ROSTRO DE CALAVERA
Robert Ervin Howard
¿Miedo? Perdón, Messieurs, pero ustedes no conocen lo que significa la palabra «miedo». No, yo sé lo que me digo. Ustedes son soldados, aventureros. Han conocido las cargas de los regimientos de dragones, el frenesí de los mares azotados por los vientos. Pero el miedo, ese miedo que pone los pelos de punta, ese que os estremece de horror, ése no lo han conocido. Yo sí he conocido semejante miedo... Pero no será hasta que las legiones de las tinieblas salgan en torbellino por las puertas del infierno y el mundo se consuma entre llamas que ese miedo vuelva a ser conocido por los hombres.
Miren, se lo voy a contar a ustedes. Ocurrió por esos mundos hace ya muchos años, y ninguno de ustedes verá jamás al hombre de quien les hablo. Y aunque lo viesen, no lo reconocerían.
Retrocedan conmigo, pues, a través de los años, al día en que yo, joven caballero, salté atolondrado del botecito que me desembarcaba del buque anclado en el puerto. Maldije el barro que ensuciaba el muelle abierto a la intemperie, crucé con dos zancadas el desembarcadero, y me dirigí hacia el castillo a fin de corresponder a la invitación de un antiguo amigo, Don Vicente da Lusto.
Don Vicente era un hombre extraño y perspicaz... un hombre fuerte, que veía más allá de los horizontes de su época. Es posible que por sus venas corriera la sangre de aquellos antiguos fenicios que, según cuentan los sacerdotes, sobornaban los mares y construían ciudades en lejanas tierras y en oscuros tiempos. Aunque su plan de negocios fue singular, resultó eficaz; pocos hombres hubieran pensado en aquello, y todavía menos hubieran prosperado como él. En la costa occidental de aquel oscuro y místico continente burlador de exploradores que era África, era donde Don Vicente tenía su hacienda.
Era allí, junto a una pequeña bahía, donde él había destrozado la maleza y construido su castillo y sus almacenes, y con firmeza había arrancado las riquezas de la tierra. Tenía cuatro embarcaciones: un gran galeón y tres barquitos, que iban y venían entre sus dominios y las ciudades de España, Portugal, Francia y hasta de Inglaterra cargados de raros maderos, marfil, esclavos; las mil extrañas riquezas que Don Vicente habrá ganado mediante el comercio y la conquista, aventura loca y comercio más loco todavía. Y con todo, él hubiera podido levantar un imperio sobre aquella negra tierra a no ser por su sobrino Carlos, el cara de rata; pero no quiero contarles nada por adelantado.
Vean ustedes, Messieurs. Sobre la mesa les dibujo un mapa con mi dedo mojado en vino. Ahí está el pequeñito y rudimentario puerto, y aquí los vastos talleres. El muelle sube así por la ligera pendiente con almacenes a modo de grandes barracas a uno y otro lado, y aquí me detuve yo ante un vasto paso poco profundo. Por encima de él pasaba un estrecho puente levadizo, y más allá de éste se levantaba una alta empalizada de troncos clavados en el suelo, la cual se extendía alrededor del castillo. El castillo estaba construido siguiendo el modelo de épocas muy anteriores; valía más por su aspecto poderoso que por su belleza. Había sido construido con piedra traída de muy lejos; tras años de trabajo y mil negros penando bajo el látigo, se habían levantado sus paredes, y ahora, ya acabado, tenía un aspecto inexpugnable. Precisamente esa había sido la intención de sus constructores, ya que los piratas de Berbería recorrían sus costas y sentían muy próximo el horror de una rebelión de indígenas.
A cada lado del castillo se dejó un espacio aproximado de media milla, construyéndose carreteras que enlazaban el terreno pantanoso. La cantidad de trabajo requerido había sido inmensa; pero el rendimiento fue fructífero. Fue un verdadero regalo para su dueño ya que era cuanto podía pedirse. ¡Y los portugueses sabían cómo hacer trabajar a los hombres!
Un ancho río, poco profundo, que se vaciaba en el puerto, corría a menos de cien yardas al este del castillo. Su nombre se ha borrado completamente de mi recuerdo; era un nombre algo así como pagano, pero no se me viene nunca a la punta de la lengua.
Pude comprobar que yo no era el único amigo invitado al castillo. Según parecía, por lo menos una vez al año, Don Vicente reunía en su solitaria propiedad una hueste de alegres camaradas, donde se divertían y regocijaban durante varias semanas, para así compensarse él mismo del trabajo y la soledad en que estaba sumido el resto del año.
Cercana ya la noche yo entré y pude ver que ya había comenzado un gran banquete. Fui aclamado con júbilo por todos, acogido con grandes muestras de afecto por los amigos, y presentado a los desconocidos que allí encontré.
Estaba demasiado fatigado como para tomar yo mucha parte en aquella orgía. Así, pues, comí, bebí serena y moderadamente, escuché
los brindis y canciones, y fui examinando a los alegres convidados.
Desde luego, a Don Vicente lo conocía yo bien, porque había intimado con él hacía varios años; también tenía buena amistad con su bonita sobrina Isabel; y había sido esta amistad uno de los motivos por los que yo había aceptado la invitación de ir a aquel pestilente marjal. A Carlos, su primo segundo, también lo conocía; pero no me agradaba: era un individuo socarrón, afectado, con cara de rata. Además, estaban allí un antiguo amigo, Luigi Verenza, italiano; y su coqueta hermana Marcita que, como de costumbre, repartía miradas provocativas entre los hombres; un estúpido alemán corto de estatura que se daba el título de barón Von Schiller; Jean Desmarte campechano noble de Gascuña; y don Florencio de Sevilla, delgado, moreno, taciturno que se llamaba a sí mismo el Español y llevaba un espadón tan largo como él.
Aunque había más hombres y mujeres; ha pasado ya tanto tiempo de todo aquello que no puedo recordar ni sus rostros ni sus nombres. Pero había un hombre cuyo rostro atraía de una manera extraña mi mirada como el imán de alquimista atrae al hierro. Era flaco, de poca estatura, vestía de modo muy sencillo, casi austero, y llevaba una espada casi tan larga como la del español.
Pero ni sus vestidos ni su espada era lo que atraía más mi atención; era su rostro. Un rostro distinguido, aristocrático, surcado por profundas arrugas que le daban abatida y sombría expresión. Pequeñas cicatrices abigarraban sus mejillas y su frente como si fueran el resultado de unas salvajes garras; hubiera jurado que sus ojos grises, medio entornados, tenían en ciertos momentos una expresión fugitiva.
Dirigiéndome a la coqueta Marcita, le pregunté cuál era el nombre de aquel caballero, como si no lo hubiese entendido bien cuando me lo habían presentado.
—De Montour, de Normandía —me contestó ella—. Hombre raro. Personalmente no me es nada simpático.
—¿Se resiste a sus burlas, amiguita encantadora? —murmuré con la inmunidad para sus iras y sus tretas que me había ganado mi larga amistad con ella.
Ella optó por no enfadarse, contestándome con fingido recato, y sólo mirándome por debajo de las largas pestañas de sus caídos párpados.
Mientras observaba con detenimiento a De Montour, sentía una extraña fascinación. Comía poco, bebía mucho, apenas hablaba, y si lo hacía sólo era para contestar a las preguntas a que era sometido.
