MURCIELAGOS
Gustav Meyrink
LA VISITA QUE J. H. OBERHEIT
HACE A LAS TEMPIJUELAS
A mi abuelo lo enterraron para su eterno descanso en el cementerio de Runkel, una
pequeña ciudad totalmente alejada del ruido del mundo.
Sobre una lápida cubierta por el musgo se hallan grabadas cuatro letras enmarcadas
por una cruz, y tan relucientes en su dorado esplendor, que parecen haber sido pintadas
ayer:
V │ I
V │O
"V–I–V–O", o sea, "sigo viviendo", así me explicaron, cuando siendo aún muy
pequeño, fui llevado por vez primera a visitar la tumba de mi abuelo; y el significado de
esta inscripción quedó tan hondamente grabada en mi alma como si el mismo muerto la
hubiese dictado desde su sepultura.
Vivo –sigo viviendo–: ¡extraña inscripción para una lápida! Aún hoy llevo dentro mío
el eco de su sonido, y cada vez que pienso en ella me siento como aquel día en que supe
por primera vez su significado: veo a mi abuelo –a quien no he llegado a conocer–
yaciendo ahí abajo, intacto, las manos plegadas y los ojos abiertos e inmóviles, claros y
transparentes como el cristal; como alguien que se mantiene incólume en el reino de la
corrupción, aguardando paciente y serenamente el instante de su resurrección.
He visitado los cementerios de muchas ciudades, siempre llevado por el mismo
propósito de volver a encontrar inscripta en alguna de sus lápidas la misma palabra, pero
este deseo que secretamente guiaba mis pasos sólo se vio cumplido en dos oportunidades:
–una en Danzig y la otra en Nüremberg–, y en ambos casos el nombre del muerto había
sido borrado por la mano del tiempo, pero la palabra "vivo" se mantenía clara y fresca
como si cada una de sus letras estuviera llena de vida.
Siempre había dado por sentado que mi abuelo –como ya lo había oído decir cuando
era niño– no dejó una sola línea escrita por su mano, tanto más me sorprendió, pues,
encontrar no hace mucho tiempo una serie de anotaciones de las que no me cabe la menor
duda que son de su puño y letra, ocultas en un compartimento secreto de mi escritorio,
una vieja reliquia de la familia que ahora, desde hace poco, me pertenece.
Estaban cuidadosamente ordenadas en una carpeta caratuladas con esta frase
asombrosa: "¿Cómo habría de escapar un hombre a la muerte, a no ser que no espere
nunca nada de nada?". Inmediatamente volvieron a resurgir ante mí las llameantes letras
en cruz de la palabra "vivo" que me habían estado acompañando a lo largo de toda mi
vida como una luz que de tanto en tanto se echaba a dormir para volver a despertar,
En castellano en el original (N. de la T.)
siempre de nuevo, tanto en momentos de su sueño como de vigilia. Si hasta entonces
había creído que podía ser casualidad que aquel vivo estuviese grabado en la lápida que
cubría la tumba de mi abuelo –una inscripción que había dependido de la azarosa
voluntad del sacerdote– estaba convencido ahora, después de leer la frase que encabezaba
sus escritos, que debía tratarse de algo mucho más importante, cuyo significado signara tal
vez toda su existencia.
Y lo que luego fui leyendo, página tras página, me iba convenciendo cada vez más.
Su contenido se refiere demasiado a circunstancias privadas como para darlo a
conocer a un público totalmente extraño, de modo que me voy a limitar a mencionar
solamente aquello que se relacione con los hechos que me llevaron a conocer a Johann
Hermann Oberheit y con la visita que éste hiciera a las tempijuelas.
Como se puede entender a través de sus escritos, mi abuelo pertenecía a la sociedad
de los "Hermanos de Filadelfia", una orden cuyos orígenes conducen hasta el antiguo
Egipto y que tiene como fundador, dicen, al legendario Hermes Trimegisto. También
estaban detalladamente explicados los "gestos" con que sus miembros se reconocían entre
sí.
Aparecía muchísimas veces el nombre de Johann Hermann Oberheit, un químico
muy amigo de mi abuelo y que debió haber vivido en Runkel; y como a la sazón yo estaba
profundamente interesado en conocer más detalles acerca de la vida de mi antepasado y
de la obscura filosofía que se desprendía de cada línea, decidí trasladarme a Runkel y
averiguar allí mismo si era posible dar con algún descendiente del mencionado Oberheit o
si existía una crónica familiar que pudiera consultar.
