La vida de la muerte
Clive Barker
El periódico era el de la primera edición del día, y Elaine lo devoró de cabo a rabo en la sala de espera del hospital. Un animal, que se sospechaba que era una pantera —y que había aterrorizado al vecindario de Epping Forest durante dos meses— había sido derribado de un disparo y habían descubierto que se trataba de un perro salvaje. Unos arqueólogos habían descubierto en Sudán unos restos de huesos que, en su opinión, podrían conducir a una nueva valoración de los orígenes del hombre. Cerca de Clapham encontraron asesinada a una joven que en cierta época se había codeado con la realeza menor. Desaparecido el hombre que realizaba la vuelta al mundo en yate. Recientemente se habían desvanecido las esperanzas de encontrar una cura al resfriado común. Leyó con igual fervor los boletines mundiales y las trivialidades —cualquier cosa con tal de no pensar en la revisión que le esperaba— , pero las noticias de aquel día se parecían mucho a las del día anterior: sólo los nombres habían cambiado.
El doctor Sennett le informó que cicatrizaba bien, tanto por dentro como por fuera, y que estaba en condiciones de reasumir sus plenas responsabilidades en cuanto se sintiera lo suficientemente recuperada desde el punto de vista psicológico. Le comunicó que debería someterse a una nueva revisión, la definitiva, en la primera semana del nuevo año. Elaine dejó al médico lavándose las manos después de haberla revisado. La idea de meterse directamente en el autobús y regresar a su casa le resultó repugnante después de haberse pasado tanto rato sentada y esperando. Decidió que caminaría una o dos paradas. El ejercicio le sentaría bien, y aquel día de diciembre, aunque distaba de ser cálido, era luminoso.
Sin embargo, sus planes resultaron excesivamente ambiciosos. Después de andar unos minutos empezó a dolerle la parte baja del abdomen, y comenzó a sentir náuseas, por lo que se desvió del camino principal para buscar un sitio donde descansar y tomar un poco de té. Sabía que debía comer, aunque nunca había tenido demasiado apetito, y mucho menos desde la operación. Su deambular se vio recompensado. Encontró un pequeño restaurante en el que, a pesar de ser casi la una, no estaba desbordado por la clientela de mediodía. Una mujer pequeña, desvergonzadamente teñida de pelirrojo, le sirvió el té y una tortilla de champiñones. Se esforzó por comer, pero sin demasiados resultados. La camarera se mostró abiertamente preocupada.
—¿Es que no está bien la tortilla? —le preguntó, algo irritada. —No es eso —le aseguró Elaine—. Soy yo.
De todas maneras, la camarera se mostró ofendida.
—Me gustaría tomar un poco más de té, si fuera posible —dijo Elaine.
Apartó el plato con la esperanza de que la camarera se lo retirase en seguida. La visión de la comida helándose sobre el plato liso no la estimulaba en absoluto. Odiaba la inoportuna sensibilidad que la invadía era absurdo que un plato con una tortilla sin terminar le produjese semejante melancolía, pero le resultaba imposible contenerse. En todas partes encontraba pequeños ecos de su propia pérdida. En la muerte de los bulbos de la maceta del alféizar, ocurrida a raíz del tiempo benigno de noviembre y las heladas repentinas; en el pensamiento del perro salvaje sobre el que había leído esa mañana, muerto en Epping Forest.
La camarera regresó con el té recién hecho, pero no se llevó el plato. Elaine la llamó y le pidió que lo hiciera. A regañadientes, obedeció.
Ya no quedaban clientes en el local; sólo estaban Elaine y la camarera, ocupada en quitar los menús del almuerzo de las mesas y sustituirlos por los de la noche. Elaine miró por la ventana. En los últimos minutos se habían formado en la calle unos velos de humo azul grisáceo, que solidificaban la luz solar.
—Otra vez están quemando cosas —comentó la camarera—. Ese maldito olor se mete por todas partes.
—¿Qué es lo que están quemando?
—Era un centro comunitario. Lo están demoliendo y van a construir uno nuevo. Malgastan el dinero de los contribuyentes.
Efectivamente, el humo entraba en el restaurante. Elaine no lo encontró molesto; olía ligeramente a otoño, su estación preferida. Intrigada, acabó el té, pagó la cuenta y decidió caminar por la zona para encontrar la fuente del humo. No tuvo que andar demasiado. Al final de la calle había una placita; el emplazamiento de la demolición la dominaba. Sin embargo, recibió una sorpresa. El edificio al que la camarera se había referido como centro comunitario era en realidad una iglesia, o lo había sido. Ya habían arrancado el emplomado y la pizarra del tejado dejando las vigas desnudas mirando al cielo; a las ventanas les faltaban los cristales; al costado del edificio ya no quedaba ni sombra del césped y habían derribado dos árboles. La pira formada por ellos era lo que producía el perfume incitante.
Dudaba que el edificio hubiera sido alguna vez hermoso, pero aún quedaba en pie suficiente estructura como para permitirle suponer que podía haber tenido su encanto. La piedra, gastada por el tiempo no combinaba en absoluto con él ladrillo y el cemento que la rodeaban pero el asedio al que la sometían (los obreros que trajinaban para deshacer aquello, la excavadora ávida de escombros) le otorgaba cierta fascinación.
Uno o dos obreros notaron que los observaba, pero ninguno hizo ademán de detenerla cuando atravesó la plaza, fue hacia el pórtico de la iglesia y echó un vistazo a su interior. Por dentro, la iglesia había sido despojada de la mampostería decorativa, del púlpito, los bancos, la pila bautismal y todo lo demás; quedaba simplemente una estancia de piedra que carecía de atmósfera y de autoridad. Sin embargo, una persona había encontrado allí algo interesante. En el extremo opuesto de la iglesia había un hombre, situado de espaldas a Elaine, que miraba fijamente al suelo. Al oír pasos, se volvió con aire culpable.
—No tardaré nada —dijo.
—No se apure —repuso Elaine—. Creo que los dos somos intrusos.
El hombre asintió. Vestía sobriamente —incluso con una cierta monotonía—, a excepción de la pajarita verde. Sus facciones, a pesar del porte y el cabello canoso propio del hombre de mediana edad, carecían de arrugas, como si las sonrisas y el ceño fruncido no hubieran estropeado nunca su perfecta indiferencia.
—Es triste ver un sitio en estas condiciones, ¿no le parece? —inquirió él.
—¿Sabe cómo era la iglesia antes de que iniciaran la demolición?
—Venía de vez en cuando —repuso—, pero nunca fue muy popular.
—¿Cómo se llama? —preguntó Elaine.
—Iglesia de Todos los Santos. La construyeron a finales del siglo diecisiete, creo. ¿Le gustan las iglesias?
—No en particular. Vi el humo y...
—A todo el mundo le gustan las demoliciones —comentó él.
—Sí, supongo que es cierto —convino ella.
—Es como presenciar un funeral. Mejor ellos que nosotros, ¿no?
Elaine musitó alguna cosa para indicar su acuerdo y su mente se desvió hacia otra parte. Al hospital. Al dolor y a la actual cicatrización. A la vida que le salvaron solamente a costa de la capacidad de producir más vida. «Mejor ellos que nosotros.»
—Me llamo Kavanagh —le dijo él.
Cubrió la corta distancia que los separaba con la mano tendida.
—Mucho gusto. Elaine Rider.
—Elaine, bonito nombre.
—¿Está echando un último vistazo al lugar antes de que se venga abajo?
—Efectivamente. He estado viendo las inscripciones de las piedras del suelo. Algunas son de lo más elocuente. —Con el pie apartó un fragmento de madera de una de las lápidas—. Me parece un desperdicio. Estoy seguro de que se limitarán a hacerlas trizas cuando comiencen a levantar el suelo...
Elaine bajó la mirada para observar las lápidas que tenía bajo los pies. No todas ellas llevaban inscripción; en la mayoría de las que la tenían sólo figuraban las fechas y los nombres. Sin embargo, había algunas inscripciones. Una de ellas, a la izquierda de donde estaba Kavanagh de pie, tenía un relieve casi completamente erosionado de tibias cruzadas, como baquetas de tambor, y el abrupto lema: Redimid el tiempo.
—Creo que, en algún momento, aquí debajo hubo una cripta —dijo Kavanagh.
—Ah, ya veo. Y éstas son las personas a las que enterraron.
—Pues no se me ocurre otra cosa para explicar las inscripciones, ¿y a usted? Me gustaría preguntarles a los obreros... —hizo una pausa en mitad de la frase —. Pensará usted que es algo morboso por mi parte...
—¿Qué?
—Pues verá, preservar de la destrucción una o dos de las lápidas más bonitas.
—No lo considero morboso —repuso ella—. Son muy hermosas.
Visiblemente animado por la respuesta de Elaine, el hombre dijo:
—Quizá debería hablar con ellos ahora. ¿Me disculpa un momento?
Se marchó dejándola sola en la nave, como una novia desamparada, y fue a preguntar a uno de los obreros. Elaine se dirigió hasta el punto donde había estado el altar y fue leyendo los nombres a medida que avanzaba. ¿A quién le importaban ahora los lugares de descanso de estas personas? Muertas hacía doscientos años y más, no para pasar a la amorosa posteridad sino al olvido. Y de repente, las esperanzas de una vida después de la muerte, que nunca había expresado claramente pero que había abrigado a lo largo de sus treinta y cuatro años, desparecieron; la vaga ambición del cielo ya no la agobiaba. Algún día, quizá este mismo día, moriría, igual que estas personas, y no importaría ni un ápice. No había nada que esperar, nada a qué aspirar, nada con qué soñar. Se quedó en un lugar iluminado por la luz del sol, espesado por el humo, meditando al respecto, y casi se sintió feliz.
Kavanagh regresó después de haber hablado con el capataz.
—Efectivamente, hay una cripta —le dijo — , pero todavía no la han vaciado.
—Ah.
Todavía están ahí abajo, pensó ella. Polvo y huesos.
—Al parecer tienen problemas para acceder a ella. Todas las entradas están selladas. Por eso están excavando alrededor de los cimientos. Para encontrar otro modo de entrar.
—¿Se suelen sellar las criptas?
—No tan bien como ésta.
—Quizá no quedara sitio —comentó ella.
—Puede ser —repuso Kavanagh, tomándose el comentario con mucha seriedad.
—¿Le darán una de las lápidas?
—No es algo que les competa decidir —repuso, sacudiendo la cabeza—. Son sólo lacayos del ayuntamiento. Parece ser que cuentan con una empresa de excavadores profesionales que vendrán a levantar los cuerpos para llevarlos a sus nuevas sepulturas. Ha de hacerse todo con el debido decoro.
—Mucho se preocupan —comentó Elaine, y volvió a bajar la vista para observar las lápidas.
—En eso estoy de acuerdo —replicó Kavanagh — . Me parece que todo esto resulta un tanto excesivo. Aunque quizá no seamos lo suficientemente temerosos de Dios.
—Es probable.
