La parra
Kit Reed
La total entrega exigida a sus cuidadores por la inmensa vid, la fatal sumisión de sus siervos, y los intereses creados a su alrededor constituyen una escalofriante alegoría de la servidumbre del hombre contemporáneo, esclavo de sus necesidades artificiales, y prisionero de ciegas y devoradoras estructuras. He aquí un alucinante relato del que todos somos, en mayor o menor grado, protagonistas.
Día tras día, verano tras verano, venciendo obstáculo tras obstáculo, contumazmente, a través de los siglos, la familia Baskin había cuidado aquella parra.
Nadie sabía con exactitud los años que tenía, quién la había plantado, ni quién había sido el primer Baskin que la cuidara. Cuando los primeros colonos llegaron al valle, la parra ya estaba allí. Nadie sabía, tampoco, quién había edificado el inmenso invernadero que la albergaba o quién enviaba los camiones que llegaban cada otoño para llevarse la fruta.
Los mismos Baskin tampoco lo sabían. Aun así, continuaban cuidando la parra, arrancando las malas hierbas a su alrededor, recogiendo su fruta, regándola en épocas en las que nadie disponía de agua y abonándola cuando no había abono. La familia vivía en una casa pequeña, situada al pie de su inmenso tronco, dedicando todos sus días a la planta. Todos los miembros de la familia Baskin tenían la espalda encorvada y su piel mostraba un color pálido y blando a causa de vivir toda una vida bajo el invernadero.
Cuando morían eran enterrados en el suelo familiar, situado en el exterior del gran invernadero, sin ataúdes ni sudarios, para que pudiesen continuar alimentando a la planta. El hijo mayor era el único que se casaba. Generalmente cortejaba a su novia fuera del valle, para que la muchacha no supiese, hasta ser llevada a casa, que tenía que parir hijos e hijas que cuidasen la parra. Aunque no había prueba alguna, circulaban rumores de que existía un ritual macabro en el que los Baskin entregaban parte de su sangre, cuatro veces al año, para enriquecer la tierra en su base.
Aun cuando la fantástica parra estaba alojada entre paredes de cristal, su sombra se extendía por gran parte del valle. En el buen tiempo los granjeros podían contemplar su magnífico fruto y darse cuenta de que no había uvas que se pudiesen comparar con las que colgaban dentro del invernadero.
Cuando llegaban las heladas tempranas o la sequía asolaba el terreno, los granjeros culpaban a la parra. Pero aun cuando la odiaban terriblemente, se sentían atraídos por ella.
Tanto en verano como en invierno había un constante desfile de gente que llegaba desde todos los rincones del valle, y con el tiempo aún de más lejos, gentes que ansiaban ver el invernadero y su contenido, y esperaban en silencio hasta que les tocaba el turno de entrar en él.
Fuera del conservatorio no crecía la hierba. En un radio de cientos de yardas a la redonda la tierra aparecía desnuda, como si fuese terreno de erosión. Los visitantes se aproximaban al invernadero mediante un pasaje elevado, conscientes de la poderosa red de ramas, hojas y raíces que se extendía a sus pies. Más adelante, el invernadero estaba casi obscurecido por la enorme abundancia de hojas y de fruta que colgaba de sus ramas.
En la pequeña puerta de este elevado pasaje, los visitantes entregaban una moneda a la hija más joven de los Baskin y atravesaban el torniquete, para atisbar desde la barandilla el enorme y sinuoso tronco de la parra. Sus ojos lo seguían hasta la base y hasta la tierra cuidadosamente trabajada que lo sostenía, y la mayor parte de aquellas personas no acertaban a comprender por qué aquel tronco medía veinte pies de diámetro.
La tierra se hallaba dividida por una serie de pasos pavimentados en madera a lo largo de los cuales los Baskin caminaban con sus tijeras de podar, azadas, y picos, dispuestos a ablandar un terrón, o atar alguna parte de la planta que hubiera podido liberarse del enorme árbol y comenzara a inclinarse peligrosamente.