Uno no puede imaginarse nada más digno de haber salido de un ensueño que
aquella ciudad diminuta que parece un trocito de la Edad Media enclavada al pie del
castillo montañés de Runkelstein, que fuera residencia permanente de los príncipes von
Wied, atravesada por sus callejuelas torcidas de empedrado jiboso, totalmente
despreocupada del paso del tiempo.
En las primeras horas de la mañana me dirigí al pequeño cementerio, y toda mi
juventud pareció revivir como por encanto mientras me encaminaba bajo los rayos del sol
de un montículo florido a otro, leyendo mecánicamente los nombres de aquéllos que
dormían para siempre debajo de las cruces.
De lejos pude reconocer la reluciente inscripción que adornaba la tumba de mi
abuelo.
Delante de la misma estaba sentado un anciano de cabello totalmente blanco, sin
barba, de rasgos muy marcados y el mentón apoyado en la empuñadura de marfil de su
bastón, que me contemplaba con ojos particularmente vivaces, como alguien que
comienza a reavivar un sinfín de recuerdos a la vista de un rostro conocido.
Vestía de un modo anticuado, casi al estilo biedermeier, con alta cuello tiesamente
almidonado y ancha corbata de seda negra, lo que lo hacía parecer el retrato de su propio
antepasado.
Quedé tan sorprendido por su aspecto anacrónico y absolutamente ajeno a nuestra
época, y estaba, además, tan ensimismado a raíz de los recuerdos que el lugar me traía,
que debo haber pronunciado en voz alta el nombre "Oberheit".
–Efectivamente, mi nombre es Johann Hermann Oberheit– dijo el anciano caballero
sin demostrar el menor asombro.
Casi me quedo sin aliento, y lo que pude saber a través del diálogo que entablamos a
continuación no me serviría para salir del estado de extrañeza en que me sentía envuelto,
resulta ya de por sí extraño encontrarse con alguien que no aparenta ser mucho mayor que
uno pero que ya lleva a sus espaldas un siglo y medio de vida; casi me siento como un
jovenzuelo –a pesar de mis ya numerosas canas– cuando, mientras íbamos caminando, me
hablaba de Napoleón y otras personalidades históricas, que él había conocido
personalmente, como se habla de alguien que ha muerto hace poco.
–En la ciudad me toman por algo así como mi propio nieto –dijo señalando sonriente
una lápida cuya fecha de muerte rezaba: –; bueno, en realidad, yo debería estar
enterrado aquí; le hice grabar esa fecha, porque no quiero ser admirado en público como
un Matusalén moderno. La palabra vivo, agregó, como si hubiese podido leer mis
pensamientos, "será agregada recién cuando esté realmente muerto".
Pronto nos hicimos grandes amigos, y él insistió en que me hospedara en su casa.
Así transcurrió casi un mes, durante el cual nos quedábamos muchas, veces
conversando hasta muy entrada la noche, pero siempre cambiaba de tema cuando yo
insinuaba querer conocer el significado de la frase que servía de carátula a los escritos de
mi abuelo: "Cómo habría de escapar un hombre a la muerte, a no ser que no espere nada
de nada". Cierta noche, sin embargo, la última que pasábamos juntos (nuestra
conversación trataba de los procesos a las brujas de la Antigüedad, y yo opinaba que
debían haber sido mujeres histéricas), él me interrumpió bruscamente:
–¿Usted no cree que el hombre puede abandonar su cuerpo y volar, digamos, hasta
una montaña?
Yo me limité a mover negativamente la cabeza.
–¿Quiere que le haga una demostración? –preguntó simplemente mirándome a los
ojos.
–Estoy dispuesto a reconocer –traté a mi vez de suavizar la tensión que se había
producido–, que mediante el uso de ciertos narcóticos las tales brujas entraban en un
estado de éxtasis que les permitía creer a pie juntillas que volaban por los aires montadas
en una escoba.
Pareció meditar mis palabras largo rato.
