Siembra de Marte
Clark Ashton Smith & E. M. Johnson (argumento)
Fue en el otoño de 1947, tres días antes del encuentro de balompié anual entre Stanford y la Universidad de California, cuando el extraño visitante procedente del espacio exterior aterrizó en mitad del enorme estadio en Berkeley donde debía celebrarse el encuentro.
Descendiendo con una curiosa intención, fue visto y señalado por multitudes en los pueblos que bordean la bahía de San Francisco, en Berkeley, en Oakland, en Alameda y en el propio San Francisco. Brillando con una luz rojiza, de un tono cobre dorado, flotó descendiendo desde un cielo azul celeste sin nubes, dejándose caer en una especie de lenta espiral sobre el estadio. Era completamente diferente de cualquier otro tipo de nave aérea y tenía casi cien pies de longitud.
La forma general era ovoide, y, más o menos, angular, con una superficie dividida en docenas de planos distintos, además de muchas escotillas, con forma de diamante, de un material de color purpúreo, diferente del que se había empleado para construir el cuerpo de la nave. Incluso a primera vista, sugería el genio inventivo y la artesanía de un mundo extraterrestre, de una gente cuyas ideas sobre la simetría mecánica habían sido condicionadas por necesidades evolutivas y por sentidos y facultades distintos de los nuestros.
Sin embargo, cuando la extraña nave hubo aterrizado en el anfiteatro, muchas teorías conflictivas en relación a su origen y a su propósito se propagaron por los pueblos de la bahía. Había quien temía la invasión de algún enemigo extranjero, y quien pensó que la extraña nave era la vanguardia de algún ataque, planeado durante mucho tiempo, desde los soviets de Rusia y China, o incluso desde Alemania, cuyas intenciones eran aún sospechosas, y muchos de entre los que postulaban un origen ultraplanetario estaban también preocupados, considerando que quizá el visitante fuese hostil, y podría señalar el comienzo de alguna incursión desde otros mundos.
Mientras tanto, completamente inmóvil y en silencio, y sin signos de vida o de ocupación, la nave reposaba sobre el estadio, donde las multitudes empezaron a amontonarse para mirarla. Estas multitudes, sin embargo, fueron pronto dispersadas por orden de las autoridades civiles, ya que la naturaleza e intenciones del extraño eran tan indeclaradas como sospechosas. El estadio fue cerrado al público; y, para el caso de manifestaciones de hostilidad, se montaron nidos de ametralladoras en las gradas superiores con la presencia de una compañía de infantes de marina, y con bombarderos revoloteando preparados para soltar su letal carga sobre la brillante masa cobriza.
El interés más intenso fue sentido por la hermandad científica, y un gran grupo de profesores, de químicos, de metalúrgicos, de astrónomos y de biólogos fue organizado para visitar y estudiar el objeto desconocido. Cuando, a la tarde siguiente a su aterrizaje, los observatorios locales emitieron un boletín indicando que la nave había sido vista acercándose a la Tierra desde el espacio traslunar la noche anterior a su aterrizaje, quedó establecido, más allá de cualquier discusión, el hecho de su génesis no terrestre a los ojos de la mayoría; y la discusión se centró en sobre si había venido de Marte, Venus, Mercurio o uno de los planetas superiores; o si, quizá, se trataba de un vagabundo que procedía de un sistema solar distinto del nuestro.
Pero, por supuesto, los planetas más cercanos eran preferidos en esta discusión por la mayoría, especialmente Marte; porque, según podían determinar los que habían observado con mayor exactitud, la línea de acercamiento de la nave habría formado una trayectoria al planeta rojo.
Durante todo aquel día, mientras hervían las discusiones, mientras números extras con titulares vívidamente especulativos y fantásticos eran editados tanto por la prensa local como por la prensa de todo el mundo civilizado, cuando el sentimiento del público estaba dividido entre el miedo y la curiosidad, y los infantes y pilotos de guardia continuaban expectantes ante signos de posible hostilidad, la nave sin identificar mantenía su silencio e inmovilidad iniciales.
Los telescopios y catalejos estaban fijos sobre ella desde las colinas próximas sobre el estadio; pero incluso éstas mostraban poco en relación a su carácter. Aquellos que la estudiaban vieron que sus ventanas numerosas estaban hechas con algún tipo de material vítreo, más o menos transparente; pero nada se movía detrás de aquél, y las imágenes de rara maquinaria que permitían ver en el interior de la nave carecían de sentido para los observadores. Una de las ventanas, más grande que las demás, se creía que era una especie de puerta o escotilla; pero nadie se acercó para abrirla; y, detrás de ella, había una extraña fila de bastones inmóviles, muelles y pistones, que impedían ver más lejos.
Fue considerado que sin duda los ocupantes de la nave eran tan cautelosos ante el entorno extraterrestre como las gentes de la bahía ante la nave. Quizá tenían miedo de mostrarse ante los ojos humanos; quizá tenían dudas respecto a la atmósfera terrestre y del efecto que podría tener en ellos; o quizá estaban sencillamente al acecho y planeando algún ataque demoníaco con armas inconcebibles o ingenios de destrucción.
Aparte de los miedos de algunos, y el asombro y las especulaciones de otros, una tercera división de los sentimientos del público comenzó a cristalizarse. En círculos estudiantiles y entre los amantes del deporte, el sentimiento era que la extraña nave se había tomado una libertad inadmisible al ocupar el estadio, especialmente en un momento tan próximo a un acontecimiento deportivo. Circuló una petición para que se retirase, y fue presentada a las autoridades de la ciudad. El gran casco metálico, se sentía, sin importar de dónde procediese o por qué, no debía ser permitido que se interfiriese con algo tan sacrosanto, o de tanta importancia, como un partido de balompié.
Sin embargo, a pesar de la intranquilidad que había creado, la nave se negó a moverse ni siquiera una fracción de pulgada. Muchos empezaron a creer que los ocupantes habían sido aplastados por las circunstancias de su tránsito a través del espacio; o quizá habían muerto, incapaces de soportar la atmósfera y la presión gravitatoria de la Tierra.
Se decidió no acercarse a la nave hasta la mañana del día siguiente, cuando el comité de investigación la visitara. Durante la tarde y la noche, científicos de muchos Estados se dirigieron a California por aeroplano o cohete para llegar a tiempo al acontecimiento.
Se consideró aconsejable limitar el número de miembros de este comité. Entre los sabios afortunados que habían sido seleccionados estaba John Gaillard, astrónomo asistente en el observatorio de Monte Wilson. Gaillard representaba la corriente más radical y libremente especulativa del pensamiento científico y se había hecho famoso por sus teorías concernientes a la habitabilidad de los planetas inferiores, especialmente Marte y Venus. Desde hacía largo tiempo, había defendido la idea de vida inteligente, y altamente desarrollada, en aquellos mundos, y había incluso publicado más de un tratado relativo a estos temas. Su emoción ante la noticia de la extraña nave fue intensa. Era uno de los que habían visto la mota, brillante e inclasificable, en el espacio más allá de la órbita de la Luna, a última hora de la noche anterior; y había sentido, incluso entonces, una premonición de su verdadera naturaleza. Otros miembros del grupo también eran de mente libre y abierta, pero ninguno tenía un interés tan vital y profundo como Gaillard.
Godfrey Stilton, profesor de astronomía de la universidad de California, que también estaba en el comité, podía haber sido como la verdadera antítesis de Gaillard en sus ideas y tendencias. Estrecho, dogmático, escéptico de todo aquello que no pudiese demostrarse matemáticamente, despreciativo de todo aquello que quedase fuera de los límites del más estrecho empirismo, era contrario a admitir el origen extraterrestre de la nave, e incluso la posibilidad de vida orgánica en otro mundo que no fuese la Tierra. Varios de sus cofrades pertenecían al mismo tipo intelectual.
Aparte de estos dos hombres y sus compañeros científicos, el grupo incluía tres periodistas, además del jefe de policía local, William Polson, y el alcalde de Berkeley, James Gresham, ya que se consideraba que las fuerzas del gobierno deberían estar presentes. El comité al completo constaba de cuarenta hombres, y cierto número de mecánicos expertos, equipados con sopletes de acetileno e instrumentos de cortar, fueron mantenidos en reserva fuera del estadio para el caso de que fuese necesario abrir la nave a la fuerza.
A las nueve de la mañana, los investigadores entraron en el estadio y se acercaron al objeto brillante multiangular. Muchos sintieron la emoción que acompaña al acercarse a un imprevisible peligro; pero estaban animados por la más viva curiosidad y por sentimientos del más vivo asombro. Gaillard, especialmente, se sentía en presencia de un misterio de más allá de este mundo y se maravilló al acercarse a la masa cobriza dorada, su sentimiento aumentó hasta ser un auténtico vértigo, como sentiría quien contempla las simas insondables de los secretos arcanos y las pasmosas maravillas de un mundo extraterrestre. Le parecía estar en el mismo borde entre lo concreto y lo inconmensurable, entre lo finito y lo infinito.
Otros del grupo, en un grado menor, estaban poseídos por idéntica emoción. E incluso el duro y poco imaginativo Stilton se sintió algo afectado por un raro nerviosismo, que, con la mentalidad que tenía, atribuyó al tiempo que hacía... o a un toque de su úlcera.
La extraña nave reposaba en una completa tranquilidad, como antes. Los miedos de quienes esperaban a medias una mortífera emboscada se calmaron mientras se acercaban; y las esperanzas de los que contaban con una manifestación amistosa de ocupantes vivos quedaron insatisfechas. El grupo se reunió ante la puerta principal, que, como todas las demás, tenía la forma de un gran diamante. Se levantaba varios pies por encima de sus cabezas en un ángulo del casco; y se quedaron mirando, a través de su transparencia malva, los intrincados mecanismos, coloreados como los ricos paneles de una catedral medieval.
Todos dudaban sobre lo que debía hacerse, porque parecía evidente que los ocupantes de la nave, si estaban vivos y conscientes, no tenían prisa en mostrarse al escrutinio humano. La delegación decidió esperar unos pocos minutos antes de requerir los servicios de los mecánicos que se habían reunido y de sus antorchas de acetileno; y, mientras esperaban, dieron un paseo e inspeccionaron las paredes de metal, que parecían estar hechas con una aleación de cobre y oro rojo, templado a una dureza sobrenatural mediante un proceso desconocido para la metalurgia terrestre. No había signos de unión en la miríada de planos y facetas, y todo el enorme casco, aparte de sus ventanas transparentes, podría haber estado hecho con una sola lámina de la rica aleación.
Gaillard se quedó mirando hacia arriba a la puerta principal, mientras sus compañeros daban vueltas en torno a la nave hablando y discutiendo entre ellos. De alguna manera, tuvo una intuición de que algo extraño y milagroso estaba a punto de suceder, y, cuando la gran puerta comenzó a abrirse lentamente, sin ninguna agencia visible, dividiéndose en dos válvulas que se apartaron a los lados, la emoción que sintió no fue por completo de sorpresa. Tampoco se quedó sorprendido cuando una especie de escalera metálica, consistente en estrechos escalones que eran poco más que barrotes, descendió paso a paso desde la escotilla hasta el suelo a sus propios pies.
La ventana se había abierto y la escalera se había estirado en silencio, sin el menor crujido o sonido metálico; pero otros, además de Gaillard, se habían fijado en el acontecimiento, y todos se dieron prisa muy excitados y se agruparon ante los escalones.
