Anne Rice
Primera parte
Ya veo...
—dijo el vampiro, pensativo, y lentamente cruzó la habitación hacia la ventana.
Durante largo rato, se quedó allí contra la luz mortecina de la calle
Divisadero y los focos intermitentes del tránsito. El muchacho pudo ver
entonces los muebles del cuarto con mayor claridad: la mesa redonda de roble,
las sillas. Una palangana colgaba de una pared con un espejo. Puso su
portafolio en la mesa y esperó.
—Pero, ¿cuánta cinta tienes aquí? —preguntó el vampiro y se dio la
vuelta para que el muchacho pudiera verle el perfil—. ¿Suficiente para la
historia de una vida?
—Desde luego, si es una buena vida. A veces entrevisto hasta tres o
cuatro personas en una noche si tengo suerte. Pero tiene que ser una buena
historia. Eso es justo, ¿no le parece?
—Sumamente justo —contestó el vampiro—. Me gustaría contarte la
historia de mi vida. Me gustaría mucho.
—Estupendo —dijo el muchacho. Y rápidamente sacó el magnetófono de su
portafolio y verificó las pilas y la cinta—. Realmente tengo muchas ganas de
saber por qué cree usted en esto, por qué usted...
—No —dijo abruptamente el vampiro—. No podemos empezar de esa manera.
¿Tienes ya el equipo dispuesto?
—Sí —dijo el muchacho.
—Entonces, siéntate. Voy a encender la luz.
—Yo pensaba que a los vampiros no les gustaba la luz —dijo el
muchacho—. Sí usted cree que la oscuridad ayuda al ambiente... —Pero en ese
momento dejó de hablar. El vampiro lo miraba dando la espalda a la ventana. El
muchacho ahora no podía distinguir la cara e incluso había algo en su figura
que lo distraía. Empezó a decir algo, pero no dijo nada. Y luego echó un
suspiro de alivio cuando el vampiro se acercó a la mesa y extendió la mano al
cordón de la luz.
De inmediato la habitación se inundó de una dura luz amarilla. Y el
muchacho, mirando al vampiro, no pudo reprimir una exclamación. Sus dedos
bailotearon por la mesa para asirse al borde.
—¡Dios santo! —susurró, y luego, contempló, estupefacto, al vampiro.
El vampiro era totalmente blanco y terso como si estuviera esculpido
en hueso blanqueado; y su rostro parecía tan exánime como el de una estatua,
salvo por los dos brillantes ojos verdes, que miraban al muchacho tan
intensamente como llamaradas en una calavera. Pero, entonces, el vampiro
sonrió, casi anhelante, y la sustancia blanca y tersa de su rostro se movió con
las líneas infinitamente flexibles pero mínimas de los dibujos animados.
—¿Ves? —preguntó en voz queda.
El muchacho tembló y levantó una mano como para defenderse de una luz
demasiado poderosa. Sus ojos se movieron lentamente sobre el abrigo negro
elegantemente cortado que sólo había podido vislumbrar en el bar, los extensos
pliegues de la capa, la corbata de seda negra anudada al cuello y el resplandor
del cuello blanco, que era tan blanco como la piel del vampiro. Miró el
abundante pelo negro del vampiro, las ondas que estaban peinadas hacia atrás
encima de las orejas, los rizos que apenas tocaban los bordes del cuello
blanco.
—Bien, ¿aún me quieres entrevistar? —preguntó el vampiro.
El muchacho abrió la boca antes de poder contestar. Movió
afirmativamente la cabeza.
—Sí —dijo por fin.
El vampiro tomó asiento lentamente frente a él e, inclinándose, le
dijo cortés, confidencialmente:
—No tengas miedo. Simplemente haz funcionar las cintas.
Y luego se estiró por encima de la mesa. El muchacho retrocedió y le
corrió el sudor a ambos costados de la cara. El vampiro le agarró un hombro con
una mano y le dijo:
—Créeme, no te haré daño. Quiero esta oportunidad. Es más importante
para mí de lo que te puedes imaginar. Quiero que empieces.
Retiró la mano y se sentó cómodamente, esperando.
El chico tardó un momento en secarse la frente y los labios con un
pañuelo, en tartamudear que el micrófono estaba listo, en apretar los botones y
decir que el aparato ya estaba en funcionamiento.
—Usted no siempre fue un vampiro, ¿verdad? —preguntó.
—No —contestó el vampiro—, era un hombre de veinticinco años cuando me
convertí en un vampiro, y eso sucedió en mil setecientos noventa y uno.
El chico quedó perplejo por la precisión de la fecha y la repitió,
antes de preguntar:
—¿Y eso cómo sucedió?
—Hay una respuesta muy simple. No creo que me gustara dar una
respuesta tan fácil —dijo el vampiro—. Prefiero contar la historia verdadera...
—Sí —dijo rápidamente el muchacho. Se pasaba una y otra vez el pañuelo
por los labios.
—Hubo una tragedia... —comenzó a decir el vampiro—. Fue mi hermano
menor. Murió. —Y entonces se detuvo, y el chico se aclaró la garganta y se secó
la cara nuevamente antes de meterse el pañuelo casi con impaciencia en el
bolsillo.
—No le hace sufrir, ¿no? —preguntó tímidamente.
—¿Te parece? —preguntó el vampiro—. No. —Sacudió la cabeza—. Sólo se
trata de que he contado esta historia a una sola persona. Y eso sucedió hace
tiempo. No, no me hace sufrir...
»... Entonces vivíamos en Luisiana. Habíamos recibido tierra para
colonizar y pusimos dos plantaciones de índigo en el Mississippi, muy cerca de
Nueva Orleans...
—Ah, por eso el acento... —comentó en voz baja el chico. Por el
momento, el vampiro le echó una mirada vaga.
—¿Tengo acento? —preguntó, y empezó a reírse. Y el chico, aturdido,
contestó rápidamente.
—Lo noté en el bar cuando le pregunté cómo se ganaba la vida. No es
más que un leve acento en las consonantes, eso es todo. Nunca me imaginé que
fuera francés.
—Está bien —le aseguró el vampiro—. No estoy tan sorprendido como
parezco. Sólo es que, de tanto en tanto, lo olvido. Pero deja que continúe...
—Por favor... —dijo el chico.
—Te hablaba de las plantaciones. En realidad, tuvieron mucho que ver
con mi transformación en vampiro. Pero ya llegaré a eso. Nuestra vida era
lujosa y primitiva al mismo tiempo. Y nosotros la encontrábamos sumamente
atractiva. Allí vivíamos mucho mejor de lo que jamás podríamos haber vivido en
Francia. Tal vez la mera inmensidad de Luisiana nos lo hacía parecer, pero, al
parecer que así era, lo era. Recuerdo los muebles importados que atestaban la
casa —el vampiro sonrió—. Y el clavicordio; era un encanto. Mi hermana solía
tocarlo. En los atardeceres del verano, ella se sentaba ante las teclas dando
la espalda a las grandes puertas vidrieras. Y todavía puedo recordar esa música
rápida, quebradiza, y la visión del pantano elevándose detrás de mi hermana,
los cipreses ahítos de musgo flotando contra el cielo. Y estaban los ruidos del
pantano, un coro de criaturas, y el canto de los pájaros. Pienso que nos
encantaba. Hacía que los muebles de palo rosado fueran más preciosos, que la
música fuera más delicada y deseable. Inclusive cuando la vistaria rompió las
contraventanas de las ventanas del ático y sus zarcillos se abrieron paso por
el ladrillo blanqueado en menos de un año.
»... Sí, nos encantaba. A todos menos a mi hermano. Creo que nunca lo
oí quejarse de algo, pero yo sabía cómo se sentía. Mi padre ya había muerto
entonces y yo era el cabeza de familia. Y tenía que defenderlo constantemente
de mi madre y de mi hermana. Ellas querían llevarlo a hacer visitas o a fiestas
en Nueva Orleans, pero él detestaba esas cosas. Creo que dejó de ir a todos los
sitios antes de tener doce años. Lo que le interesaba era orar, la oración y
las vidas de los santos en libros forrados de cuero.
»Por último, le construí un oratorio alejado de la casa y él empezó a
pasar allí casi todo el día, y a menudo los atardeceres. Fue algo irónico, en
realidad. Era tan distinto a nosotros, tan distinto a todos, ¡y yo era tan
normal! Yo no tenía ninguna característica excepcional —aseguró, sonriendo—. A
veces, en la tarde, yo iba a verlo y lo encontraba en el jardín cerca del
oratorio, sentado y absolutamente sosegado en un banco de piedra. Y yo le
contaba mis problemas, las dificultades que tenía con los esclavos, todo lo que
desconfiaba del superintendente o del tiempo o de mis agentes..., todos los
problemas que constituían el cuerpo y el alma de mi existencia. Y él me
escuchaba, hacía pocos comentarios, siempre solícitos, de modo que, cuando yo
me alejaba de él, tenía la clara impresión que él me había resuelto todos los
interrogantes. No pensaba que le pudiera negar nada y juré que, por más que se
me partiera el alma, él entraría en el sacerdocio cuando llegara ese momento.
Por supuesto, estuve equivocado.
El vampiro se detuvo en su relato.
Por un momento, el chico siguió mirándolo y luego se sobresaltó como
si acabara de despertar de un sueño; forcejeó como si no pudiera encontrar las
palabras apropiadas.
—Ah..., ¿no quería ser sacerdote? —preguntó. El vampiro lo estudió
como tratando de discernir el significado de su pregunta. Luego dijo:
—Quiero decir que yo estaba equivocado con respecto a mí mismo, con no
negarle nada. —Sus ojos se dirigieron a la pared más lejana y se fijaron en el
marco de la ventana—. Empezó a tener visiones.
—¿Visiones de verdad? —preguntó el muchacho, pero nuevamente su voz
vaciló como si estuviera pensando en otra cosa.
—No lo pensé así —contestó el vampiro—. Sucedió cuando tenía quince
años. Entonces él ya era muy apuesto. Tenía una piel muy fina y grandes ojos
azules. Era robusto, no delgado como ahora soy y fui yo entonces... Pero sus
ojos... Era como si, cuando lo miraba a los ojos, yo estuviera a solas en el
límite del mundo..., en una playa del océano barrida por el viento. Lo único
que había era el suave rumor de las olas. Pero —dijo con los ojos aún fijos en
el marco de la ventana— empezó a tener visiones. Al principio, sólo me lo
insinuó, y dejó por completo de comer. Vivía en el oratorio. A cualquier hora
del día o de la noche, yo lo podía encontrar arrodillado sobre la losa delante
del altar. Y descuidó el mismo oratorio. Dejó de encender las velas y de
cambiar los lienzos del altar y hasta de barrer la hojarasca. Una noche me
alarmé seriamente cuando me quedé al lado del rosal mirándolo durante toda una
hora en la que jamás movió las rodillas ni jamás bajó los brazos, que tenía
estirados, formando una cruz. Todos los esclavos pensaban que estaba loco —dijo
el vampiro, y alzó el entrecejo como interrogándose—. Yo estaba convencido de
que solamente... se trataba de fanatismo. Que, en su amor a Dios, quizás había
ido demasiado lejos. Entonces me contó de sus visiones. Santo Domingo y la
Virgen María lo habían ido a ver al oratorio. Le habían dicho que tenía que
vender sus propiedades en Luisiana, todo lo que poseía, y utilizar ese dinero
para hacer en Francia la obra de Dios. Mi hermano iba a ser un gran dirigente
religioso e iba a devolver su antiguo fervor al país y cambiar el curso de la
batalla contra el ateísmo y la Revolución. Por supuesto, no tenía dinero
propio. Yo debía vender nuestras plantaciones y nuestras casas en Nueva Orleans
y entregarle el dinero.