–Claro, diga yo lo que diga, usted seguirá pensando que todo no es más que el fruto
de mi imaginación –observó muy quedamente, y se sumió otra vez en sus cavilaciones. De
Propio de la época del Biedermeir, o romanticismo alemán. (N. de la T.).
pronto se puso de pie y retiró un cuaderno de uno de los anaqueles de su biblioteca–. Pero
tal vez le interese saber qué escribí en estas páginas cuando, hace años, hice el
experimento. Debo agregar que por aquel entonces era todavía un hombre joven y lleno de
ilusiones –en su mirada podía verse que había retrocedido con la mente a tiempos muy
lejanos– que creía en eso que los hombres llaman vida, hasta que llegaron los golpes, uno
tras otro: perdí aquello que uno más ama en esta tierra, mi mujer, mis hijos... todo. Fue
entonces que el destino hizo que conociese a su abuelo, y él me enseñó a comprender qué
son los deseos, qué es la espera, qué son las ilusiones, cómo se enmarañan entre sí y cómo
hay que hacer para arrancarles la máscara a todos esos fantasmas. Nosotros les dimos el
nombre de "tempijuelas", porque del mismo modo en que las sanguijuelas nos chupan la
sangre, éstas nos chupan el tiempo, el verdadero jugo de la vida. Aquí, en esta misma
habitación, fue que me enseñó a dar los primeros pasos en el camino por el cual se puede
vencer a la muerte y triturar las víboras de la esperanza... Y a partir de entonces –pareció
dudar por un instante–, sí, a partir de entonces fui como de madera, como el leño que no
siente cuando se lo acaricia o cuando se lo parte con una sierra, ni cuando se lo arroja al
fuego o al agua. Desde entonces he quedado vacío por dentro; desde entonces no necesité
buscar consuelo. ¿Para qué habría de buscarlo? Yo sé: soy, y recién ahora vivo. Hay una
diferencia muy sutil entre vivir y estar vivo.
–¡Usted lo expresa todo con tanta sencillez, siendo en realidad algo tan terrible! –lo
interrumpí profundamente conmovido.
–Sólo lo parece –me tranquilizó con una sonrisa–, de la inmovilidad del corazón
puede surgir un sentimiento de felicidad que usted ni se imagina. Es como una melodía
muy dulce que canta "soy" y que una vez iniciada no podrá acallarse nunca más, ni en
sueños ni cuando nuestros sentidos despiertan nuevamente a la realidad... ni con la
muerte.
–¿Quiere que le diga por qué los hombres mueren tan temprano y no viven
años, como los patriarcas de la Biblia? Porque son como esas verdes y tiernas hojas de un
árbol que brotan raudamente con las lluvias de primavera... se olvidan que son parte de
un tronco y por eso se caen con la llegada del otoño. Pero lo que en realidad quería
contarle es cómo fue que por primera vez abandoné mi cuerpo.
"Existe una doctrina secreta y muy antigua, tan antigua como el género humano, que
se ha ido transmitiendo de boca en boca hasta nuestros días, pero que sólo muy pocos
conocen. Nos enseña los medios para cruzar los umbrales de la muerte sin perder el
conocimiento, y aquél que lo logre, será de ahí en más dueño de sí mismo: habrá
adquirido un yo nuevo, y lo que hasta entonces le pareció que era su yo se habrá
convertido en un simple instrumento, del mismo modo que son nada más que
instrumentos nuestros pies y nuestras manos.
"Cuando el espíritu recién descubierto se va, nuestro corazón y nuestro aliento se
paralizan como los de cualquier cadáver, pero nosotros nos vamos con él como se fueron
los israelitas de Egipto, y las aguas se abrirán a nuestro paso y permanecerán erguidas
como muros de piedra. He tenido que ensayarlo muchas veces, sufriendo grandes
tormentos hasta que por fin logré separarme de mi cuerpo. Al principio me sentía como si
estuviese flotando, y era una sensación muy parecida a la que tenemos en sueños cuando
creemos volar, quedaba con las rodillas encogidas y mi cuerpo se me antojaba algo
extremadamente leve, pero de pronto fui arrastrado por una corriente negra que iba de
Sud a Norte –en nuestro idioma la llamamos la corriente ascendente del Jordán–, y el
rumor de sus aguas sonaba como a veces nos suena nuestra propia sangre en los oídos.
Una multitud de voces exaltadas, cuyos dueños no podía ver, me instaban a que regresara,
hasta que me acometió un fuerte temblor y el miedo me indujo a nadar hasta una roca que
apareció ante mi vista. A la luz de la luna pude ver que en la costa había un ser de la
contextura de un adolescente, totalmente desnudo y sin ninguno de los atributos del sexo;
poseía un tercer ojo en medio de la frente, igual que Polifemo, y señalaba inmóvil tierra
adentro.