En la parte alta se extendía la parra enlazándose en mil formas diferentes y casi obscureciendo el techo. Todo el invernadero estaba lleno de ramas y fruta de esta sola planta, de manera que el visitante podía permanecer en la barandilla del pasaje exterior, a la izquierda de la casa de los Baskin, y contemplar yardas y más yardas de espacio libre cruzado por caminos de madera y cubierto por ramaje verde. De este tejado de verdor colgaban enormes racimos de impecables uvas, fruta opulenta de la parra. Forzando un poco la vista, todos los visitantes podían también distinguir a los Baskin yendo de acá para allá a lo largo de los senderos de madera, con sus rostros pálidos y ataviados con sus camisas de algodón gris.
Había algunas personas que aseguraban que la parra succionaba la vida de los Baskin y había otras que decían que, por el contrario, eran los Baskin quienes adquirían vida a causa de su parra.
Fuera cual fuese la verdad, el visitante percibía en sus movimientos cierta prisa, una urgencia extraña, y al cabo de un momento quizá se veía obligado a llevarse una mano a la garganta como si la parra también le amenazase, aspirando el aire que respiraba, y así el visitante se volvía apresuradamente y huía de allí sin apenas darse cuenta de la presencia de los demás que se apretujaban sobre la barandilla para poder ocupar un mejor lugar de observación.
Aun atemorizado en tal manera, el visitante regresaba siempre. En su lejano hogar, y en otra estación del año, cerraría sus ojos y vería una vez más aquella gigantesca estructura viviente. Algo le impulsaría a volver y así lo haría, quizá con una esposa reciente a con un hijo recién nacido, diciendo: «Intenté decírtelo. No hay palabras para describir la parra».
Y así, las multitudes que llegaban al valle se hacían más y más grandes, y con el tiempo se construyeron nuevas carreteras y lugares donde poder comer, y como algunas personas llegaban desde muy lejos y precisaban de un lugar de descanso, la gente del valle construyó paradores.
Uno por uno, los granjeros disminuyeron su propia producción, abandonando viñedos para invertir su dinero en moteles y restaurantes. Las casas cinematográficas hicieron acto de presencia, y alguien construyó una terraza, que estaba orientada hacia el invernadero, dotándola con parasoles multicolores y con piscinas.
También hubo quien construyó pequeños puestos de venta donde se expendían uvas y botellas de vino que, según se aseguraba, procedían de la famosa parra.
La gente del valle prosperó rápidamente, y aun cuando todavía vivían a la sombra de la parra, ya no la maldecían. En lugar de mirarla con odio alzaban sus ojos al cielo y murmuraban: «Espero que llueva, la parra necesita agua.» O: «Si hay helada espero que no se quiebren los cristales del invernadero y se dañe la parra.»
Con el tiempo abandonaron definitivamente el cultivo de la tierra y desde entonces sus vidas dependieron del constante fluir de visitantes que llegaban a ver la parra.
Y así ocurrió que Charles Baskin nació en época de prosperidad, cuando la gente del valle ya no evitaba a la familia. En su lugar decían: «¿Está muy atareada tu familia?»; o golpeando afectuosamente sobre la espalda de Charles le preguntaban: «¿Cómo va la parra, Charles?»
«Maravillosamente bien», respondía él, un tanto distraídamente, porque ya estaba cerca de los veinte años, era el primogénito y debía buscar esposa.
En otros tiempos la cosa hubiera sido más difícil... Un Baskin que entonces quisiera hacer la corte a una muchacha tenía que tomar un carro o un carromato y atravesar las montañas, viajando sin descanso hasta llegar a una ciudad donde nunca hubiesen oído hablar de la parra.
La propia madre de Charles había llegado al valle procedente de una de tales ciudades. Había llegado allí con sus ojos nublados por el amor y los oídos cuajados de las mentiras de su padre, mentiras y promesas; y no entendió las cosas tal y como eran hasta que entró en el invernadero. Se dio cuenta entonces de que se pasaría el resto de su vida cuidando la parra.