—De todas maneras, me dijeron que regresara dentro de uno o dos días, y que preguntara a los que harán el traslado.
Elaine se echó a reír al pensar en los muertos mudándose de casa y empaquetando sus bienes personales. Kavanagh se mostró satisfecho de haber hecho un chiste, aunque hubiera sido sin intención. Instalado en la cima de este éxito, dijo:
—Me pregunto si podré invitarla a una copa.
—Me temo que no sería muy buena compañía. Estoy muy cansada.
—Quizá podríamos reunimos en otro momento —sugirió él.
Ella apartó la vista de aquella cara ansiosa. Era bastante agradable, dentro de su placidez. Le gustaba su pajarita verde —seguramente era una broma a expensas de su propia monotonía. También le gustaba su seriedad. Pero no lograba enfrentarse a la idea de tomar una copa en su compañía, al menos no esa noche. Le ofreció disculpas y le explicó que había estado enferma y que aún no había recuperado las fuerzas.
—¿Otra noche, quizá? —preguntó con amabilidad.
La falta de agresividad en su galanteo resultó persuasiva.
—Me gustaría, muchas gracias.
Antes de separarse, intercambiaron sus números de teléfono. Él se mostró encantadoramente entusiasmado ante la idea de volver a verla, e hizo sentir a Elaine que, a pesar de todo lo que le habían quitado, aún conservaba su sexo.
Regresó al apartamento y se encontró con un paquete de Mitch y un gato famélico ante la puerta. Dio de comer al animalito, se preparó café y abrió el paquete. En su interior, envuelta en varias capas de papel tisú, encontró una bufanda de seda, escogida con el extraño ojo que tenía Mitch para los gustos de Elaine. La nota que la acompañaba decía: Es tu color. Te quiero, Mitch. Se sintió tentada de coger el teléfono en ese mismo momento y hablarle, pero en cierta manera la idea de oír su voz le pareció peligrosa. Demasiado cercana a la herida, quizá. Le preguntaría cómo se sentía, entonces ella contestaría que se encontraba bien, y él insistiría: «Ya, ¿pero estás segura?». Ella respondería: «Estoy vacía, me han quitado la mitad de las vísceras, maldito seas, y jamás tendré ni hijos contigo ni con nadie más, y ahí se acaba todo, ¿no?». Sólo pensar en hablar con él hizo que las lágrimas le asomaran a los ojos, y en un inexplicable arranque de ira, envolvió la bufanda en el papel disecado y la sepultó en el fondo del cajón más profundo. Maldito fuera por intentar remediar las cosas ahora, cuando en el momento en que ella más necesitó de él sólo había sido capaz de hablarle de su paternidad y de cómo los tumores de ella se la negarían.
Era una noche clara; la piel fría del cielo se estiró tanto, que a punto estuvo de romperse. No quería echar las cortinas de la habitación de delante, aunque los transeúntes pudieran ver el interior, porque el azul que iba haciéndose cada vez más oscuro era demasiado hermoso para perdérselo. De modo que permaneció sentada ante la ventana y observó el crepúsculo. Sólo cuando se produjo el último cambio, echó las cortinas para impedir el paso del frío.
No tenía hambre; no obstante, se preparó algo de comida y se sentó a mirar la televisión mientras cenaba. Sin acabarse el contenido del plato, posó la bandeja y se quedó adormilada; los programas le fueron llegando de forma intermitente. Un comediante sin gracia ni ingenio, cuya simple tos hacía caer a la audiencia en el paroxismo; un programa de historia natural sobre la vida en Serengetti; las noticias. Había leído todo lo que necesitaba saber esa misma mañana: los titulares no habían cambiado.
Sin embargo, un tema le picó la curiosidad: una entrevista con Michael Maybury, el navegante solitario que había sido rescatado ese mismo día, después de dos semanas a la deriva en el Pacífico. La entrevista se retransmitía desde Australia, y la conexión no era buena; la imagen de la cara barbuda y quemada por el sol de Maybury sufría la amenaza constante de difuminarse. La imagen importaba poco: el solo sonido de su narración de los hechos resultaba cautivador, sobre todo un episodio en particular, cuyo recuerdo parecía angustiarlo nuevamente. Su embarcación permaneció inmovilizada por falta de vientos, y como carecía de motor, no le había quedado más remedio que esperar. Pero los vientos no llegaron. Pasó una semana y su barco apenas se había movido un kilómetro del mismo lugar en el océano apático; ni un pájaro ni ninguna otra embarcación habían roto la monotonía. A cada hora que pasaba crecía su claustrofobia, y al octavo día ésta alcanzó las proporciones del pánico; por ello se dejó caer por la borda del yate y se alejó a nado de la embarcación, con un salvavidas atado a la cintura, para escapar de aquellos escasos metros de cubierta, siempre iguales, invariables. Pero una vez que se hubo alejado del yate, y cuando flotaba ya en el agua tranquila y caliente, no sintió deseo alguno de regresar. ¿Por qué no desatar el nudo —pensó— y alejarse flotando?
—¿Qué le hizo cambiar de idea? —inquirió el entrevistador.
En este punto, Maybury frunció el ceño. Resultaba claro que había llegado al momento álgido de su historia, pero se negaba a concluirla. El entrevistador le repitió la pregunta.
Finalmente, el marino respondió, titubeante:
—Me volví a mirar el yate y vi que en la cubierta había alguien.
Inseguro de haber oído bien, el entrevistador preguntó:
—¿Alguien en la cubierta?
—Sí —respondió Maybury—. Había alguien en la cubierta. Vi claramente una figura que se movía por la cubierta.
—¿Reconoció usted a ese... ese polizón? —inquirió el entrevistador.
Maybury cambió por completo de expresión al presentir que se tomaban su historia con un ligero sarcasmo.
—¿Quién era? —insistió el entrevistador.
—No lo sé —repuso Maybury—. La muerte, supongo. i Durante un instante, el periodista se quedó sin palabras.
—Claro que, al cabo de unos momentos, usted volvió al yate.
—Sí.
—¿Y no encontró rastros de nadie?
Maybury miró de frente al entrevistador, y una expresión desdeñosa le surcó el rostro.
—He sobrevivido, ¿no? —repuso.
El entrevistador murmuró que no entendía bien qué quería decir.
—No me ahogué —explicó Maybury—. Pude haber muerto entonces, si hubiera querido. Pude haber desatado la cuerda y ahogarme.
—Pero no lo hizo. Y al día siguiente...
—Al día siguiente el viento empezó a soplar.
—Se trata de una historia extraordinaria —dijo el entrevistador, satisfecho de haber superado con seguridad la parte más peliaguda—. Tendrá usted ganas de ver a su familia para las Navidades...
Elaine no escuchó el intercambio final de ocurrencias. Su imaginación seguía sujeta mediante una fina cuerda a la habitación en la que se encontraba, y con los dedos jugueteaba con el nudo. Si la Muerte lograba encontrar una embarcación en el medio del Pacífico, cuánto más fácil le sería encontrarla a ella, y sentarse en su compañía, quizá, mientras ella durmiera. Observarla mientras ella se dedicaba a su luto. Se incorporó y apagó la televisión. De pronto, el apartamento quedó en silencio. Con impaciencia, analizó la calma, pero no notó signo alguno de huéspedes, fueran bienvenidos o no.
Mientras escuchaba, logró saborear agua salada. Del océano, no cabía duda.
Al salir del hospital le habían ofrecido diversos refugios en los que Pasar la convalecencia. Su padre le había invitado a Aberdeen; su hermana Rachel le había suplicado en varias ocasiones que pasara unas semanas en Buckinghamshire; incluso había recibido una lamentable llamada telefónica de Mitch, durante la cual le había sugerido pasar juntos las vacaciones navideñas. Había rechazado todas las propuestas, pretextando que quería recuperar el ritmo de su vida anterior lo antes posible: volver al trabajo, a sus compañeros y sus amigos. En realidad, sus motivos eran mucho más profundos. Había temido la conmiseración de todos ellos, había temido que la arroparan demasiado con sus afectos y que llegara a apoyarse demasiado en ellos. La vena independiente que la había traído a esta ciudad poco amistosa era un estudiado desafío a su asfixiante deseo de seguridad. Si cedía a esas amorosas súplicas, sabía que echaría raíces en el suelo doméstico y que no volvería a salir de él durante al menos otro año. Y, en ese tiempo, ¿quién sabe qué aventuras podían escapársele de las manos?
Por eso había vuelto a trabajar en cuanto se sintió capaz, con la esperanza de que, aunque no hubiera asumido todas sus responsabilidades, la rutina la ayudara a recuperar una vida normal. Pero el juego de manos no resultó del todo acertado. Un día sí y otro también, ocurría algo —oía por casualidad algún comentario, o pescaba alguna que otra mirada que se suponía que no debía haber visto— que le hacía comprender que la trataban con una cautela ensayada, que sus colegas la consideraban fundamentalmente cambiada por la enfermedad. Y aquello le había dado rabia. Le hubiera gustado escupirles en la cara las sospechas que abrigaba, decirles que ella no era sinónimo de su útero, y que la extirpación de uno no significaba el eclipse de la otra.
Pero hoy, al volver a la oficina, no estaba tan segura de que no tuvieran razón. Se sentía como si no hubiera descansado durante semanas, a pesar de que dormía profundamente todas las noches. Tenía la vista nublada: veía sus experiencias desde una lejanía tal, y le parecían tan curiosas, que las asoció con una fatiga extremada, como si se alejara cada vez más, y a la deriva, del trabajo que tenía sobre el escritorio, de sus sensaciones, de sus pensamientos. En dos ocasiones, esa mañana, se sorprendió hablando y, al instante, se preguntó con quién y para quién. Sin duda, no era con ella misma, porque ella estaba muy ocupada escuchando.
Entonces, una hora después del almuerzo, las cosas cambiaron repentinamente para empeorar. La llamaron al despacho de su supervisor y le pidieron que se sentara.
—¿Se encuentra bien, Elaine? —le había preguntado el señor Chimes.
—Sí, me encuentro bien —había respondido ella.
—Estamos todos muy preocupados...
—¿Por qué?
—Por su comportamiento —repuso el señor Chimes, ligeramente incómodo—. Por favor, le ruego que no piense que me meto en su vida. Elaine. Simplemente, quiero que sepa que si necesita más tiempo para recuperarse...
—Pero si me encuentro bien.
—Pero el llanto...
—¿Qué?
—La forma en que ha estado llorando hoy nos preocupa.
—¿Llorar? Pero si yo no lloro.
—Pero ha estado llorando todo el día —insistió el supervisor, aparentemente desconcertado—. Está llorando en este mismo momento.
Elaine se llevó la mano a la mejilla. Sí, estaba llorando. Tenía la mejilla húmeda. Se puso en pie, asombrada por su propia conducta.
—No..., no lo sabía—respondió.
Aunque las palabras le parecieron un disparate, eran ciertas. No lo sabía. Sólo en ese momento, una vez que le señalaron el hecho, sintió el sabor de las lágrimas en la garganta y en los senos nasales, y con ese sabor le llegó el recuerdo del inicio de la excentricidad: la noche anterior, frente al televisor.
