El pecado de Hyacinth Peuch
En un valle de Bretaña cerca del boscoso límite del Departamento de Morbihan se encuentra un pueblecillo cuyo nombre es Chateauverne. ¿Le resulta familiar ese nombre?
Si no es así, se debe a que Monsieur el prefecto de Morbihan y sus superiores de París han hecho todo lo posible para que las muertes no se publicaran en los periódicos. No tiene sentido recargar el terror con su difusión. Además, había que tener en cuenta el turismo.
El abate Courtot cooperó en la tarea de mantener cerrada la boca de sus feligreses en la medida de lo posible, es decir, dentro de un radio de cinco metros a su alrededor: el abate era bastante sordo.
Si visita usted Chateauverne hoy, le resultará difícil creer que hace muy poco sus habitantes temían salir a caminar de noche. Todavía se conservan algunos signos: cierta tensión entre la gente joven, cierta resistencia a hacer el amor en los recodos sombríos de los caminos apartados.
Si es observador, notará que aún las casas más viejas, ruinosas y descuidadas poseen pesados postigos de sólida madera de roble con enormes cerrojos y trancas forjados a mano, que tuvieron ocupado a Emile Periè sobre el yunque más de un mes.
Aquí y allá verá a unas pocas personas de ojos fatigados vestidas con ropas obscuras. La concurrencia a la iglesia de Ste. Marie es un veinte por ciento mayor que antaño, más regular y más reverente. Por supuesto, existe siempre un obstinado núcleo de incorregibles que se sientan del otro lado de la plaza y miran el desfile de los piadosos, mientras beben y escupen, con el aire de quien no duda de que sólo la gente sucia tiene necesidad de bañarse. Sin embargo, el Diablo aumentó el rebaño del abate al reducirlo.
Chateauverne es un grupo de casas con tejados alrededor de una plaza de cantos rodados donde Hyacinth Peuch, el idiota del pueblo, dormita entre cerdos y gallinas. A un lado se encuentra la casa del abate y la tienda de ramos generales de la viuda Martin. En el lado opuesto está la fonda larga y baja de Jean Pierre Boitavin, cuyo hermano Baptiste fue el cuarto asesinado antes de que se descargara la lluvia. Allí es donde se sientan, a la sombra, los cínicos.
–La población es de seiscientos habitantes y no se ha modificado mucho en los últimos dos siglos. Los ciudadanos de Chateauverne se dedican por entero a la agricultura, si por dedicación se entiende el constante cálculo, y por lo tanto poseen la terrena sofisticación de los que están en contacto diario con las formas inferiores y más lujuriosas de vida. Procrean juiciosamente, con un ojo en el futuro y otro en la cuenta bancaria, y, en opinión del abate, saben más de lo que conviene a la salvación de sus almas inmortales.
El óseo tintineo de la muerte irrumpió en este escenario una cálida noche de mayo en que el aire era fragante y soñoliento y los insectos nocturnos zumbaban bajo los árboles.
Joséphine Rimbaud tenía una cita. Era joven, de curvas interesantes y distaba mucho de poseer una carga excesiva de capacidad intelectual. Esta tierna desventaja daba a sus emociones una espléndida imparcialidad; tanta, en efecto, que en una oportunidad, se sabía, había respondido con una tentadora sonrisa a la vacía mueca de Hyacinth Peuch quien, aunque no estaba tan profundamente sumergido en la idiotez para desdeñar unas piernas bien torneadas, era considerado generalmente como un deplorable cómplice para cualquier aventura erótica.
Que a Joséphine le faltara algo en un sentido al par que poseía más de lo suficiente en otros era un asunto que exigía una corrección por parte de una mano ajena. Es natural impulsar a los demás hacia la perfección. De los muchos maestros ansiosos por contribuir a su educación, ella eligió a Hercule Girandole, hijo de un granjero, porque tenía pelo ondulado, Hercule era un nombre que sonaba fuerte y poderoso y una girandole es una rueda de fuegos de artificio. Joséphine no se oponía para nada a afrontar fuegos de artificio giratorios.
De modo que a las ocho, cuando las sombras empezaban a profundizarse, se puso en marcha decidida a ampliar su mente con las sencillas lecciones de biología del dispuesto Hercule. Se adornó con cintas y frunces que acentuaban adecuadamente sus atractivos femeninos, se dio unos dulces toques de perfume en los lugares apropiados y salió sedienta de educación.
Trotó alegremente todo a lo largo de la Avenue des Hirondelles, que fuera en una época parte de la propiedad de los Verne, y luego tomó un estrecho sendero flanqueado por altos setos y que conducía hasta la vieja plantación, adonde se habían dirigido tímidamente con el mismo encantador propósito doce generaciones previas.
El lugar de la cita era un pequeño obelisco de granito que decía: Ici la Météorite de 1897. No era literalmente así, porque la piedra del espacio había sido exhumada años antes y enviada a algún lugar donde profundos ancianos largos de pelo y cortos de vista pudieran examinarla. Incluso el agujero que había dejado estaba ahora relleno de vegetación.
Joséphine se detuvo junto al obelisco y miró en derredor en la semiobscuridad. La hierba era más suave que una cama.
–¡Hercule! –susurró en voz temblorosa. Una llamada así era seductora, en tanto que el imperioso mugido que habría deseado proferir no hubiese sido digno de una señorita. Alisó su vestido, pensando por qué él se escondía y la desesperaba–. ¡Hercule!