Charles la había visto languidecer durante toda su infancia, llorando sentada sobre una de las enormes raíces de la planta, y había escuchado de sus labios, noche tras noche, historias y anécdotas de lo que ocurría fuera del valle.
Sin embargo, durante aquellos veinte años transcurridos, las cosas habían cambiado mucho allí. Los padres de su madre habían llegado de visita y en lugar de protestar se sintieron encantados. Les llevó hasta el lugar el alcalde, reventando de orgullo, y los dos abuelos admiraron el invernadero, y alabaron la casa, e incluso llegaron hasta el extremo de acariciar el tronco de la parra.
La madre aún estaba protestando y tratando de explicar cosas, cuando los dos viejos la interrumpieron para decirle totalmente convencidos:
–Querida, debes ser muy feliz aquí.
Y a continuación partieron.
Charles, presenciando la escena, había pensado: «¿Y por qué no lo iba a ser?» La parra en aquellos días exudaba prosperidad y aun cuando aquellos que llegaban a verla se sentían asombrados, también deseaban mostrarse solícitos y casi siempre aconsejaban: «Más alimento.» O: «No podemos permitir que le suceda nada a esta parra.»
Y así, cuando Charles llegó a su mayoría de edad, cualquier muchacha del valle se hubiese sentido orgullosa de entrar a formar parte de la familia que cuidaba la parra. Varias de las chicas que por allí vivían trataron de llamar su atención, pero él siempre había amado a Maida Freemont, cuyo padre dirigía un lugar de recreo en la colina.
Cierto día, bajo una maravillosa puesta de sol, los dos contemplaron las últimas luces que se reflejaban sobre el techado del invernadero, situado más abajo que ellos. Charles dijo entonces:
–Baja al valle y vive conmigo.
–No sé... –replicó Maida mirando por encima del hombro de Charles hacia el techado del invernadero–. Ese lugar me pone muy nerviosa.
–Tonterías –dijo su padre, que acababa de escuchar las últimas palabras de su hija–. Alguien tendrá que cuidar de la parra con el tiempo.
–Sí –respondió Charles, a la vez que sentía un estremecimiento de premonición–. Yo te quiero Maida, cuidaré de ti.
Y acto seguido la abrazó estrechamente, pensando que si se casaba con ella todo marcharía bien.
–Maida...
–Dime...
La llevó en viaje de bodas a través del océano. Unos cuantos días de libertad antes de que se metiera a vivir en el invernadero. Regresaron del viaje tostados y con aspecto saludable; y Charles la condujo a través de los pasadizos que se extendían por las paredes de cristal, esperando ver la parra.
Charles cogió a su esposa en brazos y atravesó el portillo.
–Y bien –dijo al mismo tiempo que la depositaba en el balcón interior–, ya estamos aquí...
La muchacha ocultó el rostro en el hombro de su esposo y murmuró:
–Sí..., ya estamos aquí.
Cuando nuevamente se abrazaron, Charles se sintió muy incómodo. Notó que se producía un sutil cambio en el color de la luz del invernadero y cierta extraña diferencia en el aire que les rodeaba. El aire en aquellos momentos era más pesado, como si acabara de recibir una pincelada de fermento. Molesto, tomó a Maida por una mano y se apresuró a penetrar en la casa.
El resto de la familia se hallaba sentada en la sala de estar: el padre, la madre, Sally y Sue. Se habían cambiado sus ropas de trabajo. La madre y las muchachas se habían puesto vestidos de color de alhucema, y el padre lucía su camisa de color vino. Rodearon inmediatamente a los nuevos esposos y pasó un minuto antes de que Charles se diera cuenta de que allí faltaba alguien.
–¿Dónde está el abuelo ?
Su madre respondió evasivamente:
–Se fue...
–¿Adónde?
El padre movió la cabeza y respondió:
–Algo... le sucedió y murió.
Sue dijo calmosamente:
–Ya era hora.
