Luana
Gilbert Thomas
Después de una jornada de micetología –mi especialidad–, suelo dedicarme a la pintura o la escultura. Debo aclarar que he terminado con las mujeres, debido a lo mucho que me han hecho sufrir en la vida. El arte, pobre remedo de la existencia, no siempre resulta un buen substituto, pero no tengo más remedio que conformarme.
Así, pues, comencé por pintar acuarelas que representaban rudimentarios vegetales. Nada tan hermoso como un liquen primaveral que se extiende por la superficie áspera de una roca, y que introduciéndose en sus grietas la desmenuza hasta transformarla en arena. Los hongos que destrozan el Partenón reduciéndolo a fragmentos de mármol, nunca dejaron de maravillarme con su poder. Así es como la belleza se convierte en polvo.
Tras la pérdida de mi primera esposa, resolví dedicarme a la escultura moderna. Antes había logrado captar la hermosura del Monascus purpureas en unos lienzos, y los que pinté de otras especies –a las que protegía de la corrupción mediante infusiones de ácido desoxirribonucleico (DNA), sin el cual la vida no puede existir– fueron adquiridos por el Museo de Arte Moderno de Nueva York.
Pero yo anhelaba realizar algo grande. Y esto a pesar de que mi primera esposa no había sido nada corpulenta, como tampoco lo fuera mi segunda mujer. Eran, por el contrario, mujercitas suaves y apetecibles como la fina «colmenilla», hongo que resulta delicioso cuando se fríe con manteca, o se agrega a la sopa.
Ni que decir tiene que a mí me encontraron manso, y únicamente preocupado por mi trabajo. Que el ubicuo Penicillium hubiese salvado a millones de seres, además de crear el suculento queso de Roquefort, no parecía preocuparles lo más mínimo. También les tenía sin cuidado que los viajes del hombre por el cada vez más amplio universo de la mente, se debieran a la influencia del tartrato de dietilamida del ácido D-lisérgico (LSD-25), que se extrae del hongo.
Mi primera esposa se irritaba conmigo al extremo de llamarme mohoso.
–¡Tú, condenado mohoso! –me dijo una vez, mientras yo comía higos a la hora del desayuno.
Me había aficionado a comer esos frutos después de mi último viaje a Europa, y tras haber descubierto que le sentaban muy bien a mi organismo.
–¡Higo mohoso! –exclamó en seguida nuestra hija, desde la habitación contigua.
Algo natural, si se tiene en cuenta que era una chiquilla de tipo pícnico, o gordita, como se dice vulgarmente.
Luego, Elva se dirigió a la cocina en busca de unos buñuelos, y cuando estaba a punto de comerlos, ¡Dios me ampare!, se dio cuenta que éstos se hallaban pasados, cubiertos de moho. Estallando en incontenible llanto, salió corriendo de la habitación, mientras gritaba:
–¡Tú lo has hecho! ¡Tú lo has hecho!
Yo no había sido, desde luego. Lo cierto es que las esporas se hallan por todas partes, dispuestas a alimentarse de lo que sea. Elva había esperado demasiado para consumir los buñuelos, y los micelios le ganaron la partida.
Picasso es también un genio de la escultura moderna. (Todo hombre debe tener sus héroes, especialmente cuando se halla deprimido.) Siempre he admirado su cabra, que creó en Vallauris en la década del cincuenta, empleando una variedad de materiales. Todo lo que tenía a mano, a decir verdad: alambre, estuco, cestos de frutas. Al terminar su obra, descubrió que le faltaba algo: los órganos genitales. Para remediarlo tomó un bote de hojalata vacío, lo aplastó y dobló sobre sí mismo, y luego lo insertó en el húmedo yeso, justamente debajo de la cola, rígida y erguida, y del protuberante orificio anal. Soberbio. Siempre he soñado con hacer algo semejante.
Mi segunda esposa, la griega, era morena y bonita, pero una mañana se volvió negra y azul. Le dio por pasar la noche fuera de casa, sin mi permiso, y de cuando en cuando pude notar en su piel unos moretones y lo que parecían unas señales de dientes. Por lo general, estas marcas le aparecían en el cuello, y solían descender peligrosamente hacia los senos. Cuando la apremié a que me diera una explicación, me dijo que no le gustaba usar gafas, y que había tropezado contra algo. Al contestarle yo que me parecía que algo hubiese tropezado con ella, pidió el divorcio. De todas formas, no recuerdo que hubiera sido miope alguna vez. Por el contrario, en el pequeño café del puerto del Pireo, hizo gala de una vista excelente. Lo bastante como para acercarse a mí y preguntarme:
–¿No es usted el doctor Raymond Kelpe, el famoso micetólogo norteamericano?
