Lotófagos
Stanley G. Weinbaum
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–¡Uf! –exclamó «Ham» Hammond, mirando por la claraboya de babor de la cámara de observación–. ¡Vaya un sitio para pasar una luna de miel!
–Entonces no deberías de haberte casado con una bióloga –contestó la señora Hammond. Apoyaba la cabeza sobre el hombro de su marido y él pudo ver los grises ojos de su esposa bailar en el cristal de la claraboya–. Ni con la hija de un explorador –añadió.
Porque Pat Hammond, hasta su boda con Ham unas cuatro semanas antes, había sido Patricia Burlingame, hija del gran explorador inglés que había conquistado para Gran Bretaña tanta zona crepuscular de Venus como Crowly había ganado para los Estados Unidos.
–No me casé con una bióloga –replicó Ham–. Me casé con una muchacha que casualmente se interesa por la biología; eso es todo. Es uno de sus pocos defectos.
Redujo el chorro de los reactores inferiores y el cohete descendió suavemente sobre un cojín de llamas hacia el negro paisaje inferior. Lenta y cuidadosamente, Ham reguló los controles hasta conseguir la mínima vibración y luego cerró el chorro de repente. Se posaron con un leve temblor y un extraño silencio cayó como una manta tras el cese del rugiente estampido.
–Ya estamos –anunció él.
–Ya estamos –repitió Pat–. ¿Dónde?
–Exactamente a ciento treinta kilómetros al este de la cordillera opuesta a Venoble, en la Tierra Fría británica. Al norte está, supongo, la continuación de las Montañas de la Eternidad. Al sur y al oeste, misterio.
–Acabas de conseguir una buena descripción técnica de ningún sitio –se rió Pat–. Voy a apagar las luces para ver el exterior.
Así lo hizo y en la obscuridad las claraboyas parecieron círculos débilmente luminosos.
–Sugiero –prosiguió ella– que la Expedición Conjunta suba a la cúpula para iniciar las observaciones. Si estamos aquí para investigar, investiguemos un poco.
–Este apéndice de la expedición está conforme –respondió Ham con una risita.
Hizo una mueca de contento en la obscuridad ante la desenvoltura con que Pat abordaba el serio problema de la exploración. Aquí estaban ellos, la «Expedición Conjunta de la Royal Society y el Smithsonian Institute para la Investigación de las Condiciones en el Lado Obscuro de Venus» como rezaba el largo título oficial.
Ham representaba técnicamente la mitad americana del proyecto –Pat no había querido admitir a ningún otro– pero era a ella a quien la sociedad y los miembros del Instituto dirigían sus preguntas, sus requerimientos y sus instrucciones. Era lo justo. Después de todo, Pat era la autoridad más competente en lo relativo a la flora y la fauna de las Tierras Cálidas y, además, la primera criatura humana nacida en Venus, en tanto que Ham era sólo un ingeniero que el lucrativo comercio de xixtchil había atraído a la frontera de las Tierras Cálidas.
Allí había conocido a Patricia Burlingame y allí, después de un azaroso viaje hasta el pie de las Montañas de la Eternidad, la había conquistado. Se casaron en Erotia, el asentamiento americano, hacía poco menos de un mes, y luego habían aceptado hacerse cargo de la expedición a la cara obscura de Venus.
En un principio, Ham no estuvo de acuerdo. Hubiera preferido una buena luna de miel terrestre en New York o Londres, pero había dificultades. La principal de ellas la astronómica; Venus había superado el perigeo y transcurrirían ocho largos meses antes de que el planeta, en su lento giro alrededor del Sol, alcanzase un punto desde donde un cohete pudiera llegar a la Tierra.
Ocho meses en la primitiva y fronteriza Erotia o en la igualmente primitiva Venoble, si elegían el asentamiento británico, sin ninguna diversión excepto cazar, sin radio ni juegos, incluso muy pocos libros. Y si tenían que cazar, argüía Pat, ¿por qué no añadir la emoción y el peligro de lo desconocido?
Nadie sabía qué vida, si había alguna, se ocultaba en el lado obscuro del planeta. Muy pocos lo habían visto alguna vez, y esos pocos desde cohetes que sobrevolaban a toda velocidad grandes cordilleras o infinitos océanos helados. Ahora se presentaba una oportunidad de avistar el misterio y explorarlo con los gastos pagados.
Había que ser multimillonario para construir y equipar un cohete privado, pero la Royal Society y el Smithsonian Institute, gastando dinero del gobierno, estaban por encima de semejantes consideraciones. Habría peligro, quizás, y emociones de las que dejan sin aliento, pero... podrían estar solos.
Este último punto había convencido a Ham. Así pues, habían consumido dos afanosas semanas avituallando y equipando el cohete, habían volado muy alto sobre la barrera de hielo que limita la zona crepuscular y se habían precipitado frenéticamente a través de la línea de tormentas donde el frío viento inferior de la cara sin sol choca con los cálidos vientos superiores que azotan desde la cara desierta del planeta.
Porque Venus, desde luego, no tiene rotación ninguna y por tanto no tiene alternancia de días y noches. Una cara está siempre iluminada por el Sol y la otra está siempre sumida en la obscuridad, y sólo la lenta libración del planeta presta a la zona crepuscular una cierta apariencia de estaciones. Esta zona crepuscular, la única parte habitable del planeta, apunta por un lado al llameante desierto y por el otro acaba bruscamente en la barrera de hielo donde los vientos superiores ceden su humedad a las escalofriantes corrientes inferiores.
Así pues, allí estaban ellos, apretados en la diminuta cúpula de cristal, por encima del panel de navegación, muy juntos sobre el peldaño superior de la escalerilla y con el sitio justo en la cúpula para las cabezas de uno y otro. Ham rodeó con un brazo a la muchacha mientras contemplaban el paisaje exterior.
Lejos hacia el oeste, la luz centelleaba sobre la barrera de hielo. Como inmensas columnas, las Montañas de la Eternidad se recortaban contra la luz, con sus poderosos picachos perdidos en las nubes inferiores. Hacia el sur, estaban las explanadas de las Eternidades Menores, que limitaban la Venus americana y, entre las dos cordilleras, se perfilaban los perpetuos relámpagos de la línea de tormentas.
En torno a ellos, iluminado débilmente por la refracción de la luz solar, se extendía un yermo de obscuro y salvaje esplendor. Por todas partes había hielo, colinas de hielo, torres, llanuras, peñascos y acantilados de hielo, todo reluciendo con un hábito verdoso al débil resplandor que llegaba desde detrás de la barrera. Un mundo sin movimiento, helado y estéril.
–¡Es... es glorioso! –murmuró Pat.
–Sí –convino él–, pero frío, sin vida, amenazador. Pat, ¿crees que hay vida aquí?
–Yo diría que sí. Si la vida puede existir en mundos tales como Titán y Japeto, debería de existir aquí. ¿Qué frío hace? –miró el termómetro exterior de columnas y cifras luminiscentes–. Sólo treinta bajo cero. En la Tierra existe vida a esa temperatura.
–Existe, sí. Pero no podría haberse desarrollado a una temperatura bajo cero. La vida tiene que comenzar en un medio líquido. Ella se echó a reír suavemente.
–Estás hablando con una bióloga, Ham. Tienes razón; la vida no podría haberse desarrollado a treinta bajo cero, pero suponte que tuvo su origen en la zona crepuscular y emigró aquí. O suponte que fue empujada aquí por la terrorífica competencia de las regiones cálidas. Ya sabes las condiciones que reinan en las Tierras Cálidas, con los hongos, los árboles Jack Ketch y los millones de pequeñísimos parásitos que se devoran unos a otros.
Ham quedó pensativo.
–¿Qué clase de vida esperarías encontrar? Ella soltó una risita.
–¿Quieres que te haga una predicción? Muy bien. Supondría, por lo pronto, alguna especie de vegetación como base, porque la vida animal no puede mantenerse sin ella.
–Entonces, tiene que haber alguna vegetación. ¿De qué tipo?
–Dios lo sabe. Puede conjeturarse que la vida de la cara obscura si es que existe, provino en su origen de los terrenos más débiles de la zona crepuscular, pero en lo que pueda haberse convertido, eso no lo sé imaginar. Desde luego, hay el triops noctivivans que descubrí en las Montañas de la Eternidad.
–¡Descubriste! –Soltó una risa burlona–. Estabas tan fría como el hielo cuando te saqué de aquel nido de diablos. ¡Ni siquiera viste a uno!
–Examiné el que los cazadores trajeron a Venoble –replicó ella sin turbarse–. Y no olvides que la sociedad quiso ponerle mi nombre: el triops patriciae. –Un estremecimiento involuntario la agitó al recordar a aquellas criaturas satánicas que lo habían destrozado todo excepto a ellos dos–. Pero yo preferí otro nombre: triops noctivivans, el morador de tres ojos en la obscuridad.
–Romántico nombre para una bestia diabólica.
–Sí, pero a lo que yo quería referirme es a esto: que es probable que los triops... o triopses... Oye, ¿cuál es el plural de triops?
–Trioptes –gruñó él–. Raíz latina.
–Bien, es probable que los trioptes estén entre las criaturas que se puedan encontrar aquí, en el lado de la noche eterna, y que aquellos feroces diablos que nos atacaron en el sombrío cañón de las Montañas de la Eternidad sean una avanzadilla que penetran en la zona crepuscular a través de los pasos obscuros y sin sol que hay en las montañas. No pueden resistir la luz; tú mismo lo viste.
–¿Qué me cuentas?
Pat se echó a reír por la expresión.
–Esto: por su forma y su estructura, seis miembros, tres ojos y todo lo demás, está claro que los trioptes están emparentados con los nativos ordinarios de las Tierras Cálidas. Por eso deduzco que están recién llegados a la cara obscura; que no se desenvolvieron aquí, sino que fueron empujados hace muy poco tiempo, geológicamente hablando. Bueno, geológicamente no es la palabra, porque geos significa tierra. Venéreamente hablando, debería decir.
–Creo que no. Confundes la raíz. Lo que has dicho significa afrodisíacamente hablando. Ella rió de nuevo.
