EL HOMBRE
-
El capitán Hart se detuvo en la puerta del cohete.
-¿Por qué no vienen? -preguntó.
-¿Quién sabe? -dijo el teniente Martin-. ¿Acaso lo sé, capitán?
El capitán encendió un cigarro y arrojó la cerilla hacia el prado brillante. El pasto
comenzó a arder.
Martin se adelantó para pisar el fuego.
-No -ordenó el capitán Hart-, déjelo. Quizá así vengan a ver qué pasa. Esos tontos
ignorantes...
Martin se encogió de hombros y apartó el pie del fuego. El capitán Hart miró su reloj.
-Llegamos hace ya una hora. ¿Ha visto usted algún comité de recepción que viniese a
estrecharnos las manos, con una banda de música? Naturalmente que no. Recorremos
varios millones de kilómetros a través del espacio y los señores ciudadanos de una ciudad
cualquiera, de un planeta totalmente desconocido, se encogen de hombros. -El capitán
lanzó un gruñido, y golpeó el reloj con la punta de los dedos-. Bueno, les daré otros cinco
minutos, y entonces...
-¿Entonces, qué? -preguntó Martin muy cortésmente mientras observaba cómo le
temblaban los carrillos al capitán.
-Volaremos sobre esta condenada ciudad y les pondremos los pelos de punta. -El
capitán habló con más calma-: ¿Será posible que no nos hayan visto?
-Nos han visto. Alzaron las cabezas cuando pasamos sobre ellos.
-¿Entonces por qué no vienen corriendo por el campo? ¿Están escondiéndose?
¿Tienen miedo?
Martin sacudió la cabeza.
-No. Tome mis anteojos, capitán. Mire usted mismo. La gente anda por las calles. No
están asustados. No les importa... nada más.
El capitán Hart se llevó los lentes a los ojos fatigados. Martin alzó la vista y se entretuvo
observando las líneas y los hoyos de irritación, cansancio y nerviosidad, que cubrían el
rostro de su jefe. Hart parecía tener un millón de años. Nunca dormía, comía muy poco,
jamás dejaba de moverse. Ahora se le movían los labios, pálidos, viejos y afilados.
-Realmente, Martin, no sé por qué nos tomamos tantas molestias. Construimos
cohetes, afrontamos, buscando a estos hombres, la difícil travesía del espacio, y así nos
pagan. Con indiferencia. Mire a esos idiotas yendo de un lado a otro. ¿No comprenden
qué importante es esto? El primer cohete interplanetario que llega a estas tierras de
provincia. ¿Cuántas veces pasa? ¿Están hartos acaso?
Martin no lo sabía.
El capitán le devolvió cansadamente los binoculares.
-¿Por qué hacemos esto, Martin? Me refiero a estos viajes por el espacio. Siempre
adelante. Siempre buscando. Los nervios siempre en tensión. Nunca un instante de
reposo.
-Quizá buscamos un poco de paz y tranquilidad. Indudablemente no hay nada parecido
en la Tierra.
-No, no hay, ¿no es cierto? -El capitán estaba pensativo. Se le había pasado el enojo-.
No desde Darwin, ¿eh? No desde que tiramos todo aquello por la borda, todo aquello en
que creíamos, ¿eh? El poder divino y todo lo demás. ¿Y cree usted que por eso viajamos
a las estrellas, Martin? En busca de nuestras almas perdidas, ¿no es así? ¿Tratando de
alejarnos del malvado planeta y de descubrir otro un poco mejor?
-Quizá, capitán. Es indudable que algo buscamos.
El capitán carraspeó y habló con dureza.
-Bueno. Ahora vamos a buscar al alcalde de la ciudad. Corra, dígale quiénes somos; la
primera expedición al planeta cuarenta y tres, del sistema estelar tercero. El capitán Hart
les envía sus saludos y desea hablar con el alcalde. Vamos. ¡A la carrera!
-Sí, señor.
Martin atravesó lentamente el prado.
-¡Rápido! -gritó el capitán.
-Sí, señor.
Martin se alejó al trote. Luego volvió a su paso de antes, sonriendo.
El capitán se había fumado dos cigarros esperando a Martin.
Martin se detuvo y alzó los ojos hacia la portezuela del cohete, balanceándose. Parecía
como si no pudiese ver ni pensar.
-¿Bueno? -estalló Hart-. ¿Qué pasa? ¿No vienen a darnos la bienvenida?
Martin se apoyó aturdidamente en el cohete.
-No.
-¿Por qué no?
-No tiene importancia -dijo Martin-. Deme un cigarrillo, ¿quiere, capitán?
Martin tomó a tientas el paquete. Había vuelto la cabeza hacia la ciudad dorada, y la
miraba, parpadeando. Encendió un cigarrillo y fumó en silencio.
-¿Diga algo! -gritó el capitán-. ¿No les interesa el cohete?
-¿Qué? -preguntó Martin-. Oh, el cohete. -Examinó el cigarrillo-. No, no les interesa.
Parece que llegamos en un momento inoportuno.
-¡Un momento inoportuno!
-Oiga, capitán -dijo Martin pacientemente-. Algo muy importante ha ocurrido ayer en la
ciudad. Es tan, pero tan importante que nuestro cohete ha pasado a un segundo plano.
Somos... algo insignificante. Tengo que sentarme.
Martin trastabilló y se dejó caer, respirando con dificultad.
El capitán mordió, furioso, su cigarro.
-¿Qué ha ocurrido?
Martin alzó la cabeza, chupó el cigarrillo que tenía entre los dedos, y despidió una
bocanada de humo.
-Señor, ayer, en esta ciudad, ha aparecido un hombre notable... bueno. inteligente,
compasivo e infinitamente sabio.
El capitán lanzó una irritada mirada a su ayudante.
-¿Y eso qué tiene que ver con nosotros?
-Es difícil de explicar. Pero han estado esperándolo mucho tiempo... un millón de años,
quizá. Y ayer entró en la ciudad. Por eso, señor, nuestra llegada no tiene ninguna
importancia.
El capitán se sentó bruscamente.
-¿Quién es? No Ashley. No habrá llegado antes que yo a robarme toda mi gloria, ¿no?
-El capitán Hart, pálido y desanimado, tomó a Martin de un brazo.
-No es Ashley, señor.
-¡Entonces es Burton! Ya lo sabía. Nos arruinó la llegada. Ya no se puede creer en
nadie.
-No es Burton tampoco, señor -dijo Martin serenamente.
El capitán no podía creerlo.
-Sólo hay tres cohetes. Nosotros íbamos delante. ¿Quién llegó antes que nosotros?
¿Cómo se llama?
-No tiene nombre. No lo necesita. Un nombre diferente en cada planeta, señor.
El capitán miró a su ayudante con ojos fríos y duros.
-Bueno, ¿qué hace ese hombre maravilloso para que nadie tenga interés ni en mirar
nuestro cohete?
-Ante todo -dijo Martin con calma- cura a los enfermos y consuela a los pobres. Lucha
contra la hipocresía y la corrupción, y se sienta entre la gente, y habla todo el día.
-¿Y eso es tan maravilloso?
-Sí, capitán.
-No entiendo. -El capitán miró de frente a Martin, escrutándole el rostro y los ojos-. Ha
estado bebiendo, ¿eh? -le preguntó con desconfianza-. No entiendo -añadió, echándose
hacia atrás.
Martin miró la ciudad.
-Capitán, si no entiende, no puedo explicárselo.
