El armonizador
Alfred Elton van Vogt
Después de que hubo sacado dos brotes del suelo, la planta ibis comenzó a mostrar la irritabilidad propia de la materia viva inteligente. Se dio cuenta de que estaba creciendo.
Este darse cuenta fue un proceso lento, muy influenciado por la reacción química del aire y la luz sobre las innumerables membranas que formaban su estructura vital. Gotitas de ácido se precipitaron sobre las delicadas películas coloidales. El ritmo de dolor y placer que siguió bajó hasta sus raíces.
Era un estadio muy primitivo del desarrollo de una planta ibis. Como un cachorrillo recién nacido, reaccionaba ante los estímulos. Pero aún no tenía objetivo alguno, ni pensaba. Y ni siquiera recordaba que había estado viva anteriormente.
¡Slach! ¡Snip! La azada del hombre alcanzó los dos brotes plateados y los cercenó a unos cinco centímetros por debajo de la superficie.
–Creí que había acabado con todas las hierbas de este lado –dijo el hombre.
Su nombre era Wagnowski, y era un soldado que debía partir para el frente al día siguiente. En realidad, no usó exactamente las palabras aquí citadas, pero su imprecación venía a decir lo mismo.
La planta ibis no se dio cuenta inmediatamente de lo que había sucedido. La serie de mensajes que había comenzado cuando el primer brote se había abierto paso a través del terreno aún seguía bajando hacia las raíces, dejando el impacto de su significado en cada una de las múltiples membranas coloidales. Dicho impacto tomó la forma de una pequeña reacción química que, a su manera, causó una sensación.
Instante a instante, a medida que sus mensajes eran transmitidos por la tenue electricidad inducida en las películas membranosas, la planta ibis iba viviendo más. Y a pesar de lo pequeño que era cada acto de consciencia químico en sí mismo, ningún acontecimiento subsiguiente lo podía cancelar en lo más mínimo.
La planta estaba viva, y lo sabía. El corte de sus brotes y de la parte superior de su raíz provocó simplemente que descendiese una segunda oleada de reacciones. El efecto químico de esta segunda oleada fue aparentemente el mismo que el de la reacción primitiva: gotas de ácido compuestas de no más de media docena partículas coloidales. La reacción parecía la misma, pero no lo era. Antes, la planta había estado excitada y casi ansiosa; ahora, se irritó.
Tal como ocurre en las plantas, los resultados de esta reacción no fueron aparentes en seguida. La ibis no hizo ningún intento inmediato de producir nuevos brotes. Pero al tercer día comenzó a suceder una cosa muy curiosa. A la raíz cercana a la superficie comenzaron a salirle raicillas horizontales. Estas se abrieron camino en la obscuridad subterránea, manteniéndose horizontales por el simple sistema de percibir, como todas las plantas, la gravitación.
AI octavo día, una de tas nuevas raicillas entró en contacto con la raíz de un arbusto, y comenzó a enrollarse a su alrededor... Entonces, de alguna manera, se estableció una relación, y al quinceavo día una nueva serie de brotes salió a la superficie en la base del arbusto, emergiendo a la luz. Lo asombroso, lo diferente de esta segunda serie de brotes, era que no tenían una tonalidad plateada. Eran de un color verde obscuro. En color, forma y textura, las hojas, a medida que se desarrollaban, se fueron pareciendo cada vez más a duplicados exactos de las hojas del arbusto.
Rápidamente, aparecieron nuevos brotes. A medida que pasaban las semanas, el «miedo» que había producido su mimetismo desapareció, y las hojas volvieron a adquirir su tonalidad plateada. Lentamente, la planta se fue haciendo consciente de los pensamientos humanos y animales, pero no fue sino hasta doscientos días más tarde cuando la ibis comenzó a mostrar sus sensibilidad básica. La reacción que siguió fue tan potente y de unos efectos tan amplios como los resultados de la misma sensibilidad en su anterior existencia.
Eso había sido ochenta millones de años antes.
La nave, con las plantas ibis a bordo, estaba pasando a través del sistema solar cuando ocurrió la catástrofe.
