COLLEEN GLEASON
En el Calor de la Noche
2° de la Serie Crónicas Vampíricas Gardella
2ªparte
CAPÍTULO 16
En el que un pequeño salón italiano experimenta gran actividad.
Victoria no se sorprendió al encontrar a Sebastian esperando su regreso en la villa. Aquello parecía ir acorde con la marcha del resto de las cosas. Cuando entró y se lo encontró esperándola en su sala tan pequeña como una lata, por un breve instante lamentó no haber accedido a las insinuaciones de George para que le invitara a entrar.
Fue tan sólo un breve instante, sin embargo, y fue sustituido por el deseo más ferviente de haber dejado que Silvio la llevara a casa, y entrara con ella. La presencia del solícito y apuesto barón italiano hubiera borrado la sonrisa expectante del semblante de Sebastian.
Fuera como fuese, a Victoria le cosquilleaba la mano de ganas de borrársela. No era buena compañía, como diría su madre. Pero Sebastian había corrido ese riesgo al aparecer sin ser invitado. Al no acompañarla esa noche y no contarle todo cuanto sabía.
Lo estaba pidiendo a gritos.
—Espero no haberte hecho esperar demasiado —dijo a modo de saludo.
Sebastian se había despojado de la chaqueta y los guantes antes de su llegada, retirado la corbata y desabrochado dos botones del cuello. Por ese solo atrevimiento, debería estar enfadada.
—En absoluto, ma chère... de hecho, pensé que precisarías de más tiempo para desembarazarte de todos esos babeantes petimetres que seguro has conocido esta noche. ¿O acaso ha sido una velada infructuosa?
—Tuve que combatir los intentos de George Starcasset por besarme en el carruaje de regreso a casa.
—¿Debería estar complacido de que fueran más que «intentos»? ¿Y agradecido porque mis intentos por lograr lo mismo sí tuvieran éxito?
—Y he sobrevivido a un paseo a la luz de la luna con el barone Galliani. No es que eso fuera difícil de soportar.
—¿Galliani? —Su sonrisa se tensó por un instante; acto seguido regresó, fría y sensual.
—¿Un amigo tuyo?
—No particularmente. Aparte de decidir reservarte para mí... ¿Qué tal fue la velada?
—Ah, ¿acaso me reservé para ti? No tenía la menor idea. La velada, si se le puede llamar así, estuvo llena de sorpresas. Intento cerciorarme de si las conocías todas, o tan sólo algunas.
Victoria se paseaba por la habitación, lo cual consistía en diez pasos en una dirección, dar media vuelta, y diez más en la contraria. Con un poco de cuidado, podía evitar rozarse con el brazo de la más amplia de las butacas.
Sebastian la observó durante un momento, acto seguido, con una sonrisa despreocupada, seleccionó el asiento estrecho y lo ocupó con un descarada muestra de grosería mientras ella continuaba paseándose.
—Si te acercas aquí, puedo enseñarte mejores formas de aliviar la tensión —apostilló.
Victoria dejó de pasearse.
—Por desgracia para ti, eso es lo último que me gustaría hacer en estos momentos. ¿Sabías que George Starcasset estaría allí esta noche? —Se detuvo a un lado de la silla que Sebastian ocupaba y bajó la mirada hacia él. Su camisa se abría en una larga y estrecha «uve», y pudo incluso ver el sendero de vello dorado y broncíneo a través de ella. Esa íntima vista hizo que el estómago le hormigueara de un modo especial, y tuvo que pensar en apartar la mirada antes de hacerlo.
Para clavarla justo en sus ardientes ojos color ámbar.
—Ven aquí, Victoria —dijo, y alargó el brazo para tirar de ella hasta la silla. —Esto ya ha durado suficiente; y veo que no estás de humor para andarte con rodeos, aunque tú no te des cuenta.
Victoria cayó —más bien se dejó caer, a decir verdad, —por encima del duro borde de la butaca, sentándose sobre su regazo. Con un brazo enroscado alrededor del otro extremo de la butaca, se sujetó al borde del respaldo, y su cadera se hundió en el lado sobre el que estaba inclinada. Se las arregló para asirse justo detrás de la oreja de Sebastian... pero no estaba pensando en la suave madera bajo sus dedos, ni en la fulgente, aunque ajada, tapicería de brocado.
No, estaba besando a Sebastian con el mismo fervor que había visto en sus ojos momentos antes de cerrarlos.
La punzada en su vientre explosionó y descendió cuando liberó el brazo con que había tirado de ella y deslizó las yemas de sus dedos pulgar e índice debajo de cada pecho. Victoria se arqueó en sus manos y se amoldó sobre su regazo a fin de sentarse sobre la cadera con las piernas dobladas. Podía sentir el ritmo de sus pulgares sobre sus pezones, haciéndola estremecer por debajo de la tela del vestido, y el calor de su torso, salpicado de vello, bajo sus manos.
Victoria le abrió la camisa para poder ver aquellos amplios y dorados hombros. A Sebastian le gustaba sentir sus dedos desplegarse sobre el vello de su pecho.
Lo supo por el modo en que cerró los ojos y dejó que su cabeza reposara sobre la butaca. Su piel sabía cálida y algo salada, olía a clavo, a romero y a hombre, e incluso pudo sentir el pulso de su cuello en sus labios.
Cuando se disponía a bajar más las manos, para sacarle el resto de la camisa, Sebastian se las sujetó, abriendo los ojos con una sonrisa perezosa.
—¿Qué prisa hay, querida mía? Hace mucho que ansiábamos esto. —Agarrándole los hombros, la atrajo hacia sí para darle un prolongado y resbaladizo beso, deslizando las manos por las diminutas mangas hasta la parte superior de su corpiño y bajándoselas.
La parte delantera del vestido bajó junto con ellas, y sus pechos se asomaron por su escotado corsé, libres, cálidos y trémulos.
Un año atrás, Victoria se habría sentido mortificada con la idea de sentarse a horcajadas sobre un hombre en el salón, de tener el vestido bajado hasta la cintura mientras Sebastian se afanaba con los botones a su espalda. Pero ya no era inocente, y Sebastian tampoco era un caballero recatado.
Y no se había equivocado: no estaba de humor para fingir no estar interesada. Esa noche necesitaba algo... Algo de verdad después de todo lo que había sucedido durante las últimas semanas.
Cuando besó uno de sus pechos, lo hizo de modo suave y tierno, con tanta delicadeza que apenas fue más que su aliento; pero hizo que se tensara, y que pequeños escalofríos estallasen, derramándose desde el punto en que él la tocaba. Sebastian lo hizo de nuevo, acariciándola suavemente con la nariz, provocando que las mismas sensaciones recorrieran su ser. Como si de una ola perezosa se tratase, besando suave e insistentemente todo su cuerpo, desplegando calor y líquido allí donde se sentaba a horcajadas sobre él, con el vestido enganchado y estirado bajo sus rodillas.
Victoria inclinó la cabeza hacia atrás y se sujetó con firmeza a sus sólidos y anchos hombros. Eran cálidos, suaves y fornidos. Sebastian la besó de nuevo, con mayor fuerza ahora, sus labios mojados y ardientes contra su pezón. Su aliento se extendió con mayor amplitud sobre su pecho cuando inspiró de modo más profundo y laborioso, y sus dedos aferraron su piel con mayor firmeza.
Victoria sintió que se tensaba, el calor ardía entre sus piernas, allí donde se apretaba contra él. Se meció levemente y Sebastian gimió, y volvió a mecerse de nuevo.
—Y yo que creía que nuestra primera vez sería en un carruaje —murmuró, recogiéndole el vestido y subiéndoselo para que se recolocara en torno a su cintura, y deslizando los dedos por la parte superior de sus muslos bajo el montón de seda, encaje y lino.
Alargando el brazo a la espalda de Victoria, introdujo las dos manos bajo sus faldas y le rodeó las caderas, atrayéndola hacia delante, más cerca, para que cayera sobre él en la butaca. Sus pechos presionaron su torso y Sebastian se movió, inclinándole la cabeza a un lado a fin de poder besar el largo tendón que se extendía desde la mandíbula hasta el hombro. Hacía mucho que habían sanado las mordeduras de los vampiros, pero la sensibilidad en su cuello continuaba siendo acusada; más acusada que antes de ser mordida, y cuando Sebastian posó su boca sobre la suave piel, Victoria sintió que todo se concentraba en aquel punto.
Tan diferente a los feos y malvados colmillos que le absorbían su fuerza vital, pero alarmantemente similar. Todo se tornó más pausado mientras Sebastian le acariciaba con la nariz, le mordisqueaba y lamía, larga y lánguidamente, desde la oreja al hombro y del hombro a la oreja. Victoria temblaba, deseando evadirse de la intensidad del momento, pero, al mismo tiempo, deseando sumergirse en ella, deseando realmente mucho más. Tenía los ojos cerrados y sus manos se habían soltado de la butaca; estaba perdida en el arrebato de placer que la poseía.
Entonces los dedos de Sebastian descendieron y se deslizaron de nuevo bajo sus faldas; encontraron el camino a través de la abertura de sus calzones, allí donde estaba caliente, palpitante y húmeda. Rozaron su carne inflamada y Victoria se quedó paralizada, conteniendo el aliento ante la miríada de sensaciones. ¿Cómo había olvidado esto? El placer surgía desde unas terminaciones nerviosas a otras, de los labios y lengua a los dedos de Sebastian, acariciando y deslizándose. La palma de su mano se ahuecaba sobre ella desde delante, la presión se intensificó, y, no obstante, su ritmo no cesó.
Sintió que el aliento de Sebastian se aceleraba sobre sus pechos, lo oyó reverberar en su oído cuando su boca abandonó su piel.
Oh, qué dedos tan diestros... llevándola al límite con sus provocaciones, retirándose después para hacerla regresar; volviéndola a llevar, explorándola delicadamente, de forma hábil y segura, hasta que finalmente la dejó ir.
Victoria se contuvo antes de gritar en alto; parte de ella recordaba que se encontraban en el salón, y sepultó la cara en el hombro de Sebastian cuando el orgasmo estremeció todo su ser.
Tanto tiempo. Había pasado tanto tiempo.
Se sentía débil, perezosa y viva. Le temblaban los dedos, así como el aliento, y se percató de que las manos de Sebastian se desplazaban a su propia cintura y Victoria se afanó en ayudarle.
Sebastian la detuvo cuando se disponía a quitarle la camisa, llevándole las manos al bulto de sus pantalones.
—No, aquí, si eres tan amable —murmuró con la voz teñida de cierta ironía. —Victoria.
—Es un modo muy eficaz de hacer que me olvide de mi pregunta —le susurró al oído, afanándose por desabrocharle los calzones. Cuando deslizó las manos dentro, le encontró caliente y dispuesto, pesado bajo sus dedos.
—¿Acerca de George? Ya sospechas la respuesta. —Definitivamente, le costaba respirar.
—Lo sabías.
—No permitamos que George se interponga entre nosotros —le murmuró de manera persuasiva.
—¿Y qué me dices de Max? —preguntó.
—¿Max, también? —Sus dedos se quedaron inmóviles. —Así que de eso se trata.
—¿Qué? —Tardó un momento, pero la confusión causada por el deseo se disipó al ver la expresión seria de su cara.
—Tu fácil capitulación. ¿Hablaste con él? —Mantuvo los dedos sobre las ballenas que enfundaban sus costillas, justo debajo de sus pechos, pero no se movían, y su boca distante y tensa.
—Va a casarse con la hija de Regalado. No me digas que no lo sabías.
—No lo sabía. —Sebastian la miró con expresión sombría al tiempo que deslizaba las palmas bajo sus pechos una vez más. —Ahora comprendo, y es una suerte que no tenga ningún reparo en aprovechar una oportunidad cuando se me presenta. Literalmente. —Su sonrisa denotaba una severidad atípica.
La atrajo bruscamente hacia sí para darle otro beso ardiente y apasionado que le devolvió más de aquello que antes le había negado. Su respiración se entrecortó y le devolvió el beso, inmersa en la emoción, un deseo renovado se abrió paso en su vientre. Las manos de Sebastian se mostraban más insistentes sobre sus pechos...
Y entonces algo cambió.
Sebastian aminoró el ritmo, recobró el aliento, suavizó el beso y dejó que sus manos calientes se posaran en la cintura de Victoria.
—Al parecer, no soy el oportunista por el que me tenía —dijo con pesar, moviéndose y levantándola de su regazo.
Victoria se quedó allí, de pie, sintiéndose helada de pronto, con el vestido por la cintura, la camisola arrebujada bajo sus faldas y los pechos agitándose a causa de su respiración y su repentino rechazo.
Sebastian se puso en pie, luego, su camisa holgada rozándole el torso de Victoria. Bajó la mirada hacia ella al tiempo que se abotonaba los pantalones.
—No logro decidir si se debe a que esperaba que nos pillara en cualquier momento o a que estás furiosa con él. O a las dos cosas. Probablemente a las dos.
Los últimos vestigios de excitación desaparecieron.
—¡Eres un lerdo! —Se subió el corpiño de un tirón para cubrirse los pechos.
—Es muy posible que lo sea —repuso, remetiéndose la camisa. —Pero prefiero ser eso a que me manipulen.
—Gracias por tu ayuda con la Tutela —dijo de forma gélida. —Espero que recuerdes esta noche con cariño, pues no se repetirá de nuevo.
Sus labios se torcieron mientras agarraba su chaqueta, guantes y corbata.
—Eres tan predecible, Victoria, adoptando el aspecto de mujer desdeñada.
—¿De mujer desdeñada? —se carcajeó con verdadero regocijo. —Yo no diría eso. Me dejas con poco que lamentar, y apuesto a que seguramente yo dormiré mejor que tú esta noche. —Y enarcó una ceja y le miró de modo significativo.
—Si continúas así, estaré encantado de rectificar la situación. —Dio media vuelta para marcharse, con la mano en la puerta del salón, y le lanzó una última mirada. —O les haré una visita a las gemelas Tarruscelli.
Victoria lamentaba haberle hablado a Sebastian acerca de la aparición de Max en la villa de Regalado, no tanto debido al modo inesperado en que puso fin a su intimidad, sino porque todavía se avergonzaba al pensar en lo que eso podía representar.
Deseaba guardarse esa información para sí misma a fin de poder reflexionar y lograr encontrarle algún sentido. Sentía que una vez se lo contara a tía Eustacia, o a cualquiera, sería demasiado tarde para dar marcha atrás; sería real. Y aquello preocuparía innecesariamente a su tía, pues Victoria no creía que Max se hubiera apartado de los venators.
Y también creía —o más bien sabía, en el fondo de su alma— que Max la buscaría. Si estaba representando un papel, que era lo que aparentemente tenía que creer, pese a todas las evidencias en contra, no se arriesgaría lo más mínimo a que le escucharan o vieran. Podían haberles visto en el pasillo más allá del salón de baile; Max estaba siendo extremadamente discreto... que no era menos de lo que esperaba de él.
Pese a que le ponía furiosa, Max no cometía errores. Era metódico y cuidadoso, y muy, muy peligroso.
En cuanto a las extrañas acusaciones de Sebastian... Victoria lo atribuyó al hecho de que nunca comprendía qué le motivaba en un momento, mucho menos cuando se encontraba en pleno arrebato de pasión. Entre ambos hombres no existía el menor aprecio por razones que ella desconocía, pero las cuales parecían formar parte de una larga historia. Por lo visto la sola mención del nombre de Max era igual que un jarro de agua fría para Sebastian.
Tan segura estaba Victoria de que Max la visitaría o enviaría algún tipo de mensaje ahora que sabía que se encontraba en Roma, que se quedó en la villa durante los dos días siguientes, negándose incluso a salir para visitar a tía Eustacia en la villa Gardella. No deseaba perderse su visita a causa de su ausencia.
No le explicó a su tía abuela que había visto a Max. Todavía no. Quería asegurarse... quería esperar hasta que pudieran hablar de nuevo en privado.
Pero Max no se puso en contacto con ella.
No obstante, tuvo que recibir a George Starcasset cuando la visitó el día posterior a la fiesta, llevándole flores y con los ojos brillantes. Se sentaron y tomaron el té en el angosto salón, charlando de manera superficial sobre la sociedad londinense y sus amigos allí. Pasaron treinta minutos antes de que pudiera deshacerse de él.
Al día siguiente, cuando la visitó, Victoria no se encontraba en la que estaba siendo su casa.
La tercera mañana después de la fiesta en Villa Regalado, las hermanas Tarruscelli llevaron a Sara Regalado a visitar a Victoria.
—Estábamos convencidas de que había enfermado —parloteó Portiera. —Esperábamos que ayer viniera a tomar el té y nos decepcionó mucho que no lo hiciera.
—La echamos terriblemente de menos ayer a la hora del té, estábamos seguras de que padecía alguna jaqueca o enfermedad —dijo Placidia en pos de su hermana.
—Me sentía ligeramente cansada —reconoció Victoria, observando mientras Oliver y Verbena trataban de acomodar el minúsculo salón para tres invitadas y su señora. —Yo también lo pasé maravillosamente en la fiesta de su padre, Sara.
—Espero que hoy se sienta bien —dijo la prometida de Max con su perfecto inglés.
—Me siento mucho mejor, muchísimas gracias. —A decir verdad, se sentía peor con cada hora que pasaba sin tener noticias de Max.
A menos... tal vez Sara tuviera que despachar el mensaje sin ser consciente de ello.
En efecto, aquello parecía posible, cuando la joven prosiguió y dijo:
—Esperábamos que se uniera a nosotros en nuestro palco para la ópera de mañana por la noche. Las cuatro seremos escoltadas por mi padre y Maximilian, así como por barone Galliani, a quien parece haberle usted impresionado. —Sonrió sin una pizca de malicia y continuó: —Mi primo parece estar tan locamente enamorado de usted ¡que ha amenazado con cambiar el nombre de la rosa que cultivó para mí!
—Estoy segura de que su prometido estará encantado —no pudo resistirse a decir Victoria.
Sara la miró con curiosidad.
—¿Maximilian? Vaya, no es nada celoso, no le importaría que Silvio le pusiera mi nombre a veinte flores. Y si debe cambiarle el nombre por alguien tan bonita como usted, mi nueva y querida amiga, bueno, no me sentiré adirato en absoluto. Pues tengo a mi Maximilian para que le ponga mi nombre a las flores.
Victoria tuvo que convertir un nada elegante bufido en una tos. La imagen de Max cuidando de los rosales, y mucho menos poniéndoles el nombre de alguna muchacha o joven, resultaba ridícula.
Cuando se le pasó el ataque de tos, en medio de un revuelo de «ooh» y «¡ah!» (provenientes de las gemelas Tarruscelli; sus lunares idénticos moviéndose nerviosamente al unísono), y unas palmaditas en la espalda (cortesía de la delicada Sara, que le propinó una palmada bastante vigorosa), Victoria sonrió con los ojos llorosos y aceptó la invitación. Como mínimo, eso le proporcionaría otra oportunidad para ver a Max y escrutar qué se traía entre manos.
En cuanto se marcharon sus visitas, Victoria, que había planeado escabullirse para entrenar un poco, fue llamada de nuevo al salón.
Tía Eustacia había llegado.
Victoria le dio un beso a su tía en su suave y arrugada mejilla y la hizo tomar asiento en la butaca más cómoda del saloncito. Se percató de que tenía un aspecto más frágil, como si todo aquel viaje le hubiera pasado factura. Era extraño, pues Victoria había esperado que regresar a su patria después de tantos años lejos hubiera hecho brillar sus ojos. Por el contrario, su mirada destilaba cierta tristeza y preocupación.
—¿Tienes noticias? —preguntó su tía sin más preámbulos.
—Sebastian me facilitó la asistencia a un evento en casa de uno de los líderes de la Tutela —repuso, y le explicó lo relacionado con Regalado. —Mañana por la noche asistiré a la ópera con él, su hija y algunos otros. Espero que eso me dé la oportunidad de descubrir más sobre la Tutela. No he salido a cazar vampiros desde que llegamos a Roma; planeaba entrenar un poco justo en este momento, y salir estar noche de patrulla. Sé que es importante estar preparada y en forma. Y lo echo de menos.
Eustacia la miraba con acerados ojos negros, como si supiera que Victoria se estaba yendo por las ramas.
—¿Acaso no te enteraste de nada cuando visitaste la villa? Victoria vaciló.
—George Starcasset estaba allí, a quien no esperaba. —Los ojos de su tía se agudizaron con interés. Victoria inspiró profundamente. —Y también Max.
—¿Max? Grazie a Dio! ¿Hablaste con él?
Ella asintió.
—Por lo visto está prometido en matrimonio con la hija de Regalado. No ha mencionado nada relacionado con la Tutela o con los venators. He estado esperando a que se pudiera en contacto conmigo, pero no lo ha hecho. Y... no sé qué pensar.
—¿Qué te dijo, exactamente?
Victoria repitió sus breves conversaciones y observó la expresión de su tía. Ésta permaneció neutral, incluso cuando respondió:
—Jamás creería que Max nos ha traicionado. Debe de estar ocupado con algo.
—Por supuesto; está ocupado con Sara Regalado. Está enamorado. —Victoria comenzaba a preguntarse en realidad si podría ser cierto. —Ya no tiene tiempo para nosotros. Ha estado demasiado ocupado como para hacernos saber que está vivo.
Tía Eustacia la miró con los ojos entrecerrados.
—Me sería imposible decirte el número de veces que tuve una conversación similar con él durante el año pasado, cuando estabas resuelta a casarte con Phillip, cara. Entonces le dije, tal y como te digo a ti ahora, que debemos confiar en que se ocupe de todas sus obligaciones. No hay nada que prohíba que un venator se case.
—¡Pero yo no descuidé mi deber!
—Y tampoco sabes si Max lo ha hecho, Victoria. Por lo que sabes, puede haber estado cazando vampiros cada noche al tiempo que busca el modo de infiltrarse en la Tutela. Tal vez tengas oportunidad de hablar con él mañana por la noche en la ópera. Resulta halagüeño que hayas trabado amistad con la hija de Regalado.
—En efecto. Y con Max o sin él, pretendo hacer lo que pueda para averiguar más acerca del conté Regalado y la Tutela. Su esposa falleció hace muchos años, y no está casado. Y —agregó Victoria, recordando los pezones de su cuadro, —parece apreciar sobremanera a la mujer. Quizá flirtee descaradamente con él.
Tía Eustacia asintió.
—Muy bien, cara. Sé que tendrás cuidado, y espero que pronto tengas noticias que darnos —suspiró. —Estoy muerta de preocupación, y Wayren, que lleva en Roma desde que se marchó de Londres, comparte mi inquietud. Nedas tiene el obelisco, y sólo es cuestión de tiempo que tenga el control sobre su poder. Ignoramos cuándo o dónde, aunque Wayren está estudiando sus libros y pergaminos para ver si puede encontrar cualquier profecía o descripción acerca de cómo o dónde. En estos momentos, eres la única que puede confiar en averiguarlo. El resto de venators que están en Roma, e incluso en Italia, son harto conocidos y la Tutela les reconocería de inmediato. La ventaja de que dispones es que eres una mujer, y no te conocen. Cuando hablan de la mujer venator, piensan en mí única y exclusivamente.
—A menos que descubrieran que soy una venator durante los sucesos en Venecia —le recordó Victoria.
—Es posible, aunque no probable. Mataste al único vampiro que te llamó así, y el resto de ellos no habría vivido para verte luchar de modo tan diestro y enérgico. Debemos utilizar esta ventaja tanto como podamos. Vero, saben que mi sobrina es una venator, pero no saben quién eres y qué aspecto tienes, ni que estás aquí en Roma. De modo que es crucial que no te vean conmigo, y que no te vean luchar contra un vampiro. Bajo ningún concepto. —La miró con ferocidad. —¿Comprendes?
—No puedo quedarme de brazos cruzados a ver cómo un vampiro hiere a otra persona —replicó Victoria, pensando en los sucesos acaecidos en Venecia. —No está en mi naturaleza.
—Debes hacerlo. Debes actuar como cualquier mujer que se encontrara cara a cara con uno de ellos.
—Tía Eustacia...
—Victoria, me obedecerás en esto. Hay ocasiones en que se debe hacer un sacrificio individual por un bien mayor. Lo sé. —Sus ojos se entristecieron. —Lo sé, Victoria, pues lo he presenciado. Debes aprender a pensar a largo plazo en lugar de en el aquí y ahora.
Victoria apretó los labios, pero asintió. No sabía si podría soportarlo y dejar que sucediera lo peor, pero lo intentaría si las circunstancias así lo exigían.
—Debemos hallar un modo de detener a Nedas. Cuanta más información obtengas, mejor podremos prepararnos para semejante evento. Quizá tengamos que buscar la forma de robar el obelisco, si ya ha comenzado a activarlo. —Tía Eustacia meneó la cabeza. —Me marcho ya para que entrenes. Me pondré en contacto contigo la mañana siguiente a la ópera; no es necesario que envíes a buscarme. Sé bien cómo moverme por Roma sin ser vista. Y no te preocupes por Max. Estará bien. '
Pero Victoria no la creyó. Había sentido el cambio mientras hablaban, el modo en que las arrugas de su rostro se habían tornado más profundas, y cómo sus ojos se habían ensombrecido, y sabía que ni siquiera la propia tía Eustacia creía lo que decía.
CAPÍTULO 17
En el que Maximilian considera dedicarse a la jardinería.
— Ya ha ocurrido antes, Eustacia —le dijo Wayren. —Para mi desgracia, lo confirmaré. Hemos perdido venators bajo el influjo de los vampiros. Al igual que los hubo en toda batalla a lo largo de la historia, también han existido traidores entre nosotros.
—No digo que no sea así, ¿pero Max? ¿Después de lo que ha hecho? No. Tiene que haber alguna otra explicación.
Wayren parecía tan distante como insensible se sentía Eustacia.
—Yo tampoco lo creería... pero recuerda su historia. Y que todavía lucha contra el influjo de Lilith; que sus mordeduras todavía le queman. Es una horrible lucha para él que puede presentarse y debilitarle de forma inesperada.
—Ha aprendido a distanciarse de ello. A veces.
—Lo sé. Es un hombre extremadamente fuerte. Pero me temo que si se puede convertir a cualquier venator en un miembro de la Tutela, él sería un candidato factible, aunque sea por los lazos que le unen con Lilith, por espantosos y molestos que éstos resulten. Desde que le mordió por primera vez años atrás, esas mordeduras no han sanado y ella trata de ejercer su control sobre él. El pasado año volvió a alimentarse de Max, y eso fortaleció dichos lazos. Hasta el momento ha sido capaz de resistirse, pero todo puede suceder. No hay nada que sea incuestionable. —A pesar de sus graves declaraciones, parecía serena y etérea como de costumbre, como siempre desde el día en que Eustacia la había conocido hacía casi sesenta años.
No tenía idea de la edad de Wayren, ni era relevante saberlo. Tan sólo sabía que, de algún modo, Wayren siempre estaba cuando la necesitaba. Era la persona más sabia que había conocido, y jamás mentía. Pese a lo que acababa de decir, eso era prácticamente incuestionable.
Wayren había visto mucho a lo largo de los años; tal vez no hubiera nada que le sorprendiera.
—Es posible que te busque ahora que sabe que Victoria se encuentra en Roma. Puede que exista un motivo para que no se confíe a ella. —Su pálido cabello rubio, que enmarcaba su rostro con cuatro trenzas tan estrechas como el dedito de un bebé, caía sobre sus hombros hasta su regazo. Las trenzas estaban sujetas con delicadas cadenas de oro, y de cada una pendía una perla del tamaño de un guisante.
Eustacia asintió, sintiéndose vieja y desgarbada.
—Es posible. ¿Has encontrado algo que pueda sernos de utilidad? ¿Sabes dónde está Lilith?
Wayren rebuscó en su sempiterna cartera de cuero y sacó un legajo de papeles arrugados. Colocándose las gafas cuadradas que siempre usaba para leer, comenzó a hojear las páginas.
Eustacia no pudo evitar esbozar una sonrisa. Si pensaba que la edad había empañado su memoria, no tenía nada contra Wayren, que llevaba por allí mucho más tiempo y que confiaba a ciegas en sus notas, diarios y apuntes escritos para sí durante las sesiones de investigación.
—No creo que Lilith esté involucrada de forma directa en este complot con Nedas; al menos, si lo está, no se encuentra en Italia. Todavía sigue oculta en las montañas de Rumania, con toda una ciudad de vampiros. Estoy segura de que debe de estar al corriente de que Nedas ha encontrado el Obelisco de Akvan y que pretende activarlo. Después de todo, es su hijo. Tienen medios de comunicarse, igual que nosotros. —Su sonrisa contrita reveló tres arruguitas cerca de su barbilla. —Por lo que he deducido desde mi llegada, Beauregard y sus vampiros estaban preparados para derrocar a Nedas aquí en Italia, pero una vez se conoció que el hijo de Lilith tenía el Obelisco, Beauregard fue obligado a dar marcha atrás. Tan sólo cabe imaginar que está esperando a ver qué sucede antes de declarar su lealtad... o intentar usurpárselo.
—Beauregard es más listo y experimentado, pero Nedas es el hijo de Lilith. Dio mio, no podemos permitir que ninguno de ellos lo tenga. Wayren, si no detenemos esto, podría ser otro incidente como el de Praga.
—Ruego que no sea así. Veinte mil personas masacradas por los vampiros y la Tutela... aquí, en Roma. Seguramente tendrán como objetivo los Estados Pontificios, así como nuestro Consilium, y a tantos mortales como les sea posible. Sería devastador. —Wayren la miró, y Eustacia vio comprensión en sus ojos. —Estás pensando en la profecía de Rosamund, ¿verdad? La... hum —Se inclinó para hurgar de nuevo en su cartera, extrayendo cinco libros grandes de varios tamaños, formas y condiciones, que era imposible que cupieran en la bolsa, pero que de algún modo así era.
—«La edad dorada del venator tendrá su fin a los pies de Roma» —citó Eustacia las palabras que nunca había olvidado. Una frase corta, una de las muchas que había leído en el transcurso de los años, estudiado, examinado concienzudamente... pero ninguna la había acompañado, resonado en su interior, como lo había hecho ésta.
Sus apagados ojos gris azulados, enmarcados por unas gafas de montura cuadrada, cruzaron la mirada con los agudos ojos negros de Wayren.
—Podría significar cualquier cosa, Eustacia.
—Podría. Pero temo que ésta pueda ser nuestra última batalla. Rosamund fue bendecida con muchos dones, el menor de los cuales era sus escritos místicos. —Unió las manos en el vestido negro que prefería debido a su edad. —Nuestra única esperanza es impedir que Nedas active el Obelisco de Akvan, o, exceptuando eso, que alguien lo robe.
—Lo único que sabemos con seguridad es que no ha utilizado su poder todavía. Está esperando algo, el momento oportuno, o alguna otra cosa que necesita, o de lo contrario ya lo habría hecho.
—Me uniré a Victoria; no puede hacerlo sola.
Wayren clavó la mirada en ella, en un abrir y cerrar de ojos, éstos habían cambiado del pálido color de la piedra de luna a un brillante y conmovedor tono zafiro.
—En cuanto establezcan la conexión entre Victoria y tú, cualquier posibilidad que tengamos se perderá. En el preciso instante en que pongas un pie en cualquier reunión de la Tutela, o en presencia de Nedas, se acabó. Eres una leyenda.
—¿Crees que soy demasiado vieja para luchar? —Dolía escucharlo de labios de Wayren, pese a que sabía que era cierto.
—Un venator nunca es demasiado viejo para luchar. Pero hay formas mejores de aprovechar tu experiencia que el que declares tu presencia o intenciones. Eustacia, te quiero. Pero esto es algo que Victoria tendrá que hacer sola.
—¿Sola? ¿Cómo demonios...? No, convocaré al Consilium. Y tal vez se pueda persuadir a Vioget para que asista. Tendrá que elegir bando tarde o temprano.
—Tal vez lo haga. Tal vez no. Yo no tendría demasiada fe en ello.
