El jardín de Adompha
Clark Ashton Smith
«Señor de los bochornosos y rojos parterres y de los huertos soleados por las inquietas llamas, en tu jardín florece el Árbol que sostiene el Infierno, frutos de innumerables cabezas de demonios y corre la raíz llamada Baaras, parecida a una escurridiza serpiente. Y allí las bifurcadas y pálidas mandrágoras, desgajadas del suelo por sí solas, van de un lado a otro pronunciando tu nombre hasta que los últimos entre los condenados piensan que los demonios están pasando gritando con airado frenesí y extraño espanto.»
Letanía a Thasaidón de Ludar
Era bien sabido que Adompha, rey de la extensa isla oriental de Sotar, poseía en los amplios dominios de su palacio un jardín secreto para todos los hombres, excepto para él mismo y para el mago de la corte, Dwerulas. Las cuadradas murallas de granito del jardín, altas y formidables como las de una prisión, eran claramente visibles, elevándose sobre los majestuosos bosques y árboles del alcanfor y las anchas parcelas de flores multicolores. Pero nada había podido saberse nunca respecto a su interior, porque todo el cuidado que era necesario era prestado únicamente por el mago bajo la dirección de Adompha y los dos se referían a él en obscuras adivinanzas que nadie podía interpretar. Las gruesas puertas de bronce respondían a un mecanismo cuyo secreto no compartían con nadie más, y el rey y Dwerulas, bien por separado o juntos, visitaban el jardín únicamente durante aquellas horas en las que nadie estaba fuera. Y en verdad, no había quien pudiera alardear de haber visto ni siquiera la apertura de la puerta.
Se decía que el jardín había sido protegido contra el Sol por grandes láminas de plomo y cobre, que no dejaban ni la menor grieta por donde la estrella más diminuta pudiese mirar al interior. Algunos juraban que la intimidad de sus dueños durante sus visitas era asegurada por un sueño letal que Dwerulas, por miedo de sus mágicas artes, acostumbraba a provocar sobre toda la vecindad, durante aquel tiempo.
Un misterio tan sobresaliente difícilmente podría dejar de provocar curiosidad y surgieron varias versiones distintas, con relación a la naturaleza del jardín. Algunos aseguraban que estaba lleno de plantas siniestras de hábitos nocturnos que proporcionaban rápidos y poderosos venenos para uso de Adompha, junto con esencias más insidiosas y siniestras empleadas por el mago en la fabricación de sus conjuros. Probablemente estas historias no dejaban de tener algo de razón, porque, después de la construcción del vallado jardín, habían sobrevenido en la corte real numerosas muertes atribuibles a envenenamientos y desastres que eran claramente obra de un brujo, junto con la desaparición física de gente cuya presencia en el mundo no agradaba ya a Adompha o a Dwerulas.
Los crédulos susurraban otras historias más extravagantes. Aquella leyenda de infamia fuera de lo normal que había rodeado al rey desde la infancia adquirió un tinte más odioso y la fama de Dwerulas, que con certeza había sido vendido antes de nacer al Archidemonio por su madre bruja, adquirió una nueva negrura, pues excedía a todos los demás hechiceros en la profundidad y maldad de su abandono.
Despertando del sopor y los sueños producidos por el jugo de la amapola negra, el rey Adompha se levantó en las horas muertas y estancadas que van de la salida de la Luna a la aurora. El palacio a su alrededor estaba silencioso como un cementerio, pues sus ocupantes habían cedido al sopor nocturno inducido por el vino, las drogas y el aguardiente. Alrededor del palacio dormían los jardines y la ciudad de Loithé, bajo las lentas estrellas de los tranquilos cielos meridionales. Adompha y Dwerulas acostumbraban visitar el recinto de altas murallas a aquellas horas, con poco temor de ser seguidos u observados.