Contesté afirmativamente, y ella se sonrojó al tiempo que decía que también le interesaban las talofitas. Agregó que era una estudiante adelantada especializada en tórulas, microorganismos que permiten la transformación del petróleo en alimentos –las petroproteínas–, estudios que realizaba en la Universidad de Atenas. Dijo que asistió a una de mis conferencias, y que estaba enterada del hecho que yo me encontraba en el país para tratar de salvar el Partenón. Esto aún parecía posible, y más de una mañana había ascendido yo a la Acrópolis con un viejo albañil, que con su cuenco de cemento procuraba ayudarnos a restaurar las históricas piedras para darles su antiguo aspecto.
Pallas se convirtió en mi ayudante, y me aconsejó que tuviera mucho cuidado con las apasionadas muchachas atenienses. Para demostrar lo cierto que era eso, me sedujo. El hecho resultaba relativamente sencillo en el laboratorio, pues yo solía trabajar allí hasta bastante tarde. Nos hallábamos ambos entre bandejas de saprofitos, que acababan de criar, y ya podían verse los pequeños champignons naciendo de su lecho de bellotas desmenuzadas, hojas muertas y café molido, todo ello sembrado de merde. Allí, en aquel perfumado ambiente –pues el diminuto hongo posee un delicioso aroma–, Pallas fue a alcanzar una retorta, y se desvaneció dramáticamente, yendo a caer sobre un cultivo de hongos de un par de metros de longitud. Su bata de laboratorio quedó algo levantada, y cuando me incliné para practicarle la respiración boca a boca, ella lanzó un suave quejido.
Nos casamos. Pero a poco de encontrarnos ya en Estados Unidos, advertí que pasaba cada vez más tiempo lejos de mí..., y en compañía del doctor Gilroy Mannfried, realizando investigaciones sobre paracirugía, en el Edificio 29. Yo trabajo en el 28. Pallas había seguido siendo mi ayudante, pero al fin dijo que estaba harta de todo aquello, y que quería volver a Grecia, donde el cielo era más luminoso. Añadió que ya tenía dieciocho años y que los hongos no habían sido otra cosa que una pasión de juventud. Por el contrario, ahora le interesaba mucho más la paracirugía. Terminó sacándome la lengua. Hasta entonces se había mostrado dócil y amable, pero no puedo soportar que alguien muerda a mi mujer. No dejo ahora de pensar que el doctor Mannfried pudo entregar a Pallas algún narcótico, dexamil, o algo parecido. Lo cierto es que empecé a notarme muy soñoliento hacia las nueve o las diez de la noche, y una o dos horas más tarde, ya estaba dormido como un tronco. Es probable que echasen un poco de hidrato de cloral en mi bebida. El amor siempre encuentra una salida, y nadie mejor que un facultativo sabe que el Juramento de Hipócrates ya está hoy tan pasado de moda como el médico de cabecera. En cierta ocasión creí escuchar algunos quejidos de Pallas, pero no pude librarme de la somnolencia. Era muy posible que hubiesen invadido mi dormitorio, para experimentar nuevas emociones.
Mientras tanto, me dediqué de nuevo a la escultura moderna, e hice ensayos al estilo de Picasso, utilizando miga y corteza de pan como materia prima. Dicho material es maleable, y rociado con substancias plásticas permite lograr una enorme variedad de formas y de colores, desde el tono del trigo maduro hasta el del pan moreno, adornado el conjunto con unas pocas algas, para conseguir la pátina del tiempo. Me invitaron a exponer en el salón del Museo de Arte de Los Angeles, y mis trabajos obtuvieron halagüeños comentarios, aunque se exhibían entre obras de Giacometti, Rueben Nakian y Peter Volkos. Mis creaciones artísticas no resultaban afectadas por las inclemencias del tiempo, y por hallarnos en una nueva era del arte, a nadie escandalizó que utilizara el pan como materia básica para una obra de arte. Después de todo, los tiempos cambian.
Aparte de esto, yo seguía con mi trabajo de laboratorio, relacionado con los vuelos espaciales Gemini I, II, III, IV, etc. El asunto era cada vez más complejo, y uno de esos hechos me permitió lograr mi gran oportunidad.
