Los colmillos de los árboles
Robert Silverberg
Desde la casa de la plantación, sobre la colina de Dolan, gris y esbelta como la aguja de una torre, Zen Holbrook alcanzaba a ver todo cuanto le interesaba: las alamedas de los árboles del jugo en el amplio valle, la corriente rápida donde su sobrina Naomi prefería bañarse, el lago tranquilo y sereno más allá. También veía la zona amenazada de infección en el Sector C, al lado norte del valle, donde –¿o era sólo su imaginación?– las lustrosas hojas azules de los árboles parecían ya manchadas con el tono naranja de la enfermedad del moho.
Si su mundo iba a acabarse, aquello significaba el principio del fin.
Permaneció en pie ante el curvado ventanal del centro de información, sobre la casa. Era a primera hora de la mañana. Dos lunas pálidas pendían aún en el cielo del amanecer, pero el sol se levantaba ya sobre el país de las colinas. Naomi estaba levantada y fuera de la casa, jugueteando en el arroyo. Cada mañana, antes de dejar la casa, Holbrook pasaba revista a toda la plantación. El radar y los sensores ofrecían a su vista planos de todos los puntos clave. Adelantando el cuerpo, Holbrook pasó sus manos de dedos gruesos sobre los mandos y encendió las pantallas que flanqueaban el ventanal. Poseía mil setecientas hectáreas de árboles del jugo... Una fortuna, aunque, debido a la hipoteca, lo que ganaba era poco en comparación con lo mucho que daba a ganar. Su reino. Su imperio. Registró el Sector C, su favorito. Sí, en la pantalla se veían largas filas de árboles, de quince metros de altura, agitando sus miembros inquietos. Ésta era la zona de peligro, el sector amenazado. Holbrook examinó intensamente las hojas de los árboles. ¿Tenían ya manchas de moho? Los informes del laboratorio llegarían un poco más tarde. Estudió los árboles, vio el brillo de sus ojos, el destello de sus colmillos. Eran muy buenos los árboles de este sector. Cumplidores, unos productores magníficos.
Sus árboles favoritos. Le gustaba tratar de convencerse a sí mismo de que los árboles tenían personalidad, nombre, identidad. No hacía falta simular demasiado. Puso en marcha el audio.
–Buenos días, César –dijo–. Buenos días, Alcibíades, Héctor. Buenos días, Platón.
Los árboles reconocían su nombre. En respuesta a su saludo, agitaron las ramas como si el viento barriera la alameda. Holbrook vio el fruto casi maduro, largo e hinchado, cargado de jugo alucinógeno. Los ojos de los árboles –placas brillantes y escamosas incrustadas en varias filas sobre el tronco– brillaron y se volvieron buscándole.
–No estoy en la alameda, Platón –advirtió Holbrook–. Todavía me encuentro en la casa de la plantación. Pronto iré ahí. Hace una mañana preciosa, ¿verdad?
Entre la penumbra, a nivel del suelo, surgió el hocico largo y sonrosado de un ladrón de jugo, saltando de un montón de hojas caídas. Disgustado, Holbrook observó cómo el roedor, pequeño y audaz, cruzaba la alameda en cuatro saltos rápidos y venía a caer sobre el enorme tronco de César, trepando con destreza entre los grandes ojos del árbol. Los miembros de César se agitaban furiosos, pero no conseguía localizar al monstruo. El ladrón de jugo se desvaneció entre las hojas y reapareció nueve metros más arriba, moviéndose ahora en el nivel donde crecía el fruto. Fruncía ansiosamente el hocico. Luego, se incorporó sobre las cuatro patas posteriores y se dispuso a chupar un fruto casi maduro, por un valor de ocho dólares en alucinógenos.
De la copa del Alcibíades surgió, como una serpentina estrecha y sinuosa, un zarcillo, un tentáculo poderoso. Cruzó el espacio que le separaba de César y cayó como el rayo en torno al ladrón de jugo. El animal apenas tuvo tiempo de gemir al comprender que había sido atrapado cuando ya el tentáculo acababa con él, estrangulándole. En un gracioso arco, el zarcillo regresó a la copa de Alcibíades, y la boca abierta del árbol quedó a la vista cuando las hojas se entreabrieron. Los dientes se separaron, el tentáculo se desprendió de su presa y el cuerpo del ladrón cayó en la boca del árbol. Alcibíades se estremeció de placer. Fue un ligero temblor de las hojas, una afectación de modestia, la satisfacción en realidad por sus rápidos reflejos que le habían proporcionado un bocado tan exquisito. Era un árbol muy listo y muy hermoso, y estaba muy satisfecho de sí mismo. «Una vanidad perdonable –pensó Holbrook–. Eres un buen árbol, Alcibíades. Todos los del Sector C sois buenos árboles. ¿Pero si tienes la enfermedad del moho, Alcibíades? ¿Qué será de tus hojas brillantes, de tus ramas esbeltas, si tengo que quemarte y eliminarte de la alameda?»
–Muy bien hecho –le dijo–. Me gusta verte siempre tan alerta.
Alcibíades siguió agitándose. Sócrates, a cuatro árboles en diagonal, en la misma fila, apretó las ramas contra el tronco en lo que Holbrook reconoció como un gesto de disgusto, un gruñido torvo. No a todos los árboles les gustaba la vanidad de Alcibíades, su orgullo y su rapidez.
De pronto, Holbrook no pudo soportar la vista del Sector C. Tocó los botones de mando y pasó al Sector K, el nuevo, al extremo sur del valle. Aquí los árboles no tenían nombres, ni los recibirían tampoco. Holbrook había decidido hacía tiempo que era una afectación tonta considerar a los árboles como si fueran amigos o animalitos domésticos. Eran, sencillamente, productores de ingresos. Y suponía un error encariñarse con ellos..., según comprendía con mayor claridad ahora que algunos de sus amigos se veían amenazados por el moho, que se contagiaba de un mundo a otro para arruinar las plantaciones de árboles del jugo.
Registró el Sector K con mayor frialdad.
Debería pensar en ellos como árboles, se dijo. No como animales, ni como personas. Árboles. Raíces muy largas que se hunden a dieciocho metros bajo el suelo para nutrirse. No pueden moverse de un lugar a otro. Se desarrollan por fotosíntesis. Florecen, son fecundados por el polen y producen grandes frutos como falos, cargados de alcaloides capaces de inducir sombras muy interesantes en la mente de los hombres. Árboles, árboles, árboles. Pero tienen ojos. Y dientes. Y boca. Poseen miembros prensiles. Piensan. Reaccionan. Tienen un alma. Cuando se les hiere, incluso gritan. Están adaptados para perseguir animales pequeños. Digieren carne. Algunos prefieren el cordero a la ternera. Unos son pensativos y solemnes; otros, alegres y saltarines; otros plácidos, casi bovinos. Aunque todos son bisexuales, algunos presentan una personalidad decididamente masculina; hay otros femeninos, otros ambivalentes. Almas. Personalidades.
