LOS DESTERRADOS
-
Los ojos de las brujas eran de fuego y de las bocas les salía un aliento de llamas.
Inclinadas sobre el caldero probaban el líquido con palos grasientos y dedos huesudos.
-When shalláwe three meet again
In thunder, lightning, or in rain?
Las brujas bailaban tambaleándose en la playa de un mar seco, viciando el aire con
sus tres lenguas, y calcinándolo con el brillo malévolo de sus ojos de gato.
-Round about the cauldron go;
In the poison'd entrails throw...
Double, double toil and trouble;
Fire burn, and cauldron bubble!
Las brujas se detuvieron y miraron a su alrededor.
-¿Dónde está el cristal? ¿Dónde están las agujas?
-¡Aquí!
-¡Bien!
-¿La cera amarilla está bien espesa?
-¡Sí!
-¡Arrojadla en el molde de hierro!
-¿La figura de cera está lista?
El muñeco goteó como una melaza entre las manos voraces.
-Atravesadle el corazón con la aguja.
-¡El espejo, el espejo! Sacadlo del saco del Tarot. Limpiadle el polvo, ¡mirad un
momento!
Se inclinaron sobre el cristal con los rostros blancos.
-Mirad, mirad, mirad...
Un cohete se movía por el espacio, desde el planeta Tierra hacia el planeta Marte.
Dentro de la nave agonizaban unos hombres.
El capitán, cansado, levantó la cabeza.
-Tendremos que darle morfina.
-Pero, capitán...
-Ya ven ustedes el estado de este hombre.
El capitán apartó la manta de lana, y el hombre acostado sobre la sábana húmeda se
estremeció y gimió. Unas nubes sulfurosas llenaban el aire.
-Lo vi... lo vi. -El hombre abrió los ojos, y miró fijamente la ventanilla, por donde sólo se
veía el espacio oscuro, las estrellas móviles, la Tierra que se alejaba, y Marte que crecía,
grande y rojo-. Lo vi... un murciélago, un murciélago con cara de hombre, detrás de la
ventanilla. Aleteaba, y aleteaba y aleteaba...
-¿Qué pulso tiene? -preguntó el capitán.
El enfermero contó los latidos.
-Ciento treinta.
-No puede seguir así. Denle morfina. Vamos, Smith.
El capitán y Smith se alejaron. De pronto, las planchas del piso se cubrieron de huesos
y cráneos blancos que lanzaban agudos chillidos. El capitán no se atrevió a bajar los ojos,
y volviéndose hacia una puerta, gritó:
-¿Perse está aquí?
Un cirujano vestido de blanco se apartó de un cuerpo.
-No lo entiendo.
-¿Cómo murió Perse?
-No lo sabemos, capitán. No fue el corazón, ni el cerebro... Se murió, simplemente.
El capitán tocó la muñeca del médico. La muñeca se convirtió en una serpiente
sibilante y mordió al capitán. El capitán no pestañeó.
-Cuídese, doctor. Tiene usted un pulso bastante rápido.
El médico asintió con un movimiento de cabeza.
-Perse se quejaba de dolores... agujas, decía... en los brazos y piernas. Decía que era
un muñeco de cera que estaba derritiéndose. Rodó por el suelo. Lo ayudé a levantarse.
Gritaba como un chico. Decía que una aguja le atravesaba el corazón. Y murió. Eso es
todo. Podemos repetir la autopsia si usted quiere. No he advertido nada anormal.
-¡Es imposible! ¡Ha muerto de algo!
El capitán se acercó a la ventanilla. Las cuidadas manos le olían a mentol, iodo y jabón
antiséptico. Se había cepillado los dientes y se había frotado con fuerza las orejas y las
mejillas. Su uniforme tenía el color de la sal. Sus botas eran como espejos oscuros y
brillantes. El cabello crespo y cortado al rape le olía a alcohol. Hasta su aliento era suave
y limpio. No tenía una sola mancha. Era un instrumento nuevo y afilado que conservaba
aún la temperatura del autoclave.
Los otros tripulantes estaban cortados por la misma tijera. Uno esperaba ver en sus
espaldas unas llaves enormes que giraban lentamente. Eran juguetes costosos, eficaces,
bien aceitados, obedientes y veloces.
El capitán observó el planeta que crecía en el espacio.
-Dentro de una hora estaremos en ese lugar maldito. Smith, ¿ha visto usted algún
murciélago? ¿Ha tenido usted pesadillas?
-Sí, señor. Un mes antes que el cohete saliera de Nueva York. Unas ratas blancas me
mordían el cuello, me bebían la sangre. No dije nada. Temía que usted no me dejase
venir.
-No importa -suspiró el capitán-. Yo también he tenido pesadillas. Hasta poco antes que
saliéramos de la Tierra yo nunca había soñado. Ni un solo sueño en mis cincuenta años
de vida. Y desde entonces todas las noches sueño que soy un lobo blanco. Me cazan en
una colina de nieve y me matan con una bala de plata. Y con una estaca me atraviesan el
corazón. -Señaló Marte con un movimiento de cabeza-. ¿Cree usted, Smith, que ellos
saben que estamos llegando?
-No sabemos si se trata de marcianos, señor.
-¿No sabemos? Comenzaron a asustarnos hace ocho semanas, antes que dejásemos
la Tierra. Mataron a Perse y a Reynolds. Ayer dejaron ciego a Grenville. ¿Cómo? No lo
sé. Murciélagos, agujas, sueños, hombres que mueren sin motivo. Brujería, lo hubiesen
llamado antes. Pero estamos en el año 2120, Smith. Somos hombres de mente clara.
Esto no puede ocurrir. Y sin embargo ocurre. Quienesquiera que sean, con sus agujas y
sus murciélagos, tratan de terminar con nosotros. -Se volvió hacia Smith-. Smith, traiga
esos libros que hay en mis estantes. Quiero tenerlos conmigo en el momento de aterrizar.
Doscientos libros fueron apilados en la cubierta del cohete.
-Gracias, Smith. ¿Les ha echado una ojeada? Pensará que estoy loco. Quizá. No sé
cómo se me ocurrió. Al último momento pedí estos libros al Museo de Historia. A causa de
mis sueños. Durante veinte noches fui acuchillado, descuartizado. Durante veinte noches
fui un murciélago clavado con alfileres en una mesa de operaciones, algo que se pudría
bajo tierra en un negro ataúd. Sueños, pesadillas. Toda la tripulación soñó con brujas y
vampiros y fantasmas. Seres que estos hombres no podían de ningún modo conocer.
¿Por qué? Porque todas las obras con estos horribles temas fueron destruidas hace casi
un siglo. Se dictó una ley. Se prohibió conservar esos espantosos volúmenes. Esos libros
que ve ahí son los últimos ejemplares, objetos históricos que se guardaban en las cajas
fuertes de los museos.
Smith se inclinó para leer los títulos cubiertos de polvo.
