BLOOD

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viernes, 17 de septiembre de 2010

En el Calor de la Noche -- COLLEEN GLEASON -- 2ª Serie - 1ªparte

COLLEEN GLEASON
En el Calor de la Noche
2° de la Serie Crónicas Vampíricas Gardella
PRÓLOGO


El duelo de una viuda.


Un mes después de haber perdido a su esposo, Victoria se lanzó a las calles de Londres.
Cuando más cerrada era la noche, mientras el resto de la ciudad estaba bien protegida y la mayor parte de la sociedad se había retirado al campo para la temporada de caza, Victoria Gardella Grantworth de Lacy, marquesa viuda de Rockley, caminaba sola por el barrio conocido como Seven Dials.
Se sentía profundamente deprimida. La apatía y el entumecimiento, entrelazados con una profunda y corrosiva pena y rabia, hacían que el movimiento de sus miembros resultara mecánico, semejante al de una autómata. No sólo vestía de negro de pies a cabeza a causa de su periodo de luto, sino que también se debía a que esto le permitía fundirse con las sombras, entrar y salir, ser vista si lo deseaba; fusionarse en un solo ser con la oscuridad si no era así.
Llevaba ropa de hombre para facilitar sus movimientos y porque conservaba el aroma de su esposo. También vestía así a modo de protesta silenciosa contra las críticas de una sociedad que le exigía que durante doce meses se quedase sentada en su casa, sumida en la oscuridad, a ver pasar el tiempo. Sus labios esbozaron una sonrisa carente de humor al pensar en qué dirían las matronas de la sociedad si supieran a qué se dedicaba.
El sombrero de copa, lo bastante alto como para ocultar su gruesa trenza, también había pertenecido a Phillip. Había captado el olor a romero de su crema capilar la primera vez que se lo puso en la cabeza. Ahora aquel reconfortante aroma, familiar y doloroso, se había diluido en el hedor a excremento de caballo, desechos humanos y otros desperdicios que se amontonaban en las calles de una de las peores barriadas de Londres.
Estas calles eran angostas y estaban pegadas unas a otras, sus edificios estaban separados por una distancia que apenas superaba la anchura de un hombre con los brazos extendidos. Las ventanas eran prácticamente inexistentes, y cada estructura tenía postigos colgantes, puertas destartaladas, o ambas cosas. Los carruajes, o incluso los caballos, eran una rareza, sobre todo antes del alba, cuando todavía estaba oscuro y los rufianes y matones merodeaban en busca de una víctima confiada.
Victoria sabía que esa noche no encontraría vampiros que cazar. Hacía un mes que todos habían huido de la ciudad junto con su reina, Lilith.
No, Victoria no esperaba encontrarse con un no muerto al que clavarle una estaca, pero deseaba que así fuera. Oh, cuánto lo deseaba. Lo necesitaba.
Necesitaba sentir la sangre corriendo de nuevo por su cuerpo, la sangre que parecía fluir lentamente y estancarse, bullendo por sus venas, igual que la capa de suciedad de un estanque. Necesitaba acción, esforzarse, necesitaba «sentir» otra vez. Necesitaba venganza.
Necesitaba absolución.
Victoria dobló la esquina y se agazapó con presteza a la sombra de un viejo edificio de ladrillo que había pasado. Vio dos figuras al otro lado de lo que en esa zona de Londres hacía las veces de calle.
Una de ellas pertenecía a un hombre alto y fornido. La otra era la de una esbelta joven: una muchacha, en realidad, pues apenas le llegaba a la altura del hombro. La media luna salpicaba con su luz la calle e iluminaba nítidamente a ambos. Victoria pudo ver que la joven estaba asustada, que suplicaba y forcejeaba... mientras el hombre, haciendo uso de la ventaja que le otorgaba su corpulencia y su altura, la retenía contra la pared, sujetándola por la garganta mientras le sobaba los pechos y le desgarraba el corpiño del vestido. Ella empujaba y arañaba los brazos velludos del hombre con sus pequeñas manos, tratando alternativamente de taparse, de soltarle la mano de su cuello y de apartarle la otra a manotazos.
Victoria miró en derredor al tiempo que se adentraba en la luz, dejando el amparo de las sombras. No había nadie en los alrededores; tanto si el hombre había llevado allí a la muchacha, como si ella se había extraviado, parecía que nadie iba a ayudarla. Se quitó el sombrero de Phillip y dejó que su larga trenza le cayera por la espalda. Quería que él supiera que quien iba a darle su merecido era una mujer.
Haciendo caso omiso de la estaca que llevaba bien guardada en el bolsillo del abrigo, y prescindiendo del cuchillo que llevaba sujeto al muslo, Victoria se acercó al hombre por detrás, sigilosa como un gato, y le asestó una fuerte patada en la parte baja de la espalda.
El tipo se giró, dejando escapar un grito, tenía aún sus manos regordetas alrededor del cuello de la muchacha... hasta que vio quién le había abordado. Soltó a la niña, que cayó al suelo, y trató de alcanzar a Victoria.
Ella estaba preparada. La sangre fluía por sus venas, las manos dispuestas, las rodillas flexionadas para proporcionarle estabilidad, tal y como le había enseñado Kritanu. La rabia que llevaba semanas reprimiendo salió a la superficie. Su respiración se aceleró.
El hombre le brindó una desagradable sonrisa, luego arremetió contra ella. De forma ágil y veloz, Victoria esperó hasta el último momento y lo esquivó haciéndose a un lado, agarrando su brazo extendido y haciendo uso de la fuerza de su peso para hacerle girar, mientras su trenza ondeaba al aire. El diminuto vis bulla que llevaba le confería la misma fuerza y velocidad que poseían los no muertos con los que estaba acostumbrada a luchar, y le permitió estrellar de lleno contra la pared a un hombre que le triplicaba el peso.
El tipo se estampó provocando un satisfactorio estruendo, pero Victoria no había terminado con él; no estaba preparada para reprimir sus volátiles emociones. Ignorando la expresión desorbitada de los ojos de la muchacha, que se había escabullido a un lado, apartándose de la acción, hizo girar de nuevo al aspirante a violador. Sus nervios rezumaban energía, su aliento surgía en profundos jadeos, su visión se había transformado en una neblina roja mientras le aplastaba el puño en la mejilla. El hombre tropezó, pero se enderezó y, emitiendo un gutural grito colérico, atacó con un brazo tan grueso como el muslo de Victoria.
Ella bloqueó el golpe con su fuerte y esbelto miembro, y utilizó el otro puño para asestarle un golpe en la cara. La expresión del tipejo denotaba sorpresa y aturdimiento, pero esquivó el puñetazo y se agachó, girando e irguiéndose acto seguido con una navaja en las manos.
El mundo aminoró y aceleró su marcha a un mismo tiempo.
Victoria recordaba haber sonreído, recordaba la sensación de satisfacción que se apoderó sosegadamente de ella cuando echó mano a su propio cuchillo. Recordaba la calma con que lo sacó de la liga colocada por fuera de sus pantalones, el tacto del instrumento en la palma de su mano... semejante al peso y el grosor de una estaca. Una estaca de madera de fresno.
Se sentía como si hubiera llegado a casa. Como si hubiera sido rescatada de algún profundo y oscuro encierro. Se liberó de golpe.
Lanzó su ofensiva, atacando con el cuchillo a diestro y siniestro. Las imágenes ardían en su mente mientras ponía en práctica los movimientos que Kritanu le había enseñado, aquellos que durante los últimos meses habían pasado a formar parte de su segunda naturaleza. Recuerdos de Phillip, de Lilith, de las miríadas de vampiros de ojos rojos con quienes había luchado se agolparon, entremezclándose con la cara de su atacante, que continuaba paralizado a causa de la sorpresa, seguidamente por el dolor... y, más tarde, el vacío.
Vacío.
Victoria no volvió en sí hasta que no levantó el brazo para atacar de nuevo y vio el reflejo rojo mate de la sangre sobre los tendones de su mano.
Se quedó inmóvil con la vista clavada en ella. Eso no podía ser sangre. Los vampiros no sangraban cuando se les clavaba una estaca.
Se percató de que no era capaz de recobrar el aliento, que había escapado y hacía que su cuerpo se sacudiera en profundos resuellos cada vez que inhalaba. Sus hombros subían y bajaban bruscamente; le ardían los pulmones. Le temblaban los brazos y las piernas. Los ojos y la nariz le goteaban.
Victoria bajó la mirada. Tenía un cuchillo, no una estaca. Un cuchillo del que chorreaba sangre. Su mano no sólo estaba manchada, sino salpicada, empapada en rojo líquido que formaba un horripilante dibujo. Se arrodilló... se arrodilló junto a un enorme cuerpo que ya no se movía.
Tenía los ojos abiertos y vidriosos, la mirada perdida, y la sangre le cubría el mentón y las mejillas, incluso los labios, con el mismo espantoso dibujo que formaba en las manos de Victoria. Apenas se apreciaba el ascenso y descenso de su torso al tomar aire.
Victoria lo miró fijamente y se puso en pie con cautela.
Miró su cuchillo. Lo habría dejado caer, pero sus dedos se negaban a soltar la empuñadura. Se lo guardó en el bolsillo, todavía aferrada a él, y dio media vuelta.
La muchacha. Recordaba vagamente a la muchacha.
Pero allí no había nadie. Nadie que viera lo que había ocasionado, lo que la rabia y la desolación habían obrado cuando explotaron en su interior.
Victoria bajó de nuevo la mirada a sus manos. Había matado antes... pero jamás se había manchado las manos de sangre.




Eustacia Gardella escuchó el ruido antes de que lo hiciera el hombre que dormía a su lado. Buscó automáticamente la estaca que guardaba junto a la cama, bajando del colchón con una agilidad que camuflaba sus ochenta y un años de edad. Kritanu, con su negro cabello reluciendo a la luz de la luna que se colaba por la ventana, se removió y despertó a causa de su movimiento.
Vio la estaca que sujetaba en la mano y entonces sus oscuros ojos buscaron en silencio los de Eustacia, sacando a continuación sigilosamente su cuerpo enjuto de debajo de las sábanas. Kritanu echó mano a su cuchillo, y Eustacia lo sintió a su espalda cuando salió furtivamente de la habitación.
Había sido un ruido vago, pero su sensibilidad como venator le permitía reconocer y distinguir el peligro y la alerta con una precisión mucho mayor que la de cualquier mortal. Sólo lo había oído una vez, y luego todo había quedado en silencio.
Pese a que no sentía la presencia de ningún no muerto, Eustacia aferró la estaca igual que la mano de su amante, y bajó las escaleras rápida y quedamente. En la casa únicamente había otro sirviente, Charley, y éste no se habría despertado.
Casi había terminado de bajar cuando vio la figura de pie en la espectacular entrada de su casa, y contuvo el aliento cuando la reconoció.
¡Victoria! —gritó, levantándose el camisón y sujetando su suave lino con el mismo puño con el que asía la estaca. —¿Qué ha pasado?
Su sobrina nieta estaba de pie en el vestíbulo, con la mirada alzada hacia ella en medio de la tenue luz que arrojaba la lámpara dorada que siempre dejaba encendida junto a las escaleras. Tenía el rostro y las manos cubiertos de oscuras manchas, y la expresión desorbitada y estupefacta con que la miraban fijamente sus ojos le reveló a Eustacia parte de la historia.
No quería ir a casa con este aspecto. —La voz de Victoria parecía notablemente serena. —¿Qué dirían los criados?
Cara, ¿qué ha sucedido? —Eustacia asió con sus dedos nudosos la mano fría y manchada de Victoria, y tiró suavemente de ella en dirección a la salita.
Kritanu, bendito fuera, había sacado una manta de su baúl y abrigó a Victoria con ella.
He estado a punto de matarle —dijo Victoria, mirando a Eustacia con los ojos vacíos. —Había mucha sangre. No sabía qué hacer.
Las palabras eran simples, calmadas, lógicas. Se irguió y se relajó. Pero la expresión de sus ojos hizo que Eustacia frunciera el ceño. Condujo a su sobrina hasta el sofá Davenport y tomó asiento a su lado.
Cuéntame lo que ha pasado, Victoria.
He salido esta noche. No esperaba encontrarme con ningún vampiro... sé que Lilith se los llevó a todos consigo, pero salí de todos modos. Lo necesitaba.
Necesitabas hacer algo —repitió las palabras deliberadamente, esperando que ayudaran a desterrar el impacto de los ojos de su sobrina nieta. —Por supuesto que sí. Eres una venator.
Una breve sonrisa surgió en el rostro de Victoria. —Max me dijo eso. La noche en que Phillip... murió. Dijo que era una verdadera venator.
¿De veras? —Max, el protegido de Eustacia, había partido rumbo a Italia inmediatamente después de la tragedia, y aún no había recibido noticias de él. La tensión existente entre él, un venator experimentado, y Victoria había sido palpable. Le resultaba interesante que Max le hubiera dedicado tal cumplido, pues había mantenido una postura inflexible con respecto a que la joven se preocupara más por ser la bella del baile que por vampiros y estacas. —Bien, de modo que saliste. Cuéntame qué ha sucedido. ¿De quién es toda esta sangre?
Casi mato a un hombre. No recuerdo haberlo hecho, tía Eustacia. Iba a violar a una mujer, a una niña, y yo se lo impedí. Era muy grande, mucho más que yo. Comenzamos a luchar, y cuando sacó un cuchillo, yo saqué el mío... y lo siguiente que recuerdo es que él había dejado de defenderse. Había sangre por todas partes. Nunca antes había habido sangre. —Sus ojos volvían a mostrar una expresión vacía, y a Eustacia se le encogió el corazón al mirar el hermoso rostro de su sobrina. Su valiente, inteligente y fuerte sobrina.
¿Cuántas veces no había lamentado convertirla en una venator y arrastrarla a este mundo, un mundo de violencia y maldad?
Pero aquí estaba, y la necesitaban. Max, el resto de venators y ella misma necesitaban a Victoria si querían destruir a Lilith, la reina de los vampiros. La destrucción del mal que acechaba su mundo era digna de cualquier sacrificio, ya fuera grande o pequeño. Eustacia llevaba más de sesenta años viviendo esa verdad.
Victoria también la viviría. Eustacia tan sólo deseaba que no hubiera tenido que experimentar un sacrificio tan enorme, y tan sumamente pronto.
No, nunca hay sangre —repuso, eligiendo responder a su último comentario.
Me repugnaba. El... lo dejé allí. No sabía qué hacer.
Victoria. Escúchame. El hombre estaba atacando a una niña, y tú la has salvado. La has ayudado. Y ese tipo te habría rebanado el cuello si no te hubieras defendido. Tenías que protegerte.
Lo hice. ¡Pero no tenía por qué hacerle pedazos! —Entonces, finalmente, rompió a llorar.
Eustacia la abrazó, sintiendo las sacudidas y estremecimientos de sus delicados hombros como si de sus propios sollozos se tratasen. Había tardado mucho tiempo en suceder, desde la muerte de Phillip, y le aliviaba que Victoria al fin hubiera liberado el dolor y la ira que se había ido acumulando en su interior. Perder a su esposo en menos de un mes después de casarse con él, y de un modo tan terrible, había provocado que se retrajera y se cerrara en banda. Al menos, esta noche había hallado un modo de enfrentarse a parte de aquellas emociones.
Pero qué modo tan terrible de hacerlo.
Tras un largo rato, después de que sus bruscas inspiraciones se hubieran convertido en pequeñas sacudidas y más tarde en suaves hipidos, Victoria se apartó. Tenía los ojos hinchados y las mejillas enrojecidas. Diminutos rodales marrones teñían su rostro, y una larga raya perfilaba su mandíbula. Algunos rizos negros habían escapado de la trenza, enmarcando desordenadamente su semblante.
Victoria comenzó a quitarse con torpeza la camisa que llevaba remetida en los pantalones de hombre, sacándosela a tirones, subiéndosela y apartándola de su vientre. Eustacia lanzó un breve vistazo, pero Kritanu no había regresado todavía.
No puedo llevar esto. No puedo dejar que me controle.
Eustacia sabía a qué se refería. Victoria se subió la camisa y allí, descansando en el hueco de su ombligo, se encontraba el vis bulla, el amuleto sagrado de fuerza usado por los venators, los cazadores de vampiros. Realizado artesanalmente con plata de Tierra Santa, la pequeña cruz había sido ungida con agua bendita de Roma antes de que el pequeño arete a juego hubiera sido colocado en la parte superior del ombligo de Victoria, tal como lo había sido el propio vis bulla de Eustacia cuando aceptó su deber como parte del legado de la familia Gardella. Ella todavía llevaba el suyo puesto, naturalmente. Un venator jamás se quitaba su vis,
Victoria y ella eran venators, nacidas, adiestradas y bendecidas. Sólo a unos pocos escogidos se les daba tal oportunidad, y de éstos apenas unos pocos la aceptaban. Solamente existían en torno a un centenar de venators en todo el mundo que habían pasado la prueba y que llevaban su vis bulla.
Y ahora Victoria deseaba devolver el suyo. Eustacia se dispuso a hablar, pero su sobrina le interrumpió.
No temas, tía. Volveré a llevarlo... cuando pueda estar segura de que no abusaré de su poder. Esta noche me he dado miedo a mí misma, pero he aprendido que aún no estoy preparada para volver a cazar de nuevo. Una cosa es matar a un no muerto, a un malvado ser inmortal... pero no deseo ver mis manos manchadas con sangre humana nunca más.
Eustacia asió las manos ensangrentadas de su sobrina. Aquello le dolía y, a un nivel profundo, le asustaba... pero lo comprendía.
Ahora no hay peligro en Londres. Lilith se ha llevado a sus seguidores, y aunque regresará, no es una amenaza inminente.
Los ojos de Victoria se aclararon; su boca se tensó con ferocidad.
No temas. Juro que me vengaré de Lilith por lo que le hizo a Phillip. Lo que antes era un deber, ahora ha pasado a ser una responsabilidad personal para mí.
CAPÍTULO 01


En el que el arma de lady Rockley resulta alarmantemente ineficaz.


Victoria apretó la estaca de madera de fresno, más por costumbre que por necesidad, y echó un vistazo al otro lado de la esquina de tosco ladrillo. Estaba oscuro y húmedo, tal y como era típico en Londres poco después de medianoche, y las calles que se extendían más allá de la seguridad de Drury Lane estaban cubiertas de desechos y de cuando en cuando podía verse algún que otro ladrón, prostituta y otras criaturas de la misma calaña.
Por desgracia, ninguna de esas personas de tan baja ralea causaba en esos momentos estragos, birlaban carteras o mordían cuellos.
Ya había pasado un año desde la muerte de Phillip, y Victoria había vuelto a las calles a cazar vampiros por primera vez desde la noche en que se quitó su vis bulla. Había pasado los últimos doce meses practicando sus dotes para la lucha, aprendiendo a controlar la ira y el dolor que le habían impulsado a matar prácticamente a un hombre en Saint Giles. Había querido asegurarse de que estaba preparada, y de que era capaz de dominar dichas emociones antes de volver a colocarse el amuleto de fuerza. La cruz de plata se agitaba en el hueco de su ombligo al caminar, y Victoria se sentía completa de nuevo. Estaba lista.
Motivo por el que había estado patrullando las calles a altas horas de la noche, con una estaca en una mano y una pistola en la otra. Buscando algo que hacer, alguien a quien salvar.
Jamás dejaría de buscar a alguien a quien salvar.
Victoria meneó al cabeza abruptamente para arrancar el recuerdo y ahuyentar la culpa que todavía empañaba su valor. Se raspó la sien contra el ladrillo, haciendo que una lluvia de pedacitos de argamasa cayera al pavimento y que un dolor sordo se abatiera sobre su piel. Y sus pensamientos retornaron al asunto que le ocupaba.
Barth la seguiría de cerca en su coche de alquiler para recogerla y llevarla de vuelta a la muy vacía propiedad de Rockley conocida como Saint Heath's Row, donde continuaría viviendo hasta la llegada del nuevo marqués, que se encontraba en algún lugar de América y que todavía no había sido localizado.
Acababa de pensar en eso cuando el carruaje de alquiler en cuestión dobló la esquina traqueteando y se detuvo con mayor lentitud de la habitual. No era que las habilidades de Barth como cochero hubieran mejorado; lo que sucedía era que había peinado las calles buscando a Victoria.
Cuando se subió al carruaje, tomó la decisión que había estado posponiendo durante una semana.
Barth, aún no estoy preparada para volver a casa... llévame a Saint Giles. Llévame a El Cáliz.
Y antes de que el hombre pudiera poner alguna objeción, Victoria cerró la puerta.
Hubo un breve lapso de espera, como si él estuviera considerando comenzar una discusión, pero entonces oyó a Barth arrear a los caballos y se sacudió cuando emprendieron la marcha a velocidad moderada. Victoria se acomodó en su asiento y trató de no pensar en la última vez que había estado en El Cáliz de Plata. Hacía más o menos un año.
Era bien pasada la medianoche, y las calles de Saint Giles estaban desiertas. Sólo algunas personas muy estúpidas, o muy valientes, se aventuraban en esa zona de Londres durante la relativa seguridad del día; de noche, ni siquiera unos pocos se atrevían a entrar sin autorización. Mientras rodaban por la avenida Saint Martin y cruzaban la intersección de Seven Dials, Victoria echó un vistazo a una de ellas. No se había olvidado de la calle Great Saint Andrews, ni siquiera del edificio en el que había estado a punto de matar a un hombre. Sería capaz de localizarlo incluso estando dormida, pues pese a que no recordaba el suceso en sí con todo lujo de detalles, la ubicación había quedado grabada en su mente.
Tal vez algún día regresara.
Varias calles después, el carruaje se detuvo violentamente, sacándola de su incómoda ensoñación. Anticipándose a la sacudida, Victoria ya se había sujetado con una mano. Tomó el farolillo de la pared interior, agachó la cabeza para salir del vehículo y se escabulló antes de que Barth pudiera sugerir seguirla.
Sus pies no hacían ningún ruido sobre las calles empedradas mientras esquivaban montones de desperdicios y pasaban sobre pequeños charcos formados por la lluvia de última hora de la tarde. El hedor ya no le molestaba; así como tampoco los ojos que la espiaban desde las sombras.
Que se acercasen. Estaba preparada para pelear.
Cruzó al otro lado y bajó la calle, manteniendo la cabeza erguida, la mano en la pistola; las perneras de sus pantalones de hombre crujían levemente al rozarse la una contra la otra, la luz del farol recortaba su sombra. Una agradable brisa estival empujó el tufo a cuerpos en descomposición y a excrementos animales a su consciencia, luego pasó nuevamente de largo. La nuca se le enfrió ligeramente bajo el sombrero de copa que llevaba puesto, pero era debido al viento más que a una señal de peligro inminente.
Victoria se detuvo ante lo que en otro tiempo fue la entrada de El Cáliz de Plata. No había visitado el lugar desde la noche en que había ido a buscar a Phillip, y en cambio lo que encontró fueron las ruinas humeantes de lo que había sido un establecimiento que atendía a vampiros y humanos por igual.
¿Era a causa de su imaginación o el olor a roble impregnaba todavía el aire? No podía ser, habían pasado tantos meses...
El frío se apoderó de nuevo de su nuca.
Victoria se quedó inmóvil, conteniendo la respiración para aguzar el oído. Para sentir.
Sí, ahí estaba; era real, haciendo que el vello de su nuca se erizara a modo de advertencia, algo que hacía doce meses que no sentía: había un vampiro en las inmediaciones. Debajo de las ruinas.
Ahora, con la descarga de anticipación alimentando sus acciones, Victoria pasó por encima de lo que quedaba del marco de la puerta y se dispuso a bajar los escalones que conducían a la cavernosa cámara. Fue palpando las piedras con la mano izquierda mientras que con la derecha sujetaba el farolillo, que arrojaba su luz sobre los escombros de madera y piedra que cubrían los escalones. Si pudiera haberse aproximado sin necesidad de luz, lo habría hecho, pero ver en la oscuridad no era uno de los dones otorgados a los venators. Se perdería parte del factor sorpresa, pero mejor era eso que tratar de encontrar el camino entre el caos en silencio y en la absoluta oscuridad.
Milagrosamente, el techo no se había derrumbado por completo sobre las escaleras, y no tardó en hallarse al pie de éstas. Victoria hizo una pausa, llevando el farol a su espalda para atenuar parte de su luz, y echó un vistazo a la oscura y deformada bodega al otro lado de la esquina.
A lo que quedaba del establecimiento de Sebastian.
Pese al hormigueo que persistía en su nuca, confirmando sus instintos, no sintió o escuchó ninguna señal de movimiento. Se quedó completamente inmóvil, a excepción de sus dedos, que se hundían cautelosamente hasta el fondo del bolsillo de su abrigo.
Sentía el confortable tacto de la estaca en su mano, pero no la sacó todavía. Dejó que su puño se aferrara a la madera, que estaba templada por su cuerpo, y esperó, escuchando y sintiendo.
El frío gélido en su nuca se hizo más intenso, y aspiró la proximidad del vampiro y el inminente regocijo de la batalla. El ritmo de su corazón se incrementó; las aletas de su nariz se dilataron, como si captaran la presencia de un no muerto.
Al final, convencida de encontrarse sola en la habitación, Victoria sacó de nuevo el farolillo de detrás de la espalda. Moviéndolo en derredor, vio la misma escena de destrucción que la había recibido meses atrás, pero ahora su mente estaba libre de miedo y aprensión. Ahora veía las vigas ennegrecidas del techo, las mesas reducidas a astillas y los vasos rotos... tal vez incluso captaba el débil olor residual a sangre en el ambiente.
El farolillo se bamboleó cuando pasó por encima de una silla rota, y el vidrio crujió bajo sus pies como si de gravilla se tratase. Se estaba abriendo paso hacia la parte más recóndita y oscura de la pared, oculta bajo un techo combado. La sensación cada vez más intensa de su nuca le indicó que se estaba moviendo en la dirección correcta.
Sebastian Vioget había desaparecido la noche en que ardió Ti Cáliz de Plata. Max también había estado allí aquella noche, y le contó a Victoria que ignoraba si Sebastian había logrado escapar del incendio; y ella sabía que, en cualquier caso, le importaba un bledo lo que hubiera sido de él.
Victoria era consciente de que tampoco a ella debería importarle... pero había sido incapaz de olvidar al hombre de cabello broncíneo que acogía a los vampiros en su establecimiento. En una ocasión le había dicho a Victoria que era mejor conocerles y ofrecerles un lugar donde pudieran encontrarse a gusto, donde sus lenguas pudieran aflojarse y se pudiera obtener información...
Encontró la puerta secreta por la que Sebastian la había hecho pasar la noche en que se conocieron. Escondida debajo de un bajo techo de roca, y alojada entre paredes de piedra, permanecía bastante ilesa. Marcada con negras vetas, estaba entreabierta.
Y el frío hormigueo en su nuca se tornó más intenso.
Victoria abrió la puerta, dejando el farol ante la entrada al pasadizo. Sintió el peso de la pistola en su bolsillo cuando golpeó contra el borde de la piedra; la pistola era un arma inútil contra un vampiro, naturalmente, pero útil para otros propósitos. En el oscuro y angosto pasaje, Victoria no puedo evitar recordar cuando estuvo frente a frente con Sebastian, con la húmeda barrera de ladrillo a su espalda, y él mucho más cerca de lo tolerado por el decoro cuando levantó la mano para quitarle el sombrero de su disfraz de caballero.
No la había besado en aquella ocasión.
Desplazándose velozmente por el pasadizo tenuemente iluminado, como si quisiera dejar atrás esos pensamientos, Victoria se dirigió hacia el pequeño cuarto de la izquierda, que Sebastian había utilizado como despacho y sala de estar.
Él, ella, esa cosa, o ellos... se encontraba en esa habitación.
Sus labios dibujaron una sonrisa feroz, y el pulso se le aceleró ante la expectativa. Llevaba meses preparada para ese momento.
La puerta estaba entreabierta, lo que le daba la oportunidad de echar un vistazo al cuarto. El interior estaba iluminado; solamente una lámpara grande podía alumbrar la cámara lo suficiente como para ver el intrincado dibujo del brocado del sillón desde su posición. Resultaba interesante que uno o dos vampiros utilizaran una lámpara.
A juzgar por lo que atisbaba a través de la puerta abierta, el fuego había respetado la estancia, con la salvedad del persistente olor a humo que seguramente había quedado embebido en la tapicería del sofá y la silla. No había rastro de ningún alboroto... los libros continuaban ordenados en sus estanterías, los cojines perfectamente colocados sobre los muebles... incluso la bandeja de plata con las botellas de coñac y jerez estaba en su lugar al fondo del cuarto.
Lo único que estaba fuera de contexto eran las dos figuras inclinadas sobre el escritorio de Sebastian. Al menos una de ellas era la de un vampiro.
Victoria extrajo con sigilo la estaca del bolsillo, dejando que pendiera detrás de los pliegues de su abrigo, y entró en la habitación.
Buenas noches, caballeros —dijo cuando ellos se giraron. —¿Buscan algo?
El año de duelo la había vuelto un poco lenta.
Uno de ellos se colocó a su lado antes de lo que esperaba, tenía los ojos rojos y los colmillos centelleantes. Victoria retrocedió, sintió la pared a su espalda, y giró para apartarse. El la siguió, Victoria se tropezó con la pata de una silla y estuvo a punto de caer de bruces al suelo. Aquel error avivó su determinación, y las habilidades que Kritanu le había enseñado se apoderaron fluidamente de sus músculos con la desenvoltura que da la práctica.
Cuando Victoria recuperó el equilibrio, el vampiro intentó agarrarla, dejando su pecho al descubierto para clavarle la estaca. Se la hundió, sintiendo el característico puf, y retrocedió cuando se desintegró convirtiéndose en polvo.
Respirando a duras penas, alzó al mirada hacia el otro hombre, que no se había movido. Éste la observaba con una sonrisa torcida, pero no había iniciado un ataque. Por el contrario, se ajustó su chaqueta y la miró con chispeantes ojos negros.
Ha venido bien preparada, ¿no es cierto? —preguntó, rodeando el otro extremo del escritorio. Acercándose tranquilamente, más y más. Sin resultar amenazante o dar la sensación de sentirse amenazado.
¿Qué hace aquí? —Victoria quería algunas respuestas antes de clavarle la estaca. No podía ser una coincidencia que ambos hubieran elegido aquella noche para visitar las dependencias de Sebastian; y a juzgar por el volumen de polvo, y por el orden del cuarto, dedujo que era la primera visita que alguien hacía a aquel lugar.
Simplemente curioseando. —Se detuvo de modo que el sofá quedara entre ambos. —Esto es lo que queda del infame El Cáliz de Plata; estaba interesado en ver el garito propiedad de Sebastian Vioget.
¿Le conoce?
El vampiro, que no superaba en altura a la mayoría de los hombres de Londres, llevaba el cabello, de un anodino tono castaño, retirado de la cara. Su nariz, excesivamente larga para que su rostro resultase atractivo, era redondeada en la punta, igual que una cabeza de ajos. Y sus cejas eran igual que dos tiras, rectas y estrechas, sobre sus ojos. Él sacudió la cabeza en respuesta a su pregunta.
Me temo que no he tenido el placer de conocer a monsieur Vioget. Por lo que he oído, no estoy del todo seguro de que siga siendo posible hacerlo.
Hace meses que no he visto ningún vampiro por aquí dijo Victoria, observándole. —Desde que Lilith se marchó junto con sus seguidores. ¿Le envió a usted para comprobar si era o no seguro regresar?
Él la miró durante un instante; luego el reconocimiento se traslució en sus ojos negros, que seguían siendo normales, pues no habían adquirido aún un color rojo. Tenía el aspecto de un caballero inglés corriente y moliente, salvo por su atuendo mal entallado.
Usted es la mujer venator.
Victoria inclinó la cabeza a modo de reconocimiento.
El vampiro entrecerró los ojos pensativamente.
Sería todo un logro por mi parte llevarla ante Nedas. Él me recompensaría generosamente.
Una punzada de anticipación recorrió su ser.
Ciertamente podría intentarlo. No me cabe duda de que quienquiera que sea Nedas apreciaría su sacrificio.
No soy tan veleidoso como mi querido y difunto compañero —replicó. —Pero sí mucho más fuerte y veloz.
En un abrir y cerrar de ojos le tuvo frente a ella, alargando la mano hacia su garganta. Victoria se giró, pero él la agarró del brazo y comprobó, en efecto, que era fuerte.
Trató de zafarse, divisó sus ojos, que de pronto se habían vuelto rojos, y sintió el sofá contra sus piernas. Fingió dar un traspié, le esquivó y le golpeó, haciendo que perdiera el equilibrio. Él fue tras ella de nuevo, acercándose por detrás, sin concederle la menor oportunidad de recobrar el aliento, y lo siguiente que supo Victoria era que se estaba dando la vuelta para enfrentarse a él.
Levantando la estaca a la altura del hombro, alzó la cara para mirarle, preparada para clavársela, y falló. «Phillip.»
Era Phillip.
Su cuerpo parecía haberse transformado en hielo, y seguidamente en furioso fuego. La estaca cayó de sus dedos laxos, y un grito se desgarró de su garganta cuando él la empujó, arrojándola al suelo.
Sobre la alfombra, levantando polvo y pelusas al respirar, Victoria alzó la mirada hacia la figura que se cernía sobre ella. ¿Cómo era posible?
Pero no era Phillip quien se inclinaba sobre ella. Era el mismo hombre anodino, ahora con los ojos brillantes y una línea resuelta por boca.
Victoria trató de encontrar la estaca... seguramente no habría caído lejos de la alfombra. El vampiro se abalanzó sobre ella y Victoria se retorció, atrapada de pronto contra el extremo del sofá. Sintió algo bajo su cadera, redondeado, duro y largo, y rodó bruscamente hacia la derecha, hacia los pies de él, agarrando la estaca.
La fuerza de su movimiento le desequilibró, y Victoria se impulsó, poniéndose en pie con la estaca en la mano. Se giró, utilizando la velocidad de su pierna para darse rápidamente la vuelta, y a continuación cambió su centro de gravedad al tiempo que le hundía la estaca en mitad del pecho. Se apartó, retrocediendo a fin de verlo convertirse en polvo sobre el suelo.
Nada sucedió.
Y él atacó de nuevo, con la boca contraída en una aterradora y feroz sonrisa.
Victoria retrocedió, estupefacta, trastabilló y se enganchó con la esquina levantada de la gruesa alfombra persa. Cayó de bruces al suelo, golpeándose la cabeza contra la pared, y levantó la mirada hacia el hombre de ojos rojos que avanzaba hacia ella.
El se movía con calma y decisión, y Victoria apenas conseguía explicarse el hecho de haberle apuñalado, hundido una estaca en su pecho, y que «nada hubiera sucedido». Tampoco hubo sangre o polvo... simplemente fue nuevamente a por ella.
Mientras lo miraba boquiabierta, despatarrada contra el tapiz de la pared, con la estaca preparada para atacar una vez más, el rostro del vampiro volvió a transformarse de nuevo.
¿Phillip? —sollozó en voz baja.
Venator —dijo, avanzando hacia ella. —Tranquila, relájate... no voy a hacerte daño.
¡No! —gruñó, empujando la estaca hacia arriba con toda sus fuerzas.
Le había detenido, clavado el palo en su cuerpo, pero él no se desintegró. Sus movimientos se volvieron más lentos... pero no murió. Con un grito fruto del terror y la desesperación, Victoria utilizó la estaca y su mano para empujarle. La estaca quedó libre, y ella se apresuró a ponerse en pie.
Necesitaba otra arma. La pistola que llevaba en el bolsillo... la sacó, la apuntó hacia la criatura y apretó el gatillo. La explosión hizo que la pistola retrocediera en su mano, y la bala atravesó el pecho de su atacante.
La parte de su persona que mantenía la concentración no se sorprendió al ver que él apenas se inmutaba... se puso en pie y fue de nuevo a por ella.
Victoria se arrojó de espaldas al sofá, buscando frenéticamente algo que pudiera utilizar como arma... Pero ¿el qué?
La criatura era tan veloz, tan fuerte... no tenía la menor potabilidad.
El vampiro se colocó a su espalda, sobre ella, y ambos rodaron por el suelo, golpeándose con los muebles. La afilada bandeja de plata donde se encontraba el coñac y el jerez cayó sobre la alfombra, haciendo un ruido estrepitoso y derramando los licores de fragante aroma.
A través de la bruma de pánico y conmoción, por la mente de Victoria pasaron un laberinto de posibilidades: la necesidad de sobrevivir, la rabia de haber sido sorprendida. Sintió la pesada bandeja detrás de ella, y se aferró a su afilado borde. Sin estar segura de lo que estaba haciendo, Victoria la levantó por encima de su cabeza, estrellándola en el cráneo del hombre que se inclinaba hacia ella.
Éste se tambaleó, perdiendo el equilibrio, y ella aprovechó para levantarse, sujetando aún la bandeja. Agarrándose al sofá, el vampiro tomó impulso para girar y lanzarse sobre ella, sus ojos eran nuevamente de un rojo vivo, su boca adusta. Victoria rezó una oración y describió un poderoso arco con la bandeja que atravesó el cuello de la criatura, cercenándole la cabeza con un contundente y brusco golpe.
Los ojos del vampiro quedaron en blanco y su cabeza cayó al suelo; Victoria se armó de valor, esperando, temblando, jadeando como si hubiera luchado contra diez vampiros.
Mientras observaba, la cara del ser cambió... se encogió y desinfló, convirtiéndose en piel curtida con ojos hundidos y labios arrugados, y se metamorfoseó en negros jirones... hundiéndose después en el suelo y desapareciendo.
CAPÍTULO 02


En el que lady Rockley desdeña una discusión relativa a la moda y se disgusta.


