Simbiótica
Habían encargado al Marathon que le echara una ojeada a un planeta con posibilidades, cercano a Rigel, y lo que nos habría gustado a algunos era saber cómo diablos podían nuestros astrónomos de Tierra seleccionar astros que valieran la pena a una distancia tan enorme.
En el viaje anterior nos habían encontrado un trabajo jugoso cuando nos enviaron a aquel mundo mecánico con su vecino acuático cerca del Boyero. El Marathon, una nave diseñada poco antes por Flettner, era algo superior y sin comparación en nuestra parte del cosmos. Así que nuestra solución del misterio fue que los astrónomos se hablan agenciado algún aparato igualmente revolucionario.
De todos modos, habíamos hecho el viaje según las instrucciones y nos acercamos lo suficiente para comprobar que, una vez más, las astrónomos justificaban sus pretensiones de maestría al decir que ahí había un planeta con posibilidades de tener vida.
A estribor, Rigel refulgía como un horno distante, unos treinta grados por encima del plano de la horizontal en ese momento. Con esto quiero decir que al plano horizontal siempre es la horizontal de la nave, con la que el cosmos integro tiene que relacionarse, le guste a no. Pero la primaria de este planeta no era la lejanísima Rigel; su propio sol –mucho más próximo– parecía un paso más pequeño y bastante más amarillo que el Viejo Sol.
Había dos planetas más, algo más lejos, y vimos un tercero orbitando hacia el lado opuesto del sol. Eso deba un total de cuatro, pero tres eran tan estériles como la mente de un gupi de Venus, y sólo éste, el más interior, prometía algún interés.
Descendimos proa adelante. La forma en que aquel mundo se hinchaba en las portillas de observación le hizo cosas a mis tripas. Un viaje en el calmoso Upsydaisy me había bastado para acostumbrarme a vivir suspendido sobre millones de kilómetros de nada, pero se me ocurría que harían falta uno o dos siglos para habituarme a los despegues y aterrizajes de toro bravo de las naves Flettner.
El joven Wilson seguía su piadosa costumbre de rogar por la seguridad de su equipo fotográfico. A juzgar por la expresión de agonía espiritual que tenía, se habría creído que estaba casado con sus malditos trastos. Aterrizamos; ¡krunf! La nave resbaló febrilmente sobre la panza.
–Yo no sufriría tanto –le dije a Wilson–. Esas cajas con vidrio de botella nunca te fríen un pollo ni te ponen un pastel de fresa junto a la boca.
–No –reconoció–. Es cierto. ¿Qué te parecerla si escupo en las agujas?
–Te rompería el cuello –le aseguré.
–¿Te enteras? –dijo significativamente, antes de largarse a averiguar si sus cacharros habían sobrevivido ilesos.
Aplastando la nariz contra la portilla más cercana, estudié lo que alcanzaba a ver del nuevo mundo a través del grueso disco. Era verde. Resultaba increíble que un lugar pudiera ser tan completa y absolutamente verde. El sol, que desde el espacio se veía color prímula, ahora parecía verde muy claro. Lo inundaba todo de luz amarillo-verdosa.
El Marathon se encontraba en un calvero en medio de un bosque imponente. La zona circundante era un vergel de verde hierba, plantas, arbustos y bichos. Y el bosque era una masa casi sólida de cosas enormes cuyos tonos variaban de un verde plateado muy claro a un verde muy obscuro y brillante que lindaba con el negro.
Brennand se acercó. Su cara tomó rápidamente un color verde bilioso al recibir la extraña luz. Parecía un espectro.
–Bueno, ahí vamos otra vez –se volvió, borró enseguida la sonrisa y la reemplazó con una expresión de alarma–. ¡Eh, no me vomites encima!
–Es la luz –advertí–. Mírate al espejo. Pareces un trozo de hagi no digerido flotando en las esclusas de un vehículo lunar.
–Gracias –me dijo.
–Te las mereces.
Nos quedamos un rato mirando por la portilla y esperando la llamada general para la conferencia que solía proceder a nuestra primera salida de la nave. Yo contaba con que continuara mi buena racha y sacaran mi nombre del sombrero. A Brennand también le picaban los pies de ganas de apoyarlos en suelo real. Pero la llamada no se produjo.
Finalmente, Brennand se quejó:
–El capitán está lerdo, ¿por qué se retrasa?
–Ni idea.
Volví a mirar su cara de leproso. Era abominable. Su expresión indicaba que él tampoco estaba enamorado locamente de mis rasgos.
–Sabes lo cauteloso que es McNulty –dije–. Supongo que la aventurita en Mecanistria le ha convencido de contar hasta cien antes de dar una orden.
–Si –admitió Brennand–. Iré a averiguar qué se cuece.
Se alejó por el corredor.
No pude acompañarle porque en ese momento mi deber era estar atento en la armería. Nunca se sabe cuando vendrán a por lo que hay dentro, y tienen la costumbre de hacerlo a toda velocidad.
Brennand acababa de desaparecer de mi vista cuando llegó la partida exploradora pidiendo a voces su equipo. Eran seis. Molders, un ingeniero; Jepson, navegante; Sam Hignett, nuestro médico negro; el joven Wilson; y dos marcianos, Kli Dreen y Kl¡ Morg.
–Tuviste suerte otra vez –le gruñí a Sam, tirándole su rayo-aguja y artefactos varios.
–Sí, sargento –sus dientes blanquísimos brillaron al sonreír de satisfacción–. El capitán dice que nadie saldrá a pie hasta que hayamos explorado con el bote salvavidas número cuatro.
Kli Morg cogió su arma con un tentáculo largo y serpenteante, le dio unas vueltas con desprecio de la seguridad general y gorjeó:
–Danos a Dreen y a mí los cascos.
–¿Cascos? –miré a los terrestres y a él–. ¿Vosotros queréis trajes espaciales, también?
–No –respondió Jepson–. Lo de ahí fuera está a quince libras y tiene tanto oxígeno que corres cuando crees que estás paseando.
–¡Barro! –saltó Kli Morg–. ¡Igual que barro! Danos nuestros cascos.
Se los di. Estos marcianos están tan condicionados por las tres libras de presión de su planeta de origen que cualquier cosa más pesada o más densa les irrita el hígado, supuesto que lo tengan. Por eso se les permitía usar la compuerta de estribor, donde se mantenía la presión baja a su gusto. Podían soportar una atmósfera más pesada durante un tiempo limitado, pero antes o después se volvían insociables y se comportaban como si les hubieran echado encima todas las penas del mundo.
Les ayudamos a ajustarse los cascos que les cubrían hasta los hombros y a vaciar aire hasta que estuvieron cómodos. Había colaborado por lo menos cincuenta veces en esa tarea y seguía pareciéndome tan estrafalaria como al principio. No es justo que la gente se sienta más feliz al respirar a bocanadas cortas.
Jay Score entró en la armería justo cuando yo acababa de adornar a todos los clientes como árboles de Navidad. Apoyó sus ciento cincuenta kilos en la barrera tubular, que crujió inmediatamente. Se separó enseguida. Sus ojos brillaban intensamente en su cara tan impasible como siempre.
–Lo malo de ti es que no conoces tu propia fuerza –le dije, sacudiendo la barrera para ver si se habla estropeado.
Ignoró la observación, se volvió a los otros y les dijo:
–El capitán ordena que seáis especialmente cuidadosos. No queremos que se repita lo que pasó con Haines y su grupo. No voléis a menos de trescientos metros ni os arriesguéis a aterrizar en cualquier parte. Mantened la antecámara funcionando todo el tiempo, los ojos bien abiertos, y volved en cuando descubráis algo digno de mención.
–De acuerdo, Jay –Molders se echó un par de cintas de munición al hombro–. Miraremos donde pisamos.
Salieron. Poco después se separó el salvavidas, con una maullante parodia del sonoro y profundo redoble del Marathon. Brennand volvió, se acercó a la portilla y contempló el bote que se perdía de vista.
–McNulty está tan receloso como una solterona con una penitenciaría en el patio trasero –comentó.
–Le sobran razones, y él será quien dé las explicaciones cuando lleguemos a casa.
Pasó una sonrisa traviesa por su cara enfermiza.
–Me di una vuelta por la parte ruidosa y vi que un par de esos vagos de la cuadrilla de popa les habían ganado a todos. No esperaron órdenes. Están afuera ahora mismo, jugando al pato en la roca.
–¿Jugando a qué? –aullé.
–Al pato en la roca –repitió, con maliciosa satisfacción.
Fui a la cola, con Brennand a los talones, sonriendo. Era cierto, dos de esos mecánicos sucios que se encargan de los tubos nos la habían jugado. Debían haberse arrastrado por el principal, antes de que se enfriara del todo. Metidos hasta el tobillo en la vegetación verde, estaban bromeando y tirando chinas a una piedra colocada sobre un peñasco. Al verlos se habría pensado que se trataba de una fiesta escolar.
–¿Lo sabe el capitán?
–No seas tonto –replicó Brennand–. ¿Crees que escogería a ese par de vagabundos sin afeitar para la primera salida?
Uno de ellos se volvió, notó que le estábamos observando. Sonrió mostrando muchas dientes, gritó algo imposible de oír, dio un salto de tres metros en el aire y se golpeó el pecho con una mano mugrienta. Dejó bien claro que la gravedad era baja, el contenido de oxigeno alto, y que él se sentía rebeldemente en forma. La expresión de Brennand sugería que tenía poderosas tentaciones de reptar por el tubo y participar en la juerga.
–McNulty va a despellejar a esos rufianes –dije, ocultando debidamente mi envidia.
–No se les puede culpar. Todavía tenemos la gravedad artificial conectada, la nave está llena de niebla y hemos hecho un viaje larguísimo. Yo mismo sería capaz de ponerme a hacer castillos de arena, si tuviera un cubo y una palito.
–No hay arena.
Cansados de la roca, los fugitivos hicieron una provisión de chinas y fueron hacia un gran arbusto que crecía a unos quince metros de la popa del Marathon. Cuanto más se alejaran, más probable era que fueran descubiertos desde la guarida del capitán, pero les importaba un pimiento. Sabían que McNulty no podía hacer mucho más que echarles un sermón y anotarlo en el cuaderno de bitácora disfrazado de severa reprimenda.
El arbusto tenía cuatro o cinco metros de alto y una gruesa masa de follaje verde brillante al extremo de un tronco delgado y cimbreante. Uno de los dos se adelantó un par de metros, arrojó una piedra y acertó justo en medio del follaje. Lo que ocurrió después fue tan rápido que tuvimos dificultad para seguirlo.
El guijarro dio en las ramas. El arbusto entero se curvó hacia atrás como si el tronco fuera un muelle de acero. Un terceto de criaturas diminutas cayeron en el limite del arco y se perdieron de vista entre la vegetación. El arbusto retornó a la posición anterior, sin cambios, excepto un leve temblor de las ramas más altas.
Pero el que había arrojado la piedra yacía boca abajo. Su compañero, tres o cuatro pasos más atrás, se había parado y miraba boquiabierto, como petrificado por algo absolutamente inesperado.
–¡Eh! –dijo Brennand–. ¿Qué pasa ahí?
Fuera, el caído se movió, se dio la vuelta, se sentó y empezó a quitarse cosas. Su compañero se acercó y le ayudó. A la nave no llegaba ningún sonido, así que no podíamos oír lo que hablaban ni los tacos que seguramente estaban usando. Terminado el proceso de quitar cosas, el caído se puso de pie. Le fallaba el equilibrio y el otro tuvo que sostenerle para volver a la nave. Tras ellos, el arbusto tenía el misma aspecto inocente de antes; sus temblores habían cesado.
A mitad de camino hacia el Marathon el de la piedra vaciló y se puso pálido, luego se mojó los labios y se cayó. El otro lanzó una mirada ansiosa al arbusto, como si no le hubiera sorprendido que cargara contra ellos. Se agachó, se echó a su compañero al hombro y fue hacia la compuerta central. Jay Score le encontró antes de que hubiera llevado su carga veinte pasos. Jay Score tomó el cuerpo yerto y lo llevó con facilidad. Corrimos a proa a averiguar lo sucedido.
Jay pasó a nuestro lado y entró con su carga en la diminuta clínica, donde Wally Simcox, el ayudante de Sam, empezó a trabajar. El camarada de la víctima estaba en la puerta con cara de enfermo. Pareció más enfermo todavía cuando llegó el capitán McNulty y le clavó una mirada acusadora antes de pasar al interior.
Medio minuta después, el capitán asomó la cara roja y colérica.
–Vayan a decirle a Steve –ladró– que llame enseguida al bote; necesitamos a Sam urgentemente.
Corrí al cuarto de radio y di el mensaje. Las cejas de Steve dieron un paseo por su cara mientras movía una palanquita y acunaba un micrófono contra el pecho. Se comunicó con el salvavidas y escuchó la respuesta.
–Vuelven de inmediato.
Regresé y le pregunté al entusiasta del pato en la roca:
–¿Qué pasó, estúpido?
Se contrajo.
–El arbusto lo tomó por diana y llenó de dardos el lugar donde estaba. Largos, finos como espinas. Por toda la cabeza y el cuello y a través de la ropa. Uno le atravesó la oreja. Por suerte no le dieron en los ojos.
–¡Demonios! –exclamó Brennand.
–Unos cuantos pasaron a mi izquierda y cayeron seis metros más atrás. Tenían bastante fuerza; los oía zumbar como abejas furiosas –tragó saliva–. Debe haber arrojado cien o más.
