EL HOMBRE DEL COHETE
-
Las luciérnagas eléctricas giraban alrededor de la cabeza de mamá iluminándole el
camino. En el umbral de su alcoba mamá se detuvo y se volvió hacia mí. Yo atravesaba el
pasillo silencioso.
-Me ayudarás, ¿no es cierto? No quiero que se vaya otra vez.
-Haré lo posible -le dije.
-Por favor. -Las luciérnagas lanzaban unas móviles lucecitas sobre el rostro pálido-. No
puede volver a irse.
-Bueno -dije, deteniéndome un momento-. Pero todo será inútil.
Mamá se fue y las luciérnagas volaron detrás, recorriendo sus circuitos eléctricos,
como una constelación errante, enseñándole el camino entre las sombras. Aún oí que
decía, débilmente:
-Hay que intentarlo.
Otras luciérnagas me siguieron a mi cuarto. Cuando el peso de mi cuerpo cortó el
circuito en el interior de la cama, las luciérnagas se apagaron. Era medianoche, y mamá y
yo esperamos en nuestros cuartos, en nuestras camas, separados por la oscuridad. La
cama me acunó, cantando suavemente. Toqué una llave. El canto y el balanceo cesaron.
Yo no quería dormirme. No, de ningún modo.
Esa noche no era distinta de otras muchas noches. Nos despertábamos y sentíamos
que el aire fresco se calentaba, sentíamos el fuego en el viento, o veíamos que las
paredes se encendían unos segundos, con un brillante color, y sabíamos entonces que su
cohete pasaba sobre la casa... Su cohete, y los robles se balanceaban a su paso. Yo
seguía acostado con los ojos abiertos, y el corazón palpitante; y mamá seguía en su
alcoba. Su voz llegaba hasta mí a través de la radio.
-¿Sentiste?
Y yo le respondía:
-Sí, era él.
Era la nave de papá, que pasaba sobre el pueblo, un pueblo pequeño adonde nunca
venían los cohetes del espacio. Mamá y yo nos quedábamos despiertos las próximas dos
horas pensando: «Ahora papá aterriza en Springfield; ahora camina por la pista; ahora
firma los papeles; ahora sube al helicóptero; ahora pasa sobre el río; ahora sobre las
colinas; ahora el helicóptero desciende en el aeropuerto de Green Village, aquí...» Y
había pasado la mitad de la noche, y mamá y yo, desde nuestras frescas camas,
escuchábamos, escuchábamos. «Ahora camina por la calle Bell, siempre camina... nunca
toma un coche... Ahora cruza el parque, ahora dobla en la esquina de Oakhurst y
ahora...»
Me incorporé en la cama. Allá abajo, en la calle, cada vez más cerca, vivos, rápidos,
decididos... unos pasos. Ahora ante nuestra casa; en los escalones del porche. Y los dos,
mamá y yo, sonreímos en la oscuridad al oír la puerta de entrada, que se abre al
reconocerlo, y lo saluda, y se cierra, allá abajo...
Tres horas más tarde hice girar suavemente el pestillo del dormitorio de mis padres,
reteniendo el aliento, en medio de una oscuridad tan inmensa como el espacio que separa
los planetas, con la mano extendida hacia esa valijita negra abandonada a los pies de la
cama. La tomé y corrí a mi cuarto, pensando: «No quiere hablarme de eso. No quiere que
yo sepa.»
Y de la valija salió el uniforme oscuro, como una nebulosa oscura, con algunas
estrellas brillantes, aquí y allá, desparramadas sobre la tela. Apreté el traje negro entre las
manos febriles y respiré el olor del planeta Marte, un olor de hierro, y del planeta Venus,
un olor de hiedra verde, y del planeta Mercurio, un aroma dc azufre y fuego. Y pude sentir
el olor de la luna blanca como la leche y la dureza de las estrellas. Metí el uniforme en
una máquina centrífuga que había construido ese año en mi taller del colegio y la hice
girar.
Pronto un polvo fino se precipitó en la retorta. Puse el polvo bajo la lente de un
microscopio, y mientras mis padres dormían confiadamente, y mientras la casa dormitaba
con todos sus hornos, sus servidores y robots automáticos sumergidos en una modorra
eléctrica, yo examiné atentamente las motas brillantes del polvo de los meteoros, de la
cola de los cometas y del lejano planeta Júpiter. Y esas partículas de polvo eran como
mundos que me atraían a través del microscopio, a través de un billón de kilómetros, con
terroríficas aceleraciones.
Al alba, agotado por mi viaje, y con miedo de que me descubrieran, llevé el
empaquetado uniforme al dormitorio de mis padres.
En seguida me dormí. Sólo me desperté una vez al oír la bocina del camión del
tintorero que se detenía en el patio del fondo. Por suerte no esperé, me dije a mí mismo,
pues dentro de una hora devolverían el uniforme limpio de mundos y travesías.
Me dormí otra vez, con el frasquito de polvo mágico en un bolsillo del pijama, sobre el
corazón palpitante.
Cuando bajé las escaleras, allí estaba papá, ante la mesa del desayuno, mordiendo su
tostada.
-¿Has dormido bien, Doug? -me preguntó, como si no se hubiese movido, como si no
hubiese estado afuera tres meses.
-Muy bien -le contesté.
-¿Unas tostadas?
Apretó un botón y la mesa del desayuno me preparó cuatro doradas rodajas de pan.
Recuerdo a mi padre aquella tarde. Cavaba y cavaba en el jardín como un animal que
busca algo. Allí estaba, moviendo con rapidez los brazos largos y morenos, plantando
arando, cortando, podando, con el rostro siempre inclinado hacia la tierra, con los ojos
puestos constantemente en su trabajo, sin alzarlos nunca hacia el cielo, sin mirarme, sin
mirar ni siquiera a mamá, salvo cuando nos arrodillábamos a su lado y sentíamos que la
tierra pasaba a través de nuestras ropas y nos humedecía las rodillas, y metíamos las
manos entre los terrones oscuros, y no mirábamos el cielo brillante y furioso. Entonces
papá lanzaba una mirada, a la derecha o a la izquierda, hacia mamá o hacia mí, y nos
guiñaba el ojo alegremente, y seguía inclinado, con el rostro bajo, con los ojos del cielo
clavados en su espalda.
Aquella noche nos sentamos en la hamaca mecánica del porche. Y la hamaca nos
acunó, y levantó una brisa hacia nosotros, y cantó para nosotros. Era una noche de
verano, y había claro de luna, y bebíamos limonada, y nuestras manos apretaban los
vasos fríos, y papá leía los estereoperiódicos colocados en ese sombrero especial que
uno se pone en la cabeza, y que cuando uno parpadea tres veces, vuelve las páginas
microscópicas ante los lentes de aumento. Papá fumó algunos cigarrillos y me habló de
cuando era niño, en 1997. Y después de un rato, me dijo, como en tantas otras noches:
-¿Por qué no juegas, Doug?
No dije nada, pero mamá respondió:
-Juega otras noches, cuando no estás aquí.
Papá me miró, y luego, por primera vez en aquel día, alzó los ojos al cielo. Cuando
papá miraba las estrellas, mamá lo observaba atentamente. El primer día, y la primera
noche, después de alguno de sus viajes, papá no miraba mucho el cielo. Lo veo aún en el
jardín, trabajando furiosamente, con el rostro pegado a la tierra. Pero la segunda noche
papá miraba las estrellas un poco más. A mamá no le importaba mucho el cielo de día,
pero de noche hubiese querido apagar todas las estrellas. A veces yo casi podía ver que
mamá buscaba un interruptor eléctrico en el interior de su mente, pero nunca lo
encontraba. Y a la tercera noche, papá se quedaba ahí, en el porche, hasta que todos
estábamos ya listos para acostarnos, y entonces yo oía la voz de mamá que lo llamaba,
casi igual que a mí, cuando yo estaba en la calle. Y luego yo oía a papá que aseguraba el
ojo eléctrico de la cerradura con un suspiro. Y a la mañana siguiente, a la hora del
desayuno, mientras papá extendía la manteca sobre su tostada, yo bajaba los ojos y veía
la valija negra a sus pies. Mamá se levantaba tarde.
-Bueno, hasta pronto, Doug -me decía papá, y nos dábamos la mano.
-¿Tres meses?
-Eso es.
Y papá se alejaba por la calle, sin tomar un helicóptero, o un ómnibus, llevando debajo
del brazo el uniforme escondido en la valija. No quería parecer orgulloso exhibiéndose
como un hombre del espacio.
Mamá bajaba a desayunar, sólo una tostada seca, una hora más tarde.
Pero ahora era de noche, la primera noche, la mejor, y papá no miraba mucho las
estrellas.
-Vamos a la feria de la televisión -dije.
-Bueno -dijo papá.
Mamá me sonrió.
Y volamos a la ciudad en un helicóptero y le mostramos a papá mil espectáculos, para
que no alzara la cabeza, para que nos mirara, y no mirara nada más. Y mientras nos
reíamos con las cosas graciosas y nos poníamos serios con las cosas serias, yo pensaba:
«Mi padre va a Saturno y a Neptuno y a Plutón, pero nunca me trae regalos. Otros chicos
con padres que también viajan en cohetes reciben minerales negros de Calisto, y
fragmentos de meteoros oscuros, y arena azul. Pero yo tuve que reunir mi colección
cambiando cosas con los otros chicos.» Yo tenía mi cuarto lleno de piedras de Marte y
arenas de Mercurio, pero papá nunca me hablaba de eso. Una vez, recuerdo, papá le
trajo algo a mamá. Plantaron en el jardín los girasoles marcianos, pero cuando papá
llevaba un mes afuera, y los girasoles empezaban a crecer, mamá salió y los arrancó de
raíz.