-Cuentos de Misterio e Imaginación, por Edgar Allan Poe; Drácula, por Bram Stoker;
Frankestein, por Mary Shelley, Otra Vuelta de Tuerca, por Henry James; La Leyenda del
Valle del Sueño, por Washington Irving; La Hija de Rapaccini, por Nathaniel Hawthorne;
Un Incidente en el Puente del Arroyo del Búho, por Ambrose Bierce; Alicia en el País de
las Maravillas, por Lewis Carroll; Los Sauces, por Algernon Blackwood; El Mago de Oz,
por L. Frank Baum; La Extraña Sombra sobre Insmouth, por H. P. Lovecraft. ¡Y más!
Libros por Walter de la Mare, Wakefield, Harvey, Wells, Asquith, Huxley... todos autores
prohibidos. Todos quemados el mismo año en que las fiestas de la víspera de Todos los
Santos fueron puestas fuera de la ley, en el que prohibieron la Navidad.
-Pero, señor, ¿para qué nos sirven estos libros?
-No sé -suspiró el capitán-, todavía.
Las tres hechiceras levantaron el espejo donde temblaba la imagen del capitán. La
vocecita tintineó dentro del vidrio.
-No sé -suspiró el capitán-, todavía.
Las brujas de ojos enrojecidos se miraron.
-No tenemos mucho tiempo -dijo una.
-Será mejor que vayamos a la ciudad, a avisarles -dijo otra.
-Querrán saber algo de los libros. Esto no tiene buen aspecto. ¡Ese capitán imbécil!
-El cohete llegará dentro de una hora.
Las tres hechiceras se estremecieron, y entornando los ojos miraron la ciudad de
esmeralda, a orillas del mar seco. En la más alta de las ventanas un hombre abría una
cortina del color de la sangre. El hombre observó las tierras baldías donde las brujas
alimentaban el caldero y modelaban las ceras. Más lejos, diez mil fuegos azules,
inciensos de laurel, negras humaredas de tabaco y de ramas de pino y de canela y de
polvo de huesos se alzaban suavemente como nubes de insectos en la noche marciana.
El hombre contó los fuegos furiosos y mágicos. Luego, mientras las brujas lo estaban
mirando, volvió la cabeza. Dejó caer la cortina rojiza y la distante ventana parpadeó como
un ojo amarillo.
El señor Edgard Allan Poe miraba por la ventana de la torre, envuelto en una vaga
aureola de alcohol.
-Las amigas de Hécate están muy ocupadas esta noche -dijo observando a las brujas,
allá abajo.
Una voz murmuró a sus espaldas:
-Hoy vi a Will Shakespeare en la costa, temprano Estaba azotando a las brujas. Había
extendido todo su ejército a lo largo del mar. Miles. Las tres brujas, Oberón, el padre de
Hamlet, Puck... todos, todos ellos... ¡Miles! Un mar de gente.
-Ese bueno de William. -Edgard Poe volvió la cabeza. Dejó caer la cortina rojiza.
Observó un momento la piedra desnuda de los muros, las llamas de los cirios, y luego
miró al otro hombre, el señor Ambrose Bierce, que estaba perezosamente sentado,
encendiendo fósforos y dejándolos arder. Bierce silbaba entre dientes y de cuando en
cuando se reía.
-Tenemos que avisarle al señor Dickens -dijo Poe-. Ha pasado mucho tiempo. Faltan
sólo unas pocas horas. ¿Quiere acompañarme, Bierce?
Bierce abrió alegremente los ojos.
-¿Estaba pensando... qué nos pasará?
-Si no podemos matar a esos hombres del cohete, o asustarlos hasta que se vayan,
tendremos que salir de aquí. Iremos a Júpiter, y cuando lleguen a Júpiter, iremos a
Saturno, y cuando lleguen a Saturno, iremos a Urano o Neptuno, y luego a Plutón...
-¿Y luego?
El señor Poe parecía fatigado. Unas brillantes brasas de carbón se apagaban
lentamente en sus ojos. Había una furiosa tristeza en su voz, y las manos y el pelo largo y
lacio que le caía sobre la asombrosa frente blanca revelaban una cierta impotencia.
Parecía el demonio de una oscura causa perdida, un general derrotado en una desastrosa
invasión. Los labios pensativos mordisqueaban los sedosos y negros bigotes. Era tan
pequeño que su frente parecía flotar, amplia y fosforescente, en las sombras del cuarto.
-Tenemos la ventaja de desplazarnos con métodos muy superiores -dijo Poe-. Siempre
podemos esperar una de esas guerras atómicas, la decadencia, la vuelta a las épocas
oscuras, el retorno de la superstición. Entonces podríamos volver a la Tierra, todos
nosotros, sólo en una noche. -Los ojos oscuros del señor Poe se encendieron bajo la
frente redonda y luminosa. Miró fijamente el cielo raso-. ¿Así que vienen a arruinar
también este mundo? No quieren dejar nada sin clasificar, ¿eh?
-¿Pero acaso una manada de lobos vacila en matar a su presa y devorarle las
entrañas? -dijo Bierce-. Será en verdad una guerra, realmente. Me haré a un lado y
llevaré la cuenta Tantos terrestres quemados en aceite, tantos manuscritos encontrados
en botellas reducidos a cenizas, tantos terrestres traspasados por agujas, tantas Muertes
Rojas puestas en fuga por una batería de jeringas hipodérmicas... ¡ja, ja!
Poe se balanceó colérico, ligeramente borracho.
-¿Qué hemos hecho? Póngase de nuestro lado, Bierce, ¡por favor! ¿Nos ha juzgado
limpiamente un grupo de críticos? ¡No! Tomaron nuestros libros con unas pinzas de
cirugía, limpias y esterilizadas, y los arrojaron a unos tanques, para que hirviesen, ¡para
matar sus mortíferos gérmenes! ¡Malditos sean!
-Encuentro divertida nuestra situación -dijo Bierce.
Un grito histérico que venía de la escalera de la torre interrumpió la charla.
-¡Señor Poe! ¡Señor Bierce!
-¡Sí, sí, ya vamos!
Poe y Bierce descendieron y se encontraron con un hombre que jadeaba apoyándose
en uno de los muros de piedra.
-¿Han oído las noticias? -gritó el hombre, tomándose de ellos como si estuviese a
punto de caer en un abismo-. ¡Llegarán dentro de una hora! ¡Y traen libros! ¡Viejos libros!
¡Así dijeron las brujas! ¿Qué están haciendo en la torre en un momento como éste? ¿No
piensan actuar?
-Hacemos lo que podemos, Blackwood -dijo Poe-. Usted es aún nuevo en estas lides.
Acompáñenos, vamos a ver al señor Charles Dickens...
-...a asistir a nuestro destino, a nuestro negro destino -dijo el señor Bierce guiñando un
ojo.
Los tres hombres descendieron por las resonantes gargantas del castillo, por escalones
verdes y oscuros, hasta la humedad, las ruinas, las arañas y las telas como sueños.