Debía de ser alguna especie de demonio —dijo Victoria cuando terminó de describir su experiencia. Era primera hora de la mañana después de haber visitado El Cáliz de Plata la noche anterior, y había salido de Saint Heath's Row mucho antes de que la mayor parte de la sociedad se hubiera despertado. —A pesar de que nunca antes había visto a uno, y que hace siglos que no había ninguno en Inglaterra, es imposible que se tratara de un vampiro. No pude matarle con una estaca. Y cambió de aspecto.
Tía Eustacia, cuyos vivaces ojos habían adoptado una expresión preocupada durante el relato de la historia, asintió.
Una estaca al corazón siempre acaba con un vampiro, cara; en eso no te equivocas. Incluso Lilith moriría, pese a que podría resultar bastante difícil clavársela.
Su cabello negro azulado, todavía sin una sola hebra plateada en su moño, relucía y se rizaba como si fuera tinta. Ni siquiera su rostro octogenario revelaba demasiadas señales de su edad... pero sus manos, que sostenían el pequeño amuleto metálico que Victoria le había entregado, estaban envejecidas y nudosas, con las articulaciones artríticas que le hacían complicado agarrar una estaca.
Le clavé dos veces la estaca —prosiguió Victoria. El latido de su corazón todavía se aceleraba al recordar aquellos momentos de pánico. A diferencia de la ocasión en el callejón de The Dials, donde tan fácil le había resultado haber matado casi a un hombre, ésta había sido una pesadilla en la que no conseguía acabar con un vampiro. —Dos veces, en pleno pecho... eso le volvió más lento, pero cuando extraje la estaca fue como si nada hubiera sucedido.
¿Has dicho que estaba con un vampiro? Eso resulta curioso. Los demonios nunca coexistirán con vampiros, si pueden evitarlo. La enemistad entre ambos es la misma que mantienen con nosotros.
No veo por qué no, pues ambas razas obedecen órdenes de Lucifer.
Tía Eustacia asintió.
Eso cabría pensar. Pero somos afortunados de que recelen tanto unos de otros para que así sea. Ambas razas compiten de modo tan encarnizado por contar con la preferencia de Lucifer que jamás consentiría que unos consigan su favor en detrimento de los otros.
Si se pensaba detenidamente, aquello tenía su lógica, pese a ser retorcido, pensó Victoria. Los demonios habían sido ángeles divinos antes de convertirse para seguir a Lucifer, mucho antes de que diera comienzo la historia de la Humanidad.
En comparación, los vampiros eran relativamente jóvenes, judas Iscariote, el infame traidor a Jesucristo, había sido el primero de estos no muertos inmortales. Incapaz de creer que recibiría el perdón después de entregar a su amigo a sus enemigos, Judas se había suicidado y elegido la inmortalidad, aliándose con Lucifer, quien a cambio le premio, convirtiéndole en padre de los vampiros, una nueva raza de demonios. En una atroz ironía, el demonio había tomado las palabras de Jesús «ésta es mi sangre, tomad y bebed todos de ella», y estimado que Judas y sus vampiros serían obligados hacer justo eso para sobrevivir.
No era de extrañar que esas dos razas de criaturas fueran rivales en la lucha de poder que se libraba en el Infierno. Una llevaba toda la eternidad con Lucifer; la otra habría sido creada por él, arrebatada a Jesucristo por treinta piezas de plata y la promesa de protección contra la ira de Dios. Al parecer estos detestables seres no se diferenciaban demasiado de sus homólogos humanos en cuanto a sus ansias de poder y reconocimiento.
¿Victoria? —Tía Eustacia la miraba como si otra idea hubiera tomado la delantera en su cabeza. —Debo preguntarte, y piénsalo antes de responder, después de que mataras al vampiro, ¿sentiste la presencia de otro? ¿Tenías la nuca fría? ¿Lo recuerdas?
Victoria se quedó inmóvil y volvió atrás en el tiempo, revisando la conversación que había mantenido con él y tratando de recordar... ¿Había sentido frío en la nuca? Al final tuvo que negar con la cabeza.
No... No era como cuando siento la presencia de un vampiro, pero había algo. Capté un olor... extraño. Muy extraño, pero no puedo decir que fuera una sensación discernible como cuando hay un vampiro cerca.
Tía Eustacia sonrió.
Bueno, eso es muy interesante. La mayoría de venators no pueden sentir la presencia de un demonio del mismo modo que la de un vampiro; de hecho, la mayoría no siente en absoluto su presencia. El que tú sintieras algo, lo que sea, es atípico en un venator. —Su sonrisa desapareció. —Contactaré con Wayren y se lo consultaré. Tal vez tenga idea de qué podría llevar a unirse a un vampiro y a un demonio. —Tía Eustacia bajó In mirada al disco de bronce que Victoria había encontrado cuando el cuerpo de la criatura se había hundido en el suelo. —Sea lo que sea, no puede presagiar nada bueno.
El disco tenía, quizá, el tamaño del pulgar de un hombre de gran envergadura; estampado o grabado con un sinuoso animal con aspecto de perro. Pese a que no podía estar segura de que proviniera de la criatura que había decapitado, el instinto le decía A Victoria que era importante. Al cogerlo, una inquietante sensación ascendió por sus brazos, fluyendo por la parte posterior de mis hombros, haciéndole darse rápidamente la vuelta como si alguien, «o algo», se hubiera acercado a ella por la espalda.
¿Dónde está Wayren? —inquirió Victoria, preguntándose por la serena, si bien enigmática, mujer a quien Eustacia a menudo consultaba cuando era preciso llevar a cabo una investigación. Su atención se desvió al pequeño maletín de antiguos manuscritos ajados. Parecían algo que Wayren le hubiera prestado a tía Eustacia: antiguo, importante y sagrado. Tal vez formaban parte de la biblioteca de Wayren, que había logrado reunir y estudiar... en alguna parte. Victoria nunca se había enterado de dónde vivía exactamente la mujer.
Su tía colocó el amuleto sobre la mesita situada junto a su butaca favorita.
Estaba con Max, en Roma, pero vendrá si se lo pido. Le estaba ayudando con un problema.
¿Max tiene un problema? —El sarcástico comentario escapó antes de que Victoria pudiera impedirlo. —Jamás se me habría ocurrido pensarlo. A decir verdad, me deja atónita escuchar que no todo es de color de rosa en su mundo. ¿Y bien, cómo le va a Max de regreso en tu tierra natal?
Lleva varios meses sin ponerse en contacto. —Su tía mantuvo la vista gacha; quizá no deseaba que su sobrina viera la expresión que mostraban sus ojos. —Victoria, comprendo que parece extremadamente cruel por parte de Max regresar a Italia inmediatamente después de los sucesos del año pasado con Lilith... y de lo que pasó a continuación, pero había sido llamado por el Consilium, el consejo de los venators, semanas antes, y había optado por quedarse hasta que pudiera acabar con la amenaza que Lilith suponía aquí, en Londres.
¿Cruel? No, nunca se me ocurrió pensar tal cosa —dijo Victoria. —Ya era hora de que Max regresara a Italia, en efecto. Tú y yo somos capaces de enfrentarnos a cualquier amenaza vampírica aquí en Londres. Hasta esta noche, no había visto un solo vampiro desde que Lilith se marchó.
Tía Eustacia alargó el brazo y le dio una palmadita a Victoria en la mano. Sus dedos nudosos estaban calientes y sus yemas eran suaves y lisas.
Ha sido un año muy duro para ti, cara, lo sé, y sobre todo los últimos meses, desde que comenzaste a recibir a algunos de los amigos más íntimos de tu familia y a pensar en tu regreso a la sociedad. Con todas las preguntas acerca de Phillip, y...
¡Lo más difícil ha sido no tener nada que hacer! —Victoria escuchó cómo su voz iba tornándose en un lamento y se interrumpió. Si Max estuviera allí, habría hecho algún comentario sardónico en relación a que un verdadero venator no dejaba que las emociones interfirieran en su trabajo, citándose a sí mismo como ejemplo.
Aunque... tal vez no. La última vez que le había visto, Max le había dicho algo que, viniendo de él, era todo un elogio. La había llamado venator. Como si la hubiera aceptado como a su igual.
Puede que no hayas tenido mucho que hacer durante los últimos meses —le dijo su tía, —pero lo que hiciste en tus primeros meses como venator supera con creces lo que cualquiera hubiera esperado. Y después de lo sucedido... Victoria, necesitabas descansar. Necesitabas tiempo para sanar.
Lo que «necesitaba» era aniquilar vampiros. No sólo uno, sino muchos. Necesitaba volver a trabajar. —Victoria se puso en pie, haciendo que se balancearan sus pesadas faldas del color de la tinta. —¡No puedes ni imaginar cómo es esto, tía! Me paso todo el día sentada sin hacer nada, vestida de luto, con el mismo aspecto apagado que un espantapájaros, a menos que mi madre o sus dos amigas vengan a visitarme. Y entonces hablamos de cosas triviales, como de vestidos, de quién va a casarse con quién, y quién fornica con la esposa de quién. Por lo visto, ahora que soy una viuda respetable puedo tener conocimiento de tales conversaciones.
»Pero aparte de eso, y de las pocas visitas de otras personas como mi amiga Gwendolyn Starcasset, apenas salgo de la propiedad. Y no sé cuándo se me pedirá que me marche de casa de Phillip. El nuevo marqués se encuentra en América, nada menos, y no ha respondido a ninguna de las cartas que le han enviado los abogados. Desconocemos cuándo, si acaso llega a hacerlo, vendrá a reclamar el título y la propiedad. Soy afortunada de que Phillip fuera previsor y me dejara algo, o me vería obligada a regresar a casa con mi madre. —Se había acercado hasta la ventana que daba a la calle y miraba las lúgubres y lluviosas calles. Se suponía que durante el mes de julio todo debía ser verde y bonito, no monótono y gris.
Puede que eso no fuera tan grotesco. Al menos no estarías sola.
Victoria dejó que las cortinas cayeran de nuevo.
Tía Eustacia, ¿cómo podría vivir con mi madre, sobre todo después de lo que ocurrió? ¿Cómo podría ponerla en peligro? No sabe nada de mi vida como venator. ¡Mi madre y el resto de In ciudad ignoran la existencia de vampiros y demonios! Además, intentará encontrarme un marido tan pronto como me quite el luto. Y después de lo que pasó con Phillip... bueno, es obvio que no puedo volver a casarme.
Me parece que hace meses que podrías llevar medio luto y vestir de gris, Victoria —replicó serenamente su tía. —Un bonito color gris perla haría que tu tez pareciera rosada y daría brillo a tus ojos oscuros. Has sobrepasado con creces el año de luto estipulado. Creo que continúas vistiendo de negro para mantener a raya a tu madre.
¡Por favor, tía! Comienzas a parecerte a mi madre. Hablemos de estacas, amuletos, y de... y de detener la maldad de este mundo, en lugar de parlotear sobre vestidos y moda. Me importa un bledo que las faldas comiencen a ser más amplias.
Victoria..., debes preocuparte por ti misma. Todavía estás de duelo. Ignorar tu pérdida sólo empeorará las cosas.
Tía Eustacia, «no» estoy ignorando mi pérdida. Lo que quiero es «vengarla». Pero no hay vampiros aquí en Londres... al menos, hasta anoche. —Se había sentido tan alterada por el vampiro que se resistía a morir, que había pasado por alto la importancia de los acontecimientos de la noche pasada.
Tal vez los no muertos estuvieran regresando.
Y si los vampiros regresaban, entonces podría averiguar dónde estaba Lilith... y cómo llegar a ella.
¿Descansar? No, Victoria no se tomaría un descanso hasta que hundiera su propia estaca en el corazón de la reina de cabellos de fuego de los vampiros. O muriera en el intento.




Eustacia tomó una profunda y prolongada bocanada de aire... luego lo expulsó, lenta y serenamente. Abrió los ojos y vio que Kritanu la estaba observando.
Estaba sentado en el suelo, al igual que ella. Tenía uno de sus tobillos detrás del cuello y la otra pierna estirada al frente. Mientras le contemplaba, Kritanu retiró el pie de su nuca y lo bajó lentamente hasta posarlo en la delgada colchoneta en la que estaba sentado, alzó sus enjutos y nervudos brazos e inspiró profundamente.
Eustacia enderezó sus propias piernas, consternada al oír el débil crujido del músculo y el tendón que hace tan sólo un año no se apreciaba, y levantó los brazos para inspirar profundamente.
Ninguno de los dos habló hasta que no terminaron.
El yoga debería servir para relajarse y meditar —dijo él, acercándose, descalzo, hasta ella. —Pero la preocupación no abandona tus ojos. —Sus holgados pantalones cortos se alzaron, dejando al descubierto dos musculosas pantorrillas cubiertas de vello negro azulado. No había una sola cana en su tez del color del té, pese a que hacía poco que había cumplido setenta y tres años. Todavía podía adoptar las más complicadas asanas cuando practicaban yoga... aquellas para las que Eustacia hacía mucho que carecía de flexibilidad.
Ella todavía estaba estirada, haciendo ejercicios de respiración, tal como Kritanu le había enseñado cuando comenzaron a entrenar juntos hacía... bueno, hacía más de cincuenta y cinco años. Pero ya no podía colocar los tobillos detrás de la cabeza, así como tampoco sostener el peso de su cuerpo invertido sobre una mano, con los dedos extendidos, como hacía él.
¿De veras? ¿Y cómo puedes saberlo si estabas meditando?
Meditaba sobre el familiar rostro de mere humsafar, y me consternó lo que vi en él.
Eustacia le brindó una sonrisa, y tal como hacía antaño, cuando eran mucho más jóvenes, apoyó la cabeza de Kritanu en su regazo, con las piernas cruzadas para poder mirarle a la cara. Daba lo mismo que sus rodillas ya no tocaran el suelo como antes, y que en sus tobillos, afectados por la artritis, sintiera un dolor agudo a causa del peso de su cabeza. Aquello era algo familiar, y resultaba reconfortante tocarle.
Es cierto —repuso. —No he sido capaz de concentrarme desde la visita de Victoria de esta mañana. No presagia nada bueno que encontrara a un vampiro y a un demonio en mutua compañía, pero me temo que no tengo energías para decidir qué significa. El demonio hizo referencia a alguien llamado Nedas: un nombre que me resulta familiar, pero que no logro situarlo. Wayren lo sabrá.
Al menos no se trata de Beauregard haciendo de las suyas.
Por desgracia, no hay motivo para descartarlo. Nedas podría ser uno de sus seguidores, o uno de sus rivales. Si no tuviera la mente de un Strega, podría recordar quién es. Y luego queda el asunto del amuleto que encontró Victoria... apesta a maldad cuando lo toco.
He estado pensando en eso tanto como en la preocupación que refleja tu rostro —dijo Kritanu, alzando la mirada hacia ella. —El sabueso que lleva grabado me recuerda a los hantu saburos del valle del Indo.
Eustacia recorrió su amplia mandíbula con las manos en un gesto reflejo.
¿Los vampiros que viven en cuevas y se alimentan de sangre de animales?
No, mere sanara. Los saburos de las historias que he oído supuestamente adiestran perros para que cacen humanos y que luego se los lleven para alimentarse de ellos. Ignoro si hay parte de verdad en la leyenda, pero... la figura del sabueso en el amuleto me lo recuerda. No sé si merece la pena que se lo menciones a Wayren en tu carta... pero claro, ya la has enviado, ¿no es cierto? —Se levantó de su regazo y le brindó una sonrisa. —Naturalmente que lo has hecho. Con la paloma más veloz, ¿verdad?
Wayren debería recibir la carta dentro de unos cuatro días. No obstante, le enviaré otra con tus ideas, pues he aprendido a no descartar tus opiniones.
Al menos has aprendido algo en más de cincuenta años.
Ambos rompieron a reír, una risa relajada e íntima, en la que sus alientos se mezclaban y sus narices se rozaban.
Cuando el humor se esfumó del rostro de Eustacia, Kritanu le tomó la mano.
Y estás preocupada por Victoria.
Vero. Es como una hija para mí. Su dolor es todavía muy reciente. Y ha habido tantos rumores, tanta compasión por la reciente novia del marqués de Rockley, que estuvo casada tan poco tiempo y que ha quedado viuda tan pronto.
La historia difundida al respecto dice que él murió en el mar. Es razonable.
Sí, pero se ha comentado mucho acerca de por qué partió rumbo al continente sin la compañía de su esposa; si tan enamorados estaban... Incluso los criados ignoran lo que en verdad sucedió. Y también su madre. Y Victoria ha mantenido la cabeza erguida valientemente en todo momento... pero sólo tiene veinte años; es demasiado joven para soportar una carga y un sufrimiento tan grandes. Nuestra vida ya es bastante complicada de por sí.
No es culpa tuya, Eustacia. Tú no tienes la culpa de lo que pasó.
Una chispa de remordimiento ardió en sus ojos. Kritanu la conocía muy bien.
Lo sé... pero no puedo evitar sentirme culpable. Si no se hubiera convertido en una venator... si no la hubiera presionado...
No la presionaste. Estaba predestinada a serlo... igual que l ú. Según recuerdo, no eras tan tímida con respecto a asumir la tarea... y nada recatada cuando un joven vino a enseñarte a luchar utilizando el kalari-payattu y a meditar mediante el yoga. No querías tener nada que ver conmigo, pues tú tenías veinticuatro años y yo era mucho más joven. —Pasó los dedos sobre los feos y abultados nudillos de la mano de la anciana. —Y mira cuánto bien has hecho al mundo, sanam. Sin ti... sin tu don y tu valentía, el mundo de los mortales sería diferente a como es ahora. ¿Te acuerdas de esa Navidad en Venecia? Eustacia..., si no hubieras detenido a aquellos Guardianes, la ciudad entera se habría perdido.
Y Lilith hubiera tenido el broche de oro en sus manos. La sombra de una sonrisa asomó a su boca. —Hemos frustrado sus planes en más de una ocasión, ¿no es verdad, amore mio?
Así es. Tú lo has hecho. —Sus ojos, en los que no podía distinguirse la pupila del iris, brillaban con seriedad. —Max, tú y los otros... pero tú, más que nadie. Y ahora es el turno de Victoria. Está destinada a hacer grandes cosas. Lo sabes, porque es portadora de las habilidades de dos generaciones de venators, las de tu hermano y las de su frívola madre. Debes dejar que cumpla con su destino.
Creo que al final fue mejor que la madre de Victoria no aceptara convertirse en una venator. No creo que Melly pudiera haber renunciado a su amor a la sociedad en favor de la caza de vampiros. —Los últimos vestigios de ligereza y tranquilidad se esfumaron. —Kritanu, es Max quien más me preocupa.
¿No has tenido noticias de él? Ella sacudió lentamente la cabeza.
No desde hace más de diez meses. No fui completamente sincera con Victoria al decirle que Wayren estaba con él. Ella se encontraba en España, y luego fue a París, hasta que hace un mes se enteró de que no había recibido noticias de Max desde el pasado agosto, poco después de que llegara a Venecia. Wayren regresó a Italia para ver si podía encontrarle... pero no pudo. Parece que nadie sabe dónde está. —Alzando los ojos, miró a su sanam, a su amado. —Me escribió contándome que la Tutela está resurgiendo de nuevo. Me temo que es obra del vampiro que responde al nombre de Nedas.
Ya lo han hecho antes y los hemos detenido.
Esta vez es diferente, Kritanu. Y me temo que carezco de la energía y la agudeza mental para saber de qué se trata... qué hacer. Soy vieja y lenta. Y estoy achacosa.
Es el turno de Victoria, pyar. Tú harás cuanto esté en tu mano, pero no puedes hacerlo todo. Y no te preocupes por Max. Él lleva puesto su vis bulla, pese a no haber nacido para ello. Es uno de los pocos que pasó una prueba a vida o muerte para conseguirlo. Hay un motivo para que fuera así.
Lo sé. Pero temo por él de todos modos.
CAPÍTULO 03


Un encuentro con un caballero de lo más discreto.


Victoria había recorrido la noche en innumerables ocasiones desde que había asumido su deber como venator. La libertad de vestir pantalones y de ir a donde deseara había sido una gozosa aventura, a pesar del peligro de perseguir no muertos. Saber que ninguna otra mujer de la alta sociedad tendría deseos, o sería capaz, de pasear sola por peligrosas calles desiertas fomentaba su excitación.
Saber que incluso un hombre correría un peligro mayor, desplazándose a pie por Great Saint Andrews o por Little White l.ion en Saint Giles solo, le hacía sentir invencible.
Pero esa noche estaba intranquila. Sentía los nervios igual que el cabello después de que Verbena, su doncella, se lo cepillase demasiado: rebosante de energía estática. Esperaba sentir Frío o un hormigueo en la nuca. Aferró su estaca, teniéndola preparada en los pliegues de su chaqueta de corte masculino, cuando antes la hubiera dejado metida en su bolsillo hasta que la necesitara.
Podría haberse quedado en Saint Heath's Row, a salvo detrás de su verjas tachonadas y de sus muros de piedra. Podría haberse tomado una o dos noches más, después de su experiencia en El Cáliz de Plata. Podría incluso haber esperado hasta que tía Eustacia tuviera noticias de Wayren con respecto al amuleto que había encontrado. Podría haberse pasado la velada estudiando minuciosamente el reducido surtido de manuscritos y pergaminos que su tía guardaba en casa, buscando alguna pista de por qué el vampiro al que había decapitado había dejado el amuleto, o si, quizá, era algo que Sebastian había perdido meses atrás.
Pero no lo había hecho. Si los vampiros estaban, en efecto, regresando, su deber era darles caza y aniquilarles. No podía esconderse en la casa de su esposo, preguntándose cómo mataría a un demonio si nuevamente se encontraba esa noche con uno de ellos.
Su deber era mantener al inocente, al inconsciente, a salvo de los inmortales que se alimentarían de su vida misma. Si los residentes de Londres, de toda Inglaterra, en realidad, fueran conscientes de la facilidad con que el mal caminaba a su lado, cundiría el pánico.
De modo que en lugar de asistir a cenas y fiestas, de visitar sastrerías y sombrererías, Victoria se entrenaba, hacía planes y salía de caza.
Al pasar al lado de un callejón, una sombra que salía de la esquina atrajo su atención. Sintió que ésta la seguía y que caminaba sigilosamente y en silencio detrás de ella.
No sintió frío en la nuca. Tampoco sintió nada que hiciera que sus nervios hormiguearan. Por tanto, quien le seguía esa noche era un mortal, y Victoria esperó a que la atacara, guardándose la estaca en las profundidades de su bolsillo. A pesar de su cautela, estaba preparada para luchar contra algo contra lo que sí podía hacerlo.
Al doblar la esquina, Victoria dio dos pasos antes de ver a la otra figura atacar desde la izquierda. Se agachó con brusco gracejo y sacó el cuchillo que llevaba sujeto al muslo, dejando que reluciera en la tenue luz. Le temblaban los dedos, pero mantuvo la mente despejada.
Si necesitaba hacer uso del cuchillo, mantendría la mente despejada y clara. Esta noche no se volvería loca.
No necesita eso, señor —farfulló la voz de un tipo con un marcado acento cockney detrás de ella. Algo afilado presionó contra la espalda de su abrigo.
La segunda figura le bloqueó el paso, y tenía sus musculosas piernas separadas y algo plateado en la mano. Su rostro permanecía oculto en la oscuridad pero se intuía que era de constitución corpulenta. Cuanto más grandes fueran...
Victoria se detuvo tranquilamente, sosteniendo el cuchillo en la mano que colgaba a un costado. No se volvió para ver al hombre que tenía detrás, sino que mantuvo la mirada clavada en el que tenía delante, escuchando, sintiendo, aquello que tenía a la espalda. El corazón se le aceleró con un ritmo uniforme, sus músculos se tensaron con anticipación y la energía aumentó en su interior.
No sea tonto y guárdese eso, no va a necesitarlo, señor. Solamente queremos sus objetos de valor.
No tengo nada de valor, de modo que déjenme pasar —les dijo, sin intentar ocultar su voz de mujer.
Vio el sobresalto del hombre plantado en la vía al darse cuenta; el momento en que se percató de que no se trataba de ningún petimetre que regresaba dando tumbos a casa desde las mesas donde se jugaba al faro, sino de una mujer indefensa. Incluso con la escasa luz proveniente de la farola, presenció cómo sus labios se estiraban en una sonrisa, viendo el hueco delantero donde antaño debían estar sus dientes.
Ah, puede que no tenga nada en los bolsillos, pero sí tiene otra cosa que queremos —dijo el primer hombre a su espalda. Ya no la apuntaba con lo que Victoria había supuesto que era la punta de una navaja. Por lo visto, a pesar de que estuviera armada, ya no sentía la necesidad de utilizar la suya.
Más tonto era él, y eso se hizo obvio cuando trató de agarrarla.
Victoria reaccionó en cuanto los dedos del tipo le asieron la parte superior del brazo. Se zafó fácilmente de él y giró, haciendo que el cuchillo centelleara. Perdió el sombrero, y la trenza que se había sujetado flojamente en lo alto cayó y se arremolinó en torno a sus hombros cuando hizo descender la hoja por la manga del tipo y volviéndola a subir acto seguido. El hombre chilló cuando le cortó, pero la siguiente acción de Victoria quedó frustrada cuando la empujaron desde atrás.
El hombre alto del frente la hizo tambalearse y cuando Victoria lanzó una patada giratoria hacia atrás, él estaba preparado, medio agachado con la navaja en la mano.
Menuda fierecilla —se carcajeó. —Y pensar que casi la dejamos escapar —embistió y Victoria le esquivó, asestándole un cabezazo en las tripas con la suficiente fuerza como para dejarle sin aliento.
Victoria se alejó, agitando el cuchillo, controlando inmediatamente al berserker que bullía en su interior. Retirándose el pelo de la cara, giró nuevamente para agarrar al primer hombre del pescuezo. Tiró de él y le empujó hacia su compañero, y se quedó observando cómo los dos rodaban al suelo.
El tipo grande se puso en pie con sorprendente agilidad, acercándose a ella ahora sin la sonrisita burlona de antes, que había sido sustituida por la furia.
¡Mala puta!
El movimiento en arco que su navaja describió en el aire le hizo detenerse, y Victoria le mantuvo a raya cuando la posicionó en el extremo de su barbilla, manteniéndose demasiado cerca para el bien de su nariz, pues el hombre echaba una peste de mil demonios.
Largaos de aquí ahora. Tengo cosas más importantes que hacer que pelear con dos estúpidos.
El hombre más bajo se internó sigilosamente entre las sombras de las que había salido, pero el alto se mantuvo en sus trece.
Un carruaje se acercaba desde una oscura calle, avanzando ruidosamente sobre el empedrado. Los instintos de Victoria se agudizaron cuando sintió frío en la nuca, pero no apartó su atención del hombre que la abordaba.
El tipo cambió el peso de un pie a otro, como si se estuviera preparando para arremeter, justo cuando el carruaje redujo la velocidad al pasar junto a ellos. El frío que sentía en la nuca era ahora más intenso, y estaba sin duda vinculado a la llegada del carruaje. Victoria apretó la navaja con más fuerza, un hombre se apeó de un salto, aterrizando sólidamente de pie sobre el suelo irregular.
El hombre iba vestido con ropa bien cortada, su aspecto se asemejaba más al de un residente de Hanover Square que a un oriundo de Saint Giles. Su rostro quedaba parcialmente velado por la amplia ala del sombrero, pero pudo apreciar una larga nariz y un mentón cuadrado.
El se giró, blandió una pistola y la apuntó hacia el otro hombre.
¡Debería volarte los sesos por atacar a una mujer en la calle! —bramó el recién llegado.
¿Un vampiro? ¿Hablando con una voz que le resultaba familiar y reprendiendo a un rufián? De ningún modo.
El frío estaba haciendo que se le erizara el vello de la nuca, no cabía duda, agudizando sus sentidos, pero este hombre no era un no muerto. Lo sabía... sin embargo... sus sentidos todavía estaban alerta.
Entonces Victoria vio una levísima agitación entre las sombras, algo gris oscuro moviéndose en la profunda negrura, detrás del carruaje.
«Ah.»
Retrocediendo del altercado en el que se veía la capa del recién llegado ondear y agitarse mientras avanzaba hacia el bandido, metió la mano en su bolsillo y agarró la estaca, sustituyéndola por el cuchillo.
Se giró y vio el leve brillo de unos ojos rojos entre dos edificios de madera al otro lado de la calle, un espacio apenas suficiente para que un hombre lo atravesara con los hombros erguidos. El pulso se le aceleró un poco más y se sonrió, deslizándose delante del carruaje estacionado y cruzando la calle... hasta el angosto espacio.
Oyó un grito alarmado a su espalda, como si el recién llegado la hubiera visto introducirse en el oscuro callejón... pero hizo caso omiso.
Cuando se adentró más en la delgada abertura, Victoria pisó algo que se movió y se escabulló de debajo de su pie, haciéndole perder el equilibrio y chocar con la pared de ladrillo. Al menos era algo peludo y nervioso, no algo de ocho patas y crujiente. Su siguiente paso hizo que su pie aterrizara sobre algo blando, fangoso y pútrido, y cuando dio un paso más, se dio cuenta de que los ojos rojos habían desaparecido, y que su nuca estaba entrando en calor.
El vampiro se había ido.
La sensación en su nuca también había desaparecido.
Frunciendo el ceño en la oscuridad, Victoria se detuvo a fin de escuchar y sentir. Debía inspirar hondo, tal como Kritanu le había enseñado, tomar aire profundamente para expandir su conciencia, y para calmar sus nervios a flor de piel.
Nada. No sentía ni oía nada.
Reacia a creer que se le hubiera escapado la oportunidad de pelear, Victoria esperó un momento más y reflexionó. Ésta era la segunda vez en dos noches que se había encontrado con vampiros, después de meses sin ver rastro de ellos.
La noche anterior había tenido la inquietante experiencia de verse incapaz de matar a uno, o de matar lo que había creído un vampiro. Y esta noche la criatura a quien perseguía se había escabullido sin más, rápida y silenciosamente, dejándola con la estaca en la mano y con una extraña sensación de no haber completado su misión.
Escuchó y sintió de nuevo. Nada, todavía.
Cuando Victoria dio media vuelta para dar los cuatro o cinco pasos que la conducirían fuera del callejón, oyó un grito proveniente de la calle.
¡Señora! ¡Señorita!
Era el propietario del carruaje, aquel que se había ocupado de salvarla de los matones. Una vez más pensó que su voz le resultaba conocida. Salió nuevamente del callejón hacia lo que en una noche oscura como aquella pasaba por iluminación y seguidamente se aprestó a cruzar la calle y a rodear el carruaje.
Estoy aquí.
Él se volvió de cara a ella y el reconocimiento fue simultáneo.
¡Señor Starcasset! —¡Lady Rockley!
Victoria no daba crédito a su mala suerte. Su supuesto salvador era el hermano de su buena amiga Gwendolyn Starcasset. Y la miraba fijamente con una expresión de comprensible turbación y preocupación, petrificado, como si fuera incapaz de pensar qué hacer.
Tal y como cabría esperar de cualquier otro miembro de la aristocracia en caso de encontrar a una viuda sola, que acababa de dejar atrás el periodo de luto, en la parte más peligrosa de Londres, y en mitad de la noche. Por no mencionar que iba vestida con ropa de hombre.
Pese a lo embarazoso de la situación, Victoria no pudo evitar sentirse divertida por cómo debía estar esforzándose el hombre para encontrar algo educado que decir, de modo que tomó cartas en el asunto para sacarle del apuro.
Señor Starcasset, gracias por su ayuda —dijo con recato. No pensaba ofrecer ninguna explicación de su presencia en aquel lugar.
El pareció aceptar su iniciativa.
Madam, ¿permite que la acompañe... a su casa? —Su atención se desvió de ella a la esquina de la calle y retornó de nuevo a Victoria. —Sin duda debe de estar... ¿helada?
Se quitó el sombrero, que, a diferencia de Victoria, se las había arreglado para no extraviarlo durante su encontronazo con el matón. Ahora podía ver mejor su apuesto, aunque juvenil, rostro; un rostro que, con su fuerte mentón y su larga y estrecha nariz, le recordaba incómodamente a Phillip.
Pero George Starcasset, heredero del vizconde Claythorne, tenía unas mejillas más redondeadas, su cabello era dorado en vez de negro, y sus ojos, aunque no eran azul oscuro, eran un tono más claros que la mirada de pesados párpados de su esposo. Pese a que le era imposible verlos con claridad en la penumbra, Victoria era consciente de que tenían el color de un océano embravecido, pues el señor Starcasset los había posado en su persona en innumerables ocasiones desde que se habían conocido.
No tengo frío, gracias, señor. Y mi carruaje viene hacia aquí mientras hablamos. —Había escuchado el chirrido y el traqueteo del carruaje de Barth al recorrer las calles momentos antes de que apareciera.
¿Un coche de alquiler? Madam, no puedo consentir que tome un «carruaje de alquiler» en mitad de la moche. Le ruego me conceda el placer de escoltarla hasta Saint Heath's Row.
Victoria debería estar acostumbrada a que emplearan el término «madam» para dirigirse a ella, pero no era así. Aquello hacía que los ojos se le empañaran, pues se mordía la lengua en lugar de decir lo que realmente sentía. Puede que el título hubiera sido importante para otra mujer, y sin duda ella no lamentaba la comodidad y riqueza que había obtenido al casarse con Phillip, pero hubiera renunciado a todo por poder tenerle a él todavía a su lado. Y cada vez que alguien utilizaba el título, le recordaba su pérdida.
Pues antes de Phillips, su tratamiento había sido simplemente el de «señorita».
Los ojos se le humedecieron inesperadamente. El señor Starcasset debió de notarlo, pues la tomó del brazo, asiéndolo con firmeza al suyo, y dijo consoladoramente:
Ha sido una noche difícil para usted, no me cabe duda, lady Rockley. Tenga la bondad de permitirme que la lleve a casa en la comodidad de mi carruaje.
Muy bien, señor Starcasset. Gracias por su insistencia. —Victoria despidió con un ademán a Barth, quien se había bajado valientemente de su asiento, sin molestarse en ocultar la estaca que llevaba en una mano y la pistola que sujetaba con la otra. Por lo menos, estaba preparado para cualquier contratiempo, incluyendo la protección que le proporcionaba el enorme crucifijo que colgaba de su cuello.
Victoria se volvió para subir al carruaje y, al hacerlo, se rozó con Starcasset.
¿Qué es eso que lleva ahí? —preguntó el hombre, tratando de alcanzar la mano en que ella sujetaba aún la estaca.
Victoria volvió a meterla bajo el abrigo antes de que él pudiera agarrarlo.
Un palo.
Ciertamente celebro haberme encontrado con usted cuando lo hice, madam, pues temo que ese palo no le hubiera servido de gran cosa para defenderse de esos rufianes. —El carruaje se bamboleó cuando él subió después de que ella lo hubiera hecho.
En efecto. —Victoria murmuró en respuesta y, removiéndose en su asiento, se guardó a escondidas la estaca en el bolsillo interior de su abrigo.
El carruaje partió con un ruido sordo, llevándose a Victoria de un modo más tranquilo, más relajante del que había llegado a Saint Giles. Starcasset y ella guardaron silencio para variar, Victoria meditando acerca de la presencia de otro vampiro que parecía haber huido de ella... o, la idea se le ocurrió súbitamente, tal vez lo que había querido era que ella le siguiera.
Lady Rockley, si me permite que le pregunte, ¿qué tal estos últimos meses? Gwendolyn me dice que hasta el momento tan sólo recibe muy pocas visitas. Pienso a menudo en usted.
Gracias, señor Starcasset. Aprecio mucho su consideración. Y en cuanto a su pregunta... Ha sido un año muy largo, pero albergo la esperanza y 1« creencia de que lo peor ha pasado. La semana anterior le dije a su hermana que nos estamos preparando para mi reaparición en sociedad.
A la tenue luz del farol, que se balanceaba al ritmo del pavimento empedrado, la sonrisa de Starcasset brilló con excesiva calidez.
Permita que le diga que me complace gratamente oír eso. Y sé que Gwendolyn ha añorado terriblemente su presencia en los actos de esta temporada. Pero ahora que está llegando a su fin, estoy seguro de que sabrá que estamos disponiéndolo todo para partir hacia Claythorne. Y si no me considera demasiado atrevido, creo que a mi hermana le alegraría que nos visitara allí.
Cómo no. Que amable por su parte, señor Starcasset. —Victoria descubrió que deseaba ruborizarse bajo su atenta mirada, lo que evidenciaba claramente que sería él quien más disfrutara con su presencia. —Gwendolyn me comentó algo.
Precisamente el pasado miércoles estuvimos hablando con respecto a nuestra fiesta, que organizamos anualmente para celebrar el inicio de la temporada del urogallo. Naturalmente, le habríamos invitado el año pasado, pero... Oh, discúlpeme, madam. Aquéllos no fueron buenos momentos para usted. —Se sacudió las solapas de su abrigo con gesto bastante nervioso. —Gwendolyn estaba especulando en voz alta acerca de la posibilidad de que pudiera usted asistir este año. ¡Y qué dichoso soy al tener la oportunidad de reiterarle la invitación en persona!
Victoria se abstuvo de señalar que la dicha no había jugado un papel destacable en su encuentro en las oscuras, húmedas y frías calles de Saint Giles. El peligro y la casualidad tal vez... pero no la dicha.
Me siento muy honrada, y ya he decidido aceptar la invitación —repuso. Había llegado el momento de que, al menos, se despojara de la ropa negra que había estado llevando. Por supuesto, jamás sería del todo capaz de acoger de nuevo con los brazos abiertos los bailes, las fiestas, la moda y las tardes de té que formaban parte de la sociedad como había hecho antaño... pero quizá pudiera encontrar cierto equilibrio intermedio entre sus dos vidas.
O quizás estaría destinada a la soledad de caminar a medianoche por las calles, en vez de regresar a casa con su amado después de pasar toda la noche bailando.
Estaré encantada de unirme a ustedes en Claythorne —agregó con autentico placer.
¡Espléndido! Mañana le contaré a Gwendolyn que ha aceptado, mas... —tosió de manera refinada, —no divulgaré las circunstancias exactas de cómo nos hemos encontrado. —Sus labios se distendieron en una amplia sonrisa jovial.
Por supuesto. Le agradezco, y aprecio, su discreción a ese respecto. —Victoria le devolvió la sonrisa, comprendiendo que la de Starcasset era tan agradabilísima que hacía que cualquiera deseara unirse a él. Esperaba que hiciera honor a su afirmación y que no compartiera con Gwendolyn, o con cualquier otra persona de su círculo, que la había encontrado paseando de noche, sola por las calles. Aunque supuso que de hacerlo, pocos le creerían.
Cuando se recostó de nuevo en el carruaje, se le ocurrió preguntarse qué, precisamente, había llevado al mismísimo vizconde Claythorne a esas mismas calles peligrosas en esa misma noche oscura.
CAPÍTULO 04


En el que Verbena se sale con la suya.