Sin pensarlo, mientras mirábamos una de las pantallas tridimensionales, le hice a papá
la pregunta de siempre:
-¿Cómo es estar en el espacio?
Mamá me miró con ojos asustados. Pero ya era tarde.
Papá se quedó callado medio minuto, tratando de encontrar una respuesta. Al fin se
encogió de hombros.
-Lo mejor de lo mejor -me dijo, y añadió mirándome con aprensión-: Oh, no es nada,
realmente. Rutina. No te gustaría.
-Pero siempre vuelves.
-Costumbre.
-¿Cuándo volverás a salir?
-Aún no lo he decidido. Lo pensar‚.
Siempre lo pensaba. En aquellos días no abundaban los pilotos de cohetes y papá
podía elegir el trabajo, podía trabajar en cualquier momento. Cuando llevaba tres noches
en casa, papá buscaba y elegía entre varias estrellas.
-Vamos -dijo mamá-. Volvamos a casa.
Llegamos temprano. Quise que papá se pusiese el uniforme. No debí pedírselo -mamá
se entristecía-, pero no pude dominarme. Insistí varias veces, aunque papá siempre se
negaba. Nunca lo había visto vestido de uniforme. Al fin papá dijo:
-Oh, bueno.
Esperamos en el vestíbulo mientras papá subía en el tubo neumático. Mamá me miró
con ojos extraviados, como si no pudiese creer que yo fuese su propio hijo. Aparté la
vista.
-Lo siento -dije.
-No estás ayudándome -me dijo mamá-. Nada.
Un instante después se sintió el silbido del tubo neumático.
-Aquí estoy -dijo papá, serenamente.
Lo miramos. Se había puesto el uniforme.
El traje era negro, y lustroso, con botones de plata, y botas de guarniciones de plata.
Parecía como si los brazos, las piernas y el cuerpo hubiesen sido arrancados de alguna
nebulosa oscura. Unas débiles estrellitas brillaban apenas a través de la nebulosa. El traje
ceñía el cuerpo como un guante que ciñe una mano larga y fina, y tenía un olor a aire frío,
metal y espacio. Tenía el olor del fuego y el tiempo.
Papá nos sonreía torpemente desde el centro de la habitación.
-Date vuelta -dijo mamá.
Los ojos de mamá miraban a papá como desde muy lejos.
Cuando papá salía de viaje, mamá no hablaba de él. Sólo hablaba del tiempo, o de que
tenía que lavarme la cara, o de que no podía dormir. Una vez me dijo que la luz era muy
fuerte de noche.
-Pero no hay luna esta semana -le dije.
-Entra la luz de las estrellas.
Salí y compré unas persianas más verdes y más oscuras. Esa noche, mientras estaba
acostado, oí cómo mamá las bajaba. Las persianas susurraron largamente.
Una vez quise cortar el césped.
-No -dijo mamá desde el umbral-. Guarda esa máquina.
El pasto creció libremente durante casi tres meses. Papá lo cortó cuando vino a casa.
Mamá no quería que yo arreglase la mesa que preparaba el desayuno, o la máquina
lectora. No me dejaba tocar nada, lo guardaba todo como para las navidades. Y luego
venía papá y martillaba y remendaba, sonriendo, y mamá sonreía, feliz, a su lado.
No, nunca hablaba de papá mientras él estaba ausente. En cuanto a papá, nunca
trataba de llamarnos a través de ese billón de kilómetros. Una vez nos dijo:
-Si os llamase, querría veros. No podría vivir tranquilo.
Y otra vez papá me dijo:
-Tu madre me trata a veces como si yo no estuviese aquí, como si yo fuese invisible.
Yo ya lo sabía. Mamá miraba más allá de papá, por encima de su cabeza. Le miraba
las mejillas, o las manos; pero nunca los ojos. Cuando lo hacía, los ojos de mamá se
cubrían con una tenue película, como un animal que va a dormirse. Mamá decía que sí en
los momentos oportunos, y sonreía, pero siempre un poco tarde.
-No estoy para ella -decía papá.
Pero otros días mamá estaba allí y papá estaba para mamá, y se tomaban de la mano,
y paseaban alrededor de la manzana, o salían en automóvil, y los cabellos de mamá
flotaban en el aire como los de una chica, y mamá apagaba todos los aparatos de la casa
y cocinaba para papá pasteles y tortas increíbles, y lo miraba fijamente con una sonrisa
que era de veras una sonrisa. Pero al terminar esos días en que papá parecía estar allí
para mamá, mamá siempre lloraba. Y papá, de pie, impotente, miraba a su alrededor
como buscando una respuesta, pero no la encontraba nunca.
Papá giró lentamente, con su uniforme, para que pudiésemos verlo.
-Date vuelta otra vez -dijo mamá.
A la mañana siguiente papá entró en casa corriendo con un puñado de billetes. Billetes
rosados para California, billetes azules para México.
-¡Vamos! -nos dijo-. Compraremos esas ropas baratas y una vez usadas las
quemaremos. Miren, tomaremos el cohete del mediodía para Los Angeles, el helicóptero
de las dos para Santa Bárbara, y el aeroplano de las nueve para Ensenada, ¡y pasaremos
allí la noche!
Y fuimos a California, y paseamos a lo largo de la costa del Pacífico un día y medio, y
nos instalamos al fin en las arenas de Malibu para comer crustáceo de noche. Papá se
pasaba el tiempo escuchando o canturreando u observando todas las cosas, atándose a
ellas como si el mundo fuese una máquina centrífuga que pudiera arrojarlo, en cualquier
momento, muy lejos de nosotros.
La última tarde en Malibu, mamá estaba arriba en el hotel y papá estaba a mi lado
acostado en la arena, bajo la cálida luz del sol.
-Ah -suspiró papá-. Así es. -Tenía los ojos cerrados. Estaba de espaldas, absorbiendo
el sol-. Allá falta esto -añadió.
Quería decir «en el cohete», naturalmente. Pero nunca decía «el cohete», ni nunca
mencionaba esas cosas que no había en un cohete. En un cohete no había viento de mar,
ni cielo azul, ni sol amarillo, ni la comida de mamá. En un cohete uno no puede hablar con
su muchacho de catorce años.
-Bueno, oigamos esa historia -me dijo al fin.
Y yo supe que ahora íbamos a hablar, como otras veces, durante tres horas. Durante
toda la tarde íbamos a conversar, bajo el sol perezoso, de mi colegio, mis clases, la altura
de mis saltos, mis habilidades de nadador.
Papá asentía de cuando en cuando con un movimiento de cabeza, y sonreía y me
golpeaba el pecho, aprobándome. Hablábamos. No hablábamos de los cohetes y el
espacio, pero hablábamos de México, a donde habíamos ido una vez en un viejo
automóvil, y de las mariposas que habíamos cazado en los húmedos bosques del verde y
cálido México, un mediodía. Nuestro radiador había aspirado un centenar de mariposas, y
allí habían muerto, agitando las alas, rojas y azules, estremeciéndose, hermosas y tristes.
Hablábamos de esas cosas, pero no de lo que yo quería. Y papá me escuchaba. Sí, me
escuchaba, como si quisiera llenarse con todos los sonidos. Escuchaba el viento, y el
romper de las olas, y mi voz, con una atención apasionada y constante, una
concentración que excluía, casi, los cuerpos, y recogía sólo los sonidos. Cerraba los ojos
para escuchar. Recuerdo cómo escuchaba el ruido de la cortadora de césped, mientras
hacía a mano ese trabajo, en vez de usar el aparato de control remoto, y cómo aspiraba el
olor del césped recién cortado mientras las hierbas saltaban ante él, y detrás de la
máquina, como una fuente verde.
-Doug -me dijo a eso de las cinco de la tarde, mientras recogíamos las toallas y
echábamos a caminar por la playa, hacia el hotel, cerca del agua-. Quiero que me
prometas algo.
-¿Qué, papá?
-Nunca seas un hombre del espacio.
Me detuve.
-Lo digo de veras -me dijo-. Porque cuando estás allá deseas estar aquí, y cuando
estás aquí deseas estar allá. No te metas en eso. No dejes que eso te domine.
-Pero...
-No sabes cómo es. Cuando estoy allá afuera pienso: «Si vuelvo a Tierra me quedaré
allí. No volveré a salir. Nunca.» Pero salgo otra vez, y creo que nunca dejaré de hacerlo.
-He pensado mucho tiempo en ser un hombre del espacio -le dije.
Papá no me oyó.
-He tratado de quedarme. El sábado pasado, cuando llegué a casa, comencé a tratar
de quedarme, con todas mis fuerzas.
Recordé su figura sudorosa en el jardín, y cómo había trabajado, y cómo había
escuchado, y supe que había hecho todo eso para convencerse a sí mismo de que sólo el
mar y los pueblos y el paisaje y la familia eran las únicas cosas reales, las cosas buenas.
Pero supe también qué haría papá esa noche: miraría las joyas de Orión desde el porche
de casa.
-Prométeme que no serás como yo -me dijo.
Titubeé.
-Muy bien -le dije.
Papá me tomó la mano.
-Eres un buen muchacho.
La cena fue magnífica esa noche. Mamá había corrido por la cocina con puñados de
canela, y harinas y cacerolas y ruidosas sartenes, y ahora un pavo enorme humeaba en la
mesa, con salsas, arvejas y pasteles de calabaza.
-¿En pleno agosto? -dijo papá, asombrado.
-No estarás aquí en navidad.
-No, no estaré.