Cayó en una Tierra de pantanos, neblinas y fantásticos monstruos reptiloides. Cayó rápidamente y sin control. Su velocidad, cuando golpeó la densa atmósfera, era colosal. Y no había absolutamente nada que pudieran hacer al respecta los superseres que iban a bordo.
Lo que había sucedido era una precipitación de la materia mantenida en suspensión en las cámaras de motores. Corno resultado de la condensación, los cristaloides de la zona de penumbra submicroscópica situada por encima del estado molecular perdieron área superficial. La tensión superficial se debilitó hasta la décima, la centésima, la milésima parte de lo necesario. Y, en aquel momento, por el más improbable de los accidentes, la nave pasó cerca de la Tierra y se enfrentó con la masa muerta del campo magnético del gigantesco planeta.
¡Pobre nave! ¡Pobres seres! Estrellados, muertos desde hacia ochenta millones de años.
Durante todo aquel día y la noche siguiente, los restos de la nave ardieron y se fundieron, y llamearon con una incandescencia blanca y destructora. Cuando terminó la primera noche, iluminada por el fuego, no quedaba mucho de lo que había sido una nave de más de un kilómetro y medio de largo. Aquí y allá, sobre el terreno cretáceo, el agua y el bosque primigenio, yacían secciones no quemadas, trozos retorcidos de metal que se alzaban hacia los cielos perpetuamente cubiertos, con sus partes inferiores fundidas para siempre en un denso y fétido suelo que actuaría incesantemente contra su dureza hasta que al fin, derrotado el metal, sus elementos se disolvieran en e! suelo y se convirtieran ellos mismos en suelo.
Mucho antes de que esto sucediera, la ibis, que aún estaba viva, había reaccionado a la humedad, y enviado zarcillos sobre el desgarrado metal de lo que había sido su sala de cultivo, hacia los abiertos agujeros de! suelo. Antes había trescientas plantas, pero en el último terrible período previo al choque se habían hecho algunos esfuerzos por destruirlas.
En total, ochenta y tres ibis sobrevivieron al deliberado intento de destruirlas, y entre ellas se produjo una mortífera carrera por plantar raíces. Las que tardaron más en recuperar consciencia supieron instintivamente que sería mejor alejarse un poco. Entre las últimas, y debilitada por el daño sufrido en el choque, se hallaba la ibis. Fue la última en llegar al terreno dador de vida. Luego, siguió un período doloroso e interminable durante el cual sus zarzillos y raíces se abrieron paso entre la amasada maraña de sus compañeras en lucha, hacia el remoto borde del creciente bosque de matorrales plateados.
Pero llegó hasta allí. Vivió. Y, habiendo sobrevivido, habiendo tomado posesión de un área adecuada en la que desarrollarse sin interferencias, perdió su febrilidad, y se expandió hasta ser un hermoso árbol de tonos plateadas.
Creció hasta treinta, cuarenta y cinco, sesenta metros. Y entonces, madura y satisfecha, se dispuso a pasar una existencia eterna en un terreno grotesco pero inmensamente fértil. No pensaba. Vivía y disfrutaba y experimentaba la existencia. Durante un millar de años no se formaron otras gotas de ácido en sus membranas coloidales que las debidas a la reacción a la luz, el calor, el agua, el aire y otros estímulos del estar simplemente viva.
Esta existencia idílica fue interrumpida una grisácea y encapotada mañana por un apagado pero tremendo trueno y un temblor del suelo. No era un terremoto pequeño. Los continentes se estremecieron en los espasmos del renacimiento. Los océanos corrieron hacia donde antes había habido Tierra, y la Tierra surgió húmeda de los cálidos mares. Una ancha extensión de profunda agua cenagosa separaba antes del cataclismo el bosque de árboles ibis del continente. Cuando el temblor del torturado planeta dejó paso a la estabilidad parcial de aquella inquieta era, el pantano estaba unido al lejano y más alto terreno por una larga y pelada cordillera de colinas,
Al principio era simplemente barro, pero se secó y endureció. Brotó hierba, y los arbustos aparecieron en algunos lados. Crecieron árboles a partir de semillas llevadas por el viento. La joven vegetación corrió hacia el cielo y, simultáneamente, llevó a cabo una implacable lucha para obtener espacio; pero todo esto no tenía importancia en comparación con el hecho de que existía la cordillera. Por encima del abismo que había aislado a las ibis había sido tendido un puente. No tardó mucho en manifestarse el nuevo estado de cosas. Un día cualquiera, un ser llegó altanero sobre las alturas, un ser con una cola acorazada que mantenía rígidamente enhiesta, con colmillos como cuchillos y ojos que brillaban como el fuego con la furia de una inacabable hambre bestial.
