algo en tu biblioteca que pueda ser de ayuda? —preguntó Eustacia, sentándose en una silla que siempre estaba reservada para ella, al lado de una mesita.
Wayren se inclinó hacia la maleta, la abrió y sacó un montón de hojas y un Libro desgastado.
Mi padre ha organizado su biblioteca de tal forma que resulta muy sencillo localizar casi cualquier cosa siguiendo un sistema de temas por numeración. He encontrado varias menciones de algo llamado El Libro de Antwartha; Max ¿es posible que hayas entendido mal el nombre y que sea Antwartha en lugar de Anwarth?
Él asintió con la cabeza.
—Es posible. Me encontraba en una situación que no me ofrecía un ambiente perfecto para escuchar.
—No me sorprende oírlo. —Wayren sonrió—. Eso facilita las cosas, ya que no he sido capaz de encontrar nada que concuerde con Anwarth. Parece que... —hizo una pausa y volvió a inclinarse hacia la maleta. Al incorporarse de nuevo, se había puesto unas gafas cuadradas que le daban una expresión completamente distinta, más de austeridad que de vidente, pensó Victoria—. La historia que hay detrás de este Libro tiene su origen en el valle del Indo, en el país de tus antepasados. —Al decir esto, miraba asintiendo con la cabeza en dirección a Kritanu, que se había sentado en una silla al lado de Eustacia—. Tenías razón en cuanto a la existencia de una conexión con la diosa Kali.
—Kali... sí, se la conoce en la India como la reina de los muertos. Gobierna sobre la muerte, pero no es una diosa maligna, ya que la muerte es un estado en el que todos nos encontraremos. Según la leyenda, ella dio a luz a un niño que era medio demonio y medio dios. Ese niño se llamaba Antwartha. —Kritanu, que llevaba el brillante cabello negro azulado recogido en un pequeño moño en la nuca, asintió a Wayren, como para que ella continuara con la historia.
—Este niño demoníaco de Kali, según la leyenda, confirió a sus primeros seguidores lo que se conoce como la sabiduría de El Libro de Antwartha. El Libro contiene rituales y ritos para utilizar la sangre de los vivos como sustento para los seguidores inmortales de Antwartha, llamados hantus, o, en vuestra lengua, vampiros.
—Lilith cree que este antiguo Libro se encuentra en Londres; por eso está aquí, ¿verdad? —dijo Victoria—. ¿Cómo llegó aquí ese viejo manuscrito? ¿Desde la India?
—Probablemente en algún intercambio comercial entre Inglaterra y su colonia, la India —contestó Max—. Algún barco que realizara el trayecto de ida y vuelta entre Londres y Calcuta lo pudo traer hasta aquí.
—Sí, comprendo. Pero ¿por qué ahora? ¿Cómo es que Lilith lo ha sabido ahora?
Wayren negó con la cabeza.
—No lo sé. Max, ¿tú lo sabes?
Él frunció el ceño.
—Mi... fuente de información no estaba tan dispuesta a darme datos como yo a recibirlos, por desgracia, y en un momento determinado tuve que sacarla de su sufrimiento. Lo único que me dijo fue el nombre de lo que Lilith estaba buscando, y además no oí bien el nombre. Es una suerte que Wayren haya sido capaz de interpretar mi malentendido.
—Si el Libro se encuentra efectivamente en Londres, nuestra primera línea de acción mientras Wayren continúa estudiando sus fuentes de información, consistirá en localizar el Libro antes de que lo hagan Lilith y sus guardianes —dijo Eustacia. Victoria vio que Kritanu le había tomado una mano como para ofrecerle apoyo.
—Eso es imperativo. —Wayren se quitó las gafas y los miró a cada uno de ellos, incluida Victoria—. Según mi información, El Libro de Antwartha contiene encantamientos muy poderosos que utilizan un poder maligno. Si Lilith consigue ese Libro, tendrá la capacidad de reclutar a una legión de demonios a voluntad. No habrá manera de contenerla, incluso aunque llamemos a los venators. Dominará el mundo de los mortales y todos nos convertiremos en sus esclavos... o en algo peor.
Capítulo siete
El marqués de Rockley adelanta la petición
–Bueno, ¿no está tan guapa como una modelo de pintura? —exclamó Verbena, acercándose a Victoria para colocarle bien un rizo que se le había desprendido del peinado—. ¡Las plumas son el toque exacto!
Victoria no podía no estar de acuerdo. ¡Su doncella era un verdadero genio! Le había colocado la estaca de color azul pálido dentro de la parte más densa de la cabellera, y había colocado tres suaves plumas en el extremo. Así, visto desde detrás, parecía una decoración del cabello que flotaba en la parte trasera de la cabeza. Lo bonito de ese arreglo era que podía sacarse la estaca del peinado con facilidad y rapidez sin deshacerse el peinado.
—¡Maravilloso, Verbena! ¡Es precioso! —Rockley tenía que recogerla para ir a dar un paseo por el parque, y a Victoria le gustaba el hecho de que su peinado era recatado al mismo tiempo que atractivo.
—Y ahora que la mordedura ya casi se ha cerrado, con este ligero pañuelo alrededor del cuello será suficiente. Aunque ya sé que no necesita la estaca durante el día porque esas criaturas no salen de día. Victoria se dio la vuelta.
—Oh, no, Verbena. Eso no es cierto. Algunos sí salen durante el día.
Verbena la miró con los ojos desorbitados y se sentó en la cama de repente, como si le hubieran fallado las piernas.
—¡No, milady! ¡Me está tomando el pelo!
Complacida de saber algo sobre vampiros que su doncella no sabía, Victoria se apresuró a asegurarle que tenía razón.
—Es verdad. Hay algunos vampiros muy poderosos, muy pocos, que están vivos desde hace siglos y que, de alguna manera, se han acostumbrado a la luz del día. Ellos pueden trasladarse en horas de sol, siempre y cuando vayan cubiertos, aunque no pueden permanecer en la luz durante mucho tiempo ni dejar que la luz del sol les toque la piel directamente. Si eso sucede, les quema.
—¡Vaya por Dios! —Las orondas mejillas de Verbena habían adquirido un tono rojizo, y su cabello, suelto y de color melocotón, parecía vibrar con su ansiedad—. ¿Mi primo Barth va a tener que empezar a llevar el crucifijo durante el día también? No sé cómo va a hacer su trabajo, si tiene que llevar esa cosa levantada todo el rato mientras conduce el carruaje, porque eso es lo que hace. Milady, ¿está completamente segura de eso?
—Tía Eustacia me lo ha dicho, y creo que ella es quien lo sabe. —Entonces se le ocurrió algo—: Verbena, ¿has dicho que Barth vive en Saint Giles? ¿Y que ha visto vampiros allí?
—Sí, milady, ha visto a más de los que le hubiera gustado, eso seguro. Pero le dejan en paz por el crucifijo y por el ajo que lleva colgado del cuello.
—¿Puedes llevarme allí?
—¿Llevarla allí? —Si Verbena se había horrorizado al saber que había vampiros que podían salir durante el día, se sintió profundamente traumatizada por esa petición—. ¡Saint Giles no es un lugar adecuado para una señora, milady!
Victoria se puso en pie y notó que las plumas volaban en el aire.
—Verbena, no soy ninguna señora. Por lo menos, no soy tanto una señora como una venator. Tenemos que encontrar El Libro de Antwartha antes de que lo haga Lilith, y si en Saint Giles hay vampiros, es posible que pueda saber algo de ellos. Llevo un vis bulla, no lo olvides. Max no es el único venator que puede cazar vampiros y hacer que le cuenten sus secretos.
Verbena abrió la boca para decir algo, y Victoria se preparó para otra amonestación; pero fue innecesario.
—Si usted va a ir a Saint Giles, yo voy con usted. Y usted no va a llevar un vestido, milady. Se va a vestir de hombre.
—Por supuesto. Gracias, y no te preocupes. Estarás a salvo conmigo. No podemos perder tiempo, así que iremos esta noche.
—¿Esta noche? —Verbena la miró con ojos desorbitados—. ¿De noche? Oh, milady...
—Esta noche, Verbena. ¿Y dices que tu primo lleva un carruaje de alquiler? Eso es perfecto. ¿Puedes hacer que nos venga a buscar a medianoche?
—¿A medianoche?
Victoria vio que a su doncella se le aceleraba el pulso en la vena de la garganta.
—A medianoche, hoy, Verbena, cuando los vampiros salen de ronda.
Phillip de Lacy, marqués de Rockley, se acomodó en el asiento al lado de su acompañante.
—Señorita Grantworth, tiene usted un aspecto estupendo —le dijo, mientras se ponían en marcha hacia el parque. El lacayo y la doncella de Victoria se sentaron en el pequeño asiento elevado de la parte de detrás del cabriolé, mientras que Phillip y Victoria iban delante.
—Puedo decir lo mismo de usted, lord Rockley.
—¿Ah, sí? Debe de ser por la compañía que tengo. —La miró otra vez, solamente por el placer de hacerlo. Su piel clara tenía un tono rosado que, esperaba, fuera debido al placer de estar en compañía de él. ¿Y la forma en que ese esbelto cuello soportaba ese cabello negro? Desde ese día en el prado, recordaba su cabello, esa mata de rizos oscuros, que le caía sobre los hombros y los brazos en tirabuzones.
—Es un día hermoso. —El tono de su voz pareció un tanto inseguro. Quizá ésa era la primera vez que ella se encontraba sola, o casi, con un hombre.
Él sonrió ante esa idea, complacido, luego miró el cielo y sonrió.
—¿Un día hermoso, señorita Grantworth? ¿Con esas nubes enormes cargadas de agua de lluvia? A pesar de que el sol asoma de vez en cuando, me preocupaba pensar que usted declinara venir a pasear conmigo por miedo a que la lluvia pudiera estropearle el vestido.
Él la observó mientras ella observaba las nubes grises y blancas que tapaban el cielo, quitándole todo el color azul.
—Me gusta bastante la lluvia —repuso ella, tozuda, pero con una ligera sonrisa—. Me hace apreciar más los días soleados.
Phillip continuaba sonriendo.
—Buena respuesta, milady, y honesta, como siempre. Por un momento creí que iba usted a empezar a hablar del tópico del tiempo en lugar de hablar de otras cosas más interesantes. ¿No huele la humedad del aire?
—No me había dado cuenta hasta ahora, lord Rockley, de que la brisa lleva un olor que anuncia lluvia.
—No crea que he olvidado mi promesa de llevarla a cabalgar por los campos y prados... pero tenía miedo de que la lluvia nos mojara las monturas y pensé que el carruaje nos protegería mejor.
—Lord Rockley, me toca hacerle una pequeña confesión.
Él la miró con interés, y se dio cuenta de que ella no sabía si mirarse las manos, si mirar hacia delante o mirarle a él. ¿Qué había pasado con esa valiente señorita?
—Estoy intrigado. Por favor, confiéseme lo que desee.
Y entonces a él se le ocurrió que quizá no le iba a gustar la confesión que ella iba a hacerle. ¿Y si sentía la necesidad de comunicarle el nombre de otro pretendiente?
—Estoy segura de que usted recuerda el día siguiente a su caída del caballo, cuando nos encontramos en el mismo prado. Yo había ido allí con la esperanza de verle otra vez, pero no estaba segura de que usted fuera a estar allí, por supuesto.
Él sonrió y soltó un poco las riendas, aliviado.
—Probablemente usted hubiera encontrado alguna otra forma de encontrarme para disculparse por la dureza de sus palabras, ¿verdad, señorita Grantworth?
Ella se rió, y él se sintió complacido de que ella hubiera entendido el sentido del humor de sus palabras y recordó que ella ni siquiera había pensado en disculparse por haberle desollado vivo. Bien. Ésa era una parte de lo que la hacía tan interesante. No era una florecilla, esa señorita Grantworth que recordaba... ni tampoco lo era la mujer en quien se había convertido. Estaba más que complacido.
—Resultó que no hizo falta que fuera a buscarle, ni que me disculpara, que yo recuerde, lord Rockley, porque nos encontramos en ese prado y fue usted quien se disculpó. —Le miró directamente a los ojos—. Esa fue la primera vez que un hombre me regaló flores... y todavía tengo la cinta rosa con la que usted las ató. —Para demostrarlo, se bajó un poco el guante de la mano, mostrando una parte de la muñeca y una cinta de satén de color rosa que llevaba atada en ella.
—Esta confesión me complace enormemente, Victoria. —Basta de modales: la había llamado por el nombre de pila durante todo ese verano. Parecía una tontería ser tan formal cuando estaban reviviendo esos momentos.
Había conducido el carruaje por la calle principal de Regents Park y giró hacia una zona más privada. Detuvo el cabriolé cerca de un pequeño arbusto de lilas y campanillas y ató las riendas en un pequeño poste que cumplía precisamente esa función.
Le tomó la mano y le dijo:
—Señorita Grantworth, me gustaría más que me llamara Phillip, tal y como hacía antes. —Sabía que el tono de su voz era más profundo, como siempre que hablaba en serio, y se obligó a mirarla con una expresión despreocupada. Quizá se estaba mostrando demasiado familiar muy pronto, pero, qué diablos, debió de haberse enamorado de ella hace años, porque nunca la había olvidado. No se la había podido quitar de la cabeza en todo este tiempo. Se había puesto casi en ridículo al ir en busca de ella a casa de los Straithwaite la otra noche. Gracias a Dios que había llegado tarde y se había perdido la representación musical.
Y parecía, una vez se le había despertado la memoria, que ella tampoco le había olvidado.
—Phillip es un nombre tan contundente —repuso Victoria, no mirándole a él sino a la manera en que él le acariciaba cada uno de los dedos enfundados en el guante—. Le sienta bien. Y puede continuar llamándome Victoria. Igual que hacía cuando era más joven.
Y entonces, como si sus palabras hubieran sido una señal, las nubes se abrieron y la lluvia empezó a caer de repente, torrencialmente. La doncella de Victoria soltó un chillido de sorpresa desde la parte trasera del cabriolé y Victoria miró hacia atrás, pero Phillip la detuvo llevando la mano hasta su mejilla. Cualquier excusa era buena para tocar esa inmaculada piel blanca.
—Mi lacayo se ocupará de ella —le dijo—. Y ese momento de distracción me permitirá hacer esto.
Se inclinó hacia ella y llevó sus labios hasta los de ella. Ella olía a flores y a algún tipo de especia, y aunque solamente fue una degustación, notó que sus labios eran cálidos y húmedos.
Victoria no se sobresaltó ni se apartó, sino que se acercó más inclinando la cabeza a un lado para que pudieran encajar mejor los labios. Mucho mejor.
La lluvia parecía envolverles, levantando una ligera niebla alrededor del asiento y de sus pies. La punta de la nariz de ella, fría a causa del aire húmedo, rozó la cálida mejilla de él mientras sus labios se movían juntos. El le soltó la mano y le puso ambas manos sobre los brazos atrayéndola más hacia sí, para que esos bonitos pechos frotaran su chaqueta. Todavía no se había acercado lo bastante, pero era paciente.
O quizá no lo era.
Ella tenía un sabor tan delicioso como había imaginado, y quería probarlo más. Hizo el beso más profundo deliberadamente, probándola... y ella no desfalleció. Abrió la boca para él y él sintió que el deseo le atravesaba mientras sus labios y lenguas se entrelazaban. El brocado del abrigo de ella se arrugó bajo sus dedos y él cerró los ojos mientras ella le acariciaba una mejilla.
La soltó y se apartó un poco. La miró a los ojos, pardos, embriagados y con expresión somnolienta, y se sintió satisfecho. Ella llevaba las marcas de su posesión en el rostro y en los labios hinchados; por no hablar de la descolorida cinta que llevaba alrededor de la muñeca.
Por Dios que iba a casarse con esa mujer.
¡La libertad de llevar pantalones!
Victoria había llegado a cumplir veinte años sin experimentar nunca lo que era la completa libertad de movimientos, la falta de miedo a pisarse la falda, el puro atrevimiento de sentir sus piernas provocadoras enfundadas y definidas de esa forma tan indecente.