—¿Por qué no se toma el resto del día?
—Sí.
—Si lo desea, tómese toda la semana —le sugirió Chimes—. Elaine, no tengo que decirle que es usted una empleada valiosa. No queremos que le ocurra nada malo.
Esta última observación, hizo diana con una fuerza punzante. ¿Acaso pensaban que se encontraba al borde del suicidio? ¿Por eso la trataban con guantes de seda? Pero si no eran más que lágrimas, por el amor de Dios, y se sentía tan indiferente a ellas que ni siquiera se había enterado de que caían.
—Me iré a casa —dijo—. Gracias por su... preocupación.
El supervisor la miró con una cierta consternación y le dijo:
—Debe de haber sido una experiencia muy traumática. La comprendemos. De verdad. Si en algún momento tiene necesidad de hablar...
Ella rechazó el ofrecimiento, le dio otra vez las gracias y abandonó la oficina.
Cara a cara consigo misma, ante el espejo del lavabo de señoras, se dio cuenta del mal aspecto que tenía. Su piel estaba sonrojada, los ojos hinchados. Como pudo, intentó ocultar los signos de aquella pena indolora, luego recogió su chaqueta y se dirigió hacia su casa. Al llegar a la estación del metro se dio cuenta de que no sería buena idea regresar al apartamento vacío. Se pondría a pensar, dormiría (últimamente dormía demasiado y no soñaba nada), pero no mejoraría su condición mental con ninguno de esos dos remedios. La campana de los Santos Inocentes, que tañía en la tarde clara, le recordó el humo, la plaza y al señor Kavanagh. Decidió que aquél sería el lugar adecuado al que dirigirse. Podía disfrutar del sol y pensar. Y tal vez lograra volver a encontrarse con su admirador.
Encontró fácilmente el camino de regreso a Todos los Santos, pero la esperaba una decepción. El terreno de la demolición había sido acordonado; habían marcado los límites con una hilera de postes unidos por una cinta de un rojo fosforescente. El lugar de la obra se encontraba vigilado nada menos que por cuatro policías, que indicaban a los peatones que se desviaran y dieran la vuelta a la plaza. Los obreros y sus martillos habían sido exiliados de las sombras de Todos los Santos, y en aquel momento un grupo muy diferente de gente —vestida con traje, y con aire académico— ocupaba la zona que había más allá de la cinta; algunos de "os estaban enzarzados en una animada conversación, otros estaban de pie sobre el suelo fangoso y, llenos de curiosidad, miraban hacia la iglesia abandonada. El crucero posterior y gran parte de la zona que lo rodeaba habían sido ocultados a la vista del público mediante una tela encerada y unas placas de plástico. Ocasionalmente, alguien emergía de detrás de este velo para consultar con las demás personas de la obra. Notó que todos los que lo hacían llevaban guantes, y uno o dos tenían máscara. Era como si estuvieran realizando una operación de cirugía ad hoc, al abrigo de la pantalla plástica. Quizá fuera un tumor en las entrañas de Todos los Santos.
—¿Qué ocurre? —inquirió, acercándose a uno de los oficiales.
—Los cimientos no son estables —le dijo—. Al parecer, la iglesia podría derrumbarse de un momento a otro.
—¿Por qué llevan máscaras?
—Es una precaución contra el polvo.
No discutió, aunque la explicación le pareció inverosímil.
—Si quiere ir hasta la calle Temple, tendrá que dar la vuelta por la parte de atrás —le explicó el oficial.
Lo que de verdad le apetecía hacer era quedarse a observar los procedimientos que se seguían, pero la proximidad del cuarteto uniformado la intimidaba, por lo que decidió volver a su casa. Cuando se disponía a regresar al camino principal, notó que una figura familiar cruzaba el extremo de una calle adyacente. No cabía posibilidad de errores, era Kavanagh. Lo llamó, aunque ya había desaparecido, y se alegró de verlo volver sobre sus pasos, devolviéndole el saludo.
—Vaya, vaya... —dijo él mientras se acercaba para reunirse con ella—. No esperaba volver a verla tan pronto.
—Vine a ver el resto de la demolición —le explicó.
Tenía la cara enrojecida por el frío, y los ojos brillantes.
—Me alegro mucho. ¿Quiere tomar el té? Hay un sitio a la vuelta de la esquina.
—Sí, me gustaría.
Mientras caminaban, le preguntó si sabía lo que pasaba en Todos los Santos.
—Es la cripta —le contestó, confirmando sus sospechas.
—¿La han abierto?
—Sin duda encontraron la forma de entrar. Estuve esta mañana...
—¿Para preguntar por las piedras?
—Sí. Estaban colocando las telas enceradas.
—Algunos llevaban máscaras.
—Pues supongo que allá abajo no debe oler muy bien, y menos después de tanto tiempo.
—Me pregunto qué aspecto tendrá —comentó Elaine, pensando en la cortina de tela encerada que se alzaba entre ella y el misterio que había detrás.
—Un mundo fantástico —repuso Kavanagh.
Era una respuesta extraña, y no la cuestionó, al menos de inmediato pero más tarde, cuando ya llevaban una hora hablando y se sentía más cómoda en su compañía, volvió sobre el comentario. —Lo que dijo de la cripta...
—¿Sí?
—... que era un mundo fantástico...
—¿He dicho eso? —repuso un tanto avergonzado—. ¿Qué pensará usted de mí?
—Pues me sorprendió. Me gustaría saber qué quiso decir.
—Me gustan los sitios donde están los muertos. Siempre me han gustado. Los cementerios pueden ser muy hermosos, ¿no le parece? Los mausoleos, las tumbas, los trabajos de artesanía que albergan. Hasta los muertos suelen recompensar un análisis más de cerca. —La miró para comprobar si había superado los límites del buen gusto de la muchacha, pero al ver que lo observaba con callada fascinación, prosiguió—: A veces llegan a ser muy hermosos. Tienen como una especie de encanto. Es una pena que se pierda con los empresarios de pompas fúnebres. —Lanzó una sonrisa traviesa—. Estoy seguro de que hay mucho que ver en esa cripta. Extrañas visiones. Maravillosas.
—Sólo he visto una persona muerta en mi vida. Mi abuela. Y entonces yo era muy joven...
—Confío en que haya sido una experiencia fundamental.
—No lo creo. En realidad, casi no la recuerdo. Sólo recuerdo que todos lloraban.
—Ah. —Asintió sabiamente con la cabeza—. Qué egoísta. ¿No le parece? Arruinar una despedida con llantos y mocos. —Volvió a observarla para sopesar su reacción y, nuevamente, se sintió satisfecho de que ella no se ofendiera—. Lloramos por nosotros mismos, ¿no? No por los muertos. Los muertos ya no merecen que nos preocupemos.
En voz muy baja, respondió que sí y luego, en tono más audible, dijo:
—Dios mío, es verdad. Siempre por nosotros mismos...
—¿Ve todo lo que nos pueden enseñar los muertos, mientras yacen ahí, haciendo girar los huesecitos de los pulgares?
Elaine se echó a reír y él la imitó. En el encuentro inicial lo había juzgado mal al pensar que su rostro no estaba acostumbrado a sonreír; no era así. Pero sus facciones, una vez que cesaron las carcajadas, volvieron a recuperar la espectral inmovilidad del principio.
Siguió una media hora más en la que él se limitó a efectuar comentarios lacónicos, y luego le comentó que tenía unas citas y que debía marcharse. Ella le agradeció la compañía y le dijo:
—Hacía semanas que no me hacían reír así. Se lo agradezco.
—Debería reír —le dijo—. Le sienta bien. —Luego agregó—: Tiene unos dientes preciosos.
Pensó en este extraño comentario cuando se hubo marchado, igual que en muchos otros que había hecho durante la tarde. No cabía duda de que se trataba de uno de los individuos más inusitados que había conocido, pero había aparecido en su vida —con sus ansias de hablar sobre las criptas, los muertos y la belleza de los dientes de Elaine— en el momento justo. Era la distracción perfecta que le impediría recordar sus penas ocultas, que haría que sus aberraciones actuales, comparadas con las de él parecieran algo sin importancia. Cuando emprendió el regreso a su casa, se encontraba de buen humor. Si no se hubiera conocido tan bien, hasta habría pensado que estaba medio enamorada de él.
Durante el camino de vuelta, y más tarde, esa noche, pensó sobre todo en el chiste que había hecho él sobre los muertos que hacían girar los huesecitos de los pulgares, y aquel pensamiento la condujo, inevitablemente, a los misterios encerrados en la cripta, y que permanecían ocultos. Una vez despierta su curiosidad, no le resultó fácil acallarla: creció en su interior con lentitud, hasta tal punto que deseó con todas sus fuerzas poder superar el cordón y ver la cámara funeraria con sus propios ojos. Se trataba de un deseo que en otra ocasión no habría admitido jamás. (¿Cuántas veces se había alejado del lugar de un accidente, diciéndose que debía reprimir la vergonzosa curiosidad que la embargaba?) Pero Kavanagh había legitimado ese apetito con su flagrante entusiasmo por todo lo fúnebre. Ahora que el tabú carecía de frenos, quiso regresar a Todos los Santos para ver a la Muerte cara a cara; de ese modo, cuando volviera a ver a Kavanagh tendría algunas historias que contarle. La idea se asomó en su mente, no tardó en florecer; en mitad de la noche, se vistió otra vez para salir a la calle y se dirigió a la plaza.
No llegó a Todos los Santos hasta pasadas las once y media, pero en el lugar aún había señales de actividad. Los focos, montados sobre pedestales y sobre la pared misma de la iglesia, derramaban su luz sobre la escena. Un trío de técnicos, a los que Kavanagh había aludido como los hombres del traslado, se encontraban fuera del refugio de tela encerada, con las caras tirantes por la fatiga y el aliento nublando el aire helado. Se mantuvo a distancia para que no la vieran y observó la escena. Comenzaba a sentir cada vez más frío y las cicatrices le dolían, pero parecía que estaba a punto de concluir el trabajo nocturno en la cripta. Después de conversar brevemente con la policía, los técnicos se marcharon. Habían apagado todos los focos menos uno, por lo que la iglesia, la tela encerada y el barro escarchado se sumieron en un siniestro claroscuro.
Los dos oficiales que quedaron de guardia no ponían un exceso de celo en el cumplimiento de sus deberes. Al parecer, discurrían de esta manera: ¿qué idiota iría a profanar una tumba a esa hora, y con esa temperatura? Al cabo de unos minutos de una vigilia durante la cual no dejaron de patear el suelo, se retiraron a la relativa comodidad de la caseta de los obreros. Al ver que no volvían a salir. Elaine salió de su escondite y, con toda la cautela de la que fue capaz, se acercó hasta la cinta que separaba una zona de la otra. En la caseta habían encendido una radio cuyo rumor (música para enamorados de la noche al amanecer, susurro la voz lejana) disimulaba el crujido de sus pisadas al avanzar sobre la tierra helada.