Al empezar los brindis, pude observar que sus compañeros le instaban a levantarse y brindar primero, a lo que él se negaba; luego se levantó, tras persistentes instancias, y se quedó callado un momento sosteniendo el vaso en la mano. Parecía dominar, subyugar todo el grupo de convidados. Después, soltando una carcajada bárbara y burlona, alzó el vaso por encima de su cabeza.
—¡Por Salomón que sujetaba a todos los demonios! —exclamó—. ¡Y tres veces sea maldito por los que se dejó escapar!
¡Un brindis y una maldición al mismo tiempo! Bebió luego en silencio, con miradas de soslayo, algo vacilantes.
Fatigado de mi largo viaje por mar, y dándome vueltas la cabeza por la fuerza de aquel vino que almacenaba Don Vicente en grandes cantidades, me vi obligado a retirarme temprano.
Mi habitación estaba cerca del remate del castillo, y a través de sus ventanas podía ver los bosques del sur y el río. Estaba amueblada con rudo y barbárico esplendor, en consonancia con el resto del castillo.
Me acerqué a la ventana y miré al arcabucero que hacía la guardia pasando arriba y abajo junto a la parte exterior de la empalizada; después, deslicé la mirada por el espacio desmontado, cuya desnudez confusamente se atisbaba a la luz de la luna; después hacia el bosque que se extendía más allá, y por último hacia el silencioso río.
De los barrios indígenas, junto a la ribera, llegó a mis oídos el mágico son de un torco laúd, que tocaba una bárbara melodía.
De entre las densas sombras del bosque un extraño pájaro nocturno alzó una voz burlona, sobrenatural. Acto seguido sonaron millares de cantos menores de pájaros, cuadrúpedos y ¡qué sé yo de cuántas clases de animales! Una especie de gato salvaje emitió un maullido que ponía los pelos de punta. Pero yo me encogí de hombros y me puse de espaldas a la ventana. No cabía duda de que los demonios atisbaban desde aquellas sombrías profundidades.
Fue entonces cuando oí llamar a mi puerta; abrí para dejar entrar a De Montour.
Corrió a la ventana para observar la luna, que se elevaba resplandeciente y gloriosa.
—La luna está casi en su lleno, ¿no es cierto, Monsieur? —observó, volviéndose hacia mí.
Yo asentí con la cabeza, y hubiera jurado que él se estremecía.
—Usted me dispensará, Monsieur. No quiero molestarle más. Se volvió para marcharse, pero al llegar a la puerta vaciló y volvió a mi lado.
—Monsieur — dijo casi cuchicheando, pero con viva intensidad—, ¡procure esta noche cerrar bien su puerta con llave y cerrojo!
Y se fue, mis asombrados ojos clavados en él mientras se retiraba.
Me fui adormilando mientras oía las distantes voces de los convidados; aunque estaba cansado, o tal vez por estarlo, me quedé sólo traspuesto. Sin despertarme del todo hasta la mañana, a través del velo de mi ligero sueño parecieron llegar a mis oídos sones y ruidos; y por un momento me pareció que alguien empujaba mi puerta y acechaba por su cerradura.
Como es fácil suponer, al día siguiente la mayoría de los huéspedes estaban embrutecidos, permaneciendo en sus habitaciones casi toda la mañana, ya que bajaron muy tarde para desayunar.
Además de Don Vicente, realmente sólo había allí tres convidados masculinos con la cabeza serena: De Montour, el Español de Sevilla (como él se nombraba), y yo. El español no probó nunca el vino, y aunque De Montour consumía increíbles cantidades de él, no pudo comunicarle el menor deseo de beber.
Los demás nos saludaron con extremada amabilidad.
—La verdad, señor —observó la desenvuelta Marcita, alargándome la mano con tan gracioso gesto que estuvo a punto de embobarme—, me alegro mucho de verle tan caballero entre nosotros que cuida más de nuestra compañía que del vaso de vino; porque la mayoría de los demás están singularmente embrutecidos esta mañana.
Después, lanzándome una arrebatadora mirada con sus maravillosos ojos, prosiguió:
—Apostaría a que alguien la pasada noche ha estado más bebido que discreto... o tal vez no lo bastante bebido, ¿quién sabe? Pues, a menos que mis pobres sentidos me engañen mucho, diría que alguien ha venido a rondar mi puerta a altas horas de la noche.
—¡Ahí! —exclamé yo de pronto, furioso—. ¡Alguien...!
—No. Silencio. —Miró en derredor como para ver si estábamos solos, y después dijo:
—¿No le parece extraño que el señor De Montour, antes de retirarse esta noche pasada, me aconsejara que cerrase bien la puerta de mi cuarto?
—¡Extraño, ciertamente! —murmuré; sin decirle que aquel señor me había hecho a mí la misma advertencia.
—¿Y no es extraño, Fierre, que a pesar de haber salido de la sala del banquete el señor De Montour, antes que usted, tenga el aspecto de un hombre que se ha pasado la noche sin dormir?
Me estremecí. Las fantasías de una mujer resultan, a veces, extrañas.
—Esta noche —dijo con travesura— voy a dejar mi puerta sin cerrar con llave, y voy a ver a quién pesco.
—Usted no hará eso.
Mostró sus dientes en desdeñosa sonrisa, y sacó un agudo puñalito.
—Óigame bien, diablillo travieso —le dije—. La pasada noche De Montour me ha hecho la misma advertencia que a usted. Yo no sé lo que sabrá él; pero quien ha rondado por las salas esta noche, me parece haber andado más buscando la ocasión de cometer un asesinato que de cualquier aventura de amor. Tenga usted cuidado de mantener bien cerradas sus puertas con llave y cerrojo. ¿La señora Isabel comparte su habitación, no es eso?
—No, yo mando a mi sirvienta a dormir con las esclavas —murmuró, lanzándome una traviesa mirada por entre sus entornados párpados.
—Cualquiera que la oyese la tomaría por una niña ligera de cascos —le dije con la franqueza de la juventud y mi largo trato con ella.
—Ande con cuidado, señorita, o voy a decirle a su hermano que le dé una azotaina.
Tras esto, me fui a ofrecerle mis respetos a Isabel. La joven portuguesa era todo lo contrario de Marcita: una muchacha tímida, modesta, no tan bella como la italiana, pero exquisitamente bonita, con cierto atractivo, si es o no infantil. Una vez me dieron pensamientos... en fin dejemos esto. ¡Cosas de juventud; tontería en fin!
Ustedes perdonen, Messieurs. A veces el espíritu de un viejo se complace en divagar. Y yo me he propuesto hablarles de De Montour..., de De Montour y del primo de Don Vicente, de aquel joven cara de rata.
Aquella mañana, una banda de indígenas armados se habían presentado en tropel a las puertas del castillo, pero los soldados portugueses los habían rechazado y los mantenían a distancia. Entre aquellos indígenas podían verse a algunos jóvenes y muchachas completamente desnudos y encadenados unos con otros por el cuello. Eran esclavos, capturados por alguna tribu guerrera, y llevados a vender. Don Vicente en persona los iba examinando.
Siguió un barullo de tranqueo y trapicheo interminable, del que al fin me cansé; y me fui extrañado de que un hombre de la clase de Don Vicente se tomase el trabajo de rebajarse a una tarea que otros podrían hacer por él.
