LA CIUDAD
La ciudad esperaba desde hacía veinte mil años. El planeta se movió en el espacio, y
las flores del campo crecieron y cayeron, y la ciudad todavía esperaba. Y los ríos del
planeta crecieron y se secaron y se convirtieron en polvo, y la ciudad todavía esperaba.
Los vientos, que habían sido impetuosos y jóvenes, se hicieron serenos y viejos, y las
nubes del cielo, ayer desgarradas y rotas, flotaron libremente en una perezosa blancura.
Y la ciudad todavía esperaba.
La ciudad esperaba con sus vidrios y sus negras paredes de obsidiana, y sus altas
torres y sus desnudas torrecillas, con sus calles desiertas y sus limpios pestillos, sin
papeles ni huellas digitales. La ciudad esperaba y el planeta daba vueltas en el espacio
alrededor de un sol blanco y azul, y las estaciones pasaban del hielo al fuego, y otra vez
al hielo, y los campos verdes se convertían en prados amarillos.
Y en la mitad del año veinte mil la ciudad dejó de esperar.
Un cohete apareció en el cielo.
El cohete pasó rugiendo sobre la ciudad, giró, volvió, y fue a posarse entre los guijarros
del campo, a treinta metros de las paredes oscuras.
Unas botas aplastaron las hierbas delgadas, y unos hombres hablaron, desde el interior
del cohete, con los hombres que estaban afuera.
-¿Listos?
-Muy bien. En marcha hacia la ciudad. Jensen, usted y la patrulla de Hutchinson vayan
adelante. Y tengan cuidado.
En las negras paredes se abrieron las narices ocultas, y una tromba de aire,
uniformemente aspirada, entró en lo más profundo del cuerpo de la ciudad, por los
canales, los filtros y los recolectores de polvo, hasta unas delgadas, sensibles y
temblorosas membranas y bobinas, plateadas y brillantes. Una y otra vez se repitieron las
inmensas succiones; una y otra vez unos cálidos vientos llevaron los olores del prado a la
ciudad.
El olor del fuego, el olor de un meteoro, el olor del metal caliente. Una nave ha llegado
de otro mundo. El olor del cobre, el seco olor de la pólvora quemada, y los azufres de la
nave.
La información, impresa en unas bandas, pasó por unas ranuras, y unas ruedas
amarillas la llevaron a otros aparatos.
Clic-chac-chac-chac.
Una máquina de calcular batió como un metrónomo: cinco, seis, siete, ocho, nueve.
¡Nueve hombres! Una instantánea máquina de escribir imprimió el mensaje en una hoja,
que desapareció rápidamente entre dos rodillos.
Clic-clic-chac-chac.
La ciudad esperó las blandas pisadas de las botas de goma.
Las narices de la ciudad volvieron a abrirse.
El olor de la manteca. Sobre la ciudad, desde los hombres acechantes, el aura que
flotaba hacia la enorme nariz se descompuso en recuerdos de leche, queso, crema,
manteca, efluvios de una economía lechera.
Clic-clic.
-¡Cuidado, hombres!
-Jones, tenga su arma preparada. ¡No sea insensato!
-La ciudad está muerta, ¿para qué preocuparse?
-No se puede saber.
Ahora, ante la charla, las Orejas despertaron. Después de haber escuchado durante
siglos unos débiles vientos, después de haber oído cómo brotaban las hojas en los
árboles, y cómo crecía suavemente la hierba en el tiempo en que se fundían las nieves,
las Orejas se aceitaron a sí mismas y estiraron unos enormes parches de tambor, donde
los corazones invasores batirían y golpearían delicadamente como temblorosas alas de
murciélago. Las Orejas escucharon y la Nariz aspiró varios metros cúbicos de olores. Los
hombres sudaron asustados. Se les mojaron las manos que sostenían las armas, y unas
islas de humedad nacieron en las axilas.
La Nariz se movió y estudió el aire, como un catador que probase un viejo vino.
Chic-chic-chac-clic.
La información descendió girando en unas cintas paralelas. Sudor: cloruros, tanto y
tanto por ciento; sulfatos, tanto y tanto; ácido úrico, nitratos amoniacales, tanto; creatinina,
azúcar, ácido láctico, ¡ya está! Sonaron las campanas. Aparecieron los totales. La Nariz
expelió el aire analizado. Las Orejas escucharon de nuevo:
-Creo que deberíamos volver al cohete, capitán.
-Soy yo quien da las órdenes, señor Smith.
-Sí, señor.
-¡Eh! ¡La patrulla! ¿Ven ustedes algo?
-Nada, señor. ¡Parece que estuviese muerta desde hace siglos!
-¿Ha oído, Smith? No hay nada que temer.
-No me gusta. No sé por qué. ¿No tiene la sensación de haber visto ya todo esto? Esta
ciudad es demasiado familiar.