Una vez más el vampiro hizo una pausa. Y el muchacho quedó inmóvil,
mirándolo, perplejo.
—Ah..., perdóneme —susurró—. ¿Qué hizo? ¿Vendió las plantaciones?
—No —dijo el vampiro, y su rostro estaba sereno, como desde el principio—.
Me reí de él. Y él... se puso furioso. Insistió en que la orden provenía de la
mismísima Virgen. ¿Quién era yo para ignorarla? ¿Quién? —se preguntó en voz
baja, como si lo estuviera pensando nuevamente—. ¿Quién, por cierto? Y, cuanto
más quiso convencerme, más me reía yo. Era un absurdo, le dije, el producto de
una mente inmadura e incluso mórbida. El oratorio era una equivocación, le
dije; lo haría derribar de inmediato. Él iría a la escuela en Nueva Orleans y
se sacaría de la cabeza esas ideas extrañas. No recuerdo todo lo que dije. Pero
recuerdo la sensación. Detrás de toda esta negativa desdeñosa de mi parte,
había un disgusto latente y una gran desilusión. Yo estaba amargamente
desilusionado. No le creía una sola palabra.
—Pero eso es comprensible —dijo rápidamente el muchacho cuando el
vampiro hizo una pausa: se ablandó la expresión de perplejidad de su rostro—.
Quiero decir: ¿le hubiera creído alguien?
—¿Es tan comprensible? —el vampiro miró al entrevistador—. Pienso que
tal vez haya sido un egoísmo cruel. Déjame explicarme. Yo adoraba a mi hermano,
como ya te dije, y a veces creía que era un santo viviente. Lo alenté en sus
oraciones y meditaciones, y como dije, estaba dispuesto a que se fuera de mi
lado para que entrara en el sacerdocio. Y si alguien me hubiera contado de un
santo en Ars o en Lourdes que tenía visiones, le habría creído. Yo era
católico; creía en los santos. Encendía velas delante de sus estatuas de mármol
en las iglesias. Conocía sus imágenes, sus símbolos, sus nombres. Pero no lo
creí; no en mi hermano. No sólo no creí que tuviera visiones, no lo pude
considerar posible un solo instante. Ahora bien, ¿por qué? Porque era mi
hermano. Podía ser santo, podía ser extraño, pero Francisco de Asís, no. Mi
hermano, no. Mi hermano no podía serlo. Eso es egoísmo, ¿te das cuenta?
El entrevistador lo pensó antes de contestar y entonces asintió con la
cabeza y dijo que sí, que pensaba que así era.
—Quizá tenía visiones —dijo el vampiro.
—¿Entonces usted..., usted no afirma saber... ahora... si las tenía o
no?
—No, pero sé muy bien que jamás vaciló un segundo en sus convicciones.
Eso lo sé y lo sabía entonces, esa noche, cuando salió de mi habitación furioso
y dolorido. Jamás vaciló un instante. Y, a los pocos minutos, estaba muerto.
—¿Cómo? —preguntó el entrevistador.
—Simplemente traspasó las puertas vidrieras, salió a la galería y se
quedó un momento en lo alto de las escalinatas de ladrillo. Entonces, se cayó.
Estaba muerto cuando llegó al fondo. Con el cuello roto —dijo el vampiro, y se
sacudió la cabeza con consternación, pero su rostro aún estaba sereno.
—¿Usted lo vio caer? —preguntó el chico—. ¿Perdió pie?
—Yo no lo vi, pero dos sirvientes lo vieron. Dijeron que levantó la
vista, como si acabara de ver algo en el cielo. Entonces todo su cuerpo se
adelantó barrido por el viento. Uno de ellos dijo que estaba a punto de decir
algo cuando cayó. Yo también pensé que iba a decir algo, pero en ese preciso
momento me di vuelta y di la espalda a la ventana. Yo estaba de espaldas cuando
oí el ruido. —El vampiro echó una mirada al magnetófono—. No pude perdonármelo.
Me sentí responsable de su muerte —dijo—. Y todos los demás también parecieron
pensarlo.
—Pero, ¿cómo pudieron pensarlo? Usted dijo que hubo gente que lo vio
caer.
—No fue una acusación directa. Simplemente, sabían que había sucedido
algo desagradable entre nosotros. Que habíamos discutido minutos antes del
accidente. Los sirvientes nos habían oído, mi madre nos había oído. Mi madre no
dejaba de preguntarme lo que había sucedido y por qué mi hermano, que era tan
tranquilo, había estado gritando. Luego mi hermana se sumó al interrogatorio y,
naturalmente, yo me negué a dar razones. Me negué a decir nada. Estaba tan
amargamente sorprendido y me sentía tan miserable que no tuve paciencia con
nadie; sólo tomé la vaga decisión de que nadie se enterara de sus visiones. No
sabrían que, al final, en vez de convertirse en santo, se había transformado
sólo en un fanático... Mi hermana se fue a la cama en vez de ocuparse del
funeral, y mi madre dijo a todo el vecindario que algo espantoso había sucedido
en mi cuarto y que yo no lo quería contar a nadie; y hasta la policía me
interrogó, debido a mi propia madre. Por último, vino a verme el cura y exigió
saber lo que había pasado. No se lo dije a nadie. Sólo fue una discusión, dije.
Yo no estaba en la galería cuando se cayó, protesté, y todos me miraron como si
lo hubiera matado. Y yo sentí que lo había matado. Me senté en la sala, al lado
de su ataúd, pensando: «Lo he matado». Lo miré a la cara hasta que aparecieron
manchas delante de mis ojos, y casi me desmayé. Se había destrozado la nuca en
el pavimento y su cabeza tenía una forma extraña sobre la almohada. Me obligué
a contemplarla, a estudiarla, simplemente porque casi no podía soportar el dolor
y el olor a podredumbre, y sentí la tentación, una y otra vez, de abrirle los
ojos. Todos éstos eran pensamientos e impulsos demenciales. El pensamiento
fundamental era: me había reído de él, no le había creído; no había sido bueno
con él. Había caído por culpa mía.
—Todo eso sucedió, ¿verdad? —susurró el muchacho—. Me está contando
algo... que es verdad.
—Sí —dijo el vampiro, mirándolo con sorpresa—. Quiero seguir
contándotelo —aseguró, pero, cuando su mirada pasó del muchacho a la ventana,
sólo demostró lejano interés en el entrevistador, que parecía sumido en
silenciosas contradicciones.
—Pero... usted dijo que no sabía de sus visiones; que usted, un
vampiro..., no podía saber con plena y total seguridad si...
—Quiero hacer las cosas en orden. Quiero contarte las cosas tal como
fueron sucediendo. No, no sabía nada de las visiones. Ni lo supe nunca —afirmó;
y, nuevamente, esperó hasta que el chico dijo:
—Sí, por favor, continúe...
—Pues entonces quise vender las plantaciones. No quise volver a ver
jamás esa casa ni el oratorio. Finalmente las alquilé a una agencia que las
trabajaría por mi cuenta y me administraría las cosas, de modo que nunca
tendría necesidad de ir allí.
Y llevé a mi hermana y a mi madre a una de las casas de Nueva Orleans.
Por supuesto, no podía escapar ni por un instante de mi hermano. Únicamente
podía pensar en su cuerpo pudriéndose bajo tierra. Estaba enterrado en el
cementerio de Saint-Louis, de Nueva Orleans, y yo hacía todo lo posible por
evitar tener que traspasar esa entrada, pero aún pensaba en él constantemente.
Borracho o sobrio, veía su cuerpo en el ataúd y no lo podía soportar. Una y
otra vez soñé que él estaba arriba de esa escalinata y que lo tomaba del brazo,
le hablaba con bondad, le pedía que volviese a su cuarto, le decía suavemente
que creía en él, que debía rezar para que yo tuviera fe. En el ínterin, los
esclavos de Pointe du Lac (ésa era mi plantación) empezaron a hablar de ver su
fantasma en la galería, y el superintendente no podía mantener el orden. La
gente de la sociedad le hacía preguntas ofensivas a mi hermana sobre el
incidente, y ella se puso histérica. Simplemente pensó que debía reaccionar de
esa forma y lo hizo. Yo bebía todo el tiempo y estaba lo menos posible en casa.
Vivía como un hombre que quería morir pero que no tenía el valor de matarse.
Caminaba a solas por las calles y los callejones de los negros; me caía al
suelo en los cabarets, me negué dos veces a batirme en duelo, más por apatía
que por cobardía, y, verdaderamente, deseaba que me asesinasen. Y entonces fui
atacado. Pudo haber sido cualquiera. Y yo presentaba una invitación abierta a
marineros, ladrones, maniáticos, a cualquiera. Pero se trató de un vampiro. Me
atrapó a unos pasos de mi casa una noche y me dejó dándome por muerto, o así lo
pensé.
—¿Quiere decir... que le chupó la sangre? —preguntó el muchacho.
—Sí —se rió el vampiro—. Me chupó la sangre. Así se hace.
—Pero usted vivió —dijo el joven—. Usted dijo que lo dejó dándolo por
muerto.
—Bueno, me desangró casi hasta el punto de la muerte, lo que para él
era suficiente. Me pusieron en cama tan pronto como me encontraron, confundido
y realmente ignorante de lo que me había sucedido. Supongo que pensé que la
bebida al final me había producido un ataque. Ahora esperaba morirme y no tenía
interés en comer, beber ni hablar con el médico. Mi madre mandó buscar al
sacerdote. Tenía fiebre y le conté todo al cura, todo acerca de las visiones de
mi hermano y de lo que yo había hecho. Recuerdo que me aferré de su brazo,
haciéndole jurar una y otra vez que no se lo contaría a nadie. Yo sé que no lo
maté —le dije por último al sacerdote—, pero ahora que él está muerto no puedo
vivir. No después de la manera en que lo traté.
»—Eso es ridículo —me contestó—. Por supuesto, usted pude vivir. Usted
no tiene nada de malo salvo las ganas de hacerse mal a sí mismo. Su madre lo
necesita, para no mencionar a su hermana. Y, en cuanto a ese hermano suyo, él
puede estar seguro de que estaba poseído por el demonio.
»Me quedé tan perplejo cuando dijo esto que no pude protestar. El
demonio producía visiones, continuó explicándome él. El demonio seguía
reptando. Todo el país francés estaba bajo la influencia del diablo y la
Revolución había sido su máximo triunfo. Nada podría haber salvado a mi hermano
salvo el exorcismo, las oraciones, ayunos y unos hombres que lo agarraran
cuando el demonio enfureciera su cuerpo y quisiera arrojarlo por los aires.
»—El demonio lo empujó por la escalera; es algo perfectamente evidente
—declaró—. Usted no habló con su hermano en esa habitación; usted habló con
Satán.
»Pues bien, eso me enfureció. Antes yo creía que había llegado a un
límite, pero no era así. Continuó hablando del demonio, del vudú entre los
esclavos y de casos de posesión en otras partes del mundo. Y perdí el dominio
de mí mismo. Destrocé la habitación y casi lo mato.
—Pero sus fuerzas... El vampiro... —dijo el chico.
—Yo estaba fuera de mí —explicó—. Hacía cosas que no podría haber
hecho en mi estado normal. Ahora la escena es confusa, pálida, fantástica. Pero
recuerdo que lo saqué por las puertas de atrás de la casa, le hice cruzar el
patio y le golpeé la cabeza hasta que casi lo mato contra la pared de ladrillos
de la cocina. Cuando al final me calmé y estaba casi tan exhausto como la
muerte, me desangraron. ¡Los imbéciles! Pero iba a decir otra cosa: fue
entonces cuando concebí mi nuevo ego. Quizá lo había visto reflejado en el
cura. Su actitud de desprecio ante mi hermano reflejó la mía propia; su crítica
inmediata y vacua sobre el demonio; su negativa a concebir siquiera la idea de
que la santidad le había pasado tan cerca.