Empezaba a retirarme de allí cuando uno de los indígenas de la aldea cercana se adelantó e interrumpió la compra con un prolijo discurso dirigido a Don Vicente.
Mientras conferenciaban, vino De Montour, y entonces Don Vicente se volvió hacia nosotros y nos dijo:
—La pasada noche, uno de los leñadores de la aldea ha sido destrozado por un leopardo o fiera semejante. Era un joven soltero, fuerte y corpulento.
—¿Un leopardo? ¿Lo han visto? —preguntó súbitamente De Montour.
Cuando Don Vicente contestó que no, porque la fiera vino y se fue de noche, De Montour levantó una mano temblorosa y se la pasó por la frente, como para enjugarse el frío sudor que la recorría.
—Mire usted, Fierre —me dijo Don Vicente—, yo tengo ahí un esclavo que, maravilla de maravilla, se empeña en ser su criado, aunque sólo el diablo sabe con qué propósito.
Y presentó a un joven lakri delgado, insignificante, cuyo rasgo principal de su carácter parecía ser una azorada sonrisa.
—Es suyo, pues —dijo Don Vicente—. Está muy bien enseñado y será un criado excelente. Y tenga presente que un esclavo aventaja a un criado blanco, porque lo único que pide por su trabajo es comida y taparrabos, y basta azotarle con el látigo para que cumpla con su obligación.
No tardé mucho en saber por qué Gola deseaba ser mi criado, y que me había preferido a mí por mi cabello. Como muchos petimetres de la época, los llevaba largos y rizados, con las guedejas cayendo sobre mis hombros. Ahora bien, daba la casualidad de que yo era el único de los invitados con el cabello de aquella manera, y Gola solía quedarse contemplándolo con silenciosa admiración; y así hubieran pasado las horas, a no ser porque yo me ponía nervioso ante aquellos ojos que me escrutaban sin parpadear, y lo echaba de mi presencia.
Fue aquella noche cuando una latente animosidad, apenas perceptible por fuera, entre el barón Von Schiller y Jean Desmarte estalló en llamas.
Como siempre, la causa de ello fue una mujer. Y esa mujer había sido Marcita, que había coqueteado desaprobadoramente con los dos.
Había sido una conducta ciertamente imprudente, porque Desmarte era un joven muy alocado y Von Schiller era un bruto libidino. Pero Messieurs, ¿cuándo en semejantes casos ha mostrado juicio una mujer?
El odio que se tenían aquellos hombres se encendió en homicida furia al haber intentado el alemán besar a Marcita.
Al momento se entrechocaron las espadas. Pero antes que Don Vicente pudiera lanzar su tonante voz de alto, Luigi se había interpuesto, había desarmado a los rivales, separándolos violentamente.
—Signori —dijo, con voz moderada, pero con acento de ardiente intensidad—. ¿Es propio de señores de alta alcurnia pelearse por mi hermana? ¡Ah!, por las uñas de Satán os desafío a los dos. ¡Tú, Marcita, ahora mismo a tu habitación! ¡Y no salgas de allí hasta que yo te dé mi permiso!
A pesar de ser tan independiente, se retiró, sin que nadie se atreviese a encararse con el delgado y, al parecer, afeminado joven al ver la fiera sonrisa desdeñosa que torcía sus labios y el homicida relámpago que brilló en sus negros ojos.
Se intercambiaron disculpas, pero en las miradas que se dirigieron los dos rivales conocimos que su disputa no quedaría en olvido, y tornaría a encenderse con el menor pretexto.
Era bien entrada la noche cuando súbitamente, me desperté con extraña o sobrenatural sensación de horror. ¿Por qué? No lograba comprenderlo. Me levanté, comprobé que la puerta estuviera bien cerrada, y al ver a Gola dormido en el suelo, de un puntapié lo desperté furioso.
Justo en el instante en que se incorporaba, a toda prisa, el silencio se vio interrumpido por un grito salvaje; un grito que resonó por todo el castillo, y arrancó un alarmado grito al arcabucero que hacía su centinela en la empalizada; un grito que salía de la boca de una doncella, de una doncella enloquecida por el terror.
Gola exhaló un ronco gemido, y corrió a esconderse debajo del diván. Inmediatamente, abrí la puerta de par en par y salí corriendo por el largo pasillo. Me precipité por una escalera de caracol, tropecé en medio de la oscuridad con una persona, y caímos los dos rodando hasta el piso inferior.
Me quedé jadeando y reconocí la voz de Jean Desmarte. Le ayudé a levantarse, y seguí corriendo, mientras él me seguía; aunque los gritos habían cesado, por todo el castillo se oía tumulto, voces que gritaban, ruido de armas entrechocadas y luces que relampagueaban; la voz de Don Vicente que llamaba a gritos a los soldados; el rumor de los hombres armados que corrían por las salas y al topar unos con otros rodaban por los suelos. En medio de aquella confusión Desmarte, el Español y yo llegamos a la habitación de Marcita al mismo tiempo que Luigi se precipitaba en ella, y tomaba a la joven en sus brazos.
Portando luces y armas, acudieron otras personas, gritando y preguntando qué sucedía.
La joven yacía silenciosa en brazos de su hermano, con su negro cabello suelto cayéndole por los hombros, y sus elegantes ropas de noche hechas jirones y mostrando su delicado cuerpo. En sus brazos, pecho y espalda había largos rasguños.
Pasaron unos instantes antes de que abriera los ojos, se estremeció, lanzó un grito desesperado y se aferró frenéticamente a Luigi, rogándole que no permitiera que nadie la arrebatase de sus brazos.
—¡La puerta! —chilló—. No he corrido el cerrojo y una cosa ha entrado arrastrándose, en medio de la oscuridad. Le he clavado mi puñal, y entonces se me ha echado encima y me ha derribado arañándome una y otra vez, hasta que me he desmayado.
—¿Dónde está Von Schiller? —preguntó el Español con un ardiente brillo en sus ojos negros.
Con desconfianza, cada cual miraba al que tenía a su lado. Allí estaban todos los huéspedes, excepto el alemán. Observé a De Montour que, con el rostro más sombrío que nunca, estaba mirando a la aterrorizada joven. Y me pareció extraño que no llevase armas.
—¡A buscar a Von Schiller! —exclamó enérgicamente Desmarte.
La mitad de nosotros siguió a Don Vicente fuera del corredor. Sedientos de venganza, comenzamos a buscarlo por todo el castillo, hasta que lo hallamos en un estrecho pasillo. Estaba tendido boca abajo, encima de un charco de sangre que se iba extendiendo por el suelo.
—¡Esto es obra de algún indígena! —exclamó Desmarte.
—¡Es absurdo! —bramó Don Vicente—. Ningún indígena puede traspasar desde fuera la línea de los soldados. Todos los esclavos, entre ellos el de Von Schiller, fueron encerrados con barras y llaves en sus habitaciones, con excepción de Gola, que duerme en la habitación de Fierre, y la sirvienta de Isabel.
—¿Entonces quién puede haber cometido esta fechoría? —exclamó Desmarte furioso.
—¡Usted! —dije yo agresivamente—. ¿Por qué ha salido usted corriendo precipitadamente de la habitación de Marcita?
—¡Maldito embustero! —gritó.