No hubo respuesta. Solamente el suspiro del viento y el roce de los árboles. La muchacha frunció el ceño. Llegaba tarde. Eso no estaba bien. La mujer puede llegar tarde para subrayar su decoro y su tímida negativa a caer en la trampa, si no teme que otra se adelante; pero el hombre debe ser puntual y, aún mejor, llegar antes de la hora, para tener tiempo de caminar nerviosamente, entre la esperanza y la desesperación y consumido por la pasión y el deseo.
Era lamentable. Indignada, dio vuelta al obelisco, miró detrás de un matorral, quiso ver lo que había detrás de un árbol y cayó cuan larga era al tropezar con un par de piernas cruzadas.
Se puso de pie, pensando que esa noche tenía una poderosa maldición, y miró las piernas. Siguió la obscura forma hasta la cara contraída: descubrió que la girándula no volvería a girar.
Joséphine se volvió y corrió. Ni un grito. Ni un gemido. Ni un angustioso pedido de auxilio. Simplemente corrió, con la boca abierta, con las caderas ondulando, sin parar, los dos kilómetros hasta el pueblo. La primera persona que vio fue la viuda Martin, que ocupaba masivamente el vano de la puerta de su tienda. Cuando estuvo a su lado, jadeó unas pocas palabras frenéticas, se dejó caer sobre los cantos rodados del suelo y se entregó a un acceso de histeria.
Ahora bien: la viuda Martin pesaba cien kilos, tenía bigotes negros y una vez había matado un chancho de un revés destinado simplemente a apartarlo de sus tablones de hortalizas. Germaine Joubert, la chismosa del pueblo, juraría más tarde que el infortunado animal había dado tres vueltas de carnero en el aire antes de cerrar sus ojos y expirar, con la misma expresión que tenía el finado Henri Martin en sus últimos momentos, similaridad que bien podía no ser una coincidencia. Comprenderá usted por esto que la viuda Martin era très formidable, y la última persona que perderla el juicio por la angustia de Joséphine.
La miró, por encima de sus labios con herpes, y dijo:
–No importa lo que haya hecho ese inservible de Girandole, revolcarte en el estiércol no lo va a arreglar.
Hippolyte Lemaitre dejó su silla en la acera de la fonda y cruzó la plaza, seguido por Hyacinth Peuch y varios otros. Todos contemplaron a Joséphine, y en especial lo poco extra que no solía exhibir en momentos más normales.
Hippolyte se dirigió a la viuda Martin.
–¿Qué ocurre, Hortense?
–Una torpeza de ese Girandole.
–Tut –dijo Hippolyte, para quien la falta de destreza en el apareamiento era un pecado imperdonable.
–Hercule... –dijo Joséphine, incorporándose con los ojos húmedos, enrojecidos y llenos de horror–. ¡Está muerto!
–¿Qué? –exclamó Hippolyte.
–¿Muerto? –dijo la viuda Martin.
–Todo retorcido y desangrado. Yo le vi –se dejó caer e inició otro acceso– . ¡Terrible! ¡Terrible!
–Va a llover –dijo Hyacinth Peuch, mostrando unos dientes que parecían antiguas lápidas en ruinas–. Va a llover mucho, van a ver.
–¿Dónde ha ocurrido eso? –preguntó con el ceño fruncido Hippolyte Lemaitre–. ¿Dónde? ¡Habla, muchacha!
–Junto a la piedra del meteoro.
–Seguramente se la tiró encima –sugirió la viuda Martin.
–¡No lo hice yo! –gritó Joséphine.
Llegó Germaine Joubert. Se le movían las aletas de su nariz delgada y sus ojos acuosos se movían en todas direcciones.
–¿No hiciste qué?
–No se entregó a Girandole –informó la viuda Martin, que siempre se imaginaba a Germaine con los ojos clavados en las cloacas–. Le cortó las tripas. La muerte antes que la deshonra.
–¡Dios mío! –dijo Germaine; se le erizó el pelo, y hasta la peluca–. Dios mío.
Y salió corriendo para ser la primera en distribuir la noticia.
–Bueno –dijo Hippolyte–. Voy a telefonear a Sif. Es mejor que vaya a ver en seguida.
La viuda Martin asintió y le miró mientras se iba. Ignorando a Joséphine, se sentó en el escalón del umbral y jugó ociosamente con su labio superior.
–Va a llover –repitió Hyacinth Peuch; la miró con la cabeza puesta de costado–. Va a llover mucho. Ya verá.
Media hora más tarde llovía a cántaros.
Napoleón Sif, el gendarme de Pontaupis, llegó en su bicicleta en menos de una hora. Tenía los calcetines mojados y su capa chorreaba. Experimentaba el bilioso tedio de quien se siente víctima de una obscura conspiración. Como casi todos los naturales de Pontaupis, a nueve kilómetros, pensaba que Chateauverne era un pozo de iniquidades donde cualquier cosa podía suceder y por lo común sucedía.
Entró en la fonda, sacudió su capa sobre el suelo, colgó su gorro en el respaldo de una silla y se secó la cara con un pañuelo.
–¿Qué ocurre? ¿Un muerto?
Un coro de voces le respondió:
–El joven Girandole.
–Retorcido como un tirebouchon junto a un árbol, debajo de la lluvia.
–Helado y desangrado junto al obelisco.
–El viejo Rimbaud se llevó a Joséphine a su casa: dijo que le iba a arrancar la verdad a palos.
–Hortense Martin piensa que...
–¿A quién le importa lo que piense Hortense?
