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sábado, 25 de diciembre de 2010

La mansión de las rosas -- Thomas Burnett Swann




La mansión de las rosas  
Thomas Burnett Swann



Capitulo 1
Tengo treinta y cinco años; soy, por lo tanto, una mujer madura, y a pesar de estos tiempos de calamidades y de plagas, de muertes prematuras y de fenecimiento de la belleza antes que el cuerpo muera, se dice que aún sigo siendo tan hermosa como una virgen bizantina, flotando en el cielo de un mosaico dorado y soportando las penas como una túnica de pétalos blancos. Pero las penas no sirven de túnica, sino que son como la desnudez para los ojos de los curiosos, para la lengua de las urracas maldicientes que gozan con la pesadumbre de los demás:
«Siempre está muy triste... La mansión necesita un heredero... ¿Quién nos va a defender del bosque amenazador, de los ladrones y de las malignas mandrágoras?»
Once años hace, en el Año del Señor de 1202, llegó Edmundo el Lobo, el compañero de armas de mi esposo, y nada más desmontar del caballo me dio la noticia de que mi marido había muerto, dejándome como compensación las riquezas capturadas antes de que pereciese en la batalla. ¿Riquezas capturadas? No, un simple botín, diría yo, conseguido en el saqueo de Constantinopla. Miren, esta es una época en que los hombres son como chiquillos provocadores y crueles, dispuestos siempre a dar muerte a un judío, a un húngaro, o a un griego, por considerarle un infiel. Se sienten felices empuñando la espada, y aseguran que con ello sirven a Dios. Son días en que los muchachos no están lo bastante crecidos para el orgullo de sus padres, ya que los únicos hombres de verdad son los cruzados.
Y sin embargo, yo amaba a mi esposo, un normando pelirrojo, alegre como los hombres del Sur, y no como la mayor parte de nuestras adustas gentes de Norte. Le amaba por su jovialidad, por su pelo de color de los ladrillos romanos, y también porque me dio un hijo.
Pero las ansias del cruzado, como el maléfico espíritu de la plaga, también se apoderan de los niños. Tan sólo el año pasado, en Francia y Alemania, Esteban proclamó su alto mensaje de Cristo, Nicolás hizo sonar su irresistible flauta, y los niños se fueron tras él como las mareas hacia la Luna, y afluyeron hacia el Mediterráneo como ríos de inmaculadas vestiduras blancas.
Poco de aquella locura llegó hasta Inglaterra. Tal vez nuestros niños son poco inclinados a las visiones, quizá prefieren cazar, en vez de congregarse bajo las frías arcadas de los templos, para mantener conversaciones con Dios. Pero la demencia, que aquí no afectó a millares, fue a tocar justamente a mi hijo. Y un día se marchó hacia Londres montado en su palafrén roano, vestido con un jubón de piel de oveja teñido de amarillo, y ajustada una correa de cuero a la cintura, de la que pendía una bolsa tintineante, llena de peniques recién acuñados. ¡Iba dispuesto a tomar un barco hasta Marsella, para unirse a Esteban! Pero Esteban y la mayor parte de su cándido ejército fueron vendidos como esclavos al infiel; Nicolás murió de peste antes de alcanzar el mar, y mi hijo, que apenas tenía quince primaveras, llegó a Londres, recorrió las orillas del Támesis en busca de un navío de dos castillos que le llevara al otro lado del canal, y cayó al fin bajo el cuchillo de un bandido. El demonio, creo yo, había poseído a aquellos niños, una burla lanzada como un guantelete al rostro del Señor.
Pero Dios no es ciego, y en menos de un año, me envió a los otros chicos. Por desgracia, todos estaban contagiados de la misma locura. Ellos fueron Juan, un normando de pelo obscuro; Esteban, que aunque sajón se llamaba igual que el muchacho de Francia, y Ruth, a la que llamaban su ángel guardián, pero que nadie sabría decir si había venido del Cielo o de los Infiernos. Presentí que Dios me había convertido en instrumento suyo para protegerles de la ruina que había caído sobre mi propio hijo. ¿Acaso se equivocó Él al encomendarme una misión tan inestimable y difícil? Lo cierto es que lo intenté, Madre del Señor, ¡bien que lo intenté! Les protegí de las mandrágoras del bosque, les amé, les perjudiqué, y luego, al final... Pero ustedes mismos podrán juzgarme...

Corrió cegado por las lágrimas entre los zarzales, asustando a las aves, haciendo que remontaran el vuelo tantos faisanes y perdices como los necesarios para agasajar a un rey. Los sapos le miraron asombrados y en seguida se arrojaron a la laguna con un sordo y simultáneo chapoteo. ¿Ignoraban acaso que él, el tímido Juan, que había perdido su arco en la espesura y esparcido sus flechas durante la carrera, no era criatura de temer? Juan había vuelto de la partida de caza con su padre, el señor del castillo de Goshawk, y en compañía de los caballeros Roberto, Arturo, Eduardo y los demás. Los nombres de esos caballeros eran diferentes, pero su aspecto era casi el mismo. Tenían manos rudas, encallecidas de tanto empuñar la espada contra el infiel... y contra sus compatriotas ingleses; mejillas enrojecidas por el hidromiel, y no por el Sol de nuestros cielos; cuerpos que exhalaban fuerte olor porque se cubrían con jubones forrados de pieles, que llevaban con orgullo incluso en verano, no queriendo imitar a los villanos, que en la época del calor usaban sencillas camisas y calzas sin faldellín. El pelo lacio y humedecido por el sudor, lo llevaban largo por detrás, y cortado en un cerquillo sobre la frente.
A Juan, el hijo del barón, le habían permitido disparar la primera flecha contra un ciervo al que acosaba a los sabuesos. No era buen arquero, pero el ciervo se hallaba tan cerca que sólo podía errarse el tiro si se hacía adrede. Y erró el tiro adrede. Una vez, mientras recogía castañas con su amigo Esteban, el pastor, vio Juan al mismo animal, un magnífico ejemplar de ciervo cuya cornamenta se parecía a las ramas desnudas de los árboles que azota el viento a orillas del mar del Norte.
No nos tiene miedo –le había susurrado Esteban, en aquella ocasión.
Ni hay motivo para que lo tenga –respondió Juan–. Jamás podríamos hacerle daño. Es demasiado hermoso.
Ahora, en el momento de la caza, el animal volvió su cabeza y les miró como si los reconociera, y tal vez con un aire de resignación. Estaba acorralado por los sabuesos contra un denso matorral de helechos.
Juan lanzó su flecha por encima de la cornamenta, instante que aprovechó el animal para escapar, atravesando los tupidos helechos como si fueran briznas de hierbas y dejando a los perros inmovilizados por la sorpresa.
¡Mujerzuela! –gritó su padre con voz ronca a causa de la ira que le producía el haber perdido un festín y un par de astas para adornar el frío vestíbulo del castillo–. ¡Debí entregarte una rueca, en vez de un arco!
Al terminar la partida, Juan fue castigado. Una vez que los caballeros hubieron abatido un animal más pequeño, una joven gacela, tendieron al muchacho sobre el cuerpo cálido y ensangrentado, y cada uno de ellos le pegó de plano con la espada. La mayor parte de los caballeros le golpeó con suavidad, ya que, al fin y al cabo, se trataba del hijo del señor feudal. Pero el golpe de su padre le hizo sangrar y morderse la lengua para contener un llanto vergonzoso.
Después le dejaron marchar.
¡Vete a las perreras y dile a tu amigo Esteban que te seque las lágrimas! –le gritó aún su padre, con tono burlón.
Un coro de carcajadas subrayó la mofa. Se decía que Esteban se había acostado con todas las hijas de los villanos comprendidas entre los doce y los veinte años. Y los que no tenían hijas solían afirmar, con aire festivo: «Las muchachas lloran hasta que Esteban les seca las lágrimas».
Una vez solo en el bosque, Juan olvidó su afrenta. Estaba demasiado asustado, para acordarse. Apenas cumplidos los doce años, sabia que los bandidos sentenciados a la horca se refugiaban entre los sicómoros que recordaban a los romanos, y entre las encinas que estaban ahítas de sangre de los sacrificios druidas. En cuanto a los animales, había lobos, osos y jabalíes de largos colmillos, sin olvidar las anfisbenas, que eran serpientes de dos cabezas, ni los grifos de escamosas alas Pero lo peor de todo eran los seres de la mandrágora, que crecían como raíces y luego saltaban de la Tierra, uniéndose a sus congéneres para practicar estos actos de antropofagia.
¿Adónde podía ir?, pensó Juan. Al castillo no, ciertamente, pues allí estarían ahora los cazadores, remojándose en grandes tinas de madera, restregándose unos a otros las espaldas, para quitarse la suciedad de varias semanas, mientras las mozas de la cocina les arrojaban encima cubos de agua y miraban furtivamente sus desnudeces.
En un tiempo el castillo había albergado a su madre. Las sombras se atenuaron con la blancura de sus vestidos, y por los salones se difundió el aroma del clavo, de la canela y otras especias de la cocina. Los muros exteriores florecieron con las corolas del damasco, árbol cuyas semillas habían llegado de Tierra Santa. Y las delicadas ascalonias, o «cebollas de Ascalón», asomaron sus tallos verdes en torno al tronco de los árboles, como pequeños gnomos guardianes.
«Si tiene que haber frutos de guerra –había dicho ella–, debemos procurar que sean cosas vivas, y no muertas; cosas dulces, en vez de amargas; cosas suaves, y no ásperas; que aumenten el verde de la Tierra, y no el oro de los cofres.»
Seis años antes ella había muerto víctima de la peste. Ahora, cuando Juan se arrodillaba en el suelo de piedra de la capilla, rezaba al Padre, al Hijo y a la Virgen, pero la Virgen era su madre.
No, no podía regresar al castillo. Podía, pero se vería obligado a visitar la cabaña del abad y tendría que recibir otra lección sobre lógica y astrología, sobre ensayos de Lucano y Aristóteles. En realidad Juan era un buen alumno, y hasta sobresaliente; pero había momentos para estudiar, y momentos para acudir junto a Esteban. A pesar de la burla de su padre, aquél era el momento de ir a buscar a Esteban. No es que su amigo fuese delicado y femenino como una hermana; todo lo contrario, era tan mal hablado y agresivo como cualquier muchacho capaz de tumbar a una chica en el heno. Pero dominaba su rudeza ante Juan, respetaba sus conocimientos, e ignoraba sus debilidades.
Esteban era un villano sajón que tenía tres años más que Juan. Sus antepasados, como él mismo aseguraba con razón, habían sido poderosos condes. Pero los conquistadores normandos les redujeron a la condición de siervos, obligándoles a trabajar las tierras que antaño habían poseído, en los que una vez se alzó una torre de madera rodeada por una empalizada, y ahora se veía el castillo levantado por el abuelo de Juan, una fortaleza de piedra circundada por bastiones en cuya entrada se hallaba el rastrillo de hierro de una poterna, custodiada por arqueros protegidos detrás de las troneras.
Los padres de Esteban habían muerto víctimas de los seres de la mandrágora, en una de las rápidas incursiones que éstos efectuaron fuera del bosque para robar ovejas y cerdos. Un día como aquél, dos años antes, Juan y Esteban se habían hecho amigos inseparables. Juan encontró a Esteban arrodillado junto al cuerpo de su madre; no conocía entonces ni siquiera el nombre del chico que permanecía al lado del cadáver, pero le colocó un brazo, con aire de consuelo, en torno a los hombros –gesto audaz, para alguien tan tímido– y casi esperó un áspero gruñido o incluso un golpe, como respuesta. Sin embargo, Esteban escondió su cabeza entre los brazos del hijo de su amo y se puso a sollozar convulsivamente, sin lágrimas. No pasó mucho tiempo, cuando ambos resolvieron adoptarse mutuamente como hermanos; para ello se hicieron un corte en el antebrazo, con un cuchillo de caza y mezclaron sus sangres sellando así el pacto.
A partir de entonces, Esteban había vivido en un desván situado encima de las perreras, haciendo de cuidador de sabuesos, de pastor y de granjero, mientras adquiría gran destreza en el arte de luchar con los puños y con el garrote. No sabia leer inglés, y mucho menos francés o latín, pero los lobos temían su palo y los hombres crecidos, sus puños. ¿Cómo se le hubiera podido describir adecuadamente? Era irritable, pero su enfado era motivado por las cosas, y no contra ellas; por los siervos y la miseria en que vivían; por los perros a los que obligaban a acometer temerariamente en las cacerías, y que a menudo perecían entre los colmillos de los jabalíes; por los animales que eran muertos para distracción de los amos, y no para que sirvieran de comida. Algunas veces, también se mostraba jovial: hablaba de las cosas en voz alta, con aire radiante, manejaba el arco, daba de comer a sus perros o blandía la guadaña lleno de vitalidad.
Otras veces ni estaba alegre ni enfadado, sino que parecía encontrarse más allá de ambos estados de ánimo; caía como en un rapto de ensoñación, y anhelaba encontrar un ángel, o la espada Excalibur, o, mejor aún, soñaba en comprar su libertad, para luego convertirse en un Caballero Hospitalario, ayuda de peregrinos y terror de los infieles.
Pero tendrás que hacer un voto de castidad –le había dicho Juan, en una de esas ocasiones.
Bueno, ya pensaré en eso cuando llegue el momento –repuso Esteban.
Por otra parte, era uno de esos seres que tan poco abundan, un soñador que pone en práctica sus sueños, y últimamente había hablado del triste sino corrido por la Cruzada de los Niños, añadiendo que ya era hora de que otros Esteban y otros Nicolás siguieran a los primeros muchachos, pero armados con espadas, en vez de símbolos, para que pudieran triunfar donde los otros fracasaron.
Juan sentía un hondo temor de que Esteban se marchase a Jerusalén sin llevarle con él, a pesar de que no sabia si iba a tener valor suficiente para un viaje semejante, primero a través de las tinieblas del bosque hasta llegar a Londres, luego en barco hasta Marsella, y por último a la tierra de los sarracenos. Ahora Juan, empero, salió de su ensimismamiento y apresuró el paso; pero volvió a pensar en las razones que iba a esgrimir para hacer que su amigo renunciara a su propósito. Encontró entonces al viejo Eduardo segando en la Pradera Común; llevaba un taparrabo andrajoso sujeto a la cintura, y su rostro y sus hombros eran tan ásperos y obscuros como una silla de montar después de un viaje desde Londres a Edimburgo. El viejo no alzó la vista, ni perdió un solo golpe de guadaña.
«¿Para qué mirar al cielo? –solía decir–. Pertenece a los ángeles, y no a los siervos.»
¿Has visto a Esteban? –le preguntó Juan.
Zas, zas, zas, hacía la guadaña, y las hierbas se abatían como las víctimas de la peste.
¿Has visto a Esteban? –inquirió el chico, en voz más alta.
Bueno, que no soy sordo –gruñó el anciano–. Vuestro padre me quitó la juventud, los cerdos y el maíz, pero no las orejas. Al menos por ahora. Vuestro amigo, en cambio, perderá las suyas, si no hace su trabajo. Debería estar ya aquí, en la pradera, en estos momentos.
Entonces, ¿dónde está? –exclamó Juan, desesperado.
Habrá ido hacia la Cueva de los Romanos, a juzgar por la mirada que tenía. Allí va a esconderse, cuando sueña despierto. Ni siquiera me dirigió una sola palabra.
La Cueva de los Romanos eran las ruinas donde aquellos habían venerado a su dios del sol Mithra, en una bóveda subterránea. Más tarde, y como desagravio al Dios de los cristianos, los sajones alzaron una iglesia de troncos y transformaron la cueva en una cripta para enterrar a sus muertos. Durante la conquista normanda, las mujeres y los niños se ocultaron en la iglesia, y los normandos arrojaron teas encendidas al techo y quemaron el templo con sus ocupantes dentro. Los restos carbonizados y retorcidos fueron quedando ocultos por la floreciente aliaga, y los pocos maderos ennegrecidos que se alzaban como manos implorantes entre las flores amarillas, ya no atrajeron más fieles hacia los sepultados dioses.
Ningún forastero hubiera sospechado que había una cripta debajo de las matas florecientes, pero Juan apartó las ramas espinosas y se internó por una estrecha hendidura hasta alcanzar un tramo de escaleras. Aquel lugar estaba como imbuido de un espíritu sagrado; se percibía una sensación extraña, de tiempos idos, como la que se siente cuando se observa una gran piedra druida que los líquenes han erosionado y que se alza hacia las estrellas como participando de su cósmica lejanía. Allí los adoradores de Mithra se habían bañado con la sangre de los toros sacrificados, y ascendieron los siete peldaños de los iniciados para rendir homenaje al Sol. Era un vergonzoso rito pagano, según había dicho el abad, y Juan le preguntó entonces la razón de que Jehová hubiera ordenado a Abraham que sacrificase a Isaac.
Era sólo como prueba –contestó rápidamente el anciano.
Pero, ¿y la hija de Jefté? Ella no era ninguna prueba.
El abad prefirió cambiar de tema.
Aunque sólo tenía doce años, Juan ya había empezado a hacer preguntas acerca de la Biblia, de Dios, de Cristo y del Espíritu Santo. Para Esteban, la religión era sentimiento, y no reflexión. Dios era como un patriarca de frondosa barba, y los ángeles tenían que ser tan reales como los árboles del bosque. Juan pensaba de modo diferente. Sólo la Virgen María quedaba al margen de toda duda, de toda discusión, y le parecía una hermosa mujer, sin edad precisa; envuelta en un manto de seda bordada, moraba en lo alto del cielo unas veces, y otras casi al alcance de la mano; brillando más que el Sol, y, sin embargo, tan sencilla como el pan, la hierba, los pájaros y el amor de Esteban. Era invisible, pero no inalcanzable.
Al llegar al pie de las escaleras, Juan se vio ante una cueva larga y estrecha, de paredes de tierra en las que estaban inhumados los cristianos envueltos en sus sudarios, y que terminaba en una bóveda semicircular. Ahora, en aquel lugar ya no se adoraba a Mithra, ni se sacrificaban toros sagrados; tampoco se veneraba a la Virgen María, que acunaba en sus brazos al niño Cristo. Esteban se hallaba arrodillado sobre las piedras y sostenía un cirio, que iluminaba el techo cubierto de pinturas que representaban a Jesús caminando sobre las aguas, multiplicando los panes y los peces, y ordenando a los ciegos que vieran y a los lisiados que caminasen.
Juan –dijo Esteban–, he encontrado...
¡Una Virgen!
Estaba tendida sobre un lecho de hierbas. Su rostro parecía una máscara de marfil, bajo la luz de la vela. Juan pensó en la imagen de una Virgen procedente del altar de alguna catedral francesa, aunque parecía animada con el inconfundible soplo de la vida. Luego, al acercarse, comprobó decepcionado que no se trataba de la Virgen, pues era excesivamente joven. Tan sólo era una muchacha.
Es un ángel –dijo Esteban.
Ah, un ángel –murmuró Juan, y suspiró lamentando la juventud de la aparición.
¿Para qué necesitaba él otro ángel, y femenino, por añadidura? Dios, o la Virgen María, le había enviado a Esteban, angelical aunque no femenino, y menos aún afeminado, con su revuelto cabello en lugar de una aureola, su rostro más enrojecido que sonrosado una especie de arcángel Miguel o Gabriel dispuesto a hacer resonar su poderosa trompeta, en lugar de pulsar una suave lira.
El ángel se movió y abrió los ojos con un gracioso parpadeo; sin sorpresa ni temor, sino más bien, según le pareció a Juan, con meditado cálculo, como algunas de las rústicas muchachas que acudían al desván de Esteban. Sus dientes eran blancos como la tela de su túnica, que se ajustaba en el talle por medio de un cerúleo cordón de seda. Sus puntiagudas zapatillas, de piel festoneada de terciopelo, eran como las que deben usarse en las suaves praderas del cielo. Pero no tenía alas. ¿O acaso las escondía bajo su túnica? Juan se sintió tentado a hacerle alguna pregunta.
Salúdala –murmuró Esteban–. Dale la bienvenida.
¿Cómo debo saludarla? No conozco el lenguaje de los ángeles –respondió Juan, apesadumbrado.
Puedes hablarle en latín, me parece. Tiene que conocerlo, con tantos sacerdotes pronunciando el benedicte en esa lengua.
Esteban tenía razón. En el rudo inglés ni había que pensar, y tampoco en el francés de los normandos, quienes, al fin y al cabo, eran descendientes de los bárbaros vikingos.
¿Quo vadis? –preguntó Juan, tal vez con muy poca delicadeza.
Su sonrisa, aunque deliciosa a juicio de Juan, no sirvió para contestar a la pregunta.
¿Qué estás haciendo aquí? –repitió el muchacho, en el francés de los normandos.
Esteban, que conocía algo de francés, le dio frenéticamente unos cuantos codazos.
Nunca debes hacer preguntas a un ángel –susurró–. Dale la bienvenida. Ríndele homenaje. Recita algunos salmos, o cuando menos, un proverbio.
No estamos seguros de que sea un ángel, ¿no crees? En realidad, no nos lo ha dicho.
Por fin la aparición habló.
No sé cómo me encuentro aquí –dijo en un latín impecable, y, al notar que Esteban no la había entendido, repitió sus palabras en inglés, aunque con una grave dignidad que suavizaba la rudeza de la lengua.
En ese momento Juan observó el pequeño crucifijo que el ángel sostenía entre sus manos. Era una cruz griega de brazos iguales, labrada en oro y con gemas incrustadas, la que por sus estudios dedujo que procedía de Oriente.
Sólo recuerdo la obscuridad que me rodeaba –siguió diciendo el ángel–, y luego, una caída, tras lo cual me encontré en medio de un gran bosque. Estuve vagando por allí hasta que encontré el pasadizo que conduce a esta cueva, y me refugié para pasar la noche. Debía de estar muy cansada, pues me parece que he dormido mucho tiempo.
Alzó el crucifijo, y, como si el leve peso fuera excesivo para sus delicadas manos, la joya se escurrió entre ellas y fue a reposar sobre su pecho.
Es de imaginar que tendrás hambre –dijo Juan, sin gran entusiasmo.
Esteban se volvió rápidamente y de nuevo habló en voz baja:
¡Pero si los ángeles no comen! ¿No lo entiendes, Juan? Dios nos la ha enviado como un mensaje. ¡Para que nos guíe a Tierra Santa! Esteban de Francia recibió su mensaje de Cristo, y ahora nosotros recibimos a otro ángel.
Sí, pero recuerda lo que le ocurrió a Esteban de Francia. Le vendieron como esclavo, o se ahogó en el mar. Sólo los tiburones saben la verdad.
No creo que haya muerto; pero si es así, sin duda estará escuchando la voz de Satanás, y no la de Dios. Pero nosotros podemos ver a nuestro ángel.
Del mismo modo que puedes verme a mí –respondió ella–, deberías darte cuenta de que tengo hambre. Los ángeles también comen, te lo aseguro, al menos cuando viajan, y se nutren de algo más substancioso que los néctares y el rocío. ¿Tienes un poco de venado, o de aguamiel?
Deberías llevarla al castillo –afirmó Esteban, que se mostraba reacio a abandonar a su recién hallado ángel–. No tengo nada tan hermoso en las perreras.
No, no pienso llevar a nadie al castillo –dijo Juan–. Y no sólo eso, sino que pienso quedarme contigo en las perreras.
¿A causa de tu padre, tal vez?
Si; me azotó con la espada delante de sus hombres, y me llamó... –le fue imposible repetir el calificativo y menos ante Esteban–, me llamó patán. Y todo porque fallé el tiro frente a un ciervo; nuestro ciervo, el que una vez prometimos no herir jamás.
Esteban asintió con aire comprensivo.
Hiciste bien al no acertarle. Dicen que es el ciervo más viejo del bosque. Aseguran... –y al llegar aquí bajó la voz– aseguran que en realidad no es un ciervo, sino Merlin, convertido en animal por Viviana. Pero dime, Juan, ¿cómo vas a poder vivir conmigo en las perreras? Sería un rudo golpe para el orgullo de tu padre. ¡El hijo de un barón compartiendo un cuchitril con el muchacho que cuida los sabuesos! ¡Te daría aún más azotes, y yo también los recibiría! Tal vez no recuerdes que le cortó las orejas a mi padre porque rompió una guadaña. Y ahora, con un ángel con nosotros, lo único que podemos hacer es...
¿Dejar que se marche el ángel?
No; salir cuanto antes hacia Tierra Santa. Tengo algo de comida en las perreras y una muda de ropa. Ni siquiera necesitas volver a por nada al castillo. Sólo tenemos que seguir el camino romano a través del bosque, hasta llegar a Londres, allí dirigirnos hacia Marsella, y luego continuar el viaje hasta las Tierras de Ultramar.
Pero fue en Marsella donde el francés Esteban cayó en manos de los tratantes de esclavos.
No importa, ahora tenemos un guía.
¿Y si no es un ángel, en realidad?
Al menos habremos escapado del castillo.
Entonces, ¿crees que debemos dejar el castillo para siempre?
La perspectiva de abandonar a su padre llenaba de gozo a Juan, que se sentía como un halcón al que quitan la caperuza. Pero en el castillo estaban todos sus bienes: el compendio de sus preceptos, es decir Los reyes de Bretaña, escrito en el mejor pergamino y encuadernado con tapas de marfil; y también estaba otro pergamino con su poema preferido: El búho y el ruiseñor, que él mismo había copiado laboriosamente y con toda exactitud. Sin embargo, lo más importante de todo era que entre los muros de la fortaleza habitaba el espíritu de su madre, junto con todo lo que le recordaba a ella: las escaleras por las que ascendiera, los tapices que tejió, los ropajes que había arreglado, los ecos de la tonada que cantaba para hacer la vida más llevadera, y que hablaba de nobles guerreros y de amores inmortales:

Oíd, el que talló esta madera
me pide que os recuerde,
oh, criatura llena de dones,
la promesa más antigua...

¿Abandonar el castillo de mi padre –repitió Juan–, para no volver jamás?
El rostro de Esteban se volvió rojo como la Oriflama, el pendón encarnado de los reyes de Francia.
¿El castillo de tu padre? –dijo entre dientes–. ¡Estas tierras pertenecían ya a mis antepasados, cuando los tuyos no eran sino vikingos llenos de escorbuto! ¿Crees que voy a quedarme aquí para siempre como cuidador de perros, sirviendo a un hombre que apalea a su propio hijo, y al que debo entregar lo que cultivo y lo que cazo, y al que tengo que pedir permiso para tomar mujer? Créeme, Juan, ninguno de los dos tenemos que hacer nada aquí. ¡Ante nosotros está Jerusalén!
Para Esteban este nombre sonaba como una trompeta marcial; pero a Juan le recordaba el doblar a muertos de una campana.
Recuerda que hay un gran bosque en el camino –afirmó Juan–, y luego un canal, y más tarde un mar proceloso donde pululan los infieles. También ellos tienen barcos, ya lo sabes, y son más rápidos que los nuestros, y están armados con el Fuego Griego.
Pero Esteban le cogió por los hombros y fijó en él la mirada implacable de sus ojos azules.
Sabes bien que no puedo abandonarte, Juan –manifestó.
No tienes por qué hacerlo –repuso el aludido.
El ángel les interrumpió en ese momento, y parecía un poco disgustado porque en aquel cambio de alegatos y protestas, de razones y argumentos masculinos, casi hubieran olvidado el sublime plan que estaban considerando. Por consiguiente, dijo:
En cuanto a conduciros hasta Tierra Santa, lo cierto es que no conozco el bosque que debemos atravesar; pero aquí las tierras son húmedas, y al pasar frente al castillo su aspecto me pareció francamente desagradable; es lúgubre y sombrío, con un foso seco y una torre tenebrosa, y con estrechas ventanas sin vidrio alguno. Es una fortaleza, y no un hogar. Si en realidad soy un ángel, espero encontrar moradas más agradables aquí, en la Tierra; de lo contrario volveré rápidamente al Cielo. No obstante, partamos mientras tanto hacia Londres, y vosotros me guiaréis hasta que me halle en terreno conocido.
Llevando al ángel entre ellos, ascendieron las escaleras hasta llegar al exterior, donde lucia el Sol. Dieron un corto rodeo para eludir al viejo Eduardo, que aún se ocupaba en segar la hierba en la Pradera Común, y alcanzaron por fin las perreras. Era mediodía, y el barón y sus caballeros habían permanecido en el castillo desde que regresaron de la partida de caza. Los siervos, saliendo de los campos, se habían reunido a la sombra del molino de agua, para comer su pan y su sencilla bebida. Si alguno de ellos advirtió el paso rápido y furtivo de los candidatos a cruzados, sin duda pensó que se dedicaban a juegos juveniles, o imaginó que Esteban había hallado una mozuela para compartirla con el hijo de su amo, y tal vez murmuraría: «Ya era hora».
Mientras los sabuesos de Esteban les hacían fiestas, ellos treparon hasta el desván que estaba encima de la perrera, para recoger las escasas pertenencias de aquél: dos mantos verdes con capuchas para los días de invierno, un par de zuecos y unas largas medias azules que cubrían la pantorrilla, un zurrón de cuero lleno de pan y de tajadas de queso, una botella de cerveza y un nudoso cayado de pastor.
Es para las lobas –dijo Esteban, alzando el garrote–. Lo he utilizado a menudo.
Y también es para las mandrágoras –agregó Juan con malicia, esperando asustar al ángel.
Lo que no tenemos son ropas de muchacha –manifestó Esteban.
No te preocupes –dijo ella sonriendo, mientras bebía la cerveza de Esteban y comía de su pan y su queso con tanto apetito que daba la impresión de que iba a dejarlos sin provisiones antes de que se iniciase el viaje–. Cuando se ensucie mi túnica, la lavaré en un arroyo, y entonces –añadió con picardía– los dos podréis comprobar si soy realmente un ángel.
La observación pareció a Juan muy poco angelical, por no decir carente de delicadeza. ¡Como si fueran ellos a espiarla mientras se bañaba!
Esteban quiso tranquilizarla, y dijo:
Jamás hemos dudado de que lo fueras. Y ahora...
Interrumpió lo que estaba diciendo para volverse y dedicarse a poner en orden el desván.
Debemos dejarle solo con sus sabuesos –susurró Juan al ángel, al tiempo que la conducía escaleras abajo.
Poco después, Esteban con aire silencioso, se les unió en la espesura. Su jubón estaba húmedo de lenguas amigas, y lo mismo sucedía con su rostro, aunque en éste no se sabía si era a causa de las lamidas o de sus propias lágrimas.
¿Qué te parece? –dijo Esteban–. Podíamos llevarnos a uno o dos con nosotros. El pequeño galgo rabón...
No –le interrumpió Juan–. Mi padre se pondrá furioso cuando se dé cuenta que nos hemos marchado, pero en seguida se encogerá de hombros y dirá: «Bah, no son más que un par de muchachos que no valen para nada; ninguna pérdida representan para el castillo». Pero si nos llevamos uno solo de sus perros, mandará inmediatamente a sus caballeros tras nuestra pista.
Ahora me doy cuenta, nuestro ángel no tiene nombre –declaró Esteban repentinamente, algo irritado, como si pensara: «Puesto que ha venido a apartarme de mis sabuesos, al menos debiera haber traído un nombre».
Yo tuve un nombre, estoy segura de ello, pero se me ha ido de la memoria. ¿Cómo os gustaría llamarme?
¿Qué os parece Ruth? –manifestó Esteban–. Según la Biblia, siempre iba de viaje, guiando a sus primos y demás parientes, ¿no es eso?
Era a su suegra –corrigió Juan, quien consideraba que, si iban a ir a las Cruzadas, convenía que Esteban se hallara al corriente de las Sagradas Escrituras.
Guiando y dejándose guiar por dos fornidos esposos –observó a su vez el ángel, que en esos aspectos parecía estar mejor informada; y se apresuró a explicar–: Bueno, los dos fueron esposos suyos, pero sucesivamente. Si, creo que el nombre de Ruth resulta muy adecuado.
«Es demasiado joven para ser como Ruth», pensó Juan, que le calculaba unos quince años (por más que, como ángel, podía tener quince mil). La misma edad que Esteban, en cuyos pensamientos entraban las visiones angélicas, pero cuyas necesidades del cuerpo no eran ni mucho menos celestiales. A diferencia de los Caballeros Templarios, no había hecho voto de castidad. La situación no era, pues, la más propicia para iniciar una cruzada en el nombre del Señor.
Pero una vez que se internaron en el bosque, el mayor del sur de Inglaterra, Juan comenzó a pensar en mandrágoras y grifos en vez de en Ruth. Era cierto que la vieja calzada romana cruzaba la espesura en dirección a Londres y a Chichester –dentro de una hora llegarían a la carretera–, pero aun en esa vía no se era inmune a los peligros del bosque.

Capitulo 2
Por consejo de Ruth, dieron un buen rodeo para no pasar por las tierras del vecino castillo, al que llamaban el Cubil del Jabalí.
Alguien podría reconocer a Juan –dijo ella–, y avisar a su padre.
Es cierto –admitió Juan, observando la torre normanda, una de las fortalezas de madera negra construidas por Guillermo el Conquistador para consolidar sus triunfos–. Mi padre y Felipe el Jabalí fueron amigos en tiempos pasados. Felipe solía cenar con nosotros por San Miguel y en otras fiestas, y entonces yo tocaba los timbales en su honor. Pero hace ya bastante tiempo que él y mi padre rompieron su amistad a causa de los límites de sus terrenos. Ambos reclaman cierta arboleda de encinas, cuyos frutos sirven de alimento a los cerdos. Por eso estoy seguro de que Felipe no se mostraría hospitalario.
Tras rodear bastante camino, siguiendo un plácido riachuelo en cuyo curso se veía un viejo molino cuyas piedras no convertían ya el trigo en harina, los viajeros alcanzaron la vía romana. En un tiempo orgulloso camino de legiones invencibles, por sus piedras resonaron más tarde las pisadas de sajones, vikingos y normandos, todos los cuales la usaron para el comercio y la guerra; pero, a diferencia de los concienzudos romanos, jamás repararon los destrozos causados por las ruedas y el paso del tiempo. Ahora había quedado reducida en algunos puntos a un simple camino de carretas, si bien los recios bloques fijados con hormigón, colocados por los romanos, aún permitían el paso de jinetes, caminantes y de las damas de alcurnia, que viajaban en literas de dos caballos.
Me siento como este camino –dijo Ruth, en un suspiro–, desgastada y muy poco limpia.
Se le había desgarrado el ribete de la túnica con los espinos, y ensuciado la tela con el cieno. Había perdido el rodete que aureolaba su cabeza y el cabello de sus trenzas sedosas, dorado como la flor de la escamonea, se esparcía igual que una cascada sobre sus hombros. Juan, por su parte, iba acalorado, jadeante, empapado en sudor, y sentía deseos de hacer como los siervos y quitarse el jubón de mangas largas para quedar en camisa.
Esteban –dijo Ruth, con aire abatido–, ahora que hemos hallado la carretera, ¿no podríamos descansar un poco?
Su habla, aunque melodiosa como siempre, se había simplificado al adoptar el sencillo inglés vulgar.
¡Pero si acabamos de iniciar el viaje! –respondió Esteban, echándose a reír–. Londres aún está muy lejos. Es mejor que hayamos recorrido algunas leguas, antes de que llegue la noche.
Ahora está mediada la tarde, ¿por qué no descansamos hasta que refresque un poco?
Está bien –repuso el aludido, y le dio unas palmaditas afectuosas en señal de aquiescencia.
Esteban, que no tenía facilidad para expresarse con palabras, lo hacia mejor con sus manos, que eran nido para calentar a un pájaro aterido, bálsamo para las heridas de sus perros, y muy expertas para manejar la guadaña, o el hacha y recoger ramas con que encender una hoguera. Sabía hacer ademanes, señalando o tocando con la exquisita elocuencia del sordomudo y del ciego. Cuando se le daban los buenos días, respondía con unas palmadas en la espalda. Si caminaba con alguien, le cogía por el brazo, trepando a los árboles por el placer de sentir el rudo contacto de la corteza en sus manos, y nadaba en invierno, en los helados arroyo hasta que su cuerpo entraba en calor. Pero sólo tocaba las cosas o la gente que amaba; nunca cuando algo era feo, o se trataba de gentes desagradables.
Descansaremos tanto tiempo como quieras –agregó.
Ruth dijo sonriendo:
Creo que voy a tener que pedirte prestado uno de tus jubones. Ya ves cómo se arrastra mi túnica por el suelo.
Luego, en un arranque de pudor, se escondió detrás de unos helechos para cambiarse de ropa.
Ten cuidado con los basiliscos. Ya sabes que su mordedura es fatal –le advirtió Juan, y susurró muy bajo a Esteban–: Primero se come tu comida y luego se pone tu ropa.
Querrás decir nuestra comida y nuestra ropa –corrigió Esteban–. Recuerda que ahora los dos somos cruzados.
Juan se calló, avergonzado. Oyó entonces cómo Ruth quebraba ramitas y sacudía las ropas como si deseara poner de manifiesto las distintas etapas de su cambio de indumentaria. Pensó en las mozas –¿diez, veinte?– que se habían desnudado para Esteban. El tema del amor sexual le azoraba. Los razonamientos aristotélicos de su mente se negaban a examinar, esclarecer y evaluar el problema. Sus pensamientos eran como molinos de viento sorprendidos en un incendio del bosque. El había amado a su madre de un modo –¿cuál era el término adecuado?– filial; a Esteban le amaba fraternalmente. Pero en cuanto a lo otro, bueno, no había sido capaz de reconciliar el código cortesano que cantaban los juglares –rosas, galardones y juramentos de eterna fidelidad– con la recordada escena de Esteban, cuando le sorprendió el año anterior, con una fregona desnuda en su desván, y sin que pareciera turbarse lo más mínimo. Esteban se limitó a sonreír, y dijo: «Dentro de un año, o poco más, Juan, podremos ir de mozas juntos». Mientras tanto, la muchacha se reía neciamente, sin esforzarse por ocultar su desnudez, y esto le recordó a una de aquellas rameras bíblicas a las que rapaban la cabeza o lapidaban vergonzosamente. ¿Quién podía culpar al pobre Esteban de ceder ante esos impulsos? En cuanto a él, Juan había hecho votos, como los caballeros, de pobreza, castidad y obediencia a Dios. Al principio pensó recluirse en un monasterio, pero por no separarse de Esteban, que no tenía el menor espíritu monástico, se decidió a llevar una vida de acción.
¿Te ha comido la lengua un cuervo? –inquirió Esteban, sonriendo y mientras le rodeaba los hombros con un brazo–. Créeme que no he querido ofenderte. Oye, ¿sabes una cosa? Hueles a clavo.
Juan se puso rígido, no por el contacto, sino ante lo que parecía ser una insinuación. No había olvidado la burla de su padre: «¡Mujerzuela!» Según la costumbre eran las muchachas y las mujeres quienes guardaban sus vestidos en cofres impregnados de aroma de clavo, mientras que los hombres del castillo colgaban su atuendo en la estancia llamada guardarropa, situada cerca de los retretes de la escalera, cuyo pozo iba a parar al foso de la fortaleza. El hedor de ese pozo protegía a las vestiduras del guardarropa contra las polillas.
Era de mi madre –murmuró Juan–. Me refiero al cofre, donde guardo algunas cosas; aún lo utilizo.
Mi madre, en cambio, colocaba menta florida en su cofre –dijo Esteban–. Mas yo prefiero el olor del clavo. Tal vez ahora se me pegue un poco; llevo una semana sin bañarme.
Y diciendo esto, apretó afectuosamente el hombro de Juan, y éste entonces comprendió que su masculinidad no había sufrido mancilla. Lo cierto es que Esteban nunca se burló rudamente de él en ese aspecto. Bromear, tal vez, pero sin poner jamás en tela de juicio su calidad de varón.
No me parece un camino peligroso –siguió diciendo Esteban, que se mostraba comunicativo quizá porque Juan estaba silencioso–. Las gentes de la abadía de Chichester vigilan para limpiar la zona de bandidos. No llevan espadas, pero libre Dios al ladrón que cae bajo sus estacas.
Sin embargo, el bosque se extiende a nuestro alrededor –dijo Juan– como orgullosa morada de los grifos de alas verdes y escamosas. Parece como si la espesura fuera a devorar el camino. Ya se ha comido los bordes de la calzada, y... –agregó bajando la voz–: ella vino del bosque, ¿no es cierto?
¡Ella vino del cielo, tonto! –contestó Esteban, riéndose–. ¿No la has oído decir que no conoce nada del bosque?
Antes de que Juan pudiera replicar a su amigo, Ruth se presentó ante ellos, tan verde como el rocío en lo mejor de la primavera. Resplandecía aún en el rústico atuendo de Esteban, con la caperuza echada sobre la espalda. Su cintura aparecía rodeada por el cordón dorado de su túnica, y desdeñando sus zapatillas festoneadas de terciopelo, se había puesto los zuecos del muchacho, cuya tosquedad realzaba la delicadeza de su pie desnudo. En el manto, que se había quitado, llevaba envueltas las zapatillas y el crucifijo.
Nadie adivinaría hora que soy un ángel –manifestó sonriendo–, y ni siquiera una muchacha.
Desde luego, no se conoce que eres un ángel, pero una muchacha sí. Deberías endurecer tus manos y ocultar tus bucles, para poder pasar por un chico.
Ella hizo ademán de querer esconder su ondulado cabello en la caperuza, pero furtivamente, algunos rizos dejó fuera.. En el momento en que reanudaron el viaje, Ruth comenzó a cantar una tonada familiar de aquellos días:

En el valle de mi inquieta fantasía
busqué el monte y el aguamiel...

