Edward Lucas White - La Casa de la Pesadilla
La primera vez que vi la casa, fue desde la cima de un monte, luego de
quitar algunas malezas y mirar a través del ancho valle a varios
centenares de pies debajo mío, hacia el sol, que estaba hundiéndose tras
las lejanas colinas azules. Desde ese punto de vista momentáneo, tenía un
exagerado sentido de observación. Me parecía estar colgando sobre una
maqueta de carreteras y campos, salpicado de granjas y sentía la decepción
familiar de que casi podía arrojar una piedra sobre la casa.
Lo que atrajo mi vista fue el pequeño camino en frente de la misma, entre
la masa de verdes árboles y el huerto de la casa. Era perfectamente
derecho, y estaba bordeado por una constante hilera de árboles, a través
de la cual distinguí un sendero color ceniza y un bajo muro de piedra.
Notoriamente, entre el huerto y dos de los árboles, había un objeto
blanco, que parecía ser una piedra alta, un espigón vertical de caliza, de
los varios que los campos de la región están regados.
Vi con mucha claridad este camino y me dio una placentera expectación.
Había estado viajando fatigosamente por el bosque de aquellas colinas
semi-montañosas. No había visto ni una granja, solamente chozas
destartaladas a lo largo de la carretera, a través de más de veinte millas
de obstáculos e impedimentos. Ahora, cuando no me restaba mucho trecho
para llegar a mi destino, veía a corta distancia un buen lugar donde
reposar.
A medida que aceleraba cautelosamente mi vehículo, a través del comienzo
del largo descenso, los árboles me engulleron de nuevo, perdiendo de vista
el valle. Me sumergí en una hondonada, y cuando subí de nuevo, en la
cresta de la siguiente elevación, volví a ver la casa, más cerca que
antes.
La piedra elevada atrajo mi atención con cierta sorpresa. ¿No había visto
que estaba frente a la casa, cerca del huerto? Evidentemente estaba a la
izquierda del camino que conducía a la casa. Mi autocuestionamiento duró
hasta que crucé la cresta. Luego vi nuevamente truncada mi perspectiva;
pero pronto me puse a mirar para adelante una vez, en la próxima chance de
ver el mismo panorama.
Al final de la segunda colina solamente se veía de refilón parte del
camino y no podía estar seguro, pero en un principio, la piedra elevada
parecía estar a la derecha del camino.
Llegué a la cima de la tercera y última colina y volví a mirar para abajo,
viendo el camino bajo los enormes árboles, casi como si estuviera viendo a
través de un tubo. Había una línea de blancura que creí identificar como
la piedra alta. Estaba sobre la derecha.
Me zambullí en la última de las hondonadas. Mientras remontaba la más
lejana cuesta, mantuve mi vista en la cima del camino, delante mío. Cuando
mi línea visual transpuso la elevación, pude ver la piedra elevada a mi
derecha, entre los numerosos arces. Me detuve a un costado del camino, e
inspeccioné mis neumáticos, luego tiré la palanca.
A medida que avanzaba, miraba para adelante. ¡Veía la piedra ahora a la
izquierda del camino! Estaba realmente asombrado y hasta atemorizado, y me
decidí a acercarme lo suficiente a la piedra para comprobar a ciencia
cierta si estaba a la derecha o a la izquierda, o si no, en el medio del
camino.
En mi atolondramiento, puse la velocidad máxima. La máquina dio un brinco
y perdí el control. Di un giro a la izquierda, pero fue inútil y choqué
contra un gran arce.
Cuando volví en mí, estaba caído de espaldas en una zanja. Los últimos
rayos de sol enviaban fustes de luz verde-dorada a través de las ramas de
los arces. Mi primer pensamiento fue de una rara mezcla de admiración a
las bellezas de la naturaleza y de desaprobación por mi propia conducta,
por ir de excursión sin acompañante (algo que he lamentado más de una
vez). Luego se me aclaró la mente, y me senté. Me sentía mareado, y no
estaba sangrando ni tenía huesos rotos; aunque estaba muy sacudido, no
había sufrido magulladuras serias.
Entonces vi al muchacho. Estaba parado al final del camino color ceniza,
cerca del zanjón. Era robusto y macizo; estaba descalzo y tenía los
pantalones arremangados a la altura de las rodillas; vestía una camisa
color nogal, abierta en el pecho, y no tenía ni capa ni sombrero. Su
rostro rezumaba pecas y tenía un horroroso labio leporino.