Entonces salió McNulty, con expresión más bien fiera.
–¡Ya me ocuparé de usted más tarde! –le dijo muy lenta y deliberadamente al fugitivo.
La mirada que acompañó a las palabras le habría quemado los pantalones a un policía del espacio. Observamos su rechoncha figura desfilar por el corredor.
La víctima, con evidente amargura, se largó a toda marcha a su puesto en la popa. Al minuto siguiente el bote describió un círculo completo sobre nosotros y descendió con un silbido agudo. La tripulación entró en manada al Marathon mientras resonaban las grúas que acomodaban las doce toneladas del bote dentro de la nave.
Sam pasó una hora en la clínica y salió meneando la cabeza.
–Ha terminado. No pudimos hacer nada por él.
–¿Quieres decir que... ha muerto?
–Sí. Los dardos tenían un poderoso veneno alcalino. Es virulento. No disponemos de antídoto. Coagula la sangre, como el de las víboras –se pasó cansadamente la mano por el pelo rizado–. Detesto tener que comunicárselo al capitán.
Le seguimos en dirección a proa. Pegué el ojo a la mirilla de la compuerta de estribor, al pasar, para echar un vistazo a los marcianos. Kli Dreen y Kli Morg jugaban al ajedrez y otros tres los observaban. Como de costumbre, Sug Farn roncaba en un rincón. Hace falta ser marciano para aburrirse con las aventuras y sudar de emoción con un juego lento como el ajedrez. Siempre tuvieron una escala de valores invertida.
Conservando un ojo en el tablero, Kli Dreen dirigió el otro a mi cara. Esa manera de mirar en dos direcciones me eriza la piel. Tengo entendido que los camaleones pueden girar los ojos independientemente, pero no hay camaleón que pueda llevar eso al extremo de hacerte nudos en tus propios nervios ópticos. Corrí tras Brennand y Sam. Había un fuerte olor a jaleo por aquel extremo.
El capitán se disparó al oír el informe de Sam. Su voz resonaba fuertemente por la puerta entreabierta.
–Apenas aterrizamos y ya hay que registrar una baja... imprudencia temeraria, más que una chiquillada idiota... flagrante desprecio por las normas establecidas... pura indisciplina –hizo una pausa para tomar aliento–. Con todo, la responsabilidad es mía. Jay, llamada general.
La llamada general aulló cuando Jay apretó el botón. Entramos nosotros, poco después los demás y por último los marcianos. Mirándonos con aire de autoridad ultrajada, McNulty nos echó un largo sermón.
Habíamos sido escogidos especialmente para tripular el Marathon porque se nos consideraba como individuos fríos, calculadores, bien disciplinados, maduros, que ya habían sido destetados y superado entretenimientos infantiles como el pato en la roca.
–O el ajedrez –agregó, con tono evidentemente resentido.
Kli Dreen se sobresaltó y miró a su alrededor para comprobar si sus congéneres tentaculados habían oído la increíble blasfemia. Un par de ellos gorjearon en voz baja mientras se les calentaba lo que tienen en vez de sangre.
–Miren –continuó el capitán, dándose cuenta subconscientemente de que habla escupido en el agua bendita de alguien–, no soy un aguafiestas, pero es preciso hacer hincapié en que hay un tiempo y un lugar para cada cosa –los marcianos se calmaron un poco–. Y por eso –continuó McNulty– quiero que siempre estén...
Le interrumpió el chillido de un teléfono. Había tres sobre su escritorio. Los miró boquiabierto como quien tiene muchas razones para dudar de sus oídos. Nos miramos para ver si faltaba alguien. No debería faltar; una llamada general es para toda la dotación de la nave.
McNulty decidió que contestar el teléfono sería el modo más sencillo de resolver el misterio. Cogió el aparato, emitió un ronco e incrédulo .¿Sí? Otro teléfono siguió sonando, demostrándole que habla elegido mal. Soltó el que tenía en la mano, tomó otro y repitió el monosílabo.
El teléfono hizo ruiditos contra su oreja mientras sus rasgos sufrían las más extrañas contorsiones.
–¿Quién? ¿Qué? ¿Por qué se despertó? –los ojos se le salían de las órbitas–. ¿Alguien llamando a la puerta?
Dejó el teléfono, rumió un poca, ligeramente atónito, y luego dijo a Jay Score:
–Era Sug Farn. Se queja de que le están estropeando la siesta unos martillazos en el tornillo de la compuerta de estribor –se desplomó en uno silla, respirando asmáticamente; sus ojos salientes miraban en derredor, descubrieron a Steve Gregory–. Por el amor de Dios, hombre, controle esas cejas –le espetó.
Steve alzó una, bajó la otra, dejó caer la mandíbula y trató de parecer contrito. El resultado fue imbécil. Inclinándose sobre el capitán, Jay Score le habló en voz baja y suave. McNulty asintió cansinamente. Jay se irguió y nos habló.
–Muy bien, volved a vuestros puestos. Es mejor que los marcianos se pongan los cascos. Instalaremos un pom-pom en esa compuerta y apostaremos la tripulación del bote salvavidas armada al lado. Después abriremos la compuerta.
Eso era bastante sensato. Se podía ver a cualquiera que se acercara a la nave a plena luz, pero no cuando ya estaban al lado; las portillas no permitían un ángulo de observación suficiente, de modo que lo que estuviera justamente bajo la compuerta quedaría protegido por la nave.
Nadie cometió la falta de tacto de mencionarlo, pera el capitán se había equivocado al convocar la reunión sin dejar guardia. A menos que los martillantes quisieran alejarse de la puerta que aporreaban, no teníamos manera de echarles la vista encima sin abrir. No íbamos a entretenernos en preparar la comida y hacer las camas antes de descubrir lo que había fuera, sobre todo después de la fea experiencia con máquinas hostiles que habían empezado a desmantelar la nave en nuestras propias narices.
Bien, sacaron al soñoliento Sug Farn de su rincón y le enviaron a por su casco. Colocamos el pom-pom con su cañón central alineado con el centro del tomillo. Algo dio media docena de golpes fuertes en el exterior. A mí me sonó como una serie de pedradas.
Lentamente, la puerta se deslizó a lo largo del tornillo y se abrió. Entró una brillante luz verdosa y una corriente de aire que me hizo sentir como un hipopótamo rebosante de salud. Al mismo tiempo, el sucesor del viejo Andrew, el Ingeniero Jefe Douglas, desconectó la gravedad artificial y todos nos encontramos con dos tercios del peso normal.
Contemplamos esa abertura verde con tal ansiosa intensidad que resultaba fácil imaginarse un féretro de metal animado apareciendo de repente, con las lentes frontales iluminadas de fría enemistad.
Pero no se oyó ningún rechinar de máquinas escondidas, ningún ruido amenazador de brazos y piernas metálicos, nada más que el suspiro de ese viento extrañamente vigorizante al pasar entre árboles lejanos, el murmullo de la hierba y un redoble lejano, raro e inidentificable que podía haber salido de tambores de la jungla.
El silencio era tan profundo que la respiración de Jepson sonaba muy fuerte junto a mi hombro. El artillero del pom-pom se agazapó en su asiento, con la vista clavada en las miras, en dedo en el gatillo y las cintas de reserva preparadas a ambos lados. Los tres encargados del pom-pom entretenían la espera mascando chicle.
Entonces escuché unas suaves pisadas de alguien que se movía sobre la hierba, inmediatamente debajo de la compuerta.
Todos sabíamos que a McNulty le darla un patatús sí alguien osaba acercarse al borde. Guardaba molestos recuerdos de la última vez que alguien lo hizo y fue arrebatado. Así que nos quedamos quietos como una pandilla de momias, esperando.
A poco se oyó un galimatías quejumbroso bajo la abertura. De inmediato, una roca lisa del tamaño de un melón voló por el agujero, erró a Jepson por dos dedos y se estrelló contra la pared del fondo.
Despreocupándome del capitán, me harté, sujeté mi arma con la mano derecha y avancé medio agachado por la pasarela que cruzaba la rosca de la compuerta. Al llegar al borde, a tres metros sobre el suelo, asomé mi curiosa cabeza. Molders había venido tras de mí. El redoble amortiguado sonaba más claro que nunca, pero tan inidentificable como antes.
Debajo había un grupo de seis seres, sorprendentemente humanos a primera vista. El mismo tipo de cuerpo, iguales miembros y dedos, rasgos similares. La mayor diferencia era que su piel era gruesa y arrugada, de un verde indefinido, y que les sobresalía del pecho desnudo un órgano raro, parecido a un crisantemo. Tenían los ojos negros como el azabache y se movían con la agilidad de un mono.
A pesar de esas diferencias, nuestra similitud superficial era tan sorprendente que me quedé mirándolos con la boca abierta mientras ellos me contemplaban a mí. Luego uno de ellos gritó algo con el tono cantarín de un chino excitado, balanceó el brazo derecho e hizo lo posible por vaciarme el cráneo. Me agaché y oí y sentí el proyectil pasar junto a mi pelo. Molders también lo esquivó, apoyándose en mí sin querer. La cosa golpeó en el interior. Vi a alguien soltar un florido juramento, perdí el equilibrio y caí afuera. Aferrando el arma, caí sobre verde blando, di una vuelta y quedé de pie. Esperaba ver en cualquier momento una lluvia de meteoros agujereándome. Pero el sexteto ya no estaba. Se encontraban a quince metros y alejándose de prisa hacia el refugio del bosque con saltos largos y ágiles que habrían avergonzado a un canguro hambriento. Habría sido fácil majar a uno o dos, pero McNulty me habría crucificado por ello. Las leyes de Tierra son estrictas sobre el tratamiento de los aborígenes extraterrestres.
Molders salió de la compuerta, seguido por Jepson, Wilson y Kli Yang. Wilson llevaba su cámara de ojo de lechuza con un filtro sobre el objetivo. Estaba loco de entusiasmo.
–Los cogí desde la cuarta portilla. Hice dos fotos cuando se largaban.
–¡Hum! –Molders miró alrededor; era un grandote flemático con más pinta de cervecero escandinavo que de hombre del espacio–. Sigámoslos hasta el borde de la jungla.
–Buena idea –acordó Jepson de buena gana; no se habría mostrado tan entusiasmado si hubiera sabido lo que le esperaba; golpeando con los pies el suelo cubierto de hierba, aspiró una bocanada de aire rico en oxígeno–. Es nuestra oportunidad de dar un paseo legitimo.
Partimos sin demora, sabiendo que el capitán no tardaría mucho en empezar a gritar que volviésemos. No hay hombre más difícil de convencer de que hace falta correr riesgos y de que las bajas son el precio del conocimiento, ni hombre que vaya tan lejos para hacer tan poco una vez llegado.
Los seis verdes se detuvieron al borde de la selva y desde allí observaron con recelo. Habían corrido velozmente en campo abierto, pero no eran tan rápidos a la sombra de los árboles, que parecían darles confianza. Uno de ellos se volvió, se dobló en dos y nos hizo momos por entre las rodillas. Era absurdo, sin finalidad ni sentido.
–¿Y eso a qué viene? –gruñó Jepson, mirando con desagrado la cara que le hacía muecas debajo de un trasero arrugado.
–Lo he visto antes –informó Wilson con una risita obscena–. Es un gesto de burla, descripto a veces como la despedida del árabe a su corcel. Debe ser popular a escala cósmica.
–Si me hubiera dado prisa podría haberle escaldado la sentadero –dijo Jepson, dolorido. Entonces metió un pie en un haya y se fue de bruces.
Las verdes, entre gritos de alegría, arrojaron una andanada de piedras que no acertaron el blanco. Echamos a correr, dando grandes saltos. La gruesa capa de aire no afectaba la baja gravedad, al pesar igual en todas direcciones; nuestro peso era bastante menor que en la Tierra, así que batimos las marcas de los campeones olímpicos de salto.
Cinco de los verdes desaparecieron entre los árboles. El sexto trepó como una ardilla por el tronco del más próximo. Su comportamiento inducía a pensar que, por alguna razón desconocida, consideraban los árboles como refugio seguro contra todos los ataques.
Nos detuvimos a unos veinticinco metros de ese árbol. Podían estar esperándonos con una carga monstruosa de dardos. Teníamos pensamientos sombríos de lo que había hecho un arbusto comparativamente pequeño. Separados, listos para el cuerpo a tierra al menor movimiento anormal, nos aproximamos con cautela. No pasó nada. Más cerca. Nada aún. De esta forma llegamos bajo las enormes ramas y cerca del trunco. Del árbol o de su corteza emanaba una extraña fragancia, entre piña y canela. El redoble misterioso que oyéramos antes sonaba más fuerte que nunca.
Era un árbol imponente. Su tronco verde obscuro, de corteza fibrosa y más de dos metros da diámetro se elevaba unos ocho metros antes de abrirse en ramas largas y fuertes terminadas en una gran hoja espatulada. Mirando aquel tronco se hacía difícil saber cómo había trepado por él nuestra presa, pero lo había hecho como un maestro.
De todos modos, no pudimos verle. Dimos veinte vueltas al tronco con cuidado, mirando las grandes ramas, entre las que se filtraba la luz verde formando un dibujo de mosaicos. Ni rastros de él. No había dudas de que estaba ahí, pero no podíamos localizarle. Era imposible que hubiera pasado de ese árbol al más próximo, o que hubiera bajado sin ser observado. Entre todos veíamos bien aquel pedazo de madera rara, a pesar de la extraña luz, pero cuanto más mirábamos más invisible resultaba.