Ya era hora de verla vestida de otro color que no fuera el negro. —Verbena se rio entre dientes mientras ajustaba el corsé de Victoria. —Hace seis meses que podría llevar medio luto y ponerse ese precioso gris perla. Incluso cuando todo el mundo guardaba luto por la princesa Charlotte, que Dios la tenga en su gloria, pasaron a la gama de los grises después de seis meses. Pero no, no, usted no, y no puedo decir que la culpe, perder al marqués de un modo tan horrible, pero milady, su piel echaba de menos colores tan bonitos como el amarillo y el melocotón. No pasa nada por avivar un poco el tono de sus mejillas.
Victoria no era tan tonta como para intentar hablar cuando su doncella estaba de humor para echarle un rapapolvo. Seguramente Verbena se había estado reprimiendo durante los nueve o diez últimos meses, y no habría fuerza humana que la convenciera de no explayarse a gusto, pese a lo que su señora pudiera desear alegar.
Lo único que he dicho es que me alegro de haberla convencido para que dejara todos esos vestidos negros y grises en casa. Es una fiesta campestre, y debería divertirse. Se lo merece, milady. Se lo merece. —Llevaba su cabello de un tono naranja vivo recogido en dos elásticas coletas, una debajo de cada oreja, que sobresalían igual que puñados de rígido alambre.
Sus miradas se cruzaron en el espejo; una era un par de centelleantes y risueños ojos azules; los otros eran serios, con densas pestañas y forma almendrada.
Verbena, que era prima de Barth, el cochero del carruaje de alquiler, había reconocido el amuleto de Victoria en cuanto había comenzado a usarlo hacía más de un año. Victoria no estaba segura de cómo era posible que su doncella tuviera conocimientos de la existencia de vampiros y venators cuando el resto de Londres vivía en un estado de feliz ignorancia; pero era un alivio que la muchacha, que inexplicablemente sabía tratar las mordeduras de vampiro y que no temía visitar lugares como El Cáliz de Plata, estuviera al corriente de su secreto. Contar con que tu doncella conociera los detalles más íntimos de la vida de uno, sobre todo cuando merodear y vestir ropa del sexo opuesto formaba parte de ello, era un magnífico descubrimiento fortuito.
Victoria meneó la cabeza, inspirando de forma más laboriosa ahora que le habían atado los lazos del corsé.
Me siento mejor cuando llevo el vis; no cabe duda. Aunque no espero necesitarlo mientras esté aquí en Claythorne. De ningún modo habría aceptado dejar Londres si tía Eustacia no me hubiera asegurado que enviaría a buscarme en caso de que se planteara alguna amenaza que solventar. Sólo he visto a un vampiro, aparte del que maté, y no he encontrado rastro alguno de otros desde la noche en que me tropecé con el señor Starcasset.
Su tía Eustacia es una dama muy lista —dijo Verbena, rebuscando cuidadosamente entre la pila de vestidos para no arrugarlos. —Pero ese mayordomo suyo, Charley... sabe tener la boca cerrada. No puedo decir que no haya intentado sonsacarle acerca de los entresijos de esa casa, pero tiene los labios sellados como una almeja. Y ese amigo suyo, el señor Maximilian Pesaro. Es un tipo fascinante y listo, debo decir. Es terriblemente apuesto, de un modo atrevido. —Se estremeció. —Si no supiera lo contrario, casi pensaría que era un vampiro; tiene la misma elegancia y el mismo aura de peligro que ellos.
No eres la primera que lo piensa —replicó Victoria con sequedad. Se puso en pie, apartándose del tocador de madera aclarada, y se volvió para emprender la complicada tarea de negarse a dejar que Verbena la vistiera en un atrevido color carmín o de un vivo amarillo narciso para su primera cena en Claythorne. —Es un venator formidable, eso no puede negarse. No puedo decir que comprenda por qué se marchó con tanta prisa después de la muerte de Phillip, pero mi tía dice que le necesitaban en Roma. Aunque no es que aquí le necesitemos. Creo que esta noche llevaré el vestido azul marino, Verbena.
¿Azul marino? ¡Milady, eso es como vestir de negro! ¿No sería más adecuado este encantador color mora? ¿Ve cómo resalta el opaco color rosa de sus mejillas? ¿Y lo bien que conjunta con sus rizos negros? Y hace que sus pestañas parezcan más oscuras que las cerdas de jabalí de un cepillo. —Empujó el vestido elegido hacia su señora. —Bueno, es cierto que el señor Pesaro la ayudó el pasado verano, cuando usted intentaba evitar que Lilith se hiciera con ese libro especial que quería. Tal vez decidió que se había quedado demasiado tiempo aquí y que debía volver a casa.
Tal vez —comentó Victoria, preguntándose cómo sería cuando volviera a ver de nuevo a Max. Después de todo lo que había acontecido, sentía que la animosidad subyacente bajo su cortesía y su forzada proximidad podría haberse atenuado un poco, pese a que continuaba molesta porque se hubiera marchado de Londres de un modo tan repentino.
Al fin y al cabo, había visto al formidable Max caer presa del control y del influjo de Lilith, revelando una debilidad que ella jamás le hubiera atribuido... y él la había visto aprender a luchar como un venator y pasar de ser una discreta debutante a una feroz y valiente caza-vampiros.
El vestido seleccionado por Verbena descendió suavemente por los hombros de Victoria antes de percatarse de que el momento de ponerle remedio había pasado.
¡El morado no! —exclamó en vano. —¡Es demasiado vivo!
Pero el vestido estaba en su sitio, y estaba siendo abotonado a la espalda mientras Victoria se miraba en el espejo. En efecto, le sentaba bien el vestido. Cielo santo, había pasado más de un año desde que se había vestido así, y Verbena estaba en lo cierto: confería a sus mejillas un pálido color rosado. Se mordisqueó los labios, primero el inferior y seguidamente el superior, y éstos se inflamaron y enrojecieron como si hubieran sido besados.
Muy bien, milady —le dijo Verbena, elaborando una delgada trenza con un largo rizo en lo alto de su cabeza. —Ya no tiene que sentirse culpable por nada. Usted sigue aquí, todavía tiene una vida por delante. —Terminó con la trenza y rodeó con ella el resto del cabello de Victoria, recogiéndolo en la parte posterior de la cabeza.
Sí, una vida. Y un deber que cumplir. —Sus ojos castaño verdosos brillaron por encima de sus sonrojadas mejillas.
Los ojos azules de Verbena se cruzaron con los suyos una vez más.
Un deber para el que está bien dotada. —Sujetó la última horquilla en su cabello y sonrió, satisfecha. —Pero no significa que deba convertirse en una monja.
Victoria miró su reflejo y asintió; luego, con lánguido ademán, se levantó de la silla.
Es hora de bajar a cenar. Tal vez me divierta un poco antes de que el deber me reclame de regreso en Londres.
Espero que lo haga, milady. Se lo merece.
Victoria abandonó su habitación ubicada en el segundo piso y se dirigió a la salita de la primera planta, donde el resto de invitados se congregarían antes de pasar a cenar. Hacía tan sólo dos horas que había llegado, y por tanto le había hecho una breve visita a Gwendolyn, y a continuación se había retirado a su habitación a fin de cambiarse para la cena.
Ahora entró en la amplia sala y se encontró con que varias de las once personas invitadas a la cena ya habían llegado. Había tres caballeros de pie cerca de un extremo de la estancia, y parecían tener retenida una botella de líquido dorado. Victoria reconoció a uno de ellos como el padre de Gwendolyn, el vizconde Claythorne. Estaba departiendo con el respetable barón Front, el pretendiente más ardiente de Gwendolyn.
¡Victoria! Estás preciosa. —Su amiga se levantó y se acercó a ella de inmediato. Estaba acompañada por una elegante anciana. —Permíteme que te presente a mi tía, la señora Manley, lady Rockley.
Victoria hizo una reverencia y alabó el vestido de la mujer.
Buenas noches, lady Rockley.
Victoria se volvió al escuchar la voz de George Starcasset. Se inclinó sobre su mano tendida y Victoria realizó una breve reverencia.
Buenas noches, señor Starcasset. Debo darle nuevamente las gracias por invitarme a su fiesta.
Gwendolyn y yo estamos verdaderamente encantados de tenerla con nosotros.—Sonrió y posó la mano de Victoria sobre su brazo. —¿Puedo ofrecerle un jerez?
Por supuesto, me encantaría. —Victoria lanzó una sonrisa por encima del hombro a Gwendolyn, que no parecía estar demasiado sorprendida por las atenciones de su hermano. De hecho, los chispeantes ojos de su amiga le indicaron que le agradaba bastante la situación.
Los demás se unirán a nosotros en breve. El señor Berkley y su hermana la señorita Berkley a quien tal vez conozca, junto con el señor Vandercourt. Y nuestro otro invitado —le dijo Starcasset al tiempo que le entregaba una copa con forma de tulipán. —Estoy seguro de que le complacerá enormemente conocerle. Es toda una celebridad.
¿Una celebridad? —Victoria tomó un sorbo de dulce jerez, alzando la vista hacia el hermano de su amiga con la cabeza ligeramente ladeada. Qué maravillosa sensación pensar, no sólo en vampiros y estacas, no en fallecimientos y dolor, sino en el apuesto caballero que tenía delante.
En efecto. El doctor John Polidori, el escritor.
Victoria parpadeó. No, por lo visto ni siquiera allí podía alejarse de los vampiros.
El señor Starcasset tomó su expresión por confusión, y se explicó:
Fue él quien escribió el libro El vampiro. Fue publicado por New Monthly, bajo el nombre de lord Byron, aunque recientemente se hizo público que Polidori es el verdadero autor. ¡Aunque se dice que basó el personaje de lord Ruthven en el mismísimo Byron!
¡Caramba! —murmuró Victoria. Sería interesante conversar con el doctor Polidori. Se preguntó si alguna vez se había encontrado con un vampiro. Muy improbable, pues no escribiría novelas románticas de haberlo hecho.
El doctor Polidori y el señor Vioget llegaron hace tan sólo unos minutos, y se apresuraron a cambiarse para la cena. Esperaremos su llegada antes de pasar a cenar. Lady Rockley, ¿sucede algo?
¿El doctor Polidori no viaja solo? —Victoria logró que su voz sonora despreocupada, pero lo que debería haber sido un sorbito de jerez se convirtió en una trago bastante largo que la obligó a toser toscamente.
Viaja con su amigo el señor Sebastian Vioget, a quien, por lo que tengo entendido, conoció recientemente mientras se encontraba en Italia con Byron.
¿Italia? Comprendo. —De modo que se trataba de Sebastian, y estaba allí. Con el autor de un libro sobre vampiros. Qué inesperado.
Victoria apuró su jerez. La última vez que había visto a Sebastian, le había dejado en su carruaje después de un interludio de lo más íntimo, que acabó de forma abrupta cuando la entregó a un grupo de vampiros en busca de sangre.
La había medio desnudado dentro de ese carruaje, floja de deseo, según recordaba Victoria mientras se le calentaba la cara. Él se había sentido encantado al enterarse de que había roto su compromiso con Phillip, y había intentado aprovecharse de su recién estrenado estado de soltería... hasta que ella sintió la presencia de vampiros.
Habida cuenta de que viajaban en su vehículo, bajo sus órdenes, y que hacía semanas que Victoria no había visto ningún vampiro hasta que aparecieron esos tres de repente, rodeando el carruaje, no podía evitar sospechar que Sebastian tenía que ver en el asunto. Su forma de negarlo había sido alegar que ya le había salvado la vida en una ocasión y que, por tanto, ¿por qué iba a ponerla en peligro en ese momento...? Victoria no le había creído del todo.
Parece un caballero muy amable, si bien un poco tímido —comentó Starcasset, cerniéndose demasiado sobre Victoria con un suave aroma a bálsamo.
¿El señor Vioget, tímido?
Me refería más bien al doctor Polidori, aunque el señor Vioget también es muy agradable. Ah, aquí llegan.
Starcasset se fue hacia ellos, pero Victoria permaneció de forma insolente al fondo de la estancia, dándoles la espalda, fingiendo admirar la disposición de un alto altramuz púrpura. No tardaría en averiguar si Sebastian estaba tan sorprendido por su presencia como lo estaba ella por la suya.
A su espalda, el resto de invitados estaba siendo presentado al doctor Polidori y a monsieur Vioget, tal como el propio Sebastian se había identificado. Victoria sintió un incómodo cosquilleo al escuchar su voz familiar y su fascinante acento. Entonces, al fin...
Doctor Polidori, monsieur Vioget, permítanme que les presente a una buena amiga de mi hermana, Victoria de Lacy, marquesa viuda de Rockley.
Victoria se volvió hacia los tres hombres.
Es un placer conocer a un hombre de tanto renombre, doctor Polidori. Su obra le ha hecho merecedor de una gran reputación —dijo, ofreciéndole la mano al hombre de oscuro cabello despeinado. Un rápido vistazo a Sebastian le desveló que le llevaba ventaja. Jamás había visto tal expresión de desconcierto en su apuesto rostro. Resultaría cómico si no fuera porque estaba tan desconcertada como él.
Madam, me complace enormemente conocerla. Y le doy las gracias por sus amables palabras. —Polidori hizo una reverencia y le soltó la mano, luego se giró para tomar una copa de coñac que le ofrecía el vizconde mientras realizaba un comentario sobre su viaje desde Londres.
Monsieur Vioget —dijo Victoria, y le ofreció la mano a Sebastian. Obviamente recuperado, éste la tomó galantemente, aferrando sus dedos enguantados y llevándoselos a los labios.
No había cambiado en el último año: todavía vestía impecablemente a la última moda, con su cabello tostado rizándose por encima del alto cuello de su camisa y la misma sonrisa superficialmente encantadora que siempre parecía contener un mensaje oculto.
Permita que le exprese mis condolencias, lady Rockley —dijo al levantar la cara de su guante. Dejó que los dedos de Victoria se escurrieran entre los suyos cuando ella la retiró, mirándola con intensidad. —Lamenté enormemente enterarme de su pérdida.
Considerando el hecho de que no había perdido el tiempo en aprovecharse cuando se había enterado de que había roto su compromiso con Phillip, Victoria encontraba aquello muy improbable. Pero su semblante traslucía cierto apuro... tal vez se sentía contrito por los acontecimientos que habían reducido a cenizas El Cáliz de Plata, y que habían conducido a Phillip y a Max a las garras de Lilith. Aunque no estaba segura de si se debía a la pérdida de su negocio o a que lamentaba la muerte de Phillip.
Yo lamenté terriblemente tener que pasar por ello —replicó con frialdad, y se volvió nuevamente hacia el hermano de Gwendolyn con una cálida sonrisa. —¿Quién es la encantadora mujer del cuadro que hay sobre la repisa, señor Starcasset?
Encantado de satisfacer su curiosidad, Starcasset la apartó de la presencia de sus invitados y paseó con ella hasta el retrato en cuestión.
Victoria se encargó de darle conversación durante los siguientes minutos, mientras aguardaban a que los últimos miembros de la reunión se unieran a ellos. Mientras continuaba formulando preguntas relativas a este o aquel cuadro, jarrón o estatua del salón, mantuvo parte de su atención centrada en Sebastian.
Él la observaba disimuladamente, examinándola furtivamente cada vez que se volvía a hablar con alguien, dejando que sus ojos vagaran en su dirección siempre que levantaba su copa para beber. En vez del frío que sentía en la nuca cuando la observaba algún vampiro, Victoria sentía la atención de Sebastian como un persistente hormigueo entre los omóplatos. Éste venía acompañado de un desconocido retortijón en el estómago. Sebastian y ella tenían asuntos pendientes de los que ocuparse.
Cuando llegó el momento de pasar al comedor, el señor Starcasset permaneció a su lado y condujo a Victoria hasta un asiento entre el doctor Polidori y él mismo. Sebastian estaba situado al final de la mesa, casi en el extremo opuesto, entre la señorita Berkley y Gwendolyn.
He tenido el placer de leer su obra, doctor Polidori —declaró Victoria, despojándose de los guantes y doblándolos pulcramente en su regazo. Había leído El vampiro aun antes de ser consciente de su llamada como venator. —Es realmente insólito, otras muchas historias acerca de vampiros los retratan como meras bestias de baja estofa, mientras que su cortés y encantador lord Ruthven podría fácilmente hacerse un hueco en la sociedad. ¿Cómo alcanzó esta comprensión distinta de dichas criaturas?
En realidad, es prácticamente obra de Byron. Shelley, su esposa y yo nos encontrábamos en Suiza, haciéndole una visita, y él ideó un juego en el que cada uno de nosotros debía escribir una historia sobre una criatura sobrenatural o monstruosa. Byron se interesó levemente por la historia, luego se dedicó a otra cosa, y cuando la idea suscitó mi interés, decidí continuar con ella. —La respuesta de Polidori era simplista, como si la hubiera contado en innumerables ocasiones. Su cabello era una explosión de rebeldes rizos negros que por mucha pomada capilar que les aplicara eran ingobernables. Enmarcaban su cara redondeada y juvenil y se curvaban en todas direcciones. Sin embargo, pese a su porte y a sus palabras relajadas, sus ojos denotaban cierta cautela, como si algo le preocupara.
Lo escribió de un modo sumamente convincente, doctor Polidori. ¿Cree en la existencia de los vampiros? ¿Podría ser que alguno de los pares fuera en realidad un vampiro? —La señorita Manley, tía de Gwendolyn, que estaba sentada frente a él, parecía bastante cautivada con la idea de que un vampiro pudiera estar sentado a la mesa.
Victoria se negó a intercambiar miradas con Sebastian, pese a que él lo intentó. Esperaba sinceramente que la mujer nunca se encontrara cara a cara con un vampiro, tanto en sociedad como fuera de ella.
Solamente los miembros de la nobleza que no se muestran durante el día —observó Victoria con una sonrisa. —De acuerdo con el doctor Polidori, no salen a la luz de día. De hacerlo, sufrirían una muerte horrible... ¿o simplemente se quemarían?
Creo que sufrirían terribles quemaduras, pero es improbable que murieran a menos que se expusieran prolongadamente a la luz.
¿Y qué me dice del fuego? —preguntó Victoria, recordando el pasado verano, cuando Max y ella habían quedado atrapados con unos vampiros en un edificio en llamas. —¿También eso les quemaría?
Polidori se sacudió las migas de la comisura de su boca.
El fuego no causa daño alguno a un vampiro, al menos —soltó una ligera carcajada, —en mi imaginación.
Y también era así en la realidad. Victoria consideró muy interesante que Polidori pareciera tener un conocimiento fiel de las sanguinarias criaturas.
El doctor Polidori acaba de regresar de Italia. —El comentario de Sebastian iba dirigido a la señorita Berkley.
¿Italia? Nunca he estado allí, pero he oído que Roma y Venecia son dos ciudades preciosas. ¿En qué parte de Italia estuvo? —preguntó Gwendolyn.
Pasé mucho tiempo en Venecia con Byron, hasta que nos separamos hace unos meses. Sintió que ya no necesitaba los servicios personales de un médico —agregó con una sonrisa humilde. —Viajé por todo el país y luego regresé a Inglaterra más o menos a principios de año.
Victoria apartó la atención del médico convertido en escritor para volcarla en el señor Starcasset cuando éste se inclinó y dijo:
Le prometo que los caballeros no dejaremos solas a las damas en el salón al terminar la cena, lady Rockley. ¡Espero que sea mi pareja en una partida de whist esta noche, dado que mi hermana afirma que es usted una jugadora de mucho cuidado!
¿De veras ha dicho eso? —repuso Victoria, tratando de recordar si alguna vez había jugado al whist con Gwendolyn. No creía haberlo hecho, de modo que ahora se preguntaba si el señor Starcasset la había confundido con alguna otra dama, o si simplemente intentaba pegarse a ella. Reprimiendo una sonrisa, se volvió hacia él con expresión recatada y dijo:
Estaré encantada de ser su pareja de whist si acepta cantar cuando Gwendolyn se siente al pianoforte. ¡Me ha hablado a menudo de su agradable voz!
Él le brindó una sonrisa con sus amplios dientes blancos y sus ojos cálidos.
Creo que debo alegar que es una exageración, madam, pues Gwendolyn raramente permite que ninguno de sus hermanos cantemos mientras toca... pero me complacerá hacer el intento, aunque sólo sea por tenerla como pareja de cartas.
En efecto, Starcasset hizo honor a su promesa, acompañando a los hombres que habían ido a fumar y a beber coñac, de regreso al salón con las damas menos de treinta minutos después de haberse separado al concluir la cena. A esto siguió una emocionante partida de whist, con Victoria y él de compañeros, enfrentándose a la señorita Berkley y al señor Vandecourt.
Victoria, que no era conocida por su habilidad con las cartas, pese a las afirmaciones de Starcasset de lo contrario, logró no ponerse en ridículo... incluso cuando Sebastian se aproximó a ella y ojeó por encima de su hombro como si se cerciorase de que su mediocre modo de jugar era debido a la carencia de buenas cartas o de habilidad.
También era posible que estuviera aprovechando la oportunidad para mirar el escote de su vestido, ya que se quedó detrás de ella durante bastante rato, pero dado que ya estaba familiarizado con lo que ahí se ocultaba, Victoria dudaba que necesitara echar un vistazo tan prolongado.
Victoria sintió que el rostro le ardía al recordar que el hombre que tenía a su espalda, quien, a todos los efectos de apariencia, era un extraño para ella... había tenido sus manos de largos dedos sobre su piel. Y que ella lo había consentido.
Creo que ya no me apetece continuar jugando —dijo sosegadamente, cuando la última mano de juego final acabó y se levantó de su asiento. —Tal vez Gwendolyn y su hermano tengan a bien entretenernos al pianoforte.
Los hermanos Starcasset accedieron gustosamente a su petición, y sus hermosos duetos no tardaron en derivar en un conjunto de canciones campestres más enardecedoras. Los demás se unieron a los cánticos, y bebieron más coñac y jerez, y pronto apareció el rubor en las pálidas mejillas de Gwendolyn, la señorita Berkley hacía ojitos a Sebastian de modo bastante descarado y Victoria se sentía más animada de lo que se había sentido en meses.
Pero cuando vio el modo en que el señor Vandecourt revoloteaba cerca de Gwendolyn, ayudándole, solícito, a recolocar el cojín sobre el que se sentaba, y el modo en que su expresión se suavizaba cuando la miraba, Victoria sintió un acceso de soledad. Así habían sido las cosas con Phillip. Tan amable, tan considerado, tan apuesto... y le había perdido tan pronto.
Ni siquiera una vez que superara la pena que se apoderaba de ella cuando menos lo esperaba, aferrándose a su garganta cuando creía haberla contenido, sería incapaz de pensar en encontrar marido o en tener hijos. Jamás sería capaz de ser como Gwendolyn, feliz de estar enamorada, planeando una vida familiar, deseando la llegada de la próxima temporada.
Así era la vida que había escogido, y Victoria no se amargaba por ello. Lo había hecho por las razones correctas, y las libertades que había recibido, las cosas que había aprendido, la habilidad de depender y de protegerse a sí misma era compensación suficiente.
Pero había ocasiones, como en ese momento, viendo a su amiga feliz, en que comprendía el gran sacrificio que había hecho.
Lady Rockley, ¿sucede algo? —preguntó George Starcasset, que se había apartado del pianoforte para colocarse a su lado. —¿Puedo ofrecerle que salgamos a tomar un poco de aire al jardín? Parece un tanto acalorada.
No, gracias, señor —respondió. —Me temo que simplemente estoy fatigada a causa del viaje desde Londres. Creo que voy a retirarme y a decir buenas noches.
Por supuesto. Tal vez se sienta mejor por la mañana. Buenas noches.
Victoria deseó las buenas noches a los demás y se retiró del jolgorio que todavía continuaba. Lo último en lo que reparó al abandonar la habitación era que la señorita Berkley y Sebastian mantenían un tête-à-tête en el rincón junto a la mesa de cartas, y que la suave mirada azul del señor Starcasset seguía sus movimientos.
De nuevo en su cuarto, Verbena la ayudó a prepararse para acostarse. La doncella parecía ajena al ánimo pensativo de su señora, llenando en cambio lo que hubiera sido silencio con sus vertiginosas observaciones acerca de las especies masculinas del servicio de Claythorne. Uno en particular parecía haber captado su atención, y Verbena extendiéndose poéticamente sobre el mayordomo de la primera planta durante el lapso que tardó en retirar las horquillas del cabello de Victoria, hizo una sola trenza tan gruesa como una muñeca.
Eso será todo por esta noche —dijo Victoria, deslizándose bajo la colcha y las sábanas de la cama. —Retírate ya y ve a ver si logras encontrar al impresionante John Golon para hacerle ojitos un rato.
A pesar de su marcha relativamente temprana de la fiesta, Victoria estaba segura de que no le resultaría fácil conciliar el sueño. Pero lo siguiente que supo era que había despertado al sentir que la cama se hundía a su lado.
Se espabiló completamente y sintió los movimientos de un cuerpo grande sobre el colchón al tiempo que unas manos buscaban a tientas sobre su persona.
Lady Rockley. Vi'toria.
Al escuchar su nombre murmurado con voz grave captó un olorcillo a alcohol, tan potente que hizo que Victoria se diera media vuelta y contuviera la respiración. Una mano le rozó la cara, y otra a lo largo de su brazo... alarmantemente cerca de su pecho.
¿Señor Starcasset? ¿Qué hace aquí? —Liberándose de su contacto, se bajó de la cama y encendió una vela. La iluminación bastaba para mostrarle moviéndose torpemente entre las sábanas, luego alzó su cara y la miró con ojos vidriosos.
Vi'toria... si me permite que la lla...llame así —dijo, unas sílabas se fundían liosamente con otras con una extraña cadencia. —Lo sabía... conocía las señales...
Señor Starcasset, no logro imaginar de qué está hablando, pero está completamente borracho. —Victoria estuvo a punto de romper a reír al ver la expresión perpleja y seria de su rostro. Tal vez debiera sentirse ofendida por la falta de decoro del hombre, pero en esos momentos parecía tan completamente inofensivo y turbado que casi podía ver la parte cómica de la situación. El muy decente George Starcasset se sentiría mortificado si se percatara de que su ebria persona había irrumpido en las dependencias de una dama en mitad de la noche.
Ciertamente, aquélla era una ocurrencia común en las fiestas campestres como la que allí se daba. Victoria no se engañaba con respecto al propósito de las prolongadas fiestas que se celebraban en una finca en el campo; a menudo eran la excusa y la oportunidad perfecta para realizar encuentros clandestinos. Pero por algún motivo, no imaginaba a George Starcasset como un merodeador en busca de la oportunidad de una cita ilícita.
Simplemente parecía que había engullido una ingente cantidad de coñac después de que ella se hubiera retirado a su cuarto. Tal vez este abuso tenía como objeto armarse de valor... tal vez era simplemente que había jugado demasiadas manos al whist.
O quizá se había perdido de camino a su propio cuarto. Victoria reprimió una suave carcajada.
No le quedaba otra alternativa. Tenía que sacarle de su habitación y, con algo de fortuna, devolverle a la suya... o al menos llevarle a otra área distinta de la casa.
Un rápido vistazo a su atuendo le recordó que no era decente deambular por una casa extraña vestida con un vaporoso camisón confeccionado con poco más que seda y encaje francés. Tras mirar brevemente a su visitante nocturno, que parecía haberse acomodado entre las almohadas de la cama, sacó una pelliza del guardarropa donde Verbena la había colgado, se la puso y se abrochó tres botones apretadamente. Tuvo que tirar de las mangas de su camisón para ajustarías bajo las estrechas mangas de la pelliza para que no quedasen encogidas. El corte del largo abrigo no haría gran cosa por ocultar la larga falda de seda de su camisón, pero al menos su pecho quedaría cubierto. Cogió un par de zapatillas, se las puso y volvió de nuevo a la cama.
Vamos, querido señor Starcasset. Supongo que después de esto puedo llamarle George... al menos por esta noche. —Soltó una risilla y tiró de él hasta sacarlo del lecho. Gracias a su excepcional fuerza, no resultó tarea difícil ponerle en pie y deslizar un brazo en torno a su cintura. Starcasset comenzaba a perder el control de su mirada; primero se fijaba en ella, luego, de pronto, quedaba en blanco... después volvía a enfocarla y la contemplaba otra vez.
No tardaría mucho en caer redondo, y por eso debía actuar con rapidez para sacarle de allí. No quería ni imaginar el horror que reflejaría su semblante si despertaba a la mañana siguiente en la habitación de Victoria.
Sonriendo ante tal idea, Victoria lo condujo hasta la puerta y salió con él al pasillo. Sostenía una vela en una mano mientras que, ayudada del brazo con el que le rodeaba la cintura, lo medio llevaba en vilo y lo medio arrastraba.
Starcasset era un poco más alto que ella, y su cabeza comenzaba a colgar de manera alarmante. Victoria se dio cuenta de que no tenía la menor idea de dónde se encontraba la habitación del hombre, o ni siquiera de en qué ala de la casa estaban. De modo que optó por tomar la alternativa más segura y fácil: la biblioteca que quedaba justo nada más bajar las escaleras.
«Pum, pum, pum... »
Le ayudó a bajar los dieciséis peldaños y para cuando llegaron al pie de la escalera llevaba a Starcasset a rustras, pues había perdido In batalla que había librado con sus ojos y su cuello. La cabeza le colgaba, rebotando suavemente, y al bajar la vista Victoria vio que tenía los ojos prácticamente cerrados, y sus párpados se agitaban como si estuviera soñando. Su claro cabello rubio caía sobre su sien, y de su boca escapaba un leve jadeo. Seguramente no era aquél el estado en que deseaba que ella le viera, pensó Victoria, y sonrió de nuevo, agradecida de que posiblemente no recordase mucho de lo ocurrido. De ese modo, si ella guardaba silencio, el orgullo de Starcasset quedaría a salvo.
Entró en la biblioteca, sintiéndose agradecida de que aquélla fuera una de las estancias que Gwendolyn le había mostrado esa tarde. Depositó a George en un amplio sillón de orejas próximo a un silencioso fuego y tiró del cuello de su pelliza para colocarlo en su sitio.
La luz que arrojaba su vela se posó inesperadamente sobre algo que a Victoria casi le había pasado desapercibido, haciéndolo brillar. ¿Se trataba, tal vez, de uno de los botones de George? Victoria se agachó, e inspirando bruscamente, lo tomó de la enganchada alfombra de lana.
No, no era un botón.
Se trataba de un disco redondo de bronce, y llevaba grabada la imagen de un sinuoso sabueso. Era idéntico al que había encontrado en El Cáliz de Plata.
CAPÍTULO 05


De balcones y reproches.


Victoria pasó el pulgar sobre el amuleto de bronce. No podía tratarse de una coincidencia que hubiera hallado uno en el establecimiento de Sebastian y luego otro aquí... donde, casualmente, se encontraba él.
Apretando los labios ante la molesta idea, lanzó un último vistazo para cerciorarse de que George roncaba plácidamente en su sillón de orejas, y seguidamente salió aprisa de la biblioteca y subió las escaleras.
Tía Eustacia no había recibido respuesta de Wayren en relación al amuleto antes de que Victoria partiera de Londres, pero le había asegurado que la pondría al corriente tan pronto como lo estuviera ella.
Victoria había asumido que el amuleto le había pertenecido al demonio, pero por lo visto no era el caso, dado que en Claythorne no había demonios ni vampiros.
Concentrada en sus pensamientos como estaba, no lo vio hasta que fue demasiado tarde. Salió de una oquedad a corta distancia del dormitorio de Victoria, alterando su apresurada marcha.
Qué descuido. Debería haberlo esperado; debería haberlo sabido.
Sebastian —dijo, alzando la mirada hacia su apuesto rostro. La luz de la vela se derramaba sobre sus mejillas, lanzando un resplandor dorado sobre su rizado cabello. Sus labios habían adoptado esa sonrisa sensual y divertida, que unas veces le irritaba y otras le fascinaba.
Lady Rockley —dijo suavemente. —Menuda sorpresa encontrarte vagando por los pasillos en medio de la noche.
Victoria no estaba de humor para que la embelesaran.
Supongo que debo darte las gracias por mi brusco despertar.
La diversión se extendió a sus ojos cuando inclinó la cabeza levemente.
El señor Starcasset está locamente enamorado de ti y por lo que he comprobado, es bastante dócil cuando está bajo el indujo de una considerable cantidad de coñac.
Victoria se dio cuenta de que estaban de pie en el pasillo, donde podrían ser vistos fácilmente, por improbable que fuera a tan altas horas de la madrugada. Con una expresión furiosa, pasó por su lado y alargó la mano hacia el pomo de la puerta, con Sebastian detrás de ella.
Una vez dentro de la habitación, colocó la vela sobre el tocador y se volvió para encararse a él, con los brazos cruzados sobre la cintura, de pronto se sintió bastante contenta de haber contado con una pelliza que ponerse.
¡Enviaste a ese pobre hombre a mi habitación!
Salgamos al balcón —sugirió. —A pesar de que eres viuda, y de que no se consideraría algo demasiado escandaloso que te encontraran con un hombre en tus aposentos, hace una noche preciosa. Además —agregó mientras pasaba por su lado en dirección a las puertas francesas que daban acceso a una pequeña terraza, —no deseo estar en la misma habitación que tú, con una cama... a menos que quieras utilizarla. —Se detuvo dramáticamente. —¿Es así?
Haciendo caso omiso de la punzada de interés que hizo que una oleada de calor se abatiera sobre su pecho, Victoria pasó bruscamente por su lado, saliendo a la terraza.
Al parecer, no. —Cerrando las puertas, Sebastian se acercó para colocarse frente a ella. —Y en cuanto a Starcasset... bueno, repasando la situación, decidí que era mucho más prudente hacerte «salir» de tu habitación si deseaba hablar contigo que intentar colarme dentro. Tenía la sensación de que tu hospitalidad podría ser un tanto... gélida. —Su sonrisa relucía a la luz de la luna. —Y sin embargo... aquí estoy. Justo donde planeaba estar. Y en absoluto resulta tan fría.
Todo lo contrario. Yo encuentro la temperatura bastante fresca. —Una levísima brisa rozó las puntas de su desaliñado cabello y las mejillas de Victoria. En efecto, realmente hacía una noche preciosa. Las rosas y los lirios que crecían en el jardín que había justo debajo perfumaban la terraza. Victoria aspiró profundamente y olió el fresco aroma a campo y a aire nocturno, ácido y oscuro, tan diferente al mosaico de fragancias artificiales de Londres y su sociedad.
La plateada luz de la luna tan sólo realzaba el físico de Sebastian, un factor que, supuso, había provocado su sugerencia de salir al balcón, a pesar de la proximidad de una cama. Sebastian la observaba con una serenidad que la irritaba, con los brazos extendidos y las manos apoyadas sobre la baranda. La pálida iluminación de los cuerpos celestes tocaba las puntas de sus plateados rizos, y ayudaba a mantener su expresión parcialmente velada.
Victoria esperó a que él hablara, pero no lo hizo, de modo que ella dijo:
Ahora que te has tomado tantas molestias para sacarme de la cama, sin duda no me mantendrás en suspense por más tiempo.
Así que has dejado Londres. —La miró como si buscara algo. —¿Qué tal estás, Victoria?
Ella apartó la mirada. Aquella simple pregunta albergaba un sinfín de significados aunque desconocía si realmente él decía en serio cada uno de lo que ella dilucidaba.
¿Por qué lo preguntas? ¿Quizá porque tu plan de entregarme a los vampiros de Lilith no funcionó? ¿Porque te avergüenzas de haber huido de El Cáliz de Plata el año pasado y de dejar que fueran Max y Phillip quienes se enfrentaran a los vampiros sin ayuda de nadie? —A pesar de mantener un tono firme, de ningún modo podría Sebastian confundir la ira que tenía su voz.
Continuó de medio lado de modo que sus ojos quedaran en la penumbra y Victoria no pudiera leer lo que verdaderamente expresaban.
Ah, ahí tengo la respuesta a una de mis preguntas. Todavía me crees capaz de lo peor... crees que sería tan despreciable como para hacerte el amor en un carruaje mientras te entrego a los vampiros. A pesar de que te avisara cuando tu esposo vino a El Cáliz de Plata. A pesar de que sin mi ayuda con El libro de Antwartha, Maximilian estaría muerto y seguramente Lilith lo tendría en su poder. —Sebastian hablaba con frialdad y de modo imperturbable, pero destilaba una emoción subyacente que Victoria no pudo identificar. No estaba segura de querer hacerlo.
Según recuerdo, te habrías quedado de brazos cruzados viendo perecer a Max cuando trató de coger el libro. Pero aparte de esa minucia, ¿qué otra cosa podía pensar?
Que tal vez me dejara llevar por tu hermosa boca, y que deseara aliviar el dolor que no ocultaban tus ojos... y que la llegada de los vampiros no formaba parte de mi plan, así como tampoco el desvestirte.
Ahora sí pudo ver sus ojos, y lo que vio en ellos hizo que un pequeño escalofrío le recorriera los hombros.
De acuerdo con Max, tú nunca pierdes la oportunidad de desnudar a una mujer, sobre todo en un carruaje.
No tengo el menor deseo de escuchar las opiniones de Maximilian, pues no son más que eso, meras opiniones, y posiblemente indicios de sus propias inclinaciones, si no estuviera tan empeñado y decidido a ser un venator y nada más. Un cazador, un asesino... un hombre proclive a la violencia, sin ninguna consideración por nada ni nadie. Yo, Victoria..., no soy así.
Un hecho respaldado por tu cobarde huida de El Cáliz de Plata el pasado verano.
La pena te ha vuelto dura. Lo lamento. Y lamento sinceramente la muerte de tu esposo. Si te sirve de consuelo, creí que Maximilian y él me seguirían cuando me escabullí por la entrada trasera del club.
Es muy revelador revivir los sucesos del pasado verano contigo, en mitad de la noche en mi balcón, pero me resulta difícil creer que te tomases la molestia de engañar al señor Starcasset para que entrara en mi dormitorio simplemente para alardear de lo atractivo que estás a la luz de la luna.
¿Crees que estoy atractivo a la luz de la luna? ¡Qué maravillosa casualidad!
Se acabó la conversación, estoy deseando que te marches. —Se giró y se dispuso a dirigirse hacia las puertas, preparándose para cerrarlas con llave si él no la seguía. No cabía duda de que si Sebastian podía escapar de un grupo de vampiros, podría hallar el modo de salir del balcón por sus propios medios.
Cuando la mano de Sebastian se cerró en torno a su brazo, Victoria se volvió y se deshizo de su fuerte contacto retirando bruscamente la muñeca con un susurro de sus faldas de seda. Qué bien sentaba liberar parte de la tensión que había estado aumentando en su interior. La tensión existente entre ellos. Que Sebastian supiera que todavía tenía el control.
Todavía llevas tu vis bulla. —Se acercó a ella, su botas resonaban sobre el balcón de ladrillo y argamasa.
¿Te sorprende? —Sintió el pomo de la puerta a su espalda, pero aparte de aferrar su frío metal, no intentó girarlo. El estaba muy, muy cerca, pero Victoria no estaba inquieta. Después de todo, se había enfrentado a numerosos vampiros, y a un demonio. E incluso a la reina de los vampiros. Un simple hombre no suponía ningún peligro para ella.
Dado que habías dejado Londres, supuse que también habías dejado atrás tus días como venator. O tal vez llevas el vis bulla para protegerte de los pretendientes excesivamente ardientes como el señor Starcasset.
George... —utilizó su nombre de pila a propósito, —no era excesivamente ardiente hasta que tú metiste tus esbeltos dedos en el asunto.
¿Consideras, pues, que mis dedos son esbeltos? —Sebastian esbozó una reluciente sonrisa. —Dos cumplidos en una sola noche... qué inesperado.
No he dejado atrás mis días como venator. ¿Por qué iba a hacerlo?
Sebastian se encogió de hombros con indiferencia.
Pensé que tal vez, tras lo sucedido con Rockley, podrías haber decidido dejarlo. Después de todo, has cumplido con tu deber, y mira el resultado. Perdiste al amor de tu vida.
¿Dejarlo? La cuestión no es si lo haría, sino cómo podría evadirme de mi deber. Después de ver en carne propia la maldad de los vampiros, ¿cómo podría?
Se dio cuenta de que él estaba más cerca. Podía ver sus largas pestañas agitarse y la esbelta línea del hoyuelo que apenas se insinuaba cuando no sonreía, como ahora.
Siempre se puede elegir, Victoria.
Yo hice mi elección. No voy ti dejarlo. Ahora que Phillip no está, nada me hará dejarlo.
¿Nada? —La palabra quedó suspendida en el aire entre los dos, como si Sebastian viera la verdad en sus ojos y esperara comprenderla. Victoria le sostuvo la mirada de forma desafiante.
Nada.
Sus hombros se movieron cuando inspiró prolongadamente, luego exhaló como si lo saboreara.
Eres una mujer realmente admirable, querida. Tal vez incluso estés fuera de mi alcance. —Tendió nuevamente la mano hacia ella, lentamente y sin prisas, y le asió la muñeca. —¿Qué has estado sujetando todo este tiempo?
Se zafó de él una vez más, pero no de forma tan brusca. Sus dedos eran sorprendentemente fuertes; precisó de un gran esfuerzo para soltarse de él. Y luego abrió la mano para que Sebastian pudiera ver el amuleto brillando en su palma.
Celebro que lo preguntes. Imagino que esto es tuyo.
Tomándolo, sólo necesitó echarle un breve vistazo y luego sus ojos se posaron nuevamente en ella, todavía lo bastante cerca como para poder captar el olor a clavo y ver el breve vello castaño dorado que asomaba por el cuello de su camisa.
¿Sabes lo que es esto?
Ella sacudió la cabeza y la expresión de Sebastian se relajó levemente.
Ah. ¿Y bien, por qué me lo atribuyes si no sabes lo que es?
Encontré uno en El Cáliz de Plata, y luego otro aquí, esta noche. Tú eres el único denominador común en ambos lugares.
Así pues has llegado a la conclusión de que era mío. En tal caso, tal vez debiera no sentirme ofendido. ¿Y dices que encontraste uno en El Cáliz de Plata? ¿Cuándo? ¿Dónde?
Ella le explicó lo sucedido, sin omitir que había conocido y decapitado a un demonio.
¿Un demonio? ¿Con un vampiro? —Se apartó, abandonando su lado y rompiendo la intimidad que su proximidad había proporcionado. —Nedas no ha corrido ningún riesgo.
¿Vas a contarme qué sucede o vas a mascullar para ti acerca de cosas que no comprendo... y que por tanto no me sirven de nada?
Siempre tan impaciente, ¿no es cierto? —Una rápida sonrisa puso de manifiesto el hoyuelo, luego desapareció cuando su expresión se tornó sobria. —Este amuleto pertenece a un miembro de la Tutela. ¿Sabes algo de la Tutela?
No.
La Tutela es una antigua sociedad secreta. Con cientos de años de antigüedad, según he oído. Tiene su origen en Roma, probablemente en las catacumbas justo al lado de los cristianos, una increíble ironía.
De pie, en el balcón frente a ella, se despojó de su chaquetón, dejando que el oscuro material formara un arrugado montón a sus pies. Ahora su camisa blanca, abotonada pero sin corbata, captaba la luz de la luna y prácticamente resplandecía en la oscuridad que le rodeaba como telón de fondo.
Oh, no temas, no me estoy preparando para abalanzarme sobre ti. Esta chaqueta es bastante agobiante, y no es que no me hayas visto antes en mangas de camisa.
En vez de la sonrisa que ella esperaba, Sebastian simplemente le lanzó una mirada que le hizo sentir un hormiguillo en el estómago. Al ver que Victoria no respondía, prosiguió:
La Tutela protege a los vampiros. —Se desabrochó los puños de la camisa con gran despreocupación. —Llevan siglos haciéndolo.
¿Los protege? ¿Cómo? ¿Ofreciéndoles un establecimiento donde los vampiros pueden acudir y alternar con mortales? —replicó Victoria maliciosamente.
Pese a que sus amplios hombros y sus oscuros brazos musculosos resplandecían a la luz de la luna a medida que se remangaba las mangas, su rostro estaba de nuevo en sombras. ¿Cómo se las arreglaba para hacerlo... para alardear de su físico al tiempo que ocultaba su expresión?
O tal vez fuera simplemente que Victoria no podía evitar reparar en el modo en que su camisa se ceñía a su cintura y se amoldaba a los mismos hombros a los que una vez había tenido ocasión de aferrarse.
Quizá lo que sucedía era que en realidad no quería saber qué había dentro de su cabeza.
Ya estás otra vez bordeando el insulto, querida. Seguramente tu tía te habrá dado una mejor educación. No, su propósito se decanta más bien por proporcionar a los vampiros humanos de los que alimentarse. Llevar a los no muertos personas inocentes para su disfrute y nutrición. Y merodear durante el día, proteger los intereses y el secretismo de los vampiros mientras éstos están a salvo en la oscuridad. Haciendo el mal que los no muertos no pueden, o no quieren hacer, en un esfuerzo por estabilizar e incrementar su poder. Los miembros de la Tutela son las putas de los no muertos.
Pero ¿por qué? ¿Por qué querría alguien hacer algo así?
Sebastian meneó la cabeza.
Continúas siendo muy inocente, incluso después de todo lo que has experimentado y visto. No sé si deseo que eso cambie. —Apoyó de nuevo las manos sobre la baranda. —Hay quienes ansían la inmortalidad. Quienes encuentran placer en que los no muertos se alimenten de ellos. Quienes creen que protegiendo a los vampiros conseguirán que ellos a cambio les protejan de los males de este mundo.
El retazo de un recuerdo la sobresaltó. Cuerpos, ensangrentados y devastados, mutilados desde el cuello a las piernas... ojos de expresión vacía, profundas heridas bajo las mandíbulas, pechos desgarrados, el olor fétido y anodino de la sangre. Ésa había sido la vista a la que se había enfrentado la única vez en que el pasado verano había llegado demasiado tarde para impedir el asalto de un vampiro, poco después de que Phillip y ella se hubieran casado. Aquello todavía tenía el poder de hacer que unas viscosas náuseas le vinieran a la garganta.
Cuando revivía aquella imagen, no lograba entender, no alcanzaba a comprender, cuántos hombres y mujeres podían proteger a tales criaturas, mucho menos confraternizar o mezclarse con ellos.
No consigo comprenderlo —dijo finalmente, cuando el recuerdo se atenuó y el silencio se había prolongado por un espacio de tiempo demasiado extenso.
Victoria, yo mantenía El Cáliz de Plata a fin de permitir que los no muertos se congregaran para poder sonsacarles cualquier información importante mientras se encontraban en un ambiente distendido. Como ya he dicho con anterioridad, prefiero tenerlos donde pueda verles y espiarles, que no tener ni idea de lo que planean. Ni soy, ni he sido nunca, miembro de la Tutela. Pese a mis otras acciones, espero que al menos creas esto sobre mí.
Victoria no podía verle la cara, ¡maldita sea! ¿Cómo podía saber qué pensar?
Acércate a la luz, donde pueda verte.
Es un placer. —Se apartó del balcón, deteniéndose tan sólo cuando sus manos asieron a Victoria por la parte superior de los brazos y sus botas rozaron sus zapatillas. —Victoria. —El ligero acento francés de su voz pendía de sus sílabas, y el aliento de Victoria se aquietó.
Sebastian se inclinó hacia ella y Victoria cerró los ojos, aguardando. Había pasado más de un año desde que había sentido las manos de un hombre. Un año desde que la habían tocado con algo de afecto o sensualidad. No se había parado a pensar en las carencias que había en su vida. Pero ahora lo sabía.
Un leve jadeo escapó de sus labios antes de que Sebastian rozara con su boca la de ella, una vez y luego otra. Se amoldaba a sus labios a la perfección, lo suficiente como para que sus dedos desearan asirse a sus brazos.
Y entonces Sebastian se separó, la soltó, y abrió los ojos. Por primera vez aquella noche Vitoria leyó el mensaje que había en ellos, y eso le hizo desear dar un paso atrás... o atraerle de nuevo en busca de más.
Él había recuperado su compostura indiferente, encantadora.
No creas ni por un segundo que no deseo más, Victoria —dijo ligeramente, como si quisiera negar el hecho. —Pero tenemos temas más urgentes de que ocuparnos.
¿Temas urgentes?
Como si despertara de un sueño, Sebastian se giró y caminó a lo largo de la terraza, subiéndose una manga que se le había bajado de nuevo hasta la muñeca.
Dado que encontraste el amuleto en El Cáliz, eso significa que alguien relacionado con la Tutela estuvo allí... probablemente el demonio o el vampiro al que mataste, o tal vez ambos. No hay más vampiros en Londres, ¿no es así?
Cuando salí de la ciudad esta mañana, hacía dos semanas que había estado saliendo cada noche a patrullar. Me encontré al demonio y al vampiro en las ruinas de El Cáliz, y vi a otro vampiro, que escapó... y ya ninguno más. Lilith no ha regresado. —Alzó la mirada hacia él, inquisitiva. —No sé dónde has estado este año, Sebastian, pero puede que no estés al corriente de que Lilith se llevó a sus seguidores y regresó a su guarida en las montañas después de fracasar en obtener El libro de Antwartha.
Estoy al tanto, a pesar de no encontrarme en Inglaterra. Puse rumbo al continente casi inmediatamente después de la visita de los vampiros a mi club. —Miró hacia los jardines, luego se volvió de nuevo hacia Victoria. —Están buscando a Polidori. Y alguien de la Tutela está aquí. Alguien a quien debe habérsele caído el amuleto. Pero no hay vampiros.
No, no los hay. Ni tampoco creo que haya demonios.
Entonces, también puedes sentir a los demonios. Bien. Polidori se sentirá aliviado cuando se entere.
¿Vas a contarme por qué le persiguen? ¿O tengo que adivinarlo?
Su encantadora sonrisa apareció una vez más.
Estoy seguro de que no te será difícil descubrirlo.
Debe de ser a causa de su libro, El vampiro. Revela demasiado sobre la verdad de los vampiros. ¿Y cuál es la razón de que tú viajes con él? Sin duda, no la de protegerle.
Vaya, Victoria... no menosprecies mis capacidades; sobre todo cuando no estás familiarizada con la amplia variedad de mis dones. —De su rostro desapareció cualquier rastro de gravedad que hubiera albergado, y sus ojos se clavaron en los de ella. —Pese a que no se debe a la falta de deseo por mi parte el que continúes en dicho estado. Y en todo caso, sí, le conocí en Italia. Byron le despidió de su servicio, no debido a que ya no necesitara un doctor, sino porque temía por su vida. —Suspiró. —Dejaré que John te narre la historia, él conoce todos los detalles. Baste decir que no espero que ésta sea una fiesta tranquila y segura. Entre nosotros hay alguien de la Tutela. Quienquiera que sea, irá a por Polidori, y no debería abandonar su compañía por mucho tiempo hasta que determinemos de quién se trata.
¿Por qué el doctor no se marcha sin más?
Eso es lo que lleva haciendo el último año, tratando de llevarles ventaja. De algún modo deben de haber averiguado que yo estaba implicado; por tanto, me buscaban en El Cáliz de Plata. —Se apartó de la baranda. —Al menos nadie sabe que entre nosotros hay un venator —dijo, torciendo el gesto. —Polidori se sentirá más tranquilo al saberlo, y con tu presencia en Claythorne, no tendrá prisa por marcharse. Se encuentra más seguro aquí contigo que en cualquier otra parte.
Eso es cierto. ¿Puedes arreglarlo para que hable con él mañana?
Por supuesto. Si te unes a nosotros durante la cacería de la mañana, podrá tomarse unos momentos para hablar a solas donde nadie pueda escucharos.
Muy bien, pues.
Sebastian se dispuso a marcharse, acercándose a ella, y Victoria se sintió de pronto muy consciente de él, de sí misma, de la intimidad que la noche les otorgaba. Podría haberse apartado de su camino, o haber abierto las puertas y entrar en la habitación antes de que él lo hiciera... pero no lo hizo. Su cercanía hizo que levantara la mirada y la clavase en su rostro mientras él se aproximaba, y su vientre se contrajo inquietamente.
Si continúas mirándome de ese modo, Victoria, estaré más que complacido de darte lo que deseas. —El filo de su voz resultaba extraño y brusco. —Después de todo, ya no eres inocente.
Ella se mantuvo en sus trece y levantó la mano hasta su mejilla con dedos ligeros. Nunca antes había tocado a un hombre de forma voluntaria... salvo a Phillip. Deseaba que los brazos de Sebastian la rodeasen, que sus labios no se limitasen a rozar los suyos. Deseaba sentir intensamente y olvidar. Deseaba ser algo más que una venator, más que una viuda, más que una apacible marquesa que dedica su tiempo a beber té mientras habla sobre el clima y sobre quién fornica con quién.
Sebastian dejó que sus dedos se posaran sobre su cara durante un momento; luego, con estudiada naturalidad, asió su muñeca y se llevó su mano suavemente a la boca. Un beso en el interior de su palma ahuecada, y otro en la muñeca, trajeron a su memoria el recuerdo de la noche en que él le había quitado el guante y había obrado del mismo modo. Victoria jamás recuperó dicho guante.
Si no tuviera que ir al lado de Polidori, estarías metida en un buen lío. —Le soltó la mano y, sin mirarla de nuevo, pasó por su lado y cruzó la contraventana.
CAPÍTULO 06


En el que se sucede una noche aciaga.