Ninguna de las dos mencionó a Max.
El teatro de la ópera no era distinto de los teatros que Victoria había visitado en Londres: opulento, recargado y abarrotado de miembros de la alta sociedad, luciendo sus mejores galas, más interesados en ver y ser vistos que en ver la ópera.
Un carruaje con las gemelas Tarruscelli y Galliani había pasado a recogerla, y la habían sentado junto a él, para manifiesto placer del barone. Éste la saludó de inmediato, disculpándose por no visitarla antes, y diciendo que tenía entendido que había estado enferma.
Durante el trayecto, Victoria le permitió mostrarse tan solícito como deseara, y en más de una ocasión sorprendió las miradas especulativas de Portiera y Placidia. Victoria sonrió recatadamente cuando Galliani la tomó con gran rimbombancia del brazo a ella y a una de las gemelas —no vio a cuál de ellas, —y las condujo por el vestíbulo del teatro hasta el palco de Regalado.
El conde y su hija les esperaban dentro de la reducida estancia en penumbra, que pendía justo a la izquierda del escenario, a una altura aproximada de dos hombres, y lo bastante cerca para que Sara pudiera ver los detalles de cada botón de los trajes.
—Qué amable de su parte acompañarnos —dijo el conde Regalado con una sonrisa que a Victoria le recordó a la melaza.
Hizo una reverencia, tomó las manos enguantadas de cada una de las gemelas y las besó. Luego se volvió hacia ella y volvió a inclinarse, tomándole la mano del mismo modo, pero reteniéndosela después del beso. —Señora Withers, me complace especialmente que haya aceptado la invitación de mi hija. Para disgusto mío, no dispusimos prácticamente de la posibilidad de hablar durante mi exposición.
—Conde Regalado. —Victoria hizo una reverencia a pesar de que él le sujetaba la mano como si no tuviera intenciones de permitir que la recuperara. —No encuentro palabras para expresarle lo encantador que ha sido ser tan bien acogida en Roma por su familia, sus amigos y usted. Y no he tenido oportunidad de decirle lo fascinante que encontré su cuadro. —«Fascinante» era sin duda un modo de describir a un hombre que pintaba los pezones de su hija.
—Espero poder persuadirla para que algún día pose para mí. Creo que sería usted una hermosa Diana.
La cazadora; qué apropiado.
—Me halagaría enormemente complacer su petición —respondió Victoria, preguntándose si la imagen que de Diana tenía el hombre incluía el mismo vestido vaporoso que la de las Parcas.
—¡Emmaline! —Sara había saludado a las gemelas y ahora se abría paso entre su padre y Victoria a fin de darle la bienvenida. —Debe sentarse junto a mí para que podamos hablar. Padre, dispénsanos, por favor.
—Buenas noches... señora Twitters, ¿no es así? —La voz profunda de Max sobresaltó a Victoria. Se encontraba a un lado, entre las sombras, donde era fácil pasar desapercibido. Victoria estaba segura de que lo había hecho a propósito para causar impresión.
—Max, deja de bromear. Eres stupido. Naturalmente que recuerdas su nombre. Es la señora Withers, ¿seguramente recordarás que la conociste en la exposición de papá?
—Por supuesto que sí. —Pero pareció claramente inseguro y Victoria deseó borrarle la sonrisa de la cara con un bofetón. Pero entonces, cuando alzó la vista hacia él y sus miradas se cruzaron, se sorprendió tanto al ver la animosidad que traslucían sus ojos que casi dio un paso atrás.
Victoria se volvió hacia Sara y le preguntó alegremente:
—¿Le ha pedido a su prometido la rosa?
—Oh, no, lo había olvidado. —Se giró hacia Max, agarrándole el brazo, y le miró con una sonrisa ingenua. —Silvio, il malfattore... —soltó una risita tonta, restándole todo sarcasmo al indulto hacia su primo, —ha decidido cambiar el nombre de mi rosa para ponerle el de Emmaline, y por eso me sugirió que tal vez tú estuvieras dispuesto a cultivar una para mí. Y le dije que estaba segura de que estarías de acuerdo. —Victoria observó con fascinación cómo ella agitaba las pestañas.
Max enarcó las cejas y miró a Victoria.
—¿De veras?
—Bueno, en realidad no ocurrió así exactamente, pero... —Ladeó la cabeza como si considerara su idoneidad. —Comprendo que estás hecho para estar rodeado de flores y cavando en la tierra.
Fue tan rápido, que Victoria no estuvo segura de haberlo visto, pero hubiera jurado que en sus ojos apareció una chispa de humor o admiración, o de «algo» que atenuaba su dureza, «algo» del antiguo Max... pero fue tan fugaz que podría haberse equivocado, pues esa espantosa expresión arrogante y fría había retornado.
—Comprendo. Bueno, adorata mia, por ti, lo tendré en cuenta.
En aquel momento se abrió de nuevo la puerta del palco y entró Sebastian.
—Lamento enormemente llegar tarde —dijo, su mirada escudriñó el reducido espacio.
Tenía un aspecto exquisito; su densa cabellera leonada pulcramente retirada de la frente se rizaba a la altura de la nuca y las orejas. Su chaqueta era de un vivo color topacio y sus calzones de teja oscuro, su corbata un varonil diseño naranja, caqui y dorado; y todo el conjunto, como de costumbre, estaba cortado y confeccionado a la perfección. Y su sonrisa, el modo en que su labio superior ensombrecía al inferior y el indicio de una sonrisa torcida...
Victoria sintió que una enorme oleada de calor ascendía del pecho a su garganta, hasta las mejillas. No le había visto, ni había tenido noticias suyas, desde el interludio erótico la noche de la fiesta. Y lo único en lo que podía pensar era en dónde habían estado sus manos y qué habían hecho sus dedos.
Y en lo que había quedado inconcluso entre ellos.
—Señora Withers, ¿se siente bien? Parece estar bastante... sonrojada. —Max se las había arreglado para colocarse a su espalda, y cuando le habló al oído, estuvo a punto de dar un brinco. Una vez más. —Resulta bastante desconcertante que la gente aparezca cuando no debería, y más cuando no son especialmente bienvenidos, ¿no es así?
Victoria tragó saliva y giró la cabeza lo suficiente como para ver lo cerca que quedaba su corbata de seda azul y gris. Casi le rozaba el hombro.
—No tengo idea de a qué se refiere —fue cuanto se le ocurrió decir.
Justo en aquel momento, se giró y encontró al hombre en cuestión delante de ella.
—Señora Withers, qué placer verla de nuevo. —La voz de Sebastian destilaba tantos matices, que Victoria no estaba segura de si debía ruborizarse o abofetearle.
—En efecto, lo es —respondió con una reverencia, y dejó que le diera un beso en su mano enguantada. Pero cuando Sebastian la soltó y apartó la mano, su guante se fue con él, colgando el guante igual que una corbata sin almidonar.
—Oh, vaya —dijo Sebastian, mirándolo. —Es usted proclive a perder sus guantes, ¿no es cierto?
Por supuesto, le estaba recordando la ocasión en que le había quitado otro de sus guantes, prácticamente del mismo modo. El guante que nunca había recuperado.
—Ya tengo un par de guantes desparejados —respondió con ligereza. —Espero que no haga que tenga otro.
—Pero entonces podría juntar el otro guante con éste, y tendría un par completo. Y entonces... bueno, puede que le encuentre también yo una pareja a éste. —Y se lo guardó en el bolsillo. —Buenas noches, Maximilian.
—Sebastian. —Max inclinó la cabeza de forma fría y distante, y se alejó pausadamente.
Victoria no podía decir más acerca de su guante sin llamar la atención, de modo que tuvo que contentarse con fulminar a Sebastian con la mirada y quitarse el otro guante, lo cual, afortunadamente, no era algo tan escandaloso como lo hubiera sido en Londres. Los italianos eran algo menos estrictos que los ingleses en lo que al decoro se refería.
Sebastian la miró con expresión afable y, acto seguido, se volvió para hablar con las gemelas Tarruscelli, a quienes su llegada había emocionado, a juzgar por sus palmaditas y cursis grititos.
Por un momento, se preguntó si Sebastian había cumplido con la amenaza de visitar a Portiera y a Placidia después del poco satisfactorio tête-à-tête en el salón.
Cuando Victoria le lanzó una mirada disimulada a Sebastian, flanqueado por las dos beldades morenas con sus lunarcitos junto a la boca, comprendió que aquella idea no le gustaba lo más mínimo. En realidad, hacía que se les revolviera el estómago.
Y que se sintiera furiosa.
De hecho, estaba lo bastante enojada como para considerar la antigua respuesta femenina de utilizar las uñas para sacarles sus bonitos ojos. Naturalmente, siendo una venator, era más probable que en lugar de arañarles le abriera la carne, y eso podría ser algo más turbio de lo normal...
—Señora Withers, ¿está segura de que se encuentra bien? Quizá deba regresar a casa; veo que no se ha repuesto de su enfermedad. Esa clase de malestar a menudo sucede cuando una se coloca en una situación en la que no debería colocarse —replicó Max. La miraba con esa expresión anodina, y Victoria se percató de que los demás se disponían a ocupar sus asientos.
La llegada del conde Regalado le salvó de la humillación de no tener dispuesta una réplica; las cosas habían marchado tan mal que el ingenio la había abandonado.
—Señora Withers, ¿me permite que le ayude a tomar asiento? —preguntó, enroscando el brazo de Victoria en el pliegue de su codo.
—Me encantaría —dijo por encima del hombro cuando se alejaban. No era la mejor contestación, pero al menos había tenido la última palabra.
Pero cuando el conde Regalado le hizo ocupar un asiento en la primera fila del palco y se sentó a su lado, sintió que Max y Sara se acomodaban detrás, y escuchó la inocente pregunta de Max:
—¿Y cuándo regresa a Londres tu amiga, querida? Seguro que no con la suficiente prontitud.
Galliani tomó asiento al lado de Victoria con una leve inclinación, llevando a una de las gemelas Tarruscelli del brazo; se trataba de Portiera, según supo por el vestido azul aciano. Siempre vestía con colores oscuros. Y tras ellos se sentó Sebastian con Placidia, de color azul cielo.
Por tanto Victoria estaba, en efecto, rodeada por un batallón de hombres: uno insufriblemente grosero; un padre, que pintaba en detalle los pechos de su hija y que cultivaba la compañía de los vampiros; un barone que cultivaba rosas; y un hombre que le había hecho estremecerse y temblar de pasión tan sólo unos días antes y que ahora se sentaba a coquetear con otra mujer.
El conde Regalado reclamó su atención, haciendo que recordara su plan de flirtear con él con la esperanza de averiguar más acerca de la Tutela.
—La ópera está a punto de dar comienzo —dijo. Olía a vino y a lavanda. —Espero que lo disfrute.
La ópera fue larga. El palco se tornó sofocante. Y Victoria, impaciente, no cesaba de moverse. Después de todo, se preguntaba por qué había decidido ir. Principalmente había sido para poder ver de nuevo a Max, y con la esperanza de disponer de la oportunidad de hablar con él, pero era evidente que eso no iba a suceder.
Al final de primer acto oyó movimiento a su espalda, y echó un vistazo para ver a Sebastian acompañando a Placidia fuera del palco, con la cabeza inclinada de modo solícito hacia el rostro de ella al tiempo que abandonaban la sofocante estancia. Por desgracia, no se trataba de un intermedio formal, o Victoria habría ido con ellos. Sea como fuere, resultaría extraño que insistiera en acompañarlos.
De haber sabido que Sebastian estaría allí, podría haberse quedado en casa, aunque no fuera más que por evitar una situación tan embarazosa.
No, por otra parte, hubiera asistido pasara lo que pasase, pues no hubiera dejado de pensar en él y en su sensual boca y sus diestros dedos, y en el hecho de que era una verdadera lástima que se hubiese enfriado y se mostrara decente con ella.
Y que hubiera elegido sentarse junto a una de las gemelas y acompañarla afuera.
Entonces, de pronto, su mente se agudizó, se centró, y se dio cuenta de que tenía la nuca fría. El vello se le estaba erizando como si una fría brisa los acariciase. Vampiros; en las inmediaciones. Uno, tal vez dos.
Victoria contuvo el aliento, centrando la atención en el escenario. Pensando. Tenía que hacer algo.
A pesar de que tía Eustacia le había remarcado la importancia de no delatar que era una venator, Verbena no había permitido que Victoria partiera de la villa sin una estaca, sujeta en la liga debajo del vestido.
Era el inicio del segundo acto; el telón acababa de alzarse. El único intermedio no llegaría hasta la conclusión de este acto, que podría ser dentro de una hora. No podía esperar tanto.
La sensación se tornó más intensa.
Max también la sentiría.
Se removió en su asiento, tratando de hallar el modo de establecer contacto visual con él, sentado justamente detrás, y golpeó a Galliani en el brazo.
—¿Está usted incómoda? —murmuró, inclinándose hacia ella. —¿Le apetecería tomar un poco de aire?
«Gracias.» Victoria asintió y repuso:
—Eso sería maravilloso. —De algún modo se las arreglaría para escabullirse de Galliani una vez estuviera fuera del palco y vería qué estaba ocurriendo.
Victoria se dispuso a levantarse y no pudo. Algo le sujetaba el vestido desde detrás, por debajo del asiento.
El conde Regalado la miraba ahora.
—¿Sucede algo, señora Withers? —preguntó, posando una pesada mano sobre su brazo.
—Tan sólo... sentía la necesidad de tomar algo de aire. Aquí hace un calor sofocante. El señor Galliani ha sido tan amable de ofrecerse a acompañarme. —Trató nuevamente de levantarse y descubrió que le era imposible.
Galliani esperaba, mirándola de manera expectante.
Sentía la nuca más fría; el cosquilleo había comenzado a elevarse por la parte posterior de los hombros, indicándole que el vampiro se estaba acercando.
La diva continuaba cantando en el escenario, su voz se escuchaba clara y firme, sus manos regordetas estaban cuajadas de brillantes anillos y brazaletes.
Victoria tuvo que resistirse al intenso impulso de volverse hacia Max y ordenarle que soltara su vestido. Deseaba hacerlo, pero algo le hizo contenerse... aparte de Max.
Había un motivo para que él le impidiera moverse.
Tía Eustacia le había advertido que no revelara que era una venator, a pesar de que el peligro se aproximara. Tendría que dejar que la amenaza pasara de largo, que prosiguiera su camino.
Pero ¿cómo podía hacerlo?
Galliani le dio un suave empujoncito.
—¿Señora Withers? ¿Ha cambiado de parecer?
—Ya me siento mejor —respondió de mala gana, tomando la decisión de seguir las instrucciones de tía Eustacia. Sentía una extraña sensación en el estómago, como si un líquido denso y pesado se agitara en su interior.
¿Qué pasaría si los vampiros atacaban y mataban a algunos de los asistentes, y ella no hacía nada? ¿Podría quedarse allí sentada y dejar que eso sucediera? ¿Poseía semejante resolución?
El frío se hizo más intenso, y Victoria apretó los puños en el vestido, arrugando la fina seda y clavando la mirada en el escenario, sin ver nada, sin escuchar nada, consciente únicamente del creciente frío que sentía en la nuca.
Y entonces se abrió la puerta del palco.
Entraron dos hombres.
No tenían los ojos rojos, ni los colmillos desplegados, pero Victoria sabía que eran vampiros.
CAPÍTULO 18
Una interrupción de lo más grata.
Los vampiros no se diferenciaban de cualquier otro caballero, vestidos para asistir a la ópera, con chaqueta negra y calzón beis, corbatas adecuadamente anudadas y guantes.
—Le ruego nos disculpe por llegar tarde —le dijo uno de ellos con una inclinación al conde Regalado, que se había levantado a saludar a los hombres.
Hombres, no; vampiros.
Victoria permaneció en su asiento, medio de espaldas al escenario, observando y esperando. Tenía los nervios a flor de piel, y sentía picor en la nuca. Los dedos le cosquilleaban de ganas de sacar la estaca de debajo del vestido.
Había en el ambiente una sensación expectante, y no sabía dónde mirar. Max se negó deliberadamente a girarse hacia ella cuando se puso en pie y saludó a los recién llegados; Regalado y Galliani parecían complacidos de darles la bienvenida.
¿Qué significaba todo aquello? ¿Acaso Regalado sabía que eran vampiros? Sin duda un miembro poderoso de la Tutela estaría al corriente.
—Señora Withers, permita que le presente a un conocido mío... el signore Partredi.
El vampiro hizo una reverencia, tomó su mano con la suya, sorprendentemente cálida, y se la llevó a los labios.
—Es un placer conocerla, estoy seguro. —Estando familiarizada con los vampiros como lo estaba, Victoria leyó un mensaje completamente diferente en sus ojos. Y no era en absoluto agradable.
Para su consternación, el vampiro ocupó el asiento que Galliani había dejado vacío junto a ella. Regalado se acomodó de nuevo en su asiento, y Victoria quedó encajonada entre un vampiro y un líder de la Tutela. Cuando el segundo vampiro se sentó detrás, donde había estado Max, se sintió aún más enclaustrada. Rodeada de peligro por todas partes. Y no podía hacer nada.
Victoria no estaba segura de dónde se encontrada Max, y, naturalmente, Sebastian continuaba ausente junto con Placidia. No se atrevía a volverse para echar una ojeada por el palco. Debía aparentar que no había nada que se saliera de lo habitual.
Mientras la ópera parecía no tener fin, con un aria tras otra, reflexionó acerca de la espantosa noche de la reunión de la Tutela; recordó el horror de ser controlada, de ser atacada desde todos los flancos, de la salida de su sangre caliente bajo los colmillos de los vampiros. Sentía la cabeza más ligera, más serena... su pulso se ralentizó; tuvo que parpadear para concentrarse. El pequeño palco se volvió agobiante y caliente.
Victoria cerró los puños, clavándose las uñas en las palmas, utilizando el dolor para desterrar el suave adormecimiento que había comenzado a sentir. Sentarse al lado de un vampiro, sintiendo la manga de su chaqueta rozar contra su brazo desnudo, permitir que su presencia hiciera mella en su consciencia... era otro modo de caer bajo su influjo. No era común, pues la mayoría de las veces que se había visto las caras con un vampiro, era en plena acción, en combate.
Este era un combate distinto. Una lucha de voluntades.
Hasta ahora, en realidad, había sido sencillo. Los vampiros no habían hecho amenazas, no habían hecho nada para herir a nadie. Podía quedarse sentada y concentrar su energía en repeler los sutiles intentos de capturar su consciencia, fingir que veía la ópera, y quizá, sólo quizá, ahí acabaría todo.
Pero las esperanzas de Victoria se vinieron abajo durante un extraño y fugaz momento de silencio en el escenario. A sus oídos llegaron un débil jadeo y un suspiro, y sintió que el vello de los brazos se le erizaba, provocándole un cosquilleo en el abdomen.
Se giró en su asiento. A su espalda, el vampiro que había ocupado la butaca de Max también había tomado su lugar al lado de Sara. Cuando Victoria miró, sus sentidos se vieron sacudidos de inmediato por la verdad de lo que estaba sucediendo: el olor a sangre fresca, el leve, levísimo sonido de succión, el pálido resplandor del blanco cuello de Sara y su pecho parcialmente expuesto con un hilillo de sangre cayendo por él, y la renovada ráfaga de percepción que se apoderó del cuerpo de Victoria.
Apartó la mirada, sus ojos abandonaron rápidamente la escena que parecía más sensual que dantesca, y se cruzaron con los de Max. Éste se encontraba junto a la puerta al fondo del palco, en una postura que le dio la sensación de ser imperiosamente desapasionada. Cuando sus miradas se cruzaron, Victoria buscó algo, alguna señal o signo de... pero él se limitó a enarcar las cejas de esa manera sardónica típica en él y a apartar la mirada.
Por lo visto le traía sin cuidado que su prometida estuviera siendo atacada por un vampiro.
Al otro lado de Partredi, Portiera contemplaba la actuación, aparentemente ajena a lo que estaba teniendo lugar a su espalda.
Victoria se removió en su butaca y fijó de nuevo la atención en la ópera. El corazón le latía fuertemente. Se obligó a pensar a pesar de todo lo que estaba sucediendo, aun cuando el instinto le urgía a echar mano a la estaca y a clavársela en el pecho al ser que estaba mordiendo a Sara.
Pero Sara no estaba poniendo oposición. No se refrenaba. No emitía más sonido que los suaves suspiros y jadeos que parecían la respuesta a un amante más que a un atacante. No necesitaba la ayuda de Victoria. No la estaban hiriendo ni desgarrando. Un vampiro podía alimentarse sin herir a una persona de manera permanente, como bien sabía Victoria.
Podía dejarlo pasar. Con la conciencia tranquila, aún no tenía que actuar.
Lamiéndose los labios, trató de ver la ópera, trató de no escuchar los sonidos a su espalda. Trató de no sentir la atracción, la incesante atracción, del que se sentaba a su lado.
Supo el momento en que el vampiro de detrás terminó de alimentarse y se armó de valor para lo que podría suceder a continuación.
Partredi le colocó la mano en la muñeca, sujetándosela al brazo de la butaca. Victoria contuvo la respiración. Era fuerte, podía zafarse... ¿pero debía hacerlo?
Entonces al otro lado, Regalado le agarró la otra muñeca.
—Tranquila, relájese, querida —le susurró al oído. —Puede que lo encuentre igual de placentero que mi hija.
El corazón latía desbocado en su pecho. Victoria sintió que perdía el aliento cuando algo apareció delante de ella para privarse de la visión del escenario... alguien estaba cerrando las cortinillas del palco.
Max.
Se puso rígida, incapaz de moverse, se le aceleró el pulso, así como la respiración. El vampiro que tenía al lado se movió, mostrándole sus ojos rojos, y Victoria sintió que se debilitaba cuando quedó atrapada en ellos.
«Respira profundamente; cierra los ojos.»
Trató de hacerlo, pero le resultó imposible romper la conexión allí. Intentó liberar su muñeca del vampiro, de Regalado, pero, de algún modo, ellos se las sujetaron. Su fuerza se estaba debilitando, pero seguía siendo una venator. Podía luchar.
Pero tenía que dejar que esto sucediera. Tenía que hacerle caso a tía Eustacia. Si luchaba, su poderosa fuerza y su destreza en combate la delatarían sin la menor sombra de duda. Ya antes la habían mordido; sanaría con celeridad.
Max estaba allí. Seguramente... seguramente él no dejaría que le hicieran ningún daño.
Algo le agarró la cabeza desde atrás, unos dedos se clavaron en su peinado retorcido cerca de la parte superior, tirando hacia atrás y ladeándola. El aliento a sangre del otro vampiro llegó hasta su cara inclinada.
Tenía el cuello al descubierto, y sintió que Partredi se acercaba a ella, moviéndose en el asiento contiguo al suyo, golpeándole la pierna con la rodilla.
El pulso de Victoria se desbocó; trató de soltarse, arreglándoselas para guardar silencio... deliberadamente o no, lo ignoraba.
Ahora sus ojos se cerraron de golpe. Los suaves dientes susurraron contra su piel. No pudo controlar el impulso de luchar por más tiempo; hizo presión hacia arriba, intentando liberarse, y descubrió que le era imposible. El sonido de la orquesta, los murmullos de la habitación, todo se desvaneció, hasta que sólo pudo escuchar la respiración del vampiro cuando adoptó el mismo ritmo que la suya. El pulso de la criatura latía al unísono con el suyo.
Le sostenían la cabeza con firmeza, los brazos y piernas, sujetos rápidamente por dedos implacables.
Sentía el aliento del vampiro frío sobre su piel, helándole la garganta junto con la nuca. La criatura suspiró y le pinchó con los colmillos.
—Basta. —Aquellas dos sílabas penetraron de algún modo en medio de su confusión.
Hubo una pausa, el vampiro cesó en su ataque... entonces, de repente, la soltaron, el hechizo quedó roto.
—Esta es mía —prosiguió la voz.
Victoria reconoció la voz, el rostro, cuando apareció ante sus ojos. Sebastian había regresado.
¿La habían liberado los vampiros a una orden suya?
Él parecía calmado y completamente contenido, pero los vampiros parecieron avergonzados cuando se apartaron de ella.
—¡Vioget! No lo sabíamos —dijo Partredi.
Regalado se había puesto en pie.
—¿Cómo? ¿Qué sucede?
—No es suya para que la utilice —le dijo Sebastian con frialdad. —Ellos no la tocarán. Es mía.
Los negros ojos de Regalado mostraban su furia. —¡Usted no tiene autoridad aquí! Sebastian enarcó una ceja.
—Si tal es el caso, entonces ¿por qué retroceden ante mi orden? No le conviene hacerme enfadar, Regalado. La Tutela no desea contrariar a Beauregard. ¿O me equivoco?
—¿«Beauregard»? —Regalado retrocedió. —¿Cómo...?
—Marchaos —les dijo Sebastian a los vampiros, haciendo caso omiso del inquisitivo balbuceo de Regalado como si fuera el de un niño de dos años.
Los vampiros le hicieron una reverencia al marcharse y, absurdamente, Victoria se percató de que alguien —¿Max?— había vuelto a descorrer las cortinas del palco. La orquesta continuó tocando; el coro prosiguió cantando.
Victoria no sabía qué pensar. Dónde mirar. A quién mirar.
Cómo sentirse con respecto a que Sebastian hubiera dicho que era «suya».
Cierto era que eso probablemente había sido para impresionar. Pero todavía resonaba en su cabeza, junto con el hecho de que le habían vuelto a morder. Por fortuna, era una mordedura superficial; apenas digna de mirarla dos veces. Un pequeño hili11o de sangre bajaba en torno a su cuello.
Victoria abrió disimuladamente el pequeño vial de agua salada bendita que llevaba en el bolsito y empapó un pañuelo con ella. Luego hizo balance del resto de ocupantes del cuarto mientras lo apretaba sobre la herida, notando apenas el agua salada bendita.
Sara estaba sentada en su butaca, con los ojos vidriosos, sosteniendo un pañuelo blanco sobre su cuello. No parecía reparar en Victoria, o, si lo hacía, le daba igual.
Galliani y Max estaban de pie al fondo del palco, entre las sombras. Regalado miró fijamente a Sebastian, pero no hizo más comentario. Ocupó su butaca, dando la sensación de ser más un niño enfurruñado al que le habían interrumpido el juego que un protector de vampiros. Placidia estaba detrás de Sebastian, como si acabara de entrar en la estancia y él se hubiera colocado delante de ella. Portiera se encontraba al lado de su gemela.
Victoria miró a Sebastian, quien a su vez le lanzó una mirada que le decía que estaba impaciente porque le formulara las preguntas que sabía inundaban su cabeza, porque no iba a responderlas.
No quería ni imaginar qué tipo de compensación intentaría obtener de ella.
¿Qué más podía hacer? Volvió a sentarse en su butaca para ver el resto de la ópera, aliviada por haber salido de la situación sin que nadie se diera cuenta de su condición de venator.
Pero cuando tomó asiento, se percató tardíamente de que el frío en su nuca no se había mitigado. Su persistencia le indicó que los vampiros andaban aún cerca.
Y, como para confirmar aquello, alguien gritó sólo momentos más tarde. Fue un grito horrible y aterrador.
Victoria se puso en pie de un salto. Afortunadamente no fue la única persona en el palco en responder de ese modo, y Sebastian estaba justo a su lado, tomándola del brazo para sujetarla. O impedirle moverse.
Se escuchó otro grito, quizás algo más cerca, proveniente del pasillo tras su palco. Unos gritos más. La diva continuó cantando; la orquesta tocando. El frío en la nuca de Victoria no había remitido.
—¿Quién es? —gritó Portiera, agarrándose a Galliani. —¡Están atacando a alguien!
—¡Están atacando a alguien! —repitió Placidia, tirando del otro brazo de Sebastian.
Con Portiera a la zaga, Galliani había abierto la puerta del palco y estaba echando un vistazo afuera.
—¡Yo no veo nada!
Se oyó un nuevo grito, más alto ahora que la puerta estaba abierta. Victoria se zafó de Sebastian; todas sus intenciones de hacer caso a la advertencia de tía Eustacia se desvanecieron de repente. Rodeó las butacas, dirigiéndose hacia la puerta, y se vio atrapada por los ojos oscuros de Max. Se detuvo al ver la adusta expresión de su semblante.
Mientras se agarraba al respaldo tapizado en terciopelo de la butaca contigua a la suya, tratando de decidir qué hacer, lanzó una mirada al conde Regalado. Este estaba apoyado contra una de las paredes laterales del palco, cerca de las butacas. Despreocupado; observándola.
Victoria inspiró profundamente y apretó con más fuerza el mullido terciopelo, conteniéndose.
Pero flaqueó. Necesitaba salir de aquel lugar. Sebastian había expulsado a los vampiros... únicamente para sembrar el caos en otra parte.
El sonido de gritos y de pasos apresurados se hizo más intenso; la opera continuó, no obstante. Tal vez la distancia y la orquesta les impedían escuchar. Pero era una sensación extraña: de un lado del palco se escuchaba una hermosa música; del otro, sonidos de terror y pánico.
—¡Alguien debe hacer algo! —chilló Placidia. —Y no deseo quedarme aquí... ¿Y si se trata de un incendio? ¡O de bandidos! ¡No quiero quedarme atrapada! —Su voz se alzó en un remolino de nervios al mirar a Sebastian. Al parecer los vampiros no le preocupaban.
Victoria aprovechó la oportunidad y se llevó el dorso de la mano a la frente, tal como había visto hacer a su madre cuando alegaba estar a punto de desmayarse.
—Me siento muy acalorada —dijo, empleando un tono de voz ñoño. —Señor Vioget, necesito que me acompañe fuera de esta pequeña habitación. Usted me protegerá, ¿no es cierto?
Y antes de que él pudiera responder, enroscó el brazo en torno a su codo y comenzó a dirigirla suavemente hacia la puerta. Oyó hablar a las otras mujeres, pero Victoria y Sebastian, junto con Placidia, ya habían salido del palco al estrecho pasillo que conducía detrás del patio de butacas del teatro. Otras puertas se abrían, la gente salía y miraba alrededor con temor y preocupación, y el vestíbulo se estaba llenando.
En la distancia, Victoria escuchó el sonido del caos: pasos apresurados, gritos y chillidos y estruendo que podían deberse al golpear de puertas o a objetos pesados cayendo al suelo. Tan pronto estuvieron fuera de la vista de la puerta del palco, y los otros siguiéndoles, Victoria se soltó de Sebastian y se dispuso a recorrer el pasillo, deslizándose por entre el resto de asistentes.
Oyó que le gritaba, pero no le prestó atención... Hizo caso al frío que sentía en la nuca, el barómetro que le indicaría dónde se encontraban los vampiros.
Al fondo del pasillo, pasadas las puertas de los otros palcos, hacia la escalera que bajaba a la entrada principal... o arriba hacia los palcos superiores.
Victoria no sacó la estaca mientras se abría paso entre la gente. Se dio cuenta de que allí había más de dos vampiros, y se preguntó qué estaban haciendo; si estaban atacando a tantas personas como podían, alimentándose de ellas y soltándolas después, o si se las llevaban como prisioneras para alimentarse más tarde.
Entonces escuchó el grito: «¡Fuego!».
Una ráfaga de gritos recorrió el angosto pasillo, y la gente comenzó a empujar y dar codazos para abrirse paso.
—¡Fuego! —resonaba en sus oídos, arriba y abajo y por todo el teatro. La orquesta había dejado de tocar, y tan sólo se escuchaban gritos y chillidos.
La gente abandonaba el edificio en manada, lo cual era bueno. Afuera sus posibilidades de escapar al ataque de un vampiro eran mayores, debido simplemente a que estarían desperdigados. Pero seguía teniendo la nuca fría, de modo que aún había vampiros rondando por allí.
Bajó corriendo uno de los tramos de escaleras, escuchando a su instinto, esperando encontrarse con ellos en alguna parte. Un leve olor a humo le indicó que en algún lugar del teatro de la ópera había fuego real, pero Victoria no estaba todavía preparada para marcharse.