–¿Quiere un coñac? –preguntó Jean Pierre Boitavin––. Está tan mojado como si hubiera venido pedaleando por dentro del canal.
–Bueno, cómo no –dijo Sif, ablandado. Miró la copa, hizo girar suavemente el contenido, olisqueó el bouquet, bebió un sorbito y chasqueó los labios–. Hum. Que espere Girandole. No se va a mojar más aunque esté flotando.
–Que espere –aprobó Jean Pierre–. Yo también voy a esperar hasta el fin de los tiempos: me debía cuarenta francos. Un hombre no tiene derecho a morir cuando debe dinero. Es indecente.
Sif terminó de beber y asintió.
–Si todos lo hicieran, quedaríamos arruinados –dijo. Se abotonó la capa y adoptó una pose de gran autoridad–. Convendría que uno o dos me acompañaran para enseñarme el lugar donde ha perecido este deudor.
Un par se ofreció, más por morbosa curiosidad que por un sentido de civismo. Al salir se encontraron con el abate Courtot que caminaba apresuradamente bajo la lluvia. El viejo sacerdote se detuvo ante la autoridad.
–¿Qué le trae aquí, hijo? Espero que no sea nada grave.
–Girandole está duro en el bosque.
–¿De veras? –el abate movió tristemente la cabeza–. A Hercule no le va a gustar.
–¿No? –Sif le miró.
–Un padre borracho es una manantial de vergüenza.
–El joven Girandole –le gritó Sif en el oído– está muerto.
–¡Dios mío! –el abate retrocedió un paso y se masajeó su órgano auditivo–. Qué cosa horrible! Un joven encantador, y bueno...
Muy turbado, les miró alejarse y desaparecer en la obscura lluvia.
Casi toda la población de Chateauverne vio el cadáver, tuvo náuseas y malos sueños, aparte de Emile Périè y la viuda Martin, que tenían un carácter excepcionalmente fuerte. Los hermanos Boitavin hicieron un viaje especial hasta L’Orient para comprar una nueva remesa de coñac.
Dos ancianos y asombrados médicos y Napoleón Sif estuvieron de acuerdo en que ningún cuerpo humano podía ser tan espantosamente retorcido por obra del hombre y que lo mejor sería depositar la responsabilidad en el amplio regazo del Altísimo. Dieron por sentado que Hercule había sido víctima de un rayo en la flor de la juventud, por obra de Dios, que cumplía sus designios en formas misteriosas.
A Girandole el mayor, que había derramado sus energías con tal entusiasmo que pocas veces se le había visto perpendicular, y que ahora pasaba sus últimos años recordando con deleite sus pasadas iniquidades, se le señaló que los hijos suelen pagar las culpas de los padres. Un sistema de justicia que, a sus ojos, tenía sus ventajas.
Joséphine, ya recuperada del golpe y dispuesta a mirar en torno en busca de nuevos conquistadores, se le hizo ver que quizás un solo minuto de modestia la había salvado de compartir la suerte de su enamorado.
En el funeral, el abate Courtot hizo uso pleno y legítimo de la dolorosa ocasión, y disertó sobre varios aspectos de la venganza celestial. Hizo oblicuas referencias a los hábitos poco santos de ciertas personas a quienes todos identificaron como los demás.
Hercule descendió a la fosa. Napoleón pedaleó de vuelta hasta Pontaupis. Joséphine Rimbaud permitió que el joven Armand Descoules la acompañara en dirección aproximada a la de su hogar, con la esperanza de que en alguna parte del camino le ofreciera algo más que consuelo espiritual. Hyacinth Peuch ayudó a llenar la tumba con las manos desnudas y dejando caer un hilo de baba al suelo.
Todo el asunto quedó reducido a chismes, gestos, encogimientos de hombros. Pero sólo durante seis días, hasta que ocurrió el siguiente crimen.
Hyacinth Peuch trajo la mala noticia. Trastabilló hasta el pequeño grupo sentado en el exterior de la fonda de Boitavin, puso la cabeza de costado e hizo una mueca.
–Va a llover pronto.
–Vete, tonto –le dijo alguien, con impaciencia.
–Mucha lluvia para lavar la sangre farfulló–. La sangre de Laverne.
–Laverne no tiene sangre –declaró Lamaitre, dirigiendo un guiño a los demás.
Era más bien una exageración que una mentira. Jules Laverne era un personaje alto y sombrío, tan flaco que le llamaban Le Pendu, el ahorcado.
Sus rasgos finos y como de pájaro tenían cierta semejanza con los últimos señores de Verne, y esto, unido a su nombre, había fomentado en él la ilusión de que una pandilla de siniestros abogados le había quitado su legítima herencia. Jules se comportaba, por lo tanto, con la fría dignidad de un duque engañado, inspeccionaba periódicamente sus propiedades recorriendo los extensos campos de los Verne, y ocasionalmente examinaba los registros civiles de los pueblos vecinos en busca de un antiguo certificado de matrimonio que no existía, ya que la unión específica que le interesaba sólo se había celebrado en la cama.
–Mucha sangre de Laverne –insistió Hyacinth, con cierta glotonería–. Cerca de la piedra del meteoro.
–¿Qué? ¿Dónde?
–Retorcido como el otro. Lo vi –volvió a trastabillar al recordarlo–. ¡Va a llover pronto!