–¡Es un misterio! –exclamó Jepson, separándose bastante del tronco en busca de un ángulo mejor.
Con un sonoro ¡suuush!, la rama que estaba sobre su cabeza bajó. Me pareció oír el grito de triunfo del árbol cuando el golpe puso alas a mi imaginación.
La hoja espatulada dio de lleno en la espalda de Jepson, y una vaharada del olor piña-canela inundó el lugar. Con idéntica velocidad, la rama retornó a su posición original, llevándose a su víctima. Maldiciendo como un mecánico de popa borracho, Jepson ascendió con la hoja, luchando furiosamente mientras nos juntábamos en un racimo atónito debajo. Veíamos que estaba pegado al envés de la hoja y que se iba cubriendo poco a poco de un pegote espeso, amarillo verdoso, mientras forcejeaba. Esa cosa debía ser cien veces más pegajosa que la mejor cola de cazar pájaros.
Le gritamos a coro que se quedara quieto antes de que la porquería mortal se le pegara a la cara. Tuvimos que usar un buen montón de decibelios y algunos epítetos vergonzosos para atraer su atención. Ya tenía la ropa cubierta de pegote y el brazo izquierdo inmovilizada a un costado. Era una verdadera facha. Si le llegaba a la nariz y la boca, se quedaría ahí y se asfixiaría.
Molders hizo un decidido intento de trepar por el tronco y lo encontró imposible. Se apartó para mirar hacia arriba y volvió rápidamente al observar otra hoja preparada a administrarle una dosis de lo mismo.
El lugar más seguro era debajo del infortunado Jepson. A unos seis metros de altura, el pegote avanzaba poco a poco sobre su presa; calculé que en media hora estaría totalmente cubierto, en menos tiempo si se movía. Mientras tanto, el redoble continuaba como si estuviera contando sonoramente los últimos momentos del condenado. Me hizo pensar en tambores de la jungla oídos a través de paredes gruesas.
–Cuanto más tiempo perdamos peor será –dijo Wilson, haciendo un ademán en dirección al Marathon, un dorado cilindro a quinientos metros de distancia–. Vámonos de prisa por cuerdas y perros de acero. Le bajaremos enseguida.
–No –decidí–. Lo haremos mucho más pronto.
Di unas patadas para comprobar la elasticidad y el acolchado del suelo. Satisfecho, apunté mi rayo-aguja al punto de unión entre la rama y la hoja de Jepson.
Al verme, él soltó un berrido:
–¡Espera, estúpido descerebrado! Me vas a...
El rayo se disparó a plena fuerza. La hoja cayó y el árbol se volvió loco. Jepson cayó seis metros a la increíble velocidad de dos zafiedades por cada treinta centímetros. Con la hoja aún pegada al lomo, aterrizó entre chillidos y un chorro de consideraciones macabras. Todos estábamos aplastados contra el suelo y tratábamos frenéticamente de enterrarnos más, mientras el árbol azotaba con violencia y sed de venganza en su hojas espatuladas.
Una rama tesonera seguía golpeando con su hoja a menos de un metro de mi cabeza, mientras yo intentaba meter la susodicha calabaza bajo tierra. Oía el trallazo con rítmica regularidad y sentía el olor de piña y canela en el aire. Me hizo sudar la idea de cómo sufrirían mis pulmones, se me saltarían los ojos y me estallaría el corazón si recibía una buena ración de aquella pasta en la cara. Prefería morir por un rayo aguja.
Después de un rato, el árbol cesó en su insensato castigo y quedo inmóvil, como un gigante dormido que puede despertarse furioso en cualquier momento. Gateamos hasta Jepson y lo arrastramos a una zona segura, tirando de la hoja a la que estaba adherido.
No podía caminar, pues tenía las botas y las perneras de los pantalones pegadas una a la otra. El brazo izquierdo estaba igualmente asegurado a su costado. Se encontraba en una situación apuradísima y maldecía sin parar ni para tomar resuello. Antes de eso no había sospechado nunca tal fluidez en él. Pero lo llevamos a la seguridad del calvero y fue ahí donde recité las pocas palabras que él había dejado sin mencionar.
Impasible como siempre. Molders no dijo nada, conformándose con escucharnos a Jepson y a mí. Molders me había ayudado en el arrastre y ahora ninguno de los dos se podía soltar. Habíamos quedado adheridos a la víctima original, unidos como hermanos pero sin hablarnos como hermanos, ni llenos de nada parecido al amor fraternal.
No tuvimos otro remedio que cargar con Jepson, con nuestras manitas pegadas en las partes más inconvenientes de su anatomía. Eso significaba que había que llevarlo horizontal y boca abajo, como a un marinero borracho. Seguía adornado por la hoja. Continuaba recitando, siendo los errores biológicos el tema de su apasionada conferencia.
El joven Wilson no contribuía precisamente a hacer la tarea más fácil ni más agradable, pues encontraba diversión en las desgracias ajenas. Nos seguía entre risitas, sin dejar en paz la cámara, que le habría encajado en el gaznate con gran placer de mi parte. Estaba indecentemente feliz de no tener goma encima.
Jay Score, Brennand, Armstrong, Petersen y Drake salieron a nuestro encuentro cuando cruzábamos torpemente el prado. Miraron a Jepson con curiosidad y le escucharon con mucho respeto. Les advertimos que no tocaran. No estábamos exactamente de buen humor cuando llegamos al Marathon. El peso de Jepson era dos tercios del normal, pero tras quinientos metros parecía un mamut engomado.
Lo depositamos en la hierba bajo la puerta abierta, sentándonos a la fuerza a su lado. El redoble seguía sonando. Jay entró en la nave y trajo a Sam y Wally para ver que podían hacer con el súper-adhesivo. La cosa ya se había endurecido. Sentía las manos y los dedos como si me las hubieran incluido en glasita.
Sam y Wally probaron con agua fría, agua tibia, agua caliente y agua muy caliente, sin resultado. El ingeniero jefe Douglas ensayó con una botella de combustible de cohetes que usaban a veces como quitamanchas, para pulir bronce, matar insectos y en fricciones para su lumbago. Servía para dieciocho cosas, más, según él. Pero no disolvía el pegote.
Después recurrieron a una gasolina especial que tiene Steve Gregory para su antigualla de encendedor. Perdieron el tiempo. La gasolina se comía la goma y alguna otra cosa, pero no eso.
–¡No aflojéis, amigos! –nos animó Wilson, entre carcajadas. Jepson enseguida expresó dudas sobre la validez del certificado de matrimonio de su madre, en el caso de que lo tuviera. Yo seguí con los abuelos. Jepson pasó al tema, altamente explotable, de la inexistente progenie de Wilson. Molders seguía callado y plácido, con las manos aprisionadas en vidrio verde amarillento–. Sí que estáis empantanados –continuó Wilson, con falsa compasión.
Volvió Sam con yodo. No resultó, pero causó una espuma rara en la superficie del pegamento y un hedor espantoso. Molders permitió que su rostro mostrara un leve disgusto. El ácido nítrico diluido hizo burbujas sobre el pegote endurecido, pero nada más. Era peligroso, para colmo.
Sam fue en busca de algún otro solvente y se cruzó con Jay Score, que venia a ver como nos iba. Jay tropezó, cosa rarísima en él, considerando su sobrehumano sentido del equilibrio. Su mole empujó accidentalmente la espalda del joven Wilson, y ese mono sonriente cayó entre las piernas de Jepson, donde el pegote debía haberse conservado lo suficientemente blando.
Wilson se debatió, vio que se pegoteaba todo, cambió de actitud al ver la inutilidad de sus esfuerzos. Jepson le dedicó una carcajada sardónica a cambio de una mirada asesina.
Jay recogió la cámara caída, la balanceó en una de sus potentes manos, y dijo, impasiblemente contrito:
–Es la primera vez que tropiezo. Mala suerte.
–¡Suerte, un cuerno! –bramó Wilson, deseando que Jay se convirtiera en un charquito de hojalata fundida.
En ese momento volvió Sam con un botellón de vidrio y echó unas gotas sobre mis manos encerradas. La repugnante cosa verde se hizo baba y mis manos quedaron libres.
–Amoníaco –informó Sam. No necesitaba decirlo, el olor era bien evidente. Era un solvente excelente y pronto quedamos limpios.
Di tres vueltas a la nave persiguiendo a Wilson. Tenía la ventaja de unos años menos y era demasiado veloz para mi. Abandoné, sin aliento. Íbamos a subir a bordo y contarle nuestra aventura al capitán otra vez. Se podían ver las mortíferas hojas azotando el aire y oír los violentos trallazos, incluso desde esa distancia. Estudiamos el espectáculo, intrigados. Entonces habló Jay Score, con tono duro y metálico.
–¿Dónde esté Kli Yang?
Nadie lo sabia. No estaba con nosotros cuando arrastramos a Jepson. La última vez que recordaba haberle visto fue cuando estábamos bajo el árbol y sus ojos de plato me daban escalofríos al observar a la vez dos ramas opuestas.
Armstrong se metió en la nave y volvió con la noticia de que Kli Yang no estaba a bordo. Con los ojos tan protuberantes los como los del marciano perdido, el joven Wilson dijo que no recordaba haber visto a Kli Yang salir de la selva. Salimos, disparados hacia el árbol, que continuaba agitándose como una cosa enloquecida liada en sus propias raíces.
Al llegar al monstruoso vegetal, hicimos un circulo fuera del alcance de las hojas y buscamos al marciano envuelto en goma.
No era así.
Estaba a doce metros de altura, con cinco de sus poderosos tentáculos abrazando el tronco y los otros cinco alrededor del nativo verde. El cautivo se debatía salvaje e inútilmente, chillando sin interrupción algo ininteligible.
Kli Yang bajó con cuidado. Por su aspecto y sus movimientos, parecía un cruce imposible entre un profesor universitario y un pulpo educado. Con los ojos saltones de terror, el indígena golpeaba el casco-hombrera de Kli. Kli, impertérrito ante esta hostilidad, llegó a la rama que había atrapado a Jepson y no bajó más. Sin soltar al verde, a pesar de sus enérgicos protestas, continuó por la rama fustigante hasta el lugar donde labia caído la hoja. El y el nativo estaban siendo sacudidos en arcos de seis metros.
Calculó bien y se soltó en el punto inferior de un movimiento descendente y se alejó a distancia segura antes de que pudiera alcanzarle otro latigazo. Se oyeron voces en alguna parte cercana de la selva y un objeto ligeramente similar a un coco verde azulado voló de las sombras y se rompió a los pies de Drake. El extraño proyectil era tan delgado y frágil como una cáscara de huevo, tenía la superficie interior blanca y no parecía contener nada de nada. Sin hacer caso de los gritos ni de la bomba que no era bomba, Kli Yang llevó a su cautivo al Marathon.
Drake se demoró un momento, echó una curiosa mirada al coco o lo que fuera, pateó despreciativamente la cáscara rota. Al mismo tiempo recibió a toda potencia algo que flotó de los pedazos; con las mejillas hundidas y los ojos en blanco, retrocedió a toda prisa. Entonces se sacudió de náuseas. Los espasmos fueron tan violentos que se cayó al recular. Conservamos la cabeza lo suficiente para recogerle y salir tras Kli Yang sin curiosear en lo que le había atacado. Vomitó durante todo el recorrido y sólo se recuperó al llegar junto a la nave.
–¡Qué barbaridad! –resopló, agarrándose la cintura–. Qué olor más abominable. En comparación con eso, la mofeta es la rosa del reino animal –se limpió la boca–. Me puso el estómago patas arriba.
Fuimos a ver a Kli Yang, cuyo cautivo había sido llevado a la cocina para una comida de paz.
–No fue tan difícil subir al árbol–dijo Kli, arrastrando el yelmo–. Daba latigazos, pero no podía alcanzar su propio tronco –oliscó con desdén y se frotó la cara plana con la punta flexible de un gran pináculo–. No sé como vosotros, bípedos primitivos, podéis tragar esa sopa que llamáis aire. ¡Podría nadar!
–¿Dónde encontraste al verde, KIi? –preguntó Brennand.
–Estaba pegado al tronco, a más de doce metros. Su delantera se adaptaba perfectamente a una oquedad de la corteza, y su espalda combinaba tan bien con el tronco que no pude verle hasta que se movió cuando me acerqué –recogió el casco–. Un notabilísimo ejemplo de camuflaje natural –mirando el casco con un ojo, dirigió el otro a Brennand e hizo un gesto de disgusto–. ¿Y si redujerais la presión en alguna parte donde las formas superiores de vida puedan vivir en paz y comodidad?
–Vaciaremos la compuerta de babor –prometió Brennand–. Y no te pongas tan altanero conmigo, caricatura de una araña de goma.
–¡Bah! –replicó Kli Yang, con gran dignidad–. ¿Quienes inventaron el ajedrez y no pueden distinguir un peón blanco de una torre negra? ¿Quienes son incapaces de jugar al pato en la roca sin meterse en líos? –tras esa referencia a la ineptitud terrestre, se colocó el casco y me hizo señas de que se lo ajustara–. ¡Gracias! –dijo por el diafragma.
Ahora era cuestión de averiguar algo sobre el verde.