El capitán siguió la mirada de su ayudante. Sobre la ciudad tranquila y hermosa reinaba
una inmensa paz. Se incorporó, sacándose el cigarro de la boca. Lanzó una ojeada a
Martin, y luego miró las doradas cúpulas de los edificios.
-No querrá decir... no puede querer decir... Ese hombre de que me habla no puede
ser...
Martin asintió con un movimiento de cabeza.
-Eso mismo, capitán.
El capitán permaneció unos instantes inmóvil y silencioso.
-No lo creo -dijo al fin.
Al mediodía el capitán Hart entraba a grandes pasos en la ciudad, acompañado por el
teniente Martin y un asistente que llevaba un equipo electrónico. De cuando en cuando se
reía sonoramente, se llevaba las manos a la cintura, y sacudía la cabeza.
El alcalde de la ciudad vino a su encuentro. Martín instaló un trípode, atornilló una caja,
y encendió las baterías.
-¿Es usted el alcalde? -dijo el capitán apuntando al alcalde con el dedo.
-Sí, señor -dijo el alcalde.
El delicado aparato se alzaba entre el alcalde y el capitán, manejado por Martin y el
asistente. La caja traducía instantáneamente cualquier idioma. Las palabras crepitaban en
el aire suave de la ciudad.
-Acerca de ese acontecimiento de ayer -dijo el capitán-, ¿ocurrió realmente?
-Sí, señor.
-¿Tienen testigos?
-Los tenemos.
-¿Podemos hablar con ellos?
-Pueden hablar con cualquiera de nosotros -dijo el alcalde-. Todos somos testigos.
-Alucinación colectiva -le dijo el capitán a Martin. Y luego añadió, dirigiéndose al
alcalde-: Ese hombre... ese extranjero... ¿qué aspecto tiene?
-Es difícil explicarlo -dijo el alcalde sonriendo.
-¿Por qué?
-Habría distintas opiniones.
-Quisiera oí su opinión de todos modos -dijo el capitán-. Registre eso -le ordenó a
Martin por encima del hombro. El teniente apretó un botón.
-Bueno -dijo el alcalde de la ciudad-. Es un hombre muy dulce y bondadoso. Muy
inteligente y de grandes conocimientos...
-Sí, sí, ya sé. -El capitán agitó una mano-. Generalidades. Quiero algo específico. ¿Qué
cara tiene?
-No creo que eso sea importante -replicó el alcalde.
-Es muy importante -dijo el capitán con seriedad-. Quiero una descripción de ese
hombre. Si usted no puede dármela, me la darán otros. -Y añadió mirando a Martin-:
Juraría que es Burton con alguna de sus triquiñuelas.
Martin no miró al capitán. Permanecía hundido en un frío silencio.
El capitán castañeteó los dedos.
-¿Se ha producido algo así como... una cura?
-Muchas curas -dijo el alcalde.
-¿Puedo ver una?
-Puede -contestó el alcalde-. Mi hijo. -Hizo una seña a un niño que se adelantó hacia
ellos-. Tenía un brazo atrofiado. Mírelo ahora.
El capitán emitió una risa tolerante.
-Sí, sí. Pero esto no es ni siquiera una prueba circunstancial, amigo mío. Yo no he visto
el brazo atrofiado. Sólo he visto un brazo sano y entero. Esto no es una prueba. ¿Cómo
puede probarme que ayer este brazo estaba atrofiado?
-Mi palabra es una prueba suficiente -dijo simplemente el alcalde.
-¡Pero querido señor! -exclamó el capitán-. No esperará usted que me fíe de rumores.
Oh, no.
-Lo siento -dijo el alcalde, mirando al capitán con lo que parecía ser curiosidad y
lástima.
-¿No tiene ningún retrato del chico anterior a hoy? -preguntó el capitán.
Pasaron unos instantes y trajeron un gran cuadro al óleo en el que se veía al niño con
un brazo atrofiado.
-¡Mi querido amigo! -El capitán indicó con un ademán que se llevaran el cuadro-.
Cualquiera puede pintar un cuadro. Las pinturas mienten. Quiero una fotografía.
No había fotografías. En ese mundo no se conocía el arte fotográfico.
-Bueno -suspiró el capitán, torciendo la cara-, déjeme hablar con algunos ciudadanos.
Así no vamos a ninguna parte. -Señaló a una mujer-. Usted.-La mujer titubeó-. Sí, usted,
venga -ordenó el capitán-. Cuénteme algo de ese hombre maravilloso que vieron ayer.
La mujer miró serenamente al capitán.
-Caminó entre nosotros, y era muy hermoso, y muy bueno.
-¿De qué color tenía los ojos?
-El color del sol, el color del mar, el color de una flor, el color de las montañas, el color
de la noche.
-¡Basta! -El capitán alzó los brazos-. ¿Ve usted, Martin? Absolutamente nada. Algún
charlatán vagabundo que les sopla al oído unas naderías dulzonas y...
-Por favor, cállese -dijo Martin.
El capitán dio un paso atrás.
-¿Qué?
-Ya me ha oído -dijo Martín-. Esta gente me gusta. Creo que lo que dicen es cierto.
Usted puede tener su opinión, pero guárdesela, capitán.
-¡No le permito...! -gritó el capitán.
-Ya estoy un poco harto de sus aires de superioridad -replicó Martin-. Deje tranquilos a
estos hombres. Una vez que ven algo decente y bueno, viene usted a estropearlo todo y a
ponerlos en ridículo. Yo también he hablado con ellos. Caminé por las calles de la ciudad,
y vi las caras, y vi algo que usted no ha visto nunca... un poco de fe. Y con ese poco de fe
moverán montañas. Usted, usted está furioso porque alguien le estropeó su entrada al
escenario, alguien que llegó primero e hizo de usted un hombre insignificante.
-Le doy cinco segundos para que termine -indicó el capitán-. Comprendo. Ha estado
usted sometido a una enorme tensión. Martin. Meses de viaje por el espacio, nostalgia,
soledad. Y ahora se encuentra usted con esto. Comprendo, Martin. Paso por alto su
insubordinación.
-Pues yo no paso por alto su mezquina tiranía -replicó Martin-. Abandono el cohete. Me
quedo aquí.
-¡No puede hacer eso!
-¿No? Trate de impedirlo. Esto era lo que yo buscaba. No lo sabía, pero ahora lo veo
claramente. Váyase a ensuciar otros mundos, a estropearlos con sus dudas y sus...
métodos científicos. Estas gentes han tenido una singular experiencia, y usted no
entiende que es algo real y que hemos tenido la suerte de llegar a tiempo. En la Tierra se
ha hablado de este hombre durante veinte siglos. Todos hubiéramos querido verlo y oírlo,
y no pudimos. Y ahora, hoy, lo hemos perdido por unas horas.
El capitán Hart miró las mejillas de Martin.
-Está llorando como un nene. Cállese.
-No me importa.
-Bueno, a mí, sí. Tenemos que mantenernos unidos ante estos nativos. Está usted
agotado. Ya se lo he dicho, lo perdono.
-No necesito su perdón.
-No sea idiota. ¿No ve que es una triquiñuela de Burton? Ha engañado a esta gente,
les ha cegado los ojos. Ha disfrazado su interés por las minas y el petróleo de la región
con un barniz religioso. Es usted muy tonto, Martin. Muy tonto. Ya es tiempo de que
conozca a los terrestres. Recurren a cualquier cosa -blasfemias, mentiras, trampas, robos,
asesinatos- para alcanzar sus fines. Cualquier cosa es buena si da resultado. Un
verdadero pragmatista. Eso es Burton. Usted lo conoce bien. -El capitán se rió
forzadamente-. Vamos, Martin. Esta es otra de esas típicas canalladas de Burton.