-No se preocupe. -La frente de Poe, una gran lámpara blanca que alumbraba el
camino, descendía, hundiéndose en las profundidades-. Todo a lo largo del mar muerto
he estado llamando a los otros. Mis amigos y los amigos de ustedes. Todos están allí. Los
animales y las viejas y los gigantes de dientes blancos y afilados. Las trampas ya están
preparadas, y los pozos, sí, y los péndulos. La Muerte Roja. -Se rió suavemente-. Sí,
también la Muerte Roja. Nunca pensé... no, nunca pensé que un día la Muerte Roja iba a
existir de veras. Pero ellos la han pedido, ¡y la tendrán!
-¿Pero somos bastante fuertes? -preguntó Blackwood.
-¿Fuertes cómo? No nos esperan, por lo menos. Carecen de imaginación. Esos
jóvenes del cohete, tan limpios, con sus escobas antisépticas y sus cascos como
peceras... Sacerdotes de un nuevo culto. Alrededor de sus cuellos, colgados de cadenas
de oro, escalpelos. Sobre la frente, una diadema de microscopios. En sus dedos santos,
unas urnas de incienso humeante que son en realidad unos hornos germicidas para
destruir la superstición. Los nombres de Poe, Bierce, Hawthorne, Blackwood... blasfemias
en sus labios puros.
Ya fuera del castillo avanzaron por unos terrenos húmedos, un pantano que no era un
pantano. Las nieblas se levantaban como una pesadilla. En el aire había ruidos de alas y
silbidos agudos. Las tinieblas y el viento corrían de un lado a otro. Se oían unas voces
cambiantes, y unas figuras se inclinaban sobre las llamas. El señor Poe observó las
agujas que tejían y tejían a la luz del fuego, que tejían el dolor y la miseria, que tejían el
mal sobre muñecos de arcilla, sobre títeres de cera. De los calderos surgía, silbando, un
olor a ajo, azafrán y pimienta, que llenaba la noche con su acritud demoníaca.
-¡Continuad! -dijo Poe-. ¡Volveré pronto!
Todo a lo largo de la costa del mar seco unas figuras negras giraban y se
empequeñecían, crecían y se transformaban en un humo negro que ocultaba el cielo.
Unas campanas repicaban en las torres altas como montanas y unos cuervos de alquitrán
huían ante el sonido del bronce y se dispersaban en cenizas.
Poe y Bierce cruzaron de prisa un páramo solitario y un vallecito, y se encontraron de
pronto en una callejuela empedrada, por donde corría un viento frío y penetrante. La
gente se paseaba de arriba abajo, tratando de calentarse los pies. La niebla cubría la
calle, y las velas ardían en los escaparates y ventanas donde colgaban los pavos de
Navidad. A cierta distancia, algunos niños, envueltos en ropas de lana, exhalando sus
pálidos alientos en el aire invernal, entonaban un villancico, mientras que las campanas
de un inmenso reloj daban continuamente las doce de la noche. Otros chicos salían
corriendo de la panadería llevando en los brazos harapientos unas cenas que humeaban
en bandejas y fuentes de plata.
En un anuncio se leía SCROOGE, MARLEY y DICKENS. Poe hizo sonar el llamador,
que era el retrato de Marley, y al abrirse la puerta brotó del interior una bocanada de
música que casi los hizo bailar. Y allí, por encima del hombro de alguien que les apuntaba
con una barbita y unos bigotes, vieron al señor Fezziwig, que batía palmas, y a la señora
de Fezziwig, una vasta e inalterable sonrisa, que bailaba y chocaba con otros alegres
compañeros, mientras los violines chillaban y las risas corrían alrededor de la mesa como
los cristales de una araña de luces agitada por el viento. Sobre la mesa se amontonaban
las carnes, y los pavos, y las ramas de acebo, y los gansos, y los pasteles, y los tiernos
lechones coronados de salsas, y las naranjas y las manzanas. Y allí estaban Bob Cratchit
y la pequeña Dorrit y Tiny Tim y el mismo señor Fagin, y un hombre que parecía un trozo
de carne a medio asar, un grano de mostaza, una pizca de queso, un fragmento de papa
mal cocida. ¿Quién podía ser sino el mismísimo señor Marley, con cadenas y todo? Y
corría el vino, y de los pavos asados brotaba un humo que esparcía por el cuarto lo mejor
de las aves.
-¿Qué quieren? -preguntó el señor Charles Dickens.
-Venimos a pedírselo otra vez, Charles -dijo Poe-. Necesitamos su ayuda.
-¿Mi ayuda? ¿Pero creen que voy a enfrentar a esos hombres excelentes? Además,
éste no es mi mundo. Quemaron mis libros sólo por error. No soy un aficionado a lo
sobrenatural. No he escrito libros terroríficos como usted, Poe; usted, Bierce, y los otros.
No soy como ustedes, ¡horribles criaturas!
-Es usted un razonador convincente -comentó Poe-. Podría usted recibir a los hombres
del cohete, adormecerlos, adormecer sus sospechas, y luego... Luego intervendríamos
nosotros.
El señor Dickens miraba los pliegues de la capa en donde Poe ocultaba las manos.
Poe, sonriendo, sacó un gato negro.
-Para uno de los visitantes.
-¿Y para los otros?
Poe sonrió otra vez, complacido.
-¿El enterramiento prematuro?
-Es usted un hombre siniestro, señor Poe.
-Soy un hombre asustado y lleno de odio. Soy un dios, señor Dickens, como usted,
como todos nosotros. Y no sólo amenazaron nuestras creaciones... nuestros personajes,
si así lo prefiere. Las suprimieron, quemaron, destrozaron y censuraron Acabaron con
ellas. ¡Nuestros mundos se derrumban! ¡La lucha alcanza a los dioses!
-¿Y? -El señor Dickens miró a un lado y a otro, deseando volver a la fiesta, la música y
la comida-.
¿Por eso estamos aquí?
-La guerra engendra guerra. La destrucción engendra destrucción. Hace un siglo, en la
Tierra, en el ano 2020, proscribieron nuestros libros. Oh, algo horrible. Destruir así
nuestras obras... Tuvimos que salir de... ¿qué? ¿La muerte? ¿El más allá? No me gustan
las palabras abstractas. No sé. Sólo sé que oímos el llamado de nuestros mundos,
nuestras invenciones, y que tratamos de salvarlos. Hemos pasado un siglo entero en
Marte, esperando que la Tierra se ahogara a sí misma con el peso de sus sabios, y las
dudas de sus sabios. Y ahora vienen a arrojarnos de aquí, a nosotros y a nuestras
tenebrosas creaciones, y a todos los alquimistas, brujas, vampiros y espectros que, uno a
uno, se retiraron al espacio. La ciencia infestó la Tierra, sin dejarnos finalmente más
salida que el éxodo. Ayúdenos, señor Dickens. Habla usted con mucha elegancia. Lo
necesitamos.
-Ya se lo he dicho. No soy uno de ustedes. No estoy de acuerdo ni con usted ni con los
otros -dijo Dickens, enojado-. Yo no he jugado con brujas, vampiros y cosas nocturnas.
-¿Y Cuento de Navidad?