El capitán McNulty en persona entrevistó al indígena. Sentado noblemente tras su escritorio de metal, contemplaba al inquieto cautivo con una mezcla de pomposidad y benevolencia. El nativo estaba de pie, saltándosele los ojos de puro miedo. Al verlo de cerca noté que llevaba un taparrabos del color de su piel. Lo espalda era bastante más obscura que la delantera, más tosca y fibrosa, con pequeños módulos distribuidos de forma irregular, una simulación perfecta de la superficie del tronco donde se habla refugiado. Hasta el taparrabos era más obscuro detrás que delante. Tenia los pies anchos y descalzos, con dedos de dos articulaciones y casi tan largos como los de las manos. No llevaba otra ropa ni armas. El peculiar crisantemo del pecho atrajo la atención general.
–¿Ha comido? –preguntó el capitán muy solícito.
–Se le ofreció comida –le dijo Jay–. La rechazó. No quiso tocarla. En mi opinión, lo único que desea es volver a su árbol.
–Humm –gruñó McNulty–. Cada cosa a su debido tiempo –poniendo cara de tío benevolente, dijo al nativo–: ¿Cómo te llamas?
El verde entendió el tono de interrogación, agitó los brazos y soltó una parrafada intraducible. Habló y habló, marcando su perorata con muchos gestos enfáticos pero incomprensibles. El lenguaje era líquido y cantarín.
–Ya veo –murmuró McNulty al agotarse el chorro de palabras; miró inquisitivamente a Jay Score–. ¿Será telepático este individuo, como aquellas langostas?
–Lo dudo mucho. Yo le adjudicaría el nivel mental de un pigmeo del Congo, o quizás inferior. No posee una simple lanza siquiera, y menos aún arco y flechas, o cerbatana.
–Opino lo mismo. Su inteligencia no parece muy notable –conservando su aire paternal, McNulty continuó–: No tenemos una base común para que nos comprenda por ahora, supongo que habrá que crearla. Escogeremos nuestro mejor lingüista y le pondremos a aprender los rudimentos del lenguaje de este individuo y a que le enseñe el nuestro.
–Permítame intentarlo –sugirió Jay–. Tengo la ventaja de una memoria mecánica.
Se acercó al indígena verde, moviendo silenciosamente su enorme y bien proporcionado cuerpo sobre las almohadillas de espuma de goma de sus pies. Al nativo no le gustó su tamaño ni su sigilo, y tampoco aprobó los ojos brillantemente iluminados. Se fue alejando de Jay hasta pegarse a la pared, dirigiendo fugaces miradas a uno y otro lado, buscando vanamente una via de escape.
Jay se detuvo al notar el miedo del otro y se dio una palmada en la cabeza que habría separado la mía del cuello.
–Cabeza –dijo; hizo el mismo ademán media docena de veces, repitiendo–: ¡Cabeza, cabeza!
El verde no podía ser tan estúpido.
–Mah –dijo, vacilante.
–¿Mah? –preguntó Jay, tocándose la cabeza de nuevo.
–¡Bia! –balbuceó el otro, recuperando en parte su compostura–
–Es facilísimo –aprobó McNulty, empezando a gloriarse de su habilidad lingüística–. Mah, cabeza; bia, sí.
–No necesariamente –le contradijo Jay–. Depende de como haya traducido su mente mi acción. Mah podría significar cabeza, cara, cráneo, hombre, pelo, dios, mente, pensamiento, alienígena, e incluso el color negro. Si compara mi pelo con el suyo, mah significaría negro, y bia verde, y no sí.
–Oh, no había pensado en eso –el capitán parecía aplastado.
–Tendremos que continuar con el no merito hasta haber acumulado suficientes palabras para formar frases de estructura simple. Entonces podremos deducir más significados sobre el contexto. Deme dos o tres días.
–Adelante, entonces. Haga lo posible, Jay. No podemos pretender hablar su jerigonza en cinco minutos, no es razonable.
Jay se llevó al cautivo a la salita de descanso y llamó a Minshull y Petersen. Pensó que igual podían aprender tres que uno. Tanto Minshull como Petersen sobresalían en idiomas, hablaban ido, esperanto, venusiano, alto marciano y bajo marciano, especialmente el bajo. Eran los únicos capaces de tener una bronca con los maniáticos del ajedrez en su propia lengua.
Encontré a Sam en la armería, esperando para entregar el material que se habla llevado.
–¿Qué visteis desde el bote, Sam? –le pregunté.
–No mucho. Estuvimos muy poco tiempo fuera. No hicimos más que ciento noventa kilómetros. Selva, selva y selva, con algún claro que otro. Un par de calveros eran grandes, del tamaño de condados, El de mayor tamaño que vimos estaba junto a un lago largo y azul. Vimos varios ríos y arroyos.
–¿Alguna señal de vida superior?
–Ninguna –señaló a la salita donde Jay y los otros estaban interrogando al nativo, o intentándolo–. Parece que debería existir vida superior, pero desde arriba no se observa. Todo queda oculto bajo el follaje. Wilson está revelando su rollo con la esperanza de encontrar algo que se nos escapara. Dudo que haya nada notable en la película.
–Bueno, ciento noventa kilómetros en una dirección no son bastantes para juzgar a un mundo entero. Yo no me dejo engañar, desde que aquel tío me vendió una lata de pintura a rayas.
–¿No salía?
–La apliqué al revés –le dije.
Fue en medio de ese chiste venerable cuando se me ocurrió una idea genial. Corrí al cuarto de radio. Steve Gregory estaba sentado junto a sus aparatos, tratando de parecer ocupado en no hacer nada. Yo iba dispuesto a paralizarle con la brillantez de mi onda cerebral.
Mientras Steve arqueaba una ceja, le dije:
–¿Qué tal si pasaras el peine fino por las bandas?
–¿Qué tal si te peinaras tú? –replicó, frunciendo el ceño.
–Estoy bien peinado. ¿Recuerdas aquellos silbidos raros, y las cascadas que oímos en Mecanistria? Pues bien, si hay vida superior en esta bola de tierra, a lo mejor saben hacer ruidos. Podrías detectarlos.
–Seguro –dejó sus espesas cejas quietas, por una vez, pero lo estropeó moviendo las orejas–. Si estuvieran transmitiendo.
–¿Por qué no vas y lo averiguas? Seria útil. ¿A qué esperas?
–Mira –dijo con cierta deliberación–. ¿Tienes todas las armas cargadas, limpias y prepararlas para la acción?
–Claro que sí. Siempre están a punto. Es mi trabajo.
–¡Y este es el mío! –sacudió otra vez las orejas–. Llegas con unas cuatro horas de retraso. Repasé todo el éter en cuanto aterrizamos y no encontré más que un siseo no modulado en los doce metros con tres. Es la descarga característica de Rigel y venía de la misma dirección. ¿Crees que me paso la vida roncando como Sug Farn?
–No, no. Lo siento, Steve, creí que era una idea brillante.
–Bueno, no te preocupes, sargento –dijo con amabilidad–. Cada hombre con su trabajo, y cada mecánico de popa con su mugre –movió lentamente los diales de sus selectores.
El altavoz carraspeó como si se estuviera aclarando la garganta y anunció en tono agudo:
–¡Pip•pip•wop! ¡Pip•pip•wop!
Nada podía haberse calculado mejor para alterar la serenidad de sus cejas. Juro que después de llegar al pelo siguieron viaje y se alojaron debajo del cuello de su camisa.
–Morse –dijo, con el tono quejumbroso de un niño herido.
–Siempre creí que el Morse era un código terrestre –comenté–. De todos modos, si es Morse, podrás traducirlo –hice una pausa, dominado por el altavoz con su ¡Pip•piper•piiiip•wop! y terminé–: Cada gallo a su gallinero.
–No es Morse –rectificó–. Pero son señales de chispa –podía haber fruncido el seño si no le hubiera llevado demasiado tiempo traer las cejas de vuelta a su sitio. Echándome una de esas miradas trágicas que se ven a veces, cogió un papel y empezó a anotar los impulsos.
Había que ocuparse de los trajes, cargadores y demás, así que le dejé, volví a la armería y continué con mi trabajo. El seguía enredado cuando obscureció. Soy de su grupo también, pero no por mucho tiempo.
Cayó el sol; los rayos largos y verdosos fueron desapareciendo del cielo. Se tendió su sudario violeta sobre el bosque y el claro. Yo iba por el corredor hacia la cocina cuando se abrió la puerta de la salita y salió el nativo verde. Tenia cara de desesperación, y movía las piernas como si le esperaran mil premios internacionales.
Oí el grito de Minshull, en la sala, cuando el indígena caía en mis brazos. El verde se escurría como una anguila, me golpeó por todas partes, trató de emplear sus pies descalzos para separarme las piernas del tronco. Su áspero cuerpo exudaba un olor a piña y canela.
Los otros salieron corriendo, le apresaron y le hablaron hasta que se calmó un poco. Con los ojos llenos de ansiedad, parloteó excitadamente, haciendo gestos de urgencia y agitando los brazos leñosos de una forma que me recordó la de las ramas azotando el aire. Jay consiguió tranquilizarle con palabras vacilantes. Habían aprendido las suficientes para un entendimiento básico, aunque no para comprender a la perfección. Con todo, se las arreglaban.
–Creo que lo mejor será que le digas al capitán que quiero soltar a Kala –dijo Jay a Petersen.
Petersen se largó y volvió al minuto.
–Dice que hagas lo que creas más conveniente.
Jay condujo al nativo hasta la compuerta abierta, habló un ratito con él y le otorgó la dulce libertad. El verde no necesitó repetición; se zambulló desde el borde. Alguien en la obscura selva tenía que deberle un taparrabos, porque sus pies rozaban apenas la hierba al correr, como si le fuera la vida en unos segundos. Jay estaba en la abertura, contemplando la obscuridad.
–¿Por qué le abriste la jaula, Jay?
Se volvió y me dijo:
–He tratado de persuadirle de que vuelva al amanecer. No sé si lo hará, habrá que ver. No tuvimos tiempo de sacarle mucho, pero su idioma es muy sencillo y entendimos lo suficiente para averiguar que se llama Kala, de la tribu Ka. Todos los miembros de su grupo son Kaalgo, como Kalee, Ka’noo o Kaheer.
–Igual que los marcianos y sus Klis, Leids y Sugs.
–Sí –asintió, sin importarle lo que pensarían los marcianos de la comparación con los aborígenes verdes–. También nos dijo que cada hombre tiene su árbol y cada mosca su liquen. No comprendo lo que quiso decir con eso, pero me convenció de que, de alguna manera misteriosa, su vida dependía de que estuviera con su árbol durante la obscuridad. Era imperativo. Traté de demorarlo, pero su necesidad era digna de compasión. Prefería morir antes que alejarse de su árbol.
–A mí me parece una tontería –me soné la nariz y sonreí–. Más tonto le habría parecido a Jepson.
Jay miró pensativamente las sombras, de donde venían extraños perfumes nocturnos y esos latidos interminables que parecían tambores.
–También nos enteramos de que hay otros, mas poderosos que los Ka. Tienen mucho gamish.
–¿Tienen qué? –pregunté.
–Gamish –repitió–. Con esa palabra no pude. La repetía una y otra vez. Dijo que el Marathon tiene mucho gamish. Yo tengo mucho gamish y Kli Yang tiene muchísimo. Parece que el capitán McNulty tiene sólo un poquito. Los Ka, nada.
–¿Es algo que le da miedo?
–No exactamente. Se trata más de respeto que de miedo. Por lo que entiendo, cualquier cosa insólita, sorprendente o única está llena de gamish. Lo meramente anormal tiene una cantidad menor de gamish. Lo ordinario carece de ello.
–Eso demuestra las dificultades de la comunicación. No es tan fácil como creen en casa.
–No, no lo es –sus ojos relucientes se dirigieron a Armstrong, que se apoyaba en el pom-pom–. ¿Estás tú de guardia?
–Hasta medianoche, después me reemplaza Kelly.
La elección de Kelly para la guardia me pareció un error psicológico. Ese ejemplar tatuado estaba adherido permanentemente a una llave Inglesa de un metro veinte, y en caso de crisis tendía a blandir el mencionado instrumento antes que los artículos modernos como pom-poms y pistolas de rayos. Corrían insistentes rumores de que se había aferrado al cacho de hierro durante su propia boda, y que su mujer había pedido el divorcio alegando el efecto de esa cosa sobre su moral. Mi opinión particular era que Kelly era un Neanderthal descolocado en el tiempo por varios siglos.
–Actuaremos sobre seguro y cerraremos la compuerta –decidió Jay–. A pesar del aire fresco.
Eso era característico de él, y lo que le hacía tan humano; podía mencionar el aire fresco como si él lo respirara. La manera en que lo decía te hacía olvidar que jamás había tomado una bocanada de aire desde el día en que el viejo Knud Johannsen lo terminó y le dio animación.
–Ajustemos la compuerta.
Dando la espalda a la obscuridad, empezó a recorrer cuidadosamente la pasarela.
Una voz aguda salió de la noche y gritó algo ininteligible.
Jay se paró en seco. Se oyeron pasos justamente debajo de la abertura. Un objeto esférico como de vidrio voló a través del hueco, rozó el hombro izquierdo de Jay y se hizo trizas en la cámara superior de retroceso del pom-pom. Se derramó un liquido dorado y muy volátil que se vaporizó en un instante.