Una vez traspuesto el cordón, y dentro ya del territorio prohibido, no se mostró tan dubitativa. Con destreza atravesó el suelo duro —el rastro dejado por las ruedas era como de cemento— y se refugió en la iglesia. La luz del foco era enceguecedora; iluminaba su aliento y lo hacía aparecer tan sólido como el humo del día anterior. A sus espaldas continuaba el murmullo de la música para enamorados. Nadie salió de la caseta para llamarle la atención por entrar ilegalmente en el lugar. No sonaron campanas de alarma. Llegó al borde de la cortina de plástico sin incidentes y espió la escena que se ocultaba detrás.
Los obreros de la demolición, siguiendo instrucciones muy específicas a juzgar por el cuidado con que habían realizado su tarea, habían cavado un pozo de una profundidad de dos metros y medio al costado de Todos los Santos, dejando los cimientos al descubierto. Al hacerlo, habían hallado una entrada a la cámara mortuoria que otros se habían tomado el difícil trabajo de ocultar. No sólo habían apilado tierra contra el flanco de la iglesia para disimular la entrada, sino que habían eliminado también la puerta de la cripta; y la abertura había sido tapiada por unos albañiles. Estaba claro que esto último lo habían hecho con cierta prisa: el trabajo distaba mucho de ser ordenado. Se limitaron a rellenar la entrada con las piedras o los ladrillos que habían encontrado a mano, y cubrieron sus esfuerzos con un poco de mortero basto. Sobre el mortero —aunque el diseño se había arruinado con las excavaciones— algún artesano había garabateado una cruz de casi dos metros.
Tantos esfuerzos por asegurar la cripta y por marcar el mortero para alejar a los impíos no habían servido de nada. Habían roto el sello, destrozado el mortero y arrancado las piedras. En medio de lo que antes fuera la puerta había ahora un pequeño agujero, lo suficientemente grande como para permitir el paso de una persona. Elaine no dudó en bajar por el talud, llegar hasta la pared rota y mirar hacia el interior.
Había previsto la oscuridad que encontró del otro lado, por lo que había traído el encendedor que Mitch le había regalado hacía tres años. Lo encendió. La llama era diminuta; levantó el mechero y bajo la luz vacilante observó el espacio que tenía ante sí. No se encontraba en la cripta propiamente dicha, sino en un estrecho vestíbulo de alguna especie: aproximadamente a un metro de donde estaba vio otra puerta y otra pared. Ésta no había sido tapiada con ladrillos, aunque en su sólida madera habían tallado una segunda cruz. Se acercó. Habían quitado la cerradura —tal vez hubieran sido los investigadores— y habían vuelto a cerrar la puerta con una cuerda. Aquello había sido la obra rápida de unas manos cansadas. No le costó mucho desatar la cuerda, aunque tuvo que utilizar ambas manos, por lo que debió trabajar en la oscuridad.
Mientras desataba el nudo, oyó voces. Los policías —malditos fueran— habían abandonado el aislamiento de la caseta para salir a plena loche a realizar la ronda. Dejó la cuerda en su sitio y se arrimó contra el interior del muro del vestíbulo. Las voces de los oficiales se hacían más audibles: hablaban de sus hijos, y del creciente coste de la alegría navideña. Ahora se encontraban a unos metros de la entrada de la cripta, de pie —al menos eso supuso—, al abrigo de la tela encerada. Sin embargo, no intentaron bajar por el talud, sino que terminaron su sumaria inspección al borde de las excavaciones y luego regresaron. Sus voces se apagaron.
Satisfecha de que estuvieran lejos de su vista y de su oído, volvió a encender el mechero y regresó a la puerta. Era enorme y brutalmente pesada; su primer intento de abrirla fue coronado por el fracaso. Volvió a probar, y esta vez se movió, rascando las piedrecillas que había en el suelo del vestíbulo. Una vez abierta los centímetros necesarios para poder colarse por el hueco, descansó un poco. La llama del encendedor vaciló, como si desde dentro hubieran lanzado un suspiro; durante unos segundos ardió con un tono amarillo en lugar del acostumbrado azul eléctrico. No se detuvo a admirarlo, sino que se deslizó hacia el prometido mundo fantástico.
La llama se avivó, se volvió lívida y, por un instante, su repentino brillo le obnubiló la visión. Cerró los ojos con fuerza para recuperarse y volvió a mirar.
De modo que aquélla era la Muerte. Carecía del arte y el encanto del que Kavanagh había hablado; no se veía la calma emanar de unas bellezas amortajadas sobre losas de frío mármol, ni relicarios elaborados, ni aforismos sobre la naturaleza de las flaquezas humanas: ni siquiera había nombres o fechas. En la mayoría de los casos, los cadáveres carecían de ataúd.
La cripta era un osario. Habían arrojado los cuerpos en pilas, por todas partes; familias enteras estrujadas en unos nichos diseñados para contener un solo féretro, y muchos más que habían caído donde la prisa y el descuido los habían arrojado. Aunque la escena era absolutamente inmóvil, estaba repleta de pánico. Estaba allí, en las caras que observaban fijamente desde las pilas de muertos: bocas abiertas de par en par en muda protesta, cavidades en las que los ojos se habían marchitado, aterrados ante semejante tratamiento. También se reflejaba en la forma en que había degenerado el sistema de enterramiento, desde la ordenada disposición de los féretros, en el extremo opuesto de la cripta, hasta las pilas caprichosas de ataúdes rudamente fabricados, con madera sin pulir, tapas sin marcas a excepción de una cruz garabateada; y se reflejaba también en este presuroso amontonamiento de cadáveres sin ataúd, olvidada ya toda preocupación por la dignidad, incluso quizá por los ritos mortuorios, en medio de la creciente histeria.
Aquello tenía que ser producto de algún desastre, no le cabía ninguna duda; una repentina afluencia de cuerpos —hombres, mujeres, niños (a sus pies se encontraba una criatura que no habría alcanzado a vivir un día) —. muertos en tales cantidades que no había habido tiempo siquiera para cerrarles los ojos antes de ser alojados en este agujero. Quizá también habrían muerto los fabricantes de ataúdes, y habían sido lanzados aquí, entre sus clientes; también los que cosían mortajas, y los sacerdotes. Todos desaparecidos en un mes (o en una semana) apocalíptico; los parientes que les sobrevivieron habrían estado quizá demasiado asombrados o aterrados como para reparar en minucias, ansiosos solamente por quitar de en medio a los muertos, para no tener que volver a ver sus carnes.
Todavía quedaba a la vista gran parte de aquellas carnes. Al sellar la cripta la habían aislado del aire, con lo que sus ocupantes habían permanecido intactos. Al violarse el secreto de esta cámara, el calor de la descomposición se había avivado, y los tejidos reiniciaron el proceso de putrefacción. Por todas partes observó su acción: hinchazones, supuraciones, ampollas, pústulas. Subió la llama para ver mejor, aunque el hedor de la corrupción comenzaba a agobiarla y a marearla. En todos los sitios donde se posaban sus ojos descubría alguna escena dolorosa. Dos niños yacían juntos, como si durmieron abrazados; una mujer, que al parecer había tenido tiempo para un último acto: se había pintado la cara enferma, para morir con una expresión más propia del tálamo nupcial que de la tumba.
No podía hacer otra cosa que mirar, aunque su fascinación robara a los muertos la privacidad. Tenía tantas cosas que ver y recordar. Ya no volvería a ser la misma después de haber presenciado estas escenas. Un cadáver, medio oculto debajo de otro, le llamó especialmente la atención: era una mujer cuyo largo cabello castaño fluía del cráneo de forma tan copiosa que Elaine sintió envidia. Se acercó un poco para verlo mejor y, venciendo los vestigios del último remilgo, cogió el cuerpo que se encontraba encima de la mujer y lo apartó. La carne del cadáver resultó grasosa al tacto, y le manchó las manos, pero Elaine no se angustió. El cadáver descubierto yacía con las piernas abiertas, pero el peso constante de su compañero las había doblado hasta dejarlas en una configuración imposible. La herida que la había matado le había manchado de sangre los muslos, y la camisa se le había pegado al abdomen y a las inglés. ¿Habría perdido un hijo —se preguntó Elaine —, o quizá alguna enfermedad le habría devorado esa parte?
Se hartó de mirar, inclinada para estudiar la expresión lejana que tenía el rostro putrefacto de la mujer. Vaya lugar para yacer, pensó, con la Propia sangre vergonzante a la vista de todos. La próxima vez que se encontrara con Kavanagh le contaría lo que había visto, le diría cuán erradas habían sido sus ideas sentimentales sobre la calma que existe debajo de la tierra.
Ya había visto bastante, más que suficiente. Se limpió las manos en la chaqueta y regresó a la puerta; la cerró tras de sí y ató la cuerda tal corno la había encontrado. Subió por el talud y salió al aire libre. Los policías no estaban a la vista; y se marchó furtivamente, sin ser vista, como si fuera la sombra de una sombra.
Una vez dominado el disgusto inicial, y el asomo de piedad que había sentido al ver a los niños y a la mujer del cabello castaño, ya no le quedó nada que sentir; incluso estas respuestas —junto con la piedad y la repugnancia— fueron bastante manejables. Habían sido mucho más agudas y marcadas cuando vio un coche atropellar a un perro que cuando contempló la cripta de Todos los Santos, a pesar de las escenas horrendas que había por todas partes. Aquella noche, cuando apoyó la cabeza en la almohada para dormirse, notó que no temblaba ni sentía náuseas, sino que se sentía fuerte. ¿Qué había de temer en este mundo, si el espectáculo de mortandad que acababa de presenciar podía soportarse con tanta facilidad? Durmió profundamente, y al despertar se sintió renovada.
Aquella mañana volvió al trabajo; le pidió disculpas al señor Chimes por su comportamiento del día anterior, y le aseguró que se sentía más feliz de lo que había sido en muchos meses. Para probar su rehabilitación, se mostró tan gregaria como pudo, conversó con los amigos olvidados y desempolvó su sonrisa. Al principio, su actitud fue recibida con una cierta renuencia; Elaine presintió que sus colegas dudaban de que este arrebato de sol presagiara de verdad el verano. Pero como mantuvo el buen humor durante todo ese día y el siguiente, comenzaron a responderle con más facilidad. Hacia el jueves, fue como si jamás hubiera derramado aquellas lágrimas a principios de la semana. La gente le decía lo bien que se la veía. Era verdad; su espejo le confirmó los rumores. Le brillaban los ojos y la piel. Era la viva imagen de la vitalidad.