Pallas se presentó un miércoles por la mañana con una mejilla ensangrentada. Juró que estaba completamente harta de los norteamericanos, y que volvía inmediatamente a Grecia..., vía el Lejano Oriente, donde esperaba hallar cierta paz espiritual en el estudio de aquellas religiones. Yo tenía que darle la libertad, y, por extraña coincidencia, recurrió, precisamente, a las mismas desagradables observaciones que había hecho Elva. Pero si es cierto que los hongos son mi debilidad, la de ella lo era Grecia. Le llamé una palabra algo fuerte, e inmediatamente me arrepentí. Poco después ella ofrecía un aspecto lastimoso, llorando a lágrima viva, con la cara sangrando, el vestido hecho jirones y sacándome la lengua, de vez en cuando. Mi última chica, palabra. Tuve que darle libertad, en efecto, pero no sin antes hablar con el doctor Mannfried.
–No sé de qué me está hablando –contestó, mientras se pasaba la lengua por los labios. Es un maldito, como muchos de los que empuñan el bisturí; parecen simples carniceros, pero no hay que fiarse, pues son capaces de enhebrar una aguja con los pulgares–. Si apenas conozco a su mujer... –añadió–. Pero eso sí, debo decir en favor de ella, que es deliciosa. Debo felicitarle por su buen gusto.
Me hubiera quedado satisfecho con darle un puñetazo a aquel cerdo; pero, ¿qué habría conseguido con eso? Al fin y al cabo yo necesito las manos para mi trabajo tanto como él necesita las suyas.
–Sí, claro que es deliciosa –contesté, y dando media vuelta me dirigí al mercado para comprar todo el pan del día anterior que hubiera disponible. Tendría que procurar mantenerme muy ocupado, ahora que iba a quedarme solo.
Por insólito que parezca, el doctor Mannfried se aficionó a mi compañía, una vez que Pallas se hubo marchado camino de Hong Kong. Gozaba hablando de ella, el muy cochino. Hasta cuando hablaba de mi primera mujer se le hacía agua la boca, aunque entonces no se hubiera aprovechado de ella porque el hijo de Mannfried aún no había terminado sus estudios, y el cirujano había jurado solemnemente, en su juventud, no dedicarse al libertinaje hasta que el chico hubiese cumplido los 21 años. Yo no soy un individuo hablador, sino que, por el contrario, prefiero escuchar. Y así tuve que aguantar sus charlas mientras moldeaba miga de pan para transformarla en el motivo de mis sufrimientos: me dediqué a modelar mujeres. Era algo más fuerte que yo mismo.
Lo que ocurrió por aquella época fue algo soberbio, que levantó un tanto mi espíritu: el primer paseo de un hombre por el espacio (en realidad era el segundo, pues el primero lo habían efectuado ya los rusos). Después me llamaron desde Cabo Cañaveral para que dirigiese el equipo de descontaminación y esterilización, a fin de dejar listo al Gemini IV, para su próximo vuelo espacial. Y es que los planetas y el cosmos en modo alguno deben convertirse en un vertedero de desechos humanos. Aquello, por otra parte, era una especie de entretenimiento, unos preparativos para el no lejano viaje a la Luna.
Debe tenerse en cuenta que los microorganismos que lleva encima un solo astronauta –cualquiera de ellos–, alcanzan aproximadamente la enorme cifra de 1012, es decir, ¡un uno seguido de doce ceros! Por consiguiente, limpié a fondo a mis muchachos, utilizando gas de óxido de etileno. Todo quedó limpio y reluciente como una patena.
Pero cuando abrieron la escotilla en los espacios siderales, ocurrió al revés de lo previsto... Algo penetró en el interior de la astronave. «Y yo encontré la espora». No había la menor duda que se trataba de una espora, y, además, era la única. Tampoco podía ser una de las terrestres, a semejante altura. Indudablemente, había sido atraída en el cosmos hacia esa especie de aspiradora gigante que era la cápsula espacial, cuando se abrió la portezuela exterior. Es evidente que los cielos no están formados por el simple vacío: hay materia, antimateria, y, además, ahora sabíamos que había otra cosa: una espora.
La llevé conmigo a mi laboratorio, en un avión reactor, y me dispuse a proporcionarle un medio adecuado. Tal vez por egoísmo conservé el asunto en secreto.