Adompha salió, deteniéndose brevemente para iluminar con el cubierto ojo de su linterna de negro bronce la cámara en penumbra que estaba contigua a la suya. La habitación había estado ocupada por Thuloneah, su odalisca favorita, durante el pocas veces igualado período de ocho noches, pero sin sorpresa ni desconcierto vio que el lecho de desordenadas sedas estaba ahora vacío. Esto le confirmó que Dwerulas le había precedido al jardín. Y supo, además, que no había ido ociosamente ni de vacío.
El recinto del palacio, rodeado por todas partes por sombras continuas, parecía mantener aquel secreto que el rey prefería. Llegó junto a las cerradas puertas de bronce de la enorme pared de granito y emitió, cuando se acercaba, un fuerte silbido parecido al de una cobra. En respuesta a la subida y bajada de este silbido, la puerta se abrió silenciosamente hacia dentro y se cerró a su espalda, también en silencio.
El jardín, plantado y cultivado en privado, y separado por el techo metálico de las esferas del cielo, estaba iluminado únicamente por un extraño globo ardiente que colgaba en su centro en medio del aire. Adompha contempló este globo con horror, porque su naturaleza y origen le eran desconocidos. Dwerulas pretendía que había salido del Infierno en una medianoche sin Luna y por su voluntad, que levitaba debido al poder infernal y que se alimentaba de las incesantes llamas de aquel clima en que los frutos de Thasaidón adquieren un tamaño fuera de lo normal y un sabor encantado. Despedía una luz sanguínea en la que el jardín temblaba y se agitaba, como visto a través de una luminosa neblina de sangre. Incluso en las lúgubres noches de invierno, el globo despedía un fuerte calor y nunca se apartaba de su extraña suspensión, aunque no tenía ningún soporte visible; bajo él, el jardín florecía malignamente, lozano y exuberante como cualquier parterre del círculo profundo.
Indudablemente, ningún Sol terrestre podría haber producido los frutos de aquel jardín, y Dwerulas decía que sus semillas eran del mismo origen que el globo. Había troncos pálidos y bifurcados que se lanzaban hacia arriba como queriendo desgajarse del suelo, desplegando hojas inmensas como las obscuras y nervudas alas de los dragones. Había flores del color del amaranto, tan anchas como bandejas y sostenidas por tallos del grueso de un brazo que temblaban continuamente.
Y había muchas otras plantas diversas, extrañas como los siete infiernos y sin otra característica común que los injertos que Dwerulas había implantado aquí y allá con sus innaturales y hechiceras artes.
Aquellos injertos eran diversos miembros y partes de seres humanos. Habilidosamente, y con un éxito constante, el mago los había unido a las brotes, mitad vegetales, mitad animales, sobre los que después vivieron y crecieron, sorbiendo una savia parecida al íchor de los demonios. Así eran preservados los recuerdos, cuidadosamente escogidos, de una multitud de personas que habían provocado el disgusto o el aburrimiento del rey o de Dwerulas. Sobre los troncos de palmeras, bajo el follaje plumoso, colgaban en racimos las cabezas de los eunucos, como enormes dátiles obscuros. Una desnuda enredadera sin hojas tenía por flores las orejas de soldados castigados. Cactos deformes tenían como fruta pechos de mujeres, o sus cabellos como hojas. Extremidades o torsos completos habían sido unidos con monstruosos árboles. Algunas de las gigantescas hojas del tamaño de una bandeja portaban corazones palpitantes y ciertas flores más pequeñas tenían en el centro ojos que todavía se abrían y cerraban entre las pestañas. Otros injertos eran demasiado obscenos o repelentes para ser relatados.
Adompha avanzó entre las híbridas plantas que se agitaban y susurraban ante su proximidad. Las cabezas parecieron tenderse ligeramente hacia él, las orejas se agitaron, los pechos se estremecieron un poco, los ojos se dilataban o se entornaban como si vigilasen su avance. Sabía que aquellos restos humanos vivían únicamente con la perezosa vida de las plantas, compartiendo únicamente su actividad subanimal. Las había considerado como un placer estético curioso y mórbido, había encontrado en ellas la infalible atracción de cosas enormes y sobrenaturales. Ahora, por primera vez, pasó entre ellas con un lánguido interés. Comenzó a vislumbrar el momento fatal en que el jardín, con todos sus nuevos prodigios, no ofrecía ya un refugio para su inexorable aburrimiento.