Intervino la madre para hacer las cosas más fáciles:
–Convertí su cuarto en una magnífica sala para vosotros y así tendréis un verdadero apartamento.
En el exterior hubo un ruido extraño, como si toda la parra se estremeciese. Maida se apretó contra Charles, y éste respondió:
–Está bien, madre. Eso es estupendo.
Maida murmuró:
–¡Oh, Charlie, Charlie, sácame de aquí!
El vaciló.
La familia les contemplaba con ojos violeta. Estaban esperando.
Asintiendo con un movimiento de cabeza, Charles abrazó más estrechamente a Maida y dijo:
–Vamos, querida.
Y en el rellano de la escalera añadió:
–Confía en mí. Confía en la parra.
Subieron los dos juntos. En el exterior se oyó otro extraño ruido, muy parecido a un gigantesco suspiro.
Charles se levantó temprano, pero la familia ya estaba trabajando. Sally se hallaba en el torniquete de entrada al pasadizo recogiendo dinero de los visitantes. Sue estaba agachada en uno de los pasillos de madera arrancando distraídamente una mala hierba. Su madre estaba subida en una escalera situada en el extremo más alejado del invernadero, atando una fina rama de la parra.
Charles se aproximó a ella.
–Madre, aquí hay algo diferente –dijo.
Pero la madre solamente frunció el ceño, atando un nudo, y no dijo nada.
Cuando a mediodía regresaron a la casa, Maida parecía haberse recuperado y animado mucho. Estaba en la cocina. Llevaba los cabellos recogidos y sujetos en la nuca y silbaba alegremente. Dijo:
–Hice un pastel.
Terminaron la comida felizmente. Sally habló mucho sobre un muchacho que había visto. Había atravesado el torniquete de entrada al pasadizo dos veces sin haberse acercado a la barandilla para contemplar la parra. Sólo le interesaba charlar con ella. La madre sonreía al mismo tiempo que daba a Maida algunas instrucciones sobre el gobierno de la casa. El padre estaba un poco pálido y como abstraído.
–El pastel –dijo Maida, cortándolo.
Todos abrieron la boca asombrados.
–¡Uvas!
Una vez que terminaron de hablar con ella, Charles la condujo hasta su habitación, tratando de tranquilizarla.
–Por favor, querida, no llores más. Lo que ocurrió es que no has comprendido...
–Todo lo que yo quería era...
–Lo sé, pero perjudicaste a la parra. Ninguno de nosotros jamás hace daño a la parra.
Baskin, aquella tarde, permaneció una hora más en el invernadero, quizá pensando cómo arreglar el estropicio que había realizado su mujer en la parra. Fue de un lado a otro por los pasadizos de madera, arrancando malas hierbas y podando, hasta que poco antes de la puesta de sol tropezó con su padre.
Se hallaba en tierra, cerca del muro exterior, terriblemente pegado al terreno, como si estuviese comulgando con él. Cuando Charles le llamó, el viejo no respondió, ni se movió.
Inclinándose y alzándole un poco, Charles logró sentarle contra el muro de cristal.
–Padre, ¿no crees que no es normal estar tirado ahí en la suciedad, de esa manera?
El viejo le miró y musitó:
–Tenía que hacerlo...
–¿Por qué, padre? ¿Por qué?
–No lo comprenderías.
–Padre, ¿te encuentras bien?
El viejo le apartó calmosamente y replicó:
–Vamos..., es la hora de regar la parra.
Los últimos visitantes se habían ido ya, y así abrieron las esclusas que daban paso al agua. Cenaron bajo el suave murmullo del agua que regaba la tierra. Aquella noche, Charles y Maida se abrazaron más estrechamente, como si estuviesen atemorizados por la constante lluvia artificial.