Jay giró sobre un pie y miró la negrura. Armstrong, sobresaltado, saltó a la pared y acercó un dedo al botón de alarma general. No llegó. Antes de tocarlo, cayó como si alguien invisible le hubiese dado un mazazo.
Saqué el arma y avancé cautelosamente, vi el brillante hilo de la rosca haciendo anillos metálicos en torno a la silueta de Jay, destacada sobre el fondo de ébano. Fue un tremendo error; debí haber apretado el botón.
Tres pasos y la cosa de la bola rota me hizo el mismo efecto que a Armstrong. La imagen de Jay se infló como una pompa de jabón, el círculo se amplió, se hizo enorme, la rosca creció, ancha y profunda, con la figura gigantesca de Jay en el medio. La pompa estalló y yo caí al suelo con la cabeza en un torbellino.
No sé cuánto tiempo permanecí en estado de cadáver, pues cuando abrí los ojos tenía un leve recuerdo de gritos y pisadas alrededor de mi cuerpo postrado. Deben haber pasado cosas mientras yo yacía como un pedazo de carne tirada. Seguía aún en el suelo. Estaba echado en la hierba húmeda de rocío, cerca de la selva, con las estrellas indiferentes espiándome desde la bóveda de la noche. Estaba atado como una momia egipcia. Jepson era otra momia a un lado y Armstrong al otro. Había varios más un poco más allá.
A trescientos o cuatrocientos metros, ruidos airados estropeaban el silencio de la noche, una mezcla de maldiciones terrestres y extraños sonidos agudos. Hacia ese lado estaba el Marathon lo único que alcanzaba a ver era el embudo de luz que salía de la compuerta. La luz parpadeante iba y venia, quedó interrumpida una o dos veces. Evidentemente, se libraba una batalla en el camino de los rayos, que quedaban bloqueados por el vaivén de los contrincantes.
Jepson roncaba como si fuera sábado por la tarde en su pueblo, pero Armstrong había recuperado el sentido y la lengua. Usó ambos con vigor e imaginación. Rodó y empezó a morder las ligaduras de Blaine. Una forma vagamente humana se acercó en silencio y golpeó. Armstrong quedó inmóvil.
Parpadeando, acomodé la vista lo suficiente para discernir varias formas más, medio ocultas en la penumbra. Sin moverme, y portándome bien, dediqué pensamientos poco elogiosos a McNulty, el Marathon, el viejo Flettner que lo inventó, y todos los buenos ciudadanos que le dieron apoyo moral y financiero. A menudo había tenido la sensación de que tarde o temprano serían causa de mi muerte, y parecía que el presentimiento iba a resultar justificado.
En lo más íntimo, una vocecita me dijo: “Sargento, ¿recuerdas la promesa que hiciste a tu madre sobre las malas palabras? ¿Te acuerdas de aquella vez, cuando le diste a un gupi venusiano un bote de leche condensada a cambio de un ópalo de fuego casi tan grande como el reloj del pueblo? ¡Arrepiéntete, sargento, mientras estás a tiempo!”
Así que me quedé quietecito y me dediqué a un vago arrepentimiento. Junto a la luz intermitente, las voces agudas iban creciendo y se apagaban algunas terrestres. A veces se oía ruido de cosas frágiles y quebradizas haciéndose añicos. Más formas indefinidas trajeron más cuerpos, los depositaron por ahí y se desvanecieron en las sombras. Deseaba contar los bultos, pero la obscuridad no me lo permitía. Todos los recién llegados estaban inconscientes, pero se reanimaron pronto. Reconocí la voz colérica de Brennand y la respiración asmática del capitán.
Brilló una fría estrella azul entre un tenue fleco de nubes pasajeras cuando terminó la pelea. La pausa que siguió fue horrible; un silencio solemne, sombrío, roto sólo por el rumor de muchos pies desnudos en la hierba, y el continuo redoble de la selva.
Se reunió un gran número de siluetas. El claro estaba lleno. Unas manos me alzaron, revisaron mis ligaduras, me echaron en una hamaca de juncos y me llevaron, a la altura de un hombro. Me sentía como un jabalí difunto transportado por una fila de porteadores nativos. Me pregunté si Dios me haría enfrentarme con aquel gupi.
La caravana desfiló hacia el interior del bosque; mi dirección era con la cabeza por delante. Venía otra hamaca inmediatamente detrás y sentía, más que veía, una ringla de ellas más atrás.
Jepson era la sardina más próxima; avanzaba horizontalmente, declamando en voz muy alta el relato de cómo había estado atado desde el momento en que llegó a este mundo impublicable. Sin conocer al astrónomo que habla escogido este planeta para investigación, le identificó con un nombre del que ningún hombre se enorgullecería, y lo adornó con una larga serie de títulos imaginativos y extremadamente vulgares. También informó a sus indiferentes portadores que el susodicho astrónomo había nacido fuera del matrimonio.
Describiendo una cautelosa curva alrededor de un árbol apenas visible, la fila marchó audazmente bajo el siguiente, esquivó el tercero y el cuarto. Cómo demonios podían distinguir un árbol de otro con esa birria de luz estaba fuera de mi capacidad de comprensión.
Estábamos en la más profunda obscuridad cuando sonó una tremenda explosión en el claro y una columna de fuego iluminó el cielo. Hasta las llamas parecían un poco verdes. La fila se detuvo. Doscientas o trescientas voces piaron quejosamente, desde la vanguardia hasta cien metros detrás de mí.
“Han volado el Marathon, pensé. Oh, bien, todo ha de terminar algún día, hasta la esperanza de volver a casa”.
Los pitos y flautas circundantes quedaron ahogados por el ruidoso piar de llamas, que se convirtió en un rugido que estremecía la tierra. Mi hamaca se sacudió al reaccionar los que la sostenían. El paso que cogieron había que sentirlo para creerlo; iba casi volando, evitando un árbol sí y otro no, a veces esquivando sombras que no eran árboles ni nada. Se me fue el alma a los pies.
Los bramidos en el calvero terminaron repentinamente en un retumbo sonoro, y una lanza carmesí se elevó y atravesó las nubes. Era un espectáculo que había presenciada muchas veces pero creía que no volvería a ver. ¡El despegue de una nave espacial! ¡Era el Marathon!
¿Tan talentosas eran estas criaturas que podían tomar un vehículo totalmente extraño, comprender enseguida su funcionamiento y llevarlo donde quisieran? ¿Serían esos los seres que los Ka consideraban superiores? La situación resultaba demasiado incongruente para creerla: astrónomos expertos transportando prisioneros en primitivas hamacas de junco. Además, la excitación de sus comentarios y la velocidad de la marcha sugerían que la espectacular salida del Marathon les habla cogido por sorpresa. No tenía manera de resolver el misterio.
Nuestro viaje continuó mientras la estela de fuego de la nave describía un arco hacia el norte. Hubo un alto y nuestros captores se reunieron, pero su aflautado parloteo indicó que no había sido para comer. Veinte minutos más tarde se produjo otra detención y un jaleo de primera en la vanguardia. Los guardias se mantuvieron cerca de nosotros, mientras que un poco más adelante se oía un escándalo de muchas voces y unos sonoros maullidos, junto con el batir de grandes ramas. Traté de imaginarme un tigre verde brillante.
Escuché varios fut-futs como de dardos al atravesar cuero húmedo. El maullido se convirtió en chillido y terminó en una tos ahogada. Seguimos adelante, rodeando algo muy grande que me esforcé en vano por ver. Si ese mundo hubiera tenido luna... Pero no había luna; sólo las estrellas y las nubes y la selva amenazadora de donde salían los eternos tambores.
Al rayar el alba, la fila esquivó cautelosamente un bosquecillo de arbolitos jóvenes, de apariencia inocente. Llegamos a la orilla de un ancho río. Ahí, por primera vez, pudimos examinar de cerca a nuestros captores mientras dirigían bultos y portadores hacia la orilla.
Eran criaturas muy similares a los Ka, más altos, más delgados, con grandes ojos inteligentes. Tenían parecidas pieles fibrosas, más grises, no tan verdes, y los mismos crisantemos en el pecho. A diferencia de los Ka, llevaban el cuerpo cubierto por vestiduras tableadas, petos de fibras tejidas y varios objetos de madera como cerbatanas complicadas y vasijas en forma de cuenco con un recipiente bulboso en la base. Algunos tenían cestillos con esferas de vidrio del tipo de la que me había dejado fuera de combate.
Estiré el cuello para ver mejor, pero sólo pude atisbar a Jepson en la hamaca siguiente y Brennand a continuación. En seguida me arrojaron sin ceremonias al borde del agua, con Jepson a mi lado y los demás en hilera.
–¡Cerdos malolientes! –dijo Jepson, volviendo la cabeza hacia mí.
–Tómatele con calma –aconsejé–. Estás hecho un nudo.
–No me gustan los tipos que tratan de ser ingeniosos en el momento menos oportuno –replicó, de mal genio.
–No pretendía ser ingenioso, pero tenemos derecho a nuestras propias opiniones, aunque estemos en un lío.
–¡Otra vez! –exclamó, luchando por aflojar sus ligaduras–. ¡Algún día te voy a atar, para siempre!
No respondí. Es inútil gastar saliva en un hombre de mal genio. La luz aumentó, penetrando la tenue niebla verde que flotaba sobre el río verde. Alcancé a ver a Blaine y Minshull más allá de Armstrong y la redonda forma de McNulty.
Diez de nuestros captores recorrieron la fila abriendo chaquetas y camisas, desnudándonos el pecho. Tenían una buena provisión de los cuencos con recipientes bulbosos. Un par de ellos dejó mi pecho al aire y se lo quedaron mirando como Marco Antonio a Cleopatra. Algo les parecía inefablemente maravilloso, y no se trataba de la barba de repuesto.
No hacía falta ser un genio para adivinar que echaban en falta mi crisantemo y no podían imaginar como había ido por la vida sin eso. Tal vez me consideraban como una especie de eunuco. Por fin decidieron que habían dado con una nueva y prometedora línea de investigación y siguieron la pista.
Cogieron a Blaine y al idiota que habla estado jugando al pato en la roca, los desataron, los desnudaron y los estudiaron como a vacas premiadas en una feria ganadera. Uno de ellos golpeó a Blaine en el plexo solar, donde debía haber estado la cosa, y éste le saltó encima y lo derribó. El otro nudista aprovechó sin demora la oportunidad de sumarse a la refriega. Armstrong, que no era precisamente un alfeñique, hizo un esfuerzo soberano, reventó sus ligaduras, se irguió morado por la tensión y se lanzó rugiendo a la pelea. Le colgaban fragmentos de la maltrecha hamaca por la espalda.
Todos intentamos violentamente romper las ataduras. Pero no lo conseguimos. Los verdes se concentraron en la escena y cayeron algunas esferas frágiles alrededor de los tres terrestres. El mecánico de popa y Blaine se desplomaron al mismo tiempo. Armstrong se estremeció, vaciló, aguantó lo suficiente para tirar dos nativos al río y desmayar a otro. Después cayó también.
Los verdes sacaron a sus congéneres del río, vistieron al dormido Blaine y al otro, agregaron a Armstrong y ataron a los tres. Conferenciaron otra vez. No entendía ni torta de sus gorjeos, pero se me ocurrió que opinaban que teníamos una buena cantidad de gamish.
Empezaban a irritarme las ligaduras. Habría dado mucho por una oportunidad de entrar en acción y abrir unas cuantas cabezas verdes. Me retorcí y miré con ojos mortecinos un arbusto que crecía cerca de mi hamaca. La planta agitaba las ramitas y despedía olor a caramelo quemado. La vegetación era toda movimiento y hedores.
Los verdes terminaron su charla abruptamente y se agolparon en la margen del río. Una flotilla de embarcaciones largas, estrechas y bien formadas llegaron a la orilla. Nos llevaron a bordo, cinco prisioneros por bote. Los veinte tripulantes manejaron rítmicamente una hilera de diez palas de madera a cada lado del bote y llevaron la embarcación corriente arriba a buena velocidad, dejando una estrecha estela.
–Tenía un abuelo que fue misionero –le dije a Jepson–. Se metió en un jaleo de estos.
–¿Y qué?
–Que terminó frito.
–Espero sinceramente que te pase lo mismo –comentó Jepson, sin caridad; trató en vano de romper sus ligaduras.
A falta de cosa mejor en que ocupar mi atención, observé la manera en que nuestra tripulación manejaba el bote y llegué a la conclusión de que las palancas accionaban dos grandes bombas o tal vez una serie de bombas pequeñas, y que la embarcación avanzaba chupando agua por la proa y soltándola por la popa.
Más tarde supe que estaba equivocado. Su método era mucho más sencillo. Las palancas conectaban bajo el agua con veinte remos de pala hendida. Los dos alerones de cada pala se cerraban en un movimiento y se abrían al siguiente. Así avanzaban más de prisa que con remos, pues las palas se movían atrás y adelante sin más peso que el suyo, no había que alzarlas, girarlas y bajarlas con el esfuerzo muscular de los remeros.
Seguimos río arriba, ya con el sol más alto. Luego la corriente se dividía, rodeando una isleta rocosa de un centenar de metros de largo. En el extremo superior de la isla habla un grupo de cuatro árboles enormes de aspecto siniestro, con troncos y ramas de un verde sombrío, casi negro. Tenían un grupo de grandes ramas horizontales y después continuaba el tronco hasta terminar en un penacho casi veinte metros más arriba. Cada una de las ramas finalizaba en una docena de prolongaciones gruesas que se curvaban hacia abajo como una garra.