En el centro del extraño vergel, donde un espacio circular todavía estaba vacío entre las apiñadas plantas, Adompha se acercó a un montón de tierra arcillosa recién excavada. A su lado, completamente desnuda, pálida y con aspecto de estar muerta, yacía la odalisca Thuloneah. Cerca de ella habían sido depositados varios cuchillos y otros utensilios, junto con redomas de bálsamos líquidos y de viscosas gomas que Dwerulas utilizaba para sus injertos y que había sacado de una bolsa de cuero. Una planta conocida como el dedaim, de tronco bulboso, pulposo y de color blanco y tirando a verde, de cuyo centro irradiaban varias ramas sin hojas que recordaban reptiles, dejaba caer de cuando en cuando sobre el pecho de Thuloneah una gota de un líquido amarillo–rojizo procedente de unas incisiones practicadas en su suave corteza.
Dwerulas apareció por detrás del túmulo arcilloso con la brusquedad de un demonio emergiendo de su caverna subterránea. En sus manos sostenía el pico con el que acababa de terminar de cavar un agujero profundo y semejante a una tumba. Comparado con el porte y estatura reales de Adompha; no parecía más que un enano envejecido. Su aspecto mostraba todas las señales de una edad inmensurable, como si los polvorientos siglos hubiesen deseado su carne y sorbido la sangre de sus venas. Sus ojos resplandecían en el fondo de órbitas semejantes a fosas, sus rasgos eran negros y resecos como los de un cadáver muerto hacía largo tiempo, su cuerpo engarfiado como un milenario cedro del desierto. Siempre estaba inclinado, de forma que sus brazos largos y huesudos llegaban casi hasta el suelo. Como siempre, Adompha se sintió maravillado por la demoníaca fuerza de aquellos brazos, maravillado de que Dwerulas manejase tan rápidamente aquel pesado pico y de que hubiese podido llevar sin ayuda humana hasta el jardín las cargas de aquellas víctimas cuyos miembros utilizara en sus experimentos. El rey nunca se había dignado asistir a tales trabajos, sino que, después de indicar de tiempo en tiempo las personas cuya desaparición no le desagradaría en absoluto, no había hecho más que observar y supervisar el barroco jardín.
–¿Está muerta? –preguntó Adompha, observando sin emoción alguna los voluptuosos miembros y cuerpo de Thuloneah.
–No –dijo Dwerulas, con voz tan dura como el herrumbroso gozne de un ataúd–, pero le he administrado el todopoderoso y adormecedor jugo del dedaim. Su corazón late impalpablemente y su sangre fluye con la lentitud de ese mezclado líquido. No se despertará..., excepto como una parte de la vida del jardín, compartiendo su obscura cadencia. Ahora, espero vuestras instrucciones. ¿Qué parte... o partes?
–Sus manos eran muy hábiles –dijo Adompha como murmurando en voz alta en respuesta a la pregunta apenas formulada–. Conocían las sutiles formas del amor y eran diestras en todas las artes amorosas. Me gustaría que conservases sus manos... pero nada más.
La singular y mágica operación había sido completada. Las bellas, finas y alargadas manos de Thuloneah, limpiamente cortadas por las muñecas, fueron unidas, sin apenas señal de la sutura, a los pálidos y podados extremos de las dos ramas más altas del dedaim. En este proceso, el brujo empleó la goma de plantas infernales y había invocado repetidamente los curiosos poderes de ciertos genios subterráneos, según acostumbraba a hacer en tales ocasiones. Los brazos semivegetales se tendieron ahora hacia Adompha con sus manos humanas, como en ademán de súplica. El rey sintió que su viejo interés en la horticultura de Dwerulas se reavivaba, una extraña excitación se despertó en él ante la mezcla de lo bello y lo grotesco en la planta injertada. Al mismo tiempo su carne volvió a vivir los sutiles ardores de noches pasadas..., porque las manos estaban cargadas de recuerdos.