-Tonterías. Este sistema planetario está a billones de kilómetros de la Tierra. No hemos
estado nunca aquí. Imposible. El único cohete interestelar que existe es el nuestro.
-Yo sin embargo lo siento así, señor. Creo que deberíamos irnos.
El ruido de los pasos cesó de pronto. Sólo se oía la respiración de los intrusos en el
aire tranquilo.
La Oreja oyó y funcionó rápidamente. Los rotores giraron, los líquidos corrieron como
arroyitos resplandecientes entre destiladores y válvulas. Una fórmula, y luego una mezcla.
Momentos después, respondiendo a las solicitaciones de la Oreja y la Nariz, unas frescas
nubes de vapor salieron por las aberturas de los muros y llegaron hasta los invasores.
-¿Huele eso, Smith? Ah, hierba verde. ¿Conocen algo mejor? Por Dios, me quedaría
aquí sólo para respirar ese aroma.
La clorofila invisible voló entre los hombres inmóviles.
-¡Ah!
Los pasos resonaron otra vez.
-No hay nada malo en eso, ¿eh, Smith? ¡Adelante!
La Oreja y la Nariz descansaron aliviadas durante una billonésima fracción de segundo.
La contramaniobra había tenido éxito. Los peones de ajedrez continuaron su marcha.
Ahora los nublados Ojos de la ciudad se despojaron de sus nieblas y sus brumas.
-¡Capitán, las ventanas!
-¿Qué?
-Las ventanas de ese edificio. ¡Ese! ¡Se movieron!
-No vi nada.
-Sí. Cambiaron de color. Antes eran oscuras. Son claras ahora.
-A mí me parecen unas ventanas comunes.
Los objetos borrosos adquirieron una forma precisa. En las entrañas mecánicas de la
ciudad, unos ejes aceitados se adelantaron como émbolos, unas ruedas volantes se
zambulleron en unos pozos de aceite verde. Los marcos de las ventanas se ajustaron.
Los vidrios resplandecieron.
Abajo, por la calle, pasaban dos hombres, seguidos a cierta distancia por los otros siete
miembros de la patrulla. Los uniformes eran blancos; los rostros, rojos como si alguien los
hubiese abofeteado; los ojos, azules. Caminaban tiesamente con sus extremidades
posteriores, y esgrimían unas armas metálicas. Calzaban botas. Eran del sexo masculino.
Tenían ojos, bocas, narices y orejas.
Las ventanas se estremecieron, se aclararon, se dilataron apenas como los iris de
innumerables ojos.
-¡Fíjese, capitán, las ventanas!
-Siga adelante.
-Yo me vuelvo, señor.
-¿Cómo?
-Me vuelvo al cohete.
-¡Smith!
-¡No quiero caer en una trampa!
-¿Tiene miedo de una ciudad desierta?
Los otros se rieron, incómodos.
-Sí, sí ¡ríanse!
La calle estaba empedrada. Las piedras tenían ocho centímetros de ancho por
dieciséis centímetros de largo. Con un movimiento imperceptible, la calle cedió. Estaba
pesando a los invasores.
En la máquina instalada en un sótano una aguja roja señaló en una escala: 79 kilos...
94, 69, 90, 88... y el registro del peso de los hombres descendió por unos carreteles hasta
unas sombras vecinas.
Ahora la ciudad estaba totalmente despierta.
Ahora los ventiladores aspiraban y expiraban el aire, el olor a tabaco de las bocas de
los invasores, el perfume jabonoso y verde de las manos. Hasta los globos oculares
tenían un leve olor. La ciudad registró esos olores, y los sumó, y obtuvo un total que se
unió a los otros totales. Las ventanas brillaron. La Oreja se endureció y estiró más y más
su piel de tambor. Todos los sentidos de la ciudad hormigueaban ahora como ante la
caída de una nieve invisible; contaban las respiraciones y los sordos latidos de los
corazones ocultos, escuchaban, observaban, gustaban.
Pues las calles eran como lenguas, y allí donde pisaron los hombres el gusto dc las
botas fue absorbido por los poros de las piedras. Y unos papeles de tornasol registraron
ese gusto. Ese total químico, tan sutilmente recogido, se añadió a las sumas que crecían
y esperaban el cálculo final entre las ruedas giratorias y los pistones susurrantes.
Pasos. Alguien que corre.
-¡Vuelva acá, Smith!
-¡No, váyanse al diablo!
-Deténganlo!
Pasos que se apresuran.
Un último examen: la ciudad, después de haber escuchado, observado, gustado.
sentido, pesado y comparado, tenía que realizar un último examen.
En medio de la calle se abrió una trampa. El capitán, lejos de los otros, que corrían
detrás de Smith, desapareció.