–Lo que quiero decir, y debería haber empezado por aquí para evitar la discusión, es paleontológicamente hablando. Eso lo entiende todo el mundo. De cualquier modo, quiero decir que los trioptes no llevan en el lado obscuro más que de unos veinte a cincuenta mil años terrestres, o quizá menos. ¿Qué sabemos nosotros de la velocidad de evolución en Venus? Quizás es más rápida que en la Tierra; quizás un triops puede adaptarse a la vida nocturna en cinco mil años.
–Yo he visto estudiantes universitarios adaptarse a la vida nocturna en un semestre –observó Ham con una sonrisa burlona. Ella pasó por alto el comentario y continuó:
–Y por eso mantengo que tenía que existir vida aquí antes de llegar los trioptes. De no haber encontrado qué comer no podrían haber sobrevivido. Y puesto que mi examen mostró que el triops es en parte carnívoro, aquí no sólo debe de haber vida vegetal, sino vida animal. Eso es todo cuanto puede deducirse con arreglo a un simple razonamiento.
–Entonces no puedes deducir qué clase de vida animal será esa. ¿Inteligente quizá?
–No lo sé. Podría ser. Pero a pesar de la forma como vosotros los yanquis adoráis la inteligencia, biológicamente es un hecho sin importancia. Ni siquiera tiene mucho valor para la supervivencia.
–¿Qué? ¿Cómo puedes decir eso, Pat? ¿Qué es, si no la inteligencia, lo que ha dado al hombre la supremacía en la Tierra... y en Venus también, dicho sea de paso?
–Pero, ¿tiene realmente el hombre la supremacía en la Tierra? Mira, Ham, he aquí lo que quiero decir con eso de la inteligencia. El gorila tiene un cerebro mucho mejor que la tortuga, ¿no es así? Y sin embargo, ¿quién ha tenido más éxito: el gorila, que escasea y está limitado a sólo una pequeña región en África, o la tortuga, que es común por doquier, desde el Ártico al Antártico? En cuanto al hombre..., bueno, si tuvieses ojos microscópicos y pudieses ver todos los seres que pueblan la Tierra, llegarías a la conclusión de que el hombre es un ejemplar raro y de que el planeta es realmente un mundo de nematodos, esto es, un mundo de gusanos, porque los nematodos superan con mucho todas las otras formas de vida puestas juntas.
–Pero eso no es supremacía, Pat.
–No he dicho que lo fuera. Dije meramente que la inteligencia no es lo más importante para sobrevivir. Si lo fuera, ¿por qué los insectos, que no tienen inteligencia, sino sólo instinto, plantean tal batalla a la raza humana? Los hombres tienen mejores cerebros que los pulgones del trigo, la filoxera, la mosca de las frutas, los escarabajos, las polillas y todas las demás plagas, y sin embargo ellos combaten nuestra inteligencia con sólo un arma: su enorme fecundidad. ¿Te das cuenta de que cada vez que nace un niño, hasta que es equilibrado por una muerte, sólo puede ser alimentado de una manera? Y esa manera es privando a los insectos de toda la comida que representa el peso del niño en insectos.
–Todo eso parece bastante razonable, pero, ¿qué tiene que ver con la inteligencia en la cara obscura de Venus?
–No lo sé –replicó Pat, y su voz tomó un extraño tono de nerviosismo–. Sólo quiero decir... Vamos a ver, Ham. Un lagarto es más inteligente que un pez, pero no lo bastante para conseguir ninguna ventaja por ello. Entonces, ¿por qué el lagarto y sus descendientes siguen desarrollando inteligencia? ¿Por qué..., a menos que toda la vida tienda a hacerse inteligente con el tiempo? Y, si eso es verdad entonces puede haber inteligencia incluso aquí, una inteligencia extraña, ajena, incomprensible.
Se estremeció en la obscuridad y se apretó contra él.
–No te preocupes –dijo de pronto con voz alterada–. Probablemente no es más que fantasía. El mundo de aquí es tan raro, tan extraterrestre... Estoy cansada, Ham. Ha sido un día largo.
Bajaron hasta el cuerpo del cohete. Cuando las luces flamearon sobre el extraño paisaje, más allá de las claraboyas, él sólo vio a Pat, encantadora con el exiguo vestidito a la moda de la Tierra Fría,
–Ya veremos mañana –dijo él–. Tenemos comida para tres semanas.
Mañana, desde luego, significaba sólo tiempo y no luz de día. Se levantaron sumidos en la eterna obscuridad de la cara sin Sol de Venus. Pero Pat estaba de mejor humor y se dedicó alegremente a los preparativos de la primera salida al exterior. Sacó los trajes espaciales de gruesa lana reforzada con cuero y Ham, en su calidad de ingeniero, inspeccionó cuidadosamente las cuatro poderosas lámparas que coronaban las caperuzas.
Por supuesto, eran primordialmente para ver, pero también tenían otro propósito. Se sabía que los trioptes, tan increíblemente fieros, no podían afrontar la luz y así, usando los cuatro rayos del casco, uno podía moverse rodeado por un halo protector. Eso no impedía que ambos incluyeran en su equipo dos revólveres y un par de terroríficos lanzallamas. Pat llevaba también una bolsa colgada a la cintura en la que se proponía meter ejemplares de toda la flora que encontrase en el lado obscuro y también ejemplares de la fauna, si los había pequeños e inofensivos.
Se sonrieron a través de las máscaras.
–Te hace parecer gorda –comentó Ham maliciosamente y gozó al verla hacer una mueca de fastidio.
Ella se volvió, abrió la puerta y salió.
Era diferente que mirar por la claraboya. La escena que antes vieran con algo de la irrealidad y de toda la inmovilidad y silencio de un cuadro, estaba ahora efectivamente alrededor de ellos, y el frío aliento y la voz quejumbrosa del viento inferior probaban sin duda alguna que el mundo era real. Por un momento permanecieron en el círculo de luz de las claraboyas del cohete, mirando con respeto al horizonte, donde los increíbles picos de las Grandes Eternidades se recortaban, negros, contra la falsa puesta de sol.
Hasta donde podía alcanzar la visión en aquella región sin sol, sin luna y sin estrellas, se extendía una desolada llanura donde picos, alminares, torres y lomas de hielo y de piedra surgían en indescriptibles y fantásticas formas, esculpidas por la salvaje maestría del viento inferior.
Ham rodeó con un acolchado brazo la cintura de Pat y se sorprendió al sentirla estremecerse.
–¿Tienes frío? –preguntó, mirando la esfera del termómetro que tenía en la muñeca–. Sólo estamos a uno bajo cero.
–No tengo frío –replicó Pat–. Es el escenario; eso es todo. –Se apartó un poco–. Me pregunto qué es lo que dará calor a esta zona. Porque sin luz solar...
–Te equivocas –interrumpió Ham–. Cualquier ingeniero sabe que los gases se difunden. Los vientos superiores pasan a nueve o diez kilómetros por encima de nuestras cabezas y naturalmente traen mucho del calor del desierto que se encuentra más allá de la zona crepuscular. Hay alguna difusión del aire caliente en el frío y luego, además, cuando los vientos calientes se enfrían, tienden a bajar. Y lo que es más, el contorno del país tiene mucho que ver con eso. –Hizo una pausa–. Oye –continuó pensativamente–, no me extrañaría que encontrásemos zonas cerca de las Eternidades donde hubiese una corriente baja, donde los vientos superiores se deslizaran a lo largo de la ladera y proporcionaran a ciertos sitios un clima bastante soportable.
Seguía a Pat mientras ella iba indagando alrededor de los peñascos que estaban cerca del círculo luminoso del cohete.
–¡Vaya! –exclamó ella–. ¡Aquí está, Ham! ¡He aquí nuestro ejemplar de vida vegetal del lado obscuro.
Se inclinó sobre una gris masa bulbosa.
–Tipo liquen u hongo –continuó–. Nada de hojas, por supuesto; las hojas sólo son útiles a la luz del Sol. Nada de clorofila por la misma razón. Una planta muy primitiva, muy simple y, sin embargo, en algunos aspectos, nada simple. ¡Mira, Ham, un sistema circulatorio altamente desarrollado!
Él se acercó aún más y, a la débil luz amarillenta que se filtraba desde las claraboyas, vio la fina tracería de venas que indicaba la muchacha.
–Eso –continuó ella– indicaría una especie de corazón y me pregunto si... –Bruscamente aplicó la esfera de su termómetro contra la masa carnuda, la sostuvo allí un momento y luego miró–. ¡Sí! Mira cómo la aguja se ha movido, Ham. ¡Es un vegetal caliente! Una planta de sangre caliente. Y, si lo piensas bien, es lo más natural, Porque es la única clase de planta que podría vivir en una región que está eternamente por debajo del grado de congelación. La vida tiene que vivirse en agua líquida.
Ella tiró de aquella cosa que, con un súbito estallido, se soltó mientras obscuras gotas de líquido fluían de la desgarrada raíz.
–¡Uf! –exclamó Ham–. ¡Que cosa tan repugnante! «Y desgarra la sangrienta mandragora», ¿eh? Sólo que decían que éstas gritaban al ser arrancadas.
Se detuvo. Un lento, pulsante y ominoso gemido salió de la temblorosa masa de pulpa y Ham dirigió una mirada de asombro a Pat.
–¡Uf! –gruñó de nuevo–. ¡Es repugnante!
–¿Repugnante? ¿Por qué? Es un organismo hermoso. Está adaptado perfectamente a su entorno.
–Bueno, me alegro de no ser más que un ingeniero –rezongó él al ver cómo Pat abría la puerta del cohete y depositaba aquella cosa sobre un cuadrado de caucho que había allí dentro–. Ven, vamos a mirar por aquí.
Pat cerró la puerta y lo siguió fuera del cohete. Instantáneamente la noche los envolvió como una negra niebla y sólo al mirar atrás a las iluminadas claraboyas pudo convencerse Pat de que estaban en un mundo real.
–¿No deberíamos encender nuestras lámparas? –preguntó Ham–. Seria lo mejor, o nos arriesgamos a una caída.
Antes de que uno de ellos pudiese dar un paso, un sonido se impuso a través de la queja del viento inferior, un grito salvaje, feroz, extraterrestre, que sonaba como una carcajada infernal.
–¡Es triopts! –jadeó Pat, olvidando plurales y gramática al mismo tiempo.