Se sentía increíblemente escandalosa y poderosa al subir al carruaje de Barth sin más ayuda que lo que parecía ser un pesado bastón de paseo con la punta inferior afilada. Verbena la siguió, con un aspecto de chico joven de rostro lleno como la luna, con una gruesa estaca en una mano y una enorme cruz de plata en la otra. Dado que tenía las dos manos ocupadas, subir al coche se convirtió en un apresuramiento de movimientos inútiles hasta que Barth perdió la paciencia y la empujó hacia dentro.
Verbena se arrastró en el asiento al lado de Victoria e intentó colocarse bien el sombrero sin soltar la estaca y la cruz. Una de las trenzas se le soltó, lo cual la ayudaba poco con el disfraz.
—¿Por qué tienen miedo de la plata? —preguntó mientras el chófer se ponía en marcha.
—Porque Judas Iscariote traicionó a Jesús por treinta piezas de plata —contestó Victoria. No estaba nerviosa, pero tenía todos los sentidos agudizados. No le había contado a tía Eustacia nada acerca de su plan de ir a Saint Giles esa noche, por miedo a que se lo prohibiera o que, aún peor, mandara a Max con ella.
—¿Y el ajo?
—Eso no lo sé, pero sospecho que es a causa del olor. El olfato de un vampiro es mucho más fino que el de un ser humano mortal. Quizá les resulta agudamente desagradable en ese estado de no muertos.
—¿Puede usted reconocer a un vampiro? Cuando lleguemos allí... ¿les reconocerá antes de que nos muerdan?
—Siempre noto cuando hay uno cerca —le dijo Victoria a su doncella, dándose cuenta de que la acosaba a preguntas para tranquilizarse—. La mayoría de las veces me doy cuenta de quién es el vampiro, y cada vez soy mejor en eso. No te preocupes, Verbena, no creo que nos ataquen si no les provocamos, especialmente porque vamos a ir a buscarles a un sitio público.
Después de una breve y difícil discusión con Barth, Victoria le convenció de que no les llevara solamente a Saint Giles, el barrio más bajo y peligroso de Londres, sino que las llevara concretamente a algún lugar donde él hubiera encontrado vampiros en medio de la gente. Dado que Barth había visto y transportado a vampiros muchas veces sin ser atacado, Victoria se dio cuenta de que debía de saber dónde se reunían.
Fue solamente porque ella era una venator que Barth accedió a llevarlas a El Cáliz de Plata.
—Si alguien puede protegerse, tiene que ser un venator —dijo, a modo de asentimiento.
En el momento en que el carruaje se detuvo con una sacudida (si Barth no hubiera sido el primo de Verbena y, por esa razón, alguien de fiar, Victoria hubiera contratado a un chófer más delicado), abrió la puerta.
Era más de medianoche, pero la calle estaba llena de gente como Drury Lane después de una función de teatro. Los olores eran mucho peores, y Victoria se preguntó cómo podían soportarlo los vampiros. La nuca se le había ido enfriando, pero cuando abrió la puerta, se le enfrió tanto que sintió como si unas agujas de hielo se le clavaran en ella. Se levantó el cuello de la chaqueta de hombre, como si eso sirviera de algo, y se colocó bien el sombrero para asegurarse de que ninguno de los rizos la delatara.
A pesar de que esa noche había nubes, la calle no estaba oscura gracias a algunas lámparas de gas que colgaban en el exterior de algunos establecimientos. Victoria usó su bastón mortífero para apoyarse al bajar del carruaje y se acercó a Barth para darle instrucciones:
—Quédate aquí, pase lo que pase.
—¿Dónde está El Cáliz de Plata? —preguntó ella, dándose cuenta de que era un nombre extraño para un sitio que atraía a los vampiros.
—Allí abajo. —Barth señaló con el dedo, mientras que con la otra mano sujetaba la cruz.
Victoria se dio la vuelta y miró en esa dirección. Verbena bajó del carruaje y se sujetó en ella.
—No veo nada excepto un edificio quemado.
—Allí abajo, detrás de él.
Victoria se alejó un poco y vio el lugar a que se refería: una abertura de la anchura de dos puertas que casi no se veía, cerca de las ruinas de un edificio quemado. Mientras se dirigía hacia allí, algo chocó contra ella desde detrás que casi estuvo a punto de tirarla al suelo. Levantó el bastón y se dio la vuelta, y vio a Verbena que se apartaba de tres criaturas amenazantes. Su doncella tenía la boca abierta en un grito mudo, y Victoria tuvo que reprimirse esa reacción automática y decirse a sí misma que no estaba desvalida. Era una venator.
—¿Qué hacen dos jovencitos tan elegantes en esta parte de la ciudad? ¿Tú qué crees? —preguntó uno de los tres hombres. Algo dorado emitió un destello dentro de su boca cuando sonrió con una expresión decididamente lasciva. Entonces algo plateado brilló en su mano.
Los tres hombres las habían rodeado y estaban tan cerca que Victoria notaba el olor a alcohol y otros olores desagradables. Los tres iban vestidos con ropa negra que, a pesar de que no parecía muy limpia, parecía encontrarse en buenas condiciones. No eran vampiros; los vampiros no necesitaban llevar cuchillos. Una estaca no les detendría, pero Victoria sabía que era más fuerte que tres hombres mortales. Se quedó quieta. Las manos, enfundadas en los guantes, le sudaban. No había pensado en traer un arma que no fuera para vampiros.
—Me parece que he oído que el joven decía que buscaban El Cáliz de Plata —contestó su compañero, como si Victoria y Verbena solamente fueran una audiencia desinteresada en esa conversación.
—Ya lo hemos encontrado —dijo, con voz profunda—. Vamos hacia allí ahora. —Verbena chocó con ella otra vez y Victoria reprimió las ganas de empujarla. No necesitaba que una doncella se colgara de ella y le hiciera perder el equilibrio. Necesitaba ponerse en acción.
—No podéis entrar sin entrada —dijo el tercero de los hombres. Tenía que hacer por lo menos tres semanas que no se afeitaba, y la frente y las mejillas le brillaban, grasientas y sudorosas—. Si queréis, encantadores jovencitas, venid con nosotros, nos encantará ayudaros a conseguir un pase.
—Por un precio, supongo —contestó Victoria. Verbena chocó con ella otra vez y ella estuvo a punto de gritarle... entonces se dio cuenta de por qué se colocaba tan cerca de ella: notó que le ponía una cosa fría y pesada en la mano. Ella la tomó. Una pistola.
Victoria se dio la vuelta y, de repente, apuntó con el arma al hombre que se encontraba más cerca de ellas. Estaba tranquila, respiraba con regularidad, pero le temblaban los dedos.
—No creo que vaya a pagar nada esta noche. Ahora, dispérsense, señores, antes de que se me impacienten los dedos.
A pesar de que tía Eustacia nunca le había enseñado a utilizar un arma durante sus entrenamientos, Victoria sabía cómo utilizarlas. Lo había visto hacer. Se apretaba el gatillo y esa cosa lanzaba una bala mientras le golpeaba la mano por el movimiento de retroceso. El hecho de que de verdad le pudiera dar a alguien era otra cuestión; pero esos tres hombres estaban cerca, así que no estaba preocupada.
Por supuesto, suponiendo que Verbena la hubiera cargado.
Pareció que los hombres creían en su amenaza y, aunque no se fueron, no las siguieron entre las sombras del bajo edificio que se encontraba al lado de las ruinas quemadas.
Victoria se guardó la pistola en el bolsillo más hondo de su abrigo y, tomando el bastón de paseo, se dirigió hacia la doble puerta que conducía, esperaba, a El Cáliz de Oro.
La puerta estaba cerrada, pero cuando ella y Verbena empujaron las dos hojas, éstas se abrieron con facilidad ante una empinada escalera que penetraba en la tierra. Al final de la misma se veía, por suerte, un tenue resplandor de luz; pero no era suficiente para iluminar el descenso.
Pero los vampiros tenían una excelente visión nocturna, así que probablemente bajar por un tramo de escalera en el cual uno no podía ver más allá de su nariz no debía de ser difícil para ellos. A Victoria la nuca le dolía de tan fría, y ese escalofrío empezaba a extenderse hacia la parte baja del cráneo. Se llevó una mano hacia allí automáticamente para tocárselo y masajeárselo, esperando que eso se lo relajara un poco, pero no sirvió de nada. Miró a Verbena por última vez y empezó a bajar los escalones, dando gracias otra vez de no tener que arrastrar unas faldas.
Mientras descendía los veinte escalones, los sonidos de la parte de abajo aumentaron de volumen y se hicieron más reconocibles. Gente que hablaba, reía, gritaba... el sonido de las jarras al chocar las unas contra las otras... golpes de manos sobre mesas y paredes... y una especie de música nostálgica de un piano perfectamente afinado.
Cuando llegó al final, tuvo que girar una esquina y se encontró en El Cáliz de Plata.
Aunque la experiencia que Victoria tenía en pubs y en bares no era mucha, había cenado en un par de ellos durante sus viajes y éste no parecía tan distinto de los que había conocido en el mundo de los mortales.
Las mesas abigarraban ese espacio de paredes de piedra, y estaban húmedas por encontrarse bajo tierra. Unas lámparas colgaban de unas cuerdas y unas cadenas desde las vigas del techo, y el suelo estaba cubierto de suciedad. A lo largo de uno de los laterales de la sala, hacia la izquierda y cerca de la esquina de la entrada, había otra puerta que, probablemente, conducía a otra habitación, aunque podía tratarse de otra salida. Al lado de esa puerta había una larga barra detrás de la cual dos mujeres se afanaban de un lugar a otro, llenando jarras y depositándolas de un golpe encima de la misma.
Si no fuera por la sensación helada en la nuca, Victoria hubiera pensado que se encontraba en una taberna de viaje que, simplemente, era un poco más oscura de lo normal.
Nadie pareció verlas, y se sintió agradecida de ello. Dado que quería captar el ambiente del establecimiento y de sus clientes, deseaba permanecer de incógnito un tiempo más. Escudriñó la habitación e identificó quiénes eran vampiros y quiénes no. Para su sorpresa, una buena parte de la clientela no eran bebedores de sangre; quizá la mitad de ellos, supuso. Eso era un buen augurio, porque Victoria se había preguntado qué era lo que debían de servir para beber en ese establecimiento. Aunque ella ya había tomado un sorbo de coñac más de una vez —la vez más importante fue después del funeral de su padre—, no estaba interesada en lo más mínimo en probar la bebida que los vampiros debían de estar tomando.
Al final vio una mesita arrinconada contra una esquina, cerca del piano. Tomó la mano fría de Verbena, tiró de ella para que la siguiera, y se abrió paso hasta allí. Mientras pasaban por delante del piano se fijó en el músico, que no había dejado de tocar desde que ella y Verbena habían llegado. Era una vampiro, con una larga mata de cabello plateado y un rostro triste que tanto bajaba hacia el teclado como elevaba hacia el techo, en un completo trance musical. La canción era triste, y nostálgica, y hermosamente inquietante.
Al sentarse, Victoria eligió una silla desde donde pudiera ver el resto de la sala. Resultaba un tanto decepcionante que hubieran entrado en ese pub y hubieran encontrado un asiento sin recibir ni siquiera una mirada de interés de nadie de la habitación.
Eso, entonces, respondía a una pregunta que Victoria quería hacerle a su tía Eustacia: ¿los vampiros podían notar la presencia de un venator? Era evidente que la respuesta era que no.
Ahora que se encontraban en El Cáliz de Plata, rodeadas por vampiros que posiblemente supieran algo de El Libro de Antwartha, Victoria se dio cuenta de que no había pensado en nada más allá de eso. Quizá no había acabado de creerse que consiguieran hacerlo. Pero allí estaba, y tenía que actuar antes de que Verbena desfalleciera de miedo.
Pero se hizo evidente que no habían pasado desapercibidas del todo, porque justo cuando acababan de acomodarse en las sillas (era mucho más fácil levantarse la falda de la chaqueta al sentarse que colocar las faldas de un vestido), una camarera se abrió paso a codazos hasta ellas.
—¿Qué van a tomar? —Decididamente no era una pregunta; era una afirmación de aburrimiento e impaciencia, más bien. Victoria miró a Verbena, sin saber qué responder. Dado que se había dejado el bolsito en casa, no llevaba ni una moneda encima.
—Dos cervezas de la casa —contestó Verbena. Dejó dos monedas encima de la mesa pegajosa con una sonrisa de orgullo.
Victoria la miró. Ésa era la segunda vez que Verbena rescataba a una venator. Quizá se había precipitado al decidir que vendría por su cuenta.
Pero ahora... ahora que los detalles ya se habían llevado a cabo, Victoria podía decidir cuál sería el paso siguiente. Iba a demostrar su valor ante sí misma, ante tía Eustacia, ante el hosco de Max y ante su especie de esposa, Wayren, que miraba a Max con esos ojos azules de forma irritante. Era detestable que él le diera lecciones a ella sobre no despistarse de su misión.
Resultó que Victoria no tuvo que decidir cuáles serían los pasos siguientes, porque en cuanto hubo terminado de examinar la habitación con la mirada, notó un movimiento a su lado y alguien se sentó en la mesa con ella y con Verbena.
Al principio creyó que era Max.
Pero no. No era Max. No, ese caballero, decididamente, no era Max.
—Buenas noches, caballeros.
Esa voz dulce, con cierto acento parisino, pertenecía a un atractivo caballero que parecía aunar las cualidades del bronce y del oro a la vez: la piel bronceada y los ojos del color del ámbar, el cabello rojizo de puntas rubias y el chaleco de color chocolate y unos pantalones beis que habían sido confeccionados por un sastre de talento inmenso.
Se sentó al lado de Victoria. Muy cerca. Ella se preguntó si los hombres se sentaban habitualmente tan cerca los unos de los otros en los clubs privados. La pierna de él estaba en contacto con la de ella por debajo de la mesa y eso le resultaba incómodo. Pero no la apartó.
Se aseguró de hablar con su tono de voz más bajo:
—Buenas noches, señor. —¿Cuando los hombres estaban solos, se suponía que se presentaban mutuamente antes de conversar? ¿O simplemente tenían la libertad de hablar sin esas formalidades?
—Parece que son nuevos ustedes en El Cáliz de Plata. Dado que es tan difícil de encontrar, no tenemos muy a menudo el placer de ver caras nuevas. ¿Han venido por... algún motivo en especial?
¿Les estaba aconsejando que se marcharan o simplemente intentaba mostrarse amistoso? Victoria no sabía cómo responder de forma adecuada, así que decidió ser directa. Cuanto antes averiguara si ese lugar iba a serle útil, antes podría llevar a Verbena de vuelta a Grantworth House.
—Estamos buscando información.
En ese momento, la camarera volvió a aparecer y depositó dos jarras de cerveza en la mesa con un golpe. La cerveza se vertió sobre la mesa y salpicó la muñeca del hombre y el puño de la manga.
—Maldita sea, Berthy, ¿no puedes tener un poco de cuidado? ¡Son encajes de Alençon!
—No debería usted llevar cosas tan buenas en un sitio como éste —repuso Berthy, cortante, dándose la vuelta con un mohín.
El hombre sacó un pañuelo y se secó el encaje del puño.
—Si no fuera tan buena en su trabajo, la echaría a la calle.
¿Buena en su trabajo?
¿Echarla a la calle?
Victoria no sabía cuál de las dos afirmaciones la sorprendía más; pero decidió pensar en ello más tarde.
—¿Es usted el propietario de este lugar?
—Por supuesto que lo soy, aunque no siempre estoy orgulloso de admitirlo. Entre los otros establecimientos, debo decir. Sebastian Vioget..., señor. A su servicio. —Alargó una mano, con la atención tan concentrada en Victoria que ella casi olvidó ofrecerle la suya.
—Víctor Grant... son. Víctor Grantson —repitió, con mayor facilidad. El le estrechó la mano, sujetándosela un poco más de lo que hubiera sido necesario. O quizá era simplemente la incomodidad de saber que su mano, a pesar de que la llevaba enguantada, debía de ser más ligera y frágil que la mayoría de las que él habría estrechado.