Comprar a esta gente con zalamerías, y luego, cuando llegue el momento, arrancarles la
piel.
-No -dijo Martin, pensativo.
El capitán extendió una mano.
-Es Burton. Es él. Con sus métodos de siempre, la misma suciedad y los mismos
crímenes. Tengo que admirar a ese viejo dragón. Una llamarada aquí, un resplandor allá,
una palabrita dulce y una caricia, un poco de ungüento y unos cuantos rayos
medicinales... Burton, de cuerpo entero.
-No. -La voz de Martin era muy débil. Se cubrió los ojos-. No. No lo creo.
-No quiere creerlo -continuó el capitán-. Reconózcalo, vamos. Reconózcalo. Burton no
haría otra cosa. No suene despierto, Martin. Abra los ojos. Es de día. Este es un mundo
real, y nosotros somos gente real, gente sucia... Burton el más sucio de todos.
Martin se dio vuelta.
-Bueno, bueno, Martín -le dijo Hart, golpeándole mecánicamente la espalda-.
Comprendo. Un golpe para usted. Comprendo. Una verdadera vergüenza, y todo lo
demás. Este Burton es un canalla. No pierda la cabeza, Martin. Deje el asunto en mis
manos.
Martin se alejó lentamente hacia el cohete.
El capitán lo siguió con la mirada. Suspiró y se volvió hacia la mujer a quien había
estado interrogando.
-Bueno. Cuénteme algo más de este hombre. ¿Qué decía usted, señora?
Los oficiales de la nave cenaron en unas mesitas de juego, en medio del campo. El
capitán recitaba sus informes ante un Martin de ojos enrojecidos, meditabundo y
silencioso.
-He examinado a tres docenas de personas, y todas me repitieron la misma cantinela -
decía el capitán-. Obra de Burton, sin duda. Estoy seguro. Va a aparecerse mañana o la
semana próxima con el propósito de consolidar su fama de milagrero y quitarnos los
contratos. Me parece que le voy a arruinar el negocio.
Martin alzó unos ojos tristes.
-Lo mataré -dijo.
-Vamos, vamos, Martin. Calma, calma.
-Lo mataré... Lo juro.
-Voy a echarle unas cuantas piedras en el camino. Admitirá usted que es listo. Inmoral,
pero listo.
-Es un canalla.
-Debe prometerme que no recurrir a la violencia, Martin. -El capitán Hart volvió a revisar
sus informes-. Según mis notas se han producido treinta milagros. Un ciego ha
recuperado la vista; un leproso ha curado totalmente. Oh, Burton sabe hacer las cosas,
hay que reconocérselo.
Sonó un gong. Un momento después un hombre se acercaba corriendo.
-Capitán, capitán. Un informe. Viene la nave de Burton. Y también la nave de Ashley,
señor.
-Ha visto. -El capitán Hart descargó su puño sobre la mesa-. Ahí llegan los chacales.
No pueden esperar. Tienen hambre. Verá como me enfrento con ellos. ¡Les sacaré una
buena tajada!
Martin parecía enfermo. Miraba fijamente al capitán.
-Negocios, mi querido muchacho, negocios.
Todos alzaron la vista. Dos cohetes descendían desde lo alto.
Los cohetes casi se hicieron pedazos al tocar el suelo.
-¿Qué les pasa a esos idiotas? -gritó el capitán incorporándose bruscamente.
Los hombres corrieron a través de los prados hacia los cohetes envueltos en nubes de
vapor. El capitán corrió detrás de ellos. En el cohete de Burton se abrió la puerta de la
cámara de aire.
Un hombre cayó en los brazos de los oficiales.
-¿Qué pasa? -gritó el capitán.
Dejaron al hombre en el suelo. Se inclinaron hacia él. Estaba todo quemado. Tenía el
cuerpo cubierto de heridas y cicatrices. La piel, inflamada en algunos sitios, humeaba
débilmente. El hombre abrió unos ojos hinchados y movió una lengua espesa entre unos
labios en carne viva.
-¿Qué pasó? -le preguntó el capitán, arrodillándose junto a él, sacudiéndole el brazo.
-Señor, señor -suspiró el hombre agonizante-. Hace cuarenta y ocho horas, en el sector
setenta y nueve DFS, a la salida del planeta Uno de este mismo sistema, nuestra nave y
la nave de Ashley se metieron en una tormenta cósmica. -De las narices del hombre salió
un líquido gris. Un hilo de sangre le corrió por la barbilla-. Nos barrieron. A toda la
tripulación. Burton murió. Ashley también, hace una hora. Sólo hay tres sobrevivientes.
-¡Escúcheme! -gritó Hart inclinándose sobre el cuerpo sanguinolento-. ¿No han venido
antes a este planeta?
Silencio.
-¡Contésteme! -gritó Hart.
-No -dijo el hombre-. Tormenta. Burton murió hace dos días. El primer aterrizaje
después de seis meses.
-¡Está usted seguro? -exclamó Hart, sacudiendo violentamente el cuerpo del hombre-.
¿Está usted seguro?
-Sí, sí -balbuceo el otro.
- ¿Burton murió hace dos días? ¿Seguro?
-Sí, sí -suspiró el hombre. La cabeza, le cayó hacia adelante. Estaba muerto.
El capitán se arrodilló al lado del cadáver. Los tripulantes lo rodeaban con los ojos
bajos. Martin esperaba. El capitán pidió que lo ayudaran a levantarse. Luego, todos, de
pie, miraron la ciudad.
-¿Eso significa...? -preguntó Martin.
-Hemos sido los primeros en llegar -murmuró el capitán Hart- y ese hombre...
-¿Qué pasa con ese hombre, capitán? -preguntó Martin.
En el rostro del capitán los músculos se retorcían insensatamente. Parecía
verdaderamente viejo. Tenía un color gris y una mirada vidriosa. Dio unos pasos por la
hierba seca.
-Acompáñeme, Martin. Acompáñeme. Sosténgame. Hágame el favor. Tengo miedo de
caer. Vamos, rápido. No podemos perder más tiempo...
Avanzaron, tambaleándose, hacia la ciudad, pisando la hierba alta y seca, golpeados
por el viento.
Varias horas después estaban sentados en el auditorio de la alcaldía. Un millar de
personas había entrado, había hablado, y se había ido. El capitán, ojeroso, los había
escuchado a todos. Había tanta luz en los rostros de los que venían a dar su testimonio
que el capitán no podía mirarlos. Y durante todo ese tiempo sus manos se movían sobre
las rodillas, sobre el cinturón, tironeando, estremeciéndose.
Cuando las entrevistas terminaron, el capitán se volvió hacia el alcalde, y lo miró con
unos ojos muy raros.
-¿Pero usted no sabe dónde ha ido? -le preguntó.
-No nos lo dijo -replicó el alcalde.
-¿A algún mundo cercano? -preguntó el capitán.
-No lo sé.
-Tiene que saberlo.
-¿Lo ve usted? -preguntó el alcalde, señalando la multitud.
El capitán miró.
-No, no lo veo.
-Entonces, probablemente se ha ido.