Papá se inclinó sobre la comida, aspirando su aroma. Levantó las tapas de todos los
recipientes y dejó que el vapor le bañara la cara tostada por el sol.
-Ah -exclamó ante cada uno de los platos. Miró la habitación. Se miró las manos.
Observó los cuadros en las paredes, las sillas, la mesa. Me miró a mí. Miró a mamá. Se
aclaró la garganta. Vi que iba a decidirse.
-¿Lily? -dijo.
-¿Sí?
Mamá lo miró a través de su mesa, esa mesa que había preparado como una
maravillosa trampa de plata, como un sorprendente pozo de salsas, donde, como una
antigua bestia salvaje que cae en un lago de alquitrán, caería al fin su marido. Y allí se
quedaría, retenido en una cárcel de huesos de ave, salvado para siempre. Los ojos de
mamá centelleaban.
-Lily -dijo papá.
Vamos, pensé yo ávidamente. Dilo, rápido. Di que vas a quedarte, para siempre, y que
ya no te irás nunca. ¡Dilo!
En ese momento el paso de un helicóptero estremeció la habitación y los ventanales se
sacudieron con un sonido cristalino. Papa volvió los ojos.
Allí estaban las estrellas azules de la tarde, y el rojo planeta Marte que se elevaba por
el este.
Papá miró el planeta Marte durante todo un minuto. Luego, como un ciego, extendió la
mano hacia mí.
-Pásame las arvejas -me dijo.
-Perdón -dijo mamá-. Voy a buscar un poco de pan.
Corrió a la cocina.
-Pero si hay pan aquí, en la mesa -exclamé.
Papá no me miró y empezó a comer.
No pude dormir aquella noche. A la una de la mañana bajé al vestíbulo. La luz de la
luna era como una escarcha en los techos, y la hierba cubierta de rocío brillaba como un
campo de nieve. Me quedé en el umbral, vestido sólo con mi pijama, acariciado por el
cálido viento de la noche. Y vi entonces a papá sentado en la hamaca mecánica, que se
balanceaba suavemente. Su perfil apuntaba al cielo. Miraba las estrellas que giraban en la
noche, y los ojos, como cristales grises, reflejaban la luna.
Salí y me senté con él.
Nos hamacamos un rato. Y al fin le pregunté:
-¿De cuántos modos se puede morir en el espacio?
-De un millón de modos.
-Dime algunos.
-Los meteoritos. El aire se escapa del cohete. Un cometa que te arrastra. Un golpe. La
falta de oxígeno. Una explosión. La fuerza centrífuga. La aceleración. El calor, el frío, el
Sol, la Luna, las estrellas, los planetas, los asteroides, los planetoides, las radiaciones.
-¿Y dónde te entierran?
-No te encuentran nunca.
-¿A dónde vas entonces?
-Muy lejos. A un billón de kilómetros de distancia. Tumbas errantes. Así las llaman. Te
conviertes en un meteoro o en un planetoide, y viajas para siempre a través del espacio.
No dije nada.
-Hay algo rápido en el espacio -dijo papá-. La muerte. Llega pronto. No se la espera.
Casi nunca te das cuenta. Estás muerto, y eso es todo.
Subimos a acostarnos.
Era la mañana.
De pie en el umbral, papá escuchaba al canario amarillo que cantaba en su jaula de
oro.
-Bueno. Lo he decidido -me dijo-. La próxima vez que venga a casa, ser para
quedarme.
-¡Papá! -exclamé.
-Díselo a tu madre cuando despierte -me dijo papá.
-¿Lo dices de veras?
Papá asintió muy serio.
-Hasta dentro de tres meses.
Y allá se fue, calle abajo, con su uniforme escondido en la valija, silbando y mirando los
árboles altos y verdes, y arrancando las moras al pasar rápidamente al lado de los cercos,
y arrojándolas ante él mientras se alejaba entre las sombras brillantes de la mañana...
Cuando habían pasado algunas horas desde la partida de papá, le hice a mamá varias
preguntas.
-Papá dice que a veces parece que no lo oyeras o que no pudieses verlo.
Y entonces mamá, serenamente, me lo explicó todo.
-Cuando empezó a viajar por el espacio, hace ya diez años, me dije a mí misma: «Está
muerto. O lo mismo que muerto.» Así que pensé en tu padre como si estuviese muerto. Y
cuando tu padre regresa, tres o cuatro veces al año, no es él realmente, sólo es un sueño,
un recuerdo agradable. Y si el sueño se interrumpe o el recuerdo se borra, ya no puede
dolerme mucho. Así que casi siempre me lo imagino muerto...
-Pero otras veces...
-Otras veces no puedo impedirlo. Preparo pasteles, y lo trato como si estuviese vivo;
pero sufro mucho entonces. No, es mejor pensar que no ha vuelto desde hace diez años,
y que ya nunca lo veré. Así duele menos.
-¿Pero no dijo que iba a quedarse la próxima vez?
-No. Está muerto. Estoy segura.
-Pero volverá vivo.
-Hace diez años -dijo mamá-, pensé: ¿Y si se muriese en Venus? No podríamos ver
Venus otra vez.
¿Y si muriese en Marte? No podríamos ver Marte, tan rojo en el cielo, sin sentir deseos
de meternos en casa y cerrar la puerta. ¿Y si muriese en Júpiter, Saturno o Neptuno? En
las noches en que esos planetas brillan en lo alto del cielo no querríamos mirar las
estrellas.
-Creo que no -le dije.
El mensaje llegó al día siguiente.
El mensajero me lo dio, y yo lo leí, de pie, en el porche. El sol se ponía. Mamá me
miraba fijamente desde el otro lado de los vidrios. Doblé el mensaje y me lo guarde.
-Mamá -dije.
-No me digas nada que yo ya no sepa -me dijo mamá.
Mamá no lloró.
Bueno, no fue Marte, ni Venus, ni Júpiter ni Saturno. Cuando Marte o Saturno se
levantasen en el cielo de la tarde no tendríamos que pensar en papá.
Se trataba de algo distinto.
La nave había caído en el Sol.
Y el Sol era enorme, y ardiente, e implacable. Y estaba siempre en el cielo. Y uno no
podía alejarse del Sol.
Así que durante mucho tiempo, después de la muerte de papá, mamá durmió de día y
dejó de salir. Desayunábamos a medianoche y almorzábamos a las tres de la mañana y
cenábamos bajo la luz fría y pálida de las primeras horas del alba. Íbamos a los
espectáculos nocturnos y nos acostábamos al amanecer.
Y durante mucho tiempo salimos a pasear sólo en los días de lluvia, cuando no había
sol.
LOS GLOBOS DE FUEGO
Las luces estallaban sobre los prados nocturnos del verano. Rostros de tíos y tías se
iluminaban en la oscuridad. Los fuegos artificiales descendían en los ojos castaños y
brillantes de los primos instalados en el porche, y las varas frías y calcinadas rebotaban
allá lejos sobre los campos de hierba seca.
El muy reverendo padre Joseph Daniel Peregrine abrió los ojos. -¡Qué sueño! ¡Él y sus
primos que jugaban animadamente en la antigua casa del abuelo, en Ohio, hacía ya
tantos años!
Se quedó escuchando el gran vacío de la iglesia, las otras celdas donde descansaban
los otros padres. ¿Recordarían ellos, también, en la víspera de la partida del cohete
Crucifijo, el cuatro de julio? Sí. Esta inquieta madrugada se parecía a aquellas noches de
la fiesta de la Independencia cuando uno espera el primer cañonazo y corre luego por las
aceras, cubiertas de rocío, con las manos llenas de ruidosos milagros.
Y aquí estaban, los padres de la Iglesia Episcopal, momentos antes de lanzarse hacia
Marte. Subirían como una rueda de fuegos de artificio, dejando una estela de incienso en
la aterciopelada catedral del espacio.
-¿Tenemos que ir realmente? -murmuró el padre Peregrine-. ¿No será mejor arreglar
nuestros pecados, aquí, en la Tierra? ¿No estaremos huyendo de nuestra vida terrestre?
El padre Peregrine se incorporó moviendo pesadamente ese cuerpo voluminoso que
tenía el color de las fresas, la leche y la carne cruda.
-¿O será sólo pereza? -se preguntó-. ¿No tendré miedo?
Se metió bajo las agujas de la ducha.
-Pero te llevan a Marte, carne -se dijo a sí mismo-. Dejaré aquí los viejos pecados. ¿E
iré a Marte a encontrarme con otros pecados nuevos?
Una idea atrayente, casi. Pecados que nadie había podido imaginar. Oh, él mismo
había escrito un libro titulado El problema del pecado en otros mundos, que la comunidad
episcopal había ignorado casi totalmente, como cosa poco seria.
La noche anterior, mientras fumaban un último cigarro, él y el padre Stone habían
conversado sobre eso.
-En Marte el pecado puede tener la apariencia de la virtud. ¡Tenemos que estar
prevenidos contra unos actos virtuosos que quizá sean pecados! -había dicho el padre
Peregrine sonriendo animadamente-. ¡Qué interesante! ¡El trabajo de un misionero nunca
estuvo tan envuelto en aventuras! ¡Desde hace siglos!
-Yo reconoceré el pecado, aun en Marte -dijo bruscamente el padre Stone.
-Nosotros los sacerdotes, tenemos el orgullo de ser como papeles de tornasol, que
cambian de color ante la presencia del pecado -replicó el padre Peregrine-. Pero, ¿y si la
química marciana es tal que no nos coloreamos? Si hay sentidos nuevos en Marte,
tenemos que admitir también la posible existencia de pecados irreconocibles.