Aunque ella cantaba acerca de un hombre que buscaba a Jesucristo, las palabras fluían de sus labios tan jovialmente como si se tratara de un alegre villancico. Juan echó de menos sus timbales, y Esteban comenzó a silbar. De este modo se olvidaron de la soledad del camino, desierto a aquellas horas, y los grifos de escamosas alas les parecieron inofensivos.
De improviso, al volver un recodo de la carretera, casi tropezaron con un caballero, que llevaba una roja cruz pintada en el escudo –parecía un caballero templario–, y detrás del cual cabalgaba una dama en un robusto corcel, conducido por un criado que no alzaba la vista del suelo.
El caballero les miró con gesto de desagrado. A pesar de los votos que le exigía su orden, parecía más dedicado a la guerra que a servir a Dios. La dama, en cambio, sonrió y les preguntó hacia dónde se dirigían.
Vivo en un castillo, más adelante –repuso Juan, prestamente, en francés normando.
A diferencia de sus amigos, iba ataviado a la moda de los jóvenes caballeros de la época, con un manto de color violado y cinturón de seda bordado en plata. Así se explicaba que fuera el portavoz del pequeño trío de jóvenes.
He venido con mis amigos –añadió– a buscar castañas al bosque, y nos disponemos a regresar a casa.
El caballero acentuó más su ceño, hasta que su expresión resultó abiertamente hostil. Detuvo el caballo, y todo en él parecía indicar que sospechaba que Juan hubiera robado una excelente túnica a fin de hacerse pasar por el hijo de un caballero. Los jóvenes de noble cuna, aunque tuvieran doce años, no solían hacerse acompañar de villanos; menos aún les llamaban amigos suyos, y no iban a recoger castañas al bosque a semejantes horas de la tarde.
No hemos pasado castillo alguno en muchas leguas –gruñó al tiempo que colocaba su recia mano, surcada de gruesas venas, sobre la empuñadura de su espada.
El de mi padre se halla alejado de la carretera, y la torre no es muy alta –aclaró Juan, sin la menor vacilación–. A decir verdad, le llaman La Tortuga, y es tan fuerte como el caparazón de ese animal. Más de un barón ha tratado de conquistarlo inútilmente.
Procura volver al castillo lo antes posible –terció la dama con tono admonitorio–. Vosotros no tenéis caparazón, como la tortuga, y el camino es peligroso después del anochecer. Mi protector y yo nos dirigimos a la fortaleza de nuestro amigo Felipe el Jabalí. ¿Sabéis si está aún muy lejos?
A unas dos leguas, poco más o menos –respondió Juan, y les dio detalladas explicaciones en un francés tan pulido que nadie, ni siquiera el ceñudo caballero, pudo tener la menor duda acerca de su sangre normanda y de su noble cuna. El muchacho hizo entonces una cortés reverencia, les deseó buen viaje hasta el castillo de Felipe el Jabalí, y condujo a sus amigos hacia la imaginaria fortaleza llamada La Tortuga.
¡Qué jovencito tan guapo! –oyeron aún que decía la dama–. Y varonil, para su edad.
De no haberme sentido tan asustado –dijo Esteban, una vez que estuvieron a prudente distancia del caballero, de la dama y del poco comunicativo servidor–, habría soltado una carcajada, cuando dijiste que tu castillo se llamaba La Tortuga. ¡Si no hay castillos por aquí en tres leguas a la redonda! Es la primera mentira que te oigo decir.
¿También tú sentiste miedo? –preguntó Juan, asombrado ante aquella confesión.
Desde luego que lo tuve. Esos dos eran amantes, y se dirigían a una cita en el castillo del Jabalí. Este individuo consiente tales cosas, según he oído decir. Es como si administrasen un burdel para la nobleza. La dama seguramente tiene el marido lejos de estas tierras, y el caballero templario bien pudo habernos matado, para evitar que fuéramos con cuentos a alguien.

Cuando se hizo de noche, buscaron una gran encina de ancho tronco, y entre los dos chicos ayudaron a subir a Ruth hasta las primeras ramas. Entonces se preparó ella un lecho con hojas y musgo en la cruz del árbol, y, habiéndose quitado los zuecos, se instaló allí cómodamente y con toda desenvoltura, en compañía de los dos muchachos. Parecía tener habilidad para hacer aquella clase de nido, tanto en la Tierra como encima de ella. Una vez que hubo comido algo de pan y de queso, y bebido cerveza, volvió a descender al suelo, y rechazó toda ayuda de sus acompañantes, demostrando que era muy ágil.
¿Se habrá enfadado con nosotros? –dijo Juan.
Se bebió toda la cerveza –declaró Esteban–, y ahora se ha marchado...
Treparon por una rama hasta donde se confundía la copa de la encina con la de otra que estaba en la vecindad, creyendo que Ruth se hallaría debajo de ese árbol.
Pero pronto advirtieron que llegaba de un olmo no lejano, y que se reunía con ellos en el improvisado refugio.
Estaba buscando junquillos –explicó ella– para cubrirnos y no pasar frío; pero no los he encontrado, de modo que tendremos que prestarnos el calor mutuamente.
A continuación se situó en el centro del lecho de hojarasca, pensando, sin duda, que tendría a un muchacho a cada lado. Esteban se tendió a su izquierda.
Con la rapidez y agilidad de Lucifer encarnado en una serpiente, Juan se deslizó entre los dos, obligando a Ruth a correrse hacia un extremo del lecho, pero sufrió cierta decepción al ver que ella aceptaba la maniobra sin protestas. Notó entonces el suave contacto de la muchacha y su fragancia a galanga, una planta aromática, que traían de las tierras de ultramar, y que era usada como base para perfume por las damas inglesas.
Las estrellas brillan mucho esta noche –declaró ella–. Mira, Juan, allí está Arturo, espiando a través de las hojas; y allí se ve a Sirio, la estrella del Norte, a la que los vikingos llamaban Farol del Vagabundo.
Esteban le dio un leve codazo, como diciendo:
«¿Lo ves?, sólo un ángel sabe estas cosas.»
Esteban –susurró Juan.
Dime.
Ya no tengo miedo. No lamento haber abandonado el castillo, ni me atemoriza estar en el bosque.
¿Es eso cierto, Juan?
Si; y se debe a que no estoy solo.
Ya te dije que estaríamos a salvo con nuestro ángel.
No me refiero al ángel –dijo aquél, al tiempo que apoyaba su cabeza en el hombro de Esteban, con lo que el olor a perros y a heno se impuso sobre el aroma de galanga que exhalaba Ruth.
Vamos, duérmete, hermanito, y sueña con Londres y la Tierra Santa.
Pero el miedo volvió a adueñarse de Juan antes de que pudiera soñar con algo. Alrededor de la medianoche, cuando ya había refrescado bastante y los búhos lanzaban su grito, Juan se despertó con el toque de un cuerno, y en seguida oyó un alarido como si un centenar de nutrias hubieran sido atrapadas por la rueda de un molino de agua. El chillido parecía llegar de lejos, y a pesar de todo era tan intenso que le obligó a cubrirse los oídos con las manos.
¡Los cazadores han encontrado una mandrágora! –exclamó Esteban, incorporándose en el lecho de hojas–. Es una noche sin Luna, y ya habrán dado las doce. En estas horas salen de caza; soplan el cuerno para disimular los chillidos. ¡Vamos a ver lo que han cogido!
Pero Juan no tenía muchos deseos de abandonar el árbol, y declaró:
Si han dado muerte a una mandrágora, no querrán compartirla con nadie. Además, pueden ser unos bandidos.
Ruth también se había despertado con el ruido y los chillidos, y dijo:
Juan tiene razón. No es agradable contemplar ese espectáculo aterrador. ¡Dar muerte a un retoño extraído de la tierra!
Me quedaré aquí, haciendo compañía a Ruth –afirmó Juan, pero Esteban ya le arrastraba fuera del nido y le obligaba a descender por el tronco.
¡No podemos dejar a Ruth sola! –gimió Juan, levantándose del suelo, adonde había caído en el forzado descenso.
Bah, los ángeles no necesitan protección, todo lo contrario –aseguró Esteban–. Vamos, date prisa o no podremos ver a los cazadores.
Encontraron a los cazadores de la mandrágora al otro lado de la carretera, muy adentro de la espesura. Se trataba de un par de rudos leñadores, padre e hijo, a juzgar por su aspecto, su complexión y el rubio cabello, color de lino, aunque el más anciano estaba corcovado y gastado como una vieja hoz, mientras que el hijo llevaba un parche sobre uno de sus ojos. Los leñadores contemplaban una mandrágora moribunda del tamaño y la forma de un niño recién nacido, exceptuando los sucios zarcillos que de ella salían, así como los enormes órganos reproductores y la verde mata de herboso cabello, que había crecido fuera de la tierra, con flores purpúreas en forma de campanilla. El martirizado cuerpo se retorcía como una gallina decapitada. Ya muerto a su lado, y atado a la mandrágora por una cuerda, yacía un perro con las orejas ensangrentadas.
Como aquella noche no había Luna, y las estrellas más brillantes, Arturo y Sirio, estaban veladas por la neblina del bosque, uno de los cazadores llevaba una linterna, a cuya luz Juan vio a la mandrágora, al perro y la sangre, en un espectáculo estremecedor que le hizo pensar en la caída de Lucifer a los infiernos, y preguntarse si Esteban y él no habrían caído también en el Averno.
Uno de los cazadores vio a los muchachos y les dijo, al tiempo que se quitaba de los oídos, con el meñique, unos tapones de cera que se había colocado:
Pudisteis haber muerto reventados, como este viejo sabueso al que le estallaron los tímpanos.
Entonces extrajo un largo cuchillo de su cinturón y lo tendió a su padre, mientras agregaba:
No, no; limpio y rápido... Córtalo, no lo destroces.
El viejo partió en rodajas el cuerpo de la mandrágora, que rezumaba savia, más que sangre, y lo envolvió en trozos de tela que colocó cuidadosamente en un zurrón de piel.
Uno menos de esos demonios –murmuró el padre, irguiéndose de nuevo.
Una semana más, y hubiera salido del suelo, para unirse a los suyos en sus cubiles.
¡El rescate del rey Ricardo, en afrodi... afrodisíacos! –tartamudeó el hijo, completando la palabreja con un gesto de triunfo.
En efecto, el negocio de las raíces de la mandrágora era lucrativo e inagotable: decrépitos barones, privados ya de la potencia sexual y amantes cuya pasión no era correspondida. Desde los tiempos bíblicos de Jacob y Lia se había reconocido a la raíz un infalible poder afrodisíaco. Si, el valor del rescate pagado por el rey Ricardo no era una exageración. Cualquier hombre pagaría con oro y plata, con tierras o ganado, por conquistar un amor reacio o resucitar su apetito carnal extinguido.
Cuando los leñadores hubieron terminado su macabra disección, el hijo sonrió a los muchachos y les ofreció un fragmento del tamaño de un guisante.
Tomad, chicos –les dijo–. Echad esto en el plato de una moza, y se arrojará a vuestros brazos.
El no lo necesita –repuso Juan, rechazando el obsequio–. Las chicas ya van tras él, sin necesidad de eso, como las hormigas tras la miel.
Pero tú, en cambio, si lo necesitarás, ¿verdad? –barbotó entre risotadas el leñador más joven, dirigiéndose a Juan, y guiñándole su único ojo.
Los siervos tuertos eran algo común en Francia e Inglaterra, por aquella época, y la mayoría de ellos habían perdido el ojo que les faltaba por culpa de sus iracundos amos, y no en peleas. Tal vez el leñador no se había dado bastante prisa en llevar la leña para la chimenea del salón de un castillo.
Porque no me pareces muy dispuesto para esos menesteres –añadió el leñador.
Dentro de poco lo estará –terció Esteban, al notar la confusión de Juan–. Sólo hay que darle un par de años, pues no tiene más que doce.
Luego, señalando al perro muerto, agregó:
¿Tenían que haber usado un lebrel? ¿No podíais haberlo hecho vosotros mismos? Después de todo llevabais cera en los oídos.
Cualquiera sabe que los perros pegan un tirón más fuerte, lo que arranca la mandrágora entera. Es como extraer un diente de cuajo, con raíz y todo. Además, ya era un perro viejo, y no le quedaban muchos años en los huesos. Y ahora podremos comprar una jauría completa, con lo que nos paguen por la raíz.
Una vez que los leñadores se hubieron marchado, mientras hablaban animadamente acerca de la venta de su tesoro en la próxima feria y de cómo gastarían el dinero, los muchachos procedieron a enterrar el perro muerto.
Habría sido mejor que también le hubiesen puesto cera en los oídos –comentó Esteban, con amargura.
La cera no le hubiese servido de nada –dijo Juan–. Al menos, así lo he leído en un tratado sobre animales. Los oídos del perro son tan finos que el chillido de la mandrágora traspasa la cera y mata al animal, de todas formas.
No es de extrañar que las mandrágoras nos den muerte y nos coman. ¡Con ese modo de arrancar sus crías de la tierra, para luego cortarlas en rodajas! De no ser porque mataron a mis padres, hasta sentiría piedad de esas criaturas. Ahora, un hatajo de viejos libidinosos correrán como monos detrás de las mozas de cocina.
Me figuro –dijo Juan, que furtivamente había enterrado el pedacito de mandrágora junto con el can muerto– que la pregunta principal es: ¿Quiénes comenzaron primero a comerse a los otros? –luego cogió con fuerza la mano de Esteban y añadió –: Creo que voy a ponerme enfermo.
No será nada –manifestó Esteban, mientras rodeaba con su brazo protector los hombros del amigo–. Volveremos al árbol, y se te pasará durmiendo.
Pero también Esteban temblaba; Juan notó los estremecimientos en el brazo que le rodeaba. Pensó que le habría afectado la muerte del viejo perro. «Debo sobreponerme –se dijo–, para no entristecerle más.»
Ruth les estaba aguardando con una expresión que no resultaba fácil ver, bajo la tenue luz de las estrellas.
Sentimos haberte dejado sola tanto tiempo –dijo Esteban–, pero es que los cazadores habían dado muerte a una mandrágora y entonces...
No quiero que me habléis siquiera de eso –contestó ella.
Las mandrágoras no pueden trepar a los árboles, ¿verdad? –preguntó Juan–. Porque seguramente los padres de la que arrancaron estarán buscando a los culpables.
Claro que trepan a los árboles –repuso Esteban, que conocía bastante bien el bosque, y cuando no sabia algo lo improvisaba–. Son árboles, en cierto modo; es decir, plantas de gruesas raíces.
¿Crees que saben que estamos aquí? Si no pueden ver, ¿no serán capaces de olfatearnos?
Me gustaría que dejarais de hablar acerca de las mandrágoras –intervino Ruth–. Cualquiera podría pensar que nos rodean a centenares, cuando todo el mundo sabe que esos pobres seres están casi extinguidos.
A los padres de Esteban les dieron muerte las mandrágoras –manifestó Juan, con aspereza.
Luego se sintió tentado de abofetear a la chica, que parecía tener la virtud de interrumpir con tonterías. Era apropiado y generoso el que Esteban mostrase compasión por una cría de mandrágora, pero imperdonable que aquella muchacha ignorante simpatizara con ese hatajo de criaturas asesinas. Los orígenes celestiales de Ruth cada vez le parecían menos claros.
La muchacha lanzó entonces un pequeño grito, en respuesta a las palabras de Juan.
¡Oh, perdón, no lo sabía! –exclamó.
No importa –repuso Esteban–. Pero al menos, los que mataron a mis padres lucharon abiertamente, y no se ampararon en la obscuridad. Las mandrágoras salieron en grupo de la espesura, antes del anochecer, agitando sus retorcidos brazos y blandiendo mazas. Nos hallábamos relativamente protegidos, con excepción de mi madre, que nos traía cerveza al campo. Estábamos en el tiempo de la siega y usamos las guadañas como armas. Sólo se llevaron a uno de los nuestros, además de a mis padres, mientras que nosotros nos apoderamos de cuatro mandrágoras. Son las hembras las más peligrosas, pues se hacen pasar por seres humanos y van a vivir a los poblados. Los machos no pueden hacerlo, pues desde pequeños tienen demasiada pelambrera, y, por otra parte... bueno, ya sabéis... poseen unos órganos demasiado desarrollados. Pero las hembras jóvenes se parecen mucho a nuestras chicas, al menos exteriormente. Por dentro es muy diferente: tienen resina, en lugar de sangre, y unos esqueletos de color castaño que..., ¿cómo podríamos llamarlos, Juan?
Fibrosos, tal vez.
Mientras Ruth escuchaba en silencio, se había encogido como un ovillo.
«Como una araña de diadema –pensó Juan–; hasta con sus reflejos dorados.»
Cuéntaselo, Juan –dijo Esteban, que se había quedado sin aliento después de un discurso tan prolongado, y agregó dirigiéndose a Ruth–: Sabe de todo, habla francés, inglés, latín... Conoce la historia de nuestros reyes y reinas desde Arturo hasta el malvado rey Juan. Incluso sabe la historia de esas desvergonzadas diosas paganas que iban por ahí desnudas y se casaban con sus hermanos.
Juan, visiblemente complacido, siguió contando la historia iniciada por su amigo. Le gustaba hablar para los demás, pero nunca tenía otro auditorio que Esteban.
En los viejos tiempos, antes de las Cruzadas –comenzó diciendo Juan, que preparaba su relato como un experto narrador–, las mandrágoras sólo habitaban en los bosques y eran tan sucias y peludas que jamás se las podía confundir con un ser humano. No tenían gustos especiales, en cuanto a lo que comían. Tanto se alimentaban de animales como de hombres, y cuando atrapaban a un cazador en sus redes, lo asaban sobre carbones ardientes, y tras comérselo esparcían sus huesos por el suelo, como hacemos con los palillos de tambor para la fiestas de San Miguel.
Entonces, igual que un avezado juglar, Juan hizo una pausa y miró a Ruth para apreciar el efecto que en ella hacía su relato. La expresión de la chica pareció satisfacerle. Por otra parte, ésta se encontraba tan al borde del lecho de hojarasca, que con un poco más que se corriera caería del árbol, pensó Juan, con regocijo.
Pero cierto día una pequeña mandrágora hembra se perdió, saliéndose del bosque, y un tosco herrero la tomó por una chiquilla extraviada, desnuda y sucia, después de haber pasado unos días en la espesura. La llevó a su casa, con su familia, y la chica engordó y se puso muy hermosa. El hombre y su mujer no disimulaban su orgullo, pero adelgazaron y todos resaltaban la generosidad del humilde herrero que daba lo mejor de su comida –en un invierno en que ésta tanto escaseaba– a aquella huérfana. Mas durante el verano siguiente la muchacha fue arrollada por una carreta cargada de heno y murió en el accidente. Las gentes de la aldea se disponían a apalear al carretero hasta matarle, cuando advirtieron que la sangre de la chica, más que de color rojo tenía el aspecto espeso y viscoso de la resina.
¿Qué significa «viscoso»? –preguntó Esteban.
Pegajoso, como la substancia que rezuma la araña cuando teje su tela. Así se vino a saber que las mandrágoras eran vampiros y antropófagos a un tiempo, y que cuanto más se nutrían de seres humanos menos resinosa se volvía su sangre, hasta que aquélla quedaba completamente remplazada por otra de color rojo, como la humana, aunque sus huesos nunca tomaban color blanco. Sin embargo, debían seguir comiendo carne de hombre, o su sangre volvía a tomar aspecto resinoso.
»Pues bien, las mandrágoras se enteraron de lo ocurrido a la muchacha –seguramente por un ladrón escapado, antes de comérselo–, y cómo ésta se había hecho pasar por un ser humano. Entonces resolvieron enviar más de sus crías hembras a los poblados, donde la vida resultaba más fácil que en los bosques. Entraron por la noche en algunas casas y dejaron sus pequeñas, bien lavadas, por cierto, en lugar de las niñas humanas que se llevaron con ellos a la espesura para darles el terrible destino que cabe imaginar. Al día siguiente, los lugareños pensaron que las hadas habían realizado la substitución, y todos sabemos que el que rechaza al descendiente de un hada arrastra la mala suerte durante toda su vida. Pasó mucho tiempo antes de que pudiera conocerse el designio de las mandrágoras por los alrededores del bosque. Ahora, cuando una madre encuentra un niño que no es el suyo en su cuna, o llega un chiquillo desconocido al poblado, generalmente le pinchan con una daga. Si de la herida mana resina, lo ahogan y luego lo queman. A pesar de esto, algunas mandrágoras consiguen engañar a la gente, y pasan como seres humanos.
»Debéis saber que su caso no se parecía en nada al de los cruzados del siglo pasado, que se convirtieron en vampiros cuando atravesaron el territorio de Hungría. Los naturales de esta tierra contagiaron su enfermedad, y luego los cruzados la trajeron a Inglaterra. Esos vampiros tenían que cortar la piel, para chupar la sangre de la víctima; además poseían un aspecto cadavérico, antes de nutrirse, y luego se volvían sonrosados y pletóricos. No era ningún problema reconocerlos, para luego quemarlos. Pero las chicas mandrágoras pueden sorber la sangre de una persona con sólo oprimir sus labios contra la piel, y extraen la sangre por los poros. Y lo más terrible del caso es que no tienen el siniestro aspecto de los vampiros, por lo que a veces ni ellas mismas saben lo que son, ni que nacen de una semilla hundida en el suelo. Se alimentan como en sueños, y al llegar la mañana siguiente se han olvidado de todo.
Eso es algo monstruoso –declaró Ruth.
¿No te parece? –concedió Juan, contento de que su relato hubiera resultado un éxito.
Bueno, pero también es monstruoso el pinchar a los niños con cuchillos, para ver si son mandrágoras.
¿De qué otra forma se les puede distinguir de los seres humanos? Precisamente porque hay gentes sentimentales como tú, las mandrágoras consiguen infiltrarse entre nosotros.
Con franqueza –replicó Ruth–, no creo que las mandrágoras suplanten a nadie. A mi entender se esconden en el bosque y se nutren de venado y de bayas, pero no de cazadores. Y ahora, será mejor que nos durmamos. Por lo que me habéis dicho, aún nos queda una larga jornada para llegar a Londres. Todos necesitamos descansar.
Buenas noches –dijo Esteban.
Que tengáis dulces sueños –contestó Ruth.