Colgado de los pies, el capitán murió en seguida. Una navaja le abrió la garganta, otra
el pecho. Le vaciaron con rapidez las entrañas, y las expusieron sobre una mesa, bajo la
calle, en un cuarto secreto. Unos grandes microscopios de cristal examinaron
atentamente las rojas fibras de los músculos. Unos dedos sin cuerpo tocaron el corazón
palpitante. Unas pinzas sujetaron a la mesa los jirones de la piel, mientras unas manos
veloces movían las distintas partes del cuerpo como un hábil jugador de ajedrez que
desplaza rápidamente sus peones rojos, sus piezas rojas. Allá arriba, en la calle, los
hombres corrían. Smith corría, los hombres gritaban. Smith gritaba, y abajo, en este
cuarto curioso, la sangre llenaba unas cápsulas, y agitada y batida cubría las delgadas
platinas de los microscopios. Se sacaban cuentas, se registraban las temperaturas, se
cortaba el corazón en diecisiete secciones, se abrían con presteza los riñones y el hígado.
Del cráneo trepanado salía el cerebro; los nervios se estiraban como los alambres de un
conmutador; se probaba la elasticidad de los músculos. Y en el subterráneo eléctrico, la
Mente, al fin, sacaba el total definitivo, y toda la maquinaria hacía un alto monstruoso y
momentáneo.
El total.
Estos son hombres. Estos son hombres de un mundo lejano, de un cierto planeta.
Tienen ciertos ojos, ciertas narices, y caminan erguidos de cierto modo, y llevan armas, y
piensan, y luchan, y tienen esos corazones y esos órganos que fueron registrados hace
ya mucho tiempo.
Arriba, los hombres corrían, alejándose hacia el cohete.
Smith corría.
El total.
Estos son nuestros enemigos. Estos son los que esperamos desde hace tanto tiempo.
Estos son los hombres de los que queremos vengarnos. El total es definitivo. Estos son
los hombres de un planeta llamado Tierra, que hace veinte mil años declaró la guerra a
Taollan, que nos esclavizó y nos arruinó y nos destruyó con una peste mortífera. Luego se
fueron a vivir a otra galaxia, escapando a esa muerte que habían diseminado entre
nosotros. Olvidaron aquella guerra, aquellos días, Nos olvidaron. Pero nosotros no
olvidamos. Estos son nuestros enemigos. Es indudable. Ha terminado nuestra espera.
-¡Smith, vuelve!
Rápido. Sobre la mesa roja, en el cuerpo abierto y vacío del capitán, otras manos
empezaron a agitarse. Colocaron en ese húmedo interior unos órganos de cobre, plata,
aluminio, goma y seda; unas arañas mecánicas tejieron bajo la piel una tela de oro; se
añadió un corazón; en la caja craneana pusieron un cerebro de platino que zumbaba y
emitía unas chipas azules; unos finos alambres unieron el cerebro con brazos y piernas.
En sólo un instante otras manos cosieron el cuerpo y borraron las incisiones y las
cicatrices de la nuca, la garganta y el cráneo. Todo era perfecto, nuevo, reciente.
El capitán se sentó y flexionó los brazos.
-¡No corras, Smith!
El capitán reapareció en la calle, alzó el revólver e hizo fuego.
Smith cayó con una bala en el corazón.
Los otros hombres se dieron vuelta.
El capitán se acercó de prisa.
-¡Ese imbécil! ¡Tener miedo de una ciudad!
Los hombres miraron el cuerpo de Smith tendido a sus pies.
Luego miraron al capitán con unos ojos que se abrían y se cerraban.
-Escúchenme -dijo el capitán-. Tengo que decirles algo muy importante.
Ahora la ciudad, que había pesado y gustado y olido a los hombres, que había utilizado
todos sus poderes, menos uno, se preparó para mostrar el último, el poder del lenguaje.
No habló con la rabia y el odio de las torres y las paredes macizas, ni con el peso de las
calles de piedra y las fortalezas repletas de máquinas. Habló con la voz tranquila de un
ser humano.
-Ya no soy vuestro capitán. Ya no soy un hombre.
Los hombres retrocedieron.
-Soy la ciudad -dijo la voz. En el rostro apareció una sonrisa-. He esperado doscientos
siglos. He esperado a que los hijos de los hijos de los hijos volvieran aquí.
-¡Capitán, señor!
-Permítanme un momento. ¿Quién me ha creado? La ciudad. Unos hombres que
murieron; la vieja raza que una vez vivió aquí. La gente que los terrestres dejaron morir de
un mal espantoso, una lepra incurable. Y los seres de esa vieja raza, soñando con la
vuelta de los hombres construyeron esta ciudad. El nombre de esta ciudad ha sido y es
Venganza, en el planeta de las Sombras, a orillas del mar de los Siglos, al pie de la
montaña de la Muerte. Todo muy poético. Esta ciudad iba a ser una balanza, un papel de
tornasol, una antena que examinaría a todos los futuros viajeros del espacio. En veinte mil
años sólo dos cohetes descendieron aquí. Uno venía de una galaxia remota llamada Ennt.