Intenté levantarme y procedí a examinar el destrozo. No había habido
explosión ni fuego, pero mi máquina estaba convertida en ruinas. Todo lo
que vi estaba hecho pedazos. Mis dos cestas de pertrechos habían, por
aquellas cínicas burlas del destino, escapado al destrozo, y estaban
incólumes, ni siquiera una botella se había roto.
Durante mi investigación, la vista desvaída del muchacho me siguió
contínuamente, pero él no pronunció palabra. Cuando me hube convencido de
mi impotencia para reparar el daño, fui derecho hacia él y le dirigí la
palabra:
"¿Cuán lejos está la herrería más cercana?"
"Ocho millas," respondió. Tenía un alarmante caso de paladar partido, y
sus palabras eran apenas inteligibles.
"¿Me puedes guiar hacia allí?" inquirí.
"No hay equipo en la casa," replicó; "ni caballo, ni vacas."
"¿Qué tan lejos está la siguiente casa?" continué.
"Seis millas," respondió.
Miré al cielo. El sol ya se había puesto. Y me volví a mirar mi reloj:
iban a dar las siete treinta y cinco.
"¿Puedo dormir en tu casa esta noche?" pregunté.
"Puede venir si usted quiere," dijo, "y puede quedarse a dormir. Casa está
descuidada; Ma murió hace tres años, y Pa se fue. No hay nada para comer,
salvo harina de trigo y tocino mohoso."
"Tengo suficiente comida," respondí, levantando una cesta. "Solo toma esta
cesta, ¿lo harás?"
"Usted puede venir, si así lo desea," dijo, "pero debe acarrear sus
propias cosas." No habló con grosería o rudeza, pero parecía afirmar con
docilidad un hecho inofensivo.
"Correcto," dije, levantando la otra cesta, "muéstrame el camino."
El patio frente a la casa estaba oscuro, bajo una docena o más inmensos
ailanthus, bajo los cuales habían crecido gran cantidad de arbustos y
pequeños árboles, y por debajo, a su vez, largas y enmarañadas hierbas. Lo
que alguna vez fue, aparentemente, un camino, ahora era una estrecha y
curvada senda en dirección a la casa. Por todos lados había brotes de
ailanthus, y el aire estaba viciado con el desagradable olor de sus raíces
y de las hierbas.
La casa era de piedra gris, con persianas color verde, pero tan
desgastadas que parecían grises como la piedra. Contra el frente había un
porche, no muy elevado por encima del suelo, y sin balaustrada o
pasamanos. Había varias mecedoras de tablas de nogal americano. Había ocho
ventanas cerradas, y en medio entre las ventanas y el porche, una gran
puerta, con pequeños paneles color violeta a cada uno de sus lados y
montante en forma de abanico por encima.
"Abre la puerta," dije al muchacho.
"Ábrala usted mismo," replicó, no de manera desagradable ni enfadosa, sino
con un tono que uno no podría sino tomarlo como una sugerencia de lo más
natural.
Bajé mis canastas e intenté con la puerta. Estaba cerrada pero no con
llave, y abrió con un penoso trabajo de sus herrumbrosas bisagras, sobre
las cuales se combeó locamente, raspando el piso a medida que se movía. El
pasillo tenía un olor a moho y humedad. Había varias puertas a ambos
lados; el chico me apuntó hacia la primera de la derecha.
"Usted puede ocupar ese cuarto," dijo.
Abrí la puerta. Se podía distinguir poco, entre el polvillo, las ramas de
los árboles fuera, el techo de pizarra y las puertas cerradas.
"Mejor trae una lámpara," dije al chico.
"No hay lámpara," declaró festivamente. "No hay velas. Usualmente estamos
en cama cuando oscurece."
Volví a los restos de mi vehículo. Mi cuatro lámparas estaban reducidas a
cristales quebrados y metal abollado. Mi linterna estaba hecha puré. Sin
embargo, llevaba algunas bujías en un maletín. Estaban un poco machacadas,
pero aún se mantenían en una pieza. Regresé con el maletín y en el porche
lo abrí y extraje tres velas.