No tenía la menor idea del alimento que podía consumir la espora. La coloqué sobre un pedazo de pan, y resolví esperar. ¿Viviría aún?
Hasta poco antes, había resistido las temperaturas rigurosísimas del espacio sideral; aguantó también los devastadores efectos de las radiaciones. Bien podía tratarse de la mutación de cierta forma orgánica originada en otro planeta.
Debo confesar que me quedé dormido observando el trozo de pan colocado sobre la tierra esterilizada. Me hallaba sin dormir, desde que hiciera mi descubrimiento, y el sueño protege el organismo cuando la excitación se prolonga durante mucho tiempo. No se trataba en este caso de hidrato de cloral. Simplemente, reinaba un apacible silencio en el laboratorio, y la luz que había sobre el objeto del experimento esparcía una agradable claridad. Debían ser las diez de la noche cuando me quedé dormido. Cuando desperté ya había amanecido.
¡Cielo santo, aquello era enorme! Jamás había visto nada igual. Al principio creí que se trataba de un árbol, ya que el tronco medía cerca de un metro de diámetro. De alto medía casi dos metros, y con su perfecta simetría era el hongo más hermoso que yo había contemplado en mi vida. De un delicado color crema, su casquete o sombrerillo poseía un brillante tono anaranjado que unos castos lunares blancos suavizaban. El pan había desaparecido, y la colosal seta parecía haberse alimentado de la tierra y la madera del cajón. Corrí a mi alojamiento, situado fuera del laboratorio, y regresé apresuradamente con algunas hogazas de pan, que coloqué alrededor del tronco. La talófita, sin embargo, pareció rechazar el alimento, habiendo alcanzado su completo desarrollo. ¡Qué consistencia más suave! ¡El tournedos aux champignons que podía prepararse con aquello! ¡Esa seta iba a hacerme famoso! Mas por ahora no debía divulgar mi secreto. Tenemos obligación de revelarlo todo a la NASA. ¡Al demonio la NASA! Aquél era un triunfo que yo debía disfrutar en privado. Por ahora no necesitaba la fama periodística ni anhelaba recibir un telegrama de Estocolmo, informándome que fuera a recoger mi premio. Palpé el tallo del hongo, y pensé al momento que aquella talófita, tal vez, fuera capaz de comerme; pero cuando se trata del trabajo soy un individuo audaz. Lo oprimí con la mano y noté una substancia cálida, suave y flexible como el cuerpo de una muchacha. Rodee con mis brazos el tallo... ¡Qué criatura! Lo besé y percibí un aroma dulce y penetrante, como el de algunos hongos. Ahora la seta estaba en mi laboratorio, y era sólo mía. Pero, ¿acaso produciría esporas? ¿Terminaría por ennegrecerse, corromperse y desaparecer, disgregándose en esporas que vuelan hasta perderse en alguna remota pradera? Nada de eso. Al segundo y al tercer día comprobé que mi hongo se mantenía sin cambios, aunque oscilaba levemente a impulsos de la brisa matinal. Había terminado por llevar la seta a través del parque de la Universidad, hasta colocarla en mi alojamiento, para conservar mejor el secreto y facilitar así el experimento. Me sorprendió lo ligero que era el hongo, pues no pesaba más de lo que suele pesar una muchacha. No pude menos de pensar que el máximo rendimiento del mundo, obtenido en la producción de hongos, era de sólo 50 kilos por metro cuadrado.
Su carne parecía viva, palpitante. Aunque no soy panteísta, a menudo he imaginado que las plantas, sean árboles, matas o flores, tienen una vida propia de la que nada sabemos. Dejé la ventana abierta para que la talófita pudiera respirar. Las cortinas ondulaban suavemente a impulsos del viento, y mi seta se balanceaba con gracia.
¿De dónde demonios habría llegado? Que existía una forma de vida en otros planetas, era algo que ya sabíamos; es decir, que yo sabía. Los demás ya se enterarían a su debido tiempo. Lo cierto es que el experimento podía comenzar. Tenía que empezar. Yo era un científico, después de todo, y me sentía obligado a hacerlo. Había que cortar. Como no sabía lo que iba a suceder, me acerqué con lentitud, muy lentamente, y después de una pausa clavé la hoja en el tronco.
Diría que el hongo había lanzado un suspiro, pero tal vez sólo se trataba de mi imaginación. Hice unos cortes con toda facilidad. ¡Qué espléndida textura! Parecían los muslos de una muchacha, con aquella piel suave y tersa.