Contrariamente a sus lógicas expectativas, nadie salió de la nave; y podían ver poco más del interior de lo que había sido visible por las válvulas cerradas. Esperaban a algún exótico embajador de Marte, a algún precioso y raro plenipotenciario de Venus que descendiese por la curiosa escalera; pero el silencio y la soledad de la habilidad mecánica de todo ello resultaban pasmosos. Parecía que la gran nave fuese una entidad viviente, y poseyese cerebro y nervios propios, ocultos en su interior forrado de metal.
La puerta abierta y los escalones representaban una clara invitación, y, después de algunas vacilaciones, los científicos se decidieron a entrar. Algunos todavía estaban temerosos de una trampa; y cinco de los cuarenta hombres decidieron, desconfiados, permanecer fuera; pero todos los demás se sentían atraídos poderosamente por una ardiente curiosidad y por el entusiasmo investigador, y, uno por uno, ascendieron por las escaleras y entraron en la nave.
Encontraron el interior todavía más causante de asombro de lo que lo habían sido las paredes exteriores. Era bastante amplio y se hallaba dividido en varios espaciosos compartimentos, dos de los cuales estaban en el centro de la nave, amueblados con sofás bajos cubiertos con tejidos suaves y lustrosos de color gris perla amontonados. Los otros, además de la antecámara detrás de la entrada, estaban llenos de maquinaria, cuya fuerza motriz y modo de funcionamiento resultaban igualmente obscuros para los más expertos de entre los investigadores.
Raros metales y extrañas aleaciones, algunos de ellos difíciles de clasificar, habían sido empleados en la construcción de esta maquinaria. Cerca de la entrada, se encontraba una especie de mesa tripodal, o tablero de instrumentos, cuyas extrañas filas de palancas y botones no eran menos misteriosas que los caracteres de algún criptograma. Toda la nave parecía estar completamente abandonada, sin ningún rastro de vida humana o extraterrestre.
Vagabundeando por los apartamentos y asombrándose ante las maravillas mecánicas sin resolver que se encontraban ante ellos, los miembros de la delegación no se dieron cuenta de que las anchas válvulas se habían cerrado detrás de ellos con el mismo sigilo con el que se habían abierto.
Ni tampoco escucharon los gritos de advertencia de los que se habían quedado fuera.
La primera sugerencia de algo fuera de lo normal vino de una repentina inclinación y levantamiento de la nave. Sorprendidos, miraron por las escotillas como ventanas, y vieron por los paneles, violetas y vítreos, el alejarse y el girar de las innumerables filas de asientos que rodeaban el enorme estadio. La nave extraterrestre, sin ningún piloto visible para guiarla, estaba elevándose en el aire rápidamente en una especie de movimiento espiral. Se estaba llevando hacia algún mundo desconocido a toda la delegación de atrevidos científicos que la habían abordado, junto al alcalde de Berkeley y el jefe de policía, además de los tres privilegiados reporteros, que habían pensado que obtendrían una ultrasensacional exclusiva para sus respectivos periódicos.
La situación era por completo sin precedente, y más que sorprendente; y las reacciones de los distintos hombres, todas estuvieron señaladas por la sorpresa y la consternación. Muchos estaban demasiado pasmados y confundidos para darse cuenta de todas las implicaciones y las consecuencias; otros estaban francamente aterrorizados; y todavía otros estaban indignados.
–¡Esto es un abuso! –exclamó Stilton, tan pronto como se hubo recobrado un poco de su sorpresa inicial.
Hubo exclamaciones similares procedentes de otros de temperamento parecido al suyo; todos consideraban de una manera enfática que algo debía hacerse respecto a la situación, y que alguien (a quien desafortunadamente no eran capaces de identificar) debería sufrir las consecuencias de esta audacia sin paralelo.
Gaillard, aunque compartía el asombro generalizado, estaba emocionado en el fondo de su corazón por una sensación de prodigiosa aventura ultraterrena, por una premonición de una empresa ultraplanetaria. Sentía una certeza mística de que él y los demás se habían embarcado en un viaje a un mundo que nunca antes había sido pisado por el hombre; y que la extraña nave había descendido a la Tierra y abierto sus puertas para cumplir con este propósito; que un poder esotérico y remoto estaba guiando cada uno de sus movimientos y los estaba extrayendo a su destino preestablecido. Vastas imágenes, incoadas, de un espacio sin límites y de un esplendor de rareza interestelar llenaban su mente, e imágenes que no podrían dibujarse se alzaron para asombrar su vista desde unos límites ultratelúricos.
De alguna manera incomprensible, sabía que el deseo de toda su vida de penetrar en los misterios de las distantes esferas pronto sería gratificado; y él (si no sus compañeros) estuvo resignado desde el primer momento de su extraño secuestro y cautividad en la nave espacial voladora.
Discutiendo su situación de una manera muy voluble y vociferante, los sabios reunidos se apresuraron a las distintas ventanas y miraron abajo, al mundo que estaban abandonando. En una simple fracción de tiempo, se habían elevado a la altitud de las nubes. Toda la región en torno a la bahía de San Francisco, así como los bordes del océano Pacífico, se extendía a sus pies como un inmenso mapa en relieve; y podían ver la curvatura del horizonte, que parecía torcerse y hundirse conforme se elevaban.
Era una perspectiva terrible y magnífica; pero la aceleración creciente de la nave, que había ganado ahora una velocidad igual, y mayor, que la de los cohetes que eran utilizados en aquellos tiempos para circunvalar el globo en su estratosfera, les obligó enseguida a abandonar su postura vertical y a buscar el refugio de los cómodos sofás. También se abandonó la conversación, porque casi todo el mundo empezó a sentir una constricción y presión intolerable, que sujeto sus cuerpos como por argollas de un inflexible metal.
Sin embargo, cuando todos se hubieron tumbado en los sofás, sintieron un misterioso alivio cuyo origen no pudieron determinar. Parecía como si una fuerza emanase de los sofás, aliviando de alguna manera el peso plomizo de la gravedad aumentada a causa de la aceleración y haciendo posible a los hombres soportar la terrible velocidad con que la nave se alejaba de la Tierra y de su campo gravitacional.
De repente, se encontraron capaces de levantarse y andar una vez más. Sus sensaciones, en conjunto, eran prácticamente normales; aunque, contrastando con el aplastante peso inicial, había ahora una extraña ligereza que les impulsaba a acortar sus pasos para evitar chocarse con la maquinaria y las paredes. Su peso era menor de lo que habría sido en la Tierra, pero la pérdida no era suficiente como para producirles incomodidad o mareo, y era acompañada por una especie de alborozo.
Se dieron cuenta de que estaban respirando un aire fino, rarificado y estimulante que no era diferente del que se respira en la cima de las montañas de la Tierra, aunque impregnado por uno o dos elementos desconocidos que le daban un toque de acidez cítrica. Este aire tendía a aumentar el regocijo y a acelerar su pulso y sus respiraciones un poco.
–¡Esto es lamentable! –farfulló el indignado Stilton, tan pronto como descubrió que sus facultades de moverse y respirar se encontraban razonablemente controladas–. Esto resulta contrario a toda ley, decencia y orden. El gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica debería hacer algo inmediatamente al respecto.
–Me temo –comentó Gaillard– que nos encontramos fuera de la jurisdicción de los U.S.A., además de la de todos los demás gobiernos mundanos. Ningún avión ni ningún cohete podría atravesar las capas del aire por las que nos estamos moviendo; y, en breves momentos, penetraremos en el éter interestelar. Presumiblemente, esta nave está regresando al mundo desde el que partió; y nosotros vamos con ella.
–¡Absurdo! ¡Descabellado! ¡Indignante! –la voz de Stilton era un rugido, apenas atenuado por la finura de la atmósfera–. Siempre he defendido que el viaje por el espacio era completamente quimérico. Ni siquiera los científicos de la Tierra han sido capaces de inventar una nave semejante; y es ridículo suponer que exista vida muy inteligente, capaz de desarrollar inventos semejantes, en otros planetas.
–Entonces, ¿cómo explica nuestra situación? –preguntó Gaillard.
–La nave es, por supuesto, de fabricación humana. Debe ser un nuevo, y ultrapoderoso, tipo de cohete, diseñado por los soviéticos, y bajo control automático o por radio, que probablemente aterrizará en Siberia, después de viajar por las capas más elevadas de la estratosfera.
Gaillard, sonriendo con amable ironía, consideró que podía abandonar con seguridad la discusión. Dejando a Stilton mirando indignado, por una de las ventanas traseras, la masa que se alejaba del mundo, de la cual el conjunto de Norteamérica, junto con Alaska y Hawai, había empezado a mostrar las siluetas de la costa, se reunió con el resto del grupo en una renovada investigación de la nave.
Algunos aún defendían que tenía que haber seres vivientes ocultos en el interior de la nave; pero una búsqueda cuidadosa en cada uno de los apartamentos, esquinas y rincones obtuvo el mismo resultado que antes. Abandonando ese objetivo, los hombres comenzaron a examinar de nuevo la maquinaria, cuya fuerza motriz y método de funcionamiento aún eran incapaces de comprender. Completamente perplejos y confundidos, miraron el tablero de instrumentos, sobre el cual ciertas llaves se movían ocasionalmente, como manejadas por una mano invisible. Estos cambios de situación siempre iban acompañados de algún cambio en la velocidad de la nave, o por una ligera alteración de su rumbo, posiblemente para evitar la colisión con un fragmento meteórico.
Aunque nada concreto podía descubrirse respecto al mecanismo por el que la nave era empujada, ciertos factores negativos quedaron enseguida establecidos. El método de propulsión era claramente no explosivo, ya que no había un rugido ni una estela llameante dejada por los cohetes. Era un deslizamiento silencioso y sin vibraciones, sin nada que indicase actividad mecánica, que no fuese el movimiento de ciertas palancas y el brillo de ciertos intrincados mecanismos y pistones con una extraña luz azul. Esta luz, tan fría y temblorosa como la del Ártico, no era de naturaleza eléctrica, sino que sugería más bien una fuente desconocida de radiactividad.
Después de un rato, Stilton se reunió con los que estaban agrupados en torno al tablero de instrumentos. Murmurando aún a causa de la ilegal y poco científica indignidad a la que se habían visto sometidos, contempló las palancas alrededor de un minuto, y entonces, agarrando una entre sus dedos, experimentó con la idea de ganar el control de los movimientos de la nave.
Para su pasmo y el de todos sus colegas, la palanca resultó ser imposible de mover. Stilton se esforzó hasta que se le marcaron venas azules en su mano, y le corría el sudor a chorros por su cabeza medio calva. Entonces, una por una, intentó mover las otras palancas tirando de ellas, pero siempre con el mismo resultado. Evidentemente, las palancas estaban bloqueadas a otro control que no fuese el del piloto desconocido.
Persistiendo aún en su intento, Stilton se aproximó a otra palanca de un tamaño más grande y de una forma diferente al resto. Al tocarla, gritó con agonía, y retiró sus dedos del extraño objeto con alguna dificultad. La palanca estaba fría como si estuviese sumergida en el frío absoluto del espacio exterior. De hecho, parecía quemar sus dedos con su extremada congelación. Después de esto, desistió, y no hizo ningún nuevo intento de interferir en el funcionamiento de la nave.
Gaillard, después de contemplar estos acontecimientos, había vagabundeado a uno de los apartamentos principales. Mirando una vez más desde su asiento en el sofá de una blandura y elasticidad sobrenaturales, contempló un espectáculo que le dejó sin aliento. El mundo entero, un gran globo brillante, de muchos colores, estaba flotando detrás de la nave en la negra sima salpicada de estrellas. Lo terrible de las profundidades sin dirección, el impensable aislamiento del infinito, cayeron sobre él, y se sintió mareado y con la cabeza dándole vueltas, y fue arrastrado por un pánico que le dominaba, sin límites ni nombre.