Y su espada desenvainada instantáneamente, saltó en el aire buscando mi pecho; pero por rápido que yo fui, más lo fue el español: el espadón de Desmarte fue a dar con estrépito contra la pared mientras Desmarte se había quedado inmóvil como una estatua, con la punta de la quieta espada del español a dos dedos de su garganta.
—¡Atadlo! —dijo el español sin cólera.
—Baje su espada, don Florencio —ordenó Don Vicente, dando unos pasos adelante y dominando la situación—. Señor Desmarte, es usted uno de mis mejores amigos; pero yo soy aquí la única autoridad, y debo cumplir con mi deber. Denos su palabra de que no intentará escapar.
—Doy mi palabra —replicó serenamente el gascón—. Me he precipitado. Lo reconozco. Pero no escapaba por ningún motivo; lo que ocurre es que las salas y corredores de este maldito castillo me llenan de confusión y aturdimiento.
De entre todos los que estábamos allí tal vez sólo uno creyó lo que él decía.
—¡Messieurs! —dijo De Montour dando un paso adelante—, este joven no es culpable. Vuelvan boca arriba al alemán.
Dos soldados hicieron lo que había pedido. De Montour se estremeció, mientras señalaba al suelo. Todos bajamos la vista al unísono, y en el acto retrocedimos horrorizados.
—¿Puede un hombre haber hecho esto?
—¿Con un puñal...? —comenzó a decir uno.
—No hay puñales que causen heridas como esas —dijo el español.
Las garras de algún espantoso animal habían destrozado el cuerpo del alemán.
Con el terror de que tan horrible monstruo surgiese de las sombras y nos saltase encima, miramos en derredor.
Registramos el castillo palmo a palmo, y por ninguna parte hallamos rastro de animal.
Cuando volví a mi habitación, apuntaba la aurora, y encontré que Gola se había encerrado por dentro; tardé una media hora en convencerlo de que me dejase entrar. Tras castigarlo debidamente con el látigo y echarle en cara su cobardía, le conté lo sucedido; porque él entendía el francés y podía hablar una extraña jerigonza que él llamaba enfáticamente francés.
Jadeaba, y a medida que mi relato llegaba a su punto culminante, sólo se le veía el blanco de los ojos.
—¡Ju!, ¡ju! —cuchicheaba muerto de miedo—. ¡Hombre Petish! De pronto se me ocurrió una idea. Yo había oído confusos relatos, poco más que indicios de leyendas, del diabólico culto al leopardo que existía en la costa occidental. Ningún hombre blanco había visto jamás alguno de sus adeptos; pero Don Vicente nos había contado leyendas de hombres-fieras, con pieles de leopardos, que se introducían cruzando la selva a media noche, y mataban y devoraban. Un horrible escalofrío recorrió de arriba abajo mi espina dorsal, y agarré con tanta fuerza a Gola, que no pudo reprimir un chillido.
—¿Ha sido, pues, un hombre-leopardo? —dije y rechiné los dientes, sacudiendo violentamente su cuerpo.
—¡Mussiú, mussiú! —dijo con voz ahogada—; ¡yo buen muchacho!, ¡yo tener miedo! ¡Mucho mejor no decir nada!
—Vas a decírmelo en seguida —dije fuera de mí, renovando mis castigos, hasta que, con las manos suplicantes y pidiendo perdón, prometió contarme lo que sabía.
—¡No hombre-leopardo! —cuchicheó y sus ojos se agrandaban con aquel terror sobrenatural—. Luna llena, encontrado leñador destrozado garras. Luego hallado otro leñador. El señor grande (Don Vicente) dice «leopardo». No leopardo, sino hombre leopardo viene matar. ¡Ha matado a alguien leopardo-hombre! ¡Destrozado con las garras! ¡Ay, ay! Ahora otra vez luna llena. Una cosa entró en la cabaña solitaria; destrozó a una mujer, a un niño. El señor grande dice «leopardo». Ahora otra vez luna llena y hallar otro leñador destrozado garras. Y luego ha venido al castillo. No leopardo. Porque siempre, señales de pisadas de un hombre.
No pude contenerme y lancé una exclamación de asombro, de incredulidad.
Pues bien, lo que había dicho Gola resultó ser cierto. Allí siempre quedaban huellas de pisadas humanas que salían del lugar del asesinato. Entonces, ¿por qué los indígenas no se lo decían al señor grande para que éste cazase al mortal enemigo?
Al preguntarle esto adoptó una expresión circunspecta, y cuchicheó a mi oído:
—Las huellas eran de un hombre que llevaba zapatos. Incluso suponiendo que Gola estuviera mintiendo, yo sentía el escalofrío de mi inexplicable terror.
—¿Quién, pues, entre los indígenas estaba cometiendo aquellos terroríficos asesinatos? Y él me contestó:
—¡Don Vicente!
Esta vez, Messieurs, mi cabeza se convirtió en un torbellino.
¿Qué significaba todo aquello? ¿Quién había asesinado al alemán y había tratado de violar a Marcita? Recordando los pormenores del crimen, me parecía que el asesinato, y no la violación, había sido el objeto de aquel crimen.
¿Por qué nos había avisado De Montour y, por lo tanto, demostrado conocer lo que había sucedido al decirme que Desmarte era inocente y dar pruebas de su inocencia?
Me sentía incapaz de comprender todo aquello.
A pesar de todas nuestras precauciones, la noticia del asesinato circuló entre los indígenas y se pusieron inquietos y nerviosos, y aquel día por tres veces fueron castigados tres negros distintos cada vez, por su insolencia. Una atmósfera de amenaza se cernía por todo el castillo.
Reflexioné si convenía explicar a Don Vicente lo que me había contado el negro; pero decidí esperar un poco.
Las mujeres no salieron aquella noche de sus habitaciones; los hombres estaban inquietos, irritables. Don Vicente anunció que se doblaría el número de los centinelas y que algunos se encargarían de la vigilancia de los corredores del castillo. Y no pude menos de pensar groseramente que si las sospechas de Gola eran fundadas, de poco servirían los centinelas.
Yo no soy hombre, Messieurs, para considerar con paciencia semejantes situaciones. Y, además, entonces era joven. De manera que cuando aquella noche bebimos antes de retirarnos, arrojé mi vaso sobre la mesa y anuncié lleno de cólera que a pesar de aquel hombre, fiera, diablo, o lo que fuese, yo dormiría aquella noche con la puerta de mi habitación abierta de par en par. Y me fui muy furioso a mi habitación.
Nuevamente, como la noche pasada, vino a mi cuarto De Montour. Su rostro era el de un hombre que hubiese visto abiertas las puertas del infierno.
—He venido —dijo— a pedirle, es más, Monsieur, a implorarle que reflexione bien acerca de su temeraria determinación. —Sacudí la cabeza impaciente y entonces él dijo—: ¿Está usted resuelto? ¿Sí? Entonces le ruego que haga por mí lo siguiente: en cuanto yo entre en mi habitación usted cerrará mi puerta por fuera, con llave y cerrojo.
Tal como me lo había pedido lo hice, y me volví a mi habitación, lleno de asombro. Había enviado a Gola a dormir con los esclavos, y dejé mi espada y mi puñal al alcance de mi mano. No me fui a la cama, sino que, tras apagar la luz, me dejé caer en un gran sillón.