Se había olvidado por completo del cuerpo de Thuloneah, que yacía cerca de él con los brazos mutilados. Despertado de su ensoñación por el brusco movimiento de Dwerulas, se volvió y vio al mago inclinarse sobre la muchacha inconsciente, que no se había movido durante el proceso de la operación. La sangre todavía manaba de los muñones de sus muñecas, formando charcos sobre la obscura Tierra. Dwerulas, con ese vigor innatural que envolvía todos sus movimientos, cogió a la odalisca en sus nervudos brazos y la subió con facilidad. Tenía el aire de un trabajador que continúa una tarea interrumpida, pero pareció vacilar antes de arrojarla al agujero que le serviría de tumba. Allí, durante las estaciones calentadas e iluminadas por el globo traído del infierno, su cuerpo oculto, al pudrirse, alimentaría las raíces de aquella planta anómala que tenía sus propias manos como injerto. Parecía como si fuese remiso a desprenderse de su voluptuosa carga. Adompha, que le observaba con curiosidad, fue consciente, como nunca lo había sido antes, de la siniestra maldad, de la lujuria que fluía del jorobado cuerpo de Dwerulas y de sus torcidas extremidades, como un hedor todopoderoso.
Aunque él mismo había caído profundamente en todo tipo de iniquidades, el rey sintió una vaga repulsión. Dwerulas le recordaba un insecto horroroso que había sorprendido una vez dedicado a sus vampíricas actividades. Recordó cómo había aplastado al insecto con una piedra..., y al hacerlo concibió una de esas inspiraciones atrevidas y repentinas que siempre le habían impulsado a una acción igualmente brusca. Se dijo a sí mismo que no había venido al jardín con aquella idea, pero la oportunidad era demasiado urgente y perfecta para dejarla pasar. En aquel momento, el mago le daba la espalda y sus brazos estaban ocupados por su pesada y hermosa carga. Agarrando el pico de hierro, Adompha lo dejó caer sobre el pequeño y seco cráneo de Dwerulas con una fuerza bastante considerable, heredada de antepasados heroicos y piratas. El enano, sujetando a Thuloneah, se derrumbó en la profunda fosa.
Preparando el pico por si fuese necesario un segundo golpe, el rey esperó, pero no hubo ningún sonido ni movimiento provenientes de la tumba. Sintió cierta sorpresa de haber vencido con tanta facilidad al formidable mago, de cuyos poderes sobrehumanos estaba casi convencido, y una cierta sorpresa también ante su propia temeridad. Después, tranquilizado por su triunfo, el rey pensó que podría intentar un experimento propio, puesto que creía haber adquirido gran parte de la habilidad y conocimientos de Dwerulas por medio de la observación. La cabeza de Dwerulas formaría una adición apropiada y única en una de las plantas del jardín. Sin embargo, después de echar un vistazo al interior de la fosa, sé vio obligado a abandonar la idea, porque vio que había golpeado demasiado bien y reducido la cabeza del hechicero a un estado en el que sería inútil para su experimento, puesto que tales injertos requerían una cierta integridad de la cabeza o miembro humano.
Reflexionando, no sin disgusto, en la inesperada fragilidad de los cráneos de los hechiceros, que se dejaban aplastar con tanta facilidad como las cáscaras de los huevos, Adompha comenzó a rellenar la fosa con arcilla. El cuerpo de Dwerulas y la acurrucada forma de Thuloneah bajo él fueron pronto cubiertos por los blandos y frágiles terrones, mientras compartían una misma inmovilidad. El rey, que había llegado a temer a Dwerulas en el fondo de su corazón, fue consciente de un profundo alivio cuando pisoteó la tumba fuertemente y la igualó con el suelo que la rodeaba. Se dijo a sí mismo que había hecho bien, porque los conocimientos del mago habían llegado a incluir últimamente demasiados secretos regios, y un poder como el suyo, fuese natural o proveniente de regiones ocultas, nunca era completamente compatible con el seguro dominio y el prolongado imperio de los reyes.