—¿Y qué tipo de información está usted buscando aquí? —La intensidad de su atención no aminoró; Victoria se sintió como si le leyera la mente. Lo único que le permitía no tener miedo era la certeza de que no se trataba de un vampiro.
Decididamente, no era un vampiro... pero eso no explicaba la extraña atracción que sentía hacia él. No era muy distinta a la sensación que había tenido antes de que el vampiro guardián le clavara los colmillos.
¿Por qué no? La audacia de palabra y acción era el sello distintivo de un venator con éxito; aunque había veces en que una debía tomar asiento y reflexionar, supuso.
—Estoy buscando El Libro de Antwartha.
Evidentemente, ese atrevimiento era la táctica adecuada.
—¿Y por qué cree que encontrará información sobre algo así aquí? Un Libro viejo se puede encontrar en Hatchard's o en Mason's. Ha venido usted al lugar equivocado. —Se inclinó hacia ella y se acercó tanto que ella le vio los puntitos oscuros de los ojos y notó la densidad de la energía entre ambos.
—Yo no he dicho que sea un Libro viejo —contestó Victoria—, aunque es evidente que, a pesar de su advertencia, sí he venido al lugar adecuado.
Entonces él se rió con actitud de desaprobación.
—Claro. De hecho, quizá pueda ayudarles en su búsqueda... pero primero, ¿puedo hacerles una sugerencia?
Ella asintió con la cabeza, cautelosa, porque ahora el brillo de humor en los ojos de él se había concentrado en ella.
—Llevar unos pantalones que no le entallan perfectamente y un sombrero no es suficiente para ocultar vuestro sexo; de hecho, llama más la atención si cabe. No han engañado a nadie.
Capítulo ocho
En el que un visitante inesperado entorpece
los planes de la señorita Grantworth
—Quizá mi intención no haya sido la de engañar a nadie —contestó Victoria—. Quizá he llegado a la conclusión de que los pantalones son mucho más cómodos que las faldas.
Él se rió otra vez y, por debajo de la mesa, frotó su pierna contra la de ella. Victoria sintió su pierna caliente y pesada, y se apartó. Él la miró y sonrió pero, por suerte, no hizo ningún comentario.
—Ahora que ya hemos hablado de los detalles acerca de mi elección de ropa —dijo ella, sintiéndose más segura por no tener que mantener el disfraz de hombre—, ¿puede decirme quién puede ayudarme a encontrar El Libro de Antwartha?
—Si tuviera la amabilidad de hablar en un tono de voz más... tranquilo... quizá yo pueda ayudarla. No, veo que no va a ser posible, así que tenemos que ir a algún lugar donde podamos hablar con mayor comodidad.
La idea de ir a cualquier parte con ese hombre la hizo sentir incómoda... de una forma cálida e inadecuada. Quizá el hecho de que Phillip la hubiera besado ese mismo día era lo que provocaba que no dejara de mirar la manera en que Sebastian Vioget movía los labios, y la forma que éstos tenían. Y que fuera tan consciente de lo cerca que estaba de ella.
Justo en ese momento, alguien giró la esquina de las mismas escaleras por las que ella y Verbena habían bajado y se detuvo, a corta distancia de su mesa. A pesar de que él no las miraba, Victoria reconoció esa silueta alta y oscura. Quizá porque casi esperaba verla, de todas formas.
Max.
Victoria se dio la vuelta inmediatamente para esconder el rostro.
—¿Ha pensado en algún lugar?
—Discúlpenme un momento —dijo él, y se puso en pie de forma abrupta—. Si tiene la amabilidad de atravesar esa puerta, iré con ustedes en un momento. —Él dirigió la atención hacia una estrecha puerta que Victoria no había visto antes; estaba bastante escondida y no se veía fácilmente porque se encontraba arrinconada en la esquina de un saliente de la sala—. No está cerrada.
Victoria observó a Sebastian, que se alejó con movimientos ágiles y rápidos, pero sin mostrar prisa, directamente hacia Max. Sintió un cosquilleo de incomodidad en el estómago, pero se puso en pie con intención de hacer lo que le había dicho y con la esperanza de escabullirse antes de que Max la viera. Si Sebastian no se había equivocado y su disfraz resultaba tan evidentemente falso que no engañaba a nadie, el hecho de que Max se diera la vuelta hacia ellas arruinaría todos sus planes.
Al ponerse en pie notó que le tiraban de la manga y Victoria se dio la vuelta. ¡Se había olvidado por completo de Verbena! ¿Cómo se había olvidado de ella con tanta facilidad, si estaba sentada a su lado?
Pero al darse la vuelta, la respuesta se le hizo clara porque se dio cuenta de que mientras ella había estado hablando con Sebastian, su doncella había acercado su silla a la mesa de al lado y se había puesto a hablar amigablemente con tres personas entre las cuales se encontraba la vampiro pianista.
—¿No es ése vuestro primo Max, el que está hablando con el señor Vioget? —preguntó Verbena. El aliento le olía a la cerveza que se había tomado y el brillo de sus ojos delataba que se lo había pasado muy bien.
—Sí, pero no es mi primo, en realidad. Tengo que salir de aquí antes de que me reconozca. Diles adiós a tus amigos y ven conmigo. —Victoria se puso en pie, tomó el bastón y cruzó rápidamente la puerta que Sebastian le había dicho. Verbena la siguió.
Mientras sujetaba la puerta por el borde rugoso para cerrarla, Victoria miró hacia la sala. Sebastian y Max estaban de pie, hablando, en el mismo lugar en que Max se había detenido al llegar a la sala.
Su conversación avanzaba entre cortas frases que se intercambiaban mutuamente, pero ninguno de los dos hombres mostraba ninguna animación ni expresividad. Max era el más alto. Ninguno parecía estar mostrándose ofensivo, pero tampoco parecían especialmente amables el uno con el otro.
Entonces los dos hombres se separaron con un saludo de cabeza y sin darse la mano, y Victoria se ocultó tras la puerta. La cerró, se dio la vuelta y miró, por primera vez, el lugar al que Sebastian las había hecho ir.
Verbena estaba de pie, apoyada contra un grueso muro de ladrillo, y todavía tenía en la mano la jarra de cerveza. ¿O era la de Victoria? Estaba llena, parecía que nadie la había tocado.
Se encontraban en un pasillo con un techo de ladrillo abovedado del cual colgaban unos apliques cada quince pasos o así. Antes de que Victoria hubiera tenido la oportunidad de explorarlo un moco más, la puerta se abrió otra vez y Sebastian entró.
—Su amiga puede esperar fuera —dijo él, mirando a Verbena—. Estará a salvo con Amelie y Claude.
Victoria se hubiera negado, pero Verbena ya había empezado a dirigirse a la puerta.
—Yo lo prefiero, milord —dijo, con rapidez—. Amelie es la pianista y ya se ha alimentado esta noche, así que no le tengo miedo.
—No le va a pasar nada si está con Amelie —repitió Sebastian—. Y lo que tengo que decir solamente puede escucharlo los oídos de un venator.
Victoria se sobresaltó, pero recuperó la compostura inmediatamente. ¿La habría visto Max, después de todo, y le habría dicho a él quién era?
—Estaré a salvo —le dijo Verbena con una sonrisa deslumbrante. Y contra su sentido común, Victoria asintió.
Verbena salió y, en su entusiasmo por volver con sus nuevos amigos, estuvo a punto de dar un portazo. Victoria se encontró de repente a solas con Sebastian Vioget.
El alargó la mano hacia ella sin darle tiempo a apartarse. Entonces Victoria sintió de repente la cabeza fría y ligera: él le había quitado el sombrero.
—He tenido ganas de hacerlo desde que la he visto —le dijo, dejando caer al suelo el sombrero, descuidadamente—. Ahora, si... —Alargó la mano hacia la nuca de ella y esta vez Victoria sí se movió, tan pronto como notó que los dedos de él tocaban una de las agujas con que se sujetaba el pelo detrás de la cabeza. Pero no fue lo bastante rápida: en cuando se dio la vuelta, la aguja quedó en la mano de él.
Sebastian chasqueó la lengua.
—Soy de los que piensan que es una pena que las mujeres deban ocultar la belleza de su cabello.
Victoria tomó la pistola que llevaba en el bolsillo y la sacó. No le apuntó a él: solamente la sacó para que él pudiera verla.
—Todo esto está muy bien, pero ya no me interesan sus consejos sobre ropa y peinado. Si no me puede ayudar en mi búsqueda, le voy a pedir que me disculpe e iré a buscar a alguien que sí pueda hacerlo.
Sebastian se rió y dejó caer la aguja de pelo. Victoria se notaba la pesada mata de pelo que colgaba a su espalda y tuvo que resistirse a la necesidad de tocarlo, de volver a colocarlo en su sitio.
—Es usted digna de su legado, querida. Ahora, antes de que continuemos, me gustaría saber su nombre.
A ella no le pareció peligroso decírselo.
—Victoria. Y me gustaría saber qué le hace creer que soy una venator.
—Sé bastantes cosas. Incluido el hecho de que usted... ah, claro, por supuesto, es verdad. —Él volvió a alargar la mano hacia ella y, antes que Victoria pudiera evitarlo, le había quitado el cuello, alto y almidonado, de su traje masculino. Él no llevaba guantes y ella notó el contacto cálido de su piel en el cuello.
Victoria dio un cauteloso paso hacia atrás. No tenía intención de reaccionar tal y como su cuerpo quería hacerlo: deprisa, abruptamente, presa del pánico. No pensaba permitir que él se diera cuenta de que se sentía afectada por la manera despreocupada que tenía de tocarla.
Era una venator, y era más fuerte que él. Fuera él quien fuese.
—¿Va usted a ayudarme, o debo marcharme?
—¿Y se va a arriesgar a que la vea ese seguidor suyo? Sin el sombrero, parece usted una delicada jovencita que se ha puesto la ropa de su hermano. Ridículo, y una afrenta a su belleza. Por lo menos, el ala del sombrero ocultaba parte de esa piel inmaculada de las mejillas. —Le ofreció el brazo mientras se daba la vuelta hacia el pasillo que se alejaba ante ellos—. Estoy convencido de que no quiere arriesgarse. Me pregunto por qué no quería usted que él la viera.
Victoria no tomó su brazo, pero sí se dio la vuelta con él. El pasillo era lo bastante ancho como para que pudieran caminar el uno al lado del otro sin tocarse, y se sintió agradecida por ello. Mientras caminaba, la mata de cabello ondeaba al ritmo de su paso.
—¿Lo conoce? —le preguntó, sin mencionar el nombre a propósito.
—¿A Maximilian? Por supuesto que lo conozco. Viene de vez en cuando, y le he dicho que puede vigilar este sitio siempre y cuando no provoque ninguna molestia y no persiga a mis clientes. Al igual que he avisado a mis otros clientes de que no busquen presas en mi establecimiento. ¿Se da cuenta? Nos llevamos todos de maravilla.
Caminaron por el pasillo. Victoria llevaba el bastón en una mano y la pistola en la otra. Tenía la confianza de que estaba preparada para enfrentarse a cualquier amenaza que pudiera aparecer en su camino.
—Por aquí, querida —dijo él, deteniéndose ante una puerta casi al final del pasillo. Justo enfrente de ella, al otro lado del pasillo, había otra puerta. Ambas puertas le parecieron idénticas.
Victoria sujetó con fuerza la estaca, cruzó la entrada y se encontró en una habitación profusamente amueblada que parecía ser una oficina. En una de las paredes se alineaban unas estanterías; en la otra había un escritorio. A uno de los lados había un sofá y dos sillas apiñadas alrededor de una mesa bajita, cerca de una chimenea. El suelo, de madera, estaba cubierto por una alfombra. La única cosa desconcertante en esa habitación era el hecho de que no tenía ventanas. Y solamente una salida.
—Me doy cuenta de que mi estudio es de su agrado —dijo Sebastian—. Por favor, siéntese.
—¿Me ha traído aquí para esto? Seguro que El Libro de Antwartha no está en uno de esos estantes.
—No, por supuesto que no. Pero era verdaderamente importante que nadie pudiera oír nuestra conversación. Porque... —levantó una mano para interrumpir la furiosa respuesta de Victoria— puedo decirle dónde se encuentra exactamente El Libro de Antwartha. Y cómo conseguirlo.
Victoria cerró la boca y se sentó. Dejó el bastón a su lado y depositó la pistola encima de un cojín.
—Muy bien. —Él sonrió y se sentó a su lado, en el sofá—. Bueno, si le doy esa información, ¿qué va a darme usted a cambio?
Victoria sintió picor por toda la piel.
—¿Qué sería valioso para usted?
—Dos cosas. Dos cosas muy sencillas, Victoria Gardella. Ah, sí, sé exactamente quién es usted. —Sebastian sonrió y la miró con unos ojos naranjas y dorados de tigre—. El primer requisito es que no puede decirle a nadie dónde y cómo ha obtenido esta información. No se lo puede decir a su seguidor, Maximilian; no se lo puede decir a su tía. Si lo hace, me enteraré. Y las cosas se pondrán muy feas para usted. Ya lo ve, nadie más aquí sabe quién es usted. Nadie sabrá que nos hemos visto. Nadie sabrá cómo ha dado usted con esta información, a no ser que usted lo cuente.
Victoria asintió.
—Lo prometo.
—¿Y debo confiar en usted?
—De la misma manera en que yo confié en usted cuando me dijo que mi doncella estaría a salvo. Y de la misma manera en que he confiado en usted dejándome traer hasta aquí.
Él volvió a reír, esta vez con expresión de asentimiento.
—Ah, sí, como venator, usted se encuentra en un gran peligro conmigo. —Esas palabras aunque irónicas, fueron pronunciadas en un tono que a Victoria le hizo saber que no habían sido dichas tan a la ligera como parecía—. Pero hizo usted bien en confiar en mí acerca de que su doncella estaría a salvo. De verdad que ella no está en peligro. Tal y como le he dicho, no permito que se dé caza en mi establecimiento.
—¿Cuál es el otro requisito? —Sintió que el escozor en la piel se intensificaba a causa de la ansiedad ante la respuesta.
—Deseo ver vuestro vis bulla.
A Victoria se le secó la garganta. No era lo que se hubiera esperado. Era mucho, mucho peor.
—¿Un beso no sería suficiente? —le preguntó, atrevida. Su campo de visión había adquirido una tonalidad rojiza. Después de todo, ese día ya había besado a un hombre. No podía imaginarse... desabrochándose la camisa masculina que llevaba puesta y mostrándole el torso a ese hombre.
—¿Me está usted ofreciendo un favor adicional? Si es así, lo aceptaré con gusto. Además de mi petición inicial, por supuesto.
—No además, sino a cambio de...
—Resulta tentador, ya que no he besado nunca a una venator... pero, no. Deseo ver vuestro vis bulla. —Por la expresión de su rostro, Victoria supo que él no había tenido en cuenta en ningún momento la posibilidad de realizar ese cambio—. Y entonces le diré todo lo que necesita saber.
—¿Cómo sé que lo que me dirá es la verdad?
—Tendrá usted que creerme.
Ahora fue Victoria quien se rió.
—¿Y por qué debería creerle en algo de esta naturaleza? ¿Y por qué me está usted ayudando?
—En cuanto a ayudarla... yo, por supuesto, tengo mis motivos, pero compartirlos con usted no forma parte del trato. No es una cosa suya por qué yo puedo querer ayudar a un venator. Y... acerca de si la información es errónea, que no lo es, se lo aseguro, ¿qué habrá perdido usted? ¿Simplemente por haberme mostrado su vis bulla? —El tono de su voz se hizo más grave en las últimas palabras, pronunciadas casi en un susurro.
—O —continuó hablando, esta vez en tono más fuerte y seguro—. Puedo darle esa información a Maximilian. Estoy seguro de que la apreciaría.
—Él no le mostraría su vis bulla —respondió Victoria, dándose cuenta de repente de que Max llevaba uno. Igual que el suyo. En el ombligo.