Tuve que hacer un gran esfuerzo por no dormirme. Para conseguir mantenerme despierto, me puse a reflexionar acerca de las extrañas palabras del señor De Montour. Me pareció que se hallaba en estado de gran excitación; sus ojos hacían presentir siniestros misterios que sólo él conocía. Y con todo, su rostro no era el de un hombre perverso.
De pronto, tuve una idea: ir a su habitación y hablar con él.
Andar por aquellos corredores era una empresa que no resultaba nada agradable; pero el caso fue que me encontré delante de la habitación de De Montour. Llamé. Silencio. Alargué la mano, palpé la puerta y toqué fragmentos de su madera hechos astillas. Saqué a toda prisa pedernal y eslabón que llevaba conmigo y a la llama de la yesca pude ver que la gran puerta de roble colgaba de sus poderosos goznes; había sido destrozada, hecha astillas, desde dentro. Y en la habitación del señor De Montour no había nadie.
Instintivamente volví corriendo a mi habitación, tan rápidamente como pude, intentando hacer el menor ruido posible, con los pies descalzos. Cuando me encontraba cerca de la puerta, noté en medio de la oscuridad la presencia de algo que estaba delante de mí. Algo que se arrastraba saliendo de un corredor lateral y se deslizaba furtivo por el suelo.
Presa de frenético terror di un salto y ataqué a puñetazos, locamente, sin saber a quién, en medio de la oscuridad; y, de pronto, mi apretado puño dio contra una cabeza humana, y acto seguido un cuerpo cayó al suelo con estrépito. De nuevo prendí la yesca, y vi a un hombre tendido; aquel hombre era De Montour.
Al tiempo que encendía una bujía y la colocaba en un nicho de la pared, los ojos de De Montour se abrieron y él se levantó con dificultad.
—¡Usted! —exclamé sin saber casi lo que yo me decía—. ¡Precisamente usted!
No dijo nada, se limitó a afirmar con la cabeza.
—¿Fue usted, pues, quien mató a Von Schiller?
—Sí.
Retrocedí jadeando de horror.
—Óigame. —Levantó la mano—. Traiga su espada y atraviéseme el cuerpo. Nadie le echará en cara el haberlo hecho.
—No —exclamé—; no puedo.
—¡Entonces, pronto! —dijo precipitadamente—. Váyase a su habitación y cierre la puerta con llave y cerrojo. ¡Aprisa! ¡Mire usted que vuelve!
—¿Qué es lo que vuelve? —pregunté sintiendo como un escalofrío recorría mi cuerpo—. Si eso ha de causarme daño, yo me vengaré en usted. Véngase a la habitación conmigo.
—¡No, no! —chilló dolorido, apartándose con un salto de mi mano tendida—. ¡Pronto! ¡Pronto! Me ha dejado por unos momentos, pero volverá. —Entonces, con voz ahogada, de horror indecible—: ¡Ya vuelve! / Ya está aquí!
Y yo sentí un algo, una presencia sin forma ni figura, muy cerca de mí. Una cosa que aterrorizaba.
De Montour estaba de pie delante de mí, con las piernas como si las tuviese atadas, los brazos hacia atrás, los puños apretados. Los músculos abultaban debajo de su piel; sus ojos se abrían mucho y luego se cerraban; y las venas se hinchaban en su frente, como si estuviese realizando un gran esfuerzo físico.
Al tiempo que lo miraba también pude ver que aquella cosa, sin forma, salida de la nada, adquiría una confusa figura y, como una sombra, fue descendiendo hacia De Montour.
¡Se cernió unos momentos a su alrededor! ¡Dios mío, se estaba fundiendo, formando una sola cosa con el cuerpo de aquel hombre!
De Montour se tambaleó; exhaló un profundo suspiro. Aquella vaga sombra se desvaneció. Los pies de De Montour vacilaron. Después se volvió hacia mí. ¡Dios de los cielos! Él sabe que jamás he visto rostro como aquél.
Un rostro monstruoso, bestial. Los ojos le brillaban de escalofriante ferocidad; los labios regañosos se arremangaban mostrando unos dientes que chispeaban; y éstos se parecían más a colmillos bestiales que a dientes humanos.
En silencio, aquel ser que no me atrevo a llamar humano se lanzó contra mí. Horrorizado, retrocedí y corrí hacia mi habitación, justo en el momento en que aquel ser saltaba por el aire con un movimiento sinuoso que me hizo pensar en el salto de un lobo. Cerré de un porrazo la puerta y, con todas mis fuerzas, apoyé en ella mi cuerpo para impedir la entrada a aquel monstruo que se arrojaba una y otra vez contra la dura madera que nos separaba.
Al fin desistió de su propósito y pude oír cómo se deslizaba sigilosamente por el corredor. Agotado y desmayado casi, me senté, atendiendo, escuchando. Por la abierta ventana soplaba suavemente una brisa portadora de todos los olores de África, aromosos o hediondos. De la aldea indígena llegó el son de un pandero. Otros panderos contestaron más lejos, por la orilla, y detrás, en la maleza. Y entonces, en un lugar indeterminado del bosque, hórridamente inoportuno, sonó el largo y agudo aullido de un lobo que me produjo repugnancia y horror.
Al despuntar el nuevo día, llegaron noticias de aldeanos aterrorizados; de una mujer negra que la noche anterior había sido casi destrozada por algún demonio. Con premura, fui a buscar a De Montour. Por el camino encontré a Don Vicente. Yo estaba perplejo e irritado.
—Algún ser diabólico está haciendo de las suyas en el castillo —me dijo—. La noche pasada, y esto no se lo he dicho a nadie todavía, un extraño ser ha saltado a la espalda de un arcabucero, le ha rasgado el jubón de cuero y se lo ha arrancado de los hombros; y luego lo ha perseguido hasta la barbacana. Es más, alguien encerró a De Montour en su habitación y nuestro amigo se ha visto obligado a destrozar la puerta para poder salir.
Cuando me hubo dicho esto se marchó, murmurando para sí, y yo bajé la escalera más perplejo que nunca.
De Montour estaba sentado en un taburete, mirando por la ventana. Parecía estar sumido en una fatiga inexplicable.
Sus largos cabellos estaban despeinados y revueltos; sus vestidos hechos jirones. Al notar borrosas manchas coloradas en sus manos y observar que tenía las uñas rotas y arrancadas, me estremecí. Alzó la vista cuando yo entré, y con la mano me indicó que tomara asiento. Su rostro estaba fatigado y sombrío, pero era el rostro de un hombre.
Tras un breve silencio habló:
—Voy a contarle una extraña historia que nunca hasta ahora había brotado de mis labios; y no sé decirme por qué se la cuento, pues sé que usted no me va a creer.
Fue entonces cuando escuché el más bárbaro, fantástico y sobrenatural relato que oí jamás de labios de hombre.
—Hace años —dijo De Montour—, estaba en una misión militar, al norte de Francia. Iba solo, y me vi obligado a cruzar las endiabladas regiones boscosas de Villefere. En aquellos temerosos bosques, me asedió un ser inhumano, fantasmal: un hombre lobo. A la luz de una luna de medianoche, luchamos y yo lo maté. Ahora bien, en tal caso la verdad es esta: si se mata a un hombre lobo, su fantasma perseguirá a su matador por toda una eternidad. Esto si el monstruo se halla en figura de medio hombre, medio lobo. Pero si se le mata en figura total de lobo, el infierno se abre para recibirle. El verdadero hombre-lobo no es, como muchos piensan, un hombre que puede tomar la figura de lobo, sino ¡un lobo que toma la figura de hombre!