Entonces, extrañamente, el terror desapareció, en un regocijo que surgía ante la perspectiva de un viaje por cielos vírgenes hasta costas que nadie había pisado. Ignorando el peligro, olvidando el terrible distanciamiento del entorno acostumbrado al hombre, se entregó por completo a la mágica convicción de una maravillosa aventura y de un destino único que estaba por llegar.
Otros, sin embargo, eran menos capaces de orientarse en esas circunstancias raras y terribles. Pálidos y horrorizados, con una sensación de pérdida irreparable, de un peligro omnipresente y de una confusión mareante, miraban cómo se alejaba la Tierra, de cuyos confortables entornos habían sido arrancados de una manera tan inexplicable y tan terriblemente repentina.
Muchos estaban mudos a causa del miedo, al darse cuenta más claramente de su impotencia en manos de una fuerza todopoderosa y desconocida.
Algunos hablaban en voz alta y sin sentido sobre cosas banales, en un esfuerzo para ocultar su alteración. Los tres periodistas lamentaron ser incapaces de comunicarse con los periódicos a los que representaban. James Gresham, el alcalde, y William Polson, el jefe de policía, estaban estupefactos y eran completamente incapaces de decir qué hacer bajo circunstancias que anulaban su acostumbrada importancia en los asuntos cívicos. Y los científicos, como podría haberse esperado, estaban divididos en dos grandes grupos. Los más radicales, y aventureros, estaban más o menos inclinados a recibir favorablemente lo que quiera que estuviese por venir, a causa de los nuevos conocimientos; mientras que los otros aceptaban su destino con distintos grados de desgana, de protesta o de miedo.
Pasaron varias horas; y la Luna, una esfera de cegadora desolación en el gris abismo, había sido dejada atrás junto a la menguante Tierra. La nave aceleraba sola a través de la extensión cósmica, en un Universo cuya grandeza era una revelación hasta para los astrónomos, familiarizados como estaban con las magnitudes y las multitudes de los soles, las nebulosas y las galaxias. Los treinta y cinco hombres estaban siendo apartados de su planeta natal, por una inmensidad impensable, a una velocidad mayor que la de cualquier cuerpo del sistema solar o satélite.
Era difícil medir la velocidad exacta; pero podían formarse una idea de ésta basándose en la velocidad con la que los planetas más próximos, Marte, Mercurio y Venus, iban modificando sus posiciones relativas. Parecían casi estar saliendo disparados como las pelotas de un malabarista.
Resultaba claro que alguna especie de gravedad artificial estaba funcionando en la nave; porque la falta de peso, que de otra manera habría sido inevitable en el espacio exterior, no era sentida en ningún momento. Además, los científicos descubrieron que estaban siendo aprovisionados con aire de ciertos tanques de forma rara. Evidentemente, además, había algún sistema de calefacción oculto alguna especie de aislamiento ante la frialdad del espacio; porque la temperatura del interior de la nave se mantenía constante en torno a unos 65 a 70 grados Fahrenheit.
Mirando sus relojes, algunos del grupo descubrieron que ya había pasado la hora del mediodía en la Tierra; aunque hasta los menos imaginativos se dieron cuenta de lo absurda que resultaba la división del tiempo en veinticuatro horas del día y de la noche, en medio de la eterna luz de Sol del vacío.
Muchos comenzaron a sentir sed y hambre, y a mencionar sus apetitos en voz alta. No mucho más tarde, como respondiendo, igual que el servicio que se proporciona a una buena mesa, en un hotel o en un restaurante, ciertos paneles de la pared metálica del interior, hasta entonces inadvertidos por los sabios, se abrieron sin ruido ante sus ojos y dejaron al descubierto mesas sobre las cuales había curiosos aguamaniles de boca ancha y platos profundos, parecidos a soperas, llenos hasta el borde con comidas desconocidas.
Demasiado sorprendidos para comentar durante mucho tiempo este nuevo milagro, los miembros de la delegación procedieron a probar las viandas y las bebidas que así se les ofrecían. Stilton, todavía sumido en su indignado silencio, se negó a probarlas, pero se quedó solo en su negativa.
El agua era, por supuesto, potable, aunque con un sabor ligeramente alcalino, como si procediese de pozos del desierto; y la comida, una especie de pasta rojiza, respecto a cuya naturaleza y composición los químicos dudaban, sirvió para apagar las punzadas del hambre, aunque no resultase especialmente seductora para el paladar.
Después de que los hombres de la Tierra hubiesen tomado esta comida, los paneles se cerraron de una manera tan silenciosa y discreta como se habían abierto. La nave avanzó por el espacio, hora tras hora, hasta que resultó evidente para Gaillard y sus compañeros astrónomos que o bien se dirigía directamente al planeta Marte, o bien pasaría muy cerca del mismo, en su camino a otro planeta.
El planeta rojo, con sus señales familiares, que habían contemplado tan a menudo por los telescopios del observatorio, y sobre cuya naturaleza y origen se habían hecho muchas preguntas, empezó a alzarse ante ellos y a crecer con una velocidad taumatúrgica. Entonces, notaron una señalada disminución en la velocidad de la nave, que continuó directa hacia el planeta cobrizo, como si su objetivo estuviese oculto entre el laberinto de manchas obscuras y singulares; y resultó imposible dudar por más tiempo que Marte era su punto de destino.
Gaillard y aquellos que le eran más o menos afines en sus intereses e inclinaciones se emocionaron con expectativas, pavorosas y sublimes, cuando la nave se aproximó al planeta extraño. Entonces, empezó a flotar delicadamente sobre un exótico paisaje en el que los famosos “mares” y “canales”, enormes a causa de su proximidad, podían ser claramente reconocidos.
Pronto se acercaron a la superficie del planeta rojizo, describiendo espirales por su atmósfera sin nieblas ni nubes, mientras la deceleración aumentaba hasta alcanzar la velocidad de un paracaídas. Marte les rodeaba con horizontes rígidos y monótonos, más próximos que los de la Tierra, sin mostrar ninguna otra elevación saliente, como colinas o lomas; y pronto colgaban sobre él a una altura de media milla o menos. Aquí la nave pareció frenar y pararse, sin descender más.
Debajo de ellos, podían ver un desierto de bajas elevaciones y arena amarilla rojiza, interseccionado por uno de los llamados “canales”, que se extendía sinuosamente a cada lado hasta desaparecer en el horizonte.
Los científicos estudiaron este terreno con una sorpresa que iba en continuo aumento, al imponerse en sus percepciones la verdadera naturaleza del venoso canal. No era agua, como muchos antes de entonces habían supuesto, sino una masa de pálida vegetación verde, de vastas hojas o frondes dentados, todos los cuales parecían emanar de un único tallo rastrero de color carne, de varios cientos de pies de diámetro y con hinchadas articulaciones nodulares a intervalos de media milla. Aparte de esta parra anómala y supergigantesca, no había signos de vida, animal ni vegetal, en todo el horizonte; y la longitud del tallo rastrero, que cubría todo el horizonte visible pero que, por su forma y características, parecía ser un simple zarcillo de algún crecimiento aún más grande, era algo que hacía temblar las ideas previas de la botánica terrestre.
Muchos de entre los científicos estaban casi estupefactos a causa del asombro mientras miraban abajo, desde las ventanas violetas, a esta titánica enredadera. Más que nunca, los periodistas elevaron un lamento por los avasalladores titulares que, bajo las circunstancias que prevalecían, serían incapaces de proporcionar a sus periódicos respectivos. Gresham y Polson creían que había algo vagamente ilegal en la existencia de un ser tan monstruoso bajo la forma de una planta; y la desaprobación científica sentida por Stilton y sus cofrades de mentalidad académica era la más pronunciada.
–¡Escandaloso! ¡Inaudito! ¡Ridículo! –murmuro Stilton–. Esta cosa desafía las leyes más elementales de la botánica. No existe un precedente concebible para ella.
Gaillard, que se hallaba de pie a su lado, estaba tan arrebatado por su concentración en la contemplación de la nueva planta, que apenas escuchó el comentario. El convencimiento de una aventura vasta y sublime, que había estado creciendo en su interior desde el inicio de aquel viaje, raro y estupendo, se veía ahora confirmado con diáfana claridad. No podía dar forma definitiva o coherencia al sentimiento que le poseía; pero le inundaba el presentimiento de una maravilla presente y de un milagro futuro, y la intuición de revelaciones, extrañas y tremendas, que estaban por venir.
Pocos del grupo querían hablar, o habrían sido capaces de hacerlo. Todo lo que les había sucedido durante las horas recientes, y todo lo que ahora veían, estaba tan alejado del alcance de los actos y de la inteligencia humanos, que el ejercicio normal de sus facultades estaba más o menos inhibido por el esfuerzo para ajustarse a estas condiciones únicas.
Después de que hubiesen contemplado la parra de proporciones gigantescas durante un par de minutos, los sabios se dieron cuenta de que la nave se movía de nuevo, esta vez en una dirección lateral. Volando muy lentamente y con intención, seguía lo que parecía ser el rumbo del zarcillo en dirección al oeste de Marte, sobre el que estaba descendiendo un Sol pequeño y pálido por un cielo quemado y empañado, vertiendo una luz débil y gélida sobre el desolado paisaje.
Los hombres fueron abrumadoramente conscientes de una voluntad inteligente detrás de todo lo que estaba ocurriendo; y la sensación de esta supervisión, remota y desconocida, era más fuerte en Gaillard que en los demás. Nadie podía dudar que cada movimiento de la nave estaba medido y predestinado; y Gaillard sentía que la lentitud con que seguían el curso de la gran planta estaba calculada para proporcionar a la delegación tiempo suficiente como para estudiar su nuevo entorno; y, en particular, para estudiar la misma planta.
En vano, sin embargo, observaron su cambiante entorno para descubrir algo que pudiese indicar la presencia de formas orgánicas de tipo humano, no humano o sobrehumano, como se podría imaginar que existían en Marte. Por supuesto, Sólo entidades semejantes, se creía, podrían haber construido, enviado y guiado la nave en que ahora se encontraban cautivos.
La nave continuó avanzando durante por lo menos una hora, recorriendo un territorio inmenso, en el cual, después de muchas millas, la desolación inicial cedía su lugar a una especie de pantano. Aquí, donde las aguas lodosas se entretejían con la tierra gredosa, el retorcido tallo se hinchaba hasta proporciones increíbles con hojas lustrosas que emparraban el suelo pantanoso casi a una milla por cada lado del elevado tallo.
Aquí también, el follaje asumía una verdosidad más viva y más rica, cargada con una sublime exuberancia vital; y el propio tallo mostraba una increíble suculencia, junto con un barniz y un brillo lustrosos, un florecimiento que, de manera rara e incongruente, sugería carne bien alimentada. La cosa parecía palpitar a intervalos regulares y rítmicos, bajo los ojos de los observadores, como una entidad viva; y. en algunos lugares, había nódulos de forma rara, o uniones al tallo, cuyo propósito nadie conseguía imaginar.
Gaillard llamó la atención de Stilton al extraño latido que podía notarse en la planta; un latido que parecía comunicarse a las hojas de cien pies que temblaban como si fuesen plumas.
–¡Humpf! –exclamó Stilton agitando la cabeza con un aire en que se mezclaba la incredulidad y el asco–. Esta palpitación es del todo imposible. Tiene que haber algo que esté más en nuestra vista..., quizá alguna alteración en el foco a causa de la velocidad de nuestro viaje. Es eso, o que hay una cualidad reflectiva en la atmósfera que da una ilusión de movimiento a los objetos estables.