Entré a la habitación, donde encontré al muchacho parado justo donde lo
dejé, y encendí una vela. Las paredes estaban blanqueadas, el piso pelado.
Había un frío y enmohecido aroma, pero la cama parecía estar recién hecha,
a pesar que se sentía todo húmedo.
Con un par de gotas de su propio sebo, pegué la vela en la esquina de un
desvencijado escritorio. No había nada en la habitación, salvo dos sillas
desfondadas y una pequeña mesa. Volví a salir al porche a buscar mi
maletín, y lo puse en la cama. Quité el pestillo de cada ventana y abrí
los postigos. Entonces pregunté al muchacho, quien no se había movido ni
hablado, cuál era el camino hacia la cocina. Me guió a través del
vestíbulo, hacia la parte trasera de la casa. La cocina era grande, y no
tenía más moblaje que algunas sillas de pino, una banqueta de pino y una
mesa también de la misma madera.
Fijé dos velas en lados opuestos de la mesa. No había horno ni calentador
en esa cocina, solo una gran chimenea, y unas cenizas que olían y
semejaban tener más de un mes. La madera en la leñera estaba reseca, y
tenía un aroma rancio. Un par de herramientas, hachas, estaban oxidadas y
desafiladas, pero aún utilizables. Rápidamente hice un gran fuego. Para mi
sorpresa, ya que era una noche de mediados de junio y que el tiempo que
estaba seco y cálido, el muchacho, con sonrisa tosca en su poco agraciado
rostro, se reclinó sobre el fuego, extendiendo las manos y los brazos,
hasta casi el punto de tostarse a sí mismo.
"¿Tienes frío?" inquirí.
"Siempre tengo frío," replicó, acercándose ya peligrosamente al fuego,
hasta un punto que pensé que iba a quemarse.
Lo dejé tostándose a sí mismo mientras fui en busca de agua. Descubrí una
bomba, y tuve un gran trabajo para llenar dos baldes. Cuando puse el agua
a hervir, fui por mis cestas al porche.
Di una cepillada a la mesa y serví la vianda, pavo frío, jamón frío, pan
negro y pan blanco, aceitunas, conserva y pastel. Cuando la lata de sopa
estuvo caliente y hube servido el café, invité al chico a sentarse
conmigo.
"No tengo hambre," dijo; "ya cené."
Este chico era una nueva clase de muchacho; todos los chicos que conocía
eran voraces devoradores y siempre estaban listos para una nueva ingesta.
Yo mismo había sentido hambre, pero de algún modo cuando comencé a comer
ya tenía poco apetito, y difícilmente paladeaba la comida. Pronto terminé
con mi vianda, apagué el fuego y soplé las velas, y regresé al porche,
para sentarme en una de las mecedoras y ponerme a fumar. El muchacho me
siguió en silencio, y se sentó en el piso mismo del porche, apoyándose en
una columna y dejando uno de sus pies fuera, en la hierba.
"¿Qué haces cuando tu padre está fuera?" pregunté.
"Solo holgazanear," dijo. "Solo perder el tiempo."
"¿Qué tan lejos están de sus vecinos más cercanos?" pregunté.
"No hay vecinos cercanos que vengan aquí," indicó. "Dicen que temen a los
fantasmas."
Yo no estaba asustado; el lugar tenía el aspecto que usualmente se le
atribuye a las casas denominadas encantadas. Estaba impresionado por su
extraña manera de hablar del asunto, que era como si dijera que ellos
tenían miedo de un perro enojado.
"¿Has visto algún fantasma por aquí?" continué.
"Nunca los vi," respondió, como si hubiera mencionado vagabundos o
perdices. "Nunca los escuché. Algunas veces los siento."
"¿Tienes miedo a ellos?" pregunté.
"Nope," confesó. "No creo en fantasmas; creo en las pesadillas. ¿Alguna
vez tuvo pesadillas?"
"Raras veces," repliqué.
"Yo sí," dijo. "Siempre tengo la misma. Un gran marrano, grande como un
buey, que trata de comerme. Despierto tan asustado que podría seguir
corriendo. No hay escapatoria. Voy a dormir, y ahí está de nuevo.
Despierto más asustado que nunca. Pa decía que eran las tortas de trigo en
verano."
"Tu habrás hecho alguna broma, alguna vez," dije.