Resultó que Victoria no se encontró con Sebastian y Polidori a la mañana siguiente como estaba planeado; ni halló la comodidad de su cama durante mucho tiempo.
Allí tumbada, repasando la conversación que había mantenido con Sebastian, y considerando si había sido o no completamente franco con ella, Victoria tomó conciencia de que se le había erizado el vello de su nuca. Parecía como si la suave brisa del balcón, cuyas puertas había dejado abiertas después de que Sebastian se marchara sigilosamente de su cuarto, la acariciara.
No obstante, dado que estaba tumbada de espaldas, con el almohadón remetido en la curva de su nuca, Victoria sabía que no era ése el caso.
Si debía creer a Sebastian, los vampiros habían encontrado a Polidori.
Aun cuando no debiera creerle, una cosa estaba clara: Claythorne House había atraído a algunos invitados molestos.
Retirando las sábanas a un lado junto con sus confusos sentimientos acerca de Sebastian, se bajó de la cama, plantando los pies silenciosamente sobre el suelo. Victoria se metió la trenza en la parte posterior de su camisón (más valía evitar que se le viniera bruscamente a la cara durante cualquier pelea que se presentara), y volvió a ponerse la pelliza. Una vez más, las mangas se le quedaron encogidas, pero en esta ocasión tenía demasiada prisa como para entretenerse. Hurgó en el fondo de su baúl en busca de sus estacas y tomó una, así como una pequeña ampolla de agua bendita, que se guardó en una de sus mangas arrebujadas. Colocándose un crucifijo del tamaño de la palma de una mano en el cuello, salió apresuradamente de su dormitorio, sin detenerse a comprobar si la puerta se había cerrado tras ella.
Afuera, en el pasillo, se apresuró sopesando el frío que sentía en la nuca. Era demasiado pronto para saber cuántos había. ¿Sabrían ellos dónde estaba Polidori? ¿Era realmente al autor a quien buscaban los vampiros?
Tuvo que tomar una decisión una vez estuvo en el hueco de la escalera: ¿arriba, abajo, o continuar por el pasillo? Con los nervios a flor de piel y el pulso acelerado, se obligó a detenerse brevemente, a respirar hondo y a esperar. A sentir. A escuchar y a oler.
Abajo.
Victoria bajó la amplia escalera curvada prácticamente volando, estaca en mano, descendiendo los últimos escalones de un salto y aterrizando con cuidado sobre la planta baja. No había captado una alerta tan intensa ni se había sentido tan centrada desde hacía meses... ¡Meses! Para esto era para lo que había nacido.
Una vez allí, tuvo que detenerse de nuevo para sentir a los no muertos. Quizá no habían hallado aún un modo de introducirse en la casa. Tenían que esperar a que alguien les invitara a pasar; un vampiro no podía entrar en una casa, a pesar de que la puerta estuviera abierta, a menos que alguien con la autoridad para hacerlo se lo pidiera.
Dado que alguien con autoridad abarcaba personas tan aleatorias como mayordomos, lacayos o incluso doncellas, dicho requerimiento no proporcionaba el nivel de protección que uno prevería o esperaría.
Pero quedaba el amuleto por considerar. No cabía duda de que quienquiera que hubiera perdido el amuleto debía ser quien les invitara a entrar.
Entonces lo oyó. Un tintineo, seguido por el apenas perceptible sonido de arañazos provenientes de la biblioteca.
La biblioteca. ¡Donde había dejado a George Starcasset!
Victoria se deslizó detrás de la alta y gruesa columna que se encontraba al pie de las escaleras, con el corazón martilleándole fuertemente en el pecho. Apoyando la mejilla contra la escayola, echó un vistazo amparada en la sombra y miró a través de la puerta abierta de la estancia. ¿Todavía estaba allí George? Seguro que asiera... había estado profundamente dormido cuando lo dejó.
Por mucho que lo intentó, le fue imposible ver la butaca en la que lo había dejado durmiendo; la misma se encontraba en sombras y de cara a la chimenea, apartada del resto de la habitación. George estaría desamparado mientras dormía, aunque tal vez pasara desapercibido si no roncaba.
Percibió un movimiento junto a la ventana y contuvo el aliento. Contó cuatro figuras, colándose una a una por una ventana abierta, en silencio y sin vacilar. Tenía la nuca fría. Todos eran vampiros; alcanzaba a ver el leve brillo de cuatro pares de ojos... sin embargo habían entrado en la casa por su propia cuenta. No se apreciaba más movimiento en el cuarto... y o bien George continuaba dormido, o ya no estaba allí.
Los vampiros debían de haber estado antes en Claythorne House. Ésa era la única manera de que pudieran haber entrado de ese modo. Alguien les había invitado con anterioridad, cuando se encontraban en forma humana, y ahora habían vuelto... con o sin el conocimiento de dicha persona.
Victoria aguardó, observándoles mientras ellos se consultaban mediante gestos con las manos y suavísimos susurros, rezando para que no vieran a George en la butaca situada entre las sombras. Luego, cuando comenzaron a avanzar hacia la entrada, alejándose de la butaca, sintió un gran alivio, una punzada de excitación.
Podría acabar con cuatro de ellos sin demasiadas complicaciones. Sus ojos se entrecerraron con anticipación; aferró la estaca con mayor firmeza.
Entonces vio sus caras, sus ardientes ojos, cuando se giraron para salir de la biblioteca, a sólo un suspiro de donde ella se encontraba. Aquéllos no eran vampiros corrientes con los iris inyectados en sangre.
Dos de ellos tenían los ojos rosados, del color de los rubíes. Guardianes.
Los otros dos tenían los ojos de un tono rojo purpúreo. Llevaban el cabello largo y portaban unas relucientes espadas de metal. Vampiros Imperiales.
Victoria tragó saliva, podía escuchar el sonido de su garganta reseca. Las palmas se le humedecieron y la estaca se movió al no tenerla firmemente sujeta. Siempre se sabía qué nivel en la jerarquía ocupaba un vampiro mirándole a los ojos. Los Guardianes de ojos rosáceos, miembros de la guardia de élite de Lilith, eran muy peligrosos debido a que su mordedura era venenosa y a su capacidad de subyugar con gran facilidad... pero los Imperiales, con sus iris de color magenta, eran los no muertos más poderosos, a excepción de la propia Lilith, naturalmente. Los Imperiales blandían sus espadas como si se tratasen de otro apéndice más, y su fuerza y velocidad no tenían parangón. Podían volar cuando luchaban, y podían extraer la energía de una persona sin necesidad de tocarla.
La primera y única vez que se había encontrado con un vampiro Imperial, Max había estado con ella. El combate había sido arduo y Victoria había temido observar... pero Max había resultado victorioso.
Esta noche Max no estaba a su lado... estaba sola.
Ellos podían ver en la oscuridad, todos los vampiros contaban con dicha habilidad, pero, gracias a Dios, a diferencia de los venators, los no muertos no podían sentir su presencia. Como simple mortal podría ser captada por el olor, pero dado que la casa estaba llena de mortales, los vampiros no sabrían necesariamente de dónde provenía la sensación, ni serían capaces de captar su proximidad siempre que se mantuviera inmóvil y en silencio.
Victoria contuvo la respiración cuando los cuatro no muertos salieron rápidamente de la biblioteca, sin molestarse lo más mínimo en amortiguar el sonido de sus pasos.
Los cuatro se aproximaron al lugar dónde ella se ocultaba, lo bastante cerca como para que Victoria pudiera alargar el brazo y aferrar la bota del último de ellos cuando pasaron de largo y subieron las escaleras. Su mejor opción era que se separasen y acabar con ellos de uno en uno.
Victoria salió con sigilo de su escondite, permaneciendo en las sombras, pero moviéndose a fin de poder ver a través de la barandilla de la escalera que se curvaba por encima de su cabeza. El cuarteto no parecía tener intención de separarse, de modo que tendría que ayudarles a romper el grupo.
Saliendo sigilosamente de entre las sombras, se desplazó a lo largo de la pared del vestíbulo hasta una mesita junto a la puerta de la biblioteca. Sobre la misma se encontraba el busto de un ancestro de Claythorne, y Victoria lo movió de su pedestal, originando un suave rechinar de mármol contra madera. Luego retrocedió por el pasillo, apartándose del vestíbulo y de la escalera, deteniéndose en mitad del corredor justo fuera de la vista desde las escaleras. Mantuvo escondida la estaca entre los pliegues de la pelliza, y aferró el crucifijo con la otra mano, ocultándolo.
El truco funcionó. Escuchó pasos descendiendo de nuevo las escaleras, albergando la esperanza de que sólo uno de ellos se hubiera separado del grupo.
La suerte estaba de su lado, pues no sólo era un único vampiro el que se dirigía hacia ella desde el pie de la escalera, sino que además se trataba de un Guardián y no un Imperial.
Victoria continuó en el pasillo, retrocediendo hacia un lateral, mientras él avanzaba hacia ella. Los afilados bordes metálicos del crucifijo se le clavaban en la palma.
Lo siento, señor —barbotó. —No pretendía molestarle... ¡Oh! —procuró que el grito no fuera estridente, pues no había necesidad alguna de arrastrar a otros miembros de la casa a la trampa, y mantuvo la mano con que aferraba la estaca a la espalda.
El vampiro avanzó hacia ella, con una chispa de humor en sus brillantes ojos rosáceos.
No me ha molestado —repuso con voz irritante mientras trataba de cogerla. —Pero puede que yo encuentre conveniente molestarla a usted, querida mía. —Sus colmillos, largos y plateados en la tenue luz, aparecieron en una sonrisa satisfecha. —Esta noche tengo una misión, pero es difícil dejar pasar la sangre fresca de una hermosa joven.
Fingiendo retroceder a causa del miedo, Victoria giró, haciéndose a un lado para que él no la aferrase del brazo donde sujetaba la estaca. En cambio, el Guardián se echó a reír y la atrapó fácilmente del antebrazo por el punto donde se doblaba sobre su pecho, sosteniendo la cruz.
Se habían desplazado por el pasillo, en dirección al interior de la casa donde se encontraban las cocinas, y apartado lo bastante de las escaleras para que el resto de vampiros no pudieran escuchar los detalles de su altercado.
Si tu sabor es agradable, puede que te otorgue el don de la inmortalidad —dijo con una sonrisa condescendiente. —Entonces te conservarás por siempre joven y hermosa como lo eres ahora, con tu largo cabello negro y tu piel cremosa. Tienes un bonito cuello blanco... tan largo, esbelto y delicado...
Todo se sucedió con rapidez: él le aferró la muñeca; Victoria soltó la cruz y dejó que él la arrastrara contra sí, revelándole el crucifijo. Su contacto vaciló y retrocedió bruscamente como si le hubieran aguijoneado, haciendo vulnerable su pecho. Victoria atacó.
Una leve explosión seguida de un ¡puf!, y el locuaz vampiro desapareció en medio de una gratificante ráfaga de polvo.
Victoria no pudo reprimir una amplia sonrisa; no podría haberlo coreografiado mejor. Pero esperó un momento antes de salir corriendo como una liebre a por los otros, aguzando el oído. Si tenía suerte, uno de los tres vampiros restantes se separaría del grupo para bajar a comprobar qué había sido del Guardián, dándole así la posibilidad de tomarle también por sorpresa.
Pero después de aguardar unos momentos y de no escuchar nada, Victoria supo que no tenía tiempo que perder. Apresurándose una vez más con sigilo, recorrió a toda velocidad el pasillo hacia el gran vestíbulo y luego comenzó a ascender por la curvada escalera. Tan sólo había subido la mitad del primer tramo cuando un grito desgarrador resonó en la casa... proveniente de abajo.
«¡Maldita sea!»
«¿Ahora, qué?»
Los vampiros estaban arriba, sin duda Polidori estaba en el piso superior, pero abajo estaba sucediendo algo...
Victoria se detuvo en seco en lo alto de la escalera, obligándose a esperar y a tratar de determinar dónde estaba el peligro. Sentía el cuello frío y el instinto le decía que continuara su ascensión... pero el grito resonó de nuevo en la casa.
Se escucharon pasos, portazos, y de pronto comenzó a aparecer gente en el corredor.
¿Qué sucede?
¿Quién está herido?
Lady Rockley, ¿es usted? —La última pregunta provenía de un hombre de rodillas flacuchas en camisón, con sus rizos canosos aplastados en un lado de la cabeza. No lograba recordar su nombre, era un invitado del padre de Gwendolyn, y no tenía tiempo para responderle educadamente.
¡Vuelvan a sus habitaciones! —gritó, pasando por su lado y disponiéndose a subir el segundo tramo de escaleras. —¡Cierren las puertas con llave! —Echar el cerrojo de la puerta no les protegería eternamente, pero al menos entorpecería a los vampiros. O eso esperaba.
¿Qué ocurre, Victoria? —le preguntó la voz de Gwendolyn, estridente, desde el rellano de arriba. —¿Qué estás haciendo?
¡Vuelve a tu habitación! ¡Cierra la puerta con llave y coge una cruz o una Biblia! —Victoria pasó bruscamente junto a su amiga, que trató de agarrarse al dobladillo de su pelliza. —¡Gwendolyn, hazlo ya! ¡Haz lo que te digo!
La frialdad de su nuca no había menguado; se volvía más intensa. Estaban cerca.
¿Dónde está Polidori? —Se detuvo en seco y se giró para preguntar de nuevo a voz en grito: —¿Dónde está?
Más gritos, más portazos, hombres corriendo, fuertes y furiosos golpes provenientes de una de las habitaciones del pasillo.
La última puerta —le dijo Gwendolyn, con su aterrorizada mirada clavada en ella. —Victoria, ¿qué estás haciendo? ¡Regresa!
¡Lady Rockley! —Era el señor Berkley, que parecía desconcertado y despeinado.
Victoria pasó violentamente por su lado y se apresuró por el pasillo, preguntándose cómo demonios iba a luchar contra dos Imperiales y un Guardián sin contar con el elemento sorpresa. Y a impedir que los otros, que no eran conscientes de que la casa hubiera sido invadida por vampiros, se interpusieran en su camino.
Pero tenía que hacerlo. Al parecer, la vida de Polidori dependía de ello.
Algo la agarró desde la sombras, y ella se giró violentamente, sofocando un grito. —¡Sebastian!
Están ahí dentro. Dos Imperiales y un Guardián.
Los he visto; ya le he clavado una estaca a un Guardián. Creía que estarías con Polidori después de marcharte de mi cuarto —siseó Victoria, apartándose de un empujón y dirigiéndose hacia la puerta.
¿Qué demonios haces? He dicho que hay dos «Imperiales». —Tiró de su brazo y Victoria trastabilló, sorprendida. —Polidori no está ahí.
Suelta —gruñó, zafándose de él. —Tengo trabajo que hacer. ¿Dónde está el doctor? —Victoria le miró, sorprendida por la expresión de su cara. Había visto a Sebastian en su faceta serena y encantadora, no en ese estado de seriedad extrema y furia. Pero aquí era ella quien daba las órdenes. No él. —Hago lo que debo, ¿recuerdas? Elijo quedarme a luchar, en lugar de echar a correr con el rabo entre las piernas.
Tú contra dos Imperiales y un Guardián... no seas estúpida. Además, Polidori está escondido. —Señaló hacia una puerta al otro lado del pasillo donde había estado a punto de irrumpir. —Quienquiera que dejó entrar a los vampiros, les dijo dónde dormía, y están registrando la habitación en su busca. Hay otros dos fuera, observando las ventanas. —Hablaba con rapidez, sus palabras eran igual que furiosos zarpazos en su oído. —No disponemos de mucho tiempo antes de que se den cuenta de que no está.
Entonces Victoria se percató.
¿Qué tienes... una espada? —Victoria prorrumpió en una breve y nerviosa carcajada. —¿Qué es lo que esperas hacer con una espada?
La empujó a un lado con una expresión irritada en los ojos.
Piensa lo que quieras. ¿Estás...? —Fuera lo que fuera que iba a decir quedó interrumpido cuando alguien gritó a sus espaldas. Ambos se volvieron para mirar de nuevo hacia el otro lado del corredor, donde un grupo de invitados miraban al unísono con los ojos como platos. Varios hombres habían sacado sus pistolas, y se disponían a aproximarse hasta donde se encontraban Victoria y Sebastian.
¡Atrás! —gritó Sebastian, volviéndose hacia ellos. —No comprenden lo que sucede. ¡Regresen a sus habitaciones y cierren la puerta con llave! ¡Sólo conseguirán ponerse en peligro!
Lady Rockley, ¿qué sucede? ¡Debe ponerse a salvo! ¿Qué ocurre? —El señor Berkley, todavía con aspecto desaliñado, pero con la vista más despabilada, hizo caso omiso de Sebastian.
Aunque resistiéndose a perder tiempo, Victoria dio media vuelta de todos modos y se enfrentó a él y a los demás. Habló tranquilamente con firmeza. Sabía que tenían que ver la honestidad y seriedad en su semblante.
No pueden ayudar. Deben escucharme. Sálvense y hagan lo que les pido. Cierren la puerta de sus habitaciones con llave y no salgan a menos que sea seguro. Hay vampiros en la casa, y las pistolas no les servirán para protegerse. —Victoria se quitó el crucifijo. —Esto les protegerá —dijo, arrojando el pesado amuleto a Gwendolyn, que se encontraba detrás de los hombres. —Ahora, enciérrense bajo llave.
¿Vampiros? —replicó el señor Berkley, con los ojos desmesuradamente abiertos. Otro hombre, que sujetaba una pistola como si de un escudo se tratase, dio un paso hacia ella como si deseara objetar. Antes de que pudiera articular palabra alguna, una puerta se abrió de golpe y un alto vampiro de ojos brillantes salió de ella.
Los gritos resonaron por todo el pasillo cuando Gwendolyn y algunos de los hombres más timoratos dieron media vuelta y echaron a correr con gran alboroto.
La vista del Imperial, con sus ojos color magenta y su largo cabello plateado, bastó para desalentar cualquier argumento por parte del valiente hombre de la pistola. Miró con los ojos como platos al no muerto de maligna mirada y retrocedió, apuntando el arma de fuego hacia él con mano temblorosa.
Victoria y Sebastian no se movieron.
¿Dónde está Polidori? —farfulló el Imperial, avanzando velozmente hacia ellos mientras sus compañeros salían al angosto corredor detrás de él. A través de la puerta abierta, Victoria divisó la cama patas arriba, los postes astillados y un tocador hecho pedazos. Había jirones de sábanas y otros tejidos esparcidos por el suelo, sobre los cuales brillaban trocitos de vidrio a la luz de la lámpara.
Victoria se adelantó, manteniendo oculta la estaca entre los pliegues de su camisón y con cuidado de mantener gacha la mirada.
Él no está aquí. —Deseaba agregar, «qué lástima que tengáis que informar a Lilith que habéis perdido a vuestra presa», pero esperaba guardar el secreto de que era una venator durante algo más de tiempo. Tan sólo lo suficiente para encontrar una oportunidad para utilizar la estaca que le quemaba en la mano.
Miente —dijo el Guardián, abriéndose paso entre los dos Imperiales. Su aliento silbaba igual que una humeante tetera maligna. —Puedo olerlo. Dígame dónde está o morirá.
Sebastian se removió detrás de ella, pero Victoria dio un paso a un lado y señaló hacia el largo corredor que se extendía a su espalda, estrechándose hacia las escaleras. Distracciones. Tenía que crear distracciones. Y tenía que lograr que se acercara lo suficiente como para poder clavarle la estaca. Tan sólo dispondría de una oportunidad.
¿Para qué quiere a Polidori? ¿Acaso no hay suficiente sangre fresca aquí mismo? —le provocó Victoria.
Los otros dos vampiros se apiñaron en el pasillo detrás de su líder. En una recóndita parte de su mente, la parte que no estaba centrada en la enorme mano que el Guardián tendía hacia ella, Victoria celebraba que ese pasillo fuera lo bastante amplio para que pudieran marchar en columna de a tres. El Guardián, gracias a su fornido cuerpo, impedía de manera efectiva a sus compañeros que avanzaran para lanzar un ataque.
Si tan sólo pudiera conseguir que recorrieran el pasillo, alejándose del cuarto donde se encontraba Polidori, tal vez Sebastian podría, de algún modo, ayudarle a escapar. Mientras ella ponía en práctica la estrategia del divide y vencerás, que era su única opción.
Cualquier otro pensamiento se desintegró cuando la mano del Guardián se cerró sobre su hombro y apretó. Lo tenía justo donde quería... lo bastante cerca para atacar. «No le mires», se recordó. Resultaría muy sencillo quedar atrapada por su cautivadora mirada.
Sintió aguijonazos en su tierno hombro, y desterró la incomodidad de su mente cuando él se inclinó y siseó con su amenazante voz grave:
Justo aquí hay fragante sangre fresca. ¿Debo darme un banquete con usted ahora mismo?
Victoria perdió el equilibrio debido al empuje de su mano cuando le sacudió el hombro, o de lo contrario la estaca podría haber encontrado su destino cuando ella se echó hacia atrás y se impulsó hacia delante.
En cambio, la afilada vara de cedro golpeó en su brazo como si ella la estuviera hundiendo en un muro de ladrillo. La sorpresa de tan repentino impedimento la dejó atónita, insensibilizando su brazo, y sintió un desagradable chasquido en su muñeca. Y dolor. Un punzante dolor sordo en su muñeca, torcida en un ángulo extraño. Victoria jadeó y se tambaleó hacia atrás, unos oscuros puntos nublaron su visión antes de sacudírselos de encima.
¿Qué tenemos aquí? —gruñó el Guardián, sus ardientes ojos se entrecerraron al bajar la mirada hacia Victoria, cuya cabeza le llegaba sólo hasta el hombro. Todavía mantenía fuertemente sujeto su hombro, pero ella se retorció y se apartó cuando él trataba de acercarla.
«No lo mires.»
Una muchacha valiente. Tal vez seas mi recompensa por un trabajo bien hecho.
Victoria se había desecho de los puntitos en su visión parpadeando, pero ahora, mientras trataba de centrarse de nuevo, quedó atrapada por la mirada del vampiro, como si hubiera tirado de ella hacia atrás cuando corría a toda velocidad.
El efecto de su hechizo fue inmediato. Sintió como si estuviera cayendo en un suave estanque de pliegues de terciopelo rosa. Su respiración se alteró, se hizo más lenta; sentía sus miembros como si fueran almohadas de plumas. El pulso en su cuello apareció. Podía sentir la sangre vibrar, ansiando el suave y mordaz mordisco que la liberaría.
Corría cálida por sus venas: cálida, caliente, hormigueante. Saltaba y se elevaba como si el vampiro ordenase al líquido de su vida que fuera hacia él, que retrocediera y avanzara con cada respiración. Su cuerpo tomó conciencia... vivo, pero insensible... atormentado, pero soñoliento... como si ella se volviera hacia el cuerpo de Phillip en la noche, parcialmente consciente, parcialmente excitada.
Su conciencia luchó débilmente, tratando de emerger con uñas y dientes, de romper el hechizo. Tenía que deshacer el influjo. Pero su influencia... la envolvía, como una corriente de agua repentinamente liberada y ansiosa por ahogarla. Victoria luchó... si lograba parpadear, hacer que sus ojos, secos y abiertos, se cerraran, aunque fuera por un instante... Sintió y escuchó movimiento en la lejanía, gritos... pero no podía responder. No acertaba a identificarlos.
Sus brazos se golpeaban entre sí como si alguien los estuviera moviendo, la estaca cayó de sus dedos flojos; algo duro chocó con su magullada muñeca... algo curvado y duro que estaba fuera de lugar... Su cabeza cayó hacia un lado, el calor de su hombro le entibiaba un lado del cuello, el otro lo sentía húmedo, frío y vulnerable.
Sus manos se agitaron como si pugnaran por apartarle, pero él estaba demasiado cerca... era demasiado fuerte. Su mundo se reducía a unos ardientes colores rosa y rubí. Una respiración caliente se aproximó, unos colmillos, hipnotizando y prometiendo alivio, brillaron, amarillentos, en la tenue luz.
Victoria sintió de nuevo el objeto duro y delgado bajo su manga cuando sus brazos fueron empujados hacia arriba contra su cuerpo, impotente, y de pronto tuvo un acceso de claridad. Era la ampolla de agua bendita.
«Pater noster.» Pensó. Luego lo dijo en voz alta. «Pater noster, qui es in caelis...»
Fue igual que la sacudida de un relámpago que cruzara su mente, un rayo de consciencia. Concentración. Había logrado algo en qué concentrarse.
Una grave carcajada reverberó cerca de su oído.
Ese a quien rezas no puede ayudarte ahora. —El vampiro estaba demasiado cerca; no podría lograrlo a tiempo, pese a que pareció tardar horas en acercarse... días. Sus dedos se movían torpemente, toscamente, él se acercó, Victoria luchó por parpadear, por romper la conexión; tiró de la ampolla.
Cuando sus miradas perdieron el contacto, cuando él se acercó ese último milímetro, la ampolla se soltó y ella buscó a tientas al tiempo que el suave pinchazo de sus colmillos rozaron su piel. Con su último resquicio de fuerza, Victoria dobló una rodilla y se inclinó hacia un lado, desenroscando el tapón de la ampolla. Victoria cayó, arrojando el agua bendita al vampiro en pleno rostro cuando éste se inclinaba a por ella.
El Guardián prorrumpió en alaridos y dejó de mirarla, llevándose las manos a los ojos, de los que provenía una cólera asesina. Victoria rebuscó la estaca que había dejado caer, pero antes de que pudiera dar con ella, avistó algo mejor.
El brillo de una espada que yacía próxima a sus pies: el arma de un Imperial que había caído y sido olvidada. Se abalanzó a por ella y se puso en pie, sosteniendo la pesada arma.
Con una rápida acción, semejante a la que había empleado para decapitar al demonio en El Cáliz de Plata, se alzó y asestó el golpe justo cuando el vampiro se disponía a avanzar hacia ella.
La cabeza del Guardián se seccionó, desintegrándose en polvo antes de caer al suelo.
Victoria giró, los últimos vestigios del control que había ejercido sobre ella desaparecieron, y de pronto se encontró en el presente una vez más. Vio, para su asombro, que Sebastian se había enzarzado con uno de los Imperiales con su propia espada.
Las hojas destellaban, resonando rítmicamente al tiempo que los dos esquivaban los golpes en el angosto corredor. Sebastian devolvía los golpes del Imperial uno a uno, las espadas chirriaban una contra otra al separarse. No se veía al otro Imperial; pero la puerta que daba a la otra habitación estaba abierta.
Victoria dudó por un instante, pero Sebastian gritó:
¡Ve a por Polidori! —Estaba perdido, y Victoria sabía que Sebastian moriría si se marchaba. Una espada era efectiva contra un vampiro sólo si se empleaba para decapitarle. Sin embargo, una espada podía herir a un mortal, mutilarle, o matarle en cualquier parte del cuerpo.
Sebastian no poseía la fuerza o la velocidad necesaria para igualarse al vampiro por mucho tiempo, Victoria ignoraba cómo había aguantado tanto. Era una bendición que el bajo techo hubiera impedido volar al Imperial y abatirse igual que un ave de presa, o la contienda habría terminado antes de comenzar.
¡Victoria! ¡Vete! —gritó, y ella tomó su decisión. Más tarde se preguntaría por qué Sebastian estaba dispuesto a ponerse en peligro. Agachándose con un movimiento grácil, tomó su estaca con presteza y, sosteniendo aún la espada, se lanzó como una flecha hacia un lado del Imperial.
Sin embargo no logró sobrepasarle, pues él la vio y se dio la vuelta al tiempo que lanzaba un último ataque destinado a atravesar a Sebastian y ensartar a Victoria después, gracias a su trayectoria en arco. El sonido metálico de tres espadas al colisionar fue gratificante aunque desagradable.
Aprovechando la oportunidad, Victoria giró, espada en mano, al tiempo que se deslizaba a un lado del vampiro, quien levantó su propia arma para hacer frente a Sebastian. Cuando Victoria se revolvió con todas sus fuerzas, asestando un golpe al vampiro, éste sujetó su propia espada con una sola mano, arreglándoselas para contener a Sebastian al tiempo que trataba de atraparla.
Victoria asestó un golpe con la espada, seccionándole el brazo al vampiro sin alcanzar el vulnerable cuello, y le rodeó para situarse a su espalda.
El brazo se separó de su cuerpo, convirtiéndose en polvo y siendo reemplazado por otro miembro en una abrir y cerrar de ojos.
Victoria agitó nuevamente la espada, percatándose de que Sebastian yacía hecho un ovillo contra la pared, y la levantó cuando el Imperial se disponía rápidamente a salir a su encuentro. Las espadas entrechocaron furiosamente, y se deslizaron una contra otra, separándose justo cuando alcanzaban su cénit. Ella elevó la suya, el vampiro la hizo descender, y la espada de Victoria se hundió en su cuello en el instante en que un lacerante dolor explotaba en su muslo.
Profiriendo un grito fruto de la determinación, sintió la liberación de toda su fuerza cuando la segunda estocada atravesó el cuello del vampiro.
Victoria se derrumbó en el suelo cuando el Imperial desapareció en la nada. La sangre le corría por el muslo, empapando su camisón de seda y formando un charco sobre el pulido suelo. Había ejecutado a su primer Imperial, gracias a la ayuda de Sebastian.
Se puso en pie de forma trémula y se dirigió a trompicones hacia Sebastian.
Cuando presionó la mano contra su pecho, deslizando los dedos por la abertura y sobre su cálida piel para palpar si respiraba o no, y echarle la cabeza a un lado para poder buscarle el pulso, él inspiró profundamente mientras se estremecía y se obligó a abrir los ojos. Sus ojos ambarinos chispeaban con fatigado humor.
Ahora no, Victoria... pero más tarde, te lo prometo.
Se apartó de él, todavía temblando, con una amplia sonrisa espontánea en los labios. Se levantó como pudo, satisfecha de que no estuviera a punto de expirar en el acto.
Uno debe tener sus fantasías —le dijo, luego sofocó un grito a causa del dolor que sentía en la pierna.
Sosteniendo aún la espada, pesada para su magullada muñeca, la utilizó para ayudarse de camino al cuarto en el que supuestamente se escondía el escritor. La puerta estaba abierta y pendía parcialmente de sus goznes.
El vampiro Imperial, el último que quedaba, bajó de la cama para encararse con ella. No tenía espada; la que Victoria llevaba debía de ser suya. Al mirar más allá de él, Victoria tuvo la impresión de que una tinaja de sangre se derramaba sobre el cuerpo que yacía allí, densa y acre. El olor del mal, de la muerte.
La pierna le ardía y la muñeca protestaba cuando alzó la espada en alto, pero el Imperial arremetió contra ella y detuvo la hoja. Ésta le golpeó en la palma de la mano, y la atrapó, plana, retorciéndola para arrebatársela de sus debilitados dedos y arrojándola al otro extremo del cuarto. Tenía el rostro encendido por la ira, con las comisuras de los labios manchadas de sangre, y los ojos ardiendo cuando la atacó de nuevo.
Victoria sintió que la levantaban y la lanzaban al otro lado de la habitación. Se golpeó contra algo duro y todo se volvió negro.
CAPÍTULO 07


En el que una inquietante pregunta queda sin respuesta.


El hedor de la muerte la despertó.
Victoria abrió los ojos, preparándose para entablar batalla de nuevo con el Imperial, empujando a Sebastian, que tenía la mano sobre su pecho y la miraba con ojos inexpresivos.
Se ha marchado —le dijo, retirando la mano pausadamente. —El vampiro.
¿Y Polidori? —Se apoyó sobre los codos, luego las palmas, y vio que su retorcido camisón tenía oscuras manchas rojas.
Está muerto.
¡No! —Empujó a Sebastian y logró ponerse en pie, dejando que él la ayudara después de que consiguió enderezar las piernas. Tenía el muslo derecho herido, le escocía, le dolía igual que si se lo estuviera aplastando una piedra, y sentía un cálido hilillo rodando y curvándose en torno a su tobillo. Se giró y vio la cama.
Sobre ella se encontraba Polidori, o lo que quedaba de él. Victoria había visto una carnicería semejante con anterioridad, pero no por eso resultaba más fácil de observar. Lo que habían sido rebeldes rizos negros estaban aplastados a un lado de su cara por la sangre reseca de tono parduzco, sus caderas torcidas hacia un lado y su torso hacia el otro. Lo que una vez fuera un camisón a rayas en tonos marrones había quedado destrozado por oscuras manchas rojas. Tenía la garganta abierta igual que la entrada a un profunda caverna, y tres marcas en forma de X, en recuerdo a las treinta monedas de plata que recibió Judas por vender a Jesús, habían sido esculpidas en su pecho.
¿El Imperial se ha marchado? No recuerdo qué ha pasado —dijo Victoria.
No estoy seguro... pero cuando entré ya no estaba. No has estado inconsciente mucho tiempo, y cuando yo me recuperé, escuché un fuerte ruido. Supongo que debiste de ser tú cuando golpeaste contra la pared. Debe de haberse ido por la ventana, porque entré nada más escuchar el golpe.
Entonces Victoria recordó.
Querías que salvara a Polidori... estabas luchando contra el Imperial y querías que yo te dejara. Podrías haber muerto.
Qué sorprendente giro de los acontecimientos, mi pequeña valiente, ¿hum? Bueno, puede que no fuera más que una casualidad; después de todo, tuve que intervenir cuando el Guardián estaba a punto de darse un festín con tu precioso cuello, porque el Imperial estaba justo detrás de él. Si no me hubiera enzarzado con él en una pelea a espada, habría sido tu fin... y entonces, ¿qué habría sido de nosotros?
En sus ojos brillaba una chispa burlona.
Por presuntuoso que parezca, imaginé que incluso yo podría contenerlo durante unos momentos. Y fue sin duda una casualidad que distrajera al Imperial el tiempo suficiente para que le cortaras la cabeza. Pero debo decir... —ladeó la cabeza con frialdad— que fue un alivio que rompiera el trance del Guardián. Por un momento me sentí un tanto preocupado. Parecías estar dispuesta a hacer todo lo que él deseaba, con los labios entreabiertos y los ojos cargados.
Victoria se acercó a la cama y echó una sábana por encima del cadáver.
No debería entrar nadie en esta habitación. Debemos ocultar lo que ha ocurrido esta noche —dijo mirando a Sebastian.
Yo me ocuparé de Polidori. Y de la habitación. Podemos quemarlo todo.
Mi doncella puede ayudarnos. Y tal vez yo pueda mandar a buscar a mi tía a Londres. Ella conoce un modo de... privar a la gente de sus recuerdos en situaciones como ésta.
Su disco dorado... sí, he oído hablar del amuleto giratorio que ayuda... esto... a acomodar lo que recuerda la gente. Eso sería de lo más útil. Si envías a buscarla ahora, podría estar aquí para mañana por la tarde. Seguramente podemos mantener a todos aquí hasta entonces. No sería prudente que lo sucedido esta noche se divulgara por todo Londres. Cundiría el pánico...
Por no mencionar un montón de supuestos caza-vampiros. Una vocación altamente peligrosa para alguien que no esté entrenado.
El la miró como si tratase de determinar si su comentario estaba o no dirigido a su persona.
Cualquiera puede clavarle una estaca a un vampiro —repuso con frialdad.
Si uno consigue acercarse lo suficiente —dijo Victoria. Miró de nuevo la carnicería sobre la cama. —Con todo lo que sabía acerca de los vampiros, cabría pensar que él se hubiera protegido de algún modo. Que hubiera llevado un crucifijo, una estaca... algo.
Un crucifijo no le habría servido de nada... Polidori era ateo. De modo que los relicarios religiosos, que nada significaban para él, no le hubieran proporcionado protección alguna.
¿Cómo se puede creer en el mal y en la condenación eternos sin creer también en el bien supremo? Lo uno no puede existir sin lo otro.
Sebastian se encogió de hombros.
Tú y yo sabemos que es así, pues hemos comprendido y experimentado este aspecto de nuestro mundo durante un tiempo. Creo que Polidori todavía intentaba aceptar que verdaderamente existe el mal en este mundo: el mal sobrenatural, inmortal e inherente.
Tal vez. Pero ¿por qué andaban tras él? Ibas a dejar que Polidori me pusiera al corriente... pero seguramente tú sabes algo.
Lo único que sé es que la Tutela se está sublevando en Italia, y que Polidori sabía algo acerca de ello y de su líder, Nedas. Algo que los vampiros necesitaban acallar, posiblemente alguna vulnerabilidad o debilidad secreta. O algún detalle sobre sus planes. Pero no me dijo nada más. No confiaba en mí. Me permitía estar con él porque no tenía otra alternativa, pero su confianza no era lo bastante sólida como para contármelo todo.
Victoria enarcó una ceja.
¿Pero sí habría confiado en mí?
En una venator. En la sobrino nieta de Eustacia Gardella. Sí, creo que lo habría hecho. Pero ahora... nunca lo sabremos.
Nedas. Esta noche ya lo has mencionado antes. Dijiste que estaba actuando deprisa; supongo que es un vampiro y no un demonio. ¿A qué te referías?
Sí, por supuesto que es un vampiro. De hecho, es uno de los hijos de Lilith. Y tan sólo quería decir que había encontrado a Polidori con mucha rapidez, y que había enviado a demasiados de sus hombres tras él; incluyendo al demonio y al vampiro con los que te encontraste en El Cáliz. —Sus labios se movieron nerviosamente. —No puedo creer que hayas tardado tanto en preguntarme.
Victoria dio un respingo.
Prefiero no ser predecible. Además, sabía que me estabas provocando, que querías que te preguntara... Sabía que tú, o Polidori, me pondríais al corriente a su debido tiempo. Después de todo, te tomaste muchas molestias para sacarme de mi habitación.
Sebastian entrecerró los ojos.
Hablando de habitación y de sacarme de ella... ¿por qué no estabas con Polidori cuando llegaron los vampiros? Tenía entendido que ibas a quedarte con él.
Iba de camino cuando me encontré con tu enamorado vizconde dando tumbos por la casa, de modo que me tomé un momento para conducirle a su propia cámara y comprobar que roncaba plácidamente en su cama antes de salir de su habitación. Para cuando hube terminado, los vampiros habían irrumpido en el vestíbulo y se dirigían a la recámara de Polidori. Este había seguido mi consejo y dormía en un cuarto diferente; no es que al final sirviera de algo.
Ahora veo por qué... eres tan ingenioso en lo que a eludir el peligro se refiere.
Es mejor mantener mi delicado trasero a salvo. —Sus palabras eran frívolas, pero en sus ojos se apreciaba cierto atisbo de temperamento. —Bien, deja que me encargue de este estropicio, y tal vez que tu doncella pueda atender esa herida en tu pierna... a menos que prefieras guardarlo en secreto y permitir que yo me ocupe de ella.
Mi doncella es perfectamente capaz, muchas gracias.
Victoria escuchó la ronquera en su propia voz y decidió que sería más prudente mantenerse bien lejos de Sebastian. Éste tenía el desafortunado don de provocar que el corazón se le acelerara y que los nervios se le pusieran a flor de piel. Sobre todo después de ver el modo en que había blandido la espada en combate con el Imperial. Había estado distraída, pero no se le había pasado por alto que sus movimientos era poderosos y gráciles.
Y aquí me tienes... siendo previsible. Parece que no puedo evitar serlo cuando estás cerca, Victoria.
Y la expresión de sus ojos le rebeló que no se sentía nada complacido por ello.