La ciudad pesó y examinó a los ocupantes de aquel cohete y los dejó ir, sin un solo
rasguño. Hizo lo mismo con los tripulantes del segundo cohete.¡Pero hoy! ¡Al fin habéis
llegado! La venganza será total. Aquellos hombres murieron hace doscientos siglos, pero
dejaron una ciudad para daros la bienvenida.
-Capitán, señor, usted no se siente bien. Será mejor que vuelva al cohete, señor.
La ciudad se estremeció.
Las piedras de la calle se apartaron y los hombres cayeron gritando. Y vieron, mientras
caían, unas brillantes navajas que se apresuraban a recibirlos.
Pasaron algunos minutos. Luego el llamado.
-¿Smith?
-¡Presente!
-¿Jensen?
-¡Presente!
-¿Jones, Hutchinson, Springer?
-¡Presente, presente, presente!
-Volvemos a la Tierra en seguida.
-¡Sí, señor!
Las incisiones de los cuellos eran invisibles; lo mismo los ocultos corazones de cobre,
los órganos de plata y los alambres de los nervios dorados y finos. Las cabezas emitían
un leve zumbido eléctrico.
-¡Rápido!
Nueve hombres introdujeron en el cohete las bombas de gérmenes patógenos.
-Arrojaremos estas bombas sobre la Tierra.
-¡Muy bien, señor!
La portezuela del cohete se cerró de golpe. El cohete saltó hacia el cielo.
El estruendo de las turbinas comenzó a alejarse. La ciudad descansaba rodeada por
los prados del estío. Los ojos de vidrio se apagaron. La Oreja se cerró; los grandes
ventiladores de la Nariz dejaron de girar; las balanzas de las calles se detuvieron, y la
maquinaria oculta volvió a hundirse en su baño de aceite.
El cohete se perdió en el cielo.
Lentamente, apaciblemente, la ciudad disfrutó del placer de morir.
LA HORA CERO
¡Oh, era maravilloso! ¡Qué juego! Nunca se habían divertido tanto. Los niños salían
como disparados por una catapulta a través de los verdes jardines, gritándose unos a
otros, tomados de la mano, corriendo en círculos, subiéndose a los árboles, riendo a
carcajadas. Sobre ellos volaban los cohetes y los autos-escarabajos susurraban en las
calles. Pero los niños seguían jugando. Cuánta diversión, cuánta desbordante alegría,
cuántos saltos y chillidos.
Mink entró corriendo en la casa, cubierta de polvo y sudor. Era, para sus siete años,
alta, fuerte y decidida. Su madre, la señora Morris, apenas podía seguirla con los ojos
mientras la niña abría violentamente los cajones y metía cacerolas y herramientas dentro
de un saco.
-Cielos, Mink, ¿qué ocurre?
-¡El juego más maravilloso del mundo! -jadeó Mink, con el rostro enrojecido.
-Para un momento. Te va a hacer daño -le dijo su madre.
-No. Estoy bien -dijo Mink-. ¿Puedo llevarme esas cosas, mamá?
-Pero no las estropees -dijo la señora Morris.
-¡Gracias, gracias! -gritó Mink y ¡pum! ya se había ido, como un cohete.
La señora Morris siguió con los ojos a la niña.
-¿Cómo se llama ese juego?
-¡La invasión! -gritó Mink, y dio un portazo.
Los niños salían de todas las casas con cuchillos y cucharas y atizadores. Aquellos que
tenían diez años o más despreciaban el asunto y se paseaban desdeñosamente
encaramados en zancos o se divertían con una dignificada versión personal del juego del
escondite.
Mientras tanto los padres iban y venían en sus escarabajos de cromo. Los obreros
venían a arreglar los tubos neumáticos, a componer los aparatos de televisión de
borrosas pantallas, o a martillar sobre las recalcitrantes máquinas de comida. La
civilización adulta pasaba y volvía a pasar junto a los ocupados niños, celosa de esa feroz
energía infantil, tolerantemente divertida, y deseosa de unirse a ellos.
-Esto y esto y esto -decía Mink, instruyendo a los otros y repartiéndoles tenedores y
tenazas-. Hagan esto y traigan aquello. No, tonto, ¡aquí! Eso es. Ahora sepárense.-Mink
apoyaba la lengua en los dientes, arrugando pensativamente la cara-. Así. ¿Ven?
-¡Sí! -gritaban los chicos.
Joseph Connors, de doce años, se acercó corriendo.
-Vete -le dijo Mink, mirándolo.
-Quiero jugar -dijo Joseph.
-No puedes -dijo Mink.
-¿Por qué?
-Te ríes de nosotros.
-No. De veras, no me reiré.
-No. Te conocemos. Vete o te echamos de aquí a empujones.
Otro niño de doce años se acercó en sus patines de motor.
-¡Eh, Joe! ¡Vamos! ¡No juegues con las mujeres!