-¡Ridículo! Sólo un libro. Oh, escribí otros que también tratan de fantasmas, pero ¿y
eso qué? Mis obras esenciales no tienen ninguna relación con esas tonterías.
-De un modo o de otro lo identificaron como uno de los nuestros. Destruyeron sus
libros... sus mundos. ¡Tiene que odiarlos! ¡Tiene que odiarlos, señor Dickens!
-Reconozco que son unos estúpidos mal educados, pero nada más. ¡Buenos días!
-¡Deje venir al señor Marley, por lo menos!
-¡No!
Dickens dio un portazo. Mientras Poe se alejaba, en el fondo de la calle, resbalando en
el suelo escarchado, apareció una carroza. El cochero tocaba en un cuerno una alegre
melodía. Y de la carroza, con las mejillas encendidas como cerezas, riéndose y cantando,
salieron los Pickwickianos y golpearon la puerta, y cuando el rollizo muchacho salió a
recibirlos, entraron gritando ¡Feliz navidad! con voces fuertes y alegres.
El señor Poe corrió a lo largo de la costa envuelta en las sombras de la medianoche.
De cuando en cuando se detenía, ante los fuegos y las humaredas, y lanzaba órdenes, o
examinaba los hirvientes calderos, los brebajes y los pentagramas trazados con tiza.
-¡Muy bien! -decía y volvía a correr-. ¡Magnífico! -gritaba, y seguía corriendo. La gente
se acercaba y corría con el. El señor Coppard y el señor Machen lo acompañaban ahora.
Y allí, gimiendo, babeando, escupiendo, quedaron las sibilantes serpientes, los airados
demonios, los feroces dragones amarillos, las víboras, las brujas temblorosas, y las púas
y las ortigas y las espinas, y todo lo que el retirado mar de la imaginación había dejado en
esa costa melancólica.
El señor Machen se detuvo. Se dejó caer, como un niño, sobre la arena fría. Sollozó.
Los otros trataron de calmarlo. Machen no los escuchaba.
-Se me acaba de ocurrir -les dijo-. ¿Qué será de nosotros el día que destruyan los
últimos ejemplares?
El aire se arremolinó.
-¡No hable de eso!
-Tenemos que hablar -gimió el señor Machen-. Ahora. ahora mismo, mientras se
acerca el cohete, señor Poe; usted, Coppard; usted, Bierce... todos parecen más débiles.
Como una humareda. Se deshacen. Las caras se les disuelven...
-¡La muerte! ¡La muerte real!
-Sólo existimos en el sufrimiento de la Tierra. Si un edicto final destruye esta noche los
últimos ejemplares de nuestras obras, seremos sólo unas luces que se apagan.
Coppard reflexionó:
-Me pregunto quién soy. ¿En qué mente terrestre existo esta noche? ¿En alguna choza
africana? ¿Algún ermitaño estará leyendo mis obras? ¿Será él la única luz que el huracán
del tiempo y la ciencia ha dejado encendida? ¿La llama vacilante que alimenta este exilio
rebelde? ¿Ser él? ¿O algún niño que me encuentra, justo a tiempo, en una olvidada
bohardilla? Oh, anoche me sentí enfermo, enfermo hasta la médula, pues existe también
un cuerpo del alma, lo mismo que un cuerpo del cuerpo, y este cuerpo del alma me dolía,
todo este cuerpo luminoso. Anoche me sentí como una vela goteante... ¡Y de pronto me
incorporé difundiendo una luz nueva! Como si algún niño hubiese encontrado en un
granero terrestre, enmohecido y polvoriento, uno de mis agusanados ejemplares,
manchado por los años. ¡Y tuve así un nuevo respiro!
En una cabaña, junto a la costa, se golpeó una puerta. Un hombre de baja estatura, de
carnes flacas y colgantes, salió de la choza, y sin fijarse en los otros, se sentó en la playa
de arena y se miró los puños crispados.
-Ese me apena de veras -murmuró Blackwood-. Mírenlo. Se muere. Fue una vez más
real que nosotros, y nosotros éramos hombres. Nació como una idea esquelética, y luego,
durante siglos, lo fueron vistiendo con carnes rosadas y barbas de nieve y trajes de
terciopelo rojo y botas negras. Le añadieron pinos, lentejuelas, hojas de acebo. Y al fin lo
ahogaron en una cuba de desinfectante.
Los hombres guardaron silencio.
-¿Cómo será la Tierra sin navidad? -se preguntó Poe-. Sin castañas, sin árbol, sin
adornos, tambores ni velas. Nada. Nada, sino la nieve y el viento y los hombres solitarios
y prácticos...
Todos miraron al viejito, de barba rala y traje descolorido.
-¿No conocen la historia?
-Me la imagino. El psiquiatra de ojos brillantes, el inteligente sociólogo, el pedagogo
resentido de boca espumosa, los padres antisépticos...
-Una situación lamentable para los comerciantes -dijo Bierce con una sonrisa-.
Recuerdo que exhibían adornos y entonaban villancicos desde fines de octubre. Este año
habrán empezado en setiembre...
Bierce dejó de hablar. Lanzó un suspiro y cayó de bruces. Tendido en la arena tuvo
tiempo de decir:
-¡Qué interesante! -, y luego, mientras los demás lo miraban con horror, ardió y fue un
polvo azul, y unos huesos calcinados, y unas cenizas que flotaron en el aire como copos
oscuros.
-¡Bierce, Bierce!
-Se ha ido.
-Su último libro. Alguien acaba de quemarlo allá en la Tierra.
-Que descanse en paz. Nada de él queda ahora. Desaparecemos con ellos.
Un sonido veloz en el aire.
Todos gritaron, asustados, y alzaron los ojos. En el cielo, envuelto en unas luminosas y
chirriantes nubes de fuego, estaba el cohete. Alrededor de las figuras de la costa se
agitaron las linternas. Rechinaron los dientes, burbujearon los líquidos, y se sintió un olor
de filtros destilados. Las calabazas de ojos de velas encendidas se elevaron en el aire
claro y frío. Los dedos huesudos se cerraron en puños, y una bruja de boca desdentada
gritó:
-¡Nave, nave, cae, destrózate! ¡Nave, nave, incéndiate! ¡Rómpete, quiébrate, fúndete!
¡Conviértete en polvo de momia, en pellejo de gato!
-Hora de irse -murmuró Blackwood-. A Júpiter, a Saturno o a Plutón.
-¿Escapar? -gritó Poe en medio del viento-. ¡Nunca!
-Soy viejo y estoy cansado.
Poe miró la cara de Blackwood y comprendió. Subió rápidamente a la cima de una
duna y enfrentó las diez mil sombras grises y las luces verdes y los ojos amarillos que
flotaban en el viento ululante.
-¡Los polvos! -gritó.
Un olor caliente y espeso a almendras amargas, cebollas, comino, santónico y raíces
de lirio.
El cohete descendía, implacablemente, aullando como un alma condenada. Poe lo miró
enfurecido. Alzó los puños, y la orquesta de calor, olor y odio le respondió con un acorde.