Árboles.
Los árboles sin nombre del Sector K le tentaban a cometer el pecado de apegarse a ellos. Ese gordo podía llamarse Buda. Y aquél, Abe Lincoln. Y tú, tú eres Guillermo el Conquistador...
Árboles.
Había hecho el esfuerzo y había triunfado. Examinó fríamente la alameda, asegurándose de que no había sufrido daño durante la noche a causa de los animales de presa; comprobando los frutos maduros; leyendo los informes que proporcionaban los sensores, monitores que vigilaban el nivel del azúcar, la etapa de la fermentación, la toma de manganeso, todo el proceso complicado y equilibrado de la vida del que dependía el éxito de la plantación. Holbrook lo manejaba todo prácticamente solo. Tenía a sus órdenes tres vigilantes humanos y tres docenas de robots. El resto se hacía por telemetría y, por lo general, todo iba bien. Por lo general. Adecuadamente guardados, cuidados y alimentados, los árboles daban su fruto tres veces al año. Holbrook lo enviaba a la planta de transformación, junto al puerto espacial de la costa, donde se sometía el jugo al debido proceso y se embarcaba hacia la Tierra. Holbrook no participaba en eso; no era más que un productor del fruto. Llevaba aquí diez años y no tenía planes para cambiar de profesión. Llevaba una vida tranquila, una vida solitaria, la vida que él había elegido.
Hizo girar los registros del radar de un sector a otro, hasta haberse asegurado de que todo iba bien en la plantación. En el recorrido final, captó la corriente y a Naomi justo en el momento en que salía del baño. La muchacha subió a un acantilado rocoso, sobre las aguas agitadas; y agitó sus largos cabellos, lisos y dorados. Daba la espalda a la cámara. Holbrook observó con placer cómo goteaba el agua de su cuerpo esbelto. Las sombras delineaban su silueta; la luz del sol brillaba en la cintura estrecha, en la curva de las caderas, en las nalgas tensas. Tenía quince años, estaba pasando un mes de sus vacaciones de verano con el tío Zen y se divertía como nunca entre los árboles del jugo. Su padre era el hermano mayor de Holbrook. Éste sólo había visto antes a Naomi en dos ocasiones, una cuando era aún un bebé y otra cuando tenía unos seis años. Se había sentido algo inquieto cuando le hablaron de enviársela, ya que no entendía nada de niños y, además, no estaba muy ansioso de compañía. Pero no se negó a la petición de su hermano. Por otra parte, tampoco era ella una niña. Se volvió ahora, y la cámara mostró a Holbrook los senos como manzanas, el vientre liso, el ombligo hundido, los muslos esbeltos. Quince años. No, ya no era una niña. Era una mujer. No ocultaba en absoluto su desnudez y nadaba así cada mañana, aun no ignorando la existencia de las cámaras. Holbrook no se sentía cómodo observándola. ¿Debía hacerlo? La verdad, no resultaba adecuado. La vista de la muchacha le agitaba sospechosamente. «¡Qué diablos, soy su tío!» Un músculo se le crispó en la mejilla. Se dijo que la única emoción que le invadía al verla era el placer y el orgullo de que su hermano hubiera engendrado algo tan encantador. Sólo admiración, eso era todo lo que se permitía sentir. Ella estaba morena, de color miel, con tonos rosados y dorados. Parecía emitir una radiación más brillante que la del sol. Holbrook apretó el botón de mando. «He vivido demasiado tiempo solo. Mi sobrina. Mi sobrina... Sólo una niña. Quince años. Encantadora.» Cerró los ojos, los abrió apenas, se mordió el labio. «¡Vamos, Naomi, cúbrete!»
Cuando la chica se puso los shorts y el sujetador, fue como un eclipse de sol. Holbrook cerró el centro de información y bajó a la casa de la plantación, tomando al pasar un par de cápsulas como desayuno. Un cochecito reluciente salió del garaje, Holbrook saltó al interior y se puso en camino para dar los buenos días a la chiquilla.
Todavía estaba junto a la corriente, jugando con una cosita peluda, enroscada en un arbusto, semejante a un gatito con muchas patas.
–¡Mira esto, Zen! –le gritó–. ¿Es un gato o un ciempiés?
–¡Apártate de eso! –le gritó con tal vehemencia que ella dio un salto atrás, aterrada.
Él ya tenía el arma en la mano y el dedo en el gatillo. El pequeño animal, impasible, seguía enroscando las patas en torno a las ramas.
Muy cerca de él, Naomi se asió a su brazo y dijo roncamente:
–No lo mates, Zen. ¿Es peligroso?
–No lo sé.
–Por favor, no lo mates.
–Es la regla en este planeta –dijo–. Cualquier cosa con columna vertebral y más de una docena de patas es probablemente mortal.
–¡Probablemente!
La voz sonó burlona.
–Aún no conocemos toda la fauna local. A éste no lo había visto antes, Naomi.
–Es demasiado lindo para ser peligroso. ¿No quieres guardar el arma?
La guardó y se acercó a la bestezuela. No había garras, tenía los dientes pequeños, el cuerpo débil. Mala señal. Una criatura así, sin medios visibles de defensa... Había muchas probabilidades de que ocultara un aguijón venenoso en la peluda cola. La mayoría de los animales con tantas patas lo tenían. Holbrook cogió una rama de un metro de largo y precavidamente, la arrojó contra la sección media del animal.
Rápida respuesta. Un siseo, la parte trasera se volvió como un relámpago... y ¡bum! un aguijón de muy mal aspecto se clavó en la corteza de la ramita. Cuando la cola se retiró, unas cuantas gotas de un fluido rojizo cayeron de la madera. Holbrook se alejó y el animal le miró furioso, como esperando que se acercara más a él.
–¡Qué rico! –dijo Holbrook–. Una monada. Naomi, ¿es que no quieres vivir ni hasta cumplir los dieciséis años?
Ella seguía de pie muy pálida y agitada, casi atónita ante la ferocidad del ataque.
–Parecía tan cariñoso –dijo–. Casi domesticado.
Zen sacó el arma y lanzó un rápido rayo a la cabeza del animal, que cayó del árbol, se enroscó y no se movió más. Naomi apartó la vista. Holbrook la sujetó por los hombros.
–Lo siento, cariño –dijo–. No quería matar a tu amiguito. Pero un minuto más y él te habría matado a ti. Cuenta las patas cuando juegues con los bichos de aquí. No lo olvides. Cuenta siempre las patas.
Asintió ella. Le resultaría muy útil esta lección de no fiarse de las apariencias. No es oro todo lo que reluce. Holbrook miró la hierba de un tono cobrizo y pensó por un momento en lo que significaba tener quince años y despertar a la horrible verdad del universo. Propuso amablemente:
–Vamos a visitar a Platón, ¿quieres?
Naomi olvidó su tristeza. La otra cara de la moneda de tener quince años: uno se recupera pronto.