Capitulo 3
Cuando amaneció al día siguiente, el Sol parecía el escudo de un sarraceno en el cielo –el escudo de Saladino como hubiera dicho un cruzado–, y el bosque resplandecía de senderos dorados por los rayos del Sol, mientras que los pájaros revoloteaban en el aire o se posaban en las ramas, moviendo con gracia las vivaces colas. Ruth y Esteban, ya despiertos, sonrieron a Juan, que acababa de abrir los ojos.
Decidimos dejarte dormir –dijo Esteban–. Gruñías como un jabalí cuando te sacudí para despertarte, de modo que nos marchamos tras un aguzanieves, en busca de desayuno.
Y te hemos traído algunas fresas silvestres –dijo Ruth, con los labios más rojos aún a causa de los frutos que estaba comiendo y de los que entregó a Juan un cestillo rebosante, para luego añadir–: Lo tejí con junquillos.
Aunque Ruth aseguraba no conocer el bosque, era evidente que poseía notable destreza natural.
Una vez de nuevo en el suelo, terminaron su desayuno con nueces de haya, que requerían habilidad para partirlas y para extraer las semillas. Ruth cogió la botella de cerveza de Esteban y bebió un trago tan abundante que la dejó vacía.
Es para ayudar a que baje la comida –explicó a sus dos acompañantes.
No sé cómo les gustan tanto a los cerdos esas nueces –dijo Esteban–. Ni siquiera vale la pena partirlas.
Bueno, los cerdos no las parten –manifestó en seguida Juan.
Si, claro; y por otra parte –siguió diciendo Esteban–, no hay mucho donde elegir en esta parte del bosque. Pero al menos hemos encontrado un arroyo –y recogiendo la bolsa que contenía lo que les quedaba de comida y unas pocas prendas, añadió–: Ruth, coge tu hatillo y vámonos a nadar.
Lo he escondido –dijo ella, con cierta brusquedad– por temor a los ladrones. Lo recogeré cuando volvamos de bañarnos.
«Bah, tanto misterio por un sencillo crucifijo y una túnica –pensó Juan–. Es como si creyese que Esteban y yo somos unos vulgares rateros. ¡Y todo eso después de haberse bebido nuestra cerveza!»
El riachuelo avanzaba perezosamente, y en las tranquilas aguas de sus márgenes crecían mastuerzos parecidos a tréboles de cuatro hojas. Esteban que solía tomar un baño al mes en una tina, junto con los demás mozos del establo, mientras que las hijas de los villanos les echaban cubos de agua por encima, se quitó el jubón con presteza. Estaba realmente orgulloso de su cuerpo, y en una ocasión dijo a Juan:
«Cuanto menos ropa llevo puesta, mejor me siento. Un atuendo como el tuyo, de caballero, me sienta muy mal, pero desnudo... hasta las damiselas me han mirado a veces.»
Juan, sin embargo, estaba decidido a poner las cosas en su lugar. En presencia de Ruth no quería enseñar su cuerpo delgado, de piel blanca, ni dejaría que Esteban hiciera una exhibición.
Puedes ir a nadar tú primero –dijo a la muchacha–. Nosotros aguardaremos en el bosque.
No, es mejor que vayáis primero vosotros –respondió ella, riéndose–. Esteban ya sólo tiene puesto el taparrabo, y parece que se le va a caer. Pero no me alejaré demasiado.
No pensarás espiarnos, ¿verdad? –gritó Juan a Ruth, que ya se alejaba hacia la espesura, pero ésta ni le contestó.
El agua del riachuelo estaba helada, a pesar de la fuerza con que brillaba el Sol. Juan se estremeció entre los juncos, al llegarle el agua tan sólo a las pantorrillas pero quedó totalmente mojado cuando Esteban se zambulló aparatosamente a su lado. Luego chapotearon llenos de gozo entre las plantas, y con la arena del fondo se frotaron recíprocamente las espaldas. Por lo que a Juan se refería, Ruth y el viaje a Londres podían aguardar con calma.
Cuando al fin treparon a la orilla, se echaron a rodar sobre la hierba, para secarse el cuerpo. Esteban, experto luchador, sorprendió a Juan con lo que él llamaba una «llave de anfisbena». Sus brazos rodearon a su oponente como el extremo de una serpiente de dos cabezas, y terminaron por arrojarle al suelo.
¡Eres mi prisionero hasta que me den el rescate! –exclamó arrodillándose sobre el pecho de Juan como una deidad marina navegando sobre un delfín–. ¡Exijo seis botellas de cerveza de malta!
Lo que te voy a dar... –repuso Juan, liberándose de pronto con tal imprevista violencia que Esteban fue a caer de bruces debajo de él sobre la hierba–, ¡son seis buenos vergajazos con la vara del abad!
Esteban no se mostró disgustado, sino que gritó:
¡Voto al arco de Robín! ¡Has aprendido todas mis artimañas!
Será mejor que nos vayamos vistiendo –dijo Juan, al tiempo que dejaba en libertad a su amigo, antes de que éste volviera a tumbarle–. Ruth también querrá nadar, sin duda. Espero que no le haya dado por espiarnos.
Al decir esto, advirtió de soslayo unos helechos que se agitaban perceptiblemente a cierta distancia de la orilla. Con alivio comprobó que se trataba de un aguzanieves blanco, y no de la muchacha. De todas formas, algo había asustado a la avecilla.
¿Qué crees que iba a mirar Ruth? –le preguntó Esteban, entre risas.
A ti –contestó Juan, observando con admiración a su amigo.
Y es que Esteban era un muchacho con cuerpo de hombre «de un rosa atezado desde la coronilla hasta la punta de los pies», según decía una canción popular, y lo bastante apuesto para tentar a cualquier chica. Cuando agitó su empapada cabellera, una cascada de rebeldes bucles cayó sobre su cuello. Era una combinación de belleza y de fuerza, pensó Juan. Por centésima vez se maravilló de que aquel joven le hubiese elegido a él como hermano; es decir, hermano adoptivo, ya que en realidad no había entre ellos ningún vínculo de sangre, y ni siquiera de raza.
Juan contempló su propio cuerpo, y sintió deseos de estar vestido. En el castillo nunca se había bañado con los amigos de su padre; sólo lo hizo a veces con Esteban, no lejos del viejo molino, y también él solo, arrojándose agua con un cubo entre los helechos. Esto se debía a que ni siquiera en el castillo disponía de habitación propia, sino que estaba obligado a dormir en compañía de los antipáticos hijos de los caballeros de su padre.
Esteban comprendió los pensamientos de su amigo y dijo:
¿Sabes, Juan?, ahora ya no estás tan flaco. Tu cuerpo empieza a llenarse. Los huesos están en su lugar, y ya tienes fuerza, como acabas de demostrarlo. Te convertirás en un hombre antes de que puedas darte cuenta.
¿El año que viene? –inquirió Juan, aunque tal perspectiva le parecía más lejana que el poder capturar a un fénix de ardiente plumaje–. Sin embargo, tú ya eras un hombre a los trece años.
A los once; pero es que yo soy diferente, por ser un siervo. Nosotros crecemos más aprisa. Yo diría que a ti te faltan dos o tres años, aún. Luego podremos ir juntos a buscarnos guapas muchachas.
¿Quién va a quererme, cuando puede tenerte a ti?
Esteban le condujo hacia la orilla del riachuelo, y señaló a las aguas, que quedaban libres entre las hierbas, donde se veían reflejados sus cuerpos, el claro y el moreno, como las dos caras de la Luna.
Mira; yo tengo músculos, pero tú tienes elegancia, y también cerebro. Eso se advierte en tu rostro.
No me gusta mi cara. Ni siquiera pienso mirarme en esos espejos de cristal que han traído de Tierra Santa. Siempre me sobresalto cuando lo hago.
Seguramente ya no te sucederá eso. Yo diría que desde que abandonamos el castillo he notado en ti un cambio. Ayer, sin ir más lejos, cuando te enfrentaste con el caballero templario, estuve a punto de mojarme el taparrabo. Y tú, en cambio, ni siquiera pestañeabas. Además, dabas una impresión de aplomo, de sabiduría. Algún día tendrás tanto músculo como yo, mientras que a mi siempre me será negado el poseer un cerebro como el tuyo. Ahora, vamos en busca de Ruth.
Ante la insistencia de Esteban, arrollaron sus jubones y avanzaron vestidos tan sólo con sus taparrabos, esas fajas de tela que todo hombre de la época, fuera sacerdote, caballero o villano, llevaban arrolladas a la cintura y entre las piernas. Ahora ambos parecían dos labriegos despojados de su ropaje para enfrentarse con una ruda jornada de labor, y de ese modo no suscitarían sospechas ni tentarían a los ladrones.
Pero mira mis hombros –se quejó Juan–. Fíjate qué blancos están.
Ya se tostarán con el Sol, durante el camino hacia Londres –respondió Esteban, y, alzando la voz, gritó–: ¡Ruth, ya puedes ir a bañarte!
El joven tuvo que volver a llamarla, antes de que ella contestase con voz distante:
¿Qué quieres, Esteban?
¡Puedes ir a nadar, si quieres! ¡Tienes el río entero para ti sola! –exclamó Esteban, y añadió, sonriendo a Juan–: Se ha tomado demasiado en serio lo de no espiarnos; en cambio, nosotros no le prometimos nada.
¿Serias capaz de mirar furtivamente a un ángel?
Bah, ¿y quién se acuerda de que es un ángel? –respondió Esteban, dando a su amigo unas palmadas en la espalda–. Está bien, no la espiaré, me limitaré a pensar que podría hacerlo. Siempre me he preguntado si los ángeles estarán conformados como las muchachas. Vamos un rato a explorar los alrededores, mientras ella se baña. Seria capaz de tomarme otro buen desayuno después del ejercicio que hemos hecho. Pero es conveniente que no nos alejemos demasiado del curso del riachuelo.
Detrás de un matorral de hayas, Esteban descubrió unas matas de delgado tallo y hojas fragantes.
Esto es hinojo –afirmó–. Excelente por si caemos con fiebre en Londres. Recogeremos algunas matas, sin olvidar tampoco las raíces.
Pero Juan, pensando en las mandrágoras, no sentía afición alguna por las raíces, y olisqueando se acercó a unas plantas de menta.
¿Es esto lo que usaba tu madre para dar aroma agradable a sus vestidos?
Si, y también tiene muy buen sabor.
Se arrodillaron en el húmedo suelo, arrancaron hojas y las masticaron; los jugos dulzones y ardientes les dejaron sin aliento y con la garganta áspera, igual que si hubiesen bebido un fuerte aguardiente.
Pero, ¿dónde estaban el riachuelo, el camino y la encina donde habían dormido?
Los árboles parecen todos iguales –declaró Esteban–. Aquella vieja haya, ¿no la hemos visto antes?
Y esos matorrales pisoteados, y la tierra revuelta...
Al parecer, se hallaban ahora en el lugar donde los leñadores habían desenterrado a la mandrágora; el hoyo del suelo seguía conservando su inquietante forma humana, con prolongaciones correspondientes a los extremos de las raíces que arrancara el infortunado perro.
Vámonos de aquí –dijo Juan, sintiendo que le daban náuseas, lo mismo que si se hallara en un hediondo guardarropas.
¡Espera! –exclamó Juan–. Mira, hay otro agujero. Es... es donde enterramos al perro. ¡Cielo santo! –era su juramento más atrevido–, los muy canallas lo han desenterrado y...
En torno al hueco cavado en el suelo vieron numerosos huesos esparcidos... Un cráneo de animal... un fémur... un coxal...; todo ello tenía aún algunas adherencias de carne.
Esteban –dijo Juan, cogiendo la mano de su amigo–. Sé lo que piensas. Ha sido repugnante que se comieran al perro muerto. Ahora lo que debemos hacer es marcharnos de aquí. Quizá nos tomen por los cazadores.
Algo les estaba espiando.
Al principio pareció un árbol. O mejor, un cadáver exhumado de la tumba, con raíces creciéndole de los miembros. Entre jadeos y sacudidas se les fue acercando. Tenía el color desvaído del tronco de la haya, y su piel –¿o era su corteza?– estaba cubierta en parte por una verde mata de pelos –¿o eran raicillas?–. Los ojos ardían como ascuas en dos cuencas negras que parecieron a Juan diminutos dragones flamígeros acosando desde sus cavernas. La boca no era más que una amplia hendidura, y cuando se abrió dejó entrever unos dientes triangulares y aguzados como los del tiburón, hechos para desgarrar, triturar y aplastar.
¡Corre! –gritó Juan, dando un empujón a su amigo, pero el temerario Esteban había optado por luchar con el agresor.
¡Maldito devorador de perros! –exclamó Esteban, mientras cargaba contra la mandrágora utilizando la cabeza como ariete.
A consecuencia del impacto, la extraña criatura se derrumbó como una puerta de goznes carcomidos, pero en su caída envolvió con las extremidades a Esteban. Ya en el suelo, parecía un pulpo vegetal, agitando los delgados tentáculos en torno a su presa.
Juan sintió frío a causa de la ira, en vez de calor. Su semblante adquirió un tono azulado, en lugar de enrojecer, igual que si le hubiesen sumergido en un río, rompiendo la capa de hielo. Primero quedó asombrado; luego, las células adormecidas de su cerebro funcionaron con notable precisión. Se dio cuenta de que era muy joven y débil; contra aquella piel semejante a una corteza de árbol, sus puños desnudos nada hubieran podido hacer. Desarmado, una serie de golpes ciegos en nada habrían ayudado a su amigo. Cayó de rodillas y con las manos comenzó a escarbar en el suelo, como un topo. Salieron guijarros, piñas, nuececillas, todo ello inservible. Luego dio con una piedra grande, de bordes dentados. Con las manos despellejadas y sangrantes, arañó frenéticamente la tierra para desenterrar aquella arma de la que dependía una vida, y, sin ponerse en pie, se arrastró hasta la caída mandrágora. El fibroso cráneo crujió y se deshizo en astillas, con sonido estremecedor, bajo los golpes de la piedra, y empapó a Juan de savia y una substancia vegetal verde que parecía una col machacada en un molino.
¡Esteban! –gritó angustiado, pero la respuesta le llegó siseante desde arriba, cargada de amenazas:
¡Ser humano!
Innumerables dedos, retorcidos como garfios, le envolvieron y apresaron, arrastrándole después, junto con Esteban, sobre la tierra hiriente.