¿Cuándo —farfulló Victoria al tiempo que lanzaba una patada, impactando en el grueso escudo acolchado que llevaba su entrenador— me enseñarás qinggong? —Arremetiendo, acto seguido, con un puñetazo al pecho con igual ímpetu.
No obstante, Kritanu era demasiado ágil y se agachó, respondiendo al instante con una poderosa patada.
Debes dominar este kalari-payattu con la espada antes de que te enseñe a deslizarte por el aire y a saltar mientras peleas —repuso. —Y ésa ha sido una maniobra muy predecible.
Kritanu era uno de los Comitators: expertos en artes marciales, a quienes enviaban como protectores y ayudantes, así como entrenadores, para el venator que les estaba asignado. Llevaba décadas con Eustacia, y asimismo había estado actuando como entrenador de Victoria.
Victoria, que giró para esquivar el golpe, estaba un tanto irritada porque él pudiera pronunciar una frase entera como si nada, mientras que ella gruñía y respiraba laboriosamente. El hombre tenía más de setenta años, y ella veinte. Y no llevaba puesto el corsé, pese a llevar vendados los pechos.
Por no mencionar el hecho de que no deseaba que la tomaran como alguien predecible... tanto en combate como en cuestión de hombres misteriosos y encantadores.
Entonces, ¿cuándo exactamente comenzaremos a entrenar con la espada? —preguntó, atacando rápidamente con el puño en el pecho con rapidez discorde.
Verbena y ella habían regresado a Londres, procedentes de Claythorne, el día anterior, y Victoria había insistido en mantener al día siguiente una muy necesaria sesión de entrenamiento con Kritanu. De haber sido más veloz, si hubiera estado más preparada, ahora no tendría cuatro delgados arañazos en el cuello, allí donde el Guardián había estado a punto de hincarle los colmillos... ni le dolería la muñeca ni tendría un profundo tajo a lo largo de la cadera y el muslo infligido por el Imperial.
Había comenzado a sanar, naturalmente. Al cabo de una semana no sería más que un rasguño. Pero enfrentarse sola a un Imperial —pese a contar con la presencia de Sebastian, había estado, a todos los efecto, sola, —le había hecho darse cuenta de lo muchísimo que le quedaba por aprender, y del alto precio de haber pasado un año sin luchar contra los vampiros.
Mañana comenzaremos con la espada —repuso. Victoria se sintió complacida al reparar en que esta vez las palabras de Kritanu sonaban algo entrecortadas.
Bien —remarcó su satisfacción girando velozmente sobre un pie, siguiendo con un golpe bajo al plexo solar.
Kritanu exhaló suavemente tras el escudo, doblándose por la mitad. Pero cuando volvió a alzar la vista, estaba sonriendo.
Eso no ha sido predecible. —Acto seguido miró hacia el umbral de la puerta y se detuvo.
Victoria se giró y vio a su tía allí de pie.
Muy bien, cara —le dijo Eustacia, con una inclinación de cabeza. —Es difícil sorprender a Kritanu tal como has hecho. Vero, yo llevo años intentándolo. Bien, Wayren ha llegado. ¿Seréis tan a ambles de reuniros con nosotras en el salón?
Wayren eran una mujer alta y esbelta, que a Victoria le recordaba a una dama del Medievo. Tenía el cabello rubio claro, que llevaba suelto, cayéndole en suaves ondas sobre los hombros y llegándole casi hasta la cintura. Las dos veces que se había encontrado con ella, llevaba el mismo vestido pasado de moda: largo, sujeto holgadamente a la cintura con un cordón de cáñamo enlazado de forma intrincada, y con las mangas hasta la muñeca, que caían en forma de pico casi hasta las rodillas. La prenda era de color crema, pese a que el lino había sido tejido sin agregarle tintes o blanqueante alguno.
Se levantó cuando Victoria entró en la estancia y, para su sorpresa, la estrechó en un abrazo ligero aunque firme.
Celebro enormemente volver a verte, querida. Te felicito por el trabajo que hiciste con El libro de Antwartha. Gracias a Max, tengo entendido que eres la razón de que todo saliera tal y como fue. —La mujer, de edad imprecisa, parecía ser mayor que Victoria pero más joven que Eustacia, y tenía una figura tan esbelta que Victoria se sorprendió de la fuerza de su abrazo. —Pero sobre todo, lamento muchísimo lo de Phillip.
Victoria sabía poco de aquella mujer, salvo que Wayren y Eustacia se conocían y confiaban una en la otra desde hacía muchos años. Siempre tenía la sensación de que no le extrañaría en absoluto que la mujer viviera como una sílfide entre los árboles del bosque.
Esta vida que compartimos ya es bastante dura sin tener que perder a alguien a quien amas por su causa. —Wayren hizo que Victoria se separara de ella, pero mantuvo las manos sobre sus hombros, tomándose un momento para mirarla a los ojos, como si tratase de leer sus emociones. Wayren tenía los ojos de claro color azul grisáceo, y cuando se vio atrapada en ellos, Victoria sintió calma y sosiego, la sensación de que Wayren se preocupaba sinceramente por ella.
La mujer la soltó al fin, invitándola a sentarse en el sofá con una sonrisa afectuosa. Victoria se tornó tímida, sorprendiéndose de lo mucho que le conmovía el comprensivo recibimiento de una mujer a la que apenas conocía.
Eustacia había ocupado su asiento habitual junto a la mesita, con Kritanu en la butaca a su lado, y habló como si estuviera llamando al orden:
He puesto a Wayren al corriente de los acontecimientos acaecidos en Claythorne, y que junto con Sebastian Vioget, fuisteis capaces de atajarlo y evitar que el resto de invitados tuviera conocimiento de la causa y el motivo de la muerte de Polidori. Algunos dirán que murió envenenado, y otros que fue a causa de un accidente. Las historias contradictorias, junto con el borrado de memoria de los asistentes a la fiesta, ayudará a impedir que la tragedia llegue a oídos de la sociedad. Victoria, ten la bondad de explicarle a Wayren lo que Sebastian encontró. —Alzó una delicada taza de té y tomó un sorbo. —Le he hablado del amuleto y de cómo te topaste con él en El Cáliz de Plata.
Cuando Sebastian estaba preparando el cuerpo de Polidori, encontró un pequeño fajo de cuero con documentos. Eran notas acerca de la Tutela y su líder, Nedas. Sebastian me ha dicho que el amuleto era un nuevo símbolo del resurgir de la Tutela, motivo probable por el que Eustacia no lo reconoció. Wayren miró a Kritanu.
Como de costumbre, tu instinto era acertado. Recibí el mensaje de Eustacia en el que me decía que habías conectado el perro del amuleto con los hantu saburos, aunque no con la propia Tutela. Pero, naturalmente, los hantu saburos son vampiros que entrenan perros para que les lleve presas humanas fiara que se alimenten de ellas... ¿Y qué es la Tutela sino humanos que actúan como perros entrenados por Nedas y sus seguidores? —Sus claros ojos se entrecerraron con aversión. —Un símbolo apropiado, cuyo significado posiblemente es ajeno a los miembros que lo llevan... pero sin duda reconocido ahora por todos nosotros.
Kritanu inclinó la cabeza en reconocimiento a su cumplido, y se volvió hacia Victoria a fin de retomar la conversación y apartar la atención de él mismo.
Por lo visto, este resurgir de la Tutela está bajo el liderazgo del vampiro Nedas, quien, según palabras de Sebastian, es hijo de Lilith.
¡Ay! —Tía Eustacia levantó las manos. —Por supuesto. El hijo de Lilith, Nedas. Sabía que había escuchado ese nombre con anterioridad.
¿Cómo puede tener un hijo? —preguntó Victoria. —¿Acaso engendró? —Un calorcillo afluyó a su rostro, pero tenía que preguntarlo. Necesitaba comprender.
No en este caso, aunque es posible, pero no común, que un vampiro engendre. No, creo... creo que convirtió al padre del muchacho hace unos siglos, y que hizo de él su concubino. Este tenía esposa por aquel entonces, a quien Lilith no permitió vivir, y un bebé. Lilith hizo que el niño se criara con ella, y cuando alcanzó una edad satisfactoria para ella, también le convirtió, y ahora le llama hijo. Le ha dotado de grandes poderes, por supuesto, semejantes a los suyos.
Una vez la pregunta quedó contestada, Victoria prosiguió:
De acuerdo con las notas de Polidori, Nedas ha obtenido algo llamado el Obelisco de Akvan, y representa tal amenaza que Polidori, aterrorizado, dejó Italia. —Victoria miró a Wayren, contrita. —Sus notas resultaron complicadas de leer y divagaba en los trozos de papel, como si escribiera allá donde encontraba espacio.
La Tutela ha disfrutado de sus momentos de poder y gloria, y de épocas de debilidad y casi extinción. Hace décadas que dejaron de ser una amenaza; de hecho, la última vez fue tras los acontecimientos de Austria, cuando logramos detenerlos después de una horripilante masacre —dijo tía Eustacia con serenidad.
Wayren había estado escuchando atentamente, con las yemas de los dedos de ambas manos unidas y sin parpadear. Victoria imaginó que podía ver el pausado y concienzudo giro de los engranajes de su mente mientras pensaba. Luego introdujo la mano en la cartera grande de cuero que había dejado sobre la mesa al lado de su silla, hurgó en ella, y finalmente extrajo un pequeño manuscrito amarillento con las hojas dobladas.
Los bordes estaban rasgados y quebradizos, y estaba atado de forma sencilla con un cordoncillo de cuero cosido a lo largo de uno de los márgenes. El grosor del manuscrito no era mayor que el de un dedo, y su tamaño era dos veces la longitud de la mano de un hombre. Victoria acertaba a ver oscuros símbolos garabateados y escritos en alguna lengua que no pareció reconocer desde su posición aventajada, y que probablemente ni siquiera reconocería aunque mirase directamente las páginas. Parecía que Wayren hubiera sido bendecida con el don de leer toda lengua o jeroglífico que le era necesario, mientras que Victoria estaba limitada a saber inglés, italiano y algo de latín.
Wayren pasó las páginas con cuidado de una en una, ayudándose de un esbelto dedo para leer por encima, y pasaron algunos minutos hasta que dijo:
Ah, sí, imaginaba que estaría aquí. —Y alzó la vista. —El Obelisco de Akvan es una piedra grande en forma de lanza hecha de obsidiana que, según cuenta la leyenda, cuando se activa, le otorga a un demonio o vampiro la capacidad de invocar y controlar las almas de los muertos. Imaginad un ejército de muertos, no de vampiros, que ni siquiera necesitan alimentarse de la sangre de los humanos, sino de cuerpos vencidos, manejados por los hilos de sus almas, invocados de nuevo a la tierra desde la ultratumba. Sería devastador para nosotros tener que luchar contra un ejército con tal fuer/a y tan numeroso.
Bajó de nuevo la mirada al manuscrito, trazando amplios círculos con su largo dedo en torno a una imagen.
Según el libro, el Obelisco de Akvan fue un regalo que Akvan, el demonio de la montaña, otorgó a su amante, Millitka, que posteriormente fue convertida en vampiro. En un acceso de ira —pues, como ya sabes, demonios y vampiros son, por lo general, enemigos inmortales, —Akvan le arrebató el obelisco a Millitka y, durante su pataleta, lo arrojó a la tierra. Éste cayó tan lejos y tan profundamente que nadie pudo encontrarlo de nuevo. —Alzó la mirada. —Si Polidori estaba en lo cierto, y Nedas ha conseguido hacerse con él, habrá graves consecuencias para nosotros si lo activa... Si la leyenda es cierta.
El resto guardó silencio mientras Wayren devolvía su atención al libro, leyendo un poco más.
Es imposible destruir la piedra. Una vez que se activa y en manos de su amo, es infalible e indestructible. La activación cuenta con varias fases, pero una vez que se completan, no hay modo posible de detenerlo.
El Obelisco de Akvan es indestructible... Pero ¿y Nedas? ¿Se le puede matar? —inquirió Victoria.
Los ojos de Wayren se dirigieron con inquietud a Eustacia, y acto seguido retornaron a Victoria.
Si muriera, rompería la conexión entre él y el obelisco... pero no mermaría el poder de éste. Otro podría activarlo tal como él lo hiciera.
No obstante, estás en lo cierto, cara. Nedas debe morir. Debemos infiltrarnos en la Tutela, localizarle y acabar con él antes de que inicie la activación.
Nedas es un vampiro. Hijo de Lilith, de modo que es muy poderoso. Fuimos capaces de descubrir eso. Pero no teníamos conocimiento de qué es lo que había hallado en el Obelisco de Akvan —dijo Wayren.
¿Teníamos? —preguntó Victoria, pese a conocer la respuesta.
Max y yo. El creciente poder de la Tutela fue parte del motivo por el que regresó a Italia inmediatamente después de lo sucedido el pasado año.
Así pues, Max va a matar a Nedas.
Eustacia y Wayren se intercambiaron nuevamente la mirada. Esta vez, fue algo mucho más sutil. Lo captó, pese a que no debía ser así, pero no por nada Victoria era un Gardella. Algo no iba bien.
¿Qué sucede?
Poco después de que llegáramos a Roma, las mordeduras que Lilith le hizo a Max comenzaron a dolerle más de lo habitual —repuso Wayren. —Ya sabes que esas mordeduras nunca han sanado, y que ella las utiliza en su provecho; nada le gustaría más que tener a Max completamente bajo su control. Max siempre ha sido capaz de luchar contra ella, pero... desde que el año pasado volvió a morderle mientras tú robabas El libro de Antwartha, le resulta más difícil.
¿Dónde se encuentra Lilith ahora? —preguntó Victoria, recordando el terror que sintió al ver al poderoso Max tan indefenso bajo el influjo de la reina de los vampiros.
Me consta que está en su guarida en la montaña, oculta en algún lugar de Muntü Fagaras, en Rumania. Lleva allí desde que la expulsaste de Londres el año pasado, y no tengo motivo para creer que se haya marchado.
¿Y qué sucede con Max?
Como ya he mencionado, sus mordeduras se estaban volviendo más dolorosas, y desapareció de pronto durante varias semanas. Sé que regresó, pues Zavier, otro venator, le había visto, pero entonces me llamaron a París y hace más de ocho meses que no he logrado contactar con él.
Victoria sentía la garganta seca.
¿Qué crees que sucedió?
Wayren miró a Eustacia y seguidamente a Victoria.
No lo sé. Pero estoy segura de que Lilith está involucrada del algún modo. Su sombra es alargada, aunque no se encuentre en Italia, su influencia es grande. No estoy segura de que Max continúe con vida.
CAPÍTULO 08


De pisotones, cocheros charlatanes y ostentación.


Así pues, parte rumbo a Italia, ¿no es así, lady Rockley?
En efecto, así es, señor Starcasset —respondió Victoria. De hecho, en aquel momento se encontraría a bordo de un barco de no haberse retrasado su salida de Saint Heath's Row, a causa de una visita de los hermanos Starcasset. —Espero que me perdonen por no haber dispuesto de tiempo para informarles antes de partir. Mi viaje a Venecia es de carácter urgente, relacionado con la propiedad que mi anciana tía posee allí.
Por supuesto. Espero que todo esté bien. —George (después del episodio en sus habitaciones, nunca más sería capaz de pensar en él como en el señor Starcasset o, cuando heredase, como en el vizconde Claythorne), parecía sentirse afligido por su precipitada partida.
Victoria, espero de veras que no te sientas desconcertada por lo sucedido en Claythorne —intervino Gwendolyn, avanzando por el vestíbulo de Saint Heath's Row. A juzgar por la mueca de dolor que apareció en la cara de su hermano, era muy posible que no sólo hubiera acertado, sino que incluso hubiera metido el dedo en la llaga. Probablemente, le estaba bien empleado, pensó Victoria, pues se había sobrepasado en sus intentos por monopolizar la conversación con ella. —No sé cómo disculparme por el terrible susto que todos sufrimos aquella noche, Victoria. ¡Es impensable que algo así suceda en Claythorne!
No tiene importancia —la tranquilizó Victoria, dándole un apretoncito a su amiga en el brazo.
Gwendolyn, naturalmente, ignoraba lo sucedido, gracias al reluciente medallón de oro de Eustacia, que habían empleado para alterar los recuerdos de todos los invitados en Claythorne.
Y ahora, querida Gwendolyn, y G... señor Starcasset, lamento terriblemente tener que pedirles que se vayan. Mi carruaje espera, y el barco en que debemos viajar aguarda mi llegada inminente. —Victoria estrechó a su amiga en un abrazo de despedida, sobresaltándose al percatarse de que Gwendolyn era la única amiga que tenía de su misma edad. Otro recordatorio más de que el otro mundo de Victoria era muy distinto de aquel en el que moraba Gwendolyn.
Al igual que lo había sido para Phillip.
Tal vez, si hubiera utilizado el medallón de Eustacia con Phillip, las cosas habrían resultado de otro modo.
Victoria salió abruptamente de sus cavilaciones de remordimiento cuando George se inclinó sobre su mano enguantada para rozarla con los labios.
Cuando levantó la cabeza, alzó la mano de Victoria y se acercó, a fin de que únicamente ella escuchara sus palabras:
Su partida trastornará el cortejo que tenía previsto, lady Rockley. —Depositó un beso en la parte inferior de sus dedos, luego en las yemas. —Que Dios la acompañe, Victoria, si me permite la osadía de llamarla así... y si le place, agradecería que mantuviéramos correspondencia durante su ausencia. —El hombre no podía remediar que su pulcra y juvenil apariencia le hiciera parecer más un serio estudiante que un ferviente admirador. Pero, reconoció Victoria, pese a la amplia sonrisa y a la consternación que esbozaban sus ojos, era bastante encantador. Y a pesar de las circunstancias, Victoria se sintió sumamente complacida de contar de nuevo con la atención de un hombre. Había estado muy sola.
Gracias, señor —respondió. —No soy célebre por ser buena corresponsal, pero procuraré no decepcionarle. Y cuando regrese, tendremos que discutir sobre la idea de su cortejo. —Con una sonrisa que comprendió que era más coqueta de lo que había sido su intención, retiró su mano e inclinó la cabeza para indicarle a Filbert que abriera la puerta principal.
Hasta pronto, Gwendolyn. Te notificaré mi regreso sin demora.
Victoria se ocupó de que los hermanos Starcasset subieran sin contratiempos a su vistoso y resistente carruaje antes de que el hombre alto y fornido, que respondía al nombre de Oliver, le abriera la puerta del suyo.
Se sentó en su asiento después de que la puerta se cerrara a sus espaldas, y se dio cuenta de que no estaba sola.
¿Sebastian? Maldita sea, ¿cómo demonios has subido? ¡Y otra vez vas en mangas de camisa!
Ahí estaba él, apoltronado en el extremo del asiento frente al suyo. No había reparado en él al subir porque miraba su propio asiento, y porque Sebastian había sido lo bastante prudente como para no tener los pies en el suelo, donde sin duda los habría divisado al entrar.
Al menos, el hombre tenía el don de aparecer de improviso... y de forma completamente despreocupada.
Estaba sentado con las piernas extendidas a lo largo del asiento, la espalda apoyada contra una de las paredes del carruaje. Su sombrero de ala curvada descansaba sobre el regazo, sujeto por sus elegantes manos. Se había despojado de su oscura chaqueta, la cual pendía de un gancho por encima de sus pies. Le sonrió perezosamente mientras ella acomodaba con esmero el vestido en el asiento, tambaleándose levemente cuando el carruaje emprendió la marcha.
Por lo menos no es tan temerario como Barth —farfulló Victoria.
¿Quién? Ah... tu nuevo cochero. Sí, el tal Oliver es un tipo de lo más complaciente. Fue muy sencillo enviarle a hablar con el cochero del otro carruaje mientras tú intercambiabas afectuosas palabras de despedida con tu amante, George, quien, no me cabe duda, está desolado por tu partida de Inglaterra. Y como era de esperar, la acalorada discusión con el lacayo de los Starcasset me concedió la oportunidad de disponer del asiento libre de tu carruaje.
Naturalmente, ¿no estarás aquí para lamentar que nuestro cortejo quede en suspenso durante varios meses mientras esté en Italia? —repuso Victoria, tratando de evitar mirar esos labios. Recordaba demasiado bien su tacto; no necesitaba que le recordasen su forma.
Con Sebastian en el interior del carruaje, éste parecía mucho más reducido de lo que en realidad era, y de haber prestado mayor atención, en lugar de estar reflexionando sobre la inesperada visita de los hermanos Starcasset, al poner el pie en el carruaje no le hubiera pasado por alto el acusado aroma a clavo que impregnaba el aire.
No alcanzaba a comprender que tuviera conocimiento de su marcha rumbo a Italia a esa hora. Sin duda debía de tener cierta idea con respecto al motivo de su partida, pues había hallado las notas de Polidori, pero lo oportuno de su aparición, como de costumbre, era odiosamente perfecto. Era una bendición para él que hubiera enviado a Verbena por delante con el grueso de su equipaje y algunos muebles, a fin de arreglar su camarote; de lo contrario, hubiera tenido que hallar el modo de deshacerse también de ella.
¿Cortejo? Ése es un término algo fuerte para lo que tengo en mente.
Una vez más, Sebastian debía de haber escogido su posición expresamente con el propósito de que su rostro quedar amparado en las sombras. Tenía que proponerse muy seriamente reunirse con él a plena luz del día.
Sea lo que sea que tengas en mente —replicó con frialdad, —tendrá que demorarse mientras esté ausente. ¿A menos que tengas intención de llevarlo a término de camino al puerto?
Su ligera pulla le sorprendió a ella tanto como a él, a juzgar por cómo sus ojos se abrieron desmesuradamente y por la repentina sonrisa.
Bueno —dijo, bajando los pies y sentándose erguido, —no era ése el motivo de que me introdujera en tu carruaje, Victoria..., pero si insistes, me agradará enormemente darte el gusto.
Simplemente, trataba de comprender por qué habrías invadido mi carruaje ahora que me voy del país. No pretendía sugerir que lo secundaras.
Los ojos de Sebastian ya no estaban ocultos por las sombras; ahora podía ver su vivido color ámbar y el interés que se reflejaba en ellos.
Por supuesto que no, Victoria. Al menos, según tus palabras. El resto de tu persona dice lo contrario... No obstante, lamento informarte que pese a mi extremo interés en retomar donde lo dejamos el verano pasudo... en un entorno muy similar a éste —agregó, abarcando el interior del carruaje con un ademán. —No he invadido, según dices, tu carruaje por ese motivo. No deseaba hacerte una visita por temor a que me viera...
¿Quién?
El se encogió de hombros, extendiendo aquellas manos esbeltas, que tenían el aspecto de no haber trabajado ni un solo día en toda su vida.
Cualquiera. No sé quién o qué está al acecho, y pensé que lo mejor era que continuáramos, a todos los efectos, sin conocernos.
Me parece que no es más que una mera excusa para seguir encontrando un modo misterioso de aparecer de repente. —Victoria miró por la ventana. —Casi hemos llegado al puerto. Si hay algo que desees decirme, éste sería un buen momento para dejar de divagar, Sebastian.
Me encanta escucharte pedir de un modo tan agradable. Quizá si me niego, ¿me lo suplicarías? No lo creo. —Se recostó nuevamente en el asiento. —Olvidé contarte otra cosa que descubrí acerca de Polidori cuando me ocupé de todo. Llevaba la marca de la Tutela. Era miembro.
¿La marca?
Un símbolo grabado en la piel. Se denomina tatuaje, y se realiza con tinta y es imposible de borrar. En la parte superior del brazo llevaba el símbolo de una ornamentada «T» con una serpiente entrelazada, el símbolo histórico de la Tutela. El perro que figura en el amuleto es el símbolo de un nuevo resurgir en Italia.
Ahora comprendo. Los vampiros y demonios perseguían a Polidori porque había dejado la Tutela y temían que revelara sus secretos. Tal vez sabía más sobre el Obelisco de Akvan de lo que escribió en sus notas.
Eso creo. —Echó un vistazo por la ventana y seguidamente miró de nuevo a Victoria. —No me informaron de que era miembro de la Tutela cuando me pidieron que le ayudara a regresar a Inglaterra. No lo descubrí hasta después, cuando dispuse del cadáver.
Pero eso significa que bien podría haber sido quien dejara el amuleto en Claythorne.
Eso me parece... a menos que hubiera allí otros miembros de la Tutela. Pero de ser así, no se habrían asustado tanto a causa de los vampiros. Y otra cosa más. Pese a que no estoy seguro, sospecho que Byron podría también ser uno de ellos.
Lord Byron... sí, eso puede tener sentido. Byron y Polidori eran amigos íntimos, y luego, de repente, ya no son amigos y Polidori se marcha de Italia.
Trabar amistad con Byron podría ser el acceso que necesitas para dar con la Tutela, pues tal vez ése sea el único motivo de que te marches a Italia. A menos que quieras visitar a tu colega Maximilian.
Victoria le miró.
¿Sabes algo de Max?
Sé mucho acerca del hombre... ¿Qué te gustaría saber?
La estupidez no te favorece —espetó. Podía oler a pescado, la cercanía del mar, y escuchar el graznido de las gaviotas. Habida cuenta de la naturaleza del viaje, tía Eustacia había reservado pasaje en un buque carguero que se dirigía directamente a Italia, en lugar de un paquebote que les llevaría de Dover a Normandía y precisaría de un viaje por tierra a través del continente. Tenía la sensación de que le concedería el anonimato de cualquier miembro de la Tutela, y haría que fuese menos probable que les siguieran o, si no, que les interrumpieran durante la travesía.
Hace meses que mi tía no sabe nada de Max. Ignoro cómo o de dónde sacas la información, pero si sabes algo de él, desearía que me lo contases.
Siempre quieres algo de mí, ¿no es cierto? —Entonces, los últimos vestigios de humor se esfumaron de su rostro. —Me preguntaba por qué no era él quien se encargaba de los problemas con la Tutela. No he oído nada, pero eso no significa que no haya nada que oír. ¿Temes que esté muerto?
No lo sé. Mi tía dice que lleva más de ocho meses sin ponerse en contacto. Bueno, ya hemos llegado —dijo Victoria, mirando por la ventana. —Gracias por darme esta información, Sebastian. Aceptaré tu sugerencia y comenzaré con Byron cuando llegue a Venecia. Podrías haberme enviado una nota, en lugar de tomarte la molestia de visitarme en persona.
Sebastian esbozó de nuevo aquella sonrisa.
Pero resulta verdaderamente difícil dejar pasar una excusa para verte.
Victoria le lanzó una mirada fulminante, y acto seguido, apartó la vista, esforzándose al máximo por ignorar las profundas sensaciones turbulentas de su estómago.
Estoy segura de que pasaste toda tu conveniente ausencia del pasado año languideciendo.
No... Te estaba concediendo tiempo para llorar tu pérdida.
Esas palabras, llanas y escuetas, hicieron que volviera a levantar la mirada hacia él. Sebastian se había aproximado, al parecer; tal vez estaba sentado en el borde de su asiento, tal vez se estaba inclinando hacia delante... o tal vez el carruaje simplemente había vuelto a encoger.
No parecía estar aguardando su respuesta, o contener el aliento a la espera de su reacción. Simplemente la estaba mirando como si deseara llenarse los ojos con su semblante. Victoria se sobresaltó al percatarse de que le temblaban los dedos y, tras bajar la vista, se los sujetó en el regazo.
Desde luego, no esperaba semejante sensibilidad por tu parte —dijo, manteniendo un tono de voz firme.
De pronto, no deseaba marcharse. Venecia sería un lugar solitario, tan sólo estarían Verbena, Oliver y ella, y tía Eustacia, naturalmente; pero no iba a vivir con su tía. Debían fingir no conocerse, por temor a que la Tutela identificara a Victoria como a una venator.
No confiaba plenamente en Sebastian, pero tenían cierta afinidad. Al menos él le hacía sentir... algo. Viva. Atractiva.
Y cuando Sebastian la miraba tal como hacía en esos momentos, le hacía sentir que era algo más que una cazadora, que una guerrera.
No deseo decepcionarte, querida mía —dijo con sequedad, —pero mi benevolencia fue más interesada de lo que podrías pensar.
Hacía bastante tiempo que el carruaje se había detenido, y Victoria podía sentir las sacudidas y traqueteos causados por Oliver mientras bajaba del vehículo lo último que quedaba de su equipaje. Escuchó los gritos y voces, los golpes causados al retirar la carga y dejarla sobre el muelle sin demasiadas contemplaciones.
Victoria miró a Sebastian, vio el modo en que la expresión de su rostro se tornó inescrutable, y se preguntó qué era lo que ocultaba en esta ocasión. Quizá la intensidad de los sentimientos verdaderos era demasiado para él. Enarcando una ceja, siguió su ejemplo y respondió:
¿Interesado? ¿Tú? ¡Jamás lo hubiera creído!
Por supuesto. La razón, naturalmente, era que no podía esperar... recompensa... por mis servicios y ayuda hasta que algún provechoso suceso se presentara. Tal como sucedió con Polidori, y ahora.
Victoria sintió el rubor ascender desde sus senos a su garganta. Impidió su avance rodeándose de un aura de irritación.
¿Deseas una compensación por la información relativa a Polidori?
¿No hemos tenido siempre tal acuerdo?
Dicho acuerdo era tuyo, no mío. ¿De qué se trata... deseas ver mi vis bulla una vez más?
Él esbozó una sonrisa tan feroz que Victoria sintió una acusada punzada en el vientre.
Ya lo he visto, y besado, como bien sabes. —Las palabras, el recordatorio, parecieron consumir el aire del carruaje. Victoria sintió que se le humedecían las palmas de las manos y que el rostro se le acaloraba. Su voz igualaba su sonrisa. —De hecho, mi precio ha subido.
Debes de estar bromeando. —Hubo de escudarse en la indignación a fin de disimular las diversas y terroríficas emociones que se apoderaban desenfrenadamente de su ser. Todo le era esquivo, palabras, argumentos, y lo único que se le ocurrió decir fue: —¡Estoy a punto de tomar un barco rumbo a Italia! —Sus palabras apenas podían oírse en medio de los graznidos de las gaviotas y las voces de los marineros.
Con placer aceptaré un pago menor. —Apenas había pestañeado durante los últimos momentos, manteniéndola clavada en el sitio con la mirada. —Estoy convencido, basándome en tus pasadas demostraciones, que no te resultará nada arduo.
Victoria podría haber discutido, podría haberle devuelto la burla, podría haberse sentido ofendida... pero no hizo nada de lo anterior.
Eligió no hacerlo de forma deliberada; prefirió hacerse con las riendas, tal como, en otros aspectos de su vida, se había acostumbrado a hacer.
Su respiración pareció acelerarse, llenando sus pulmones mientras se acercaba a él. Se separó del asiento, tendió los brazos hacia sus hombros, asiéndose con los dedos al fino paño de lino que le envolvía.
Sebastian sabía al clavo que perfumaba su ropa, y lo sentía suave, escurridizo y peligroso. No fue un beso simple, un delicado roce de labios. No fue tierno ni dubitativo. Fue un beso cálido y urgente, la liberación del deseo controlado.
Cuando Victoria recobró la compostura, rompiendo la conexión, descubrió que le separaban escasos centímetros de su rostro, y que la sujetaba por la nuca. Sebastian la miró con una expresión extraña, luego la liberó del abrazo con que rodeaba la parte superior de sus brazos.
Servirá como aperitivo. —Pese a la ligereza de sus palabras, su voz surgía entrecortada, como la llama de una vela en medio de un charco de cera. —Esperaré con impaciencia cobrar el resto.
Victoria se atusó su cabello rojizo, despeinándolo más con sus temerarios dedos.
Mucho tendrás que esperar para eso, Sebastian. —Y se apeó del carruaje.
CAPÍTULO 09


En el que la señora Emmaline Withers enoja a una condesa italiana.


Venecia, según descubrió Victoria, no estaba en su momento más agradable durante los últimos meses del verano. Pese a ser finales de septiembre cuando por fin llegó, todavía hacía calor y sol. La propia ciudad, con la forma de un gran pez, cuya cola apuntaba al mar Adriático, evocaba delicias y serenidad con sus góndolas deslizándose por los canales. Pero el hedor a residuos que desprendía el agua empeoraba a causa del calor.
Y yo que despotricaba de la peste en Londres cuando hace calor —se quejó Verbena, asegurándose de que el bolso de mano de Victoria contuviera un vial de agua salada bendita. Desde que su señora había sido mordida por un vampiro y la herida tuvo que ser tratada con ella, Verbena había hecho suya la responsabilidad de cerciorarse de que Victoria siempre la llevara. —¡Esta ciudad es peor! ¡Caramba, con los peces muertos flotando en las calles, la mugre de las algas marinas y esa apestosa cosa verde que crece sobre el agua, no se me ocurre por qué nadie querría vivir aquí en verano! Pero ese Oliver dice que no está tan mal, y piensa que la ciudad no huele mucho peor que una granja. Bueno, menudo granjero. Seguro que se ha dejado la nariz en la granja de Cornwall.
Meneó la cabeza y volvió a dejar el bolsito de Victoria sobre el tocador.
Sigo sin entender por qué mi primo Barth no ha dejado su carruaje a cargo de alguien y se vino con nosotros, en lugar de enviar a su amigo Oliver. Puede que no sea el mejor cochero, Oliver tiene algo más de cuidado, en mi opinión, pero tiene la cabeza sobre los hombros cuando se trata de vampiros. Lleva su cruz, agua bendita y una estaca. Hubiera sido un hombre más que este ingenuo granjero.
Oliver parece un tipo dulce, para ser tan grande como es —aventuró Victoria. —¿Acaso te ha dado algún problema?
¿Problema? No, qué va, señora, es lo último que haría. Lo que pasa es que es demasiado complaciente. Siempre pregunta qué hay que hacer, en qué puede ayudar. Diría que es un muchacho ingenuo del campo y que nunca antes había estado en la ciudad, y eso se ve. —Verbena se había situado detrás de su señora y comenzado a cepillar su larga cascada de rizos. —Me estremezco sólo de pensar qué sucedería si ve un vampiro... ¡Seguramente le invitaría a tomar el té! Hum. Ahora bien, en cuanto a su debut de esta noche, debemos cuidarnos de que luzca lo mejor posible, milady. Voy a colocar al menos dos estacas en su cabello, por si acaso se tropieza con un vampiro. ¡Quién sabe si no estarán rondando esta noche!
No he sentido su presencia desde que llegamos —repuso Victoria. —Ni una sola brisilla helada en la nuca, salvo la que procede del mar. Comienzo a preguntarme si la Tutela se encuentra de verdad en Venecia. Y ¿acaso no te aseguras siempre de que tenga el mejor aspecto? —agregó Victoria con una sonrisa afectuosa.
Esta noche estaba de buen humor, por primera vez en mucho tiempo se sentía con ganas de divertirse en un evento social. Su primera semana en Venecia había sido tediosa y frustrante. Había tenido que instalarse, anunciar su presencia a todos y cada uno de los ingleses expatriados y esperar a que llegaran las invitaciones.
Por las tardes, se había visto obligada a quedarse en casa y a practicar su kalari-payattu en el salón, pues no conocía la ciudad lo suficiente como para patrullar en busca de vampiros. Y existía la complicación añadida de que la mitad de las calles no eran tales, sino que se trataba de canales.
Pero al fin habían pedido a Victoria que asistiera a una reunión nada menos que en casa de lord Byron. No había esperado contar con tal aceptación en tan poco tiempo: una invitación para tomar el té por aquí, otra para una cena por allá, antes de establecer cierta conexión con Byron. Pero, al parecer, mencionar el prematuro fallecimiento del doctor Polidori le había hecho granjearse el acceso al círculo de Byron que necesitaba.
Ya sabe que me esfuerzo cuanto puedo, milady —dijo Verbena. —No es que sea difícil conseguir que esté hermosa. Tiene una piel preciosa, igual que una bonita rosa pálida, y unos grandes ojos castaño verdosos. ¡Y todo este pelo! ¿Quién podría encontrarle defectos a este cabello?
A veces he pensado en cortármelo —confesó Victoria mientras su doncella dividía su cabello en partes para realizar su peinado. —Me molesta cuando lucho.
¡Sabe que no puede! —exclamó Verbena, sus ojos azules miraban desorbitados igual que acianos en plena floración. —No lo consentiré, milady. Hallaré la forma de peinarlo de modo que no se le venga a la cara. Y, además... si se lo corta, ¿cómo podrá colocarse en él las estacas? ¡No habrá nada que recoger con ella si lo lleva corto! Ya sé que algunas damas lo hacen, pero no dejaré que mi señora lo haga.
La cháchara de Verbena no cesó mientras terminaba de peinar y vestir a Victoria. Aquello era perfecto para su señora, pues le permitió sumergirse en sus meditaciones en silencio, tan sólo interrumpidas por algún que otro tirón en su cabello o alguna horquilla demasiado tensa, o alguna indicación como «ahora, póngase en pie», o «levante los brazos, milady».
Por desgracia, sus pensamientos divagaron hacia el centro de aquel último interludio en el carruaje con Sebastian, y en el modo en que la había mirado cuando le dijo «Te estaba concediendo tiempo para llorar tu pérdida».
Incluso ahora, recordar aquella mirada hizo que sintiera el estómago igual que si fuera una bola de masa siendo amasada. No es que alguna vez hubiera hecho tal cosa, pero cuando era joven, había visto hacerlo a Landa, la cocinera de Grantworth House, con un brío y entusiasmo tal, que prefería pensar que ésa era la sensación que sentía en el estómago.
Pero nunca dejaría de llorar esa pérdida, no del todo. El dolor remitiría, continuaría con su vida —ya lo había hecho, en cierto modo, —pero el dolor jamás desaparecería por completo. De alguna forma, siempre le marcaría.
Si ella fuera diferente, tal vez encontrara a alguien a quien amar de nuevo. Las viudas lo hacían; no era nada insólito. Sospechaba que su madre sentía ahora cierto «afecto» por lord Jellington, tres años después del fallecimiento del padre de Victoria.
Pero Victoria no podía esperar que eso le sucediese a ella.
Sin duda, la mayoría de las personas que perdían a un ser querido sentían que jamás querrían volver a amar. Que nunca desearían sufrir ese horrible dolor de la pérdida. Pero «podían» amar de nuevo, cuando el dolor remitiera. Serían capaces de ello.
No así Victoria.
Bueno, sí que podía. Era posible y, tal vez, incluso probable que algún día el amor volviera a cruzarse de nuevo en su camino, mientras aún fuera joven y atractiva, y si su respuesta a Sebastian era indicio de ello, agradecía que los hombres la considerasen así.
Pero era una venator. Su vida era un mosaico de peligros y engaños, de noches de patrulla, de incesante cacería, violencia y enfrentamientos con el mal. Una maldad superior al que la mayoría de las personas jamás se enfrentarían.
Amar a alguien pondría a esa persona, y a sí misma, en peligro, dividiendo su atención. Las mentiras, el subterfugio y el estilo de vida desgajarían y erosionarían cualquier posibilidad de encontrar la felicidad que pudiera imaginar.
No podía «permitirse» amar... o, peor, mucho peor, «ser» amada.
Las últimas palabras que le había dirigido a Max habían sido para decirle que tenía razón. No se había equivocado al decir que no debía haberse casado con Phillip por todas las razones que ahora conocía. Victoria nunca dejaría de llorarle porque nunca sería capaz de perdonarse por haberse casado con él, a pesar de todo.
Sin embargo, añoraba la sensación de tener los labios de un hombre sobre los suyos, la firmeza de su abrazo. El olor a masculinidad y la amplitud de sus hombros, la aceleración de su pulso cuando un hombre atractivo la miraba como si deseara devorarla por entero mientras conversaban acerca del tiempo o, como en el caso de Sebastian, sobre una sociedad secreta de protectores de vampiros.
No tenía por qué casarse, ni siquiera amar, para encontrar placer con un hombre. Ahora era viuda, experimentada en el amor y más aún en la vida de lo que eran la mayoría de las mujeres de la edad de su madre.
Cuando se encontrara sola, «podría» buscar la compañía de un hombre. De forma selectiva, por supuesto, y con discreción. Sin el vínculo emocional que podría ponerles a ambos en peligro.
Puede que fuera una venator, una viuda, un par de la sociedad. Pero todavía era, y siempre sería, una mujer.