-Si no hay mala intención, no puede haber pecado, ni castigo, ni arrepentimiento. Son
palabras del Señor -dijo el padre Stone.
-En la Tierra, sí. Pero quizá los pecados marcianos puedan llevar el mal al
subconsciente, en forma telepática, dejando la conciencia en libertad de acción,
¡aparentemente sin malicia! ¿Qué pasa, entonces?
-¿Qué pecados nuevos podrían existir?
El padre Peregrine se había inclinado pesadamente hacia adelante.
-Adán, solo, no pecó. Añádale Eva, y añade usted la tentación. Añada un segundo
hombre, y ya es posible el adulterio. Con la adición del sexo y otros seres humanos, se
añade el pecado. Si los hombres no tuviesen brazos, no podrían estrangular a nadie con
los dedos. No existiría entonces ese pecado de asesinato. Añádales manos y aparece la
posibilidad de una nueva violencia. Las amebas no pecan. Se reproducen por división
celular. No desean la mujer del prójimo, ni se matan entre sí. Añádales a las amebas
sexo, piernas y brazos y tendrá usted crímenes y adulterios. Añada o saque un brazo y
una pierna a una persona, y añadirá o suprimirá un mal posible. Si hay en Marte otros
cinco nuevos sentidos, órganos, miembros invisibles que no podemos imaginar, ¿no
habrá entonces cinco nuevos pecados?
El padre Stone lanzó un bufido.
-¡Parece como si esa idea le gustara!
-Me mantiene la mente despierta, padre. Eso es todo.
-Su mente está siempre haciendo juegos de manos, ¿eh? Con espejos, platos,
antorchas...
-Sí. Porque muy a menudo la Iglesia se parece a esos cuadros vivos de los circos
donde al levantarse el telón aparecen unos hombres inmóviles, blancos, bañados en talco
u óxido de cinc, que representan la belleza abstracta. Admirable. Pero yo confío en que
me dejen andar libremente entre esos hombres. ¿Usted no, padre Stone?
El padre Stone se había alejado.
-Creo que será mejor que nos acostemos. Dentro de unas horas daremos un salto para
ver esos nuevos pecados suyos, padre Peregrine.
El cohete estaba preparado para partir.
Los padres dejaron sus oraciones matinales. Hacía mucho frío. Los escogidos
sacerdotes de Los Angeles, Nueva York o Chicago -la Iglesia estaba enviando lo mejor
que tenía- caminaron a través del pueblo hasta el campo escarchado. El padre Peregrine
recordaba las palabras del obispo:
-Padre Peregrine, usted capitaneará a los misioneros con el padre Stone como
ayudante. Al elegirlo a usted para esta importante tarea he visto que mis motivos son
deplorablemente oscuros. Pero su folleto sobre los pecados planetarios no ha dejado de
tener sus lectores. Es usted un hombre flexible. Y Marte es como un armario sucio del que
nadie se preocupó durante miles de años. Los pecados se han acumulado allí como en un
almacén de antigüedades. Marte tiene el doble de la edad de la Tierra, y tiene también el
doble de noches de sábados, de despachos de bebidas, y de ojos clavados en mujeres
desnudas como focas blancas. Cuando abramos ese armario cerrado, todo eso caerá
sobre nosotros. Necesitamos un hombre rápido y flexible, alguien que sepa esquivar el
golpe. Un hombre demasiado dogmático se rompería en dos. Me parece que usted
resistirá bien. Padre, puede comenzar.
El obispo y los padres se arrodillaron.
Se sucedieron las bendiciones, y rociaron el cohete con agua bendita. El obispo,
incorporándose, se dirigió a los padres:
-Vais a preparar a los marcianos para que ellos puedan recibir la Verdad. Sé que Dios
os acompaña. Os deseo a todos un viaje bien meditado.
Pasaron ante el obispo, los veinte hombres, con un susurro de sotanas. Todos pusieron
las manos entre las bondadosas manos del obispo, y luego subieron al proyectil
purificado.
-Me pregunto -dijo en el último instante el padre Peregrine-, ¿y si Marte fuese el
infierno? ¿Si estuviese esperándonos para luego estallar en una nube de fuego y piedras?
-Que el Señor nos bendiga -dijo el padre Stone.
El cohete comenzó a moverse.
Salir del espacio era como salir de la más hermosa de las catedrales. Pisar el suelo de
Marte era como pisar el ordinario pavimento, fuera de la iglesia, cinco minutos después de
haber sentido, realmente, amor a Dios.
Los padres salieron cautelosamente del cohete humeante y se arrodillaron en el suelo
marciano. El padre Peregrine entonó una oración de gracias.
-Señor, te damos gracias por este viaje a través de tus moradas. Y, Señor, hemos
llegado a un mundo nuevo, de modo que necesitamos ojos nuevos. Oiremos sonidos
nuevos, y necesitamos oídos nuevos. Y habrá aquí pecados nuevos, y te pedimos la
gracia de unos corazones más firmes y más puros.
Los padres se incorporaron.
Y aquí estaba Marte, como un mar en el que se iban a sumergir disfrazados de
biólogos submarinos, en busca de la vida. Este era el territorio de los ocultos pecados.
¡Oh, qué cuidadosamente debían de guardar el equilibrio, como plumas grises, en este
nuevo elemento, temerosos de que hasta caminar sobre él fuese pecado, o respirar, o
aun ayunar!
Y ahí estaba el alcalde de la Primera Ciudad que se acercaba a ellos con la mano
extendida.
-¿Qué puedo hacer por usted, padre Peregrine?
-Quisiéramos saber algo de los marcianos. Pues sólo así podremos construir
inteligentemente nuestra iglesia. ¿Miden tres metros de altura? Construiremos unas
puertas muy altas. ¿Tienen la piel azul, roja o verde? Cuando pongamos figuras humanas
en los vitrales pintaremos la piel con el color adecuado. ¿Son pesados? Haremos
asientos sólidos.
-Padre Peregrine -dijo el hombre-, no creo que los marcianos deban de preocuparle.
Hay dos razas.
Una de ellas está casi muerta. Los pocos que quedan viven escondidos. Y la segunda
raza... bueno, no son seres humanos.
-Oh. -El corazón del padre Peregrine latió más rápidamente.
-Son globos de luz, padre, luminosos y redondos. Hombres o animales, ¿quién puede
saberlo? Pero actúan inteligentemente. Así he oído. -El alcalde se encogió de hombros-.
Pero por supuesto, no son hombres, así que no creo que usted deba preocuparse...
-Al contrario -dijo el padre Peregrine con rapidez-. ¿Inteligentes, ha dicho?
-Corre una historia. Un cateador de minas se rompió una pierna en esas montarías.
Solo, se hubiese muerto. Las esferas de luz se le acercaron. Cuando se despertó, estaba
acostado en la carretera y no sabía cómo había llegado allí.
-Borracho -dijo el padre Stone.
-Esa es la historia -dijo el alcalde-. Padre Peregrine, muerta la mayor parte de los
marcianos, y sólo con esos globos azules, creo francamente que sería mejor que se
instalase en la Primera Ciudad. Marte se ha inaugurado hace poco. Es una región
fronteriza, como las de aquellos viejos días terrestres: el Oeste y Alaska. Los hombres
vienen aquí en oleadas. Hay unos dos mil mecánicos irlandeses y mineros y trabajadores
que necesitan asistencia espiritual; pues hay demasiadas malas mujeres en ese pueblo y
demasiado vino marciano de hace diez siglos...
El padre Peregrine observaba las colinas azules.
El padre Stone se aclaró la garganta.
-¿Y bien, padre?
El padre Peregrine no lo oyó.
-¿Esferas de fuego azul?
-Sí, padre.
-Ah -suspiró el padre Peregrine.
-Globos azules -dijo el padre Stone sacudiendo la cabeza-. ¡Un circo!
El padre Peregrine sintió que la sangre le golpeaba en las muñecas. Miró el pueblecito
fronterizo, con sus pecados frescos y recientes, y miró las antiguas colinas, con los más
viejos y sin embargo (para él) más nuevos pecados.
-Alcalde, ¿sus irlandeses podrán cocinarse un día más en el infierno?
-Les daré una vuelta, preparándolos para su llegada, padre.
-Entonces, iremos allá -dijo el padre señalando las colinas con un movimiento de
cabeza.
Un murmullo.
-Sería algo tan simple -explicó el padre Peregrine- ir al pueblo. Prefiero pensar que si el
Señor viniese a este planeta y le dijeran: «Este es el viejo sendero», El replicaría:
«Mostradme los matorrales. Yo abriré el sendero.»
-Pero...
-Padre, piense cómo nos pesarían las conciencias si pasáramos junto a unos
pecadores sin tenderles la mano.
-¡Pero globos de fuego!
-Me imagino que los animales cuando vieron por primera vez al hombre pensaron que
era bastante raro. Y sin embargo, tenía un alma. Supongamos, hasta que probemos otra
cosa, que esas esferas brillantes tienen también un alma.
-Muy bien -dijo el alcalde-, pero luego vendrá al pueblo.
-Ya veremos. Primero el desayuno. Luego usted y yo, padre Stone, iremos hasta esas
colinas. No quiero asustar a esos marcianos de fuego con máquinas o multitudes.
¿Desayunamos?
Los padres comieron en silencio.
A la caída de la noche el padre Peregrine y el padre Stone se encontraban en lo alto de
las colinas. Se detuvieron y se sentaron en una roca a descansar y esperar. Los
marcianos no habían aparecido aún y los dos padres se sentían vagamente
desilusionados.
-Me pregunto... -El padre Peregrine se secó el sudor de la cara-. ¿Le parece que si les
gritamos?