-¡Probablemente, probablemente! -gritó el capitán, ya sin fuerzas-. He cometido un
terrible error. Quiero ver a ese hombre. No sé cómo me ha ocurrido esto. Uno de los
sucesos más extraordinarios de la historia. Pasarme a mí una cosa semejante. Las
probabilidades son de una sobre varios billones. Llegar a cierto planeta, entre millones de
planetas, al día siguiente de su llegada. ¡Usted tiene que saber dónde está!
-Cada uno lo encuentra a su modo -replicó gentilmente el alcaide.
El rostro del capitán se afeó lentamente. Algo de su antigua dureza volvió poco a poco
a dominarlo. Se puso de pie.
-Usted está ocultándolo.
-No -dijo el alcalde.
-¿Y no sabe dónde está?
Los dedos del capitán apretaron el estuche de cuero que llevaba en la cintura.
-No puedo decirle dónde está, exactamente -dijo el alcalde.
-Le aconsejo que hable. -El capitán extrajo un arma pequeña.
-No sé qué decirle -dijo el alcalde.
-¡Mentiroso!
Una expresión de piedad cubrió el rostro del alcalde mientras miraba a Hart.
-Está usted muy cansado -le dijo-. Ha hecho usted un largo viaje y pertenece a un
pueblo cansado que ha vivido mucho tiempo sin fe. Y ahora tiene usted tantos deseos de
creer, que tropieza y se confunde. Será más difícil si mata a alguien. Así no va a
encontrarlo.
-¿Dónde ha ido? El se lo dijo. Usted lo sabe. Vamos, dígamelo. -El capitán blandió el
arma.
El alcalde sacudió la cabeza.
-¡Dígamelo! ¡Dígamelo!
El arma sonó, una, dos veces. El alcalde cayo al suelo, herido en un brazo.
Martin dio un paso adelante.
-¡Capitán!
El arma apuntó rápidamente a Martin.
-No se meta, Martin.
Desde el piso, sosteniéndose el brazo herido, el alcalde alzó los ojos.
-Deje esa arma. Se hace daño. Nunca ha creído, y ahora supone que cree, y lastima a
la gente.
-No lo necesito -dijo Hart, de pie junto a el-. Si lo he perdido aquí por un día, iré a otro
mundo. Y luego a otro y a otro. Lo perderé por medio día en el primer planeta, quizá, y por
un cuarto de día en el siguiente, y por dos horas en el otro, y luego por un minuto. Pero al
fin lo encontraré. ¿Me oye? -El capitán gritaba ahora, inclinándose con cansancio sobre el
hombre que yacía en el piso. Se tambaleó, agotado-. Vamos, Martin. -De su brazo
colgaba el arma.
-No -dijo Martin-. Me quedo aquí.
-Es usted un tonto. Quédese si quiere. Pero yo seguiré con los demás, y hasta donde
pueda.
El alcalde alzó los ojos hacia Martin.
-Pronto estaré bien. Déjeme. Ya cuidarán de mis heridas.
-Volver‚ -dijo Martin-. Voy hasta el cohete.
Los hombres atravesaron rápidamente la ciudad. Era evidente que el capitán luchaba
por mostrar toda su vieja fortaleza. Cuando llegó al cohete palmeó la coraza con una
mano temblorosa. Guardó el arma en el estuche. Miró a Martin.
-¿Bueno, Martin?
Martin miró al capitán.
-¿Bueno, capitán?
El capitán clavó los ojos en el cielo.
-Así que no quiere... venir... con... conmigo, ¿eh?
-No, señor.
-Será una gran aventura, por Dios. Creo que lo encontraré.
-Está usted decidido, ¿no es cierto, señor? -preguntó Martin.
El rostro del capitán se estremeció. Se le cerraron los ojos.
-Hay algo que quisiera saber.
-¿Qué?
-Señor, cuando lo encuentre... si lo encuentra -dijo Martin-, ¿qué le va a pedir?
-Cómo... -El capitán calló y entornó los ojos Abrió y cerró las manos. Se quedó
pensando y luego sonrió extrañamente-. Le pediré un poco de... paz y tranquilidad. -Tocó
el cohete-. Hace mucho, mucho tiempo... que no descanso.
-¿Ha intentado descansar alguna vez, capitán?
-No comprendo -dijo Hart.
-No importa. Adiós, capitán.
-Adiós, señor Martin.
La tripulación se había reunido en el prado. Sólo tres seguirían con Hart. Los otros siete
se quedaban con Martin.
El capitán Hart les echó una ojeada y murmuró su veredicto:
-¡Pobres tontos!
Fue el último en meterse por la escotilla. Hizo un saludo y se rió secamente. La
portezuela se cerró.
El cohete se elevó sobre un pilar de fuego.
Martin lo vio alejarse y desaparecer.
El alcalde, sostenido por algunos hombres, llamó a Martin desde el borde del prado.
-Se ha ido -dijo Martin, acercándose.
-Sí, pobre hombre, se ha ido -dijo el alcalde-. Y seguirá buscando, planeta tras planeta,
y siempre llegará una hora después, media hora después, o diez minutos después, o un
minuto después. Y un día lo perderá por unos pocos segundos. Y cuando haya visitado
trescientos planetas, y tenga setenta u ochenta anos de edad, lo perderá por una fracción
de segundo, y luego por una fracción todavía más pequeña. Y así seguirá y seguirá,
pensando que va a encontrar lo que ha dejado aquí, en este planeta, en este mismo
pueblo...
Martin miró fijamente al alcalde.
El alcalde extendió una mano.
-¿Alguien lo ha dudado acaso? -Se volvió hacia los otros y les hizo una seña-. Vamos.
No hay que hacerlo esperar.
Los hombres entraron en la ciudad.
-
LA LLUVIA
-
La lluvia continuaba. Era una lluvia dura, una lluvia constante, una lluvia minuciosa y
opresiva. Era un chisporroteo, una catarata, un latigazo en los ojos, una resaca en los
tobillos. Era una lluvia que ahogaba todas las lluvias, y hasta el recuerdo de las otras
lluvias. Caía a golpes, en toneladas; entraba como hachazos en la selva y seccionaba los
árboles y cortaba las hierbas y horadaba los suelos y deshacía las zarzas. Encogía las
manos de los hombres hasta convertirlas en arrugadas manos de mono. Era una lluvia
sólida y vidriosa, y no dejaba de caer.
-¿Cuánto falta, teniente?
-No se. Un kilómetro, diez kilómetros, mil kilómetros.
-¿No está seguro?
-¿Cómo puedo estarlo?
-No me gusta esta lluvia. Si supiésemos, por lo menos, a qué distancia está la cúpula
solar, me sentiría mejor.
-Faltará una hora o dos.
-¿Lo cree usted de veras, teniente?
-¿O miente para animarnos?
-Miento para animarlos. ¡Cállese!
Los dos hombres estaban sentados bajo la lluvia. Detrás de ellos había otros dos,
empapados, cansados, derruidos, como arcilla deshecha.
El teniente abrió los ojos. Tenía una cara que alguna vez había sido morena. La lluvia
la había blanqueado. La lluvia la había quitado el color de los ojos. Tenía los ojos blancos,
blancos como los dientes, blancos como el pelo. El teniente era todo blanco. Hasta el
uniforme se le estaba volviendo blanco, y quizá también un poco verde, a causa de los
hongos.
El teniente sintió la lluvia en las mejillas.
-¿Cuándo habrá dejado de llover en Venus? Hace muchos años quizá.
-No desvaríe -dijo otro de los hombres-. En Venus nunca deja de llover. Llueve y llueve.
He vivido aquí durante diez años, y no ha habido un minuto, ni siquiera un segundo, sin
estos chaparrones.