No había el menor indicio de lluvia. Finas nubes ocultaban en parte el sol que se ponía: por lo demás el cielo estaba claro. A pesar de esto, el grupo se agitó; se sentían incómodos y no les gustaba que el idiota se mostrara tan seguro. Y además, si debía haber una segunda víctima en la plantación, Laverne tenía tantas posibilidades como cualquiera, y más que la mayoría. Siempre estaba rondando el lugar mientras pensaba en lo distinto que podría haber sido todo. Miraron a Hyacinth, y se miraron entre sí.
Antes que nadie pudiera decir una palabra, Germalne Joubert se aproximó con sus ojitos vivísimos.
–¿Pueden creerlo? ¡Es increíble! –hizo una pausa para crear suspense, y luego agregó–: Jules Laverne, ese escuálido, ese proscripto, ha dejado su bicicleta junto a la casa de Tillie Benoit ¡toda la noche! Una vergüenza. ¿Que le ve ella? ¿O qué le ve él? Y además, qué impudencia, dejar la bicicleta como un anuncio, jactándose abiertamente... Si me preguntan...
–Nadie le pregunta nada, lengua larga –dijo Hippolyte, quien sostenía que Germaine era capaz de percibir el calor del estiércol a distancia.
–¿Eh? ¿Le he oído bien, Monsieur?
–Es claro que sí. Llévese la lengua a otra parte.
Ella alzó una indignada y justiciera cabeza.
–Permítame que le diga, Monsieur Lemaitre, que si no fuera por los pocos que somos puros...
–Más bien a la fuerza que por elección –respondió él agudamente, y la miró alejarse con la nariz en alto. Y les dijo a los demás–: Tille Benoit no le hubiera sonreído a Jules por cincuenta mil francos. Es tan cálida como una roca y terminará por darle a los gusanos lo que ha negado a los hombres, pero...
–¿Qué? –urgió uno de los otros.
–Su casa está sobre el camino a la plantación. Por lo tanto, voy a dar una vuelta por el obelisco. ¿Alguien viene?
–Yo.
Otro gruñó:
–En ese caso yo también me podría adherir a esta locura.
–Va a llover –les recordó Hyacinth Peuch, mostrando sus dientes amarillos–. Lavará la sangre.
–Lluvia, lluvia, lluvia –comentó el gruñón–. Siempre habla de lluvia, como si no tuviéramos bastante.
–Escupió en el suelo–. El pobre tonto escucha demasiado a estos escarbadores de basura que se llaman a si mismos granjeros. Siempre el tiempo amenaza llevarles a la bancarrota. No estarán satisfechos mientras no tengan una lluvia cada día y otra el domingo para limpiar los desagües. Todo lo que le piden a Dios es eso: lluvia y desagües. Del resto se ocupa la Banque de France.
Ya se oían truenos cuando llegaron a la piedra con la inscripción Ici la Météorite de 1897. Las primeras gotas cayeron mientras llevaban a la plaza la estropeada figura de Laverne.
Napoleón Sif volvió a coger una mojadura, como los dos médicos. Contemplaban meditabundos la extraña forma que parecía haber sufrido un tormento inimaginable, de otro mundo, antes de ir a reclamar sus derechos en una propiedad más alta y remota. Tenía todos los huesos rotos y las articulaciones dislocadas. El torso había girado sobre sus caderas y la cabeza miraba incongruamente la espalda. Las piernas estaban retorcidas como hilo.
El rayo, aventuró Sif, no golpea dos veces en el mismo lugar. Bah, comentó un médico eso era un mito. El otro corroboró que los rayos suelen caer en el mismo lugar, sobre todo si hay en el subsuelo un yacimiento de hierro. De cualquier modo, el cadáver de Laverne había aparecido exactamente a tres metros del de Girandole. El veredicto fue como el anterior: muerte causada por un rayo.
Enterraron a Jules Laverne junto con sus fútiles esperanzas y sus sueños ociosos. Sif regresó a Pontaupis. Los Boitavin trajeron otro cargamento de bebidas de l’Orient. Hyacinth Peuch tiró tierra a la tumba.
El abate Courtot habló solemnemente del pecado de imitar a los superiores, del abismo que aguarda al orgullo, del oropel de los tesoros mundanos, que no se pueden llevar consigo. La piadosa Joséphine tradujo esta información teológica como la recomendación autorizada a usar dichos tesoros mientras aún estaban calientes.
El nombre de Laverne se unió al de Girandole en las conversaciones morbosas, y no se le dio otro sentido a ninguno de ambos durante las cuarenta y ocho horas subsiguientes. Un tiempo muy corto, con todo; porque como Laverne no tenía mucha substancia, la tercera muerte llegó muy pronto.
La falta de énfasis del próximo anuncio aumentó su horror. Era la tarde del día del mercado, única ocasión semanal en que Chateauverne se veía a sí mismo como un pueblo abierto y bullicioso.
Emile Périé se abrió camino por la plaza, entre jaulas de gallinas y cerdos rezongones. Era un hombre gigantesco de pelo en pecho y cejas amenazadoras a quien se llamaba a sus espaldas y a cierta distancia l’encadreur, el marquero de obras de arte. Aunque era el herrero del pueblo, se le atribuía el otro oficio desde el día memorable en que sus nalgas habían quedado prisioneras en un excusado mal construido. Se necesitó la colaboración de cuatro personas para ponerle en libertad y, como era un hombre rudo y taciturno, el recuerdo de ese remoto episodio era lo único que le molestaba.