«¡Hola!» nos responderán.
-Padre Peregrine, ¿no hablará usted nunca seriamente?
-No, no mientras el Señor no haga lo mismo. Oh, no ponga esa cara de susto, por
favor. El Señor no es serio. En realidad, es difícil saber qué es, además de amor Y el
amor está unido al humor ¿no es cierto? Pues no se puede amar a alguien si no se está
dispuesto a aguantarlo. Y no se puede aguantar constantemente a alguien sin reírse de
él, ¿no es verdad? Somos, es indudable, unos animalitos ridículos que se revuelven en un
tazón. Dios debe de amarnos principalmente porque le causamos gracia.
-Nunca imaginé a Dios como un humorista.
-¡El creador del platirrino, el camello, el avestruz y el hombre! ¡Oh, por favor! -El padre
Peregrine se rió.
Pero en ese mismo instante, entre las colinas sombrías, como una hilera de lámparas
azules que iluminasen el camino, aparecieron los marcianos.
El padre Stone fue el primero en verlos.
-¡Mire!
El padre Peregrine se volvió y dejó de reír.
Los azules globos de fuego se detuvieron palpitando entre las estrellas titilantes.
-¡Monstruos!
El padre Stone se incorporó de un salto. Pero el padre Peregrine lo retuvo.
-¡Espere!
-¡Tendríamos que haber ido a la ciudad!
-¡No! ¡Escuche, mire! -suplicó el padre Peregrine.
-¡Tengo miedo!
-No. Son obra de Dios.
-¡Del demonio!
-No. Serénese.
El padre Peregrine calmó al padre Stone, y volvieron a sentarse. Las esferas azules se
acercaron iluminando la cara de los dos sacerdotes.
Otra vez la noche del día de la Independencia, pensó el padre Peregrine,
estremeciéndose. Se sentía como un niño en aquellos atardeceres del cuatro de julio,
cuando estallaban los cielos, rompiéndose en estrellas de polvo y ardiente sonido, y las
ventanas de las casas temblaban como el hielo de mil charcos. Las tías, los tíos y los
primos. gritaban: ¡Ah! como ante un médico celestial. El cielo de verano se llenaba de
colores. Y los globos de fuego, encendidos por algún abuelo indulgente, se alzaban en
manos firmes y tiernas. ¡Oh, el recuerdo de aquellos hermosos globos de fuego, de luz
suave, de cálidos e hinchados tejidos, como alas de insecto, que yacían como mariposas
plegadas en cajas, y que al fin, después de un día de desorden y furia, los niños
desdoblaban cuidadosamente! Azules, rojos, blancos, patrióticos, ¡los globos de fuego! El
padre Peregrine vio otra vez los rostros de los familiares queridos, muertos hacía ya
mucho tiempo, y ya cubiertos de musgo, mientras el abuelo encendía las velitas,
permitiendo que el aire caliente subiera a llenar los globos luminosos que los niños
sostenían entre las manos, como una brillante visión que no se atrevían a liberar; pues ya
sueltos los globos, otro año se iba de la vida, otro cuatro de julio, otro fragmento de
belleza se perdía para siempre. Y hacia arriba, hacia arriba, todavía más arriba, hacia las
cálidas constelaciones del verano, subían los globos de fuego, mientras los ojos castaños
y azules los seguían desde los porches familiares. Allá, en el territorio de Illinois, sobre
ríos nocturnos y casas dormidas, los globos de fuego se elevaban cabeceando y
alejándose para siempre...
El padre Peregrine sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Sobre él oscilaban los
marcianos, como mil susurrantes globos de fuego. En cualquier momento su bondadoso
abuelo, muerto hacía ya tanto tiempo, aparecería a su lado, con los ojos clavados en la
belleza.
Pero era el padre Stone.
-¡Vámonos, por favor, padre!
-Tengo que hablarles.
El padre Peregrine se adelantó sin saber qué decir. ¿Qué les había dicho,
mentalmente, a los globos de fuego del pasado? Sois hermosos, sois hermosos. Nada
más, y eso ahora no parecía bastante. El padre Peregrine sólo atinó a levantar los
gruesos brazos y a gritarles como había deseado hacerlo en otro tiempo ante otros
globos:
-¡Hola!
Pero las esferas luminosas siguieron ardiendo como imágenes en un espejo oscuro.
Parecían inmóviles, gaseosas, milagrosas, eternas.
-Venimos con Dios -dijo el padre Peregrine dirigiéndose al cielo.
-¡Qué tontería, qué tontería! -El padre Stone se mordía el dorso de la mano-. ¡Cállese,
padre Peregrine, en nombre de Dios!
Las esferas fosforescentes se alejaron entre las colinas. Un instante después, habían
desaparecido.
El padre Peregrine las llamó de nuevo y el eco de su último grito sacudió las cimas más
próximas. Se dio vuelta y vio que un alud levantaba una nube de polvo, se detenía, y
luego, con un estruendo de ruedas de piedra, descendía por la montaña.
-¡Mire lo que ha hecho! -gritó el padre Stone.
El padre Peregrine miró las piedras, casi fascinado, y luego con horror. Se volvió,
sabiendo que sólo podrían correr unos metros. Serían aplastados por las rocas. Apenas
alcanzó a murmurar:
-¡Oh, Señor! -y las rocas cayeron.
-¡Padre!
Los sacerdotes fueron apartados de su sitio como el trigo de la cizaña. El débil
resplandor azul de unas esferas, unos astros fríos que se movieron rápidamente, el eco
de un trueno, y los padres se encontraron de pie en una arista rocosa a cincuenta metros
de distancia del lugar donde habían caído unas cuantas toneladas de piedra.
La luz azul se desvaneció.
Los padres se tomaron por los brazos.
-¿Qué ha ocurrido?
-¡Los fuegos azules nos trajeron aquí!
-¡Hemos venido corriendo!
-No, los globos nos salvaron la vida.
-¡Imposible!
-Pues así ha sido.
El cielo estaba desierto. Parecía como si una enorme campana hubiese dejado de
sonar. Las reverberaciones golpeaban aún los dientes y las médulas de los padres.
-Vámonos de aquí. Usted va a matarnos.
-No he temido a la muerte durante muchos años, padre Stone.
-No hemos probado nada. Esas luces azules huyeron al oír el primer grito. Todo esto
es inútil.
-No. -El padre Peregrine se sentía poseído por una maravillosa obstinación-. Nos
salvaron, de algún modo Eso prueba que tienen alma.
-Eso prueba solamente que pueden habernos salvado Fue algo confuso. Quizá
escapamos por nuestros propios medios.
-No son animales, padre Stone. Los animales no salvan vidas, y menos aún vidas
extrañas. Misericordia y compasión, eso hemos visto. Quizá, mañana, podamos probar
algo más.
-¿Probar qué? ¿Cómo? -El padre Stone sentía una inmensa fatiga. Su rostro
endurecido reflejaba la violencia por la que habían pasado su cuerpo y su mente-.
¿Siguiéndolos en helicópteros, leyéndoles capítulos y versículos? No son seres humanos.
No tienen ojos, ni oídos, ni cuerpos como los nuestros.
-Pero yo he sentido algo ante ellos -replicó el padre Peregrine-. Siento que va a
revelárseme algo muy importante. Nos salvaron. Piensan. Podían elegir: dejarnos morir o
salvarnos. ¡Esto prueba la existencia de un libre albedrío!
El padre Stone estaba ocupado en encender un fuego, mirando las ramitas que tenía
en la mano, tosiendo ante la humareda gris.
-Abriré un convento para ocas, un monasterio para cerdos devotos, y construiré una
microscópica capilla para que los infusorios puedan asistir a los servicios dominicales y
pasen las cuentas del rosario entre sus flagelos.
-Oh, padre Stone.
-Perdóneme. -El padre Stone, enrojecido, parpadeó a través del fuego-. Pero esto es
como bendecir a un cocodrilo que va a devorarnos. Está usted arriesgando todas nuestras
vidas. ¡Deberíamos estar en la Primera Ciudad, sacando el licor de las gargantas de los
hombres y el perfume de las manos!
-¿No puede usted reconocer lo humano en lo inhumano?
-Reconozco más fácilmente lo inhumano en lo humano.
-Pero, ¿y si yo pruebo que estos seres conocen el pecado, conocen la moral, y gozan
de libertad e inteligencia?
-Le costará convencerme.
La noche se enfriaba con rapidez, y los padres miraron las llamas donde bailaban unos
trastornados pensamientos, y comieron unos bizcochos y unas fresas, y luego se
abrigaron para dormir bajo la armonía de los astros. Y antes de volverse por última vez, el
padre Stone, que estaba pensando en cómo molestar al padre Peregrine, miró las brasas
rosadas y dijo:
-No hubo Adán y Eva en Marte. No hubo pecado original. Quizá los marcianos viven en
gracia de Dios. Así que podríamos volver a la ciudad y comenzar a trabajar con los
terrestres.
El padre Peregrine se prometió a sí mismo rezar una oración por el padre Stone, que
se había enojado tanto, y que ahora se estaba mostrando vengativo.
-Sí, padre Stone; pero los marcianos mataron a varios de nuestros colonos. Eso es
pecado. Tiene que haber habido un pecado original y una Eva y un Adán marcianos. Los
descubriremos. Los hombres son siempre hombres, no importa cuál sea su forma, y
pecan fácilmente.
Pero el padre Stone se hacía el dormido.
El padre Peregrine no cerró los ojos.