"Luego caminé por entre espesos follajes, tomando por una senda muy lisa y muy
blanca, a la que no podía sentir bajo mis pies, y cuando trataba de asir las ramas y las hojas
que me rodeaban por doquier, entre éstas y mis dedos siempre se interponía una fina capa
de aire imposible de atravesar. El contorno de las cosas que divisaba parecía blando,
inconsistente y grotescamente agrandado. Pájaros jóvenes e implumes de mirada
insolente, gordos e hinchados como patos cebados, se acurrucaban en un nido gigantesco
y largaban agudos chillidos a mi paso; un cervatillo que apenas sabía caminar, pero del
tamaño de un animal ya totalmente desarrollado, sentado pesadamente entre las hierbas,
giró perezosamente la cabezota hacia mí.
"En cada ser que veía se podía percibir la misma pereza y pesadez.
"Paulatinamente fui comprendiendo dónde me encontraba: en un país que parecía el
calco del nuestro, pero que era, sin embargo, totalmente diferente: era el reino de los sosias
fantasmales que se nutren de la energía de sus semejantes terrenales, y en tanto saquean a
sus arquetipos, van creciendo en la medida en que a los otros los consumen las esperas e
ilusiones vagas; aguardando siempre la felicidad. Cuando en la tierra a un cachorro le
matan a su madre y el desgraciado se queda esperando lleno de confianza que le alcancen
alimentos... mientras se muere de hambre, en esta maldita isla de fantasmas nace su sosias
y comienza a chuparle la poca savia que le queda: la fuerza que se agota en la esperanza
adquiere aquí forma y se convierte en maleza, en plantas parásitas que brotan y crecen sin
cesar... el suelo está preñado por la savia fertilizante del tiempo que se Pierde en aguardar
el cumplimiento de quimeras. "Y al seguir caminando llegué a una ciudad que estaba llena
de seres humanos, muchos de los cuales me eran conocidos en la tierra, de los cuales Podía
recordar muy bien sus rostros demacrados y cansados a consecuencia de tantas esperanzas
fracasadas, y podía recordarlos vencidos y agachados sin atinar a arrancar los vampiros de
sus corazones –sus propios yos endemoniados–, que les chupaban el tiempo y la vida.
Aquí podía verlos convertidos en monstruos hinchados como esponjas, panzones, con los
ojos vidriosos perdidos entre los pliegues inflamados de su cara.
"Sobre la puerta de un negocio de lotería había un cartel que rezaba:
CASA FORTUNA
cada billete gana el premio mayor
y de allí salía una multitud apopléjica y sonriente, arrastrando detrás suyo sacos repletos
de oro, hombres y mujeres que no eran otra cosa que los fantasmas grasientos y
gelatinosos de todos aquellos que en la tierra vegetan aguardando los frutos del azar.
"Luego entré en un recinto enorme con forma de templo, cuyas columnas se alzaban
hasta el cielo; allí había un trono de sangre coagulada sobre el que se sentaba un monstruo
con cuerpo de hombre del que salían cuatro brazos con sus correspondientes manos, su
horrible bocaza de hiena echaba espumarajos de sangre y de placer: era el dios de la
guerra de tantas tribus salvajes que le tributan víctimas para que les sea concedida la
victoria sobre sus enemigos.
"Corrí espantado por los hedores de la corrupción que llenaban el lugar y salí a la
calle, y allí quedé paralizado de asombro frente a un palacio cuya magnificencia y
esplendor sobrepasaba todo lo que yo había conocido hasta ese instante. Sin embargo,
cada piedra, cada cumbrera, cada escalón me parecieron tan extrañamente familiares,
como si hubiese sido yo mismo quien lo construyera en mi imaginación.
"Y sintiéndome casi como el dueño de casa, subí por la blanca escalera de mármol
hasta que pude leer el nombre del verdadero propietario, que no era otro que... mi propio
nombre: Johann Hermann Oberheit.
"Entré al gran salón y pude verme vestido de púrpura sentado ante una mesa
ricamente servida, atendido por mil esclavas, y en cada una de ellas reconocí a una de las
tantas mujeres codiciadas alguna vez por mis sentidos, aunque sólo fuese por un fugaz
instante.