»Y ahora escúcheme bien, amigo mío; quiero hablarle de la sabiduría, del saber diabólico que yo poseo, ganado a costa de una hazaña horrenda que yo realicé entre las sombras misteriosas de los bosques, a media noche, por donde vagan demonios y semi-animales.
»A1 principio, el mundo era extraño, deforme. Animales grotescos habitaban los bosques vírgenes. Traídos de otro mundo, antiguos espíritus malignos y demonios, acudieron en gran número a instalarse en este mundo nuevo y joven. Combatieron largo tiempo las fuerzas del bien y del mal.
»Un extraño animal, llamado hombre, anduvo errabundo entre los demás animales y, como para cumplir sus deseos todo ser bueno o malo ha de tener una forma concreta, los espíritus del bien entraron en el hombre. Los demonios entraron en los demás animales, cuadrúpedos, reptiles, pájaros; y la guerra de los primeros tiempos fue larga y encarnizada. Pero fue el hombre quien la ganó. Los grandes dragones y serpientes fueron muertos, y con ellos los demonios. Finalmente, Salomón, sabio hasta más allá de la sabiduría del hombre, guerreó contra ellos; y por la virtud de su sabiduría, mató, aprisionó y aherrojó. Pero había entre aquellos animales algunos tan fieros y osados que, aunque Salomón los arrojó de sus reinos, no pudo aprisionarlos. Estos habían tomado la figura de lobos. A medida que transcurrían los siglos, lobo y demonio se mezclaron finalmente. Y ya pudo el demonio salir a su voluntad del cuerpo del lobo. En ciertas circunstancias, la fiereza del lobo venció a la sutileza del demonio y lo esclavizó; de manera que el lobo volvió a convertirse en un animal feroz, astuto; pero sin dejar de ser un mero animal. A pesar de todo ello, quedaron y aún quedan algunos hombres-lobo.
»Y durante los días de la luna llena, el lobo puede tomar la forma o la semiforma de un hombre. Sin embargo, cuando la luna se halla en su cenit, el lobo-espíritu predomina y el lobo-hombre se convierte una vez más en verdadero lobo. Pero si es muerto en forma de hombre, entonces el espíritu queda libre de perseguir a su asesino para siempre.
«Atienda bien ahora. Yo pensé haber matado a aquel ser después que se había cambiado en su verdadera forma. Pero lo había matado un instante antes del momento preciso; porque la luna, aunque muy cerca ya de su cenit, no lo había alcanzado todavía; ni aquel ser había adquirido plenamente su forma de lobo.
»Yo no sabía nada de todo esto, así que seguí mi camino. Pero cuando se aproximaba el momento de la siguiente luna llena, comencé a notar un extraño y maligno influjo. Una atmósfera de horror se cernía en el aire, y yo advertí que en mí se producían inexplicables y sobrenaturales impulsos.
»Una noche, en una pequeña aldea situada en el centro de un extenso bosque, aquel influjo se apoderó de mí con toda su fuerza. Era de noche y la luna, casi ya en su lleno, se alzaba sobre el bosque. Y entre la luna y yo, vi flotando en el aire, claramente discernible, en aspecto fantasmal ¡el perfil de la cabeza de un lobo!
«Apenas si recuerdo lo que sucedió después. Con cierta vaguedad recuerdo que anduve a cuatro patas por la silenciosa calle; recuerdo haber luchado, resistido unos momentos, vanamente; y lo demás lo veo como una mancha roja; recuerdo también que oí las horrorizadas charlas de los aldeanos que hablaban de una pareja de amantes clandestinos que habían sido asesinados de modo sobrenatural casi a la salida del pueblo, y despedazados como si hubieran sido atacados por lobos.
»Huí de aquella aldea, aunque no huí solo. Durante el día no pude notar la presencia de mi espantoso dominador: pero cuando vino la noche y se levantó la luna, mientras vagaba por el silencioso bosque, sentí en mí un ser horrendo, un matador de seres humanos; un demonio en el cuerpo de un hombre.
»¡Oh, Dios, cuántos combates los míos! Pero siempre me ha vencido el enemigo, y me arrastra a encarnizarme con alguna nueva víctima. Pero en cuanto la luna ha pasado su lleno, el poder que aquel ser tiene sobre mí cesa de pronto, y no vuelve hasta que faltan tres noches para que la luna vuelva a ser llena.
»A partir de entonces he andado errabundo por la tierra; huyendo, huyendo, intentando escapar. Pero aquel ser siempre me persigue; apoderándose de mi cuerpo cuando la luna es llena. ¡Dios santo, qué espantosos delitos he cometido!
»Si tuviera el valor suficiente, me hubiera suicidado hace ya mucho tiempo. Porque el alma del suicida se condena, y mi alma se vería para siempre perseguida entre las llamas del infierno. Y pienso que lo más espantoso es que mi cuerpo asesinado vagaría para siempre por la tierra, movido y habitado por el alma del hombre-lobo. ¿Puede haber cosa más fantástica?
»Lo más curioso es que creo ser inmune para las armas de los hombres. Me han traspasado espadas, me han herido puñales, estoy cubierto de cicatrices. Y, aun así, jamás me han matado. En Alemania me encarcelaron, y luego me llevaron atado al patíbulo para cortarme la cabeza. Yo hubiera ofrecido de buena gana mi cabeza; pero repentinamente se presentó aquel ser, rompió mis ataduras y me impulsó a huir. He andado errabundo por toda la tierra, dejando tras de mí un rastro de crimen y horror. Ni cadenas, ni calabozos pueden sujetarme. Aquel ser está ligado a mi persona para toda la eternidad.
»En medio de mi desesperación acepté la invitación de Don Vicente, porque ha de saber usted que nadie conoce mi espantosa y doble vida, como nadie me ve en las garras del demonio; y pocos de los que me ven, sobreviven para contarlo.
»Mis manos están rojas de sangre; mi alma está condenada a las llamas eternas; mi espíritu padece la tortura de los remordimientos. Y, sin embargo, nada puedo hacer para socorrerme. ¡Ah, Fierre! No hay duda de que ningún hombre ha vivido en el mundo que haya pasado por el infierno que estoy pasando yo.
»Sí, yo maté a Von Schiller, y me propuse despedazar a la joven Marcita. Por qué no lo hice, no lo sé, puesto que he asesinado a hombres y a mujeres sin distinción.
»Y ahora, si usted quiere, tome su espada y máteme; y con mi último suspiro yo le desearé que Dios le bendiga. ¿No quiere usted hacerlo?
»Ya conoce usted mi historia, y sabe que tiene delante a un hombre perseguido por un demonio para toda la eternidad.
Tras abandonar el cuarto del señor De Montour, mi espíritu sentía un vértigo de asombro. No sabía qué hacer. Aunque temía que aquel hombre acabase por matarnos a todos, no estaba decidido a contárselo a Don Vicente. En lo más profundo de mi alma compadecía a De Montour.