Emile pasó junto a una pared donde se alineaban algunos sombríos borrachos y a una cerca donde estaban sentados algunos septuagenarios y penetró pesadamente en la fonda. Le hizo un gesto a Baptiste y dijo en voz ronca:
–¡Otro!
Baptiste Boitavin no comprendía, pues le había visto entrar.
–Pero Emile, ¿cómo puedo servirte otro si aún no has pedido el primero?
–Lo beberé ahora. Un coñac doble. No vendrá mal.
–Las manos de Périé representaron un movimiento de torsión, como si estuviera matando una gallina invisible–. Ha habido otro.
La cara de Baptiste palideció: esta vez había comprendido. Echó un vistazo a los demás parroquianos, se inclinó sobre el mostrador y preguntó en voz baja:
–¿Quién?
–Portale. –Las manos volvieron a girar–. Estaba así, todo dado vuelta. –Bebió un trago de coñac–. Reventado y seco, como una naranja podrida.
–¡Ooooh! –dijo Baptiste, y retrocedió un paso–. El teléfono.
–Que no vengan más cretinos de Pontaupis –sugirió Périé–. No es momento para inútiles.
–Llamaré a la gendarmería de Vannes. ¿Dónde está el cuerpo? ¿En la plantación?
–No. Lo traje aquí, doblado y flexible como una soga mojada. Está en la capilla, y sólo la viuda Martin me vio.
–Se quedó acodado sobre el mostrador, bebiendo, hasta que Baptiste regresó del teléfono y le hizo una seña. Respondió encogiéndose de hombros, salió y fue a buscar a la forja un martillo de tres kilos que puso al lado de su cama.
Por alguna razón misteriosa, la primera respuesta al pedido de ayuda de Baptiste llegó en la forma de una excitada brigada de bomberos con una escalera de doce metros y tres bombas. Este circo, que había batido el récord de Vannes a Chateauverne por más de un minuto, apareció en la plaza con un sonoro clamor de sirenas y campanas, diseminando gansos, gallinas, repollos y chismosos. De inmediato Chateauverne se convirtió en un tumulto, mientras los voluntarios corrían en todas direcciones en busca de un inexistente incendio. Entre algunos ebrios se hablaba de quemar algo para justificar el brío de la visita y los gastos.
Una hora más tarde, después de muchos gritos, discusiones y repetidas llamadas telefónicas a Vannes, los bomberos se retiraron llevándose tres botellas de vino nuevo. Se les sugirió no ir a Pontaupis, de donde quizá les habrían llamado, y que debía haber sido arrasada hasta sus cimientos mucho antes.
Menos espectacularmente fue descargada en una calle lateral una carretada de gendarmes, que entraron en la capilla. Germaine Joubert les vio, se acercó a la puerta con otras personas y las noticias empezaron a volar de boca en boca.
–El tercero.
–Como los otros.
–Es Portale.
Les impresionó, aunque la noticia no les tocaba tan de cerca. Magnífico Portale no era un nativo de Chateauverne. De origen extranjero, y según se creía ibérico, había vagado por las inmediaciones durante años, ganándose precariamente la vida con una cara llena de amor y un corazón lleno de concupiscencia. Se rumoreaba que Magnífico era el padre de diecisiete hijos, ocho de ellos de su legítima esposa. A pesar de esta indiscriminación copulatoria se le tenía en cierta estima porque había alegrado la vida de las mujeres sin hijos y su pecado era en suma la caridad cristiana.
Los gendarmes se llevaron a Magnífico violentamente contraído y el día siguiente regresaron con grandes cajas, palas, un documento oficial lleno de frases como «dispónese» y «por cuanto», excavaron las tumbas de Girandole y Laverne, los empaquetaron y se los llevaron a Vannes.
Para este momento, Chateauverne había decidido que dos eran bastante y tres demasiado. La soberbia puntería de los rayos resentía la credulidad, especialmente porque nada similar había ocurrido nunca. Debía haber un asesino suelto, un maníaco.
Aparecieron los postigos de roble. La forja de Emile Périé empezó a echar humo y a producir martillazos para tratar de cumplir las exigencias de un súbito boom de trancas y cerrojos más grandes y sólidos. Armand Descoules tenía todas las calles para él después de las ocho y media, pero debía cortejar a Joséphine a la distancia máxima de un tiro de piedra de su casa y tuvo que postergar su romántica intención de tomar lo poco que aún le faltaba.
La cuarta noche después del traslado de los cuerpos a Vannes, cuando todavía proseguían las especulaciones y el miedo rondaba por los callejones obscuros, Baptiste Boitavin llegó a una decisión.
–Este salvaje ha matado solamente de noche y en la plantación –dijo–. Ese es un juego al que pueden jugar dos –tomó entonces una pesada escopeta de dos caños y agregó–: Vamos a buscarlo y a terminar con él.
–Excelente idea –aprobó Hippolyte Lemaitre–. Esos de Vannes duermen con la satisfacción porcina de los que están engordados a impuestos. Nos podrían liquidar a todos en orden alfabético antes de que se despierten. Lo mejor será que actuemos nosotros mismos.
Hubo murmullos de apoyo. Sólo Timothée Clotaire, el sepulturero de la iglesia, se opuso. Era el tipo de hombre que invariablemente presenta un problema ante cualquier solución.
–¿Y si este asesino no es un ser humano?
–Ya sabemos que no lo es. Es inhumano. –Baptiste escupió en el suelo–. Le mataremos.
–¿Y si es una fiera, como un gorila enloquecido?
–Lo mismo volará hecho pedazos.