El padre ya no volvió a ser el mismo de antes. Al cabo de dos meses había fallecido, languideciendo misteriosamente ante los ojos de toda la familia, hasta morir. A la vez que el viejo se iba perdiendo poco a poco, la parra prosperaba, produciendo más fruto, extendiendo más y más sus ramas hasta que llegó un momento en que Charles temió que el invernadero no fuese lo suficientemente grande para albergarla. Trabajó largas horas podando y arreglándola, intentando mantenerla dentro de ciertos límites, y cuanto más trabajaba, menos resultados parecían alcanzar sus esfuerzos.
Su madre y las muchachas también parecían afectarse mucho, haciendo inútiles esfuerzos y languideciendo más y más ante sus ojos.
Solamente Maida estaba bien, atareada en un género de vida que nada tenía que ver con la parra o con el invernadero. Estaba embarazada y en sus sueños sobre el futuro, cuando conversaban sobre el porvenir, ni Charles ni Maida mencionaban la parra para nada.
Solamente Sally parecía resentirse del inminente bebé, riñendo con Maida porque no ayudaba como lo hacían los demás, aunque la propia Sally pasaba cada vez menos tiempo trabajando. En lugar de hacerlo se entretenía en el torniquete de entrada, charlando con el muchacho visitante.
–Mejor será que le digas que deje de venir por aquí –dijo Charles una noche.
–¿Por qué? Tengo que vivir mi propia vida, ¿no?
Charles frunció el ceño mirando a Sally y respondió:
–Tu vida es la parra.
Al día siguiente la muchacha había desaparecido. Había metido sus ropas en una maleta de cartón, para huir con el muchacho. Desde una distante ciudad enviaron una tarjeta que decía:
«Salid de ahí antes de que sea demasiado tarde.»
No había dirección del remitente.
Sue movió la cabeza con gesto de pesadumbre y comentó:
–Tendremos que trabajar más duro para compensar su marcha.
–No servirá de nada –respondió la madre, desde su rincón–. No servirá de nada.
–No digas eso –replicó Charles secamente–. Entre todos tenemos que cuidar la parra.
Muy avanzada ya en su embarazo, Maida murmuró:
–¡Maldita sea la parra!
Como Charles no pudo encontrar a su madre para que le ayudara, cuando nació el niño entre él y Sue oficiaron de comadronas. Cuando todo acabó, Charles salió hacia los pasadizos de madera y llamó a la anciana para darle la buena noticia.
Finalmente la encontró boca abajo, pegada a la tierra, como lo había estado su padre, y tuvo que hacer un enorme esfuerzo para alzarla. Imaginaba que algo la había golpeado cuando la apartó de la tierra. Atemorizado la llevó hasta la casa y la acostó. Aun cuando la mujer era fuerte, Charles no le permitió dejar la casa para nada. Entre él y Sue cargaron con el trabajo porque no tenían otro remedio que hacerlo así. De todas formas la madre murió pronto. La enterraron en el solar familiar, donde podría alimentar a la parra.
En aquellos momentos quedaban en la casa solamente cuatro personas: Charles, Maida, el bebé... y Sue, quien poco a poco también iba languideciendo y adelgazando ante sus ojos.
Charles estaba desesperado y probablemente habría huido de allí a no ser por el pequeño. El bebé era su futuro y todas sus esperanzas. Crecería fuerte y saludable, llevando en sí la tradición de los Baskin en cuanto se refería al cuidado de la parra.
–Pronto tendremos una niña –dijo sonriendo a Maida.
Al otro lado del fuego, Sue se llevó ambas manos a los labios. Sus dedos acariciaron el rostro, nerviosamente, e inmediatamente se puso en pie y echó a correr.
Cuando Charles salió al porche escuchó sus pasos, rápidos y desesperados. Pero estaba todo muy obscuro y la gran parra crujió sobre él. Con un estremecimiento, entró en la casa.
No volvieron a ver a Sue, y así Maida tuvo que cuidar al bebé en la casa y salir a ayudar a su esposo en el trabajo de la parra.
Era una muchacha ágil y capaz, y ahora que había dado a luz un hijo, parecía sentirse extrañamente reconciliada con la vida en el interior del invernadero, como uno más de los que siempre habían trabajado allí.