—No deseo ver el suyo.
Victoria sintió los latidos de su propio corazón. Solamente era el recato lo que la frenaba a mostrárselo. Solamente el recato. Y si lo hacía, podría llevarles a tía Eustacia y a Max una información valiosa... o incluso quizá el mismo Libro.
Sebastian la observaba, cómodamente aposentado en uno de los extremos del sofá; pero Victoria notó la tensión con que él esperaba su respuesta. Y, de repente, como si cediera bajo el peso de su intensa mirada, la gravedad venció el trabajo de Verbena y la mata de pelo le cayó, suelta, sobre los hombros. Él sonrió, satisfecho.
—Tal como lo había imaginado.
—Dígame alguna cosa y decidiré si esa información vale un beso... o la visión de mi vis bulla. —Su voz sonó ronca.
—Lilith sabe dónde está el Libro. Va a mandar a los guardianes mañana por la noche para conseguirlo, cuando la luna esté alta. Si no los detiene, Lilith conseguirá tenerlo en su poder. Bueno, ¿va usted a jugar a esto conmigo o no?
Victoria se apoyó ligeramente en el brazo del sofá, el torso girado hacia Sebastian y los pies plantados en el suelo. La pistola era un incómodo bulto bajo la cadera, pero no le importaba... prefería saber exactamente dónde estaba. Se sacó los guantes. Se abrió la chaqueta y mostró la almidonada camisa blanca que llevaba abotonada desde el cuello casi hasta las rodillas.
Colocó los dedos sobre el botón de encima del ombligo y se detuvo un momento para mirar a Sebastian. Él no se había movido; permanecía inmóvil y la observaba. El pecho le subía y le bajaba bajo la chaqueta color chocolate y la camisa clara.
Victoria desabrochó el botón central con dedos torpes, luego el de arriba y el de abajo. No fue capaz de mirarle mientras abría la camisa y sentía la frialdad del aire sobre la piel desnuda.
La pieza de plata sagrada brilló contra la blancura de su piel, anidada en el oscuro hoyuelo de su ombligo. Oyó inspirar a Sebastian, despacio, y luego expirar, despacio.
Sebastian se movió cautelosamente y Victoria, aunque lo deseaba, no pudo cerrarse la camisa. Él alargó la mano hacia ella por tercera vez esa noche y, a pesar de que ella encogió el estómago, los dedos de él encontraron el crucifijo de plata y lo acariciaron... Luego se deslizaron hacia la suave curva de su vientre y dibujaron un círculo alrededor de su ombligo.
Cálida, pesada, intensa... la palma de su mano le cubrió la piel.
Una bruma rojiza alrededor de su campo de visión se volvió, de repente, oscura y Victoria notó que casi no podía respirar.
Capítulo nueve
La señorita Grantworth se queda terriblemente
helada en el momento más inadecuado
Cuando Victoria abrió los ojos, Sebastian todavía estaba mirando su propia mano colocada encima del estómago de ella.
Victoria parpadeó, intentando despejarse la cabeza, y se dio cuenta de que se había... ¿qué? ¿Desmayado?
Solamente había pasado un momento, estaba segura, desde que todo se le había oscurecido. Un breve segundo. Una anomalía.
Pero fuera lo que fuese lo que lo había provocado —fuera su propia sensibilidad o alguna otra debilidad— no quería arriesgarse a que pudiera repetirse. Tomó la mano de Sebastian por la muñeca y se la apartó de la abertura de la camisa. El la miró, entonces, con unos ojos del profundo color del té fuerte. De ellos había desaparecido todo resto del anterior color dorado.
—Usted quería mirar. No dijo nada de tocar. —Si hubiera estado tan asustada, se hubiera sentido contenta de que su voz sonara tan fuerte y segura, y de que hubiera tenido el tono de burla que muchas veces utilizaba Max al hablar.
El hizo un gesto afirmativo con la cabeza y apartó la mano.
—Le agradeceré que, ahora que he cumplido con creces mi parte del acuerdo, me diga usted lo que necesito saber.
—Por supuesto que lo haré, Victoria. —Él juntó las manos sobre el pecho, se relajó en la misma posición que antes, al otro extremo del sofá, y pareció ordenar las ideas.
Eso le pareció bien a Victoria, puesto que estaba segura de que no hubiera sido capaz ni de entender ni de memorizar nada que fuera dicho en esos momentos a causa del zumbido que sentía en los oídos y de los fuertes latidos de su corazón.
Por fin, él habló; y cuando lo hizo, fue breve y conciso, como si él, también, se sintiera incómodo de continuar en su presencia.
—El Libro se encuentra actualmente en posesión de un hombre que acaba de volver de un viaje por la India. Durante el mismo, compró un viejo castillo, y el Libro se encontraba en la biblioteca de la propiedad. Siglos atrás lo protegieron con un hechizo, y el Libro no puede ser abierto hasta que este hechizo no sea roto. Tampoco puede ser arrebatado a su propietario por un ser humano mortal.
—Pero ¿un no muerto sí puede robarlo?
—Sí, exacto. Así que debe usted esperar a que Lilith mande a sus cómplices en busca del Libro, y es entonces cuando debe quitárselo. Después de que ellos lo hayan robado. De otra manera, si intenta usted llevarse el Libro por su cuenta, morirá en cuanto lo toque.
Victoria lo miró, pensativa.
—Pero tengo entendido que una vez un vampiro le ha robado el Libro a su propietario, un ser humano mortal sí lo puede tocar.
—Exacto.
—Y... ¿cómo va a robarlo un vampiro si no puede cruzar la entrada de una casa sin ser invitado? —preguntó con tono de escepticismo.
Sebastian asintió brevemente con la cabeza, como encajando su escepticismo.
—Es por eso que va a suceder dentro de dos noches. El propietario de la casa se marchará de viaje, y la persona que se quedará allí durante su ausencia va a invitar a los no muertos a la casa.
—¿Esta persona que va a invitar a los vampiros... sabe que son vampiros? ¿Y conoce el propósito de su visita? ¿Sufrirá algún daño esta persona?
Sebastian se encogió de hombros en un gesto de despreocupación.
—Ésta es la única información que va a necesitar, Victoria. Puede usted actuar acorde con ella o no.
—Y si usted me ha mentido, o si está equivocado, yo sufriré las consecuencias.
Sebastian se incorporó, sentado en el sofá, y se inclinó hacia ella mirándola con ojos que parecían dos ranuras oscuras.
—Victoria, tengo intención de que ésta sea solamente la primera de las muchas ocasiones en que nos encontraremos. Así que, le aseguro que no estoy mintiendo. Y, por lo que se refiere a asuntos como éste, nunca me equivoco.
Victoria y Verbena llegaron a casa cuando el sol empezaba ya a asomar por detrás de la silueta del extremo más oriental de Londres. Cansada, llena de júbilo y trastornada por los sucesos de la noche, Victoria no habló durante la vuelta en coche a casa. En lugar de ello se dedicó a pensar por dónde continuar.
Sebastian le había dado la dirección del hombre que poseía El Libro de Antwartha. También había insistido en que eran los vampiros quienes tenían que robarlo la noche del día siguiente porque el propietario estaría fuera de la casa. Si esa información era exacta, Victoria no había visitado El Cáliz de Plata demasiado pronto. Quizá por eso Max también había ido allí esa noche.
¿Debía decírselo a tía Eustacia, lo cual haría que Max estuviera informado, y entonces trabajar juntos para obtener el Libro? ¿O debía mentir y esperar a los hombres de Lilith por su cuenta, por si la información que Sebastian le había dado era falsa?
En la esquina de Grantworth House, Barth, bostezando, detuvo el cabriolé y Victoria y Verbena descendieron a la acera. Victoria siguió a Verbena, apresurándose por el camino trasero en dirección a la entrada de los sirvientes, que habían dejado abierta, y consiguió llegar a su habitación sin que ninguno de los criados se diera cuenta. Lady Melly dormiría hasta después del mediodía y, para ella, Victoria habría llegado a casa con dolor de cabeza después de una fiesta.
Verbena la ayudó a desvestirse y Victoria se sintió agradecida de sumergirse en el lecho de plumas. Justo cuando empezaba a quedarse dormida lo recordó: esa noche iba a ver a Phillip en el baile de los Madagascar. Quizá allí tendría oportunidad de besarle otra vez.
Sonrió, hundida en la almohada.
—¿Cómo es que —murmuró Phillip mientras atraía a Victoria a su lado— siempre tengo que abrirme paso por entre un montón de petimetres para bailar con usted?
Victoria, que tenía la mano entre el brazo y el costado de él, dejó que la cadera le rozara la de él mientras caminaban.
—No estaban allí para hablar solamente conmigo —contestó, girando la cabeza y sonriéndole—. Gwendolyn Starcasset tiene bastantes admiradores también.
—Es posible, pero la mayoría de ellos suspiraba por usted, no por ella.
—Es usted demasiado amable, señor —repuso ella con una sonrisa amida.
Él le apretó la mano contra su cuerpo.
—No estoy siendo amable en absoluto —contestó Phillip—. De hecho, no siento ningún agrado por esos petimetres.
—¿Y qué me dice de todas esas mamás y bellezas que suspiran por su atractivo rostro y su abultado billetero?
—Soy presto en evitarles el sufrimiento. ¿Le gustaría beber algo, Victoria?
Ella sólo pudo asentir con la cabeza y procurar no levantarla. «¿Presto en evitarles el sufrimiento?» ¿Era posible que quisiera decir lo que ella creía? Sintió una agradable calidez en el cuerpo y se alegró de poder esconder el rostro en la taza de ponche.
El día anterior la había besado en el parque y, a pesar de la inquietante experiencia que había tenido en El Cáliz de Plata, Victoria se había despertado esa mañana, o mejor dicho, tarde, recordando el sabor de sus labios. Preguntándose si esa noche él buscaría la oportunidad de hacerlo de nuevo.
Se suponía que una señorita decente no debía pensar en besar a un hombre con quien no estaba casada o, por lo menos, prometida. Pero dado que había recibido su vis bulla, Victoria ya había dejado de ser una señorita decente. Matar vampiros. Ponerse pantalones. Caminar por las calles de noche. Mostrarle el ombligo a un desconocido.
¿Qué pensaría Phillip si viera su vis bulla?
Sintió que se ruborizaba más que nunca y Phillip debió de darse cuenta porque dijo:
—¿Se encuentra usted bien, Victoria? ¿Quiere que salgamos fuera a respirar un poco de aire fresco?
—Sí, me gustaría.
Victoria y Phillip se detuvieron en la terraza, al otro lado de las grandes puertas francesas de la sala de baile. Había otras dos parejas ante la barandilla, contemplando los sinuosos caminos y los grupos de setos que conformaban el jardín de los Madagascar. Unas escaleras que dibujaban una curva suave conducían desde la terraza de piedra hasta los jardines de abajo.
Phillip soltó a Victoria de la mano y le pasó el brazo alrededor de la cintura para conducirla a lo largo del enrejado. Una gardenia, cargada de flores de un blanco crema, se levantaba al otro lado del mismo y él tomó una flor y se la ofreció a ella.
—Para milady —le dijo, ofreciéndosela—. Quería traerle unos nomeolvides, pero no es la temporada.
Victoria sonrió y aceptó la gardenia, asombrada, como siempre, por la intensidad de la fragancia que una única flor podía emitir. Se dio cuenta de que Phillip la había conducido a lo largo de la terraza hasta una esquina que ofrecía mayor intimidad y que todavía se encontraba dentro de los límites de la propiedad. Se encontraban de pie en una zona abierta y bien iluminada, aunque alejada de las grandes puertas abiertas de par en par y de las conversaciones de la pista de baile. No parecía que las otras parejas que disfrutaban del aire de la noche se dieran cuenta de su presencia. Ella reconoció a una de ellas: eran la señorita Emily Colton y lord Truscott, el de los pies torpes.
Phillip giró el rostro hacia ella, empujándola suavemente contra la barandilla, y ella levantó la cabeza. El cabello oscuro de él se levantaba por encima de su frente y no le caía ni un mechón aunque tuviera la cabeza bajada, mirándola. La mirada que encontró en sus ojos entrecerrados le hizo sudar las manos y sonreír con nerviosismo.
—Victoria —dijo él en un tono ronco que solamente ella podía oír—. Tienes que saber que nunca te he olvidado, y mi interés por ti no ha hecho más que crecer desde que hemos renovado nuestra amistad.
En ese momento, Victoria sintió una corriente de frío en la nuca. Se sobresaltó, de tan repentina e inesperada que fue la sensación. ¿Por qué ahora?
Phillip la miraba con expresión de preocupación.
—¿Victoria?
Entonces él tomó sus dos manos y se las llevó, primero una y luego la otra, hasta sus labios, para besárselas en el dorso y en la palma.
—Cuando tomé la decisión de buscar prometida, pensé que tardaría tanto en encontrarla como había tardado en tomar la decisión de empezar a buscar.
No era la brisa. El frío se había hecho más crudo, más intenso. Victoria, que estaba de pie con la barandilla detrás y las ventanas iluminadas de la sala de baile delante de ella, intentó mantener la atención en Phillip.
Sonrió a su pretendiente, a pesar de que estaba claro que el vampiro no se encontraba en la pista de baile.
Él o ella estaban allí, fuera. Probablemente con la víctima elegida.
Tenía que hacer algo. Le apretó la mano a Phillip y le miró.
—Phillip... siento un poco de frío.
El se calló, ya que las palabras de ella habían interrumpido las suyas, y la miró.
—Podríamos... Me gustaría hablar contigo de una cosa antes de que volvamos dentro. Quiero preguntarte una cosa. —Soltó la mano de ella, colocó las suyas con firmeza en sus brazos desnudos y empezó a acariciárselos con suavidad, como para hacerla entrar en calor.
Victoria tragó saliva. Quería saber qué era lo que quería decirle... Pero ¿cómo podía escucharle en esos momentos?
—Victoria —continuó diciendo Phillip—, tal y como te he dicho, esperaba tardar mucho tiempo en encontrar a la mujer adecuada para casarme... así que imagínate la sorpresa y la alegría que sentí cuando me di cuenta de que la había encontrado... al cabo de unas semanas de haber empezado a buscar. Porque, en verdad, te había encontrado hacía mucho tiempo.
A Victoria, la sensación de frío en la nuca le era ya insoportable; hizo todo lo que pudo por apartarse de Phillip, frotarse la nuca y salir corriendo hacia los jardines de abajo.
Porque allí era donde se encontraba el vampiro.
¿Y cómo iba a conseguir irse y llegar hasta allí?
—Victoria, ¿quieres ser mi marquesa?
—¡Sí, Phillip! Sí, lo seré... pero ¿puedes ir a buscar mi chal, por favor? Estoy terriblemente helada. —No pudo evitar el tono de pánico en su voz. Tenía que detener a ese vampiro.
El la miró con expresión de sorpresa, como si no supiera muy bien cómo reaccionar.
Victoria tuvo que pensar. Había aceptado su propuesta, ¿verdad?
—Sí, por supuesto, milady —contestó él, despacio y en tono formal. Victoria sintió un vacío en el estómago.
Él se dispuso a darse la vuelta, pero ella le tomó del brazo y le hizo girarse otra vez. Le pasó los brazos por el cuello, le atrajo hacia sí y lo besó mientras murmuraba:
—Sí, me casaré contigo, Phillip. Quiero casarme contigo. —Una corriente de alegría la invadía. Estaba enamorada, ¡e iba a casarse con Phillip!
Él la besó también y luego ella le apartó porque la frialdad que sentía en la nuca la reclamaba a cumplir con su deber.
—Por favor, Phillip, mi chal, para que podamos quedarnos aquí un rato más. —Le sonrió, mordiéndose la parte interior del labio y ordenándole mentalmente que se fuera en ese mismo momento para poder correr a los jardines.
Él también sonreía, por supuesto, no de manera tan formal, y ella supo que había salvado ese momento... A ver si podía salvar también a la víctima. ¡Vete, ahora!