–¿Y si fuera un elefante escapado del Cirque Nationale? –insistió Timothée. Su mirada veía la escopeta de Baptiste del tamaño de una cerilla en comparación con un elefante.
–Por mí, podría ser una boa constrictor de veinte metros –afirmó redondamente Baptiste, echándose el arma al hombro–. Estoy listo. ¿Quién más viene conmigo?
Se le unieron diez, armados con siete rifles, una pistola de tiro al blanco, un antiguo machete y una maza de roble con formidables tachones de bronce. Impregnado de ferocidad marcial, el grupo se puso en marcha, seguido a la distancia por Hyacinth Peuch, que mostraba sus dientes amarillos y parecía curioso.
Durante tres horas batieron los bosques. Se llamaban unos a otros y orinaban a intervalos frecuentes; molestaron bastante a los conejos y a los búhos, pero no encontraron nada maníaco ni monstruoso. Uno por uno fueron regresando a sus hogares, fatigados, cada cual de acuerdo a la medida de su paciencia.
A las tres de la mañana Jean Pierre Boitavin despertó a Hippolyte Lemaitre golpeando violentamente la puerta.
–¡Hola! ¡Ya está aquí! ¿Volvieron los demás?
Seguramente. –Hippolyte se frotaba los ojos, demasiado estupidizado por el sueño para sentirse irritado–. ¿Qué ocurre, Jean Pierre?
–¿Dónde está Baptiste?
–¿No ha regresado? –Hippolyte miró su reloj, vio que era muy tarde y se despertó en el acto. Hizo girar la llave–: Pase y espere a que me vista. Vamos a buscarle.
Le encontraron exactamente donde se lo figuraban, aunque ninguno había querido admitirlo. Cerca de la piedra del meteorito, con el arma sin descargar junto a su mano fría. Apenas era reconocible.
Una nueva gran caja llegó de Vannes y se llevó a Baptiste bajo la mirada inquisitiva de Roger Corbeau, un chico de doce años y pelo en desorden. Roger era por naturaleza tan poco respetuoso del peligro que ya se había roto cuatro huesos, le habían hecho siete suturas y había tenido en dos oportunidades la vida en un hilo.
Esto no ocurría porque estuviese lleno de coraje sino más bien por la ceguera particular de las personas propensas a los accidentes. En otras palabras, tenía algo en común con Ilyacinth Peuch, sólo que no tan desarrollado. Entre los conocedores locales de los desastres, cundía la idea de que Roger no duraría mucho en este mundo porque Jesús lo quería para hacerse con él un rayo de sol.
Los oráculos dieron justo en el centro. Roger fue obedientemente a la cama, se escapó por la ventana del tejado, y se dirigió directamente a la plantación para ver por sí mismo lo que ocurría. Seguramente su entusiasmo se habría evaporado en menos de una hora si le hubieran hecho esperar todo ese tiempo; pero, característicamente, eligió un momento en que el servicio era rápido y eficiente. A su debido tiempo fue buscado, descubierto y llevado a Vannes en una caja más chica, bajo una lluvia feroz.
Dos gendarmes con sus carabinas cargadas empezaron a montar guardia por las noches en la plantación. Durante los diez días siguientes no ocurrió nada. Reinaba el buen tiempo y hacía calor. Aunque les aburría su tarea, la cumplían a conciencia; pero no oyeron nada sospechoso ni vieron nada que pudiera ser motivo de alarma.
A las diez y veinte de la undécima noche, uno de ellos fue a casa de Tillie Benoit en busca del café que ella preparaba, tal como se había establecido oficialmente. Llevaba una lata de mala gana, porque la atmósfera estaba más fría y parecía presagiar una lluvia, y además porque pensaba que bien podría prepararles el café alguien más sociable y simpático que Tillie, una mujer flaca y frígida que les dispensaba esa bebida como si le estuviera haciendo un favor a los leprosos.
Sin embargo se quedó con Tillie tanto como pudo, mantuvo con ella una conversación llena de elevada moralidad y bajos propósitos, con la encallecida determinación de alguien que considera cada fortaleza como un desafío y que, de cualquier manera, debe mantener la reputación cuidadosamente cultivada de ser tan apasionado como un gato entero repleto de curry.
Pasó casi una hora antes de que regresara, derrotado. Una vez en el obelisco, miró a su alrededor.
–Marcel.
Silencio.
–¡Marcel!
No hubo respuesta.
En voz más alta y levemente temblorosa:
–¡Marcel!
El viento frío susurraba entre los árboles. Percibió un olor acre, débil pero familiar y perturbador. Olfateó, tratando de recordar.
¡Sangre!
Dejó caer la lata de café de la mano izquierda y la carabina de la derecha. Abandonó a Marcel, giró y corrió como jamás había corrido antes.
Cuarenta hombres de la primera compañía del regimiento 23 de Infantería llegaron la tarde siguiente. Ocuparon posiciones en la plantación con órdenes estrictas de no permitir la entrada a nadie. Un periodista llegó desde l’Orient, y fue enviado por la viuda Martin a investigar una masacre imaginaria en Pontaupis, donde hacía tiempo que estaba haciendo falta una buena. El prefecto de Morbihan visitó personalmente Chateauverne, estuvo tres minutos y se marchó.
La semana siguiente no ocurrió nada. Tillie Benoit rechazó a los cuarenta soldados, cada uno de los cuales pensó que era idéntica a la madre de su perrito mascota. El oficial al mando de la tropa, un capitán, no opinó al respecto. Estaba satisfecho porque le habían dado una dirección en donde podía hacer sus ejercicios de calistenia sobre alfombra, tan necesarios para la salud y el espíritu del guerrero.