Ser presentada en Villa Foscarini era una experiencia del todo atípica para Victoria. Llegar a una pequeña fiesta, donde no conocía a nadie, sin un acompañante masculino, completamente sola, era algo imposible de realizar entre la alta sociedad de Londres sin que muchas cabezas se giraran y sin dar pábulo a incalculables habladurías sobre la falta de decoro.
Pero tía Eustacia le había explicado que la sociedad italiana era bastante más permisiva que la inglesa, y que sus principios morales eran mucho más relajados de lo que solían ser los de la reina Victoria. Y que la pequeña camarilla de expatriados ingleses que conformaban el reducido círculo social de lord Byron era aún más indulgente con respecto a las reglas establecidas.
Pese a todo, resultaba sumamente extraño ser anunciada como la señora Emmaline Whiters y enfrentarse al mar de rostros que le eran desconocidos.
En un esfuerzo por mantener en secreto su identidad como venator, Victoria había aceptado la sugerencia de Wayren de utilizar un nombre ficticio durante sus andanzas en la sociedad italiana. Lilith sabía sin lugar a dudas quién era ella, y pese a que muchos de los vampiros con quien podría toparse sí reconocerían su nombre, no así su aspecto. Por tanto, si Victoria iba a introducirse en la Tutela, debía cuidarse de no ser descubierta.
Las consecuencias, tal como decía Eustacia, eran indiscutibles.
¡Señora Whiters! Cuánto nos complace que pueda asistir a nuestra pequeña fiesta. —Un hombre vivaz, de cabello negro más ensortijado y rebelde incluso que el de John Polidori, se levantó de golpe de su asiento y se acercó a saludarla, suavizando su cojera tanto como le fue posible.
Así pues, aquél era lord Byron y, si todos los rumores eran ciertos, un amante extraordinario.
Sin la menor duda, tenía un cabello precioso. Y una frente despejada. Pero era bastante bajito.
Y tampoco existía el menor asomo de duda de que estaba sumamente encariñado con la deslumbrante pelirroja que avanzó tras él a saludar a Victoria.
Lord Byron, le agradezco enormemente su amable invitación. ¡Llevo poco más de una semana aquí y comenzaba a preguntarme si volvería a asistir de nuevo a otra fiesta! Qué tedioso ha resultado, y qué fiesta tan encantadora tiene. —Realizó una breve reverencia, tendió su mano y sonrió a la mujer, a la espera de que Byron se encargara de las presentaciones.
Mi amor, te presento a la señora Emmaline Withers, una amiga de John. Al parecer, tuvo la mala fortuna de asistir a la fiesta campestre en la que falleció hace unas semanas. Señora Withers, le presento a Teresa, condesa Guccioli. ¡Bien, retomemos nuestra lectura!
Con lo que sólo podía ser descrito como una floritura, el poeta retornó al grupo de sillas ocupadas por otras siete u ocho personas.
Es bastante reacio a que le interrumpan mientras lee una de sus obras —le dijo Teresa a Victoria con una sonrisa afectuosa. —Es un placer conocerla, señora Withers. Tengo entendido que ha venido a visitar mi hermoso país mientras se recobra de la muerte de su esposo. Lo lamento enormemente. Aunque hay momentos en que uno desearía deshacerse del propio cónyuge. No obstante, estoy convencida de que Venecia le resultará un lugar encantador para celebrar que le hayan dejado una bonita suma, sin un esposo que la acompañe. Bien, venga por aquí y permita que le encontremos un asiento próximo a alguno de nuestros apuestos jóvenes.
Fue una suerte que Eustacia le hubiera puesto sobre aviso con respecto a la condesa Guccioli, o podría haberse sentido profundamente ofendida. Teresa y Byron llevaban dos años enamorados y cohabitando, parte del tiempo en el Palazzo Guccioli, aun cuando el esposo de la condesa estaba presente. Eso, decía Eustacia, era indicio de una de las grandes diferencias entre la visión italiana e inglesa sobre el matrimonio.
En Italia, uno se casaba según el criterio de los padres y se buscaba un amante. Se trataba al amante con el respeto y fidelidad que la mayoría de los ingleses reservaban para sus cónyuges; al menos, a primera vista. Por consiguiente, Teresa Guccioli no se diferenciaba mucho de tantos de sus paisanos, pero tenía una forma descarada de expresarlo.
Victoria tomó asiento sobre una butaca de brocado y se dispuso a escuchar, junto con el resto, durante más de treinta minutos, mientras Byron terminaba de leer una de sus últimas estrofas. Victoria no era una mujer a quien le agradara demasiado pasar largos periodos de tiempo sentada escuchando poesía, no más de lo que le agradaba escuchar música y mantenerse ociosa, pero se las arregló para resistir y aparentar estar disfrutando. No era el caso de que las estrofas fueran poco refinadas o carentes de interés, lo que sucedía era que Victoria tenía una misión que llevar a cabo, y de ninguna forma podía dedicarse a intentar descubrir si Byron era miembro de la Tutela mientras leía acerca de puestas de sol y de vaporosas faldas de diosas.
Finalmente, concluyó la parte de lectura de la fiesta, y si el resto del grupo estaba tan encantado como ella, no lo mostraron. Todos se pusieron en pie y comenzaron a disgregarse en pequeños grupos mientras se servían bebidas y deliciosos aperitivos.
Victoria conversó brevemente con Teresa antes de que la llamaran para echar un vistazo a un cuadro de iniciación de uno de sus amigos. Victoria vio a lord Byron salir de la estancia, con la cojera ciertamente acusada, y se encaminó hacia la entrada.
Uno debía volver a entrar por donde salía.
Y así lo hizo él, poco después, y en ese momento, Victoria captó su atención.
Señora Whiters, espero que esté pasando una velada agradable. Algo menos convencional que la sociedad, ¿no le parece?
En efecto, cuánta frivolidad hay por aquí. Lo estoy pasando estupendamente.
Espero que no le importe que le pregunte cómo se encontraba mi amigo John cuando lo vio por última vez. Me sentí desolado al enterarme de su horrible defunción.
La chispa en sus ojos y el modo en que gesticulaba con su copa de chianti contradecían su sentimiento, pero Victoria estaba más que dispuesta a proceder. Al fin y al cabo, también ella tenía un papel que interpretar.
El doctor Polidori estaba sano y feliz la última vez que lo vi. Nos encontrábamos en una fiesta campestre en Claythorne, y... bueno, ya sabe lo del accidente. No deseo hablar de eso, pues fue realmente horrible. Pero mantuvimos una grata conversación acerca de los vampiros. —Su voz descendió casi a un susurro al pronunciar la última palabra, acercándose a él y proporcionándole deliberadamente una vista de su pronunciado escote.
Byron lo notó y, asiéndole suavemente la muñeca, retrocedió, sin apartar la mirada de su pecho, el cual, bien sabía Victoria por anteriores experiencias, era muy apreciado por el sexo opuesto. Victoria reparó en que a espaldas de Byron había un pequeño habitáculo cubierto con una cortina. Dejó que él la arrastrara suavemente detrás de las cortinas mientras, con discreción, se retiraba el chal con el que Verbena le había cubierto el escote. Todo por la causa.
Tan sólo esperaba que la condesa Guccioli no se percatara. Enfrentarse a los vampiros era una cosa, y otra muy distinta que una condesa italiana celosa se abalanzase sobre ella.
Fue tan fascinante —prosiguió Victoria, abriendo desorbitadamente los ojos y liberando su muñeca con delicadeza. —¡Vampiros! Creo —susurró de nuevo, obligándole a acercarse para escucharla— que el doctor Polidori estaba realmente convencido de su existencia. ¡Imagine eso!
¡No me diga! —repuso Byron. Victoria jamás se había sentido tan agradecida de llevar un escote pronunciado como en esos momentos. El hombre estaba medio achispado y bastante distraído por la cantidad de carne que ella mostraba desde que se había quitado el chal. Aquél, claro está, era uno de los beneficios de ser viuda, a diferencia de ser una doncella inocente.
Estaba segura de que podría formularle cualquier pregunta y él respondería.
Debió de resultarle una gran contrariedad que todos pensaran que había escrito usted El vampiro cuando se publicó.
No tuvo importancia. No tardé en enmendarlo. Pese a que la idea de la historia era mía, no me molestó que John la estropeara. ¡Mira que inspirarse precisamente en mí para lord Ruthven! —rio entre dientes, trastabillando hacia ella, ignoraba si de forma deliberada o no, y asiéndose levemente a su pecho.
Victoria le aferró la mano y se la retiró con suavidad, pero continuó sujetándole con firmeza, posándosela sobre su hombro desnudo y la parte superior de su pecho. Una zona mucho más segura, y un movimiento planeado para que continuase demasiado distraído, pero sin sentirse desairado. Resultaba extraño tener la mano de un hombre sobre su piel, sobre todo de un hombre a quien no conocía.
Pero no pensó en ello. Nadie lo vería, y si eso le ayudaba a obtener la información que necesitaba, lo resistiría.
Considero que usted sería un vampiro encantador —le dijo, riendo tontamente de un modo más propio de una debutante que de una viuda «mata-vampiros». —Tan oscuro y peligroso... No estará a punto de sacar los colmillos y morderme en el cuello, ¿verdad?
Él sonrió de manera lasciva, un grueso mechón de rebelde cabello negro cayó sobre su frente, fundiéndose con sus cejas y jugueteando con sus ojos. No parecía peligroso en absoluto; más bien un tanto bobo, con su pálida piel y sus labios demasiado femeninos. —Y si así fuera, ¿se pondría a gritar y huiría... o dejaría que lo hiciera?
Dejaría que lo hiciera.
Sus pupilas se dilataron, tornándose negras como la noche, y sus dedos se agitaban sobre su piel desnuda.
Señora Whiters... me tienta enormemente.
Pero —dijo, retirándole la mano con destreza y haciéndole retroceder suavemente, sacudiendo la cabeza, —los vampiros no existen... ¿no es así? Es una verdadera lástima, pues pienso que son terriblemente románticos.
¿Románticos? —Parecía desconcertado, como si no estuviera seguro de cómo había pasado de estar tan cerca de su presa a estar separado sin tan siquiera un golpecito o forcejeo.
Me encantaría conocer a uno. A un vampiro. Dígame... ¿ha conocido a alguno? Pues, después de hablar con el doctor Polidori, estoy convencida de su existencia.
Él la miró con la mirada un tanto más clara.
Se moriría de miedo si conociera a uno, señora Whiters, estoy seguro.
No, por cierto, ¿por qué iba a ser así? Ellos tan sólo desean sobrevivir, y no tienen la culpa de tener que tomar sangre fresca para vivir. Así es su naturaleza. —Curvó los labios en una sonrisa prometedora. —Creo que debe de ser muy... erótico... que dos colmillos se hundan en mi cuello.
Byron había dado un paso atrás, alejando sus manos de cualquier proximidad con ella. Parecía esperar que Victoria sacara los colmillos de un momento a otro.
Para ser honesto con usted, mi querida señora Whiters, no me sorprendería que existieran. Pero, por desgracia, nunca he visto uno —tosió. —Creo, no obstante, que está en lo cierto. John Polidori también creía en ellos, y estoy convencido de que los conocía. Pero, me temo que no lo sé de cierto.
«¡Maldición!» ¡Creía que había hecho progresos!
Gracias por su lectura poética de esta noche, milord —le dijo, dispuesta a dejarle ir antes de que nuevamente intentara agarrarla. —Creo que me ha entrado mucha sed. ¿Me dispensa para ir a tomar un té?
Por supuesto, señora Whiters. Con mucho gusto la acompaño.
La condesa Guccioli no parecía demasiado contenta cuando salieron del habitáculo encortinado, pero no se abalanzó sobre ellos, tal como esperaba Victoria, lista para arrancar a su amante de las manos furtivas de una mujer.
Por el contrario, hizo algo completamente inesperado. Volcó todo su encanto, belleza y coquetería en los dos caballeros sentados a su lado, y ni siquiera le dirigió una mirada a su amante, ni torció el gesto. Lo ignoró.
Victoria observó, fascinada. Ella no poseía mucha experiencia en las artes femeninas del coqueteo y, al parecer, la condesa Guccioli era una maestra en ello. Pobrecillo Byron. Parecía realmente abatido cuando Victoria estuvo preparada para marcharse... lo cual fue dos horas más tarde.
Había enviado a buscar a Oliver y su carruaje y se disponía a salir por la puerta de la villa, preparada para tomar una profunda bocanada de aire nocturno, cuando sintió una presencia a su espalda.
¿Nos deja tan pronto, signora?
Conde Alvisi, ¿no le parece que hace una noche preciosa con tantas estrellas? Y, sí, lo lamento, pero me siento un tanto fatigada. Aun así, he pasado una velada deliciosa.
Alvisi era de su misma altura, y su tez poseía el moreno italiano de Max. Pero sus ojos brillaban demasiado, y sus labios se curvaban de un modo atroz. Y olía absurda y espantosamente a agua de lavanda.
O bien se había bañado en ella, o se había acercado demasiado a una mujer que sí lo había hecho.
En cualquier caso, la paciencia de Victoria estaba a punto de agotarse y estaba preparada para humillarle sin dudar si se ponía en plan cariñoso. Y eso era lo que el hombre tenía en mente, si la dirección de su mirada era indicio de ello.
Pero no ha obtenido lo que vino a buscar, ¿no es así?
Le miró con dureza. Él asintió con delicadeza y se pasó la mano por la pechera de su chaleco.
¿A qué se refiere, señor?
Tuve el placer de escuchar parte de su conversación con nuestro maravilloso anfitrión. —¿De veras?
Cómo deseaba conocer a un vampiro de verdad. —Se acercó, transportando un tufillo a lavanda y... ¿era limón?... con su persona.
Considero que sería fascinante. ¿Cree usted que existen de verdad?
Sé que es así. Los he visto.
Victoria abrió los ojos desmesuradamente y dejó que un gritito escapara de sus labios.
¿De veras? ¿Dónde los ha visto? ¿Son peligrosos? ¿Le han mordido? —bajó la voz.
Así es. ¿Le gustaría ver mis cicatrices? —Se las mostró, y era cierto, había cuatro pequeñas marcas en su cuello. Bastante recientes, de hecho.
¿Cómo? ¿Dónde?
Tenemos un pequeño... grupo. Vemos a los vampiros y pasamos tiempo con ellos, sólo con algunos, sepa usted. Porque los entendemos, ¿sabe? Son las criaturas más incomprendidas que jamás he conocido.
¡No me diga! La gente lleva años creyéndolos unas bestias. Pero no lo son, ¿verdad? ¿Son tan románticos y peligrosos como he soñado?
Lo son. Y si le place, puedo encargarme de que se una a nosotros alguna noche.
Le estaría de lo más agradecida, conde Alvisi.
Alvisi le deslizó algo duro y plano en la mano.
Esto será el símbolo de su admisión. Le informaré de la fecha y el lugar.
Victoria bajó la mirada, sabiendo qué vería. Un amuleto de la Tutela.
En efecto, estaría de lo más agradecida.
CAPÍTULO 10


En el que lady Rockley adquiere una acusada aversión a la lavanda.


Fiel a su palabra, el conde Alvisi le envió una misteriosa nota a Victoria cuatro noches más tarde.
«Pasaré a buscarla dentro de media hora» —leyó en alto. Lanzando suavemente la misiva sobre el tocador, alzó la mirada hacia Verbena. —Parece que asistiré a una reunión de la Tutela en breve. —Echó un vistazo el pequeño reloj del tocador. —A las diez en punto de esta noche.
Enviaré a Oliver para que ponga a su tía al corriente mientras la acicalamos —dijo la doncella, apresurándose hacia la puerta. —El hombre lleva todo el día sacándome de quicio, buscando algo que hacer. Después de explicarle que les da miedo la plata, le ha entrado tal excitación, que se ha encerrado en su cuarto. Dice que va a crear una nueva arma para luchar contra los vampiros —resopló, saliendo de la habitación de Victoria al tiempo que meneaba la cabeza, seguidamente volvió a asomarse para agregar: —El hombre nunca ha visto un vampiro, así que no sé cómo va a inventarse un modo de matarlos. En cuanto vea esos ojos rojos, correrá despavorido de vuelta a Cornwall con los calzones mojados, donde debe estar.
La puerta se cerró tras su salida, y Victoria tomó de nuevo la nota. Durante los últimos días había estado considerando el mejor modo de abordar la invitación que le había hecho el conde. En un momento dado, había pensado en hacer que lo siguieran a fin de enterarse de a dónde se dirigía, y posiblemente descubrir el lugar de reunión de la Tutela por su cuenta. Hubiera preferido acceder según sus propias condiciones, posiblemente colándose a hurtadillas, en vez de tener que esperar a que la escoltaran.
Si la escoltaban, tendría que representar el papel de la viuda señora Withers y no separarse de Alvisi en ningún momento. Si pudiera ir sola, sencillamente podría observar sin ser observada.
Pero al final había decidido esperar la invitación e ir con el conde. Sin duda él estaría al corriente del proceso, y si debía hacerse algo especial a fin de lograr el acceso, Alvisi lo sabría. Una vez averiguara el lugar del encuentro, y cómo acceder, podría investigar por su cuenta. Al fin y al cabo, su meta era encontrar y asesinar a Nedas.
En contra de su buen juicio, dejó que Verbena la peinara y vistiera como si fuera a asistir a un evento social. Su doncella había protestado cuando Victoria optó, en un principio, por ponerse una holgada falda pantalón y trenzarse el cabello con sencillez.
Debería lucir como si fuera a asistir a una fiesta —le dijo. —No puede vestir como si fuera a cazar vampiros. Y además... ¡El conde probablemente desea exhibirla ante los vampiros! ¡Estoy segura de que es más hermosa que cualquier otra mujer de la Tutela!
También más peligrosa —agregó Victoria, y se rindió a los cuidados de su doncella. Estaba bastante segura de que Verbena insistiría en vestirla y peinarla de forma muy especial, aun cuando el evento no lo exigiera, se debía en parte a que su hermana era la doncella de la hija de una duquesa... y siempre estaban comparando notas acerca de los vestidos y joyas de sus señoras.
Cuando Victoria bajó las escaleras media hora después de recibir la nota del Alvisi, con dos estacas en el cabello y otra adherida bajo la falda a la liga, agua salada bendita en el bolsito y un pequeño recipiente sujeto a su otra liga, junto con una daga enfundada, y un crucifijo grande escondido entre los pechos, donde nadie lo vería a menos que ella así lo deseara, interrumpió una acalorada conversación entre Verbena y Oliver en el recibidor.
Resultaba cómico: la doncella apenas le llegaba a la clavícula, pero parecía ser quien hablaba, mientras que él asentía silenciosa, aunque enérgicamente, con la cabeza. El cabello color zanahoria de Verbena, rizado y denso, se meneaba con cada uno de sus movimientos, mientras que el pelo castaño caoba de Oliver, más oscuro, seguía sus movimientos a un ritmo más pausado. Verbena dio una palmada con cierto énfasis, el dorso de la mano golpeó contra la palma dando lugar a un fuerte chasquido, a continuación, le apuntó con un dedo.
¿Ha llegado el conde? —preguntó Victoria de forma inocente.
Aún no, milady —respondió Verbena, apartándose de Oliver después de fulminarle una última vez con la mirada. Tal vez le había estado sermoneando sobre el empleo de un crucifijo en lugar de ajo como mejor repelente contra los vampiros. —Pero estoy segura de que Oliver, aquí presente, estará encantado de estar pendiente de usted.
Justo entonces, el criado italiano, que hacía las veces de mayordomo en la casita que tenían alquilada, entró en la habitación y anunció:
El conde Alvisi, signora.
Nada más entrar el conde en el pequeño salón, quedó de manifiesto que la noche en que se conocieron no había tenido ningún roce con alguna mujer que se hubiera bañado en lavanda, sino que era él quien apestaba. Y como si tratara de desplegar el aroma en una especie de pauta estilosa, su chaleco de seda era de color lavanda... y la corbata anudada con pulcritud, aunque sin gracia, a su cuello era del mismo tono. Y la piedra que relucía en el centro de la misma era... sí... un cristalina y pálida amatista.
Está preciosa esta noche, señora Whiters —le dijo el conde, sus negros ojos irradiaban sincera apreciación. —De hecho, ¡está para comerla! —Le guiñó un ojo y soltó una sonora risotada al tiempo que avanzaba para tomarla de la mano.
Victoria guardó la compostura, y se recordó que tenía que interpretar el papel de una mujer descarada e insensible —en vez del de una feroz venator o de una perfecta mujer de sociedad, —y acertó a prorrumpir en una risa lo bastante franca, como para que su madre se hubiera sentido mortificada. No se olvidaría de eso en toda la noche. Si hacía algo que provocara que su madre la mirara boquiabierta a causa de la desaprobación o que frunciera los labios, irritada, estaría actuando tal como debería hacerlo; justo como imaginaba que actuaría una mujer interesada en conocer vampiros porque los encontraba fascinantes y atractivos.
¿Nos vamos? —preguntó Victoria.
En efecto, signora. El carruaje aguarda. —La tomó del brazo y salieron con presteza de la habitación a la par.
Me resulta increíble que vaya a conocer a un vampiro auténtico esta noche —dijo Victoria una vez tomó asiento en el carruaje. Tan pronto se hubo cerrado la puerta, deseó con toda su alma poder abrir una rendija en la ventana para dejar que escapara parte del tufo a lavanda.
Alvisi estaba sentado enfrente, no como habría hecho Sebastian, relajándose en el rincón con el brazo extendido a lo largo del respaldo, sino en el borde del asiento, rígidamente erguido y con las manos en el regazo. Parecía estar a punto de saltar de un momento a otro.
Esto... si, signora. Puede que esta noche no veamos un vampiro de verdad. Yo mismo tan sólo he visto uno en una ocasión.
Victoria se hundió hacia atrás, sofocando su decepción y creciente enojo. ¿Acaso se trataba simplemente de un plan para quedarse a solas con ella en un carruaje?
Si se tratara de Sebastian, lo creería sin el menor asomo de duda. Pero este hombre no hacía que se apoderara de ella la aprensión. Parecía inofensivo y fácil de manipular... salvo por la potente arma que constituía su colonia.
¿Dónde vamos, pues, si no es a ver a un vampiro?
Vamos a asistir a la reunión de una sociedad secreta, la Tutela, cuyo propósito es proteger y cuidar de los vampiros. Pero ignoro si seremos honrados con la presencia de los inmortales. —Aquella chispa que había visto en sus ojos en la villa de Byron había resurgido, acompañada de un leve brillo en su rotunda frente. —No asisten a todas las reuniones en este nivel.
¿Nivel? —Victoria miró a su alrededor; el carruaje se había detenido. —¿Hemos llegado?
No, no. Debemos cruzar un canal. Venga, signora, dese prisa, o llegaremos demasiado tarde y no se nos permitirá la entrada. Ya son más de las diez y media.
Se apearon del carruaje y se subieron apresuradamente a una góndola que los esperaba, la cual se hundió e inclinó cuando Alvisi trató de hallar un asiento cómodo. Victoria no reconoció la parte de la ciudad en la que se había detenido, pues todavía no estaba demasiado familiarizada con Venecia. Mientras el gondolero cruzaba el canal con su largo remo, volvió la vista a la orilla que dejaban atrás. Algo se movió entre las sombras próximas al carruaje, y desapareció acto seguido.
Continuó mirando mientras el gris contorno de la orilla, iluminado tan sólo por faroles aquí y allá, colgando de postes y atisbos de estrellas en un cielo sin luna, se fundía con la oscuridad que ahora les rodeaba en el ancho canal. Allí había habido algo o alguien. ¿Siguiéndoles acaso?
Mientras surcaban el canal, lejos de uno u otro margen, Victoria podía escuchar la creciente excitación en la respiración de Alvisi. Más rápida y superficial, un tanto más áspera, a menudo entrecortándose al final con un levísimo jadeo. El único farol de estaño repujado que colgaba de la parte posterior de la góndola proporcionaba luz suficiente para que Victoria pudiera ver a Alvisi aferrado con ambas manos a los costados de la barca, y su frente empapada en sudor. O bien no le gustaba el agua ni los barcos, o se estaba excitando sobremanera con la reunión de la Tutela.
La travesía se prolongó un rato más, alejándose de la ciudad, surcando en silencio la superficie del agua. Cuando salieron había algunas góndolas más en los alrededores, pero a medida que aumentaba la distancia a la ciudad y a su carruaje, el número de barcas disminuyó hasta no verse ninguna otra por allí. Incluso las luces de las casas a lo largo del canal, y las formas cuadradas de los edificios que se perfilaban contra la orilla, dieron paso a la oscuridad y a recortadas estructuras ruinosas y terrenos rocosos, iluminados tan sólo fortuitamente cuando el farolillo de la góndola se balanceaba en una u otra dirección al azar.
Victoria comenzó a sentir cierta aprensión al darse cuenta de que había dejado atrás Venecia. Esto era muy diferente de Londres, donde al menos contaba con el sentido de la orientación y sabía dónde estaba. Y donde se podía tomar un carruaje de alquiler para que la llevara a casa desde casi todos los puntos de la ciudad, incluido Saint Giles. Se percató de que debería haber prestado mucha mayor atención de hacia dónde se dirigían en el carruaje, y mantenido ojo avizor en buscar de puntos de referencia a lo largo del canal.
No estaba asustada, pero debería haber tomado mejores medidas. Haber hecho que Oliver los siguiera tal vez hubiera sido una sabia elección. Puede que incluso Kritanu.
Pero había confiado tanto en su destreza para cuidarse sola, llevando su vis bulla y el resto de sus armas, y estado tan centrada en su objetivo de conseguir acceso a la Tutela, que se había organizado de manera desastrosa.
Naturalmente, puede que se estuviera preocupando sin motivo. Pero su inquietud aumentaba con la misma regularidad con que lo hacía el sudor de la frente de Alvisi. Éste habló poco durante la travesía, y Victoria, que intentaba buscar puntos de referencia que le ayudaran a recordar la ruta, no trató de trabar conversación.
Y entonces, al fin, tras lo que debió ser más de una hora de navegación por el oscuro canal, llegaron.
Al menos, eso fue lo que asumió Victoria cuando la góndola arribó a una oscura orilla.
Vamos, vamos —dijo Alvisi con voz tensa. Bajó de la barca y tiró de ella sin hacer alarde del aplomo propio de un caballero que había demostrado antes en su villa. Una vez estuvieron en la orilla rocosa, Victoria se zafó de él dando un tirón, lo cual le resultó sencillo, y si Alvisi reparó en su inusual fuerza, no hizo comentario alguno al respecto. Él ya se encaminaba a toda prisa por algún camino que Victoria apenas era capaz de vez. Al volver la vista hacia el agua, vio que la góndola y su farolillo se habían apartado de la orilla y se deslizaban ya de regreso por el canal.
Hubiera prolongado su pausa, para sopesar la oscuridad y sus ocupantes, pero Alvisi había regresado a por ella.
Señora Whiters, venga; ¡debemos apresurarnos o atrancarán las puertas!
Ésa era la razón de que hubiera ido allí.
Dio media vuelta y le siguió por el oscuro camino, entre arbustos y árboles que se rozaban contra ella y tironeaban de su fina pelliza.
Finalmente llegaron hasta una puerta de madera de un alto edificio de piedra estrechamente rodeado de árboles. Al parecer se había aproximado por la parte posterior, y no había otro edificio a la vista, ni ningún indicio de civilización. Era un único edificio en los oscuros bosques. Victoria podía ver los contornos de las piedras grises, negras y color canela que componían el muro, gracias al farolillo que pendía de un corto pie de hierro. Éste llegaba tan sólo a la altura de la rodilla, y quedaba parcialmente oculto por un arbusto hasta que uno no se topaba prácticamente con él. No cabía duda de que la Tutela no se arriesgaba a que descubrieran su lugar de reunión.
Alvisi tiró del gran pestillo de hierro de la puerta y, para su manifiesto alivio, ésta se abrió sin hacer ruido. Un resplandor rojizo proveniente del interior tiñó el pisoteado suelo de arena junto al farolillo del exterior, y confirió un tono cálido a la puerta y las piedras.
Tras echar una rápida ojeada al cielo, que se había despejado para mostrar la luna, Victoria reparó en que ya era aproximadamente medianoche. Siguió a Alvisi y, una vez dentro, un hombre alto, vestido como si estuviera preparado para asistir a la ópera, cerró la puerta a sus espaldas.
Buenas noches, señora, y bienvenida —dijo en italiano. Parecía estar esperando algo, y entonces Victoria recordó. Abrió la mano para mostrarle el amuleto de la Tutela, y él le franqueó la entrada con una inclinación de cabeza.
Siguió a Alvisi por el pasillo, confirmando que, de acuerdo con su nuca, no había vampiros cerca.
La habitación en penumbra en la que entraron al final del pasillo albergaba varias docenas de personas conversando, y era lo bastante amplia para ser un salón de baile, pero con una decoración nada apropiada. Victoria había sido incapaz de determinar la clase de edificio en que se encontraban, pero no parecía una villa o una casa. Las paredes del interior eran de la misma piedra que en el exterior. No había ventanas —nada sorprendente, pues los vampiros no serían receptivos a que la luz del sol se filtrase, —y por lo que podía apreciar, sólo había una única puerta. El suelo estaba cubierto de alfombras, y entre ellas, pudo ver la tierra y la piedra primitiva.
Había, no obstante, sillas y bancos por toda la estancia. Y en el extremo contrario por donde habían entrado Alvisi y ella, se había erigido una alta tribuna, lo bastante grande para albergar una larga mesa y cinco sillas. Eso le recordó a un teatro, o tal vez a una iglesia... pese a que lo último sería un extraño lugar de reunión para los protectores de los vampiros.
Impulsada por la curiosidad, Victoria se separó de su acompañante y se dirigió hacia la parte delantera de la habitación, pues estaba demasiado lejos para ver lo que había sobre la mesa, aparte de dos cuencos grandes y bajos, en los que ardían pequeños fuegos, situados a cada extremo.
El resplandor rojo de la sala provenía de un crepitante fuego en una de las paredes próximas al estrado, de una chimenea que podría albergar ocho hombres adultos con facilidad. Velas y candelabros de pared resplandecían por toda la habitación, y al internarse entre el resto de asistentes, Victoria se percató de que la gran mayoría eran hombres de todas las edades y que todos vestían igual que el hombre que le había pedido ver el amuleto.
De hecho, tan sólo vio a otras tres mujeres, y no parecían ser el tipo de fémina que aceptarían en la alta sociedad, basándose en el escote inusitadamente profundo de sus vestidos y en las ostentosas joyas que lucían. Tal vez debiera hablar con ellas. Habida cuenta de que eso era el tipo de cosa que haría que su madre pusiera los ojos en blanco antes de desmayarse, sería una acción digna de la señora Whiters.
La estancia olía a humo y sudor, junto con la horrible mezcolanza que conformaban el tufo a lavanda de Alvisi, agua de rosas, perfumes mentolados y colonias con un fondo de madera que desprendían otras personas. Pero bajo todo aquello, los dulzones aromas florales y herbales almizcleños, Victoria distinguía el olor a sangre, oscuridad y maldad, y un leve olor acre que tan sólo había apreciado en otra ocasión anteriormente: en El Cáliz de Plata.
No era algo que reconociera, a lo que pudiera poner nombre o que pudiera comparar con nada; era tenue, pero era rancio y fétido. Hacía que se le revolviera el estómago. Ni siquiera había recordado haberlo olido hasta ahora, pero el recuerdo surgió cuando inspiró una vez más. La otra ocasión en que lo había experimentado fue cuando luchaba con el demonio.
¿Era aquél, acaso, el aroma de un demonio? ¿O se trataba de algo completamente distinto?
Echó un vistazo alrededor y reparó en que todos estaban eligiendo un asiento. Alvisi le estaba haciendo señas desde una de las filas al fondo de la habitación, y Victoria decidió que lo que más le convenía era seguir a su lado. No sentía el menor deseo de que la seleccionasen hasta no tener una noción mayor de lo que iba a suceder. Además, sentarse al fondo de la estancia le proporcionaría una vista mejor de toda la cámara y, tal vez, la posibilidad de determinar si, en efecto, había un demonio presente. Hasta el momento, no había vampiros.
Tan pronto se hubo sentado junto a su acompañante, tres hombres subieron al estrado. Reconoció a uno de ellos como uno de los invitados a la villa de Byron: el signore Zinnani.
Buenas noches —dijo, abarcando la habitación con un ademán mientras los asistentes le dedicaban su atención. —Bienvenidos a la Tutela. Están todos aquí únicamente porque han sido invitados por uno de nuestros miembros.
Victoria miró a Alvisi, que encogió un hombro y asintió.
Comencemos.
Zinnani abrió lo que parecía ser una caja cuadrada negra, que relucía al moverla. Introdujo la mano dentro, luego espolvoreó lo que fuera que contuviera la caja en cada uno de los pequeños cuencos de fuego colocados en la mesa que tenía delante. Cada uno de los fuegos hizo ¡puf!, igual que una nubecita de vaho, y las llamas se tornaron azules, luego púrpuras y a continuación, nuevamente rojas. Casi de inmediato la sensible nariz de venator de Victoria percibió un leve, aunque persistente, aroma dulzón.
Aquello no le agradaba. El olor le hizo desear escapar de la estancia incluso mientras se dispersaba rápidamente por el aire, de forma silenciosa e invisible, como si de una telaraña se tratara.
Aquello no le gustaba en absoluto. Era demasiado dulzón y denso, como miel o melaza, y Victoria sintió que le obstruía las fosas nasales como si le hubieran arrojado encima un trozo de grueso paño, apretado e introducido en la nariz. Echó un vistazo a su alrededor, a su lado, y a lo largo de las hileras que tenía por delante. A excepción de ella, nadie parecía sentirse molesto por el olor. De hecho, por el modo en que Alvisi alzó la cara, cerró los ojos e inspiró prolongadas y profundas bocanadas, tenía aspecto de desear aspirar la habitación entera.
Victoria se sentía confusa y mareada. Alvisi se tambaleó hacia ella, y cuando Victoria se giró para mirarle, vio que tenía los ojos más oscuros y vidriosos. Otros en las hileras que tenía delante, hasta la plataforma, se movían, inquietos, inclinándose como si también ellos tuvieran dificultades para mantener el equilibrio.
Tomó conciencia de un grave murmullo. No podía entender las palabras, pero parecían un cántico. Comenzó con los hombres en la plataforma y fue elevándose para llenar la habitación, profundo y grave, como si fuera necesario que permaneciera próximo al suelo para que su significado no fuera discernido. Alvisi movía la boca y las palabras fluían de ella, pero no eran reconocibles para Victoria.
La sensación de confusión no la había abandonado; Victoria se llevó la mano al abdomen, deslizando los dedos por un pequeño hueco donde se habían descosido unas puntadas en la costura de su corpiño y falda. De este modo podía palpar por debajo el corsé y bajo la camisola su vis bulla, de plata maciza y bendita, que le proporcionaba consuelo y fuerza. Cerró los ojos cuando sus dedos lo tocaron, inspiró profundamente y dejó que su poder fluyera por su ser.
La confusión remitió. No desapareció por completo, pero no era tan acusada.
El cántico cesó, y por un solo momento el único sonido que se escuchó era el proveniente del crepitar y chispear del fuego en su gran cercado de piedra.
Entonces Zinnani habló de nuevo. Su voz era grave y dulce.
Todos los aquí presentes hemos sido llamados. Somos elegidos entre los mortales para proteger a aquellos que no pueden caminar bajo el sol como hacemos nosotros. Para proteger a aquellos que no pueden vivir en paz, aquellos que han sido condenados a la oscuridad.
Mientras hablaba, los murmullos salpicaban sus palabras, la caritativa lista de tareas y recompensas de la Tutela.
¡Protegerlos!
A aquellos de nosotros aquí presentes, que puedan superar la prueba y que se pongan a prueba, se les concederá protección.
¡Protección!
Sirviendo a los inmortales, quedaremos a salvo de todo mal. No nos cazarán o destruirán como harán con los no creyentes. No seremos sus presas cuando los inmortales se alcen para gobernar.
¡Alzaos, inmortales! ¡Alzaos!
Se nos concederá un placer tal como jamás hemos conocido.
¡Placer! —Esta respuesta fue un suave jadeo, casi un susurro.
Tomar y dar fuerza vital es el hecho más erótico y placentero jamás experimentado. ¡Será nuestro a voluntad y a perpetuidad! ¡Nos sentiremos como nunca antes lo hicimos! ¡Sentiremos y viviremos por primera vez! Y se nos concederá el don de la vida eterna.
¡Vida eterna!
¡Vida eterna!
«¡Vida eterna!»
Las palabras colmaron sus oídos, filtrándose en ellos, girando hasta su conciencia. La vida eterna. El premio que los hombres han buscado durante siglos, desde los alquimistas a, si la leyenda era cierta, los caballeros de la Mesa Redonda, que buscaron el Santo Grial.
¿Era, acaso, de extrañar que algunos hombres se aliaran incluso con las fuerzas del mal a fin de obtener la vida eterna?
La vida eterna, el don de la Tutela. La vida inmortal hasta que les clavaran una estaca o fueran decapitados... y luego la eterna condenación. Victoria se estremeció, pues sabía que era cierto.
Victoria se volvió hacia Alvisi, deseando decirle algo, tratar de penetrar la bruma que le tenía preso, pero aun cuando le tiró del brazo con todas sus fuerzas, cayó sobre ella, se enderezó y acto seguido, tornó de nuevo su atención a Zinnani.
Y entonces lo sintió: la fría señal de su nuca, tornándose gélida. Con los dedos apretando aún su vis bulla, Victoria dejó que su mirada explorase la estancia sin girar la cabeza, buscando recién llegados. O bien debían de entrar a través de la puerta próxima a la tarima, o por la entrada por la que habían llegado Alvisi y ella. Le era imposible ver esa puerta a menos que se diera la vuelta, y no se atrevía a hacerlo por temor a llamar la atención.
La fría picazón se tornó persistente. Debía de haber cinco o seis vampiros allí.
Y entonces pasaron por su lado, abriéndose paso a empujones a través de las desordenadas hileras de sillas, uno por uno, los seis, encaminándose con paso enérgico hasta la tarima. Victoria sintió una ráfaga de frío por todo el cuerpo. Nunca había estado tan cerca de un vampiro si no era luchando contra él, combatiendo.
Jugueteando con el vis bulla, dio gracias a Dios de que los vampiros no pudieran sentir la presencia de un venator.
Cinco de los seis vampiros no se habían alimentado. Lo vio en cuanto subieron a la tarima y se giraron de frente a los presentes. Sus ojos, de un puro color rojo sangre, mostraban el hambre que les impulsaría a hallar alimento a toda costa. El sexto vampiro, cuyos ojos eran igualmente rojos, se volvió a hablar con Zinnani.
Zinnani, que mostraba la misma expresión impertérrita en el rostro que Alvisi, hizo hueco a su lado para el vampiro invitado. Incluso desde su posición al fondo, Victoria podía verle vibrar de emoción y placer a causa de la proximidad de las criaturas a las que obviamente adoraba. Los ojos le brillaban con lo que debían de ser lágrimas, y su boca dibujaba una amplia y húmeda sonrisa, que le daba el aspecto de estar a punto de tomar una rica y pecaminosa pasta.
El sexto vampiro se giró y habló para los allí reunidos:
Hemos venido para recibir vuestro compromiso y promesa a los inmortales. ¿Quién de la Primera Selección será el primero en recibir este honor?
Hubo cierta vacilación; entonces se puso en pie un hombre cerca de la parte delantera de la estancia.
Seré yo.
Da un paso.
El hombre, que era poco más que un joven entrando en la edad adulta, se abrió paso entre las sillas hasta el pie de la tarima. El líder de los vampiros, aquel en el que Victoria había llegado a pensar como en el Sexto, levantó al hombre sin esfuerzo alguno hasta la tarima.
Podía ver su pulso palpitar en una vena hinchada en la frente del hombre, y el modo en que su nuez se agitaba. Se colocó de frente a la habitación, y el Sexto abrió la boca, desplegando sus letales colmillos y ladeando la cabeza del hombre sin contemplaciones.
Se inclinó y, mientras Victoria observaba, clavó los dientes lentamente en el cuello expuesto. El joven se sobresaltó, dejó caer los hombros hacia atrás, pero no luchó. Cerró los ojos; abrió la boca; se habría desplomado en el suelo si el Sexto no le sujetara en pie. Gimió, abriendo y cerrando los dedos de manera convulsiva, como si tratara de aferrarse a algo, su pecho se agitaba rápidamente, como si hubiera estado corriendo. Parecía acoger de buen grado la sensación.
Detrás de ellos, los otros cinco vampiros, aquellos que no se habían alimentado y que eran susceptibles al olor de la sangre, se levantaron y observaron con avidez. Sus narices se movían nerviosamente como si el olor a sangre les llamara. Victoria podía sentir su hambre; prácticamente podía oler su obsesión; y aguardó con inquietud a ver si sucumbían a la tentación y a la necesidad.
Pero a pesar de que sus ojos ardían igual que si fueran ardientes carbones del Infierno, no lo hicieron, y el Sexto no hizo nada por aliviar su agonía. En cambio, después de haberse alimentado del joven durante unos momentos, se volvió hacia ellos, limpiándose una gotita de sangre de los labios.
Ahora habéis entrado en la Segunda Selección. Cuando hayáis completado lo que se os requiere en las dos siguientes pruebas, y hayáis demostrado vuestro servicio, pasaréis al Centro.
El hombre, temblando pero radiante por haber alcanzado alguna especie de logro, se apresuró de nuevo hasta su asiento y recibió las felicitaciones de los hombres que se sentaban a su lado.
¿Quién será el siguiente?
Otro hombre se puso en pie y dio un paso al frente, y tuvo lugar el mismo proceso. El Sexto se alimentó de él tal como había hecho con el primero, haciendo caso omiso de la creciente depravación e impaciencia de los otros cinco vampiros. Esta vez cuando se estaba alimentando del hombre, Victoria, que ya sabía qué esperar, comenzó a sentirse igual de embelesada que él. Sus gritos no eran de agonía, sino de éxtasis, tenía los ojos cerrados a causa del placer, no del dolor. Tendió las manos hacia la espalda del vampiro, que se alimentaba de su cuello, y acarició su cabello rizado hasta los hombros.
Cuando gimió, Victoria lo sintió reverberar por sus venas. Sintió los estremecimientos del hombre y las oleadas de placer, sintió que su propio cuerpo comenzaba a excitarse. Lo que debería ser grotesco y aterrador, resultaba tentador.
Comprendió que el olor dulzón y empalagoso se había tornado más potente y reparó en que Zinnani se colocó de nuevo tras la tarima. Introduciendo la mano debajo de su vestido, palpó una vez más en busca de su vis bulla y cerró los ojos.
La situación se prolongó algo más; Victoria sentía que habían transcurrido horas desde que Alvisi y ella había llegado: el Sexto se alimentaba durante un breve lapso de tiempo de cada uno de los hombres que se habían ofrecido voluntarios. Ninguna de las otras tres mujeres que Victoria habían visto se había levantado y pedido completar la Primera Selección, y comenzó a preguntarse si tan sólo a los hombres se les concedía la posibilidad de llegar al Centro.
Debía averiguarlo, pues ahí era donde debía estar Nedas.
Para su sorpresa, Alvisi no se ofreció voluntario, y Victoria recordó pese a la confusión (pues todavía sujetaba su vis bulla), que había mencionado algo sobre un cierto nivel. Tal vez las pruebas eran los niveles a los que se refería. Eso hizo que se preguntara qué nivel o pruebas había superado. Le había mostrado sus marcas de mordeduras, de modo que, como mínimo, debía haber pasado la Primera Selección.
Cuando todos los voluntarios de la Primera Selección se habían ofrecido, el Sexto se quedó plantado con las manos en las caderas. Había olvidado limpiarse los últimos vestigios de sangre, y un hilillo le bajaba por la barbilla. Tenía los labios hinchados, húmedos y rojos, así como sus ojos, que brillaban con un displicente color rojo sangre.
Hemos concluido con la Primera Selección. Hemos acogido a dieciséis nuevos miembros en la Tutela, ¡dieciséis nuevos hombres que ayudarán a proteger y servirán a los inmortales!
La estancia se alzó en una ovación, seguida por el mismo cántico que Victoria había escuchado al comienzo de la reunión. Al igual que antes, éste comenzó de forma débil y grave, fluyendo por la estancia, atrapándola con su cadencia. No alcanzaba a comprender la letra, pero esta vez el volumen se fue elevando hasta su cénit y alcanzó un grado de emoción que hizo que una serie de escalofríos le recorrieran la espalda. Era incontrolable; era enérgico, su flujo y efusión de sílabas y aliento retumbaban en su interior y a su alrededor mezclados con un nuevo aumento del dulce e hipnótico aroma en el aire.
Los hombres que tenía cerca gritaban, alzaban los puños en alto. Por todas partes veía ojos iluminados de fanatismo y fervor.
El cántico continuó, transformándose en un suave acompañamiento de fondo para las siguientes palabras del Sexto:
¡La Segunda Selección! ¿Quién comenzará?
El cántico se alzó, el olor se tornó más dulzón y el fervor aumentó. Alguien se puso en pie, un hombre entre las primera filas, no aquel de quien se habían alimentado antes esa noche.
¡Seré yo! —gritó alegremente.
Y entonces, en lugar de ofrecerse, tal como Victoria esperaba que hiciera, se inclinó hacia un lado y agarró el brazo de la mujer que se sentaba a su lado. Obligándola a ponerse en pie por la fuerza —pues para entonces, ella trataba de zafarse, obviamente temerosa de lo que iba a acontecer a continuación, —el hombre hizo que se adelantara de un empujón.
Ella trastabilló y se habría caído, pero el hombre le agarró de nuevo el brazo y la hizo colocarse delante de él de cara al estrado.
Ofrezco mi compromiso y mi promesa a los inmortales —dijo el hombre, gritando a fin de que se le escuchara por encima del creciente cántico. Y le dio un fuerte empujón a la muchacha.
El Sexto tendió el brazo desde la tarima y la cogió sin esfuerzo alguno antes de que cayera, subiéndola rápidamente a la plataforma. El vestido color hueso de la mujer avanzó junto con ella, derramándose sobre el borde de la tarima cuando tropezó de nuevo.
¡Aceptamos tu compromiso! —clamó el Sexto en medio del frenesí de la estancia, sujetando las muñecas de la mujer a la espalda sin el menor esfuerzo. Luego la soltó y la arrojó hacia dos de los vampiros que no se habían alimentado.
Se abalanzaron sobre ella, uno por cada lado, clavando bruscamente sus colmillos en la blanca carne de la mujer, uno de ellos a un lado del cuello y el otro junto a la curva que daba paso al hombro. La mujer gritó, pataleó, se resistió; pero un tercer vampiro se colocó detrás de ella y le sujetó los brazos a la espalda, asiéndola con firmeza mientras sus compañeros se alimentaban.
Victoria observó con abyecto horror al tiempo que se le secaba la boca y el corazón se le desbocaba. Esta escena era muy diferente a las que habían tenido lugar con anterioridad. La víctima estaba a merced de los dos vampiros que causaban estragos en su cuello y hombros, enloquecidos a causa de la necesidad de alimentarse, a causa del olor de la sangre, y de la agonía de haber contemplado cómo se alimentaban de otros dieciséis hombres.
Pero ¿qué podía hacer ella? Era una sola persona contra una habitación llena de hombres, contra seis vampiros. Sentía la mente aún confusa, los miembros se negaban a responderle. En el preciso instante en que descubrieran que era una venator, la matarían antes de que pudiera tomar aliento.
Volvió a levantar la vista hacia el escenario y vio que habían rasgado el corpiño de la mujer y que un blanco pecho, manchado de sangre, botaba y se bamboleaba mientras se retorcía y luchaba. Estos vampiros no mordían con delicadeza, estaban hambrientos, de modo que desgarraban, despedazaban y destruían. Los gemidos de la mujer surgían estrangulados, sus gritos se iban debilitando. El hedor a sangre colmó el aire, igual que continuaba haciendo el cántico.
Y entonces Victoria reparó en que había otra mujer al otro extremo del escenario. Otros dos vampiros la compartían, pero ella no luchaba con la misma vehemencia que la otra. Tenía la carne desgarrada, y la sangre manaba de su cuello y su pecho, y gritaba, y de pronto Victoria sintió que tiraban fuerte y bruscamente de su brazo.
Giró y se zafó de Alvisi, cuyo rostro había adoptado una expresión decidida y fanática, pero chocó contra otro hombre, que la empujó hacia delante. Victoria le esquivó, golpeándole con los puños, pero se encontró con otro. Allá adonde se volvía, aparecía otro hombre, bloqueándole el paso, empujándola hacia el escenario.
El cántico prosiguió mientras Victoria daba vueltas, tratando de abrirse paso a través del muro de hombres, pero eran demasiados. La empujaban y propinaban codazos, tiraban de ella y le hacían tropezar. Lanzó puntapiés y luchó, se sentía mareada, el olor dulzón se alzó de nuevo hasta su nariz. No podía tocar su vis bulla; no podía erguirse, ni ver dónde estaba. No podía respirar.
De pronto unas manos, muchas manos, la agarraron... demasiadas como para luchar contra ellas. Sintió que la levantaban, y que el crepitante fuego a su izquierda se situaba delante, luego al otro lado mientras no dejaba de lanzar patadas, de morder y resistirse. Entonces sintió que la arrojaban por los aires, y aterrizó de lado sobre algo duro, su mejilla se estrelló contra el suelo. El olor a sangre fresca inundó su nariz.
El mar de rostros cantarines de mirada brillante quedó a la altura de sus ojos durante un solo momento antes de que la arrastraran hasta levantarla. Victoria dispuso de un instante para buscar a tientas su vis antes de que se volviese hacia los vampiros que se lanzaban a por ella. Lanzó patadas, esquivó y dio puñetazos, tuvo la satisfacción de alcanzarle a uno de ellos en plena cara, y estaba retirando el brazo para coger una estaca de su cabello cuando le agarraron los brazos y se los sujetaron a los costados. Apenas consciente de que habían sido precisos dos vampiros, uno a cada lado para reducirla, se agachó y trató de zafarse.
La sujetaban con demasiada fuerza, no podía respirar. Le era imposible alcanzar sus estacas, el agua bendita, el crucifijo... Había manos por todas partes, tirándole del vestido, de brazos y piernas, de los pechos. Sintió que tiraban del pelo para obligarle a ladear la cabeza, que se le deshacía el peinado y que su cuello quedaba expuesto ante la habitación de aroma dulzón. El olor anodino y pastoso de la sangre inundaba su nariz, desterrando incluso el hipnótico olor a incienso.
Cuando los colmillos se clavaron en su cuello, casi fue un alivio.
CAPÍTULO 11


Dos proverbiales puertas.