Como cortezas arrancadas de un árbol se levantaron los murciélagos. Unos corazones en
llamas se elevaron como proyectiles y estallaron en el aire chamuscado como sangrientos
fuegos de artificio. El cohete descendía, descendía, incesantemente, como un péndulo. Y
Poe, furioso, gritaba, retrocedía mientras el cohete avanzaba y avanzaba cortando y
devorando el aire. Y el mar muerto parecía una cisterna donde las víctimas esperaban el
descenso de la máquina horrible, del hacha centelleante, de la roca que caía hacia ellos.
-¡Las serpientes! -gritó Poe.
Y unas luminosas serpientes de un verde ondulante atacaron el cohete. Pero el cohete
-una llama, un movimiento- descendió en las arenas, a un kilómetro de distancia,
lanzando alrededor los últimos restos de su plumaje rojo.
-¡A él! -gritó Poe-. ¡Cambiaremos los planes! ¡Una oportunidad aún! ¡La última! ¡A él!
¡Corran! ¡Ahoguémoslo con nuestros cuerpos! ¡Que mueran todos!
Y como si le hubiese ordenado a un mar furioso que cambiara su curso, que
abandonara su lecho primitivo, los torbellinos y las salvajes trombas del fuego se
dispersaron y corrieron, como vientos y lluvias y relámpagos, sobre las arenas del mar,
por las hondonadas vacías, con sombras y gritos, silbidos y lamentos, chispas y
corrientes, hacia el cohete que yacía extinguido, como una antorcha metálica y limpia, en
el más lejano de los valles. Y como si un inmenso caldero calcinado de lava espumosa se
hubiese volcado de pronto, una hirviente marea de animales y hombres cubrió los
abismos desiertos.
-¡Mátenlos! -gritó Poe.
Los hombres del cohete salieron de la nave, con las armas preparadas. Dieron unos
pasos, oliendo el aire como perros de presa. No vieron nada. Se tranquilizaron. Por último
salió el capitán. Dio brevemente unas órdenes. Se juntaron unas maderas, se
encendieron, y el fuego creció en un instante. El capitán reunió a su alrededor a los
hombres, en un semicírculo.
-Un mundo nuevo -dijo, tratando de hablar con serenidad aunque de cuando en cuando
miraba nerviosamente y por encima del hombro hacia el mar vacío-. El viejo mundo ha
quedado atrás. Empezamos otra vez. Nada será más simbólico que dedicarnos, con
mayor firmeza aún, a la ciencia y al progreso. -Hizo una seña a su ayudante-. Los libros.
La luz de la hoguera iluminó los borrosos títulos dorados: Los Sauces, El Extraño, La
Mirada, El Soñador, El Doctor Jekyll y el Señor Hyde, El País de Oz, Pellucidar, El País
Olvidado por el Tiempo, El Sueño de una Noche de Verano, y los monstruosos nombres
de Machen y Edgard Allan Poe y Campbell y Dunsany y Blackwood y Lewis Carroll; los
nombres, los viejos nombres, los nombres malditos.
-Un mundo nuevo. Con este acto tan simple quemamos los últimos restos del pasado.
El capitán arrancó las páginas de los libros. Las hojas marchitas alimentaron la
hoguera.
Un grito.
Los hombres dieron un salto, y se quedaron mirando, por encima de las llamas, las
orillas del océano desierto.
¡Otro grito! Penetrante y triste, como la agonía de un dragón, o el espasmo de un
cetáceo jadeante cuando las aguas del mar se secan y evaporan en los abismos.
El silbido del aire que corría a ocupar el sitio vacío donde antes había habido algo.
El capitán dispuso del último libro arrojándolo al fuego.
El aire dejó de vibrar.
Silencio.
Los hombres del cohete se inclinaron hacia delante para escuchar mejor.
-Capitán, ¿ha oído?
-No.
-Como una ola, señor. ¡En el fondo del mar! Me pareció ver algo. Allí. Una ola negra.
Enorme. Venía hacia nosotros.
-Habrá visto mal.
-¡Allá, señor!
-¿Qué?
-¿No ve? ¡La ciudad! La ciudad verde junto al lago. Se parte en dos. ¡Se derrumba!
Los hombres se adelantaron entornando los ojos.
Smith temblaba. Se llevó una mano a la cabeza como buscando algo.
-Sí, recuerdo -dijo-. Sí. Hace muchos años, cuando yo era chico. Un libro que leí. Un
cuento Oz, creo que se llamaba. Sí, Oz. La ciudad esmeralda de Oz.
-Oz. Nunca oí ese nombre.
-Sí, Oz. Eso era. La acabo de ver. Como en el cuento. Se derrumba.
-¡Smith!
-¿Señor?
-Preséntese mañana al psicoanalista.
-Si, señor.
Smith saludó.
-Y tenga cuidado.
Los hombres avanzaron de puntillas, con las armas vigilantes, alejándose de las luces
asépticas del cohete para examinar el mar extenso y las colinas bajas.
-Pero, ¡cómo! -murmuró Smith, desilusionado-. No hay nadie aquí. Absolutamente
nadie.
El viento gimió cubriéndole de arena los zapatos.
-
UNA NOCHE O UNA MAÑANA CUALQUIERA
-
El hombre había fumado un paquete de cigarrillos en dos horas.
-¿En qué punto del espacio nos encontramos en este momento?
-A un billón de kilómetros.
-¿A un billón de kilómetros de dónde? -dijo Hitchcock.
-Depende -dijo Clemens, que no fumaba.
-Dilo, entonces.
-Nuestra casa. La Tierra. Nueva York, Chicago. El lugar de donde venimos. Cualquiera
que sea.
-No me acuerdo -dijo Hitchcock-. Ni siquiera se si la Tierra existe. ¿Y tú?
-Sí. Soñé con ella esta mañana.
-No hay mañanas en el espacio.
-Esta noche entonces.
-Siempre es de noche -dijo Hitchcock suavemente- ¿De qué noche hablas?
-Cállate -dijo Clemens irritado-. Déjame en paz.
Hitchcock encendió otro cigarrillo. No le temblaban las manos, pero parecía como si se
estremeciese bajo la piel tostada por el sol. Un leve estremecimiento en las manos, y un
invisible estremecimiento a lo largo del cuerpo. Los dos hombres, sentados en el piso de
la galería de observación, contemplaban las estrellas. Los ojos de Clemens brillaban
intensamente, pero los ojos de Hitchcock, ausentes y apagados, no se fijaban en nada.
-Me desperté a las 05.00 -dijo Hitchcock- como si le hablase a su mano derecha-. Y me
oí gritar: «¿Dónde estoy? ¿Dónde estoy?» Y la respuesta fue: «En ninguna parte.» Y dije
entonces: «¿Dónde he estado?» Y respondí: «En la Tierra.» «¿Qué es la Tierra?» me
pregunté. «El lugar donde nací» me dije. Pero las palabras no tenían sentido, y peor aún.