Estaba asustada; por lo general era tan valiente como Ham y a veces más temeraria y atrevida, pero aquellos chillidos misteriosos le hacían recordar los momentos de angustia vividos en el cañón de las Montañas de la Eternidad. Estaba horriblemente asustada y manoteó frenética e ineficazmente en busca de los interruptores de las lámparas y en busca del revólver.
Justo cuando doce piedras pasaron zumbando junto a ellos, y una golpeó dolorosamente en el hombro de Ham, éste encendió sus luces. Cuatro rayas se dispararon en una larga cruz sobre los relucientes picachos y las risas salvajes se trocaron en un alarido de dolor. Por un instante alcanzó a vislumbrar unas figuras sombrías que se alejaban por montículos y peñascos, deslizándose como espectros hacia la obscuridad y el silencio.
–Llegué a tener miedo, Ham –murmuró Pat; se acurrucó contra él y continuó luego con más fuerza–: Pero he aquí la prueba. El triops noctivivans es actualmente una criatura del lado nocturno. Los que están en las montañas son avanzadillas que han emigrado a los abismos sin sol.
Muy lejos sonó la risa cortante.
–Me pregunto –dijo Ham– si ese ruido que hacen podría constituir una especie de lenguaje.
–Es lo más probable. Después de todo, las especies nativas de las Tierras Cálidas son inteligentes, y estas criaturas están emparentadas con ellas. Además lanzan piedras y conocen el uso de aquellas vainas asfixiantes que nos mostraron en el cañón, vainas que, dicho sea de paso, deben de ser el fruto de alguna planta del lado nocturno. Los trioptes son sin duda inteligentes de una manera bárbara, feroz y ávida de sangre, pero son bestias tan inaccesibles que dudo que los seres humanos consigan enterarse de mucho de su lenguaje o de sus mentes.
Ham le dio la razón con solemnidad, tanto más cuanto que en aquel momento una piedra malignamente lanzada arrancó brillantes chispas de una helada columna situada a doce pasos de distancia. Él torció la cabeza enviando de soslayo las lámparas de su casco sobre la llanura, y un grito de dolor brotó de la obscuridad.
–Gracias a Dios, las luces los mantienen bastante a raya –masculló–. Son unos pequeños y divertidos súbditos de Su Majestad * , ¿no es así? ¡Dios salve a la Reina, si tiene muchos como ellos!
* – Estaban en territorio británico, en la latitud de Venoble. El Congreso internacional de Lisl había dividido los derechos de la cara obscura en el año 2020, dando a cada nación con posesiones en Venus una extensión que se alargaba desde la zona crepuscular a un punto del planeta directamente opuesto al Sol a mediados de otoño. (Nota del autor)
Pero Pat estaba ocupada de nuevo en su búsqueda de ejemplares. Había encendido sus lámparas y se movía ágilmente de un lado a otro entre los fantásticos monumentos de aquella extraña llanura. Ham la seguía, mirando cómo arrancaba trozos de una sangrante y gimiente vegetación. Encontró una docena de variedades y una pequeña criatura en forma de cigarro puro a la que le fue imposible considerar como planta, como animal o como ninguna de ambas cosas. Cuando su bolsa estuvo completamente llena, volvieron por la llanura al cohete, cuyas claraboyas relucían a lo lejos como una fila de ojos escrutadores.
Pero una sorpresa los aguardaba cuando abrieron la puerta y entraron. Una bocanada de aire cálido, pegajoso, pútrido e irrespirable que les subió a la cara con un olor a carroña, les hizo retroceder.
–¡Vaya...! –jadeó Ham y luego se echó a reír–. ¡Tu mandrágora! –cloqueó burlonamente–. ¡Mírala!
La planta que ella había colocado dentro se había convertido en una masa de podredumbre, En el calor del interior se había descompuesto rápida y completamente y ahora no era más que un montón semilíquido sobre la esterilla de caucho. Pat la empujó hacia la entrada y la arrojó afuera.
Penetraron en el interior, que todavía olía mal, y Ham conectó un ventilador. El aire que entraba era frío, por supuesto, pero puro, estéril y sin polvo. Cerró la puerta, puso en marcha un calentador y alzó la visera para lanzarle a Pat una sonrisa burlona.
–¡Conque este era tu hermoso organismo!, ¿eh? –bromeó.
–Lo era. Era un hermoso organismo, Ham. No puedes censurarle nada si lo hemos expuesto a temperaturas con las que nunca sospechaba tropezar, –Suspiró y extendió su bolsa de ejemplares sobre la mesa–. Creo que lo mejor será que me ocupe de todo esto inmediatamente, ya que no se conservan.
Ham lanzó un gruñido y se dedicó por su parte a preparar una comida, trabajando con la maestría de un verdadero colono de las Tierras Cálidas. Miró a Pat mientras ésta se inclinaba sobre sus ejemplares inyectándoles una solución de bicloruro.
–¿Crees tú? –preguntó él– que el triops es la forma más desarrollada de vida en este lado obscuro?
–Sin duda alguna –replicó Pat–. Si existiera alguna forma superior, hace mucho tiempo que habría exterminado a estos pequeños diablos.
Pero estaba totalmente equivocada.
En el espacio de cuatro días, agotaron las posibilidades de exploración que ofrecía la llanura próxima al cohete, Pat había reunido una amplia colección de ejemplares y Ham había tomado un número incalculable de observaciones sobre temperaturas, variaciones magnéticas y direcciones y velocidad del viento inferior.
Así pues, decidieron trasladar la base. Volaron hacia el sur, hacia la región donde las vastas y misteriosas Montañas de la Eternidad se alzaban al otro lado de la barrera de hielo en el obscuro mundo de la cara nocturna. Volaban lentamente, a algo menos de cien kilómetros por hora, pendientes sólo de que la luz delantera les alertase contra picachos aislados.
Hicieron alto dos veces y en cada una de ellas les bastó un día o dos para convencerse de que la región era similar a su primera base. Las mismas plantas venosas y bulbosas, el mismo y eterno viento inferior, las mismas risas de gargantas triópticas sedientas de sangre.
La tercera parada fue diferente. Se detuvieron a descansar en una salvaje y árida meseta entre los ribazos de las Grandes Eternidades. Muy hacia el oeste, medio horizonte todavía relumbraba en verde con la falsa puesta de sol, pero todo el espacio hacia el sur era negro y quedaba oculto a la vista por los inmensos escarpes de la cordillera que se alzaba sobre ellos a unos cuarenta kilómetros en los negros cielos. Las montañas eran invisibles, desde luego, en aquella región de noche interminable, pero Pat y Ham sentían la colosal proximidad de aquellos increíbles picos.
La poderosa presencia de las Montañas de la Eternidad los afectaba en otro modo. La región estaba caliente, no caliente conforme a las normas de la zona crepuscular, sino mucho más caliente que la llanura de abajo. Sus termómetros señalaban cero a un lado del cohete y cinco sobre cero al otro. Los inmensos picos, que ascendían hasta entrar en el nivel de los vientos superiores, desviaban corrientes que traían aire caliente para templar el frío hálito del viento inferior.
Ham contempló lúgubremente la parte de la meseta visible a la luz del cohete.
–No me gusta –gruñó–. Nunca me gustaron estas montañas, sobre todo desde que te dio la chifladura de cruzarlas para volver a la Tierra Fría.
–¡Chifladura! –repitió Pat–. ¿Quién bautizó estas montañas? ¿Quién las cruzó? ¿Quién las descubrió? ¡Mi padre! ¡Él y nadie más que él!
–¿Y eso qué tiene que ver? ¿Acaso imaginas que te basta silbar para que se doblen de rodillas a tus pies y el Paso del Loco se transforme en la alameda de un parque?
–¡No eres más que un yanqui cobardica! –increpó ella–. Voy a salir a dar un vistazo. –Se puso el traje, se dirigió hacia la puerta y allí se detuvo–. ¿No vas..., no vas a venir también? –preguntó tímidamente.
Él sonrió con cierta malicia.
–Desde luego. Estaba esperando que me lo pidieses.
Se puso su traje y la siguió.
El paisaje tenía sus particularidades. A primera vista la meseta presentaba la misma salvaje aridez de hielo y piedra que habían encontrado en la llanura anterior. Había pináculos que la erosión del viento había esculpido con las formas más fantásticas, y el agreste paisaje que los rayos de sus cascos desvelaban era un terreno análogo a los ya conocidos. Pero el frío aquí era menos cruel; por extraño que parezca, en este curioso planeta, ganar altitud producía calor en lugar de frío, porque se llegaba así a la región de los vientos superiores. Aquí, en las Montañas de la Eternidad, el viento inferior aullaba menos persistentemente, roto en ráfagas por los poderosos picos.
La vegetación era más abundante. Las venosas y bulbosas masas estaban por todas partes y Ham tenía que pisar con mucho cuidado para no repetir la desagradable experiencia de arrancar una y oír su doloroso gemido. Pat no sentía tales escrúpulos, insistiendo en que el gemido no era más que un tropismo; que los ejemplares que ella arrancaba y preparaba para su disección no sentían más dolor que el que pudiera sentir una manzana al ser comida; y que, al fin y al cabo, era misión de una bióloga ser una bióloga.
En algún lado más allá del círculo de luz que les envolvía chirrió la risa burlona de un triops y más que ver, Ham imaginaba las formas de aquellos demonios de la obscuridad. Por el momento, sin embargo, se mantenían en calma puesto que ninguna piedra que pasase zumbando había revelado una intención hostil.
Caminar en el centro de un círculo móvil de luz producía una sensación extraña. Ham no podía dejar de pensar que detrás del límite de visibilidad acechaban Dios sabe qué criaturas extrañas e increíbles, aunque la razón arguyera que tales monstruos no podían permanecer eternamente invisibles.
Ham y Pat seguían avanzando, Delante de ellos, los rayos de los cascos resplandecieron sobre un helado escarpe, un acantilado que se alzaba al término del camino que seguían.
Pat lo señaló con un ademán urgente.
–¡Mira allí! –exclamó, manteniendo fija su luz–. Cuevas en el hielo, madrigueras tal vez. ¿Las ves?
Las vio: un rosario de pequeños boquetes negros en la base del escarpe de hielo. Algo negro se deslizó riendo sobre la helada cuesta y se alejó: un triops. ¿Eran estos los habitáculos de las bestias?