"Me sentí invadido por un odio indescriptible al descubrir que este ser –mi propio
sosias– se regalaba aquí en la abundancia desde que yo tenía uso de razón, puesto que
había sido yo mismo quien le diera vida otorgándole así todas las riquezas por mí
anheladas, en tanto permitía que toda la fuerza mágica del yo manara de mi alma para
malgastarse en un sin fin de esperanzas.
"Y súbitamente pude ver con claridad que toda mi vida había sido nada más que eso:
esperar cosas, que esa espera no era sino una especie de sangría inacabable, y que todo el
tiempo que me quedaba para percibir y sentir el presente apenas si sumaba horas. Lo que
hasta ese momento había considerado como el contenido de mi vida reventó ante mis ojos
como una pompa de jabón. Y ahora estoy en condiciones de decirle, amigo mío: todo lo
que realizamos en esta tierra da a luz nuevas esperanzas; todo nuestro planeta está bañado
por los vahos pestilentes que despiden todos los presentes muertos en el instante mismo
de haber nacido. ¿Quién no ha experimentado alguna vez esa debilidad enervante que nos
acomete cuando nos hallamos en la sala de espera de un médico, un abogado o un
funcionario? Lo que llamamos vida no es más que la sala de espera de la muerte. Y
entonces, en aquel momento, comprendí qué es el tiempo: nosotros mismos no somos sino
imágenes hechas de tiempo, cuerpos que parecen ser materiales y que no son nada más
que tiempo coagulado.
"Y ese marchitarse diario, camino de la tumba, ¿qué otra cosa es sino un nuevo
convertirse en tiempo bajo la apariencia de esperanzas e ilusiones...? ¡del mismo modo que
el hielo que puesto al calor se convierte nuevamente en agua!
"Y cuando esta convicción se hizo luz en mí pude ver que el cuerpo de mi sosias
comenzaba a temblar y que su cara se distorsionaba de miedo. Y entonces también supe
qué es lo que debía hacer: luchar sin tregua contra esos fantasmas que nos chupan la savia
de nuestras venas igual que los vampiros.
"¡Oh, ellos, esos parásitos de la vida humana saben muy bien por qué les conviene
permanecer invisibles a los ojos del hombre; la peor canallada del diablo consiste
precisamente en hacer como si no existiese.
"Ya partir de mi visita al país de las tempijuelas he desalojado para siempre de mi
existencia los conceptos esperanza e ilusión.
–Pienso, señor Oberheit, que yo me desmoronaría con el primer paso si decidiera
seguir el terrible camino que emprendió usted –dije al cabo de un rato–, puedo imaginar,
eso sí, que mediante el trabajo continuo y sin descanso se pueden adormecer dentro de
uno tanto la esperanza como la ilusión; sin embargo...
–¡Sí, pero nada más que adormecerlos! En lo más profundo del alma, la esperanza
permanecerá viva y al acecho. ¡Hay que darle con el hacha en sus mismas raíces! –me
interrumpió Oberheit–. ¡Conviértase en un autómata aquí en la tierra! Tome solamente el
fruto que lo esta llamando... si con ello se combina la más mínima espera, retire la mano y
verá que todo le será dado... maduro y a su debido tiempo. Al comienzo le parecerá estar
deambulando a través de un páramo desconsolador, a lo mejor por largo tiempo, pero de
pronto se hará la luz a su alrededor, y usted podrá ver todas las Cosas –las bellas y las
feas– animadas por un brillo distinto e insospechado. Y entonces ya no habrá para usted
nada "trascendente" ni nada "intrascendente", pues todas las cosas habrán ganado –por su
misma intrascendencia– una trascendencia igual; y entonces podrá decir de usted mismo:
me hago a la mar sin playas timoneando mi barco de velas blancas.
Esas fueron las últimas palabras que me dijera Johann Hermann Oberheit; nunca más
lo he vuelto a ver.
Entretanto han pasado muchos años y yo me he esforzado en lo posible por aprender
la enseñanza que él me impartiera, pero la esperanza no quiere abandonar mi corazón.
Sé que soy demasiado débil como para arrancar la mala hierba de raíz, y ya no me
extraña que entre las muchas tumbas de los cementerios tan pocas lleven la inscripción:
V │ I
V │O
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