No sabía cuánto tiempo había pasado abriéndose paso por entre el gentío, o a dónde se dirigía exactamente mientras recorría pasillos y subía y bajaba diversos tramos de escaleras. Pero a medida que pasaba el tiempo, el humo se hacía más denso, y pudo escuchar el estrépito producido por el derrumbe de partes del edificio y el débil crepitar de las llamas.
Por fin irrumpió por una puerta y se encontró en un balcón en el extremo opuesto del escenario de donde se encontraba el palco de Regalado. Sabía que un vampiro no andaba lejos, alzó la vista para echar una ojeada y le vio, a tres palcos de distancia y más abajo.
El destello de reconocimiento fue inmediato. Se trataba del Imperial que había escapado después de asesinar a Polidori.
La criatura levantó la mirada del hombre de quien se había estado alimentando y la vio.
—¡Tú! —gritó, la sangre manaba descuidadamente de su boca. —¡Creí que estabas muerta! —Dejó caer a su víctima y saltó del pequeño balcón al siguiente, encaramándose a lo largo de su extremo para posicionarse a fin de impulsarse hasta el nivel en que ella se encontraba.
Victoria vio las llamas serpentear por las cortinas a la distancia de un brazo, vio que el vampiro precisaría de otros dos saltos inhumanos para llegar hasta su palco, y tomó una decisión: tenía que enfrentarse a él.
La había reconocido; si escapaba, la delataría a la Tutela. Tenía que luchar con él.
Mientras hurgaba bajo sus faldas en busca de la estaca, no sintió el movimiento a su espalda hasta que la sacaron bruscamente del balcón. Una mano le tapó la boca y unos fuertes brazos tiraron de ella hacia atrás, hasta la oscuridad del palco.
—No luches —le gruñó Max al oído.
Victoria oía acercarse al vampiro, luchó por decírselo a Max, pero él era fuerte e implacable, y la sacó del palco con celeridad y sin problemas.
El humo era más denso en el pasillo, pero Max se lanzó a correr por el pasillo, tirando de ella. A Victoria le escocían los ojos por su causa y le hacía toser, pero todavía no había alcanzado un punto peligroso. Aún podía respirar, podía ver. Las llamas estaban lejos.
Max le obligó a bajar un tramo de escaleras hasta un pequeño cuarto, siguiéndola y cerrando la puerta en silencio tras él. La empujó de cara contra la pared, cubriéndole la boca con la mano y la retuvo con demasiada fuerza. Victoria luchó por obligarle a separarse, pero él no se inmutó salvo por el ritmo de su respiración laboriosa contra su espalda.
—Vete a casa. Regresa a Londres. No hay nada que puedas hacer aquí. Nedas es demasiado fuerte. Va a ganar. —Sus labios le rozaban la oreja mientras hablaba.
Victoria forcejeó de nuevo, trató de realizar su movimiento preferido, estampándole la parte posterior de la cabeza en la cara, que él esquivó con facilidad.
—¿Lo entiendes? Asiente.
Ella así lo hizo, luego sacudió la cabeza tanto como le fue posible con su mano en la boca. Con la otra le sujetaba firmemente las muñecas a la espalda.
—Naturalmente no vas a hacerme caso, ¿verdad? Eres condenadamente ingenua. Y terca. Mantente callada o te haré daño —le dijo ferozmente al oído, acto seguido, la soltó. Victoria dio media vuelta rápidamente de cara a él.
El ventanuco que había en el cuartito dejaba pasar la suficiente luz de la luna como para iluminar el rostro de Max. Victoria no vio nada en él que la reconfortara. Su expresión era severa, furiosa y resuelta; sus ojos, apenas discernibles, estaban vacíos.
—Quizás esto te convenza de que hablo en serio. —Tiró de su camisa y se la desabotonó, retirándola de su musculoso hombro y girándose para que ella pudiera ver la marca que allí tenía.
Ésta se encontraba en la parte posterior del hombro, justo encima de la escápula; era oscura y profunda, y Victoria la reconoció. Una «T» con serpientes entrelazadas.
—¿Lo ves? Soy miembro de la Tutela, y me ciño a sus normas. ¿Te convences ya? —Ahora respiraba con aspereza, y se giró hacia ella. —Estoy obligado a matar venators. Soy uno de ellos.
—No te creo. —Pero se le estaba revolviendo el estómago. Estaban solos. Nadie podía escucharlos. ¿Por qué iba a mentir?. —Si es cierto, debes decirme por qué.
Max inspiró profundamente y la sujetó por los hombros. Sus dedos eran fuertes pero no dolorosos, y la situó de modo que su camisa desabrochada rozara contra su pecho cuando bajó la mirada hacia ella.
—Hice un trato con Lilith. Me prometió liberarme de su influjo si me unía a la Tutela. —Sus dedos se hundieron en su piel y Victoria se zafó. Para su sorpresa, Max se lo permitió.
—¿Lilith está aquí, en Roma? ¿Es ahí dónde has estado... con ella?
—No. —Su voz sonaba estrangulada, como si a duras penas fuera capaz de pronunciar la palabra. —Ella ha estado en su refugio en la montaña, lejos de aquí. Tan sólo la he visto una vez, cuando se ofreció a liberarme de su influencia si regresaba con la Tutela.
—¿Y bien? ¿Por qué no me matas ahora que estás obligado a asesinar venators?
—Te estoy concediendo la oportunidad de escapar. Ésta es tu última oportunidad. Si vuelvo a verte, te delataré a Regalado y los demás. Si no lo hago, entonces no tendrán motivo para seguir confiando en mí.
Victoria rompió en una carcajada breve y amarga.
—Entonces, no has hecho nada por protegerme. Ese vampiro que vi en el teatro, del que me apartaste cuando iba a luchar con él, me reconoció. Sabe que soy una venator y me delatará. De modo que te han privado de esa decisión.
—Eso parece. —La miró y se alejó de ella. —Razón de más para que regreses a Londres. Te necesitarán cuando todo esto termine.
—¿Cuando termine el qué?
—Regresa a casa, Victoria.
Entonces extendió el brazo y rompió la pequeña ventana que estaba al lado de Victoria. Antes de que ella pudiera reaccionar, la levantó y arrojó afuera, y Victoria se encontró cayendo al suelo. No fue una caída larga, y aterrizó sobre un pequeño arbusto.
Se puso en pie como pudo y alzó la mirada, pero Max no la siguió.
Max salió del teatro de la ópera, dejando atrás la caverna llena de humo y sabía Dios cuántas víctimas del incendio y de los vampiros.
Tan sólo le restaba una cosa por hacer esa noche, y no le llevaría mucho tiempo.
En efecto, encontró a Bertrand dando un paso hasta el lugar donde la Tutela y los vampiros iban a reunirse. Quedaba justo a una manzana de distancia, en el fondo de un angosto callejón: Fettuch's Locanda, un lugar no muy diferente a El Cáliz de Plata que fuera regentado por Vioget.
Max le saludó.
—Una noche agradable, ¿no es así? —le preguntó al vampiro.
—En ciertos aspectos —repuso Bertrand. —No concluí lo que salí a hacer, pero tengo buenas nuevas que comunicarle a Nedas. La mujer venator que creí haber matado en Inglaterra está aquí.
—¿De veras? Nedas se sentirá muy complacido. —Fingió detenerse para mirar una amplia y estrecha sombra. Era el último callejón antes del que debía tomar. —¿Qué dices? ¿Qué es esto?
Cuando Bertrand le siguió a la oscuridad, Max se giró, clavándole la estaca en el corazón al vampiro antes de que tomara aliento.
Después de guardarse la estaca, Max retiró los últimos vestigios de polvo del vampiro y prosiguió su camino.
CAPÍTULO 19
El secreto de San Quirino.
La mañana después de la experiencia en la ópera, Victoria recibió un mensaje de su tía, solicitándole su asistencia a una pequeña iglesia ubicada en la otra orilla del río Tíber, lejos de la zona más populosa de Roma. El mensaje llegó de manos de un vendedor ambulante que repartía leche en la entrada posterior de la villa, y le fue llevado a Victoria mientras tomaba el desayuno.
Por tanto, poco después entraba en la pequeña iglesia, San Quirino, y se encontraba con su tía, envuelta en negros velos y sosteniendo un rosario, arrodillada en un reclinatorio cerca del altar. A diferencia de tantas otras iglesias romanas, San Quirino no resultaba abrumadora por su esplendor. Sus vidrieras eran pocas y sencillas. No tenía suelos de mármol ni pinturas murales. Olía a antigüedad y a santidad, y restos de incienso ya pasado perduraban en el aire.
La decoración era austera y sencilla: ladrillo recubierto con mortero en gruesas bandas bajando por las paredes, dejando amplios listones de ladrillo separados por argamasa color crema.
De las paredes colgaban catorce cruces de plata deslustradas, marcadas con números romanos, siete en cada lateral de la pequeña nave, sobre las secciones de mortero. Los bancos estaban pintados de oscuro y sin acolchar. El propio altar era poco más que una mesa de piedra sobre una tarima situada un peldaño por encima de los fieles. El techo de la pequeña iglesia se alzaba hasta una cupulita redonda con tres ventanas circulares que permitían que rayos similares arrojaran luz a través de su filigrana de hierro forjado. No había vidrieras tintadas a la vista.
Conforme avanzaba por la iglesia, que estaba vacía a excepción de un solo hombre sentado en la penumbra, también arrodillado en oración, Victoria sintió que su vis bulla se mecía contra su ombligo, algo en lo que no había reparado especialmente desde que se había acostumbrado a llevarlo.
Pero hoy se sentía particularmente consciente de ello, y la fuerza que éste le otorgaba ardía por su vientre hasta sus miembros. Sentía confianza en sí misma, además de que había entrado en calor, casi como si fuera la renovación de la resolución que había tenido cuando por primera vez aceptó la fuerza del amuleto.
No deseando interrumpir a tía Eustacia, Victoria se arrodilló a su lado para rezar, y esperó hasta que acabó con el rosario. En ese momento, sin mediar palabra, su tía se puso en pie y le hizo señas para que la siguiera.
En lugar de abandonar la iglesia, tía Eustacia se encaminó hacia el altar, pasó el enrejado de hierro que separaba al párroco de los feligreses, y subió dos peldaños del lado izquierdo.
Cuando tía Eustacia abrió la puertecita de un confesonario a un margen del altar, Victoria se quedó rezagada, confusa. Pero su tía le indicó que la siguiera, de modo que Victoria se reunió con ella en el pequeño cuarto, y cerró la puerta al pasar.
Observó maravillada cómo tía Eustacia alargaba el brazo detrás de la pequeña mampara que separaría al penitente del párroco —en caso de que hubiera alguno presente— y accionó un cierre. Una puerta bien oculta se entreabrió, y la anciana encabezó el camino a través de la abertura.
—Ten cuidado, y no pises en el peldaño central —le dijo tía Eustacia a Victoria, señalando los tres escalones que llevaban de la puerta oculta a un angosto pasadizo, que se extendía aproximadamente cincuenta pasos antes de acabar en una pared de piedra. El pasaje estaba iluminado por candelabros de pared, y había iconos pintados en madera colgando hasta el final, donde una estatua a tamaño natural de san Quirino se alzaba sosteniendo una espada.
Victoria cerró la puerta tras de sí y, con cuidado de no pisar el peldaño central, siguió a su tía mientras recorría el pasillo.
Al final de éste, tía Eustacia hizo a un lado un pequeño icono de Jesús con los dos arcángeles, Gabriel y Miguel, para revelar la pared de ladrillo de detrás.
—Ponte aquí —le ordenó su tía, haciéndole señas a Victoria para que se colocara a su lado.
Mientras Victoria observaba, su tía presionó el intrincado enladrillado que había estado oculto por el cuadro y, de pronto, el suelo sobre el que había estado sólo momentos antes, se deslizó para revelar una escalera de caracol que se sumergía en la oscuridad.
—El Consilium está abajo —le dijo tía Eustacia, iniciando el descenso con la respiración entrecortada, una de las lámparas se balanceaba en su mano.
¿El Consilium? Una ráfaga de excitación la recorrió al comprender que iba a ser presentada. Victoria conocía muy poco sobre el Consilium, a excepción de que era la entidad formal que supervisaba a los venators.
Cuando tía Eustacia lo había mencionado en una ocasión hacía más de un año, Victoria se había sorprendido de que existiera tal grupo. Pero su tía le había explicado que alguien tenía que informar al Papa, y que debía existir un modo de manejar y transmitir el conocimiento de los venators a través de los años. Tenía que haber una forma de que compartieran lo que aprendían, y de unirse en el caso de ser necesario.
Ahora, mientras descendía en pos de su tía, Victoria sentía la misma energía renovada que había sentido al entrar en la iglesia, y pensaba que comprendía el porqué. Esto era el centro del mundo de los venators, el lugar donde se tomaban las decisiones, donde se forjaban los vis bullae y eran bendecidos, donde los líderes se reunían, rezaban y discutían.
—Cualquiera podría entrar aquí —le susurró Victoria a su tía, sintiendo de algún modo que hablar con un tono de voz normal sería blasfemo. —La puerta no está cerrada con llave.
Tía Eustacia bajó el último peldaño hasta la puerta de piedra y se volvió para mirarla. Sus ojos se mostraban oscuros y vivaces en el resplandor del farol.
—Por supuesto que no. ¿No has visto a los demás en la iglesia? Son nuestros entrenadores; todos ellos son nuestros comitators.
—Tan sólo vi a un hombre rezando.
—Sí, y dos más allá de él cerca de la puerta por la que entraste. Y otro en el ábside frente a la estatua en lo alto de estas escaleras. No los has visto, pues no desean ser vistos, pero estaban allí. —Sonrió, su rostro elegante se frunció en delicadas líneas junto a su boca. —Wayren y San Quirino se han asegurado de que aquí estemos bien protegidos. Incluso aunque los vampiros o la Tutela se enterasen de que esta diminuta y sencilla iglesia conduce a nuestro Consilium, les sería imposible trasponer el umbral. Las puertas están revestidas de plata y cubiertas de crucifijos; por todas partes se rocía agua bendita varias veces al día. Y nuestros comitators, pese a no ser venators, están bien preparados para encargarse de cualquier intruso.
Victoria asintió, comprendiendo, a la expectativa. Las palmas le hormiguearon cuando su tía se retiró el velo bajo el que se había ocultado. Se atusó su lustroso cabello negro, que se lo había recogido en un intrincado peinado salpicado de perlas y esmeraldas, que le confería un aspecto regio. Cuando se despojó de la pesada capa negra, dejó al descubierto un magnífico vestido verde debajo de una larga pelliza de manga estrecha de brocado, de un color verde bosque tan oscuro que era casi negro.
En cuestión de momentos, tía Eustacia había pasado de ser la imagen de una encorvada vieja devota a convertirse en una elegante y poderosa dama.
Eso hizo que Victoria considerase su propio atuendo con atribulada consternación. Sin duda iba peinada, los gruesos rizos negros estaban recogidos en una bonita masa, pero no llevaba joyas y perlas adornándola. Ni siquiera un lazo, si lo pensaba. Aunque Verbena le había colocado una esbelta estaca, por si acaso. Y su atuendo no era más que un simple vestido de calle, elaborado en seda amarillo claro con una sencilla sobrefalda de encaje de color crema.
Se sentía igual que una niña pequeña vestida con un pichi.
Tía Eustacia recogió su velo y su capa y los dejó sobre una mesita próxima a la puerta al pie de las escaleras. Alta y con aire regio, abrió la puerta y la cruzó.
Victoria la siguió.
Se encontró en una vasta cámara que le trajo a la cabeza el aspecto que tendría una catedral de ser circular. Los muros y el suelo eran de mármol; pesado, reluciente, jaspeado en blanco y gris. La estancia entera estaba rodeada por columnas del mismo mármol, y entre ellas unos arcos ojivales daban paso a espacios más pequeños o entradas. Victoria y su tía entraron a través de uno de esos arcos.
La cámara era amplia, y su centro estaba dividido por un extenso estanque redondo, con agua cayendo en cascada de una fuente en mitad de éste. El espacio era tan cavernoso, que Victoria no alcanzaba a ver lo que había al otro lado. Había butacas y mesas, bancos y escritorios diseminados por toda la habitación, que, pese a estar bajo tierra, estaba sumamente bien iluminada por antorchas y lámparas. Las mesas contenían libros y papeles, tinteros y plumas, incluso algunas estacas y otro tipo de armamento. Salvo por la fuente y los arcos semejantes a los que había en las iglesias, se asemejaba bastante a un club de caballeros en el que había tenido que detener el ataque de un vampiro el año anterior.
Y había venators. O, al menos, hombres que parecían pertenecer a ese lugar, y Victoria supuso que o bien eran venators, o comitators.
Cuando se percataron de la presencia de las dos mujeres —pues no había más féminas, que Victoria pudiera ver, —los ocupantes de la estancia dejaron lo que estaban haciendo (leer, escribir, charlar, juguetear con estacas), se levantaron quienes estaban sentados, se volvieron quienes estaban de espaldas, y las miraron.
Preguntándose si todos ellos pertenecían a ramas distantes de la familia Gardella, o si eran venators que habían elegido su profesión, tal como había hecho Max, Victoria observó mientras su tía saludaba a cada uno por su nombre en varias lenguas. Estos se mostraron deferentes con ella, besándole la mano, haciendo reverencias, como si fuera alguien de la realeza.
Victoria siempre había sabido que, habida cuenta de que su tía era el descendiente más directo del primer Gardella, era especial en el mundo de los venators, pero esta demostración de afecto y respeto hacia su anciana tía hacía que el corazón se le colmase.
—\Signora Gardella! —llegó una voz del otro lado de la fuente, elevándose por encima del ruido del agua, y apartando la atención de Victoria, gracias a Dios, de los otros que estaba observando.
—Ilias —dijo tía Eustacia, con una sonrisa afectuosa dibujándose en sus labios, cuando tomó la mano del hombre que se había acercado a saludarla. —¡Es maravilloso verte de nuevo!
El hombre estaba más próximo a su edad que cualquiera de los allí presentes, pero todavía le superaba en una generación. Tenía tal vez sesenta, y ella ochenta, y parecía lo bastante distinguido como para ser alguien importante.
Victoria lo observó cuando se acercó y ambos se dieron un abrazo.
—¿Y ésta es tu sobrina? ¿La nueva Gardella? —dijo, apartándose de Eustacia para mirar a Victoria. —¿La que envió a Lilith de vuelta a su castigo en las montañas?
—La misma que viste y calza. Victoria, permite que te presente a Ilias de Gusto. Es el guardián del Consilium, y lo ha sido desde hace muchos años. Ilias, es un placer que conozcas a Victoria Gardella Grantworth de Lacy.
Victoria hizo una reverencia y se encontró mirando unos titilantes ojos de color gris azulado. Sus cejas, como pobladas telarañas castañas y canosas, se alzaron y enarcaron al mirarla con placer.
—Es un honor tenerla aquí hoy, signorina Gardella. —Su sonrisa se hizo más amplia cuando ella se dispuso a corregirle. —No, no, para nosotros siempre será una Gardella, signorina. Y algún día será Ilia Gardella.
La Gardella. La conexión más directa con el Venator original. Una líder, quien tomaba las decisiones, un paladín para el resto de los venators, independientemente del lugar que ocuparan en el árbol genealógico de la familia. Aquella a quien recurrían cuando se cernía una gran amenaza.
Hubo una ráfaga de presentaciones mientras Victoria conocía a los demás; y no se había equivocado, la mayoría eran venators, que visitaban el Consilium para entrenarse o por otros motivos. Otros tres estaban estudiando y entrenándose para ser comitators. Kritanu era comitator, por supuesto, y su sobrino, Briyani, era el de Max. O, al menos, lo había sido. Victoria había estado trabajando con Kritanu, pero con el tiempo le asignarían su propio entrenador.
Victoria había esperado que los demás la recibieran con recelo o condescendencia, al igual que había pasado cuando conoció a Max el año anterior. El había creído que estaría más interesada en carnés de baile, vestidos y pretendientes que en cazar y matar vampiros... y se había equivocado. A la postre, había llegado a aceptar que Victoria era una verdadera venator.
Ni siquiera iba a considerar lo que había sucedido, qué había cambiado a Max durante el último año desde que había regresado a Italia... sobre todo después de la pasada noche. Ya habría tiempo para eso más tarde. De hecho, sospechaba que eso formaba parte del motivo por el que tía Eustacia y ella estaban hoy aquí. Si en efecto Max había desertado, tendrían que poner al corriente a los demás venators.
Pero Victoria no deseaba ser quien se ocupara de hacerlo.
A pesar de la reticente aceptación inicial por parte de Max del legado de Victoria, los otros venators no parecían albergar tales dudas. De hecho, Victoria se sentía como si estuviera haciendo su debut en un baile mientras caballeros de toda edad y aspecto se agolpaban para conocerla.
—¿Te gustaría ver las cámaras del Consilium, signorina Gardella? —le preguntó uno de ellos con un leve acento escocés. No era mucho más alto que ella, pero sí tan grande y musculoso como un buey. Tenía el cabello del color del cobre pulido, demasiado largo como para ir a la moda (en Londres, en cualquier caso), y sujeto flojamente con un cordón de cuero. Por desgracia, no recordaba su nombre, del cual acababa de enterarse. —Sería un placer mostrarte esto mientras tu tía habla con Ilias y Wayren.
—¿Wayren está aquí?
Él sonrió, tomándola del brazo y enrocándoselo en el suyo como para tomar posesión. Era tan musculoso, que Victoria sentía que sus dedos pudieran quedar aplastados en el hueco de su codo.
—Sí, por supuesto. Casi siempre está aquí, sabe. O, al menos, eso parece.
La arrastró, y cuando se marchaban, uno de los otros comentó:
—¡No te atrevas a monopolizar a la signorina, Zavier! Ah, Zavier. Así se llamaba.
—Qué amable por tu parte, Zavier. Estoy sumamente interesada en aprenderlo todo sobre el lugar. —Resultaba extraño referirse por su nombre de pila a un hombre al que acababa de conocer, pero al parecer los venators no se andaban con ceremonias, salvo tía Eustacia y ella, pues no le habían presentado por el apellido.
Zavier la llevó primero hasta la fuente y le pidió que metiera la mano en ella.
—Es el agua bendita más pura —le dijo cuando Victoria introdujo los dedos. —¿Sientes ahora tu vis bulla?
Victoria deseó sonrojarse ante la mención de la cruz de plata debido al lugar de dónde pendía; él era un caballero, al fin y al cabo, y un desconocido. Pero parecía tan despreocupado al respecto, que no se permitió sentirse incómoda. No demasiado, en cualquier caso. Y sí, él estaba en lo cierto.
—Lo siento. Parece que supiera que estamos aquí.
—Sí. Puede que quieras que lo bendigan de nuevo antes de marcharte. Me encantaría ayudar si lo deseas. —Sus ojos centellearon al recorrerla con la mirada, y Victoria no pudo evitar ruborizarse. Tal vez estuviera acostumbrada a los comentarios descarados de Sebastian, pero todavía no se sentía cómoda con ese tipo de provocación proveniente de otros hombres.
—Creo que seré capaz de arreglármelas sola —le dijo en tono acusador.
Él rompió a reír y la atrajo contra su costado, de modo que chocó contra su brazo como el tronco de un árbol. ¡No quería ni imaginar lo terriblemente fuerte que era!
—Sabía que dirías eso, pero no pude resistirme a hacer la oferta. Es tan poco frecuente que nos honren con la presencia de una venator, que a menudo uno pierde el control.
A pesar de estar convencida de que en su caso no se trataba de una «pérdida de control», Victoria se abstuvo de hacer comentarios. En cambio, dijo:
—¿A cuántas otras mujeres venator has conocido?
—Bueno, puesto que tu tía y tú sois las únicas mujeres venator vivientes... tan sólo dos, hasta ahora —repuso con una sonrisa. —Naturalmente, sólo una mujer que sea descendiente directa del Gardella puede ser venator. El resto de nosotros... Bueno, somos Gardella lejanos, de las ramas más lejanas de la familia, desperdigados o enviados por todo el mundo. Y algunos, sin duda conoces a Maximilian Pesaro, no llevamos ni una gota de sangre Gardella, pero hemos recibido la llamada de un modo diferente, y hemos superado las letales pruebas y tribulaciones que nos permiten llevar el vis. —Por supuesto.
—Hace algún tiempo que no veo a Max. Lo último que supe de él es que había viajado a Inglaterra. De ahí es de dónde vienes, ¿no?
—Sí, naturalmente. He tenido el placer de trabajar con Max para recuperar El libro de Antwartha antes de que Lilith se hiciera con él. —Llamar placer a trabajar con él era exagerar un poco, pero Victoria intentaba ser educada.
—Ah, sí, todos hemos oído la historia de tu aventura, y de tu sacrificio. —La expresión burlona había desaparecido ahora de su rostro, mientras se alejaban de la fuente, y fue sustituida por una sobriedad que le hacía parecer más un guerrero que el humorístico coqueteo de antes. —Estoy impresionado. —Y se mostraba tan serio que Victoria creyó que no estaba flirteando con ella sin más.
—Gracias —fue cuanto dijo.
—Ya que has preguntado acerca de las mujeres venator, ¿tal vez quieras ver la galería? —le preguntó Zavier, conduciéndola hacia uno de los arcos que contenía una pesada puerta de caoba.
Zavier la abrió y le indicó que le precediera. Esta cámara tenía una mayor longitud y el techo más bajo, asemejándose más a un corredor o un pasaje que a una cámara. En las paredes se alternaban cuadros y candelabros. De cuando en cuando había algún pedestal hasta la altura de la cadera con una estatuilla o busto, o una vitrina o estante.
—Desde que el primer Gardella tomó una estaca, todo venator tiene un retrato aquí. Y también tenemos otros artefactos y recuerdos. Quizá resulte un tanto morboso; es más un museo que otra cosa, pero es importante que no olvidemos a aquellos que se han entregado antes que nosotros.
Victoria paseó lentamente por la hilera de retratos. Todos parecían estar realizados por la misma mano, por el mismo artista, pese a que algunos obviamente tenían siglos, tal vez un milenio, de antigüedad.
Se detuvo delante del cuadro de una mujer deslumbrante. «Catherine Gardella», leyó en alto. Catherine tenía un cabello reluciente, que brillaba igual que cobre bruñido, y se rizaba y enroscaba a los lados de su cabeza con lazos y joyas. Iba ataviada con ropa palaciega de, tal vez, hacía tres o cuatro siglos, con una gorguera rodeándole el cuello y unas mangas abombadas de terciopelo, decoradas con satén rojo. Parecía más una reina que una venator. En su regazo, en medio de las voluminosas faldas, sujetaba una estaca. Una enorme esmeralda lanzaba destellos en su otra mano, retratada de un modo tan realista, que Victoria casi esperaba que la mano se moviera y que el brillo de sus ojos tomara una dirección diferente.
—Nuestra Cat —dijo Zavier con voz risueña. —Era célebre. Toda una fierecilla, a juzgar por las historias que he oído. Su temperamento hacía juego con su cabello.
—Lilith tiene el pelo del mismo color —comentó Victoria, recordando el intenso resplandor del cabello de la reina de los vampiros, profano en su modo de iluminar la habitación.
—No eres la primera que lo comenta, y has visto a Lilith y estás viva para contarlo. Lo había olvidado —dijo Zavier con voz queda. —Max Pesaro, tu tía, por supuesto, y tú sois algunos de los pocos, muy pocos en esta era, que habéis escapado de ella. Ignoro cómo Max ha permanecido tan fuerte todos estos años.
Victoria recordó lo que Max le había dicho la noche anterior, acerca de que había hecho un trato con Lilith para ser liberado de su influjo si se unía a la Tutela. Se preguntó a qué se refería; desde luego nunca había evidenciado encontrarse bajo ningún tipo de control ejercido por la reina vampiro. Su destreza para perseguir y cazar vampiros era legendaria, ¿cómo podía estar controlado por Lilith y continuar siendo tan temible? Naturalmente, no había tenido tiempo para preguntarle... y, por supuesto, no era tan tonta como para esperar a que le respondiera. Su empeño había sido sacarla del teatro de la ópera, de Roma y de Italia.
—¿Qué dominio ejerce Lilith sobre él? —preguntó. —He trabajado con Max, pero no es que sea demasiado comunicativo con... ciertas cosas.
—Por supuesto. Ya sabes que Max es así. —Zavier la examinó; no le era necesario bajar la mirada, pues tenían la misma altura. —Sus mordeduras no sanan, ni siquiera siendo un venator. Ni siquiera con el bálsamo que utilizamos, o con el agua salada bendita. Siempre están ahí, y le provocan dolor cuando ella lo desea, pues opta por recordarle la influencia que sobre él tiene.
—¿Por qué?
Ahora Zavier la miró de un modo extraño.
—Desea que él sea su concubino, según tengo entendido. Estoy seguro de que Max haría lo que fuera para que le liberaran de tal situación. Ser venator pero estar vinculado a la reina de los vampiros es una carga más pesada de lo que puedo imaginar.
Le ofreció el brazo y Victoria posó los dedos en torno al abultado músculo que parecía estar siempre en tensión, aun cuando estaba distendido.
—Aquí tenemos a otra de nuestras mujeres venator. Lady Rosamund tenía intención de tomar los hábitos, pero en cambio dejó la abadía cuando se enteró de su legado, y emprendió una cruzada por Tierra Santa.
Victoria se detuvo delante del cuadro de una mujer joven. Ataviada con sencillez, con un vestido de color zafiro, similar a los ropajes largos y holgados de Wayren, con mangas acabadas en punta que rozaban el suelo, lady Rosamund mostraba un aspecto sereno y sosegado; muy diferente de la traviesa Catherine Gardella. Su largo cabello color miel caía desde un sencillo tocado de perlas. Sujetaba una estaca en una mano y un rosario en la otra.
—Era una mística, y durante su época en la abadía, antes de conocer su legado, escribió muchos manuscritos con revelaciones que recibió durante sus momentos de meditación y oración. Muchas de sus obras se han revelado como nuestras profecías, y Wayren las estudia con gran atención. Sí, a ella es a quien le fue revelada la historia completa de cómo Judas, el muy querido por Jesús, le traicionó y se alió con Lucifer, y fue de ese modo convertido en el primer vampiro.
—Hay quienes dicen que Jesús le pidió que le entregara a los judíos a fin de desencadenar los siguientes acontecimientos —comentó Victoria, mirando el retrato de la serena mujer cuyos sosegados ojos grises le recordaban a los de Wayren.
Zavier prorrumpió en una grave y vibrante carcajada que acompasaba su físico de oso.
—¡Ay!, eso es lo que a Lucifer le gustaría que creyéramos. Si estudias los escritos de Rosamund, como he hecho yo, descubrirás que, por el motivo que fuera, en efecto Judas vendió a Jesús por treinta monedas de plata, e incluso hoy la presencia de ese metal en particular provoca que un vampiro retroceda ante él. Tal vez Judas sabía lo que sucedería a causa de su traición; tal vez no. Pero lo cierto es que, después de que Jesús fuera crucificado, Judas no creyó que sería perdonado por su papel en dicha traición, y a Lucifer le fue fácil convencerle de que recurriera a él en busca de protección.
—Eres todo un historiador. ¿Recuerdas con tanto detalle a todos los venators?
Él le devolvió la sonrisa.
—Ya sabes, son las historias de las mujeres venator a las que más cariño guardo, porque del hombre se espera que sea guerrero y cazador. Cuando una mujer es elegida para hacerlo, se encuentra con más obstáculos que vencer que un hombre. Ya es bastante duro que un hombre sea elegido para convertirse en venator. Profeso el mayor de los respetos para la mujer que acepta su legado.