No creo en nada que no pueda ver o tocar. No puedo ver la Tierra, ¿por qué voy a creer
que existe? Es mejor así, es mejor no creer.
-Allá está la Tierra -apuntó Clemens, sonriendo-. Aquel punto luminoso.
-Eso no es la Tierra. Es nuestro sol. Desde aquí no se ve la Tierra.
-Yo puedo verla. Tengo buena memoria.
-No seas tonto. No es lo mismo -dijo Hitchcock bruscamente, algo enojado-. Quiero
decir verla de veras. Siempre he sido igual. Cuando estoy en Boston, no existe Nueva
York. Cuando estoy en Nueva York, no existe Boston. Cuando no veo a alguien durante
todo un día, ese hombre no existe. Cuando lo encuentro en la calle, Dios mío, es como
una resurrección. Casi me pongo a bailar. Me alegra tanto verlo... Me acostumbro, sin
embargo. Dejo de bailar. Miro solamente. Y cuando el hombre se va, deja de existir, otra
vez.
Clemens se rió.
-Porque tu mente es demasiado primitiva. No puedes asir las cosas. No tienes
imaginación, mi viejo Hitchcock. Tienes que aprender a recordar.
-¿Para qué recordar lo que no me sirve? -dijo Hitchcock, con los ojos muy abiertos,
perdidos en el espacio-. Soy un hombre práctico. Si la Tierra no está ahí, para que yo
pueda pasearme, ¿quieres que me pasee por un recuerdo? Hace daño. Los recuerdos,
como decía mi padre, son como puercoespines. Al diablo con ellos. No te acerques. Te
lastiman. Te arruinan el trabajo. Te hacen llorar.
-Ahora mismo me estoy paseando por la Tierra -dijo Clemens, con los ojos cerrados.
-Manejas puercoespines -dijo Hitchcock con una voz inexpresiva-. Más tarde no podrás
almorzar, y te preguntarás por qué. Te habrás tragado un puñado de púas. ¡Al diablo con
todo eso! Cuando encuentro algo que no puedo beber, o tocar, o golpear, o sentir, déjalo,
me digo. Yo no existo para la Tierra. La Tierra no existe para mí. Nadie llora por mí en
Nueva York, esta noche. Olvidemos Nueva York. Aquí no hay estaciones. Ni invierno ni
verano. Ni primavera ni otoño. No hay mañanas, ni noches. Sólo espacio y espacio. Y
sólo existimos tú y yo, y este cohete. Y sólo creo realmente en mi. Eso es todo.
-Voy a poner una moneda en el teléfono, ahora mismo -dijo Clemens, sonriendo y
moviendo los dedos en el aire-. Hablar‚ con una amiga de Evanston.
-¡Hola, Bárbara!
El cohete siguió atravesando el espacio.
La campana del almuerzo sonó a las 13.05. Los hombres corrieron silenciosamente
con sus zapatos de goma y se sentaron a la mesa almohadillada.
Clemens no tenía hambre.
-¿Has visto? ¿No te lo he advertido? -exclamó Hitchcock-. Tú y tus condenados
puercoespines. Déjalos, ya te lo he dicho. Fíjate en mí, cómo devoro la comida. -
Hitchcock hablaba lentamente, con una voz mecánica y sin humor-. Mírame.-Se llevó a la
boca el pastel que quedaba en el plato como si examinase su estructura. Lo movió con el
tenedor. Apretó entre los dedos el mango del tenedor. Aplastó el relleno de limón y
observó cómo la pasta se alzaba entre los dientes del cubierto. Luego acarició
minuciosamente la botella de leche y se sirvió un vaso escuchando el gorgoteo del
líquido. Miró la leche como si quisiese hacerla todavía más blanca. La bebió, con tanta
rapidez, que no alcanzó a sentirle el gusto. Se había comido todo el almuerzo en unos
pocos minutos, febrilmente. Paseó los ojos por su alrededor buscando un poco más de
comida. Pero todos los platos estaban vacíos Lanzó una mirada inexpresiva a través de la
ventanilla del cohete-. Ésas no existen tampoco -dijo.
-¿Qué? -preguntó Clemens.
-Las estrellas. ¿Quién tocó alguna? Puedo verlas, es cierto, pero ¿de qué sirve ver lo
que está a un millón o a un billón de kilómetros? No vale la pena ocuparse de cosas tan
lejanas.
-¿Por qué te embarcaste en el cohete? -preguntó Clemens de pronto.
Hitchcock observó su vaso asombrosamente vacío. Lo apretó con fuerza, cerrando los
dedos, y lo soltó y volvió a apretarlo.
-No sé -dijo, y pasó la lengua por el borde del vaso-. Tenía que embarcarme, y nada
más. ¿Sabe uno por qué hace esto o aquello?
-¿Te gustan los viajes por el espacio? ¿Ver otros lugares?
-No sé. Sí. No. No ver otros lugares. Estar entre ellos.-Hitchcock trató por primera vez
de fijar la vista en algún punto, arrugando los ojos y adelantando la cara; pero era algo tan
borroso y distante que no pudo enfocarlo-. Se trataba ante todo del espacio, tanto
espacio. Me atraía la idea de esa nada arriba y esa nada abajo, y esa nada entre ellas, y
yo en medio de la nada.
-Nunca me lo explicaron de ese modo.
-Yo lo explico así.
Hitchcock sacó un cigarrillo, lo encendió, y comenzó a aspirar y a echar humo, una y
otra vez.
-¿Qué clase de infancia tuviste, Hitchcock? -dijo Clemens.
-Nunca fui joven. Lo que fui o pude ser, está muerto. Volvemos a tus puercoespines,
Clemens. Gracias, no quiero que me atraviesen de parte a parte. Siempre pensé que uno
muere todos los días, y que los días son como cajones, ¿comprendes?, con su marbete y
todo. Y no hay que volver atrás, ni levantar la tapa, pues uno muere un par de miles de
veces, y deja un montón de cadáveres, todos con una muerte distinta, y con una
expresión cada vez peor. En cada uno de esos días hay un yo diferente, alguien a quien
no conoces, o no comprendes, o no quieres comprender.
-Te apartas de ti mismo, de ese modo.
-¿Qué tengo que ver con ese Hitchcock más joven? Era un tonto. Todos se lo llevaban
por delante, abusaban y se aprovechaban de él. Su padre no servía para nada, y lo
mismo su madre. Cuando ella murió, el joven Hitchcock se sintió contento. ¿Tengo que
retroceder y mirar embobado la cara de aquel tonto?
-Todos somos tontos -dijo Clemens-. Siempre. Aunque todos los días de un modo
distinto. Pensamos: ya no soy un tonto. He aprendido la lección. Fui un tonto ayer, pero
no esta mañana. Y al día siguiente descubrimos, sí, que también ayer éramos unos
tontos. Sólo podemos progresar y desarrollarnos si admitimos que no somos perfectos y
vivimos de acuerdo con esta verdad.