Ella y Charles trabajaban bien, pero Charles comenzó a observar ciertos cambios en su esposa. A menudo la hallaba en el pasadizo de madera más lejano del invernadero con una mejilla apoyada en el muro de cristal, profundamente ensimismada. Fue por esta época cuando Charles descubrió el esqueleto de Sue suspendido entre la verde espesura de la parra. Lo liberó de su encierro y lo enterró rápidamente para que Maida no lo viese.
La tierra parecía vivir cuajada de fuertes raíces que en aquel momento se agitaron espasmódicamente. Charles dio un salto atrás, terriblemente alarmado.
«Nos iremos –pensó mordiéndose el labio inferior–. Me llevaré a ella y al niño muy lejos de aquí.»
.Pero ya era demasiado tarde. Maida no respondió a sus angustiosos gritos, y finalmente la encontró pegada a la tierra junto a la puerta de la casa.
Cuando la alzó, la muchacha sonrió. Parecía estar ciega, pero, aun así, su aspecto era tan encantador como siempre. Allí donde había tocado la tierra– su piel estaba cruzada por diminutas venas rasgadas. La llevó en brazos, corriendo, tropezando, hasta la carretera. Cuando la policía la trasladó al hospital, Charles llamó al padre de Maida.
–Señor Freemont, Maida y yo nos iremos de aquí tan pronto se encuentre mejor para viajar.
–Y harás bien, muchacho –respondió el señor Freemont–. Yo cuidaré aquí de Maida. Tú vuelve a tu trabajo en la parra.
–Me parece que no acaba usted de entenderlo, tenemos que irnos de aquí...
El viejo le aconsejó nuevamente que regresara al invernadero y añadió:
–Pronto estará bien, hijo. Vuelve a tu trabajo.
Como no había otra cosa que hacer, así lo hizo Charles, pero tenía la mente ocupada con sus proyectos. Cuando Maida mejorase se la llevaría de allí en compañía del bebé; si era preciso robaría un coche y partirían del valle hasta que estuvieran muy lejos de aquella tierra maldita, sanos y salvos.
–Ha muerto –dijo el padre de Maida. llorando junto al torniquete de entrada a los pasadizos altos.
–La parra la mató –respondió Baskin desesperadamente.
El viejo aplicó sobre su hombro una afectuosa palmada y luego añadió:
–Bien..., bien, está llegando la hora de la recolección. Ya sabes cómo les gusta eso a los visitantes...
–Pero tengo que...
–Tienes que seguir trabajando en nombre de Maida. Por el valle. Todos dependemos de ti.
Antes de que Charles pudiese protestar, el viejo colocó un rastrillo en su mano. Al cabo de un rato un grupo de hombres comenzó a instalar un torniquete automático.
–Te diré algo –dijo el viejo–. Colocaremos un rótulo de «Prohibidas las visitas» y así dispondrás de cierto tiempo para cumplir con el luto.
–Pero no hay...
Baskin penetró en el invernadero añadiendo:
–...No hay tiempo para lutos. Solamente queda el tiempo justo para cuidar la viña.
Tal exigencia ocupó todas sus horas libres. Cuidaba también al niño, al que dejaba en el porche en un lugar donde él podía vigilarle, y si aquella noche dejó al bebé sin atender, casi no fue culpa suya.
Oyó un fuerte chasquido y un distante lamento. Charles corrió para ver lo que había ocurrido. La parra había roto un panel de cristal del invernadero. Charles estaba a punto de volverse hacia la casa y hacia el bebé cuando una rama llena de hojas cayó alrededor de uno de sus brazos sosteniéndole como si deseara decirle: «Escucha».
Impaciente, Charles se sacudió la presa. Con creciente pánico echó a correr.
No pudo llegar a tiempo. Nadie hubiese podido hacerlo. El bebé, o bien había trepado por su cuna, o le habían sacado de allí. Estaba jugando en la tierra frente a la casa. Baskin gritó, destrozándose casi la garganta, pero antes de que el bebé pudiese oír o responder, una fuerte raíz surgió del suelo, rodeó el cuello del niño y lo introdujo profundamente en la tierra.