Aparcaron el cochecito al llegar al Sector C y entraron a pie. A los árboles no les gustaba que los vehículos motorizados circularan entre ellos. Estaban conectados, a pocos centímetros por debajo de la tierra arcillosa de la alameda, por una red de filamentos entremezclados que tenían cierta función neurológica y, aunque no registraban el peso de un humano, cualquier vehículo que cruzara el camino originaba un coro de gritos entre los árboles. Naomi iba descalza. Holbrook, junto a ella, llevaba botas hasta la rodilla. Se sentía grande y torpón a su lado. Era bastante corpulento, pero la ligereza de la muchacha intensificaba aún más el contraste.
Ella se entregó a su juego habitual con los árboles. Su tío se los había presentado a todos, y ahora pasaba de uno a otro, saludando a Alcibíades y Héctor, a Séneca, a Enrique VIII, a Tomas Jefferson y al rey Tut. Naomi conocía a todos los árboles tan bien como él, mejor quizás, y ellos la conocían a su vez. Cuando pasaba entre ellos, los árboles se agitaban y se acicalaban, enderezándose y disponiendo sus miembros y ramas del mejor modo posible. Incluso el viejo Sócrates, retorcido y rechoncho, parecía deseoso de gustar. Naomi se acercó a la caja gris colocada en medio del camino donde los robots dejaban trozos de carne cada noche y lanzó algunos a sus preferidos. Pedazos de carne cruda y roja. Cargados los brazos con aquellos trofeos sanguinolentos, bailaba alegremente por el camino, ofreciéndoselos a sus árboles favoritos. Una ninfa en medio de sus ritos, pensó Holbrook. Tiraba la carne a lo alto, vigorosamente. Cuando ésta iba por el aire, salían tentáculos de un árbol u otro para atraparla al vuelo y metérsela en la garganta. Los árboles no necesitaban carne, pero les gustaba, y era una tradición muy corriente entre los cultivadores que los árboles bien alimentados producían más jugo. Holbrook daba carne a sus árboles tres veces a la semana, excepto al Sector D, que tenía ración diaria.
–No te saltes a ninguno –recomendó.
–Sabes que no lo haré.
Ningún trozo volvía a caer al suelo de la alameda. A veces, dos árboles trataban de coger el mismo a la vez, lo que daba por resultado una ligera pelea. No se mostraban precisamente amistosos entre ellos. Por ejemplo, había mucha inquina entre César y Enrique VIII y era indudable que Catón despreciaba tanto a Sócrates como a Alcibíades, aunque por razones diferentes. De vez en cuando, por la mañana, Holbrook y su personal hallaban miembros arrancados, yaciendo en el suelo. Sin embargo, y por lo general, incluso los árboles con personalidades conflictivas se las arreglaban para tolerarse mutuamente. Tenían que hacerlo, ya que estaban condenados a una proximidad constante. Holbrook había intentado en una ocasión separar dos árboles del Sector F enfrentados en una enemistad constante, pero era imposible arrancar del suelo un árbol ya crecido sin matarlo y estropear el sistema nervioso de los treinta vecinos más próximos, según aprendió a su costa.
Mientras Naomi daba de comer a los árboles, les hablaba y acariciaba sus troncos escamosos como podría hacerlo con un rinoceronte domesticado, Holbrook desenrolló en silencio una escalera telescópica e inspeccionó de nuevo las hojas buscando manchas de moho. En realidad, apenas servía de nada. El moho no se hacía visible en las hojas hasta que había penetrado ya en las raíces del árbol. Probablemente, las manchas de tono naranja que creía ver eran puro producto de su imaginación. Tendría el informe del laboratorio en una o dos horas, y él le diría cuanto necesitaba saber, bueno o malo. Sin embargo, no podía dejar de mirar. Cortó un puñado de hojas de una de las ramas bajas de Platón, disculpándose por ello, y las volvió entre sus manos, frotando la superficie brillante. ¿Qué eran estas pequeñas colonias de partículas rojizas? Su mente trató de rechazar la posibilidad de la peste. ¿Una plaga que saltara de un mundo a otro y que caía sobre él, arruinándole? Había creado su plantación a base de créditos. Un poco de dinero propio y mucho del banco. Pero el crédito es un arma de dos filos. Si la peste atacaba la plantación y mataba un número de árboles suficiente para que su parte quedara por debajo del nivel que el banco consideraba necesario como garantía, éste se apoderaría de todo. Aunque podrían contratarle para que trabajara como administrador suyo. Ya había oído hablar de cosas así.
Platón se agitó inquieto.
–¿Qué ocurre, viejo? –murmuró Holbrook–. Lo has pillado, ¿verdad? Sientes algo por dentro... Lo sé, lo sé. También yo lo siento en mi interior. Tenemos que tomárnoslo con filosofía. Los dos. –Dejó caer las hojas al suelo y pasó con la escalerilla a Alcibíades–. Vamos, hermoso, vamos. Déjame mirar. No te cortaré ninguna hoja. –Le pareció que aquel árbol orgulloso gruñía irritado–. Estás un poco manchado aquí debajo, ¿sabes? También te has contagiado.
Las ramas exteriores del árbol se contrajeron, como si Alcibíades las ciñera contra sí angustiado. Holbrook siguió adelante por la fila. Las manchas de moho resaltaban mucho más que la víspera. No, no se dejaba llevar por la imaginación. El Sector C había sido alcanzado. Ya no necesitaba recibir el informe del laboratorio. Se sintió extrañamente tranquilo ahora, aunque aquello le anunciaba su ruina.
–¿Zen?
Bajó la vista. Naomi estaba al pie de la escalera, sosteniendo un fruto casi maduro en la mano. Había algo grotesco en ellos. Los frutos parecían una broma de la botánica. Presentaban una forma tan claramente fálica que un árbol maduro con cien o más frutos pendientes de sus ramas resultaba el arquetipo del macho por excelencia. Todos los visitantes lo encontraban muy gracioso. Pero la mano de una chica de quince años sosteniendo aquel objeto rozaba con la obscenidad. Naomi jamás había hecho comentarios sobre la forma de los frutos, ni mostraba ahora el menor sonrojo. Al principio, Holbrook lo había tomado por inocencia o timidez. Al conocerla mejor, empezó a sospechar que simulaba deliberadamente ignorar aquella coincidencia biológica tan absurdamente cómica sólo para no molestarle a él. Puesto que la juzgaba una niña, se comportaba decorosamente como tal, se dijo Holbrook. La fascinante complejidad de la interpretación que daba a la actitud de Naomi le había mantenido ocupado durante días.
–¿Dónde lo encontraste? –preguntó.
–Aquí mismo. Alcibíades lo dejó caer.
«El asqueroso bromista», pensó Holbrook.
–¿Y qué? –dijo.
–Está maduro. Llegó el momento de la cosecha, ¿no?
Apretó el fruto. Holbrook sintió que el rostro le ardía.
–Échale una mirada –continuó ella. Y se lo tiró.