Victoria pensó en Melly, su propia madre, que había sido elegida para ser una venator, pero que al final había decidido no aceptar la responsabilidad debido a que acababa de conocer al hombre que sería el padre de Victoria. Debido a eso, habían despojado su mente de cualquier recuerdo relacionado con vampiros y venators, y de cualquier habilidad innata que le hubiera transmitido a su hija. De ese modo, y gracias a que el padre de Melly, hermano de tía Eustacia, también había elegido no aceptar su legado como venator, Victoria había heredado las habilidades y el sentido de dos generaciones previas de venators.
Zavier estaba manifiestamente complacido por estar en presencia de una mujer venator, y no dudaba en evidenciarlo. Victoria decidió sentirse halagada y disfrutar de su aceptación.
—¿Y dónde está el retrato de tía Eustacia? —preguntó.
—Todavía no tienen retrato. Los cuadros no pueden realizarse hasta que ha concluido el trabajo del venator. La cuestión primordial con respecto a tu tía será cómo retratarla: como la joven y feroz venator de leyenda, o como la anciana y elegante matriarca.
Les interrumpieron antes de que Victoria pudiera preguntar acerca del siguiente retrato:
—Disculpadme, Zavier, signorina Victoria, pero el Consilium está convocando una reunión. —El hombre señaló hacia la puerta con un florido ademán, la luz de las antorchas se reflejaba en sus gafas redondas.
—Grazie, Miro —respondió Zavier, y condujo a Victoria fuera de la estancia. —Es uno de nuestros maestros de armas —le explicó. —Un comitator que posee una gran habilidad para crear nuevas formas de luchar contra los vampiros y de protegernos. Tendremos que ver si puede crear una estaca especial y más refinada para ti. Tal vez una que quepa en tu bolsito. ¿O una armadura de cuero que se ajuste mejor? —Y le guiñó un ojo.
El Consilium, que era el nombre del organismo, así como el de las cámaras por las que caminaban, se reunía en una habitación diferente. Ésta tenía sillas dispuestas en forma de media luna en torno a una tribuna semicircular.
La mayoría de los veinte asientos estaban ocupados; Victoria eligió uno cerca del fondo y reparó en que su tía y Wayren habían tomado asiento en la tribuna detrás de una mesa.
No perdieron el tiempo. Wayren habló, tomando como referencia el fajo de notas que tenía delante.
—Nedas tiene el Obelisco de Akvan, y es obvio que pretende activarlo; de hecho, ya ha comenzado con los pasos necesarios para hacerlo. Mi investigación indica que el Día de los Difuntos es el momento óptimo para tal evento. Es el día en que las almas de los difuntos son liberadas de sus cuerpos, convirtiéndolo en el momento perfecto para que Nedas y los inmortales intenten capturarlas y utilizarlas para sus fines. Esta fecha es, por supuesto, el 2 de noviembre, dentro de dos días.
Recogió con descuido los papeles en un montón y miró a tía Eustacia, que prosiguió:
—Como muchos sabéis, estuve presente la última vez que la Tutela obtuvo vasto poder y lo desató sobre los mortales. Fue en la batalla de Praga, donde veinte mil personas fueron masacradas por los vampiros y los miembros de la Tutela, en nombre de los inmortales. Pese a que a la postre fuimos capaces de detenerles, sólo fue posible después de una gran devastación. Con el poder del Obelisco de Akvan controlando las almas de nuestros difuntos, será imposible repeler a Nedas y esperamos que el daño causado será aun mayor, si tiene éxito. —Hizo una pausa y miró en torno a la habitación. —Creo que será el fin de nuestra lucha contra los inmortales, pues no seremos rival para ellos.
—¿Y bien? ¿Cómo los detenemos? —preguntó Zavier, con el rostro carente de expresión. —¿Cómo destruimos el obelisco? ¿Y dónde lo guarda?
—La noche pasada hubo un incendio en el Teatro de la Ópera de Blendimo —dijo Wayren, lanzándole una mirada a Victoria. —No quedó destruido por completo, por una extraña casualidad, pero ha sido cerrado al público y no volverá a abrir sus puertas durante meses, si es que llega a hacerlo. Y también se informó del ataque de vampiros en dicha localización. No creo que sea una coincidencia, por diversas razones. Primero, mi investigación indica que Nedas necesitará un espacio muy amplio en el que completar la activación del obelisco, y el teatro es una de las cámaras más extensas y altas de la ciudad, aparte de las catedrales, naturalmente, que no serían un lugar acogedor para un grupo de vampiros empeñados en devolver a la vida a un poder maligno. Segundo, el teatro, como bien sabéis, está asentado en una pequeña colina cerca del mayor cementerio de la ciudad. Esto tiene sentido, pues le sería mucho más fácil extraer las almas de los difuntos de un cementerio cercano, aunque no creo que se limite solamente a aquellos que estén próximos a él. Estoy segura de que es ahí donde Nedas planea activar el obelisco. Sin embargo, no se conoce un modo de destruir el objeto, así pues debemos considerar otras alternativas.
—Entonces debemos asesinar a Nedas. Si está muerto, no puede activar el obelisco —apostilló otro venator, uno de los más veteranos; rondaba, quizá, los cincuenta.
—Ésa habría sido nuestra esperanza —convino Wayren. —Pero una vez que... mmm —bajó la mirada a los papeles con los ojos entornados, señaló una palabra con el dedo y alzó la vista—... la sombra se haya roto y cubra al ser que lo hizo, ni siquiera matar al poseedor del obelisco solucionará el problema. Su poder puede ser transferido a otro con suma facilidad. Y a otro. De ningún modo queremos que otro demonio o vampiro obtenga el obelisco y sus poderes.
—Beauregard estaría esperando para hacerse con ellos si Nedas desaparece del mapa —convino Zavier.
Eso captó la atención de Victoria.
—¿Beauregard?
—Un vampiro rival de Nedas. Es mayor y muy poderoso; pero Nedas es el hijo de Lilith, y por ello cuenta con más apoyo. Si lográramos que centraran su atención en el otro, y se enzarzaran en su propia lucha interna, podríamos dejar que se destruyeran el uno al otro.
Tía Eustacia estaba asintiendo.
—En efecto. De hecho, así es como conseguimos detener aquel horror en Praga hace treinta años. Pero no creo que funcione de nuevo, pues por lo que he podido enterarme, la sombra del obelisco ya se ha roto. Nedas ya ha iniciado los pasos para activar el obelisco, y por poderoso que sea Beauregard, no es rival para Nedas con su obelisco. No cabe la posibilidad de distraerles de ese modo.
—¿Qué podemos hacer, si el obelisco no puede ser destruido y Nedas ya está ligado a él?
—Dos cosas. Debemos prepararnos para lo peor, y esperar que Nedas lo consiga. Comenzaremos con esa discusión en breve y empezaremos con nuestros preparativos inmediatamente, pues nos quedan menos de dos días. La única otra posibilidad es que alguien se acerque lo suficiente como para matar a Nedas y robar el Obelisco de Akvan antes de que su poder pueda ser transferido a otro.
—Yo lo haré —se ofreció el mismo venator que primero había sugerido el asesinato.
—No conseguirás acercarte lo suficiente para hacerlo —le dijo Eustacia. —En cuanto la Tutela te reconozca como venator, te matarán. Al igual que a cualquiera de vosotros. —Sus ojos se demoraron en Victoria. —Salvo, quizá, uno de nosotros.
—Ya he aceptado hacerlo —dijo Victoria, levantándose. —Acepté en Londres. Es incuestionable que debo ser yo. —No le había hablado a tía Eustacia de lo ocurrido en el teatro de la ópera la noche anterior: que el Imperial la había visto, y la reconocería como una venator. Ni de su conversación con Max.
Abrió la boca para hablar, y acto seguido lo pensó mejor. No había nadie que pudiera llevarlo a cabo. Sin duda reconocerían al resto de los presentes como a venators antes que a ella.
Existía una posibilidad —pequeña, sí, pero era una posibilidad, —de que el Imperial no la hubiera delatado a la Tutela, o de que no supiera con certeza que era una venator.
Y entonces recordó lo que Max le había dicho: «Nedas va a ganar. Es demasiado fuerte. Te necesitarán cuando todo esto termine».
No obstante, y por el motivo que fuera, que Max se hubiera relacionado con la Tutela y con Nedas ya no era relevante. Lo peor iba a suceder, y él lo aceptaba. Permitiría que sucediera. De algún modo sabía que Nedas lo lograría.
En aquel instante, los últimos vestigios de esperanza que albergaba en el fondo de su alma, se desvanecieron como si fueran un vampiro al que le hubieran clavado una estaca. No recibiría ayuda por parte de Max. De nadie.
Estaba realmente sola en esto.
CAPÍTULO 20
Lady Rockley sale a cenar.
Cuando Victoria llegó a casa tras su visita al Consilium, había un carruaje esperando delante de su villa.
Ya había pasado el momento del té, era casi la hora de la cena... tarde para una visita social.
Se apresuró con paso rápido escalera arriba hasta la entrada.
—Tiene una visita, signora —le dijo el mayordomo, pero Victoria ya estaba abriendo la puerta de la sala.
Sebastian levantó la vista del periódico que estaba leyendo.
—No sé a quién esperabas, querida mía, pero estoy seguro de que debes estar decepcionada. Tal entusiasmo no puede deberse a mí, por mucho que me pese. —Paseó la mirada por su figura de un modo que a Victoria le recordó la última vez que estuvieron en ese mismo cuarto.
Acto seguido a su amenaza de visitar a las gemelas Tarruscelli cuando se puso inexplicablemente furioso con ella.
Luego regresó de nuevo a la noche anterior, cuando le había dicho que era «suya». Y había invocado el nombre de un poderoso vampiro como si tal cosa.
—Es un poco tarde para tomar el té, Sebastian —le dijo con frialdad, tratando de continuar respirando relajadamente. La forma en que él la miraba... le hacía desear cubrirse las mejillas para contener el rubor; tocar su denso cabello castaño dorado; salir de la habitación antes de que le pusiera las manos encima, tal como obviamente pretendía.
Al parecer algo había cambiado desde que había ahuyentado a los vampiros de su cuello.
—Tenemos que hablar —dijo, pero sus ojos enviaban un mensaje muy distinto. Ahora no pudo contenerse; el desafortunado calor ascendió de su pecho a través de su cuello hasta sus mejillas. —¿Dejarás que te lleve a dar un paseo?
—Es ordinariamente tarde para dar un paseo por el parque —replicó.
—Aparte de mi atuendo, me esfuerzo mucho por ser ordinario. ¿Me acompañarás?
Victoria sabía que si aceptaba su invitación, equivaldría a aceptar lo que fuera que estuviera surgiendo entre ellos. Muy probablemente continuar lo que empezaron en esa misma habitación tan sólo unos días antes, pero lo que llevaba más de un año ardiendo entre ellos.
Y claro está, quedaba el asuntillo de que tenía preguntas que responder, y que tenerle encerrado en un carruaje con ella le conduciría a obtener dichas respuestas... entre otras cosas. Le dirigió una mirada pensativa, y seguidamente dijo de manera despreocupada:
—Me refrescaré un poco y luego estaré encantada de acompañarte.
—Merci, ma chère.
Victoria subió a su recámara sin demora, y llamó a Verbena. No tardó mucho en recogerse el cabello, ponerse un favorecedor vestido rosa, y una pelliza a juego para resguardarse del fresco.
Era de manga larga, ajustada con botones del codo a la muñeca, y le mantendría sus brazos calientes si se le presentaba la ocasión de quitarse los guantes.
Lo cual sería útil con Sebastian cerca, dado que parecía tener tendencia a aligerarla de sus guantes.
—Pareces fresca como una rosa —le dijo en el vestíbulo cuando ella regresó de nuevo abajo. —Se me ocurrió pedir que nos prepararan una cesta con algo de cena; tardaremos un poco en llegar a nuestro destino, y no desearía que te murieras de hambre.
—No me había dado cuenta de que nos ausentaríamos tanto tiempo.
Sebastian se detuvo mientras se colocaba el alto sombrero de ala curva en la cabeza.
—¿Tienes otro compromiso esta tarde? ¿Esta noche? No lo pensé.
—No —repuso, mirándole con recelo.
—Tuvo más visitas hoy, milady —interrumpió Verbena cuando Oliver y ella entraron llevando una enorme cesta. —Sus tarjetas de visita están sobre la mesa.
Irritada porque la presencia de Sebastian le hubiera hecho que descuidara la simple tarea de mirar en la mesa de la entrada, Victoria se dio la vuelta y echó un vistazo al pequeño montón de tarjetas. Las gemelas Tarruscelli y Sara Regalado. Silvio Galliani. Obviamente todos ellos habían llegado a casa ilesos desde el teatro. Se sentía agradecida de no haber estado en casa cuando pasaron a visitarla, pues ¿cómo diantre podría haber conversado despreocupadamente con ellos después de ver cómo Sara sucumbía lascivamente a la mordedura de un vampiro? Incluso su madre hubiera tenido graves problemas para acometer dicha proeza.
Nadie más había pasado a visitarla.
Victoria ni siquiera reconocería que había esperado a otra persona; sabía que Max le había dicho todo cuanto iba a decirle.
Aquello únicamente confirmaba lo que ya antes de ese día había comprendido en el Consilium: estaba sola.
—¿Nos vamos? —preguntó Sebastian, poniéndose los guantes y ofreciéndole a continuación el brazo.
El pliegue de su codo le ofrecía más espacio a sus dedos que el de Zavier. Y era más alto. Y mucho más guapo.
Y menos digno de confianza.
Sin embargo, confiaba en él en cierto modo. Al menos, la había salvado de ser atacada por el vampiro la noche anterior. Eso debía contar.
Dentro del carruaje, se sentaron uno frente al otro cuando emprendió la marcha bruscamente, recordándole a Victoria el errático trayecto de regreso de Barth hasta Londres. Sonrió, y Sebastian se percató de ello.
—¿Recuerdos agradables, querida? ¿O simplemente piensas en el modo tan brillante en que me las he arreglado para quedarnos solos en un carruaje una vez más?
—Tu técnica es brillantemente transparente. —Victoria le observó con cautela.
Él se dio cuenta y rompió a reír.
—¿Temes que me abalance sobre ti y te arranque la ropa? No es que no se me haya ocurrido, pero esperaba que me concedieras algo más de sutileza.
—Nunca estoy del todo segura de lo que harás, Sebastian. De hecho, tus acciones de anoche me sorprendieron enormemente.
Sebastian enarcó las cejas, como acostumbraba a hacer cuando se hacía el inocente.
—¿Te refieres a mis continuas atenciones con Portiera? Espero que no hirieran tu orgullo, ma chère Victoire. Debes saber que eres tú quien ha capturado mi interés. —Su voz tenía un tono ligero y alegre, como si quisiera restar importancia a las palabras, pero el sentimiento provocó una repentina punzada en sus entrañas.
—No me refería a tus burdos coqueteos con las gemelas Tarruscelli —replicó. —Y lo sabes. Esperaba tu visita, pues estaba segura de que desearías reclamar alguna clase de reconocimiento por mi parte... no una «compensación», Sebastian. Sé que has despreciado dicha motivación en el pasado; cierto «reconocimiento» por haberme salvado de una desagradable experiencia la pasada noche. Te estaba, y te estoy, muy agradecida.
—Ah, pero eres una venator —le recordó, todavía en tono ligero, —no necesitabas mi ayuda realmente. Simplemente, intervine porque no podía soportar ver marcado de nuevo ese precioso cuello. —Su voz se tornó profunda como la de un tenor; todo rastro de humor se evaporó de su semblante. —Y te mueres por saber quién es Beauregard y cómo es que lo conozco.
—Por supuesto que sí. Y sé que me lo dirás solamente si lo deseas, y por eso no tiene sentido preguntar. No deseo jugar contigo al ratón y al gato, Sebastian. —Sus palabras fueron serenas, al contrario que sus dedos, los cuales, de no haber estado agarrando con fuerza su fino vestido de seda, le habrían temblado.
—Entonces no jugaremos. —Se sentó a su lado en un abrir y cerrar de ojos. Se quitó el sombrero y lo arrojó violentamente por el carruaje, ignorando que voló y aterrizó en el suelo cerca de la puerta. —¿Vas a besarme tú esta vez, Victoria, o me obligarás a hacer el trabajo sucio?
—Te besé en los muelles de Londres.
—Naturalmente, porque sabías que no había peligro. Ibas a tomar un barco para venir hasta aquí. Pero ahora... —Después de despojarse de la chaqueta, se acomodó en el rincón y la miró con los brazos cruzados sobre el chaleco. Su pierna se apretaba contra las de ella en mitad del asiento, su pecho se alzaba y bajaba, y sus hombros se sacudían al ritmo del traqueteo del carruaje. —¿Eres lo bastante valiente, mi encantadora venator?
Victoria se inclinó hacia delante, y Sebastian se incorporó de su posición relajada para salir a su encuentro. Sus bocas se unieron en una maraña de labios y lenguas, y su exquisito y profundo suspiro de placer.
Antes de darse cuenta, el pelo le caía por los hombros, y había horquillas desperdigadas desde los dedos de Sebastian hasta sus hombros, por el mullido asiento y el suelo. Sebastian introdujo los dedos entre los rizos y retorcidos que le había hecho Verbena, peinando desde el cuello a lo largo de la parte superior de sus brazos, disponiéndose acto seguido a desabrocharle la pelliza que se abotonaba ceñidamente sobre su pecho.
Bajándole la ajustada chaqueta de los hombros, por los brazos, continuó besando su boca, la mandíbula, el cuello, hasta que Victoria se retorció debajo de él.
—Las mangas... hay que desabotonarlas —le dijo, tratando de despojarse de la ceñida chaqueta.
—Lo sé —le contestó al oído, y le bajó aún más las mangas de modo que el abrigo se deslizó por encima de sus manos, quedando atrapadas las muñecas dentro, tensándole la pelliza detrás de sus caderas.
—Sebastian —dijo, con un tono de voz admonitorio y un deje de pánico. —Esto no me gusta.
—¡Chis! —murmuró contra su cuello, rozándole la mejilla con sus pestañas. —Sólo relájate. Disfruta. —Y le succionó el lóbulo de la oreja; su boca estaba caliente y resbaladiza.
Victoria tomó una profunda y trémula bocanada de aire y reparó en que la punzada de pánico remitía cuando él extendió las manos sobre sus hombros, bajándole el corpiño, desrizándolas después hacia detrás para desabrochar los botones y desatar la parte superior del corsé, sobre todo debido a lo que hacían sus manos y su boca para distraerla.
Sebastian era rápido y delicado, untes de darse cuenta de ello, sus pechos estaban libres y desnudos, meciéndose en el oscuro carruaje. Él los cubrió, levantó y acarició con el pulgar, suavemente primero y con firmeza después. Victoria cerró los ojos y suspiró cuando sus labios se cerraron sobre un pezón y se lo introdujo de repente en la boca, acariciándolo con la punta de la lengua. La sensación pulsante acompasaba el palpitar entre sus piernas, y meneó las caderas debajo de su peso.
Después de chuparla una última vez con sus labios, Sebastian rio entre dientes contra su pecho.
—Paciencia, querida —dijo, pero se levantó para ocuparse de sus pantalones. Victoria los vio caer, dejando al descubierto unos musculosos muslos, y a continuación sus calzones; y seguidamente se inclinó y sus manos subieron suavemente por debajo de sus faldas, deslizándose a lo largo de sus muslos, desnudando sus piernas y arremangándole el vestido en una masa de seda y encaje sobre su regazo.
Sus dedos se deslizaron y juguetearon allí donde Victoria ardía, haciéndola suspirar y moverse, haciendo que ansiara el resto. Sintió el roce de su cabello sobre la mejilla cuando Sebastian la besó en el cuello, y su respiración agitada en los oídos.
Victoria deseaba tocarle, pero sus manos seguían atrapadas a su espalda.
—Sebastian... —comenzó a decir, pero el resto se perdió cuando él le cubrió la boca con la suya, clausurándolo todo salvo su suave gemido cuando sus manos ascendieron bajo su vestido para tocar su vis bulla. Victoria sintió cómo lo acariciaba, cómo tiraba delicadamente de la cruz de plata. Luego sus manos se extendieron sobre su vientre, bajo la camisola y las ballenas, y le levantó las caderas para conseguir subirle más el vestido.
Sebastian se apartó, liberando su boca con un débil y delicioso chasquido que puso de manifiesto que podría haberse pasado toda la noche besándola. Tras levantar la vista una última vez hacia ella, como si quisiera confirmar este próximo paso, dejó escapar un suave suspiro y se introdujo en Victoria con un fluido embate.
«¡Oh!» Victoria cerró los ojos mientras su corazón latía desbocado y la deliciosa sensación de estar unida con un hombre se apoderaba de ella por completo. Una lágrima de placer resbaló hasta su cabello, y Victoria inspiró profundamente y se limitó a «sentir».
Se percató de que Sebastian no se movía; estaban unidos dentro de un traqueteante carruaje, sus manos posadas cerca de los hombros de Victoria, una rodilla doblada junto a su muslo sobre el asiento. Cuando abrió los ojos, le vio mirándola con una amplia sonrisa.
—Siempre supe que nuestra primera vez sería en un carruaje —le dijo, e inspiró profunda y entrecortadamente. Luego exhaló y cerró los ojos.
Y continuó inmóvil.
Victoria se removió debajo de él porque sus manos continuaban presas. —Sebastian.
—¿Qué prisa hay, ma chère? —Se inclinó para besarla de nuevo, rozándole los labios con los suyos, saboreándolos mientras ambos se mecían contra el otro al ritmo del carruaje. Aquel incesante traqueteo era un movimiento tan increíble, que Victoria sentía toda su atención centrada allá donde Sebastian la había penetrado, y donde sus pezones se rozaban contra la camisa que no se había tomado la molestia de quitarse. Su vestido estaba remangado entre ambos, derramándose sobre el asiento, y sentía las piernas de Sebastian calientes contra las suyas.
Él se movió hacia delante y Victoria saboreó la piel de su cuello, ligeramente salada, y sintió el fuerte latido del pulso en su garganta. El pálpito entre ellos dolía y quemaba, y sintió cómo se deslizaban juntos con tanta ligereza, y la antiguamente familiar espiral que comenzaría a desenrollarse profundamente en su interior. Esa intensa necesidad se hundió persistentemente en ella, hasta que en lo único en lo que podía pensar, en lo que podía centrarse, era en Sebastian dentro de ella, inmóvil.
Sebastian apoyó la mejilla sobre la frente de Victoria y por fin se movió. Lentamente, embistiendo y retrocediendo pausadamente, descendiendo y elevándose mientras sus manos se movían en el mullido asiento junto a sus hombros, enredándose en su cabello, hundiéndole los dedos en la piel. Sus respiraciones se acompasaron, aceleradas y apremiantes, amortiguadas por suspiros y suaves gemidos.
Victoria también se movió, sintió cómo la tensión que había estado latente aumentaba en sus entrañas, y no pasó mucho hasta que se estremeció debajo de él, mientras más lágrimas brotaban de sus ojos cerrados.
Seguidamente le sintió sumergirse dentro de ella una última vez; un asalto brutal y la pausa cuando se corrió en su interior la dejaron enteramente satisfecha.
—Ah, Victoria —le murmuró al oído, su voz era grave y apenas audible debido al rugido del carruaje. —Me alegra tanto que cambiaras de opinión.
—¿Con respecto a qué? —Apenas acertaba a pronunciar las palabras.
—Con respecto a hacerme esperar demasiado para esto.
—No me dejaste muchas opciones —dijo, sus labios rozando contra la incipiente barba de su mandíbula. —Fuiste muy convincente. Y Sebastian..., me duelen las muñecas.
—Por supuesto. —Se retiró y se incorporó, introduciéndose nuevamente dentro de sus pantalones, privándola del placer de ver su pecho o cualquier otra parte de su cuerpo. Luego la ayudó a liberarse de la pelliza y le subió el corpiño para cubrirle los pechos.
—¿Tienes hambre? —preguntó, repantigándose en su asiento.
—¿Cuánto falta para que lleguemos a dondequiera que nos dirigimos? ¿O no fue más que una treta para meterme en este carruaje?
Él sonrió con gran indolencia.
—Fue, en efecto, una estratagema. Deseaba desesperadamente meterte en este carruaje. Pero podemos comer, de todos modos, ¿no te parece?
La cesta estaba guardada bajo uno de los compartimentos de debajo del asiento, y Victoria le ayudó a sacarla, su largo cabello cayó, estorbándole al inclinarse hacia delante.
—Es un placer verte con el pelo así —comentó mientras subía la cesta y la depositaba a su lado en el asiento. —He deseado verlo suelto desde la noche en que nos conocimos en El Cáliz de Plata.
—Es un estorbo —le dijo Victoria. —He pensando en cortármelo, pero no tengo valor para hacerlo.
—¡Gracias a Dios por la vanidad! —dijo, abriendo una botella de vino. —¿Puedes mirar a ver si hay algo de queso?
Mientras Victoria rebuscaba en la cesta, Sebastian le sirvió una copa, y cuando le entregó el queso y el pan, él le dio el vino y se pusieron cómodos para comer.
Su cuerpo todavía vibraba, y todavía había muchas preguntas que hacer y misterios que resolver. Tales como qué aspecto tenía debajo de todas esas prendas de ropa.
Y quién era Beauregard.
Mientras bebía vino y mordisqueaba un trozo de pan, Victoria se sintió floja, adormilada y satisfecha. No fue hasta que se hubo bebido media copa de vino cuando se dio cuenta de que dichas sensaciones eran anormales.
Se irguió y el carruaje se inclinó. Victoria se agarró a la pared que tenía a su lado.
—¿Puedo sujetarte eso, ma chère, antes de que se te derrame? —Sebastian se apresuró a liberarla de la copa de vino.
—Salvi —le acusó. Sentía la lengua hinchada; pero se obligó a hablar de nuevo. —Has puesto salvi en... esto. Has... mentido. —Las palabras apenas lograban salir de su boca; los ojos se le estaban cerrando.
—No mentía al decir que era una estratagema para meterte aquí —le dijo. —Lamento que tuviera que hacerse de esta forma... pero no habrías venido de otra manera. Al fin y al cabo, eres una venator, y estás acostumbrada a hacer las cosas a tu modo.
—Victoria creyó... ¿Acaso su voz estaba teñida de burla?
—Sebastian... —dijo adoptando un tono tan acusatorio como le fue posible.
—Estarás más cómoda si vienes aquí. —Y le ayudó a sentarse a su lado, con la cabeza apoyada en la esquina contraria a él, las rodillas subidas sobre el asiento y los pies sobre su pierna.
—¿Por qué?
—Por desgracia, te estabas convirtiendo en un problema para los planes de la Tutela, y se me pidió que te quitara de en medio. —Men... mentiroso. Bas... bastardo.
—¡Qué lenguaje! Pero es sólo temporal, querida. Te prometo que no sufrirás daños. Estarás más segura fuera de Roma hasta después del día 2.
—¿Quién es Beau... re... gard... i —Se le cerraban los ojos. El sueño la reclamaba.
Sebastian dijo algo; tal vez respondió a su pregunta. Creyó oírlo, pero luego no recordó más.
CAPÍTULO 21
En el que monsieur Vioget hace una poco halagadora comparación para nuestra heroína.
Cuando Victoria recobró la consciencia, lo primero en que reparó fue en que sentía frío en la nuca.
Luego, que no podía mover los brazos. Ni las piernas.
Abrió los ojos una rendija en un esfuerzo por fingir estar aún inconsciente, pero obviamente no dio resultado.
—Ah... nuestra encantadora venator ha vuelto con nosotros. —La voz de Sebastian sonaba muy cerca, y por eso Victoria abrió los ojos de par en par y afectó una mirada soñolienta.
Estaba sentado en una silla junto a la angosta cama o sofá donde ella yacía; no estaba del todo segura. No obstante, de lo que sí lo estaba era de que tenía atadas muñecas y tobillos, y de que iba a matar a Sebastian.
Una rápida ojeada por el pequeño cuarto le indicó que se encontraban en una especie de residencia: las ventanas estaban cubiertas por cortinas, el suelo protegido por alfombras y había una mesa con una vela de cera junto al codo de Sebastian. Bonito y acogedor.
Pero allí había vampiros, en alguna parte. No en la habitación, de eso estaba convencida, sino en las inmediaciones.
—Voy a matarte —le dijo entre dientes.
—¿Por qué crees que tomé la precaución de encerrarte?
—¿Dijiste que Beauregard es tu abuelo?
—Bueno, para ser más precisos, es mi tatara-tatara-tatara-tatara... un dilatado número de generaciones atrás... abuelo. —Sebastian sonrió con benevolencia, como si acabara de anunciar su parentesco con el rey. No se había puesto la chaqueta y estaba sentado en mangas de camisa y pantalones con una copa de vino a su lado en la mesa. —Es un vampiro.
Sebastian inclinó la cabeza a modo de reconocimiento. —Un vampiro cuyo nombre sin duda conlleva un gran peso e influencia.
—Así pues, ¿me oíste mientras te encontrabas bajo su influjo? No estaba seguro de que lo recordaras.
—Lo oí todo, inclusive la parte en que afirmaste que yo te pertenecía, como si fuera un trozo de carne. Ignoraba por completo que pretendías llevarme igual que un hombre de las cavernas y aprovecharte de mí.
Sebastian la miró entonces con ojos de tigre en los que brillaba el reproche.
—Deja que te recuerde, Victoria, que no tomé nada que tú no me dieras libremente.
Victoria reprimió el rubor provocado por la furia y la mortificación y cambió de tema.
—¿Quién te ordenó que me quitaras de en medio?
—No se me «ordenó» hacer nada. Se me pidió con cierta reticencia, y yo acepté de buena gana, sabiendo que era en mi beneficio así como en el tuyo propio, pues evitaría que tu bonita piel se viera atrapada en el fuego cruzado y que yo tuviera que tomar partido. Y, si me permites aclararlo, lo hice sin pedir compensación alguna. ¿No te parece heroico por mi parte?
—¿Heroico? ¿O egoísta? Al fin y al cabo, parece que aprovechaste magníficamente la situación y obtuviste tu compensación, después de todo.
—Bueno, Victoria, debes reconocer que nuestra intimidad se veía venir desde hace mucho, y en verdad, fue simplemente un beneficio inesperado de mi tarea. Sinceramente, mi único interés era verte a salvo lejos mientras las cosas se suceden tal como deben.
—¿Qué crees que soy, una mujer indefensa? ¡Soy una venator! ¡No necesito que me secuestres, maldito estúpido! ¡Tengo que estar allí! —Tiró de las cuerdas que le rodeaban las muñecas, provocando que crujiera levemente lo que fuera con lo que estaba atada. Cuando vio una chispa de interés brillar en sus ojos ante el recordatorio de su indefensión, se apresuró a empezar de nuevo con sus preguntas. —¿Quién te pidió que me raptaras? ¿Fue Beauregard?
Sebastian parecía estar disfrutando inmensamente de la situación, lo que fortaleció el empeño de Victoria por borrar su sonrisa sardónica de su bello rostro.
—¿Quieres decir que aún no lo has descubierto? —Rompió a reír. —¿De veras no lo sabes? Fue Max, por supuesto. Max, que jamás me hubiera pedido algo semejante de haber tenido otra alternativa, lo cual, naturalmente, no era el caso. Pobre zoquete.
Victoria se detuvo. Sí, eso tenía sentido. Max le había dicho que se marchara de Roma, sabía que no le haría caso —algo que, desde luego, no habría hecho, —y había tenido que tomar cartas en el asunto.
—¿Por qué hay tanta enemistad entre Max y tú? —preguntó.
Sebastian meneó la cabeza.
—Eso es algo que no deseo discutir contigo en este momento. Pero no dudes en realizar cualquier otra pregunta que tengas. Tal vez encuentres otro tema de interés. Tenemos algo de tiempo que matar. A menos que prefieras disfrutar con otras actividades más placenteras.
—Estás muy equivocado si crees que volveré a dejar que me toques.
—Ahora empiezas a parecerte a una de esas heroínas de las novelas de la señora Radcliffe, no a una venator. ¿Es esto lo que sucede cuando te superan? Es un milagro que hayas llegado tan lejos si caes en esas protestas tan manidas.