Solicité permiso de la Universidad, diciendo que me ausentaba. Y conforme iban transcurriendo los días, yo iba cincelando cada vez más hondo en el tallo de Lulú. Ya le había dado hasta un nombre, igual que hacen los observatorios meteorológicos con los huracanes. Lulú me parecía nombre apropiado para una chica bronceada, tal vez una hermosa mulata de los mares del Sur, de la Polinesia... ¡Qué piel más fina! Luana... Sí, Luana. Adiós, Lulú... Ahora te llamas Luana. Aloha, que también significa hola. No conseguí clasificarla entre ninguna de las especies conocidas de hongos, pero eso no me sorprendió. Por fin, resolví abandonar todo experimento, y llevé a mi casa más herramientas de escultura, para emprender seriamente el trabajo. ¡Qué figura! No tuve el menor inconveniente, pues hasta podría decir que Luana casi se modelaba ella sola. El anaranjado de la superficie cedía el paso a un tono rosa dorado que ponía flores en su cabello. Puedo jurar que era como si Luana ya «estuviese allí», aunque nunca llegara a hablar –no me atrevería a asegurar tanto– , ni yo le hablé a ella. Todo tiene su límite. Dudé si debía esculpirla con vestidos, o sin ellos. Pero nunca estuve de acuerdo con aquel Papa que, con tan poco acierto, mandó pintar taparrabos a los querubines de Miguel Ángel, para cubrirles pudorosamente. De modo que por fin quise esculpir completa a Luana, y por ello la modelé desnuda. Y nada de arte abstracto. ¿Quién desea ver representado al ser querido en una de esas inauditas abstracciones? No. Quería algo natural, fotográfico. Doy mi palabra a que soy un buen escultor. La Venus de Milo; ésa era mi modelo. Aunque algo más fina, más delgada, más dócil. Yo sabía que Luana era dócil; tal vez era japonesa, una dulce japonesita de hablar vacilante, que yo nunca terminaría de comprender. Y fue ése el día en que el doctor Mannfried entró sin anunciarse.
El muy maldito se había quedado inmóvil, conteniendo el aliento y con los ojos clavados en Luana. Estaba atónito. Por lo visto, yo lo había hecho mejor de lo que creía. Pero es que, en esos momentos, yo estaba sumamente inspirado.
–¡Dios santo! –exclamó–. ¿Qué es eso?
–Sólo una estatua –respondí.
–Podría jurar que está viva.
–Bueno, no se acerque demasiado.
–¿Por qué no?
–Podría morderle. Mannfried tuvo la delicadeza de ruborizarse. A decir verdad, jamás creí que algún día iba a ver a un cirujano sonrojándose. Quiso tocar a Luana, pero yo le empujé hacia el patio, al tiempo que me restregaba las manos para librarme de los trocitos de hongo. Hasta los llevaba en el pelo. Pero dejé de sacudirlos, pues me parecía un sacrilegio. Su carne era levemente húmeda, agradable al tacto, excelente para realizar sutilezas con el cincel. El doctor Mannfried tomó un fragmento que había entre mis cabellos, y dijo con aire alelado:
–Es esponjoso...
–Sí, ¿verdad? –respondí.
–¿Qué es?
–¿Qué es el qué?
–El material que usted emplea.
–Bueno, es un nuevo tipo de plástico.
–¡Ah! Pero me di cuenta que no me creía. Y entonces cometí el error de decir:
–Me gustaría que no dijese nada a nadie acerca de esto. Él sonrió con aire codicioso; sin duda ya tenía algo en la mente. Comprendí que no debía haberme fiado de aquel grandísimo puerco.
–Vamos, puede confiar en mí –aseguró Mannfried. Desde entonces vino todos los días a ver a Luana. Y por raro que parezca, fue manteniendo su palabra, ya que nadie mencionó a Luana, entre mis conocidos, ni preguntaron qué estaba haciendo en mi período de permiso.
Cuando hacía calor, yo solía enchufar dos grandes ventiladores oscilantes, que colocaba uno a cada lado de Luana, y que había adquirido precisamente con aquel objeto. Luego, en el tocadiscos de alta fidelidad ponía Dulce Leilani y Bali H'ai, y me sentaba a contemplar a Luana, que oscilaba levemente al compás de la música como una ninfa de algún planeta remoto, tal vez ya desaparecido del Universo, y situado originariamente a miles de millones de años luz, ya que las esporas son inmortales. Bueno, casi inmortales. Por otra parte, si se elevara la temperatura de la Tierra sólo unos pocos grados, las esporas como la que dio origen a mi hermosa Luana, mi seta danzarina, sin duda se apoderarían de todo el planeta.