Tenía razón. Iba a empezar la época de la cosecha en el Sector C. Cinco días antes de lo debido. No se alegraba. Suponía otra prueba de la enfermedad, que, como bien sabía ahora, se había extendido a estos árboles.
–¿Qué hay de malo? –preguntó ella.
Bajó y le mostró el montón de hojas que cortara de Platón.
–¿Ves estas manchas? Es moho. Una enfermedad que ataca a los árboles del jugo.
–¡No!
–Ha ido pasando de un sistema a otro durante los últimos cincuenta años. Y a pesar de las cuarentenas, ha llegado hasta aquí.
–¿Qué les pasa a los árboles?
–Se produce una aceleración metabólica –explicó Holbrook–. Por eso empiezan a caer ya los frutos. Se aceleran sus ciclos hasta recorrer todo un año de vida en un par de semanas. Se vuelven estériles. Pierden las hojas. Seis meses después del contagio, están muertos –hablaba abrumado, con los hombros hundidos–. Lo sospechaba desde hacía dos o tres días. Ahora lo sé.
–¿Y cuál es la causa, Zen?
Parecía interesada, pero no realmente preocupada.
–En último término, un virus. Las etapas son tan diversas que no puedo explicarte toda la secuencia. Se trata de un vector de intercambio: el virus inunda una planta y se introduce en sus semillas, los roedores se las comen y así entra en su sangre, que luego chupan los insectos que les pican y que transmiten a un mamífero y... ¡Oh, diablos! ¿Qué importan los detalles? Se necesitaron ochenta años para seguir la huella de una sola secuencia. No es posible poner en cuarentena un mundo entero contra todo, claro. El moho acaba por llegar a él viajando sobre cualquier criatura viviente. Y aquí lo tenemos.
–Supongo que fumigarás la plantación.
–No.
–¿No se acaba así con el moho? ¿Cuál es el tratamiento?
–No hay ninguno –contestó Holbrook.
–Pero...
–Mira, he de volver a la casa. Puedes entretenerte sin mí, ¿verdad?
–Claro. –Señaló la carne–. Ni siquiera he terminado de darles de comer. Y están muy hambrientos esta mañana.
Iba a decirle que ya era completamente inútil alimentarles, que todos los árboles de aquel sector estarían muertos a la caída de la noche. Pero el instinto le advirtió que sería demasiado complicado empezar a explicárselo ahora. Le envió una rápida sonrisa, carente de alegría, y se dirigió al vehículo. Cuando la miró de nuevo, Noemí lanzaba una gran trozo de carne hacia Enrique VIII, que la atrapó con destreza y se la metió en la boca.
El informe del laboratorio salió por la ranura de la pared un par de horas más tarde, confirmando lo que Holbrook sabía ya: moho. Por lo menos la mitad del planeta se había enterado de la noticia para entonces y Holbrook había recibido ya a una docena de visitantes. En un planeta con una población humana inferior a las cuatrocientas personas, constituía todo un récord. El gobernador del distrito, Fred Leitfried, fue el primero en aparecer, lo mismo que el comisionado agrícola local, puesto que Fred Leitfried ocupaba también ese cargo. A continuación, acudió una delegación formada por dos hombres del Gremio de Cultivadores de Árboles del Jugo. Luego vino Mortensen, el hombrecillo rechoncho que dirigía la planta de transformación, y Heemskerck, de la línea de exportación, y algunos empleados del banco, junto con un representante de la compañía de seguros. Una par de cultivadores vecinos se presentaron un poco más tarde. Le sonrieron compasivamente y, como buenos camaradas, le dieron unos golpecitos de ánimo en el hombro. Sin embargo, bajo esa conmiseración latía una hostilidad en potencia. No se lo dirían claramente, pero Holbrook no necesitaba de la telepatía para saber lo que pensaban: Líbrate de esos árboles enfermos antes de que infesten todo el maldito planeta.
En su caso, él habría opinado lo mismo. Aunque los vectores del moho hubiesen llegado a su mundo, en realidad la enfermedad no era tan contagiosa. Quedaría confinada, las plantaciones vecinas se salvarían, incluso se salvarían las alamedas aún no dañadas de su propia plantación..., siempre que actuase con la rapidez suficiente. Si fuera un vecino suyo el que tuviera el moho en los árboles, Holbrook tendría tantos deseos como ellos de que los cortara inmediatamente de raíz.
Fred Leitfried, un hombre alto, de rostro amable, ojos azules y sombríos incluso en una ocasión alegre, parecía ahora a punto de estallar en llanto.
–Zen –dijo–, he ordenado la alerta en todo el planeta. Los biólogos estarán preparados en treinta minutos para interrumpir la cadena de transmisión. Empezaremos en tu propiedad y trabajaremos en un radio cada vez más amplio hasta haber aislado todo este sector. A partir de ese momento, confiaremos en la suerte.
–¿En qué vector de transmisión estás pensando? –preguntó Mortensen, mordiéndose nerviosamente el labio inferior.
–En los saltadores –respondió Leitfried–. Son los más grandes y más fáciles de cazar y sabemos que son portadores potenciales del moho. Si todavía no se les ha contagiado el virus, tal vez interrumpamos ahí la secuencia y nos libremos de ello.
Holbrook preguntó hoscamente:
–¿Sabes que hablas de exterminar quizás un millón de animales?
–Lo sé, Zen.
–¿Crees que podrás hacerlo?
–Hay que hacerlo. Además –añadió Leitfried–, los planes de contingencia fueron redactados hace mucho tiempo y todo está dispuesto para llevarlos a cabo. Haremos que un producto letal para los salteadores cubra como una neblina la mitad del continente antes de la caída de la noche.
–Una vergüenza –murmuró uno de los hombres del banco–. Unos animales tan pacíficos...
–Pero ahora suponen una amenaza –adujo uno de los cultivadores–. Tienen que desaparecer.
Holbrook soltó un gruñido. A él le gustaban los saltadores. Mansos como conejitos, aunque casi del tamaño de un oso, mordisqueaban los arbustos y no hacían daño a los humanos. Desdichadamente, se les había identificado como susceptibles a la infección por el virus del moho y, en otros mundos, se había demostrado que, interrumpiendo una etapa básica en la secuencia de transmisión, se detenía el contagio del moho, ya que el virus moría si no encontraba terreno adecuado para la etapa siguiente de su ciclo vital. A Naomi le gustan los saltadores, pensó. Nos juzgará unos canallas por aniquilarlos. Pero hemos de salvar nuestros árboles. Si realmente fuéramos unos canallas, los habríamos exterminado antes incluso de que el moho apareciese, sólo para asegurarnos.
Leitfried se volvió a él:
–¿Sabes lo que tienes que hacer ahora, Zen?
–Sí.
–¿Necesitas ayuda?
–Prefiero actuar solo.
–Podemos conseguirte diez hombres.
–Se trata sólo de un sector ¿no? –protestó–. Puedo hacerlo. Y debo hacerlo. Son mis árboles.