Gaillard se abstuvo de llamarle la atención sobre el hecho de que este supuesto fenómeno de enfermedad visual o refracción atmosférica se limitaba en su aplicación enteramente a la planta y no extendía sus límites al paisaje que les rodeaba.
Poco después de esto, la nave llegó a una enorme ramificación de la planta; y aquí los terrestres descubrieron que el tallo que habían estado siguiendo no era más que uno de tres que se separaban para interseccionar el suelo pantanoso desde ángulos muy distintos entre sí y luego desaparecían por horizontes opuestos. La intersección estaba señalada por un doble nódulo, del tamaño de una montaña, que tenía una extraña similitud con unas caderas humanas. Aquí, el latido era más fuerte y se notaba más fácilmente que nunca; y extrañas manchas variadas y venosidades de color rojizo resultaban visibles en la pálida superficie del tallo.
Los sabios se sintieron cada vez más emocionados ante la magnitud, sin precedentes, y las singulares características de la notable planta. Pero les aguardaban revelaciones de una naturaleza aún más extraordinaria. Después de posarse durante un momento sobre la monstruosa juntura, la nave voló elevándose más a una velocidad acelerada, a lo largo del tallo principal, de una longitud incalculable, que se extendía por el horizonte de Marte occidental. Revelaba nuevas ramificaciones e intervalos variables, volviéndose incluso más grande y lujuriante al penetrar regiones pantanosas que eran, sin duda, el barro residual de un mar hundido.
–¡Dios mío! La cosa debe rodear todo el planeta –dijo uno de los periodistas con voz impresionada.
–Eso parece –Gaillard asintió gravemente–. Tenemos que estar viajando casi en línea paralela con el ecuador; y ya hemos seguido a la planta a lo largo de cientos de millas. Basándonos en lo que hemos visto, parece que los “canales” marcianos son sencillamente sus ramificaciones, y quizá las masas señaladas por los astrónomos como “mares” son masas de su follaje.
–No puedo comprenderlo –gruñó Stilton–; la maldita cosa es completamente contraria a la ciencia y a la naturaleza..., no debería existir en ningún Universo racional o concebible.
–Bueno –dijo Gaillard un poco frívolamente–. Existe; y no veo cómo te puedes librar de eso. Además, aparentemente se trata de la única forma de vida vegetal en el planeta; por lo menos, hasta el momento hemos fracasado en encontrar algo remotamente parecido. No hay ninguna razón en absoluto para suponer que los reinos animal y vegetal tengan que exhibir en otros reinos la misma naturaleza y multiplicidad que muestran en la Tierra.
Stilton, mientras escuchaba el poco ortodoxo argumento, miraba a Gaillard fijamente como un mahometano miraría a algún infiel descarriado, pero estaba demasiado furioso o demasiado asqueado como para decir nada más.
La atención de los científicos fue ahora atraída a un área verdosa en la línea de su vuelo, cubriendo muchas millas cuadradas. Aquí, vieron que el tallo principal había echado una multitud de raíces, cuyo follaje ocultaba el suelo de debajo igual que un denso bosque.
Tal y como Gaillard había conjeturado, el origen de las zonas parecidas a mares estaba ahora explicado.
Cuarenta o cincuenta millas después de esta área de follaje, llegaron a otra que era incluso más extensa. La nave ascendió hasta una gran altura, y su vista descendió sobre una extensión de follaje de las dimensiones de un reino. En el medio, discernieron un nódulo circular de varias leguas de extensión, alzándose como un gran monte redondeado, del cual emanaban en todas direcciones los tallos del extraño vegetal que circunvalaban el planeta. No sólo el tamaño, sino además ciertos rasgos del inmenso nódulo, causaron la más completa confusión a los que lo contemplaban, era como la cabeza de un gigantesco pulpo, y los tallos que se extendían en todas direcciones sugerían los tentáculos. Y, lo más extraño de todo, los hombres discernieron, en el centro de la cabeza, dos enormes masas, claras y transparentes como el agua, que combinaban el tamaño de lagos con la forma y apariencia de ¡órganos ópticos!
Toda la planta palpitaba como un capullo que respirase; y el pasmo con el que los exploradores involuntarios la contemplaban no puede expresarse con palabras. Todos se veían obligados a reconocer que, más allá de sus proporciones sin paralelo y del modo de crecimiento, la cosa no podía asociarse en ningún sentido con género alguno de la botánica terrestre. Y a Gaillard, además de al resto, se le ocurrió la idea de que se trataba de un organismo inteligente, y de que la masa palpitante que ahora contemplaban era el cerebro, o el ganglio central, de su desconocido sistema nervioso.
Los enormes ojos que retenían la luz como colosales gotas de rocío, parecían devolver su escrutinio con una inteligencia sobrehumana e indescifrable; y Gaillard se sintió obsesionado por la idea de que unos conocimientos sobrenaturales y una sabiduría rayana en la omnisciencia habitaban en aquellas profundidades hialinas.
La nave comenzó a descender y se posó verticalmente en una especie de valle cercano a la montañosa cabeza, donde el follaje de dos tallos que se alejaban había dejado una especie de claro. Era como un claro de bosque, con selva impenetrable por tres lados y un escabroso despeñadero por el cuarto. Aquí, por primera vez durante la experiencia de sus ocupantes, la nave tocó suelo marciano, descendiendo con una delicada flotación, sin vibraciones ni sacudidas; y, casi inmediatamente después de su aterrizaje, las válvulas de la puerta principal se abrieron, y la escalera de metal descendió hasta el suelo, evidentemente preparada para que desembarcasen sus pasajeros humanos.
Uno por uno, algunos con precauciones y timidez, otros con ansiedad aventurera, los hombres descendieron de la nave y comenzaron a inspeccionar sus contornos. Descubrieron que el aire marciano era un poco diferente del que habían estado respirando en la nave espacial; y que, a aquella hora, cuando el Sol aún brillaba desde el oeste sobre el extraño valle, la temperatura era moderadamente cálida.
Era una escena impensable y fantástica; y los detalles eran por completo diferentes de los de cualquier paisaje terrestre. Bajo sus pies había un suelo suave y resistente, parecido a una especie de limo húmedo, por completo privado de hierbas, hongos, líquenes o cualquier otra forma de vida menor vegetal. Las hojas de la gigantesca parra colgaban a una gran altura sobre el claro como de antiguos árboles perennes, y temblaban en aquel aire sin brisas a causa del latido de los tallos.
Cerca de ellos se levantaba la vasta pared, color carne, de la gran cabeza central, que se elevaba como una colina hacia los ocultos ojos y que estaba, sin duda, profundamente enterrada y enraizada en el suelo marciano. Acercándose a la masa viviente, los terrestres vieron que la superficie estaba cubierta de una red de millones de reticulaciones parecidas a arrugas, y contenía grandes poros que recordaban los de la piel de un animal bajo un microscopio extremadamente poderoso. Efectuaron su inspección en un silencio lleno de pasmo; y, durante algún tiempo, nadie se sintió capaz de expresar en voz alta las extraordinarias conclusiones a las que todos ellos se habían visto empujados.
Las emociones de Gaillard eran casi religiosas mientras contemplaba la apenas imaginable amplitud de esta forma de vida extraterrestre, que parecía mostrar atributos más cercanos a la divinidad que los que había encontrado en ninguna otra manifestación del principio vital.
En él, veía la apoteosis combinada del reino animal y vegetal. La cosa era tan perfecta y completa, tan autosuficiente, tan independiente de formas de vida menores en su crecimiento, que abarcaba el mundo. Desprendía una impresión de longevidad de eones, quizá de inmortalidad. ¡Y qué conciencia, arcana y cósmica, podría haber alcanzado durante los ciclos de su desarrollo! ¡Qué facultades y sentidos sobrehumanos podría poseer! ¡Qué poderes y potencialidades más allá de los logros de otras formas más limitadas y finitas!
En un grado menor, muchos de entre sus compañeros tenían unos sentimientos similares. En presencia de esta portentosa y sublime anormalidad, casi se olvidaron del enigma aún sin solucionar de la nave espacial y de su viaje por inmensidades nunca antes recorridas. Pero Stilton y los demás conservadores estaban muy escandalizados por la naturaleza inexplicable de todo ello; y, si hubiesen tenido mentalidad religiosa, habrían expresado su sensación de violación e indignación diciendo que la planta monstruosa, al igual que los acontecimientos sin paralelo en los que habían representado un involuntario papel, estaban manchados con la más grave herejía y la más flagrante blasfemia.
Gresham, quien había estado contemplando los contornos con pomposa y confundida solemnidad, fue el primero en romper el silencio.
–Me pregunto dónde para el gobierno local –dijo–, y, por cierto, ¿quién coño manda aquí? Oiga, señor Gaillard, ustedes los astrónomos saben muchas cosas sobre Marte. ¿No hay algún consulado de los Estados Unidos en alguna parte de este agujero abandonado de la mano de Dios?
Gaillard se sintió obligado a informarle de que no había un servicio consular en Marte, y de que la forma de gobierno del planeta, junto con su sede oficial, eran aún una cuestión abierta.
–Sin embargo –continuó–, no me sorprendería descubrir que estamos ahora en presencia del gobernante, único y supremo, de Marte.
–¡Huu! Yo no veo a nadie –gruñó Gresham con una expresión de preocupación, mientras contemplaba las masas temblorosas de follaje y la cabeza, como un monte elevado, de la gran planta. El sentido del comentario de Gaillard quedaba muy por encima de su órbita intelectual.
Gaillard había estado inspeccionando la pared de color carne de la cabeza, con un interés y una fascinación supremos. A cierta distancia a un lado, notó ciertos crecimientos peculiares, o encogidos o atrofiados, como cuernos caídos o flácidos. Eran tan grandes como el cuerpo de un hombre, y podrían en algún otro momento haber sido más grandes. Parecía como si la planta los hubiese hecho crecer para algún propósito desconocido, y, al haberse cumplido dicho propósito, hubiese permitido que se marchitasen. Aún sugerían, de una manera pasmosa, partes y miembros semihumanos, extraños apéndices, mitad brazos, mitad tentáculos, como si hubiesen sido modelados partiendo de una forma de vida marciana animal, sin paralelo y aún por descubrir.
Justo bajo ellos, en el suelo, Gaillard se fijó en un grupo de extraños instrumentos metálicos, con toscas hojas y lingotes sin forma del mismo metal cobrizo con el que se había construido la nave espacial.
De alguna manera, aquel lugar sugería un astillero abandonado, aunque no había andamiajes como los que normalmente se emplean en la construcción de una nave. Una rara intuición de la verdad apareció en la mente de Gaillard mientras examinaba los restos metálicos, pero estaba demasiado pasmado por todo lo que había visto, además de por todo lo que había supuesto y conjeturado, como para comunicar sus hipótesis a los otros sabios.
Mientras tanto, todo el grupo había vagabundeado por el claro, que comprendía un área de varios cientos de yardas. Uno de los astrónomos, Philip Colton, que había realizado estudios adicionales de botánica, estaba examinando las hojas serradas de la gigantesca parra con una mezcla de interés y de la perplejidad más completa. Las frondas o ramas estaban forradas con agujas como de pino, cubiertas de un vello largo y sedoso; y cada una de estas agujas tenía por lo menos cuatro pies de longitud y tres o cuatro pulgadas de grosor, posiblemente con una estructura hueca o tubular. Las frondas crecían a un nivel uniforme desde el tallo principal, llenando el aire como un bosque horizontal, y alcanzando el propio suelo en un orden unido y enlazado.