-Como si viviéramos debajo del agua -dijo el teniente, y se incorporó ajustándose las
armas al cinturón-. Bueno, será mejor que sigamos. Pronto llegaremos a esa cúpula.
-O no llegaremos -dijo el cínico.
-Sólo falta una hora, más o menos.
-Ahora trata de mentirme a mí, mi teniente.
-No, me miento a mí mismo. A veces es necesario mentir. No aguantaré mucho más.
Los hombres se metieron en la selva, mirando sus brújulas de cuando en cuando. No
había ningún punto de referencia, sólo lo que señalaba la brújula. Un cielo gris, y la lluvia,
y la selva, y algún claro entre los árboles, y detrás de ellos, muy lejos, en alguna parte, el
cohete destrozado. El cohete en el que yacían dos de sus compañeros, muertos, y
chorreando lluvia.
Los hombres caminaron en fila india, sin hablarse. De pronto, llegaron a la orilla de un
río, ancho, aplastado y de aguas oscuras, que corría hacia el mar Único. La lluvia cubría
la superficie del río con un billón de puntos.
-Vamos, Simmons -dijo el teniente.
Hizo una seña, y Simmons sacó un paquete que bajo la acción de alguna sustancia
química se infló hasta formar un bote. El teniente dirigió el corte de algunas maderas y la
rápida construcción de unos remos y los hombres se lanzaron al río, remando
rápidamente, a través de las aguas tranquilas, bajo la lluvia.
El teniente sintió la lluvia fría en las mejillas, en el cuello y en los móviles brazos. El frío
le llegó a los pulmones. Sintió la lluvia en las orejas, en los ojos, en las piernas.
-No dormí nada anoche -murmuró.
-¿Quién pudo dormir? ¿Quién? ¿Cuándo? ¿Cuántas noches sin sueño? ¡Treinta
noches! ¡Treinta días! ¿Quién puede dormir mientras la lluvia le rebota a uno en el
cráneo? No sé qué daría por un sombrero. Cualquier cosa, con tal de que la lluvia dejara
de golpearme. Me duele la cabeza. Continuamente.
-Lamento haber venido a la China -dijo otro.
-Nunca oí que Venus se llamase la China.
-Sí, la China. La hidroterapia china. ¿No recuerdas aquella antigua tortura? Te atan
contra un muro.
Cada media hora te cae una gota en la cabeza. Te vuelves loco esperando la próxima
gota. Bueno, lo mismo pasa en Venus, sólo que en gran escala. No hemos nacido para
vivir en el agua. No se puede dormir, no se puede respirar, y uno se vuelve loco al
sentirse empapado. Si hubiésemos podido prever ese accidente, hubiéramos traído
impermeables y sombreros. Lo peor es esta lluvia que te golpea la cabeza. Es tan
pesada. Es como un cañonazo. No sé si podré aguantarlo mucho tiempo.
-Oh, ¡si encontráramos una cúpula solar! El hombre que inventó esas cúpulas tuvo una
buena idea.
Los hombres atravesaban el río, y pensaban, mientras tanto, en la cúpula solar que
estaba en alguna parte, ante ellos. Una cúpula resplandeciente bajo la lluvia selvática.
Una casa amarilla, redonda y brillante como el sol. Una casa de cinco metros de alto por
treinta de diámetro. Calor, paz, comida caliente, y un refugio contra la lluvia. Y en el centro
de la cúpula brillaba, es claro, el sol. Un globo de fuego amarillo que flotaba libremente en
lo alto del edificio. Y mientras uno fumaba o leía o bebía el chocolate caliente con
burbujas de crema, se podía mirar el sol. Allí estaba, amarillo, del mismo tamaño que el
sol terrestre, cálido, continuo. Dentro de esa casa. mientras pasaban ociosamente las
horas, era fácil olvidarse del mundo lluvioso de Venus.
El teniente se volvió y miró a los tres hombres que remaban apretando los labios.
Estaban tan blancos como setas, tan blancos como él. Venus lo blanqueaba todo en sólo
unos meses. Hasta la selva era un enorme papel blanco con unas pocas líneas un poco
menos blancas: un dibujo de pesadilla. Cómo podía ser verde, si no había sol, si la lluvia
caía sin cesar en un permanente crepúsculo. La selva blanca, blanca, y las hojas del color
del queso y la tierra como húmedos trozos de queso Camembert y los troncos de los
árboles como tallos de setas gigantescas... todo negro y blanco. ¿Y cuándo veían el
suelo? ¿No era casi siempre un arroyo, un pantano, un estanque, un lago, un río, y luego,
por fin, el mar?
-Llegamos.
Los hombres saltaron a tierra, chapoteando. Desinflaron el bote e hicieron de él un
paquete. Luego, de pie junto a la orilla lluviosa, trataron de fumar. Pasaron unos cinco
minutos antes que, estremeciéndose, con el encendedor invertido y protegido por las
manos, pudieran aspirar unas pocas bocanadas de unos cigarrillos que se mojaban
rápidamente y que una repentina ráfaga de lluvia les arrancaba de la boca.
Echaron a caminar.
-Un momento -dijo el teniente-. Creo haber visto algo ahí adelante.
-¿La cúpula solar?
-No estoy seguro. La lluvia se cerró en seguida.
Simmons comenzó a correr.
-¡Simmons, vuelva!
Simmons desapareció bajo la lluvia. Los otros lo siguieron.
Encontraron a Simmons en un claro de la selva. Se detuvieron y miraron a Simmons, y
lo que Simmons había descubierto.
El cohete.
Allí estaba, donde lo habían dejado. Habían dado, de algún modo, una vuelta completa,
y se encontraban otra vez en el punto dc partida. Entre los restos del cohete yacían los
dos cadáveres. Unas algas verdes les salían de las bocas. Se quedaron mirándolos, y las
algas florecieron. Los pétalos se desplegaron bajo la lluvia, y las plantas comenzaron a
morir.
-¿Cómo hemos vuelto?
-Una tormenta eléctrica, probablemente. La electricidad desarregló nuestras brújulas.
Eso lo explica todo.
-Puede ser.
-¿Qué haremos ahora?
-Empezar de nuevo.
-¡Dios mío! ¡Estamos tan lejos como antes!
-Calma, Simmons.
-¡Calma, calma! ¡Esta lluvia me enloquece!
-Tenemos bastante comida como para dos días, si no nos excedemos.
La lluvia bailó sobre la piel de los hombres, sobre los trajes empapados. La lluvia les
corrió por las narices y las orejas, por los dedos y las rodillas. Parecían unas fuentes de
piedra rodeadas de árboles. Echaban agua por todos los poros.
Y mientras estaban allí, mirando el cohete, oyeron un lejano rugido.
Y el monstruo salió de la lluvia.
El monstruo se alzaba sobre un millar de eléctricas patas azules. Caminaba
rápidamente, terriblemente Cada paso era un golpe. Donde se posaba una pata, un árbol
caía fulminado. El aire se llenó de bocanadas de humo. La lluvia aplastaba las débiles
humaredas. El monstruo tenía mil metros de altura y quinientos de ancho, e iba de un lado
a otro como un gigante ciego. A veces durante unos instantes, no tenía ninguna pata. Y
en seguida, en un segundo, mil látigos le salían del vientre, látigos azules y blancos que
herían la selva.
-La tormenta eléctrica -dijo uno de los hombres-. Arruinó las brújulas. Y viene para
aquí.
-Échense todos -dijo el teniente.
-¡Corran! -gritó Simmons.