Él se fue. Atravesó rápidamente la terraza y entró en la sala de baile. Victoria esperó con impaciencia a que estuviera dentro del edificio y se apresuró escaleras abajo hacia los oscuros jardines que había más allá.
Capítulo diez
En el que la señorita Grantworth
finaliza su formación
Cuando Phillip regresó a la terraza con el vaporoso chal de Victoria, ella se había marchado.
El se quedó en pie en el círculo de luz que se dibujaba sobre la piedra y miró a su alrededor para asegurarse de que ella no se había trasladado a un rincón más oscuro... pero no se la veía por ninguna parte.
Las otras parejas habían desaparecido. El patio estaba vacío. Justo entonces oyó un grito apagado que procedía de abajo, de los jardines.
Corrió escaleras abajo, con el chal ondeando en la mano, haciendo crujir la tierra bajo sus pies y levantando la gravilla del suelo con los zapatos.
—¡Victoria! —llamó, corriendo hacia la izquierda, de donde estaba seguro procedía el grito, aunque había sido un sonido tan apagado que si se hubiera quedado un momento más dentro del edificio, no lo hubiera oído.
¿Por qué se había ido de la terraza? ¿Qué había sucedido? ¿Se la había llevado alguien?
Al girar por una curva del camino, estuvo a punto de chocar contra una silueta con faldas. Ella se tambaleaba, medio doblada sobre sí misma, llorando y sujetándose las faldas. Sin pensar en qué era lo adecuado, la sujetó por los hombros:
—¿Victoria? —le dijo, sacudiéndola un poco.
Ella levantó el rostro. No era Victoria, sino Emily Colton, que estaba con Frederick Truscott en la terraza hacía unos momentos. Su rostro era una máscara atenazada por el terror y tenía algo oscuro, como un arañazo, que le atravesaba el cuello. Tartamudeaba algo que parecía incoherente y se agarró a él como si se ahogara y él la estuviera sacando del agua.
Phillip se sintió desgarrado. Victoria todavía estaba allí fuera, pero la señorita Colton también le necesitaba. ¿Y qué le había pasado a Truscott?
—Venga —le dijo, tirando de ella en dirección a la casa. Durante el camino llamó pidiendo ayuda. Más allá de los ahogados sollozos de ella, escuchaba por si oía otro grito desde la oscuridad—. ¿Ha visto a alguien más? —le preguntó en tono de urgencia—. ¿A otra mujer? ¿A la señorita Grantworth?
Ella pareció asentir con la cabeza; pero no estaba seguro de qué era lo que le decía entre los tartamudeos y los sollozos. Cuando llegaron a un punto desde donde se veía la terraza, le dio un ligero empujón, gritó pidiendo ayuda y luego se dio la vuelta y desapareció en la oscuridad.
—¡Victoria! —llamó—. ¡Victoria!
Dio la vuelta por otra curva y casi chocó con ella.
—¡Victoria! —exclamó, sujetándola por los hombros y apretándola contra su pecho con fuerza, contento de que no fuera ella la que sollozaba aterrorizada.
—¿Qué ha pasado? ¿Estás bien?
Le pareció que ella respiraba con agitación, pero no parecía estar alterada y se apartó de su abrazo mortal con una facilidad mayor de lo que habría debido hacerlo. Ahora ella le miraba con sorpresa y con algo más... intenso... en su bonito rostro. Por un momento, él se olvidó de la preocupación y, simplemente, disfrutó de la perfección de ese encuentro. Y se preguntó por qué los ojos de ella tenían ese brillo depredador.
—Phillip. Estoy bien. No estoy herida. ¿Qué sucede?
—¡He oído gritar a alguien y creí que eras tú! No estabas en la terraza cuando volví. —Se dio cuenta de que había dejado caer el chal de ella en algún punto del camino, y le pasó un brazo por la cintura. Después de todo, ella había aceptado su propuesta. Aunque no era oficial, estaban prometidos. Era decente, entonces.
—Se me cayó el bolsito desde la terraza y, al bajar a buscarlo, oí a una mujer... hablando o más bien discutiendo; parecía que estuviera en peligro.
—¿Y fuiste a buscarla para ayudarla? —Phillip quería sacudirla, a su frágil amor—. ¡Te podrían haber hecho daño!
—Pero no ha sido así... Era Emily Colton. Pasó por mi lado corriendo. ¿La has visto?
—Sí; está asustada, pero no parecía que hubiera sufrido ningún daño, chica alocada —dijo, apretándola contra él con el brazo con que le rodeaba la cintura. No podía esperar nada distinto de alguien que era capaz de reñir a un hombre joven con sólo doce años. Su belleza y su valentía; su encanto y su tendencia a pensar por sí misma y no según las normas que la sociedad dictaba. No cabía duda de que la amaba—. Has sido valiente y has ido a ayudarla, ¡pero te hubiera podido pasar algo! Hubieras debido llamar pidiendo ayuda.
Victoria asintió con la cabeza. Estaban subiendo las escaleras de la terraza y Phillip se alegró de ver que la terraza todavía estaba vacía. Seguro que estaban cuidando a la señorita Colton, después del susto que había tenido, fuera debido a lo que fuese, quizá por algo tan sencillo como una rama que la hubiera rasguñado, o por una discusión con Truscott, que no sabía dónde estaba. Él y Victoria podían quedarse solos en el patio.
Y empezar por donde lo habían dejado.
Él la miró, dispuesto a tomarla entre los brazos.
—Victoria, ¿qué es esto que tienes en la mano?
Incluso a la tenue luz, él vio que tenía las mejillas ruborizadas con un ligero tono rosado. Ella bajó la vista hacia la delgada pieza de madera que tenía en la mano como si se preguntara qué hacía allí.
—Esto... se me estaba cayendo del pelo mientras corría a ayudar a la señorita Colton. Lo guardaré en el bolsito, porque solamente mi doncella sabe cómo arreglarme el peinado.
Phillip pensó que ese palo parecía bastante largo y poco adecuado para formar parte de ese intrincado peinado, pero ¿qué sabía él de cómo se peinaban las mujeres? El apreciaba los resultados, pero tenía poco interés en la mecánica.
Él la atrajo hacia sí y, con un dedo, le hizo levantar el rostro hacia él, pero se dio cuenta de que ella miraba por encima de su hombro en dirección a la pista de baile.
—Phillip... de verdad que tengo que ir a ver cómo está la señorita Colton y asegurarme de que no se ha hecho daño.
Él se sintió invadido por la decepción.
—Estoy seguro de que estarán cuidando de ella. Aunque no sé qué ha sido de lord Truscott.
Ella se apartó con facilidad de lo que él creía que era una firme sujeción.
—Phillip, te lo prometo... vuelvo en un momento. Me siento responsable de ella. ¿No quieres venir dentro conmigo? —Le sonrió con tanto encanto, y le apretó el brazo con tanta fuerza contra el cuerpo, contra el lateral de su pecho, que él no pudo rehusar.
En cuanto entraron en la casa Madagascar, Victoria se excusó inmediatamente de Phillip. Estaba inquieta a causa del retraso que había supuesto que él la encontrara en los jardines, así que se apresuró por entre la multitud de gente sabiendo que después tendría que darle más explicaciones.
Se sintió aliviada al ver que no parecía haber ningún sentimiento de pánico ni de escándalo entre los invitados; había más gente charlando que bailando, pero no parecían preocupados. Era posible que la señorita Colton se hubiera dirigido al vestuario de señoras sin provocar ninguna conmoción por el ataque del vampiro que había sufrido a solamente unos metros de distancia de la fiesta.
Victoria rezaba para que así fuera, y esperó que la señorita Colton no tuviera ganas de hablar de lo que había sucedido... ni de preguntar por el paradero de lord Truscott. No estaba segura de cómo iba a explicarle que él había hecho puf y se había convertido en un montón de ceniza.
Quizá era demasiado esperar que Emily Colton no se hubiera dado cuenta de qué era lo que sucedía antes de que Victoria llegara a la escena; pero, a pesar de ello, tenía esa esperanza. Todo había sucedido muy deprisa; lord Truscott estaba justo acercando el rostro al cuello de ella cuando Victoria se les echó encima.
Emily escapó y desapareció entre los matorrales soltando un chillido antes de que Victoria se hubiera enfrentado a Truscott y le hubiera clavado la estaca en el pecho.
En esos momentos, Victoria se apresuraba por el pasillo y estaba llegando a la sala de señoras. Se detuvo un momento, recuperó la respiración, se arregló el pelo y abrió la puerta. Se encontró con un pequeño grupo de mujeres que rodeaban a Emily Colton, que estaba muy pálida.
—Emily —dijo Victoria, entrando y cerrando la puerta tras ella—. ¿Cómo estás?
—¡Oh! —exclamó Emily. Se puso en pie y se lanzó hacia Victoria—. ¡Estás bien! ¡Tenía tanto miedo por ti!
Victoria la apartó con suavidad de los brazos de las demás mujeres.
—No me he hecho nada. ¿Cómo te sientes?
Emily ignoró la pregunta y empezó a decirles a las demás mientras señalaba a Victoria con un dedo trémulo:
—¡Vino en el mismo momento en que él me atacó! Yo escapé; ¡no debería haberla dejado allí, pero estaba demasiado asustada para pensar!
Las otras cinco mujeres miraban alternativamente a Victoria y a Emily, como si compararan la diferencia en la actitud de cada una de ellas. Victoria procuró mostrar una expresión amable a pesar de que necesitaba saber qué era lo que Emily había visto, y si se había dado cuenta de qué había pasado.
Emily continuaba hablando con rapidez, como si tuviera que dejar salir las palabras para que no se le olvidaran.
—¿Qué ha sucedido? ¿Lord Truscott te ha...?
—No sé qué ha sido de él —contestó Victoria, tomando a Emily de la mano—. En cuanto te marchaste, él se dio la vuelta y desapareció en otra dirección. No me hizo daño. —Eso, por lo menos, era verdad.
Pareció que Emily aceptaba esa explicación; y las demás no tenían ningún motivo para cuestionarla. La palabra «vampiro» no se pronunció; no tenía que dar ninguna explicación por la desaparición de lord Truscott. Ahora Victoria podía excusarse y volver con Phillip.
Sería fácil volver con su prometido; pero no sería tan fácil aceptar que había matado a lord Truscott, el de los dulces ojos marrones y pies torpes.
—¡Por fin ha ocurrido! —Lady Melisande interrumpió en el salón de Winnie sin esperar al mayordomo—. ¡Oh, gloria, ha sucedido! Victoria va a ser marquesa.
—¿Rockley se ha decidido? —Winnie se puso en pie con una agilidad sorprendente en alguien tan corpulento—. ¡Oh, Melly, estoy emocionada por ti! ¡ Y también por Victoria, por supuesto!
—¿Victoria va a casarse con Rockley? —exclamó Petronilla en el preciso momento en que la duquesa estaba chillando—. ¡Apártate, Winnie, para que pueda darle un abrazo también!
Las señoras bailaban por la habitación, y la loza tintineaba con la vibración de sus movimientos.
—Ha venido hace muy poco para pedir mi bendición. ¡Como si necesitara pedírmela! —Melly, sin resuello, se dejó caer en una silla.
Winnie, que se había tomado dos bollitos de arándanos, no dejó de brincar con entusiasmo hasta que se puso a servir el té para la recién llegada. Luego se sentó al lado de ella.
—Tenemos que empezar a planificar la boda inmediatamente. ¡Será el evento de la temporada! —dijo Petronilla—. Pero, cuéntanos, ¿sabe algo Victoria del incidente en el baile de los Madagascar de ayer por la noche? ¡Es la comidilla de la ciudad!
Winnie se llevó una mano al pecho y la cerró alrededor de un crucifijo que reposaba sobre su abultado pecho. Si eso era posible, era un crucifijo incluso más grande que el que llevaba la semana anterior.
—Nelly estaba justo contándomelo. ¡Estoy segura de que fue el ataque de un vampiro!
Melly las miró.
—¿De qué estás hablando?
—La señorita Emily Colton fue atacada ayer por la noche, en los jardines de la casa Madagascar. No le pasó nada, pero se asustó, y su pretendiente, lord Truscott, ha desaparecido —explicó Winnie.
—¿Por qué crees que fue el ataque de un vampiro? —dijo Melly, con cara de exasperación—. Probablemente lord Truscott adoptó una actitud demasiado familiar con la señorita Colton y ella le mandó a paseo... y no quiso confesar que había estado paseando por los jardines a solas con él. Se sabe que la señorita Colton es un poco disoluta, ya lo sabes.
—Pero nadie sabe dónde está él —dijo Winnie—. Y todo sucedió en la oscuridad. Y tenía un arañazo en el cuello.
—Quizá lord Truscott fuera un vampiro —dijo Petronilla. Los ojos le brillaban como dos zafiros—. Quizá se atacó de lascivia y no lo pudo resistir más e intentó seducir a la señorita Colton en los jardines...
—¡Qué absurdidad! Nilly, Winnie, os lo digo, si vais a empezar a hablar de vampiros en lugar de ayudarme a planificar la boda de Victoria, ¡entonces os dejo a las dos solas!
—No, Melly, ya lo dejamos. No quiero hablar más de ellos, de todas maneras —dijo Winnie, mirando a Petronilla—. No hay nada sobre ellos que me fascine de ninguna manera. Son criaturas demoníacas y chupadoras de sangre, sucias y apestosas que tienen garras y llevan el pelo largo...
—¡No son así! La hermana de la vecina de la hija de la señora Lawson tuvo a uno en el dormitorio y dijo que olía a regaliz y que iba bien afeitado y que...
—¡Creí que no querías hablar de ellos! —la interrumpió Melly, poniéndose en pie—. Voy a irme si alguna de vosotras vuelve a pronunciar la palabra «vampiro».
Winnie cerró la boca. Petronilla se llevó la taza de té a los labios y tomó un sorbo mientras miraba con aire inocente a través de la ventana.
—Bueno —dijo Melisande, recostándose en la silla—. ¿A qué modista le encargaremos el vestido?
—¡A Victoria siempre le sientan bien los diseños de madame LeClaire! —contestó Petronilla.
—¡No estaba hablando del vestido de Victoria! ¡Me refiero a mi vestido! —dijo Melly, indignada.
—Bueno, en ese caso, sugiero que salgamos de aquí y vayamos a Bond Street de compras —dijo Winnie.
Y eso hicieron, muy felices. Winnie no soltó el crucifijo durante todo el viaje.
El sol descendía cuando Victoria saltó del cabriolé de Barth a poca distancia de la casa de Rudolph Caulfield, el hombre que poseía El Libro de Antwartha. Sebastian le había dicho claramente que los vampiros que actuarían de parte de Lilith iban a llegar por la noche, pero Victoria no pensaba arriesgarse a que llegaran y se fueran antes de que ella hubiera llegado allí.
Verbena la había ayudado a vestirse, no como hombre esa noche, ni como debutante, sino como venator, con un vestido que la doncella había preparado especialmente. Consistía en una falda abierta que no parecía distinta a ningún otro vestido, pero que le daba mayor facilidad de movimientos. Las mangas estaban firmemente sujetas a los hombros del corpiño del vestido, a diferencia de las mangas vaporosas y delgadas que acostumbraban a ponerse en la habitual indumentaria nocturna. La tela era de un azul oscuro, con muy poca ornamentación, y de un algodón suave, para que no emitiera ningún sonido de roce, como el tafetán. Era un poco más corto de lo que Victoria llevaba habitualmente y quedaba a unos centímetros del suelo.
La única característica especial del vestido eran dos nudos corredizos en la cintura en los cuales Victoria podía introducir las estacas, y dos bolsillos profundos escondidos en los pliegues de la falda, donde llevaba agua bendita salada, un crucifijo, y otros utensilios.
Al saltar del cabriolé, se dejó el abrigo dentro; era una noche templada de verano, y la excitación de la aventura le había hecho entrar en calor. Le dio instrucciones a Barth y dio la espalda al coche.