Charles imaginó oír un eructo cósmico.
Lanzándose desesperadamente sobre la tierra la rasgó con furia, pero no encontró rastro del bebé, ni su gorra, ni siquiera un solo hueso. En su dolor e ira, Baskin cavó más profundamente con ambas manos, golpeando las raíces y maldiciendo la tierra. El suelo estaba vivo, luchaba en contra de él, y finalmente le costó gran trabajo desembarazarse de las raíces que trataban de hacer presa en su carne.
Se retiró hacia el porche jadeando penosamente. Entró en la casa, recogió papeles, astillas y trapos, y caminó sobre uno de los pasillos de madera hasta llegar al gran tronco, para formar una pira en su base. Empapó la carga con petróleo y le prendió fuego.
Así fue cómo Charles Baskin finalmente hizo la guerra a la parra.
Dando un salto hacia atrás, para evitar el calor, la maldijo mil veces, pensando que todo acabaría muy pronto, pero mientras contemplaba la quema el sistema de riego funcionó repentinamente, quizá movido por algún largo tentáculo de la parra. Cuando el humo desapareció, se dio cuenta de que la parra apenas había sufrido daño alguno con el fuego ya apagado, y estaba succionando desde su interior, de vez en cuando, bañándose el tronco con nueva savia.
Baskin, entonces lo atacó con una sierra automática, pero antes de que hubiese llegado muy lejos, la parra comenzó a dejar caer tijeretas desde todas sus ramas y cada una de ellas comenzó a enraizar. y todas, como por arte de magia se apoderaron de la sierra, intentando volverla hacia él. Charles se vio obligado a retroceder rápidamente hacia un lugar seguro, huyendo del invernadero, sumido en la más honda desesperación.
Pensó verter una cuba de lejía en el terreno, pero antes de que pudiese aproximarse lo suficiente, las raíces ya sobresalían de la tierra por el exterior del invernadero asiendo la cuba y tratando de alcanzar al propio Baskin.
Tenía que atacar de nuevo al tronco, pero el invernadero se había convertido en un lugar impenetrable. Aquella «cosa» se había rodeado de una espesa armadura de gruesas raíces y fibras y en ningún momento pudo Charles acercarse al tronco.
Desesperado, trazó otro plan: si no podía dañar la planta, destrozaría el invernadero, y la primera helada mataría la parra.
Solamente había roto tres paneles de cristal, cuando la encolerizada planta le aplicó unos fuertes latigazos con sus raíces a la vez que lanzaba un profundo y estremecedor bramido. Charles aún estaba luchando denodadamente cuando el primer camión apareció en el horizonte. Llegaba gente de la ciudad para investigar.
–Gracias a Dios –dijo al primer hombre que le ayudó–. Gracias a Dios que han llegado.
El hombre le miró a través del verdor y le preguntó:
–¿Qué ha sucedido?
–Tenemos que matarla –respondió Baskin.
Luego pensó: «Ahora verán».
Al cabo de dos segundos añadió:
–Tenemos que matarla antes de que nos mate a todos.
–Ese hombre trataba de hacerle daño a la planta –dijo alguien a su espalda–. Parece que hemos llegado a tiempo.
Baskin abrió la boca sin acabar de comprender del todo.
–Sí, justamente a tiempo –musitó.
Los hombres retrocedieron y dejaron que la parra terminara lo que estaba haciendo. Entonces echaron suertes para ver a quién le tocaba quedarse allí para cuidar la planta. El afortunado ganador envió un amigo a la ciudad para que comunicara la buena noticia a su esposa, y entonces avanzó abriendo las dobles puertas que daban paso al invernadero. Al aproximarse, la parra retiró sus tentáculos enrollándolos calmosamente en su primitivo lugar. En voz baja, casi acariciadora, el hombre preguntó en la obscuridad:
–¿Te encuentras bien?
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