—Pero creía en la posesión del demonio.
—Ésa es una idea mucho más mundana —dijo el vampiro de inmediato—. La
gente que deja de creer en Dios, o en la bondad, sigue creyendo en el demonio.
No sé por qué. No; sé muy bien por qué. El mal siempre es posible. Y la bondad
es eternamente difícil. Pero debes comprender; la posesión en realidad es otra
manera de decir que alguien está loco. Así era como pensaba ese cura. Estoy
seguro de que había vislumbrado la locura. Tal vez se había colocado
directamente encima de una locura rampante y la había proclamado como una
posesión. No tienes que ver a Satán cuando se lo exorciza. Pero estar ante la
presencia de un santo..., creer que el santo ha tenido una visión... No, es
egoísmo, es nuestra negativa a creer que puede suceder a nuestro lado.
—Nunca lo pensé de esa manera —dijo el joven—. ¿Y qué le pasó a usted?
Dijo que lo desangraron para curarlo, y eso lo debe de haber dejado a un paso
de la fosa.
El vampiro se rió.
—Sí, por cierto que así fue. Pero el vampiro regresó esa noche. ¿Ves?,
quería Pointe du Lac, mi plantación.
»Era muy tarde; después de que mi hermana se quedara dormida. Lo
recuerdo como si hubiera pasado ayer. Entró por el patio, abriendo sin hacer un
solo ruido las puertas vidrieras; un hombre alto de piel blanca, una masa de
pelo rubio y con una cualidad grácil, casi felina en los movimientos. Y,
cautelosamente, puso un mantón sobre los ojos de mi hermana y bajó el pabilo de
la lámpara. Ella quedó dormitando al lado de la palangana y del pañuelo con que
había estado refrescándome la frente, y no se movió ni un instante en toda la
noche. Pero, para entonces, yo ya había cambiado mucho.
—¿Cuál fue ese cambio? —preguntó el entrevistador. El vampiro suspiró.
Se recostó contra la silla y miró las paredes.
—Al principio creí que se trataba de otro médico o de alguien llamado
por la familia para que hablara conmigo. Pero de inmediato se me desvanecieron
esas sospechas. Él se acercó a mi cama y se agachó de modo que su rostro quedó
a la luz de la lámpara, y vi que no era un ser humano normal. Sus ojos verdes
destellaban de incandescencia y las largas manos blancas que colgaban a sus
costados no pertenecían a un ser humano. Pienso que lo supe todo en aquel
preciso instante, y lo que él me contó fue únicamente su consecuencia natural.
Lo que quiero decir es que cuando lo vi, cuando vi su aureola extraordinaria y
supe que era una criatura que yo jamás había visto, quedé reducido a la nada.
Ese ego que no podía aceptar la presencia de un ser humano extraordinario a su
lado, quedó destrozado. Todas mis concepciones, incluso mi culpabilidad y el
deseo de morir, me parecieron absolutamente sin importancia. ¡Me olvidé por
completo de mí mismo! —dijo, tocándose suavemente el pecho con el puño—.
Me olvidé por completo de mí. Y, en ese mismo instante, supe en toda su
dimensión el significado de la posibilidad. A partir de entonces, sólo
experimenté una creciente sensación de prodigio. Cuando me hablaba y me decía
en qué me podía llegar a transformar, cómo había sido su propia vida y lo que
sería, mi pasado se hizo añicos. Vi mi vida como separada de mí; la vanidad, la
arrogancia, el escapismo constante de una pequeña incomodidad a otra, el culto
hipócrita a Dios y la Virgen y la caterva de santos que llenaban mis libros de
oración, nada de eso tenía la más mínima importancia, pues sólo era una
existencia estrecha, materialista y egoísta. Y vi mis dioses verdaderos..., los
dioses de la mayoría de los hombres: la comida, la bebida y la seguridad en el
conformismo. Cenizas.
El rostro del muchacho estaba tenso, con una mezcla de confusión y
aturdimiento.
—¿Y entonces decidió convertirse en un vampiro? —preguntó.
El guardó un momento de silencio.
—Decidir... no parece la palabra correcta. Sin embargo, no puedo decir
que fuera inevitable desde el instante en que apareció en mi dormitorio. No,
por cierto, no fue inevitable. Y tampoco puedo decir que yo lo decidí.
Permíteme decir que, cuando terminó de hablar, ya no era posible que yo tomara
una decisión diferente y que luego seguí mi camino sin echar una sola mirada
atrás. Salvo por una.
—¿Salvo por una? ¿Cuál?
—Mi último amanecer —dijo el vampiro—. Esa mañana, yo todavía no era
un vampiro. Y presencié mi última madrugada.
»La recuerdo claramente; sin embargo, pienso que antes no me había
acordado de ningún amanecer. Recuerdo que primero la luz llegó a las puertas
vidrieras, algo pálido detrás de las cortinas de lazo, y luego un rayo cada vez
más grande y más brillante se paseó entre las hojas de los árboles. Por último,
el sol traspasó las mismas ventanas y el lazo quedó en sombras desde el suelo
de piedra y, en todas partes, se veía la forma de mi hermana, que aún dormía,
sombras de la cortina en el mantón sobre sus hombros y cabeza. Tan pronto como
sintió el calor, se quitó el mantón de encima, pero sin despertarse, y luego el
sol brilló sobre ella, que apretó los párpados. El resplandor alcanzó la mesa
donde descansaba su cabeza sobre los brazos, y la luz destelló, ardiente, en el
agua de la jarra. Y la pude sentir en mis manos, sobre el marco de la ventana,
y luego en mi rostro. Me quedé en cama pensando en todo lo que me había dicho
el vampiro y fue entonces cuando me despedí del alba y me fui a convertir en un
vampiro. Fue... mi último amanecer.
El vampiro volvió a mirar la ventana. Y, cuando dejó de hablar, el
silencio fue tan súbito que al muchacho le pareció oírlo. Luego pudo escuchar
los ruidos de la calle. El ruido de un camión era ensordecedor. El cordón de la
luz tembló debido a las vibraciones. Luego el camión dejó de oírse.
—¿Lo extraña? —preguntó luego en voz baja.
—Realmente no —dijo el vampiro—. Hay tantas otras cosas... Pero, ¿en
qué estábamos? ¿Quieres saber cómo sucedió, cómo me convertí en vampiro?
—Sí —dijo el joven—. ¿Cómo fue el cambio, exactamente?
—No te lo puedo contar tal cual fue —dijo el vampiro—. Te lo puedo
relatar con palabras que harán evidente para ti el valor que tiene para mí.
Pero no te lo puedo contar con exactitud, del mismo modo que no podría contarte
la experiencia del sexo si nunca la has tenido.
El muchacho pareció estar a punto de hacer otra pregunta, pero, antes
de poder hacerla, el vampiro continuó hablando:
—Como te dije, Lestat, mi instructor, quería mi plantación. Una razón
muy mundana, por cierto, para darme una vida que durará hasta el fin del mundo,
pero él no era una persona que discriminara. Él no consideraba a la pequeña
población de vampiros del mundo como un club selecto. Él tenía sus problemas
humanos, un padre ciego que no sabía que su hijo era un vampiro y que no debía
averiguarlo. La vida en Nueva Orleans se le había vuelto muy difícil,
considerando sus necesidades y la obligación de cuidar a su padre, y quería
tener Pointe du Lac.
»Al atardecer siguiente fuimos a la plantación, escondimos al padre
ciego en el dormitorio principal y yo procedí a realizar el cambio. No puedo
decir que consistió en un solo paso realmente, aunque uno, por supuesto, era el
paso después del cual no era posible el retorno. Pero había varias acciones que
hacer y la primera era la muerte del superintendente. Lestat lo atacó mientras
dormía. Yo tenía que mirar y aprobar, es decir, presenciar la muerte de una
vida humana como prueba de mi decisión y parte de mi cambio. Esto resultó ser
lo más difícil para mí. Te he dicho que yo no sentía miedo respecto a mi propia
muerte, ni siquiera un prejuicio contra el suicidio. Pero sentía inmensa
consideración por la vida de los demás y, hacía poco tiempo, la muerte me había
horrorizado debido al fallecimiento de mi hermano. Tuve que presenciar cómo se
despertaba el superintendente. Trató de desembarazarse de Lestat con ambas
manos, fracasó y luego se quedó luchando bajo el peso de Lestat, y, por último,
se quedó tieso, seco de sangre. Y murió. Pero no murió de inmediato. Estuvimos
en su angosto dormitorio casi toda una hora viéndolo morir. Fue parte de mi
cambio, como te dije. Lestat no lo hubiera hecho de otro modo. Luego fue
necesario que nos libráramos del cadáver del superintendente. Yo estaba casi
descompuesto. Débil y febril, tenía pocas reservas, y acarrear el cuerpo con
esos propósitos me causó náuseas. Lestat se reía y me decía, sarcásticamente,
que yo también me sentiría diferente cuando fuera vampiro. Y que también me
reiría. Se equivocó en eso. Nunca me río de la muerte, aunque con tanta
frecuencia y regularidad yo sea su causante.
»Pero deja que relate las cosas en orden. Tuvimos que subir por el
camino del río hasta que llegamos al campo abierto y allí dejamos al
superintendente. Le desgarramos la chaqueta, le robamos el dinero y nos
aseguramos de que tuviera licor en su boca. Yo conocía a su mujer, que vivía en
Nueva Orleans, y sabía el estado de desesperación en que caería cuando se
descubriese el cadáver. Pero, más que lástima por ella, yo me dolí que jamás se
fuera a enterar de lo que había sucedido, que su marido no había estado
borracho ni había sido atacado en el camino por ladrones. Cuando golpeamos el
cuerpo cubriéndolo de magulladuras, me sentí más y más excitado. Por supuesto,
debes darte cuenta de que todo ese tiempo el vampiro Lestat fue extraordinario.
Para mí no era más humano que un ángel bíblico. Pero bajo su influencia, mi
encantamiento con él era limitado. Yo veía mi transformación en vampiro desde
dos puntos de vista. El primero era simplemente de encantamiento. Lestat me
había abrumado en mi lecho de muerte. Pero el otro punto de vista era mi
desacorde autodestrucción. Mi deseo de estar absolutamente maldito. Esa fue la
puerta abierta por la cual Lestat había entrado en las dos primeras ocasiones. Ahora
yo no me estaba destruyendo a mí mismo sino a terceros: el superintendente, su
mujer, su familia. Me arrepentí y podría haberme escapado de Lestat; mi cordura
estaba absolutamente destrozada, pero él presintió, con un instinto infalible,
lo que estaba sucediendo. Un instinto infalible... —El vampiro reflexionó—.
Déjame decirte lo que es el poderoso instinto de un vampiro, para quien hasta
el cambio más imperceptible en las expresiones faciales de un ser humano es tan
evidente como un gesto. Lestat tenía un instinto sobrenatural. Me empujó al
carruaje y azotó los caballos. "Quiero morir —empecé a murmurar—. Esto es
insoportable. Quiero morir. Usted tiene el poder de matarme. Déjeme
morir." Me negué a mirarlo, a ser encantado por la mera belleza de su apariencia.
Pronunció mi nombre muy suavemente y se rió. Como te he comentado, estaba
completamente decidido a tener mi plantación.
—Pero, ¿le hubiera permitido escaparse? —preguntó el muchacho—. ¿En
alguna circunstancia?