–¿Cuándo empezarás? –preguntó Borden, el cultivador cuya plantación lindaba con la de Holbrook por el este. Había casi cien kilómetros de monte bajo entre las dos propiedades, pero no era difícil comprender que se mostrara impaciente y deseoso de que se adoptaran las medidas de protección necesarias.
–Dentro de una hora, supongo –respondió Holbrook–. Primero he de efectuar algunos cálculos. Fred, ¿y si subieras conmigo y me ayudaras a comprobar el área infectada en la pantalla?
–De acuerdo.
–Antes de que se vaya, señor Holbrook... –empezó el de la compañía de seguros, avanzando un paso.
–Dígame.
–Quiero que sepa que lo aprobamos por completo. Le apoyaremos en todo.
Muy amable de su parte, pensó Holbrook con amargura. ¿Para qué servían los seguros, si no para apoyar siempre? No obstante, consiguió devolverle una amable sonrisa, acompañada de un murmullo de gratitud.
El del banco no dijo nada, y Holbrook se sintió agradecido por su silencio. Habría tiempo más tarde para hablar de la garantía, la nueva negociación de las acciones y todo lo demás. Primero se precisaba saber qué parte de la plantación sobreviviría después de adoptar las necesarias medidas de protección.
En el centro de información, él y Leitfried pusieron en marcha todas las pantallas a la vez. Holbrook indicó el Sector C e introdujo un plano esquemático de la alameda en la computadora. Añadió los datos del informe del laboratorio.
–Ésos son los árboles infectados –dijo, utilizando una pluma luminosa para trazar un círculo en la pantalla–. Tal vez unos cincuenta en total –amplió un poco el círculo–. Y ésta es la zona de incubación posible. Entre ochenta y cien árboles más. ¿Qué te parece, Fred?
El gobernador del distrito cogió la pluma luminosa de manos de Holbrook y se acercó a la pantalla. Hizo un círculo todavía más amplio, que llegaba casi a la periferia del sector.
–Han de desaparecer todos ésos, Zen.
–Son cuatrocientos árboles...
–¿Cuántos tienes en total?
–Tal vez siete u ocho mil –repuso Holbrook, encogiéndose de hombros.
–¿Quieres perderlos todos?
–De acuerdo. Al parecer, pretendes crear un foso de protección en torno a la zona infectada. Un área estéril.
–Sí.
–¿Para qué? Si el virus llega como caído del cielo, ¿a qué preocuparse por...?
–No hables así –le atajó Leitfried. Su rostro se alargó más aún, imagen viva de toda la tristeza, frustración y desesperación del universo. Parecía sentir lo mismo que Holbrook. Pero su tono era incisivo cuando dijo–: Zen, sólo te queda una alternativa. O vas a la plantación y empiezas a quemar los árboles o te rindes y dejas que el moho se apodere de todo. En el primer caso, se te ofrece la oportunidad de salvar la mayoría de cuanto posees. Si cedes, nosotros lo quemaremos de todos modos para protegernos. Y no nos detendremos en esos cuatrocientos árboles.
–Lo haré –dijo Holbrook–. No te preocupes por mí.
–No estaba preocupado. De verdad que no.
Leitfried se deslizó tras los botones de mando para inspeccionar toda la plantación, mientras Holbrook daba sus órdenes a los robots y disponía el equipo que necesitaba. A los diez minutos, estaba ya todo organizado y él dispuesto a salir.
–Hay una chica en el sector infectado –dijo Leitfried–. Es esa sobrina tuya, ¿no?
–Sí. Naomi.
–Muy guapa; ¿qué edad tiene, dieciocho, diecinueve años?
–Quince.
–Una figura preciosa, Zen.
–¿Qué hace ahora? –preguntó éste–. ¿Sigue dando de comer a los árboles?
–No, se ha tendido a su sombra. Creo que habla con ellos. Contándoles un cuento, quizá. ¿Quieres que ponga el audio?
–No te molestes. Le gusta jugar con los árboles. Ya sabes, darles un nombre, imaginarse que tienen personalidad... Cosas de críos.
–Claro –dijo Leitfried.
Sus miradas se encontraron por un instante, evasivas. Holbrook bajó los ojos. Los árboles tenían en efecto una personalidad. Todos los relacionados con el negocio del jugo lo sabían y, probablemente, no había muchos cultivadores que no mantuvieran con sus árboles una relación mucho más íntima de lo que admitían ante los demás. Cosas de críos... En realidad, cosas de las que no se hablaba.
«¡Pobre Naomi!», pensó Holbrook.
Dejó a Leitfried en el centro de información y salió por la parte de atrás. Los robots lo habían dispuesto todo tal y como él lo programara: el camión de fumigación con el arma de fusión montada en el lugar del tanque químico. Dos o tres de aquellos mecánicos de brillante metal se habían quedado esperando que les ordenara subir al camión, pero él los alejó y se situó tras el panel de dirección. Activó la computadora, y la pequeña pantalla se iluminó. Desde el centro de información, Leitfried le saludó y le transmitió el plano esquemático de la zona de infección, con los tres círculos concéntricos que indicaban los árboles infectados, los que podían estar incubando la enfermedad, y el cinturón de seguridad que Leitfried insistía en crear en torno a todo el sector.
El camión arrancó en dirección a los árboles. Era mediodía ahora, mediodía de la jornada más larga que había conocido. El sol más alto y un poco más anaranjado que aquel bajo el cual naciera, ascendía perezosamente por el cielo, todavía no dispuesto a iniciar la caída hacia las llanuras distantes. El día era caluroso, pero, en cuanto entró en las alamedas, donde el toldo espeso de los árboles ocultaba el suelo a los rayos del sol, sintió una frescura deliciosa en el techo del camión. Tenía los labios resecos y se había iniciado un inquietante latido tras su ojo izquierdo. Guiaba el camión manualmente, llevándolo por el sendero de acceso en torno a los sectores A, D y G. Al verle, los árboles agitaron ligeramente las ramas. Estaban ansiosos porque se bajara y paseara entre ellos, les diera un golpecito en el tronco, les dijera lo buenos que eran. No disponía de tiempo para eso.
A los quince minutos, se hallaba ya en el extremo norte de su propiedad, al borde del Sector C. Aparcó el camión de fumigación ante la entrada de la alameda. Desde aquí, alcanzaría cualquier árbol del área con el arma de fusión. Pero todavía no.
Caminó entre los árboles condenados.
No veía a Naomi por ninguna parte. Tendría que encontrarla antes de empezar a disparar. Y además, deseaba despedirse de sus árboles. Corrió por la avenida principal del sector. ¡Qué delicioso frescor, incluso a mediodía! ¡Qué dulcemente olía aquel aire cargado! El suelo de la alameda aparecía cubierto de frutos. Habían caído a docenas en las dos últimas horas. Recogió uno. Maduro. Lo abrió con un giro experto de la muñeca y llevó el interior pulposo a sus labios. El jugo, rico y dulce, resbaló al interior de su boca. Probó lo suficiente para saber que el producto era de primera calidad. No tomaría una dosis alucinógena, pero aquello le daría una poco de euforia, lo bastante para enfrentarse a lo que debía hacer, a la horrible tarea que le esperaba.