Así llegó el Tyrannosaurus rex al pacífico hábitat de las ibis, y despertó de su estado latente a una planta que había sido cultivada y desarrollada por sus creadores con un solo objetivo.
Los animales no eran nada nuevo para los árboles ibis. Las ciénagas que los rodeaban estaban repletas de grandes y plácidos vegetarianos. Gigantescas serpientes se arrastraban por entre los helechos al borde del pantano, y serpenteaban por las turbias aguas. Y había un incesante corretear de bestias jóvenes, casi descerebradas, por entre los árboles plateados.
Era un mundo de vida hambrienta, pero su hambre era de vegetación, o de seres vivos que apenas si eran más que plantas: las largas y cuculantes hierbas del pantano, los matorrales cargados de hojas, las empapadas raíces de las plantas acuáticas y las mismas plantas, los peces primitivos, los seres culebreantes que no tenían sensación de dolor o ni siquiera de su fin. En el tranquilo torpor de su existencia, los reptiles o anfibios comedores de plantas no eran casi más que plantas gigantescas que podían moverse.
Los más enormes de todos eran aquellas criaturas bonachonas, los brontosaurios de largos cuellos y cola, uno de los cuales estaba comiéndose las generosas hojas de un alto helecho la mañana en que el dinosaurio comedor de carne entró en escena con la delicadeza de un ariete.
La lucha que siguió no fue del todo desigual. El brontosaurio tenía, por encima de todo, peso y deseos de escapar, algo que resultó ser especialmente difícil dado que el Tyrannosaurus rex tenía sus asombrosos colmillos clavados en la gruesa parte inferior del cuello del enorme ser, a la vez que había clavado sus garras en la maciza carne del gran costado al que se aferraba. El movimiento del brontosaurio estaba limitado por la necesidad de arrastrar consigo las muchas toneladas de su agresor.
Como un gigante borracho, la gran bestia se tambaleó ciegamente hacía el agua cenagosa. Si vio el árbol ibis, fue una imagen que no le dijo nada. El golpe derribó al brontosaurio, lo cual constituía prácticamente sentencia de muerte para un ser que, aún en las circunstancias más favorables, necesitaba diez minutos para ponerse en pie. En pocos minutos, el dinosaurio le dio el golpe de gracia y, con una babosa y sangrienta ferocidad, comenzó a engullir.
Estaba aún absorto en su sangriento banquete, media hora más tarde, cuando la ibis comenzó a reaccionar en forma concreta.
Las reacciones iniciales habían comenzado casi en el mismo momento en que el dinosaurio había llegado a la vecindad. Cada coloide sensitivo del árbol captó las oleadas de ansia casi palpables irradiadas por el carnívoro. Las ondas mentales de la bestia eran emitidas como resultado de las tensiones superficiales de las membranas de su cerebro embrionario; y éstas eran de naturaleza eléctrica, por lo que su efecto en las delicadamente equilibradas películas de las membranas del ibis fue el de iniciar una febril secreción de ácidos. Se formaron cuadrillones de gotitas; y aunque, una vez más, no parecían diferentes de los ácidos similares agregados a consecuencia de otros estímulos, la diferencia comenzó a manifestarse media hora después de que el brontosaurio exhalara su estertor final.
El árbol ibis y sus compañeros exudaron billones y billones de diminutas motas de polvo. Algunas de esas motas flotaron hacia el dinosaurio, y fueron absorbidas por sus pulmones, desde los cuales pasaron a su riego sanguíneo.
La reacción no fue visible instantáneamente. Tras varias horas, el gigantesco estómago del dinosaurio quedó saciado. Se apartó para revolcarse y dormir en un barrizal, que rápidamente llenó con el olor de sus enormes defecaciones y orines, un proceso que realizaba con la misma facilidad dormido que despierto.