—No lo sé. Conociendo a Lestat como yo, diría que me hubiera matado
antes de dejarme ir. Pero eso era lo que yo quería, ¿ves? No le importó. No,
eso era lo que yo creía que quería. Tan pronto como llegamos a la casa, me apeé
del carruaje y subí, como un zombi, las escaleras de ladrillo por donde mi
hermano había caído. Hacía meses que la casa estaba desocupada, ya que el
superintendente tenía su propia casa. El calor y la humedad de Luisiana ya
habían dejado sus huellas en los escalones. En cada uno había hierbas y hasta
pequeñas flores silvestres. Recuerdo que sentí la humedad cuando me senté en el
último escalón y miré hacia abajo e incluso descansé la cabeza en el ladrillo y
toqué con mis manos las pequeñas flores silvestres con tallos como de cera.
Arranqué un manojo con una mano.
»—Quiero morir. Máteme. Máteme —dije al vampiro—. Ahora soy culpable
de asesinato. Así no puedo vivir.
»Se rió con la impaciencia de la gente que escucha las mentiras de los
demás. Y luego, de improviso, me atacó como lo había hecho con el otro hombre.
Luché contra él desesperadamente. Puse mis botas contra su pecho y le pateé con
toda la fuerza que pude, sintiendo sus dientes clavados en mi garganta y la
fiebre golpeándome las sienes. Y, con un movimiento de todo su cuerpo,
demasiado rápido para que yo lo viera, súbitamente estaba de pie, mirándome
desdeñosamente, desde el pie de la escalera.
»—Pensé que querías morir, Louis —dijo.
El muchacho hizo un sonido abrupto y suave cuando el vampiro pronunció
su nombre. El vampiro se percató y dijo rápidamente:
—Sí, ése es mi nombre. Bien; me quedé echado, enfrentado a mi propia
cobardía y fatuidad —dijo—. Quizá con ese enfrentamiento tan directo, yo, con
el tiempo, pudiera haber ganado el valor necesario para suicidarme y no
quedarme gimiendo y rogando a otros que lo hicieran por mí. Me vi
revolviéndome, languideciendo en mi sufrimiento cotidiano, al que encontré tan
necesario como el arrepentimiento en el confesionario; esperando verdaderamente
que la muerte me encontrara inconsciente y merecedor del perdón eterno. Y también
me vi a mí mismo al tope de la escalera, exactamente donde había estado mi
hermano, dejando luego caer mi cuerpo hasta chocar contra el suelo.
»Pero no hubo tiempo para adquirir ese valor. O debo decir que no hubo
tiempo en el plan de Lestat para ninguna otra cosa que no fuera su plan.
»—Ahora, escúchame, Louis —dijo, y se sentó a mi lado
en los escalones; sus movimientos fueron tan elegantes y personales que, de
inmediato, me hizo pensar en un amante.
»Retrocedí. Pero me puso el brazo derecho encima y me acercó a su
pecho. Jamás había estado tan cerca de él y, en la luz mortecina, pude ver el
magnífico esplendor de sus ojos y la máscara sobrenatural de su piel. Cuando
traté de moverme, me apretó los labios con los dedos y me dijo:
»—Quédate quieto. Ahora te voy a desangrar hasta que casi mueras, y
quiero que estés quieto, tan quieto que puedas oír el flujo de tu misma sangre
en mis venas. Son tu conciencia y tu voluntad las que deben mantenerte vivo.
»Quise rechazarlo, pero hizo tal presión con sus dedos que me dominó
y, tan pronto como dejé mi abortado intento de rebelión, hundió sus dientes en
mi cuello.
Al muchacho se le agrandaron los ojos. Se había hundido cada vez más
en su silla mientras hablaba el vampiro y ahora tenía la cara tensa, los ojos
entrecerrados, como si estuviera aprestándose a lanzar un golpe.
—¿Alguna vez has perdido gran cantidad de sangre? —preguntó el
vampiro—. ¿Has tenido esa sensación?
Los labios del muchacho formaron el sonido no, pero no le salió
ningún sonido por la boca. Carraspeó.
—No —dijo.
—Las velas ardían en la sala del piso superior, donde habíamos
planeado la muerte del superintendente. Una lámpara de petróleo oscilaba con la
brisa en la galería. Toda esta luz se hizo una sola y empezó a brillar como si
una presencia dorada flotara encima, suspendida en el hueco de la escalera,
suavemente enredada en las barandillas, girando y contrayéndose como el humo.
»—Escucha, mantén los ojos abiertos —me susurró Lestat, con sus labios
moviéndose apretados contra mi cuello. Recuerdo que ese movimiento de labios me
puso de punta todos los pelos de mi cuerpo; envió una comente sensual por mi
cuerpo que no fue muy diferente al placer de la pasión...
Meditó, con los dedos apenas doblados bajo la barbilla y el índice que
parecía golpear suavemente.
—El resultado fue que al cabo de unos minutos, yo estaba paralizado
por la debilidad. Aterrado, descubrí que ni siquiera podía hablar. Lestat aún
me aferraba, por supuesto, y el peso de su brazo era como una barra de hierro.
Sentí que retiraba los dientes con tal celeridad que los dos agujeros
parecieron enormes; y sentí dolor. Y entonces se agachó sobre mi cabeza
indefensa y, quitándome el brazo derecho de encima, se mordió su propia muñeca.
La sangre se derramó encima de mi camisa y de mi abrigo y él la contempló con
ojos brillantes y entrecerrados. Pareció que la miraba durante una eternidad, y
el resplandor de la luz ahora colgaba detrás de su cabeza como el trasfondo de
una aparición. Pienso que supe lo que pensaba hacer antes de que lo hiciera. Y
yo esperaba, en mi estado indefenso, como si lo hubiera estado esperando hacía
años. Me puso su muñeca ensangrentada contra los labios y dijo con firmeza, con
algo de impaciencia:
»—Louis, bebe.
»Y lo hice.
»—Con calma —me susurró—. Más aprisa —dijo luego.
»Yo bebí, chupando la sangre de la herida, experimentando por primera
vez desde mi infancia el placer de chupar los alimentos, con el cuerpo
concentrado en una sola fuente vital. Entonces sucedió algo.
El vampiro se apoyó en el respaldo de la silla y frunció un poco el
entrecejo.
—Qué patético resulta describir cosas que verdaderamente no pueden
describirse —dijo, y su voz fue casi un susurro. El muchacho quedó inmóvil,
como si estuviera congelado—. Lo único que vi fue esa luz cuando chupaba la
sangre. Y entonces esa cosa... fue un sonido. Al principio un rugido apagado y
luego como el tam-tam de un tambor cada vez más frecuente, como si una criatura
inmensa se me viniera encima lentamente a través de un bosque oscuro y
desconocido, golpeando un gigantesco tambor. Y luego se oyó el sonido de otro
tambor, como si otro gigante se acercara detrás del primero, concentrado en su
propio tambor, sin prestar la más mínima atención al ritmo del anterior. El
sonido se hizo cada vez más fuerte, hasta que pareció no sólo llenar mis oídos
sino todos mis sentidos; estaba latiendo en mis labios, mis dedos, en la piel
de mis sienes, en mis venas. Sobre todo, en mis venas, un tambor y luego otro
tambor; y entonces, de improviso, Lestat alzó la muñeca y yo abrí los ojos y, en
aquel instante, me tuve que dominar para no agarrarle la muñeca y ponérmela de
nuevo en la boca a cualquier costo; me dominé porque me di cuenta de que el
tambor había sido mi corazón y el segundo tambor había sido el suyo. —El
vampiro suspiró—. ¿Comprendes?
El muchacho empezó a hablar y luego sacudió la cabeza:
—No, quiero decir..., sí —dijo—. Quiero decir, yo...
—Por supuesto —dijo el vampiro apartando la mirada.
—Espere, espere—dijo el entrevistador, sobrecogido por la excitación—.
La cinta casi ha terminado. Tengo que ponerla del otro lado.
El vampiro lo miró mientras efectuaba la operación.
—¿Qué sucedió entonces? —preguntó el muchacho. Tenía la cara húmeda y
se la secó rápidamente con el pañuelo.
—Lo vi todo como un vampiro —dijo, con su voz ahora casi distante,
como un poco distraído; luego se recuperó—.
Lestat estaba al pie de la escalera y lo vi como no me había sido
posible verlo antes. Antes me había parecido blanco, espantosamente blanco,
casi tanto que en la noche parecía luminoso. Y ahora lo veía lleno de su propia
vida y su propia sangre; estaba radiante, no luminoso. Y luego vi que no sólo
Lestat había cambiado, sino que todo había cambiado.
»Fue como si fuera la primera vez que podía ver colores y formas.
Estaba tan extasiado con los botones de la chaqueta negra de Lestat que no miré
a ninguna otra cosa durante largo rato. Entonces Lestat empezó a reírse y
escuché su risa como jamás la había oído antes. Aún recordaba su corazón como
el resonar de un tambor y, luego, aquella su risa metálica. Era algo confuso,
pues cada sonido corría hacia el próximo sonido como la mezcla de resonancias
de una campana, hasta que aprendí a distinguirlos. Y luego se superponían, cada
uno muy suave, pero distintos; aumentando, pero discretamente, como lejanas campanas.
—El vampiro sonrió, deleitado—. Lejanas campanas.
»—Deja de mirar mis botones —me dijo Lestat—. Vete a los árboles.
¡Sácate de encima todos los excrementos humanos de tu cuerpo y no te enamores
tanto de la noche como para perder tu camino!
ȃsa, por supuesto, fue una orden sabia. Cuando vi la luna sobre las
piedras, me enamoré tanto de ella que me quedé allí casi una hora. Pasé por el
oratorio de mi hermano sin pensar siquiera en él, y de pie entre los
algodoneros y los robles, oí la noche como si fuera un coro de mujeres
susurrantes, todas invitándome con sus pechos. En cuanto a mi cuerpo, aún no
estaba enteramente convertido y, tan pronto como me acostumbré a los sonidos y
las visiones, me empezó a doler. Todos mis fluidos humanos debían salir de mí.
Estaba muriendo como ser humano; sin embargo, estaba totalmente vivo como
vampiro. Y, con mis sentidos despiertos, tuve que presidir la muerte de mi
cuerpo con cierta incomodidad y luego con algo de miedo. Volví corriendo a la
sala, donde Lestat ya estaba trabajando con unos documentos de la plantación,
revisando los gastos y los beneficios del último año.
»—Eres un hombre rico —me dijo cuando entré.
»—Algo me está sucediendo —grité.
»—Te estás muriendo, eso es todo; no seas tonto. ¿No tienes una
lámpara de petróleo? ¡Con todo este dinero y ni siquiera puedes comprar aceite
de ballena para la lámpara! Dame esa linterna.
»—¡Me muero! —grité—. ¡Me muero!
»—Le pasa a todo el mundo —persistió negándose a ayudarme. Cuando lo
recuerdo, aún lo detesto por eso. No porque yo tuviera miedo, sino porque me
podría haber ayudado a prestar atención a esos acontecimientos con más
reverencia. Me podría haber calmado y dicho que contemplase mi propio
fallecimiento con la misma fascinación con que había contemplado la noche. Pero
no lo hizo. Lestat jamás fue el vampiro que yo soy.
El vampiro no dijo esto con jactancia. Lo dijo como si con toda
evidencia no pudiera ser de ninguna otra manera.
—Alors —dijo con un suspiro—, me moría rápidamente; lo que
significaba que mi capacidad de miedo disminuía con la misma celeridad.
Simplemente lamento no haber prestado más atención al proceso. Lestat se
comportaba como un perfecto imbécil.
»—¡Oh, por el amor del demonio! —empezó a gritar—. ¿Te das cuenta de
que no he preparado nada para ti? Qué tonto he sido.
»Estuve tentado en decir: "Pues lo eres", pero no dije nada.