—¿Por qué no me desatas y vemos si soy o no una heroína gótica?
—¿Y permitir que dispongas de toda tu fuerza como venator? —respondió con fingido horror. —Creo que no. Aunque... —Se movió y se sentó de repente a su lado, rozando con la cadera un lado de su cintura. —No veo por qué no puedo aprovecharme de la situación; pues, como has señalado, una vez que quedes en libertad, no es probable que consiga acercarme a unos metros de tu encantadora persona. Cosa que encontraría bastante angustioso.
Le sujetó la mandíbula firmemente con los dedos para que no se moviera y se inclinó. Victoria esperaba un beso violento y controlado, pero se sorprendió cuando resultó ser suave y delicado: la antítesis del modo forzoso en que la había atado. Se dijo a sí misma que le devolvía el beso tan sólo para hacerle caer en la autocomplacencia. Cuando, un momento después, trató de morderle el labio, Sebastian se echó hacia atrás, riendo, y le soltó la cara.
—Esa es mi luchadora.
Su dedo le recorrió el mentón, el cuello y descendió por entre la pequeña oquedad en la base de su cuello hasta el inicio de sus pechos, provocando que se le pusiera la piel de gallina a su paso.
—Eres muy tentadora, querida, tanto que he arriesgado más de lo que debería desde que nos conocimos. Pero, claro está, no soy el primer Vioget que permite que una mujer le nuble el juicio. Los varones de mi familia tienen sus debilidades.
Sebastian no se había ido de su lado, y el calor de sus piernas junto a su cuerpo se estaba volviendo insoportable. Sebastian había cambiado de posición y se inclinaba sobre ella, apoyando la palma de la mano al otro lado de su brazo, su camisa sin corbata rozaba su vestido.
Victoria no le dio la satisfacción de formularle la obvia pregunta; simplemente lo fulminó con la mirada y trató de no pensar en lo cerca que lo tenía. Se negó a reparar en el modo en que el pulso latía con calma en su garganta, y en el modo en que la superficial abertura de su camisa dejaba al descubierto algo del dorado vello que crecía en su pecho. Y en como uno de sus dedos jugueteaba tiernamente con los rizos cerca de su oreja, provocándole un incómodo cosquilleo a lo largo de su cuello.
En cambio, se concentró en el hecho de que le había vuelto a engañar. Por supuesto, afirmaba que era para mantenerla a salvo... pero era el nieto de un poderoso vampiro. No podía confiar en él, ni aun cuando fuera un amante exquisito. Que hubieran hecho el amor había sido simplemente un modo de pillarla desprevenida y fugarse con ella a algún lugar para mantenerla sana y salva.
¡A ella! ¡A una venator!
—Mi tatara... tatarabuelo se encuentra desde hace siglos en este aprieto por las malas artes de una encantadora e intrigante vampiro. Y mi padre fue atacado y asesinado por una lasciva vampiro. Ella fue la primera de los dos vampiros que he matado en toda mi vida.
—Afirmas que no eres miembro de la Tutela.
—No pertenezco a la Tutela, Victoria, pese a que pueda parecer que hay semejanzas entre nosotros. La Tutela está interesada en proteger a los vampiros y alcanzar su inmortalidad. Desean ver alzarse a los vampiros con el poder y les fascinan sus vidas. No tengo el menor deseo de convertirme en inmortal, ni de ver destruidos a los mortales. El precio es demasiado alto, y no hay mucho que recomiende de su estilo de vida. Si es que se le puede llamar así.
—Pero si los vampiros te han arrebatado a dos miembros de tu familia... no comprendo cómo se te ocurre aliarte con ellos.
—No me arrebataron a mi abuelo. Para mí, él es lo que es y siempre ha sido, y le quiero. Si alguien como tú le matara, estaría maldito para toda la eternidad. —Se enderezó, bajando la mirada hacia ella con una expresión desconocida. —«Maldito para toda la eternidad», Victoria, sin posibilidad de reconciliación. ¿Comprendes lo que eso significa? —Jamás le había visto tan rotundo y serio. —Todo vampiro fue una vez una persona, la madre querida de alguien, hija, padre o hijo, Victoria. Motivos de sobra tienes para saberlo. Enviar a uno a la muerte equivale a dictar sentencia.
—El vampiro es maldito sólo si ha elegido alimentarse de un mortal; si no lo ha hecho, entonces puede ser salvado de la condenación eterna. Y los venators son elegidos para dictar tal sentencia como parte de su legado —le dijo Victoria con ferocidad, intentando no pensar en el hombre al que podía haber matado en las calles de Saint Giles, cuando había pronunciado un juicio que no le correspondía. —Se nos ha otorgado el don y tenemos que utilizarlo para erradicar la maldad de este mundo. —Había juzgado y sentenciado a un mortal, y odiaba haberlo hecho.
—Y yo rechazaría la carga de pronunciar sentencia. Todos los vampiros no son completamente malvados, Victoria, como bien sé. Si fueran los cretinos arbitrarios sedientos de sangre que crees que son, yo no estaría aquí en este momento. Hace mucho tiempo que mi abuelo me habría convertido o atacado.
—Pero una vez que un mortal se convierte en un vampiro, deja de ser la persona que una vez fue. Se transforma en un monstruo, un demonio, tal sólo impulsado por su necesidad. Jamás he conocido a un vampiro que no se empeñara en aprovecharse de otro. He sido testigo de la masacre que dejan a su paso, del modo en que atacan, desgarran y destruyen a hombres y mujeres. Están malditos con motivo, Sebastian, malditos porque toman de forma promiscua, y sin necesidad, porque deben consumir la vida de los demás para poder existir. Sabiendo que puedo evitar que eso suceda, que estoy llamada a proteger a los mortales, nunca podré abstenerme de hacerlo. No entiendo cómo puedes perdonar esa maldad, ni siquiera a tu propio abuelo.
—Y eso —dijo con ligereza, poniéndose en pie, alejándose de ella tanto física como emocionalmente, —es lo que tanto me atrae de ti, para mi pesar. Tu convicción, tu valentía, tu sacrificio. Tu fuerza. Cómo, incluso cuando se te plantea un argumento, no te dejas convencer fácilmente. Deja que te pregunte algo, Victoria. Si mi abuelo, Beauregard, entrara en esta habitación, y yo te diera una estaca, ¿le matarías aquí, delante de mí?
Victoria lo miró, el corazón le palpitaba fuertemente, audible en medio del repentino silencio. Sebastian no era una mala persona, eso lo sabía. Puede que fuera un oportunista, tal vez caminara por la cuerda floja y jugara a dos bandas, pero no podía creer que le deseara ningún mal a nadie. Ni siquiera a ella.
Mucho menos a ella.
—¿Sabiendo que con un golpe de estaca, le enviarías a él, o cualquier ser, al Infierno por toda la eternidad? —Sebastian la observó atentamente.
Sabiendo lo que sabía, ¿lo haría? ¿Sentenciaría al hombre, no, al inmortal, al vampiro... a quien Sebastian conocía y amaba?
¿Cómo podía Sebastian amar a un vampiro?
—No lo sé. —Su voz no era más que un susurro; fue lo único que acertó a decir. —Si él... no lo sé, Sebastian.
Sebastian esbozó una sonrisa torcida.
—Parece que al menos eres capaz de ver los matices, a diferencia de mi querido amigo Max, para el que todo es blanco o negro. —Se giró y cruzó la habitación, tirando de las cortinas para echar un vistazo afuera.
Eso permitió que algo de luz entrase en el cuarto; había mayor claridad de lo que podía recordar de cuando estuvo en el carruaje. Debía de llevar allí toda la noche.
Eso significaba que a medianoche comenzaría el Día de Todos los Santos. Si quería tener alguna posibilidad de detener a Nedas, de intentar matarle, tenía que escapar de Sebastian y de los vampiros que acechaban cerca. Todavía tenía la nuca fría.
Victoria flexionó los codos y tironeó con los brazos, que tenía atados por encima de su cabeza.
—¿Cuánto tiempo vas a tenerme así? —preguntó.
Sebastian se volvió, entre el sol y la sombra de la luz del día que manaba de la ventana, recordándole que nada era del todo blanco o negro, nadie era completamente bueno o malo. Ni siquiera, si se decidía a creer a Sebastian, los vampiros.
—Dado que prefiero verte en una posición de indefensión, no me siento inclinado a realizar alteración alguna en la presente situación. —Su sonrisa retornó, pero mostraba signos de tensión.
Victoria tiró de nuevo con las muñecas. —Me duelen los brazos.
—No me cabe duda de que puedo encontrar un modo de hacerte olvidar el dolor.
—Tal vez lo encuentres más divertido si soy capaz de participar.
Sebastian enarcó una ceja.
—Es probable que tu idea de participar no coincida con la mía. Creo que te dejaré tal y como estás.
—¿Dónde están los vampiros? Sé que están aquí. Amigos de tu abuelo, ¿supongo?
—No es más que para cerciorarme —dijo. —Al otro lado de esa puerta. Deberías sentirte halagada de que sienta la necesidad de contar con ayudad adicional.
Se encaminó hacia ella y se detuvo, bajando la vista.
—Cuando todo esto termine, tal vez mañana, te soltaré y entonces podrás comenzar a recoger los pedazos. Pero por ahora, te digo au revoir.
Se inclinó, le dio un suave beso en la comisura de los labios, lejos de sus furiosos dientes, y salió de la habitación.
Tan pronto se hubo marchado, la mirada de Victoria comenzó a vagar en busca de una oportunidad de escapar; pero la puerta acababa de cerrarse después de salir Sebastian, cuando se abrió de nuevo y entró otro hombre. Un vampiro.
Tenía los ojos rojos y los colmillos desplegados, y por un horroroso momento, pensó que pretendía atacarla. Sebastian no lo consentiría de ningún modo; pero Sebastian no estaba.
Cuando el vampiro se acercó y se detuvo a su lado, su visión se desenfocó y se le encogió el estómago.
—Es una lástima que debamos dejarla intacta. Nunca antes he catado a una venator. —La implicación era evidente, y Victoria sintió que su pánico comenzaba a remitir.
Pero entonces el vampiro recorrió su cuello con su frío dedo, utilizando su afilada uña, y Victoria sintió el filo de su punta, lo bastante profundamente para hacerla sangrar. La criatura se inclinó hacia ella y Victoria se puso rígida, tirando de las cuerdas por encima de su cabeza, sintiendo que algo se sacudía, pero él no la mordió. En su lugar, pasó su ancha y gélida lengua sobre el punto donde había hecho el corte. Victoria apartó la cabeza, tenía el estómago encogido y le dolía la espalda, esperando que cualesquiera que fueran las medidas de protección que Sebastian había tomado bastaran una vez que el vampiro hubiera olido y saboreado su sangre.
Sus venas se inflamaron repentinamente, su sangre pulsaba a través de ellas como si acudiera velozmente al punto en su cuello que el vampiro había arañado. Se le trabó la respiración, tornándose más pausada y lenta. El mundo quedó canalizado en un torbellino de sensaciones: la fría humedad de su lengua, larga y perezosa sobre su carne; el roce de sus dientes; las afiladas uñas de sus dedos, que ahora se le clavaban en el cuero cabelludo, bajo su denso cabello; el latido de su corazón, acelerándose, moviéndose pesadamente por sus miembros mientras pugnaba por liberarlos.
El vampiro sonrió al apartarse, y sus ojos brillaban en un vivo color rojo sangre. El hambre centelleaba en ellos, y Victoria olió a sangre en su aliento.
—Estaba riquísima —murmuró, pasando suavemente una larga uña por su cuello hasta su pecho. —Me siento muy tentado. —Su uña se detuvo, presionando la tierna piel que se elevaba sobre su corpiño.
El alocado latido de su corazón retumbaba con tal severidad, que su pecho se sacudía a su ritmo mientras apenas se atrevía a respirar.
Pero él se alejó por fin.
—Es una suerte para ti, venator, que valore mi propia existencia más que los placeres que ofreces —dijo, bajando la mirada hacia ella. —Quizá más tarde, cuando Vioget se canse de ti... pero por ahora... debo rehusar, lamentablemente —dijo esto último por encima del hombro mientras se marchaba, y Victoria se relajó, viéndole salir de nuevo por la puerta.
De no haber sido por Sebastian —y posiblemente la influencia de su abuelo, —habría tenido problemas. Las acciones del vampiro menoscabaron en parte los argumentos de Sebastian: el vampiro estaba obviamente dispuesto a aprovecharse de una mujer indefensa, y tan sólo el temor por su propia seguridad lo detuvo.
Pero ahora... Ahora debía ocuparse de encontrar un modo de salir de allí.
Cuando anteriormente había tirado fuertemente de las ligaduras de sus muñecas, había sentido moverse algo por encima de ella. Dedicando toda su atención a su entorno, reconoció que estaba atada a una cama y que el cabecero se había aflojado a causa de sus forcejeos. Tal vez pudiera soltarlo.
No sabía si el ruido atraería a los vampiros de guardia, pero tenía que intentarlo. Tratando de hacer el menor ruido posible, tiró con las muñecas, sintió las cuerdas arañarle la piel y se retorció, intentando ver si podía soltar el cabecero de la cama. Ni siquiera estaba segura de con qué estaba elaborado, sonaba a algún tipo de metal.
Victoria luchó, luego comenzó a tirar con los pies del mismo modo, provocando apagados y profundos crujidos que emanaban de debajo; con suerte lo bastante débiles como para alarmar a los vampiros. Si lograba aflojar algunas cuerdas, podría acercarse al cabecero y tal vez utilizar las manos en lugar de limitarse a tirar de las cuerdas.
Los pies de la cama cedieron primero, y cuando impulsó las piernas hacia arriba, la pieza de hierro salió disparada, y le golpeó en las piernas. Gimiendo de dolor, se arrastró más cerca del cabecero y logró palpar con los dedos, intentando aferrar el metal.
Pero entonces encontró algo mejor. El hierro forjado era tosco y recargado, y la parte posterior de su cabeza arañó contra algo que era muy afilado. Si pudiera colocarse y mover las muñecas para cortar las cuerdas contra el borde...
Le llevó mucho tiempo. Ya sentía los brazos doloridos por tenerlos levantados en semejante posición y de tirar, pero no era una venator sin motivo. Por fin las cuerdas se aflojaron lo suficiente para poder separarlas.
Con los brazos libres, Victoria se incorporó, los estiró y comenzó a desatarse los tobillos. No tardó en ponerse en pie, apresurándose hacia la ventana, junto con la cuerda que le había rodeado las piernas. Todavía había luz, era pasado el mediodía, a juzgar por la posición del sol. Le quedaban menos de doce horas para ir de dondequiera que estuviera hasta el teatro de la Ópera con el propósito de intentar matar a Nedas.
Podía salir por la puerta y luchar con los vampiros; resultaría ciertamente satisfactorio clavarle una estaca a aquel que había probado su sangre. Pero eso podría llevarle tiempo y cabía la posibilidad de ser nuevamente capturada. No era demasiado grande, pero existía igualmente.
Sin embargo, la ventana estaba a cuatro pisos del suelo, razón por la que iba a darle buen uso a la cuerda de Sebastian. Y una vez hubiera salido por la ventana y se estuviera descolgando hasta el suelo, los vampiros serían incapaces de seguirla a pleno sol.
Y entonces lo vio: la silueta de la Basílica de San Pedro. ¡Aún estaba en Roma! Eso, al menos, estaba a su favor.
Cuando miró hacia abajo, maldijo y se apartó de la ventana. Pero era demasiado tarde; Sebastian, que acababa de apearse de un carruaje, la había visto mirando por la ventana. Le saludó de manera burlona como si dijera «buen intento», y subió corriendo las escaleras.
De todas formas, no creía que fuera a salir por la ventana, ¿no? ¡Pensaba que Sebastian la conocía mejor!
Su vaporosa falda oscilando, Victoria aferró la pieza de metal del pie de la cama que aún estaba sobre ella y la arrojó contra la ventana, que no se abría a causa de la pintura sellada. Podía escuchar el retumbar de pasos en las escaleras de abajo, y supo que no disponía de mucho tiempo. Ató rápidamente la cuerda al enrejado de piedra justo fuera del angosto alféizar al borde de un balcón del tamaño de una simple almohada.
La puerta del cuarto se abrió de golpe y los vampiros entraron corriendo, pero ella ya estaba a plena luz, saltando por encima de la baranda, cuerda en mano. Victoria podía oír los improperios de Sebastian cuando entró en la habitación, pero ya iba por la mitad del tercer piso, su falda ondeaba con la ligera brisa y le obstaculizaba la vista de abajo. La pared revocada que tenía delante estaba pintada en un color naranja oscuro que se desconchó cuando trató de buscar apoyo con el pie.
Por fortuna, el edificio daba a un pequeño patio de paredes color teja en lugar de a una calle, de modo que la posibilidad de que cundiera la alarma en relación a una mujer descolgándose por una ventana era escasa. Sus muros estaban recubiertos por matas de ortigas, que crecían y obstruían los escalones y la mitad de las ventanas. Tendría que procurar no aterrizar sobre uno de ellos.
La cuerda se terminó justo por debajo de la ventana del tercer piso, y Victoria levantó la vista hacia arriba. Sebastian ya no la miraba desde allí; debía de haber vuelto adentro y estaba bajando las escaleras para detenerla abajo. Tenía que tomar una decisión: saltar a través de esa ventana e intentar buscar otro modo de salir sin ser vista, o dejarse caer y esperar a aterrizar en el diminuto balcón de la ventana del segundo piso. Volviendo de nuevo al interior del edificio correría el riesgo de toparse otra vez con los vampiros, pero dejarse caer tampoco carecía de peligro... y podría no darle tiempo a escapar antes de que Sebastian llegara abajo.
Tenía que decidirse.
Mirando abajo más allá de su falda, la cual le bloqueaba parcialmente la visión, se centró en el alféizar de la ventana de debajo. Quedaba a una distancia no mayor que la altura de un hombre. El arco ojival en la parte superior de la ventana quedaba fuera de su alcance; pero descendiendo algo más por la cuerda y estirando un brazo, logró agarrarlo y sujetarse a él. Afirmando los dedos sobre él, Victoria desplazó su peso hacia el edificio, medio inclinada sobre el arco, y soltó la cuerda.
Cayó, aprovechando que estaba agarrada al fino arco para orientar su caída, y aterrizó sobre el pequeño borde de la ventana, apenas lo bastante amplio para sus pies. Sin apenas un instante para pensar, saltó por encima de la baranda de piedra idéntica a la que había en el alféizar de la ventana del cuarto piso, mientras se le enredaban e hinchaban las faldas, y se colgó de la cornisa durante un momento antes de caer, por suerte, en el suelo al lado de una mata de ortigas.
Echó a correr hacia la estrecha entrada del patio, asustando a dos gatos que estaban tomando el sol, y escuchó la puerta abrirse de golpe a su espalda y a Sebastian llamándola. Tras doblar la esquina, se encontró en una calle estrecha con edificios a ambos lados, semejantes a aquel del que acababa de escapar. Él se encontraba justo detrás de ella; podía oír sus pasos acercándose.
Victoria no tenía ninguna intención de dejarse atrapar ahora que había llegado tan lejos. Cruzó la calle a toda prisa hasta otro callejón, y corrió y corrió, doblando esquinas y subiendo calles, pasando de largo tejedores, sastrerías y barberías, hasta que el sonido de pasos se perdió en medio del ruido de Roma a mediodía.
El reloj de la torre del Quirinale repicó en la distancia: las dos en punto.
Tenía diez horas.
CAPÍTULO 22
En el que el señor Starcasset esclarece ciertos detalles.
Las ruinas del teatro de la Ópera todavía humeaban cuando Victoria llegó casi pasadas las tres y media del 1 de noviembre, el Día de los Difuntos, el Día de Todos los Santos, como comúnmente se llamaba. Los curiosos se detenían en las cercanías y se quedaban embobados. Quienes llevaban prisa pasaban de largo como si nada hubiera sucedido.
El fuego había devorado tan sólo un tercio de la fachada del edificio, pero era evidente que no era utilizable en el estado en que se encontraba. Victoria se preguntó cuántas personas habían muerto, tanto a causa del fuego y el humo, como por los colmillos de los vampiros.
A pesar de su conversación con Sebastian, no podía aceptar la idea de que los vampiros no era todos malvados. Aquello iba en contra de todo lo que le habían enseñado durante el último año y medio, y sus propias interacciones con dichas criaturas.
Victoria se ajustó la capa sobre los hombros en un intento por cubrir su atípica vestimenta. Se había vestido para luchar, para ocultarse, correr y trepar, con unos pantalones holgados y una túnica a juego. Los zapatos tenían la suela de cuero, lo bastante gruesa como para servirle de protección y suficientemente flexible para permitirle la misma fluidez de movimientos que unas zapatillas. Se había recogido su largo cabello en una buena trenza, metiéndosela por la camisa de modo que el extremo le rozaba la parte baja de la espalda bajo la ropa. Llevaba agua bendita, estacas y una navaja ocultos en varias zonas debajo de la ropa. Miro, el maestro de armas del Consilium, le había dado otra arma que le sería de utilidad en esta situación en particular: un pequeño arco, que le permitiría disparar a distancia una flecha de madera tallada especialmente en forma de estaca.
Ya sabía que jamás conseguiría acercarse a Nedas lo suficiente como para clavársela; así pues el arco y las flechas en forma de estaca suponían su única posibilidad de éxito. No era una arquera experimentada, pero podía alcanzar su objetivo. Tenía tres estacas, y su plan era matarle y luego, en medio del caos que esperaba sobreviniera, robar el Obelisco de Akvan. Como mínimo, asesinar a Nedas pondría fin —aunque provisionalmente— a la activación del objeto, concediéndole a los venators más tiempo si Victoria no lo conseguía.
Verbena había sentido mayor curiosidad que preocupación cuando Victoria apareció en la villa; había estado al tanto de que su señora había salido con Sebastian y no le había inquietado demasiado que no regresara aquella noche.
—Al fin y al cabo, me doy cuenta del modo en que se miran mutuamente; como si estuvieran impacientes por meterse debajo de la ropa del otro. Usted es joven y se ha pasado más de un año de luto por el marqués, así que ya era hora de que tuviera un poco de acción y diversión, si me pregunta.
¿Qué podía decir Victoria? La evaluación de su doncella, como de costumbre, había sido acertada; ¿cómo habría sabido que Sebastian tenía otros planes aparte de seducirla?
Verbena no había tardado en vestir a su señora y prepararla para salir. Oliver había llevado un mensaje a la villa de Eustacia, para informarla de que Victoria había vuelto —por supuesto, la anciana ni siquiera sabía que su sobrina había desaparecido, pues Verbena no le había dado importancia, —y de sus planes de ir al teatro e intentar detener a Nedas.
Oliver había regresado, pero con noticias de que tía Eustacia no se encontraba en casa. Había dejado el mensaje, naturalmente, pero Victoria no podía esperar más; el tiempo se acababa.
Ahora, en el teatro, su mayor obstáculo era acceder al edificio destruido sin que algún transeúnte reparara en ella, o lo que era peor, algún miembro de la Tutela. Una vez estuviera dentro, su plan era encontrar el modo de atacar a Nedas con sigilo y a distancia.
Victoria esperó hasta rodear la parte posterior del teatro, donde había menos testigos, y se encaminó despreocupadamente hacia el edificio. Divisó una pequeña entrada, parcialmente oculta por un pequeño montículo, probablemente para el uso de criados y comerciantes. A medida que se acercaba al edificio, comenzó a sentir una leve frialdad en su nuca.
Se había alejado tres pasos del camino en dirección a la puerta, pasado un trío de árboles, cuando sintió a alguien detrás de ella. Antes de que pudiera volverse para ver quién había salido de la sombra de los robles, algo le presionó a un lado de su cadera: redondo y duro. Y pequeño.
—Así que eres tú, Victoria. Comenzaba a preguntarme. No, no te pares, limítate a seguir con tranquilidad hacia la puerta. Esperaba que fuera Pesaro quien te trajera, pero así también me sirve. —George Starcasset le estaba apuntando con una pistola al riñón, de manera tal que ningún transeúnte que pasara por allí reparase en ello y que en cambio pareciera que tenía el brazo en su cintura de forma solícita.
—Me temo que no sé de qué me hablas —repuso Victoria con calma, a pesar de que la habían pillado desprevenida. Al menos iban en la dirección que ella deseaba.
—No estábamos seguros de ti; teníamos nuestras sospechas, naturalmente, motivo por el cual te invité a Claythorne y me aseguré de que Vioget y Polidori estuvieran allí para atraer a los vampiros. Qué cosas, por aquel entonces, ignoraba lo amigos —le pinchó con fuerza en la espalda— que erais. Pero dado que no te había visto en acción, ni observado lo que ocurrió, no podía estar seguro. Ve por aquí, entonces. —Un rápido vistazo por encima del hombro confirmó que George había perdido su habitual risueña expresión de chiquillo, y que su juvenil rostro había adoptado otra más fanática y turbadora.
—¿De qué no estabas seguro, George? —preguntó mientras alargaba la mano hasta la puerta. ¡No podía creer que éste fuera el hermano de su amiga más íntima! Un miembro de la Tutela, al parecer. Le clavó la pistola, y Victoria lo tomó como una señal para que abriera la puerta. Así lo hizo, esperando que no hubiera nadie más por allí. Si iba a escapar de él, necesitaba que hubiera los menos testigos posible. Preferiblemente ninguno.
—Que eres una venator, claro está. No intentes negarlo, encanto —dijo, cerrando la puerta al entrar, permitiendo que la pistola dejara de apuntar al hacerlo. —Hacía tiempo que teníamos sospechas, pero dado que Lilith abandonó Londres y se llevó con ella a toda su gente, ¿cómo podíamos estar seguros?
Era una suerte para Victoria que él hubiera estado ebrio la noche del ataque de los vampiros en Claythorne; se había pasado durmiendo todo el curso de los acontecimientos. Se preguntaba si George se había sentido mortificado al haber tenido que informar a la Tutela que había sido incapaz de determinar si ella era o no una venator, pues había estado demasiado borracho como para observarla. La idea hizo que una pequeña sonrisa temblase en sus labios. Le habría estado bien empleado.
—¿Lilith? Por supuesto que ella lo hubiera sabido. Qué divertido que tuvieras que engañarme para que viniera a Italia a fin de averiguarlo. —Se volvió ligeramente para quedar parcialmente de cara a él en el pequeño pasadizo, y reparó en que George llevaba una cartera al hombro.
—Tal vez lo supiera, pero ella y su hijo Nedas no se tienen ningún cariño, así pues, ¿por qué iba Lilith a contarle algo que pudiera protegerle? Antes preferirían ver al otro ir al Infierno que ayudarse mutuamente. Por aquí, querida. —Señaló con la pistola y la condujo hacia la derecha. —Estarán encantados de que ya hayas llegado.
Victoria se esforzó por escuchar; cuanto más tiempo estuvieran a solas, mejor. Sentía frío y un cosquilleo en la nuca. Había muchos vampiros cerca. En algún lugar.
Los dedos le ardían en deseos de agarrar las estacas porque para ella eran el arma con la que más familiarizada estaba, pero, naturalmente, no le servirían de mucho contra George. Y, además... podía matar a un vampiro sin el menor reparo, pero estaba el molesto detalle de qué hacer con un mortal que se interpusiera en su camino. Sobre todo con uno que era el hermano de su mejor amiga, pese a sus potenciales tendencias violentas. Tendría que hallar un modo de detenerle sin derramar sangre.
Era una suerte que todavía llevase puesta la capa, con la cuerda del pequeño arco colgada al hombro debajo de ésta, o de lo contrario, él se lo habría quitado. De hecho, era obvio que George Starcasset no era demasiado ducho reteniendo a alguien a punta de pistola y obligándole a hacer su voluntad. La pistola se le escurrió y se inclinó descuidadamente, y se ocupó de utilizar la mano en que la sostenía para señalar al hablar.
—Aquí—dijo, señalando hacia una puerta pequeña. —Disponemos de algo de tiempo antes de que se nos requiera abajo. —La sonrisa que le dedicó a Victoria le hubiera provocado escalofríos de habérsela dirigido alguien más amenazador.
Dentro del pequeño cuarto, la empujó para que les separara una distancia de unos pocos pasos, apuntándola aún con el arma mientras cerraba la puerta.
—Bien, no quiero que grites, o me veré obligado a utilizar esto. Y detestaría tener que hacerlo, pues haría que los vampiros vinieran corriendo en cuanto olieran la sangre. Quítate la capa.
Victoria se quitó el arco al tiempo que se despojaba de la prenda, y lo escondió dentro del bulto de ropa cuando lo dejó caer al suelo. Tan sólo había una silla en la habitación; fuera lo que fuese que tenía en mente —y creía saberlo, —sería incómodo en más de un sentido.
—¿De veras estabas tan ebrio cuando entraste en mi habitación en Claythorne? —preguntó.
Para sorpresa de Victoria, él pareció sonrojarse ligeramente. La pistola se agitó cuando George rechazó de plano la experiencia.
—No me di cuenta de qué tramaba Vioget hasta que me indujo a beber casi media botella de coñac... pero insinuó que acogerías de buen grado mi visita, y yo no hacía ascos a seguir su sugerencia una vez que me llevó arriba y me apremio a entrar.
Victoria sintió una ráfaga de irritación. ¿Con que Sebastian había llevado a George a su habitación? ¡Él le había llevado a creer que había sido idea de Sebastian, con cierto estímulo por su parte!
—Bueno, no iba muy desencaminado con dicha sugerencia —le dijo a George, preguntándose si era lo bastante crédulo cuando no estaba borracho pero no igual llevando un arma que le proporcionaba sensación de poder. Esperó a ver su reacción ante su declaración.
El arma bajó un poco más, y su boca se relajó.
—Creí que había leído las señales, pero nunca se puede estar seguro cuando se trata con una recatada dama de la sociedad. Ése fue el otro motivo por el que te invité a Claythorne, sabes. Había notado el modo en que me mirabas siempre que coincidíamos en una fiesta o cena. Incluso cuando estabas casada.
Victoria tuvo que reprimir la risotada que le había provocado su afirmación. Cuando Phillip y ella estaban casados —el breve periodo de tiempo que lo estuvieron, —tan sólo había tenido ojos para él. Y mucho menos para este joven anodino que tenía delante.
—Cuando me invitaste a Claythorne acababa de terminar mi periodo de luto, de modo que no me pareció apropiado ser... obvia. —Le brindó aquella sonrisa... la sonrisa que había aprendido cuando estaba casada, y que había utilizado con éxito con Sebastian hacía poco más de una semana. —Pero el hecho es que no habría sido necesario que te emborracharas para colarte en mi habitación.
La expresión de Starcasset se tornó furiosa, y se acercó a ella. Victoria se mantuvo firme, incluso cuando él le puso bruscamente el cañón metálico de la pistola en la suave parte inferior del mentón, apretando al tiempo que inclinaba la cabeza para besarla.
Victoria había esperado que fuera tan inexperto y zafio como parecía ser en otras cuestiones, pero el beso no lo fue. De no haber estado tan indignada con él, y distraída por el resto de cosas de las que tenía que ocuparse, posiblemente hubiera podido disfrutarlo. Posiblemente, pero en ningún caso con seguridad.
Y ahí radicaba la diferencia entre él y Sebastian. Incluso cuando estaba furiosa con Sebastian, disfrutaba con sus besos. «Maldito fuera.»
De hecho, devolvió el beso de George con cierto entusiasmo con la esperanza de desarmarle. Cuando la mano libre del hombre comenzó a mostrarse excesivamente amistosa, Victoria se apartó de su boca y le preguntó:
—Entonces, ¿formas parte de la Tutela?
—¡Por supuesto que sí! He alcanzado el Tercer Nivel —respondió, deslizando la mano por la parte delantera de su túnica y dibujando su pecho a través de la tela. Un poco más abajo, y encontraría las estacas... Victoria no quería que nada le distrajera y le recordara que ella no era una dama de la sociedad corriente y moliente.