Alzó la vista hacia los árboles. Parecían algo encogidos, suspicaces, inquietos.
–Tenemos problemas, amigos –dijo Holbrook–. Héctor, tú lo sabes. Os ha atacado una enfermedad. La sentís en vuestro interior. No hay modo de salvaros. Todo cuanto puedo esperar es salvar a los demás árboles, a los que aún no tienen manchas de moho. ¿Entendido? ¿Lo comprendéis, verdad? ¿No es cierto, Platón? ¿César? Tengo que hacerlo. Os costará unas cuantas semanas de vida, pero tal vez salve a miles de árboles.
Hubo un furioso agitar de ramas. Alcibíades echó atrás sus miembros, desdeñosamente. Héctor, elevado y noble, estaba dispuesto a aceptar su medicina. Sócrates, bajo y malformado, parecía también resignado. La cicuta o el fuego, ¿qué importaba? Critón: le debo un gallo a Esculapio. César se mostraba enojado. Platón se encogía. Sí, lo habían comprendido todos. Pasó entre ellos acariciándoles, consolándoles. Había iniciado su plantación con esta alameda, y confiado en que sus árboles le sobrevivieran.
–No pronunciaré un largo discurso. Todo cuanto puedo deciros es adiós. Habéis sido buenos, habéis tenido una vida útil. Ahora, vuestro tiempo ha terminado y yo lo siento terriblemente. Eso es todo. Ojalá no fuera preciso hacerlo –recorrió con la mirada toda \a alameda–. Fin del discurso. Adiós.
Volviéndose, retrocedió lentamente hacia el camión de fumigación. Estableció contacto con el centro de información y preguntó a Leitfried:
–¿Sabes dónde está la chica?
–Un sector más allá del tuyo, hacia el sur. Está dando de comer a los árboles.
Y pasó la imagen a la pantalla de Holbrook.
–Dame la línea de audio, ¿quieres? –dijo éste. Luego a través de los altavoces, la llamó–: ¿Naomi? Soy yo, Zen.
Ella miró a su alrededor, deteniéndose en el momento de ir a lanzar un trozo de carne.
–Espera un segundo –dijo–. Catalina la Grande tiene hambre y no me perdonará si la olvido.
La carne subió hacia el cielo, fue apresada desapareció en la boca de un árbol.
–Muy bien –continuó Naomi–. ¿Qué ocurre?
–Será mejor que vuelvas a la casa de la plantación.
–Todavía he de dar de comer a muchos árboles.
–Déjalo para esta tarde.
–Zen, ¿qué sucede?
–Tengo un trabajo que hacer y prefiero que te mantengas alejada de los árboles mientras lo hago.
–¿Dónde estás ahora?
–En el Sector C.
–Tal vez pueda ayudarte, Zen. Estoy en el sector inmediato. Iré enseguida.
–No. Vuelve a la casa.
Las palabras brotaron con la seguridad de una orden. Jamás le había hablado así con anterioridad. Ella pareció agitada y temerosa, pero se metió obediente en su vehículo y abandonó el lugar. Holbrook la siguió en la pantalla hasta que desapareció de su vista.
–¿Dónde está ahora? –preguntó a Leitfried.
–Viene de regreso. Ya la veo en el sendero de acceso.
–De acuerdo –dijo Holbrook–. Ocúpala en algo hasta que esto haya terminado. Voy a empezar.
Giró el arma de fusión, apuntando el cañón hacia el corazón del sector. En el núcleo central del arma, un poco de materia solar pendía de una barra magnética, poniendo a su disposición una cantidad infinita de energía, más que suficiente para la potencia que hoy necesitaba. Carecía de punto de mira, pues no estaba diseñada como arma de ataque. Sin embargo, sabría manejarla. Apuntaba a un blanco muy grande. Con la vista, seleccionó a Sócrates, en el borde de la alameda. Montó el arma lentamente, con una vacilación deliberada, meditó en el mejor modo de cumplir con su deber y apoyó el dedo en el gatillo. El nexo neural del árbol estaba en la copa, detrás de la boca. Un tiro rápido allí...
–Eso es.
Un arco de llama blanca siseó a través del aire. La copa retorcida de Sócrates resplandeció por un instante. Una muerte rápida, una muerte limpia, mejor que la putrefacción del moho. Luego, Holbrook paseó la línea de fuego por todo el árbol, desde la copa a lo largo del tronco. La madera era dura. Disparó una y otra vez. Miembros, ramas y hojas fueron cayendo, mientras el tronco aún seguía intacto y grandes nubes de humo aceitoso se alzaban sobre la alameda. Holbrook vio silueteado el tronco desnudo contra el brillo del rayo de fusión y se sorprendió al comprobar lo recto que había sido el tronco del viejo filósofo bajo las ramas. Ahora ya no era más que un pilar de cenizas. De pronto, se derrumbó y desapareció.
De los otros árboles surgió un gemido bajo y terrible.
Sabían que la muerte rondaba entre ellos y sentían el dolor de la ausencia de Sócrates mediante la red de raíces nerviosas que cubría el subsuelo. Lloraban de temor, de angustia y de rabia.
Holbrook dirigió hoscamente el arma de fusión hacia Héctor.
Era éste un árbol grande, impasible, estoico. Ni quejoso ni adulador. Deseaba darle la buena muerte que merecía, pero falló el blanco. El primer disparo dio a dos metros y medio por lo menos bajo el centro cerebral del árbol, y el grito que surgió de sus compañeros reveló lo que Héctor debía de estar sintiendo. Holbrook vio unos miembros que se agitaban frenéticamente, una boca que se abría y cerraba en un horrible espasmo de tormento. El segundo disparo puso fin a la agonía. Casi serenamente, Holbrook remató la tarea de aniquilar aquel árbol lleno de nobleza.
Estaba terminando cuando advirtió que un vehículo llegaba junto al camión y que Naomi saltaba de él sonrojada, con los ojos muy abiertos, próxima a la histeria.
–¡Detente! –gritó–. ¡Detente, tío Zen! ¡No los quemes!
Al saltar a la cabina del camión de fumigación, le cogió por las muñecas con una fuerza sorprendente y se lanzó contra él. Estaba dominada por el pánico, los senos agitados, jadeante, respirando, con dificultad.
–Te dije que fueras a la casa de la plantación –gruñó él.
–Lo hice. Pero vi las llamas.
–¿Quieres irte de aquí?
–¿Por qué quemas los árboles?
–Porque están infectados de moho –contestó–. Hay que quemarlos antes de que contagien a los demás.
–¡Eso es un asesinato!
–Naomi, mira, ¿quieres volver...?
–¡Mataste a Sócrates! –gritó ella, mirando la alameda–. ¿Y... a César? No. Héctor. Héctor ha desaparecido también. ¡Los has quemado!
–No son personas. Son árboles. Árboles enfermos que, de todas formas, morirán pronto. Quiero salvar a los otros.