-No pierda la cabeza, Simmons. Échense. La tormenta sólo golpea los lugares
elevados. Quizá salgamos ilesos. Echémonos aquí, lejos del cohete. Descargará ahí toda
su fuerza y pasará sin tocarnos. ¡Cuerpo a tierra!
Los hombres se echaron al suelo.
-¿Viene? -se preguntaron después de un rato.
-Viene.
-¿Está cerca?
-A unos doscientos metros.
-¿Más cerca?
-¡Aquí está!
El monstruo llegó y se detuvo sobre ellos. Diez relámpagos azules golpearon el cohete.
La nave se estremeció como un gong y dejó escapar un eco metálico. El monstruo lanzó
otros quince relámpagos que bailaron alrededor del cohete, en una ridícula pantomima,
palpando la selva y el suelo barroso.
-¡No! ¡No!
Uno de los hombres se puso de pie.
-¡Échese, idiota! -le gritó el teniente.
-¡No!
Los relámpagos golpearon la nave una docena de veces. El teniente volvió la cabeza
sobre el brazo y vio las enceguecedoras llamaradas azules. Vio cómo se abrían los
árboles y caían en pedazos. Vio la monstruosa nube oscura que giraba como un disco
negro y arrojaba otro centenar de lanzas eléctricas.
El hombre que se había puesto de pie corría ahora, como por una sala de columnas.
Corría zigzagueando entre ellas, hasta que al fin doce de esas columnas se abatieron
sobre él, y se oyó el sonido de una mosca que se posa sobre un alambre incandescente.
El teniente había oído ese sonido en su infancia, en una granja. Y en seguida se sintió el
olor de un hombre reducido a cenizas.
El teniente bajó la cabeza.
-No miren -les dijo a los otros.
Tenía miedo de que también ellos echaran a correr.
La tormenta descargó sobre los hombres una nueva serie de relámpagos, y luego se
alejó. Y otra vez volvió a sentirse sólo la lluvia. El agua limpió el aire rápidamente y borró
el olor de la carne chamuscada. Y los tres sobrevivientes se sentaron a esperar a que se
les calmaran los sobresaltados corazones.
Luego se acercaron al cuerpo, pensando que quizá podrían salvarle la vida. No podían
creer que no fuese posible ayudarlo. Era una actitud natural. No admitieron la muerte
hasta que la tocaron, pensaron en ella, y empezaron a discutir si debían enterrar el
cadáver o dejarlo allí para que la selva misma lo sepultara con las hojas que crecerían en
no más de una hora.
El cuerpo del hombre era un hierro retorcido envuelto en un cuero chamuscado.
Parecía un maniquí de cera, metido en un incinerador y retirado en seguida, cuando la
cera comenzaba a aplastarse alrededor del esqueleto de carbón. Sólo la dentadura era
blanca. Los dientes brillaban como un raro brazalete blanco, caído a medias sobre un
puño apretado y negro.
-No debió correr -dijeron todos, casi al mismo tiempo.
Y mientras miraban el cadáver, la vegetación creció rápidamente a su alrededor,
ocultándolo con hiedras, enredaderas y hasta flores para el hombre muerto.
A lo lejos, la tormenta corrió sobre relámpagos azules, y desapareció.
Los hombres cruzaron un río, y un arroyo, y un torrente, y otros doce ríos, y más
torrentes y arroyos. Nuevos ríos nacían continuamente ante sus ojos, y los viejos ríos
alteraban su curso... Ríos del color del mercurio, ríos del color de la plata y la leche.
Los ríos corrían hacia el mar.
El mar Único. En Venus sólo había un continente. Una tierra de cuatro mil kilómetros de
largo por mil kilómetros de ancho, y alrededor de esta isla, sobre el resto del lluvioso
planeta, se extendía el mar Único. El mar Único, que golpeaba levemente las costas
pálidas...
-Por aquí. -El teniente señaló el sur-. Podría asegurar que allá hay dos cúpulas solares.
-¿Ya que empezaron por qué no construyeron cien cúpulas más?
-Hay ciento veinte cúpulas, ¿no?
-Ciento veintiséis, hasta el mes pasado. Hace un año trataron de que el Congreso
votara una ley para construir otras dos docenas; pero, oh, no, ya conocen la musiquita.
Prefirieron que la lluvia enloqueciera a algunos hombres.
Partieron hacia el sur.
El teniente y Simmons y el tercer hombre, Pickard, caminaron bajó la lluvia. bajo la
lluvia que caía pesadamente y dulcemente, bajo la lluvia torrencial e incesante que caía a
martillazos sobre la tierra y el mar y los hombres en marcha.
Simmons fue el primero en verla.
-¡Allá está!
-¿Qué?
-¡La cúpula solar!
El teniente parpadeó sacándose el agua de los ojos, y alzó las manos para protegerse
de las mordeduras de la lluvia.
A lo lejos, a orillas de la selva, junto al océano, se veía un resplandor amarillo. Se
trataba, indudablemente, de una cúpula solar.
Los hombres se sonrieron.
-Parece que tenía razón, teniente.
-Suerte.
-Oigan, al verla me siento otra vez lleno de vida.
-¡Vamos! ¡El último en llegar es un hijo de perra!
Simmons comenzó a trotar. Los otros lo siguieron automáticamente, sin aliento,
cansados, pero sin dejar de correr.
-Para mí un tazón de café -jadeó Simmons, sonriendo-. Y una hornada de pan, ¡dioses!
Y luego acostarse y dejar que el sol caiga sobre uno. ¡El hombre que inventó la cúpula
solar merece una medalla!
Corrieron con mayor rapidez. El resplandor amarillo se hizo aún más brillante -¡Pensar
que tantos hombres enloquecen antes de encontrar el remedio! Y sin embargo es tan
sencillo. -Las palabras de Simmons siguieron el ritmo de sus pasos-. ¡Lluvia, lluvia! Hace
años. Encontré‚ un amigo. En la selva. Caminando. Bajo la lluvia. Diciendo una y otra vez:
«No sé qué hacer, para salir, de esta lluvia. No sé qué hacer, para salir, de ésta lluvia. No
sé qué hacer...» Y así seguía. Sin detenerse. Pobre loco.
-¡Ahórrese fuerzas!
Los hombres corrieron..
Todos se reían. Llegaron, riéndose, a la puerta de la cúpula solar.
Simmons empujó la puerta.
-¡Eh! -gritó-. ¡Traigan el café y los bizcochos!
Nadie respondió.
Los hombres atravesaron el umbral.
La cúpula estaba desierta y en sombras. Ningún sol sintético flotaba, con su silbido de
gas, en lo alto del cielo raso azul. Ninguna comida estaba esperando. En la habitación
reinaba el frío, como en una tumba. Y a través de mil agujeros, abiertos recientemente en
el techo, entraba el agua, y las gotas de lluvia empapaban las gruesas alfombras y los
pesados muebles modernos, y estallaban sobre las mesas de vidrio. La selva crecía en la
habitación, como un musgo, en lo alto de las bibliotecas y en los hondos divanes. La lluvia
se introducía por los agujeros y caía sobre los rostros de los tres hombres.
Pickard empezó a reírse dulcemente.
-Cállese, Pickard.
-Oh, dioses, miren lo que estaba esperándonos... Nada de sol, nada de comida, nada.
¡Los venusinos! ¡Por supuesto! ¡Es obra de ellos!
Simmons asintió con un movimiento de cabeza. El agua le corrió por el pelo plateado y
por las cejas blancas.