Joseph titubeó, pensativo.
-Yo quiero jugar.
-Eres grande -dijo Mink con firmeza.
-No tan grande -dijo Joe reflexivamente.
-Te vas a reír y estropearás la invasión.
El muchacho de los patines de motor resopló.
-¡Vamos, Joe! ¡Siempre con sus cuentos de hadas! ¡Son unas tontas!
Joseph se alejó lentamente, sin dejar de mirar hacia atrás, hasta llegar a la esquina.
Mink volvió a su tarea. Estaba construyendo, con sus utensilios, una especie de
aparato. Otra niña, provista de lápiz y papel, tomaba notas, lenta y trabajosamente. Sus
voces se elevaban y descendían bajo la cálida luz del sol.
Alrededor de los niños murmuraba la ciudad. En las calles se alineaban unos árboles
verdes, rectos, pacíficos. Sólo el viento alteraba la calma de las casas, el país, el
continente. En otro millar de ciudades había árboles y niños y calles y hombres de
negocios que dictaban sus cartas en tranquilas oficinas o que miraban las pantallas de
televisión. Los cohetes revoloteaban, como agujas de zurcir, por el cielo azul. Era la
universal y tranquila quietud de los hombres acostumbrados a la paz, totalmente seguros
de que nada volvería a turbarla. Todos los hombres de la Tierra, tomados del brazo,
formaban un frente unido. Las armas perfectas habían sido equitativamente repartidas
entre todas las naciones. Se había establecido una situación de increíble y hermoso
equilibrio. No había traidores, ni desgraciados, ni descontentos. El mundo se alzaba sobre
bases firmes. La luz del sol iluminaba la mitad del planeta, y los árboles se adormecían
acunados por una marea de aire cálido.
La madre de Mink, desde una ventana del primer piso, paseó los ojos por el jardín.
Los niños. Los miró un rato y sacudió la cabeza. Bueno, comían bien, dormían bien, y
el lunes volverían al colegio. Dios bendiga sus vigorosos cuerpecitos.
La mujer escuchó.
Mink hablaba seriamente con alguien que estaba cerca del rosal... pero no había nadie
allí.
Estos niños, qué raros. Y la niñita, ¿cómo se llamaba? ¿Anna? Anna anotaba en un
bloc de papel. Mink le preguntaba algo al rosal y luego le pasaba la respuesta a Anna.
-Triángulo -dijo Mink.
-¿Qué es un triángulo? -dijo Anna con dificultad.
-No importa -dijo Mink.
-¿Cómo se escribe? -preguntó Anna.
-T-r-i... -deletreó Mink, lentamente-. ¡Oh! ¡Escribe! -Siguió con otras palabras-: Rayo...
-¡Todavía no he escrito tri... ángulo! -dijo Anna.
-¡Bueno, rápido, rápido! -gritó Mink.
La madre de Mink sacó el cuerpo fuera de la ventana.
-A-n-g-u-l-o -deletreó.
-Oh, gracias, señora Morris -dijo Anna.
-De nada -dijo la madre de Mink y se fue riéndose a limpiar el vestíbulo con la
barredora electromagnética.
Las voces temblaban en el aire luminoso.
-Rayo -dijo Anna, allá lejos.
-Cuatro, nueve, siete, A y B, y X -dijo la seria y apagada voz de Mink-. Y un tenedor y
una cuerda y un hex.. hex... agón... ¡hexágono!
A la hora del almuerzo Mink bebió rápidamente su vaso de leche, devoró una rodaja de
pan y se lanzó otra vez hacia el jardín. La madre golpeó la mesa.
-¡Siéntate! -ordenó-. Serviré la sopa dentro de un minuto.
La señora Morris apretó uno de los rojos botones de la cocinera automática y diez
segundos más tarde algo cayó con un golpe sordo sobre la goma de la máquina
receptora. La mujer abrió la máquina, sacó un recipiente con un par de tenazas de
aluminio, lo abrió con una llave, y llenó de sopa el plato de Mink.
La niña, mientras tanto, se agitaba en su asiento.
-¡Rápido, mamá! ¡Es cuestión de vida o muerte!
-A mí me pasaba lo mismo cuando tenía tus años. Siempre era cuestión de vida o
muerte. Conozco la historia.
Mink se lanzó sobre la sopa.
-Despacio -dijo su madre.
-No puedo -dijo Mink-. Drill me está esperando.
-¿Quién es Drill? ¡Qué nombre raro! -dijo la señora Morris.
-No lo conoces -dijo Mink.
-¿Un vecino nuevo? -preguntó la mujer.
-Sí, es nuevo, de veras -dijo Mink, y comenzó a devorar su segundo plato.
-¿Dónde vive Drill? -preguntó su madre.
-Por ahí -dijo Mink, evasiva-. Te vas a reír. Todos se ríen, pobre.
-¿Es muy tímido?