–Fíjate –dijo Ham–, más de la mitad de agujeros tienen algo delante. ¿Rocas, quizá?
Precavidamente, con los revólveres en la mano, avanzaron. A la creciente intensidad de los rayos, disminuía la apariencia pétrea de aquellos objetos y se afirmaba su carácter de seres vivos. Finalmente no quedó duda alguna: la carnosa esponjosidad de los bulbos y la visible red circulatoria que se transparentaba la confirmaron. Habían dado con una nueva variedad de vida.
Estaban ahora a cuatro metros escasos de una de las criaturas. Recordaba un cesto boca abajo por su forma y tamaño. Como rasgos característicos destacaban un círculo completo de ojos que contorneaban el organismo y numerosas patas en su parte inferior. Ham acertó a distinguir cómo unos párpados semitransparentes se cerraban para proteger los ojos de la claridad de los focos.
Tras un instante de vacilación, Pat se encaró al inmóvil misterio.
–¡Bien! –exclamó–. Dimos con un nuevo amigo. ¡Hola paisano!
Entonces se produjo el acontecimiento que, por unos momentos, sumiría a Pat y a Ham en la consternación más profunda, que les dejaría asombrados, perplejos y aturdidos. Desde una membrana situada al parecer en la parte superior de la criatura, surgió una voz aguda y destemplada, que repitió:
–¡Hola, paisano!
Sobrevino un silencio expectante. Ham empuñó su revólver sin saber demasiado por qué. De haber sido necesario no habría atinado a utilizarlo. Estaba paralizado, atónito.
Pat recobró al fin la voz.
–No es... no puede ser real –dijo débilmente–. Es un tropismo. Esa cosa se ha limitado a repetir los sonidos que la han alcanzado. ¿No es así, Ham? ¿No es así?
–¡Bueno..., desde luego! –estaba mirando la hilera de ojos–. Tiene que ser así. Escucha –se inclinó hacia adelante y gritó directamente a la criatura–: ¡Hola! –Y volviéndose a Pat–: Vamos a ver si responde.
Lo hizo.
–No es un tropismo –chirrió en un inglés agudo, pero perfecto.
–¡No es ningún eco! –jadeó Pat. Retrocedió–. Estoy asustada –gimió, tirando de un brazo de Ham–. ¡Vámonos, pronto! Ham hizo que se colocara detrás de él.
–No soy más que un yanqui cobardica –gruñó–, pero voy a interrogar a este gramófono viviente hasta descubrir qué o quién lo hace funcionar.
–¡No, Ham, no! ¡Estoy asustada!
–No parece peligroso –observó Ham.
–No es peligroso –afirmó aquella criatura sobre el hielo.
Ham tragó saliva y Pat dejó escapar un débil chillido.
–¿Quién... quién eres? –preguntó Ham, titubeando.
No hubo ninguna respuesta. Los ojos lo miraban fijamente desde detrás de los párpados traslúcidos.
–¿Quién eres? –intentó otra vez.
De nuevo ninguna respuesta.
–¿Cómo es que sabes inglés? –preguntó al azar.
La voz chirriante sonó:
–Yo no saber inglés.
–Entonces, ¿por qué hablas inglés?
–Tú hablas inglés –explicó el misterio con toda lógica.
–No quería decir por qué. Quiero decir cómo.
Pat había superado en parte su aterrorizado asombro y su rápida mente percibía una pista.
–Ham –susurró, anhelante–, fíjate que usa las mismas palabras que nosotros hemos usado. Somos nosotros quienes le damos el significado.
–Nosotros me damos el significado –confirmó la cosa, sin ningún respeto a la gramática. Ham comprendió por fin.
–¡Dios mío! –exclamó–. Entonces somos nosotros los que tenemos que darle un vocabulario.
–Vosotros habláis, yo hablo –sugirió la criatura.
–¡Claro! ¿Comprendes, Pat? Podemos decir cualquier cosa. –Hizo una pausa–. Veamos..., «cuando en el curso de los acontecimientos humanos sucede...»
–¡Cierra el pico! –espetó Pat–. ¡Yanqui, no te olvides que ahora estás en territorio de la Corona! «Ser o no ser; esa es la cuestión...»
Ham sonrió burlonamente y guardó silencio. Cuando ella hubo ahogado su memoria, se encargó él de la tarea: «Una vez había tres ositos...»
Y así continuaron. De pronto la situación le pareció a Ham fantásticamente ridícula. ¡Allí estaba Pat, en la cara nocturna de Venus, relatándole cuidadosamente el cuento de Caperucita Roja a una monstruosidad carente de humor! La muchacha le lanzó una mirada de perplejidad al prorrumpir él en una carcajada.
–¡Cuéntale el del caminante y la hija del granjero! –dijo él, desternillándose–. A ver si puedes arrancarle una sonrisa. Ella se unió a su carcajada aunque después añadió:
–En realidad, se trata de un asunto serio. ¡Imagínate, Ham! ¡Vida inteligente en el lado obscuro! ¿O es que no eres inteligente? –le preguntó de pronto a la cosa que estaba sobre el hielo.
–Soy inteligente –aseguró la criatura–. Soy inteligentemente inteligente.
–Por lo menos eres un lingüista maravilloso –dijo la muchacha–. ¿Has oído hablar alguna vez de alguien que haya aprendido inglés en media hora, Ham? ¡Figúrate lo que es eso!
Por lo visto, le había perdido ya todo el miedo a la criatura.
–Bueno, vamos a ver cómo resulta –sugirió Ham–. ¿Cómo te llamas, amigo?
No hubo ninguna respuesta.
–Es natural –intervino Pat–. No puede decirnos su nombre hasta que se lo digamos en inglés, y no podemos hacer eso porque... Bueno, vamos a llamarlo Oscar. Eso servirá.
–Está bien. Vamos a ver, Oscar, ¿qué eres tú?
–Humano; soy un hombre.
–¿Eh? ¡Que te aspen, si lo eres!
–Esas son las palabras que vosotros me habéis dado. Para mí, yo soy un hombre para vosotros.
–Espera un momento. «Para mí, yo soy...» Ya comprendo, Pat. Quiere decir que las únicas palabras que nosotros tenemos para lo que él se considera a sí mismo son palabras como hombre y humano. Bien, ¿cuál es tu pueblo, entonces?
–Pueblo.
–Quiero decir tu raza. ¿A qué raza perteneces?
–A la humana.
–¡Oh! –gimió Ham–. Prueba tú, Pat.
–Oscar –dijo la muchacha–, tú eres humano, ¿Eres un mamífero?
–Para mí, el hombre es un mamífero para ti.
–¡Vaya por Dios! –lo intentó de nuevo–. Oscar, ¿cómo se reproduce tu raza?
–No tengo las palabras.
–¿Naciste?
El extraño rostro, o el cuerpo sin rostro, de la criatura cambió ligeramente. Pesados párpados cayeron sobre los semitransparentes que defendían sus muchos ojos; parecía como si aquella cosa se estuviese concentrando.
–Nosotros no nacemos –chirrió.
–Entonces..., ¿semillas, esporas, partenogénesis? ¿O división?
–Esporas –chilló el misterio– y división.
–Pero...
Se detuvo, desconcertada. En el momentáneo silencio llegó la burlona risotada de un triops y ambos se volvieron automáticamente hacia la izquierda. Se quedaron mirando con fijeza y apartaron la vista consternados, Uno de aquellos diablos se había apoderado de una de las criaturas de las cuevas y se la estaba llevando. Y para que el horror resultase más espeluznante, el resto de sus congéneres permanecía delante de sus agujeros mirando con la mayor indiferencia.
–¡Oscar –chilló Pat–, han atrapado a uno de los tuyos! Se interrumpió de pronto al oír el estampido del revólver de Ham, pero fue un disparo inútil.
–¡Oh! –gimió la muchacha–. ¡Los diablos! ¡Han atrapado a uno!
–La criatura que estaba ante ellos no hizo el menor comentario–. Oscar –gritó Pat–, ¿es que no te importa? ¡Han asesinado a uno de los tuyos! ¿No comprendes?
–Sí.
–Pero, ¿es que eso no te afecta en absoluto? –En cierto modo, las criaturas habían llegado a ganarse la simpatía de Pat: sabían hablar, eran algo más que animales–. ¿No te importa en absoluto?
–No.
–Pero, ¿qué son esos diablos para vosotros? ¿Qué hacen para que los dejéis asesinaros?
–Nos comen –dijo Oscar plácidamente.
–¡Oh! –jadeó Pat, horrorizada–. Pero, ¿por qué no...? Se interrumpió; la criatura estaba retrocediendo lenta y metódicamente hacia su agujero.
–¡Espera! –gritó la muchacha–. No pueden llegar aquí. Con nuestras luces...
La voz chirriante se dejó oír:
–Hace frío. Me voy por culpa del frío.
Se hizo el silencio.
La temperatura había bajado. El radicado viento inferior gemía ahora más firmemente y, mirando a lo largo del ribazo, Pat vio que todas y cada una de las criaturas estaban retirándose como Óscar a sus respectivos agujeros. Volvió una mirada de impotencia hacia Ham.
–¿He soñado todo esto? –susurró.
–Entonces lo hemos soñado los dos, Pat.
La tomó del brazo y la guió de vuelta al cohete, cuyas redondas claraboyas brillaban como una invitación en la obscuridad.
Una vez en el cálido interior, habiéndose quitado el pesado traje, Pat se sentó con las piernas cruzadas, encendió un cigarrillo e inició una consideración más racional del misterio.
–Hay algo que no entiendo en esto, Ham. ¿Notas tú algo raro en la mente de Óscar?
–Es diabólicamente rápida.
–Sí; es bastante inteligente. Inteligencia de nivel humano o incluso –vaciló–, más que humano. Pero no es una mente humana. Es distinta en cierto modo, alienígena, extraña. No puedo expresar completamente lo que pienso, pero, ¿te has dado cuenta de que Óscar nunca hace una pregunta? Ni la más mínima.
–¿Cómo que...? ¡Es raro eso!