Indudablemente, no podían mandar a esos marcianos al infierno, ¿podían acaso? ¡Qué
compromiso para sus conciencias! Podían volver a las nuevas ciudades de la colonia,
esas ciudades tan llenas de lugares de perdición, y mujeres con ojos como chispas y
blancos cuerpos de ostra que retozaban en las camas con los trabajadores solitarios. ¿No
era ese el lugar de los padres? ¿No era este paseo por las colinas un mero capricho?
¿Pensaba él realmente en la Iglesia de Dios, o estaba apagando la sed de su esponjosa
curiosidad? ¡Esos fuegos de San Telmo, redondos y azules, como ardían detrás de la
máscara, lo humano detrás de lo inhumano! ¿No se sentiría interiormente orgulloso si
pudiera decirse a sí mismo que había convertido a toda una mesa de billar llena de bolas
de fuego? ¡Qué pecado de orgullo! Merecía una buena penitencia. Pero uno comete
tantos actos de orgullo por amor, y él amaba tanto a Dios y era por eso tan feliz. Y quería
que todos fueran tan felices como él.
Antes de dormirse vio aún el retorno de los fuegos azules, como un vuelo de ángeles
ardientes que venían a velar su sueño cantándole en silencio.
Cuando el padre Peregrine se despertó, en las primeras horas de la mañana, los
sueños redondos y azules estaban todavía en el cielo.
El padre Stone dormía profunda y serenamente. El padre Peregrine observaba a los
marcianos, que flotaban y lo observaban. Eran seres humanos, lo sabía muy bien. Pero
tenía que probarlo, o si no iba a enfrentarse con un obispo de lengua seca y ojos secos
que le diría, bondadosamente, que se hiciera a un lado.
¿Pero cómo probar la humanidad de unos seres que se ocultaban en las altas bóvedas
del cielo? ¿Cómo atraerlos, y obtener de ellos las respuestas necesarias?
-Nos salvaron de esas rocas.
El padre Peregrine se levantó, camino entre las piedras y comenzó a subir por la colina
más cercana hasta una saliente que caía a pico sobre un abismo de cincuenta metros.
Respiraba fatigosamente. Había ascendido con rapidez, y el aire era helado. Se detuvo,
reteniendo el aliento.
-Si caigo desde aquí, no saldré seguramente con vida.
Dejó caer un guijarro. Un momento después se oyó el ruido de la piedra al chocar
contra las rocas. Dejó caer otro guijarro.
-No será suicidio, ¿no es cierto?, si lo hago por amor...
Alzó los ojos hacia las esferas.
-Pero antes, probaré otra vez. ¡Hola! ¡Hola!
Los ecos retumbaron uno sobre otro, pero los fuegos azules no cambiaron ni se
movieron.
Les habló durante cinco minutos. Cuando terminó, miró al padre Stone, allá abajo,
indignantemente dormido.
-Tengo que probarlo todo. -El padre Peregrine se adelantó hacia el borde del precipicio-
. Soy un hombre viejo. No tengo miedo. Seguramente el Señor comprenderá que lo hago
por El..
Tomó aliento. Su vida entera desfiló rápidamente. ¿Moriré dentro de un instante? Temo
amar demasiado la vida. Pero amo aún más otras cosas.
Y con este pensamiento, dio un paso en el vacío y cayó.
-¡Tonto! -se gritó. Daba vueltas en el aire-. ¡Estabas equivocado!
Las rocas subían rápidamente hacia él y se vio a sí mismo aplastado contra ellas y
enviado a la gloria.
-¿Por qué he hecho esto? -Pero sabía por qué. Se tranquilizó. El viento rugía y las
rocas venían a recibirlo.
Y de pronto, un movimiento de estrellas, un resplandor azul, y el padre Peregrine se vio
envuelto en una luz celeste, y suspendido en el aire. Un momento después era
depositado, con un golpe suave, sobre las rocas. Y allí se sentó, vivo, palpándose el
cuerpo, y clavando los ojos en esas luces azules que ya se habían retirado.
-¡Me habéis salvado la vida! -murmuró-. No me dejasteis morir. Sabíais que estaba
equivocado.
Corrió hacia el padre Stone, que dormía aún, tranquilamente.
-¡Padre, padre, despierte! -Lo sacudió, y lo volvió hacia él-. ¡Padre, me han salvado!
-¿Quién lo ha salvado? -El padre Stone parpadeó incorporándose.
El padre Peregrine relató su experiencia.
-Un sueño, una pesadilla. Vamos, duérmase otra vez -dijo el padre Stone. irritado-.
Usted y sus globos de circo.
-¡Pero estaba despierto!
-Vamos, vamos, padre. Cálmese.
-¿No me cree? ¿Tiene un arma? Sí, démela.
-¿Qué va a hacer?
El padre Stone le alcanzó el arma de fuego que habían traído para protegerse de las
serpientes, y otros similares e imprevisibles animales.
El padre Peregrine esgrimió el arma.
-¡Lo probaré!
Apuntó a su propia mano y disparó.
-¡Deténgase!
Se vio una luz temblorosa y ante los propios ojos de los padres la bala se detuvo a
unos centímetros de la palma de la mano. Se quedó allí, un momento, rodeada por una
fosforescencia azul. Luego cayó, hundiéndose en el polvo con un débil silbido.
El padre Peregrine disparó el arma tres veces: contra una mano, una pierna, el cuerpo.
Las tres balas flotaron, brillantes, y luego, como insectos muertos, cayeron a sus pies.
-¿Ha visto? -dijo el padre Peregrine, soltando el arma, que cayó junto a las balas-.
Saben. Comprenden. No son animales. Piensan, juzgan y viven en un clima moral. ¿Qué
animal me hubiese salvado de mí mismo como éste? No, ningún animal. Sólo un hombre,
padre. ¿Cree usted ahora?
El padre Stone miraba el cielo y las luces azules. Luego, en silencio, se dejó caer sobre
una rodilla y recogió las balas tibias y las tuvo un momento en la palma de la mano. Cerró
firmemente los dedos.
El sol se levantaba detrás de los padres.
-Creo que debemos reunirnos con los otros, contarles lo que pasa y traerlos aquí -dijo
el padre Peregrine.
Cuando el sol llegó a lo alto del cielo, ya no estaban muy lejos del cohete.
El padre Peregrine dibujó un círculo en el centro del pizarrón encerado.
-Éste es Cristo, el hijo del Padre.
Los sacerdotes ahogaron un grito. El padre Peregrine se hizo el sordo.
-Este es Cristo en toda su gloria -continuó.
-Parece un problema de geometría -observó el padre Stone.
-Una comparación afortunada, pues se trata aquí de símbolos. Cristo no es menos
Cristo, como deben admitirlo ustedes, porque esté representado por un cuadrado o un
círculo. La cruz ha simbolizado, durante siglos, su amor y su agonía. Ahora este círculo
será el Cristo marciano. Así lo presentaremos en Marte.
Los padres, incómodos, se agitaron en sus asientos y se miraron.
-Usted, hermano Matías, fabricará un globo de vidrio lleno de fuego. Lo instalaremos
sobre el altar.
-Magia barata -murmuró el padre Stone. El padre Peregrine continuó pacientemente:
-Al contrario, les presentaremos a Dios mediante una imagen comprensible. ¿Si Cristo
se hubiese presentado en la Tierra como un pulpo, lo hubiéramos aceptado fácilmente? -
El padre Peregrine abrió las manos-. ¿Fue acaso un truco barato de Dios enviarnos a
Cristo bajo la forma de un hombre? Cuando hayamos bendecido la iglesia, y
consagremos el altar y este símbolo, ¿creéis que Cristo se rehusará a habitar esta forma?
Vuestros corazones saben muy bien que no.
-¡Pero el cuerpo de un animal sin alma! -dijo el padre Matías.
-Ya hemos discutido eso, muchas veces, hermano Matías. Esas criaturas nos salvaron
de las rocas. Comprendieron que la autodestrucción es algo pecaminoso, y la evitaron
una y otra vez. Por lo tanto tenemos que edificar una iglesia en las colinas, vivir junto a
ellos, que descubrir sus modos de pecar, sus extraños modos de pecar, y ayudarles a
encontrar a Dios.
Los padres no parecían complacidos con el proyecto.
-¿Os preocupa su forma? -preguntó el padre Peregrine-. ¿Pero qué es una forma? Sólo
un recipiente para el alma luminosa que Dios nos ha concedido. Si yo mañana
descubriese que los leones marinos son inteligentes y libres, que saben cuándo no deben
pecar, que comprenden el significado de la existencia, y que moderan la justicia con la
misericordia y la vida con el amor, yo levantaría entonces una catedral submarina. Y si los
gorriones fueran dotados, milagrosamente, y por voluntad de Dios, de un alma inmortal,
llenaría una iglesia de helio y los perseguiría por los aires, pues todas las almas,
cualquiera sea su forma, que gocen de libre albedrío y tengan conciencia de sus pecados,
arderán en el infierno si no enderezan su vida. No dejaré por lo tanto que una esfera
marciana arda para siempre en el infierno. Es una esfera sólo ante mis ojos. Cuando
cierro los ojos la veo ante mí como inteligencia, amor, espíritu... y no puedo no hacerle
caso.
-¡Pero ese globo de vidrio que usted desea instalar en el altar! -protestó el padre Stone.