Los dientes se hundieron una, dos, tres veces. Victoria sintió que la sangre se deslizaba a lo largo del pliegue de su cuello, cayendo en un hilillo por la hendidura entre sus pechos, y la leve pausa de alivio... la sosegada bruma que la tentaba a dejarse llevar.
No podía dejar de luchar; su cuerpo se removía y encogía mientras ellos la manoseaban, la mordisqueaban. Sintió que algo pesado se movía y deslizaba debajo de su corpiño, y que acto seguido se liberaba ejerciendo un suave peso sobre su nuca.
Se oyeron gritos de sorpresa y temor, las manos se apartaron de ella, y Victoria se vio cayendo, trastabillando para, seguidamente, volver a estamparse en el suelo.
Su crucifijo golpeaba pesadamente contra su pecho, y Victoria trató de asirlo automáticamente, sus oídos se vieron inundados de gritos y chillidos, y lo sostuvo en alto como si de un pequeño escudo se tratase, mientras que aplastaba la palma de la mano sobre la tarima de madera.
Pese a la sorpresa causada por su repentina aparición, el crucifijo no les retendría por mucho tiempo; no evitaría que un mortal se lo arrebatara de las manos y volviera a entregarla a los hambrientos vampiros.
Victoria palpó el suelo con los dedos, intentado hallar algo que le ayudara a levantarse, y no encontró otra cosa que madera pulida... y metal... incrustado en el suelo.
Su mente se encontraba aún en un estado de confusión, pero dado que los vampiros ya no se alimentaban de ella, sentía que ejercía algo más de control, y que estaba recuperando parte de su fuerza y claridad. Tuvo el aplomo de aferrar el objeto metálico y, a pesar de la sensación de mareo, reconoció que se trataba de unas bisagras. En el suelo.
Donde había bisagras, había —«por favor, Señor»— una puerta.
Ahora unas manos la agarraban, soltándole los dedos del crucifijo para poder arrebatárselo de la garganta y devolverla a los vampiros. Victoria se retorció, resistiéndose enérgicamente a la lastimosa fuerza del mortal, Zinnani, que había ocupado el lugar de los inmortales y se inclinaba sobre ella.
Dejó de luchar contra sus manos y continuó retorciéndose hasta quedar boca abajo, desterrando de su mente lo que había detrás y encima de ella mientras palpaba el suelo en busca del tirador de la puerta. ¿Hacia dónde se abría? Sintió que alguien, o algo, tiraba de la cadena que llevaba al cuello, y lanzó una patada hacia atrás, su pie impactó con algo bastante blando y fofo, y tuvo la sangre fría de esperar que fueran las partes pudendas del algún hombre. Las de Zinnani, si tenía suerte.
Estaba encima de la puerta, ahora que las sombras a su espalda y sobre su cabeza se habían alejado, pudo ver el indefinido contorno de la puerta en el suelo y que era su peso lo que impedía que se abriera. Si fuera vieja, estuviera atascada o cerrada, no le quedaría otra escapatoria. Sus dedos dieron con lo que buscaban a la altura de su cintura, y Victoria se tensó, preparada.
Sintió que la cadena de su crucifijo se rompía, marcándose en su cuello durante ese último instante antes de caer, y el rugido de regocijo se elevó sobre ella al tiempo que los vampiros se lanzaban de nuevo a matar.
Victoria estaba preparada y rodó para esquivarlos, apartándose de encima de la puerta, golpeando los pies de los vampiros al tiempo que les arrojaba el vial de agua salada bendita. Estos gritaron y cayeron al suelo, y Victoria tiró del picaporte.
Se resistió durante un instante, acto seguido se abrió con un ruido sordo al lado de donde estaba acuclillada, y Victoria la atravesó.
Sintió que el vestido se le enganchaba en el basto borde de la puerta, pero no impidió que cruzara y cayera. El rectángulo de luz de arriba desapareció cuando la puerta se cerró tras ella, y Victoria dio contra el suelo.
La puerta se abrió de nuevo al instante, derramando una pálida luz amarillenta en el espacio donde había aterrizado. Se puso en pie, rozando contra una áspera pared justo cuando uno de los vampiros se introducía de un salto por la abertura y aterrizaba a su lado.
Se abalanzó sobre ella con sus ojos rojos brillando en la tenue luz.
Victoria estaba preparada. Sujetando firmemente la estaca en su mano, se la hundió en el corazón con suma satisfacción.
Antes de que las cenizas del vampiro se filtraran al suelo, Victoria se amparaba en la oscuridad, esperando que aquel pasaje la llevara a alguna parte. Tras ella se escuchaba el sonido de pasos resonando en el suelo, pero no se detuvo a comprobar si esta vez era un vampiro de ojos rojos o un valiente mortal quien la perseguía.
Victoria encontró el muro y, moviéndose con tanto sigilo como fue capaz, lo palpó, rogando que no terminase en un rincón sin salida.
Al menos ahí abajo contaba con la ventaja que le proporcionaba un espacio limitado, al igual que lo había hecho cuando en Claythorne luchaba contra los vampiros. Si todos iban tras ella, sus posibilidades de luchar contra ellos uno por uno serían mayores que si todos se abatían sobre ella al mismo tiempo.
Quienquiera que la perseguía estaba ganando terreno; un rápido vistazo confirmó los ojos rojos de un vampiro. La criatura tenía visión nocturna, que le proporcionaba una clara ventaja cuando atravesaba un túnel oscuro como la boca de un lobo.
Victoria aceleró el paso, con la estaca lista para la acción. Si tuviera un momento para detenerse, podría coger el otro vial de agua bendita de su liga; pero si escapaba, lo necesitaría para aplicársela sobre las heridas producidas por los mordiscos.
Sentía un dolor punzante y supuraba sangre; podía sentir que le caía por la garganta y los brazos. La sentía fría sobre su piel, ya no era aquella aterciopelada liberación que había experimentado cuando los vampiros se estaban alimentando.
Con el brazo extendido hacia delante, corrió tan rápido como pudo, pero no veía y el vampiro sí. El estaba lo bastante cerca como para agarrarla de la ropa, pero Victoria se zafó y se hizo a un lado y le esquivó de nuevo, tratando de hacerle perder el equilibrio.
Se oían más pasos a sus espaldas; al menos otro más se acercaba. No podía continuar dejando atrás al vampiro; tarde o temprano iba a toparse con una pared o una puerta, o con algo que pusiera fin al camino, y él lo habría visto mucho antes de que las manos de Victoria lo palparan.
Alejarse del hipnótico incienso de la sala de reuniones de la Tutela le había servido para despejase un poco la mente, y Victoria decidió que tenía que hacer algo drástico. Y también se percató de que por delante de ella se veía una débil línea de luz.
Donde había luz, había una puerta y, posiblemente, la luz del sol. ¿Acaso era tan tarde? Había pasado horas allí... pero ¿las suficientes para que casi estuviera amaneciendo?
Con un último arranque, se hizo a un lado, y se lanzó al suelo de cabeza, ejecutando una voltereta. El vampiro no reaccionó a tiempo y cayó con las palmas de las manos por delante. Victoria se abalanzó sobre él, buscándole la nuca a tientas, y le clavó la estaca en el centro de la espalda, haciendo que se desintegrara debajo de ella.
Pero el tercer vampiro la había alcanzado, agarrándola del cabello para obligarla a levantarse. Victoria no pudo reprimir el suave sollozo a causa del inesperado dolor. Los ojos rojos de la criatura ardían furiosamente cuando la aferró del cuello, su mano resbalaba debido a la sangre, iluminando la reducida área con un brillo maligno, arrojando luz suficiente para que Victoria pudiera ver parte de su cara. Lo suficiente como para reconocerle. Se trataba del Sexto. No de otro de los vampiros hambrientos y depravados, sino de su líder.
¿Quién eres? —gruñó, zarandeándola levemente.
Victoria habría levantado su estaca, pero él detuvo su mano en el aire y la estampó contra la pared. Estaba fría, y sintió la arenilla de la piedra sobre sus hombros descubiertos.
¿Quién eres que has matado a dos de los míos? —Se acercó más, y Victoria pudo oler la sangre en su aliento, sangre antigua, y la pestilencia del maldito.
Tenía libre la otra mano, y trató de introducirla bajo las faldas para tomar el vial de agua bendita, pero él era demasiado rápido y también le agarró la muñeca. Sujetándole ambas manos, se las aplastó contra la húmeda pared de piedra y se acercó lentamente. La aferraba con brutalidad, y Victoria dejó caer la estaca.
Una venator, por supuesto. Nunca he saboreado a un Venator.
Sus ojos rojos se aproximaron más aún, y Victoria esperó hasta que estaba a punto de rozarle la piel con los labios. Entonces, aprovechando que la tenía sujeta para mantener el equilibrio, levantó ambas piernas y le golpeó en las pantorrillas con los pies.
Aquello le sorprendió lo suficiente para poder zafarse y tratar de coger la segunda estaca que llevaba en el cabello, pero ésta se le había caído cuando la criatura la levantó de los pelos. Victoria arremetió contra el vampiro, haciéndole perder el equilibrio, y echó a correr hacia la tenue luz.
El vampiro iba tras ella a no demasiada distancia, pero sí la suficiente para tener cierta ventaja. Se afanó por rebuscar bajo las faldas para sacar su última estaca, pero eran demasiado largas y no pudo hallar la abertura mientras corría.
«Por favor, una puerta. Por favor.»
Ya estaba lo bastante cerca; era un resquicio de luz. Se estrelló contra la pared, que tenía que ser una puerta, tenía necesariamente que serlo, y sintió que él se le acercaba por detrás. Sus dedos arañaron nuevamente en busca de un pomo mientras no dejaba de rogar que hubiera luz. Ignoraba por completo cuánto tiempo había pasado desde que llegó a la reunión, pero habían sido horas...
«Que haya amanecido, por favor.»
Deslizó los dedos en una grieta en el preciso instante en que el vampiro la atacó violentamente. La agarró del hombro y la tiró al suelo, esperando, sin duda, frenarla. Pero le había dado una ventaja. Tomó impulso y le golpeó con ambos pies en el abdomen, haciéndole caer al tiempo que rodaba sobre sí misma e introducía los dedos por debajo de la puerta.
«Tira, tira, tira...»
Y ésta se abrió. ¡Dios bendito, se abrió!
Y un tenue rayo de luz invadió la habitación.
El vampiro gritó y se apartó, Victoria le siguió, sacando la última estaca de debajo de la falda. Se la clavó en la espalda, atravesándole el corazón, y seguidamente se dio media vuelta para dirigirse a trompicones al bendito amanecer que despuntaba a través de los árboles en el horizonte.
Cerró la puerta al salir y se alejó como pudo tres o cuatro pasos del edificio.
Echó a correr, los ojos le escocían debido al súbito resplandor, cegándola, abriéndose paso entre árboles y arbustos hasta que se estrelló contra algo.
Contra dos personas.
¿Milady?
¿Lady Rockley?
Victoria se levantó de la hierba y, todavía parpadeando para contener las lágrimas causadas por el estallido del sol, dijo:
¿Verbena? ¿Oliver? ¿Qué demonios...?
¡Dios mío, está sangrando! —dijo la penetrante y horrorizada voz de Oliver, y Victoria fue capaz al fin de centrarse en él. —Por todas partes. —Su voz se quebró, tornándose en un susurro espantado.
Tenemos una barca, milady, vamos, vamos. —Verbena tiraba de ella, y pese a que Victoria podía escuchar el miedo en su voz, también podía apreciar su característico tono dictatorial.
Dejó que su doncella la condujera de vuelta por el mismo canal que unas horas antes habían recorrido Alvisi y ella.
Medio día antes.
La travesía a lo largo del canal les llevó más de una hora, durante la cual Victoria apenas reparó más que en la abrumadora sensación de la brillante luz amarilla del sol. Más tarde, recordaría ciertos momentos: la agonía cuando Verbena le bañó abundantemente las heridas con agua salada bendita. El repentino bamboleo de la góndola cuando el remo de Oliver se atascó con algo. Los retazos de conversación entre dientes entre sus dos acompañantes.
Está muy pálida.
¡Por supuesto que sí! ¡La han mordido cinco o seis veces, pedazo de tarugo! —Y entonces sintió la salpicadura de agua seguida por el atroz escozor de la sal. —¿Es que no puedes ir más rápido?
No estoy remando. ¿Dónde ves que tenga un remo? ¿Una pala? No, es un palo, y es muy diferente a remar en el estanque de Cornwall.
¡Mira por dónde va...!
Y luego una gran sacudida, un exabrupto amortiguado, y los bandazos consiguientes cuando la barca siguió su curso. Entonces, más tarde...
Si no te hubieras empecinado igual que una niñera con que yo fuera y no me hubieras retrasado, no habríamos llegado tan tarde.
No iba a dejar que fueras sin mí.
Pues sí que me ayudaste mucho, gritando y cacareando igual que una gallina en el canal.
Seguido por un furioso bufido y una sacudida de la barca, como si alguien hubiera dado media vuelta y cruzado de brazos.
íbamos en la dirección equivocada.
¡Para que no nos siguieran!
¡Nosotros éramos quienes les seguían!
Nunca se es demasiado cauteloso en estas cosas.
Luego otra violenta sacudida de la barca. Verbena debía haberse vuelto de nuevo hacia él.
¿Qué sabes realmente sobre la lucha contra los vampiros?
Más que tú, lo que, según parece, dice muy poco.
Probablemente era una suerte que Victoria se quedara dormida en aquel momento y no escuchara la respuesta de Verbena. No fue consciente de nada más hasta que otro bandazo y una repentina sacudida le indicaron que habían llegado al muelle.
Podía caminar, se dijo Victoria, y procedió a demostrarlo. El agua salada bendita ya había comenzado a realizar su función, y pese a que estaba débil, dolorida y exhausta, sabía que se sentiría mejor al día siguiente. Los venators sanaban rápida y fácilmente, incluso si se trataba de mordeduras de vampiros.
No obstante, en la villa, Verbena insistió en que Victoria fuera llevada a su recámara para lavarla y cambiarla en lugar de enviar a buscar a la tía Eustacia.
Oliver le llevará un mensaje mientras la adecentamos.
Victoria no deseaba admitirlo, pero estaba conmocionada por la experiencia, y pese a saber que en cuestión de uno o dos días se sentiría perfectamente al menos físicamente, el recuerdo de los vampiros desgarrándola en medio de la confusión, el incienso y el inexorable cántico hacía que le temblaran los dedos y que el estómago se le encogiera de forma desagradable.
Durmió después de los cuidados de Verbena, y despertó horas más tarde, a juzgar por la posición del sol al otro lado de la ventana. Victoria salió de debajo de la ligera manta y fue a echar un vistazo a sus heridas.
Contó ocho marcas de mordeduras, y seis más que se asemejaban a agujeros, marcándose igual que arañazos irregulares en cuello y hombros. Le habían limpiado la sangre, pero los cardenales ya habían comenzado a aparecer, púrpura oscuro y negruzcos, bajo las marcas. Victoria tocó una de las mordeduras y comprendió lo cerca que había estado de morir.
Se preguntó qué les había sucedido a las otras mujeres. ¿Las habrían hecho pedazos o liberado después de su trauma?
No hubiera podido salvarlas; apenas había logrado salvarse ella misma. Pero le dolía saber que se habían enfrentado a una muerte horripilante y dolorosa. Era una venator. Su misión era salvar vidas impidiendo que demonios y vampiros las arrebatasen. Esa noche había fracasado.
Había visto cómo sucedía y no había sido capaz de impedirlo.
Había llegado muy tarde para salvar a Polidori; pero al menos lo había intentado.
No había intentado salvar a esas mujeres.
Apartándose del espejo, Victoria se lavó la cara con un poco de agua, aprovechando que tenía las manos mojadas para alisarse los mechones que habían escapado de su trenza mientras dormía.
Se encontró con el mayordomo italiano al pie de las escaleras, un miembro leal del personal de tía Eustacia, que le dirigió una reverencia y le dijo:
Su tía y dos caballeros se han acomodado en el salón, signora.
¿Dos caballeros?
Victoria se apresuró hasta el salón y abrió la puerta. No era Max.
¿Qué haces tú aquí? —Se detuvo nada más entrar.
¡Maldita sea, Victoria! —Sebastian se puso en pie, disponiéndose a acercarse a ella, y deteniéndose después en mitad de la habitación. —Tu doncella me dijo que te habían herido, pero es mucho peor de lo que ella señaló.
¿Qué hace él aquí? —preguntó Victoria a su tía, ignorando a Sebastian para tomar asiento junto a ella en el diván. Naturalmente que tenía un aspecto lamentable. Tres vampiros la habían atacado y herido.
Pero Sebastian no tenía por qué parecer tan condenadamente sorprendido. O asqueado. Y sólo porque tuviera el mismo aspecto hermoso y acicalado que de costumbre, con sus dorados rizos artísticamente desaliñados y el pañuelo de su corbata perfectamente anudado...
Parece que le has visto las orejas al lobo —le dijo tía Eustacia, echando una ojeada a los mordiscos, rozando incluso uno de ellos con el dedo. —Son bastante feas, y aunque eres una venator, esta clase de heridas pueden tener consecuencias, cara. Tu doncella dijo que te había tratado con agua salada bendita; y yo tengo otra cosa que te ayudará a que desaparezcan las magulladuras —comenzó a hurgar en el pequeño bolsito que se había quitado de la muñeca.
Nos alegra que no sufrieras heridas de mayor gravedad —dijo Kritanu con su suave voz. Alargó el brazo más allá de la silla que ocupaba y le dio una palmadita a Victoria en la mano, concluyendo con un afectuoso apretoncito. —Y respondiendo a tu pregunta, monsieur Vioget llegó ayer a altas horas de la noche a la villa de tu tía.
Victoria se giró para mirar a Sebastian, que no había dejado de observarla desde que había entrado en la habitación, y enarcó una ceja de forma condescendiente a modo de pregunta.
Ignoraba dónde te alojabas aquí, en Venecia —explicó, recostándose en su asiento en un manifiesto intento de parecer relajado. Cruzó los brazos a la altura de la cintura, su bien confeccionada chaqueta se ajustaba suavemente a sus anchos hombros. —Pero sabía cómo llegar hasta tu tía y supuse que ella me pondría en contacto contigo, sobre todo porque vine con información que pensaba agradecerías. Es una desgracia que llegara un día tarde, o posiblemente podría haber evitado tu maldito percance de la pasada noche.
¿Y cómo es eso? —preguntó Victoria. Comenzaba a hartarse de sus repentinas apariciones y enigmáticas declaraciones. Siempre parecía estar ocultando algo. O tratando de sacar tajada.
Podría haberte dicho que Nedas se encuentra en Roma, no aquí, en Venecia. Y si deseas infiltrarte en la Tutela, con la esperanza de detenerle, no lo harás aquí. Y mucho menos del brazo del conde Benedetto Alvisi.
¿Y aguardaste hasta ahora para informarme de esto? ¿Por qué no me lo dijiste antes de que partiera de Londres? ¿En el carruaje? —Las heridas le causaban un dolor punzante, junto con el furioso palpitar de las venas de su cuello.
Sebastian extendió las manos.
No lo sabía por entonces.
Victoria, cuéntanos qué sucedió anoche —interrumpió tía Eustacia. Tomó la mano de su sobrina nieta entre sus dedos artríticos. Los tenía helados, pero eran fuertes, y su piel era suave y granulada con gruesos nudos venosos. —Y aquí tienes un poco de crema para las mordeduras.
Aliviada, Victoria se giró, apartando su atención de Sebastian, y les proporcionó una descripción detallada de la reunión de la Tutela.
De modo que fuiste sola, sin tomar ninguna precaución en caso de que algo saliera mal.
Victoria fulminó a Sebastian con la mirada.
Soy una venator y, como tal, debo correr riesgos, por peligroso que pueda ser.
Tía Eustacia tomó aire como si fuera a hablar, pero Victoria se le adelantó, no deseando que la reprendiera, mucho menos delante de Sebastian.
Sin embargo, reconozco que debería haberme preparado para la posibilidad de que las cosas no fueran lo que parecían. Sin Max, me veo obligada a actuar por mi cuenta; no había nadie más que pudiera haberme acompañado y que estuviera capacitado para ayudarme en caso de que las cosas se torcieran.
Cosa que, por supuesto, sucedió. Sea como fuere, tuve la fortuna de escapar por mis propios medios, y de toparme con Verbena y Oliver, que pudieron llevarme a casa. No es —inclinó la cabeza en dirección a Kritanu y a su tía— una experiencia que desee repetir.
No dispusiste que tu doncella te siguiera, pues —dijo tía Eustacia con un tono de voz cuidadosamente modulada, que le indicó a Victoria que estaba molesta o furiosa.
Así es. Lo hizo por su cuenta.
No enviaste un mensaje a Kritanu para pedirle que te acompañara. Él también podría haberte seguido.
No disponía de tiempo para enviar a buscarte, pues recibí el mensaje de Alvisi apenas media hora antes de que pasara a recogerme.
Una decisión deliberada de su parte. Lleva mucho tiempo intentando encontrar el modo de acceder al funcionamiento interno de la Tutela —agregó Sebastian.
Tú también pareces estar sumamente versado en la Tutela, monsieur Vioget —respondió Victoria de forma maliciosa.
Sebastian sonreía de manera insípida.
Me complace enormemente serte de ayuda a ti y a todos los demás venators. Ahora, si me permites, me encantará ayudarte a establecer conexión con las personas apropiadas en Roma —hizo vibrar la erre con un auténtico ronroneo italiano, —para que así puedas continuar con tu búsqueda para dar con Nedas.
Victoria miró a tía Eustacia; ella asintió.
Sí, deberíamos partir rumbo a Roma. En barco. Será más seguro que hacerlo por tierra, donde la Tutela podría reconocernos o seguirnos.
CAPÍTULO 12


En el que monsieur Vioget pone algo en entredicho.


¿Disfrutando de la luz de la luna o patrullando el barco en busca de repugnantes vampiros a fin de salvarnos al resto de los meros mortales?
Victoria no se sobresaltó; había sentido la presencia de Sebastian cuando se acercaba a ella por detrás en la cubierta del barco. Se volvió serenamente de frente a él, dejando un brazo apoyado sobre la esquina de la barandilla del barco.
No temas, Sebastian, querido. No hay vampiros en este velero.
¿Acabas de llamarme querido o estaba soñando? —Eligió un punto para detenerse a su lado, lo bastante distante para que su falda, que se levantaba y ondulaba con la brisa del mar Adriático, no le rozaran los pantalones. —Tal vez estoy haciendo progresos.
Victoria simplemente se le quedó mirando, haciendo caso omiso de los rizos que ondeaban igual que si de banderines se tratase en torno a sus sienes. Dado que él pareció contentarse con mirar el resplandeciente mar, teñido de negro, medianoche y gris por la luna y las estrellas, comentó:
Imaginaba que no tardarías demasiado tiempo en buscarme. —Odiaba admitirlo, pero le alegraba que lo hubiera hecho.
Espero no haberme retrasado terriblemente. —No demasiado.
Pero sí lo suficiente como para que te estuvieras impacientando, ¿cierto? —Volvió el rostro para mirarla, dejando los codos apoyados en la barandilla. —Quizá tampoco yo desee ser predecible.
Lo único predecible en ti es que apareces sistemáticamente cuando supones que menos lo espero. Tal vez eso sea tu perdición, pues ahora esperaré verte cada vez que me dé la vuelta.
Fuiste una tonta al ir tú sola a la reunión de la Tutela. Casi mueres, Victoria. Casi te hacen pedazos.
¿Crees que no lo sé? —Apartó la mirada de su cara, que había girado para contemplar el mar, siguiendo la de Sebastian. —No tenía elección.
Siempre tienes elección.
No es así. Me ocuparé de esto hasta que llegue mi fin, y por el camino me llevaré a tantos conmigo como me sea posible. Se lo debo a Phillip.
Hablas de violencia con suma despreocupación, Victoria. ¿Tu vida va a ser siempre así? ¿Van a ser ésas tus prioridades?
No puede haber otras. No lo comprendes; no puedes saber cómo es esto, Sebastian. Soy una venator, y eso nunca cambiará.
Él guardó silencio durante un prolongado momento. Le lanzó una mirada, vio el movimiento de su mandíbula, sumiendo su mejilla en las sombras y haciéndola emerger de nuevo.
Cuando te vi en Venecia, con todas esas mordeduras y cicatrices, yo... bueno, me di cuenta de que sería una verdadera lástima que te hubiera sucedido lo peor.
No te preocupes, Sebastian. Quedan más venators para protegerte. ¿O es el saldo de mi deuda lo que te tiene tan preocupado?
Él rio entre dientes, pero denotaba cierta aspereza. —Sé dónde se reúne la Tutela en Roma. No tendrás que ir sola.
Eso has dicho, pero no puedo evitar preguntarme por qué iba a correr ese riesgo un hombre de paz como tú. —¿Por qué estás furiosa conmigo?
¿Contigo? No te hagas ilusiones, Sebastian. La ira que me consume la provoca mi vida entera. Asumo esta responsabilidad que, pese a tu ingenua suposición de que siempre existe una opción, me es imposible eludir. Estoy sola y no veo que vaya a dejar de estarlo. Soy viuda y no veo otro futuro para mí. Podría haber muerto hace dos noches, y sin embargo estoy deseando volver a por más. Algunas veces... —Su voz se quebró finalmente. —A veces me supera y se convierte en ira. Y otras veces... otras veces, es lo único que puedo ser. La verdadera Victoria.
Hay muy pocos que sepan los sacrificios que realizáis el resto de venators y tú. Que no sois dueños de vuestras vidas, a pesar de que podáis desear lo contrario. Pero sin ti y sin los que son como tú, el mundo sería muy diferente.
Victoria guardó silencio de nuevo. La cólera que había mostrado se exacerbó, atemperándose acto seguido, conduciéndola a una insoportable toma de conciencia del aroma a clavo mezclado con el mar salobre, y de una mano de largos dedos aferrada a la barandilla junto a la suya.
Tomó conciencia de la noche, y de que se encontraban en el rincón de popa del barco, amparados por las sombras del mástil, la vela y la cubierta posterior, solos a todos los efectos. Escuchó el suave batir de las velas y el grito distante de uno de los marineros.
Qué extraño. —No se había dado cuenta de que había hablado en alto hasta que sintió que Sebastian se movía a su lado, no para mirarla, sino para colocarse la solapa de su chaqueta.
¿El qué es extraño?
Estar en mitad de la noche, sola con un hombre, y no tener que temer por mi reputación. No puedo evitar pensar en todas las ocasiones que durante la temporada de mi debut tuve que cuidarme de no quedarme a solas con un caballero, aun cuando no corriera el peligro de tener que proteger mi virtud. Y ahora que soy viuda, ya no tengo que preocuparme por eso.
En efecto —parecía divertido. —Me pregunto si no debería sentirme afligido porque no se me considere un peligro para tu virtud.
Si supusieras un peligro para mí, habrías dejado de serlo con tu caballerosa conversación con relación a las compensaciones. Y yo te habría parado los pies, tal y como hice con otros caballeros que pensaron que sugerir un paseo por la terraza les daría la oportunidad de tomarse libertades con las manos. Entre otras cosas. Sin embargo, estoy segura de que tú no serías tan tonto, sabiendo que no soy una mujer corriente.
No lo soy. Y ni por un solo instante creas que me dejaré llevar, Victoria. Eres demasiado lista como para eso, y yo también.
No estoy interesada en llevarte a ningún lado.
Sebastian rompió a reír entonces. No como si hubiera oído algo escandaloso, sino de forma grave y vibrante, sabiendo que la risa haría que Victoria se sintiese un tanto incómoda.
Puedo seguirte el juego, ma chère. De hecho, estoy tentado de hacerlo. Muy tentado.
Se movió rápidamente, con la suavidad de un pañuelo de seda, y Victoria se vio de pronto atrapada entre la barandilla y Sebastian, él tenía una mano a cada lado junto a las suyas, aferradas a la barandilla. Sus largos brazos se colocaron a lo largo de los de Victoria, manteniéndola entre ellos.
Sentía su aliento cálido en la nuca, donde su cabello recogido dejaba la piel expuesta y vulnerable.
Sería muy sencillo dejarte que me provocaras para que haga aquello que eres demasiado cobarde para hacer por ti misma. —Las palabras se alzaban igual que espinas, reverberando por su espalda.
Y según tu retorcida mente, ¿qué es lo que no hago porque, según tú, soy una cobarde? —Se sintió satisfecha de que su voz continuara firme y tranquila como la brisa del mar cuando podía notar su peso detrás de ella, su proximidad, aunque, inquietantemente, no notaba más contacto que el mero roce de sus manos contra las suyas.
Su boca se encontraba sobre su oreja, rozando tan sólo la parte posterior cuando sus labios se movieron:
Por valiente que puedas ser enfrentándote a vampiros y demonios, no tienes agallas para reconocer que deseas terminar lo que empezamos en el carruaje. Preferirías provocarme con tus comentarios socarrones, esperando que pierda la cabeza y te asalte... con lo cual te convencerías de que no sería tan terrible sucumbir a tus deseos.
Victoria inspiró con enojo, haciendo que sus hombros se inclinaran hacia atrás y sus pechos se irguieran, y Sebastian unió sus manos, estrechando los brazos a su alrededor.
Yo...
Pero la voz de Sebastian, aunque más grave y firme que su indignada sílaba, anuló lo que fuera que iba a decir.
Y entonces tendrías una excusa para dejar de lado tus sospechas y desconfianza hacia mí, tu reputación y tus temores. Lo cierto es, Victoria, que me deseas tanto como yo a ti. Lo que sucede es que no quieres tener que tomar la decisión.
Sebastian se movió, ahora lo sentía detrás de ella, la inconfundible prueba de sus palabras se apretaba contra la zona baja de su espalda. Le empujó las caderas contra la barandilla, reteniéndola allí, mientras depositaba un beso en la sensible piel justo detrás de la oreja. Su boca se abrió y su aliento cálido y susurrante acarició delicadamente esa misma zona, ligera y sensual, provocando intensos y hormigueantes escalofríos a lo largo de sus hombros.
Lo cierto es, Victoria, que no tienes que confiar en mí, o sentir ninguna clase de obligación emocional con esta alianza a fin de saciar tus deseos. No debes temer que sea otro Rockley y que te exija lo que no puedes o no quieres dar.
Sintió el pecho de Sebastian ascender y descender cuando inspiró profundamente y la besó a lo largo del tendón que sobresalía de un lado del cuello; ella ladeó la cabeza al otro lado como si él fuera un vampiro que la había subyugado.
Las rodillas amenazaban con ceder, pero la barandilla estaba allí para sostenerla y evitarle la humillación. No se había dado cuenta, en absoluto, de lo mucho que había echado en falta la forma en que su cuerpo respondía ante un hombre. Ni siquiera la mención de Phillip consiguió que se disipara el creciente placer.
Las manos de Sebastian abandonaron la barandilla para tomar sus pechos, que se alzaron en sus palmas cuando tomó una profunda y trémula bocanada de aire y trató de tocarle la cabeza a su espalda. Sebastian deslizó un dedo bajo su corpiño para buscar su pezón y acariciarlo, y acto seguido sus brazos la soltaron y sus manos volvieron a posarse sobre la barandilla a ambos lados de Victoria.
Ella trató de moverse, de girarse de cara a él, pero Sebastian la retuvo, mirando al mar, con las caderas y otro insistente apéndice.
No, ni lo hagas, querida —le dijo al oído con voz temblorosa. —Dije que no dejaría que me provocases y no lo haré. Y no creas que permitiré que utilices como excusa mis anteriores exigencias de recompensa. He decidido que has satisfecho sobradamente cualquier deuda que pudieras tener conmigo.
Victoria se percató de que estaba temblando, húmeda por todas partes y, de repente, se encontraba sola.
La había dejado sola, de pie junto a la barandilla, con la brisa del mar acariciándola como lo había hecho el aliento de su boca.
«Maldito Sebastian.»




Me pregunto quién será el primero en ceder —murmuró Kritanu al oído de Eustacia. Estaba detrás de ella, con los brazos alrededor de su cintura, y riendo entre dientes contra su espalda.
Habían estado disfrutando del mar desde una cubierta superior cerca de la popa del barco cuando Victoria se acercó a la barandilla de abajo. Cuando Sebastian se reunió con ella momentos después, Kritanu y Eustacia podrían haberse ido a otra parte, pero no lo hicieron.
Por lo que se habían enterado no tanto del intercambio verbal entre ambos jóvenes, pero sí lo suficiente de sus actividades para discernir qué estaba ocurriendo.
Espero que Victoria tenga el suficiente sentido común de no tomar un decisión impulsiva, o en base a sus deseos en lugar de a la razón —respondió Eustacia. Pero había visto el modo en que su sobrina suspiró y se recostó contra Sebastian, y cómo había tomado aire profunda y temblorosamente después de que él se hubiera marchado. Cuando creía que nadie la veía.
Estoy convencido de que no haría nada tan imprudente. Las mujeres de la familia Gardella no son célebres por su impulsividad en lo que a cuestiones del corazón se refiere.
Eustacia no pudo reprimir la sonrisa.
Me he convertido en toda una strega gruñona, ¿vero? La edad me está venciendo y convirtiéndose en una pesada carga. He olvidado lo que es ser joven y sentirse tentada por un hombre joven y guapo.
Un hombre joven, guapo y casi ocho años más joven que tú. —Kritanu se rio y la besó en la oreja. —Oh, cuánto te resististe a la atracción que sentías por mí. Yo era muy joven, demasiado, y no era más que un comitator, un simple entrenador, no un venator, por lo que estaba por debajo de ti.
¡Me puse furiosa cuando Wayren te envió conmigo! Como si tú, a los diecisiete, supieras más sobre luchar contra los vampiros que yo, una venator elegida, a quien le habían impuesto el vis bulla a los veinte, cuatro años antes. Claro está, no tenía idea de lo mucho que iba a aprender de un comitator. —Se volvió parcialmente para mirarle, y Kritanu se amoldó a su lado, para apoyarse ambos en la barandilla, mirándose el uno al otro. Eran de la misma estatura: el cuerpo dorado y compacto de Kritanu y la figura esbelta de Eustacia, levemente encorvada a causa de la edad.
Lo sé. Y me sentía aturdido por tu belleza y desconcertado por tu grosería, tu actitud descarada y tus aborrecibles habilidades para la lucha.
Nunca me canso de escucharte rememorar mi deslumbrante belleza.
Y yo nunca me canso de oírte afirmar que, gracias a la insistencia de Wayren para que te entrenara, salvaste la vida en numerosas ocasiones.
Se sonrieron el uno al otro, de manera cómplice y natural, en mitad de la noche y con sus recuerdos. Pese a que las articulaciones le dolían más de lo habitual, y a pesar de que volver a Roma le causaba aprensión, Eustacia no habría deseado revivir de nuevo aquellos días de juventud.
Tu sobrina es tan hermosa y terca, y tiene tanto talento como tenías tú. No es de extrañar que Vioget la mire del modo en que lo hace.
Ignoro todo lo que ha sucedido entre ellos; me temo que sea más de lo que me gustaría, y espero que no exista un cariño duradero.
No confías en él por completo.
No. No puedo. Puede que sea un aliado valioso; ya ha demostrado sernos útil. Pero no puedo aceptarle sin reservas, pues desempeña el papel que más le conviene cuando le place. Y lo hace bien. Dirá y hará lo que sea para conseguir lo que quiere.
¿Y qué es lo que quiere?
Eso es lo que más me inquieta, Kritanu. No lo sé. No sé lo que guarda realmente en su corazón.
Tal vez eres un poco cauta con respecto a tu propia intuición a causa de la desaparición de Max. Confiaste en él de forma implícita.
Más bien, confío. Todavía es así y lo será hasta que muera. O bien está muerto, o... Bueno, no quiero pensar en ello. Me fue imposible averiguar algo sobre él o sobre su paradero en Venecia; tan sólo puedo abrigar la esperanza de encontrarle en Roma.
De no ser así, temes que la profecía se cumpla. Ella asintió una vez.
Tal y como escribió nuestra mística Rosamund: «La edad dorada del venator tendrá su fin a los pies de Roma». Si, en efecto, Nedas desata todo el poder del Obelisco de Akvan, temo que esta batalla en Roma será el final de todos nosotros.
CAPÍTULO 13


Se realiza una apuesta.