—Me encantaría ver tu marca —le pidió coquetamente, poniendo de relieve que aquello no era lo único que deseaba ver.
—¿De veras? Y a mí me encantaría mostrártela. Pero antes... —Rebuscó en la cartera que llevaba y sacó un rollo de soga. —Detesto tener que hacer esto, encanto, pero no debo correr ningún riesgo.
Aquélla era su oportunidad. Victoria se movió con la rapidez de un rayo, agachándose y levantándose con una gran fuerza de torsión para darle un cabezazo en la barbilla y clavarle el codo en el abdomen.
El estrepitoso chasquido de sus dientes al golpear unos con otros, seguido por la bocanada de aire de sus pulmones, fue lo único que se escuchó antes de que el pagano petimetre de George cayera desplomado al suelo como si de una bolsa de piedras se tratara.
Victoria se guardó la pistola, y acto seguido se dispuso a atarle fuertemente. Después, en lugar de dejarle en el suelo de la habitación, donde podría armar jaleo y llamar la atención sobre sí mismo, alertando así a los vampiros de su presencia, se cargó su cuerpo inerte al hombro, recorrió de nuevo el pequeño corredor y salió por la puerta. Lo arrojó bruscamente a los arbustos próximos a la puertecita junto al collado, oculto desde cualquier punto, y fuera del teatro.
No recobraría el conocimiento demasiado pronto; y si alguien lo encontraba antes de tiempo, no lo relacionarían con su presencia en el teatro de la ópera.
Con George fuera de combate, Victoria no perdió tiempo en volver hasta el cuarto donde había dejado su capa y su arco, sabiendo que eran pasadas las cuatro y que el tiempo se le echaba encima. El sol se pondría dentro de dos horas.
La única pista que tenía de a dónde debía ir había sido la declaración de George concerniente a «dirigirse abajo». Pero en cuanto a en qué dirección, dónde y cómo debía hacerlo... no tenía más idea ahora de la que había tenido al llegar.
El crujido de la puerta por la que acababa de entrar del exterior, captó su atención, y Victoria se asomó por la rendija al pasadizo.
Un hombre dorado y alto recorría despreocupadamente el pasillo en dirección a ella. Sebastian.
Al fin... la oportunidad de imitarle y aparecer cuando él no lo esperaba. Victoria salió de la habitación y se puso delante de él.
—Caramba, Sebastian, pensaba que todavía estarías buscándome por las calles de Roma.
—Lamento informarte, querida mía, que si pretendías darme un susto apareciendo enfrente de mí de un salto, confundes erróneamente mi destreza. Te vi hace un momento, cuando sacaste tu... paquete... del teatro y lo dejaste en los arbustos. A propósito, despaché al respetable señor Starcasset con mi cochero en un esfuerzo para que su intromisión sea mínima. Después de eso, resultó muy conveniente encontrarte tan fácilmente.
«¡Maldición!» ¿Conseguiría alguna vez eclipsarle?
—Espero que no estés aquí para detenerme. Sabes cómo terminó la última vez que lo intentaste.
La miró sin titubear, y Victoria se sorprendió al ver la resignación en su mirada.
—Va en contra de mi sentido común, pero no intentaré detenerte. No obstante, te acompañaré, si estás segura de que deseas hacer esto. Tal vez debas estar presente en todo esto.
—Nedas va a activar el Obelisco de Akvan, y yo voy a hacer todo lo que pueda por impedírselo. ¿Qué esperas que suceda?
—No estoy muy seguro, pero me temo que no es algo que deseara presenciar. Cualquier cosa en lo que Nedas esté involucrado sólo puede ser algo repulsivo.
—¿Sabes a dónde debo ir, o eso sería concederme demasiada ventaja?
Sebastian le sonrió, pero carecía de su antiguo espíritu.
—Conozco algo mejor. Un lugar desde el que puedes observar sin ser vista.
Victoria pensó en su arco y en las flechas de madera. No ser vista representaba que podría verdaderamente disponer de la oportunidad que necesitaba.
—Pues vamos.
Cuando se pusieron de camino, Victoria agregó: —Gracias, Sebastian. Él sacudió la cabeza.
—Ahórrate tu gratitud, pues puede que más tarde lo lamentes.
Victoria podía oír voces cuando se agachó y siguió a Sebastian a través de una baja y angosta abertura. Cuando emergió, se encontró mirando a través de una diminuta rendija por encima de las sombras del escenario de abajo.
No se trataba del escenario en el que dos noches atrás había visto la representación de ópera: no había asientos de palco ni butacas tapizadas en terciopelo dispuestas en hileras en un semicírculo en torno a éste. La decoración no eran dorados y mármol, sino madera tosca y sin pulir y yeso desconchado. Había una ventanita cuadrada en una pared, cerca del techo, que, según se dio cuenta Victoria, estaba hecho con vigas descubiertas y cubierto de telarañas.
—¿Dónde estamos? —le susurró al oído a Sebastian.
—En el escenario secundario para los ensayos, debajo del teatro —respondió igualmente en voz baja.
Victoria miró hacia abajo para observar a la gente —hombres en su mayoría, y vampiros muchos de ellos, —moverse de un lado a otro. Parecían estar congregándose en una zona central próxima al escenario. El frío en su nuca no había remitido; tenía la piel tan helada que le ardía.
Se inclinó hacia Sebastian de nuevo y estaba a punto de hablar cuando él la asió del brazo y señaló hacia abajo. Al hacerlo, el aire cambió; parecía denso y preñado de maldad.
Un hombre se aproximaba al escenario, y los demás, vampiros y miembros de la Tutela por igual, se hicieron a un lado para abrirle paso. No alcanzaba a ver al hombre a la perfección, pero sí asimiló la imagen de un reluciente cabello negro, corto y pegado a la cabeza, su oscura tez aceitunada, mucho más oscura que la de un italiano, y sus gruesas cejas. Era difícil saberlo, pero creía que podría, quizá, ser unos años mayor que ella, unos veinticinco. Sus labios eran finos y adustos, y el blanco de sus ojos era tan níveo que prácticamente relucía.
No se parecía en nada a su madre, cuya piel era casi translúcida de pálida que era, y su cabello igual que espirales de reluciente color cobre y rubí, era rojo muy vivo.
Sabía que debía de ser Nedas, hijo de Lilith, pues ninguna otra criatura recibiría una atención tan inmediata y absoluta por parte de los demás. Y Victoria sentía una maldad tan potente, que deseaba ignorarla, borrarla.
Había estado tan resuelta a reconocer a Nedas que al principio se le había pasado por alto. Pero entonces, cuando otros tres hombres se unieron a Nedas encima del escenario y se detuvieron en mitad de un retazo de luz proveniente de una miríada de candelabros de pared, reconoció a Max.
Aquello no le sorprendió. No, no fue sorpresa lo que sintió al ver su figura confiada y relajada imponiéndose sobre la de Nedas y los otros que estaban a su lado. Debió de moverse o contener el aliento, pues Sebastian la tocó en el brazo como si deseara consolarla.
Consuelo. Lo último que necesitaba, o quería, era consuelo.
Hizo caso omiso de Sebastian y observó el tosco y apuesto semblante de Max mientras se suavizaba a causa de la risa debido a algo dicho por Nedas, alzándolo hacia el techo, dejando expuesta su garganta mientras se desternillaba durante un momento.
Victoria no quería ni imaginar qué había dicho la malvada criatura que fuera tan divertido. «Céntrate.»
Tenía que dejar de lado el torbellino de sentimientos e impulsos que pugnaban en ella y centrarse en su oportunidad. Bendito Sebastian; le había proporcionado la ubicación perfecta desde la que emprender su intento de asesinato. Estaban a tanta altura y amparados por las sombras, que ni siquiera los perspicaces ojos de Max les divisarían a menos que supiera exactamente dónde mirar.
La idea de que posiblemente lo supiera le pasó por la mente de forma fugaz, aunque persistente. De que Sebastian y él hubieran planeado esto juntos, sabiendo que ella haría lo que deseara, y fingiendo así un secuestro para que pensara que no querían que estuviera allí... cuando, en realidad, todo se trataba de un elaborado ardid para llevarla a este lugar en esos momentos. Max era sin duda lo bastante listo como para hacer tal cosa, y la conocía bien.
¿No era acaso por eso por lo que George no se había sorprendido al verla? Él había pensado que Max la llevaría, pero que no importaba que Victoria hubiera llegado sola.
Victoria se puso rígida. Se le revolvió el estómago a causa de la duda sin poder remediarlo. No. Si Max hubiera querido hacerle daño, no la habría ayudado a escapar del teatro tan sólo dos noches antes.
Ese curso de pensamiento dio paso a otro, y comenzó a buscar entre la multitud de vampiros al Imperial que había conocido en Claythorne. No lo veía, pero sí reconoció a Regalado, y para sorpresa suya, reparó en que tenía los ojos de un rojo brillante. Lo habían convertido.
Victoria divisó a su hija, Sara, que permanecía discretamente en un rincón con la cabeza parcialmente cubierta por una capucha y con los ojos ocultos, junto con otro acompañante encapuchado a su lado. La única razón por la que Victoria reconoció a Sara era que había alzado la cara durante un momento para hablar con Max, que se encontraba encima del escenario.
Y en ese instante, Victoria comprendió que la reunión, o como quiera que lo llamasen, había dado comienzo y que Nedas estaba hablando. También se percató de que no había nada montado por allí que pudiera ser el Obelisco de Akvan. En realidad, no sabía cómo era, pero Wayren le había dado la impresión de que se trataba de un objeto grande de obsidiana, que sin duda no podría ocultarse fácilmente en un bolsillo o debajo de una capa.
Si se hallaban allí para activar el Obelisco de Akvan, ¿dónde estaba? ¿Era posible que se hubieran equivocado en todo? ¿Acaso ya había sido activado?
—Esta noche le damos la bienvenida a uno de los nuestros que regresa al redil. Un venator, que ha demostrado su deseo de regresar con nosotros a pesar de mis sospechas de lo contrario —decía Nedas. Su voz, con todo su poder, no era demasiado alta... aunque parecía impregnar cada rincón y recoveco de la cámara, insidiosa por la maldad que destilaba. Victoria se encontró con que no tenía que esforzarse por escuchar sus palabras. —Tan sólo le resta una misión más para demostrar su lealtad, y después ocupará su lugar a mi lado. La incorporación de este venator a mis filas más secretas tendrá un papel decisivo en nuestro éxito, sobre todo con el poder que obtendré esta noche gracias al Obelisco de Akvan.
Se volvió hacia Max, que ahora estaba solo con él en el escenario, y prosiguió:
—Pese a que antaño fueras miembro de la Tutela, hace de eso muchos años, sin embargo, diste la espalda a nuestra sociedad y te erigiste en nuestro enemigo, atacándonos sin contemplaciones, convirtiéndote en una leyenda. Cuando acudiste a mí hace muchos meses y me indicaste tu deseo de unirte de nuevo a nuestras filas, te habría matado de inmediato. —Sus labios se estiraron en una sonrisa maliciosa. —Pero cuando vi que llevabas la marca de mi querida madre, y que ella te había reclamado para sí, y me enteré de que te había enviado a nosotros, comprendí la oportunidad que teníamos.
»Un miembro de la Tutela convertido en venator y de nuevo uno de nosotros. Al final, has vuelto a casa.
Max dio un paso adelante, inclinó brevemente la cabeza ante Nedas, y dijo con una voz empalagosa que Victoria a duras penas reconocía como suya:
—Grande entre los grandes, me complace que me hayas acogido y permitido demostrar mi lealtad. Las misiones que me encomendaste no han sido sencillas y fáciles; de hecho, soy consciente de que a nadie a tu servicio se le ha pedido nada de lo que yo he hecho. Comprendo que es una penitencia por mi deslealtad con la Tutela al haberme unido a los venators todos esos años, y que únicamente gracias a los deseos de tu estimada madre, Su Majestad, la reina Lilith, se me ha dado la oportunidad de reincorporarme a tu sociedad. Es mi esperanza que mi misión de esta noche despeje cualquier duda que tengas con respecto a que soy total y completamente un miembro de la Tutela.
Victoria observó, sus emociones pasaron del horror a la incredulidad, pasando por la esperanza. Segurísimo que no era más que una actuación... al menos por parte de Max. Ni siquiera su voz parecía la suya, aun cuando hiciera unos días que habían hablado.
Pero ¿de veras Lilith podía haberle enviado?
Tenía los dedos rígidos; había olvidado por completo el arco y las flechas de madera. Una horripilante fascinación se apoderó de ella mientras observaba la escena de abajo. El corazón se le sacudía en el pecho y tenía la garganta tan seca que le crujió cuando trató de tragar saliva. «Max, ¿qué estás haciendo?»
Una carcajada se erigió desde abajo, por parte de Nedas y Max, fruto de una broma compartida tan sólo por ellos dos. Y entonces Nedas, alejándose de la figura erecta de Max, anunció:
—¡Es la hora! ¿Dónde está esa mujer venator a quien tanto cariño le profesas?
El cuerpo de Victoria se tornó de hielo, y su corazón dejó de latir durante unos segundos. El estómago se le encogió y revolvió por las náuseas, y aunque sabía que no debería moverse, que no debería llamar la atención sobre su ubicación, se volvió para mirar a Sebastian, asolada por la furia. Él miraba la escena al igual que había hecho ella. Aferrando con los dedos la flecha de madera, le miró, dispuesta a hundírsela en su corazón humano como pago a esta última treta suya.
Pero no lo hizo, pues algo se había activado allá abajo. No se dirigía hacia donde ella se ocultaba; no estaba abandonando el lugar a toda prisa, disponiéndose a buscarla.
No. En cambio, hicieron que una figura pequeña y menuda de negro se adelantase; había estado al lado de Sara, al fondo de la habitación, ambas vistiendo una capa negra con capucha. Ahora que estaba a la luz, Victoria la reconoció de inmediato.
Tía Eustacia.
La mujer venator a quien estaban esperando no era Victoria, sino su tía.
Contuvo el grito estrangulado causado por la sorpresa y miró. Su tía se sacudió de encima las manos que la habían estado forzando hacia el escenario, y se encaminó orgullosamente hacia él. Se abrió paso por entre el pequeño cúmulo de vampiros y miembros de la Tutela y subió los tres escalones hasta el escenario.
Victoria apenas podía respirar; no se atrevía a parpadear.
Su tía se detuvo con dignidad, y tan erguida como le permitía su estatura. Llevaba el negro cabello recogido en un sencillo moño y no el elaborado peinado que le había visto lucir en el Consilium. La capa cayó, revelando un vestido negro, y Victoria vio que su tía parecía tener las manos atadas con algo.
—Nedas. Al fin nos conocemos —dijo tía Eustacia con voz serena, que llegó a cada rincón de la habitación.
—Al fin. Por desgracia, el momento será muy breve. —Su sonrisa carecía por completo de humor.
—Cualquier momento en tu presencia es demasiado prolongado para mi gusto. Todos los días ruego por tu muerte y el de toda tu raza.
—Qué infortunio para ti que mis deseos queden satisfechos antes que los tuyos.
Victoria observó y esperó, su respiración surgía finalmente en bocanadas cortas y poco profundas. ¿Qué debería hacer? ¿Podría interferir en lo que fuera que iba a suceder?
Miró a Max. Su semblante carecía de expresión y era más inescrutable que nunca. Estaba erguido, alto y siniestro, frente a tía Eustacia y Nedas.
Max tenía un plan. Por supuesto que lo tenía, y tía Eustacia formaba parte de él. Si Victoria interfería de algún modo, podría echarlo a perder. Pese a todo... Se apartó de la rendija a través de la que miraba y se quitó el arco del hombro, sosteniéndolo sobre su regazo. Tenía los dedos apretados y apenas conseguía moverlos; le dolían las palmas de las manos allí donde se le clavaban las uñas.
—Bien, Maximilian Pesaro, se te ha encomendado demostrar tu lealtad con la Tutela trayéndonos a uno de los tuyos. Sellarás tu destino y te convertirás en uno con la Tutela llevando a término esta última misión. —Nedas sacó una larga y centelleante espada.
Incluso desde donde estaba sentada, Victoria podía ver lo pesada y afilada que debía de ser la espada. El corazón le retumbaba violentamente, y algo desagradable bullía en el fondo de su garganta.
Max tomó la espada, la blandió tentativamente, haciéndole rasgar el aire, y asintió en dirección a Nedas al tiempo que probaba la hoja en su pulgar.
Victoria vio aparecer el delgado hilillo rojo de sangre después del rápido corte en su carne.
Victoria observó horrorizada mientras se desarrollaban los siguientes acontecimientos, aguardando. Preparándose para ayudar a Max y a su tía cuando lo necesitaran.
Nedas se apartó, sus oscuros ojos velados y centrados en Max y en Eustacia. —Ejecuta a la mujer.
Max se volvió hacia su mentora. Ella se irguió, apenas le llegaba a los hombros cuando se encaró con él, con los brazos sujetos a la espalda, serena. Victoria podía ver su respiración regular en su pecho. La tensión flotaba en el aire.
Max aferró la espada, la amoldó en su palma, sosteniéndola con las dos manos como si estuviera a punto de entablar una batalla feroz. Su rostro continuaba inconmovible, impasible como un muro de piedra, su boca era una línea recta. Llevaba el cabello negro recogido en una coleta, dejando su severa cara despejada.
Victoria le vio tragar saliva, vio moverse su garganta. Le observó inspirar; vio alzarse sus hombros y su pecho. Se balanceó hacia atrás con ambos brazos, doblando los codos fuertemente, el antebrazo le tapó la cara durante unos brevísimos segundos, y entonces arremetió con la espada, con toda la potencia allí acumulada.
Ésta relució plateada a la luz, cortando el aire en un amplio arco mientras Victoria no apartaba los ojos, la respiración se le quedó atascada en el fondo de su garganta, esperando a que tía Eustacia se soltara los brazos y se pusiera en acción junto con Max.
Un gran ráfaga de dolor oscureció el rostro de Max; profirió un grave gruñido gutural, y sus ojos se cerraron cuando la espada cortó allí donde debía, donde apuntaba. Tía Eustacia no dejó escapar sonido alguno mientras su cuerpo se desplomaba en el suelo, su cabeza cayó con un ruido sordo cerca de él. Cercenada. Separada. La sangre roció el suelo y las piernas de Max.
Victoria se quedó mirando fijamente durante un momento, sin dar crédito a lo que veían sus ojos, con la respiración entrecortada, esperando a que sucediera algo que demostrara que su visión era falsa.
Y cuando nada pasó, y comprendió que su tía estaba realmente muerta en medio de un enorme y repentino charco de sangre, la flecha cayó de sus dedos flojos y aterrizó justo en el escenario.
CAPÍTULO 23
El suplicio.
Victoria estaba insensible hasta el fondo de su alma; sentía la nuca fría, pero el resto del cuerpo estaba desprovisto de sensibilidad. No podía ver nada a excepción de rabia candente oscureciendo su visión y a Max.
Max sujetando la espada, cubierto con la sangre de su tía.
Max alzando la mirada hacia ella, su propia expresión reveladora, salpicada de sangre y horrorizada, se tornó inescrutable tan pronto la reconoció.
No pudo haber pasado más de un segundo, tal vez dos, pero esta explosión de emociones se apoderó de ella; ni un segundo antes de que los vampiros y la Tutela se la quedaran mirando, furibundos, y se dispusieran a perseguirla, resbalándose en el charco formado por la sangre de tía Eustacia. Algunos de ellos escalaban la pared, usándose unos a otros como impulso para subir hasta la posición de ventaja de Victoria, haciendo uso del áspero ladrillo y las molduras de madera para afianzar los pies. Oyó pasos apresurados acercándose a ella por detrás, escuchó gritos, y supo que tan sólo era cuestión de unos momentos que llegaran hasta ella.
Llevó la segunda estaca de madera hasta el arco y reparó de pasada en que Sebastian ya no se encontraba a su lado; pero eso carecía de importancia en ese instante. Mataría a Nedas, tal como pretendía en un principio, y luego haría lo mismo con Max.
No habría posibilidad de juicio; ni dudas en utilizar su fuerza letal contra un mortal. Lo llevaría a cabo.
Una fría determinación surgió en ella, arrinconando la conmoción al tiempo que levantaba el arco, debía posponer la certeza de que su tía yacía muerta sobre el escenario durante un momento mientras se concentraba en su misión.
El impacto de la muerte de su tía no tardaría en hacer mella. Primero tenía que vengarla.
La flecha se amoldó a la cuerda del arco, Victoria tiró de ésta hacia atrás para lanzarla en mitad del caos desatado sobre el escenario, donde se encontraba aún Nedas, mirándola con una sonrisita desafiante en su rostro.
Apuntando a su corazón, soltó el proyectil de madera. La cuerda del arco vibró hasta volver a su posición, escupiendo la flecha en una elegante curvatura mientras Victoria sentía unas manos que la aferraban desde detrás. Un rostro apareció enfrente, aferrándola, tratando de derribarla de la pequeña plataforma donde estaba agazapada, y los vampiros empujaron una vez se dieron cuenta.
Victoria se precipitó por el agujero hacia el escenario, dejando caer el arco y las flechas; una multitud de manos —muchas, muchísimas manos— la agarraban como si de un morboso recordatorio de la reunión de la Tutela en la que casi la habían machacado se tratara.
Tal vez esta noche acabaran el trabajo. El dolor la atravesó como una flecha, aterrizando de algún modo abajo, golpeando contra el escenario. Lanzó patadas y luchó con todas sus fuerzas, olió la sangre y sintió que se le nublaba la visión... luego se sumió en una oscuridad total. Lo único de lo que fue consciente era que yacía sobre la sangre de su tía, y que odiaba a Max.
La traición de Max.
Abrió los ojos cuando sintió que las manos se apartaban de ella, que el caos se fundía en un silencio. Se vio mirando al rostro de Nedas.
De cerca era más aterrador, más intensamente repugnante de lo que le había parecido de lejos. Desprendía un olor desagradable y polvoriento que le recordó a huesos calcinados y a carne descuartizada, y que le provocó náuseas.
Pero no cedió. Su tía había sido valiente; tan valiente y fuerte mientras se dirigía a lo que debía hacer sabiendo que era su muerte. El cuerpo de Victoria temblaba a causa del agotamiento y la conmoción, y tenía multitud de heridas que palpitaban al ritmo del violento latido de su corazón.
Tomando una trémula bocanada profunda, Victoria se armó de energía, se negó a pensar en lo que había sucedido, y en cómo sería su vida sin su mentora, sin Ilia Gardella, y apeló a su fuerza y su ingenio.
Y sobre todo, se envolvió con su rabia y odio hacia el hombre a cuyo lado había luchado y le había confiado su vida, y los canalizó en potencia.
—La otra mujer venator, debo suponer —dijo Nedas, propinándole un empujón con su bota de cuero. Tenía los colmillos desplegados, y obviamente su flecha de madera había errado el blanco, dejándole con vida. —Ésta es mucho más bonita que la otra.
Victoria apartó la mirada de sus irresistibles ojos, que se habían convertido en dos brillantes círculos alrededor de unos iris azules idénticos a los de su madre, lo cual indicaba el poder con que ella le había dotado. Encontró a Max.
Cuando sus miradas se cruzaron, durante un fugaz instante vio tambalearse su fachada de piedra; vio vibrar en ellos la agonía, pero aquello desapareció acto seguido y Max se irguió, lanzándole aquella fría mirada burlona a la que Victoria se había acostumbrado.
—Ella no representa una amenaza real —dijo. —¿Por qué crees que escogí a la otra?
—Vete al Infierno —le dijo Victoria a Max, como si fueran las dos únicas personas en la estancia... suavemente, tal como podría murmurar un amante su secreto más oculto.
La miró a los ojos sin pestañear, sin distanciarse de la rabia que sabía había en ellos; incluso la presencia de Nedas desapareció de los límites de su conciencia. Para Victoria, tan sólo estaban los dos venators.
Luego una oscura y fuerte mano la levantó del suelo y se encontró frente a frente, y a menos de un brazo de distancia, del hijo de Lilith.
—No es una amenaza real —comentó Nedas, examinando minuciosamente su rostro como si estuviera leyendo las páginas del hondón Times y careciera de algún artículo interesante. —No, no la mujer que luchó y mató a dos de mis Guardianes, y a un Imperial que envié para capturar de nuevo a Polidori. No. No es una amenaza.
»Y mucho menos la mujer que escapó de cinco vampiros, mientras luchaban por alimentarse de ella, durante una reunión de la Tutela. No. —Miró a Max. —Esta no representa ninguna amenaza real.
Max enarcó una ceja.
—Debe de haber mejorado mucho durante el pasado año.
Nedas la miró, y Victoria recordó evitar que su visión quedase atrapada por su mirada. Se centró en sus pestañas, reparando en lo densas y negras que eran, en cómo rozaban sus gruesas cejas cuando tenía los ojos completamente abiertos.
Nedas y ella tenían casi la misma altura, y éste apenas tenía que levantar la cara para mirarla. Una mano le sujetaba el brazo; Victoria no se esforzó por zafarse. Sería una victoria superficial y efímera. Era mejor que él pensara que estaba paralizada por el miedo. O subyugada por su influjo.
—Podría matarla ahora... u ordenarte a ti que lo hagas, Max, como tu primer deber dentro de mi círculo íntimo... pero tal vez, en cambio, siga los pasos de mi querida madre. Reclamar a una venator para mí, sobre todo a una tan atractiva como ella, no me resultaría una labor ardua. Y después de esta noche... bueno, no podrá hacer mucho, ¿verdad? El auge del Obelisco de Akvan hará que la existencia de los venators sea intrascendente. —Brindó una sonrisa a Victoria. —¿No te complacería ser uno de los protegidos, como tu colega?
Victoria no se dignó a responderle. Era inútil, y tenía otras cosas en que pensar aparte de conversar con el príncipe de los vampiros.
Esa idea le llevó a recordar que Sebastian había desaparecido en algún momento durante el altercado pero antes de que pudiera encontrarle sentido a aquello, Nedas, aparentemente irritado porque no entablara con él un combate verbal, ordenó:
—Desarmadla.
Gracias a Dios que Max no tomó parte en ello; no se unió a algunas de las manos que la mantenían inmóvil mientras otros la palpaban y la despojaban de las estacas, el agua bendita y la navaja que llevaba ocultos en diferentes zonas del cuerpo. Victoria se resistió, pateó y retorció en vano, pero no podía quedarse quieta con aquellos desagradables y repulsivos dedos sobre su persona. Encontraron incluso el vial de agua bendita que llevaba sujeto a la parte inferior de su gruesa trenza, junto con la estaca enganchada debajo.
Le levantaron la túnica antes de percatarse de ello, y entonces sintió de pronto un dolor desgarrador en su ombligo cuando uno de ellos, seguramente un miembro de la Tutela, le arrancó el vis bulla de la piel.
Victoria dejó escapar un débil gemido al sentir esfumarse de inmediato su fuerza y energía, y una oleada de debilidad la inundó. El dolor era tan agudo que esta vez sucumbió al negro vacío donde no existía el dolor ni la pena.
CAPÍTULO 24
En el que lady Rockley intenta infligirse dolor físico y emocional.
Cuando despertó, Victoria se encontró sola en la oscuridad.
Inspiró profundamente, sorprendida por lo mucho que le dolía todo el cuerpo; no estaba habituada a un dolor tan agudo y extenuante.
El recuerdo surgió como un rayo, llenando su mente de sangre y muerte. El silbido del arco que describió la espada. Las manos palpando, tirando y golpeándola. Los inhumanos ojos azules enrojecidos. El dolor desgarrador en su ombligo.
No le sorprendió sentirse débil y herida. Sin su vis bulla, no era más que una mujer indefensa.
Había pasado poco más de un año y ya había olvidado lo mucho que dependía de la fuerza del amuleto, cómo éste regía su vida, y la libertad que le proporcionaba. Sí, tiempo atrás se lo había quitado ella misma, pero había sido algo voluntario y temporal, y se había aislado y se encontraba a salvo.
Esto era aterrador.
Inspiró y trató nuevamente de mover los brazos, sorprendiéndose al descubrir que podía. No estaba atada. Sus piernas también estaban libres para moverse y permitirle a sus pies andar, por lo que decidió que la habían depositado en el suelo en alguna especie de cuarto.
Pero ¿por qué iban a atarla? Ya no era una amenaza para ellos.
No era una amenaza.
De acuerdo con Max, ni siquiera lo había sido antes de que le quitaran su vis bulla.
El resurgir de su cólera hizo que se le entrecortara la respiración y que sintiera como si una bola de cañón descansara sobre su estómago. Victoria tuvo que detenerse y desterrar conscientemente la fuerza de aquel veneno.
Se enfrentaría a Max a su debido tiempo.
Primero debía encontrar el modo de salir de allí.
¿Qué hora era? ¿Estarían en esos momentos liberando el puro poder maléfico del Obelisco de Akvan? ¿El evento que, tal como afirmaba Nedas, haría que la existencia de los venators careciera de trascendencia?
Se dispuso a levantarse con cautela, ayudándose de la pared para guardar el equilibrio. Victoria trató de mantenerse en pie, pero ni sus rodillas ni su cabeza cooperaron. Volvió a hundirse en el suelo, arañándose la mano sobre el áspero muro. Estaba completamente a oscuras, y una vez palpó la pared de piedra y el cemento de abajo, supuso que se encontraba en un sótano debajo del teatro de la ópera.
Gateó alrededor del perímetro, tropezándose con algo que reconoció más tarde como un catre o una poltrona, y decidió que dos de las paredes eran de piedra y las dos restantes de madera, y que en una había una puerta.
Acababa de levantar el brazo para localizar a tientas el pomo de la puerta y girarlo en vano, cuando escuchó lo que parecía el sonido de pasos bajando, y se percató de que estaba en un cuchitril debajo de una escalera.
No tuvo tiempo para preguntarse si dichos pasos anunciaban que alguien iba a por ella, pues momentos después de que éstos llegaran al pie de la escalera, avistó un resquicio de luz por debajo de la puerta; luego algo la sacudió, haciendo que emitiera un suave golpeteo. Y a continuación, se abrió la puerta.
Max se coló dentro y la cerró.
—¡Tú! —Pese a estar débil, Victoria se arrojó a sus pies, utilizando su cuerpo y la pared como apoyo para levantarse; la cólera que había mantenido controlada estalló ante su audacia de ir a buscarla, proveyéndola de una ráfaga de fuerza.
Max sostuvo el farol bien alejado de su cuerpo, como si esperase su ataque, y dejó que le propinara un par de infructuosos puñetazos en el pecho y la cara antes de atrapar uno de sus brazos en el aire.
—Ya basta, y por el amor de Dios, estate callada —dijo, y se agachó a dejar el farol. —Malgastas tiempo y energía. —La agarró de la otra muñeca cuando Victoria estaba a punto de sacudirle, haciéndole perder el equilibrio al golpearle en una pierna y obligándola a mantenerse erguida gracias únicamente a que le sujetaba ambas muñecas.
—¿Cuánto hace que eres miembro de la Tutela? —le preguntó entre dientes. —Eres un traidor y un asesino.
El rostro de Max carecía de expresión.
—Ya oíste a Nedas. Pertenecí a la Tutela antes de ser venator.
—¿Vas a asesinarme ya? —inquirió, haciendo caso omiso a los puntos negros que danzaban ante sus ojos y al dolor punzante que sentía por todo el cuerpo. Su cuerpo se estremecía a causa de la debilidad y el temor, pero no tenía intención de permitir que él lo viera. Los músculos le temblaban y tuvo que esforzarse por pronunciar: —¿Qué recompensa te dará Nedas por matar a otra venator?
La zarandeó levemente, haciendo que su cabeza se sacudiera; a continuación, como si quisiera recobrar la compostura, la apartó de sí de un empujón y se quedó allí, mirándola mientras ella trastabillaba hasta el catre.
—Tengo exactamente diez minutos para sacarte de aquí, o tu situación será mucho peor que la de tu tía. Por el amor de Dios, ni siquiera puedes ponerte en pie, ¿verdad?