-Pensad en los chinos -replicó el padre Peregrine imperturbable-. ¿Qué clase de Cristo
adoran los cristianos en la China? Un Cristo oriental, naturalmente. Todos habéis visto
escenas de navidad orientales. ¿Cómo está vestido Cristo? Con ropas asiáticas. ¿Por
dónde anda? Entre casas de bambú y montañas de niebla, y árboles torcidos. Las
pestañas son más largas; los huesos de las mejillas, más altos. Cada país, cada raza,
añaden algo suyo a Nuestro Señor. Me acuerdo de la Virgen de Guadalupe, a quien
reverencia todo México. Su piel... ¿Habéis visto el color de su piel? Una piel oscura, igual
a la de sus devotos. ¿Es eso una blasfemia? De ningún modo. No es lógico que los
hombres acepten a Dios -no importa su realidad- de otro color. Me he preguntado muchas
veces por qué nuestros misioneros tienen éxito en África con un Cristo blanco como la
nieve. Quizá porque el blanco es un color sagrado, como el de un albino, para las tribus
africanas. Denles tiempo. ¿Cristo no se oscurecerá? La forma no tiene importancia. El
contenido es todo. No podemos esperar que esos marcianos acepten una forma extraña.
Les presentaremos a Cristo parecido a ellos.
-Hay una falla en su razonamiento, padre -dijo el padre Stone-. ¿No nos creerán
hipócritas, los marcianos? Pronto verán que no adoramos a un Cristo redondo y globular,
sino a un hombre con cabeza y miembros. ¿Cómo justificaremos la diferencia?
-Mostrándoles que no hay ninguna. Cristo ocupa cualquier recipiente. Cuerpos o
globos, allí está él.
Todos adoran lo mismo, bajo formas distintas. Más aún, tenemos que creer en este
globo de fuego. Tenemos que creer en una forma que no tiene, para nosotros, ningún
significado. Este esferoide ser Cristo. Y tenemos que recordar que también nosotros,
como la forma de nuestro Cristo terrestre, somos algo ridículo y absurdo para estos
globos marcianos.
El padre Peregrine dejó a un lado la tiza.
-Y ahora, vayamos a las colinas a edificar nuestra iglesia.
Los padres empaquetaron sus equipos.
La iglesia no era una iglesia, sino una superficie libre de rocas, una plataforma en lo
alto de una colina, de suelo liso y limpio, y un altar en donde el hermano Matías había
instalado un globo de fuego.
Y al cabo de seis días de trabajo la iglesia estaba lista.
-¿Qué haremos con esto? -El padre Stone golpeó con la punta de los dedos la
campana de hierro que habían traído-. ¿Qué significa esta campana para ellos?
-Creo que la he traído para nuestra propia comodidad -admitió el padre Peregrine-.
Necesitamos algunas cosas familiares. Esta iglesia se parece tan poco a una. iglesia. Y
todos sentimos que hay algo de absurdo en todo esto... Yo mismo lo siento así. Es algo
demasiado nuevo. Convertir criaturas de otro mundo. A veces me siento como un actor
ridículo. Y entonces le pido a Dios que me de las fuerzas necesarias.
-Algunos de los padres no se sienten nada contentos. Algunos se ríen de todo esto,
padre Peregrine.
-Ya lo sé. Para tranquilidad de esos padres instalaremos esta campana, en una
torrecita.
-¿Y qué haremos con el órgano?
-Lo tocaremos mañana, en el primer servicio.
-Pero, los marcianos...
-Ya lo sé. Pero vuelvo a repetírselo. Para nuestra propia comodidad, nuestra propia
música. Más tarde descubriremos la música marciana.
Los padres se levantaron muy temprano en la mañana de domingo, y se movieron en el
aire helado como pálidos fantasmas, con las sotanas cubiertas de escarcha crujiente.
Estaban como adornados de campanillas, y esparcían a su alrededor unas gotas
plateadas.
-Me pregunto si hoy es domingo en Marte -murmuró el padre Stone, pero al ver el gesto
del padre Peregrine continuo-: Puede ser miércoles o jueves, ¿quién sabe? Pero no
importa. Dejemos correr la imaginación. Es domingo para nosotros. Adelante.
Los padres entraron en la plataforma de la «iglesia» y se arrodillaron, estremeciéndose,
con los labios morados.
El padre Peregrine pronunció una breve oración, y puso los fríos dedos sobre las teclas
del órgano. La música se alzó como un vuelo de hermosos pájaros. El padre Peregrine
tocaba las teclas como un hombre que mueve las manos entre las hierbas de un jardín
salvaje, levantando grandes bandadas de belleza hacia las colinas.
La música calmó el aire. Se sentía el olor fresco de la mañana. La música flotó entre
las colinas e hizo caer una lluvia de polvo mineral. Los padres esperaban.
-Bueno, padre Peregrine. -El padre Stone recorrió con los ojos el cielo vacío donde el
sol, rojizo como un horno, se estaba levantando-. No veo a sus amigos -Probaré otra vez.
El padre Peregrine tenía el rostro cubierto de sudor. Construyó una iglesia de música,
tan alta que su presbiterio se alzaba en Nínive y sus agujas junto a la izquierda de San
Pedro. Cuando el padre Peregrine dejó de tocar, la música no se deshizo. Se convirtió en
un grupo de nubes blancas, y el viento las llevó hacia otras tierras.
El cielo estaba todavía vacío.
-¡Tienen que venir! -Pero el padre Peregrine sintió que el terror lo invadía, lentamente-.
Recemos.
Pidamos que vengan. Los marcianos saben leer el pensamiento.
Los padres volvieron a arrodillarse, entre murmullos y suspiros. Rezaron.
Y del este, de las montañas de hielo, a las siete en punto de aquella mañana de
domingo, quizá mañana de jueves o de lunes en Marte, surgieron los delicados globos de
fuego. Flotaron suavemente y descendieron hasta rodear a los padres temblorosos.
-Gracias, oh, gracias, Señor.
El padre Peregrine cerró con fuerza los ojos y tocó la música, y cuando terminó, volvió
la cabeza y miró a sus asombrosos feligreses.
Y una voz le rozó la mente. Dijo la voz:
-Hemos venido sólo por un rato.
-Pueden quedarse -dijo el padre Peregrine.
-Sólo por un rato -dijo la voz serenamente-. Hemos venido a deciros algo. Podíamos
haber hablado antes. Pero creímos que si os dejábamos solos seguiríais quizá vuestro
camino.
El padre Peregrine comenzó a hablar, pero la voz lo detuvo.
-Somos los viejos -dijo la voz, y las palabras entraron en el padre Peregrine como una
llamarada de gases azules que ardieron en las cámaras de su cabeza-. Somos los viejos
marcianos. Dejamos las ciudades de mármol y vinimos a las colinas, alejándonos de
nuestra antigua vida material. Nos convertimos, hace mucho tiempo, en esto que somos
ahora. Una vez fuimos hombres, con cuerpos y piernas y brazos como los vuestros. Dice
la leyenda que uno de nosotros, un hombre sabio, descubrió el modo de liberar el alma y
la mente del hombre, de liberarlos de las enfermedades corporales, la melancolía, la
muerte, las transfiguraciones, los malos humores y la vejez, y entonces tomamos esta
forma de luz y fuego azul, y comenzamos a vivir, para siempre, en el viento, el cielo y las
colinas, ya nunca orgullosos ni arrogantes, ni ricos ni pobres, ni apasionados ni fríos.
Vivimos apartados de los hombres que habitan este mundo. Nadie recuerda cómo ha
podido ocurrir. El método ha sido olvidado. Pero no morimos nunca, ni hacemos daño a
nadie. Hemos dejado los pecados del cuerpo, y vivimos en estado de gracia. No
deseamos los bienes ajenos; no tenemos bienes. No robamos y no matamos,
desconocemos la concupiscencia y el odio. Vivimos felices. No podemos reproducirnos,
no podemos beber, ni comer, ni guerrear. Cuando abandonamos nuestros cuerpos,
abandonamos también las sensualidades y las debilidades de la carne. Nos hemos
librado del pecado, padre Peregrine. Nuestros pecados han ardido como hojas de otoño,
se han desvanecido como las flores sexuales de una primavera roja y amarilla, han
quedado atrás como las noches sofocantes del más cálido verano. Y nuestra estación es
templada, y en nuestro clima florecen los pensamientos.
El padre Peregrine se había incorporado, pues la voz lo tocaba de tal modo que se
sentía casi fuera de sí. Era un éxtasis y una llama que le atravesaban el cuerpo.
-Deseamos deciros que apreciamos que hayáis construido este edificio para nosotros,
pero no nos hace falta, pues cada uno de nosotros es un templo en sí mismo, y no
necesita lugar alguno para purificarse. Perdonadnos que no hayamos venido antes, pero
vivimos muy apartados los unos de los otros, y no hemos hablado con nadie durante diez
mil años, ni hemos intervenido en la vida de este viejo planeta. Se os ha ocurrido ahora
que somos como los lirios del campo: no trabajamos, no hilamos. Tenéis razón. Os
sugerimos por lo tanto que llevéis este templo a las nuevas ciudades y allí limpiéis a otros
hombres. Pues creedlo, nosotros vivimos felices, y en paz.
Los padres seguían arrodillados, envueltos en aquella vasta luz azul, y el padre
Peregrine se había arrodillado también, y todos lloraban. No les importaba haber perdido
el tiempo. No les importaba.
Las esferas azules murmuraron y comenzaron a elevarse otra vez, en una ráfaga de
aire fresco.
-Puedo... -gritó el padre Peregrine, titubeando, y con los ojos cerrados-, ¿puedo venir
otra vez, algún día, a aprender de vosotros?
Los fuegos azules resplandecieron. El aire se estremeció.
Sí. Algún día podría volver. Algún día.
Y en seguida los globos de fuego se alejaron y desaparecieron, y el padre Peregrine
era un niño arrodillado, con los ojos llenos de lágrimas, que gritaba:
-¡Vuelvan! ¡Vuelvan! -Y en cualquier momento el abuelo lo alzaría en brazos y lo
llevaría escaleras arriba, a aquel dormitorio de un antiguo pueblo de Ohio...