En la corte del rey Adompha y en la marítima ciudad de Loithé, la desaparición de Dwerulas se convirtió en motivo de mucha especulación, pero poca investigación. Las opiniones sobre si era al rey Adompha o al demonio Thasaidón a quien había que estar agradecido por una desaparición tan saludable estaban divididas y, en consecuencia, tanto el rey de Sotar como el señor de los siete infiernos fueron más temidos y respetados que antes. Sólo los más indomables entre los hombres y los demonios podían soportar a Dwerulas, del que se decía que había vivido durante todo un milenio sin dormir ni una sola noche, llenando todas sus horas con iniquidades y hechicerías de una negrura subtartárea.
Después de la inhumación de Dwerulas, un vago sentimiento de miedo y terror, que no podía explicarse por completo, había impedido al rey visitar el cerrado jardín. Sonriendo impasiblemente ante los salvajes rumores de la corte, continuó su búsqueda de nuevos placeres y sensaciones extrañas y violentas. Sin embargo, en esto tuvo poco éxito, pues parecía como si todos los senderos, incluso los más extravagantes y tortuosos, condujesen únicamente a los ocultos precipicios del aburrimiento. Apartándose de extraños amores y crueldades, de extravagantes pompas y enloquecedoras músicas, de los afrodisíacos aromas de flores traídas de muy lejos, de los pechos, extrañamente formados, de muchachas exóticas, recordó con un nuevo deseo aquellas formas florales semianimadas que Dwerulas había dotado con los más provocativos encantos de las mujeres.
Así pues, una noche, en la hora media entre la llegada de la Luna y la del Sol, cuando todo el palacio y la ciudad de Loithé estaban sumergidos en un ebrio sopor, el rey abandonó a su concubina y se dirigió al jardín que era ahora secreto para todos los hombres, excepto para él mismo.
En contestación al silbido de cobra, que era lo único que podía activar su astuto mecanismo, la puerta se abrió ante Adompha y se cerró detrás de él. Cuando aún se estaba cerrando, se dio cuenta de que un cambio singular había sobrevenido en el jardín durante su ausencia. El misterioso globo colgado en medio del aire ardía con una luz más sangrienta, con la radiación más tórrida, como si estuviese avivado por airados demonios; las plantas, que habían crecido excesivamente en altura y estaban recubiertas y camufladas por un follaje más espeso que el que habían ostentado anteriormente, permanecían inmóviles en una atmósfera que era como el caliente aliento de algún rojo infierno.
Adompha vaciló, dudoso del significado de aquellos cambios. Se acordó de Dwerulas por un momento, recordando ciertos prodigios inexplicables y hazañas nigrománticas conseguidas por el mago..., y se estremeció ligeramente. Pero había matado a Dwerulas, enterrándolo con sus propias y reales manos. El creciente calor y brillantez del globo, el excesivo crecimiento del jardín, se debían sin duda a algún proceso natural incontrolado.
Presa de una fuerte curiosidad, el rey inhaló el sofocante perfume que llegó asaltando su olfato. La luz deslumbraba sus ojos. llenándole con extraños y nunca vistos colores; el color le golpeaba como saliendo del solsticio de un verano infernal. Creyó oír voces, al principio casi inaudibles, pero subiendo hasta convertirse en un murmullo semiarticulado que le sedujo con una dulzura extraterrestre. Al mismo tiempo, pareció contemplar, entre la vegetación inmóvil y en rápidas ojeadas, los miembros medio velados de unas bailarinas, miembros que no pudo identificar como ninguno de los injertos hechos por Dwerulas.