»—Tendrás que acostarte conmigo esta mañana. No te he preparado un
ataúd.
El vampiro se rió:
—La alusión al ataúd tocó una veta mía de terror que pienso que
absorbió toda la capacidad de miedo que me quedaba. Luego sólo sentí la leve
alarma de tener que compartir un ataúd con Lestat. El estaba en ese momento en
el dormitorio de su padre, despidiéndose de él, diciéndole que regresaría por
la mañana.
»—Pero, ¿adonde vas? ¿Por qué tienes que vivir con semejante horario?
—quiso saber el anciano, y Lestat se impacientó. Antes había sido cortés con
él; tanto que era casi enfermizo, pero ahora se enfadó:
»—¿Acaso no cuido de ti? —preguntó—. ¡Te he conseguido un techo mejor
del que tú jamás me diste a mí! ¡Si quiero dormir todo el día y beber toda la
noche, lo haré, demonios!
»El anciano se puso a gemir. Únicamente mi extraña sensación de
agotamiento me impidió protestar. Miraba la escena a través de la puerta
abierta, fascinado por los colores del marco y el alboroto luminoso de colores
en el rostro del viejo. Sus venas azules palpitaban bajo la piel rosa y
grisácea. Incluso el amarillo de sus dientes me resultó atrayente y casi quedé
hipnotizado por el temblor de sus labios.
»—¡Qué hijo, qué hijo! —dijo, sin sospechar, por supuesto, la
verdadera naturaleza de su hijo—. Pues bien, entonces, vete. Yo sé que en algún
sitio tienes una mujer; vas a verla apenas el marido se va de la casa. Dame el
rosario. ¿Qué ha pasado con mi rosario?
»Lestat dijo algo blasfemo y le entregó el rosario...
—Pero... —interrumpió el muchacho.
—¿Sí? —preguntó el vampiro—. Me temo que no te permito hacer
suficientes preguntas, ¿verdad?
—Le iba a preguntar... Los rosarios tienen cruces, ¿no es así?
—¡Oh, el rumor de las cruces! —se rió el vampiro—. ¿Te refieres a que
les tenemos miedo a las cruces?
—O que no las pueden mirar..., según yo creía —dijo el entrevistador.
—Un absurdo, amigo mío, un absurdo total. Yo puedo mirar lo que se me
ocurra. Y me gusta bastante mirar los crucifijos.
—¿Y el rumor de las cerraduras? ¿Que ustedes pueden... vaporizarse y
pasar por ellas?
—Ojalá fuera así —se rió el vampiro—. Qué cosa más encantadora. Me
gustaría pasar por toda clase de cerraduras y sentir el gusto de sus formas
especiales. Pero no —movió la cabeza—. ¿Cómo se diría hoy? ¿Un bulo?
El muchacho se rió, pese a todo. Luego se puso serio.
—No tendrías que ser tan tímido conmigo —dijo el vampiro—. ¿De qué se
trata?
—La historia sobre las estacas traspasando el corazón —dijo el
muchacho y se le encendieron un poco las mejillas.
—Lo mismo —dijo el vampiro—. Un soberano disparate —agregó lentamente,
como acariciando las sílabas, y el muchacho sonrió—. No hay ningún poder mágico
de ninguna naturaleza. ¿Por qué no fumas uno de tus cigarrillos? Veo que los
tienes en el bolsillo de la camisa.
—Oh, muchas gracias —dijo el muchacho, como si fuera una sugerencia
maravillosa. Pero apenas se lo llevó a los labios, vio que sus manos temblaban
tanto que rompió la frágil carterilla de cerillas.
—Deja que yo lo haga —dijo el vampiro. Y tomando las cerillas
rápidamente encendió el cigarrillo del entrevistador. Éste inhaló con los ojos
fijos en los dedos del vampiro, que se alejó con un suave crujido de ropas.
—Hay un cenicero en la palangana —dijo, y el muchacho fue
nerviosamente a cogerlo. Miró las pocas colillas que allí había, y luego, al
ver el cubo de basuras abajo, vació el cenicero y rápidamente lo puso sobre la
mesa. Sus dedos humedecieron el cigarrillo cuando lo posó en el cenicero.
—¿Es éste su cuarto? —preguntó.
—No —dijo el vampiro—. Es un cuarto cualquiera.
—¿Qué pasó entonces? —preguntó el muchacho. El vampiro pareció estar
mirando el humo debajo de la lámpara.
—Ah..., regresamos a Nueva Orleans a toda prisa —dijo—. Lestat tenía
su ataúd en una habitación miserable cerca de las murallas.
—¿Y usted se metió en su ataúd?
—No tuve otra posibilidad. Oh, le rogué a Lestat que me dejara quedar
en el armario, pero dijo que no era seguro. El ataúd se cerraba bien desde
dentro y la gente no se sentía tentada a mirar esa clase de cosas. Y me dijo
que entrara. Yo no pude soportar la idea; pero, cuando discutimos, me di cuenta
de que no era miedo. Era una extraña toma de conciencia. Toda mi vida había
temido los lugares cerrados. Nacido y criado en casas francesas con altos
techos y grandes ventanas, tenía miedo de quedarme encerrado. Incluso me sentía
incómodo en el confesionario de la iglesia. Era un miedo bastante normal. Y,
cuando protesté a Lestat, me di cuenta de que, en realidad, no lo sentía más.
Únicamente lo estaba recordando. Lo tenía como hábito, como una deficiencia de
capacidad de reconocer mi libertad actual, tan fascinante.
»—Te estás portando mal —dijo Lestat por último—. Y ya es casi el
alba. Tan pronto como te golpee el sol, te quemará, te transformará en carbón.
Pero no debieras tener este miedo. Pienso que eres como un hombre que ha
perdido un brazo o una pierna e insiste en que puede sentir dolor donde antes
había estado el brazo o la pierna.
»Pues eso fue lo más positivo, inteligente y útil que Lestat dijo en
mi presencia, y me hizo ver la realidad.
»—Bien, yo me meto ahora mismo en el ataúd —dijo con un tono más
desdeñoso—, y tú te pondrás encima, si sabes lo que te conviene.
»Y lo hice. Me puse encima de él, absolutamente confuso por mi falta
de miedo, y lleno de disgusto por estar tan pegado a él, pese a lo hermoso y
fascinante que era. Y él cerró la tapa. Luego me preguntó si estaba
completamente muerto. El cuerpo me latía y molestaba por todas partes.
»—Entonces, no lo estás —dijo—. Cuando lo estés, sólo lo oirás
cambiar, pero no sentirás nada. Para la noche, ya estarás muerto. Ahora duerme.
—¿Y tenía razón? ¿Estaba usted... muerto cuando se despertó?
—Sí, cambiado, debo confesarlo. Es obvio que estoy vivo, pero mi
cuerpo se había muerto. Tardó un tiempo en estar completamente limpio de sus
fluidos y de materia que ya no necesitaba, pero estaba muerto. Y, cuando tomé
conciencia de ellos, entré en otro estadio de divorcio de mis emociones
humanas. Lo primero que se me hizo evidente, cuando Lestat y yo pusimos el
ataúd en un carruaje y robamos otro ataúd de un depósito, fue que Lestat ya no
me gustaba. Aún me faltaba mucho para ser su par, pero me sentí infinitamente
más cerca de él que antes de la muerte de mi cuerpo. No puedo realmente
aclararte esto muy bien, por la razón obvia de que ahora tú estás como yo antes
de que se me muriera el cuerpo. No puedes comprender. Pero, antes de morirme,
Lestat había sido la experiencia más abrumadora que yo jamás había
tenido. Tu cigarrillo se ha convertido en un cilindro de ceniza.
—¡Oh! —El muchacho aplastó el filtro en el cenicero—. ¿Quiere decir
que cuando se cubrió el abismo entre los dos, él perdió... su encanto?
—preguntó, con sus ojos fijos en el vampiro, y tomó con sus manos otro cigarrillo
y lo encendió con mucha más facilidad que antes.
—Así es —dijo el vampiro con un placer evidente—. El viaje de regreso
a Pointe du Lac fue fascinante. Y la charla constante de Lestat fue la
experiencia más aburrida y deseo-razonadora que jamás tuve. Por supuesto, como
ya dije, distaba mucho de ser su par. Tenía que vérmelas con mis miembros
muertos..., para usar una comparación. Y me enteré de que esa misma noche
tendría que llevar a cabo mi primera muerte.
El vampiro extendió la mano a través de la mesa y suavemente quitó una
ceniza de la chaqueta del muchacho, quien miró la operación con alarma.
—Perdona —dijo el vampiro—. No quería asustarte.
—Perdóneme a mí —dijo el entrevistador—. Tuve la sensación, de
improviso, de que su brazo era más largo... de lo normal. ¡Llegó hasta aquí, y
usted ni se movió!
—No —dijo el vampiro, volviendo a poner los dedos sobre sus rodillas
cruzadas—. Me moví con demasiada rapidez como para que tú lo pudieras ver. Fue
una ilusión.
—¿Y se movió hacia adelante? Pero no lo hizo. Estaba sentado igual que
ahora, con la espalda apoyada en el respaldo.
—No —repitió firmemente el vampiro—, Me moví hacia adelante tal cual
te dije. Mira, lo haré de nuevo —y lo hizo una vez más mientras el
entrevistador lo miraba con una mezcla de confusión y miedo—. Pues aún no me
viste —dijo el vampiro—. Pero si ahora miras mi brazo estirado, realmente no es
tan largo —y levantó el brazo con el índice señalando al cielo, como si fuera
un ángel a punto de decir la Palabra del Señor—. Tú has experimentado una
diferencia fundamental entre lo que ves y lo que yo veo. Mi gesto me pareció
lánguido y bastante lento. Y el sonido de mi dedo contra tu abrigo fue bastante
audible. Pero no he querido asustarte, aunque quizá con esto puedas darte
cuenta de que mi viaje de regreso a Pointe du Lac fue un festejo de
experiencias nuevas, ya que la mera oscilación de una rama en el viento era un
deleite.
—Sí —dijo el muchacho, pero aún estaba visiblemente conmovido. El
vampiro lo miró un momento y luego dijo:
—Te estaba diciendo...
—Sobre su primer asesinato —dijo el chico.
—Sí; sin embargo, debo contarte primero que la plantación era un
verdadero pandemonio. Habían encontrado el cadáver del superintendente, y el
anciano ciego en el dormitorio principal, y nadie podía explicar la presencia
del ciego. Además, no habían podido encontrarme en Nueva Orleans. Mi hermana se
puso en contacto con la policía y, cuando llegamos, ya había varios agentes en
el lugar. Ya estaba bastante oscuro, naturalmente. Y Lestat me explicó rápidamente
que no debía dejar que la policía me viera en la más mínima luz, en especial
cuando mi cuerpo estaba en ese estado tan poco satisfactorio; por tanto, caminé
con ellos por la avenida de robles, delante de la casa de la plantación,
ignorando sus sugestiones de que entrara. Les expliqué que había estado en
Pointe du Lac la noche anterior y que el anciano ciego era mi huésped. En
cuanto al superintendente, no estaba allí sino que había ido a Nueva Orleans
por motivos de trabajo.