Por lo que se podía ver, poco más se hizo al respecto de las sucesivas tragedias; pero el jueves a la noche apareció una persona en la fonda. Era un hombre pequeño y delicado, de aspecto ágil, con una barba blanca de chivo y ojos fríos y azules.
–¿Es usted Jean Pierre Boitavin?
–Sí, señor.
El otro exhibió una tarjeta.
George Fournier, Inspecteur. Sureté Générale.
–¡Ah, la Policía! –dijo Jean Pierre, impresionado–. No es necesario preguntar qué le trae aquí.
El inspector Fournier asintió.
–Ya he interrogado a una cantidad de personas: el abate Courtot, Périé, Lemaitre, Mme. Martin y otros. Todos aquellos cuya información podría ser útil. Sólo me quedan dos nombres en la lista: el suyo y... –tomó una libreta y la consultó– un tal Hyacinth Peuch –los ojos helados horadaron a Jean Pierre–. Por favor, dígame todo lo que sepa sobre este asunto.
Obediente, Jean Pierre contó los hechos con tantos detalles como pudo recordar.
–Es la misma historia –comentó Fournier–. ¿Dónde está Peuch? ¿Dónde se le puede encontrar?
–Allí fuera. –Jean Pierre señaló la plaza–. Es ese pobre subnormal que está jugando con esas basuras.
–Ajá... ¿Puede hablar?
–Ciertamente, monsieur. Sólo que la gente extraña le asusta –pensó un instante–. Le voy a llamar y le voy a dar un coñac. Esperaremos hasta que lo absorba, después, usted podría convidarle con otro: eso tendrá un aire fraternal. Y después de dos coñacs le besará la frente y le llenará de baba.
–Llámele –ordenó Fournier, acostumbrado a sufrir cuando se trataba de cumplir con su deber.
Hyacinth se acercó con ese andar arrastrado y ladeado que caracteriza a muchos subnormales. Bebió lentamente el coñac, con cierta suspicacia, porque la gente del pueblo le aconsejaba siempre que se cuidara de la gente que le ofrecía regalos.
–Hyacinth sabe cuándo va a llover –dijo Jean Pierre, para gratificarle con un elogio–. Si dice que lloverá, llueve. Después de cada una de las muertes anuncio que los ángeles llorarían, y así lo hicieron.
–¿Ah, sí? –dijo Fournier, estudiando el aspecto de cementerio de los dientes de Hyacinth–. ¿Y por qué llueve después de las muertes?
–Para que se vaya la sangre –informó Hyacinth.
Luego terminó el coñac, chasqueó los labios y sonrió.
–¿Que vaya adónde?
–A las raíces.
–Ah, a las raíces –dijo Fournier; alzó una ceja inquisitivamente–. ¿Y qué raíces son ésas?
–Las del árbol. –Hyacinth miró la copa vacía.
–Sírvale otro –ordenó Fournier–. Me interesan muchísimo los árboles, Monsieur Peutch. ¿De qué árbol me habla?
Encantado de oírse llamar monsieur, el tonto tartamudeó:
–El... el grande que... que atrapa conejos.
Un destello brilló en los ojos de Fournier mientras preguntaba:
–¿Usted lo ha visto hacer eso?
Myacinth no respondió.
–Muéstreme cómo lo hace –invitó Fournier, con paciencia.
–Vamos, muéstrale al señor –dijo Jean Pierre–. Nunca han visto una cosa así en París.
Con cierta resistencia, Hyacinth dejó su copa, se paro, extendió rígidamente los brazos por encima de la cabeza y miró al cielorraso.
–Está así todo el día –informó–. No se puede mover por la luz. Pero de noche...
–¿Sí?
–Hay cosas que corren sobre las raíces, cosas con sangre...
–Siga –urgió Fournier.
–Entonces... –Hyacinth respiró profundamente. Luego sus brazos vibraron, y de pronto bajaron velozmente hasta sus pies, con toda su fuerza. Los dedos arañaron el suelo. Luego enderezó el cuerpo y alzó un poco los brazos. Se quedó mirándoles, con un gorgoteo de placer, mientras sus manos retorcían algo y la sangre imaginaria goteaba sobre sus pies.
–Y en seguida llueve –dijo.
Jean Pierre empinó la botella de coñac.
–Necesito yo un trago –dijo. Bebió y miró a Hyacinth–. Nom d’un chien! ¿Cómo puede haber un árbol así?
–¿Y le viste coger así conejos? –dijo Fournier–. ¿Muchas veces? ¿Desde hace mucho?
–Cuatro, cinco, seis años. Tal vez más. No sé –Hyacinth sostuvo una mano a la altura de su cabeza–. Desde que el árbol era así de grande.
–¿Y eso ocurre con frecuencia? –dijo Fournier.
–Sólo de noche y cuando está por llover –dijo el experto en los procedimientos del misterio–. Si no hay lluvia, no hay caza.
Fournier no se molestó en preguntar por qué no había dicho nada de esto antes. Sabía la respuesta: los locos aprenden pronto a no hablar demasiado de su locura.
–¿Nos puedes llevar hasta ese árbol?
–Sí, Monsieur.
En la creciente obscuridad, el vegetal no parecía distinto de otros árboles cercanos. Simplemente un grueso y nudoso tronco de altas ramas y una masa de hojas anchas y carnosas. Estaba exactamente a ocho metros del obelisco.