–Es condenadamente raro. Cualquier inteligencia humana, al tropezar con otra forma de vida racional, haría un montón de preguntas. Nosotros las hicimos. Y eso no es todo. Esa indiferencia suya cuando el triops atacó, ¿cómo catalogarla? Yo he visto a una araña cazadora atrapar a una mosca entre un conjunto de éstas sin impresionarlas lo más mínimo, pero, ¿podrían reaccionar así criaturas inteligentes? No podrían; ni siquiera con cerebros poco evolucionados. Si matas a un ciervo, el resto del rebaño huye; si disparas a un gorrión, la bandada desaparece.
–Eso es verdad, Pat. Oscar y los suyos son unos tipos rarísimos. Unos extraños animales.
–¿Animales? No me digas que no te has dado cuenta, Ham.
–¿Cuenta de qué?
–Oscar no es ningún animal, Es una planta, un vegetal móvil, de sangre caliente. Todo el tiempo que estuvimos hablando con él, estuvo hozando con..., bueno, con su raíz. Y aquellas cosas que parecían patas eran... vainas. No andaba sobre ellas; se arrastraba sobre su raíz. Y, lo que es más, él...
–¿Qué es más?
–Lo que es más, Ham, es que esas vainas son de la misma clase que aquellas que nos lanzaron los trioptes en el cañón de las Montañas de la Eternidad, las que estuvieron a punto de asfixiarnos y...
–Querrás decir las que hicieron que te desmayaras, ¿no?
–De cualquier modo, tuve la suficiente presencia de ánimo para darme cuenta de ellas –replicó la muchacha, ruborizándose–. Pero eso forma parte del misterio, Ham. ¡La mente de Oscar es una mente vegetal! –Hizo una pausa, mientras Ham cargaba su pipa y lanzaba bocanadas de humo–. ¿Crees –preguntó de improviso– que la presencia de Oscar y de sus compañeros representa una amenaza para la colonización de Venus? Sé que son criaturas del lado obscuro, pero, ¿qué pasaría si se descubren minas aquí? ¿Qué pasaría si resulta que esta es una zona apta para la explotación comercial? Los humanos no pueden vivir indefinidamente apartados de la luz del Sol, lo sé, pero podría surgir la necesidad de montar aquí colonias temporales y, ¿qué pasaría entonces?
–Bien, ¿qué iba a pasar entonces? –replicó Ham.
–¿No te lo imaginas? ¿Hay sitio en un mismo planeta para dos razas inteligentes? ¿No se produciría un conflicto de intereses más tarde o más temprano?
–¿Y qué? –gruñó él–. Estos seres son primitivos, Pat. Viven en cuevas, sin cultura, sin armas. No representan ningún peligro para el hombre.
–Pero son espléndidamente inteligentes. ¿Cómo sabes tú que los que hemos visto no son sino una tribu bárbara y que en la inmensidad del lado obscuro no existe una civilización vegetal? Tú sabes que la civilización no es la prerrogativa del género humano; piensa si no en la poderosa y decadente cultura de Marte y los restos muertos de Titán. Lo que pasa simplemente es que el hombre ha conseguido imprimir la marca más indeleble, por lo menos hasta ahora.
–Tienes razón, Pat –convino él–. Pero si Oscar y sus congéneres no son más combativos de lo que se mostraron con los trioptes asesinos, no creo que constituyan ninguna amenaza.
Ella se estremeció.
–No logro entenderlo. Me pregunto si...
Se detuvo, frunciendo el ceño.
–¿Si qué?
–No... no lo sé. Se me ha ocurrido una idea..., una idea más bien horrible –alzó la mirada de improviso–. Ham, mañana voy a averiguar con toda exactitud hasta qué punto es inteligente Oscar. Averiguar exactamente su tipo de inteligencia... si puedo.
Pero hubo ciertas dificultades. Cuando Ham y Pat se acercaron al ribazo helado, después de caminar por aquel terreno fantástico, comprendieron que serían incapaces de identificar la cueva de Oscar. A los centelleantes reflejos de las luces, cada abertura tenía exactamente el mismo aspecto que las demás y las criaturas que estaban a la entrada los miraban fijamente con ojos en los que no podía leerse expresión ninguna.
–Bueno –dijo Pat, desconcertada–, tendremos que probar. Tú, el de ahí, ¿eres Oscar? La voz rechinante sonó:
–Sí.
–No lo creo –objetó Ham–. Estaba más a la derecha. ¿Eh, eres tú, Oscar?
Otra voz chirrió:
–Sí.
–¡No podéis ser los dos Oscar! El elegido por Pat respondió:
–Todos somos Oscar.
–¡Oh, no te preocupes! –intervino Pat, adelantándose a las protestas de Ham–. Por lo visto, lo que uno sabe lo saben todos. Podemos elegir a cualquiera. Oscar, dijiste ayer que eras inteligente. ¿Eres más inteligente que yo?
–Sí. Mucho más inteligente.
–¡Vaya! –comentó Ham con una risita–. ¡Trágate esa, Pat! Ella resopló.
–Bueno, eso lo coloca muy por encima de ti, yanqui. Oscar, ¿mientes alguna vez?
Párpados opacos cayeron sobre párpados traslúcidos.
–Mentir –repitió la voz chillona–. Mentir. No. No hay necesidad.
–Bueno, pero tú... –Se interrumpió repentinamente al oír un sordo estampido–. ¿Qué es eso? ¡Oh, mira, Ham, una de sus vainas ha estallado!
La muchacha retrocedió.
Les asaltó un olor fuerte y penetrante que traía a su memoria aquella hora de peligro que pasaron en el cañón, pero esta vez no tan intenso como para casi asfixiar a Ham y hacer que la muchacha se desmayara. Era un olor fuerte, acre y sin embargo no del todo desagradable.
–¿Para qué es eso, Osear?
–Así es como nos...
La voz se cortó en seco.
–¿Reproducimos? –sugirió Pat.
–Sí. Reproducimos. El viento lleva nuestras esporas de unos a otros. Vivimos donde el viento no sopla de un modo regular.
–Pero ayer dijiste que vuestro método era el de la división.
–Sí. Las esporas se alojan en nuestros cuerpos y hay una... Una vez más la voz se extinguió.
–¿Una fertilización? –sugirió la muchacha.
–No.
–Bueno... ¡ya sé! ¡Una irritación!
–Sí.
–Que produce un crecimiento en forma de tumor, ¿verdad?
–Sí. Cuando el crecimiento está terminado, nos dividimos.
–¡Uf! –rezongó Ham–. ¡Un tumor!
–Cierra el pico –disparó la muchacha–. Eso ni más ni menos es un bebé: un tumor normal.
–Un tumor normal..., bueno, me alegro de no ser biólogo. Ni de ser mujer.
–Yo me alegro de lo contrario –dijo Pat altivamente–. Oscar, ¿cuánto sabes tú?
–Todo.
–¿Sabes de dónde viene mi gente?
–De más allá de la luz.
–Sí, pero, ¿antes de eso?
–No.
–Venimos de otro planeta –dijo la muchacha con un tono que quería ser impresionante. Viendo que Oscar guardaba silencio, añadió–: ¿Sabes lo que es un planeta?
–Sí.
–Pero, ¿lo sabías antes de que yo dijese la palabra?
–Sí. Muchísimo antes.
–Pero, ¿cómo? ¿Sabes lo que son las máquinas? ¿Sabes lo que son las armas? ¿Sabéis vosotros hacerlas?
–Sí.
–Entonces, ¿por qué no las hacéis?
–No hace falta.
–¿Cómo que no hace falta? –protestó ella–. Con luz, incluso sólo con fuego, podríais mantener a raya a los trioptes, podríais impedir que os comieran.
–No hace falta.
Ella se volvió, impotente, hacia Ham.
–Este individuo está mintiendo –sugirió él.
–No lo creo –murmuró ella–. Es otra cosa, algo que no entendemos. Oscar, ¿cómo es que sabes todas estas cosas?
–Inteligencia.
Junto a la cueva siguiente, otra vaina estalló de improviso.
–Pero, ¿cómo? Dime cómo descubrís los hechos.
–Partiendo de cualquier hecho –chirrió la criatura posada sobre el hielo–, la inteligencia puede construir un cuadro del... Hubo un silencio.
–¿Del Universo? –sugirió ella.
–Sí. Del Universo. Arranco de un hecho y empiezo a razonar desde él. Construyo un cuadro del Universo. Empiezo con otro hecho. Razono a partir de él. Si los resultados coinciden, sé que el cuadro es verdadero.
Los dos oyentes miraban con consternado respeto a la criatura.
–¡Vaya! –exclamó Ham, tragando saliva–. Si eso es verdad, Oscar podría descubrirnos cualquier cosa. Oscar, ¿puedes comunicarnos secretos de cosas que no sepamos?
–No.
–¿Por qué no?
–Primero tendríais que darme las palabras necesarias. No puedo deciros aquello para lo cual no tenéis palabras.
–¡Es verdad! –susurró Pat–. Pero, Oscar, yo tengo las palabras tiempo y espacio y energía y materia y ley y causa. Dime la ley suprema del universo.
–Es la ley de... Silencio.
–¿Conservación de la energía o de la materia? ¿Gravitación?
–No.
–¿De... de Dios?
–No.
–¿De la vida?
–No. La vida no tiene ninguna importancia.
–¿De... qué? No se me ocurre pensar en otra palabra.
–Hay la posibilidad –dijo Ham tensamente– de que no haya ninguna palabra.
–Sí –rechinó Óscar–. Es la ley de la posibilidad. Esas otras palabras son facetas diferentes de la ley de la posibilidad.
–¡Cielo santo! –jadeó Pat–. Óscar, ¿tú sabes lo que yo quiero decir con estrellas, soles, constelaciones, planetas, nebulosas, átomos, protones y electrones?
–Sí.
–Pero, ¿cómo? ¿Has podido mirar las estrellas que están por encima de esas nubes eternas? ¿O el Sol que está más allá de la barrena?
–No. La razón es suficiente, porque sólo hay un camino posible para la existencia del universo. Sólo lo que es posible es real; lo que no es real tampoco es posible.
–¡Eso... eso parece significar algo! –murmuró Pat–. No sé exactamente qué. Pero, Oscar, ¿por qué no utilizas tus conocimientos Para protegerte de tus enemigos?
–No hay necesidad. No hay necesidad de hacer nada. Dentro de cien años estaremos...