-Sí. No. Algo. Oh, mamá. Voy a tener que correr para que haya invasión.
-¿Qué invasión es ésa?
-Los marcianos invaden la Tierra. Bueno, no son marcianos realmente. Son... No sé.
De arriba.
Mink apuntó con la cuchara.
-Y de adentro -dijo la madre, tocando la afiebrada frente de Mink.
Mink protestó.
-¡Te estás riendo! ¡Matarás a Drill y a todos!
-No quisiera hacerlo. ¿Drill es un marciano?
-No. Es... bueno... viene de Júpiter o de Saturno o de Venus. Pero le ha costado
mucho.
La señora Morris se llevó una mano a la boca.
-Me lo imagino.
-No sabían cómo atacar a los terrestres.
-Somos inexpugnables -dijo la mujer con una seriedad burlona.
-¡Eso mismo dijo Drill! Esa misma palabra, mamá.
-Caramba, caramba. Drill es un niño muy inteligente. Sabe palabras difíciles.
-No sabían cómo atacar, mamá. Drill dice... dice que para ganar una pelea hay que
sorprender a la gente. Y dice también que hay que recibir ayuda del enemigo.
-La quinta columna.
-Sí. Eso dice Drill. Y no sabían cómo sorprender a los terrestres, y no encontraban a
nadie que los ayudara.
-No me asombra. Somos muy unidos.
La señora Morris se rió, retirando los platos. Mink siguió allí, con los ojos clavados en la
mesa, absorta en lo que estaba diciendo:
-Hasta que un día -susurró Mink melodramáticamente- ¡pensaron en los niños!
-¡Vaya, vaya! -dijo la sonriente señora Morris.
-Y pensaron que como los grandes están siempre ocupados no mirarían en los
jardines. ni debajo de los rosales.
-Sólo para buscar hongos o caracoles.
-Y además están las dim-dims.
-¿Las dim-dims?
-Las dims... ones.
-¿Dimensiones?
-¡Sí! ¡Cuatro! Y también los niños más pequeños, y la imaginación... Es divertido oírlo a
Drill.
La señora Morris estaba cansada.
-Sí, seguramente. Se está haciendo tarde, y si quieres terminar tu invasión antes del
baño, será mejor que corras.
-¿Tengo que bañarme, mamá?
-Claro. ¿Por qué los niños odiarán el agua? Todos los niños, en todas las épocas de la
historia han odiado que les laven las orejas.
-Drill dice que no tendré que bañarme.
-Oh, ¿dice eso, eh?
-Se lo dice a todos los chicos. No más baños. Y nos quedaremos levantados hasta las
diez, ¡y veremos dos funciones de televisión en vez de una!
-Bueno, el señor Drill se está metiendo en camisa de once varas. Hablaré con su
madre y...
Mink fue hacia la puerta.
-Pete Britz y Dale Jerrick nos dan mucho trabajo. Están creciendo. Se ríen. Son peores
que los papás y las mamás. No creen en Drill. Son así porque están creciendo. Y no se
dan cuenta. Hace dos años eran chicos todavía. Los odio más que a nadie. Los
mataremos primero.
-¿Y luego a tu padre y a mí?
-Drill dice que sois peligrosos. ¿Sabes por qué?
-¡Porque no creéis en los marcianos! Van a dejar que nosotros mandemos en el
mundo. Bueno, nosotros solos, no. También los chicos que viven enfrente. Yo seré reina.
-Mink abrió la puerta-. ¿Mamá?
-¿Sí?
-¿Qué quiere decir lógica?
-¿Lógica? Bueno, querida, la lógica dice qué cosas son ciertas y cuáles no.
-Drill entendió eso -dijo Mink-. ¿Y qué quiere decir im-pre-sio-na-ble? -Mink tardó un
minuto en pronunciar la palabra.
-Bueno, quiere decir... -La señora Morris miró las tablas del piso, riéndose suavemente-
. Quiere decir... ser un niño, querida.
-¡Gracias por el almuerzo! -Mink salió corriendo, y en seguida se detuvo y volvió la
cabeza-. Mamá, espero que no te duela mucho, de veras.
-Bueno, gracias -dijo la madre.
A las cuatro se oyó el zumbido del audiovisor. La señora Morris movió la llavecita.
-¡Hola, Helen! -saludó.
-Hola, Mary ¿Cómo andan las cosas en Nueva York?
-Muy bien. ¿Y en Scranton? Pareces cansada.
-Tú también. Los niños. Me agotan -dijo Helen.
La señora Morris suspiró.
-Mink es igual. La superinvasión.
Helen se rió.
-¿También tus chicos juegan a eso?
-Dios, sí. Mañana se tratará de asnos geométricos o de arbustos motorizados.
¿Éramos así en el año 48?
-Peores Japoneses y nazis. No sé cómo mis padres me aguantaban. Yo era casi como
un muchacho.
-Los padres aprenden a hacerse los sordos.