Así pues, no hice nada. Durante los siguientes días busqué ocasión de verlo y conversar con él. Entre nosotros se trabó una sincera amistad.
Por entonces, Gola, mi criado, ofrecía un aspecto de excitación reprimida, como si supiese algo que deseara desesperadamente contar, pero no pudiera o no se atreviera a hacerlo.
Entre festines, bebidas y cazas los días se fueron pasando hasta una noche en que De Montour entró en mi habitación, y señaló silenciosamente a la luna que comenzaba a salir.
—Óigame —dijo—, tengo un plan. Voy a fingir que me voy al bosque a cazar y así pasaré allí varios días. Pero cuando caiga la noche regresaré al castillo y usted me encerrará con llave en la mazmorra que sirve de almacén.
Hicimos lo convenido, y yo me las arreglé para escaparme dos veces al día y así poder llevar a mi amigo comida y bebida. Él insistió en permanecer allí durante el día, pues aunque su maligno enemigo jamás
había ejercido en él su influjo a la luz diurna, y él lo tenía por impotente a tales horas, con todo, no quería exponerse a una situación imprevista.
Fue precisamente durante aquellos días cuando pude observar que aquel joven cara de ratón, primo de Don Vicente, menudeaba sus atenciones para con Isabel, que era prima segunda suya; aunque ella parecía más bien molesta por tales agasajos.
Por un quítame allá esas pajas, yo hubiera desafiado a Carlos, porque lo despreciaba; pero aquello no era de mi incumbencia. Con todo, parecía que Isabel le tenía miedo.
Dicho sea de paso, mi amigo Luigi se había enamorado de la gentil muchacha portuguesa, y la estaba cortejando asiduamente y a todas horas.
Mientras tanto, De Montour siguió encerrado en su celda, repasando sus hazañas sobrenaturales; hasta que un día pudo quitar las barras de la puerta con sus propias manos y cerrarse por dentro. Don Florencio vagaba alrededor del castillo como un sigiloso Mefistófeles.
Mientras, los demás huéspedes paseaban a caballo, disputaban y bebían.
Entre tanto, Gola haraganeaba por allí como si estuviese a punto de comunicar alguna información importante. ¿Cómo disimular que mis nervios estuviesen tensos hasta el punto de contener mis deseos de gritar?
En cuanto a los indígenas, cada día se ponían más cargantes, sombríos e intratables.
Una noche, poco antes de la luna llena, entré en la mazmorra donde estaba De Montour.
Este alzó rápidamente la mirada.
—Se arriesga usted demasiado viniendo a verme de noche —dijo.
Me encogí de hombros y tomé asiento junto a él. A través de una ventanita con reja, podían entrar los olores y los sonidos de la noche africana.
—Atención a los panderos de los nativos —le dije—. Porque la pasada semana han estado haciendo ruido sin cesar. De Montour asintió.
—Los indígenas están inquietos. Tal vez estén preparando alguna diablura. ¿No ha observado usted que Carlos pasa muchos ratos con ellos?
—No —contesté—, pero lo más probable es que haya una ruptura entre él y Luigi, ya que éste está cortejando a Isabel.
Así conversábamos cuando De Montour se quedó callado y quieto súbitamente, y sólo me contestaba con monosílabos.
Salió la luna, y atisbo por los hierros de la reja. El rostro de De Montour se iluminó con sus rayos.
Fue entonces cuando la garra del terror se apoderó de mí. En la pared, detrás de De Montour, apareció una sombra claramente definida, era una cabeza de lobo.
En el mismo instante, De Montour experimentó su influjo. Dio un chillido, y saltó de su asiento.
Con vehemencia, me señaló la puerta, y cuando con manos temblorosas yo cerraba con llave y barras su puerta, oí que él se arrojaba contra ella con toda su fuerza. Al bajar por la escalera, oí un violento y frenético golpear en aquella puerta sujeta con barras de hierro. Pero aquella puerta podría resistir el embate de todos los hombres-lobo juntos.
Nada más entrar en mi habitación, Gola estalló y desembuchó la historia que había estado guardándose unos días.
Lo escuché incrédulo, y acto seguido corrí a ver a Don Vicente.
Me dijeron que Carlos le había pedido que lo acompañase a la aldea para ajustar una compra de esclavos.
El que me lo dijo fue don Florencio de Sevilla, y cuando le resumí lo que me acababa de contar Gola, quiso acompañarme.
Precipitadamente, salimos por la puerta principal del castillo; lanzamos el santo y seña a los guardias, y bajamos por el muelle hasta la aldea.
¡Don Vicente, Don Vicente, ande precavido, tenga suelta la espada en su vaina! ¡Qué locura salir de noche con Carlos el traidor!
Ya nos acercábamos a la aldea cuando topamos con ellos.
—¡Don Vicente! —exclamé—, regrese inmediatamente al castillo. ¡Carlos lo está vendiendo a usted para entregarlo a manos de los indígenas! ¡Gola me ha dicho que Carlos desea apoderarse de su riqueza y de Isabel! Un indígena lleno de pavor le ha contado que había huellas de unos pies con botas cerca de los lugares donde los leñadores fueron asesinados, y Carlos ha hecho creer a los negros que el asesino había sido usted. ¡Esta noche habían de sublevarse los negros, y matar a todos los hombres del castillo, menos a Carlos! ¿Acaso no me cree, Don Vicente?
—¿Es cierto eso, Carlos? —preguntó asombrado Don Vicente. Carlos soltó una carcajada burlona.
—Ese estúpido ha dicho la verdad —dijo—, pero ya no le servirá de nada. ¡Ea! ¡Ea! —dijo gritando estas palabras, y se arrojó sobre Don Vicente.
Brilló el acero a la luz de la luna, pero la espada del Español cerró el paso a Carlos antes que pudiera lograr su propósito.
A nuestro alrededor se alzaron las sombras de la noche. Entonces los tres hombres nos agrupamos espalda contra espalda, empuñando espadas y puñales; éramos tres contra cientos. Las lanzas brillaron a la luz de la luna y un grito diabólico brotó de las salvajes gargantas. De tres estocadas atravesé a tres indígenas, cayendo luego abatido por el golpe de una maza guerrera; un instante después Don Vicente cayó encima de mí, con una lanza arrojadiza clavada en un brazo y otra en una pierna. Don Florencio quedó de pie junto a nosotros, mientras su espada saltaba como un ser vivo, cuando una carga de los arcabuceros barrió a los indígenas de la orilla del río. Algunos de aquellos soldados nos llevaron al castillo.
Pero entonces aquellas negras hordas vinieron como una avalancha con sus lanzas brillando como una ola de acero, mientras un rugido atronador se levantó hasta el cielo. Otros venían subiendo por las laderas, saltando los fosos, y bullendo como un enjambre por encima de las empalizadas. Y una y otra vez el fuego de los cien defensores los hacía retroceder.
Los saqueados almacenes estaban quemándose, y el resplandor de las llamas competía con el de la luna. Cerca, al otro lado del río, había un almacén mayor, y a su alrededor se agruparon en tropel las hordas de los indígenas, y comenzaron a destruirlo para saquearlo.