El jueves por la tarde se encontraba sentada ante su escritorio, contestando un montón de correspondencia atrasada, cuando una de las secretarias apareció en el corredor y comenzó a balbucear. Alguien acudió en su ayuda; entre los sollozos, parecía que hablaba de Bernice, una mujer a la que Elaine conocía de intercambiar una que otra sonrisa en la escalera, pero nada más. Al parecer, se había producido un accidente; la mujer estaba diciendo que había sangre en el suelo. Elaine se puso de pie y se reunió con el grupo que salía a comprobar a qué se debía el alboroto. El supervisor se encontraba ya ante los lavabos de señoras, ordenando en vano a los curiosos que se apartaran. Otra persona —al parecer otro testigo— ofrecía su versión de los hechos:
—Estaba allí de pie, y de repente se puso a temblar. Pensé que le había dado un ataque. Empezó a sangrar por la nariz, y por la boca. Le caía la sangre a chorros.
—No hay nada que ver —insistió Chimes—. Por favor, no se acerquen.
Nadie le hacía caso. Trajeron mantas para tapar a la mujer, y en cuanto volvieron a abrir la puerta del lavabo, los curiosos avanzaron. Elaine alcanzó a ver una forma que se movía sobre el suelo del lavabo como convulsionada por los calambres; no le quedaron ganas de ver nada más. Dejo a la multitud en el corredor hablando a voz en cuello de Bernice como si ya estuviera muerta, y regresó a su escritorio. Tenía tanto que hacer, tenía que recuperar tantos días apesadumbrados, perdidos. Le cruzó por la mente una frase adecuada. Redimid el tiempo. Apuntó las tres palabras en su libreta a manera de recordatorio. ¿De dónde las había sacado? No lograba recordarlo. No tenía importancia. En ocasiones, había sabiduría en el olvido.
Esa noche, Kavanagh la telefoneó y la invitó a cenar al día siguiente. Aunque se sentía ansiosa por comentar con él sus recientes proezas, tuvo que rechazar la invitación porque varios de sus amigos daban una fiesta para celebrar su restablecimiento. Le preguntó si quería unirse a ellos. Él le agradeció la invitación y le comentó que siempre le habían intimidado las aglomeraciones de gente. Ella le dijo que no fuese tonto: que sus amigos se mostrarían encantados de conocerlo, y ella de darlo a conocer, pero él le contestó que se presentaría en la fiesta sólo si su ego se sentía a la altura de las circunstancias y que, si no aparecía, esperaba que ella no se ofendiese. Elaine le aseguró que no se ofendería. Antes de que la conversación concluyera, le mencionó solapadamente que la próxima vez que se vieran tenía que contarle una historia.
El día siguiente fue portador de malas noticias. Bernice había muerto en las primeras horas de la mañana del viernes, sin recuperar la conciencia. Todavía no habían encontrado la causa de la muerte, pero los rumores que circulaban en la oficina coincidieron en afirmar que nunca había sido una mujer fuerte —siempre había sido la primera de las secretarias en resfriarse y la última en curarse — . También se rumoreaba, aunque en un tono más discreto, sobre su comportamiento personal. Había sido generosa con sus favores, y poco juiciosa en la elección de sus parejas. Y en vista de que las enfermedades venéreas alcanzaban proporciones de epidemia, ¿no seria acaso ésa una explicación probable de la muerte?
Las noticias, aunque mantuvieron ocupados a los cotillas, no resultaron beneficiosas para la moral general. Esa misma mañana cayeron enfermas dos muchachas, y a la hora del almuerzo, Elaine era la única de todo el personal que gozaba de apetito. En cierto modo, el suyo compensaba la escasez en sus colegas. Sentía un hambre voraz; su cuerpo clamaba dolorido por recibir alimento. Era una buena sensación, después de tantos meses de languidez. Cuando echó un vistazo a su alrededor, a las caras cansadas de quienes estaban sentados a la mesa, se sintió completamente alejada de ellos: de sus chácharas, de sus opiniones triviales, de la forma en que sus conversaciones giraban en torno a lo repentino de la muerte de Bernice, como si en años no hubieran pensado jamás en el tema y se sintieran asombrados de que tal negligencia no lo hubiera extinguido.
Elaine sabía que no era así. En los últimos tiempos había estado cerca de la muerte en varias ocasiones: durante los meses que la condujeron a la histerectomía, cuando los tumores habían duplicado repentinamente su tamaño, como si presintieran que algo se tramaba para eliminarlos; en la mesa de operaciones, cuando los cirujanos creyeron en dos ocasiones que la habían perdido; y, más recientemente, en la cripta. cara a cara con aquellos desgarbados cadáveres. La Muerte estaba en todas partes. El hecho de que se mostraran tan sorprendidos de que entrara en su círculo falto de gracia, le pareció casi cómico. Comió ávidamente, y dejó que hablaran en susurros.
Se reunieron para la fiesta en casa de Reuben: Elaine, Hermione. Sam y Nellwyn, Josh y Sonja. Fue una velada agradable; tuvieron ocasión de ponerse al día sobre las vicisitudes de los amigos mutuos, y los cambios producidos en los estados y ambiciones de cada uno. Se emborracharon muy de prisa; las lenguas, liberadas por la familiaridad, se fueron soltando todavía más. Nellwyn ofreció un lacrimoso brindis a Elaine; Josh y Sonja tuvieron un intercambio de opiniones, breve pero cáustico, sobre el evangelismo; Reuben imitó a sus colegas abogados Fue como en los viejos tiempos, aunque el recuerdo todavía habría de mejorarlo. Kavanagh no se presentó, y Elaine se alegró de que no lo hiciera. A pesar de las protestas cuando había hablado con él, sabía que se habría sentido fuera de lugar con una compañía tan cerrada.
Alrededor de las doce y media de la noche, cuando la estancia se había calmado y hubieron iniciado una tranquila conversación, Hermione mencionó al navegante. Aunque se encontraba casi al otro extremo del cuarto, Elaine oyó el nombre del marinero con toda claridad. Interrumpió la conversación que mantenía con Nellwyn y, saltando por encima de las piernas de quienes estaban tendidos en el suelo, se acercó a Hermione y a Sam.
—He oído que hablabais de Maybury — les dijo.
—Sí, Sam y yo estábamos comentando lo extraño que fue todo — dijo Hermione.
—Lo vi en el noticiario —explicó Elaine.
—Es una triste historia, ¿no? —dijo Sam—. Por la forma en que ocurrió.
—¿Por qué triste?
—Por lo que dijo de la Muerte, que estaba con él en la embarcación...
—... y porque después murió —explicó Hermione.
—¿Murió? — inquirió Elaine—. ¿Cuándo?
—Salió en todos los periódicos.
—La verdad es que no llego todavía a concentrarme tanto —se excusó Elaine —. ¿Qué ocurrió?
—Se mató —le explicó Sam—. Lo llevaban al aeropuerto, para que regresara a su casa, se produjo un accidente, y el hombre murió así.—Chasqueó el pulgar y el dedo medio—. Se apagó como una luz.
—Qué triste—dijo Hermione.
Observó a Elaine y frunció el ceño. Aquella expresión desconcertó a Elaine hasta que —con la misma sorpresa que había sentido en el despacho de Chimes al descubrir las lágrimas— se dio cuenta de que sonreía.
De modo que el marino había muerto.
La fiesta terminó en la madrugada del sábado. Intercambiando los besos y los abrazos, y de nuevo en su casa, repasó mentalmente la entrevista de Maybury, y recordó la cara quemada por el sol y los ojos enrojecidos por la tragedia que había estado a punto de vivir, y pensó en Maybury, en la mezcla de indiferencia y turbación, mientras narraba su experiencia. Y por supuesto, recordó aquellas últimas palabras, cuando lo forzaron a identificar al extraño:
—La Muerte, supongo—había dicho.
Había estado en lo cierto.
El sábado se despertó tarde, sin la prevista resaca. Tenía carta de Mitch. No la abrió, sino que la dejó sobre la repisa de la chimenea, para cuando tuviera un momento libre durante el día. El aire presagiaba la primera nevada del invierno, aunque había demasiada humedad como para que cuajara. Pero el frío era penetrante, a juzgar por el malhumor dibujado en las caras de los transeúntes. Sin embargo, se sintió extrañamente inmunizada contra todo ello. Aunque en el apartamento no tenía Puesta la calefacción, caminaba descalza y cubierta solamente por el albornoz, como si en el vientre le ardiera un fuego.
Después del café, se lavó. En el sumidero del lavabo había un puñado de pelos con forma de araña, lo quitó, lo arrojó por la taza del inodoro y regresó a la pileta. Desde que le quitaran el vendaje había evitado expresamente examinar de cerca su cuerpo, pero hoy parecía haber perdido todo escrúpulo y toda vanidad. Se quitó el albornoz y se miró con ojo crítico.
Se sintió satisfecha de lo que vio. Sus pechos eran plenos y oscuros la piel tenía un brillo agradable, el vello del pubis había crecido con más lozanía que nunca. Las cicatrices todavía parecían frescas, pero sus ojos interpretaron aquella lividez como un síntoma de la ambición de su sexo, como si, de un día para otro, fuera a crecer desde el ano hasta el ombligo (y más arriba quizá) partiéndola por la mitad, volviéndola terrible.
Sin duda, resultaba paradójico que sólo entonces, cuando los cirujanos la habían vaciado, lograra sentirse tan plena, tan madura, tan resplandeciente. Se pasó una buena media hora frente al espejo, admirándose, mientras sus pensamientos vagaban. Finalmente, volvió a sus abluciones. Cuando hubo terminado, regresó a la habitación de delante, desnuda. No sentía deseos de ocultarse, sino todo lo contrario. Era lo máximo que podía hacer para no salir a la nieve y dar a todos los vecinos de su calle algo por qué recordarla.
Se dirigió a la ventana, pensando un montón de cosas tontas. La nieve había cuajado. A través de las ráfagas logró captar un movimiento en el callejón que separaba las casas de enfrente. Había alguien que la observaba, aunque no lograba ver quién era. No le importó. Espió al fisgón, y se preguntó si tendría el valor de mostrarse, pero no lo tuvo.
Se mantuvo vigilante durante varios minutos antes de darse cuenta de que su desfachatez había asustado al fisgón. Desilusionada, regresó al dormitorio y se vistió. Era hora de que se buscara algo para comer: había vuelto a asaltarla aquel hambre voraz tan familiar. El refrigerador estaba prácticamente vacío. Tendría que salir a comprar comida parad fin de semana.
Los supermercados eran como circos, especialmente los sábados. pero su buen humor era demasiado boyante como para deprimirse por tener que abrirse paso entre la multitud. Incluso encontró un cierto placer en las escenas de llamativo consumo, en los carros y las cestas atestados de comida, en la expresión glotona de los niños al aproximarse a los dulces, y en sus lágrimas cuando les eran negados, en las amas de casa que sopesaban los méritos de una pierna de cordero mientras sus maridos observaban a las dependientas con ojos no menos calculadores.
Aquel fin de semana compró el doble de comida del que hubiera necesitado normalmente para toda una semana; su apetito se distrajo con los aromas que emanaban de los mostradores de la charcutería y la carne fresca. Cuando llegó a su casa, temblaba casi de pensar en que iba a comer. Al dejar las bolsas en la entrada para buscar las llaves, se percató de que detrás de ella alguien cerraba un coche de un portazo.