Al despertarse, no tuvo dificultad para oler la carne no refrigerada de su reciente presa. Corrió ansioso a continuar alimentándose, durmió, y comió de nuevo, y luego una vez más. Le llevó varios días de incesante digestión el absorber al brontosaurio, pero luego estuvo, de nuevo, ferozmente hambriento.
Pero no fue a cazar. En lugar de esto, vagó por los alrededores sin objetivo y sin descanso, buscando despojos. A su alrededor, se movían anfibios y reptiles, presas ideales. El dinosaurio no mostró interés alguno. Excepto por una inadecuada dieta constituida por los despojos de los pequeños reptiles, pasó la siguiente semana muriéndose de hambre en medio de la abundancia.
Al quinceavo día, un trío de pequeños y vulgares dinosaurios se encontraron con su debilitado cuerpo, y se lo comieron sin darse siquiera cuenta de que aún estaba vivo.
En alas de un miliar de brisas, las fragantes esporas flotaron. Eran inacabables. Ochenta y tres árboles ibis habían comenzado a producir aquello para lo que habían sido creados. Y, una vez iniciado, el proceso no se detenía.
Las esporas no echaban raíces. No era ése su objetivo. Flotaban. Colgaban en las corrientes de aire sobre los tranquilos árboles, caían hacia la húmeda Tierra, pero siempre dispuestas a aceptar el abrazo de un nuevo viento, tan ligeras, tan etéreas, que no estaban fuera de su capacidad los viajes al otro extremo del mundo. Tras de sí dejaban una pista de cadáveres entre los reptiles carniceros. Una vez afectados por las motas de dulce aroma, los más gigantescos asesinos de la historia del planeta perdían su brutalidad, y morían como moscas envenenadas.
Naturalmente, llevó mucho tiempo completar el proceso; pero no era el tiempo lo que faltaba. Cada carnívoro muerto suministraba despojos para las hambrientas hordas que recorrían la Tierra; y así, durante décadas, miles de millares de seres vivieron gracias a la abundancia de carnívoros muertos. Adicionalmente, puesto que había un índice de mortalidad normal entre los no carnívoros cada año, el suministro de carne per capita aumentó, al principio de una forma gradual, y luego con una celeridad devastadora.
La muerte de tantos asesinos había creado un desequilibrio entre los carnívoros y sus presas. Los vegetarianos, que ya existían en gran número, comenzaron a reproducirse casi sin peligro. Los retoños crecían en un mundo que hubiera sido idílico de no ser por una cosa: no había bastante comida. Cada bocado de verde alcanzable, cada raíz, vegeta! y brote, era arrancado por mandíbulas ansiosas antes de que consiguiera madurar.
Durante un tiempo, los carniceros supervivientes se dieron grandes banquetes, y luego, una vez más, se alcanzó un equilibrio temporal. Pero, una y otra vez, los prolíficos vegetarianos pusieron a sus retoños en un mundo convertido en pacifico por la exudación de unas plantas que no podían soportar la brutalidad, pero que no sentían nada cuando la muerte llegaba por hambre.
Los siglos dejaron caer su niebla de olvido sobre cada sangrienta indentación de aquella sierra que iba y venía. Y, mientras tanto, a medida que pasaban los milenios, los ibis mantenían su pacífica existencia. Durante mucho tiempo fue pacífica, sin incidentes de ninguna clase. Durante cien mil años, los señoriales árboles se alzaron en su aislamiento casi total, y estuvieron contentos. Durante aquella gran extensión de tiempo, la Tierra, aún inestable, se había agitado muchas veces ante la estremecedora furia transformadora de los colosales terremotos; pero no fue sino cuando los árboles ya estaban cerca de cumplir su segundo centenar de millares de años que fueron de nuevo afectados.
Un continente fue arrancado y desgarrado. El abismo era de millar y medio de kilómetros de ancho, y en algunos lugares de casi cuarenta kilómetros de profundidad. Cortó el borde de la isla, y lanzó a la ibis a un abismo de cinco kilómetros de profundidad. El agua entró rugiente en el agujero, y la Tierra llegó estrepitosa en torrentes casi líquidos. Estremecido y enterrado, el árbol ibis sucumbió a su nuevo ambiente. Se redujo rápidamente al estado de una raíz que luchaba por permanecer viva contra fuerzas hostiles.