Atraído por el encanto del misterio y presa de una vaga intoxicación, el rey se adentró en el laberinto proveniente del Infierno. Cuando se acercó, las plantas retrocedieron suavemente y se apartaron a ambos lados para permitirle el paso. Como en una mascarada arbórea, parecían ocultar sus injertos humanos tras el manto de su reciente follaje. Después, cerrándose tras Adompha, arrojaron su disfraz, revelando fusiones más extrañas y anómalas que las que él recordaba. Cambiaban a su alrededor de instante en instante como formas de delirio, de forma que nunca estaba completamente seguro de qué parte de su apariencia era árbol y flor y cual mujer y hombre. El balanceo de un follaje convulso y las contorsiones de cuerpos y extremidades rebeldes se turnaban. Después, por alguna transición imposible de distinguir, pareció como si ya no estuviesen afianzados en el suelo, sino que se movían a su alrededor sobre pies fantásticos y vagos, formando círculos cada vez más grandes, como los bailarines de algún amenazador festival.
Una vez y otra Adompha recorrió las formas que eran a la vez florales y humanas, hasta que la vertiginosa locura de su movimiento provocó un vértigo semejante en su cerebro. Oyó el rumor de un bosque azotado por la tormenta, junto con el clamor de unas voces familiares que le llamaban por su nombre, que maldecían y suplicaban, se burlaban y pedían, miles de voces de guerreros, consejeros, esclavos, cortesanos, castrados o amantes. Por encima de todas, el sanguíneo globo resplandecía con una refulgencia cada vez más maligna y siniestra, con un ardor casi más insoportable. Era como si toda la vida del jardín girase, se elevase y llamease estáticamente hasta llegar a alguna culminación infernal. El rey Adompha había perdido todo recuerdo de Dwerulas y su obscura magia. En sus sentidos ardía el mismo ardor de la esfera salida del Infierno y parecía compartir el movimiento y éxtasis delirante de aquellas obscuras formas que le rodeaban. Por su sangre subió un líquido enloquecedor, ante él revolotearon las vagas imágenes de placeres que nunca había conocido ni sospechado, placeres en los que traspasaría con mucho los límites impuestos a las sensaciones de los mortales.
Entonces, entre aquella fantasmagoría que se arremolinaba, oyó el chirrido de una voz tan dura como los goznes herrumbrosos de la cubierta de un sarcófago. No pudo comprender las palabras, pero, como si hubiese sido pronunciado algún conjuro ordenando la inmovilidad, todo el jardín adquirió instantáneamente un aspecto tranquilo y silencioso. El rey se quedó completamente estupefacto, ¡porque la voz había sido la de Dwerulas! Miró a su alrededor salvajemente, asombrado y confuso, viendo únicamente las inmóviles plantas con su manto de profuso follaje. Ante él sobresalía una que consiguió reconocer como el dedaim, aunque su tronco en forma de bulbo y sus ramas alargadas habían emitido una enmarañada masa de filamentos obscuros, parecidos a cabellos.
Muy lenta y suavemente, las dos ramas superiores del dedaim descendieron hasta que sus puntas estuvieron al mismo nivel del rostro de Adompha. Las esbeltas y alargadas manos de Thuloneah emergieron de su follaje y comenzaron a acariciar las mejillas del rey, con aquella habilidad amatoria que todavía recordaba. En el mismo momento, vio que la espesa maraña de cabellos sobre el ancho y llano extremo del tronco del dedaim se separaba y, como saliendo de unos hombros jorobados, la pequeña y reseca cabeza de Dwerulas se elevó hasta encontrarse a su altura... Mientras contemplaba con un vacío horror el cráneo aplastado y cubierto por coágulos de sangre, los rasgos resecos y ennegrecidos como por siglos, los ojos que resplandecían en obscuras fosas como brasas sobre las que soplasen los demonios, Adompha tuvo la confusa impresión de que una muchedumbre se lanzaba sobre él desde todas partes. En aquel jardín de enloquecidas fusiones y transmutaciones mágicas no había ya ningún árbol. A su alrededor, en el ardiente aire, nadaban rostros que recordaba demasiado bien, rostros contorsionados ahora por una maligna rabia y un mortal deseo de venganza. Por una ironía que sólo Dwerulas hubiese podido concebir, los suaves dedos de Thuloneah continuaron acariciándole, mientras sentía los tirones de innumerables manos que convertían sus vestiduras en harapos y desgarraban su carne con las uñas.
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