–¿Pero por qué matarlos? Tiene que haber algún tipo de droga al que recurrir, Zen. Un pulverizador o algo por el estilo. Hay drogas ahora para curar cualquier enfermedad.
–No para ésta.
–¡Tiene que haberla!
–Sólo el fuego –afirmó Holbrook.
El sudor le caía helado por el pecho y sentía el temblor de todos sus músculos. Ya era bastante duro hacerlo, sin tenerla a su lado. Le habló con la mayor serenidad posible:
–Naomi, es preciso; y cuanto antes mejor. No existe alternativa. Amo a estos árboles tanto como tú, pero he de quemarlos de raíz. Recuerda lo que ocurrió con aquel animalito peludo y con el aguijón en la cola. No podía mostrarme sentimental hacia él sólo porque te pareciera lindo. Suponía una amenaza. Y ahora Platón, César y los demás amenazan cuanto poseo. Son portadores de la plaga. Vuélvete a la casa y enciérrate allí, en donde quieras, hasta que haya terminado.
–¡No te dejaré que los mates!
Hablaba llorosa, desafiante. Exasperado, la cogió por los hombros, la sacudió dos o tres veces y la tiró de la cabina del camión. Ella vaciló pero cayó en tierra sobre sus pies. Saltando a su lado, Holbrook exclamó:
–¡Maldita sea, no me obligues a pegarte, Naomi! Esto no es asunto tuyo. Tengo que quemar esos árboles, y si no dejas de interferir...
–Tiene que haber otro modo. Permitiste que esos hombres te asustaran, ¿no es verdad, Zen? Ellos temen que la infección se extienda, de modo que te dijeron que quemaras los árboles a toda prisa. Y ni siquiera te paraste a pensar, a pedir otra opinión. Te viniste aquí con el arma y empezaste a matar a unos inteligentes, a unos sensibles y encantadores...
–...árboles –terminó él–. Te estás pasando de la raya, Naomi. Por última vez...
Su respuesta fue saltar al camión y colocarse ante el cañón del arma de fusión, con su pecho apoyado contra el metal.
–¡Si disparas, tendrás que hacerlo a través de mí!
Nada que él dijera la obligaría a bajar. Se había entregado por completo a una fantasía romántica, la Juana de Arco de los árboles del jugo, defendiendo la alameda contra la barbarie. De nuevo trató de razonar con ella, y de nuevo negó Naomi la necesidad de extirpar los árboles. Le explicó con todo el ímpetu de que fue capaz la imposibilidad total de salvarlos. Con la misma falta de lógica anterior, le contestó que forzosamente existía otro medio. Holbrook soltó maldiciones, la llamó estúpida, adolescente histérica... Le suplicó, le rogó. Le ordenó. Naomi seguía aferrada al arma.
–No puedo perder más tiempo –dijo él al fin–. La faena ha de realizarse en cuestión de horas o toda la plantación desaparecerá –sacó la pistola de su funda, le quitó el seguro y la apuntó con ella–. Baja de ahí –dijo heladamente.
La chica se echó a reír.
–¿Tengo que creer acaso que vas a disparar contra mí?
Por supuesto, tenía razón. Se quedó inmóvil, vacilante, impotente, sudoroso y desconcertado. La locura se contagiaba. Su amenaza había sido completamente vana, y ella lo había comprendido de inmediato. Holbrook subió al camión, la agarró y trató de sacarla de allí.
Naomi era fuerte y la situación de él muy precaria. Consiguió soltarla del arma, pero no arrojarla del camión. No quería hacerle daño, y su misma solicitud le volvía incapaz de triunfar en la lucha. Porque ella peleaba con una fuerza histérica, toda codos, rodillas, uñas que arañaban. Consiguió sujetarla al fin y descubrió con horror que la había asido por uno de sus senos. Lo soltó, embarazado y confuso. Ella se apartó de él. La aferró de nuevo y esta vez logró empujarla al borde del camión. Naomi saltó, aterrizó sin dañarse volvió y corrió hacia la alameda.
¿De modo que otra vez le había vencido? La siguió allí y le costó un momento descubrir dónde estaba. La encontró acariciando el tronco de César y mirando aterrada los restos quemados donde se alzaran Sócrates y Héctor.
–¡Adelante! –dijo–. ¡Quema toda la alameda! ¡Me quemarás a mí con ellos!
Holbrook se lanzó contra la muchacha. Ella le esquivó y echó a correr hacia Alcibíades. Trató de agarrarla, perdió el equilibrio y cayó, tratando de afianzarse en el aire. Cayó...
Algo fino, áspero y largo, le golpeó en los hombros.
–¡Zen! –gritó Naomi–. El árbol... Alcibíades...
Se vio en el aire. Alcibíades le había atrapado con un tentáculo y lo alzaba hacia su copa. El árbol luchaba con la carga. Un segundo zarcillo se tendió hacia el hombre, y Alcibíades dejó de tener dificultades. Holbrook se agitaba a unos tres metros del suelo.
Raras veces los árboles atacaban a los humanos. Habría sucedido unas cinco veces en total desde que los hombres cultivaban los árboles del jugo. En cada caso, la víctima había estado haciendo algo que ellos consideraban hostil..., como desarraigar un árbol enfermo, por ejemplo.
Un hombre constituía un gran bocado para un árbol del jugo, aunque no demasiado para su apetito.
Naomi chilló, pero Alcibíades siguió izándole. Holbrook oía ya el entrechocar de los colmillos allá arriba. La boca del árbol estaba dispuesta a recibirle. Alcibíades, el presumido; Alcibíades, el voluble; Alcibíades, el impredecible... Bien bautizado en verdad. Aunque, ¿era traición actuar en defensa propia? Alcibíades tenía el imperioso deseo de sobrevivir. Había visto el destino de Héctor y Sócrates. Holbrook alzó la vista a los colmillos, más cercanos ya.
«De modo que éste es el fin –pensó–. Devorado por uno de mis propios árboles. Mis amigos. Me está bien por ser tan sentimental. Al fin y al cabo, son carnívoros. Tigres con raíces.»
Alcibíades gritó.
En el mismo instante, uno de los tentáculos que se enrollaban al cuerpo de Holbrook perdió fuerza. Cayó unos seis metros de golpe antes de que el otro tentáculo se estabilizara, sosteniéndole a escasa altura. Cuando pudo respirar de nuevo, Holbrook miró hacia abajo y vio lo que había sucedido. Naomi había recogido el arma que él dejara caer al sentirse cogido por el árbol y había quemado uno de los tentáculos. Ahora apuntaba de nuevo. Hubo otro aullido de Alcibíades. Holbrook advirtió una gran conmoción en las ramas por encima de él y cayó bruscamente al suelo, aterrizando sobre un montón de hojas. Un instante después, giraba sobre sí mismo y se incorporaba. Nada roto. Naomi permanecía a su lado, con el arma todavía en la mano.
–¿Estás bien? –preguntó serenamente.