Ese mismo día, ella y Verbena habían venido a la casa de los Caulfield, conocida como Redfield Manor, para comprobar la localización, su distribución y para buscar un punto adecuado desde donde Victoria pudiera observar y esperar sin ser vista.
Verbena, iniciada en el tema después de esa noche de compartir una cerveza con los vampiros en El Cáliz de Plata, se acercó a la puerta de los sirvientes para ver si podía enterarse de la organización y distribución de la casa. Victoria no sabía cómo había conseguido obtener esa información, pero supo que los sirvientes se marchaban esa tarde con Rudolph Caulfield y que el caballero que vendría para quedarse traía sus propios sirvientes.
Y, mientras se introducía tras la alta puerta de hierro, Victoria dio gracias de que Verbena también se hubiera enterado de que muy raramente utilizaban el jardín... y de que éste era el sitio adecuado para esperar.
Victoria encontró un pequeño banco de piedra junto a un árbol pequeño que esa primavera se había negado a dar flores, y se sentó en una esquina del mismo para observar la casa. Desde ese punto de observación podía ver a todos los que se acercaran a la puerta principal. Dio por supuesto que el señor Caulfield y sus sirvientes ya se habían marchado y que éste había sido sustituido por su invitado en algún momento de la tarde.
Allí sentada, mientras intentaba ignorar a una insistente abeja que estaba decidida a encontrar néctar alrededor del árbol seco, Victoria sintió una punzada de culpa. Había discutido consigo misma y con Verbena, mucho rato y con insistencia, sobre si tenía que hablarle a tía Eustacia y a Max de sus planes de esa noche... pero al final había decidido no hacerlo. Ella podía cuidar de sí misma: Kritanu la había entrenado bien. Sabía lo que se hacía.
Así que decidió hacerlo sola, por unas cuantas razones perfectamente lógicas.
En primer lugar, si la información que Sebastian le había dado era errónea, se sentiría como una tonta de haber arrastrado a Max a Redfield Manor; porque seguro que hubiera sido él quien la hubiera acompañado y no tía Eustacia.
Por no hablar del hecho de que hubiera tenido que soportar su compañía durante toda la noche.
En segundo lugar, Victoria estaba segura de que sería capaz de manejar a dos o tres vampiros sola, especialmente porque el elemento sorpresa estaba de su parte. Podía decidir cuándo y cómo atacar.
En tercer lugar, se había enfrentado sola a los peligros de El Cáliz de Plata para obtener la información, y Sebastian le había advertido que no se lo contara a nadie. Si les hubiera hablado de sus intenciones a tía Eustacia y a Max, ellos le hubieran exigido que confesara cuál había sido su fuente de información. Una vez tuviera El Libro de Antwartha en su poder, a nadie le importaría de dónde había obtenido la información.
Y en cuarto lugar... tanto Max como tía Eustacia parecían determinados a guardar sus propios secretos. ¿Por qué no tendría que actuar ella por su cuenta, cuando ellos no iban a incluirla en sus planes? Después de todo, ella era una venator con vis bulla, y le había clavado una estaca a un vampiro guardián mientras éste la estaba mordiendo.
No importaba lo mucho que Verbena chasqueara la lengua o meneara la cabeza. Victoria estaba cómoda con esa decisión.
Así que esperó y dirigió los pensamientos hacia temas más agradables, como el de los apasionados besos que ella y Phillip había intercambiado en la terraza, y en el carruaje, y en la puerta principal de la casa Grantworth. ¡Iba a casarse! Casi no se podía creer que eso hubiera sucedido tan deprisa; con tanta facilidad y de forma tan maravillosa. Siempre había recordado con afecto a ese hombre joven a quien había conocido ese verano; quizá incluso le había dado su corazón. Fuera lo que fuera lo que pasó entonces, tanto si sintió amor por él como si no, eso no importaba, porque ahora le amaba.
El sol parecía moverse con una lentitud infinitesimal en dirección a la fila de árboles que bordeaban la calle. Victoria observaba a cada persona que pasaba cerca, sabiendo que reconocería a los vampiros en cuanto se acercaran.
De repente, un movimiento a un lado captó la atención... en la parte trasera del jardín. Victoria contuvo la respiración y se acercó a los matorrales que rodeaban el banco. Se agachó en el suelo.
El patio trasero estaba en sombras a esa hora tardía, y pronto quedaría totalmente a oscuras. Por eso, al principio, la sombra que emergió de una grieta en la pared de piedra resultó casi invisible. Se movió con velocidad y agilidad en dirección a la parte trasera de la casa y se hizo después reconocible. Victoria, tras un matorral de boj, se quedó boquiabierta.
Max.
No había forma de equivocarse: la altura y los movimientos escasos y controlados con que se desplazaba hacia unas puertas de madera de la bodega eran suyos.
La furia la inundó, y Victoria apretó las mandíbulas con tanta fuerza que se hizo daño. Se sorprendió de que él no hubiera oído el crujido que hicieron, pero se alegró de que fuera así.
¿Qué estaba él haciendo allí?
No la estaba buscando a ella; la hubiera encontrado con facilidad si se hubiera preocupado de buscarla.
De alguna manera, debió de haberse enterado de lo del Libro, de que se encontraba en ese mismo lugar y de que el propietario se había ido.
Pero debido a ese momento de furia en que todo su campo de visión pareció rojo por la rabia que sentía, Victoria no pudo ver cuál había sido su siguiente movimiento. Cuando volvió a centrar la atención en la casa, hacia el punto por el cual Max se aproximaba a las puertas de madera, él se había ido.
¿Había entrado?
¿O había encontrado un lugar donde esconderse, como ella, y esperar a los vampiros ?
Era un tonto si creía que ella iba a quedarse allí de brazos cruzados.
Victoria salió de su escondite. Dio gracias de que el sol, aunque todavía no se había puesto del todo, proyectara unas largas sombras que le servían de cobertura mientras se apresuraba en dirección a Max.
Mientras se acercaba al edificio, una de las preguntas que se hacía, por lo menos, obtuvo respuesta: vio una figura alta, inconfundible, pasar por delante de una de las ventanas de la parte trasera de la casa. Max estaba dentro; en las habitaciones de los sirvientes, a juzgar por el tamaño y ubicación de las ventanas.
¿Tenía intención de robar el Libro bajo las narices de los vampiros? Antes de que ellos tuvieran la oportunidad...
Oh, Dios. ¡Max iba a coger el Libro en persona! ¡Si lo tocaba antes de que lo hubieran sacado de la casa, moriría!
Victoria salió de su escondite entre los matorrales sin darse cuenta de que no podía entrar en la casa de cualquier manera.
Y de repente, se dio cuenta de que había cometido un error. Tendría que habérselo contado a tía Eustacia y a Max.
Porque si no lo detenía a tiempo, él moriría... y sería culpa suya.
Capítulo once
En el que Maximilian encuentra
a la conejita matavampiros
Max se detuvo y escuchó con atención. Había entrado en Redfield Manor sin ningún problema. Sin ninguna sorpresa. No era la primera vez que se introducía en un edificio sin ser visto, y por supuesto no sería la última.
Por su fuente de información en El Cáliz de Plata, supo que esa noche iban a robar El Libro de Antwartha en ese mismo lugar; y que Rudolf Caulfield había abandonado la ciudad, se había llevado a sus sirvientes con él y que había dejado a un invitado en la casa para que vigilara sus pertenencias.
Ésa era la única oportunidad de obtener el Libro antes de que lo hiciera Lilith; una vez ella lo tuviera en su posesión, escondido donde ella estuviera, sería imposible arrebatárselo.
No podía fallar esa noche.
Satisfecho por el hecho de que no habían detectado su presencia, y de que no se había tropezado con nadie en el pasillo de los sirvientes, Max se apresuró. Aunque no conocía la distribución de la casa, la lógica le sugería que una cosa valiosa se guardaría en el estudio protegida bajo llave, o bien en una sala privada de los aposentos personales del propietario de la casa.
Max esperaba que fuera lo primero, porque los aposentos personales se encontrarían en un piso superior y era menos probable que estuvieran vacíos o no vigilados por los sirvientes.
La escalera de los sirvientes era accesible y conduciría a los pisos superiores. La puerta de color azul pálido que se encontraba al final del pasillo era de madera abombada y torcida, y crujió ligeramente cuando Max la abrió. Se deslizó por ella y corrió con ligereza escalones arriba. Al llegar, se detuvo para escuchar.
Al comprobar que continuaba reinando el silencio, abrió un poco la puerta y acercó la oreja a la rendija. Oyó un golpe sordo procedente de la parte delantera de la casa, abajo, y supo que ese alguien, por lo menos, no se encontraba cerca. Pero entonces oyó la manecilla de la puerta abombada de abajo, que se abría con un clic, y no pudo esperar más: abrió más la puerta y se encontró en un pasillo alfombrado del segundo piso.
Se apresuró por el pasillo con sigilo, y se fue deteniendo en cada puerta: escuchaba, abría con suavidad la puerta y miraba dentro. Las habitaciones eran oscuras y vacías; los muebles estaban cubiertos por sábanas o con otro tipo de fundas, como si hiciera años que no los hubieran utilizado. Hacía muy poco que el señor Caulfield había vuelto de la India —que es de donde procedía El Libro de Antwartha, de esa colonia del país madre— y era evidente que la casa había sido cerrada por ese motivo. Eso facilitaba el trabajo de Max; porque las cosas traídas de la India, incluido ese Libro, se colocaban como nuevas adquisiciones en las salas y probablemente se encontraría en alguna habitación que estuviera en uso.
Todavía le quedaban tres habitaciones más por mirar cuando oyó que la puerta de arriba de la escalera de los sirvientes se abría, al otro extremo del pasillo. Se introdujo en la habitación que se encontraba observando en esos momentos y cerró la puerta silenciosamente. Se dio la vuelta y miró esa habitación, deseando que estuviera vacía, porque no había tenido tiempo de comprobarlo... y se encontró en un dormitorio que había sido usado recientemente.
Por suerte para él estaba vacío, pero Max no podía estar seguro de si continuaría siendo así. Oyó unos pasos por el pasillo; eran casi inaudibles, pero su oído era casi tan fino como el de un vampiro.
Max se metió debajo de la elevada cama, apartó el orinal que por suerte estaba vacío y cerró los ojos para evitar las nubes de polvo que había levantado. Le produjo picor en la nariz y le hizo saltar algunas lágrimas, pero se contuvo las ganas de estornudar. Cualquier mota en el aire parecía introducírsele directamente en las fosas nasales. Se apretó el puente de la nariz, justo bajo el ceño, y sintió que remitía la necesidad de estornudar.
La puerta de la habitación se abrió y alguien entró. La nuca continuó imperturbable, así que introdujo la mano en el bolsillo, donde llevaba la pistola. No podía ver quién era, no podía verle los zapatos para adivinar si era un sirviente o el invitado de la casa; entonces, él o ella atravesó la habitación y luego volvió a salir, y Max exhaló despacio. Probablemente era un criado que había traído ropa limpia a la habitación, o quizá el invitado que había ido a buscar algo que se había olvidado.
Bien. No le hubiera hecho ninguna gracia tener un altercado con un mortal. A los vampiros podía clavarles la estaca sin pensarlo dos veces; pero luchar contra un mortal o herirle era algo que intentaba evitar. Había visto demasiada violencia, y prefería clavarle la estaca a un vampiro que liarse a puñetazos, porque era mucho más limpio. Sin sangre, sin huesos rotos, sin escándalo. Solamente un pequeño montón de cenizas.
Pero... para conseguir El Libro de Antwartha, Max haría lo que fuera necesario, porque si no, un infinito número de mortales se encontraría en peligro.
Esperó a que los suaves pasos se apagaran, salió de debajo de la cama y se puso en pie. Se sacudió el polvo de los pantalones y se apresuró hasta la puerta. Todavía le quedaban dos habitaciones más por investigar en ese piso, y luego podría subir al tercero. Era menos probable que encontrara allí El Libro de Antwartha, pero por lo menos podría descartarlo antes de ir a la zona principal, donde era más probable que le descubrieran.
Sacó la cabeza por la puerta y miró a un lado y a otro del pasillo. Cuando se hubo asegurado de que estaba solo, salió y giró el picaporte de la puerta del otro lado del pasillo. Y se encontró en una biblioteca.
Ah. Sonrió, satisfecho. Cajas y baúles se apilaban contra una pared, y al lado de un sillón grande había un montón de libros que era evidente que no se habían quedado allí durante los años que Caulfield había pasado en la India.
En una de las mesas vio una caja del tamaño de un libro grande y la abrió, como si fuera un tesoro. Dentro encontró unas envolturas de seda y, con una complacencia que emanaba de un sentimiento de certeza, se encaminó hacia la mesa.
El Libro de Antwartha. Tenía que serlo.
Se acercó ansioso a la mesa, aunque no dejó de prestar atención a los sonidos del pasillo por si volvía a oír unos pasos. Con una mano dentro del bolsillo, sobre la pistola, y con la estaca en la otra, miró dentro de la caja. Vacía.
Se dio la vuelta y lo vio. Estaba al lado de una alta ventana, agrisada por la luz del crepúsculo, detrás del respaldo de una silla que se lo había ocultado al entrar. Pero estaba claro lo que era: un libro grande, polvoriento, de color marrón, que tenía una «A» tallada en la cubierta. Estaba encima de una mesa al lado de una silla, como si la persona que lo hubiera estado leyendo lo hubiera colocado delante de él. Se acercó, con la atención todavía centrada en los ruidos tras la puerta y los ojos en el libro.
Estaba justo alargando la mano cuando algo salió de detrás de las largas cortinas y le golpeó. Él chocó contra el respaldo de la silla y el agresor le siguió, hecho un lío de faldas.
—¡No lo toques! —siseó una voz de mujer que, de repente y sorprendentemente, reconoció.
—¿Victoria? ¿Qué diablos estás haciendo aquí? —olvidó hablar en voz baja, y ella le puso una mano sobre la boca y le clavó el codo en el pecho mientras se esforzaba por incorporarse.
—¡Cállate! —siseó ella, con los labios en sus oídos—. Acabo de salvar tu absurda vida, loco. No hace falta que nos oigan.
Max se deshizo de Victoria, saliendo de debajo de ella y dejando que ella se sentara en la silla por sí misma. Se puso de pie, la miró y se colocó bien la chaqueta.
—Te lo repito —le dijo con las mandíbulas apretadas, aunque en un tono más bajo que antes—, ¿qué diablos estás haciendo aquí?
—Te lo repito —susurró ella, poniéndose en pie y sacudiéndose las faldas oscuras—. Te estaba salvando la vida. No puedes tocar El Libro de Antwartha —gritó al ver que él alargaba la mano hacia el Libro. Le sujetó la muñeca con la mano, que no podía abarcarla por completo, y le inmovilizó con una fuerza sorprendente.
Ah, pero sí... ella llevaba un vis bulla. Cómo había podido olvidarlo.
Max esbozó una sonrisa que, lo sabía, no era en absoluto agradable.
—Ahora tenemos la oportunidad de sacarlo de aquí. ¿O es que quieres ser tú quien lo consiga? Si ése es tu juego, no me voy a poner en tu camino... ¡tómalo y vámonos!
—Si hubiera querido eso, hubiera dejado que lo tocaras —replicó Victoria con descaro— y entonces me hubiera agachado sobre tu cuerpo muerto y se lo habría llevado a mi tía.
El hubiera contestado a eso, pero los dos lo oyeron al mismo tiempo: unas voces bajas y unos pasos sordos en el pasillo. Antes de que él reaccionara, Victoria le sujetó por la manga y tiró de él hacia las largas cortinas de las cuales había salido ella.
Lo empujó hacia una de ellas y ella se agachó detrás de la otra. Se quedaron quietos como centinelas a cada lado de la ventana. Si él giraba la cabeza, la veía a ella de perfil, con la espalda contra la pared. El necesitaba aclararse la cabeza.
Max intentó mirar, por encima del hombro, a través de la ventana y se dio cuenta de que estaba un poco abierta. Sentía una ligera corriente de aire en las puntas de los dedos, con los que se sujetaba en el alféizar. Deslizó las manos por detrás hasta la parte inferior de la ventana y la levantó, con suavidad. Si pudiera abrirla... quizá pudieran tomar el Libro y escapar por allí.