Silencio.
–¿A salvo?
–Si... no.
–¿Cómo? –un horrible pensamiento la asaltó–. ¿Quieres decir... extinguidos...?
–Sí.
–¡Pero Oscar! ¿No quieres vivir? ¿No quiere vivir tu gente?
–Querer –chilló Oscar–. Querer, querer, querer. Esa palabra no significa nada.
–Significa... significa deseo, anhelo.
–El deseo no significa nada. Anhelo, anhelo. No, mi gente no anhela sobrevivir.
–¡Oh! –exclamó Pat débilmente–. Entonces, ¿por qué os reproducís?
Como en respuesta, una vaina recién estallada lanzó sobre ellos su acre polvo.
–Porque no tenemos más remedio –rechinó Oscar–. Cuando las esporas presionan, tenemos que expulsarlas.
–Ya comprendo –murmuró Pat lentamente–. Ham, creo que he dado con el quid. Creo que comprendo. Volvamos a la nave.
Sin decir adiós, se alejó y Ham la siguió pensativamente. Una extraña melancolía lo apesadumbraba.
Tuvieron un ligero percance. Una piedra arrojada por alguno de los trioptes emboscados tras la loma rompió la lámpara izquierda del casco de Pat. Aquello apenas pareció molestar a la muchacha; miró brevemente de soslayo y siguió andando. Pero durante todo el regreso, en la obscuridad que tenían a la izquierda, los iban persiguiendo chillidos, aullidos y risotadas burlonas.
Dentro del cohete, Pat depositó cansadamente su bolsa de muestras encima de la mesa y se sentó sin quitarse el pesado traje. Tampoco se lo quitó Ham. A pesar del opresivo calor de la vestimenta, también él se dejó caer melancólicamente en un banquillo.
–Estoy cansada –dijo la muchacha–, pero no tan cansada como para no darme cuenta de lo que significa este misterio.
–¿Qué significa?
–Ham –preguntó ella–, ¿cuál es la gran diferencia entre la vida vegetal y la vida animal?
–Pues... que las plantas extraen su sustento directamente del suelo y del aire. Los animales necesitan plantas u otros animales como alimento.
–Eso no es enteramente verdad, Ham. Algunas plantas son parásitas y hacen presa en la vida de otras. Piensa en las Tierras Cálidas, o piensa incluso en algunas plantas terrestres: los hongos o las plantas carnívoras, como la dionaea, que atrapa moscas...
–Bueno, los animales se mueven y las plantas no.
–Tampoco eso es verdad. Mira las bacterias; son plantas, pero nadan de un lado a otro en busca de comida.
–Entonces, ¿cuál es la diferencia?
–A veces resulta difícil expresarla –murmuró ella–, pero creo que ahora la veo. Es esta: los animales tienen deseo y las plantas necesidad. ¿Comprendes?
–Ni jota.
–Escucha, entonces. Una planta, incluso una planta que se mueve, actúa así porque no le queda más remedio, porque está hecha así. Un animal actúa porque quiere actuar o porque está hecho de forma que quiera actuar.
–¿Qué diferencia hay?
–Grandísima. Un animal tiene voluntad, una planta no tiene voluntad, ¿Comprendes ahora? Oscar tiene toda la espléndida inteligencia de un genio, pero no tiene ni la voluntad de un gusano. Tiene reacciones, pero ningún deseo. Cuando el viento es caliente, sale y se alimenta; cuando es frío, se vuelve a meter en su cueva, confortable por el calor de su cuerpo. Pero eso no es voluntad; es simplemente una reacción. Él no tiene deseos.
Ham se quedó mirando fijamente, olvidando su cansancio.
–¡Que me aspen, si eso no es verdad! –exclamó–. Por eso nunca hacen preguntas. Se necesita deseo o voluntad para formular una pregunta. Y por eso no tienen ninguna civilización ni la tendrán nunca.
–Por eso y por otras razones –dijo Pat–. Fíjate en esto: Oscar no tiene sexo, y a pesar de tu orgullo yanqui, el sexo ha sido un gran factor para promover la civilización: es la base de la familia. Entre los congéneres de Oscar no hay ni padres ni hijos. Él se divide; cada mitad suya en un adulto, probablemente con todos los conocimientos y memoria del original.
»No hay necesidad de amor ni lugar para él y por tanto ningún incentivo para luchar por la pareja, por la familia, y ninguna razón para hacer la vida más fácil, y ninguna causa para aplicar la inteligencia a desarrollar el arte o la ciencia o lo que quiera que sea –hizo una pausa–. ¿Has oído hablar alguna vez de la ley de Malthus, Ham?
–Que yo recuerde, no.
–La ley de Malthus dice que la población depende de la existencia de alimentos. Si los alimentos aumentan, la población aumenta proporcionalmente. El hombre se desarrolló conforme a esta ley; ha quedado suspendida por un tiempo, pero nuestra raza llegó a ser humana bajo el imperio de la misma.
–¡Suspendida! Eso suena como rechazar la ley de la gravitación o corregir la ley de la atracción de los cuerpos.
–No, no –dijo ella–. Quedó suspendida por el desarrollo de la maquinaria que ha impulsado tanto el aumento de la producción de comida que la población no llegó a alcanzarlo. Pero lo alcanzará, y la ley de Malthus regirá de nuevo.
–¿Qué tiene que ver eso con Óscar?
–Esto, Ham; él nunca se desenvolvió sometido al imperio de esa ley. Otros factores mantenían el número de sus congéneres por debajo del límite de la existencia de alimentos, y por eso se desarrollaron libres de la necesidad de luchar por la comida. Está tan perfectamente adaptado a su entorno, que no necesita nada más. Para él una civilización sería algo superfluo.
–Sí, pero entonces, ¿qué pasa con los triops?
–Sí, el triops. Mira, Ham, como te dije hace días, el triops es un recién llegado, empujado desde la zona crepuscular. Cuando esos diablos llegaron, la gente de Oscar había completado ya su evolución y no podían cambiar para adaptarse a las nuevas condiciones, o al menos no podía hacerlo con suficiente rapidez. Por eso... están condenados.
»Como Oscar dice, se extinguirán pronto, y eso..., eso ni siquiera les importa –la muchacha se estremeció–. Todo lo que hacen, todo lo que pueden hacer, es sentarse ante sus cuevas y pensar. Probablemente tienen pensamientos estupendos, pero no pueden ejercitar ni siquiera la voluntad de una mosca, Eso es una inteligencia vegetal; eso es lo que tiene que ser.
–Creo... creo que tienes razón –masculló él–. En cierto modo es horrible, ¿no?
–Sí –a pesar de su grueso traje, la muchacha se estremeció–. Sí; es horrible. Pensar que existen esas mentes inmensas y espléndidas y que no hay forma de que actúen... Es como un poderoso motor de gasolina con el eje roto, Ham, ¿sabes cómo voy a llamarles? lotophagi veneris, lotófagos de Venus. Contentos con sentarse y soñar sobre la existencia mientras mentes inferiores, las nuestras y la de los trioptes, luchan por sus respectivos planetas.
–Es un buen nombre, Pat –cuando ella se puso en pie, Ham le preguntó, sorprendido–: ¿Y tus muestras? ¿No vas a prepararlas?
–Mañana, mañana.
Se echó en su camastro sin quitarse el traje espacial.
–¡Pero se estropearán! Y tengo que arreglar la luz de tu casco.
–Mañana, mañana –repitió ella cansadamente.
Ham se sentía tan desalentado que no pudo seguir discutiendo.
Cuando el nauseabundo olor de las plantas podridas lo despertó, algunas horas más tarde, Pat dormía, embutida aún en el pesado traje. Ham arrojó la bolsa y las muestras por la portezuela y luego le quitó el traje a la muchacha que apenas se movió mientras él la arropaba suavemente en el camastro.
Al despertar, Pat ni tan siquiera echó de menos la bolsa de las muestras. Tampoco hizo ningún comentario al verlas esparcidas sobre la pálida meseta cuando salieron para ir al encuentro de Oscar. La lámpara del casco de la muchacha seguía sin reparar y una vez más, a la izquierda, las risotadas burlonas de los moradores de la noche los seguían, flotando misteriosamente en el viento inferior. Un par de veces, piedras lanzadas desde lejos arrancaban hielo de agujas cercanas. Caminaron melancólicamente y en silencio, como en una especie de fascinación, pero sus mentes parecían tener una extraña claridad.
Pat se dirigió al primer lotófago que vio.
–Hemos vuelto, Oscar –dijo con una débil recuperación de su acostumbrada desenvoltura–. ¿Cómo has pasado la noche?
–Pensando –rechinó aquella cosa.
–¿Pensando en qué?
–Pensando en...
La voz cesó. Estalló una vaina y el punzante olor curiosamente agradable llegó a sus narices.
–¿En nosotros?
–No.
–¿En el mundo?
–No.
–¿En...? ¿De qué sirve esto? –acabó ella cansadamente–. Podríamos estar así siempre y quizá no acertáramos nunca con la pregunta justa.
–Si hay una pregunta justa –añadió Ham–. ¿Cómo sabes que hay palabras para expresarla? ¿Cómo sabes siquiera que sean pensamientos que nuestras mentes puedan concebir? Debe de haber pensamientos más allá de nuestro alcance.
A la izquierda del grupo, una vaina estalló con un sombrío estampido, Ham vio que el polvo se movía como una sombra a través de los rayos de sus lámparas cuando el viento inferior lo empujaba, y vio cómo Pat aspiraba una profunda bocanada de aquel aire que se arremolinaba a su alrededor. Era curioso lo agradable que resultaba aquel olor, especialmente si se tenia en cuenta que estaba formado por la misma materia que en concentración más alta casi les había costado la vida. Se sintió vagamente preocupado al asaltarle aquel pensamiento, pero no pudo asignar ningún motivo a aquella preocupación.
Se dio cuenta de pronto de que ambos estaban en pie en completo silencio ante el lotófago. Habían venido a hacer preguntas, ¿no era así?
–Oscar –dijo él–, ¿cuál es el significado de la vida?
–Ninguno. No hay ningún significado.
–Entonces, ¿por qué luchar así por ella?
–Nosotros no luchamos por ella. La vida carece de importancia.