Cuarenta soldados lo rodeaban mientras el inspector Fournier examinaba cuidadosamente lo que se podía ver a la luz de media docena de linternas.
–¿Está seguro de que ésta es la planta asesina?
–Seguro, Monsieur –afirmó Hyacinth, muy satisfecho de ser el centro de la atención sin que nadie se burlara.
–¿No hay otros?
–No, Monsieur.
–Eso es una locura –exclamó el capitán, frustrado en sus designios de dedicar la noche a asaltar los encantos de la maestra del pueblo. Atravesó marcialmente el cerco de soldados, golpeteó con su bastón el duro tronco y agregó con autoridad–: Ninguna planta puede tener suficiente sensibilidad o velocidad de reacción. Ni sus miembros pueden tener bastante elasticidad. Es decir que...
Sus últimas palabras se perdieron en una súbita ráfaga de aire y un tremendo swish cuando media docena de ramas descendieron y le capturaron. Subió y subió en el aire, y las ramas le exprimieron como un trapo mojado. No brotó de él un grito ni un gemido. Sólo se oyó el ruido de los huesos rotos, la carne desgarrada, el gotear de la sangre.
Con una sacudida final, las ramas dejaron caer el cuerpo y regresaron a su posición original. Silencioso, impasible, satisfecho, el árbol se irguió en la obscuridad.
Alguien iluminó con una linterna el cuerpo, murmurando sombríos juramentos.
–Va a llover –prometió Hyacinth Peuch.
Fournier volvió a la vida como si se despertase de una pesadilla. Se hizo cargo de la situación con rápidas órdenes.
–Saquen el cuerpo de aquí. Traigan madera, ramas, quesoreno, todo lo que sea combustible. Arrójenlo junto al monstruo. Con cuidado, no se acerquen. ¡Rápido, idiotas, rápido!
Se lanzaron a una frenética actividad. En poco tiempo la pirámide de leña llegó hasta la altura de las ramas bajas. Encima de todo arrojaron el quesoreno requisado de las lámparas y estufas de Tillie Benoit. Fournier personalmente arrimó la cerilla. El fuego empezó a arder, vaciló, y de pronto se alzó hacia el cielo.
En ese momento el árbol empezó a sacudirse como un ser enloquecido, arrojando chispas y tizones ardientes en todas direcciones, lleno de vida violenta y terrible. Los hombres no fueron piadosos: continuaron arrojando leños al fuego hasta que el tronco de un árbol vecino reventó por la presión de la savia hirviente.
Al alba no quedaba más que un círculo de cenizas grises del que retiraron unos carbonizados restos de raíces, con los que hicieron un fuego más pequeño. A las diez de la mañana, cansados, sucios, despeinados, regresaron a la plaza.
Fournier entró en la fonda, se lavó y pidió el desayuno.
–Era un árbol, una planta sedienta de sangre venida de quién sabe dónde. Quizás ese meteorito trajo la semilla desde algún obscuro mundo. –Pensó un momento–. Sea como sea hemos visto el fin de este vampiro. Chateauverne no volverá a tener problemas.
–No estoy tan seguro, Monsieur –dijo Jean Pierre–. En Chateauverne, cuando a uno no lo estrangulan o le usan para el caldo, le roban cuarenta francos o le retienen prisionero en un excusado como un emperador sin poder. –Alcanzó una botella–. ¿Querría un coñac?
–Ciertamente.
Falta contar el resto, que quizá nunca será narrado. Una chispa de vida había venido del fondo del espacio y se había arraigado en Chateauverne: como era fototrópica, de día permanecía como hipnotizada, y de noche crecía, se movía, y bebía sangre. Así ocurrió hasta que fue destruida.
No se le concedió a Hyacinth Peuch, el tonto, ningún crédito por esto. Antes bien, se le criticó por no haber hablado antes, aunque en ese caso nadie le hubiese creído.
Hasta un idiota puede tener sensibilidad, de modo que tampoco la primavera siguiente se expuso a ser insultado. Al regresar de cierta glorieta escondida donde a veces sus ojos, bizcos pero eficaces, le instruían sobre las artes gemelas del cortejo y la conquista, vio una especie de castaña velluda que cruzaba el sendero.
Era una cosa pequeña, pardusca, brillante, cubierta de cilias temblorosas. Se movía lenta y trabajosamente entre la hierba; cayó sin poder evitarlo por el plano inclinado de un zanjón y trepó la margen opuesta: allí se acomodó en la parte más alta, se hundió en el suelo y desapareció de la vista.
Muy de vez en cuando volvió a ese lugar, pero cerca de la zanja brotaban continuamente matas y arbustos, y no habla manera de distinguir entre locales y visitantes. Un día, a fines de octubre, advirtió una rata muerta, seca y retorcida debajo de un arbusto de un metro de alto.
Chateauverne recibió el aviso que se le debía.
–Va a llover –le dijo Hyacinth a la viuda Martin, en su voz encharcada y llena de gorgoteos, sonriendo, con la cabeza ladeada y una gota pendiente de la nariz.
Ahora bien, la viuda Martin era una mujer sana y fuerte, consciente de su soledad, y estaba gozando silenciosa e inocentemente de sus propios deseos; y la imagen de Hyacinth le resultaba en ese momento tan indeseable como una rata muerta en un banquete.
Así que gruñó:
–¡Vete, tonto!
...Y, rascándose el trasero, olvidó la cuestión.
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