Notó que la ventana cedía con mayor facilidad y se giró. Vio que Victoria le estaba mirando. Ella también estaba subiendo la ventana con las manos, y con la fuerza de ambos, podrían acabar de abrirla... en silencio, despacio, seguro.
Se le había quedado helada la nuca. Las voces estaban más cerca ahora; entrarían por la puerta en cualquier momento, si es que se dirigían hacia ese dormitorio.
Él miró el enorme manuscrito y luego a Victoria, calculando la posibilidad... pero ella apartó una mano de la ventana y la llevó al pecho de él.
—No —siseó ella—. ¡No te lo voy a volver a decir, loco arrogante! —Entonces, justo mientras la puerta se abría, ella llevó la mano a las cortinas, juntándolas y sujetándolas para que no se movieran.
Max apartó ligeramente el otro extremo de la cortina, del lado de la ventana que estaba más oscuro y donde sería más difícil que lo vieran. Entraron en fila, uno tras otro. Eran tres: dos vampiros guardianes y un mortal.
Sebastian Vioget.
Tendría que haberlo sabido.
Ese hombre siempre estaba donde no tenía que estar.
Max se dio cuenta de que estaba sujetando las cortinas con fuerza, y soltó la pesada tela despacio, para no llamar la atención. Hasta ese momento había conseguido no ser detectado. No era ésta la primera vez que daba gracias de que los vampiros no pudieran detectar la presencia de un venator.
Pero entonces... Vioget miró directamente hacia él. Max no se movió. Vio que Vioget dirigía la mirada hacia el otro lado donde se encontraba Victoria, y luego continuó conversando con los vampiros.
—Creo que éste es el objeto que buscan —estaba diciendo Vioget mientras señalaba hacia la mesa que se encontraba solamente a unos centímetros de Victoria.
Uno de los vampiros emitió un gruñido y dio un paso hacia delante para tocar el antiguo ejemplar. Max se dio cuenta de que Vioget le miraba otra vez. Llevó la mano al bolsillo donde tenía la pistola; la utilizaría si tenía que hacerlo. No podía dejar que esos vampiros se llevaran el Libro.
Mientras los tres estaban inclinados sobre el Libro y uno de los vampiros pasaba las hojas descuidadamente como si quisiera confirmar que era el verdadero, Max se arriesgó a mirar a Victoria. Ella no miraba hacia fuera, sino que estaba de pie, tensa, contra la pared, tan alejada de las cortinas como le era posible.
¿Estaba asustada? ¡Por supuesto que tenía que estarlo! Si no lo hubiera detenido, para entonces ya habrían cogido el Libro y se habrían ido por la ventana.
Max consideró las posibilidades. Podía salir de detrás de las cortinas e intentar sorprenderlos. Vioget tenía ambas manos a la vista; por lo menos, no tenía ningún arma a mano, a no ser que llevara una encima. Eso sería propio de él.
Los vampiros tenían el aspecto de ser dos de los más fuertes y listos de los guardianes de Lilith; ella solamente enviaría a los mejores para cumplir esa tarea. Él podría con uno, seguro, y con el segundo podría con facilidad si Vioget no interfería.
O Victoria. ¿Por qué no podía tocar el Libro? Maldita mujer.
Y entonces, de repente, las opciones de Max se evaporaron: Vioget abrió las cortinas, dejándole al descubierto.
—Maximilian. No esperaba verte aquí esta noche —le dijo con una sonrisa de condescendencia.
Pero Max había sacado la pistola y estaba apuntando al atrevido petimetre francés antes de que éste terminara la frase.
—Lo dudo mucho —respondió, dando un paso hacia delante con la pistola en una mano y la estaca en la otra. No miró hacia atrás, pero por su visión periférica se dio cuenta de que Victoria no se había movido. Quizá sería lista y saldría en su ayuda. No porque la necesitara, pero era mejor asegurarse de que no iban a perder el Libro.
—Ahora —dijo Max en tono amable—, si te apartas, te prometo que no te haré daño, Vioget, ya que sé que la seguridad de tu persona es tu mayor preocupación. Pero esos otros dos... caballeros... bueno, quizá no tengan tanta suerte.
Él casi no había acabado de pronunciar esas palabras cuando los dos vampiros, de ojos color rubí y colmillos brillantes, se echaron sobre él. La pistola no le sirvió de nada; la dejó caer al suelo mientras la fuerza del ataque de los vampiros le hacía caer al suelo.
Uno de ellos le sujetó la mano con que agarraba la estaca contra el suelo, por encima de su cabeza, con las dos manos, mientras el otro se sentaba encima de él, a la altura de la cintura, y se esforzaba por sujetarle la otra mano. Max gruñó, encogió las piernas y con un movimiento rápido y fuerte, enganchó al vampiro por el cuello con los pies y lo lanzó hacia atrás, obligándole a hacer una voltereta en el aire.
Max rodó a un lado, se sacó una segunda estaca de la manga de la camisa y se la clavó al vampiro que todavía le estaba sujetando la muñeca antes de que éste se diera cuenta de lo que estaba sucediendo.
Las cenizas del vampiro todavía no habían tocado el suelo y Max ya se había puesto en pie y se enfrentaba al otro vampiro, que se acercaba a él con una brillante espada en la mano y una sonrisa de bestia salvaje que mostraba dos colmillos clavándose contra el labio inferior. Max echó un rápido vistazo a la habitación —Vioget miraba, divertido, con los brazos cruzados y Victoria no estaba a la vista— y volvió a dirigir la atención al vampiro en el momento en que la hoja cortaba el aire en dirección a él.
Se apartó a un lado, saltando por encima de la silla y desde allí, de pie, la sujetó con ambas manos y la lanzó contra su adversario. Max aprovechó la oportunidad del momento y fue hacia el vampiro. Lo tumbó contra el suelo a varios centímetros de las cortinas que ocultaban a Victoria. No necesitaba su ayuda. Probablemente estaba demasiado asustada para salir.
Tendría que haberse quedado en casa con su marqués.
Sintió que la rabia lo invadía y la usó para clavar la estaca en el corazón del otro vampiro.
—Et voila! —murmuró Vioget mientras Max se ponía en pie, con la respiración agitada pero en absoluto sin aliento.
Sin apartar la vista del hombre, Max se dirigió hacia la mesa donde reposaba el Libro, caído sobre un lado por el jaleo que se había montado. Por un momento, fue a buscar la pistola, pero al ver que Vioget estaba de pie y no ofrecía ninguna señal de que quisiera detenerle, Max dejó de preocuparse.
Se dirigió a la mesa y alargó las manos para levantar el pesado Libro... y se detuvo.
Dos cosas se le ocurrieron en ese momento. En primer lugar, que la advertencia de Victoria había sido muy vehemente. En segundo lugar, que Vioget no había tocado el Libro, ni siquiera mientras los vampiros lo estaban hojeando. Pero los vampiros sí lo habían tocado.
Entonces se dio cuenta de una tercera cosa: Victoria estaba en la habitación antes de que él llegara... se lo podría haber llevado fácilmente si su intento hubiera sido ganarle a él. Ella, por lo menos, creía que existía una razón para no tocar el Libro.
Fingió que se arreglaba las mangas para poder volverse un poco y ver mejor a Vioget por el rabillo del ojo antes de coger el Libro... y volvió a detenerse. Sí, eso era. Un casi imperceptible movimiento en la actitud de Vioget... oh, lo disimulaba bien, pero no lo bastante.
Sí, algo sucedía con el Libro. Parecía que Victoria tenía razón. Y, Max se dio cuenta, con cierta amargura, que muy posiblemente le había salvado... ¿cómo lo había dicho ella?, su absurda vida.
—Ha venido a buscar El Libro de Antwartha, ¿verdad? —preguntó Vioget con su falso tono de amabilidad.
Max se apartó de la mesa. ¿A qué esperaba Victoria?
—Pareces especialmente interesado en su destino —repuso. Quizá, ofrecerle el Libro a Vioget la haría salir—. ¿Tú también has venido a buscarlo?
—¿Qué haría yo con un Libro como éste? No te voy a impedir que te lo lleves, Maximilian —le dijo Vioget—. No deseo que lo tenga Lilith más que tú.
Antes de que Max pudiera responder, o encontrarle un sentido a ese comentario, oyó algo que le distrajo del tema que tenía entre manos. Desde fuera de la puerta abierta... un grito, un chillido bajo. ¿Victoria?
Corrió a la ventana y abrió las cortinas. Ella se había ido.
Miró hacia abajo, a la oscuridad rota solamente por la tenue luz de la luna, oyó más que vio que abajo sucedía algo.
Había saltado por la ventana y se había metido en una pelea. Probablemente no había estado en la habitación mientras él luchaba contra los guardianes.
Max echó un vistazo rápido a Vioget, que se había dado la vuelta pero que no hizo ningún movimiento hacia la ventana.
—Ves. El Libro está seguro aquí.
Max confiaba en Sebastian Vioget igual que hubiera confiado en un pedigüeño en una habitación llena de piedras preciosas, pero no tenía alternativa. Si él no podía tocar el Libro, tampoco Vioget podía tocarlo.
Max miró fuera de la ventana. Si Victoria había podido salir por allí, también él podía.
Capítulo doce
Nuestros héroes entran en acción
Había diez de ellos.
Y eso era después de que Victoria les hubiera clavado la estaca a dos; así que habían sido doce al empezar, además de los dos que estaban en la casa, con Sebastian.
¡Maldición! ¡Sebastian estaba allí!
Victoria apretó las mandíbulas y le hizo la zancadilla a un vampiro que se acercaba a ella con los ojos brillantes y éste cayó contra el banco en el que ella había estado sentada hacía unos momentos. Se dio la vuelta para enfrentarse a uno que se le acercaba por detrás, intentó clavarle la estaca, falló y continuó hasta que consiguió clavarle la estaca en el pecho. Puf.
Quedaban nueve.
Lo único bueno de que hubiera tantos de ellos era que no podían saltar sobre ella al mismo tiempo; no había espacio suficiente... así que si conseguía manejar a uno o dos a la vez, y mandarles hacia su destino con su estaca de fresno, quizá pudiera aguantar hasta que...
En ese momento, algo le cayó encima desde uno de los árboles y Victoria ahogó un chillido muy poco propio de una venator. Eso hacía que quedaran diez, pensó con el rostro contra el suelo. Por un momento se quedó sin respiración, no podía moverse. Pero entonces notó que él, o ella, le apartaban el cabello del cuello y encontró una fuerza renovada.
Dio una patada con el talón y golpeó con fuerza al vampiro en la base del cuello; luego lo hizo por segunda vez, rápidamente, pero no pudo quitárselo de encima. Otro vampiro se lanzó hacia abajo y, agachándose a su lado, la sujetó por las muñecas, inmovilizándola, y Victoria sintió que el pánico la atenazaba. Una mano le agarró la mata de pelo y tiró con fuerza, dejándole el cuello al descubierto y sintió que la sujetaban con una rodilla contra la base de la espalda, apretándole las caderas contra el suelo para que no se moviera.
Victoria reprimió un profundo sollozo, lo cual era difícil de hacer con el cuello doblado hacia atrás y mirando a los ojos fieros e inyectados en sangre de un no muerto, e hizo un último esfuerzo. ¡Pam! Levantó ambos pies con toda la rapidez que pudo y, elevando las caderas del suelo, golpeó al vampiro hacia delante de tal forma que éste perdió el equilibrio y chocó con el que le estaba sujetando las muñecas.
Victoria, debajo de los dos vampiros, que luchaban por recobrar el equilibrio, se retorció frenéticamente e intentó salir de debajo de ellos. Pero unas manos fuertes la sujetaron por los tobillos y lo único que pudo hacer fue retorcer el cuerpo a la altura de las caderas.
Entonces notó un cambio en el aire, una nueva presencia, y al cabo de un instante sintió los tobillos libres. Oyó un inconfundible pssss, un ligerísimo crujido y luego, otro puf. El que estaba a sus espaldas había desaparecido.
Tenía las muñecas libres, y rodó hacia un lado para recuperar una de sus estacas cuando otro vampiro se abalanzó hacia ella. Victoria levantó la estaca y el vampiro se empaló a sí mismo. Ella se puso en pie, se apartó el cabello de los ojos y vio que Max les clavaba dos estacas a dos no mortales con un movimiento suave y brutal.
Y luego se hizo el silencio.
Estaban solamente ellos dos, uno delante del otro, respirando con agitación, y recogiendo las estacas afiladas del jardín de Redfield Manor.
—No tocaste el Libro.
—¿Qué demonios estabas haciendo?
Los dos habían hablado al mismo tiempo.
Luego, silencio otra vez. El rostro de él, severo y atractivo bajo esa luz tenue, brillaba a causa del sudor. Él se lo secó de la zona de la barbilla, por donde le goteaba.
Victoria volvió a colocarse la estaca en el nudo que llevaba en la cintura y, con ambas manos, se apartó el pesado cabello del rostro y de los hombros. Verbena tendría que encontrar una forma mejor de sujetarlo, o iba a cortárselo. El pelo largo delante de la cara era un incordio, y no podía arriesgarse a que le tapara la visión como había sucedido esa noche.
Max se acercó, cerniéndose, alto, sobre ella; tapó la poca luna que se veía al inclinarse hacia ella. Levantó una mano y le sujetó la barbilla antes de que ella se diera cuenta de lo que estaba haciendo. Le hizo girar la cabeza a un lado y le pasó los largos dedos por la mandíbula y por la garganta.
—No estás herida —dijo. La soltó y dio un paso hacia atrás. Varios pasos hacia atrás.
—No tocaste el Libro —repitió ella, reprimiéndose la urgencia de tocarse la piel de la zona que él había tocado.
—No. Me dijiste que no lo hiciera. Todavía está dentro, creo. ¿A cuántos te has cargado? —Su respiración se había acompasado, pero la mirada severa y calculadora todavía brillaba en su rostro. Un mechón de pelo, que llevaba demasiado largo, le rozaba el pómulo al lado del ojo.
—Cinco. Quizá seis. Perdí la cuenta. Había doce ahí fuera, y otros dos dentro.
—Yo me cargué a los dos de dentro. Y cuatro aquí fuera. Por lo menos todavía quedan dos. —Se dio la vuelta para mirar hacia la ventana por la cual Victoria había escapado de la habitación—. Pero se han ido. ¿Bajaste por ese árbol?
Victoria asintió con la cabeza y luego se agachó para recoger su otra estaca. Había recuperado la respiración normal, y empezaba a darse cuenta de que no solamente se había visto superada por el número de vampiros y de que había estado a punto de perder la batalla, sino de que el invitado de la casa que les había dejado entrar era Sebastian.
¿Qué estaba él haciendo allí?
No se atrevió a preguntárselo a Max; hacerlo significaría admitir que conocía a Sebastian, y estaba muy segura de que eso sería violar el acuerdo.
—Dime qué sabes del Libro.
—Que lo van a robar esta noche dos, o más, no muertos. Cuando lo hayan sacado de la casa de su propietario, podremos tocarlo sin peligro. Pero si un mortal se lo lleva, si lo toca para robarlo, él o ella morirán.
Max la miró un momento.
—¿Cómo has conseguido esa información tan relevante?
—No deberíamos quedarnos aquí —contestó Victoria mientras empezaba a caminar hacia la fachada de la casa—. Si quedan por lo menos dos vampiros, todavía van a ir a por el Libro. Tendremos que quitárselos cuando se marchen de la casa.
—Victoria. —Su voz tenía un tono amenazador que intentaba detenerla.
Pero ella no le hizo caso y continuó hacia la fachada de la casa. Si se quedaba en cierto sitio, podría observar la puerta de entrada a escondidas... al mismo tiempo que también tendría una visión amplia del jardín.