Tras su interludio con Sebastian, Victoria se mantuvo alejada de cualquier cubierta del barco cuando las estrellas y la luna poblaban el cielo, limitando sus paseos a la luz de día.
Resultaba extraño verle cada día, incluyendo aquellos momentos durante paseos diurnos y entre mástiles y otros objetos sujetos a la cubierta. Estaba acostumbrada a que él apareciera de improviso, no a que estuviera sentado frente a ella durante las comidas. Sebastian actuaba como si apenas la conociera, saludándola cortésmente con una reverencia y llamándola señora Withers siempre que entraban en contacto, y desplegando su encanto por igual con las otras cuatro féminas del barco. La esposa del capitán y sus hermanas estaban, como era de esperar, encantadas.
Victoria prefería que él se mantuviera a distancia. Resultaba más sencillo centrar sus pensamientos sobre Phillip y lo mucho que lo había amado y en que había enviudado recientemente cuando veía a Sebastian sólo de pasada.
Pero el hecho era que había pensado en Sebastian, y con bastante frecuencia. Era difícil desterrar el recordatorio de su cuerpo musculoso apretándola contra la barandilla, y casi imposible era olvidar los besos que habían compartido; sobre todo cuando su sensual boca se curvaba en aquella atractiva sonrisa siempre que ella entraba en la habitación. Sus intenciones eran evidentes, al menos para ella; esperaba que tía Eustacia no las hubiera descifrado también.
Y el hecho era que Victoria se preguntaba qué tendría de malo sucumbir a lo que ambos querían. Sebastian había dejado claro que no tenía interés en otra cosa que en un escarceo mutuamente provechoso, que era lo único que ella quería, o, en cualquier caso, podía permitirse. Y no cabía posibilidad de que hubiera un hijo fruto de cualquier affaire en el que pudiera desear embarcarse, ya que a Victoria le habían proporcionado una poción medicinal para evitar embarazos cuanto estuvo casada con Phillip. Se trataba de una antigua tradición de los Gardella; pues nadie, y mucho menos Victoria, deseaba que un venator quedara encinta.
Si iba a comprobar lo que era tomar como amante a alguien con quien no estuviera casada o le uniera otra clase de vínculo, Sebastian sería una elección muy lógica. Al menos él comprendía y aceptaba su vida. Era consciente de sus obligaciones, y no poseía ese abrumador sentido de la protección que tendría cualquier otro hombre. No sería necesario mentirle; ni tendría que ocultarle su vis bulla; ni él esperaría un futuro compromiso matrimonial.
Era atractivo y encantador, y le hacía sentirse un tanto imprudente, incluso para tratarse de una venator. Naturalmente, quedaba la cuestión de si podía o no confiar en él por completo. Pero, digno de confianza o no, Sebastian besaba como los ángeles, entre otras cosas, y Victoria era una venator y podía cuidarse sola.
Aquello era, sin la menor duda, algo a tener en cuenta.
Aparte de tratar de evitar a Sebastian —y por tanto sus sentimientos confusos y tentadores hacia él, —durante el curso del viaje, Victoria no tuvo mucho en que entretenerse.
Al principio, intentó mantenerse en forma practicando kalari-payattu en el pequeño camarote que compartía con Verbena, pero era demasiado reducido. No conseguía evitar golpearse contra una u otra de las camas, y en cierto momento incluso se dio con el codo contra la pared cuando calculó mal un giro.
Aquello le llevó a buscar otro lugar en el barco que tuviera capacidad para albergar algo más de movimiento. Para ser precisos, envió a Oliver a buscar tal espacio. Este se las arregló para localizar un cuarto de almacenaje, el cual, debido a que la duración del trayecto era inferior a dos semanas, no estaba repleto de provisiones que hubieran sido necesarias para un viaje más prolongado.
De modo que Victoria practicaba allí, a veces con Kritanu y otras a solas, mientras Oliver se sentaba afuera junto a la puerta, por si alguien trataba de entrar. Hubiera resultado sumamente embarazoso que uno de los tripulantes irrumpiera allí y se encontrara a Victoria vistiendo unos pantalones holgados y una túnica, mientras giraba y lanzaba patadas por toda la habitación.
Un buen día, se había pasado más de una hora practicando, utilizando cajas diseminadas por la habitación como parte de sus movimientos. Giraba y lanzaba patadas, se arrojaba sobre una de ellas, giraba con el impulso y saltaba, cruzando la habitación hasta otra de las cejas.
Victoria estaba sudando y el cabello había comenzado a soltársele de la trenza, aplastándose contra su cara y su cuello. Se dio media vuelta y agarró un machete que había estado usando en sus combates con Kritanu en los últimos días, y cuando volvió a girarse, vio que la puerta de la habitación se abría.
Era, como no, Sebastian.
¿Cómo has entrado aquí? —preguntó, resollando. Se puso en pie sobre una de las cajas al otro lado de la puerta y se pasó la mano por su frente empapada. El machete pendía, flojo, de su mano. Ni siquiera quería pensar en el aspecto que presentaba, con manchas de sudor en los costados de la camisa y sus holgados pantalones tan poco femeninos. Y con los pies descalzos, cubiertos tan sólo por unas finas medias.
Por Oliver, tu criado, por supuesto. Hemos charlado durante tus entrenamientos... a fin de granjearme su confianza, ya sabes. De modo que hoy sugerí que sería razonable que yo observara un poco.
Sebastian se acercó y cogió el machete parejo de Kritanu.
Estás aprendiendo a luchar con la espada, ¿no es así?
Esta técnica se denomina ankathari, y es mucho más letal que las piruetas y defensa de la elegante esgrima de los franceses. Fíjate en la rigidez y anchura de la hoja. Las nuestras son mucho más contundentes que esas armas delgadas y flexibles que utilizas tú.
¡Oye, oye! Así que quieres desafiarme a un duelo, ¿no es verdad? Es un placer aceptar. —Agitó la espada, haciéndola cortar el aire con un silbido, y acto seguido la dejó mientras se despojaba de la chaqueta y la corbata. Victoria trató de no fijarse cuando él se desabrochó dos botones del cuello y se arremangó, mostrando su piel bronceada color caramelo.
Por allí hay un protector, si deseas usarlo. —Victoria señaló con la cabeza el bulto que formaba la armadura que Kritanu se ponía normalmente durante sus sesiones.
Sebastian lo contempló y seguidamente miró a Victoria.
¿Tú no te pones nada?
No. Pero yo...
... soy una venator. Sí, sí, soy consciente de ello. —Se encaminó al centro de la habitación. —Me arriesgaré. —Alzó la mirada hacia ella, que aún se encontraba en el mismo lugar. —¿No deseas batirte conmigo? ¿O es que has finalizado tu entrenamiento por hoy?
Me batiré contigo. —Se bajó de un salto, aterrizando en el suelo sin esfuerzo. —No hay mucho con que entretenerse en este barco.
Se colocaron uno frente al otro, separados por el largo de las hojas de los machetes. Los ojos dorados de Sebastian le sostuvieron la mirada cuando Victoria la posó en él, y pudo reconocer el placer y el desafío que albergaban.
Debemos decretar un premio para el ganador del duelo —dijo, sonriendo furtivamente. —No creerías que iba a dejar pasar una oportunidad así, ¿verdad?
Victoria logró reprimir el arranque de una carcajada provocada por la sorpresa.
Por supuesto que no. Y, qué casualidad, estoy segura de que tienes algo en mente.
Una prenda. El ganador recibe una prenda que el otro debe dar libremente.
Victoria rompió en una carcajada.
¡Sebastian, eres completamente predecible!
En vez de sentirse ofendido, Sebastian sonrió en respuesta y asintió.
Por supuesto. Cuando la oportunidad se presenta, procuro siempre aprovecharla.
Eso, naturalmente, significa que debes ganar para recoger tu prenda.
No pareces preocupada.
No lo estoy. —Y arremetió contra él. Sebastian tan sólo movió la mano en que sujetaba el machete, bloqueando limpiamente el de Victoria. —Tampoco yo.
Evitaron las estocadas del otro y se provocaron, los pies de ambos permanecieron inmóviles durante la mayor parte del tiempo mientras sus machetes se deslizaban uno contra la otro, chocaban cada empuñadura del machete contra la otra y se retiraban. Victoria se contuvo, deseando calibrar la destreza de su oponente, pues pese a querer derrotarle, no deseaba herir al arrogante petimetre que desdeñaba una armadura protectora. No cabía duda de que debía de estar más habituado a blandir una evée o alguna otra hoja de esgrima, que era más ligera y flexible, pero mantuvo su ritmo satisfactoriamente, incluso cuando incrementó la velocidad y la potencia de sus embates y ofensivas.
No tardaron en encontrarse danzando por la estancia como si de una extraña especie de vals se tratase, y Victoria sintió la necesidad de concentrarse para seguirle el paso. Sebastian era rápido e ingenioso, y en modo alguno le superaba. De hecho, comenzaba a preguntarse cómo podía mantener tal ritmo con ella y bloquearla con semejante facilidad. Pero entonces atrapó su machete en el ángulo adecuado y se lo arrebató de las manos, lanzándolo al suelo.
Apenas había asimilado que había ganado cuando Sebastian dio una voltereta, tomó el machete todavía vibrante, y lanzó un ataque, embistiendo con la ferocidad necesaria para arrinconarla contra una de las cajas.
Sus machetes chocaron y quedaron trabados como si estuvieran pegados, deteniéndose a medio combate; sus caras estaban tan cerca, que Victoria pudo ver cómo un pelo de su ceja se descolocó y se enganchó en los mechones que habían caído sobre su frente. Un hilillo de sudor se deslizó por su sien. El sonrió y el estómago de Victoria dio un vuelco.
Entonces, como si se leyeran la mente mutuamente, ambos se movieron al mismo tiempo, y en medio de un frenesí de machetes y un peligroso embrollo de metal contra metal, las armas quedaron trabadas de nuevo y tiraron, y a continuación uno de los machetes salió volando, y el otro cayó al suelo a sus pies.
Sebastian pisó la hoja que había caído y la apartó de una patada antes de que Victoria pudiera cogerla.
La victoria es mía, encanto. ¡Reclamaré mi premio!
No hay victoria para ti. El combate ha finalizado en empate.
En efecto. Bueno, siempre que pueda reclamar mi prenda, poco me importa que desees declarar un empate.
Victoria entrecerró los ojos, pero dio un paso atrás, asintiendo.
Bien, pues. Di qué premio reclamas.
Deseo... —avanzó hacia ella, capturando sus manos antes de que Victoria pudiera reaccionar, y tiró suavemente de ella hacia sí, —una respuesta sincera a la pregunta que estoy a punto de formularte.
¿Nada de besos? ¿Ni de ver mi vis bulla? ¿Ninguna proposición lasciva? ¡Sebastian, me estás asustando!
Alargó el brazo, tomándola delicadamente de la barbilla y alzándosela.
Deseo saber por qué te casaste con Rockley... ¿A causa del deber familiar o por amor?
La pregunta le sorprendió, y Victoria dudó. Luego respondió:
No fue por obligación. Le amaba. —Su voz sonaba ronca, y de pronto la habitación le resultaba sofocante. ¿Por qué le preguntaba algo así? ¿Por qué le importaba aquello?
Sebastian le dio un apretoncito en las manos, y acto seguido la soltó y aguardó. Victoria le miró, con su camisa blanca, empapada en algunas zonas y una uve abierta, que dejaba al descubierto la capa de sudor en el cuello y su torso de dorado vello. En más de una ocasión había pensado que le recordaba a un ángel dorado, de cabello leonado, piel dorada y ojos de tigre. Los aspectos más oscuros de su rostro eran sus cejas rectas, de tonos nogal mezclado con rubios y caobas, y las pestañas que enmarcaban sus ojos. De todas maneras, era broncíneo de pies a cabeza.
Pero no cabía duda de que no era un ángel, ni mucho menos cuando la miraba del modo en que lo hacía ahora... como si esperase que ella cayera a sus pies, consumida por la lujuria.
¿Victoria? —la incitó.
Ella le brindó una sonrisa que solamente había dedicado a Phillip... que había aprendido después de descubrir cómo funcionaba el deseo de un hombre, y cómo una mujer podía utilizarlo en su provecho. Y para su placer.
Le brindó aquella sonrisa; tal vez existía un nombre para esa clase de expresión, pero lo desconocía. Se acercó a él; olía a clavo y a hombre y, tal vez, a algún otro aroma que podría desprender su ropa o su cabello... a laurel... y le puso las manos en los hombros. Eran anchos, grandes y sólidos, y su piel estaba caliente y sudorosa a través de la elegante y delgada camisa que llevaba puesta.
Podía ver su barba incipiente, dorada, cobriza y castaña, que comenzaba a aparecer en la piel de su mandíbula, y sentir su respiración expectante. Tenía los ojos entrecerrados, pero podía notar que la observaban con atención. No sonreía.
Victoria se puso de puntillas, acercándole la boca al cuello, y susurró:
Quiero saber por qué sabes tanto acerca de los vampiros.
Acto seguido, dejó que sus talones golpearan contra el suelo y retrocedió, liberando sus hombros cuando se encorvaron a causa de la descarga de tensión. Sebastian abrió los ojos completamente.
Cómo tientas a un hombre, Victoria —dijo con ligereza. Pero su expresión no traslucía diversión. —La respuesta a tu pregunta implica mucho más de lo que puedo o deseo compartir en este momento, pero sí te diré algo: al igual que tú, perdí a alguien a quien amaba a manos de los vampiros.
¿A tu esposa? ¿A una amante?
A mi padre.
CAPÍTULO 14


En el que la señora Withers duplica la diversión.


La primera imagen que Victoria tuvo de Roma le provocó un inesperado escalofrío en los hombros. Mientras contemplaba una ciudad con tanta historia, tuvo un acusado presentimiento, como si la vista de la ciudad augurara algún catalizador del que no estaba al corriente.
Pero cuando el carruaje que les había llevado desde el puerto de Ostia se detuvo al fin y se apeó, Victoria no tuvo la sensación de aquello, ni sintió la tierra temblar bajo sus pies como había esperado cuando ponía el pie en un lugar que rebosaba con tal sensación aciaga. Simplemente sentía que su consciencia se vería inundada por los sonidos, olores, y vistas de las calles... de Roma.
Pese al atractivo de la ciudad, Victoria no tuvo oportunidad de disfrutarla o experimentarla. Al cabo de un día, tía Eustacia la había instalado en una pequeña casa urbana con Oliver y Verbena y una comitiva de personal italiano, a aproximadamente quince minutos de distancia de donde se alojaba la matriarca de los Gardella. Al igual que en Venecia, Victoria y tía Eustacia habían estimado prudente mantener en secreto su parentesco.
Victoria ignoraba a dónde se había marchado Sebastian.
Tan sólo se habían visto durante las comidas tras su entrenamiento con la espada y sus confesiones tête-à-tête, y no había rastro de él cuando Victoria y su séquito desembarcaron en Ostia. Por lo visto había encontrado otra forma de transporte a la ciudad.
Celebraba no verle, pues no estaba segura de cómo reaccionaría ante su declaración. ¿Qué significaba que había perdido a su padre a manos de los vampiros? ¿Que lo habían matado? ¿O, quizá, que lo habían convertido en uno de ellos? También era posible, supuso, que su padre fuera un miembro de la Tutela. Eso podría explicar por qué Sebastian sabía tanto acerca de ellos.
Tenía sentido. Eso explicaría cómo se había relacionado con Polidori, y cómo afirmaba saber dónde se reunirían aquí, en Roma.
No se puso en contacto con Victoria en los tres días posteriores a su llegada a la ciudad, dejándola a su suerte y preguntándose si no habrían llegado allí sólo para que Sebastian los manipulase; pero al tercer día, le envió un mensaje comunicándole que esa tarde la visitaría.
Le estaba esperando en el salón. Habría confundido la habitación con el armario de las escobas de no ser por las dos butacas y la pequeña mesa que lo convertían en lo que los italianos que le habían dejado la casa urbana afirmaban que era un salón. Fuera lo que fuese, era demasiado reducido para Sebastian y ella. Sintió que el cuarto se condensaba cuando él entró y cerró la puerta tras de sí.
Supongo que has pasado los últimos tres días trabajando duramente para establecer la ubicación clandestina de la próxima reunión de la Tutela, y decidiendo el mejor modo de colarme. —Así fue como lo recibió. Tomó asiento, pese a que él continuó en pie, haciendo que la habitación pareciese aún más pequeña.
Sebastian frunció el ceño, pero sus palabras fueron más secas que la tiza.
Bien, ¿qué te ha hecho pensar eso? Tenía otros asuntos que atender, amistades que visitar, una ópera que ver y lanzar una moneda a la Fontana de Trevi para pedir un deseo. Pero con respecto a la reunión de la Tutela, sí, en efecto, asistirás. Espero que tu agenda esté libre para esta noche.
Tengo asientos de palco para la ópera, pero me olvidaré de ellos para ir en su lugar contigo a la reunión, por supuesto. El deber antes que el placer.
No para mí.
Antes de que Victoria pudiera adivinar qué tramaba, Sebastian fue hasta ella y le puso las manos sobre los hombros, empujándola en la silla de respaldo alto y sujetándola con sus dedos. Se inclinó para besarla, cubriéndole la boca —que Victoria había abierto para protestar a causa de la sorpresa, —con la suya al tiempo que apoyaba la rodilla en el cojín situado junto a su falda.
Victoria alzó la cara, el alto centro de la butaca se le clavaba en la parte posterior del cráneo mientras recibía el beso con los labios, que se entreabrieron más para saborearlo. Sintió que el grueso de su cabello, recogido hacia atrás, se aflojaba con cada movimiento de su cabeza al rozarse contra el marco de madera tapizado de terciopelo, y el agudo pinchazo de dos horquillas cuando se le clavaron en el cuero cabelludo.
Una cálida sensación de lasitud se apoderó de sus miembros y Victoria suspiró en su boca. Sebastian sabía tan dorado y cálido como parecía. Su rodilla a su lado en la butaca la forzó a inclinarse ligeramente hacia un lado, apoyándose contra su sólido peso, su mano izquierda rozaba el dobladillo de sus pantalones.
Separó la boca de ella y depositó besos a lo largo de su mandíbula en dirección a su oreja. Sebastian respiraba profundamente, y sus dedos le sujetaban los hombros con mayor fuerza, pero se detuvo tras darle un beso en el extremo de la mandíbula. Levantándose de la butaca, bajó la mirada hacia ella y le dijo:
Eso es el pago en especie por tu demostración después del combate con las espadas.
Victoria no tuvo que preguntar a qué se refería; el corazón le latía con demasiada fuerza en el pecho y se sentía acalorada y húmeda por todas partes.
Estoy preparado para hacer cualquier cosa que desees hacer, y cuando tú decidas, Victoria. Tú misma eres lo único que nos reprime de hacer lo que ambos deseamos.
Ella asintió. Era cierto. Y ni siquiera estaba segura de por qué se reprimía. Bien sabía Dios que no era inocente, y que había disfrutado haciendo el amor con Phillip. Pero él ya no estaba, y su vida le deparaba pocos placeres.
Bien —dijo Sebastian, como si el interludio nunca hubiera tenido lugar, —debemos hablar acerca de la reunión de la Tutela. Esta noche hay una reunión, que es más bien un evento social, pero que incluirá a muchos de sus miembros. No se trata de una reunión o un ritual, pero el conde Regalado, uno de los miembros más prominentes de la Tutela, lo organiza como un modo de reclutar más seguidores. —Me gustaría ir.
No dudaba que así fuera. Están reclutando masivamente, Victoria, y su necesidad de más seguidores prácticamente les sume en la histeria y el pánico. Creo que fuera lo que fuese que descubrió Polidori gracias a su interacción con ellos, tiene algo que ver con esta necesidad de hacer más miembros. Se están preparando para algo... probablemente para la activación del Obelisco de Akvan.
»El evento de esta noche se ofrece con la excusa de descubrir el último retrato del conde Regalado; se cree un artista consumado. Habrá miembros de la Tutela, y buscarán la oportunidad de atraer a los interesados a su causa, de modo que te beneficiará dejar caer unas pocas palabras aquí o allí. Creo que recibirá a las visitas a las ocho en punto.
Estoy segura de que si te pregunto cómo has obtenido toda esta información, no me lo dirás.
Continúas impresionándome con tu inteligencia, resolución e innecesaria virtud. —La miró con mordacidad durante un prologado momento, provocando que un acceso de calor ascendiera por el pecho de Victoria hasta su cuello y mejillas al leer el evidente mensaje que le lanzaban sus ojos: «¡Maldita virtud!».
Entonces, ¿asistirás conmigo? —preguntó, viéndose obligada a apartar la vista.
En realidad, no. No sería prudente para mí estar allí esta noche... ¡Vaya, vaya! No preguntes por qué, querida. Un hombre debe guardar algunos secretos.
¿«Algunos» secretos? Sebastian, no hay nada en ti que «no» sea asunto reservado.
Él enarcó las cejas.
¿De veras? Y yo que pensaba que el deseo que siento por ti era bastante flagrante.
Sus palabras hicieron aflorar de nuevo el rubor en Victoria. Nunca lo había oído decir en voz alta, de un modo tan franco y descarado. Pero lo dejó pasar; por ahora.
Así pues, ¿debo asistir sola?
No, eso sería incómodo, como mínimo. Resulta que conozco a dos jovencitas que tienen amistad con la hija del conde Regalado, Serafina. Asistirán esta noche y estarán encantadas de acogerte en su grupo. En la persona de la señora Withers, naturalmente, reciente viuda en busca de consuelo por la pérdida de su esposo. Junto con cierta distracción y, tal vez, una posibilidad de lograr la inmortalidad.
¿Dos jovencitas? —Victoria le miró de manera cómplice. —Eso explica dónde has pasado los últimos tres días.
¿Tú crees? —Su sonrisa fue enigmática, y para irritación de Victoria, se sintió... bueno, se sintió realmente molesta.
Puede que quizá averigüe más acerca de tus muchos secretos mientras esté en su compañía esta noche —repuso con una sonrisa burlona. —Será muy interesante.
Hum... Quizá me he precipitado. —Pero reía por lo bajo y sus ojos de tigre destilaban humor. —Se llaman Portiera y Placidia Tarruscelli, y han aceptado pasarte a recoger a las ocho en punto. Por lo visto, no es apropiado llegar puntual a un evento.
Parece que la sociedad en Roma no dista mucho de la nuestra —comentó Victoria. —Muy bien, pues, estaré preparada a las ocho para su llegada. Muchísimas gracias, Sebastian, por la ayuda que nos has prestado en esto.
Él la tomó de la mano y se la llevó a los labios para depositar un beso bastante recatado, en lo que a sus besos se refería.
Espero que continúes sintiéndote agradecida cuando todo esto acabe.




Portiera y Placidia Tarruscelli eran dos beldades de ojos y cabellos negros y figura voluptuosa, ambas con un lunarcito en una de las comisuras de sus seductoras bocas rosadas: el de Portiera, a la izquierda de sus labios; el de Placidia, a la derecha. Eran gemelas.
Victoria no pudo evitar preguntarse cómo de bien las conocía Sebastian.
Todo en ellas iba por duplicado: sus vestidos (uno color granate y el otro malva), sus bolsitos (uno cuajado de perlas, el otro de cuentas de azabache)... incluso los cumplidos dedicados al vestido verde primavera de Victoria llegaron en rápida sucesión, con leves variaciones: una adoraba el encaje que adornaba el corpiño; la otra adoraba también las tres capas de volantes del dobladillo.
Cuando se sentó frente a ellas durante el trayecto en carruaje a la villa de Regalado, Victoria sintió que estaba siendo acosada por dos gatas parlantes; los gatos no parloteaban, pero sí se movían de forma sinuosa y tenían una cierta expresión somnolienta en los ojos. Los incesantes comentarios y preguntas, remarcados con risitas y grititos, explicaba la parte del parloteo.
Victoria hablaba italiano con fluidez, y las gemelas el inglés, de modo que la conversación fue sencilla y multilingüe. Y resultó sumamente complicado guardar un orden.
Mientras una de las gemelas hacía preguntas acerca de Londres, la otra se desviaba al tema de la moda, haciendo preguntas diferentes. Y para aumentar la confusión de Victoria, ambas se inclinaban hacia delante y hacia atrás mientras cotorreaban, retomando la conversación de la otra hasta que no estuvo segura de a quién estaba respondiendo en un momento dado.
Se alegró cuando finalmente llegaron a la villa.
Dentro de la espaciosa casa, pasadas las tradicionales fuentes romanas que adornaban los caminos de entrada repletos de arcos, Victoria y las gemelas Tarruscelli fueron anunciadas y a continuación cruzaron al salón de baile principal.
Esa noche no estaba dispuesto para la danza, pese a que había un cuarteto de cuerda tocando discretamente en un rincón. De todas las paredes colgaban cuadros, todos los cuales, al parecer, eran obra del mismo artista mediocre. Por lo visto Sebastian y Victoria compartían una opinión similar en lo relativo al arte de Regalado.
En el centro de una de las bajas paredes de la sala rectangular había una pequeña tarima sobre la que la orquesta tocaría normalmente durante un baile, pero que esa noche estaba ocupado por el último cuadro del conde, el plato fuerte de la velada.
Victoria estuvo a punto de romper a reír al verlo. Era, en efecto, un retrato, de las gemelas Tarruscelli y sus lunares, flanqueando a una bonita muchacha rubia de la misma edad y proporciones. Estaban retratadas para representar a las tres Parcas, ataviadas con una vaporosa toga griega, que dejaba al descubierto un hombro por aquí y una cantidad algo excesiva de pecho por allá. Seis pezones se destacaban a través de sus ligerísimas prendas.
¿Me reconoce? —preguntó alguien próximo a Victoria en inglés con un marcado acento. Ella se giró.
Usted debe de ser la signorina Regalado, la hija del artista.
Sí, y usted debe ser la amiga inglese que esta noche acompaña a Portiera y Placidia. ¿Emmaline Withers? Celebro enormemente conocerla, estaba impaciente porque nos presentaran. Viene de immediato para discorrere con usted.
Victoria echó un vistazo en torno a la estancia para encontrar el modo de escapar; lo último que necesitaba esta noche era que otra jovencita estúpida la monopolizara. Tenía trabajo que hacer.
Grazie por su hospitalidad, signorina...
¡Oh, favore, llámeme Sara! Me alegra mucho practicar mi inglese con otra mujer. Los hombres ignoran las palabras importantes. Como son el encaje y los volantes, los guantes y las puntillas y...
¿Dónde está su padre? Me gustaría expresarle mis felicitaciones por una obra de arte tan hermosa —le interrumpió Victoria antes de que hiciera una lista de todos los términos relativos a la moda habidos y por haber. —La ha retratado muy hermosa.
Il mio amore ha dicho lo mismo. —Sara sonrió abiertamente y enroscó el brazo con el de Victoria. —Se lo presentaré más tarde, pero antes me gustaría que conociera a mi padre, y también a dos compatriotas. No desean hablar de moda conmigo, así pues presumiré de usted para ponerles gelosí.
Cuando Sara localizó por fin a su padre, que se encontraba con un grupo de otros tres hombres al otro extremo de la habitación, casi arrastró a Victoria hasta ellos. Victoria estaba más que encantada de conocer al conde, por supuesto, pues si se trataba de uno de los miembros más destacados de la Tutela, le convenía trabar amistad con él.
Aah, Sarafina, ¿quién es esta encantadora belleza que nos traes? —preguntó, dejando la conversación.
Padre, es mi nueva amiga, la señora Emmaline Withers.
El hombre, que era bajo y fornido carente prácticamente de lo que en sus tiempos había sido cabello negro —pero compensado al dejarse crecer una poblada barba y bigote, —se inclinó y tomó la mano de Victoria. Se la llevó a sus suaves y húmedos labios para besarla, y la miró con infinito interés en sus ojos negros. Eso no fue una sorpresa, al fin y al cabo, este hombre pintaba los pezones de su hija y sus amigas.
Es un verdadero placer conocerla. ¿Me permite que le presente a algunos de mis acompañantes?
Fue entonces cuando Victoria se dio la vuelta y vio, por primera vez, el rostro extremadamente confuso y familiar de George Starcasset.
CAPÍTULO 15


Lady Rockley recibe una reprimenda.


Victoria miró a George y sonrió como si no fuera nada extraordinario ser presentada con un nombre falso.
En su favor, él no hizo otra cosa que realizar una reverencia y alzar su mano para depositar un beso breve, pero momentos más tarde, después de hechas todas las presentaciones y de que Victoria se excusase antes de decir algo embarazoso, Starcasset pidió que le dispensasen para seguirla.
Quizá me permita acompañarla a buscar algo de beber —dijo George, tomándola firmemente del brazo.
Cuando se alejaron lo suficientemente del conde y sus invitados como para que no les oyeran, George hizo que Victoria se apartara hacia un lado y bajó la mirada hacia ella.
No sé qué azaroso acontecimiento nos ha reunido tan pronto tras mi llegada a Italia, pero sea cual fuere, estoy más que agradecido.
No mencionó que viajaría a Italia cuando nos despedimos —observó Victoria, preguntándose por qué no le preguntaba por su nombre ficticio. Tal vez estuviera siendo cortés y circunspecto al igual que la ocasión en que la encontró persiguiendo vampiros a medianoche por las calles de Londres. Tal vez simplemente fuera una persona confiada.
Pero ¿podría existir otra razón? Aunque sorprendido, no parecía estar sobresaltado como lo había estado ella cuando Regalado se había girado para presentarles.
Cierto es que no tenía planeado dirigirme a Italia por entonces... pero debo confesar que lamenté enormemente que tuviera usted que partir de Inglaterra justo cuando nuestra amistad comenzaba a profundizar. —Le dio un apretoncito en el codo, como si deseara recalcar las últimas palabras. —Y después de pensarlo un poco, comprendí que sería un buen momento para regresar a Roma a fin de inspeccionar unos asuntos comerciales que tengo aquí. Estaba seguro de que, puesto que ambos estábamos en el mismo país, podría asegurarme de encontrarla y hacerle una visita. No tenía ni idea de que la casualidad nos reuniría en el mismo evento social tan sólo dos días después de mi llegada. —Su sonrisa era amplia y juvenil, y con los dos marcados hoyuelos que la enmarcaban, junto con la hendidura en su barbilla, parecía aún más joven.
Qué afortunado. —Acompañó su mentira con una sonrisa igual de falsa. Tenía que hallar un modo de desembarazarse de George para poder sonsacarle a Regalado información acerca de la Tutela. Y entonces otro pensamiento le vino a la cabeza. —¿Cómo es que ha venido aquí esta noche?
Seguramente no se debía a que estuviera interesado en la Tutela. Seguramente se trataba de una coincidencia.
Pero cuando Polidori estuvo en Claythorne, había vampiros y un miembro de la Tutela. Y no estaba del todo seguro de que Sebastian no fuera miembro, pues era posible que su padre perteneciera a la Tutela.
Entonces, otro aciago pensamiento se abrió paso en su mente. Sebastian le había dicho que sería una imprudencia por su parte asistir a la fiesta en la villa de Regalado. ¿Se debía acaso a que estaba al tanto de que Starcasset estaría allí? ¿Ya que, por algún motivo, no deseaba que le reconocieran?
Polidori me mencionó durante la cena de aquella noche en Claythorne... aquella noche... que si alguna vez visitaba Roma, debía asegurarme de conocer a su amigo el conde Regalado. Parecía creer que el conde y yo congeniaríamos bien. —Volvió a darle un apretoncito en el codo. —Y he descubierto que es cierto. Regalado y yo tenemos mucho de qué hablar.
Victoria decidió arriesgarse:
¿Te ha hablado de la Tutela?
¿La Tutela? Vaya... no, que yo recuerde. ¿De qué se trata? —No estoy segura —respondió con indiferencia, lanzando una mirada a la estancia. —Lo que sucede es que he oído mencionar ese término y sentía curiosidad. —Y fue entonces cuando vio a Max.
Bueno, será un placer para mí preguntar si usted no desea... Lady Rock... Señora Withers, ¿sucede algo?
Él, Max, estaba al otro lado de la habitación como si acabara de entrar, saludando a un grupo de personas. Igual de alto, con el mismo aspecto moreno y arrogante que un año atrás. Sonreía mientras estrechaba sus manos.
No, por supuesto —le respondió a George, tan sólo un momento después de que le hubiera formulado la pregunta y ésta hubiera calado en su cabeza. —Salvo, tal vez, que estoy algo sedienta. ¿Sería tan amable...? —Dejó que su voz se fuera apagando al tiempo que le dirigía la mirada apropiada que la tildaba de mujer indefensa.
Por supuesto, cómo no, madam —respondió, un tanto turbado. —He hecho que se demorase, y debo disculparme por ello. Iré a traerle una taza de té, ¿o prefiere una copa de ese vino al que llaman Chianti?
Me encantaría tomar un té, o una limonada —repuso Victoria, tratando de impedir que su atención recayera de nuevo donde estaba Max.
Tan pronto como George se encaminó hacia las mesas donde se servían bebidas, dio media vuelta en dirección contraria y se dispuso a abrirse paso entre los grupos desperdigados de personas por el salón de baile. Había cruzado media habitación cuando Max la vio.
Él no lo había esperado; eso quedó de manifiesto por la expresión mortífera que afloró a su rostro, que desapareció con la misma celeridad con la que había surgido. No mantuvo contacto visual, sino que tornó de nuevo la atención al grupo de gente con quien estaba reunido. Alguien dijo algo divertido, y el grupo, incluido Max, prorrumpieron en carcajadas.
Parecía relajado. Guapo y aristocrático, con su tez aceitunada y sus altos pómulos, su nariz larga y recta, y su mentón anguloso. Su negro cabello le había crecido lo bastante como para retirárselo hacia atrás, pero esta noche le caía casi hasta los hombros. Ciertamente no parecía haber experimentado ninguna penalidad o accidente. Nada, a juzgar por su aspecto, que explicase su falta de comunicación durante casi un año.
Victoria sabía que no podía irrumpir sin más en el grupo y abordar a Max, ni siquiera inmiscuirse en la conversación con los cuatro o cinco hombres con quien él estaba departiendo. Lanzó un fugaz vistazo en su dirección, y Victoria pudo ver la expresión en sus ojos desde donde estaba: aciaga, fría, vacía.
¡Señorita Withers! La he buscado por todas partes. Me preguntaba a dónde había ido. ¿Puedo llamarla Emmaline?
Yo también la buscaba, Sara, y por supuesto que puede llamarme Emmaline —respondió Victoria. ¿Cómo podía utilizar a Sara para lograr lo que quería?
Splendido! Bien, debo presentarle al mio amore. Acaba de llegar.
Naturalmente. Victoria no estaba en absoluto sorprendida. ¿Por qué debería estarlo? Junto con los vampiros, su vida se había convertido en un carrusel de coincidencias y llegadas inesperadas. Sebastian aparecía con regularidad como por arte de magia. Resultaba que George Starcasset simplemente asistía a su primer evento social en Roma. De modo que, ¿por qué no iba a ser Max el pretendiente de su nueva amistad, la hija de uno de los hombres más poderosos de la Tutela?
Caro, permíteme que te presente a mi nueva amiga, la señorita Emmaline Withers —dijo Sara, deslizando el brazo de forma posesiva en torno al de Max. —Ha llegado recientemente desde Londres. Emmaline, permite que te presente al mio fidanzato, Maximilian Pesaro.
¿Su «prometido»?
Él se inclinó de forma casi imperceptible, lo cual, de hecho, fue más insolente que cortés. Lanzó una mirada impersonal a Victoria y dijo en italiano:
¿Londres, dice? ¿Y qué le indujo a abandonar una ciudad tan hermosa?
No te ofendas, Emmaline. Max detesta Londres —intervino Sara. —El pasado año se vio obligado a pasar unos meses allí y dice que estaba impaciente por regresar.
¿De veras? Bien, estoy segura de que no será necesario que regrese de nuevo, ya que tanto lo desprecia. Pero ¿no le acompañó usted? ¿Qué le pareció Londres?
Desgraciadamente, no había tenido aún el placer de conocer a mi prometida cuando estuve allí —dijo Max con su voz profunda y serena. Muy, muy calmado. Con indiferencia. —Eso sucedió poco después de mi regreso.
Permita que me cuente entre aquellos que les expresan su enhorabuena por su inminente matrimonio —repuso Victoria. —¿Cuándo tiene lugar el feliz acontecimiento?
No con la suficiente prontitud —dijo Max, bajando la miraba hacia la resplandeciente Sara, quien alzó la suya hacia él como si éste no fuera otra cosa que un bonete que debía poseer. Ni siquiera le llegaba al hombro; era muy bajita, aunque suave y curvilínea. Debió de ser su rubio cabello, atípico en Italia, lo que le atrajo; y, quizá, los ojos castaños de largas pestañas adornando un rostros dulce en forma de corazón. —Es una lástima que no pueda asistir, señora Withers, pues estoy seguro de que sus planes de viaje pronto la llevarán de regreso a su hermosa ciudad.
El mensaje no podía haber sido más claro aunque Max lo hubiera escrito.
Victoria se percató de que le temblaban los dedos.
Veo que el señor Starcasset ha vuelto con una bebida para mí —le dijo a Sara. Se negó a mirar a Max, por temor a que alguien pudiera leer la expresión mortífera que sin duda mostraba su rostro. —Y no puedo resistirme a echarle otro vistazo al cuadro. Le ruego que me dispense.
Será un placer. —El comentario que Max dejó caer entre dientes alcanzó directamente sus oídos cuando se alejaba apresuradamente.
Vitoria respiró hondo y se obligó a aminorar el paso. No consentiría que él viera que la había ofendido.
Y, por supuesto, la había ofendido. Había desaparecido durante casi un año, ¡y ahora le encontraba felizmente acomodado con su prometida en las entrañas de la Tutela! Era imposible que ignorase la implicación del padre de su prometida; al fin y al cabo, Max era un venator.
Cuando llegó hasta donde se encontraba George Starcasset, que, afortunadamente, había aparecido con su bebida justo cuando ella volvía, Victoria reconoció que había dos explicaciones posibles para la relación de Max con Sara Regalado y su conducta de esa noche.
O bien estaba representando un papel, tratando de infiltrarse en la Tutela; o había cambiado sus alianzas y como resultado había desterrado todo interés y cortado toda comunicación con tía Eustacia y Wayren. Si se trataba de lo primero, Victoria no comprendía por qué no se había puesto en contacto con ellos. Había formas discretas de hacerlo; sin duda Max lo sabría. Si se había unido a la Tutela, los protectores de los vampiros, entonces debía haber renunciado a su posición como venator.
Eso no podía creerlo, ni por un solo instante.
Pero existía una tercera posibilidad.
Todo podía ser exactamente lo que parecía, ni más, ni menos: se había enamorado de Sara Regalado y planeaba casarse con ella.




Victoria tuvo que soportar los torpes intentos de George Starcasset por besarla durante el trayecto de vuelta en carruaje hasta su villa. Deseaba plantarle de nuevo en su asiento de un oportuno empujón, calculado para provocarle una contractura cervical, pero se contuvo de utilizar sus poderes de venator de un modo tan flagrante. En cambio, prefirió clavarle de forma «accidental» el afilado tacón en los dedos del pie, con la fuerza suficiente como para desalentar cualquier otra idea amorosa que pudiera abrigar. Aquello no sólo enfrió su ardor, sino que seguramente le impediría bailar durante una semana.
Lo que en realidad deseaba era golpear a alguien; preferiblemente a Max.
Después de haber dispuesto de la ocasión para reflexionar acerca de la situación, Victoria había llegado a la única conclusión posible: Max estaba interpretando un papel, y tan pronto tuvieran un momento para hablar en privado, se lo explicaría.
Era la única explicación que tenía sentido. Max era un venator, el más poderoso después de tía Eustacia. Jamás les traicionaría.
¿Y en cuanto a Sarafina Regalado? Victoria no creía que Max se hubiera enamorado de aquella muchacha con la cabeza llena de pájaros. En caso de que alguna vez se permitiera que una mujer le distrajera, sería alguien... diferente.
Habiendo llegado a esa conclusión, Victoria supuso que Max estaría tan ansioso de hacerle saber la verdad como ella de conocerla; de modo que se quedó cerca de una de las entradas del salón de baile, con la esperanza de captar su mirada e insinuarle que se marchara. Pero él no miró en su dirección ni una sola vez, y parecía absolutamente contento de mezclarse con los invitados, con o sin Sara colgando de su brazo.
Cuando finalmente se quedó sin excusas que darles a Portiera y Placidia relativas a por qué no se movía del sitio, dejó que la condujeran hasta un grupo de jóvenes hombres italianos —el equivalente a los granujas y libertinos que pululaban por la sociedad londinense, —y que la presentaran.
Durante un breve espacio de tiempo, Victoria se dejó llevar por el placer de no ser otra cosa que una mujer joven y atractiva relacionándose con hombres de las mismas características. Había olvidado lo que era preocuparse únicamente por aportar comentarios ingeniosos y lanzar sonrisas recatadas.
Esa era la vida a la que había renunciado: una vida sencilla, cuya mayor preocupación era qué vestido llevar a qué evento, si su carné de baile se llenaría y si, una vez casada, tendría un heredero y un segundo hijo.
Oh, bendita ignorancia.
Sí, sin duda, aquello formaba parte de la vida a la que había renunciado.
Los apuestos amigos de Portiera y Placidia eran galantes y encantadores, y se esforzaban denodadamente por hablar con Victoria, por traerle una bebida, un biscotto, algún antipasto, por dar un paseo por la terraza para tomar el aire. Como viuda inglesa que era, les resultaba excepcionalmente atractiva, en particular a uno de los mayores del grupo, pese a que no podía tener más de treinta años, el barone Silvio Galliani.
Quizá pueda convencerla de que tomar un poco de aire sería delicioso, señora Withers —sugirió, quitando a otro competidor, menos osado, del medio. —Los jardines de Villa Regalado son particularmente hermosos a la luz de la luna.
Su inglés estaba sazonado con un acento italiano, sus oscuros ojos brillaban con admiración y su sonrisa era suficientemente irresistible como para provocar una punzada en su vientre. Cuando accedió y se asió a su brazo, Victoria sintió el fino paño de su chaqueta así como los poderosos músculos que yacían bajo éste.
¿Hace mucho que conoce a la familia Regalado? —preguntó Victoria mientras paseaban por los adoquines de la terraza.
Muchos años —respondió. —Soy primo de la contessa. ¿No fui sincero al afirmar que los jardines son más hermosos a la luz de la luna? ¿Ve aquellas rosas de allí?
Victoria miró los cremosos capullos blancos, plateados bajo la luna.
Son preciosas, pero parecen estar floreciendo bastante avanzada la temporada.
¡En efecto, así es! Entiendo algo de jardinería, y ésta es una de mis propias creaciones. La llamé «Sara a la luz de la luna», Sarè nel chiarore della luna, pero tal vez me apresuré a elegir el nombre. —Le lanzó una mirada significativa. —Su delicado color me recuerda a su bella piel inglesa, y el velo plateado de la luna es igual al brillo de su negro cabello. Il chiarore della luna di Emmaline sería quizás un nombre más apropiado. Emmaline, luz de luna.
Victoria sintió la influencia de su encanto. Al fin y al cabo, jamás la habían descrito como a una rosa.
Me siento de lo más halagada —respondió, continuando con el paseo. —Debe estar muy unido a Sara y su familia para ponerle su nombre a una rosa.
Sí, la conozco desde que era pequeña. Un poco frívola a veces, pero una muchacha muy agradable. Bonita, a su modo.
Parece que su familia está muy complacida por su inminente matrimonio. ¿Conoce a su futuro esposo?
Hemos coincidido en muchas ocasiones. Pesaro es todo un caballero y parece haberse encariñado con mucha celeridad de la joven Sara. En cuestión de tan sólo un mes, tal vez medio mes, y ya han anunciado su compromiso. Naturalmente, cuando uno encuentra el amor verdadero, el tiempo no significa nada. —La estaba mirando de nuevo con esa misma mirada intensa. ¿Acaso pensaba realmente que iba a creérselo?
¿Aprueba el conté una decisión tan rápida para el matrimonio de su hija?
Está muy satisfecho. Pesaro y él tiene vastos negocios; según creo, así es como conoció a Sara. Bien, mi querida señora Withers, basta de hablar sobre Sara y su pretendiente... hablemos del suyo. He percibido cierto interés por parte de ese muchacho inglés de allá. Sea sincera y no me rompa el corazón... ¿Tiene usted un interés especial en él, o cabe la posibilidad de que otro pueda captar su atención?
Mi atención no está comprometida con nadie en estos momentos, barone.
Entonces, puedo tenerme por un hombre afortunado. —La deslumbrante sonrisa del barone Galliani relampagueó a la luz de la luna. —Me haría muy feliz que me llamase Silvio. ¿Le apetecería que diéramos una vuelta por aquel sendero de allá? Estaría encantado de mostrarle mis clarines púrpura.
Me encantaría verlos, pero me temo que debo regresar al salón. No deseo que Placidia y Portiera se preocupen por mi ausencia. Pueden estar preparándose para partir.
Galliani estaba manifiestamente decepcionado, pero accedió a sus deseos y la acompañó adentro. Justo en el instante en que entraron de nuevo en el salón desde la terraza, Victoria vio la alta figura de Max encaminarse hacia la puerta contraria.
Se marchaba de la habitación, y Victoria iba a seguirle. Sería su oportunidad de pillarle a solas.
Podía decirle a Silvio que debía excusarse durante un momento, y abrirse paso entre el gentío, que charlaba y bebía, sin dar la sensación de estar en un apuro. Incluso hizo una pausa junto a la mesa de los refrescos para tomar un trago nada elegante de limonada, acto seguido, continuó su camino. Para cuando llegó a la salida, habían pasado casi diez minutos.
La puerta por la que Max había desaparecido no era la misma por la que ella había entrado al salón en un principio; en lugar de llevar al vestíbulo de entrada, conducía a un espacioso pasillo de techo abovedado con puertas y habitáculos a ambos lados, tachonado de columnas hasta la altura del hombro, rematadas con bustos de mármol. Varios de ellos, para continuar con el tema de Regalado, mostraban los pezones erectos.
Victoria se detuvo junto a una de las puertas, insegura de si Max había seguido aquel camino para reunirse con otra persona, para disponer de cierta soledad del exigente evento social o, tal vez, para buscarla.
El pasillo estaba en silencio, luego se oyó en la distancia el rumor de una voz grave seguida por un débil y femenino gritito de placer. Alguien había aprovechado la oportunidad para mantener un encuentro amoroso.
Victoria continuó, preguntándose si se atrevería a abrir una de las puertas. Max podía estar en cualquier parte; podía encontrarse en otra zona de la villa. Pero si se había escabullido a fin de crear la posibilidad de reunirse con ella, debía de andar cerca. Esperándola. Debía de haberla visto volver de la terraza y debía de saber que le seguía.
El pomo de una de las puertas giró y Victoria se amparó a la sombra de un busto, ocultándose detrás, deseando ser tan bajita como Sara. La puerta se abrió emitiendo un crujido, y el susurro de unas faldas le indicó que una mujer se acercaba por el pasillo.
Victoria contuvo el aliento, pero la mujer pasó de largo apresuradamente de regreso al salón sin desviar la mirada una sola vez. Se trataba de Sara Regalado.
Un desagradable presentimiento se agitó en su vientre. Salió de detrás de la columna y esperó.
La puerta se abrió de nuevo y Max salió de ella. Tenía su denso cabello despeinado y el cuello de la camisa torcido. Aparte de eso, sus duras facciones le conferían una apariencia fría y distante, sus elegantes pómulos parecían haber sido esculpidos en hielo. Parado en el pasillo, bajó la mirada por su larga y recta nariz, diciendo:
¿Tú otra vez?
Hubiera pasado de largo, pero Victoria se plantó en mitad del pasillo.
¿Qué sucede, Max? —inquirió en voz baja.
¿A qué te refieres? —preguntó, sacudiéndose lo que debía de ser una mota de polvo imaginaria de la manga de su chaqueta. —Puede que me hayas pillado en una situación delicada, pero, a fin de cuentas, es mi prometida.
¿Por qué no te has puesto en contacto con tía Eustacia?
Su mirada era tan insípida como las gachas.
He estado ocupado. Planes de boda y esas cosas. Ya sabes lo entretenido que puede ser.
Victoria sintió como si le hubiera pegado un puñetazo en el estómago.
Sí —susurró.
Max esperó una réplica, luego dijo:
¿Se te ofrece algo más?
No.
Muy bien, pues... esto, señora Withers, ¿no es así? ¿Dejará que regrese al lado de mi prometida? Espero que su viaje de regreso a Londres sea cómodo... e «inminente». —Max pasó por su lado cuando ella retrocedió, alto y moreno, y Victoria no pudo pasar por alto el aire de enfado que le acompañaba.
Horas más tarde, sentada en el carruaje frente a George, que se había ofrecido de manera entusiasta a acompañarla a casa debido a que las hermanas Tarruscelli no estaban preparadas para marchar, Victoria continuaba furiosa.
Echaba chispas y le hervía la sangre, pero bajo la ira había vacío, incredulidad y temor. La arrogancia y la grosería no eran nada nuevo en lo que a Max se refería, lo que realmente le preocupaba era su despreocupado pretexto cuando le preguntó por tía Eustacia. Max quería a su tía como a una madre, mentora, maestra y señora. Que la desdeñara no auguraba nada bueno.
No era posible que las cosas fueran lo que parecían. Era imposible que se hubiera enamorado y renunciado al universo de los venator y a su deber.
O que se hubiera unido a la Tutela.
Victoria jamás lo creería.

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