–Sólo un poco agitado, eso es todo –empezó a levantarse–. Te debo la vida –añadió–. Un minuto más y acabo en la boca de Alcibíades.
–Por un momento, pensé en dejar que te devorara, Zen. El árbol actuaba en defensa propia. No fui capaz. Así que quemé uno de los zarcillos.
–Sí, sí. Te lo agradezco mucho –se levantó al fin y dio unos pasos vacilantes hacia ella–. Vamos, será mejor que dejes el arma antes de que te hagas un agujero en el pie.
–Espera un segundo –dijo Naomi glacialmente, reculando conforme Holbrook avanzaba hacia ella.
–¿Qué?
–Un trato, Zen. Yo te rescaté, ¿no es cierto? No tenía por qué hacerlo. A cambio, tú dejas a esos árboles en paz. Al menos, comprueba si hay o no alguna droga. ¿De acuerdo? Un trato.
–Pero...
–Me debes la vida, dijiste. Pues págame. Lo que quiero de ti es una promesa. Si no hubiera cortado ese zarcillo, estarías muerto ahora. Que los árboles vivan también.
Se preguntó si se atrevería a usar la pistola en su contra. Guardó silencio largo rato, sopesando la opción. Luego, contestó:
–De acuerdo, Naomi. Me salvaste y no puedo negarte lo que pides. No tocaré los árboles. Averiguaré si hay alguna droga para matar el moho.
–¿Lo dices en serio?
–Lo prometo. Por todo lo que es sagrado, ¿quieres darme ahora esa pistola?
–¡Toma! –gritó ella; las lágrimas resbalaban por su rostro–. ¡Tómala! ¡Oh, Dios mío, Zen, qué horrible es todo esto!
Le quitó el arma y la metió en la funda. La muchacha pareció hallarse agotada, sin fuerzas, una vez que se la hubo entregado. Cayó en brazos de Holbrook y él la retuvo estrechamente, sintiéndola temblar contra su pecho. También Holbrook temblaba al abrazarla fuertemente, consciente de las tensas puntas de los jóvenes senos contra su pecho. Una oleada poderosa –que reconoció como deseo– le inundó. «Asqueroso» se dijo. Esbozó una mueca al recordar las imágenes de aquella mañana, que aún danzaban ante sus ojos: Naomi desnuda, la piel brillante por el baño, los senos como manzanas, los muslos firmes. «Mi sobrina. De quince años. ¡Que Dios me ayude!» Consolándola, le pasó las manos por los hombros, por la espalda. Sus ropas eran livianas, el cuerpo de la chica se revelaba bajo ellas.
La tiró bruscamente al suelo.
Ella cayó encogida, dio la vuelta y se llevó la mano a la boca al lanzarse Holbrook sobre ella. Soltó un grito agudo y penetrante cuando el cuerpo del hombre cayó sobre el suyo. Sus ojos aterrados revelaban claramente el temor de que él la violara, pero otra clase de ideas malvadas llenaban la mente de Holbrook. Rápidamente; la volvió hacia el suelo, le cogió la mano derecha y le dobló el brazo tras la espalda. Luego, la alzó hasta sentarla.
–Ponte de pie –ordenó, forzándole el brazo para persuadirla.
Naomi obedeció.
–Ahora camina. Sal de la alameda y regresa al camión. Te romperé el brazo si es preciso.
–¿Qué pretendes? –preguntó ella con voz apenas audible.
–De vuelta al camión –insistió.
Dio otro tirón del brazo. Naomi gimió de dolor. Pero se puso en marcha. Ya en el camión, la mantuvo bien sujeta y llamó a Leitfried, al centro de información.
–¿Qué ocurre, Zen? Lo seguimos todo y...
–Demasiado difícil de explicar. La chica les tenía mucho cariño a los árboles, eso es todo. Envía unos robots aquí para que se la lleven, por favor.
–¡Lo prometiste! –gritó Naomi.
Llegaron los robots a toda prisa. Eficientes, mantuvieron inmóvil a Naomi con sus dedos de acero hasta introducirla en un vehículo y llevársela a la casa de la plantación. Una vez desaparecida, Holbrook se sentó por un momento en tierra para descansar, para que se le despejara la cabeza. Al fin, subió de nuevo a la cabina.
Y apuntó con el arma de fusión, a Alcibíades en primer lugar.
Le llevó poco más de tres horas. Cuando terminó, el Sector C era un campo de cenizas, y un amplio cinturón de tierra despejada se extendía desde el límite exterior de la devastación hasta el huerto más próximo de árboles sanos. Hasta pasado algún tiempo, no sabría si había logrado salvar la plantación. En fin, había hecho cuanto se hallaba en su mano.
Al volver en coche hacia la casa, pensaba menos en la ejecución llevada a cabo que en la sensación del cuerpo de Naomi contra el suyo y todo cuanto había sentido en el momento de tirarla al suelo. El cuerpo de una mujer, sí. Pero ella era una niña. Una niña todavía, enamorada de sus animalitos domésticos. Incapaz aún de comprender que, en el mundo de la realidad, uno ha de sopesar el pro y el contra entre lo necesario y lo que nos es querido y obrar del mejor modo posible. ¿Qué había aprendido hoy Naomi en el Sector C? ¿Qué el universo sólo ofrece en ocasiones una elección brutal? ¿O simplemente que el tío al que ella adoraba era capaz de traición y de asesinato?
Le habían dado sedantes, pero estaba despierta en su habitación. Cuando él entró, se subió las sábanas para ocultar el pijama. Le miró con ojos fríos, muy hundidos.
–Lo habías prometido –dijo amargamente–. Y me engañaste.
–Tenía que salvar a los demás árboles. Ya lo entenderás, Naomi.
–Sólo entiendo que me mentiste, Zen.
–Lo lamento. ¿Me perdonas?
–¡Vete al Infierno! –dijo, y esas palabras adultas resultaron horribles en aquellos labios infantiles.
No pudo quedarse más con ella. La dejó y subió a hablar con Fred Leitfried, en el centro de información.
–Todo ha terminado –dijo en voz alta.
–Actuaste como un hombre.
–Sí, sí.
Registró el sector de cenizas, mediante la pantalla. Seguía sintiendo el calor de Naomi contra su cuerpo. Vio sus ojos hoscos. Vendría la noche, las dos lunas danzarían en el cielo, brillarían las constelaciones a las que nunca había llegado a acostumbrarse. Quizá le hablaría de nuevo. Intentaría hacerla comprender. Y luego la enviaría lejos, hasta que se hubiera transformado del todo en una mujer.
–Empieza a llover –comentó Leitfried–. Eso ayudará a la maduración.
–Probablemente.
–¿Te sientes un asesino, Zen?
–¿A ti qué te parece?
–Lo sé, lo sé.
Holbrook empezó a cerrar las pantallas. Había hecho todo cuanto se propusiera hacer hoy. Y dijo serenamente:
–Fred, eran árboles. Solamente árboles. Árboles, Fred, árboles.
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