-No quiero recordar cosas imperfectas -dijo Hitchcock-. No puedo estrecharle la mano a
ese joven Hitchcock, ¿no es cierto? ¿Dónde está? ¿Puedes traérmelo? Ya no existe. Que
se vaya al diablo. No voy a dirigir mis actos futuros pensando en las porquerías que hice
ayer.
-Volverás a equivocarte.
-Deja que me equivoque entonces.
Hitchcock calló y clavó los ojos en la ventanilla. Los otros hombres lo miraban de reojo.
-¿Existen los meteoros? -preguntó Hitchcock.
-Sabes muy bien que sí.
-En nuestras pantallas de radar... sí, como trazos luminosos. No, no creo en nada que
no exista y actúe en mi presencia. A veces... -Hitchcock señaló con la cabeza a los
hombres que estaban terminando de comer-... a veces no creo en nadie ni en nada. Sólo
en mí.-Se incorporó-. ¿Hay un piso superior en esta nave?
-Sí.
-Tengo que verlo.
-No te excites.
-Espérame aquí. Vuelvo en seguida.
Hitchcock se alejó. Los otros hombres siguieron masticando, lentamente. Pasaron los
minutos. Un hombre alzó la cabeza.
-¿Cuándo empezó? Me refiero a Hitchcock.
-Hoy.
-El otro día estuvo también bastante raro.
-Sí, pero hoy fue peor.
-¿Le avisaron al psiquiatra?
-Creíamos que ya estaba bien. Al principio el espacio nos enferma a todos, un poco. A
mí me pasó lo mismo. Te pones a filosofar, aturdido, y luego te asustas. Sudas, te olvidas
de la familia, no crees en la Tierra, te emborrachas, te despiertas mareado y eso es todo.
-Pero Hitchcock no se emborrachó -dijo alguien.
-Ojalá lo hubiera hecho.
-¿Cómo pasó el examen?
-¿Cómo lo pasamos todos? Necesitaban hombres. El espacio asusta a cualquiera. Así
que admiten a muchos fronterizos.
-Hitchcock no es un fronterizo -dijo alguien-. Ha caído en un pozo sin fondo.
Esperaron otros cinco minutos. Hitchcock no volvía.
Al fin Clemens se levantó, salió de la cámara, y empezó a subir por la escalera de
caracol que llevaba al entrepuente. Hitchcock estaba allí, acariciando los mamparos.
-Está aquí -dijo.
-Claro que está.
-Temí que no estuviera.-Hitchcock miró fijamente a Clemens-. Y tú estás vivo.
-Desde hace mucho tiempo.
-No -dijo Hitchcock-. No, sólo ahora, en este instante, mientras puedo verte. Hace un
momento no eras nada.
-Sí para mí.
-Eso no importa. No estabas conmigo -dijo Hitchcock-. Sólo eso importa de veras.
¿Está abajo la tripulación?
-Sí.
-¿Puedes probarlo?
-Oye, Hitchcock, ser mejor que veas al doctor Edwards. Creo que necesitas un poco de
atención.
-No. Estoy bien. Y además, ¿quién es el doctor? ¿Puedes demostrarme que hay un
doctor en el cohete?
-Bueno. Basta con que lo llame.
-No. Quiero decir desde aquí, en este instante. No puedes probarlo, ¿no es cierto?
-No, no sin moverme.
-Ya lo ves. No tienes ninguna evidencia mental. Eso busco, una evidencia mental que
yo pueda sentir. La evidencia física, las pruebas exteriores no me interesan. Quiero algo
que se pueda llevar en la mente, y tocar, y oler, y sentir. Pero no es posible. Para creer en
algo tienes que llevarlo contigo. Y la Tierra y los hombres no te caben en los bolsillos de
tu traje. Yo quisiera hacer eso, llevarme todas las cosas conmigo. Así podría creer que
existen. Qué pesado y difícil tener que salir en busca de algo, algo terriblemente físico,
para poder probar su existencia. Odio los objetos físicos. Los dejas atrás y ya no puedes
creer en ellos.
-Ésas son las reglas del juego.
-Quiero cambiarlas. ¿No sería magnífico poder demostrar la existencia de las cosas
sólo con la mente, y saber así, con toda certeza, que están siempre en su sitio? Me
gustaría saber cómo es algún sitio cuando yo no estoy allí. Me gustaría saberlo de veras.
-Eso no es posible.
-¿Sabes? -dijo Hitchcock-, tuve la idea de salir al espacio hace ya cinco años. Cuando
perdí mi empleo. ¿No sabías que quise ser escritor? Oh, sí, uno de esos hombres que
hablan siempre de escribir, pero que casi nunca escriben. Y con un temperamento
excesivo. Perdí mi empleo. Dejé el negocio de los libros y no pude conseguir otro trabajo,
y comencé a rodar. Luego murió mi mujer. Ya ves, nada se queda en su sitio, no se puede
confiar en las cosas. Tuve que dejar a mi hijo al cuidado de una tía. Y las cosas
empeoraron todavía más. Al fin un día me publicaron un cuento, con mi nombre debajo,
pero no era yo.
-No entiendo.
El rostro de Hitchcock había perdido el color. Sudaba.
-Sólo sé que yo miraba la página, y mi nombre bajo el titulo. Por Joseph Hitchcock.
Pero se trataba de otra persona. No podía saber en ese momento y de veras si esa
persona era yo. El cuento me era familiar... Sabía que yo lo había escrito, pero ese
nombre sobre el papel no era yo. Era un símbolo, un nombre. Algo extraño. Y entonces
comprendí que aunque triunfase como escritor, mi triunfo no tendría sentido. Yo no era
ese nombre. Mi nombre sería siempre una mancha de hollín, unas cenizas. Así que dejé
de escribir. Nunca estuve seguro, además, de que mis cuentos, esos cuentos que yo
había tenido en mi escritorio hasta hacía unas horas, fueran realmente míos. Recordaba
haberlos pasado a máquina, pero ahí estaba siempre ese abismo, esa prueba ausente. El
abismo que separa el quehacer de las cosas hechas. Lo que está hecho está hecho. Ya
no es una prueba, ya no es un acto. Sólo los actos importan. Y las hojas de papel eran
vestigios de actos realizados e invisibles. Sólo los actos prueban algo, y ya no existían.
Sólo me quedaba el recuerdo, y yo no podía confiar en la memoria. ¿Puedo probar ahora
que escribí esos cuentos? No. ¿Puede hacerlo acaso algún escritor? No. No, realmente.
No a menos que alguien esté a tu lado mientras escribes, y aun entonces podrías escribir
de memoria. Y cuando terminas de escribir, desaparecen las pruebas, sólo quedan los
recuerdos. Comencé a encontrar abismos por todas partes. Comencé a pensar que quizá
no estaba casado, que quizá no tenía un hijo, o que nunca había tenido un empleo. Quizá
no había nacido en Illinois, y mi padre no había sido un borracho, y mi madre no había
sido una puerca. No podía probar nada. Oh, sí, la gente puede decirte: «Tú eres esto, y
aquello, y lo de más allá», pero eso nada significa.
-No debías pensar esas cosas -dijo Clemens.