"Sip," dijo. "Una vez a una gran cerda, tomé uno de sus cerditos por la
pata trasera. Lo tuve por mucho tiempo. Lo dejé caer en el chiquero.
Desearía no haberlo hecho. Tengo esa pesadilla tres veces a la semana. Lo
peor es ser quemado. Vaya, siento los fantasmas ahora a nuestro alrededor.
Él no trataba de asustarme. Estaba simplemente opinando tal y como si
hablara de murciélagos o mosquitos. No le contesté, y me quedé
involuntariamente escuchándolo. Mi pipa se apagó. No quería fumar otra,
pero no me sentía con cansancio como para irme a la cama aún, ya que
estaba cómodo donde estaba, aunque el aroma del ailanthus era sumamente
desagradable. Volví a llenar mi pipa, la encendí y luego, mientras daba
una bocanada, me quedé adormilado por un momento.
Desperté con una sensación de que un suave tejido me surcó el rostro. El
chico seguía inmóvil.
"¿Viste eso?" pregunté rápidamente.
"No vi nada," dijo. "¿Qué fue?"
"Fue como si una red para atrapar mosquitos me hubiera rozado la cara."
"No hay tal red," aseguró; "fue un velo. Ese es uno de los fantasmas.
Alguno voló sobre usted; alguno lo tocó con sus largos y fríos dedos. Es
uno que arrastró un velo por sobre su rostro, bien, supongo que debe ser
Ma."
Hablaba con la inatacable convicción del niño en "We Are Seven". No
encontré palabras para replicar, y me levanté para ir a la cama.
"Buenas noches," dije.
"Buenas noches," hizo eco de mis palabras. "
Encendí un fósforo, encontré la vela y la fijé a la esquina de la ajada
mesa, y me desvestí. La cama tenía un confortable colchón de plumas y al
rato estaba dormido.
Tenía la sensación de haber estado dormido por un largo rato, cuando
comencé a tener una pesadilla, la misma pesadilla que describiera antes el
muchacho. Un enorme cerdo, grande como un caballo de carreta, que estaba
asomado con sus patas delanteras sobre la cama, tratando de hincarse sobre
mí. El animal grunó y resopló, y sentí que yo iba a ser su alimento. Sabía
que era solo un sueño, y me esforcé en despertar.
Entonces, la gigantesca bestia se movió torpemente, sobre los pies de la
cama, y me desperté.
Estaba en absoluta oscuridad, tan negra como si estuviera encerrado en un
baúl. Mi estremecimiento instantáneamente mermó y mis nervios se calmaron;
comprendí en donde estaba, y no sentí el menor pánico. Me di vuelta e
intenté volver a dormir. Entonces tuve una real pesadilla, no reconocible
como sueño, sobrecogedoramente real, una inenarrable agonía de horror sin
razón.
Había una Cosa en la habitación; no era un cerdo, ni ninguna otra criatura
identificable, sino una Cosa. Era grande como un elefante, y ocupaba la
estancia hasta el techo; tenía forma como de jabalí, sentado sobre sus
ancas, con sus cuartos delanteros rígidos. Tenía un hocico babeante y
rojo, repleto de grandes colmillos, y su mandíbula se movía como si
tuviera mucho hambre. Comenzó a encorvarse, lentamente, pulgada por
pulgada, hasta que sus vastas patas se montaron en la cama.
La cama se comprimió como papel secante húmedo, y sentí el peso de la Cosa
sobre mis pies, sobre mis piernas, sobre mi cuerpo y sobre mi pecho.
Estaba hambriento, y yo era su platillo, y sus fauces chorreantes se
acercaban cada vez más a mi cara.
Entonces la indefensión del sueño que me había dejado incapaz de moverme,
súbitamente cedió, y grité y me desperté. Esta vez había sentido verdadero
terror y no pude despojarme del mismo fácilmente.
Era cerca del amanecer: podía discernir levemente a través de los sucios
ventanales. Encendí el muñón de la vela y las otras dos, me vestí
precipitadamente, hice mi maletín, y lo puse en el porche, contra la
pared. Entonces llamé al chico. Súbitamente me di cuenta que no me había
dicho su nombre ni yo se lo había preguntado.