Las tripulantes aumentaron al máximo la velocidad. La fila de botes se encaminó al canal de la derecha, dominado por la rama más grande y amenazadora. Cuando la proa de la primera embarcación llegó abajo, la rama movió ansiosamente los dedos. No fue ninguna ilusión; lo vi con la misma claridad que veo la bonificación de viaje cuando me la ponen sobre la mesa.
Tenía plena intención de atrapar; por su tamaño y extensión, calculé que podía coger el bote integro y hacer con él y su carga cosas que no quise pensar.
Pero no lo hizo. Cuando entraba en la zona de peligro, el barquero se puso de pie y gritó una retahíla incomprensible Los dedos se aflojaron. El encargado de la barca siguiente hizo lo mismo, y el otro. Después el mío. Echado de espaldas, tan dispuesto para la acción como un cadáver, contemplé el enorme estrangulador mientras pasábamos lentamente debajo. Nuestro barquero se calló; el del bote siguiente continuó. Yo sentía la espalda húmeda.
Unos cinco kilómetros después viramos hacia la margen opuesta. No vi los edificios hasta que los verdes me sacaron de la hamaca y me levantaron. Enseguida perdí el equilibrio y caí sentado. Tenía las piernas transitoriamente muertas. Mientras me las frotaba para restablecer la circulación, examiné con curiosidad aquello, que podía ser una aldea o una verdadera metrópolis.
Sus edificios cilíndricos eran de madera verde claro, de altura y diámetro uniforme, y cada uno tenia un árbol creciendo en el medio. El follaje de cada árbol se extendía más allá del radio de la casa correspondiente, ocultándola a la vista desde arriba. Nada podía haberse calculado mejor para esconder el lugar a una inspección aérea, aunque no había motivos para suponer que los habitantes pudieran temer ese tipo de amenazas.
La manera en que árboles y edificios compartían los mismos sitios hacia imposible la estimación del tamaño del lugar, porque más allá de la primera hilera de casas redondas habla árboles, árboles y más árboles, cada uno de los cuales podía tener un edificio.
No sabia si estaba mirando un caserío o el suburbio costanero de una superciudad que se extendía hasta el horizonte. No era raro que el bote salvavidas no hubiera observado en su exploración sino selva. Podían haber estado estudiando un área habitada por millones sin ver más que jungla.
Con las armas a punto y la vista atenta, una horda de verdes nos rodeó mientras otros seguían desatando prisioneros. El que hubiésemos llegado en un artilugio milagroso como el Marathon no parecía impresionarles en los más mínimo. Los pies ya me obedecían. Me levanté y miré a mi alrededor. Fue como recibir dos golpes.
El primero vino al hacer la lista mental de mis compañeros de infortunio. Era poco más de la mitad de la dotación del Marathon. Los demás faltaban. En una hamaca yacía la forma pálida y laxa del tipo que había recibido los dardos a poco de desembarcar. No sé por qué los verdes habían considerado oportuno traerse un cadáver.
Sobre un par de hamacas unidas reposaba Sug Farn, despierto pero soñador y sin dar muestras de interés. Era el único marciano presente. Faltaba el resto de la panda del planeta rojo. Tampoco estaban el Jefe Douglas, Bannister, Kane, Richards, Kelly, Jay Score, Sirve Gregory, el joven Wilson y una docena más.
¿Habrían muerto? No parecía probable. ¿Por qué iban a transportar un cadáver y dejar los otros? ¿Habían escapado? ¿O formaban parte de un segundo grupo de prisioneros llevados a otra parte? No había forma de conocer su destino, pero era raro que faltasen.
Le di un codazo a Jepson.
–Eh, ¿te has fijado...?
Un repentino rugido sobre el río me cortó en mitad de la frase. Todos los verdes miraron hacia arriba y gesticularon con las armas. Movían la boca, pero no se les oía porque el ruido ahogaba sus voces. Giré para mirar y sentí que mis propios ojos se hacían pedunculados al ver la elegante pinaza del Marathon bajar en picado casi hasta la superficie del agua y elevarse nuevamente. Se perdió tras las copas de los árboles.
Se podía oír su bramido haciendo un gran circulo. La nota se volvió más aguda cuando la navecilla aceleró y bajo otra vez. Apareció nuevamente, rozando el agua; salpicó una lluvia de gotitas verdes y envió una ola hacia la orilla. Desapareció otra vez, a tal velocidad que no pude ver quien nos miraba desde la cabina del piloto.
Escupiendo en sus nudillos, Jepson miró a los verdes con ojos malévolos.
–¡Se lo tienen merecido, los piojosos!
–Qué cosas dices –le reconvine.
–En cuanto a ti... –continuó; no añadió más porque en ese momento un verde con cara de mala uva, delgado y alto, le dio un empujón en el pecho y pió algo con tono de interrogación.
–¡A mi no me hagas eso! –gruñó Jepson, contestando con otro empujón.
El verde trastabilló, tomado de sorpresa. Sacudió la pierna derecha. Creí que su intención era darle a Jepson una buena patadas en la espinilla, pero no. El gesto era mucho más mortífero. Arrojó algo con el pie, algo vivo, veloz y malvado. Alcancé a ver una cosa que parecía una viborita. No era más grande que un lápiz y, para variar, no era verde sino de brillante color naranja con pintas negras. Dio en el pecho de Jepson, mordió y bajó con tal rapidez que apenas pude seguir el movimiento. Una vez en el suelo, hendió velozmente la hierba en su camino hasta su amo.
Se enrosco en el tobillo del verde, como un adorno inofensivo. Muy pocos de los nativos llevaban objetos similares, todos naranja y negro menos uno, que era amarillo y negro.
Jepson abrió la boca sin producir sonido alguno, aunque se veía que lo estaba intentando. Se tambaleó.
El indígena que llevaba la vileza amarilla y negra estaba a mi lado, estudiando a Jepson con interés académico.
Le rompí el cuello al maldito. La manera en que sonó me recordó a un palo de escoba podrido.
La cosa de su pierna lo abandonó en cuando quedó tieso, pero a pesar de su velocidad llegó tarde. Estaba preparado esta vez. Jepson caía de bruces en el momento en que mi bota aplastaba a la falsa víbora.
Se había armado un guirigay fenomenal. Oí la voz ansiosa de McNulty gritar “¡Hombres, hombres!”. Incluso en un momento así, ese fanático con exceso de conciencia podía entretenerse en visiones de degradación por tolerar maltrato a los nativos.
Armstrong berreaba una y otra vez .¡Otro zoquete! y cada exclamación iba seguida por un sonoro chapotazo en el río. Las cerbatanas hacían fut fut y se rompían esferas a diestra y siniestra. Jepson yacía como muerto mientras los combatientes luchaban sobre su cuerpo. Brennand chocó conmigo. Respiraba en largos y trabajosos jadeos y estaba haciendo lo posible por arrancar un par de ojos de una cara verde.
Para entonces yo ya me habla servido otro aborigen y estaba partiéndolo en pedazos. Traté de imaginarme que era un pollo frito, del que nunca paraba de coger más que la parte que se tira última al otro lado de la cerca. Era difícil de sujetar el verdecito, y botaba como una pelota de goma. Por sobre la marea de hombros divisé a Sug Farn sacudiendo a cinco a la vez y le envidié el manojo de anacondas que tenia por miembros. Mi adversario aplicó sus hostiles dedos en mi ausente crisantemo, pareció sorprenderse de su mala memoria y estaba aún pensando en otro método de incapacitarme cuando fue a parar al río.
Entonces estallaron varias esferas a mi, pies, y lo último que recuerdo es el maullido de triunfo de Armstrong justo antes de un chapotazo. Lo último que vi fue a Sug Farn dirigiendo de repente un tentáculo que había pasado por alto y arreglándoselas para que de los seis verde, que me atacaban sólo llegaran cinco. El otro estaba subiendo cuando yo caía.
Por la razón que fuera, no perdí el sentido completamente esta vez. Tal vez recibí solo media dosis del contenido de las esferas, tal vez la mezcla era diferente y menos potente. Lo que sé es que caí en cinco indígenas sobre las costillas; el cielo giró como loco y mi cerebro se convirtió en una papilla fría y grumosa. Luego, sorprendentemente, estuve bien despierto y con los brazos atados.
A mi izquierda, un grupo de nativos formaban una pila sobre algunas formas que no alcanzaba a ver, pero sí a oír. Armstrong bramaba como un campeón de porqueros bajo el montón, que se rompió, tras un par de minutos de agitación, y reveló su cuerpo sujeto junto con los de Blaine y Sug Farn. A mi derecha estaba Jepson, sin ligaduras pero aparentemente con las piernas inutilizadas. No había rastros de la pinaza, ni sonidos lejanos que indicaran que seguía en el aire.
Sin más trámites, los verdes nos llevaron a través del prado y ocho kilómetros al interior del bosque, o ciudad, o lo que fuera eso. Dos transportaban a Jepson en una hamaca. Seguía lloviendo. Aquí y allá, unos cuantos ciudadanos impasibles salían a la puerta de sus moradas y contemplaban la procesión. Por la manera en que nos estudiaban se habría dicho que éramos los únicos ejemplares sobrevivientes.
Minshull y McNulty caminaban justamente detrás de mí en aquel desfile fatídico. Oí al capitán pontificar:
–Hablaré con su jefe sobre esto. Le haré notar que todas estas lamentables confrontaciones son el resultado inevitable de la irracional belicosidad de su pueblo.
–Sin lugar a dudas –apoyo Minshull, sardónico.
–Considerando todas las atenuantes de la dificultad de comprensión –continuó McNulty– aún creo que tenemos derecho a ser recibidos con un mínimo de cortesía.
–Oh, en efecto –dijo Minshull; su voz era solemne, como la del presidente de una convención de enterradores–, y opinamos que la recepción ofrecida dejaba mucho que desear.
–Exactamente –aprobó el capitán.
–Por consiguiente, seria muy deplorable que se produjeran nuevas hostilidades –añadió Minshull, totalmente serio.
–Por supuesto –asintió McNulty.
–Además, eso nos obligaría a arrancarle las tripas a cada uno de los remalditos bastardos verdes de este repugnante planeta.
–¿Eh? –McNulty perdió el ritmo, horrorizado–. ¿Qué ha dicho?
Minshull puso cara de inocente sorpresa.
–Nada, capitán. No he abierto la boca. Debe estar soñando.
Lo que intentaba replicar el escandalizado capitán seguirá siendo un misterio, pues en ese momento un verde notó que se retrasaba y lo empujó. Resopló enfadado, aceleró el paso y de ahí en adelante caminó en introspectivo silencio.
Salimos de una fila larga y ordenada de casas envueltas en árboles y entramos en un calvero dos veces mayor que aquel donde había aterrizado el Marathon. Era aproximadamente circular, llano y con una alfombra de musgo tupido de color esmeralda. El sol, ya alto, vertía una lluvia de lentejas de un verde pálido en el exótico anfiteatro, en suyo perímetro se agolpaba una horda de nativos silenciosos y expectantes que nos observaban con mil ojos.
El centro del claro acaparó nuestra atención. Allí, destacando como el rascacielos más alto de nuestra vieja ciudad, se alzaba un verdadero monstruo leñoso. Era imposible calcular su altura, pero los arrayanes gigantes de Tierra eran enanos en comparación con él. El tronco no medía menos de doce metros de diámetro y las ramas parecían inmensas allá arriba, aunque disminuidas por la perspectiva. Si esos zulúes transcósmicos intentaban ahorcarnos, lo iban a hacer por todo lo alto. Nuestros cuerpos pataleantes parecerían bichitos suspendidos entre el cielo y la tierra.
Minshull debía sufrir pensamientos similares, porque le oí decirle a McNulty:
–Ahí está el árbol de Navidad. Nosotros seremos sus adornos. Probablemente lo echarán a suertes, y el que tenga el as de espadas elegirá el hada de la punta.
–No sea morboso –le regañó McNulty–. No harían algo tan ilegal.
Entonces un nativo alto de cara arrugada señaló al capitán y seis saltaron sobre él antes de que pudiera explayarse más sobre el tema de la jurisprudencia interestelar. Con total indiferencia por las costumbres y normas que su víctima consideraba sagradas, lo condujeron hacía el árbol.
Hasta ese momento no habíamos notado el redoble que sonaba alrededor del claro. Era fuerte, y había algo siniestro en su ritmo insistente y amortiguado. El misterioso ruido había estado con nosotros desde principio; nos habíamos habituado, se había hecho inconsciente en nosotros, de misma manera que no nos fijamos en el tic-tac de un reloj. Pero ahora, quizás a causa del énfasis que daba a la dramática escena, escuchábamos claramente el lúgubre sonido.
La luz verde daba un aspecto horrible al rostro del capitán, que era llevado sin ofrecer resistencia. Con todo, conseguía dar importancia a su característico pavoneo y sus rasgos mostraban el aire ridículo de quien posee fe inconmovible en la virtud de ser dulcemente razonable. No he conocido nunca a un hombre con más inútil confianza en la ley escrita. Al verle avanzar, supe que le sostenía la convicción profunda de que esas pobres gentes ignorantes serían incapaces de hacerle mal sin presentar antes los formularios necesarios y hacerlos sellar y firmar debidamente. Cuando McNulty muriera, sería con aprobación oficial y después de satisfacer todos los requisitos legales.