»Después de que eso estuvo arreglado, y en cuyo proceso mi nuevo
distanciamiento me sirvió de forma admirable, me encontré con el problema de la
plantación. Mis esclavos estaban en un estado de total confusión y nadie había
trabajado en todo el día. Entonces teníamos una gran planta para la manufactura
de tintura de índigo, y la dirección del superintendente había sido de suma
importancia. Pero yo tenía varios esclavos extremadamente inteligentes que
podían haber hecho su trabajo con la misma eficiencia desde hacía mucho tiempo,
de haber reconocido yo su inteligencia y de no haberle tenido miedo a sus
modales y aspectos africanos. Ahora los estudié con claridad y les entregué la
dirección de la plantación. Al mejor le di la casa del superintendente. Dos de
las mujeres jóvenes serían sacadas del campo y traídas a la casa grande para
que cuidasen del padre de Lestat, y les dije que yo quería la mayor intimidad
posible; que no serían recompensadas únicamente por su trabajo sino por dejarme
a mí y a Lestat absolutamente a solas. En ese momento no me di cuenta de que
esos esclavos serían los primeros, y posiblemente los únicos, en sospechar que
Lestat y yo no éramos seres ordinarios. No me di cuenta de que su experiencia
con lo sobrenatural era mucho más grande que la de los blancos. Para mí, ellos
aún eran salvajes infantiles, apenas domesticados por la esclavitud. Pero deja
que continúe con mi historia. Te iba a contar de mi primera muerte. Lestat la
arregló con su característica falta de sentido común.
—¿La arregló? —preguntó el muchacho.
—Jamás tendría que haber empezado con seres humanos. Pero eso fue algo
que luego tuve que aprender solo. Lestat me llevó directamente a los pantanos
una vez que se fue la policía y los esclavos estuvieron en sus casas. Era muy
tarde y las cabañas de los esclavos estaban totalmente a oscuras. Pronto
dejamos atrás las luces de Pointe du Lac y yo me puse muy nervioso. Era lo
mismo nuevamente: miedos recordados, confusión. Lestat, de haber tenido la más
mínima inteligencia, me podría haber explicado las cosas con paciencia y buenos
modos: que no debía sentir miedo al pantano, que era absolutamente invulnerable
a los insectos y a las serpientes, que me debía concentrar en mi nueva
capacidad de ver en la oscuridad. En cambio, me ponía nervioso con exigencias. Únicamente
se interesaba en nuestras víctimas y en terminar mi iniciación lo antes
posible.
»Y cuando, por último, llegamos a las víctimas, me instó a que
actuara. Se trataba de un pequeño campamento de esclavos escapados. Lestat los
había visitado antes y quizás había exterminado a una cuarta parte de ellos
espiando desde la oscuridad hasta que alguno se alejaba del fuego, o bien
atacándolos durante el sueño. No sabían nada de la presencia de Lestat. Tuvimos
que esperar más de una hora antes de que uno de los hombres —eran todos
hombres— se alejara del descampado y penetrara unos pasos en el bosque. Se
desabrochó los pantalones y se puso a hacer una simple necesidad física. Cuando
se dio vuelta para irse, Lestat me sacudió y dijo:
»—Cógelo.
El vampiro sonrió ante los ojos atónicos del entrevistador.
—Pienso que sentí tanto horror como te sucedería a ti —dijo—. Pero
entonces no sabía que podía matar animales en vez de humanos. Le dije
rápidamente que no podía hacerlo. Y el esclavo me oyó hablar. Se dio vuelta, de
espaldas a la fogata distante, y miró en la oscuridad. Luego, rápida y
silenciosamente, sacó un largo cuchillo de su cintura. Estaba desnudo, salvo
por los pantalones y el cinturón; era un hombre joven, alto, de fuertes brazos
y aspecto ágil. Dijo algo en su francés patois y entonces dio un paso
adelante. Me di cuenta de que aunque yo lo podía ver claramente en la
oscuridad, él no nos podía ver. Lestat se puso detrás de él con una rapidez que
me sorprendió, y lo agarró del cuello mientras le inmovilizaba el brazo
izquierdo. El esclavo lanzó una exclamación y trató de librarse de Lestat. Éste
le hundió los dientes y el esclavo se inmovilizó como picado por una serpiente.
Cayó de rodillas y Lestat se alimentó rápidamente mientras los demás esclavos
se acercaban corriendo.
»—Me enfermas —me dijo cuando regresó a mi lado. Era
como si fuésemos insectos negros totalmente disimulados en la noche, observando
el movimiento de los esclavos, quienes, ignorantes de nuestra presencia,
descubrieron el cadáver, lo arrastraron y se desplegaron por el bosque,
buscando al atacante.
»—Vamos, tenemos que capturar otro antes de que regresen al campamento
—dijo. Y, rápidamente, nos lanzamos en pos de un hombre que se había separado
de los demás. Yo aún estaba terriblemente agitado, convencido de que no podría
atacarlo, y sin sentir ninguna necesidad de hacerlo. Había muchas cosas, como
te digo, que Lestat podría haber hecho y dicho. Podría haber enriquecido mi
experiencia de muchas maneras, pero no lo hizo.
—¿Qué podría haber hecho? —preguntó el muchacho—. ¿Qué quiere decir?
—Matar no es una acción común —dijo el vampiro—. Uno no se sacia
simplemente con sangre. —Sacudió la cabeza—. Seguro que es la consideración de
que se trata de la vida de otro; y, a menudo, la experiencia de la pérdida de
esa vida por medio de la sangre, lentamente. Es una y otra vez la experiencia
de la pérdida de mi propia vida, la que experimenté cuando le chupé la sangre a
Lestat de la muñeca y sentí que su corazón latía junto al mío. Es una y otra
vez la celebración de esa experiencia —dijo esto con la máxima seriedad, como
si discutiera con alguien que opinaba otra cosa—. Creo que Lestat jamás vivió
eso, aunque no sé cómo pudo ser así. Quizá lo vivió algo, pero muy poco, según
creo, de lo que tendría que haber vivido. En cualquier caso, no se molestó en
hacerme recordar lo que yo había sentido cuando me aferré a su muñeca y no
quise dejarla; ni tampoco en elegir un sitio donde yo pudiera experimentar mi
primer ataque con alguna medida de tranquilidad y dignidad. Salió disparado
hacia lo primero que encontró, como si tuviera algo detrás empujándolo a hacer
las cosas lo antes posible. Una vez que hubo atrapado al esclavo, lo atenazó y
le descubrió el cuello.
»—Hazlo —dijo—. Ahora no puedes echarte atrás.
»Abrumado por la repulsión, obedecí. Me arrodillé al lado del hombre
agachado, que trataba, inútilmente, de defenderse. Le puse ambas manos en los
hombros y me lancé a su cuello. Mis dientes apenas empezaban a cambiar y tuve
que rasgarle la piel y no agujerearla; pero, una vez que hice la herida, la
sangre brotó. Y una vez que eso sucedió, una vez que estuve bebiendo..., todo
lo demás desapareció.
»Lestat y el pantano y el ruido del campamento distante no
significaron nada. Lestat podría haber sido un insecto, zumbando, brillando y
desapareciendo. El acto de chupar me hipnotizó; la cálida lucha del hombre
tranquilizaba la tensión de mis manos y, de vuelta, reapareció el sonido del
tambor, sólo que esta vez perfectamente al unísono con el sonido de mi corazón.
Los dos resonaban en cada fibra de mí ser, hasta que el sonido empezó a
volverse cada vez más lento y cada uno era un suave retumbar que parecía que
iba a continuar hasta el infierno. Me estaba extasiando, y entonces Lestat me
arrancó de mi sopor:
»—¡Está muerto, imbécil! —dijo con su encanto y tacto
característicos—. ¡No puedes beber cuando están muertos! ¡Tenlo en cuenta!
»Me puse frenético un instante, fuera de mí, e insistí en que el
corazón del hombre aún latía, y yo ardía de ganas de volver a libar su sangre.
Le pasé las manos por el pecho y lo tomé de las muñecas. Le habría mordido las
muñecas si Lestat no me hubiese levantado y dado una bofetada. El golpe fue
sorprendente. No fue doloroso del modo común. Fue un choque sensacional, de
otra especie; un golpe en las sensaciones, de manera que me confundí y me
encontré indefenso y con los ojos abiertos, de espaldas contra un ciprés y la
noche lanzando sus insectos contra mis oídos.
»—Morirás si haces eso —dijo Lestat—. Te llevará a la muerte si te
aferras a él en la muerte. Y ahora has bebido demasiado. Te pondrás enfermo.
»Su voz rechinaba. De pronto sentí la necesidad de atacarlo, pero
empecé a sentirme mal. Tenía un dolor demoledor en el estómago, como si un
remolino me chupara las entrañas desde adentro. Era la sangre que pasaba
demasiado rápido a mi propia sangre, pero yo no lo sabía. Lestat se movió en la
noche como un gato y yo lo seguí con la cabeza palpitando. El dolor en el
estómago continuaba cuando llegamos a Pointe du Lac.
»Cuando nos sentamos en la sala, Lestat se puso a jugar un solitario
sobre la madera pulida de la mesa y yo me quedé mirándolo con desprecio. El
murmuraba tonterías. Me acostumbraría a matar, decía; no sería nada. No debía
derrumbarme. Reaccionaba demasiado, como si mi parte "mortal" no se
hubiera ido. Me acostumbraría a todo en un santiamén.
»—¿Lo crees? —le pregunté por último. Yo realmente no tenía interés en
su respuesta. Comprendí las diferencias que había entre ambos. Para mí, la
experiencia de matar había sido un cataclismo. Lo mismo que chuparle la muñeca
a Lestat. Esas experiencias me abrumaron tanto y cambiaron de tal modo mi
opinión sobre todo lo que me rodeaba, desde la imagen de mi hermano que colgaba
de la pared de la sala hasta la visión de una sola estrella por la ventana, que
no me podía imaginar que otro vampiro las tomase como cosas de todos los días.
Yo había sufrido una alteración permanente; lo sabía. Y lo que sentí más
profundamente por todas las cosas, incluso por el sonido de las barajas que
eran alineadas allí, frente a mí, era respeto. Lestat sentía lo contrario. O no
sentía nada. Era de una calaña de la que no se podía sacar nada de calidad. Tan
aburrido como un mortal, tan superficial e infeliz como cualquier mortal;
parloteaba encima de su juego de naipes, rebajando mi experiencia,
completamente bloqueado para la más mínima posibilidad de tener experiencias
propias. A la mañana siguiente me di cuenta de que yo era su completo superior
y que me había engañado miserablemente al tenerlo como maestro. Debía guiarme
por las lecciones necesarias, si había alguna lección verdadera, y yo debía
tolerar en él una mentalidad que era blasfema con la misma vida. Sentí
desprecio. Únicamente tenía hambre de experiencias nuevas, de todo lo que era
tan hermoso y devastador como mi muerte. Y vi que si iba a sacar el máximo
provecho de la experiencia ahora disponible, debía concentrar todo mi poder de
aprendizaje. Lestat no servía para nada.
»Bien pasada la medianoche, me puse por último de pie y salí a la
galería. La luna se mostraba inmensa por encima de los cipreses, y la luz de
los candelabros temblaba más allá de las puertas abiertas. Los anchos pilares y
las paredes de yeso de la casa habían sido blanqueados, los suelos de madera
estaban limpios, y una llovizna de verano había aclarado la noche, y la había
dejado brillante de gotas de agua. Me apoyé en el pilar de la galería; mi
cabeza tocaba los zarcillos tiernos de un jazmín que crecía en batalla
constante con una visteria. Y pensé en lo que se extendía delante de mí a lo
largo y ancho del mundo y del tiempo, y decidí vivirlo con delicadeza y
reverencia, aprender de cada cosa lo mejor. No estaba seguro de lo que esto
significaba. ¿Entiendes cuando digo que no quise andar deprisa por mi
experiencia, que lo que sentí como vampiro era demasiado poderoso para usarlo
mal?
—Sí —dijo deprisa el joven—. Parece como si hubiera estado enamorado.
Al vampiro le brillaron los ojos.