-Una vez cada tanto los venusinos salen del mar y atacan las cúpulas. Saben que si
acaban con las cúpulas acabarán también con nosotros.
-¿Pero las cúpulas no están protegidas con armas?
-Por supuesto. -Simmons se dirigió hacia un lugar un poco menos mojado que los
otros-. Pero desde el último ataque han pasado cinco años. Se descuidaron las defensas.
Sorprendieron a estos hombres.
-¿Pero dónde están los cadáveres?
-Los venusinos se los llevaron al mar. He oído decir que lo ahogan a uno con un
método delicioso. Tardan cuatro horas. Realmente delicioso.
Pickard se rió.
-Apuesto a que aquí no hay comida.
El teniente frunció el ceño y señaló a Pickard con un movimiento de cabeza, mirando a
Simmons. Simmons hizo un gesto y entró en un cuarto, a un lado de la sala redonda. En
la cocina había mojadas rodajas de pan y trozos de carne donde crecía un vello verde.
La lluvia entraba por unos agujeros abiertos en el techo.
-Magnífico. -El teniente miró los agujeros-. Me parece que no podríamos tapar esos
agujeros e instalarnos aquí.
-¿Sin comida, señor? -gruñó Simmons-. La máquina solar está rota. Sólo nos queda
buscar la próxima cúpula. ¿Está muy lejos?
-No mucho. Recuerdo que en esta región construyeron dos no muy alejadas la una de
la otra. Quizá si esperásemos aquí, una dotación de la otra cúpula podría...
-Ya han estado aquí probablemente. Enviarán algunos hombres para reparar el lugar
dentro de unos seis meses, cuando el Congreso vote el dinero. Me parece que no nos
conviene esperar.
-Muy bien. Entonces nos comeremos el resto de las raciones y nos pondremos en
seguida en camino.
-Si por lo menos la lluvia no me golpeara la cabeza -dijo Pickard-. Sólo por unos
minutos... Si pudiera recordar en qué consiste sentirse tranquilo. -Pickard se apretó la
cabeza con ambas manos-. Recuerdo que cuando iba a la escuela un granuja que se
sentaba detrás de mí me pinchaba y me pinchaba y me pinchaba cada cinco minutos,
todo el día. Y así durante semanas y meses. Yo tenía siempre los brazos lastimados, con
manchas negras o azules y pensaba que esos pinchazos terminarían por volverme loco.
Un día, perdí la cabeza y me volví en mi asiento con una escuadra de metal que usaba en
las clases de dibujo técnico, y casi lo mato a aquel bastardo. Casi le saco la cabeza. Casi
le arranco un ojo. Me echaron de la clase, mientras yo gritaba: «¿Por qué no me deja
tranquilo? ¿Por qué no me deja tranquilo?» -Pickard se apretaba los huesos de la cabeza
con ambas manos. Cerraba los ojos-. ¿Pero qué puedo hacer ahora? ¿A quien voy a
golpear, a quién le diré que se vaya, que deje de molestarme? ¡Esta lluvia maldita, como
aquellos pinchazos, siempre sobre uno! ¡No se oye nada más! ¡No se siente nada más!
-Llegaremos a la otra cúpula solar a las cuatro de la tarde.
-¿Cúpula solar? ¡Miren ésta! ¿Y si todas las cúpulas de Venus estuviesen así, eh? ¿Y
si hubiese agujeros en todos los techos? ¿Y si entrara la lluvia en todas las cúpulas?
-Tenemos que correr ese riesgo.
-Estoy cansado de correr riesgos. Sólo quiero un techo y un poco de descanso. Que
me dejen en paz.
-Llegaremos dentro de ocho horas, si aguanta hasta entonces.
-No se preocupen. Aguantaré muy bien -dijo Pickard y se echó a reír sin mirar a sus
compañeros.
-Comamos -dijo Simmons, observándolo.
Caminaron por la costa, siempre hacia el sur. A las cuatro horas tuvieron que internarse
en la selva para evitar un río de más de un kilómetro de ancho, y de aguas demasiado
rápidas. Recorrieron unos ocho kilómetros y llegaron a un sitio en que el río surgía
abruptamente de la tierra, como de una herida mortal. Volvieron al océano bajo la lluvia.
-Tengo que dormir -dijo Pickard al fin. Se derrumbó-. No he dormido en cuatro
semanas. He probado, pero no puedo. Durmamos aquí.
El cielo estaba oscureciéndose. Caía la noche en Venus, una noche tan negra que todo
movimiento parecía peligroso. Simmons y el teniente cayeron también de rodillas.
-Bueno -dijo el teniente-, veremos qué se puede hacer. Ya lo hemos intentado antes,
pero no sé... Este clima no parece invitar al sueño.
Los hombres se tendieron en el barro, tapándose las cabezas para que el agua no les
entrara por las bocas. Cerraron los ojos. El teniente se estremeció.
No podía dormir.
Algo le corría por la piel. Algo crecía sobre él, en capas. Caían unas gotas, sobre otras
gotas, y todas se unían formando unos hilos de agua que le corrían por el cuerpo. Y
mientras, las raíces de las plantas se le metían en la ropa. Sintió que la hiedra lo cubría
con un segundo traje; sintió que los capullos de las florecitas se abrían, y que caían los
pétalos. Y la lluvia seguía y seguía, golpeándole el cuerpo y la cabeza. En la noche
luminosa (pues la vegetación brillaba ahora en la oscuridad) podía ver las figuras de los
otros dos hombres, como troncos caídos cubiertos por un manto de hierbas y flores. La
lluvia le golpeó la cara. Se cubrió la cara con las manos. La lluvia le golpeó entonces el
cuello. Se volvió boca abajo, en el barro, entre las plantas de tejidos elásticos, y la lluvia le
golpeó la espalda y las piernas.
El teniente se incorporó y comenzó a sacudirse el agua del cuerpo. Mil manos lo
estaban tocando, y no quería que lo tocaran. Ya no lo aguantaba más. Trastabilló y chocó
contra alguien. Era Simmons, de pie bajo la lluvia. Simmons escupía, tosía y estornudaba.
Y en seguida Pickard, gritando, se incorporó y echó a correr.
-¡Un momento, Pickard!
-¡Basta! ¡Basta! -gritaba Pickard. Disparó seis veces su arma contra el cielo de la
noche. En el resplandor de la pólvora, durante un instante, con cada detonación, los
hombres pudieron ver ejércitos de gotas de lluvia. como incrustadas en una vasta e
inmóvil piedra de ámbar, como sorprendidas por la explosión. Quince billones de gotitas,
quince billones de lágrimas, quince billones de joyas en una vitrina forrada de terciopelo
blanco. Y luego, cuando la luz desapareció, las gotas que se habían detenido para ser
fotografiadas, que habían suspendido su rápido descenso, cayeron sobre los hombres,
como una nube de voraces insectos, fría y dolorosa.
-¡Basta! ¡Basta!
-¡Pickard!
Pero Pickard ya no se movía.
El teniente encendió una linterna e iluminó el rostro húmedo de Pickard. El hombre
tenía los ojos desorbitados y la boca abierta, y el rostro vuelto hacia arriba, de modo que
el agua le golpeaba la lengua y le estallaba en la boca, y le lastimaba y le mojaba los ojos
abiertos, y le salía en burbujas de la nariz como un murmullo espumoso.
-¡Pickard!
Pickard no contestó. Se quedó allí, sin moverse, mientras las pompas de la lluvia se
rompían sobre su pelo descolorido, y los collares y las pulseras del agua se le
desprendían del cuello y las muñecas.