Las guaridas de las mandrágoras no parecían habitáculos, sino obscuras catacumbas excavadas para ocultarse de los hombres y de las fieras. En realidad no se sabía si aquellos seres las habían hecho, o si las hallaron en estado natural, para luego agrandarlas y comunicarlas con otras cuevas, cubriendo por último el suelo con paja. Juan se sintió dolorosamente consciente mientras su delgado cuerpo, apenas protegido por el taparrabo hecho jirones, se retorcía y rozaba contra las ásperas paredes del pasadizo, tortuoso como la garganta de un dragón. Vio a sus agresores en la penumbra, y al divisar una figura de clara piel, que transportaban inconsciente, comprendió que no le habían separado de su amigo.
¡Madre de Dios! –dijo jadeante–. ¡Déjale que siga inconsciente!
Durante la prolongada marcha del grupo, Juan notó que pasaban de una a otra cueva, tan sólo debido a la falta de paja que se apreciaba en el hueco de las puertas. Al fin, una luz tenue y fluctuante anunció que se acercaban a una hoguera. Quizá era una cueva central, y suponía el fin del largo y brutal viaje.
La estancia donde ardía el fuego era circular y espaciosa; en ella las mandrágoras hembras se dedicaban en silencio a apilar trozos de hierba sobre el lecho de piedra de la chimenea. Juan pudo advertir que allí no se usaban ramas ni raíces para hacer fuego, sin duda porque aquellos seres eran ellos mismos de naturaleza vegetal. Se preguntó qué pensarían las mandrágoras si supusieran que el carbón que utilizaban para el fuego habían sido plantas en épocas remotas.
Sus agresores los arrojaron al suelo, como si fueran troncos, junto al hogar, y se unieron a las mujeres en la tarea de alimentar el fuego. Juan se hallaba firmemente atado, con los pies cruzados y las manos detrás de la espalda, pero consiguió moverse y quedar de lado, para observar a Esteban. Las mejillas de su amigo estaban llenas de arañazos y en su frente se apreciaba un gran magullón. Sus cabellos estaban llenos de sangre y de telarañas.
Esteban, Esteban, ¿qué te han hecho? –murmuró, mordiéndose los labios para evitar las lágrimas.
Al ver caído a su héroe, aumentaba por él su ternura, hasta llegar a la veneración. Pero era necesario mostrarse fuerte, se dijo. Había que buscar la forma de escapar.
Examinó la estancia, y advirtió que no había en ella lechos ni jergones en el suelo. Por lo visto, las mandrágoras dormían en cuevas más pequeñas, y usaban la mayor como lugar de reuniones. Allí se juntaban para hablar y comer, y las paredes de tierra estaban ennegrecidas por el humo de las hogueras. Había huesos esparcidos sobre la paja, junto con colmillos, pieles y pelos de animales. El hedor de los desperdicios era insoportable, lo que unido a las emanaciones de excrementos y orines, hizo que se revolviera el estómago de Juan. Luchó contra las náuseas procurando pensar cómo hubiera resuelto la situación el sabio abad. Se encontraba ahora como Hércules en los establos del rey Augias, o como Cristo entre los corrompidos mercaderes del Templo.
Entonces, al otro lado de la cueva divisó una cruz. No se equivocaba: se trataba de una gran cruz de piedra, colocada en una especie de capilla. Unas piedras cóncavas, en forma de concha de tortuga, servían como asientos. Entre éstos, el suelo aparecía socavado por las rodillas de los penitentes. Sí, el lugar era indudablemente una capilla, y Juan recordó el relato –un mito, según había creído siempre– del sacerdote llamado Agustín, que había llegado a Inglaterra con los cristianos, y que fue a predicar a las mandrágoras en sus cavernas.
Los monstruosos seres le dieron muerte, pero paradójicamente adoptaron luego un culto que era un lamentable remedo del cristianismo.
¡Asesino de criaturas!
Una mandrágora macho había gritado a Juan estas palabras, inclinándose sobre él y despidiendo un fuerte hedor a aguas estancadas. Su voz era gutural, y al principio Juan no le entendió. El ser hablaba con un arcaico acento inglés. Luego siguió lanzando maldiciones contra los hombres, y en especial contra los caballeros, deseando que las ballenas se tragasen hasta el último de ellos, cuando navegaban hacia los campos de batalla en sus navíos de madera. Después, habiendo maldecido a las gentes de las que Juan parecía provenir, acusó a éste y a su amigo de haber dado muerte con su perro a la pequeña mandrágora. Era su retoño, gritó aquel ser. Un retoño de su propia semilla.
Aunque las mandrágoras copulaban como los hombres y los animales, Juan había oído que sus hembras daban a luz seres que parecían bellotas, las que plantaban en el suelo y que luego se convertían en raíces. Si no eran descubiertas por los cazadores y alcanzaban la madurez, las raíces salían del suelo como una tortuga de su huevo, y sus madres las llevaban a las cuevas a fin de que se unieran al resto de la tribu.
¡No, no! –respondió Juan, moviendo negativamente la cabeza–. Nosotros no matamos a vuestro pequeño. Fueron los cazadores quienes lo hicieron.
El ser sonrió con una expresión que resultaba peculiar de las mandrágoras. El enojo y el placer parecían provocar el mismo gesto de enseñar los dientes. Por lo demás, sus rostros eran inexpresivos.
Vosotros sois los cazadores –dijo la mandrágora.
La turba reunida en la cueva central había hecho que aumentase el calor, como ocurre en las cocinas de los castillos, cuando se prepara un festín. Sin embargo, los seres que alimentaban el fuego, encorvados como bajo el peso de su propia suciedad, no parecían notar la elevada temperatura que allí reinaba.
Era evidente que habían encendido la hoguera para preparar su comida. Ahora comenzaron a aguzar unos cuchillos en las desgastadas piedras.
El resplandor del fuego debió llamar la atención de las jóvenes mandrágoras que estaban en las habitaciones vecinas, ya que irrumpieron en la gran cueva y se reunieron gesticulando en torno a los dos cautivos. Aún no tenían el aspecto cansino y vacilante de sus mayores; por el contrario, parecían inteligentes y llenas de vitalidad. Según parecía, la vida de aquellos seres en el bosque los desgastaba pronto mental y corporalmente. No era extraño, por lo tanto, que los exhaustos adultos, por mucho que odiasen a los seres humanos, procurasen introducir a sus hijas en las poblaciones.
Las muchachas que vio Juan, exceptuando una, parecían todas adolescentes, aunque lo bastante crecidas como para que el pelo les poblara ya los brazos y una parte de la cara. La excepción era una pequeña de unos cuatro años, que resplandecía de belleza a pesar de la suciedad que la cubría. Sus ojos aún no se habían enrojecido ni hundido en sus cuencas, mientras que su boca era del color de las frambuesas silvestres. Bien podía haber pasado por una niña humana.
Los pequeños parecían haber interrumpido sus juegos para acudir a la sala. Se divertían con una especie de dados, pues eso semejaban los pequeños objetos blancos que al chocar emitían un chasquido, como los minúsculos cubos de hueso de ballena que servían también para distraer a los caballeros del castillo de Juan. Pero los dados de las pequeñas mandrágoras no eran verdaderamente cúbicos, sino irregulares: unos trozos de hueso con figuras toscamente talladas. Los griegos, según recordaba Juan por enseñanzas del viejo abad, habían usado las tabas de los carneros y de otros animales, en lugar de dados.
Pero aquellas extrañas crías pronto encontraron otra diversión muy movida. Despojaron a Juan y a Esteban de sus taparrabos, y comenzaron a pellizcarles con dedos ágiles, mientras se burlaban del escaso vigor de los seres humanos. Y es que los niños mandrágoras, desnudos como sus padres, poseían ya enormes genitales; de ahí que se atribuyera a las raíces muertas de mandrágora un notable poder afrodisíaco. Esteban se estremeció un momento, mas para alivio de Juan no llegó a despertarse, no viéndose así convertido en objeto de hirientes burlas. No sin razón se había mostrado siempre orgulloso de su virilidad, y el verse superado y afrentado por chiquillos de ocho y nueve años hubiera significado para él un gran sufrimiento. Sólo la bonita pequeña de cuatro años, que miraba con aire de reproche a sus amigos, se mantenía al margen del juego.
Dobló una campana de iglesia, y su sonido se difundió misterioso por aquellas oquedades, llenando de asombro a Juan. Al momento se hizo el silencio en la gran cueva. Uno de aquellos seres, ya viejo como un tronco desgastado y cubierto de musgo, se abrió paso entre los niños con andar vacilante, y se detuvo entre Juan y Esteban. Los examinó con cuidado, detenidamente, como si estuviera eligiendo. Por fin eligió a Esteban. Cuando trató de inclinarse, sus lomos crujieron como un puente levadizo carcomido. Juan pensó que se iba a quebrar en dos partes, y que nunca alcanzaría el suelo. Pero logró su propósito y alzó a Esteban entre sus brazos llenos de musgo.
¡Maldito, suelta a mi amigo! –gritó Juan.
Contorsionándose prodigiosamente, el muchacho consiguió deshacer las ataduras que sujetaban sus tobillos y golpeó con una rodilla los órganos pudendos de la mandrágora. El ser lanzó tal alarido que Juan creyó que le introducían por los oídos unos atizadores al rojo vivo. Se retorció en el suelo e intentó alzar las manos para acallar los ecos del grito y calmar el dolor. Perdió momentáneamente el conocimiento, y cuando lo recuperó vio a Esteban tendido en la losa de piedra de la capilla. Inclinado sobre él, el viejo mandrágora parecía la encarnación de un espíritu exterminador. Los demás adultos, unos veinte, aproximadamente, tomaron asiento en las piedras conformadas como caparazones de tortuga, mientras los niños se situaban cerca del fuego, para contemplar el rito. Juan no vio en los rostros de esas criaturas una expresión de curiosidad o de interés, sino de miedo y recelo, mientras que la pequeña de cuatro años escondía su cara entre los brazos de una muchacha mayor.
El viejo mandrágora que dirigía el ritual entonó lo que parecía una salmodia de ofrenda. Juan alcanzó a oír las palabras «divinidad» y «sacrificio», y comprendió con horror el triste destino que iba a correr Esteban. Primero el rito, luego el festín. La misma víctima iba a servir para los dos objetos. Como ya tenía sueltas las ligaduras de las piernas, Juan a pesar de tener atadas las manos, se puso en pie y avanzó hacia la capilla. Poco antes había dado muerte implacablemente a una mandrágora. Ahora pensó en el fuego, el Fuego Griego de los orientales, que lanzaban a los barcos y arrojaban desde las murallas; la brea y el azufre ardientes que hervían en los infiernos. Juan se sintió como si las mandrágoras y hasta las piedras fueran a ceder ante su impulsivo avance; como si María, la Madre de Cristo, fuese a descender desde los castillos celestes para entrar en el santuario de su alma y ayudarle a salvar a su amigo.
Pero las mandrágoras se alzaron como una sólida empalizada, y el muchacho, devuelto a la realidad de sus frágiles doce años, golpeó con puños impotentes en los torsos de madera.
¡No, a él no! –gritó mientras caía de rodillas, sollozando–. ¡A mi, no a Esteban!
Juan...
El nombre repercutió en los recovecos de la caverna como el resonar de una maza sobre un yelmo.
No temas, Juan, no le pasará nada.
El cabello rubio de la muchacha, cubierto de hojas y suciedad, le caía sobre las espaldas como si fuera una cascada de monedas de oro. Llevaba puesta su túnica, pero la tela había perdido su blancura a causa de las manchas y las lágrimas. Ahora parecía un ángel caído, con lejanas visiones del cielo y reflejos más próximos del Infierno en su mirada.
Ruth había entrado en la cueva como si fuera acompañada, no obligada. No daba la impresión de una cautiva. Parecía haberse ganado el favor de aquellos seres, se dijo Juan, cediendo a sus caprichos.
«Dios la perdonará, si salva a mi amigo, y yo la serviré con humildad hasta mi muerte –pensó el muchacho–. Si salva a mi amigo...»
Entonces vio que ella llevaba su crucifijo, y lo aferraba tan fuertemente, que para quitarle los brazos de oro de entre sus dedos tal vez hubiera sido necesario cortarle las manos.
Uno de los acompañantes de la joven llamó al siniestro oficiante, que seguía impasible ante la losa donde yacía Esteban. El ser no habló ni hizo gesto alguno, pero de su silencio trascendía una honda desaprobación.
Ruth avanzó hasta la hoguera y alzó el crucifijo frente a las llamas, que arrancaron de él mil reflejos áureos, como un mar bajo el crepúsculo. Las mandrágoras admiraron el fulgor de aquella singular joya con sus pobres ojos hundidos. En cierto modo, debían de haberse parecido algo a los hombres de la Primera Cruzada, que tomaron Jerusalén de manos de los turcos y contemplaron por vez primera la cruz del Santo Sepulcro. Fueran cuales fuesen los motivos que les habían impulsado hacia la Tierra Santa, todos aquellos soldados purgaron sus culpas en aquel trascendental momento de reverencia y exaltación. Algo parecido ocurría ahora con las mandrágoras.
El viejo que dirigía el rito, movió la cabeza lanzando gruñidos de aprobación. Ruth se acercó a él entre las filas de mandrágoras, que se apartaron murmurando quedamente, y depositó el crucifijo en sus manos. Los dedos del viejo acariciaron lentamente, con deleite, los brazos de oro de la joya, deteniéndose con delicadeza en las perlas incrustadas. Ruth no aguardó a recibir una señal. Sin la menor vacilación, y sin muestra alguna de temor, se dirigió hacia donde se hallaba Juan y le desató las manos.
Ayúdame a desatar a Esteban –le dijo–. He comprado vuestras vidas con el crucifijo.

Cuando se hallaron lejos de las sombras de la última cueva y alzaron el rostro hacia el Sol matutino, el mandrágora macho que los acompañaba les abandonó sin hacer un solo gesto, impaciente, según parecía, por volver a admirar el crucifijo. En la obscuridad de los pasadizos, Esteban había recuperado el conocimiento, pero dejó que Ruth y Juan guiasen sus pasos, mientras ellos eran a su vez conducidos por el ser de vacilante andar.
¿Te encuentras bien, Esteban? –preguntó Juan, dejando que su amigo se tendiese en la hierba.
Me siento muy cansado –repuso el aludido, desperezando sus entumecidos miembros y cerrando los ojos.
¿Y tú, Ruth? –volvió a inquirir, y miró a la muchacha con gesto reverente y no exento de temor, pues la consideraba autora de un milagro.
Pero, ciertamente, ahora Ruth no tenía aspecto milagroso, cuando se tendió al lado de Esteban. Unas horas antes, a Juan le había parecido una araña, y en este momento le recordó una rica túnica, pero mojada, hecha jirones, pisoteada, abandonada.
¿Qué ha ocurrido, Ruth?
Me encontraron junto a la orilla del riachuelo cuando terminaba mi baño. Fui a coger las ropas, y al alzar la mirada los vi... a ellos.
¿Y después?
Me pusieron las manos encima, y me arrastraron hacia sus cuevas. Yo luché desesperadamente, pero el que me retenía era muy fuerte.
¿Y pensaste en el crucifijo, en que podía interesarles esa joya?
Sí. Recordaréis que yo lo había escondido en el tronco de un árbol. Traté de hacerles comprender que les entregaría un tesoro si me dejaban en libertad. Ya sabéis cómo hablan, como los niños pequeños, que mezclan frases y palabras desordenadamente. Yo seguía gritando: «¡Un tesoro! ¡Un tesoro!» Por fin parecieron comprender. Sonrieron, cambiaron unas pocas palabras entre ellos y me soltaron. Les conduje hasta el árbol. Pasamos entonces por el lugar donde vosotros habíais estado luchando. Vi jirones de vuestros taparrabos y comprendí que otras mandrágoras os habían capturado. Me detuve entonces y declaré que deseaba vuestra libertad, al mismo tiempo que la mía. De lo contrario, no tendrían el tesoro. Volvieron a acceder.
»Luego treparon detrás de mi al tronco del árbol. La vista del crucifijo, cuando le hube quitado la tela, les hizo perder la respiración. Yo se lo ofrecí a uno de ellos, pero negó con la cabeza. No querían tocarlo; debía entregárselo yo misma al viejo que oficiaba sus ritos. Tal vez pensaron que su mugre y fealdad podía empañar el oro y debilitar su poder mágico. Miraban absortos la joya, como si fueran a echarse a llorar. Entonces me puse la túnica, y me trajeron hasta aquí.
Y mantuvieron su promesa.
En efecto, aunque abominables, parecen tener una religión, y poseen principios.
El relato de Ruth impresionó profundamente a Juan, que comenzó a decir:
Pero, ¿por qué...?
Tenía intención de preguntar el motivo por el cual las mandrágoras habían podido sentirse obligadas a cumplir una promesa dada a una muchacha, cuando tanto odiaban a los seres humanos. Pero Ruth le interrumpió diciendo:
No podemos seguir aquí todo el día. Ellos cumplieron, mas tal vez cambien de parecer. ¿Dónde está el camino?
Se pusieron en pie, aún vacilantes, pero Esteban rechazó toda ayuda:
Debo recobrarme yo solo –manifestó, y a cierta distancia vieron las arboledas de altos sicómoros y fornidos robles con aire de viejos monarcas que habían reinado sobre un país de celtas, romanos y sajones, hasta que la llegada de los normandos les obligó a marchar al destierro.
Creo que la carretera se encuentra en esa dirección –manifestó Esteban, señalando hacia las arboledas.
Pero el joven debía de estar aún aturdido por los golpes recibidos en la cabeza, ya que si bien anduvieron un largo trecho, no llegaron al camino..., sino que fueron a dar a la Mansión de las Rosas.