Los padres abandonaron las colinas. Caía el sol. El padre Peregrine volvió la cabeza y
vio los fuegos azules que ardían a lo lejos. No, pensó, no podemos levantar una iglesia
para vosotros. Sois la belleza misma. ¿Qué iglesia puede competir con el fuego de un
alma pura?
El padre Stone caminaba en silencio a su lado, y dijo al fin:
-Yo creo que hay una verdad en todos los mundos. Y todas ellas son partes de una
misma verdad. Un día todas se unirán como trozos de un gran rompecabezas. Ha sido
una verdadera experiencia, padre Peregrine. Nunca volveré a tener más dudas. Pues esta
verdad es tan cierta como la verdad de la Tierra, y ambas concuerdan entre sí. Iremos a
otros mundos, y sumaremos las distintas fracciones de la verdad hasta que el total se alce
ante nosotros como la luz de un nuevo día.
-Es mucho decir viniendo de usted, padre Stone.
-Lamento, en cierto modo, que descendamos a la ciudad, para ocuparnos de seres de
nuestra propia especie. Esas luces azules. Cuando se posaron alrededor de nosotros, y
esa voz.
El padre Stone se estremeció.
El padre Peregrine lo tomó de un brazo. Caminaron juntos.
-Y sabe usted -dijo el padre Stone finalmente, con la vista fija en el hermano Matías
que marchaba ante ellos, llevando cuidadosamente en los brazos aquella esfera de vidrio
donde una fosforescencia azul brillaba para siempre-, sabe usted, padre Peregrine, ese
globo...
-¿Sí?
-Es Él. Es Él, al fin y al cabo.
El padre Peregrine sonrió y juntos descendieron por las colinas, hacia la nueva ciudad.
LA ÚLTIMA NOCHE DEL MUNDO
-¿Qué harías si supieras que ésta es la última noche del mundo?
-¿Qué haría? ¿Lo dices en serio?
-Sí, en serio.
-No sé, no lo he pensado.
El hombre se sirvió un poco más de café. En el fondo del vestíbulo las niñas jugaban
sobre la alfombra con unos cubos de madera, bajo la luz de las lámparas verdes. En el
aire de la tarde había un suave y limpio olor a café torrado.
-Bueno, será mejor que empieces a pensarlo.
-¡No lo dirás en serio!
El hombre asintió.
-¿Una guerra?
El hombre sacudió la cabeza.
-No.
-¿La bomba atómica o la bomba de hidrógeno?
-No.
-¿Una guerra bacteriológica?
-Nada de eso -dijo el hombre, revolviendo suavemente el café-. Sólo, digamos, un libro
que se cierra.
-Me parece que no entiendo.
-No. Y yo tampoco, realmente. Sólo es un presentimiento. A veces me asusta. A veces
no siento ningún miedo, y sólo una cierta paz. -Miró a las niñas y los caballos amarillos
que brillaban a la luz de la lámpara-. No te lo he dicho. Ocurrió por primera vez hace
cuatro noches.
-¿Qué?
-Un sueño. Soñé que todo iba a terminar. Me lo decía una voz. Una voz irreconocible,
pero una voz de todos modos. Y me decía que todo iba a detenerse en la Tierra. No
pensé mucho en ese sueño al día siguiente, pero fui a la oficina y a media tarde sorprendí
a Stan Willis mirando por la ventana, y le pregunté: ¿Qué piensas, Stan?, y él me dijo:
Tuve un sueño anoche. Antes que me lo contara yo ya sabía qué sueño era ése. Podía
habérselo dicho. Pero dejé que me lo contara.
-¿Era el mismo sueño?
-Idéntico. Le dije a Stan que yo había soñado lo mismo. No pareció sorprenderse. Al
contrario, se tranquilizó. Luego nos pusimos a pasear por la oficina, sin darnos cuenta. No
concertamos nada. Nos pusimos a caminar, simplemente, cada uno por su lado, y en
todas partes vimos gentes con los ojos clavados en los escritorios, o que se observaban
las manos, o que miraban la calle. Hablé con algunos. Stan hizo lo mismo.
-¿Y todos habían soñado?
-Todos. El mismo sueño, exactamente.
-¿Crees que será cierto?
-Sí, nunca estuve más seguro.
-¿Y cuando terminará? El mundo, quiero decir.
-Para nosotros, en cierto momento de la noche. Y a medida que la noche vaya
moviéndose alrededor del mundo, llegará el fin. Tardará veinticuatro horas.
Durante unos instantes no tocaron el café. Luego levantaron lentamente las tazas y
bebieron mirándose a los ojos
-¿Merecemos esto?- preguntó la mujer.
-No se trata de merecerlo o no. Es así, simplemente. Tú misma no has tratado de
negarlo. ¿Por qué?
-Creo tener una razón.
-¿La que tenían todos en la oficina?
La mujer asintió.
-No quise decirte nada. Fue anoche. Y hoy las vecinas hablaban de eso entre ellas.
Todas soñaron lo mismo. Pensé que era sólo una coincidencia. -La mujer levantó de la
mesa el diario de la tarde-. Los periódicos no dicen nada.
-Todo el mundo lo sabe. No es necesario. -El hombre se reclinó en su silla, mirándola.-
¿Tienes miedo?
-No. Siempre pensé que tendría mucho miedo, pero no.
-¿Dónde está ese instinto de autoconservación del que tanto se habla?
-No lo sé. Nadie se excita demasiado cuando todo es lógico. Y esto es lógico. De
acuerdo con nuestras vidas, no podía pasar otra cosa.
-No hemos sido tan malos ¿no es cierto?
-No, pero tampoco demasiado buenos. Me parece que es eso. No hemos sido casi
nada, excepto nosotros mismos, mientras que casi todos los demás han sido muchas
cosas, muchas cosas abominables.
En el vestíbulo las niñas se reían.
-Siempre pensé que cuando esto ocurriera la gente se pondría a gritar en las calles.
-Pues no. La gente no grita ante la realidad de las cosas.
-¿Sabes? Te perderé a ti y a las chicas. Nunca me gustó la ciudad, ni mi trabajo, ni
nada, excepto vosotras tres. No me faltará nada más. Salvo, quizá, los cambios de
tiempo, y un vaso de agua helada cuando hace calor, y el sueño. ¿Cómo podemos estar
aquí, sentados, hablando de este modo?
-No se puede hacer otra cosa.
-Claro, eso es; pues si no estaríamos haciéndolo. Me imagino que hoy, por primera vez
en la historia del mundo, todos saben qué van a hacer de noche.
-Me pregunto, sin embargo, qué harán los otros, esta tarde, y durante las próximas
horas.
-Ir al teatro, escuchar la radio, mirar la televisión, jugar a las cartas, acostar a los niños,
acostarse. Como siempre.
-En cierto modo, podemos estar orgullosos de eso... como siempre.
El hombre permaneció inmóvil durante un rato, y al fin se sirvió otro café.
-¿Por qué crees que será esta noche?
-Porque sí.
-¿Por qué no alguna noche del siglo pasado o de hace cinco siglos o diez?
-Quizá porque nunca fue 19 de octubre de 1969 y ahora sí. Quizá porque esa fecha
significa más que ninguna otra. Quizá porque este año las cosas son como son, en todo el
mundo, y por eso es el fin.
-Hay bombarderos que esta noche estarán cumpliendo su vuelo de ida y vuelta a través
del océano, y que nunca llegarán a tierra.
-Eso también lo explica, en parte.
-Bueno -dijo el hombre incorporándose-, ¿qué haremos ahora? ¿Lavamos los platos?
Lavaron los platos y los apilaron con un cuidado especial. A las ocho y media acostaron
a las niñas y les dieron el beso de buenas noches y apagaron las luces del cuarto y
entornaron la puerta.
-No sé... -dijo el marido al salir del dormitorio, mirando hacia atrás, con la pipa entre los
labios.
-¿Qué?
-¿Cerraremos la puerta del todo, o la dejaremos así, entornada, para que entre un poco
de luz?
-¿Lo sabrán también las chicas?
-No, naturalmente que no.
El hombre y la mujer se sentaron y leyeron los periódicos y hablaron y escucharon un
poco de música, y luego observaron, juntos, las brasas de la chimenea mientras el reloj
daba las diez y media y las once y las once y media.
Pensaron en las otras gentes del mundo, que también habían pasado la velada, cada
uno a su modo.
-Bueno -dijo el hombre al fin.
Besó a su mujer durante un rato.
-Nos hemos llevado bien, después de todo- dijo la mujer.
-¿Tienes ganas de llorar? -le preguntó el hombre.
-Creo que no.
Recorrieron la casa y apagaron las luces y entraron en el dormitorio. Se desvistieron en
la fresca oscuridad de la noche, y retiraron las colchas.
-Las sábanas son tan limpias y frescas...
-Estoy cansada.
-Todos estamos cansados.
Se metieron en la cama.
-Un momento -dijo la mujer.
El hombre oyó que su mujer se levantaba y entraba en la cocina. Un momento después
estaba de vuelta.
-Me había olvidado de cerrar los grifos.
Había ahí algo tan cómico que el hombre tuvo que reírse.
La mujer también se rió. Sí, lo que había hecho era cómico de veras. Al fin dejaron de
reírse, y se tendieron inmóviles en el fresco lecho nocturno, tomados de la mano y con las
cabezas muy juntas.
-Buenas noches -dijo el hombre después de un rato.
- Buenas noches -dijo la mujer.
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