—¿Elaine?
Era Hermione. El vino tinto que había bebido la noche anterior le había dejado un aspecto apagado y la cara llena de manchas.
—¿Te encuentras bien? —inquirió Elaine.
—La cuestión es si tú estás bien —le replicó Hermione.
—Sí, muy bien. ¿Por qué no iba a estar bien?
—Sonja y Reuben han caído enfermos. Parece una especie de intoxicación —le dijo Hermione mirándola con hostilidad—. He venido para ver si te encontrabas bien.
—Ya te digo, me encuentro estupendamente.
—No lo entiendo.
—¿Qué me dices de Nellwyn y Dick?
—Los he llamado pero no me contestan. Reuben está muy mal. Se lo han llevado al hospital para someterlo a unas pruebas.
—¿Quieres entrar a tomar una taza de café?
—No, gracias, he de volver para ver a Sonja. No me gustaba la idea de que estuvieras sola si te había pasado lo mismo.
—Eres un ángel —le dijo Elaine con una sonrisa, y la besó en la mejilla.
Aquello pareció sorprender a Hermione. Por algún motivo, una vez intercambiado el beso dio un paso atrás, y se quedó mirando a Elaine con un ligero asombro en los ojos.
—Debo... debo irme —le dijo, procurando controlar sus gestos como si fueran a delatarla.
—Te llamaré más tarde para saber cómo están —le comentó Elaine.
—De acuerdo.
Hermione se alejó, cruzó la calle y se dirigió a su coche. Aunque realizó un ligero intento por ocultar el gesto, Elaine vio cómo se llevaba los dedos a la mejilla, donde ella la había besado, y se la restregaba, como para erradicar el contacto.
No era la época de las moscas, pero las que lograron sobrevivir a la reciente ola de frío zumbaban en la cocina mientras Elaine escogía un poco de pan, jamón ahumado y salchichas con ajo, de entre las compras que había hecho, y se sentaba a comer. Estaba famélica. En menos de cinco minutos devoró la carne y realizó unas sustanciales incursiones en la hogaza de pan, pero su hambre distaba mucho de haber sido aplacada. Disponiéndose a dar cuenta del postre: higos y queso, se le ocurrió pensar en la mezquina tortilla que no había podido acabarse aquel día, después de haber estado en el hospital. Un pensamiento la condujo a otro, de la tortilla pasó al humo, del humo a la plaza y de ahí a Kavanagh y a su reciente visita a la iglesia; al pensar en aquel lugar, la invadió un repentino entusiasmo por volver a verlo por última vez antes de que terminaran de arrasarlo. Probablemente sería ya demasiado tarde. Los cuerpos habrían sido envueltos y transportados, y la cripta descontaminada y limpiada; las paredes habrían quedado reducidas a escombros, "ero sabía que no se sentiría satisfecha hasta haberlo comprobado ella misma.
Había comido tanto que, días antes, se habría sentido enferma, pero en esos momentos, al dirigirse hacia Todos los Santos, la invadía un ligereo, como si estuviera borracha. No se trataba de la embriaguez llorosa a la que tenía tanta tendencia cuando estaba con Mitch, sino de una euforia que la hacía sentir casi invulnerable, como si por fin hubiera encontrado en sí misma una parte brillante, incorruptible, como si nunca fuera a ocurrirle nada malo.
Se había preparado para encontrar la iglesia de Todos los Santos en ruinas, pero no fue así. El edificio seguía en pie, con las paredes intactas y las vigas dividiendo el cielo. Tal vez tampoco podría ser derribado, reflexionó, tal vez el edificio y ella eran inmortales. La sospecha se vio reforzada por la manada de nuevos adoradores que había atraído la iglesia. Los guardianes se habían triplicado desde la última vez, y la tela encerada que había ocultado la entrada de la cripta a la vista del público se había convertido en una amplia tienda, sujeta por los andamios, que envolvía por completo el flanco del edificio. Los acólitos estaban muy cerca de la tienda y llevaban máscaras y guantes; los sumos sacerdotes —los pocos elegidos que tenían acceso al sanctasanctórum— vestían unos trajes de protección.
Desde el cordón se quedó mirándolos: las genuflexiones y los ademanes de los devotos, las manifestaciones de los hombres con traje, al emerger de detrás del velo, la fina lluvia de las fumigaciones que llenaban el aire como amargo incienso.
Otro de los observadores interrogó a uno de los oficiales.
—¿Por qué llevan trajes?
—Por si es contagioso —fue la respuesta.
—¿Después de tantos años?
—No saben lo que hay ahí dentro.
—Las enfermedades no perduran, ¿verdad?
—Se trata de un pozo pestilente. Se limitan a tener cuidado —le explicó el oficial.
Elaine escuchaba la conversación y se moría por intervenir. Con unas cuantas palabras, podía ahorrarles las investigaciones. Al fin y al cabo, era una prueba viviente de que la peste que destruyera a las familias de la cripta ya no era virulenta. Ella había respirado aquel aire, había tocado la carne enmohecida, y se sentía ahora más sana de lo que se había sentido en arios. Aunque no le agradecerían semejantes revelaciones, ¿verdad? Estaban demasiado ensimismados con sus rituales, incluso emocionados por el descubrimiento de aquellos horrores, sus inquietudes alimentadas y encendidas por la posibilidad de que esta muerte siguiera viva. No sería tan antideportiva como para arruinarles el entusiasmo confesándoles que gozaba de una extraña salud.
Volvió la espalda a los sacerdotes y sus ritos, a la llovizna de incienso que volaba en el aire y comenzó a alejarse de la plaza. Al abandonar un instante sus pensamientos, notó que una figura familiar la observaba desde la esquina de una calle adyacente. Se alejó justo en el momento en que ella levantó la vista, pero no cabía duda de que se trataba de Kavanagh. Lo llamó y se dirigió hasta la esquina, pero se alejaba briosamente de ella, con la cabeza gacha. Volvió a llamarlo, y entonces él se volvió, con una mirada de sorpresa visiblemente falsa en el rostro; desanduvo la ruta de huida para saludarla.
—¿Ha oído usted lo que han encontrado? —le preguntó ella.
—Claro que sí —repuso.
A pesar de la familiaridad de la que habían disfrutado últimamente Elaine recordó la primera impresión que había tenido de él: que no era un hombre muy amigo de los sentimientos.
—Ahora no podrá conseguir sus piedras — le comentó.
—Supongo que no —dijo él, no demasiado preocupado por la perdida.
Deseó contarle lo que había visto con sus propios ojos en el pozo pestilente, con la esperanza de que la novedad le iluminara el rostro, pero la esquina de aquella calle bañada por el sol no era el lugar adecuado para semejante conversación. Además, parecía como si lo supiera.
La miraba de un modo tan extraño; la calidez de su anterior encuentro había desaparecido por completo.
—¿Por qué regresó?—le preguntó él.
—Para ver—repuso ella.
—Me siento halagado.
—¿Halagado?
—De que mi entusiasmo por los mausoleos sea contagioso.
Siguió mirándola, y ella, al devolverle la mirada, fue consciente de lo fríos que eran sus ojos, y de cómo brillaban. Hasta podían haber sido de cristal, pensó. Y la piel tirante y agamuzada era como una capucha que ocultara la sutil arquitectura del cráneo.
—Debo marcharme —dijo ella.
—¿Por placer o por trabajo?
—Por ninguno de los dos motivos —repuso ella—. Tengo unos amigos enfermos.
—Ah.
Elaine tuvo la impresión de que era él quien quería marcharse, que sólo el temor de parecer tonto le impedía que se apartara de ella a la carrera.
—Tal vez volvamos a vernos en algún otro momento —sugirió ella.
—Estoy seguro —repuso él, y aprovechando la ocasión agradecido, se alejó diciendo—. Dé recuerdos a sus amigos.
Aunque hubiera querido darles recuerdos a Reuben y Sonja de parte de Kavanagh, le habría sido imposible. Hermione no contestaba al teléfono, y tampoco los demás. Lo más que pudo hacer fue dejar un mensaje en el contestador automático de Reuben.
El mareo que había sentido durante el día se había transformado en una rara somnolencia a medida que pasaba la tarde y se hacía de noche. Volvió a comer, pero el festín no logró impedir que el estado de amnesia temporal se hiciera más profundo. Se encontraba bastante bien, y la sensación de inviolabilidad que la había asaltado seguía intacta. Pero una y otra vez, a medida que avanzaba el día, se encontraba de pie, en el umbral de un cuarto, sin saber cómo había llegado hasta allí, o bien observando la luz titilar en la calle, sin tener la plena certeza de si era ella la que miraba o la cosa mirada. No obstante, se sentía a gusto con su compañía, igual que con las moscas. Seguían zumbando y llamando la atención a pesar de que ya hubiera oscurecido.
A eso de las siete de la tarde oyó un coche que aparcaba fuera, y sonó el timbre. Fue hasta la puerta del apartamento, pero no logró reunir la curiosidad suficiente como para abrirla, salir al pasillo y dejar entrar a los visitantes. Lo más probable era que se tratara otra vez de Hermione, y no sentía ningunas ganas de aguantar su aburrida conversación. En realidad, no deseaba la compañía de nadie, sólo la de las moscas.
Los visitantes volvieron a tocar el timbre, y cuanto más insitían, más decidida estaba a no contestar. Se deslizó a lo largo de la pared, junto a la puerta, y escuchó la amortiguada discusión que se inició ante la escalera. No era Hermione; no era nadie a quien pudiera reconocer. Sistemáticamente, se pusieron a llamar a los apartamentos de arriba, hasta que el señor Prudhoe bajó del último piso, hablando consigo mismo por el camino, y les abrió la puerta. De la conversación que siguió, logró comprender lo bastante como para saber que tenían una misión urgente, pero su mente desordenada no tuvo la persistencia de prestar atención a los detalles. Persuadieron a Prudhoe para que les dejara entrar. Se acercaron a la puerta del apartamento de Elaine y llamaron, pronunciando su nombre. No respondió. Volvieron a llamar al tiempo que intercambiaban palabras de frustración. Elaine se preguntó si la oirían sonreír en la oscuridad. Por fin —después de hablar otra vez con Prudhoe— la dejaron sola.
No supo cuánto tiempo permaneció sentada en el suelo, junto a la puerta, pero cuando volvió a incorporarse, tenía las piernas completamente dormidas y se sentía hambrienta. Comió con voracidad, y se acabó más o menos las compras de aquella mañana. Mientras tanto, las moscas parecían haberse reproducido; caminaban sobre la mesa y se comían las sobras. Las dejó hacer. Ellas también tenían que vivir sus vidas.
Finalmente, decidió tomar un poco el aire. No obstante, en cuanto hubo salido del apartamento, el vigilante Prudhoe se asomó en lo alto de la escalera y la llamó.
—Señorita Rider, espere un momento. Tengo un recado para usted.