–Y cuando hayáis desaparecido, el mundo continuará igual, ¿no es así?
–Cuando hayamos desaparecido, no habrá diferencia para nadie, excepto para los trioptes que nos comen.
–Que os comen –corrigió Ham.
Había algo en aquel pensamiento que penetró la niebla de indiferencia que le embotaba la mente. Miró a Pat, pasiva y silenciosa a su vez, y al resplandor de la lámpara del casco de la muchacha pudo ver sus claros ojos grises mirando fijamente al frente profundamente abstraída y cavilosa. Y más allá de la loma sonaron de pronto los chillidos y las risotadas salvajes de los habitantes de la obscuridad.
–Pat –dijo él.
No hubo ninguna respuesta.
–Pat –repitió, levantando una mano melancólica hacia el brazo de la muchacha–. Tenemos que volver –a su derecha estalló una vaina–. Tenemos que volver –repitió.
Una súbita granizada de piedras llegó volando desde la loma. Una le dio en el casco, y su lámpara delantera estalló con una sorda explosión. Otra le dio en el brazo produciéndole un dolor agudo que, sorprendentemente, le pareció sin importancia.
–Hemos de volver –reiteró él con obstinación. Pat habló al fin sin moverse.
–¿Para qué? –preguntó ella sombríamente.
Ham frunció el ceño ante la pregunta. ¿Para qué? ¿Para volver a la zona crepuscular? Surgió en su mente un cuadro de Erotia y luego una visión de aquella luna de miel que habían planeado pasar en la Tierra, y después toda una serie de escenarios terrestres: New York, un verde prado, la soleada granja de su juventud. Pero todo aquello parecía muy lejano y muy irreal.
Una violenta pedrada en el hombro le hizo recuperar la conciencia y vio cómo una piedra rebotaba en el casco de Pat. Sólo dos de las lámparas de la muchacha alumbraban ahora, la trasera y la derecha, y él se dio cuenta vagamente de que en su propio casco sólo ardían la trasera y la izquierda. Sombrías figuras se deslizaban y saltaban por la cresta de la loma que ahora, debido a la rotura de sus luces, quedaba en la penumbra. Numerosas piedras zumbaban alrededor de ellos.
Hizo un esfuerzo supremo y agarró un brazo de la muchacha.
–¡Hemos de volver! –masculló.
–¿Para qué? ¿Para qué hemos de volver?
–Porque nos matarán, si nos quedamos.
–Sí, ya lo sé, pero...
Él dejó de escuchar y tiró salvajemente del brazo de Pat. La muchacha se tambaleó detrás de él mientras Ham caminaba obstinadamente hacia el cohete.
Cuando sus lámparas traseras barrían la loma sonaban agudos chillidos. Mientras avanzaban con infinita lentitud, los gritos se extendieron a derecha e izquierda. Comprendió lo que aquello significaba: los demonios estaban rodeándolos para situarse frente a ellos donde las estropeadas lámparas no lanzaban su luz protectora.
Pat seguía pasivamente, sin hacer ningún esfuerzo por sí misma. Era simplemente el tirón del brazo de su marido lo que la obligaba a andar y el esfuerzo se hacía para él intolerable. Frente a ellos, cambiantes sombras que aullaban y chillaban, estaban los demonios que iban en pos de sus vidas.
Ham torció la cabeza de forma que su lámpara derecha barriera la zona, Sonaron los chillidos del enemigo que se precipitaba en pos de picos y peñascos para encontrar refugio en la sombra protectora.
Pat se dejó caer, dispuesta al parecer, a no dar ni un paso más.
–No vale la pena –murmuró la muchacha, pero no opuso ninguna resistencia cuando él la alzó en brazos.
A Ham se le ocurrió vagamente una idea: colocó su carga de forma que la lámpara derecha de la joven proyectase su rayo hacia adelante y de ese modo, tambaleándose, llegó por fin al círculo de luz que rodeaba al cohete, abrió la puerta y depositó a Pat en el suelo.
Tuvo una impresión final. Los trioptes, sombrío cortejo envuelto en fúnebres risotadas, se deslizaban en la obscuridad hacia la loma donde Oscar y su gente aguardaban en plácida aceptación de su destino.
El cohete rugía a siete mil metros de altura. A punto como estaban de entrar en la zona crepuscular, Pat y Ham podían ver bajo ellos las nubes blancas por delante y negras por detrás. A aquella altura, se podía apreciar muy bien la pronunciada curvatura del planeta.
–En realidad, una pelota de la que no puede utilizarse más que una pequeñísima parte –dijo Ham, mirando hacia abajo.
–Fueron las esporas –continuó Pat, pasando por alto aquel comentario–. Sabíamos que contenían narcótico, pero no podíamos sospechar que contuvieran una droga tan sutil como ésa, capaz de anular la voluntad y arrebatar las fuerzas. La gente de Oscar son lotófagos y lotos al mismo tiempo. Lo siento, lo siento por ellos. ¡Esas colosales y espléndidas mentes suyas, tan inútiles! –hizo una pausa–. Ham, ¿qué te hizo ver lo que estaba pasando? ¿Qué te impulsó a actuar?
–Fue el comentario de Oscar, cuando dijo que sólo servía de comida a los trioptes.
–¿Y qué?
–Pues bien, ¿sabías que habíamos consumido toda nuestra comida? Aquel comentario me hizo recordar que llevábamos dos días sin comer.
Alfred Elton van Vogt
Process, © 1950 (The Magazine of Fantasy and Science Fiction, Diciembre de 1950). Traducido por ? en ?
Bajo la brillante luz de aquel lejano sol, el bosque respiraba y estaba vivo. Era consciente de la nave que acababa de aparecer, tras atravesar las ligeras brumas de la alta atmósfera. Pero su automática hostilidad hacia cualquier cosa alienígena no iba acompañada inmediatamente por la alarma.
Por decenas de miles de kilómetros cuadrados, sus raíces se entrelazaban bajo el suelo, y sus millones de copas se balanceaban indolentemente bajo miles de brisas. Y más allá, extendiéndose a lo ancho de las colinas y las montañas, y más allá aún, hasta el borde de un mar casi interminable, se extendían, otros bosques, tan fuertes y poderosos como él mismo.
Desde un tiempo inmemorial el bosque había guardado el suelo de un peligro cuya comprensión se había perdido. Pero ahora empezaba a recordar algo de este peligro. Provenía de naves como aquella que descendía ahora del cielo. El bosque no llegaba a determinar exactamente cómo se había defendido a sí mismo en el pasado, pero sí recordaba claramente que aquella defensa había sido necesaria.
A medida que iba siendo más y más consciente de la aproximación de la nave a través del cielo gris-rojo que había sobre él, sus hojas susurraron un eterno relato de batallas libradas y ganadas. Los pensamientos recorrían su lento camino a lo largo de canales de vibraciones, y las ramas madres de cientos de árboles temblaron imperceptiblemente.
Lo vasto de tal temblor, afectando poco a poco a todos los árboles, creó gradualmente un sonido y una tensión. Al principio fue casi impalpable, como una suave brisa soplando a través de un verdeante valle. Pero aumentó de intensidad.
Adquirió substancia. El sonido llegó a envolverlo todo. Y la totalidad del bosque aguardó, vibrando su hostilidad, esperando la cosa que se le acercaba a través del cielo.
No tuvo que esperar mucho.
La nave aumentó de tamaño mientras seguía la curva de su trayectoria. Su velocidad, ahora que estaba más cerca del suelo, era mayor de lo que había parecido al principio. Planeó amenazadora, por encima de los árboles más cercanos, y descendió aún más, sin preocuparse de las copas. Algunas ramas se rompieron, algunos vástagos se incendiaron, y árboles enteros fueron barridos como si se tratara de seres insignificantes, sin peso ni fuerza.
La nave prosiguió su descenso, abriéndose camino a través del bosque que gritaba y gemía a su paso. Se posó, abriendo un profundo surco en el suelo, tres kilómetros después de que tocara el primer árbol. Tras ella, la senda de árboles tronchados se estremecía y palpitaba bajo la luz del sol, un recto sendero de destrucción que –recordó repentinamente el bosque– era idéntico al que se había producido en el pasado.
Empezó amputando los sectores alcanzados. Hilo refluir su savia, y cesó su vibración en el área afectada. Más tarde enviaría nuevos brotes a reemplazar a aquellos que habían sido destruidos, pero ahora aceptó aquella muerte parcial y sufrió por ella. Conoció el miedo.
Era un miedo teñido por la rabia. Sentía la nave yaciendo sobre los troncos partidos, en una parte de sí mismo que aún no estaba muerta. Sentía la frialdad y la dureza de aquellas paredes de acero, y el miedo y la rabia aumentaron.
Un susurrar de pensamientos pulsó a lo largo de los canales vibratorios. Espera, decían, hay un recuerdo en mí. Un recuerdo de un lejano tiempo en el que vinieron otras naves parecidas a ésta.
El recuerdo se negó a precisarse. Tenso pero vacilante, el bosque se preparó a lanzar su primer ataque. Empezó a crecer alrededor de la nave.
Mucho tiempo atrás había descubierto el poder de crecimiento que poseía. Había sido en un tiempo en el que ocupaba una extensión mucho más limitada que la que cubría ahora. Y entonces, un día, se dio cuenta de que estaba muy cerca de otro bosque como él mismo.
Las dos masas de árboles en crecimiento, los dos colosos de entremezcladas raíces, se acercaron mutuamente lenta, prudentemente, en una creciente pero cautelosa sorpresa y maravilla de que otra forma de vida similar a la suya hubiera podido existir todo aquel tiempo. Se acercaron, se tocaron... y lucharon durante años.
Durante aquella prolongada lucha casi nada creció en las regiones centrales, que se detuvieron. Los árboles dejaron de desarrollar nuevas ramas. Las hojas, por necesidad, se robustecieron y afirmaron sus funciones para períodos mucho más largos. Las raíces se desarrollaron lentamente. Toda la energía utilizable del bosque fue concentrada en los procesos de defensa y ataque.
Auténticas murallas de árboles se levantaban en una noche. Enormes raíces cavaban túneles en las profundidades del suelo penetrando kilómetros y kilómetros, abriéndose paso entre rocas y metales, edificando una barrera de madera viva contra el invasor crecimiento del bosque extranjero. En la superficie, las barreras se cerraron en una línea de un kilómetro o más de árboles situados tronco contra tronco. Y, bajo estas bases, la gran batalla se detuvo finalmente. El bosque aceptó el obstáculo creado por su enemigo.