Colton sacó una navaja de su bolsillo e intentó cortar un trozo de una de esas hojas. Al primer contacto de la afilada hoja, toda la fronda se retiró de su alcance; y entonces, volviendo, le propinó un tremendo golpe que le lanzó al suelo y arrojó el cuchillo de entre sus dedos a una distancia considerable.
De no ser por la menor gravedad marciana, habría resultado severamente dañado por el golpe y la caída. Tal y como fue, se quedo tumbado, amoratado y jadeante, mirando con ridícula sorpresa la gran rama, que había recuperado su posición inicial entre sus compañeras, y ahora no daba señal de otro movimiento que el singular temblor producido por la palpitación rítmica del tallo al que estaba unida.
La situación de Colton había sido notada por sus compañeros, y, de repente, todas sus lenguas se soltaron por este acontecimiento; una confusa discusión se inició entre ellos; ya no resultaba posible para nadie dudar de la naturaleza animada o medio animal de la planta, e incluso el indignado y colérico Stilton, quien consideraba que las leyes más sagradas de las posibilidades científicas estaban siendo violadas, se vio obligado a admitir la existencia de un enigma biológico que no podría explicarse en los términos de la morfología ortodoxa.
Gaillard no tenía ganas de desempeñar ningún papel en la discusión, prefiriendo sus propias ideas y conjeturas, y continuó vigilando la carne palpitante. Se quedó un poco separado de los demás, y más cerca que ellos de la carnosa y porosa cuesta de la enorme cabeza; y, de repente, vio el crecimiento de lo que parecía ser un nuevo tentáculo desde su superficie, a una distancia de unos cuatro pies del suelo.
La cosa crecía como en una película a cámara lenta, alargándose y creciendo visiblemente, con un nudo bulboso en su extremo. Este nudo se convirtió enseguida en una gran masa, ligeramente arrugada, cuya silueta confundía y tentaba a Gaillard con la silueta de algo que una vez había visto pero que no conseguía recordar ahora. Había una extraña sugestión de miembros en formación y miembros que enseguida se volvieron más concretos; y entonces, con una especie de impacto, se dio cuenta de que la cosa parecía ¡un feto humano!
Su involuntaria exclamación de sorpresa atrajo la atención de los otros; y pronto toda la delegación estuvo agrupada en torno a él, contemplando, con el aliento contenido, el increíble desarrollo del nuevo brote. A la cosa le habían salido dos piernas bien formadas, que ahora descansaban en el suelo, sosteniendo con sus pies de cinco dedos el erguido cuerpo, en el cual la cabeza y los brazos ya estaban del todo evolucionados, aunque aún no habían alcanzado tamaño adulto.
El proceso continuó, y, simultáneamente, una especie de cadarzo lanoso empezó a aparecer en torno al tronco, los brazos y las piernas, como el rápido tejerse de un enorme capullo. Las manos y el cuello estaban desnudos; pero los pies se hallaban cubiertos con un material diferente, que tomó la apariencia de cuero verde.
Cuando el cadarzo se engrosó y se obscureció hasta un tono gris perla, y adquirió una apariencia bastante a la moda, resultó evidente que la silueta estaba siendo vestida con prendas como las que portaban los hombres de la Tierra, probablemente en deferencia a las ideas humanas sobre el pudor.
La cosa era increíble; y aún más extraño e increíble era el parecido que Gaillard y sus compañeros estaban descubriendo en la cara de la figura que aún seguía creciendo. Gaillard se sentía como si estuviese mirando en un espejo, ¡porque todos los rasgos esenciales de la cara eran los suyos!
Las prendas y los zapatos eran réplicas fieles de los que él mismo llevaba; ¡y cada parte y cada miembro de este extraño ser, incluso la yema de los dedos, estaban proporcionados como los suyos!
Los científicos vieron que el proceso de crecimiento estaba aparentemente completado. La figura se hallaba de pie con los ojos cerrados y un aspecto en blanco y sin expresión en sus facciones, como un hombre que aún no se ha despertado de su letargo. Estaba aún unido por un grueso tentáculo al palpitante nódulo montañoso; y este tentáculo salía de la base del cerebro como un cordón umbilical extrañamente situado.
La figura abrió los ojos y miró a Gaillard lanzándole una mirada profunda, larga, calmada y penetrante, que sirvió para aumentar su emoción y estupefacción. Sostuvo la mirada con la más extraña sensación imaginable..., la sensación de que tenía enfrente a su alter ego, un Doppelgänger en el que se encontraba el alma y la inteligencia de una entidad extraña y mayor. En la mirada de los ojos crípticos sintió el mismo misterio, profundo y sublime, que había visto desde las brillantes órbitas, semejantes a lagos de rocío brillante o de cristal, en la cabeza de la planta.
La figura levantó su mano derecha y pareció llamarle. Gaillard avanzó lentamente hasta que él y su milagroso doble se encontraron cara a cara. Entonces, el extraño ser colocó la mano sobre su frente, y a Gaillard le pareció que un hechizo mesmérico descendía sobre él en ese momento. Casi sin voluntad propia, para un fin que no le permitió comprender en ese momento, comenzó a hablar; y la figura, imitando cada tono y cada cadencia, repetía las palabras por él pronunciadas.
Transcurrieron muchos minutos hasta que Gaillard se dio cuenta del verdadero sentido y significado de este notable coloquio. Entonces, con un fogonazo de conciencia clara, se dio cuenta de que ¡le estaba dando a la figura lecciones de lengua inglesa! Estaba vertiendo un torrente, fluido e ininterrumpido, que contenía el vocabulario principal del idioma, junto con sus reglas gramaticales. Y, de alguna manera, por un milagro de inteligencia superior, todo lo que decía era comprendido y recordado por su interlocutor.
Debieron transcurrir horas en este proceso; y el Sol marciano se estaba vertiendo ahora por la aserrada hojarasca. Mareado y exhausto, Gaillard se dio cuenta de que la larga lección había terminado; porque el ser retiró la mano de su frente y se dirigió a él, en un inglés educado y bien modulado.
–Muchas gracias. He aprendido todo lo que necesitaba saber para propósitos de comunicación lingüística. Si tú y tus compañeros me escucháis ahora, os explicaré todo lo que os ha confundido, y declararé las razones por las que habéis sido traídos desde vuestro planeta propio hasta el suelo de un planeta extraño.
Como hombres en un sueño, apenas capaces de creer la fantástica evidencia de sus sentidos y sin embargo incapaces de refutarla o de repudiarla, los terrícolas escucharon mientras el sorprendente doble de Gaillard continuaba.
–El ser por medio del que hablo, hecho a semejanza de uno de vuestro grupo, es un simple órgano especial que he desarrollado para poder comunicarme con vosotros. Yo, la entidad creadora, que combino en mí mismo el más profundo genio y energía de esas dos divisiones de la vida que son conocidas para vosotros como vegetal y animal... Yo que poseo la virtual omnisciencia y omnipotencia de un dios, no he tenido la necesidad de un lenguaje articulado o formal en ningún momento previo de mi existencia. Pero, dado que incluyo en mi interior todas las potencialidades de la evolución junto con poderes mentales que rayan en la omnisciencia, no he tenido la menor dificultad en adquirir esta nueva capacidad. Fui yo quien construyó, mediante otros órganos especiales que había desarrollado para este propósito, la nave espacial que descendió sobre vuestro planeta y después volvió a mí con una delegación, compuesta en su mayoría, como he descubierto, por la fraternidad científica de la humanidad. La construcción de la nave, junto a su modo de control, quedarán en claro una vez que explique que soy el amo de muchas energías cósmicas, que van más allá de los rayos y de las radiaciones conocidas a los sabios de la Tierra. Estas fuerzas puedo extraerlas del aire, del suelo o del éter a voluntad, o incluso puedo invocarlas desde estrellas remotas y nebulosas. La nave espacial fue construida con metal que había integrado partiendo de moléculas que flotaban al azar en el aire; y utilicé rayos solares, en forma concentrada, para crear la temperatura que haría que esos metales se fundiesen en una sola lámina. La energía empleada para impulsar y guiar la nave es una especie de energía supereléctrica cuya naturaleza no entraré a elucidar sino para decir que está asociada con la fuerza básica de la gravedad, y además con ciertas propiedades radiactivas del éter interestelar que no pueden detectarse con los instrumentos que vosotros poseéis. Establecí en la nave la gravedad marciana, y la aprovisioné con aire y agua marcianos, además de con productos alimenticios sintetizados químicamente, para acostumbraros durante vuestro viaje a las condiciones dominantes en Marte. Yo soy, como podéis haber imaginado, el único habitante de este mundo. Podría multiplicarme si fuese necesario; pero, hasta el momento, por razones que enseguida comprenderéis, no he considerado que esto fuese deseable. Siendo completo y perfecto por mí mismo, no tengo necesidad de compañía con otras entidades, y, hace mucho tiempo, para mi propia comodidad y seguridad, me vi obligado a extirpar otras formas de vida vegetal rivales, y además a ciertos animales que se parecían levemente a la humanidad de vuestro mundo, y quienes, en el curso de su evolución, se estaban volviendo preocupantes y hasta peligrosos para mí. Con mis grandes ojos, que poseen un poder de magnificación óptica que queda más allá de vuestros más poderosos telescopios, he estudiado la Tierra y los otros planetas, durante las noches marcianas, y he aprendido mucho en relación a las condiciones que existen en cada uno. La vida en vuestro mundo, su historia, el estado de vuestra civilización, han sido de muchas maneras un libro abierto para mí; y también me he formado una idea precisa de los fenómenos geológicos, de la fauna y de la flora de vuestro mundo; comprendo vuestras imperfecciones, vuestra injusticia social y vuestros problemas de ajuste, y las múltiples enfermedades y miserias a las que estáis sujetos, debido a las disonantes múltiples entidades en las que la expresión de vuestro principio vital ha sido subdividida. De todos esos males y errores, yo estoy exento. He alcanzado un dominio y un conocimiento prácticamente absolutos; y ya no hay nada en el Universo que yo tema, dejando a un lado el inevitable proceso de deshidratación y desecación al que Marte está viéndose lentamente sometido, al igual que todos los demás planetas que envejecen. Soy incapaz de retrasar este proceso, excepto de una manera limitada y parcial; y ya me he visto obligado a sondear las aguas artesianas del planeta en muchos lugares. Podría vivir solamente con la luz del Sol y el aire; pero el agua es necesaria para mantener la propiedades alimenticias de la atmósfera, y, sin ella, mi inmortalidad fallaría con el paso del tiempo; mis tallos gigantes se encogerían y secarían, y mis vastas e innumerables hojas se secarían por falta del líquido vital. Vuestro mundo es joven, con mares superabundantes y arroyos y un aire cargado de humedad. Tenéis más de lo que necesitáis de un elemento que a mí me falta; y os he traído aquí, como representantes del género humano, para proponeros un intercambio que sólo puede resultar beneficioso para vosotros igual que para mí. A cambio de una módica cantidad del agua de vuestro mundo, os ofreceré los secretos de la vida eterna y de la energía infinita, y os enseñaré cómo vencer vuestras imperfecciones sociales y a dominar por completo vuestro entorno planetario. A causa de mi gran tamaño, mis tallos y mis zarcillos que rodean el ecuador marciano y alcanzan hasta los polos, me resultaría imposible abandonar mi mundo natal; pero os enseñaré cómo colonizar otros planetas y a explorar el Universo exterior. Para estos distintos fines, sugiero la creación de un tratado interplanetario y una alianza permanente entre yo mismo y los pueblos de la Tierra. Considerad bien lo que os ofrezco: porque la oportunidad es sin precedente ni paralelo. En relación a los hombres, soy como un dios en relación a los insectos. Los beneficios que puedo proporcionaros son inestimables; y, a cambio, sólo pido que establezcáis en la Tierra, según mis instrucciones, ciertas estaciones transmisoras utilizando una onda superpotente, por medio de las cuales los elementos esenciales del agua, menos sus indeseables propiedades salinas, puedan ser teleportados a Marte. La cantidad así retirada no causará diferencias, o éstas serán mínimas, en el nivel de vuestras mareas y en la humedad de vuestro aire; pero para mí es el medio de asegurarme una vida perdurable.