Este último comentario estaba provocado por su intento de hacer precisamente eso, levantarse del delgado catre, empleando la mano para mantenerse erguida. Max trató de asirla, y Victoria se zafó, cayendo de nuevo al suelo de manera ignominiosa.
—No me toques.
Max hizo caso omiso y tiró bruscamente de ella para levantarla, empujándola hacia el catre.
—Victoria, tienes que salir de aquí. No hay tiempo para que te hagas la mujer despechada.
—Después de matarte a ti y a Nedas, estaré encantada de marcharme de este lugar.
—A pesar de que ni siquiera puedes tenerte en pie, ni mucho menos matar a nadie por ti misma, no puedes dar muerte a Nedas. Ahora no —le dijo con aspereza. —Habrá otro momento, pero no ahora. —Sus largos dedos le estaban desabotonando la camisa y Victoria se quedó embobada, tratando de concentrarse pese a los puntos negros que le oscurecían la visión. —¿Qué estás haciendo?
—El obelisco ya ha sido activado y su mecanismo ya no puede ser detenido. Te necesitarán más tarde, Victoria. Piensa en eso y no en tu necesidad de venganza, pues pronto será irrelevante. —Se acercó a ella, y Victoria se hundió más, apartándose de su alta figura amenazante. Nunca había temido a Max, pero su expresión, la línea decidida y resuelta de su boca y sus furiosos ojos oscuros le hicieron desear marcharse a toda prisa.
Pero era una venator. Maldita sea, incluso sin su vis bulla, era una venator.
No sabía qué había esperado cuando Max se sentó a su lado en el camastro, pero no que él la tomara de la muñeca y le acercara por la fuerza la mano hacia su cuerpo. Introdujo sus dedos reticentes bajo su camisa abierta, con la palma extendida, deslizándola sobre su piel caliente, y rozándola contra su tetilla y algo duro. Metálico. Colocó su mano en contacto directo con aquello.
Un instante antes de percatarse de que se trataba del vis bulla de Max, pendiendo de la aureola de su musculoso pecho, Victoria se sintió atravesada por una oleada de fuerza. Su visión se tornó cristalina, despejando los puntos negros. El dolor se fundió en charcos de enojo. Incluso la herida de su ombligo, de donde le habían arrancado su propio amuleto de fuerza, dejó de dolerle. Sentía la cabeza despejada.
Y cuando desaparecieron el dolor y la confusión, Victoria cobró conciencia de que tenía la mano sobre la piel desnuda de Max. Sentía su camisa de lino rozar el dorso de la muñeca con el ritmo de su respiración; sentía el fuerte y regular palpitar de su corazón bajo la palma y la fuerza de sus dedos rodeándole la mano. Max era cálido y sólido, y una miradita fugaz a la abertura de su camisa le reveló que tenía el pecho cubierto de oscuro vello.
Otra mirada a su semblante le indicó que él estaba imperturbable: tenía los ojos cerrados, su boca todavía se mostraba resuelta y firme. Se preguntó si el flujo de energía que sentía le debilitaba mínimamente. Alzó la mirada de nuevo y la mandíbula de Max se movió nerviosamente, una, dos veces, y como si supiera que ella le observaba, abrió los ojos. Victoria apartó la mirada, consciente de pronto de la posición de ambos sobre el camastro; Max vuelto en parte hacia ella, rozándola con la rodilla y rodeándole la muñeca con sus fuertes dedos. De pronto sintió como si le ardiera la mano sobre su carne. Tenía la garganta seca.
—¿Te sientes mejor? —preguntó, no de modo solícito, no como si le preocupara, sino como si estuviera impaciente por estar alejado de ella.
—Lo bastante fuerte como para luchar ahora contigo. —Apartó violentamente la mano e inmediatamente sintió la pérdida de energía.
Max enarcó una ceja, mirándola mientras se abrochaba la camisa.
—Levántate.
Ella así lo hizo; lo consiguió. Aun sin el poder del vis bulla de Max, se sentía mucho mejor. La habitación no le daba vueltas, y su visión era clara. Sus heridas comenzaban a dolerle de nuevo, pero no de un modo tan agudo.
—Cuando salgas de este cuarto, dirígete a la derecha. Dos puertas más allá por el largo pasadizo encontrarás unas escaleras que conducen a la puerta principal de lo que queda del teatro. —Sacó una estaca y una pistola y las arrojó sobre el catre. —Tómalos y sal de aquí. Yo tengo que volver antes de que me echen de menos, y confío, sabe Dios por qué, en que te irás ahora que te he dado la oportunidad de hacerlo. Una vez más.
—Te odio, Max. Debes saberlo. —Victoria tomó la pistola, la amartilló y le apuntó al pecho. Se había familiarizado mucho más con las armas de fuego desde que el año anterior se había visto obligada a utilizar una cuando huía de Lilith. —No haría nada para beneficiarte. —La pistola era pesada, pero no permitió que le temblara la mano. Momentos antes le hubiera disparado sin vacilar.
—Ya no importa lo que pienses de mí —repuso. El agotamiento y la impaciencia se entremezclaban en su voz. —Vete ya, Victoria. Matarme ahora no beneficiará a nadie. Y si aprietas ese gatillo, bajarán todos más rápido de lo que imaginas. —Una sonrisa burlona apareció en su rostro. —¿Por qué crees que te he dado una pistola y no una navaja?
—¿Por qué lo hiciste? —Para horror de Victoria, comenzaron a escocerle los ojos.
—Eras ella o tú. —Max dio media vuelta y salió del cuarto, cerrando la puerta con un débil ruido sordo.
Enjugándose las repentinas lágrimas, agarró la estaca y se dispuso a ir tras él, oyendo sus pasos por encima una vez más, pero la puerta no se abría. Empujó de nuevo, y ésta se separó, abriéndose a un oscuro pasillo. Max le había dejado el farol, así que Victoria lo levantó del suelo y salió.
No fue hacia la derecha, tal como él le había indicado. Subió las escaleras en pos de él, ensombreciendo el farol tanto como le fue posible, aguzando el oído para escuchar sus pasos a fin de seguirle. Se quedaría donde no pudieran verla, a salvo... pero tenía que ver lo que estaba sucediendo. Tenía que descubrir si lo que Max decía era cierto. Y... algo habría que pudiera hacer.
No podía marcharse.
Un débil crujido en la distancia la condujo por un pasaje al pie de las escaleras. Ya no necesitaba el farol; la oscuridad no era completa como en el cuarto que acababa de dejar, sino que estaba en penumbra, y sus ojos se estaban habituando a las formas y sombras grises, de modo que apagó la mecha y lo dejó. Pasó por delante de una puerta que estaba entreabierta, y un vistazo al pasar reveló percheros con ropa, probablemente vestuario. El olor a humo impregnaba la zona mientras proseguía velozmente con sigilo, tratando de alcanzar a Max.
Al cabo de un rato, comprendió que se había perdido. Todo estaba tranquilo y en silencio.
Frustrada y sintiéndose débil de nuevo, Victoria volvió sobre sus pasos, tomándose más tiempo para explorar el área. Se encontraba sin duda en el nivel inferior del teatro, que obviamente se utilizaba como almacén. Trajes, atrezo, sillas, instrumentos, música... los cuartos estaban pulcramente ordenados con todos estos objetos.
Victoria encontró otra escalera, más amplia, que parecía estar diseñada para un mayor tránsito, y ascendió pausadamente los escalones, aguzando el oído. En ningún momento había dejado de sentir frío en la nuca, pero ahora se hacía más intenso, y por ello tuvo más cuidado al realizar sus exploraciones. Aferró la estaca con una mano y se había guardado la pistola en la cinturilla de los pantalones. Ésta era pesada y tiraba de ellos al caminar, pero quería tener libre la otra mano.
En la parte superior de las escaleras se encontró con un pasillo, y con el escenario más allá de éste. Aquél no era el escenario en que horas antes habían ejecutado a tía Eustacia; se trataba de un escenario más amplio y alto, en el que dos días antes había visto la representación de ópera. El telón colgaba chamuscado a ambos lados, y había objetos de atrezo ahumados y vestuario sobre las mesas entre bastidores. Y escuchó voces.
Había alguien en el escenario. Esperaba que fuera Nedas.
Victoria avanzó a gatas, aguzando el oído, y estuvo a punto de toparse con una escalera de madera. Alzó la mirada, una idea le rondaba en la cabeza. Ésta parecía ascender a una infinita oscuridad, al mismo lugar donde se ubicaban las cuerdas que sujetaba el telón de fondo.
Subió la escalera, cuidando de que la pistola no se le escurriera de la cinturilla y cayera estrepitosamente abajo. No le quedó más remedio que sujetarse la estaca al otro lado de los pantalones a fin de liberar ambas manos, y deseó haber tenido con ella su arco y las flechas de madera.
Los peldaños proseguían a nueve metros por encima del escenario, pero encontró una pasarela que se adentraba en las sombras más allá de la zona de bastidores, y vio manchas renegridas en la parte superior del telón de fondo, e incluso en la pasarela y en las cuerdas que hacían las veces de pasamanos. Era sorprendente que el teatro no hubiera ardido hasta sus cimientos. Había iluminación proveniente del escenario, que le ayudó a encontrar el camino con mayor facilidad.
Mientras recorría sigilosamente el angosto puente de madera, que tenía cierta tendencia a balancearse, las voces ganaron en intensidad y claridad. La nuca se le puso más fría, y sintió esa misma sensación repulsiva y supurante de antes, cuando había visto aparecer a Nedas.
Al fin sobrepasó el negro telón de fondo que ocultaba la zona de bastidores de la vista del público y se encontró por encima de lo que se denomina la corbata del escenario.
Lo primero que vio fue el Obelisco de Akvan.
Éste se encontraba sobre una mesa redonda a mediana altura en el centro del escenario y tenía el aspecto exacto a como lo había imaginado: un objeto de obsidiana, que desprendía destellos negros y azulados a la luz de cinco faroles, que formaban un círculo a su alrededor. Estrecho, acabado en punta, tenía el grosor aproximado del brazo de un hombre, y quizá la altura de una pierna. Se erigía levemente inclinado, largo, reluciente y maligno.
El incendio no había dejado el escenario en muy buenas condiciones. Uno de los extremos próximos al público estaba carbonizado y quemado y se había desprendido, dejando un negro agujero dentado debajo. Una franja de butacas calcinadas atravesaba el mismo extremo del teatro, y los palcos que había justo arriba —en uno de los cuales Victoria había visto al Imperial— estaban también abrasados. Sin embargo, los otros dos tercios de la platea estaban simplemente cubiertos de ceniza y manchas de humo y no mostraban signos de deterioro. La mitad de esas butacas estaban ocupadas por vampiros y miembros de la Tutela.
En cinco emplazamientos alrededor del escenario, con el obelisco y su mesa en el centro, había una especie de contenedores en forma de cuenco. Del pequeño fuego que contenían se desprendía un humo que a Victoria le recordó desagradablemente la reunión de la Tutela. El teatro era tan amplio que el incienso no envolvería la estancia como había hecho en aquella otra ocasión; pero todavía podía oler la esencia, y junto con ella, afloraba el recuerdo de estar casi indefensa bajo las manos y colmillos de los vampiros.
Victoria cerró los ojos y sacudió la cabeza, despejando el recordatorio de que esta noche estaba incluso más indefensa. Fijando de nuevo la atención en el escenario, examinó a la gente que había allí.
Había cinco hombres de pie junto a la mesa del obelisco. Reconoció a Nedas debido a su altura inferior y a su tez oscura, y por el modo en que sentía su cuerpo revuelto cuando centraba la atención en él. Max era el más alto, con el cabello demasiado largo peinado hacia atrás y su camisa blanca destacando entre la multitud de ropajes y cabellos negros. La calva de Regalado brillaba igual que un cráneo color carne, y su poblada barba estaba tan crecida, que Victoria podía verla incluso cuando él estaba justamente debajo de ella.
No reconoció a los otros dos hombres, a quienes creía vampiros.
Parecía que Max se había convertido, en efecto, en uno de los leales componentes del círculo íntimo de Nedas, por lo que formaba parte directa en lo que iba a tener lugar. A Victoria se le revolvió el estómago al pensar en el precio que había pagado para aliarse con Nedas. La vida de tía Eustacia.
¿Y por qué estaba tan empeñado en que ella no estuviera presente? ¿Por qué le preocupaba?
«Era ella o tú.»
Pero ¿por qué una de las dos? ¿Por qué iba Max a abandonar a los venators?
«Un miembro de la Tutela convertido en venator y nuevamente en miembro de la Tutela.»
¿Acaso sus años como venator no habían sido más que una triquiñuela para lograr este único propósito? ¿Para granjeare la confianza de su tía y conducirla a su muerte?
Pero ¿por qué?
¿Tanto tiempo hacía que el Obelisco de Akvan obraba en poder de los vampiros?
Los pensamientos no dejaban de darle vueltas en la cabeza; se sentía débil otra vez, y parecía que el incienso de los cuencos ascendiera directamente a su nariz, entrelazándose con sus sentidos y nublándolos como si de niebla londinense se tratara. Quizá fuera más susceptible a la esencia sin su vis bulla. O tal vez se debía a que sus heridas la volvían más débil y hacían que fuera fácil confundirla.
Se dio cuenta de una especie de cántico abajo, proveniente de los vampiros sentados entre la audiencia, lo bastante lejos como para poder ver lo que iba a suceder, pero no involucrarse o interferir.
Una idea se le pasó por la cabeza, y Victoria pasó largo rato escudriñando a los espectadores en sus asientos, buscando a Sebastian. Debería estar igual de furiosa con él como lo estaba con Max, pero no era el caso.
Sí, la había raptado y aprovechado la oportunidad para hacerle el amor. Era una suerte que no esperase más de él, pues estaba abocada a ser decepcionada si lo hacía.
Sí, había desaparecido en el momento más oportuno... para él. Y sí, la había dejado enfrentarse sola a los vampiros. Pero al menos había sido sincero con ella. No era un hombre dado a la violencia, por lo que no atacaría ni mataría. Ni siquiera a un vampiro. Y no cabía duda de que carecía del poder de un venator para protegerse.
Naturalmente, eso significaba que le era necesario esfumarse en tan peligrosos momentos, pues de no hacerlo, posiblemente también hubiera sido capturado.
Pero no le habrían hecho daño, ¿no es cierto?, en caso de que todo cuanto le había contado sobre Beauregard fuera cierto.
O tal vez si se lo habrían hecho, si Beauregard y Nedas eran rivales.
La cabeza de Victoria no cesaba de dar vueltas y volvía a sentir un dolor agudo por todo el cuerpo. No podía impedir que sus pensamientos dejaran de removerse en su mente, obstruyéndola, incapacitándola como para tener un criterio claro.
El cántico había ganado en intensidad y fervor, y el incienso no se dispersaba, sino que parecía seguir elevándose en remolinos.
Victoria reparó vagamente en que el humo tenía color. Tirabuzones y espirales negros y azules, entrelazándose al tiempo que ascendían hasta la pasarela, filtrándose en sus fosas nasales y en sus pulmones. Conteniendo la tos, se cubrió la nariz y la boca con la manga de su túnica y trató de respirar el aire filtrado; tal vez había esperado mucho para hacerlo, pero podría ayudarle a mantener el olor a raya.
¿Cómo iba a detenerlos?
«No se le puede detener.»
Tenía que existir un modo de hacerlo. Debía despejarse la mente.
Victoria inspiró profundamente y exhaló, larga, pausada y silenciosamente, por entre los labios fruncidos, intentando expulsar el humo a fin de que se disipara lejos de donde ella respiraba.
Las bambalinas pendían de pesadas varas de madera. Podría soltar una, hacer que se estrellara sobre ellos. Al menos eso les detendría momentáneamente. Podría conseguir pillarles por sorpresa y bajar de un salto para clavarle una estaca a uno o dos vampiros. Nedas sería su primer objetivo.
Pero... existían muy pocas o ninguna posibilidad de que pudiera robar el obelisco, aunque Nedas estuviera muerto. Ignoraba cuánto tiempo requeriría, o qué habría de suceder para que los poderes del obelisco fueran transferidos a otro ser.
Y... ya no llevaba su vis. No podía saltar sin herirse, tendría suerte de albergar la fuerza necesaria en su cuerpo maltrecho para clavarle la estaca a un vampiro corriente de ojos rojos, no al hijo de Lilith.
Había sogas enrolladas sobre las varas de las que colgaban los telones.
Apartando de su mente el sonido de incesante cántico, Victoria consideró el pesado telón del ciclorama y, mientras un plan tomaba forma en su cabeza, se desplazó cuidadosamente hacia uno que pendía justamente en el extremo opuesto de donde parecía estar Nedas. Tal vez pudiera descolgarse por una cuerda, utilizando el elemento sorpresa. Si apuntaba con precisión, podría aterrizar sobre Nedas y clavarle la estaca antes de que él se percatara de lo que había sucedido.
Por supuesto, después de eso estaría a merced del resto de vampiros y miembros de la Tutela, y, débil como se encontraba, sería incapaz de luchar contra ellos. Y el obelisco seguiría estando a disposición de quien quisiera utilizarlo.
Las ganas de hundir la estaca en el corazón de Nedas, de lograr que se desintegrara en cenizas, eran lo bastante fuertes como para arriesgarse. ¿Y qué pasaba con Max? ¡Había sido él quien blandiera la espada! Quien había llevado a término la hazaña.
También merecía morir.
Podría haberle disparado y al cuerno con los vampiros.
Esbozó una sonrisa torcida al comprender la ironía de aquella ocurrencia. Luego recobró la seriedad, pues no era el momento para el humor. No con su tía muerta.
Podría disparar a Max desde donde se encontraba. Aquella certeza se cernió sobre ella, y sacó la pistola de la cinturilla. Podía dispararle y cruzar las pasarelas a toda prisa antes de que se dieran cuenta de lo que había pasado o de dónde estaba ella.
Al menos entonces quedaría satisfecha parte de su venganza.
El arma era pesada, muy pesada. Divisó a Max, tratando de alinear su alta figura con un ojo entrecerrado y el otro clavado en él. Nunca quieto, Max se movió con el poder y la confianza que tan valiosa había sido para los venators. El mejor de todos.
¿Cómo podía haberlos engañado a todos?
De pronto, desde abajo surgieron unas llamas, distrayendo su atención del objetivo. Eran llamas altas negras y azules, sustituyendo las estelas de humo de los cinco cuenquitos. Se elevaron en el aire, angostas y ardientes; una espeluznante columna de fuego ardía a tan sólo treinta centímetros de dónde estaba Victoria. Ésa era la razón por la que Nedas había necesitado la amplia cámara del teatro.
El cántico continuaba, fundiéndose en el ambiente, mientras Nedas se situaba dentro del círculo formado por los cuencos en llamas y comenzaba a hablar, gesticulando con los brazos como si deseara reconducir el aire hacia el obelisco. Sus dedos surcaron el aire con elegancia, produciendo pequeñas vibraciones en dirección a la mesita y su carga como si atrajera el calor hacia allí.
Victoria no alcanzaba a comprender sus palabras, pero no necesitaba saber qué estaba diciendo. Sabía lo que estaba haciendo.
El olor dulzón había remitido, siendo sustituido por el calor de las llamas y el ensordecedor sonido de su crepitar. Max, Regalado y los otros dos vampiros estaban fuera del círculo, observando.
Cuando miró hacia abajo, Victoria vio que las llamas comenzaban a inclinarse hacia el centro, por encima del Obelisco de Akvan. Nedas continuó cantando, rodeado por las llamas negras y azules que vertían sus reflejos en el objeto maligno, y las columnas de fuego se aproximaban cada vez más unas a otras.
Finalmente se entretejieron en una sobre la punta del obelisco: cinco sartas de llamas fusionándose en una alta llamarada que amenazaba con alcanzar la parte más alta del techo arqueado por encima del escenario.
Las llamas azules y negras crepitaban y Victoria pudo ver, justo enfrente, cómo se entrelazaban y retorcían igual que serpientes rabiosas, y sentir el calor ardiente sobre su rostro a metros de distancia.
El Obelisco de Akvan comenzó a brillar y a segregar chispas verdes y azules, que se desprendían de él de forma arbitraria en todas direcciones. Nedas tendió el brazo para tocarlo, y rompió en una carcajada cuando la chispa chasqueó en su dedo. Continuó cantando sin cesar; si el fuego ardía, el obelisco brillaba más verde y azul. Pequeñas gotas relucían sobre la obsidiana, resbalando y cayendo al suelo.
Todo el teatro estaba iluminado por las misteriosas llamas azules y negras, arrojando sombras de extraños colores y haces de luz por todas partes. Los vampiros en sus asientos habían dejado de cantar y tenían la mirada clavada en las llamas, como si desearan absorber su poder.
Ahora las llamas estaban cambiando, y grandes gotas cayeron sobre ella con mayor rapidez que la lluvia durante un aguacero. Las gotas descendieron por la larga torre ardiente y se fundieron en el Obelisco de Akvan, una y otra y otra vez.
Victoria reparó en un repentino movimiento abajo, en algo extraño. Inspeccionó, bajó la mirada y la apartó de la llamarada que había captado su atención y contempló con asombro cómo Max cruzaba las llamas, portando algo largo que relucía en su mano.
Cayó dentro del círculo, rodó, levantándose y atravesó con la espada la torre de obsidiana describiendo el mismo arco que antes había realizado.
El obelisco chisporroteó, explotando a continuación, las llamas se extinguieron y el grito colérico de Nedas resonó en el repentino silencio que se había hecho en el teatro.
CAPÍTULO 25
En el que todo se esclarece.
Cuando Max sintió la espada entrar en contacto con el Obelisco de Akvan, se abatió sobre él una ráfaga de puro alivio. Estaba hecho.
El poderoso arco de la espada le hizo perder el equilibrio lo necesario para que cuando lo recobró, los vampiros ya corrían hacia él.
Max captó un vislumbre de un pasmado y feroz Nedas, y la cólera arrasó su cuerpo; ira por lo que había hecho, por lo que aquella criatura le había forzado a hacer. Giró espada en mano, que estaba forjada en plata pura, y decapitó a uno de los vampiros que había saltado hacia él.
Otro se abalanzó hacia él, y le recibió del mismo modo, y luego otro, y otro más. Subían al escenario desde la platea siguiendo las órdenes frenéticas de Nedas. Eran demasiados para hacerles frente, y sabía que no tardarían en superarle, pero hasta entonces, emplearía la amargura del remordimiento y la locura para extender su venganza tanto como le fuera posible.
Haría aquello que durante casi un año había sido incapaz de hacer.
Un año —una eternidad, —vigilando a estas malvadas criaturas... a estos miembros de la Tutela adoradores de vampiros... viviendo y bromeando con ellos, fingiendo conspirar y profesarle amor a uno de ellos. Había tenido que esconder su desprecio y repugnancia, y algunos días eso era lo único que podía hacer para no explotar.
Había triunfado en su engaño. Moriría con la conciencia tranquila y dejaría que Beauregard y Nedas luchasen entre ellos.
Y que Victoria condujera a los venators a derrotarlos a ambos.
La espada vibraba contra su mano, pero incluso con el arma forjada especialmente para vencer al mal, bendecida y con un vial de agua bendita dentro de su empuñadura, no podía luchar y contenerlos a todos. Estaba demasiado exhausto, de mente y cuerpo, como para utilizar su destreza en el qinggong y deslizarse y surcar el aire tal como haría un vampiro Imperial.
Pero su cuerpo estaba entrenado para luchar; pese a saber que no saldría de allí con vida, que había dictado su sentencia de muerte en cuanto había blandido la espada de plata después de que el obelisco comenzara a rezumar abundante líquido negro, asestó patadas y giró y embistió con la espada como si quedara esperanza.
Finalmente cayó, precipitándose al suelo del escenario, y aprovechó para golpear con las piernas a los no muertos cuando se abalanzaron sobre él, y entonces, tumbado de espaldas, pugnando por levantarse, vio algo que hizo que todo lo demás desapareciera.
Por encima del escenario.
Victoria.
Algo le golpeó, derribándole de nuevo, y el mundo quedó patas arriba, se volvió negro, y acto seguido el golpear de puños y unas manos desgarrándole le devolvieron violentamente al presente. Y a la realidad de que Victoria estaba aún allí.
La espada había desaparecido; la había soltado, y estaba a merced de los no muertos.
Victoria no le había hecho caso. Después de lo que él había hecho, del sacrificio que había realizado, no había hecho nada de lo que debía.
Las manos le arañaban, los colmillos brillaban, los ojos rojos ardían. Le levantaron por la fuerza, arrastrándole ante Nedas en el centro del escenario.
En cualquier momento el príncipe vampiro ordenaría que le decapitaran, o dejaría que los no muertos le hicieran pedazos. Nunca antes le habían tocado, ni siquiera cuando dudaban en confiar en él, debido a las marcas de Lilith. Aquella discutible protección no le salvaría en esta ocasión.
Y una vez que hubiera muerto, no quedaría nadie que ayudara a Victoria.
Miró directamente a la nariz de Nedas, cuidándose de eludir aquellos ojos cautivadores.
—¿Cómo lo supiste? —La voz de Nedas era engañosamente tranquila y suave. El auditorio había quedado en silencio, vigilante. El único sonido que se percibía era la respiración laboriosa de Max. —Yo soy el único que sabe cómo puede destruirse el Obelisco de Akvan.
Max no osó alzar la mirada, aunque ardía en deseos de saber dónde y qué estaba haciendo Victoria. Si había entrado en razón y se había marchado. Deseaba gritarle que corriera, que escapara. Deseaba zarandear su largo cuello blanco hasta partírselo.
En cambio, tenía que concentrarse en Nedas, distraerle tanto tiempo como le fuera posible.
—Pero ha sido destruido, y no por tu mano. —La voz de Max sonaba apagada incluso a sus propios oídos. Tomó una profunda y fortificante bocanada y agregó: —Evidentemente, has errado el cálculo.
La mano de Nedas agarró fuertemente la garganta de Max. Sus largas uñas se clavaron en la tierna piel a los lados del cuello y Max las sintió perforar su carne.
—¿Quién te lo dijo?
—¿Acaso mi regreso a la Tutela no fue un regalo para ti? —Su voz sonaba áspera a causa de la presión en su cuello. —Tal vez debas fijarte en quién te lo ofreció.
Nedas tardó un momento en comprender.
—¿«Lilith»? —El vampiro estaba tan estupefacto que soltó a Max con un empujón, y su cabeza cayó hacia atrás dolorosamente. —¿Mi madre mandó a un espía para destruir el Obelisco de Akvan?
—¿Por qué si no le haría un regalo a un hijo como tú? —Max logró esbozar una sonrisa burlona. —Te guarda tanto aprecio como tú a ella. Por lo visto no te ha perdonado el incidente de Atenas.
—¡Cómo se atreve! Con el obelisco, habría gobernado el mundo. ¿Y qué te prometió a cambio? ¿La vida eterna? Bueno, ahora mismo pondré fin a esa lamentable posibilidad.
Max se había anticipado a su ataque. Había flexionado los músculos de sus piernas aparentemente combadas y, aprovechándose de los vampiros que le tenían preso para impulsarse, asestó una patada con toda su enorme fuerza y lanzó a Nedas por los aires fuera del escenario.
Y entonces, como si hubiera sido ensayado, algo bajó volando desde arriba y cayó sobre el grupo de vampiros que había detrás de Max. No le llevó más que un instante reconocer que se trataba de uno de los pesados telones, y su sólida viga de madera había aterrizado directamente sobre cuatro vampiros, arrojándolos al suelo.
Obra de Victoria, por supuesto.
Max se zafó de sus sorprendidos captores y echó mano de su estaca... pero no estaba. Se la había dado a ella antes. Dio una patada a un vampiro, bloqueó el ataque de otro, girando y buscando una abertura por la que escapar para poder buscar a Victoria.
—¡Max! —La oyó gritar, y alzó la mirada a tiempo de verla en parte suspendida, en parte deslizándose por una cuerda. Estaba por encima de él, dirigiéndose hacia un extremo del escenario.
Al aproximarse dejó caer algo, y Max cogió la estaca como si hubieran practicado la jugada, y se giró a tiempo de clavársela en el corazón a un vampiro que le agarraba del brazo.
Corriendo hacia la zona de bastidores, donde Victoria había aterrizado de un desmañado salto, Max vio a Nedas subiendo por el borde del escenario. Se sintió tentado, tan sólo por un instante, pero prosiguió en dirección a Victoria. Era de vital importancia sacarla sana y salva que atender su necesidad de venganza.
Pero enviar a aquella criatura al Infierno... Sus dedos aferraron fuertemente la estaca.
Volvió la vista atrás. Nedas iba hacia él, el odio ardía en sus ojos azules rodeados por círculos rojos. Prácticamente cruzó volando el escenario, y los otros vampiros corrieron en pos de él. Max vio un destello plateado por el rabillo del ojo y volvió la vista, encontrándose a Victoria blandiendo una espada... la espada de plata. Parecía una guerrera incluso sin su vis bulla.
—¡Le quiero a él! —gritó, corriendo sin nada de su habitual elegancia y fuerza.
Max dudó; comprendía su necesidad, pero apenas podía levantar la espada. Captó un movimiento por el rabillo del ojo, y al girarse se encontró con dos vampiros que habían dado la vuelta y se acercaban por detrás.
No le quedaba más alternativa que luchar con ellos, y se percató de que sus movimientos se hacían más lentos y su respiración más laboriosa. De hecho, no alcanzó el corazón de uno de ellos la primera vez, y tuvo que desperdiciar unos preciosos segundos y energía en volver a levantar el brazo y clavarle correctamente la estaca al no muerto.
Se escuchó un clamoroso grito a su espalda, y Max dio media vuelta a tiempo para ver a Victoria corriendo hacia Nedas, torpe y desmañada, con su espada. La hoja era de plata pura, y el vampiro se detuvo delante de ella, pero no retrocedió.
Cuando Victoria llegó hasta él, justo en el momento en que Nedas había sacado la mano para agarrarla, la torpeza de Victoria la hizo caer. Max observó con espanto cómo ella perdía el control de la espada, y cómo ésta saltaba peligrosamente en su mano, golpeando el suelo con su punta... a continuación, contempló con absoluta incredulidad cuando Victoria aprovechaba su traspiés para agacharse a fin de esquivar el brazo de Nedas y se colocaba detrás de él con sorprendente destreza, y comprendió con sorprendida admiración que la joven había fingido el tropiezo.
Con manifiesto esfuerzo y gran placer, se alzó a espaldas del príncipe vampiro antes de que éste pudiera volverse, y blandió la espada, describiendo el mismo movimiento letal, aunque menos veloz, que Max había empleado tan sólo horas antes.
La espada cercenó el cuello de Nedas antes de que se diera cuenta de que ella se le había acercado por detrás, y en un increíble momento congelado, explotó en cenizas de olor nauseabundo.
Max había corrido hacia Victoria para interferir; ahora estaba resuelto a recogerla y ponerse ambos a salvo antes de que los seguidores de Nedas comprendieran lo que había ocurrido.
Rodeó la cintura de Victoria con un brazo y la levantó, junto con la espada, y echó a correr por entre dos vampiros, que estaban parados como si se hubieran convertido en piedra, y se adentró entre bastidores. Un sonoro grito sonó a su espalda; parecía que Regalado estaba llamando a los no muertos a entrar en acción, y Max no aminoró el paso.
Atravesaron la zona de bastidores a la carrera, Max cargaba prácticamente con Victoria, pues ella no podía seguirle el paso, y estaba seguro de que a estas alturas se le habían pasado ya los efectos de tocar su vis bulla.
Era una suerte que conociera el teatro, pues los corredores giraban, acababan, se bifurcaban y convergían en otros; pero siempre sabía dónde estaba. El sonido de los vampiros acercándose resonaba en los pasillos vacíos que tenía detrás, a mucha distancia, pero siempre en pos de ellos.