—Quiera Dios que arrojen antorchas en ese almacén —dijo Don Vicente—, pues no hay en él otra cosa sino unas mil libras de pólvora. Yo no me hubiera atrevido jamás a almacenar esa traidora materia a este lado del río. Todas las tribus del río y de la costa se han agrupado para asesinarnos, y todos mis barcos están en alta mar. Tal vez podremos resistir un poco, pero lo más probable será que salten en masa la empalizada y nos maten a todos.
Entonces corrí a la mazmorra donde estaba De Montour. Llamé a la puerta y él me dijo que podía entrar, y por su voz reconocí que el demonio lo había dejado por unos momentos.
—Los negros se han sublevado —le dije.
—Ya lo sospechaba. ¿Cómo va la batalla?
Le expliqué los pormenores de la traición y del combate, y le hablé del depósito de pólvora al otro lado del río. De un salto se puso en pie.
—¡Por mi alma embrujada! —exclamó—. ¡Le doy mi palabra de que voy a jugar una partida con el infierno una vez más! ¡Pronto! ¡Déjeme salir del castillo! ¡Intentaré cruzar el río a nado y hacer estallar aquella pólvora!
—¡Eso es una locura! —exclamé—. Un millar de negros acechan entre las empalizadas y el río y más allá el número se triplica. ¡Además, el río está lleno de cocodrilos!
—¡Quiero probarlo! —contestó, con el rostro iluminado por el entusiasmo—; si puedo llegar al polvorín, unos millares de indígenas aligerarán el asedio; si me matan, mi alma quedará libre y tal vez podrá lograr algún perdón por haber ofrecido yo mi vida para la redención de mis crímenes.
Tras un breve silencio añadió:
—¡Pronto! —exclamó—. ¡Ya vuelve el demonio! ¡Ya estoy sintiendo su influjo! ¡Dese prisa!
A toda prisa me dirigí a la puerta del castillo, mientras De Montour corría y jadeaba como un hombre que se halla en medio de una terrorífica batalla. Cruzó el dintel denodadamente, de un salto. Los indígenas le acogieron con gritos salvajes.
Los arcabuceros nos increparon. Atisbando por encima de la empalizada, lo vi correr de una parte a otra, con indecisión. Un grupo de indígenas avanzaba furioso, desordenadamente, con las lanzas levantadas.
Entonces se alzó hasta el cielo el aullido sobrenatural del lobo, y De Montour salió adelante. Los indígenas se detuvieron al instante, y antes de que un solo hombre se moviese, ya estaba en medio de ellos. Se oyeron salvajes chillidos, no de rabia, sino de terror.
Inundados de asombro, los arcabuceros interrumpieron su fuego.
De Montour cargó por entre el grupo de negros y cuando se dispersaron y echaron a correr, tres de ellos ya no pudieron huir.
Él los persiguió unos pasos; luego se quedó parado, rígido. Así permaneció un instante, mientras las lanzas volaban a su alrededor; después dio media vuelta y corrió precipitadamente hacia el río.
Otro grupo de negros le cerró el camino cuando estaba a pocos pasos del río. A la luz llameante de las casas que ardían, la escena se podía ver con claridad. Una lanza que le arrojaron le atravesó un hombro; él se la arrancó, se la clavó a un indígena y saltó por encima de su cuerpo para lanzarse en medio de los demás.
No podían hacer nada contra aquel hombre blanco impelido por el demonio. Echaron a correr dando chillidos, mientras De Montour saltando sobre la espalda de uno de ellos, lo derribaba. Después irguió el cuerpo, se tambaleó un momento, y saltó a la orilla del río. Se quedó allí parado, un instante, y luego desapareció entre las sombras.
—¡Voto al diablo! —dijo Don Vicente jadeando detrás de mí—. ¿Qué especie de hombre es ése? ¿Es De Montour?
Afirmé con la cabeza. Los gritos salvajes de los indígenas eran tales que se alzaron por encima del estrépito de los arcabuzazos. Al otro lado del río, los negros se agolpaban alrededor del vasto almacén.
—Están preparando un ataque en masa —dijo Don Vicente—. Van a saltar por encima de la empalizada y después... ¡Ah!
¡Un estruendo que pareció rasgar los cielos! ¡Un estallido de llamas que subió hasta las estrellas! El castillo se tambaleó con la explosión. Después, silencio, mientras el humo, al desvanecerse, dejó ver sólo un gran cráter donde había estado el almacén.
Podría contarles, Messieurs, cómo Don Vicente capitaneó una carga herido y derrengado como estaba a las puertas del castillo, y luego bajó por la ladera, para caer sobre los aterrorizados negros que habían escapado de la explosión. Podría contarles la matanza, la victoria, la persecución de los indígenas fugitivos.
También podría contarles, Messieurs, cómo me encontré separado del pelotón y anduve errabundo por el bosque, sin poder hallar el camino de regreso a la costa.
Podría contarles cómo fui capturado por una errabunda partida de indígenas saqueadores, y cómo conseguí escapar. Pero no es ése mi propósito, aunque tal aventura podría formar por sí misma una larga narración. De quien estoy hablando ahora es del señor De Montour.
Parecía imposible que un hombre pudiera cruzar a nado aquel río pululante de reptiles, incluso estando poseído por un demonio. Y si había sido él quien había volado el polvorín, seguramente habría volado con él.
Fatigosamente, una noche me abrí camino por entre la maleza y cuando vislumbré la costa descubrí, junto a la playa, una pequeña cabaña de paja medio en ruinas. Me fui allá pensando dormir en ella si insectos y reptiles me lo permitían.
Al entrar me detuve asombrado. En una banqueta improvisada con unas tablas había un hombre sentado. Cuando entré, alzó la mirada y los rayos de la luna cayeron sobre su rostro.
Un escalofrío de horror me hizo retroceder. ¡Era De Montour, y había luna llena!
Después, mientras yo seguía allí parado, incapaz de moverme o huir, se levantó y vino hacia mí. Y su rostro, aunque sombrío como el de un hombre que ha visto el infierno, era el de un hombre cuerdo.
—Entre, amigo mío —dijo con una profunda paz en su voz—. Entre y no me tenga miedo. El enemigo me ha dejado para siempre.
—Pero, dígame, ¿cómo pudo usted triunfar? —exclamé, estrechándole la mano.
—Disputé una horrenda batalla al cruzar el río —me contestó—, ya que el enemigo me tenía entre sus garras y me empujaba a caer sobre los indígenas. Pero por vez primera y por un instante mi alma y mi mente ganaron dominio; un solo instante que bastó para sostenerme firme en mi propósito. Y pienso que los santos benditos vinieron en mi ayuda, ya que estaba dando mi vida por salvar vidas.
>Salté al río y nadé, y al instante pulularon los cocodrilos a mi alrededor. De nuevo en las garras del enemigo, combatí con ellos, allí en pleno río. Después, súbitamente, aquel ser me abandonó. Trepé por la otra orilla e incendié el almacén. La explosión me arrojó a una altura de centenares de metros, y durante muchos días anduve aturdido y errante por la maleza. Pero vino la luna llena, y luego volvió otra vez, y ya no sentí el influjo del enemigo...
»¡Soy libre, libre! —Y un maravilloso acento de exultación, mejor dicho, de exaltación, vibró en sus palabras—. Mi alma es libre. Por increíble que parezca, mi demonio yace ahogado en el lecho del río, o puede que habite en el cuerpo de alguno de los fieros reptiles que nadan por las corrientes del Níger.
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