Capitulo 4
Yo les observaba cuando salieron penosamente del bosque, yendo el más fuerte de los muchachos apoyado en sus amigos, que eran el delgado chico de pelo obscuro y la joven de cabellera de ángel. Cuando la mañana es soleada, abandono la mansión con los primeros gorjeos de las aves y me voy a recoger rosas blancas de los setos que bordean mi propiedad, o me dirijo al molino de viento, el primero, según creo, levantado en el sur de Inglaterra. Una vez en el interior del molino, observo cómo esas dos piedras, que ya no están impulsadas por el agua, muelen el grano para hacer el pan de mis cocinas.
Ahora ya había llegado la tarde. Poco antes comía a la sombra de una morera mi provisión de albaricoques, pan tierno y aguamiel, y al regresar hacia el seto de rosas vi a los chicos. Debí de haber quedado boquiabierta, ya que ellos, a su vez, se detuvieron a mirarme por encima de la cerca. La muchacha pareció turbarse y susurró algo a sus acompañantes. No era época en que los jovencitos llamaran a cualquier mansión desconocida que encontrasen. Parecían gorriones asustados: la chica y el chico de más edad habían dejado de ser niños hacía tiempo, y, sin embargo, movían a compasión, no por su pequeñez o fragilidad, sino por el aire exhausto que tenían. Sin duda, algo muy grave les había sucedido, y ellos no sabían si yo era amiga o enemiga. Tenía que probarles mis amistosas intenciones, como si se tratara de avecillas a las que uno quiere atraer y hacer comer en la mano.
Seguid el seto hacia la derecha –les dije sonriendo–. Encontraréis allí la puerta exterior. Si venís del bosque, seguramente estaréis cansados y hambrientos. Puedo ofreceros comida y un sitio donde dormir.
Había hecho una canastilla de rosas con mis propias manos. No temo a las espinas, con mis guantes de piel de antílope; mis largas mangas abotonadas en la muñeca; mi gorro con su toca, y el vestido azul recamado de flores de lis doradas, que me llega a los tobillos y cae en pliegues desde la cintura. Observé a los dos chicos, ataviados con taparrabos toscamente, hechos con hojas, y envidié la libertad de los hombres para vestirse y para trasladarse a donde desean (exceptuando, claro está, cuando se ponen sus pesadas armaduras y se marchan a la guerra).
El más joven, de cabello obscuro, y que aún sostenía a su amigo, se dirigió a mí en el cortés lenguaje de los caballeros normandos:
No estamos ataviados como para hacer compañía a una distinguida dama; como bien suponéis, señora, venimos ahora del bosque.
El rostro del muchacho confirmó la impresión que me ofrecía su forma de hablar. Se afirma que Saladino, el enemigo más noble de Inglaterra, posee un semblante de aire infantil, parecido a ése; un rostro ascético, de sabio y de poeta a un tiempo. Pero antes que nada me di cuenta de su necesidad y la de su amigo, el mozo sajón con aspecto de errabundo Aeungus *, el Eterno Joven cuyos besos eran llamados sus pájaros. Incluso aquel taparrabo parecía una afrenta a su cuerpo. Lo cierto es que necesitaba ayuda. Su boca, que forzaba a sonreír, revelaba agotamiento y hambre, y su frente estaba surcada por una herida. Ambos muchachos tenían la piel cubierta de arañazos.
* _ El Eros irlandés, dios del amor, de la belleza y de la juventud (N. del T.).
La chica llevaba una túnica blanca sucia y desgarrada, sin embargo, parecía un ángel esculpido en marfil e instalado en la hornacina de una catedral de Londres. Pero su hermosura resultaba lejana e inexpresiva. «Está cansada –me dije–. El agotamiento se refleja en su rostro. Más tarde será el momento de leer en su corazón.»
Fui a recibirles a la portezuela de la cerca, una entrada tan estrecha y baja que mi hijo pasó por encima de ella de un solo salto, cuando se marchó por la vía romana hacia Londres.
Les tendí los brazos, como ofreciendo las rosas que en ellos llevaba.
Los tres se quedaron inmóviles: el chico moreno en actitud de venir hacia mí, y los otros dos más rezagados.
Bueno, puedo ofreceros algo más que flores –les dije, dejando caer al suelo las rosas.
El muchacho normando respondió:
Decidme, señora, ¿a quién tenemos el honor de dirigirnos?
Me llamo lady María. Habéis llegado a la Mansión de las Rosas.
Hubiera creído que erais otra María. ¿Podéis ayudar a nuestro amigo? Ha recibido un fuerte golpe en la cabeza.
Pero fue al normando, y no a su amigo, a quien ayudé. El muchacho vaciló de pronto sobre sus pies, se inclinó y tuvo que aferrarse a mi mano extendida.
Lamentaría manchar su vestido.
¿Con esta noble tierra parda? Es la más pura de las substancias. Es la madre de las rosas.
Habéis esparcido vuestras flores por el suelo.
Tengo más en mi rosaleda –repuse, dejándole que se apoyara en mi brazo, y, entonces, seguidos de sus amigos, le conduje hasta la casa.
En un tiempo la mansión estuvo rodeada de un foso, pero tras la muerte de mi marido hice llenar el hueco con tierra y mandé plantar moreras, que ahora están llenas de pardillos y de plateadas telas de los gusanos de seda. Los árboles formaban un anillo más pequeño, dentro del otro que constituían los setos de rosas, pero no aislaban mi casa, que fue construida de ladrillos, en lugar de la fría piedra gris preferida por mis vecinos, los barones. Y es que mi esposo había prometido construirme una mansión, como regalo de bodas.
Constrúyela de ladrillos, el color de tu pelo –le dije.
Y será muy sólida –contestó él.
Pero la alta cortina de muralla, con su puerta de roble, sus desgastados ladrillos, que parecían los de una «villa» romana, y sus estrechas aspilleras, para que los arqueros pudieran lanzar desde allí sus flechas, había perdido su aire amenazador, como una armadura colgada de una pared. Bien sabe Dios que no sería capaz de resistir un asedio con mi pacífica servidumbre: jardines, porteros, cocineras, senescal y mozos de establo; treinta personas en total, y sin un solo caballero entre ellos. La maligna peste no tuvo piedad con la Mansión de las Rosas.
El portero vino hacia mi para hacerse cargo del muchacho.
Os vais a cansar, señora –me dijo.
Moví negativamente la cabeza. Ninguna carga era tan pesada como la soledad.
Una vez que hubimos entrado en el patio principal Sara, la cocinera, que había salido de la cocina para tomar un poco de Sol, alzó sus robustos brazos y chilló:
¡Mi señora!, ¿qué habéis encontrado?
Unos chicos, ya lo ves. Vamos, Sara, vuelve pronto a la cocina y prepara una comida como para deleitar a unos jóvenes hambrientos. Faisán y...
Lo sé, lo sé –respondió ella–. Habéis olvidado que yo también tengo hijos, y que os sirven lo mejor que pueden.
Sara, junto con sus tres hijos y dos hijas, era nueva en la mansión, pero actuaba como si hubiera sido mi ama de leche. En seguida añadió:
Sé muy bien lo que gusta a los jóvenes, la caza y las aves del bosque. Todo lo que vuela y lo que anda con pezuñas, ¡y dos piezas mejor que una, a menos que se trate de un jabalí!
La cocinera se adelantó en seguida, ascendió las escalerillas de la puerta, y tras hacer fatigosamente una genuflexión, a causa de su corpulencia, desapareció más allá del umbral en que aparecía tallada una virgen acunando al Santo Niño.
Es una casa muy hermosa –dijo el muchacho sajón, a modo de cortesía–. Parece la granja de un abad.
Bueno, de un abad muy rico –explicó el otro, temeroso de que yo hubiese interpretado mal la alabanza de su amigo, ya que también había abades pobres que vivían en chozas.
Sí... he querido decir... –tartamudeó el sajón–, que parece un lugar tan... apacible, con esa Virgen y el Niño, y su...
Se le agotó la inspiración, y esperó a que su amigo acudiera en su ayuda.
Con sus techos en punta, en lugar de almenas, y ventanas de verdad, en vez de troneras, y hasta con vidrios en las ventanas. ¡Y fíjate, Esteban, en el jardín! Hay tomillo, perejil, laurel, mejorana, clavo, estragón...
Ya veo que conoces bastante de hierbas aromáticas –le dije.
Tengo un herbario –repuso él.
Una vez en el interior de la casa, les conduje hasta el baño. En toda la campiña, y creo que incluso en toda Inglaterra, ninguna otra mansión puede jactarse de poseer, bajo su techo, una fuente para el baño. La boca de un delfín, fundido en bronce por los artesanos de Constantinopla, vertía un fuerte chorro de agua en un pilón donde jugueteaban los tritones de las coloreadas baldosas. Durante el invierno yo hacía tapar la boca del delfín, y para el baño, mandaba llenar el pilón con agua caliente que traían en cubos desde la cocina.
Vuestra amiga puede bañarse la primera –manifesté a los muchachos en inglés, que era el idioma que estábamos hablando todos; y luego añadí dirigiéndome a ella–: ¿Cómo te llamas?
Como ella tardase en contestar, el sajón respondió:
Se llama Ruth, y es nuestro ángel guardián. Ella nos ha salvado.
¿De las fieras salvajes?
De las mandrágoras.
Hay muchas en el bosque, pobres bestias descarriadas –dije estremeciéndome–. Sin embargo, nunca me hicieron daño alguno. Más tarde me contaréis el modo en que huisteis; pero ahora, Ruth, será mejor que tomes tu baño. Una vez que lo hayas hecho, mandaré que te lleven vestidos, y un perfume de jazmín, y...
La muchacha me miró con ojos velados por la emoción, y dijo:
Sois muy amable, señora.
Yo hubiera querido decirle: «Tengo dos veces tu edad y soy mucho menos hermosa; pero confía en mí, querida niña, confía en mí».
Me volví entonces hacia los muchachos. El normando, según dijo, se llamaba Juan, y el sajón, Esteban.
Cuando termine Ruth, os tocará el turno a vosotros –declaré.
Gracias, mi señora –contestó Juan–; nos encantará bañarnos ante ese delfín, pero...
Ya sé, preferís antes comer algo. ¿Qué os parece un poco de pan y queso, con té de poleo, para resistir hasta la hora de la cena? Es decir –rectifiqué prestamente–, cerveza, en vez de té. ¡Ofreceros té! He estado demasiado tiempo en compañía de mujeres...
¡Cerveza! –exclamaron ambos con deleite; y agregó el normando–: Mi hermano tiene una herida, señora.
¿Tu hermano? –inquirí con asombro, al ver que un caballero normando llamaba así a un siervo sajón.
Nos adoptamos mutuamente. ¿No tenéis algo para curarle la herida de la cabeza?
No, mejor para mi estómago –terció sonriendo Esteban–. Ahí es donde más me duele.
Te curaré ambas cosas –respondí.

La gran sala de mi mansión es calurosa y húmeda en verano, y fría en invierno, a pesar de los troncos de pino, tan gruesos como barriles de cerveza, que arden en la chimenea. Siempre ha sido una sala para hombres; en ella gritan, ríen, fanfarronean y calientan el cuerpo con hidromiel. Para mí, en cambio, prefiero la sala de estar, donde no sólo tejo y bordo, sino que hasta duermo, tomo mis comidas y recibo a los amigos que de tarde en tarde vienen a visitarme. Dejé a los chicos en la sala, de estar con tres piezas de pan, dos grandes quesos y una garrafa de cerveza, y les dije que después de comer se lavasen con telas empapadas en alcanfor y se pusieran luego ropa limpia.
Llamadme cuando hayáis terminado.
Apenas había tenido tiempo de buscar una túnica para Ruth, cuando escuché la voz de Juan, diciendo:
Lady María, hemos terminado.
Exhalaban tal fragancia a alcanfor, que pasé por alto la suciedad que aún se veía en sus rodillas y codos. En cuanto al pan, el queso y la cerveza, todo ello había desaparecido como si por la sala hubiera pasado un ejército de duendecillos. Curé las heridas de los muchachos con una pomada de hinojo y díctamo, y ellos se abandonaron a mis cuidados sin reserva alguna, como los hijos a una madre, haciéndome sentir que mis manos habían descubierto de nuevo su principal razón de ser.
Esto no escuece nada –manifestó Esteban–. Mi padre, en cambio, usaba un emplasto de piel de serpiente, piojos de la madera y arañas. Escocía como el demonio, y apestaba más aún.
Las manos de lady María son como la seda –manifestó Juan–. Por eso no te duele.
Los dos muchachos se pusieron encima de la ropa interior unas túnicas que habían pertenecido a mi hijo: Juan, de verde, con una capa de color malva que se abrochaba a la espalda, y largas calzas que hacían juego con la capa, además de zapatos de cuero negro con hebillas; Esteban iba de azul, con capa de color rosado y calzas grises, aunque con cada prenda que se ponía daba la impresión de colocarse otra cadena que le retuviera aferrado contra un muro.
No me atrevería yo a entrar así en el bosque –comentó–. Me tomarían por un faisán y dispararían sobre mi en cuanto me viesen.
Sólo será por esta noche –dije yo–. ¿No quieres presentarte con aire gallardo ante Ruth?
Está acostumbrada a verme casi desnudo. Así me tomará por un bufón.
Mi señora...
Ruth acababa de entrar en la estancia. Vestía túnica carmesí ajustada al talle por un cinto de ante dorado, y los pliegues del vestido le llegaban hasta sus pies, aunque permitiendo ver sus zapatillas, verdes como dos pequeños lagartos. Se había recogido el pelo con una redecilla, y sus trenzas doradas relucían como luciérnagas enjauladas. (Es extraño, pero siempre, al pensar en ella, se me representaba como una criatura del bosque, un ser salvaje, misterioso, indomable.)
Mi señora, ya pueden tomar su baño los muchachos. Y le agradezco mucho su atención, al haberme enviado una túnica tan hermosa.
¡Ya nos hemos bañado! –exclamó Esteban, con aire ofendido–. ¿No ves que estamos vestidos como galanes?
Lady María nos curó las heridas con hinojo y dictamo –declaró a su vez Juan–, y ya no sentimos ningún dolor.
Ahora vamos a comer –dijo Esteban.
De nuevo –corrigió Juan.
Ruth examinó con interés el cuarto de estar, y pareció perder un poco de la timidez que había mostrado hasta ese momento.
¡Qué estancia tan encantadora! –manifestó, extendiendo un brazo, como para incluir todo lo que allí había–. Está toda hecha de luz del Sol.
No toda –manifesté, señalando hacia el techo, constituido por vigas y colgantes–. Allí se forman las telarañas, a menos que esté siempre detrás de los hijos de Sara. Tienen que limpiar con una escalera, y no les gusta quitar el polvo de los rincones obscuros. Temen a los duendecillos.
Pero en lo demás –manifestó Ruth– no hay la menor obscuridad.
La sala se hallaba iluminada por la luz del atardecer que entraba por los ventanales. El hogar estaba lleno de leños; en un rincón había un sillón de alto respaldo y cojines bordados; hacia un lado de la estancia, un gran mirador en forma de arcada estaba formado por vitrales de colores, procedentes de Constantinopla; y ocultando el maderamen del suelo, una alfombra arábiga lucia sus dibujos rojos, amarillos y blancos, con un cerco de estilizadas letras persas. El enmaderado de las paredes, en cambio, era genuinamente inglés, y sus paneles de roble estaban pintados con hojas verdes y rosas que hacían juego con la alfombra. Ruth siguió contemplando la habitación con aire de muchacha acostumbrada a la belleza, sus formas y sus colores, aunque no dejaba de expresar su admiración. Acarició mi telar con aire entendido y se detuvo luego ante mi lecho de dosel, exclamando:
¡Es como una tienda de campaña de seda!
Se acercó luego a la jaula de mimbre que estaba junto a la cama y manifestó:
Pero estos jilgueros, ¿no echan de menos el bosque?
Viven muy contentos –respondí–. Los alimento con semillas de girasol, y aquí están a salvo de armiños y comadrejas. A cambio de eso, cantan para mí.
¿Es cierto que el jilguero enjaulado canta de un modo diferente?
Sí; su voz se hace más dulce.
Eso imaginaba; así pierden el aire rústico de la espesura.
¿No te parece apropiado, querida mía?
No lo sé, señora.

Tomamos asiento en unos bancos situados ante una mesa de madera apoyada en caballetes. Juan y yo, frente a Ruth y Esteban. Mi esposo solía cenar conmigo en la gran sala, y éramos servidos por diligentes y silenciosos escuderos que recibían los platos de los criados de la cocina. Tras su muerte, en cambio, comencé a hacer mis comidas en la sala de estar. Durante los últimos doce meses me habían servido Shadrach, Meshach y Abednego, los tres hijos ilegítimos de mi cocinera, Sara. Por regla general, me gustaba cenar sin ceremonia alguna, charlando con los muchachos, unos trillizos de cabello rojo como el fuego, que parecían haber salido de un horno incandescente.
Pero esa noche, y en honor a mis invitados, había ordenado a Sara y a sus hijas Rahab y Magdalena, que preparasen un banquete, en lugar de una simple cena, festín que debían servir sus hijos. Las muchachas habían puesto la mesa con ricos manteles, que representaban a caballeros árabes montados en sus ágiles y pequeñas cabalgaduras, y sobre los bordados de los caballeros, colocaron un pastel en forma de castillo, hecho de azúcar, harina de arroz y pasta de almendras, como si se tratara de una fortaleza asediada.
Una vez que hube dado las gracias al Altísimo, los hijos de Sara aparecieron trayendo aguamaniles, jofainas y servilletas, que colocaron ante los invitados. Esteban cogió en seguida su aguamanil, y llevándoselo a la boca, comenzó a beber de él; pero Juan le susurró frenéticamente:
¡No es caldo, sino agua para lavarte las manos!
No temáis –dije yo–. Habrá cosas mejores para beber.
Jamás me he sentido tan limpio desde que me bautizaron –aseguró Esteban, y al reírse salpicó el mantel con el liquido de su aguamanil.
En cuanto a Ruth y Juan, se notaba que estaban acostumbrados a usar cubiertos. Cortaron el faisán y el pato, antes de cogerlo con los dedos, y comieron un pastel de pescado y cangrejo con las cucharas. Esteban contemplaba a sus amigos con evidente perplejidad.
Yo siempre he usado el cuchillo para cazar y pescar –confesó–. Si lo utilizara de ese modo seguramente me cortaría un dedo. Y entonces podríais comprobar si soy una mandrágora.
Ya lo sabemos desde hace tiempo –repuso Juan–. De parecer un arbusto espinoso, alguien te hubiera cortado en trocitos para venderte como afrodisíaco. Habrías proporcionado una verdadera fortuna.
Las chanzas de Juan, según pude comprobar, no tenían más propósito que el desviar la atención de los demás del tosco comportamiento de Esteban, quien a todo esto había dejado caer el cuchillo al suelo. Entonces Juan arrancó con los dedos el ala de un faisán, y se puso a comerlo glotonamente, como para que su amigo no tuviera de qué avergonzarse.
Yo me reí a gusto por primera vez desde la muerte de mi hijo, y declaré:
Los cuchillos son una verdadera molestia, lo mismo que las cucharas. ¿Para qué se han hecho los dedos, sino para comer con ellos? Mientras uno mismo no se los muerda...
También yo arranqué una pata de ave y noté cómo la grasa, tibia y pegajosa, rezumaba entre mis dedos.
Toma –agregué, dirigiéndome a Esteban–; coge esta zanca, que es demasiado grande para mi, y la dividiremos en dos partes.
Se rompió el hueso, y la carne se separó en dos porciones desiguales, yendo para Esteban la mayor parte de ella.
Eso significa que serás afortunado en amores –declaré jovialmente.
Ya lo es ahora –intervino Juan–. Los pájaros lo saben muy bien.
Creo que no se refiere a eso –repuso Esteban, poniéndose serio de pronto–, sino al cuidado, la preocupación por alguien, ¿no es así, lady Maria? También yo sé de esas cosas.
Entonces, siempre conservarás ese don.
Así lo espero –repuso.
Juan nos sonrió a Esteban y a mi, feliz de que los tres fuéramos buenos amigos, mientras Ruth, en silencio, seguía cortando su carne en porciones muy pequeñas y se las llevaba a la boca con el remilgo de una monja.
Shadrach, Meshach y Abednego se movían diligentes entre la sala y la cocina, retirando fuentes y volviéndolas a llenar, pero daba la impresión de que Juan y Esteban nunca iban a satisfacer su hambre. Con la discreta aunque efectiva ayuda de Ruth, dieron cuenta de tres faisanes, dos patos, dos pasteles de cangrejo, y cuatro jarros de hidromiel.
Dejad algo para nosotros –susurró Shadrach al oído de Esteban–. Esta es la última ave que queda.
Esteban se mostró sorprendido, y luego, con gesto contrito anunció que se hallaba harto como una garrapata en la oreja de un sabueso. Shadrach aprovechó entonces la ocasión para llevarse la fuente con el ave a la cocina.
Después del festín, los muchachos me narraron sus aventuras, animándose, más que interrumpiéndose, con comentarios como:
«¿Le has contado lo del arroyo, Juan?», o bien, «Esteban, tú relatas mejor lo de la lucha».
Juan hablaba más porque tenía mayor facilidad de palabra; Esteban, por su parte, gesticulaba y hacía ademanes, y más de una vez pidió a Juan que terminara lo que estaba contando. Y Ruth no intervino hasta el final de la historia, cuando con toda calma, y sin que nuestras miradas se encontrasen, explicó cómo había sido capturada por las mandrágoras, y el convenio que hizo con aquellos seres.
Yo la examinaba mientras ella iba hablando. ¿Era una muchacha tímida? Más bien me parecía distante, como abstraída. Y también recelosa, al menos de mi. Unos simples celos no bastaban para explicar su proceder. Yo no era ni mucho menos una rival para la clase de amor que parecía desear de Esteban. No, no era mi belleza lo que la molestaba, sino la sabiduría y experiencia que los jóvenes suponen un atributo de la madurez. En una palabra, mis sensatos razonamientos. Algo había en ella, ciertamente, que no deseaba que trascendiese.
Y ahora, los regalos –declaré yo.
¿Regalos? –inquirió Juan.
Sí; acostumbran a hacerse con los postres.
Pero es que nosotros no tenemos nada que daros.
Me habéis contado una maravillosa historia. Ningún juglar me hubiera mantenido tan interesada como vosotros. Veréis lo que os voy a regalar...
Y así diciendo, di unas palmadas y Shadrach, Meshach y Abednego aparecieron con mis obsequios, unos instrumentos musicales que habían pertenecido a mi hijo. Para Ruth un rabel, instrumento de tres cuerdas procedentes de Oriente, que se tocaba con un arco; para los chicos, unos pequeños timbales que se colgaron de los hombros con una correa, y que comenzaron a tocar con los palillos apropiados.
Ruth aferraba el rabel entre sus manos, sin decidirse, hasta que Esteban se volvió hacia ella y le dijo:
¡Vamos, Ruth, toca para nosotros! ¿Qué esperabas, acaso, un arpa?
Entonces Ruth les acompañó, y los muchachos iniciaron una especie de desfile por la estancia; Esteban iba el primero, Juan avanzaba detrás, y cerraba la marcha Ruth, tañendo el rabel con evidente destreza, la cual había perdido ya su aire lejano y enigmático. Shadrach, Meshach y Abednego estaban apoyados en el marco de la puerta, y detrás de ellos se hallaba Sara con sus regordetas hijas. No me sorprendió cuando comenzaron a cantar; pero yo misma me asombré cuando me vi acompañándoles con la última tonada en boga aquellos días.