Un silencio.
-¿Qué te pasa, Mary? -preguntó Helen.
La señora Morris había bajado la vista y se pasaba la lengua lenta y pensativamente
por el labio inferior.
-¿Eh? -preguntó sobresaltada-. Oh, nada importante. Sólo eso. Hacerse los sordos y
esas cosas. ¿Qué estábamos diciendo?
-Mi hijo Tim sólo habla de alguien llamado... Drill. Sí, creo que así se llama.
-Debe de ser una nueva contraseña. Mink también está enloquecida con ese Drill.
-No sabía que hubiese llegado hasta Nueva York. De boca en boca, me imagino. Una
moda. Hablé con Josephine y me dijo que sus hijos -en Boston- están entusiasmadísimos
con ese juego.
En ese momento Mink entró en la cocina, dando saltos. Venía a beber un vaso de
agua. La señora Morris se volvió hacia ella.
-¿Cómo andan las cosas?
-Falta poco.
-Magnífico -dijo la señora Morris-. ¿Qué es eso?
-Un yo-yo -dijo Mink-. Fíjate. -Mink dejó caer el yo-yo... Cuando ya llegaba al final del
hilo, el yo-yo... desapareció.
-¿Viste? -dijo Mink-. ¡Hop! -Abrió la mano y el yo-yo apareció de nuevo subiendo por el
hilo.
-Hazlo otra vez -le dijo su madre.
-No puedo. ¡La hora cero es a las cinco! ¡Adiós!
Mink se fue jugando con su yo-yo.
En el audiovisor, Helen se reía.
-Tim trajo uno de esos yo-yos esta mañana. No quería mostrármelo, y cuando al fin
traté de hacerlo funcionar, no pude.
-No eres impresionable -dijo la señora Morris.
-¿Qué?
-Nada. Algo que he pensado. ¿Qué querías, Helen?
-¿Podrías darme la receta de esa torta blanca y negra?
La hora pasó lentamente. El día se desvaneció. El sol bajó en el pacífico cielo azul. Las
sombras se alargaron en los prados verdes. Las risas y la excitación de los niños seguían
como antes. Una niñita se escapó llorando. La señora Morris se asomó a la puerta.
-Mink, ¿por qué lloraba Peggy Ann?
Mink estaba en el jardín, en cuclillas, cerca del rosal.
-Oh, es una miedosa. No queremos que juegue con nosotros. Es demasiado grande
para jugar. Me parece que creció de pronto.
-¿Y por eso lloraba? Señorita, me va a contestar correctamente o se viene para
adentro.
Mink se incorporó consternada y con cierta irritación.
-No puedo. Es casi la hora. Seré buena, mamá. Lo siento.
-¿Le pegaste a Peggy Ann?
-No, de veras. Pregúntaselo. Fue algo... bueno, es una nena miedosa.
Los chicos rodearon a Mink. La niña volvió a trabajar con sus cucharas y un rectángulo
formado por martillos y tubos.
-Así y así -murmuró Mink.
-¿Qué pasa? -preguntó la señora Morris.
-Drill se atascó. A mitad de camino. Si pudiésemos sacarlo sería más fácil. Los otros
vendrían detrás.
-¿Puedo ayudarte?
-No, mamá, gracias. Yo lo arreglaré.
-Muy bien. Dentro de media hora te llamaré para el baño. Me cansa mirarte.
La señora Morris entró en la casa y se sentó en la mecedora automática, bebiendo a
sorbos un vaso de cerveza. La silla le masajeó la espalda. Niños, niños. Niños, y amor, y
odio, todo junto. A veces los niños te quieren, a veces te odian, todo en un instante. Qué
raros son. ¿Olvidarán o perdonarán los azotes, y las duras y estrictas voces de mando?
¿Cómo, se preguntó, puede uno olvidar y perdonar a esos seres de allá arriba, a esos
altos y tontos dictadores?
Pasó el tiempo. Un curioso silencio, un silencio expectante, y cada vez más pesado, se
posó sobre la calle.
Las cinco. Un reloj cantó suavemente en algún rincón de la casa con una voz serena y
musical:
-Las cinco... las cinco. El tiempo pasa. Las cinco -Y la voz se hundió en el silencio.
La hora cero.
La señora Morris se rió entre dientes. La hora cero. Un auto-escarabajo susurró en la
avenida. El señor Morris. La señora Morris sonrió. El señor Morris salió del auto, cerró la
puerta con llave, y saludó alegremente a Mink que seguía trabajando. Mink no le hizo
caso. El hombre se rió y se detuvo un momento a observar a los niños. Luego subió los
escalones que llevaban a la puerta.
-Hola, querida.
-Hola, Henry.
La señora Morris se sentó en el borde de la silla. Los chicos estaban callados.
Demasiado callados.
El señor Morris vació su pipa y volvió a llenarla.
-Qué día hermoso. Da gusto vivir.