La figura dio por finalizada su perorata, y se quedó de pie mirando a los terrícolas en un silencio educado y hasta cierto punto inescrutable. Se quedó esperando su respuesta.
Como podría haberse esperado, las emociones con que los miembros de la delegación acogieron este notable discurso distaron de ser unánimes en su tono. Todos los hombres se encontraban más allá del pasmo y de la sorpresa, porque los milagros se habían amontonado sobre los milagros hasta que sus cerebros se encontraban atontados a causa del asombro; y habían llegado al punto en que tomaban la creación de una figura humana y su dotación de la capacidad de hablar completamente por supuesto. Pero la propuesta planteada por la planta, a través de su órgano de aspecto humano, era otra cuestión, y produjo diversas resonancias en las mentes de los científicos, los periodistas, el alcalde y el jefe de policía.
Gaillard, que se encontró a sí mismo completamente conforme con la proposición, y cada vez más unido con la entidad marciana, deseaba acceder al instante y dar su apoyo y el de sus compañeros al tratado planteado y al plan de intercambio. Se vio obligado a indicar al marciano que la delegación, aun siendo de la misma opinión, no tenía poderes para representar a las gentes de la Tierra en la formación de la planteada alianza; que lo más que podría hacer era plantear la oferta ante el gobierno de los Estados Unidos y los demás gobiernos de la Tierra.
La mitad de los científicos, después de alguna deliberación, se declararon favorables al plan y dispuestos a apoyarlo hasta el límite de sus habilidades. Los tres periodistas estaban igualmente dispuestos a hacer lo mismo, y prometieron, quizá impetuosamente, que la influencia de la prensa en el mundo se añadiría a la de los famosos sabios.
Stilton y los otros dogmáticos del grupo se mostraron enfática y hasta rabiosamente opuestos, y se negaron a considerar la oferta del marciano ni siquiera por un instante. Cualquier tratado o alianza de esta clase, mantenían, sería altamente indeseable e incorrecto. Nunca sería válido para las naciones de la Tierra mezclarse en un lío de una naturaleza tan cuestionable, o tener comercio con un ser de la clase del monstruo planta que carecía de un status biológico legítimo. Era impensable que científicos ortodoxos y de mente sólida defendiesen algo tan sospechoso. Consideraban además que había un sabor de truco o engaño en todo el asunto; y, en todo caso, era demasiado irregular como para ser considerado o contemplado con otra cosa que no fuese aprensión.
La escisión entre los sabios se volvió definitiva en una violenta discusión en que Stilton denunció a Gaillard y a los otros promarcianos prácticamente como traidores del género humano, y como bolcheviques intelectuales cuyas ideas eran peligrosas a la integridad intelectual de la humanidad. Gresham y Polson estaban del lado de la ley y el orden mentales, siendo por profesión conservadores; y, así, el grupo estaba dividido en partes más o menos iguales de los que favorecían aceptar la oferta del marciano y quienes la rechazaban con más o menos sospecha e indignación.
Durante el curso de esta vehemente discusión, el Sol se había puesto detrás de las altas murallas de hojarasca, y un frío gélido, como el que podría sentirse en un mundo medio desierto sin aire que lo atenúe, había tocado ya el crepúsculo rosa pálido. Los científicos comenzaron a temblar y sus pensamientos se vieron distraídos del problema que habían estado discutiendo por la incomodidad física de la que eran conscientes de una manera en aumento.
Escucharon la voz del extraño maniquí en el crepúsculo:
–Puedo ofreceros un selecto refugio durante la noche, además de durante vuestra estancia en Marte. Encontraréis la nave espacial bien iluminada y caliente, con todas las comodidades que podáis necesitar. Además, también puedo ofreceros otra hospitalidad. Mirad debajo de mi follaje, un poco a la derecha, donde estoy preparándoos ahora un refugio no menos cómodo y propicio que la nave... Un refugio que os ayudará a formaros una idea de mis variados poderes y potencialidades.
Los terrícolas vieron que la nave estaba brillantemente iluminada vertiendo una hermosa radiación amatista desde sus ventanas violeta. Entonces, debajo del follaje cercano por la derecha, notaron otra luminosidad todavía más extraña, que parecía ser emitida, como una especie de brillo nocturno, por las propias grandes hojas.
Incluso desde donde estaban de pie, notaron el agradable calor que comenzaba a calmar el frígido aire; y, avanzando hacia la fuente de estos fenómenos, descubrieron que las hojas se habían elevado y arqueado formando una amplia alcoba. El suelo estaba forrado con una especie de tejido de colores elástico, mullido y suave bajo sus pies, parecido a una alfombra fina. Jarras con líquidos y platos con comida estaban dispuestos en mesas bajas; y el aire en la alcoba era tan cálido como el de una noche de primavera en un clima subtropical.
Gaillard y los otros promarcianos, profundamente asombrados, estaban dispuestos a servirse inmediatamente del refugio de esta taumatúrgica hostelería. Pero los antimarcianos no querían saber nada de esto, considerándolo como obra del diablo. Sufriendo agudamente a causa del frío, con dientes entrechocados y miembros temblorosos, permanecieron en el claro abierto durante algún tiempo, y por fin se vieron empujados a buscar la puerta hospitalaria de la nave espacial, considerándola el menor de entre dos males según un extraño razonamiento.
Los otros, después de comer de las mesas que misteriosamente se les había proporcionado, se tumbaron en los tejidos como colchones. Se encontraron muy refrescados con el líquido de las jarras, que no era agua, sino alguna especie de rosado vino aromático. La comida, un auténtico maná, estaba más agradablemente condimentada que la que habían consumido durante su viaje en la nave espacial.
En su estado de excitación nerviosa, que era consecuencia de sus experiencias, ninguno de ellos había esperado dormir. El aire poco familiar, la gravedad alterada, la radiación desconocida del exótico suelo, además de su viaje sin precedentes y los milagrosos descubrimientos y revelaciones del día, todos eran profundamente inquietantes y posibles causantes de un profundo desequilibrio de cuerpo y de mente.
Sin embargo, Gaillard y sus compañeros se sumieron en un profundo reposo sin sueños tan pronto como se hubieron tumbado. Quizá el líquido y el alimento sólido que habían consumido ayudase a esto; o quizá había algún narcótico o influencia mesmérica en el aire, cayendo desde las vastas hojas o procedente del cerebro del señor planta.
A los antimarcianos no les fue tan bien en este sentido, y su sueño resultó tenue e interrumpido. La mayoría de ellos habían comido muy poco de las viandas que se les ofrecía en la nave espacial; y Stilton en particular se había negado a comer y a beber en absoluto. Además de que, sin duda, su estado mental hostil era tal como para hacerles más resistentes al poder hipnótico de la planta, si tal poder estaba siendo ejercido. En cualquier caso, no compartieron los beneficios que se les concedieron a los otros.
Un poco antes del amanecer, cuando Marte estaba todavía enlutado en la obscuridad crepuscular, pero ligeramente iluminado por las dos lunas, Phobos y Deimos, Stilton se levantó de la suave cama en la que se había revuelto durante toda la noche, y comenzó a experimentar de nuevo, sin intimidarse ante su anterior fracaso e incomodidad, con los controles mecánicos de la nave.
Para su sorpresa, descubrió que las llaves de extraña forma ya no se resistían a sus manos. Podía moverlas y ordenarlas a voluntad; y enseguida descubrió el principio de su funcionamiento y fue capaz de hacer despegar y volar a la nave.
Sus compañeros se le unieron, llamados por su grito de triunfo. Todos estaban completamente despiertos y jubilosos con la esperanza de escapar de Mane y de la jurisdicción de la monstruosa planta. Animados por esta esperanza y temerosos a cada momento de que el marciano volviese a reafirmar su control esotérico sobre el mecanismo, se levantaron sin ser obstaculizados por el jardín obscuro del espacio extraterrestre y se dirigieron hacia la esfera brillante y verde de la Tierra, que podían distinguir entre las constelaciones desconocidas.
Mirando hacia atrás, vieron los grandes ojos del marciano mirándolos extrañamente desde la obscuridad, como estanques de clara fosforescencia azulada; y temblaron con el miedo de volver a ser llamados y capturados. Pero, por alguna razón inescrutable, se les permitió continuar su rumbo hacia la Tierra sin interferencia.
Sin embargo, su viaje se vio marcado hasta cierto punto por el desastre; y el torpe pilotaje de Stilton apenas representaba un substituto para el conocimiento y la habilidad, medio divinos, del marciano. Más de una vez, la nave colisionó con meteoritos, ninguno de los cuales, afortunadamente, era lo bastante pesado como para penetrar el casco. Y cuando, después de muchas horas, se acercaron a la Tierra, Stilton fracasó en conseguir el grado necesario de deceleración. La nave cayó a una terrible velocidad y sólo se salvó de la destrucción cayendo en el Atlántico Sur. El mecanismo atascado se volvió inútil a causa de la caída, y la mayoría de los ocupantes fueron severamente golpeados y tuvieron moretones.
Después de flotar a la deriva durante varios días, la masa cobriza fue avistada por un buque de pasajeros con ruta al norte y arrastrada hasta el puerto de Lisboa. Allí, los científicos la abandonaron, y regresaron a América, después de narrar sus aventuras a los representantes de la prensa mundial, y emitieron una solemne advertencia contra los planes subversivos e infames propuestas del monstruo interplanetario.
El interés despertado por su regreso y por las noticias que traían fue tremendo. Una ola de profunda alarma y pánico, debida en parte a la inmemorial aversión humana por lo desconocido, se extendió inmediatamente por las naciones e inmensos miedos, exagerados y sin forma, crecieron como hidras obscuras en las mentes de los hombres.
Stilton y los demás conservadores siguieron cultivando estos miedos y creando con sus declaraciones una ola de prejuicios antimarcianos que abarcaba todo el mundo, una ciega oposición y una animosidad dogmatica. Alistaron en su bando a cuantos de la hermandad científica pudieron; es decir, a los que tenían una mentalidad como la suya, además de a aquellos que se sentían impresionados o sometidos por la autoridad. Intentaron también, con mucho éxito, unir los poderes políticos en una fuerte liga que aseguraría el rechazo de cualquier nueva oferta de alianza procedente del marciano.
En toda esta reunión de fuerzas hostiles, de las fuerzas del conservadurismo, de la insularidad y la ignorancia, el factor religioso, como era inevitable, pronto se hizo notar. La pretensión de poder y conocimientos divinos hecha por el marciano fue tomada por las diversas jerarquías mundanas –por cristianos, mahometanos, budistas, hindúes e incluso por el vudú– como una blasfemia supremamente repugnante. La impiedad de semejantes pretensiones y la amenaza de un dios no antropomórfico y el tipo de culto que podría introducirse en la Tierra no podía tolerarse ni un momento. Califa y Papa, lama e imán, pastor y mahatma, todos hicieron causa común contra este invasor extraterrestre.
Además, los poderes políticos gobernantes consideraron que podía haber algo de bolchevique detrás de la oferta del marciano de impulsar un estado utópico en la Tierra. Y los intereses financieros, comerciales y manufactureros, de igual manera, consideraron que podía representar una amenaza a su bienestar o estabilidad. En resumen, cada rama de la vida y de la actividad humanas estaba bien representada en el movimiento antimarciano.