Está llegando el verano
y canta vivaz el cuclillo,
crecen las semillas, florecen los prados,
y todo el bosque revive con los cantos.
¡Canta, cuclillo, canta!

Al cabo de una hora, los tres músicos, cuyo auditorio se había retirado ya a la cocina, casi habían perdido las energías que recuperaran con el banquete. Ruth se dejó caer en el sillón situado junto a la chimenea, y los muchachos, agradeciendo aún mis obsequios, se acomodaron en los asientos del mirador. Esteban comenzó a bostezar y a dar cabezadas, mientras que Juan, sentado frente a él, le daba de vez en cuando un discreto puntapié para que no se durmiera.
Venid –dije yo entonces–; encima de las cocinas hay una pequeña estancia donde solía dormir mi hijo. Afirmaba que el salón era demasiado grande, y que en la sala de estar hacia excesivo calor. Os enseñaré dónde está la habitación, mientras Ruth se prepara para acostarse. A ti, Ruth, te prepararemos un lecho junto a esta ventana. Sólo hay que unir los asientos en que se hallan Juan y Esteban, y colocar encima unos cojines. ¿O quizá prefieras –me temo que hice el ofrecimiento con muy poco entusiasmo– compartir mi propio lecho, bajo el dosel?
Los asientos de la ventana me parecen muy cómodos.
Señalé hacia un armario con grandes herrajes y pinturas en la madera, y añadí:
No está cerrado con llave. Abre las puertas, y hallarás un camisón, que puedes ponerte mientras yo acompaño a los muchachos a su cuarto.
La estancia de mi hijo era tan pequeña como la capilla de una torre, y sólo poseía una ventana; pero la cama, amplia y con dosel, resultó irresistible para los agotados muchachos.
¡Es justamente como su lecho! –exclamó Juan.
Algo más pequeño, pero igual de mullido.
En casa –agregó Juan– dormía en un banco, contra la pared, compartiendo el cuarto con otros ocho muchachos, hijos de los caballeros de mi padre. Yo tenía el banco de la pared gracias a que mi padre era el dueño del castillo.
Y yo dormía sobre la paja –terció Esteban, al tiempo que palpaba el colchón, se tendía sobre él y lanzaba un profundo suspiro de satisfacción–. Esto es tan mullido como el cuerpo de un cachorrillo. ¿De qué está hecho el colchón?
De plumas de ganso.
Con los gansos que comimos anoche, podría hacerse un colchón, ¿no es cierto?
Dos, me parece –corregí yo, mientras sacaba una piel de oso forrada de seda, de un pequeño y desvencijado armario que mi hijo había construido cuando sólo tenía doce años–. Y ahora, me marcho a ver cómo se las arregla Ruth.
No soy una persona reservada, y por consiguiente no voy a negar que al ver a los muchachos allí –Esteban en el lecho, sonriendo con aire adormecido, y Juan aún en pie, pero con manifiestos deseos de acostarse–, casi se me saltaron las lágrimas. Tampoco necesito decir que me sentía muy complacida al ofrecerles la cama de mi hijo, mientras quisieran permanecer en la Mansión de las Rosas.
Pero quizá la emoción no me dejó expresar estos sentimientos, y me limité a decir:
Dormid tanto como queráis. Sara os hará el desayuno a cualquier hora que os levantéis.
Sois muy amable, mi señora –manifestó Esteban–. Pero mañana, creo yo, debemos madrugar para proseguir nuestro viaje hacia Londres.
¡A Londres! –exclamé yo–. ¡Pero si vuestras heridas aún no están curadas!
En realidad no eran sino magullones, y si no nos vamos ahora que las habéis curado con vuestra magnifica medicina, tal vez nunca nos marchemos de aquí.
Quizá yo también desee que no os marchéis jamás.
Pero tened en cuenta, lady María, que debemos luchar para libertar Jerusalén.
¿Acaso pensáis triunfar donde han fracasado reyes como Federico Barbarroja y Ricardo Corazón de León? ¡Precisamente vosotros, dos chiquillos sin arma alguna!
Ya no somos chiquillos –protestó Esteban–. Yo soy un mozo de quince años, y Juan está creciendo como un joven olmo. ¿No es cierto, Juan?
Si, es verdad –confirmó el otro, sin demasiado entusiasmo–; pero no veo qué razón hay para que nos marchemos por la mañana.
También es a causa de Ruth.
¿Y es Ruth vuestro ángel guardián? –inquirí con ironía que pasó inadvertida para los muchachos.
Sí, porque nos ha salvado la vida.
¿Tú crees, Esteban? Bien, dormid ahora. Mañana hablaremos; deseo contaros algo acerca de mi hijo.
Volví a la sala sintiéndome bastante cansada. Ruth ya se había puesto el camisón, y tras colocar los asientos con los cojines encima, estaba acostada y fingía dormir, aunque se olvidaba de aparentar la respiración lenta y profunda del durmiente. Bien, ya hablaría con ella por la mañana. Pero yo estaba segura de una cosa: ella no conduciría a mis muchachos a ninguna cruzada. Una ráfaga helada me despertó. No era extraño que tras un caluroso día veraniego la noche resultase casi invernal. Me levanté, encendí una vela y saqué edredones para Ruth y para mí. El rostro de la joven parecía flotar entre su cabello dorado. Era como una cabeza decapitada, o de un ahogado.
Pensé en los chicos, tiritando bajo las corrientes de las ventanas sin vidrios. Me había olvidado de correrles las cortinas del dosel. Con mi camisón de noche y mis zapatillas de raso y agudas puntas, como las que usan todas las damas inglesas y que cruelmente oprimen los dedos de los pies, crucé el gran salón y luego la cocina, avanzando de puntillas entre los jergones donde Sara y sus hijos dormían junto al fuego, para subir luego por una escalera de empinados peldaños.
Tras descorrer una cortina de tosca piel, me detuve en el hueco de la puerta de la habitación de mi hijo y miré a los muchachos. Se habían dormido sin apagar siquiera la lámpara que colgaba de una barra, junto al lecho. La piel de oso les cubría hasta la barbilla, y sus cuerpos se encontraban en el centro de la cama, buscando calor.
Me incliné sobre ellos y comencé a extender el edredón. Juan que estaba más cerca de mi, abrió los ojos, y mientras sonreía, susurró:
Madre...
María –propuse yo, sentándome en el borde de la cama.
Eso es lo que quise decir.
Siento haberte despertado.
Yo me alegro, en cambio. Habéis venido a traernos un edredón, ¿no es cierto?
Si; procuremos no despertar a tu hermano.
Se ensanchó la sonrisa de Juan; le complacía que yo aceptase a Esteban como su hermano y su igual.
No creo que se despierte con nuestra conversación, pero si me levantase de la cama lo notaria en seguida. Una vez que se ha dormido, no escucha nada, a menos que sea el ladrido de un sabueso enfermo.
Entonces, ¿os marcháis mañana?
Yo no quiero irme, y creo que en el fondo Esteban tampoco lo desea. La idea es de Ruth. Ella le susurraba algo en la sala, cuando vos y yo estábamos hablando. Le alcancé a escuchar eso mismo, que debíamos marchar a Londres. Afirmó que por eso había venido con nosotros y nos había salvado la vida de las mandrágoras.
¿Por qué no confía ella en mi, Juan?
Creo que os teme, señora. Por algo que vos podéis averiguar.
¿Qué puedo yo averiguar? –dije.
Había temor en los ojos de Juan cuando, mirando a Esteban, que continuaba durmiendo, manifestó:
Creo que Ruth es una mandrágora, aunque se ha hecho pasar por un ser humano.
Me estremecí. Hubiera sospechado varias cosas de ella; que fuese ladrona, aventurera, ramera precoz, portadora de la plaga; pero nada tan terrible como que fuese una mandrágora. Aunque el temor era como un tizón clavado en mi pecho, hablé serenamente, pues no quería juzgarla hasta que Juan me hubiese puesto al corriente de todo. Parecía un chico muy imaginativo, al que asustaba el bosque, y que ahora estaba medio adormecido. Sólo tenía doce años. No obstante, por lo que había visto, podía considerársele singularmente maduro para su edad. Esteban, a mi entender, era capaz de despertarse por la noche y ponerse a charlar despreocupadamente acerca de las mandrágoras. Pero Juan no era así, y no lo haría sin tener una razón.
Dime, ¿por qué crees eso, Juan?
Sus palabras se desgranaron corno los ochavos caen de una bolsa cortada por un ladrón: rápidas, confusas a veces, y, a pesar de todo, con un fondo de lógica que me hizo compartir sus sospechas. La misteriosa llegada de Ruth a la cueva de los romanos; sus imprecisas respuestas y la afirmación de que lo había olvidado todo; su gran conocimiento del bosque; su emoción y disgusto cuando ellos dos le hablaron de la caza de la mandrágora por los leñadores; y el incomprensible hecho de que les hubiese canjeado por el crucifijo de oro.
Y las mandrágoras mantuvieron su palabra –añadió Juan–, a pesar de que creían que Esteban y yo habíamos dado muerte a uno de sus pequeños. Era como si nos dejasen marchar para que ella se adueñara de nosotros.
Lo cierto es que a su manera tienen un profundo sentimiento religioso –declaré–. He visto unas como cruces de piedra alrededor de mi mansión. Tal vez se hayan sentido obligados por su palabra, en efecto. La fe de los salvajes suele ser inquebrantable, bastante más honda que la de algunos de nuestros cruzados, que saquean ciudades y cometen desmanes. Quizá Ruth te contó la verdad acerca del crucifijo.
Lo sé –respondió él–, lo sé. No está bien que sospeche de ella, cuando siempre ha sido tan cariñosa conmigo. ¡Hasta me llevó fresas, cuando estábamos en el bosque! En cuanto a Esteban, él la venera. Pero yo tenía que contaros todo esto, ¿no creéis? Tal vez la tomaron por un ser humano, cuando era pequeña, y creció en algún poblado. Ahora, quizá alguien entró en sospechas, y Ruth tuvo que huir al bosque, refugiándose en la catacumba donde Esteban y yo la encontramos. Mirad, si estoy en lo cierto...
En ese caso estamos todos en peligro, sobre todo, tú y Esteban, que habéis convivido con ella. Tendremos que averiguar la verdad, antes de que abandone esta casa.
¿Os referís a que debemos hacerle una herida? Pero si hace ya tanto tiempo que pasa por un ser humano, la herida tiene que ser profunda.
No le haremos daño, tan sólo la enfrentaremos con la acusación. Supongamos que es una mandrágora, y que lo sabia ya cuando os encontró, o se lo dijeron ahora sus semejantes, en el bosque. Tal vez manifestaron con orgullo: «Hermana, ¡qué hermosa has crecido en el poblado!» Pero mañana le pediremos pruebas de su inocencia. Si lo es, se ofrecerá sin vacilar a la prueba del cuchillo. Eso ya será suficiente, pues una verdadera mandrágora rechazaría semejante prueba, y entonces sabremos que es culpable.
Es como el Juicio de Dios, en los combates, ¿verdad? El Señor condena al culpable; le hostiga la conciencia hasta que pierde la justa. Ahora no será un combate, sino eso, un juicio. Dios hará que Ruth se revele como culpable o inocente.
Y tú y yo seremos los instrumentos del Señor. Nada más.
¿Y si ella es culpable?
Le pediremos que se marche al bosque, a reunirse con su gente.
Esteban quedará con el corazón destrozado.
Así salvará su vida, al protegerse de Ruth y del viaje a Londres. Sin su ángel protector, ¿crees que insistirá en seguir adelante con su descabellado plan? No, permanecerá aquí, contigo y conmigo. La Mansión de las Rosas tiene necesidad de buenos muchachos, como vosotros dos.
¿No le trataréis como a un criado, por el mero hecho de ser villano? Sabed que sus antepasados eran condes sajones, cuando los míos sólo eran piratas vikingos.
También los míos fueron piratas; y sedientos de sangre, igualmente. Pero no te preocupes, tanto tú como Esteban seréis mis hijos. Tú lo adoptaste; ¿por qué no puedo hacerlo yo?
¿Sabéis, señora? –manifestó Juan–; siempre os recuerdo tal como os vimos la primera vez, junto a la cerca, con los brazos llenos de rosas.
¿Es cierto eso, Juan?
Si; nunca estuvo más justificado el nombre de una casa: la Mansión de las Rosas.
Pero yo, como mis rosas, también tengo espinas para proteger a los que amo. Ruth se dará cuenta de ello mañana.
Luego me arrodillé junto a él y rocé su mejilla con mis labios. No era como si le besase por vez primera, sino como si lo estuviese haciendo todas las noches desde... ¿desde hacía cuántos años? Desde que mi hijo se marchó a Londres y no volvió jamás.
Estáis llorando –me dijo.
Es el humo de la lámpara, me irrita los ojos.
El se colgó de mi cuello, y ya no era un muchacho, sino una criatura a la que casi podía haber amamantado.
Me gusta vuestro cabello cuando lo lleváis suelto –manifestó–. Es como una aureola que se extendiera hasta vuestros hombros.
Y se quedó dormido en mis brazos.