—Exacto. Es como el amor —sonrió—. Y deja que te cuente mis
pensamientos de esa noche para que puedas saber que existen graves diferencias
entre vampiros, y cómo llegué a tener un enfoque distinto del de Lestat. Debes
comprender que no lo desprecié porque no podía vivir la experiencia.
Simplemente no pude entender cómo se podían dejar a un lado esas sensaciones.
Pero entonces Lestat hizo algo que me mostraría cómo proceder con mi
aprendizaje.
»Tenía un respeto más que normal por las riquezas de Pointe du Lac.
Había quedado muy satisfecho con la belleza de la porcelana que usó para la
cena de su padre, y le gustó tocar las cortinas de terciopelo y seguir con el
pie los diseños de las alfombras. Y, entonces, de una de las alacenas sacó una
copa y dijo:
»—¡Qué extraños son los cristales! —Cuando dijo esto con un deleite
impío, yo lo estudié con ojo severo, pues me disgustó intensamente—. Quiero
enseñarte un truco —prosiguió—. Si es que te gusta el cristal.
»Y después de colocar la copa en la mesa de juego, salió a la galería
donde yo estaba y nuevamente cambió sus modales por los de un animal furtivo,
con los ojos espiando la oscuridad detrás de las luces de la casa y bajo las
ramas de los robles. En un instante, saltó por encima de la barandilla y luego
se lanzó a la oscuridad para cazar algo con ambas manos. Cuando volvió, abrí la
boca porque vi que se trataba de una rata.
»—No seas imbécil —me dijo—. ¿Acaso nunca has visto
una rata?
»Era una rata inmensa y con una cola larga. La tenía del pescuezo para
que no pudiera morder.
»—Las ratas pueden ser bastante buenas —dijo. Y llevó la rata hasta la
copa de vino, le cortó el cuello y llenó rápidamente el vaso con la sangre.
Lanzó la rata por encima de la barandilla y Lestat levantó la copa llena, con
aire de triunfo.
»—Quizá tengas que vivir de ratas de vez en cuando, así que no pongas
esa cara —dijo—. Ratas, gallinas, ganado. Si viajas en barco, lo mejor son las
ratas, si no quieres que hagan una búsqueda por todo el barco y encuentren tu
ataúd. Lo mejor es limpiar bien ese barco de ratas. —Y entonces bebió de la
copa con la misma delicadeza que si se tratara de borgoña; hizo una mueca—. Se
enfría tan rápido...
»—¿Quieres decir que podemos vivir de los animales? —le pregunté.
»—Así es —dijo, y entonces arrojó la copa a la chimenea; yo miré los
pedazos—. No te importa, ¿no? —señaló el cristal roto con una sonrisa sarcástica—.
Espero que no, porque no hay mucho que puedas hacer si te importa.
»—Si me importa, te puedo sacar a ti y a tu padre de Pointe du Lac
—dije; y creo que ésta fue la primera vez que demostré mi enojo.
»—¿Por qué habrías de hacerlo? —me preguntó con falsa alarma—. Aún no
sabes todo.., ¿o sí? —Se rió y caminó por la habitación; pasó los dedos por el
borde de satén del clavicordio—. ¿Quieres tocar?
»Yo dije algo como "no toques eso", y él se rió de mí.
»—Lo tocaré si así lo quiero —dijo—. Por ejemplo, tú no sabes todas
las maneras en que puedes morir. Y morirse ahora sería una gran calamidad, ¿no?
»—Debe de haber alguien en el mundo que me pueda enseñar esas cosas
—dije—. Por cierto, ¡no eres el único vampiro! Y tu padre quizá tenga unos
setenta años. No puede ser que hayas sido vampiro desde hace mucho tiempo, de
modo que alguien te debe de haber enseñado...
»—¿Y piensas que puedes encontrar vampiros tú solo? Te podrán ver
llegar, pero tú no los verás, amigo mío. No, no creo que tengas muchas opciones
en este momento. Yo soy tu maestro y tú me necesitas, y no hay mucho que puedas
hacer al respecto. Y ambos tenemos gente que debemos cuidar. Mi padre necesita
un médico y tú tienes el problema de tu madre y de tu hermana. No te hagas
ilusiones sobre confesarles que eres un vampiro. Simplemente cuida de ellas y
de mi padre, lo que significa que mañana por la noche lo mejor será que mates
rápido y te ocupes de la plantación. Y ahora a la cama. Ambos dormiremos en la
misma habitación, pues representa menos riesgos.
»—No, tú búscate un dormitorio —dije—. No tengo la menor intención de
compartir la misma habitación contigo.
»Se puso furioso.
»—No hagas esa imbecilidad. Louis. Te lo advierto. No
puedes hacer nada para defenderte una vez que sale el sol. Habitaciones separadas
significa el doble de riesgos, el doble de precauciones y el doble de
posibilidades de llamar la atención.
»Luego dijo un montón de cosas para asustarme y obligarme a hacer lo
que él quería, pero fue como si hablara con las paredes. Lo observé atentamente,
pero no le escuchaba. Me pareció frágil y estúpido, un hombre hecho de ramitas
secas y con una voz aguda, debilucha.
»—Duerme solo —dije, y apagué las velas una a una.
»—Ya casi es de mañana —insistió él.
»—Entonces, enciérrate —dije, y levanté mi ataúd y bajé las escaleras
de ladrillos. Pude oír que cerraba las puertas de arriba y corría las cortinas.
El cielo estaba pálido pero todavía lleno de estrellas, y otra leve llovizna se
produjo con la brisa que venía del río, humedeciendo las piedras. Abrí la
puerta del oratorio de mi hermano, barrí las rosas que casi cerraban el paso, y
puse el ataúd en el suelo de piedra, delante del altar. Casi podía distinguir
las imágenes de los santos en las paredes.
»—Paul —dije en voz baja, dirigiéndome a mi hermano—, por primera vez
en mi vida, no siento nada por ti, nada por tu muerte; y, por primera vez,
siento todo por ti; siento la pena de tu pérdida como jamás supe sentirla.
»—Ya ves —el vampiro se dirigió al muchacho—. Por primera vez yo era
completa y cabalmente un vampiro. Cerré las ventanas y puse el cerrojo a la
puerta. Entonces me metí en mi ataúd forrado de satén; apenas podía ver el
brillo del género en la oscuridad, y me encerré. Así es como me convertí en
vampiro.
—Y allí estaba usted —dijo el muchacho después de una pausa—, junto a
otro vampiro al que no podía soportar.
—... Pero tenía que quedarme a su lado —le contestó el vampiro—. Como
ya te he dicho, me tenía en sus manos. Sugería que había muchas cosas que yo
desconocía y que sólo él me las podía decir. Pero, en realidad, lo más
importante que me enseñó fueron cosas prácticas y no muy difíciles de aprender
solo: cómo podíamos viajar en barco, por ejemplo, haciendo transportar nuestros
ataúdes como si contuvieran los restos de un ser querido a quien se llevaba a
enterrar: cómo nadie se animaría a abrir el ataúd y cómo podíamos levantarnos
de noche a cazar ratas... Cosas por el estilo. Y luego estaban las tiendas y
los comerciantes que él conocía, que nos admitían a altas horas para vendernos
la ropa más elegante de París. Y los agentes dispuestos a convenir asuntos
financieros en restaurantes y cabarets. Y de todas esas cuestiones mundanas,
Lestat fue un maestro apropiado. Yo no pude saber qué clase de hombre había
sido en la vida. Ni me importaba, porque, por todas las apariencias, él ahora
era un hombre como yo, lo que no me incumbía mucho salvo cuando me hacía la
vida más llevadera que de no haber estado presente. Tenía un gusto impecable,
aunque mi biblioteca para él era "una pila de polvo", y se enfureció
más de una vez con sólo verme leer un libro o escribir notas en un cuaderno.
»—Eso es un disparate mortal —me decía. Y gastaba tanto dinero en
arreglar espléndidamente Pointe du Lac que hasta yo, que nada me importaba el
dinero, me sorprendí. Y con los visitantes que llegaban a Pointe du Lac,
algunos viajeros que venían por el camino del río, a caballo o en carruajes y
pedían hospitalidad para pasar la noche, trayendo cartas de presentación de
otros plantadores de Nueva Orleans, era tan gentil y amable que me facilitaba
las cosas. Por lo tanto, me encontraba atado a él, y escandalizado cada vez más
con su crueldad.
—Pero, ¿no molestaba a esa gente? —preguntó el chico.
—Ah, sí, a menudo. Pero te contaré un pequeño secreto que se aplica no
sólo a los vampiros sino a los generales, los soldados y los reyes. La mayoría
de nosotros preferimos ver morir a alguien que ser objeto de rudeza bajo
nuestros techos. Es extraño..., sí, pero muy cierto, te lo aseguro. Ese Lestat
salía a cazar seres humanos todas las noches. Yo lo sabía. Pero si él hubiera
sido rudo y desagradable con mi familia, mis huéspedes o mis esclavos, yo no lo
podría haber soportado. Pero no lo fue nunca. Parecía deleitarse con los
visitantes. Decía que no debíamos fijarnos en gastos en lo que concernía a
nuestras familias. Y me pareció que le daba lujos a su padre hasta un grado
casi ridículo. Al ciego había que decirle continuamente lo finas y costosas que
eran sus chaquetas y sus ropas y qué buenos cortinados importados se le habían
puesto en la cama, y qué vinos franceses y españoles teníamos en la bodega, y
cuánto había dado la plantación en un año de mala cosecha, cuando en toda la
costa se hablaba de dejar el índigo y cosechar azúcar. Pero, en otras
ocasiones, reñía al anciano, como ya te mencionaré. Se ponía hecho una furia y
el anciano tartamudeaba como un niño.
—¿No te cuido acaso con un esplendor de príncipes?
—le gritaba Lestat—. ¿No te doy todos los gustos? ¡Deja de decirme que quieres
ir a la iglesia o que yo vea a tus amigos! ¡Qué disparate! Tus viejos amigos se
han muerto. ¡Por qué no te mueres y me dejas en paz a mí y a mi dinero!
»El anciano sollozaba y decía que esas cosas poco le importaban en la
vejez. Se hubiera quedado feliz con su pequeña granja. A menudo quiso preguntarle
dónde estaba su granja, de dónde habían llegado a Luisiana, para tener alguna
pista del lugar en donde Lestat podía conocer a otro vampiro. Pero no me animé
a sacar a relucir esas cosas, porque el viejo se pondría a llorar y Lestat se
enfurecería. Pero esos ataques no eran más frecuentes que los períodos de una
bondad casi empalagosa, cuando Lestat le llevaba a su padre una bandeja con la
cena y lo alimentaba pacientemente mientras le hablaba del tiempo y de las
noticias de Nueva Orleans, o de las actividades de mi madre y de mi hermana.
Era evidente que había un gran abismo entre padre e hijo, tanto en educación
como en refinamiento, pero no pude averiguar cómo había sucedido. Y, con
respecto a todo ese asunto, yo me armé de la mayor frialdad posible.
»La existencia, como he dicho, era posible. Siempre había la promesa
detrás de sus labios burlones de que sabía grandes cosas o cosas terribles, que
tenía comunicación con esferas sobrenaturales que yo ignoraba. Y todo el tiempo
me despreciaba y me atacaba por mi amor a la vida, mi renuncia a matar y la
casi pesadilla que representaba ese acto para mí. Se rió a carcajadas cuando yo
descubrí que me podía mirar en un espejo y que las cruces no me hacían el menor
efecto. Y se mofaba poniéndose el dedo sobre los labios cuando yo le preguntaba
acerca de Dios o del demonio.
»—Una noche me gustaría conocer al demonio —me dijo una vez con una
sonrisa maligna—. Lo perseguiría de aquí hasta los bosques del Pacífico. Yo soy
el demonio.