Contempló la posibilidad de cerrarle la puerta en la cara, pero sabía que el hombre no cejaría hasta haber emitido el mensaje. Bajó la escalera a toda prisa, cual una Casandra en chancletas gastadas.
—Estuvo aquí la policía —le anunció sin haber llegado al pie de la escalera—, la buscaban.
—¿Dijeron qué querían?
—Hablar con usted. Urgentemente. Dos de sus amigos...
—¿Qué les pasa?
—Han muerto —repuso—. Esta tarde. Tienen no sé qué enfermedad.
En la mano tenía una nota. Se la entregó, soltándola un instante antes de que ella la cogiera.
—Me dejaron este número para que llamase. Ha de ponerse en contacto con ellos lo antes posible.
Una vez entregado el mensaje, volvió a subir la escalera.
Elaine miró la nota y los números garabateados en ella. Cuando hubo leído los siete dígitos, Prudhoe había desaparecido.
Entró otra vez al apartamento. Por algún motivo no pensaba en Reuben ni en Sonja —a los que, al parecer, no volvería a ver—sino en el marino, en Maybury, que había visto a la Muerte y había huido de ella sólo para que lo siguiera como un perro fiel, esperando el momento adecuado para saltarle encima y lamerle la cara. Se sentó junto al teléfono y se quedó mirando fijamente los números de la nota, y luego los dedos que sostenían la nota y las manos que sostenían los dedos. ¿Acaso el contacto que residía con tanta inocencia en el extremo de sus brazos era ahora letal? ¿Acaso era eso lo que los detectives habían ido a decirle? ¿Que sus amigos habían muerto gracias a sus buenos oficios? Si era así, ¿a cuántas personas había rozado y sobre cuántos había respirado en los días transcurridos desde su pestilente educación en la cripta? En la calle, en el autobús, en el supermercado, en el trabajo, en las diversiones. Pensó en Bernice, tendida en el suelo del lavabo, y en Hermione, frotándose el sitio donde la había besado, como si supiera que le habían pasado alguna plaga. Y de pronto supo, en el fondo de su corazón supo que las sospechas de sus perseguidores eran ciertas, y que durante esos días adormilados había estado nutriendo una cría fatal. De ahí el hambre, de ahí la plenitud que sentía.
Dejó la nota y se sentó en la semipenumbra, tratando de adivinar exactamente el lugar en el que se hallaba la plaga. ¿En la punta de los dedos, en el vientre, en los ojos? En ninguno de esos sitios y, a la vez, en todos. Su primera suposición no era acertada. No se trataba de una cría: no la llevaba en ninguna célula en particular. Sino en todas partes. Ella y la enfermedad eran sinónimos. En ese caso, no podrían cortarle la parte ofensiva, como habían hecho con los tumores y con todo lo que los tumores habían devorado. Aunque, por ese hecho, Elaine no lograría dejar de llamarles la atención. Habían ido a buscarla para devolverla a la custodia de unos cuartos estériles, para privarla de sus opiniones y de su dignidad, para hacerla objeto únicamente de sus desamoradas investigaciones. La idea le dio asco; prefería morir, igual que la mujer de cabello castaño de la cripta, vencida por la agonía, que volver a someterse a ellos. Hizo pedazos la nota y dejó caer los fragmentos.
De todos modos, era demasiado tarde para encontrar soluciones. Los del traslado habían abierto la puerta y se habían encontrado con que al otro lado esperaba la Muerte, ansiosa por ver la luz del día. Ella era su agente, y la Muerte, en su sabiduría, le había concedido la inmunidad, le había dado fuerzas y aquel lánguido éxtasis, y se había llevado sus temores. A cambio, ella había difundido su palabra, y no había manera de deshacer aquella obra: ya no. Las decenas, incluso cientos de Personas que había contaminado en los últimos días habrían vuelto con sus familias y amigos, a sus lugares de trabajo o de diversión, y habrían difundido la palabra aún más. Habrían pasado la promesa fatal de la Muerte a sus hijos al arroparlos en la cama, a sus parejas en el acto del amor. Los sacerdotes la habrían dado con la Comunión, los tenderos con el cambio de un billete de cinco libras.
Mientras pensaba en ello —en la enfermedad avanzando como el fuego en la madera— volvió a sonar el timbre. Habían vuelto a buscarla.
Y, como antes, llamaban a los timbres de los otros apartamentos. Logró oir a Prudhoe que bajaba la escalera. En esta ocasión, sabía que estaba en casa. Y se lo diría. Aporrearían la puerta, y cuando ella rehusara abrir...
Mientras Prudhoe les abría la puerta principal, Elaine quitó el cerrojo de la de atrás. Al salir al patio, oyó voces ante la puerta del apartamento, y luego los golpes y las demandas. Descorrió el pestillo de la puerta del patio y se lanzó a la oscuridad del callejón. Cuando hubieron derribado la puerta, ella ya se encontraba lejos y no logró oírlos.
Deseaba más que nada regresar a Todos los Santos, pero sabía que esa táctica invitaría a que la arrestasen. Supondrían que seguiría ese camino, contando con el hecho de que siguiera la primera causa. Pero quería volver a ver la cara de la Muerte, ahora más que nunca. Hablar con ella. Discutir sus estrategias. Las estrategias de las dos. Preguntarle por qué la había escogido.
Salió del callejón y desde la esquina observó los sucesos que se producian frente al edificio. Esta vez había más de dos hombres —logró contar por lo menos cuatro— que entraban y salían de la casa. ¿Qué estarían haciendo? Fisgoneando entre su ropa interior y sus cartas de amor, seguramente, examinando las sábanas de su cama en busca de pelos, y el espejo, para ver si quedaban trazas de su reflejo. Aunque pusieran el apartamento patas arriba, y lo examinaran todo a fondo, no encontrarían las pistas que buscaban. Déjalos que busquen. La amante había huido. Sólo quedaban las manchas de sus lágrimas, y las moscas pegadas a la bombilla de la luz, para contar sus alabanzas.
Era una noche estrellada, pero a medida que se acercaba al centro. el brillo de las lámparas que festoneaban los árboles de Navidad y los edificios apagaron su luz. A esa hora, la mayoría de las tiendas habían cerrado hacía rato, pero todavía deambulaba por las aceras un buen numero de personas que miraban escaparates. Se cansó pronto de las fruslerías y los maniquíes, y se apartó del camino principal para dirigirse a las calles menos importantes. Estaban más oscuras, lo cual convenía a su estado de abstracción. Por las puertas abiertas de los bares salía el sonido de risas y música; en un garito de un primer piso se inició una discusión: hubo un intercambio de golpes; en un portal, dos amantes desafiaban la discreción; en otro, un hombre orinaba con la vitalidad de un caballo.
Sólo entonces, en la relativa calma de aquellos rincones tranquilos, advirtió que no estaba sola. A una cautelosa distancia la seguían unos pasos. sin alejarse nunca demasiado. ¿Acaso sus perseguidores la habrían seguido? ¿Acaso estarían rodeándola, dispuestos ya a detenerla? Si así era, la huida no haría más que demorar lo inevitable. Sería mejor que se enfrentara a ellos ahora, que los retara a acercarse lo suficiente como para exponerse al contagio. Se ocultó sigilosamente y escuchó aproximarse los pasos; entonces, se plantó ante ellos.
No era la ley, sino Kavanagh. A su sorpresa inicial siguió, casi de inmediato, la súbita comprensión del por qué la había perseguido. Elaine lo estudió. Tenía la piel tan tirante sobre la cabeza que, bajo la luz tenue, logró distinguir el brillo de sus huesos. ¿Cómo era posible, inquirieron sus turbulentos pensamientos, que no lo reconociera antes? ¿Que no hubiera notado durante el primer encuentro, cuando había hablado de los muertos, de su encanto, que él era su Hacedor?
—La he seguido —le explicó.
—¿Desde mi casa?
Asintió.
—¿Qué le han dicho? —le preguntó él—. ¿Qué le ha dicho la policía?
—Nada que no hubiera adivinado ya —repuso ella.
—¿Lo sabía?
—En cierto modo sí. En el fondo de mi corazón, creo que lo sabía. ¿Recuerda nuestra primera conversación?
Kavanagh asintió con un murmullo.
—Todo lo que dijo de la Muerte. Cuánto egoísmo.
Sonrió de pronto, dejando ver más huesos.
—Sí, ¿qué habrá pensado de mí? —inquirió él.
—Incluso entonces, aquello tuvo un cierto sentido. Aunque no sabía por qué. No sabía lo que me depararía el futuro...
—¿Qué le depara? —preguntó él en voz baja.
—La Muerte ha estado esperándome todo este tiempo, ¿no es cierto? —inquirió, encogiéndose de hombros.
—Claro que sí —repuso él, satisfecho de que comprendiera la situación que había entre ambos.
Avanzó un paso y tendió la mano para tocarle la cara.
—Es usted admirable.
—En realidad no.
—Mire que permanecer tan indiferente ante todo esto. Tan fría.
—¿Qué es lo que hay que temer? —preguntó Elaine.
El le acarició la mejilla. En ese momento esperaba que la capa de piel se le abriera y que de las cavidades oculares saltaran las canicas que jugueteaban en su interior y se hicieran añicos. Pero Kavanagh mantuvo intacto su disfraz, por el bien de las apariencias.
—Te quiero —le dijo.
—Sí —repuso ella.
Claro que quería. Desde el primer momento, en cada palabra, la había querido, pero ella había carecido de la inteligencia para comprenderlo. En definitiva, toda historia de amor era una historia de muerte. Los poetas se empeñaban en ese punto. ;Por qué tenía que ser menos cierto lo opuesto?
No podían ir adonde él vivía; le dijo que también allí habría policías, rque ya estarían enterados de su romance. Por supuesto, tampoco podian regresar al piso de ella. De modo que buscaron un hotelito en las cercanías y pidieron una habitación. En el destartalado ascensor, él tomó la libertad de acariciarle el pelo, al ver que ella no lo rechazaba, la puso la mano sobre el pecho.
El cuarto contaba con escasos muebles, pero un árbol de Navidad que había en la calle le daba un cierto toque de encanto con sus luces coloreadas. Su amante no le quitó los ojos de encima ni por un momento como si incluso entonces esperara que diera media vuelta y huyera despavorida al menor fallo de su conducta. No había motivo de preocupación, porque la forma en que la trataba no daba lugar a queja alguna. Sus besos eran insistentes pero no abrumadores. La forma en que la desnudó —salvo por la torpeza (un bonito contacto humano, pensó ella)— fue un modelo de delicadeza y dulce solemnidad.
Se sorprendió de que no supiera ya lo de sus cicatrices, porque había llegado a creer que aquella intimidad había comenzado en la mesa de operaciones, cuando había estado en sus brazos en dos ocasiones, y en dos ocasiones la actitud provocativa del cirujano lo había impedido. Pero quizá, como no era un sentimental, se habría olvidado de aquel primer encuentro. Cualquiera que fuese el motivo, pareció molestarse cuando le quitó el vestido, y se produjo un tembloroso intervalo durante el que Elaine creyó que la rechazaría. Pero el momento pasó, y él tendió la mano hasta el abdomen de Elaine y le pasó los dedos por la cicatriz.