Grité "¡Hola!" un par de veces, pero no hubo respuesta. Ya no aguantaba
más esa casa. Aún estaba empapado del pánico de la pesadilla. Desistí de
seguir gritando, no lo busqué, pero con las dos velas, fui a la cocina.
Tomé un trago de café frío y comí un biscuit mientras me apresuré a meter
mis pertenencias en las cestas. Entonces, dejando un dólar de plata en la
mesa, salí con las canastas y las dejé en el porche, junto a mi maletín.
Ya había un poco más de luz, la necesaria como para ver el camino. El
rocío de la noche había provocado que el paisaje se viera más
descorazonador que antes. Sin embargo, todo estaba sereno. No había
huellas de ruedas o de herraduras en el camino. La piedra elevada, que
ciertamente había causado mi desastre, se erguía como un centinela, frente
a donde me encontraba.
Me propuse hallar un taller de herrero. Antes que iniciara mi marcha, el
sol había ya salido y estaba calentando, no muy alto en el horizonte.
Luego de caminar bastante, me acaloré en demasía, y me pareció haber
caminado diez millas más que seis cuando llegué a la primer casa. Era una
casa pulcramente pintada y cercana a una carretera, con una cerca blanca a
lo largo de su jardín.
Estaba casi por abrir la puerta cuando un gran perro negro, con una cola
ondulada, brincó desde los arbustos. No se puso a ladrar, sino que se
sentó tras la puerta, moviendo su cola y observándome con ojos amistosos;
yo dudé, tenía mi mano en el picaporte, y lo consideré. El perro podía no
ser tan amigable como parecía, y su visión me hizo caer en cuenta que a
excepción del muchacho, no había visto otra criatura viviente en la casa
en donde había pasado la noche; no había perro ni gato; ni siquiera sapos
o aves. Mientras estaba cavilando sobre esta impresión, un hombre salió
del interior de la casa.
"¿Muerde su perro?" pregunté.
"No," respondió; "no muerde, pase usted."
Le conté que había tenido un accidente con mi automóvil, y le pregunté si
podría conducirme a algún taller de herrería, y luego, de nuevo al lugar
de mi siniestro.
"Cierto," respondió. "Feliz de ayudarle. ¿Dónde chocó?"
"En frente de la casa gris, seis millas atrás," respondí.
"¿Esa gran casa de piedra?" interrogó.
"La misma," asentí.
"¿Usted vino por aquí antes?" preguntó asombrado. "No lo oí."
"No," dije; "vine desde la otra dirección."
"¿Porque," meditó, "usted tuvo que chocar antes del amanecer. Vino usted a
través de las montañas durante la noche?"
"No," repliqué; "choqué antes de que caiga la noche."
"¡Anochecer!" exclamó. "¿Dónde diablos pasó usted la noche, entonces?"
"Dormí en la casa, frente a la cual choqué."
"¿En esa gran casa de piedra, entre los árboles?" preguntó como
demandando.
"Sí," asentí.
"¿Por qué?" trinó excitado, "¡Esa casa está encantada! Dicen que si uno
pasa por ahí después del anochecer, no se puede decir a que lado del
camino se alza la gran piedra blanca."
"No lo pude comprobar hasta después del anochecer," dije.
"¡Vaya!" exclamó. "¡Mire usted! ¡Y usted durmió en la casa! ¿En verdad
usted durmió allí?
"Dormí muy bien," dije. "Excepto por una pesadilla, dormí toda la noche."
"Bueno," comentó, "no pasaría la noche en esa esa casa, ni siquiera por mi
salvación. ¡Y usted se quedó ahí anoche! ¿Cómo diablos se le ocurrió
entrar?"
"El muchacho me llevó," dije.
"¿Qué clase de muchacho?" preguntó, sus ojos fijos en mi con una rara y
rústica expresión de absorto interés.
"Robusto, pecoso, tenía labio leporino," dije.
"¿Y hablaba como si su boca estuviera llena de puré?" inquirió.
"Sí," respondí; "un mal caso de paladar partido."
"¡Bueno!" exclamó. "Nunca creí en fantasmas, y nunca creí que esa casa
estuviera encantada, pero ahora lo se. ¡Y usted durmió ahí!"
"No vi ningún fantasma," repliqué ya un poco irritado.
"Usted vio un fantasma, seguro," contestó solemnemente. "Ese muchacho del
labio leporino, ha muerto hace seis meses."
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