A mitad de camino hacia el árbol, el capitán y su escolta fueron recibidos por nueve nativos altos. Aunque no se diferenciaban por sus vestiduras de sus congéneres, daban la impresión de estar por encima de la masa. Brujos, decidió mi agitada mente.
Los custodios de McNulty les entregaron enseguida a los recién llegados y corrieron hacia el borde del claro como si el diablo en persona fuese a aparecer en el centro. No había ningún diablo; sólo el árbol monstruoso. Conociendo lo que eran capaces de hacer los vegetales de este mundo verde, era muy probable que este, el abuelo de todos los árboles, pudiera cometer una clase única y formidable de maldad. Una cosa se podía afirmar con seguridad de aquel coloso de madera: poseía una cantidad extraordinaria de gamish.
Los nueve desnudaron a McNulty hasta la cintura. Continuó hablándoles todo el tiempo, pero estaba demasiado lejos para que entendiéramos su autoritario sermón, del que los desnudadores no hacían el más mínimo caso. Volvieron a examinar atenta mente su pecho, conferenciaron, intentaron arrastrarle hacia el árbol. McNulty se resistió con dignidad. Ellos no perdieron tiempo en cortesías; lo alzaron entre varios y lo llevaron.
Armstrong dijo con voz tensa:
–Aún tenemos piernas, ¿verdad? –y de una patada hizo caer al guardia más cercano.
Pero antes de que pudiéramos seguir su ejemplo y comenzar otra batahola inútil, se produjo una interrupción. El continuado redoble de la selva fue dominado por un quejido más feroz y penetrante que aumentó a aullido. El aullido se transformó en un rugido explosivo cuando, plateada y veloz, la pinaza sobrevoló a baja altura el árbol fatal.
Algo cayó de la panza de la nave, se infló en forma de sombrilla, vaciló en su caída y se posó suavemente en la copa del árbol. ¡Un paracaídas! Alcancé a ver a alguien colgado de las correas justo antes de que fuera tragada por el espeso follaje, pero la distancia hacía imposible su identificación.
Los nueve que llevaban a McNulty lo depositaron en el suelo sin ceremonias y miraron arriba. Las manifestaciones aéreas producían en estos nativos más curiosidad que miedo. El árbol estaba inmóvil. De pronto surgió entre las ramas más altas un rayo aguja que rozó una rama gruesa en su unión con el tronco y la separó. El miembro amputado cayó al suelo. De inmediato, un millar de protuberancias parecidas a capullos que estaban ocultas entre las hojas se hincharon como globos inflados, alcanzaron el tamaño de calabazas gigantes y estallaron como tracas. Despidieron una niebla amarilla que se aglomeró con tal velocidad y en tal cantidad que envolvió al árbol entero en menos de un minuto.
Los nativos chistaron como una bandada de lechuzas asustadas, volvieron grupas y huyeron. Los nueve guardias de McNulty también olvidaron las intenciones que tuvieran y salieron corriendo. El rayo cogió a dos antes de que hubieran avanzado diez pasos; los otros siete redoblaron la velocidad. McNulty quedó luchando con las ligaduras de sus muñecas mientras la niebla se le acercaba lentamente.
De nuevo surgió el rayo en lo alto del árbol. De nuevo una rama enorme cayó a tierra. El árbol apenas se veía, envuelto en su propia niebla. El último indígena había desaparecido de la vista. El reptante vapor amarillo habla llegado a treinta metros del capitán, que lo contemplaba fascinado. Seguía con las manos atadas a los lados. Las tracas continuaban entre la nube, aunque no con tanta rapidez.
Gritando al alelado McNulty que usara las piernas, luchamos furiosamente con nuestras ataduras. La única respuesta de McNulty fue retroceder unos metros. Con un esfuerzo sobrehumano, Armstrong se liberó, cogió un cuchillo del bolsillo de sus pantalones y se puso acortar ligaduras. Minshull y Blaine, los primeros que desató, corrieron de inmediato hacia McNulty, que posaba a diez metros de la niebla como un Ajax rechoncho desafiando el poder de dioses extraños. Lo trajeron.
Cuando acabábamos de soltarnos, pasó otra vez la pinaza y se perdió de vista tras la columna de vapor amarillo. Vitoreamos roncamente. Entonces, de la base de la niebla, salió alguien grande tirando de un cuerpo con cada mano. Era Jay Score. Tenía una radio diminuta sujeta a la espalda.
Llegó a nosotros, grande, poderoso, con los ojos relucientes, soltó los cadáveres y dijo:
–Mirad. Esto es lo que os hará el vapor si no os movéis de prisa.
Miramos. Los cuerpos pertenecían a los nativos que había herido con el rayo, pero esa no era la causa de la horrible corrupción de la carne. Ambos restos leprosos ya habían dejado de ser cadáveres y no eran todavía esqueletos. Sólo jirones de carne y órganos medio disueltos sobre huesos en descomposición. Era fácil imaginar lo que le habría ocurrido a Jay si hubiese estado hecho del mismo material que nosotros o respirase aire.
–Volvamos al río–aconsejó Jay–aunque tengamos que abrirnos paso peleando. El Marathon aterrizará en el claro de la orilla. Tenemos que llegar allí, cueste lo que cueste.
–Y recuerden, hombres –añadió oficiosamente McNulty– que no quiero matanzas innecesarias.
Eso era de risa. Todo nuestro armamento consistía en el rayo de Jay, el cuchillo de Armstrong y nuestros puños. Detrás, a poca distancia y acercándose más, estaba la niebla mortífera. Entre nosotros y el río se encontraba la metrópolis verde con su desconocido número de habitantes armados con artefactos desconocidos. De verdad, nos hallábamos entre un diablo amarillo y un mar verde.
Partimos, con Jay a la cabeza, seguido de McNulty y el fornido Armstrong. Inmediatamente después, dos hombres llevaban a Jepson, que conservaba el uso de su lengua, aunque no de sus piernas. Otros conducían el cadáver que nuestros atacantes trajeran de la nave. Sin oposición ni problemas recorrimos unos doscientos metros entre el bosque y allí enterramos los restos del hombre que fuera el primero en pisar el suelo del planeta. Desapareció de nuestra vista con el silencio yerto y sin protestas de los muertos, mientras la selva latía a nuestro alrededor.
En los cien metros siguientes tuvimos que enterrar a otro. El jugador de pato en la roca sobreviviente, conmovido por el triste fin de su compañero, tomó la delantera como penitencia. Marchábamos lenta y cautelosamente, con la vista alerta a cualquier emboscada, dispuestos a reaccionar a cualquier movimiento anómalo en un arbusto que lanzara dardos o una rama pringante.
El que iba delante esquivó un árbol con una vivienda verde. Dedicó toda su atención a la entrada de la casa, y no advirtió que se movía bajo otro árbol. Éste era de tamaño mediano, con corteza de color verde plateado y largas y decoradas hojas de las que colgaban numerosos hilos nudosos, cuyos cabos llegaban a cerca de un metro de suelo. Rozó dos de los hilos. Se vio un relámpago de luz azul, al aire se impregnó de olor a ozono y a pelo chamuscado, y él se desplomó. Había sido electrocutado igual que si lo hubiera alcanzado un rayo.
A pesar de la proximidad de la niebla, retrocedimos los últimos cien metros y lo enterramos junto a su camarada. Terminamos justo a tiempo; aquella lepra vaporosa estaba casi en nuestros talones cuando emprendimos la marcha. En el cielo casi invisible el sol derramaba sus limpios rayos y dibujaba mosaicos entre las hojas.
Desviándonos de esta nueva amenaza, a la que denominamos el arbolito, llegamos al extremo del equivalente de la Calle Mayor en esos contornos. Aquí teníamos ventaja en un aspecto, pero no en otro. Las casas estaban perfectamente alineados y bastante separados; podríamos caminar por el centro de la ruta bajo el cielo descubierto y quedar fuera del alcance de la belicosa vegetación del planeta. Pero eso nos hacía mucho más vulnerables a los ataques de nativos decididos a oponerse a nuestra fuga. De una manera u otra, teníamos que avanzar con el cogote bien estirado.
Mientras caminábamos con tesón, preparados mentalmente a enfrentarnos con lo que viniera, me dijo Sug Farn:
–Sabes, tengo una idea que valdría la pena que estudien.
–¿Cuál es?–le pregunté, con un hilo de esperanza.
–Supongamos que tuviéramos doce escaques por lado –sugirió, con total desprecio por nuestras circunstancias–. Así tendríamos cuatro peones más y cuatro piezas gordas más por lado. A estas se les podría llamar «arqueros». Moverían dos escaques hacia adelante y comerían avanzando un cuadrado de costado. ¿No sería un juego hermosamente complicado.
–Ojalá te tragues un juego de ajedrez y se te bloqueen los intestinos –le dije, desilusionado.
–Tal como debía haber sabido, tu apreciación mental concuerda con la de los vertebrados inferiores.
Diciendo esto, sacó un frasquito de perfume hooloo que había conseguido conservar a lo largo de nuestras vicisitudes, se apartó de mí y olió de manera calculadamente ofensiva. No me importa lo que digan los demás. ¡No olemos como dicen los marcianos! ¡Esos antipáticos de brazos serpenteantes son unos mentirosos!
Interrumpiendo la marcha y nuestra discusión Jay Score gritó:
–Creo que ya está bien –descolgó la radio portátil, sintonizó y dijo por el micrófono –: ¿Eres tú Steve? –una pausa, y luego–: Sí, aguardamos a unos seiscientos metros del lado del río. No hay oposición, todavía. Pero vendrá. De acuerdo, nos quedaremos aquí un rato –otra pausa–. Sí, te guiaremos.
Pasando su atención de la radio al cielo, pero aún con un auricular pegado a la cabeza, escuchó. Todos escuchamos. Al principio no oímos más que el redoble que no terminaba nunca en ese loco mundo, pero pronto percibimos un zumbido lejano, como el de un abejorro gigante.
–Recibimos –dijo Jay, tras coger el micrófono–. Venís en la dirección correcta, y acercándoos –el sonido creció en Intensidad–. Más cerca, más cerca –esperó un momento, el zumbido pareció desviarse–. Vais desviados –otra pausa, el sonido se oyó fuerte y potente–. Dirección correcta –se transformó en un estruendo–. ¡Bien! –gritó Jay–. ¡Estáis casi encima!
Miró hacia arriba y todos le imitamos a la vez. Al instante, la pinaza pasó por el cielo a tal velocidad que apareció y desapareció en menos tiempo del que se necesita para tomar aire una vez. De todos modos, los de a bordo debieron vernos, pues la navecilla zumbó en un arco amplio y gracioso y volvió a tremenda velocidad. Esta vez pudimos observarla y le gritamos como una pandilla de críos.
–¿Nos tenéis? –preguntó Jay por el micrófono–. Intentadlo en la próxima pasada.
La pinaza describió otro arco, retomó su camino anterior y rasgó el aire en dirección a nosotros. Parecía una monstruosa bala de cañón antiguo. Dejó caer un chorro de bultos y paquetes con paracaídas. Los objetos caían como maná del cielo mientras el sembrador seguía su trayectoria y abría un agujero en el cielo del norte. De no haber sido por aquellos árboles infernales, la pinaza podría haber aterrizado, arrebatándonos a todos de las garras del peligro.
Nos echamos con ansia sobre los bultos, rasgamos tapas, tironeamos del contenido. Trajes espaciales para todos. Servirían para protegernos de diversas formas de maldad gaseosa–. Armas, aceitadas y cargadas, reservas de excitantes. Una cajita llena de espuma de goma y algodón con media docena de bombas atómicas diminutas. Un botellín de yodo y un botiquín de primeros auxilios para cada hombre.
Un envoltorio grande habla quedado atascado en lo alto do un árbol; mejor dicho, se había enredado el paracaídas en las ramas y el paquete colgaba de las cuerdas. Rogando que no contuviera nada que pudiera hacer estallar el suelo bajo nuestros pies, quemamos las cuerdas con rayos y lo hicimos caer. Contenía una buena provisión de raciones concentradas y una lata de veinte litros de jugo de frutas.
Ordenamos y cargamos los pertrechos y continuamos la marcha. Al principio fue fácil; sólo árboles, árboles. árboles y casas cuyos ocupantes habían huido. Durante esa parte del viaje me di cuenta de que era siempre el mismo tipo de árbol el que cobijaba una casa. No había ninguna en los pegoteadores ni los electrocutadores cuyos poderes conocíamos por desgraciada experiencia. Nadie se preocupó de investigar si aquellos árboles domésticos eran inocuos, pero fue ahí donde Minshull descubrió que eran el origen del eterno redoble.
Sin hacer caso de McNulty, que cloqueaba como una gallina nerviosa, Minshull entró de puntillas en una casa, con el arma preparada. Reapareció unos segundos después y dijo que el edificio estaba desierto, pero que el árbol del centro sonaba como un tam tam tribal. Había aplicado la oreja al tronco y oído el latir de su potente corazón.
Eso dio pie a McNulty para una disertación sobre el tema de nuestro muy cuestionable derecho a mutilar o hacer daño a los árboles de este planeta. Si, en realidad, eran seres semiconscientes, según la ley interestelar tenían categoría de aborígenes y como tales estaban protegidos legalmente por la subsección tal y cual, párrafo equis, del Código Transcósmico que regula las relaciones interplanetarias. Se ocupó de todos los aspectos legales del asunto con gran entusiasmo y completo desprecio por el hecho de que podríamos estar hirviendo en aceite antes de la caída de la noche.