—Es hermosa —le dijo.
Ella se sintió feliz.
—Casi me muero cuando estaba bajo los efectos de la anestesia —le comentó.
—Habría sido un desperdicio —repuso él, subiendo la mano para acariciarle los senos.
Aquello pareció excitarlo, porque cuando volvió a hablar, su voz sonó más gutural.
—¿Qué te dijeron? —le preguntó, deslizando las manos hasta el suave canal que tenía detrás de la clavícula para acariciarla.
Hacía meses que no la tocaban, salvo aquellas manos desinfectadas; su delicadeza la hizo temblar. Tan ensimismada estaba con el placer que sentía que no contestó a su pregunta. Volvió a preguntárselo mientras se movía entre sus piernas.
—¿Qué te dijeron?
—Me dejaron un número de teléfono para que los llamase — repuso a través de la nebulosa expectación que la invadía—. Para ayudarme—Pero tú no querías ayuda, ¿verdad?
—No, ¿para qué iba a quererla? —inquirió con un suspiro.
Entrevió su sonrisa, aunque sus ojos no deseaban otra cosa que cerrarse del todo. Su aspecto no lograba despertar en ella pasión alguna, en realidad, su disfraz tenía muchas cosas (entre otras, aquella absurda pajarita) que le resultaban ridículas. Sin embargo, con los ojos cerrados, podía olvidar detalles tan insignificantes, podía quitarle la máscara imaginárselo puro. Cuando pensó en él de aquella forma, su mente hizo cabriolas.
Le quitó las manos de encima; ella abrió los ojos. Torpemente, intentaba desabrocharse el cinturón. Mientras él estaba ocupado, desde abajo les llegó un grito. Kavanagh volvió bruscamente la cabeza en dirección a la ventana; los músculos se le tensaron. A Elaine le sorprendió su repentina preocupación.
—No hay de qué preocuparse —le aseguró ella.
Kavanagh se inclinó sobre ella y le puso la mano en la garganta.
—Cállate —le ordenó.
Lo miró a la cara. Había empezado a sudar. La conversación de la calle continuó durante unos minutos; se trataba de dos apostadores noctámbulos que se estaban despidiendo. Kavanagh advirtió su error.
—Creí haber oído...
—¿Qué?
—.. .Creí haber oído gritar mi nombre.
—¿Quién haría semejante cosa? —preguntó ella, cariñosa—. Nadie sabe que estamos aquí.
Él apartó la mirada de la ventana. De repente, se había extinguido toda su determinación; después del instante de temor, sus facciones se habían relajado. Le pareció casi estúpido.
—Estuvieron a punto, pero nunca me encontraron —le comentó.
—¿A punto?
—Al ir en tu busca —le dijo, apoyando la cabeza sobre sus senos—. Por un pelo —murmuró. Elaine logró oír cómo le latían las sienes—. Pero soy rápido — agregó Él —. E invisible.
La mano de Kavanagh bajó hasta la cicatriz de Elaine, y más abajo aún.
—Y siempre soy muy limpio —añadió él.
Al acariciarla, Elaine suspiró.
—Me admiran por eso, estoy seguro. ¿No crees que deben admirarme por ser tan limpio?
Elaine recordó el caos de la cripta, sus ultrajes, sus desórdenes.
—No siempre... —le dijo.
Kavanagh dejó de acariciarla.
—Es cierto —insistió él — . Nunca derramo sangre. Es una de mis reglas. No derramar nunca sangre.
Elaine sonrió ante sus alardes. Le comentaría —aunque seguramente ya lo sabría— lo de su visita a Todos los Santos, y la obra que había visto allí.
—A veces no se puede evitar el derramar sangre —le comentó ella—. No es que te lo reproche.
Ante estas palabras, él se echó a temblar. ~~¿Qué te han contado de mí? ¿Qué mentiras te han contado? —Ninguna —repuso ella, perpleja por su reacción—. ¿Qué iban ellos a saber?
—Soy un profesional —le explicó, subiendo las manos hasta la cara de ella.
Volvió a sentir en él una cierta intencionalidad. Una especie de seriedad en su peso, mientras se apretaba más contra ella.
—No permitiré que digan mentiras de mí. No lo admitiré.
Apartó la cabeza de su pecho y la miró.
—Me limito a detener al del tambor —le explicó.
—¿El del tambor?
—Tengo que detenerlo limpiamente. En seco.
Los reflejos coloreados de las luces de abajo le pintaron el rostro de rojo, luego de verde, luego de amarillo; eran tonalidades puras, como las de las cajas de lápices de colores de un niño.
—No admitiré que digan mentiras de mí —insistió — . Que digan que derramo sangre.
—No me han dicho nada —le aseguró ella.
Había abandonado por completo la almohada, y se disponía a montarse a horcajadas sobre ella. Sus manos habían acabado con las tiernas caricias.
—¿Quieres que te muestre cuán limpio soy? ¿Con qué facilidad detengo al del tambor?
Antes de que pudiera contestarle, las manos de Kavanagh se cerraron alrededor de su cuello. No le" dio tiempo a suspirar, y mucho menos a gritar. Sus pulgares eran diestros; encontraron la tráquea y apretaron. Elaine oyó al del tambor apresurar el ritmo.
—Es rápido y limpio —le decía, al tiempo que los colores continuaban tiñéndolo con su previsible secuencia: rojo, amarillo, verde; rojo, amarillo, verde.
Sabía que tenía que haber un error, una terrible equivocación que no lograba descifrar. Elaine luchó por encontrarle algún sentido.
—No lo entiendo —intentó decirle, pero tenía la laringe magullada y apenas logró articular un sonido gutural.
—Es demasiado tarde para las excusas —le dijo, sacudiendo la cabeza—. Tú viniste hasta mí, ¿lo recuerdas? Quieres que detenga al del tambor. ¿Por qué si no ibas a venir?
Apretó aún más. Elaine tuvo la sensación de que se le hinchaba la cara, que la sangre pugnada por salírsele de los ojos.
—¿No comprendes que iban a advertirte sobre mí? —inquirió haciendo una mueca, mientras proseguía con su trabajo—. Fueron a convencerte para que te alejaras de mí, diciéndote que derramo sangre.
—No —logró decir con el último suspiro.
Pero él se limitó a apretar con más fuerza para borrar esa negativa.
El del tambor tocaba con tal ímpetu que le resultó ensordecedor, aunque la boca de Kavanagh se abría y se cerraba, Elaine ya no logro oir lo que le estaba diciendo. Poco importaba. Comprendía que no era Muerte, ni tampoco el guardián de huesos limpios al que había estado esperando. En sus ansias, se había echado en los brazos de un asesino común, un Caín callejero. Deseó escupirle su odio a la cara, pero le falló la conciencia; la habitación, las luces, aquella cara, todo latía al ritmo del tambor. Luego, todo cesó.
Desde lo alto, ella miró hacia la cama. Su cuerpo yacía despatarrado sobre ella. Desesperada, una mano se había asido a la sábana, y así permanecía, aferrada a ella, aunque carecía ya de vida. Tenía la lengua salida y los labios azules manchados de baba. Pero (tal como le prometiera él) no había sangre.
Aleteó en lo alto; su presencia no levantó siquiera una brisa que sacudiera las telarañas de ese rincón del techo; observó mientras Kavanagh cumplía a su vez con los rituales de su crimen. Estaba inclinado sobre el cadáver, susurrándole al oído, mientras lo acomodaba sobre las sábanas revueltas. Entonces, se desabrochó y dejó al descubierto aquel hueso cuya inflamación era la forma más sincera de halago. Lo que siguió resultó cómico en su falta de gracia, igual que le resultaba cómico su cuerpo, con sus cicatrices, y las zonas en las que la edad había hecho mella, con sus rugosos pliegues. A distancia observó los torpes intentos por acoplarse. Sus nalgas eran pálidas, y tenían las marcas que le habían dejado la ropa interior; su movimiento le recordó a un juguete mecánico.
La besó mientras se movía sobre ella y junto con la saliva se tragó su pestilencia; al separarse de ella, sus manos se llenaron de sus células contagiosas. Él lo ignoraba todo, claro. Desconocía por completo la corrupción que abrazaba y absorbía con cada empellón carente de inspiración.
Finalmente, acabó. No hubo jadeos ni gritos. Simplemente detuvo su movimiento mecánico y se apartó de ella, limpiándose con el borde de la sábana y volviéndose a abrochar.
Unos guías la llamaban. Tenía viajes por emprender, ansiadas reuniones. Pero Elaine no quería irse, al menos no todavía. Dirigió el vehículo de su espíritu hacia un nuevo punto ventajoso desde el cual pudiera ver la cara de Kavanagh. La vista de Elaine, o comoquiera que se llamase el sentido que aquella condición le otorgaba, notó claramente cómo as facciones de Kavanagh se hallaban dibujadas sobre cimientos musculares, y cómo, debajo de ese intrincado esquema, relucían los huesos. Ah, los huesos. No era la Muerte, por supuesto, y sin embargo, sí lo era. ¿Acaso no tenía su cara? Y un día, con la gracia de la podredumbre, la mostraría. Era una verdadera lástima que una fina capa de carne la ocultara a los ojos.
Ven, insistieron las voces. Elaine sabía que ya no podría evadirlas con engaños. Entre ellas se encontraban algunas que creyó conocer. Un momento —suplicó ella—, sólo un momento más.
Kavanagh había terminado con su trabajo en el lugar del crimen, se miró en el espejo del armario para comprobar su aspecto, y luego se dirigió a la puerta. Elaine fue con él, intrigada por la absoluta banalidad de su expresión. El hombre se deslizó silenciosamente hasta el rellano y luego bajó la escalera; aprovechó un momento en que el portero de noche estaba ocupado para salir a la calle y hacia la libertad.
¿Sería el amanecer lo que iluminaba el cielo, o serían las luces? Tai vez lo había estado observando desde el rincón del cuarto durante más tiempo del que creía, quizá en el estado que acababa de estrenar las horas pasaran como si fueran momentos.
Sólo al final fue recompensada por su vigilia, cuando una expresión que le resultaba familiar surcó el rostro de Kavanagh. ¡Hambre! Tenía hambre. No moriría a causa de la plaga, como tampoco había muerto ella. Su presencia brilló en él, le dio un nuevo relumbre a la piel y una nueva insistencia a su estómago.
Kavanagh había llegado a ella como un asesino de poca monta, y se alejaba como mensajero de la Muerte. Elaine se echó a reír al comprender la profecía que, sin saberlo, había puesto en marcha. Kavanagh se detuvo un solo instante, como si la hubiera oído. Pero no; se había detenido a comprobar si oía al del tambor ejecutar su melodía con más fuerza que nunca, y exigiéndole, mientras se alejaba, un vigor nuevo y letal en cada uno de sus pasos.
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