Fue tres mil años después cuando tuvo lugar el segundo acto de los árboles ibis en la superficie del planeta.
Una nave ataviada con una miríada de colores descendió por entre la neblina y obscuridad de la hirviente jungla planetaria que era la Tierra en el cretáceo. Mientras se aproximaba al bosquecillo plateado, frenó su enorme velocidad y se detuvo en seco directamente sobre la isla en el pantano.
Era un aparato mucho más pequeño que el enorme navío que se había desplomado en una terrible destrucción tantos, tantos años antes. Pero era lo bastante grande como para lanzar, tras un corto intervalo, seis gráciles botes patrulleros.
Rápidamente, los botes corrieron hacia el suelo.
Los seres que salieron de ellos tenían dos brazos y dos piernas, pero allí terminaba su parecido con la forma humana. Caminaban sobre el gomoso suelo con la facilidad y confianza de los dueños y señores absolutos. El agua no era barrera para ellos; caminaban sobre ella como si fuera una materia gelatinosa. Ignoraban a los reptiles; y, por alguna razón, cuando estaban amenazados por un encuentro, eran las bestias las que se apartabas, siseando de miedo.
Los seres parecían tener una profunda comprensión natural de su objetivo, pues no intercambiaron palabra entre ellos. Sin emitir sonido o malgastar un gesto, hicieron flotar una plataforma colocándola sobre una pequeña colina. La plataforma no emitía fuerza alguna visible o audible, pero, bajo ella, el terreno espumeó y se despedazó. Una sección de la cámara de motores de la vieja y gran nave fue catapultada al aire, y mantenida en suspensión por haces invisibles.
No era un objeto inerte. Chisporroteaba y brillaba con energía radiante. Expuesta al aire, siseaba y rugía como la mortífera máquina que era. Torrentes de fuego brotaron de ella hasta que algo, algo verde, fue disparado contra ella desde un largo tubo, parecido al de un cañón. Lo verde debía de haber sido energía atómica, con una potencia desproporcionada a su tamaño. Instantáneamente, el rugido, el siseo, el chisporroteo de energía de la cámara de motores fue ahogado. Igual que si hubiera sido un ser vivo golpeado de muerte, el metal quedó inerte.
Los superseres volvieron su atención concentrada hacia el bosquecillo de árboles ibis. Primero los contaron. Luego, hicieron incisiones en varias raíces, y extrajeron una cierta cantidad de meollo blanco de cada una. Los extractos fueron llevados a la nave madre, y sometidos a examen químico. De esta forma se descubrió que había habido ochenta y tres árboles. Se inició una detenida búsqueda del que faltaba.
Pero la enorme herida en las entrañas del planeta había sido llenada por las corrientes con barro y agua. No quedaba ni rastro de la planta.
«Hay que llegar a la conclusión –anotó finalmente el comandante en el libro de a bordo– de que el ibis perdido fue destruido por una de las calamidades tan comunes en los planetas en formación. Desgraciadamente, ya se han producido grandes daños en la evolución natural de la vida de la jungla. Debido a este desarrollo acelerado, la inteligencia, cuando finalmente surja, será peligrosamente salvaje en su manifestación. El lapso temporal transcurrido impide toda recomendación anticipada de rectificación.»
Pasaron ochenta millones de años.
Wagnowski se apresuró a ir a lo largo de la tranquila carretera suburbana, atravesando la verja. Era un grueso y robusto soldado con fríos ojos azules, que volvía a casa con permiso y al principio, mientras besaba a su mujer, no se dio cuenta de los daños que las bombas habían producido en su casa.
Finalmente, vio el árbol plateado. Lo miró. Estaba a punto de exclamar algo, cuando se dio cuenta de que toda un ala de la casa era un caparazón vacío, del que sólo quedaba una única pared que se alzaba en precario equilibrio.
–¡Los malditos fascistas americanos! –aulló con ansias asesinas–. ¡Son todos unos hijos de...I
Menos de media hora más tarde, el sensible árbol ibis comentó a emitir un delicioso perfume. Primero Rusia, y luego el resto del mundo, respiró la «paz» que se iba extendiendo.
Se acabó la Tercera Guerra Mundial.
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