Capitulo 5
Me despertó el estridente gorjeo de los gorriones. Sus inquietos cuerpecillos iban a dar contra las ventanas, y por una vez lamenté que en ellas hubiera cristales. Me hubiese gustado que entrasen en la sala, con su desafinado piar, para que compartieran conmigo la seguridad de aquellos muros. Eran seres diminutos que revoloteaban bajo los rayos del Sol ruidosa y valientemente, pero que caían bajo las garras del águila y del halcón que descendían raudos del cielo. Y cuanto más piaban en señal de desafío, tanto más atraían a la muerte.
Pero había otros gorriones a los que podía auxiliar.
Me levanté y vestí sin ayuda alguna. No llamé a las hijas de Sara para que me peinasen, ni para que abrochasen las mangas de mi vestido en las muñecas, o adornasen mis dedos con anillos de jade y turmalina. No quise despertar a Ruth. Temía el momento de la confrontación.
Cubierta desde la punta de los pies hasta la cabeza con el ámbar y el verde de mi gorro, de mi túnica, mis guantes, medias y zapatos, me encaminé hacia el patio y tomé asiento sobre un banco, entre las hierbas aromáticas, entre la fragancia suave del espliego y el agudo olor del estragón, reflexionando en lo que debía preguntar a Ruth.
El Sol ya estaba tan alto como la torre de un campanario, cuando unos ruidos que procedían de la sala me indicaron que los muchachos ya se habían despertado y estaban reunidos. Ruth y Esteban bromeaban con Juan y le empujaban, cuando entré en la estancia.
El muchacho sajón parecía estar a sus anchas, con sólo el taparrabo, y Ruth llevaba puesta la túnica verde que se puso para la cena de la noche anterior, aunque iba sin zapatos y sin capa. Estaban diciendo a Juan que debía seguir el ejemplo de ellos, y ponerse ropas ligeras para marchar al bosque.
Estás blanco como una oveja, esta mañana –rezongó Esteban–. Necesitas tomar el Sol.
Juan, ataviado con su jubón y su capa, parecía tener diez años, en lugar de doce. Sentí compasión por el muchacho. Tendría que aliarse conmigo, en contra de sus amigos. Me devolvió la sonrisa e hizo una ligera inclinación de cabeza, como diciendo:
«Debe ser ahora mismo».
Habló Esteban con voz que reflejaba un profundo agradecimiento:
Lady María –dijo–, tenemos que dejaros y emprender la marcha hacia Londres. Nos habéis proporcionado alimento y techo, y nunca os olvidaremos. En medio de un bosque tenebroso habéis sido nuestro faro. Vuestros regalos, los timbales y el rabel, nos ayudarán a ganarnos el pasaje hasta Tierra Santa.
Caballeros y abades os arrojarán peniques –repuse–, pero los ladrones os los quitarán. Tardaréis mucho tiempo en ganar para vuestros pasajes.
Es la única forma en que podemos ir. Y cuando regresemos por este camino, os traeremos un escudo sarraceno para que lo colguéis en la chimenea de vuestro salón.
Entonces besó mi mano con cierta ternura impulsiva y ruda. Un aroma a alcanfor le envolvía desde el baño que tomara el día anterior. Se había peinado el cabello con flequillo sobre la frente, como unos juncos que sobresalieran por encima de sus ojos intensamente azules. Pensé que el trabajo del peine pronto quedaría deslucido, y la aflicción mancharía aquel pelo rubio con sus telarañas, y tal vez con sangre.
Creo que deberías conocer mejor a tus acompañantes –dije al fin.
Los ojos de Esteban se agrandaron, en gesto de interrogación. La inocencia que expresaban hacia mucho más difícil mi resolución.
¿Juan? ¡Pero si es mi amigo! Si os referís a que es demasiado joven, tendríais que haberle visto luchar contra las mandrágoras.
No; hablo de Ruth.
Ruth es un ángel –declaró con la misma convicción con que uno dice: «Creo en Dios».
Tú afirmas que es un ángel, ¿verdad, Esteban? Pero, ¿lo es? Pregúntaselo a ella misma.
Se volvió el joven hacia la muchacha, en busca de una confirmación.
Dijiste que habías venido del cielo, ¿no es eso?
Sólo dije que no me acordaba –contestó ella, mirando a la alfombra persa atentamente, como si estuviera contando los polígonos o leyendo las extrañas letras que se veían en los bordes.
Pero aseguraste que recordabas haber caído desde muy alto.
Se puede caer desde otros lugares, además del cielo.
Juan intervino al fin.
No obstante, aseguraste que recordabas algunas cosas –dijo con voz que parecía proceder de las hondas cuevas romanas–. Algo relacionado con el bosque; los sitios dónde hallar fresas, cómo tejer un canastillo de juncos, cómo escapar de las mandrágoras.
Ruth –manifesté yo–; dinos quién eres. Cuéntalo todo. Queremos saberlo.
Ella comenzó a temblar.
No lo sé, no lo sé... –murmuró.
Yo sentía ya compasión por ella, pero quise que nos revelara la verdad.
Me dirigí hacia el armario con paso lento, aunque resuelto. A pesar de mis suaves zapatillas, pisé el suelo como si estuviera aplastando unos gorgojos que amenazasen mis rosales. Abrí las puertas del mueble, me arrodillé y extraje un puñal sarraceno, cuya empuñadura de marfil estaba engastada con zafiros que adoptaban la forma de una gacela corriendo. La hoja era muy aguda, y en el acero había incrustaciones de plata.
También había acero en mi voz, cuando dije:
No abandonarás mi casa hasta que nos digas quién eres. Te he aceptado como invitada y como amiga. Ahora tengo motivos para creer que eres peligrosa; para los muchachos, no para mí.
¿Vais a herirme, lady María?
Y al decir esto se alejó de la luz de la ventana y se colocó en las sombras, junto a la chimenea.
Yo casi esperaba que se convirtiera de pronto en una araña, y huyese a esconderse entre las vigas del techo.
Voy a pedirte que te sometas a una prueba.
Entonces, creéis que soy una mandrágora...
Creo que debes probarnos que no lo eres –respondí, y avancé hacia ella empuñando la daga–. Mi esposo dio muerte al sarraceno que poseía este puñal. Lucharon por él, y mi marido lo hundió en el corazón de su enemigo. Ya ves que su hoja está acostumbrada a la sangre. Sabrá bien lo que debe hacer.
¡Lady María! –exclamó Esteban, y se interpuso entre nosotras dos como un jabalí iracundo, casi hasta clavarse la hoja en el propio pecho–. ¿Qué estáis diciendo, lady María?
¡Pregúntaselo! –exclamé–. ¡Pregúntaselo! ¿Por qué tiene miedo del cuchillo? ¡Porque demostraría su culpabilidad!
Esteban me golpeó en la mano, y el puñal cayó al suelo. Me cogió por los hombros y me sacudió con violencia.
¡Bruja! –exclamó–. ¡Has blasfemado contra un ángel!
La ira me había abandonado; sentía dudas. Me abandoné a sus manos punitivas. En ese momento sólo hubiera querido dormir profundamente.
Juan salió de su marasmo y golpeó a su amigo con los puños, desesperadamente.
¡Es cierto, es cierto! ¡Tienes que hacer que se marche! –gritó.
Esteban replicó con un empujón tan violento como la sacudida de una ballesta. Olvidé la daga; olvidé a la muchacha. Lo único que vi fue a Juan, cuando golpeó con estruendo contra las puertas del armario, y luego se derrumbó al suelo, retorciéndose y gimiendo. Librándome de las manos de Esteban, corrí hacia el chiquillo y lo tomé en mis brazos.
No estoy herido –dijo jadeando–; pero Ruth... el puñal...
Vi el destello de luz en la hoja que empuñaba Ruth. Esteban giró sobre sus pies, no ya como un jabalí iracundo, sino como un oso encadenado, hostigado por unos, engañado por otros. ¿Quiénes eran sus amigos, y quiénes sus enemigos? Con gesto salvaje miró al muchacho al que había golpeado y luego a la chica que había defendido. Ruth avanzó hacia mí silenciosamente, con mirada tan fría como los guijarros bajo la helada corriente. Bien hubiera podido estar muerta.
El puñal fulguró entre nosotras dos. Yo alcé las manos, en ademán de defensa, no sólo para protegerme, sino para resguardar a Juan. Ruth asestó el golpe... contra su propia mano, en la parte carnosa bajo el pulgar. Yo pude oír –sí, lo oí realmente– cómo se desgarraba la carne, y el metal raspaba contra el hueso. La hoja debió de atravesar todos los músculos de la palma, antes de llegar a los huesos. Luego ella retiró el cuchillo, sin un solo grito, con un rápido y violento tirón, como el pescador que arranca el anzuelo. Entonces extendió su mano, para enseñar la herida. La carne estaba separada, mostrando el hueso, y una sangre carmesí, sin el menor vestigio de resina, fluyó llenando el hueco de la herida.
Ruth me sonrió triunfante, pero sin malicia, igual que una niña que se hubiera justificado ante una persona mayor.
¿Creíste que iba a herirle? –dijo casi en tono jovial; y entonces, viendo la sangre que caía de su mano, enrojeciendo la alfombra, se estremeció y dejó caer el puñal.
Esteban la sujetó y la colocó en el sillón junto al hogar, y luego le oprimió la palma de la mano para cortar la hemorragia.
Sois una mujer diabólica –me dijo él, mirándome fieramente–. Vuestra belleza es sólo aparente, ya que oculta un corazón mísero.
No es hora de lanzar denuestos –declaré–. Vuestros dos amigos están heridos.
Miró a Juan, que estaba en mis brazos, y se irguió como si fuera a dejar caer la mano de Ruth para acudir junto al muchacho.
No, quédate con Ruth –dije, y levantando a Juan le ayudé a cruzar la habitación para depositarlo en el asiento del mirador, cuyos cristales de colores animaron sus pálidas mejillas; yo agregué–: Juan se recuperará pronto. Ruth es la que está peor. Déjame que la atienda, Esteban.
¡No la toquéis!
Fue la misma Ruth, quien habló diciendo:
El dolor es muy intenso. ¿Podréis aliviarlo, lady María?
Le apliqué en la herida una tintura de opio y de polvos de pétalos de rosa, y luego le vendé la mano. Juan se levantó de su asiento en la ventana y se colocó detrás de mí, en muda asistencia a Ruth. Al cabo de unos instantes, Esteban dijo a sus amigos, con tono vacilante:
Perdonadme, los dos. Fue mía la idea de la cruzada, ¿os acordáis? Yo os he metido en esto.
El semblante de Ruth estaba tan blanco como el pergamino frotado con tiza que aguarda la pluma de ave del monje. Su sonrisa era radiante, cuando dijo:
Sin embargo, Esteban, lady María tuvo razón, en cierto modo. Yo soy tan ángel como puedas serlo tú. O menos aún, quizá, pues tú eres un soñador, y yo os he mentido al comienzo, como lady María ha supuesto. Por eso no obraba abiertamente con ella, porque noté que sospechaba de mi. Mi nombre no es Ruth, sino Magdalena, y no vine del Cielo, sino del castillo del Jabalí situado a una legua del vuestro. Mi padre era un noble de nacimiento, hermano de Felipe el Jabalí. Pero odiaba la vida del caballero: las cacerías, los festines, las justas, y también las cruzadas que se emprendían sin la bendición de Dios. Un día abandonó el castillo de su hermano para irse a Chichester, donde vivió dedicado al estudio en un cuarto que alquiló sobre el local de una carnicería. Se ganó la vida copiando manuscritos y leyendo el mensaje de las estrellas. Él fue quien me enseñó lenguas: inglés, normando, francés y latín, y también me enseñó, como si yo fuese un muchacho, a conocer el firmamento, el mar y los bosques. Igualmente me instruyó sobre el modo de comer en la mesa y otros aspectos de la educación, y cómo tañer el rabel. «Algún día –acostumbraba a decirme– te casarás con un caballero, con un noble cortés, si es que aún existen, y tendrás que hablarle sobre asuntos que interesan a los hombres, mientras le deleitas con algunas cosas propias de mujeres. Entonces quizá no se marche a una cruzada descabellada, como hacen muchos maridos, sólo porque sus esposas son unas necias». Me educó esmeradamente, y yo crecí más pobre que un galés. Cuando murió de la plaga, el año pasado, me dejó peniques, en lugar de libras y sin otro pariente que Felipe el Jabalí, mi tío, el cuál despreciaba a mi padre y sólo me acogió en su castillo porque me llevó hasta allí un abad de Chichester.
»Pero el Jabalí había enviudado hacía poco, y le gustaban demasiado las mujeres. No tardé en advertir que le agradaba. Debo de haber crecido bastante, en los últimos tiempos. Me llevó a cazar con los halcones y elogió mis conocimientos del bosque. Tomé asiento junto a él en los banquetes, bebí de su cerveza, me reí de sus chistes groseros y estuve a punto de olvidar el latín. Pero una vez, después de una fiesta, me siguió hasta la capilla y me hizo proposiciones inconfesables. ¡Mi propio tío! Le golpeé con un candelabro, y nadie me detuvo cuando abandoné el castillo. ¿Adónde podía ir? Me dirigí a Chichester; tal vez el abad quisiera darme refugio.
»Cuando pasaba ante el castillo de tu padre, Juan, oí a un jinete detrás de mi. Fui a esconderme tras los matorrales, cuando me precipité por unas escaleras hasta una lóbrega cueva. Como veis, tuve una caída, aunque no fue del Cielo. Exhausta y llena de miedo, me quedé dormida allí mismo, para despertarme cuando Esteban afirmaba que yo era un ángel. y hablaba de Londres y de la Tierra Santa. ¡Londres! ¿Acaso no era mejor que Chichester, para mi? Además, estaría más lejos de mi tío. Por eso os dejé creer que yo era un ángel, porque estaba cansada de los hombres y de sus mezquinos sentimientos. Había oído hablar de tu fama, con las muchachas, Esteban, pero después de haberte conocido, cambié de opinión. No eras el mozo que relataban las habladurías, sino un muchacho afectuoso y digno de confianza. Mas ya no podía decir que había mentido, pues hubiera perdido vuestro respeto.
»En cuanto al crucifijo que encontrasteis en mis manos, se lo quité a mi tío. El me debía algo, pensé yo. Le oí decir que valía el rescate de un caballero. Proyecté venderlo y comprar una tienda de costura, para casarme luego con un hombre noble y cariñoso. Cuando lo cambié por vosotros a las mandrágoras, ocurrió tal como yo os había dicho. Mantuvieron su promesa en honor a su fe. Como veis, fueron mucho más honradas de lo que yo había sido.
Esteban se hallaba muy callado y quieto; le sabia parco en palabras, pero no en ademanes o en gestos. Quise interrumpir el silencio con frases amables y disculpas. Sin embargo, Ruth estaba mirando a Esteban; era ella quien debía hablar.
Ahora soy para ti como cualquier otra moza de cocina –dijo con infinita tristeza–. Debí haberte dicho la verdad, para que obrases como creyeras conveniente. En cambio, ya no me queda nada.
El sajón pensó durante un buen rato, antes de hablar, y cuando lo hizo, sus palabras no reflejaban acusación alguna.
Creo que en el fondo yo tampoco te consideraba un ángel –declaró–. No podía concebir que mereciese la ayuda de un guardián del cielo. Además, me inspirabas los sentimientos de una chica de carne y hueso. Sin embargo, quería tener un motivo para huir; una excusa y una esperanza. Me faltó valor. Para un siervo es algo muy grave el abandonar a su amo. El padre de Juan me hubiese matado, o cortado las manos o los pies. Por eso me mentí a mí mismo: ¡Había venido un ángel para guiarme! De modo que los dos hemos sido poco honrados, Ruth... es decir, Magdalena.
Ruth, mejor. Es el nombre que me diste.
Sí, Ruth; y aún podemos ir a Londres, sin que haya mentiras entre nosotros.
Volvía a expresarse con ademanes. Cogió a la muchacha por los hombros, con la deferencia de un hermano, y mirando a Juan primero, y luego a mí, agregó:
No obstante, lady María, ha sido cruel que buscarais la verdad de ese modo.
Nunca había pensado tocar a Ruth –intervino Juan–, sino tan sólo probarla. Lo que yo conté a lady María le hizo entrar en sospechas.
Juan, Juan... –dijo Ruth, acercándose al muchacho y colocándole su mano vendada en el hombro–. Sé que nunca me has tenido simpatía. Algo sospechaste desde el principio, y pensabas que yo quería a tu amigo. Estabas en lo cierto, y no lo cambiaría por Robín Hood, aunque éste volviera a ser joven y reinase de nuevo en el bosque. Pero tampoco te he querido mal. Eras su hermano adoptivo. ¿Cómo hubiera podido amarle a él, sin amarte también a ti? Tuve deseos de decir: «No temas perder a Esteban por mi culpa. A ti te ha querido primero, y si yo consigo una parte de su corazón, no será la misma que a ti te pertenece. ¿No comprendes, Juan, que el corazón humano tiene tantos rincones como las catacumbas de los primeros cristianos?» Sin embargo, no dije nada, pues así habría demostrado ser una muchacha, en lugar de un ángel.

¿Vienes con nosotros, Juan? –preguntó Esteban, con aire vacilante–. No pretendí hacerte daño. Fue como cuando te pegué por haber pisado uno de los cachorros. Pero entonces me perdonaste.
Ahora ya no hay ninguna razón para que os marchéis –declaré yo.
Y tampoco la hay para que permanezcamos aquí.
¿Iréis a una cruzada sin un ángel guardián que os proteja?
Nos iremos a Londres, y después, ¿quién sabe? Tal vez a Venecia, Bagdad, ¡incluso a Catay! Quizá sólo quería yo correr mundo, y no rescatar Jerusalén.
Entonces aprisionó los hombros de Juan con sus grandes manos y agregó:
Vienes con nosotros, ¿verdad, hermano?
No, Esteban –respondió Juan–. Lady María me necesita.
También te necesita Esteban –terció Ruth.
Pero Esteban es fuerte. De poco le ha servido Juan, si no fue para que le protegiese –declaré.
Algún día, Juan –añadió Ruth–, comprenderás que el necesitar a una persona es el mejor regalo que se le puede hacer.
Yo os necesito a todos vosotros –dije–. Quedaos aquí y ayudadme. Dejad también que os ayude. Londres causó la muerte de mi hijo. Es una ciudad dejada de la mano de Dios.
Esteban movió negativamente la cabeza y repuso:
Tenemos que marcharnos; al menos Ruth y yo. El Jabalí podría saber que estamos aquí. Ella le hirió en su orgullo más que en la cabeza, y además le quitó el crucifijo.
Yo me quedo aquí –dijo Juan.

Les preparé unas provisiones para el camino, procurando que no les faltase tocino ahumado ni cerveza; les entregué el puñal árabe para que lo utilizaran contra los ladrones, si se hacía necesario, o para que lo vendiesen en Londres, y luego colgué de sus hombros el rabel y los timbales.
Debéis ganaros la vida en Londres –manifesté cuando Esteban quiso dejar los instrumentos a Juan.
Me dirigí con Esteban y Ruth hasta la puerta de la cerca y les di instrucciones para que encontrasen la carretera:
Caminad una milla hacia el Este, hasta llegar al castaño que tiene en el tronco un agujero como un ventanal...
Pero Esteban miraba por encima del hombro, buscando a Juan.
Se ha quedado en la sala –le dije–. Te quiere demasiado, para despedirse.
No, demasiado poco. ¿Por qué se queda en realidad con vos, señora?
El mundo es un lugar muy duro, Esteban. Más aún que el bosque, donde al menos se encuentran oasis como la Mansión de las Rosas.
¿Cómo iba a hacerle comprender que Dios me había enviado a Juan a cambio del hijo que yo había perdido?
Yo sería su oasis –declaró Esteban, con el fuerte cuerpo estremecido de dolor.
No te preocupes, volveremos a por él. Esteban –terció Ruth, y añadió dirigiéndose a mí–: Mi señora, os agradecemos de corazón vuestra hospitalidad.
Y a continuación hizo una reverencia y me besó la mano con insospechado afecto.
Quiera el Señor que un ángel verdadero os proteja –contesté yo.
A continuación se encaminaron hacia el bosque, tan orgullosos y erguidos como vikingos, a pesar de su carga y sus heridas. No derramaron más lágrimas, ni echaron una sola mirada atrás. ¡Más allá de la espesura estaba Londres, Bagdad, Catay!
Entonces advertí entre el follaje, el extraño rostro, como una Luna llena sobre el fondo obscuro de las enredaderas retorcidas.
¡Ruth, Esteban! –grité–. ¡Os están vigilando!
Pero aquel ser no estaba mirando a los dos jóvenes. Ella me observaba a mí. La había visto varias veces en el bosque. Algo así como curiosidad, o más bien temor, la distinguía del resto gris y anónimo de la tribu. Quizá era ella quien había dejado aquellas efigies en los terrenos de mi propiedad, como amuletos para ahuyentar al diablo. Nunca hizo un gesto amenazador, y cuando en una ocasión avancé rápidamente hacia ella, se esfumó entre la hiedra como un velo de neblina bajo los rayos del Sol. Ahora me detuve y la contemplé con una mezcla de vergüenza y timidez.
Volví a adelantarme hacia donde estaba, empujada por un impulso que era superior a mis temores.
No voy a hacerte daño –le dije, llena de miedo, pensando que sus amigos podían salir de pronto de entre los árboles y apoderarse de mi antes de que pudiera gritar pidiendo auxilio–. No voy a hacerte daño; sólo quiero hablarte.
El fuerte olor a plantas que trascendía de ella inundó mis fosas nasales. Siempre había pensado que la rosa y la mandrágora representaban la antítesis del bosque: la gracia y la perversidad. Al mirarla de cerca por vez primera, me pareció como un árbol retorcido y maltratado por los temporales, como un ser natural totalmente ajeno al concepto humano de la belleza y la fealdad.
Extrayendo palabras arcaicas del recuerdo de mis lecturas de obras antiguas, le dije suavemente:
Dime, ¿por qué observas mi mansión? ¡Hay algo en ella que es de tu agrado? ¿Las hierbas aromáticas, quizá?
No..., las hierbas no –repuso ella, vacilante.
¿El qué, entonces? Ya sé, las rosas, ¿verdad? Puedes coger las que quieras.
No... un retoño.
¿Un retoño? ¿En mi casa?
Ella se arrodilló, se apoderó de mis manos y las besó con inusitada ternura.
Sí, este retoño... – musitó.
Me llevé las manos a los oídos como si hubiera escuchado el alarido de una mandrágora en la noche. Era yo quien había gritado. Después huí, huí enloquecida...

Tenía los ojos cerrados, y su cabeza descansaba sobre un cojín bordado. Se incorporó cuando me oyó entrar en la estancia.
¿Ya se han marchado?
¿Cómo? ¿Qué has dicho, Juan?
¿Se han marchado ya Esteban y Ruth?
Sí...
Estáis pálida, lady Maria –dijo él, acercándose–. No os apenéis por mí; yo quise quedarme.
Creo que debieras marcharte con tus amigos –declaré lentamente–. Me pidieron que te dijera eso.
Pero si habíamos dicho que me quedaba para protegeros; para ser vuestro hijo – declaró él, con sorpresa –. Vos dijisteis...
En realidad era a Esteban a quien quería. Tú eres demasiado pequeño. Esteban es ya un joven, y le hubiera enseñado a ser un señor y un buen caballero. Pero ahora se ha marchado, ¿y para qué necesito un débil chiquillo de doce años a mi lado?
Yo no pido que me queráis como a Esteban...
Coloqué mis manos sobre sus hombros delgados, pero de duros músculos en los que ya bullía una fuerza varonil que desmentía mis palabras.
¡Ve a reunirte con él! –exclamé–. ¡Hazlo ahora, o le perderás para siempre!
Su semblante estaba intensamente pálido, cuando susurró:
Lady María, creo que os entiendo. Vos me queréis, ¿verdad? Por eso me dejáis marchar. Así que me queréis...
Dejé caer mis manos de sus hombros. No debía tocarle. No debía besarle.
Así..., así... –murmuré.
Más allá del seto, se volvió hacia mí y agitó una mano, sonriendo. Luego echó a correr para alcanzar a sus amigos. Antes ya de que llegara al límite del bosque, Esteban salió de entre los árboles.
¡Te esperaba! –exclamó Esteban–. ¡Sabía que vendrías!
Los muchachos se abrazaron con tanta algarabía de risas y estrépito de timbales que el ruido debió de llegar hasta la ciudad de Londres. Luego, cogidos del brazo con Ruth en medio, se internaron en la espesura.

Está llegando el verano,
y canta vivaz el cuclillo...

También yo me dirigí hacia el bosque. Durante largo tiempo permanecí inmóvil, contemplando aquellos objetos, aquella especie de amuleto de piedra dejados por las mandrágoras, que eran como un baluarte entre los enormes y añosos robles, y parecían destinados a ahuyentar a cualquier ser maligno, fuera demonio, grifo, lobo u hombre, que pudiera amenazar mi casa.
Mis rodillas se hundieron entre el musgo y sentí dolor cuando descansaron en la piedra. Mis labios estaban resecos, con la plegaria. Seguí allí, aguardando...
No volví la cabeza cuando noté el intenso olor de plantas que ella exhalaba; me limité a decir:
¿Te gustaría vivir conmigo, en la Mansión de las Rosas?
Su grito fue humano, como de angustia hija del éxtasis. Igual que el de un mártir cristiano al que hubieran dicho: ¿Quieres ver el Santo Cáliz?
¿Para serviros? –preguntó.
Para ayudarme, tú y tus amigos. Para que compartáis la casa conmigo.
Incliné la cabeza bajo los dedos tímidos y vacilantes que soltaron mis trenzas como se extiende el fino brocado para admirar su tejido y la delicadeza de sus dibujos.
Retoño... –musitó–. Hermosa como una Virgen...
¿Qué había dicho Juan, poco tiempo antes?: «Me gusta vuestro cabello, cuando lo lleváis suelto. Es como una aureola que se extendiera hasta vuestros hombros...»
Las rosas y yo tenemos eso en común: se nos juzga demasiado benévolamente por la suavidad de nuestros pétalos.
Y ahora debo irme –dije–. Los que están en la mansión tal vez no os acojan con agrado. Primero tengo que pedirles que se marchen. Es por el bien de ellos... y por el vuestro. Mañana me reuniré aquí con vosotros, y os llevaré a mi casa. La Tierra, madre de las rosas, tiene muchos retoños.

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