En el intervalo en Marte, Gaillard y sus compañeros habían despertado de su sueño para descubrir que el brillo luminoso de las hojas arqueadas había dado paso a la luz dorada de la mañana. Descubrieron que podían alejarse con comodidad de la alcoba, porque el aire del claro en el exterior se estaba calentando rápidamente bajo el Sol que ascendía.
Incluso antes de que hubiesen notado la ausencia de la nave cobriza, fueron advertidos de su marcha por el órgano humanoide de la planta. Este ser, al contrario que sus prototipos humanos, se encontraba exento de la fatiga; y había permanecido de pie toda la noche, o apoyado contra la pared carnosa a la que estaba unido. Ahora se dirigió a los terrícolas para decirles esto:
–Por razones propias, no he hecho el menor intento de impedir la fuga de vuestros compañeros, quienes, con su actitud ciegamente hostil, serían inútiles para mí, y cuya presencia tan sólo serviría para entorpecer el lazo que existe entre nosotros. Alcanzarán la Tierra e intentarán advertir a sus gentes contra mí y envenenar sus mentes contra mi benéfica oferta. Por desgracia, semejante resultado no puede evitarse, incluso si les hiciese volver a Marte utilizando mi control sobre la nave o les enviase para siempre al vacío entre los mundos. Noto que hay mucha ignorancia y dogmatismo y ciego autointerés que vencer, antes de que la excelente luz que ofrezco pueda disipar la obscuridad de las mentes terrestres. Después de que os haya retenido aquí durante unos días, y os haya instruido profundamente en los secretos de mi sabiduría trascendente, y os haya imbuido de sorprendentes poderes que servirán para demostrar mi omnivalente superioridad a las naciones de la Tierra, os enviaré de regreso allí como mis embajadores, y, aunque encontraréis gran oposición de vuestros semejantes, mi causa vencerá al final gracias al apoyo infalible de la verdad y de la ciencia.
Gaillard y sus compañeros recibieron este mensaje, además de los muchos que le siguieron, con supremo respeto y una reverencía que era medio religiosa. Cada vez estaban más convencidos de que se encontraban en presencia de una entidad mayor y más elevada que el hombre, de que el intelecto que así les hablaba por medio de una forma humana era prácticamente inagotable en su amplitud y profundidad, y poseía muchas de las características de la infinitud y más de uno de los atributos de la deidad.
A pesar de ser agnósticos por inclinación o educación la mayoría de ellos, empezaron a concederle un cierto culto al sorprendente señor planta; y escuchaban con una actitud de completa sumisión, cuando no de abyección, los torrentes de su sabiduría acumulada al cabo de años, de secretos inmortales de la ley cósmica de la vida y la energía, con los que el gran ser comenzó a instruirles.
La educación así proporcionada era a un tiempo simple y esotérica. El señor planta comenzó a hablar sobre la naturaleza monística de todos los fenómenos de materia, luz, color, sonido, electricidad, gravedad y otras formas de radiación, además del tiempo y del espacio; que eran, dijo, tan sólo distintas variaciones perceptivas de un único principio o substancia subyacente.
A los oyentes se les enseñó la invocación y control, mediante medios químicos bastante rudimentarios, de muchas fuerzas y tipos de energía que habían quedado, hasta el momento, más allá del campo de detección de los sentidos y de los instrumentos humanos. Se les enseñó también el terrible poder que se podía obtener refractando con ciertos elementos sensibilizados los rayos infrarrojos y ultravioletas del espectro, que, en una forma altamente concentrada, podía utilizarse para la desintegración y la reconstrucción de las moléculas de la materia.
Aprendieron a fabricar motores que emitían rayos de destrucción y transmutación; y como emplear estos rayos desconocidos, más potentes aún que los llamados rayos cósmicos, en la renovación de tejidos humanos y en la conquista de la enfermedad y la vejez.
Simultáneamente a esta educación, el señor planta se dedicó a construir una nueva nave espacial, en la cual los terrícolas regresarían a su propio planeta para predicar el evangelio marciano. La construcción de esta nave, cuyas planchas y vigas parecían materializarse en el vacío ante sus propios ojos, fue una lección práctica en el uso de esas arcanas fuerzas naturales. Los átomos que formarían las aleaciones necesarias fueron traídos juntos del espacio mediante el empleo de invisibles rayos magnéticos, fundidos mediante calor solar concentrado en una zona especialmente refractaria de la atmósfera y moldeados en la forma deseada como la botella que adquiere su forma ante el aliento del soplador del vidrio.
Equipados con estos nuevos conocimientos y potencial dominio, con un cargamento de mecanismos sorprendentes hechos por el marciano para su uso, los promarcianos finalmente se embarcaron en su viaje en dirección a la Tierra.
Una semana mas tarde del secuestro de los treinta y cinco terrícolas del estadio de Berkeley, la nave espacial conteniendo a los prosélitos marcianos aterrizó al mediodía en ese mismo estadio. Bajo el control del infinitamente hábil ser planta, descendió sin contratiempos tan delicadamente como un pájaro; y, tan pronto como las noticias de su llegada se extendieron, se vio rodeada de una gran multitud, en la que los motivos de la curiosidad y de la hostilidad estaban igualmente mezclados.
A través de la denuncia de los dogmáticos dirigidos por Stilton, los sabios y los tres periodistas dirigidos por Gaillard habían sido declarados delincuentes internacionales antes de su llegada. Se esperaba que volverían más pronto o más tarde a través de las maquinaciones del ser planta; y una ley especial, que les prohibía aterrizar en suelo terrestre bajo pena de prisión, había sido aprobada por todos los gobiernos.
Ignorantes de todo esto, e ignorantes también de lo extendido y virulento que era el prejuicio contra ellos, abrieron la puerta de la nave y se levantaron dispuestos a emerger.
Gaillard, que iba el primero, se paró al principio de las escaleras metálicas, y algo pareció frenarle mientras miraban a las caras amontonadas de la multitud, que se había agrupado con increíble rapidez. Vio enemistad, miedo, odio y sospechas en muchos de esos rostros; y en otros una curiosidad bufonesca, como podría mostrarse ante monstruos de feria. Un pequeño grupo de policías, dando codazos y haciendo retroceder a la canalla con mala educación profesional, se estaba dirigiendo hacia la primera fila; y gritos de burla y odio, empezando de dos en dos y de tres en tres para unirse en un tosco rugido, fueron lanzados contra los ocupantes de la nave.
–¡Malditos promarcianos! ¡Abajo con los sucios traidores! ¡Colgad a los perros...!
Un tomate podrido, grande y goteante, fue arrojado contra Gaillard y se estrelló en los escalones a sus pies. Silbidos, gritos e insultos se añadieron al rugiente manicomio, pero, por encima de todo ello, él y sus compañeros escucharon una voz tranquila que hablaba desde el interior de la nave, la voz del marciano transportada a través de incontables millas de éter.
–Tened cuidado y posponed vuestro aterrizaje. Confiaos a mi guía, y todo estará bien.
Gaillard retrocedió al escuchar esta voz amenazadora, y la puerta valvular se cerró detrás de él junto con las escaleras dobladas, justo en el momento en que los policías que habían acudido a detener a los ocupantes de la nave se abrían camino entre la multitud.
Mirando estos rostros llenos de odio, Gaillard y sus compañeros sabios contemplaron una asombrosa manifestación del poder del marciano. Una pared de llamas violetas, descendiendo desde los distantes cielos, pareció interponerse entre la nave y la multitud, y los policías fueron arrojados, amoratados y jadeantes, pero sin daños, hacia atrás por la gran ola.
Esta llama, cuyo color cambiaba a azul y amarillo y a escarlata como una especie de aurora, brilló durante horas en torno a la nave e hizo virtualmente imposible que nadie se acercase. Retirándose a una distancia respetuosa, pasmados y aterrorizados, la multitud miraba en silencio; y la policía esperaba en vano una oportunidad para cumplir sus órdenes.
Al cabo de un rato, la llama se volvió blanca y nebulosa, y sobre ella, como en el seno de una nube, una extraña escena, parecida a un espejismo, apareció impresa, visible por igual a los que se encontraban dentro y fuera de la nave. Esta escena era el paisaje marciano en el que el cerebro central del señor planta estaba situado; y la multitud se quedó boquiabierta al recibir la mirada de los enormes ojos telescópicos, y vio los interminables tallos y masas de extensas asociaciones de follaje perenne.
Otras escenas y demostraciones siguieron, todas las cuales estaban calculadas para impresionar a la multitud con los poderes de obrar maravillas y las maravillosas facultades de este remoto ser.
Imágenes que ilustraban la vida histórica del marciano, además de las diferentes energías naturales arcanas sujetas a su dominio, seguidas una tras otra en rápida sucesión. El propósito de la pretendida alianza con la Tierra y los beneficios que de ella recibiría la humanidad fueron también representados. La sabiduría y benignidad divina del poderoso ser, su superior naturaleza orgánica, su supremacía vital y científica, quedaron en claro hasta para el observador más tonto.
Muchos de aquellos que habían acudido a burlarse, o habían estado preparados para recibir a los promarcianos y a su evangelio con desprecio, odio y violencia, se convirtieron al instante a la causa extraterrestre ante estas sublimes demostraciones.
Sin embargo, los científicos más dogmáticos, los auténticos irreductibles, representados por Godfrey Stilton, mantuvieron una postura de obstruccionismo adamantino, en la que fueron apoyados por los oficiales de la ley y del gobierno, además de por los prelados de las distintas religiones. La división de opiniones que se extendió por todo el mundo se convirtió en la causa de muchas guerras civiles y revoluciones, y en uno o dos casos condujo a hostilidades bélicas entre dos naciones.
Se realizaron numerosos esfuerzos para capturar y destruir la nave espacial marciana, que, bajo la guía de su piloto ultraplanetario, aparecía en muchos sitios del mundo, descendiendo repentinamente desde la estratosfera para realizar increíbles milagros científicos ante los ojos de las pasmadas multitudes. En todos los rincones del mundo, las imágenes fueron proyectadas sobre la pantalla de fuego nublado, y más y más gente se pasó a la nueva causa.
Los bombarderos persiguieron a la nave e intentaron arrojar su mortífera carga sobre ella, pero sin éxito, porque, siempre que la nave estaba en peligro, la aurora de llamas intervenía, desviando y devolviendo las bombas que habían explotado, a menudo para perjuicio de los que las habían lanzado.
Gaillard y sus compañeros, con valor de leones, salieron muchas veces de la nave, para mostrar, ante las multitudes o ante grupos selectos de sabios, las maravillosas invenciones y taumaturgias químicas que les había proporcionado el marciano. Por todas partes, la policía intentó detenerles, multitudes enloquecidas intentaron hacerles daño, regimientos armados intentaron aislarles y cortarles la retirada a la nave. Pero, con una habilidad que no parecía menos que sobrenatural, conseguían siempre evitar ser capturados; y a menudo confundían a sus perseguidores mediante sorprendentes demostraciones o invocaciones de fuerzas esotéricas, paralizando temporalmente a los oficiales cívicos con rayos invisibles, o creando en torno a ellos una zona defensiva de calor intolerable o de frío ártico. Sin embargo, a pesar de esta miríada de demostraciones, las fortalezas del aislamiento y la ignorancia humanos seguían siendo inexpugnables en muchos lugares.