Coloqué algunos sabrosos bollos muy cerca de ella, por si deseaba volver a alimentarse. Además, resultaba imposible saber cuándo podía morir. Pensé cubrirla con un paño mojado, pero ya ella misma me pareció bastante húmeda, y no quise correr el riesgo de que se formaran hongos. El que le salieran hongos a un hongo sólo podía resultar gracioso para los que nunca hubiesen conocido a Luana. Sin embargo, a ella le faltaba algo, y yo sabía lo que era; pero siendo muy tímido no me atrevía a realizarlo. El doctor Mannfried, en cambio, era capaz de hacerlo, el muy desvergonzado.
–Le falta «eso» –dijo él, tras haberla observado atentamente unos minutos, y después de desplazar un ventilador de su sitio, para ver mejor.
Ahora daba la impresión que ambos la compartíamos. Ya no había manera de librarse de aquel cerdo indecente.
–No, amigo mío –agregó Mannfried–; será un gran escultor, pero se ha olvidado de tallarle una cosa. Yo aún no le había dejado que la tocara.
–Esa es mi especialidad –continuó diciendo el cirujano. Al recordar a Picasso y la cabra, sentí una desazón que no podría describir. Aquel español de raza, había sido capaz de hacerlo, pero yo no podía. Hasta pensé tallarle un bikini, por pequeño que fuera, mas luego no me pareció adecuado. Lo cierto es que el doctor Mannfried tenía razón, y resolví dejarle actuar.
–He quitado mucho de eso –aseguró–, pero es la primera vez que voy a poner uno. Y observé que estaba sudando, a pesar de los ventiladores, y que sus ojos relucían extrañamente.
–¿Ahora? –pregunté.
–Sí, ahora –respondió.
–¿Puedo... mirar?
–No, será mejor que espere fuera.
–Tendrá cuidado, ¿ verdad?
–Por favor, conozco mi oficio.
–¿Cuánto tardará, doctor?
–Lo sabrá cuando haya concluido. No tiene por qué preocuparse.
Y así diciendo, tomó el más pequeño y aguzado de mis cinceles, y avanzó hacia Luana. Tenía la vista clavada en ella, y su mano temblaba perceptiblemente.
Creo que estuve paseando arriba y abajo durante diez o quince minutos, fumando un cigarrillo tras otro –lo que no es mi costumbre–, y sin apartarme de la puerta. Era mejor que el doctor Mannfried realizara lo que yo no me había atrevido a hacer. Fue un agudo grito del cirujano lo que me hizo irrumpir precipitadamente en la habitación donde se hallaba mi amada. El doctor Mannfried estaba abrazado a Luana, como en éxtasis, y tenía los dientes clavados en su cuello.
Nunca sabré cómo pude resistir los momentos que siguieron. Traté de rellenar el hueco de su cuello con miga de pan moreno, pero no era lo mismo. Aquella noche tanta era mi tristeza que no puse el tocadiscos.
Poco después de la medianoche recibí una llamada telefónica de mi colega, el doctor Shih. Me dijo que fuera inmediatamente a casa del doctor Mannfried, pues se trataba de un caso urgente. Por raro que parezca, yo aún creo en Hipócrates, y por ello me dirigí adonde me indicaban. Al llegar a la puerta, me encontré con el doctor Shih, que me miraba con ojos espantados.
–Raymond, Raymond... –me dijo–. Mannfried está agonizando...
–Ah, vaya –respondí yo.
Un alarido estremecedor retumbó en la casa, como si todas las voces del Averno salieran de la garganta de un solo hombre. Corrí al dormitorio y pude ver que lo que había sido el doctor Mannfried yacía ahora tendido rígidamente en el lecho. Una mirada a su rostro me reveló en seguida lo que había ocurrido. He visto aquella misma expresión en el semblante de una familia de siete miembros que murieron en el siglo XV, y quedaron momificados en unas catacumbas de Francia. El gesto de insufrible agonía persistió a través de los siglos. Sólo una cosa podía haber motivado aquella mueca en el semblante de un ser humano: la intoxicación con un hongo del género amanita.
Luana era una seta venenosa.
Ya me temía yo eso.
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