Max soltó a Victoria cuando finalmente llegaron a la puerta trasera, aquella que los vampiros habían utilizado gracias a que estaba oculta por arbustos y árboles, y por la pequeña loma en que estaba construido el teatro.
Victoria se apartó de él, sujetando aún la espada, y se miraron el uno al otro, respirando laboriosamente, con la relativa seguridad de la salida a un palmo de distancia. Todo estaba en silencio, se habían debilitado los sonidos de la persecución.
Una mirada le reveló lo que ya sabía: puede que Victoria le hubiera salvado la vida, pero en el fondo, no era más que una cuestión de principios.
Victoria no iba a perdonarle más de lo que él mismo iba a ser capaz de perdonarse.
CAPÍTULO 26
Un caso de confusión de identidad.
Victoria le dio la espalda a la mirada firme de Max para posar la mano en la puerta, descorriendo el cerrojo. La espada colgaba aún de sus dedos entumecidos.
Estaba sin aliento, débil y temblorosa, pero bajo todo aquello se sentía satisfecha. Había matado al príncipe vampiro sin su vis bulla, utilizando tan sólo su fuerza de mujer, su ágil mente... y lo que a Kritanu no le quedaría más remedio que considerar el golpe de lucha más impredecible que jamás había ejecutado.
Sí, se sentía rebosante de satisfacción.
Pero cuando miró a Max se esfumó en una masa de incierta emoción: náuseas, profunda pena y conmoción.
Y sabía que él veía la ira que ardía aún en sus ojos. No sabía cómo mirarle a los ojos, cómo sentirse hacia él. ¿Cómo podía saberlo?
Max había pasado un año viviendo con la Tutela, fingiendo ser uno de ellos de un modo tan hábil que incluso ella se había cuestionado su lealtad... pero al final había destruido el obelisco y salvado a todos.
A excepción de a tía Eustacia. ¿Podría perdonarle algún día por eso?
—¿Qué demonios creías que estabas haciendo?
Sus palabras —no las humildes que había esperado Victoria— le sobresaltaron, pero cuando volvió a mirarle, la cólera que mostraban sus ojos bastó para hacerle dar un paso atrás.
¿Ahora era él el que estaba furioso con ella?
—¡Estaba salvando tu miserable vida! —replicó, su mano temblorosa aferró con mayor fuerza el cerrojo. —Destruiste el obelisco y yo quería...
—¿Que tú querías? Sí, siempre se trata de lo que tú quieres, ¿no es así? —espetó. —No piensas en nada más que en lo que tú quieres. Vengarte... de mí, de Nedas, de quienquiera que se interponga en tu camino. Al cuerno con que ahora estás igual de indefensa que un niño, con que arriesgara mi maldito cuello para sacarte de aquí, que casi pierdo la única oportunidad que tenía de detener a Nedas. Si tú no sobrevives, todo lo que se ha logrado aquí esta noche peligrará.
Max la miraba, alto y amenazador, su cabello negro le caía sobre la cara, los ojos inyectados en sangre brillantes de ira, y los dedos apoyados en la pared al lado de Victoria como si quisiera impedirse estrangularla.
—Ahora eres La Gardella, Victoria. Tienes una obligación con el Consilium y con el resto de los venators. Ya no puedes pensar únicamente en ti misma, en tus necesidades y deseos, sino en las consecuencias a largo plazo de tus acciones. O tu pasividad. —Se apartó, enderezándose, cuando se escucharon gritos y pasos nuevamente en la distancia. —Es hora de que aprendas a sacrificarte.
—¿Igual que se sacrificó mi tía? —espetó Victoria, la ira, la pena y la conmoción la atravesaban, debilitándola y desorientándola. Su animosidad creció, ardiendo junto con sus nervios. —Tú tomaste esa decisión por ella, Max. Yo tomé la de salvarte la vida cuando habrías muerto allí.
—Y al hacerlo, me has obligado a vivir con lo que he hecho. No me has hecho ningún favor, y no has hecho nada por el Consilium.
—¿Por qué no me dijiste que planeabas destruir el obelisco?
—Hum. ¿Quizá fuera porque hubieras exigido saber cómo y hasta el más mínimo detalle, e insistido en ayudar, o porque no me habrías creído? Te dije de todas las formas posibles que tenías que marcharte, y por lo visto, ni siquiera la más flagrante grosería hizo efecto.
—Así que hiciste que Sebastian me raptara. Pero ¿por qué no me lo contaste cuando viniste a liberarme? Podrías habérmelo dicho entonces.
—Sí, y te habrías marchado, ¿verdad? Habrías salido corriendo por la puerta con la estaca y la pistola igual que una chica buena y eso habría sido el fin.
—De todos modos, no lo hice, ¿no? Podrías haberme contado más cuando viniste.
—Victoria, estaban esperando algo... cualquier paso en falso por mi parte que les diera motivo para desconfiar de mí. No podía arriesgarme a que creyeran que sucedía algo que no fuera... que no fuera que quería que te mataran. Por la razón que fuera —agregó con dureza. —Dejé que lo pensaran, pues era mejor que la alternativa. Sospechaba incluso de que me dieran la oportunidad de liberarte con la esperanza de oírme decirte algo que confirmara sus sospechas. No me atreví. No podía arriesgarme.
Los vampiros casi les habían alcanzado. No había tiempo para continuar entreteniéndose. O bien había amanecido o era de noche; o hallaban cierta libertad o tendrían que continuar corriendo. Victoria descorrió el pestillo. La puerta se abrió a la noche cerrada. Las estrellas poblaban el cielo igual que un pañuelo de diamantes que, por lo general, a Victoria le habría parecido hermoso, pero que esta noche encontraba decepcionante. Había albergado la esperanza de toparse con tonos rosados y anaranjados.
Su cuerpo se tambaleó de pronto cuando Max la empujó para que saliera, y Victoria cruzó la entrada a trompicones, cayendo en la sucia zona al otro lado de ésta. Escuchó la puerta cerrarse a su espalda y se giró.
Pero no, Max estaba allí, de pie junto a la puerta, mirando más allá de ella.
Inmóvil.
Victoria giró de nuevo de rodillas, aferrando la espada con la mano, resollando. Una par de botas surgieron de entre las sombras y se detuvieron frente a ella.
Alzó la mirada y vio la sombra de un elegante mentón, enmarcado por un halo iluminado por la luna que formaban las puntas plateadas del cabello rizándose a su alrededor.
—Sebastian. —Su tono de acusación era inconfundible. —Una vez más, tu aparición es impecablemente oportuna.
Las botas se acercaron y su sombra descendió sobre la mano con que Victoria sujetaba la espada.
—Veo que está bastante familiarizada con la tendencia de mi nieto por desaparecer en los más inoportunos... o, en este caso, fortuitos, momentos.
Victoria estiró el cuello para recorrerle en su totalidad con la mirada, y reparó en otro par de botas que salía de entre las sombras. Volvía a sentir la nuca helada, pero todavía poseía un arma, gracias a Dios. Se puso en pie con tanta lentitud y sosiego como le fue posible. Tenía los pantalones pegados a las rodillas allí donde habían tocado con la fría y húmeda tierra.
—Beauregard, supongo. Comenzaba a preguntarme si no era simplemente fruto de la imaginación de su nieto. —Miró por encima del hombro y vio que Max continuaba aún allí, de espaldas a la puerta cerrada del teatro.
El vampiro rompió a reír, recordándole incómodamente a Sebastian.
—Estoy muy sorprendido de que le haya hablado de mí. Bien, ya que está aquí, ¿debo imaginar que no acometieron con éxito su misión de esta noche? ¿Ha activado Nedas el Obelisco de Akvan?
Ahora que se había movido, y que las estrellas y la luna le iluminaban, Victoria pudo ver que era obvio que no se trataba de Sebastian. Había cierta semejanza, el cabello de ambos era una rebelde masa de rizos, aunque el de Beauregard era un rubio más claro en comparación con el color miel de su nieto. Además, era más mayor, pero no anciano. Quizá tuviera unos cuarenta y tantos cuando fue convertido por la mujer vampiro que le había engañado. Su rostro poseía los mismos rasgos patricios de Sebastian, pero su nariz era más ancha y sus labios no tan atractivos como los de su nieto. Sus ojos eran completamente diferentes; aunque no los tuviera rojos, resultaba obvio que eran más oscuros que los de Sebastian, y los tenía muy hundidos, confiriéndole una mirada entornada que le recordó a la de Phillip. Pese a todo, de hecho era un hombre maduro bastante atractivo para ser un vampiro con siglos de antigüedad, y abuelo, además.
Miraba a Max, que estaba de espaldas a la puerta. Tal vez estuviera apoyado contra ella, Victoria no estaba segura. Todavía sostenía una estaca en la mano, relajada a un costado.
—El Obelisco de Akvan ha sido destruido —le dijo Max.
Beauregard alzó la barbilla.
—Lo conseguiste, pues. No deseaba que Nedas tuviera ese inmenso poder más de lo que deseaba que lo tuviera Lilith. ¿Y continúas aún con vida? Qué conveniente para mí.
—No es que eso sea culpa suya —repuso Victoria. Se movió y la espada destelló a la luz de la luna.
Eso atrajo la atención de Beauregard, e impartió una orden con un ademán de su cabeza.
—Ya no necesitará eso. ¿Y dónde está Nedas?
Sebastian salió de detrás del grupo de vampiros, con la mirada clavada en Victoria mientras se aproximaba a ella.
—No —dijo, retrocediendo hacia Max, blandiendo la espada.
—Nedas está muerto —respondió Max a Beauregard.
—Yo la cogeré. Ahora, Victoria —le ordenó Sebastian. Podía verle la cara con claridad, pero la dureza de su voz era verdaderamente impropia de su personalidad encantadora.
Max se movió hacia ella. Alargó la mano y le asió la muñeca, rodeándole la cintura con el otro brazo para sujetarla, mientras Sebastian le arrebataba la espada de su débil mano.
—¿Qué estás haciendo? —Victoria se debatió en sus brazos, dándole patadas a Max y a Sebastian, hasta que el primero la soltó de repente y se precipitó al suelo.
—Tranquila, Victoria. —Sebastian se situó junto a su abuelo, mirándola. —Ni se deseaba ni se esperaba tu presencia aquí. —No le ofreció la mano a Victoria para ayudarla a levantarse.
—Debemos agradecer nuestra situación actual a tu incompetencia, Vioget —dijo con desdén Max, todavía apoyado en la puerta.
Sebastian enarcó una ceja.
—Veo que tampoco tú has conseguido tenerla bajo control. —Tenía otras cosas que hacer.
Victoria se puso en pie como pudo, tratando de no pensar cuántas veces había tenido que hacerlo ese día. Y en que cada vez le resultaba más difícil.
—¿De veras te envió ella? —le preguntó a Max de forma exigente.
—Sí, me envió Lilith. Aparentemente como un regalo para su hijo... una mascota venator, como dijo ella. Una mascota que proporcionaría los secretos de los venators a la Tutela y a los vampiros, y que los apoyaría cuando el Obelisco de Akvan otorgara sus poderes. Yo era el candidato perfecto, ya que una vez pertenecí a la Tutela. Hace mucho tiempo. —¿Cuándo...?
—Silencio. —Beauregard se acercó a ella, con los ojos repentinamente brillando igual que rubíes rosas y los colmillos largos y mortíferos. Hasta ahora había ignorado que fuera un vampiro Guardián. —No está usted al mando. Ahora, vosotros dos, volved adentro. —Se volvió hacia Sebastian, mirando la espada con repugnancia. —Quita eso de mi vista.
Victoria no se movió, de modo que Beauregard impartió una orden a dos de los vampiros que le flanqueaban. Éstos la agarraron por los codos y la llevaron a la fuerza hacia la puerta, que Max había abierto.
Tres vampiros salieron, con los colmillos a la vista y los ojos rojos, listos para presentar combate. Había más, apiñados tras ellos en la entrada.
Sin embargo, se quedaron inmóviles cuando vieron a Beauregard.
Victoria volvió la vista para ver que Beauregard sonreía a los recién llegados. No se trataba de una sonrisa agradable; esto le provocó, dado que había visto demasiadas expresiones de vampiros, una sensación de inquietud en el vientre.
—Hemos detenido a quienes esta noche os atacaron y mataron a Nedas —declaró, avanzando con aire imponente. —Como vuestro nuevo líder, impondré el castigo. De inmediato.
La escena resultaba familiar en ciertos aspectos, cuando Sebastian llevó a Victoria al escenario de la ópera donde escasos momentos antes la mayor fuente de maldad había ardido y explotado. Resultaba irónico cómo había pasado de la escena de una actuación brillante y sonora sólo días antes, rematada con refinada música y la cristalina vibración del canto, a ser una carcasa ennegrecida, con la mitad del piso destruido y las butacas ocupadas por no muertos inmortales, aguardando y observando su propia representación, en lugar de asistentes.
Había renunciado a decidir si debería estar o no furiosa con Sebastian, o resignada a sus acciones, y por tanto furiosa consigo misma. ¿Acaso no había sabido siempre que no era de fiar, incluso cuando hizo el amor con él? Y ahora allí estaban, sin más dudas acerca de su lealtad y de lo que era importante para él. Todo lo contrario a ella.
Y Max... ¿qué pintaba Max en todo esto? Había destruido el obelisco, pero la había obligado a entregar la espada a Beauregard... y a Sebastian. Naturalmente, les superaban en número y nunca serían capaces de abrirse paso a golpes entre un grupo de vampiros. Pero, con todo, seguía haciéndole sentir inquieta.
Beauregard estaba situado en el centro del escenario en una amplia butaca que Victoria reconoció como atrezo. Tenía un porte regio y poderoso, con los ojos brillantes y los colmillos superiores clavándose suavemente en la carne del labio inferior.
—¿Qué quiere él de mí? —preguntó Victoria en voz baja, mirando a Beauregard desde su posición entre bastidores con Sebastian.
—Me sorprende que no lo hayas descubierto, Victoria —respondió con su acostumbrado tono lánguido. —Beauregard y Nedas han sido rivales por el liderazgo de los vampiros. A mi abuelo le complace enormemente que no sólo haya sido destruido el Obelisco de Akvan, sino que te deshicieras de Nedas por él.
—Entonces debería dar gritos de alegría y soltarnos en lugar de planear un castigo.
—Por supuesto. Y en cuanto decida no ejecutar a dos venators, que son enemigos mortales de sus seguidores, ¿cuánto tiempo crees que seguiría ejerciendo el control sobre la Tutela y los vampiros? A pesar de los favores que ha recibido hoy, no está dispuesto a renunciar al poder que ha estado buscando perdonándole la vida a dos venators. Bien, ven conmigo y no hagas ruido. Quédate allí y luce tu mejor cara; por fortuna, mi abuelo tiene debilidad por las mujeres hermosas.
—Parece que ha causado una impresión indeleble en mi nieto —le dijo Beauregard cuando Sebastian hizo que se colocara a su lado. —Has hecho una excelente elección —le manifestó a su nieto. —Ahora comprendo de dónde proviene tu atracción por la mujer. Es realmente bonita.
—Te pido que le perdones la vida por la sola razón de que eso me complace —dijo Sebastian con una breve inclinación de cabeza. —Ha sido desarmada y ya no lleva el símbolo de los venators. No representa ninguna gran amenaza.
Victoria tuvo que luchar por mantener una expresión impertérrita. Tal vez ya no representara una gran amenaza, pero en cuanto regresara al Consilium se pondría un nuevo vis bulla, y volvería a las calles.
Suponiendo que Sebastian pudiera convencer a su abuelo con tanta eficacia como hacía con ella.
—Eso lo comprendo. Sería simplemente para preservar esa belleza para toda la eternidad, Sebastian. Podría ser tu concubina para siempre, con el mismo aspecto que tiene hoy. —Los ojos de Beauregard brillaban con esa misma chispeante coquetería que utilizaba su nieto, pero que en este caso hacía que a Victoria se le revolviera el estómago. —Y llevarlo a cabo sería un gran placer para mí.
—No, gracias, abuelo. Pero te pido que le perdones la vida.
—Se la perdonaré, sólo porque tú me lo has pedido, Sebastian. Pero únicamente en esta ocasión. Si existe la posibilidad de que volvamos a encontrarnos, en circunstancias distintas, no puedo hacer la misma promesa. —Posó su mirada rubí en Victoria y ella sintió toda la fuerza de su poder, la intensidad de su influjo, y la leve y fugaz curiosidad de cómo sería dejar que le clavara sus colmillos en el cuello.
Su sonrisa se hizo más amplia cuando reconoció su respuesta, luego se giró hacia Sebastian.
—¿Estás seguro? Bien, pues, volcaré mi atención en el otro. Traedle.
Victoria tragó saliva, tenía la garganta reseca y tirante. Max.
Tenía la desagradable y vertiginosa sensación de lo que le aguardaba. Sobre todo cuando Sebastian había dejado muy claros sus sentimientos hacia Max.
Victoria se detuvo, tirando a Sebastian del brazo.
—¿Qué pasa con Max?
—No puedo, no voy a salvarle también a él —le dijo, tirando de ella.
—Tu abuelo le matará. Pero ¿por qué? Después de que me obligara a entregarte la espada, creí que...
—No, Maximilian no le guarda mayor aprecio a mi abuelo que el que siente por mí. Simplemente te protegía cuando hizo que me dieras la espada. Ni siquiera juntos podríais haber ganado a Beauregard en combate, y ahora que sabe que yo me he asegurado de que estés a salvo, aceptará su propia sentencia. Date prisa, antes de que mi abuelo cambie de opinión.
Sebastian se la llevaba rápidamente del escenario cuando, de pronto, algo pasó volando por su lado, bajando del techo y aterrizando con un golpe estrepitoso y pesado sobre el escenario, justo entre Beauregard y ellos.
Victoria dio un salto atrás y alzó la mirada para ver unos brillantes ojos rojos sobre la misma pasarela en la que había estado unas horas antes; alguien había hecho exactamente lo mismo que ella... soltar otro pesado telón y arrojarlo al suelo.
Todo se sumió en el caos. Había vampiros por todas partes, recién llegados —o tal vez los que ya estaban, que habían acechado en las sombras del auditorio, —atacando a los secuaces de Beauregard.
—¡Ven, Victoria! —Sebastian estaba manifiestamente horrorizado y alarmado, y por segunda vez esa noche, Victoria vio cómo la sacaban del escenario, que se había transformado de improviso en un campo de batalla.
Vio a Max mientras Sebastian la arrastraba.
Se encontraba en un extremo del escenario, desarmado, defendiéndose de un solo vampiro mientras otros luchaban a su alrededor. Pasaría un tiempo hasta que se mermaran sus fuerzas y le superaran en número.
Victoria se detuvo, buscando automáticamente con la mirada algo que utilizar como arma, y Max la miró. Sus ojos se cruzaron a través del tumulto y Victoria leyó el mensaje en ellos: el mismo que le había dado desde que le había visto en casa de Regalado.
«Vete.»
—¡Victoria! —Sebastian tiraba de ella, pero Victoria se había agarrado al dobladillo de un teloncillo lateral de terciopelo que colgaba en un extremo del escenario, empleándolo para sujetarse y ocultarse parcialmente.
Tragó saliva, observó cómo Max trataba de girar y zafarse del vampiro que se abalanzó sobre él... le vio tropezar y ponerse en pie acto seguido.
Él la miró de nuevo, su cara era una máscara de ira y determinación.
Tenía que marcharse.
Pero no conseguía que sus pies se movieran. A pesar de lo que Max había hecho... no podía abandonarle. Él era un venator. No podía abandonarle para que muriese. ¡No podía realizar ese sacrificio! Le necesitaba.
Muerta tía Eustacia, necesitaba a Max. Alguien en quien poder confiar.
Victoria se zafó bruscamente de Sebastian, precipitándose un paso sobre el escenario ante la repentina liberación, luego perdió el equilibrio y se desplomó en el suelo. De rodillas durante un breve instante, reparó en algo que brillaba debajo de la pata. Alargó el brazo, lo sacó de debajo del pesado terciopelo y se dio cuenta de lo que tenía.
Era un fragmento del Obelisco de Akvan. Su diámetro no superaba la anchura de dos dedos, y su longitud era inferior a la de su antebrazo: era del tamaño de una estaca. Olió la maldad, la sintió arder cuando lo cogió y se lo guardó al tiempo que salía a gatas de debajo de la mesa. La energía le atravesó el brazo.
Utilizó la cortina para levantarse y miró de nuevo hacia el escenario. Max continuaba allí, pero se estaba debilitando, y distrayéndose al mirarla para asegurarle de que se marchaba.
Tenía que irse.
Tenía que dejar a un lado sus propios sentimientos y sacrificarse.
—¡Victoria! —Sebastian le agarraba la muñeca de la mano en que sujetaba el fragmento, y esta vez, tras mirar una última vez a Max, dejó que la arrastrara.
—¿Qué haces con eso? —le dijo por encima del hombro mientras se marchaban corriendo.
—Se lo llevaré a Wayren —respondió Victoria, liberando su mano.
Cruzaron el teatro corriendo, ahora sin vampiros pisándoles los talones. El sonido de la violencia rugía y resonaba aún en el edificio medio quemado.
Sebastian se detuvo ante la puerta que conducía afuera.
—Debo volver.
—¿Qué? ¿Qué sucede?
—Es Regalado. Está luchando por hacerse con el liderazgo de los vampiros. No puedo dejar que mi abuelo se enfrente a él solo. Estás a salvo; el sol ha salido y debes irte.
Antes de que pudiera continuar con sus protestas, Sebastian la empujó contra la pared, sus dedos le asieron con firmeza los hombros a través de la tela de su túnica. Su boca descendió sobre la de ella, ávida y caliente, en sus sensuales labios y su poderosa y resbaladiza lengua se mezclaban la disculpa, el deseo y la despedida.
Le devolvió el beso durante un momento, su respiración precipitándose entre ellos; después apartó la boca. —Pero tú no matas vampiros.
—Lo sé. Pero incluso yo tengo honor. —La besó de nuevo, amoldando la boca a la suya, luego cerró los ojos y apoyó la frente sobre la de Victoria. Inspiró profundamente. —Cuídate. Vete, ahora.
La empujó fuera de la puerta, cerrándola a su espalda.
El cielo aparecía rosado y anaranjado, tal como horas antes había esperado encontrarlo. Parpadeó a causa de la brillante luz y se giró para mirar.
Deseaba entrar. Dios, deseaba regresar allí adentro.
Pero había hecho lo correcto.
Por lo que sabía... Max podía estar ya muerto.
Y esperaba que Sebastian no siguiera sus pasos.
Sin embargo, no podía marcharse. No podía alejarse, sin más, buscar un carruaje de alquiler y retornar a la villa.
Se quedó parada sobre la hierba cubierta de rocío, inmóvil igual que una piedra.
CAPÍTULO 27
En el que Maximilian contrae una molesta deuda.
Max estaba preparado.
Estaba condenadamente cansado, a duras penas podía ver con nitidez.
Había visto a Victoria marcharse con Vioget, y sabía que a pesar de todos sus defectos, no iba a dejar que nada le sucediera. Él la pondría a salvo. Y ella seguiría adelante. Sería una líder tan formidable como Eustacia.
El vampiro se abatió sobre él, donde Max finalmente se había derrumbado sobre el suelo, la pata rota de una butaca que había estado utilizando como estaca escapó de su mano. Los dedos del no muerto formaban dos amenazadoras garras, coronados con letales zarpas, y sus relucientes colmillos estaban curvados igual que sables amarillentos.
Lilith no tendría a nadie a quien atormentar, ahora que Max iba a desaparecer. La idea le hizo torcer la boca con humor, y cerró los ojos, preparado.
Pero no llegó el dolor.
Abrió los ojos y a su lado se encontró a Vioget, estaca en mano. Éste le tendió la mano para que se pusiera en pie mientras los vampiros peleaban sobre el escenario detrás de él. Max se soltó de él.
—¿Y Victoria?
—Está a salvo. Afuera.
Un grito de advertencia atrajo la atención de ambos mientras dos vampiros, que luchaban con uñas y dientes, rodaban hacia ellos.
—Vete —dijo Sebastian, pero Max ya se dirigía hacia los bastidores, hacia la salida. Se dio media vuelta.
—No te guardo ninguna gratitud por esto, Vioget.
—Motivo por el que lo he hecho. Le dije a Victoria que me daba lo mismo que vivieras o murieras.
Max se detuvo, mirándole asomado al borde del cortinaje chamuscado.
—Entonces, ¿por qué no dejar que ponga fin a mi sufrimiento? ¿Por qué hacerte el héroe? Eso va en contra de tus principios.
—No lo he hecho por ti. Lo he hecho por ella. —Y Sebastian dio media vuelta en dirección al combate.
Cuando la puerta del teatro se abrió y salió Max, entornando los ojos a causa de la resplandeciente luz, Victoria no pudo hacer otra cosa que quedarse mirando.
Él se detuvo al verla.
—Sigues aún aquí.
Victoria dio un paso hacia él. Se quedaron allí, en las sombras alargadas de los árboles y el sol que acababa de salir por el horizonte. Victoria no sabía qué decir. Él había matado a su tía, pero habían luchado hombro con hombro. Había destruido el Obelisco de Akvan, y la había ayudado a escapar. Ella se había marchado, dejándole para que muriera.
—¿Cómo...?
—No es importante. —Tenía las manos en las caderas, maltrecho y manifiestamente exhausto. —Te dije que tu venganza sería innecesaria; jamás esperé salir del escenario una vez que hubiera blandido aquella espada.
—Pero lo hiciste. Yo te salvé.
—Y de ese modo tengo otro motivo más para estarte agradecido, ¿de eso se trata? No podrías estar más equivocada. —Seguramente había otra forma. Max alzó la mirada.
—Para poder estar allí a fin de destruir el obelisco en el momento preciso en que podía ser destruido, tenía que demostrar mi lealtad, llevando a cabo la hazaña más aborrecible imaginable. No había otro modo, Victoria.
El silencio se dilató, prolongado e incómodo. El suave soplo de la brisa le acarició la mejilla, y Victoria vio que las sombras habían comenzado a menguar.
—Dijiste que Lilith te liberaría de su influjo si te unías a la Tutela.
Su carcajada fue breve; sus palabras amargas:
—No pensarás que me lo creí, ¿verdad? Lo dijo, ciertamente, pero no la creí en absoluto. Supongo que existe la esperanza... —Rio de nuevo. —No, por supuesto que no. Y era inútil, pues no esperaba vivir tanto si lograba destruir el obelisco como si fracasaba.
Se miraron fijamente el uno al otro, y Max se acercó a ella, estirando los brazos para asirle los hombros. Su desaliñada trenza quedó enganchada en los dedos de Max, tensándose cuando alzó la mirada hacia él.
—Jamás me perdonarás lo que le hice a tu tía, y yo nunca te perdonaré por obligarme a vivir. ¿Crees que algún día olvidaré lo que hice?
Victoria se apartó, y Max retrocedió como si se hubiera quemado. Luego introdujo sus manos despellejadas debajo de la camisa durante un momento. Cuando volvió a sacarla, le ofreció algo. Su vis bulla.
—No, Max.
—Sí. Está hecho. Estoy acabado.
—No puedes.
Ahora él estaba furioso.
—¿Crees que podré enfrentarme de nuevo al Consilium después de esto? Ni siquiera puedo pensar en vivir conmigo mismo. Maté a mi mentora, a mi maestra, a mi amiga. A tu tía. —Le brillaban los ojos y apartó la mirada.
—Max.
—Tendrás a Wayren, Kritanu y a los demás. Tal vez incluso a Sebastian, si logra salir de ahí con vida. No necesitas a alguien cuya lealtad estará siempre en entredicho. Por el amor de Dios, piensa en el Consilium y en su futuro, no en tus emociones. Adiós, Victoria. Andaré con Dio.
Le dejó marchar por segunda vez. Le vio alejarse, en el alba, alto, moreno y solo.
CAPÍTULO 28
Un agridulce regalo.
A la mañana siguiente, un día después de haber salido del teatro de la Ópera y ver a Max alejarse, llegó un pequeño paquete para Victoria. Dentro había una pieza de seda doblada y una nota.
Encontré esto al acabar el combate y pensé que querrías tenerlo. Tal vez pueda sustituir al que te quitaron, pues aunque busqué, no pude encontrarlo. Cuídate, ya que no sé cuándo nos volveremos a ver.
S.
Dentro, envuelto en la seda se encontraba el vis bulla de su tía.
EPÍLOGO
En el que Wayren tranquiliza a Ilia Gardella.
Desde el instante en que hubo puesto el pie en Roma, tu tía supo que no saldría más de allí.
Victoria y Wayren estaban sentadas en el diminuto salón de su villa. Victoria había superado la conmoción inicial durante el día después de haber salido del teatro de la Ópera.
Habían sucedido muchas cosas, y había conseguido controlar la pena, la ira y la abrumadora sensación de estar perdida. La sensación de estar a la deriva y sin rumbo.
Había aceptado el desafío que suponía la vasta y ominosa responsabilidad que tenía por delante y estaba preparada para ello. Sí, lloraba su pérdida.
Parecía que fuera ayer cuando había sentido aquella sensación de vacío con la muerte de Phillip... pero lo había superado, igual que haría ahora.
Tenía que hacerlo. Era una venator.
Era Ilia Gardella.
—Era una antigua profecía de lady Rosamund. Eustacia la conocía bien, pero no sabía exactamente qué significaba hasta que se cumplió. «La edad dorada del venator hallará su fin a los pies de Roma» es la traducción literal. Ahora tiene sentido, pues tu tía era en verdad la venator dorada, Victoria, y tú seguirás sus pasos.
—Sigo sin poder aceptar la decisión de Max. ¡Tenía que haber otro modo!
Wayren la miró con sus serenos ojos azul grisáceo. Su rostro mostraba una expresión compasiva.
—Él no quería hacerlo, Victoria. No quería. Hubiera hecho cualquier cosa menos eso. Eustacia le ordenó que lo hiciera. Sus ojos se humedecieron. —¿Qué? ¿Cómo pudo?
—Hizo lo que había que hacer, Victoria. Si Nedas hubiera logrado llevar el Obelisco de Akvan a su máximo poder, la muerte y la destrucción habrían sido incluso peores que lo que vimos en Praga. Se sacrificó de buen grado para darle a Max la oportunidad, la única oportunidad, de detener a Nedas. Una vida a cambio de muchas otras. Ella confiaba en que lo conseguiría. Y lo hizo. Contra todo pronóstico, lo hizo, pues tenía que golpear el obelisco en el momento preciso, o perdería esa oportunidad.
Victoria tomó el pañuelo que Wayren le ofrecía. Olía a lirios del valle y a menta, y esa combinación la calmó en cierto modo.
—Max no esperaba sobrevivir.
—Estoy segura de que así era. Le salvaste la vida aun cuando más débil te encontrabas, testimonio de tu fuerza e ingenuidad. Ahora eres La Gardella.
Wayren la tocó con su esbelta y fría mano, y Victoria se sintió reconfortada.
—¿Quién crees que llevó a cabo la misión más ardua... tu tía, dirigiéndose a su ejecución? ¿O Max, que ha tenido que enfrentarse a alguien a quien amaba, admiraba y respetaba, y matarla? ¿Te resulta sorprendente que no deseara vivir con ese recuerdo, con esa certeza, días tras día? Todo acabó en un instante para tu tía; no me cabe duda de que Max se aseguró de que fuera rápido e indoloro. Pero él...
—Vivirá con su decisión todos los días, y se preguntará si había algo que hubiera podido hacer de otro modo. —Victoria recordó ese terrible momento hacía un año cuando había tomado una decisión, y podría haber matado al hombre en el callejón de Saint Giles. Recordando su propia decisión. Sabía que era mucho peor tener que matar a alguien a quien amas.
—En efecto.
—Me dio su vis bulla. —Se lo mostró a Wayren. —¿Acaso tú no te quitaste el tuyo cuando temías que ya no podía llevarlo, Victoria?
Ella asintió, recordando.
—Debemos darle tiempo, Victoria. Esperar que vuelva.
FIN
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