-No puedo. Tantos abismos, tantos espacios... Así que empecé a pensar en las
estrellas. Pensé que me gustaría estar a bordo de un cohete, en el espacio, en la nada,
internándome en la nada (con sólo algo muy delgado, una delgada cáscara metálica para
sostenerme), y alejándome de todas las cosas, los abismos que impiden demostrar la
realidad de las cosas. Supe entonces que la única felicidad posible, para mí, era el
espacio. Cuando lleguemos a Aldebarán II firmaré un contrato por otros cinco años -el
viaje de vuelta a la Tierra- y luego me embarcaré otra vez, y así seguiré por el resto de
mis días, yendo y viniendo, como el volante de una máquina.
-¿Hablaste de esto con el psiquiatra?
-¿Para que trate de tapar todos los abismos y llenar las grietas con ruidos y agua
caliente y palabras y caricias y todo eso? No, gracias. -Hitchcock se detuvo-. Estoy
empeorando, ¿no es cierto? Me parece que sí. Esta mañana, al despertarme, pensé:
«¿Estoy empeorando? ¿O estoy mejorándome?» -Calló otra vez y miró de frente a
Clemens-. ¿Estás ahí? ¿Estás realmente ahí? Vamos, pruébalo.
Clemens le golpeó un brazo, con fuerza.
-Sí -dijo Hitchcock, frotándose el brazo, mirándoselo con atención y asombro-. Estabas
ahí. Estuviste ahí durante una breve fracción de segundo, pero quisiera saber si estás...
ahora.
-Te veré luego -dijo Clemens. Y se alejó en busca del doctor.
Sonó una campana. Sonaron dos campanas, tres campanas. El cohete se balanceó
como empujado por una mano. Hubo un sonido de succión, el sonido de una aspiradora.
Clemens oyó unos gritos y sintió que el aire se enrarecía. El aire huía, silbándole en los
oídos. De pronto no hubo nada. Nada en su nariz. Nada en sus pulmones. Se tambaleó, y
el silbido se detuvo.
Oyó que alguien gritaba:
-¡Un meteoro!
-¡Ya está tapado! -dijo otro.
Así era. La soldadora de emergencia había tapado, desde el exterior, el agujero del
casco.
Alguien que hablaba y hablaba, se echó a llorar. Clemens corrió por el corredor. El aire
era ahora fresco y denso. Clemens llegó a una puerta. Vio el agujero recién cerrado en el
casco de metal; vio los fragmentos del meteoro desparramados por el cuarto como los
trozos de un juguete; vio al capitán y los tripulantes, y un hombre que yacía en el suelo.
Era Hitchcock. Tenía los ojos cerrados, y lloraba.
-Trató de matarme -decía, una y otra vez-. Trató de matarme. -Lo pusieron de pie-.
Estas cosas no pasan, ¿no es cierto? Vino hacia mí. ¿Por qué?
-Bueno, bueno, Hitchcock -dijo el capitán de la nave.
El doctor estaba vendando una herida que Hitchcock tenía en el brazo. Hitchcock abrió
los ojos y vio a Clemens que lo miraba fijamente.
-Trató de matarme -dijo.
-Sí, ya sé -dijo Clemens.
Pasaron diecisiete horas. La nave seguía moviéndose por el espacio.
Clemens cruzó la puerta y se detuvo al ver al psiquiatra y al capitán. Hitchcock estaba
sentado en el piso, con las rodillas recogidas y abrazado a sus piernas.
-Hitchcock -dijo el capitán.
Silencio.
-Hitchcock, escúcheme -dijo el psiquiatra.
Se volvieron hacia Clemens.
-¿Es amigo suyo?
-Sí.
-¿Quiere ayudarnos?
-Si es posible...
-Ese condenado meteoro -dijo el capitán-. No hubiese ocurrido si no fuera por eso.
-Hubiese ocurrido, tarde o temprano -dijo el doctor, y añadió dirigiéndose a Clemens-:
Puede hablarle.
Clemens se acercó, lentamente. Se agachó junto a Hitchcock y lo sacudió con
suavidad, tomándolo de un brazo.
-Eh, Hitchcock, óyeme -dijo en voz baja.
Hitchcock no respondió.
-Eh, soy yo, Clemens. Mírame. Estoy aquí.
Clemens golpeó el brazo de Hitchcock. Le frotó el cuello y la nuca suavemente. Luego
miró al psiquiatra. El médico suspiró. El capitán se encogió de hombros.
-¿Tratamiento de shock, doctor?
El psiquiatra asintió con un movimiento de cabeza.
-Comenzaremos en seguida.
Sí, pensó Clemens, tratamiento de shock. Tóquenle una docena de discos de jazz,
pásenle un frasco de clorofila por las narices, pónganle hierba bajo los pies, bañen el aire
con perfume de Chanel, córtenle el pelo, arréglenle las uñas, tráiganle una mujer, grítenle,
golpeen y hagan ruido; fríanlo con una corriente eléctrica, llenen los abismos y las
hendiduras, ¿dónde está la prueba? Es imposible pasarse la vida inventando pruebas. Es
imposible entretener a un bebé con sonajeros y silbatos durante toda la noche, y todas las
noches durante treinta años. Alguna vez tendrán que detenerse. Y entonces volverán a
perderlo. Y eso si alguna vez les presta atención.
-¡Hitchcock! -gritó con todas sus fuerzas, frenéticamente, como si él mismo estuviese
cayendo en un abismo-. ¡Soy yo! ¡Soy tu amigo Clemens! ¡Óyeme!
Clemens se volvió y salió del cuarto silencioso.
Doce horas más tarde se oyó otra campana de alarma.
Cuando los hombres dejaron de correr, el capitán explicó:
-Hitchcock se quedó solo unos minutos. Se metió en una escafandra. Abrió una
compuerta y se lanzó al espacio... solo.
Clemens echó una mirada a través de los vidrios. Vio una mancha de estrellas y una
distante oscuridad.
-¿Está afuera ahora?
-Sí. Detrás de nosotros. A un millón de kilómetros. Jamás lo encontraremos. Supe que
estaba afuera cuando oí su radio en nuestro cuarto de control. Se hablaba a sí mismo.
-¿Qué decía?
-Algo así como: «Ya no existe el cohete. Nunca existió. Ni la gente. No hay nadie en
todo el universo. Nunca hubo nadie. Ni planetas. Ni estrellas.» Eso decía. Y luego algo
acerca de sus pies y sus piernas y sus manos: «No más manos», decía. «Ya no tengo
manos. Nunca las tuve. Ni cuerpo. Nunca lo tuve. Ni boca. Ni cara. Ni cabeza. Nada.
Solamente espacio. Solamente el abismo.»
Los hombres se volvieron en silencio y observaron las remotas y frías estrellas.
Espacio, pensó Clemens. El espacio que tanto le gustaba a Hitchcock. Espacio, con
nada arriba, nada abajo, mucha nada en el centro, y Hitchcock que cae en medio de esa
nada, hacia una noche cualquiera, hacia una mañana cualquiera.
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