-¡Pickard! Nos vamos. Síganos.
La lluvia resbalaba por las orejas de Pickard.
-¿Me oye, Pickard?
Como si estuviese gritando dentro de un pozo.
-¡Pickard!
-Déjelo -murmuró Simmons.
-No podemos seguir sin él.
-¿Y qué vamos a hacer? ¿Llevarlo a la rastra? -exclamó Simmons-. Será totalmente
inútil. Tanto para él como para nosotros. ¿Sabe qué hará? Se quedará ahí hasta
ahogarse.
-¿Qué?
-Debía saberlo. ¿No conoce la historia? Se quedará ahí, con la cabeza levantada, y
dejará que el agua le entre por la nariz y la boca. Respirará agua.
-No.
-Así lo encontraron al general Mendt. Sentado en una roca, con la cabeza echada hacia
atrás, respirando lluvia. Tenía los pulmones llenos de agua.
El teniente volvió a iluminar aquel rostro inmóvil.
De la nariz de Pickard salía un sonido húmedo.
-¡Pickard! -El teniente lo abofeteó.
-No puede sentirlo -dijo Simmons-. Unos pocos días bajo esta lluvia y uno ya no tiene ni
cara ni piernas ni manos.
El teniente se miró horrorizado la mano. No la sentía.
-Pero no podemos dejarlo aquí.
-Le enseñaré qué podemos hacer.
Simmons disparó su arma.
Pickard cayó en un charco.
-No se mueva, teniente -dijo Simmons-. Tengo el arma cargada. Reflexione. Pickard se
hubiese quedado ahí, de pie o sentado, hasta ahogarse. Esto es más rápido.
El teniente miró parpadeando el cuerpo de Pickard.
-Pero usted lo mató.
-Sí, porque se hubiese convertido en una carga, y hubiese terminado con nosotros. ¿Le
vio la cara? Estaba loco.
Pasó un rato, y al fin el teniente asintió.
-Bueno.
Los dos hombres volvieron a caminar bajo la lluvia.
En la noche sombría, las linternas lanzaban unos rayos que apenas atravesaban la
lluvia. Después de media hora tuvieron que detenerse devorados por el hambre, y esperar
la llegada del alba. Cuando amaneció, la luz era gris, y seguía lloviendo. Los hombres se
pusieron otra vez en camino.
-Hemos calculado mal -dijo Simmons.
-No. Falta una hora.
-Hable más fuerte. No puedo oírlo. -Simmons se detuvo y sonrió-. Por Cristo -dijo, y se
tocó las orejas-. Mis orejas. Ya no las tengo. Esta lluvia me pelará hasta los huesos.
-¿No oye nada? -dijo el teniente.
-¿Qué? -Los ojos de Simmons parecían asombrados.
-Nada. Vamos.
-Creo que esperaré aquí. Siga usted adelante.
-No puede hacer eso.
-No lo oigo. Siga usted. No puedo más. No creo que haya una cúpula por estos lados.
Y si la hubiese, tendrá probablemente el techo lleno de agujeros, como la otra. Creo que
voy a sentarme.
-¡Levántese, Simmons!
-Hasta luego, teniente.
-¡No puede abandonar ahora!
-Tengo un arma que dice que sí. Ya nada me importa. No estoy loco todavía, pero no
tardaré mucho en estarlo. Y no quiero morir de ese modo. Tan pronto como usted se aleje
dispararé contra mí mismo.
-¡Simmons!
-Oiga, es cuestión de tiempo. Morir ahora o dentro de un rato. ¿Qué le parece si al
llegar a la próxima cúpula se encuentra con el techo agujereado? Sería magnífico, ¿no?
El teniente esperó un momento, y al fin se fue, chapoteando bajo la lluvia. Se volvió
una vez y llamó a Simmons, pero el hombre siguió allí, con el arma en la mano,
esperando a que el teniente se perdiera de vista. Simmons sacudió la cabeza y le hizo
una seña como para que siguiera caminando.
El teniente no oyó ni siquiera la detonación.
Mientras caminaba masticó unas flores. No eran venenosas ni tampoco muy nutritivas.
Las vomitó un minuto después.
Trató de hacerse un sombrero con hojas. Pero ya lo había intentado otras veces. La
lluvia le disolvió las hojas sobre la cabeza. Desprendidas de sus tallos las hojas se le
pudrían rápidamente entre los dedos, transformándose en una masilla gris.
-Otros cinco minutos -se dijo a sí mismo-. Otros cinco minutos y luego me meteré en el
mar y seguiré caminando. No estamos hechos para esto. Ningún terrestre ha podido ni
podrá soportarlo. Los nervios, los nervios.
Avanzó tambaleándose por un mar de fango y follaje, y subió a una loma.
A lo lejos, entre los finos velos del agua, se veía una débil mancha amarilla.
La otra cúpula solar.
A través de los árboles, muy lejos, un edificio redondo y amarillo. El teniente se quedó
mirándolo, tambaleante.
Echó a correr. y volvió a caminar. Tenía miedo. ¿Y si fuese la misma cúpula? ¿Y si
fuese la cúpula muerta, sin sol?
El teniente resbaló y cayó al suelo. Quédate ahí, pensó. Te has equivocado. Todo es
inútil. Bebe toda el agua que quieras.
Pero se incorporó otra vez. Cruzó varios arroyos, y el resplandor amarillo se hizo más
intenso, y echó a correr otra vez, quebrando con sus pisadas espejos y vidrios, y lanzando
al aire, con el movimiento de los brazos, diamantes y piedras preciosas.
Se detuvo ante la puerta amarilla donde se leía CÚPULA SOLAR. Extendió una mano
entumecida y la tocó. Movió el pestillo y entró, tambaleándose.
Miró a su alrededor. Detrás de él, en la puerta, los torbellinos de la lluvia. Ante él, sobre
una mesa baja, un tazón plateado de chocolate caliente, humeante, y una fuente llena de
bizcochos. Y al lado, en otra fuente, sándwiches de pollo y rodajas de tomate y cebollas
verdes. Y en una percha, en frente, una gran toalla turca, verde y gruesa, y un canasto
para guardar las ropas mojadas. Y a la derecha, una cabina donde unos cálidos rayos
secaban todo, instantáneamente. Y sobre una silla, un uniforme limpio que esperaba a
alguien, a él o a cualquier otro extraviado. Y allá, más lejos, el café que humeaba en
recipientes de cobre, y un fonógrafo del que nacía una música serena, y unos libros
encuadernados en cuero rojo o castaño. Y cerca de los libros, un sofá blando y hondo
donde podía acostarse, desnudo, a absorber los rayos de ese objeto grande y brillante
que dominaba la habitación.
Se llevó las manos a los ojos. Vio a otros hombres que se acercaban a él, pero no les
dijo nada. Esperó, abrió los ojos y miró. El agua le caía a chorros del uniforme y formaba
un charco a sus pies. Sintió que el pelo, la cara, el pecho, los brazos y las piernas se le
estaban secando.
El teniente miraba el sol.
El sol colgaba en el centro del cuarto, grande y amarillo, y cálido. Era un sol silencioso,
en una habitación silenciosa. La puerta estaba cerrada y la lluvia era sólo un recuerdo
para su cuerpo palpitante. El sol estaba allá arriba, en el cielo azul de la habitación, cálido,
caliente, amarillo, y hermoso.
El teniente se adelantó, arrancándose las ropas.
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