Un zumbido.
-¿Qué ha sido eso? -preguntó Henry.
-No sé.
La mujer se incorporó de pronto, con los ojos muy abiertos. Iba a decir algo. Se detuvo.
Era ridículo. Se estremeció.
-Esos niños no jugaban con nada peligroso, ¿no es cierto?
-Nada. Sólo caños y martillos. ¿Por qué?
-Nada eléctrico.
-Pero no -dijo Henry-. Me he fijado.
La señora Morris entró en la cocina. El zumbido continuaba.
-De todos modos, diles que basta por hoy. Pasan de las cinco. Diles que...-La mujer
parpadeó y se rió, nerviosamente-. Diles que dejen la invasión para mañana.
El zumbido se hizo más intenso.
-¿Qué hacen? Bueno, iré a ver.
La explosión.
La casa se sacudió con un sordo ruido. Otras explosiones resonaron en otras casas, en
otros jardines.
La señora Morris gritó, involuntariamente:
-¡Vamos, arriba, rápido!
Su grito no tenía ningún sentido. Quizá había visto algo de reojo; quizá había olido un
nuevo olor. No había tiempo para discutir con Henry. No había tiempo de convencerlo.
Deja que piense que estás loca. Sí, ¡loca! Estremeciéndose, corrió escaleras arriba. Su
marido la siguió.
-¡En el altillo! -gritó la mujer-. ¡Allí fue!
Era sólo una pobre excusa para encerrar a Henry en el altillo, mientras hubiese tiempo.
Oh, Dios, tiempo.
Otra explosión en la calle. Los niños gritaron entusiasmados como ante unos hermosos
fuegos de artificio.
-¡No es en el altillo! -gritó Henry-. ¡Es afuera!
-¡No, no! -Sin aliento, jadeante, la mujer siguió corriendo-. Vas a ver. ¡Rápido! ¡Rápido!
Entraron en el altillo. La mujer cerró la puerta, y tiró la llave a un revuelto rincón. Unas
palabras incomprensibles le salían de la boca. Todas las secretas sospechas y todos los
temores que había sentido esa tarde y que habían fermentado en ella como un vino.
Todas las menudas revelaciones y sensaciones que la habían acosado durante todo ese
día y que lógicamente, cuidadosamente, razonablemente, había rechazado y censurado.
Ahora estallaban en ella, y le destrozaban las entrañas.
-Aquí, aquí -decía sollozando, apoyada en la puerta. Estaremos a salvo hasta la noche.
Quizá podamos salvarnos. Quizá podamos escapar.
Henry perdió también la cabeza, pero por otro motivo.
-¿Estás loca? ¿Por qué has tirado la llave? ¡Esto no tiene sentido!
-Sí, sí. Estoy loca, si quieres, ¡pero quédate aquí!
-¡No sé cómo podría irme!
-Cállate. Pueden oírnos. ¡Oh, Dios, nos encontraran!
Allá abajo se oyó la voz de Mink. El señor Morris oyó un enorme zumbido, un susurro,
un grito, una voz ahogada. En la planta baja llamaba el audiovisor, una y otra vez,
insistentemente. ¿Será Helen quién llama?, pensó la señora Morris. ¿Y llamará por lo que
creo que llama?
Unos pasos resonaron en el vestíbulo. Unos pasos pesados.
-¿Quién entra en la casa? -preguntó Henry, enojado-. ¿Quién anda allí?
Unos pies pesados. Veinte, treinta, cuarenta, cincuenta. Cincuenta personas andaban
por la casa. Un murmullo. Las risas de los niños.
-¡Por aquí! -dijo la voz de Mink.
-¿Quién anda abajo? -rugió Henry-. ¿Quién anda ahí?
-Oh, no, no, no, no -dijo su mujer débilmente, abrazándolo-. Por favor, tranquilízate.
Quizá se vayan.
-¿Mamá? -llamó Mink-. ¿Papá? -Una pausa-. ¿Dónde estáis?
Unos pies pesados, pesados, muy pesados, subían por las escaleras. Mink caminaba
ante ellos.
-¿Mamá? -llamó Mink-. ¿Papá?
Un silencio, un momento de espera.
Un murmullo. Las pisadas se acercaban al altillo. Mink iba adelante.
El señor y la señora Morris se abrazaron temblando. El murmullo eléctrico, la luz fría y
rara que de pronto asomó por debajo de la puerta, el olor desconocido, la voz
curiosamente ávida de Mink, traspasaron al señor Henry Morris. Allí se quedó,
estremeciéndose, en el oscuro silencio, cerca de su mujer.
-¡Mamá! ¡Papá!
Pisadas. Un ligero sonido. La cerradura se fundió. La puerta se abrió de par en par.
Mink espió el interior dcl altillo. Unas sombras altas y azules se alzaban detrás de ella.
-Cucú -dijo Mink.
No hay comentarios:
Publicar un comentario