Max caminó tras ella; ella no le podía ver, pero notaba su enojo por la forma en que se movía, en silencio, pero siguiendo sus pasos. Escogió un punto entre las sombras de las ramas de un roble y se quedó de pie detrás del tronco. Max se colocó detrás de ella, justo detrás de ella, y miró por encima de su cabeza. Max llevó una mano hasta el árbol y un trozo de corteza cayó sobre el hombro de Victoria.
—Victoria, ¿cómo conseguiste esa información?
—No tiene importancia. Y además, yo no te he preguntado cómo te enteraste de lo que sabes —replicó ella, sin dejar de mirar hacia la casa e intentando no darse la vuelta. Él estaba justo detrás de ella—. ¿Sigues creyendo que van a llevarse el Libro esta noche?
—No tengo la misma información que tú, pero supongo que no van a volver con Lilith sin el Libro.
—Los no muertos tienen que sacarlo de la casa. Si solamente quedan dos o tres, no deberíamos tener ningún problema en librarles de su carga.
—En teoría, así es.
Se quedaron en silencio. Esperando, observando, respirando acompasadamente y con facilidad, por fin.
Tres de ellos se dirigían hacia la casa por el centro del camino como si ésta les perteneciera. Corpulentos, altos, con el pelo largo que ondeaba a cada paso. Incluso desde donde se encontraba, Victoria percibió la blancura de su piel y el brillo profundo de un color violeta rojizo de sus ojos entrecerrados. También vio el brillo de las largas espadas que llevaban en la mano.
Sintió como si le hubieran colocado un trozo de hielo en la nuca.
El estómago se le encogió y, disimuladamente, pasó la palma de la mano, empapada de sudor, por encima de la corteza del árbol.
—Vampiros imperiales —le dijo Max al oído de forma casi inaudible.
Pero no necesitaba que se lo dijera: Victoria ya lo sabía. Eran los vampiros más cercanos a Lilith, más cercanos que la élite de los guardianes, y tan poderosos que podían arrebatar la energía vital de sus víctimas sin necesidad de utilizar los colmillos. Solamente con los ojos.
Lilith no quería correr ningún riesgo.
Mientras los imperiales se acercaban a Redfield Manor, ellos dos no se movieron. Era una suerte que el viento viniera de donde estaban los vampiros, y de que la brisa fuera suave. Eso evitaría que ellos pudieran olerla a ella y a Max. Victoria los observó; sentía como si el cuello le doliera del frío gélido que sentía. Todavía estaban a cierta distancia, pero incluso así notaba el poder, el odio... el mal. Reprimió un escalofrío.
Por primera vez, se alegraba de verdad de que Max estuviera allí.
El Libro de Antwartha todavía estaba dentro de la casa, y tendría que ser sacado de ella por uno de los no muertos, ya que Sebastian no podía sacarlo.
Pero ¿por qué estaba él allí?
Lilith sabía que ella y Max harían cualquier cosa por impedir que ella consiguiera el Libro. Quizá todavía les esperaran más sorpresas esa noche. Victoria tenía la inquietante sensación de que, por mucho que ellos estuvieran preparados, la reina de los vampiros iba un paso por delante de ellos.
Si ella les hubiera contado a tía Eustacia y a Max lo que sabía, habrían podido planificar mejor la estrategia. Después de todo, Max tenía cierta experiencia con los imperiales. Pero Victoria había ido por su cuenta, y lo mismo había hecho Max, y ahora estaban a merced de la decisión de Lilith.
¿Cómo se luchaba contra un imperial? Sentía los latidos de su propio corazón en todo el cuerpo. ¡Seguro que los vampiros tenían que notarlo!
Como si le hubiera leído los pensamientos, uno de los imperiales se detuvo a la entrada de Redfield Manor y se dio la vuelta hacia donde ellos se encontraban husmeando en el aire. Victoria contuvo el aliento y notó a Max tenso contra ella.
Entonces el vampiro se volvió a dar la vuelta hacia sus compañeros y se separaron. Dos de ellos subieron los escalones, y el que se había dado la vuelta hacia ellos se quedó abajo, de pie, cerca de la calle. La espada que llevaba era tan larga que parecía una tercera pierna, desde la cadera hasta el suelo.
La puerta de Redfield Manor se abrió y los dos imperiales entraron. El tercero se quedó solo.
Max la sujetó del brazo y ella estuvo a punto de dar un salto; oyó la voz de Max cerca del oído.
—Yo primero. Espera. Luego me sigues.
Sin esperar su respuesta, él salió de las sombras del árbol y empezó a caminar con valor hacia el imperial.
No llevaba espada, ni ningún arma excepto las estacas de fresno y una larga y delgada rama que tenía el canto recortado.
Victoria observó que el imperial se daba la vuelta hacia Max, quien en ese momento atravesaba la hierba húmeda. El vampiro permaneció de pie, preparado, y sus ojos no eran más que dos rendijas. Incluso desde esa distancia y a pesar de la poca luz de la luna, Victoria pudo percibir una sonrisita y una actitud indolente que indicaban que estaba preparado para la lucha.
Cuando Max llegó a una distancia del vampiro de dos brazos, éste levantó la espada. Sí, el vampiro tenía una fuerza brutal que igualaba a la de Max, pero para luchar contra un venator, que llevaba una mortífera estaca de madera, Lilith no corría riesgos. Armaba a sus vampiros con el metal de las espadas. Así estaban igualados. Madera contra metal. La fuerza sagrada contra el poder inhumano.
Victoria comprendió el plan de Max, así que esperó y observó con el corazón acelerado a las dos figuras, altas y fornidas, encararse. El imperial hubiera olido su presencia: ahora que Max se había anunciado a sí mismo aproximándose al vampiro, era obvio que esperaba que la presencia de Victoria no fuera detectada.
El metal brilló y Victoria se dio cuenta de que se habían enzarzado en una lucha por la vida. O por la no muerte.
Se había equivocado. No estaban igualados.
Max estaba en desventaja. Sintió que le sudaban las manos. El arma de Max solamente mataba si conseguía clavarse de forma limpia en el pecho, pero la espada que blandía el imperial era mortal de todas las formas.
Y si corría la sangre, su olor atraería a los otros imperiales y guardianes que se encontraban dentro de Redfield Manor... y a los que merodeaban por las calles.
Se movían como siguiendo una coreografía; a veces parecía que saltaban y se deslizaban por el aire, bloqueándose mutuamente y lanzándose estocadas, cada uno con su arma letal. Giraban, saltaban, rebotaban contra un árbol en un momento y subían por una pared de la casa en otro para volver a bajar. Casi como si fueran marionetas tiradas por unos hilos que los levantaran en el aire y los hicieran chocar el uno contra el otro en una danza mortal.
Ella los observaba, asombrada al ver que Max se deslizaba por el aire con unos ágiles movimientos de alguna especie de arte que ella no había aprendido. Tenía los ojos fijos en ellos y rezaba para ser capaz de saber en qué momento debía salir de las sombras e ir en su ayuda. Si es que era lo bastante rápida.
Entonces, la permanente sensación de frío en la nuca cambió y eso le distrajo la atención de la batalla. Notó que había algo detrás de ella y se dio la vuelta justo a tiempo con la estaca a la altura de la cintura. Con una estocada tensa, la clavó en el pecho de un vampiro totalmente común que había sido tan tonto como para acercarse por detrás a una venator en tensión, a una mujer a quien había creído fácil de atrapar.
Esa había sido su última cacería callejera.
Victoria se dio la vuelta y pensó que sus movimientos habían podido alertar al imperial. Justo en ese momento vio que la larga espada de éste dibujaba un arco en el aire y caía al suelo. Con un movimiento que a Victoria le quitó la respiración, Max saltó por encima del vampiro y tomó la espada. Se enderezó, se dio la vuelta y, con un golpe limpio le separó la cabeza del cuerpo.
El vampiro hizo puf y se desvaneció.
Todo quedó en silencio.
Excepto el corazón desbocado de Victoria y su respiración agitada.
Victoria atravesó la hierba en dirección a Max y éste se dio la vuelta.
—Uno menos. Quedan dos —dijo él, yendo hacia ella. Victoria se sintió molesta al ver que él casi no tenía la respiración agitada—. Ahora estamos más igualados. Tú ve por ese lado. Yo iré por éste. —Hizo un gesto en dirección a los árboles de boj que flanqueaban la entrada de la casa.
—Estabas volando.
Él la miró con las cejas arqueadas.
—Es una manera de decirlo, sí. Por mucho que creas que sabes, todavía tienes mucho que aprender, Victoria. Ahora, toma tu posición.
—Espera. —Ella le sujetó por el brazo; ahora respiraba más acompasadamente. Notó que él tenía la manga empapada de algo brillante y vio que se la habían rasgado y que de ella manaba sangre—. Te ha herido.
—Claro que sí —repuso Max, cortante, y apartó el brazo y se protegió en la sombra de otro árbol—. ¿Cómo crees que podía distraerlo para quitarle la espada? Un rápido gesto con mi estaca en este ángulo y él tuvo que dejarla caer. —Bajo su actitud preocupada Victoria notó un aire de satisfacción y de suficiencia.
—Felicidades —contestó Victoria con el mismo tono cortante—. Pero si no lo vendamos y cortamos la hemorragia, va a atraer a todos los no muertos de los alrededores... por no hablar de los que están dentro con Sebastian.
Hubiera podido morderse la lengua, pero eso hubiera provocado que hubiera más olor de sangre en el aire. Y Max no estaba dispuesto a dejarlo pasar.
—¿Cómo sabes su nombre? —le preguntó directamente.
Victoria se negó a agachar la cabeza.
—Luego, Max. Primero vamos a ocuparnos de...
Pero no pudo terminar la frase. La puerta que tenían detrás se abrió y dos vampiros imperiales se plantaron en la entrada.
Los vampiros tenían que salir de la casa con el Libro para que Victoria y Max pudieran quitárselo.
Victoria y Max se miraron el uno al otro, bajo las sombras del boj, y se sintieron satisfechos de ver que los dos comprendían lo mismo.
Aunque el primero de los imperiales se había detenido en el umbral de la puerta, no esperó mucho; el que le seguía apareció justo a su lado y los dos salieron fuera. En las manos no llevaban nada más que las espadas.
Miraron a su alrededor, como si buscaran a su colega desaparecido; dado que éste se había convertido en cenizas, no vieron ninguna señal de él. Pero quizá pudieran oler los restos de cenizas en el aire.
Los imperiales bajaron dos escalones, a unos metros solamente de Max y de Victoria. Tenían que olerles; seguro que olían la sangre de Max. Miraron a su alrededor con las fosas nasales dilatadas como buscando el olor en el aire.
Justo en el momento en que uno de ellos se daba la vuelta en dirección a los boj, que les llegaban a la altura de los hombros y tras los cuales se ocultaban, Max saltó de detrás de ellos blandiendo la espada y decapitó al vampiro con otro corte limpio.
Mientras el tercer y último imperial se daba la vuelta y levantaba su filo plateado, otro rostro asomó por la puerta. Victoria le vio y salió de detrás de los arbustos. Corrió hacia él antes de que éste cerrara la puerta.
El llegó a la entrada de la casa para enfrentarse con ella, y Victoria se dio cuenta de que no llevaba el Libro; pero eso no importaba, porque ahora tenía que luchar a muerte con él hasta matarlo. O que la matara a ella.
Victoria, a pesar de su propia batalla con el vampiro guardián, era consciente de los fieros choques de las espadas del enfrentamiento entre Max y el imperial. Un grito, un momento de distracción que le hizo apartar la mirada, y lo siguiente que notó fue que su oponente la sujetaba por la cintura. La levantó del suelo y la tiró por los aires; Victoria se sintió casi volando por encima de los escalones, hasta que cayó en el suelo al lado de Max y del vampiro.
Max gritó su nombre y ella se puso en pie; esta vez había resultado muy claro, y ella lo miró a tiempo de ver que él señalaba hacia atrás y volvía a concentrarse en defenderse a sí mismo.
Victoria se dio la vuelta y vio la silueta de un hombre que se dejaba caer desde una de las ventanas abiertas de la casa con algo grande y abultado bajo el brazo. Victoria se volvió y antes de que diera un paso, recibió un golpe y cayó de cara al suelo.
Unas manos rudas y más frías que su nuca le sujetaron el cabello y se lo apartaron del cuello. Victoria dio una estocada por detrás de la espalda y consiguió clavarle la estaca al vampiro.
Pero en lugar de clavársela en el corazón, la punta de la estaca se clavó en el ojo del vampiro como un palo en una uva madura. El vampiro soltó un grito y ella se soltó de él y se puso en pie.
Echó un rapidísimo vistazo a Max, que seguía peleando, y empezó a correr.
Victoria corría más deprisa de lo que nunca había imaginado que un humano podría correr; el vis bulla debía de estar ayudándola. O quizá era la Divina Providencia.
Fuera lo que fuere, consiguió mantener al vampiro a la vista. No estaba muy lejos de ella; cuando llegaron a la esquina de unas caballerizas, él giró y ella le siguió por un callejón oscuro y estrecho, flanqueado por densos matorrales que tapaban la poca iluminación que ofrecía la luna.
La visión nocturna de Victoria no era tan poderosa como la del vampiro, y tampoco tenía el mismo olfato... pero continuó su carrera a ciegas por el callejón. No podía detenerse... si le perdía, el Libro estaría perdido. Sería de Lilith. No podía permitir que eso sucediera.
Cuando llegó al final de las caballerizas, Victoria tuvo que detenerse. ¿Por dónde había ido? No se le veía por ningún lado... pero el frío constante en la nuca aumentó y se dio cuenta de que lo tenía justo detrás de ella. Se había agachado tras los matorrales y había esperado a que ella pasara de largo.
Error.
Se dio la vuelta y caminó despacio. Él no podría abrirse paso a través de los matorrales: eran demasiado densos, y a uno de los lados se encontraba la pared del jardín. Dio gracias de que ese vampiro fuera solamente un guardián y no un imperial, algunos de los cuales podían cambiar de forma. Los guardianes eran unos luchadores fieros y tenían mucha energía, pero eran más fáciles de vencer que los imperiales.
Ahí estaba.
Se dio la vuelta, lanzó una estocada hacia la maleza y notó algo sólido. No era el pecho; él saltó fuera y repentinamente se enzarzaron en una lucha en el suelo, rodando por el camino de grava hacia los matorrales. El le puso las manos alrededor del cuello; no iba a perder el tiempo en morder, pensó Victoria al sentir que las manos apretaban más.
La respiración se le hizo más difícil y la visión, ya nublada, se le oscureció más. Sujetó la estaca. Un golpe... Sintió los dedos blandos e inertes. Los apretó alrededor de la estaca, obligándose a hacerlo a pesar de que la cabeza le daba vueltas.
¡Clac!
Se la clavó, igual que había hecho antes, en el ojo. Dos vampiros ciegos a causa de ella, esa noche. Victoria rodó a un lado y el vampiro se puso en pie, se llevó una mano al ojo herido... y finalmente acabó con él. Puf.
Victoria, con la respiración entrecortada, esperó a recuperar el ritmo de la respiración. Pensó que nada le había parecido nunca tan agradable como llenarse los pulmones de oxígeno. Y escuchó.
Nada.
Silencio.
Solamente el ligero ruido de los cascos de un caballo en una calle distante.
El Libro.
El vampiro debía de haberlo dejado caer. Victoria rebuscó entre los arbustos hasta que lo encontró. Se dispuso a cogerlo con sus manos, dudó y, luego, aguantando la respiración, lo atrapó. No sucedió nada.
Soltó un suspiro de alivio, levantó el pesado paquete y se lo colocó bajo el brazo.
¿Y ahora qué?
¿Debía volver para comprobar si Max necesitaba ayuda?
¿Y si no la necesitaba? ¿Y si le había... ?
No, lo mejor era que llevara el Libro a casa. Una vez lo hubiera puesto a salvo, iría a comprobar qué le había sucedido a Max. A ver si estaba bien.
Dios, esperaba que estuviera bien.
Si no lo estaba, habría sido un sacrificio noble.
Si no lo estaba, estaba sola.
Victoria se alejó de las caballerizas en medio de la noche.
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