Profundamente alarmados por la amenaza extraterrestre a su estabilidad, los gobiernos y las religiones de la Tierra, además de los elementos científicos más conservadores, reunieron sus fuerzas en un intento, de lo más decidido y heroico, para frenar la incursión. Hombres de todas las edades, en todas partes, fueron llamados a filas en los ejércitos regulares; e incluso las mujeres y los niños fueron equipados con las armas más mortíferas del momento para su uso contra los promarcianos, quienes, junto con sus mujeres y familiares, fueron considerados como infames renegados a los que había que cazar y asesinar como bestias salvajes, sin ceremonias.
La guerra civil resultante fue la más terrible de la historia humana. Clase social contra clase social y familia contra familia. Nuevos gases, más letales que los que hasta aquel momento se habían utilizado, fueron diseñados por los químicos, y regiones y ciudades enteras fueron apagadas bajo sus terribles efectos. Otras se convirtieron en fragmentos que volaban por los aires bajo el efecto de únicas cargas de explosivos superpotentes; y se hizo la guerra con aviones, con cohetes, con submarinos, con cruceros, con tanques, con cada vehículo y artilugio de muerte o destrucción creados por el ingenio homicida.
Los promarcianos, que habían alcanzado algunas victorias al principio, estaban en una gran inferioridad numérica; y la suerte del combate empezó a volverse contra ellos. Repartidos en muchos países, se encontraron incapaces de unirse y organizar sus fuerzas en el mismo grado que sus oponentes oficiales. Aunque Gaillard y sus devotos compañeros iban a todas partes con su nave espacial, ayudando y apoyando a los radicales, e instruyéndoles en las nuevas armas y energías cósmicas, el grupo sufrió grandes derrotas a través de la brutal superioridad numérica de sus oponentes. Más y más, se vieron reducidos a pequeñas bandas, cazados y perseguidos, y obligados a buscar refugio en las zonas más salvajes y menos exploradas de la Tierra.
En Norteamérica, sin embargo, un gran ejército de rebeldes científicos, cuyos familiares se habían visto empujados a unirse a ellos, consiguió mantener a raya a sus enemigos durante un tiempo. Rodeados por fin, y enfrentándose a enemigos superiores, el ejército estaba al borde de una derrota aplastante.
Gaillard, sobrevolando las negras y voluminosas nubes de la batalla, en que se mezclaban los gases venenosos con los humos de explosivos de alta potencia, sintió por primera vez la acometida de la verdadera desesperación. A él y a sus compañeros les parecía que el marciano les había abandonado, asqueado, quizá, con el horror bestial de todo el asunto y la odiosa y ciega estrechez de miras y la necedad fanática de la humanidad.
Entonces, a través del cielo lleno de humo, una flota de naves doradas y cobrizas descendió para aterrizar en el campo de batalla entre los partidarios de Marte. Había miles de estas naves; y de todas las puertas de entrada, que se habían abierto simultáneamente, surgió la voz del señor planta, llamando a sus partidarios e indicándoles que entrasen en la nave.
Salvados de la aniquilación por este acto de providencia marciana, todo el ejército obedeció la orden; y, tan pronto como los últimos hombres, mujeres y niños hubieron subido a bordo, las puertas se cerraron de nuevo, y la flota de naves espaciales, girando en graciosas y burlonas espirales sobre las cabezas de los confundidos conservadores, se elevó sobre el campo de batalla como una bandada de pájaros rojo cobrizo, y desapareció en los cielos del mediodía, conducida por la nave que llevaba al grupo de Gaillard.
En el mismo momento, en todas las partes del mundo en que pequeñas bandas de heroicos radicales se habían visto aisladas o amenazadas con la captura o la destrucción, otras naves descendieron de igual manera y se llevaron a los promarcianos y sus familias hasta el último elemento. Estas naves se unieron a la flota principal en mitad del espacio; y, después, todas continuaron su curso bajo el misterioso pilotaje del señor planta, volando a una velocidad supercósmica a través del vacío rodeado de estrellas.
Contrariamente a las expectativas de los exiliados, las naves no fueron conducidas hacia Marte; y pronto resultó evidente que su objetivo era el planeta Venus. La voz del marciano, hablando por el eterno éter, hizo el siguiente anuncio:
–En mi infinita sabiduria, mi suprema prescencia, os he apartado de la lucha sin esperanza para establecer en la Tierra la luz soberana y la verdad que os había ofrecido. Tan sólo a vosotros de la Tierra os he encontrado dignos; y la multitud de la humanidad que han rechazado la salvación con odio y de una manera contumaz, prefiriendo la obscuridad natal de la enfermedad, la muerte y la ignorancia en la que nacieron, deben ser abandonados desde ahora a su inevitable destino. A vosotros, como los fieles sirvientes en los que confio, os envío para colonizar bajo mi tutela un gran continente en el planeta Venus, y fundar, entre la exuberancia primordial de este nuevo mundo, una nación supercientífica.
La flota pronto se acercó a Venus, y rodeó el ecuador a una gran altura de su atmósfera cargada de nubes, por la que no se podía distinguir otra cosa que no fuese un océano hirviente que parecía estar a punto de evaporarse, que parecía cubrir todo el planeta. Aquí, bajo un Sol que nunca se ponía, prevalecían por todas partes unas temperaturas intolerables, tales que podían haber cocido la carne de un ser humano expuesto directamente a la acuosa atmósfera. Sufriendo, incluso en el interior de sus naves aisladas, ese terrible calor, los exiliados se preguntaban como iban a subsistir en un mundo semejante.
Por fin, su destino se puso ante su vista, y sus dudas quedaron resueltas. Aproximándose al lado nocturno de Venus que nunca queda expuesto a la luz del día, en una latitud en la que el Sol caía muy lateralmente, como sobre reinos árticos, contemplaron, a través de vapores cada vez menos densos, una inmensa extensión de tierra, el único continente en aquel mar planetario. Dicho continente estaba cubierto con fértiles junglas, conteniendo una flora y una fauna similares a las de las eras preglaciales de la Tierra.
Calamentos, palmeras y helechos de un verdor increíble se mostraron ante sus ojos; y vieron por todas partes los grandes reptiles sin cerebro, megalosaurios, plesiosaurios, laberintodontes y pterodáctilos del período jurásico.
Siguiendo las instrucciones del marciano, antes de aterrizar, dieron muerte a estos reptiles, incinerándolos por completo con rayos infrarrojos, de forma que no quedasen ni sus cadáveres para manchar el aire con sus efluvios putrefactos. Cuando todo el continente hubo sido limpiado de esta apestosa forma de vida, las naves descendieron; y, al emerger, los colonos se encontraron en un terreno de fertilidad sin paralelos, en donde el propio suelo parecía vibrar con primordial vigor, y cuyo aire era rico en ozono, oxígeno y nitrógeno.
Aquí, la temperatura, aunque seguía siendo subtropical, resultaba agradable y cálida; y, por medio del uso de tejidos protectores proporcionados por el marciano, los terrícolas pronto se acostumbraron a la perpetua luz del Sol y a la intensa radiación ultravioleta. Con los conocimientos a su disposición, fueron capaces de combatir las bacterias desconocidas y altamente perniciosas que eran características de Venus, e incluso de exterminar algunas de estas bacterias con el transcurso del tiempo. Se convirtieron en los amos de un clima saludable, dotado de cuatro estaciones templadas y equilibradas proporcionadas por la rotación anual del planeta, pero con un único día perpetuo, como las místicas islas de Blest, con un Sol bajo que nunca se ponía.
Bajo el liderazgo de Gaillard, quien permanecía en íntima unión y continuo contacto con el señor planta, los grandes bosques fueron talados en muchos lugares. Ciudades de elevada y etérea arquitectura, tan hermosas como las de un Edén espacial, construidas con la ayuda de rayos de fuerza, comenzaron a elevar sus graciosas torretas y cúpulas como nubes majestuosas sobre los gigantescos calamentos y helechos.
A través de los trabajos de los exiliados terrestres, se estableció una nación verdaderamente utópica, aliada al señor planta como a una deidad tutelar; una nación dedicada al progreso cósmico, a la libertad y a la tolerancia espiritual; una nación feliz, cumplidora de la ley, bendita con una longevidad de milenios, y libre de la pena, de la enfermedad y del error.
Aquí también, en las costas del gran mar de Venus, se construyeron los grandes transmisores que enviaban, a través del espacio interplanetario, ondas incesantes de radiación electrónica con el agua necesaria para reaprovisionar el suelo y el aire deshidratados de Marte, asegurando así al ser planta una perpetuidad de vida semejante a la de un dios.
Mientras tanto, en la Tierra, sin que lo supiesen Gaillard y sus compañeros de exilio, que no habían hecho ningún esfuerzo para comunicarse con el mundo que habían abandonado, algo sorprendente había sucedido; una prueba final de la virtual omnipotencia y omnisapiencia del marciano.
En el gran valle de Cachemira, en el norte de la India, descendió un día, desde el cielo despejado, una semilla de una milla de largo, brillando como un enorme meteorito, y aterrorizando a los supersticiosos pueblos asiáticos, quienes vieron en su caída el aviso de alguna terrible catástrofe. La semilla echó raíz en el valle, y, antes de que su auténtica naturaleza hubiese sido establecida, el supuesto meteorito comenzó a echar, y a enviar en todas direcciones, una multitud de enormes tentáculos que inmediatamente echaron hojas. Cubrió pronto las llanuras del sur y las eternas nieves y rocas del Hindu-Kush y el Himalaya con su gigantesca verdura.
Pronto, los montañeros afganos pudieron escuchar la explosión de la yema de sus hojas como un distante trueno entre sus pasos; y, al mismo tiempo, avanzó como un monstruo destructor de hombres por la India central. Extendiéndose por todas las direcciones, y creciendo a la velocidad de un tren expreso, los tentáculos de la poderosa viña procedieron a cubrir los reinos asiáticos. Cubriendo valles, cimas, colinas y mesetas, desiertos, ciudades y costas con sus titánicas hojas, invadió Europa y África; y entonces, atravesando el estrecho de Bering, entró en Norteamérica y se dirigió hacia el sur, ramificándose por todas partes hasta que todo el continente, y también Sudamérica hasta Tierra del Fuego, hubieron sido enterrados bajo la masa de follaje insuperable.
Frenéticos esfuerzos fueron realizados para frenar el progreso de la planta por parte de los ejércitos, utilizando bombas y cañones, con riegos letales y con gases; pero todo fue en vano. Por todas partes, la humanidad fue ahogada debajo de las vastas hojas, como las de un omnipresente árbol de veneno, que emitía un olor estupefaciente y narcótico que confería a quienes lo olían una rápida eutanasia.
Pronto, la planta cubrió el globo, porque los mares ofrecían nula o escasa barrera para sus tallos maduros y zarcillos. Cuando el proceso de crecimiento estuvo completo, la chusma antimarciana se había reunido con los grotescos monstruos de tiempos prehistóricos en el limbo del olvido al que van a parar todas las especies que han sido superadas y se han quedado anticuadas. Pero, por clemencia divina del señor planta, la muerte final que alcanzó a los recalcitrantes fue tan tranquila como irresistible.
Stilton y sus colegas consiguieron escapar a la general condena durante un breve tiempo, huyendo en un cohete a la plataforma ártica. Allí, mientras se estaban congratulando de su escape, vieron, a lo lejos en el horizonte, el elevarse de los veloces tallos, debajo del follaje de los cuales, el hielo y la nieve parecían deshacerse en rugientes torrentes. Estos torrentes enseguida se convirtieron en un mar como el del diluvio, en el que los últimos dogmáticos se ahogaron. Sólo así escaparon a la eutanasia de las grandes hojas que había alcanzado a todos sus semejantes.
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