Cuando hizo una pausa para tomar resuello, Jay Score indicó:
–Capitán, tal vez esta gente tiene sus propias leyes y está a punto de aplicarlas –estaba señalando directamente al frente.
Seguí la línea de su dedo y me embutí frenéticamente en mi traje. El tiempo mínimo para vestirse se dice que es veintisiete segundos. Lo superé por veinte, pero jamás podré probarlo. Aquí viene el ajuste de cuentas, pensé. El largo brazo de la justicia va a enfrentarme con aquel pobre gupi y el bote de leche condensada.
Esperándonos a ochocientos metros de distancia había una vanguardia de cosas enormes, como serpientes, más gruesas que yo y de por lo menos treinta metros de largo. Venían hacia nosotros, con movimientos envarados y poco sinuosos. Detras, también avanzando torpemente, formaba un pequeño ejército de arbustos engañosamente inofensivos. Al fondo, gritando con el coraje de quienes se sienten seguros, había una horda de nativos verdes. El progreso de esas huestes de pesadilla quedaba determinado por la velocidad de los serpenteantes de vanguardia, y esos reptaban de manera tortuosa, como si estuvieran esforzándose por moverse cien veces más deprisa que lo normal.
Atónitos ante el increíble espectáculo, nos detuvimos. Los reptantes avanzaban sin desmayo y daban una irresistible impresión de fuerza tremenda preparada para dispararse de repente. Cuanto más se acercaban más grandes y maléficas parecían. Cuando estuvieron a unos escasos trescientos metros me di cuenta de que cualquiera de ellos podía abrazar a seis de nosotros y hacer con todos más que una boa constrictor con cualquier cabra.
Allí teníamos las fieras de una vasta selva consciente. Lo supe por instinto, y les oía maullar suavemente. Esos eran, entonces, mis tigres verdes, del tipo de la cosa con que habían peleado nuestros captores en la jungla esmeralda. Pero, aparentemente, se podían domesticar, poniéndole riendas a su fuerza y su furor. Esta tribu lo había hecho. Eran, en verdad, superiores a los Ka.
–Me parece que puedo cubrir esta distancia –dijo Jay Score cuando la separación se habla reducido a menos de doscientos metros.
Manejó tranquilamente una bombita que podía haber hecho trizas al Marathon o a una nave de doble tamaño. Su debilidad principal y más preocupante era que jamás apreció el poder de las cosas que hacen pum. Así que jugueteó con ella descuidadamente, haciéndome desear que estuviera en la otra punta del cosmos, y justo cuando me tenia al borde de las lágrimas, la lanzó. Su brazo silbó en el aire cuando arrojó el proyectil.
Nos aplanamos en el suelo. La tierra se hinchó como la barriga de un enfermo. Trozos enormes de plasma y pedazos de materia fibrosa verde surgieron como una fuente, colgaron un momento en el aire y luego llovieron a nuestro alrededor. Nos levantamos, corrimos cien metros y nos arrojamos cuerpo a tierra otra vez cuando Jay lanzaba la siguiente. Esa me hizo pensar en volcanes que nacían junto a mis maltratados oídos. La explosión me hizo encoger hasta las botas. Apenas habla disminuido el estruendo cuando reapareció la pinaza, cayó en picado sobre la retaguardia del enemigo y les soltó un par por allí. Más disrupción. Me hacía todo nudos de ver lo que estaba sucediendo, incluso por encima de las copas de los árboles.
–¡Ahora! –gritó Jay.
Cogió a Jepson, se lo echó al hombro y avanzó. Le seguimos.
Nuestro primer obstáculo fue un enorme cráter en cuyo fondo se apilaba tierra humeante mezclada con algunos gusanos amarillos mutilados. Rodeando el borde, salté sobre dos metros de serpiente reventada que, incluso muerta, continuaba sacudiéndose espasmódicamente, de manera horripilante. Había muchos otros trozos ahí y en el segundo hoyo, todos verdes por dentro y por fuera y erizados de zarcillos que seguían vibrando como si buscaran en vano la vida desaparecida.
Cubrimos los cien metros entre cráteres en tiempo record, Jay siempre delante a pesar de su carga. Yo sudaba como un loco atormentado y daba gracias a mi buena estrella por la baja gravedad que me permitía mantener ese ritmo.
Nos dividimos nuevamente y rodeamos el segundo cráter. Entonces nos encontramos cara a cara con el enemigo y de ahí en adelante todo fue confusión.
Me venció un arbusto. El condicionamiento de terrestre hizo que no lo tuviera en cuenta, a pesar de las experiencias recientes. Estaba atento a otras cosas y en un instante se desvió un paso, se enroscó alrededor de mis piernas y me tumbó. Me di un buen porrazo y maldije con el poco aliento que me quedaba. El arbusto roció metódicamente mi traje con un fino polvo gris. Entonces un largo tentáculo se deslizó por detrás, arrancó el arbusto de mis piernas y lo hizo pedazos.
–Gracias, Sug Farn –jadeé; me levanté y cargué.
Otro antagonista vegetal cayó ante mi rayo, que continuó a toda potencia sesenta o setenta metros más y le asó las tripas a un nativo gesticulante. Sug barrió un tercer arbusto y lo desparramó con desprecio. El extracto polvo que rociaba no parecía afectarle.
Jay nos llevaba ya veinte metros de ventaja. Hizo una pausa, arrojó otra bomba, se echó al suelo, se levantó y siguió corriendo con Jepson al hombro. La pinaza bramó en una pasada baja, creando una tremenda carnicera, en la retaguardia enemiga. Un rayo pasó a mi lado, peligrosamente cerca de mi casco, y quemó un arbusto. En los audífonos del yelmo oía una constante y monótona retahíla de maldiciones en seis voces distintas por lo menos. A mi derecha, un árbol grande se sacudió y cayó al suelo, pero no tuve ni tiempo ni ganas de mirarlo.
Entonces una serpiente atrapó a Blaine. Cómo había sobrevivido entera, la única entre sus congéneres despedazadas, era un misterio. Tenía espasmos como todos los otros cachos, pero estaba entera. Blaine saltó sobre ella y en ese instante se enroscó a su alrededor. El chilló por el micrófono de su casco. Fue terrible oír su agonía. El traje espacial se hundió en las partes comprimidas por la serpiente, y saltó la sangre por los pliegues. La conmoción por lo visto y oído fue tan grande que me detuve sin querer, y Armstrong tropezó conmigo.
–¡Sigue! –rugió, dándome un empujón.
Cortó con su arma a la gran boa en pedazos que siguieron retorciéndose. Seguimos a la mayor velocidad posible, dejando, a la fuerza, el cuerpo aplastado de Blaine a merced de la jungla.
Atravesadas las filas de vanguardia de vida semivegetal, entramos en las de nativos, cuyo número había disminuido considerablemente. Estallaban globos frágiles a nuestros pies, pero los trajes nos protegían del contenido gaseoso. Además, nos movíamos demasiado de prisa para absorber una dosis mortal. Me cargué a tres verdes seguidos con el rayo aguja y vi a Jay arrancarle la cabeza a otro sin dejar de correr.
Estábamos jadeando por el ejercicio cuando, inesperadamente, el enemigo se rindió. Los nativos que quedaban se perdieron entre los árboles protectores en el momento en que la pinaza hacía otro picado vengativo. Teníamos el camino libre. Sin disminuir la velocidad, con la vista alerta y las armas preparadas, corrimos hacia la orilla. y allí, reposando en el gran claro, encontramos la cosa más bella del cosmos: el Marathon.
Sug Farn escogió ese momento para darnos un susto, pues cuando saltábamos alegremente hacia la compuerta, se nos adelantó, levantó un muñón de tentáculo y dijo:
–Sería mejor que no entráramos todavía.
–¿Por qué no? –preguntó Jay. Se fijó en el muñón del marciano y agregó–: ¿Qué demonios te ha pasado?
–Me vi obligado a perder casi todo un miembro –respondió Sug Farn, con la tranquilidad de alguien para quien perder un miembro es como quitarse el sombrero–. Fue aquel polvo. Está compuesto por millones de insectos submicroscópicos. Se mueve y come. Empezó a comerme. Echaos un vistazo.
¡Tenía tazón! Vi las manchas grises que cambiaban de lugar en la superficie de mi traje espacial. Tarde o temprano abriría una brecha en el material y se metería conmigo.
En mi vida me he sentido más piojoso, Sin perder de vista el borde de la espesura, tuvimos que pasarnos una media hora irritante y sudorosa asándonos unos a otros con las armas puestas para ángulo ancho y baja potencia. Estaba casi cocido cuando cayó el último piojo.
El joven Wilson, incapaz de dejar pasar una humillación publica, aprovechó la oportunidad para sacar una cámara cine monográfica y registrar la descontaminación comunal. Yo sabía que la película se mostraría alguna vez a un mundo divertido, sentado en cómodos sillones, muy lejos de los problemas de la región de Rigel. Tenia la secreta esperanza de que algunos de los bichos consiguieran viajar junto con la película y añadieran un toque de realismo a la diversión.
Con aire más oficial, Wilson tomó también la selva, el río y un par de barcas volcadas, con todas sus palas bivalvas expuestas. Después, con el corazón agradecido, embarcamos.
La pinaza ocupó su lugar y el Marathon despegó sin demora. Nunca me he sentido más feliz que cuando entró a raudales la gloriosa luz blanco amarilla y nuestros rostros perdieron el verde bilioso. Con Brennand a mi lado, observé como dejábamos atrás el estrafalario mundo, y no puedo decir que lamentara despedirme.
Jay se nos acercó y me informó:
–Sargento, no haremos más aterrizaje. El capitán ha decidido volver a Tierra inmediatamente a presentar un informe completo.
–¿Por que? –preguntó Brennand; señaló la ya diminuta esfera–. Hemos salido sin nada que valga algo.
–McNulty opina que hemos aprendido lo suficiente por un buen tiempo –el ronco zumbido de los tubos de popa llenó la breve pausa–. McNulty dice que dirige una expedición exploratoria, no un matadero. Está harto y piensa presentar su dimisión.
–¡Tonto oficioso! –exclamó Brennand con vergonzosa falta de respeto,
–¿Y qué hemos aprendido? –preguntó.
–Bien, sabemos que la vida en ese planeta es en su mayor parte simbiótica –respondió Jay–. Sus diferentes seres comparten su existencia y sus facultades. Los hombres conviven con los árboles, cada uno según su especie. El punto común es aquel extraño órgano pectoral.
–Drogas en lugar de sangre –comento Brennand, con repugnancia.
–Pero –continuó Jay– hay algunos superiores a los Ka, superiores a todos, algunos tan altos y parecidos a dioses que pueden dejar sus árboles y recorrer el mundo de día o de noche. Pueden ordeñar los árboles y transportar el fluido de la vida en recipientes, para beberlo. De la asociación simbiótica, ellos han obtenido el dominio y, por el criterio del planeta, son los únicos libres.
–¡Como han caído los poderosos! –intervine.
–No es así –me contradijo Jay–. Hemos escapado de su poder, pero no los hemos conquistado. El mundo sigue siendo suyo, solamente suyo. Nos retiramos con bajas, y aún tenemos que encontrar la manera de curar a Jepson.
Se me ocurrió una idea cuando se iba.
–¡Eh! ¿Qué pasó después del ataque a la nave? ¿Cómo seguisteis nuestra pista?
–La batalla estaba perdida. La prudencia era mejor que el valor. Así que nos fuimos antes de que averiaran la nave. Después, os seguimos con toda facilidad –sus ojos permanecían siempre inescrutablemente relucientes, pero juro que había un destello de humor malicioso en ellos cuando continuó–. Vosotros teníais a Sug Farn. Nosotros, a Kli Yang y el resto de la panda –se palmeó la cabeza–. Los marcianos poseen mucho gamish.
–Maldita sea su estampa, son telépatas –gritó Brennand, enrojeciendo de cólera–. Me olvidé por completo de eso. Y Sug Farn no dijo ni pío. Esa araña bizca no hizo más que dormirse a la menor ocasión.
–Sin embargo –dijo Jay– estaba en contacto constante con sus compañeros.
Se alejó. Entonces sonó el aviso y Brennand y yo nos abrazamos como hermanos mientras la nave pasaba al impulso Flettner. El mundo verde se convirtió en un puntito con una rapidez que nunca deja de asombrarme. Nos frotamos las entrañas para devolverles su forma original. Después, Brennand agarró la válvula de la compuerta de estribor, giró el control y observó como el manómetro subía de tres libras a quince.
–Los marcianos están ahí dentro –indiqué–. No les va a gustar.
–No pretendo que les guste. ¡Les enseñaré a esas caricaturas de goma a ocultarnos cosas!
–A McNulty tampoco le gustará.
–¡A quién le importa si le gusta o no a McNulty! –gritó.
En ese momento apareció el mismísimo McNulty, caminando con rolliza dignidad.
Brennand agregó rápidamente en tono aún mas alto:
–Debería darte vergüenza hablar así. Deberías tener más respeto y referirte a él como el capitán.
Mirad, si algún día tomáis el camino del espacio, no os preocupéis demasiado por la nave. ¡Concentraos en los vagos insensibles que la comparten con vosotros!
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