Más tarde, luchó con las mismas armas contra un segundo bosque que lo atacaba desde otra dirección.
Los límites de estas demarcaciones empezaron a ser tan naturales como el gran mar salado del sur, o las heladas cúspides de las montañas que se cubrían de nieve una vez cada año.
Y como había hecho en su batalla contra los otros dos bosques, el bosque concentró toda su fuerza contra la nave invasora. Los árboles crecieron a un ritmo de treinta centímetros cada pocos minutos. Las plantas trepadoras escalaron los árboles, se proyectaron por encima de la nave. Los incontables filamentos reptaron por encima del metal, y se anudaron por sí mismos alrededor de los árboles del otro lado. Las raíces de aquellos árboles se enterraron profundamente en el suelo, y se anclaron en un estrato rocoso más resistente que ninguna nave jamás construida. Los troncos se ensancharon, y las lianas engrosaron hasta convertirse en enormes cables.
Cuando la luz de aquel primer día dejó paso al grisor del atardecer, la nave estaba enterrada bajo cientos de toneladas de madera, y oculta bajo un follaje tan denso que ninguna parte de ella era visible.
Había llegado el momento de pasar a la acción para la destrucción final.
Poco después de obscurecer, pequeñas raíces comenzaron a tantear por debajo de la nave. Eran infinitésimamente pequeñas; tan pequeñas que en su estadio inicial no tenían más que unas pocas docenas de átomos de diámetro; tan pequeñas que el aparentemente sólido metal parecía casi vacío para ellas; tan increíblemente pequeñas que penetraron sin ningún esfuerzo en el duro acero.
Fue en aquel momento, como si hubiera estado aguardando a que llegara aquel estadio, que la nave reaccionó, pasando a la acción. El metal empezó a calentarse, luego quemó, después se puso al rojo vivo. Era todo lo que necesitaba. Las minúsculas raíces se contrajeron y murieron. Las raíces más grandes cerca del metal ardieron lentamente a medida que el creciente calor las alcanzaba.
En la superficie se inició otro tipo de violencia. Chorros de llamas surgieron de un centenar de orificios en la superficie de la nave. Primero las lianas, luego los árboles, empezaron a arder. No era el estallido de un incontrolable fuego, ni el feroz incendio saltando de árbol en árbol en una furia irresistible. Desde hacía mucho tiempo, el bosque había aprendido a controlar los fuegos iniciados por los rayos o por la combustión espontánea. Se trataba únicamente de enviar grandes cantidades de savia al área afectada. Cuanto más verde era el árbol, cuanta más savia lo permeaba, más intenso tenía que ser el fuego para mantenerse.
El bosque no pudo recordar inmediatamente haberse hallado nunca frente a un fuego que pudiera arrasar al mismo tiempo toda una hilera de árboles dejando que cada uno de ellos derramase un líquido viscoso por cada una de las resquebrajaduras de su corteza.
Pero este fuego sí podía. Era distinto. No tan sólo poseía llama, sino que era también energía. No se alimentaba tan sólo de madera, sino que vivía con una energía contenida en sí mismo.
Finalmente, este hecho despertó los recuerdos asociativos del bosque. Era un recuerdo agudo e inconfundible de lo que había hecho hacía mucho tiempo para librar, a él y a su planeta, de una nave como aquella.
Comenzó por retirarse de las inmediaciones de la nave. Abandonó su intento de aprisionar aquella estructura alienígena con un andamiaje de madera y hojas. A medida que la preciosa savia se retiraba a los árboles que ahora debían formar la segunda línea de defensa, las llamas adquirieron amplitud, y el fuego se hizo tan brillante que toda la escena adquirió una tonalidad irreal.
Pasó cierto tiempo antes de que el bosque se diera cuenta de que hacía rato que los rayos de fuego ya no surgían de la nave, y que toda la incandescencia y el humo que aún quedaban eran producidos por la madera ardiendo.
Esto también coincidía con sus recuerdos de lo que había ocurrido en la anterior ocasión.
Frenéticamente, pero con reluctancia, el bosque inició lo que ahora se daba cuenta que era el único medio de librarse del intruso. Frenéticamente porque se sentía terriblemente convencido de que la llama emitida por la nave podía destruir bosques enteros. Y reluctantemente porque el método de defensa traía consigo el sufrir quemaduras de energía apenas menos violentas que las que pudiera producirle la máquina.
Decenas de miles de raíces crecieron hacia las profundidades en busca de formaciones que habían evitado cuidadosamente desde que había llegado la última nave. A pesar de la necesidad de apresurarse, el proceso en sí mismo era lento. Pequeñísimas raíces, estremeciéndose ante lo que tenían que hacer, se obligaron a sí mismas a abrirse camino hacia las profundidades, se enterraron en determinados estratos minerales, y a través de un intrincado proceso de ósmosis arrancaron granos de metal puro de las capas naturales de metal impuro. Los granos eran casi tan pequeños como las raíces que habían penetrado en las paredes de acero de la nave, tan pequeños como para poder ser transportados hacia la superficie, suspendidos en la savia, a través del laberinto de gruesas raíces.
Muy pronto hubo miles de granos moviéndose a lo largo de los canales, luego millones. Y, aunque cada uno de ellos era en sí mismo pequeñísimo, el suelo donde fueron depositados brilló muy pronto a la luz del agonizante fuego. Cuando el sol de aquel mundo ascendió por sobre el horizonte, el plateado reflejo formaba un círculo a treinta metros alrededor de la nave.
Fue poco después del mediodía cuando la máquina alienígena dio señales de comprender lo que estaba ocurriendo. Una docena de escotillas se abrieron, y algunos objetos flotaron fuera de ellas. Se posaron en el suelo, y comenzaron a absorber aquella mancha plateada con cosas terminadas en una boquilla que chupaban el polvo finísimo en forma ininterrumpida. Trabajaban con grandes precauciones; pero una hora después de oscurecer habían recogido más de doce toneladas del finamente disperso uranio 235.
A la caída de la noche, todas las cosas provistas de dos patas desaparecieron en el interior de la nave. Las escotillas se cerraron. La larga nave en forma de torpedo se elevó suavemente del suelo y se dirigió hacia el cielo, donde el sol brillaba aún débilmente.
La primera consciencia de la nueva situación le llegó al bosque cuando las raíces debajo de la nave informaron de un súbito descenso de la presión. Pasaron varias horas antes de que llegara a la conclusión de que la nave enemiga había sido echada. Y varias horas más antes de que se diera cuenta de que el uranio que permanecía aún en el suelo debía ser retirado. Sus radiaciones se estaban extendiendo peligrosamente.
El accidente se produjo por una razón muy simple. El bosque había tomado aquella substancia radiactiva de las rocas. Para librarse de ella, necesitaba tan solo introducirla de nuevo en las más cercanas capas rocosas, particularmente las del tipo de roca que absorbía la radiactividad. Para el bosque, la situación era tan obvia como esto.
Una hora después de que iniciara la realización de su plan, la explosión lanzó su hongo hacia el espacio abierto.
Era algo que estaba mucho más allá de la capacidad de comprensión del bosque. Ni vio ni escuchó aquella colosal silueta portadora de muerte. Lo que experimentó fue sin embargo suficiente. Un huracán arrasó kilómetros cuadrados de bosque. Las ondas de calor y de radiación provocaron incendios que requirieron horas para ser extinguidos.
El miedo se apagó lentamente cuando recordó que también había ocurrido lo mismo la otra vez. Pero más aguda que este recuerdo fue la visión de las posibilidades que abría lo ocurrido... la naturaleza de tal oportunidad.
Poco después del amanecer del día siguiente, lanzó su ataque. Su víctima era el bosque que –según su desfalleciente memoria– había invadido originalmente su territorio.
A lo largo de todo el frente que separaba a los dos colosos, entraron en erupción pequeñas explosiones atómicas. La sólida barrera de árboles que formaban las defensas exteriores del otro bosque se derrumbó ante los sucesivos ataques de tan irresistible energía.
El enemigo, reaccionando normalmente, puso en marcha sus reservas de savia. Cuando estaba plenamente dedicado a la gigantesca tarea de edificar una nueva barrera, las bombas empezaron de nuevo a actuar. Las explosiones resultantes destruyeron completamente las reservas de savia. Y el enemigo, no pudiendo comprender lo que estaba ocurriendo, estuvo perdido desde aquel momento.
En la tierra de nadie donde habían actuado las bombas, el bosque atacante lanzó una oleada de raíces. Cada vez que se manifestaba una resistencia, estallaba una nueva bomba atómica. Poco después del siguiente mediodía una titánica explosión destruyó el centro sensitivo de árboles del otro bosque... y la batalla finalizó.
Se necesitaron meses para que el bosque creciera en el territorio de su derrotado enemigo, arrancando sus agonizantes raíces, arrasando en su empuje los indefensos árboles que habían quedado, y tomando posesión plena e indiscutida de su nuevo territorio.
Una vez terminada la tarea, se volvió como una furia contra el bosque que lo franqueaba por el otro lado. Una vez más, atacó con el trueno atómico, e intentó abrumar a su adversario con una lluvia de fuego.
Fue respondido con igual fuerza. ¡Explosiones atómicas! Su conocimiento se había difundido a través de la barrera de entrelazadas raíces que formaba la separación entre los dos bosques.
Los dos monstruos se destruyeron mutuamente casi por completo. Cada uno de ellos se convirtió en un vestigio, que tuvo que iniciar de nuevo el doloroso proceso de su crecimiento. A medida que pasaban los años, el recuerdo de lo que había ocurrido se fue desvaneciendo. Pero tampoco tenía importancia. Actualmente, las naves venían muy a menudo. Y de todos modos, aunque el bosque hubiera recordado, sus bombas atómicas no podían estallar en presencia de una nave.
La única forma que había de echar a las naves consistía en rodear cada nave alienígena con un círculo de fino polvo radioactivo. Entonces, la nave absorbía el material y se retiraba apresuradamente.
La victoria del bosque fue desde entonces tan simple como eso.
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