»Y cuando me aterroricé al oír aquello, se deshizo en carcajadas. Pero
lo que sucedió fue que simplemente por el disgusto que me provocaba llegué a
ignorarlo y, no obstante, a estudiarlo con una fascinación distante y objetiva.
A veces me encontré mirándole la muñeca de donde yo había sacado mi vida de
vampiro, y me quedaba tan inmóvil que mi mente parecía abandonar mi cuerpo, o,
mejor, mi cuerpo parecía transformarse en mi mente; y entonces él me miraba con
una ignorancia terca acerca de lo que yo quería saber. Y me sacudía y me
desconcertaba. Soporté todo esto con una impasibilidad que yo antes no había
conocido en mi vida mortal, y llegué a comprender que se trataba de una parte
de mi naturaleza de vampiro; que me podía sentar en mi casa de Pointe du Lac y
pensar durante horas en la vida mortal de mi hermano, y que podía verla breve y
clara en la oscuridad, comprendiendo ahora la pasión vana y sin sentido con que
yo me había condolido de su pérdida y me había lanzado sobre los demás seres
humanos. Toda esa confusión era entonces como la de unos bailarines frenéticos
en medio de la niebla. Y entonces, en esta extraña naturaleza de vampiro, sentí
una profunda tristeza. Pero no meditaré acerca de ello. No quiero darte la
impresión de que meditaba, porque eso me hubiera parecido una pérdida inmensa;
yo miraba a mí alrededor, a todos los mortales que conocía, y veía toda la vida
como algo precioso; condenaba todas esas pasiones y culpas infructíferas con
que la dejaban escapar por los dedos como arena. Fue entonces, como vampiro,
que llegué a conocer a mi hermana. Prefería la vida de la ciudad a la
plantación; era algo que necesitaba para conocer su propio tiempo vital y su
propia belleza y llegar a casarse, y no meditar sobre el hermano muerto o sobre
mi alejamiento, ni convertirse en una enfermera de mi madre. Y les proporcioné
todo lo que necesitasen o quisiesen; estuve atento al deseo más superficial y
nimio de ellas. Mi hermana se reía de mi transformación cuando nos
encontrábamos de noche y salíamos a caminar por las aceras angostas de madera,
por la hilera de árboles bajo la luna, saboreando el olor del azahar y el calor
acariciante, hablando durante horas de sus pensamientos y sueños más secretos,
esas pequeñas fantasías que no se animaba a contar a nadie y que a mí me las
susurraba cuando a solas nos sentábamos en la sala a media luz. Y yo la veía
como a una criatura dulce, palpable, relumbrante, preciosa, que pronto
crecería, envejecería y moriría, alguien que no podía perder esos momentos que
en su intangibilidad nos prometía tan equívocamente, tan erróneamente... la
inmortalidad; como si fuera un derecho de nacimiento el que no pudiéramos
darnos cuenta de ello sino en el momento de la vida en que tenemos tanto pasado
atrás como futuro por delante. Cuando, en realidad, todo momento debe conocerse
para entonces ser saboreado inmediatamente.
»Esto me fue posible comprenderlo debido al distanciamiento, a la
sublime soledad con que Lestat y yo nos movíamos por el mundo de los seres
mortales. Y todos los problemas materiales no nos importaban. Debería contarte
la naturaleza práctica de todo esto.
»Lestat siempre había sabido robar a sus víctimas elegidas ropas
suntuosas y otros signos de extravagancia. Pero los grandes problemas del
secreto le habían resultado una tremenda batalla. Yo sospechaba que debajo de
esa pátina de caballero era absolutamente ignorante, incluso de los asuntos
financieros más simples. Pero yo no lo era. Entonces él podía conseguir dinero
en cualquier momento y yo podía invertirlo. Si no estaba metiendo la mano en el
bolsillo de un muerto en un callejón, estaba entonces en las mesas de juego de
los salones más elegantes de la ciudad, usando su capacidad de vampiro para
ganar dólares y oro a los jóvenes hijos de plantadores que se engañaban con su
simpatía y su amistad. Pero eso jamás le había dado la clase de vida que
pretendía; entonces me había metido en la vida sobrenatural para poder
conseguir un gerente y un inversionista, cuyas capacidades profesionales de la
vida mortal le podían brindar un elemento fundamental para su vida.
»Pero deja que te describa Nueva Orleans como era entonces, para que
puedas comprender la simplicidad de nuestras vidas. No había ninguna ciudad en
Norteamérica como Nueva Orleans. No sólo estaba llena de franceses y españoles
de todas categorías, que habían formado su propia aristocracia, sino que habían
llegado todas las variedades de inmigrantes, principalmente irlandeses y
alemanes. Entonces no sólo estaban los esclavos, realmente fantásticos con sus
vestimentas tribales y sus costumbres, sino la clase creciente de gente libre
de color, esa gente maravillosa de nuestro propio mestizaje y de las islas, que
produjo una casta magnífica y única de artesanos, artistas, poetas y famosas
bellezas femeninas. Y estaban los indios, que en verano llenaban los muelles
vendiendo hierbas y obras de artesanía. Y en medio de todo esto, en medio de
esta Babilonia de idiomas y colores, estaba la gente del puerto, los marineros
de los barcos, que venían en gran número a gastarse el dinero en las salas de
fiesta, a comprar por una sola noche a las mujeres hermosas, oscuras y blancas,
a cenar lo mejor de las cocinas francesa y española y a beber los vinos
importados de todo el mundo. Luego, además de todo eso, al cabo de unos años de
mi transformación, aparecieron los norteamericanos, que construyeron la ciudad
al norte del Barrio Francés, con magníficas mansiones griegas que en la noche
brillaban como templos. Y, por supuesto, los plantadores, siempre los
plantadores, que llegaban a la ciudad en landos deslumbrantes a comprar
vestidos de fiesta y objetos de plata, y gemas; a llenar las callejuelas
angostas hasta la vieja Ópera Francesa y el Théátre d'Orleans y la catedral de
San Luis, de cuyas puertas salían los cánticos de la misa los domingos y
resonaban por encima de las multitudes de la Place d'Armes, por encima del
ruido y el alboroto del Mercado Francés, por encima de los velámenes
fantasmagóricos y silenciosos de los barcos en las aguas del Mississippi, que
golpeaban contra los muelles, sobre el nivel de la misma Nueva Orleans, de modo
que los barcos parecían flotar en el cielo.
»Así era Nueva Orleans: un lugar magnífico y mágico para vivir. Un
lugar en el cual un vampiro, ricamente vestido y caminando con gracia por los
charcos de luz de una lámpara de aceite, no atraía más la atención en las
noches que cientos de otras exóticas criaturas; si es que atraía alguna, si es
que alguien susurraba detrás de un portal: "Oh, ese hombre... ¡qué pálido,
cómo relumbra..., cómo se mueve! ¡No es natural!". Una ciudad en la que el
vampiro podía desaparecer antes de que alguien pudiera terminar de decir esas
palabras, buscando los callejones en los que podía ver como un gato, en los
bares a oscuras donde los marineros dormían con sus cabezas apoyadas en las
mesas, en hoteles con habitaciones de altísimos techos donde una figura
solitaria podía sentarse, con sus pies sobre un almohadón bordado, con sus
piernas cubiertas con medias, su cabeza inclinada bajo la luz mortecina de una
única vela, sin jamás ver la gran sombra que se movía por las flores de yeso
del techo, sin ver lo largos dedos blancos que se acercaban a apagar la frágil
llama.
»Es extraordinario, aunque no fuera por nada más, que muchos de esos
hombres y mujeres dejaran detrás de ellos un monumento, una estructura de
mármol y piedra y ladrillo que aún permanece de pie, de modo que cuando
desaparecieron las lámparas de aceite y los edificios de oficinas llenaron las
manzanas de Canal Street, algo irreducible de belleza y romance permaneció;
quizá no en todas las calles, pero sí en tantas que el paisaje es para mí
siempre el paisaje de aquellos tiempos. Y cuando camino por las calles
—iluminadas por las estrellas— del Quarter o del Garden District, nuevamente
vuelvo a aquella época. Supongo que ésa es la naturaleza de los monumentos, ya
sea una pequeña casa o una mansión de columnas corintias y rejas de hierro
forjado. El monumento no dice que este o aquel hombre caminó por aquí. No, es
lo que él sintió en un momento lo que continúa en su sitio. La luna que
aparecía sobre Nueva Orleans aún aparece. Mientras los monumentos sigan en pie,
seguirá apareciendo igual. El sentimiento, al menos aquí... y allí... continúa
siendo el mismo.
El vampiro pareció triste. Suspiró como si dudara de lo que acababa de
decir.
—¿De qué hablaba? —preguntó de improviso, como si estuviera un poco
cansado—. ¿De qué era? Ah, sí de dinero. Lestat y yo teníamos que hacer dinero.
Y te contaba que él podía robar. Pero lo que importaba era la inversión
posterior. Debíamos utilizar lo que acumulábamos. Pero me he anticipado. Yo
mataba animales. Pero ya volveré a ese tema en un momento. Lestat mataba seres
humanos todo el tiempo, a veces dos o tres por la noche; a veces más. Bebía de
uno nada más que para satisfacer una sed momentánea y luego pasaba a otro.
Cuanto mejor era el humano, solía decir en su modo vulgar, más le gustaba. Una
jovencita, ése era su plato favorito para las primeras horas del atardecer;
pero la matanza triunfal para Lestat era un joven. Un joven de más o menos tu
edad lo atraía en especial.
—¿Yo? —susurró el muchacho; apoyado en los codos, se inclinó hacia
adelante para mirar fijamente a los ojos del vampiro; luego se volvió a echar
para atrás.
—Sí —dijo el vampiro, como si no hubiera observado el cambio de
expresión en el joven—. Pues mira, ellos representaban para Lestat la mayor
pérdida, porque estaban en la antesala de la máxima posibilidad de vida. Por
supuesto, Lestat no lo comprendía. Yo llegué a comprenderlo. Lestat no entendía
nada.
»Te daré un ejemplo perfecto de lo que le gustaba a Lestat. Al norte,
por el río, estaba la plantación Freniere, una magnífica extensión de tierra
que tenía grandes esperanzas de hacer una fortuna con el azúcar poco después de
que se hubiera inventado el proceso de refinamiento. En esto hay algo perfecto
e irónico; esa tierra que yo amaba producía azúcar refinada. Digo esto con más
tristeza de lo que creo que te imaginas. Esa azúcar refinada es un veneno. Fue
la esencia de la vida de Nueva Orleans, tan dulce que puede ser fatal, tan
ricamente provocativa que todos los demás valores se pueden olvidar... Pero te
estaba diciendo que por el río vivían los Freniere, una antigua familia que en
esa generación había producido cinco jovencitas y un joven. Pues tres de esas
mujeres estaban destinadas a no casarse, pero dos de ellas aunaran lo bastante
jóvenes, y todas dependían del único varón. Él iba a dirigir la plantación del
mismo modo que yo lo hacía para mi madre y mi hermana; iba a negociar las
bodas, hacer los ahorros cuando toda la riqueza del lugar estuviera en peligro,
debido a una mala cosecha de caña, y luchar y mantener a distancia al universo
entero. Lestat decidió que lo quería a él. Y cuando únicamente el destino casi
se burla de Lestat, se puso fuera de sí. Arriesgó su propia vida para conseguir
al muchacho Freniere, quien se había comprometido en un duelo. En una fiesta,
había insultado a un joven criollo español. En realidad, el incidente no tenía
la menor importancia, pero como la mayoría de los criollos, éste estaba
dispuesto a morir por nada. Ambos estaban dispuestos a morir por nada. El hogar
francés se convulsionó. Debes comprender que Lestat lo sabía perfectamente.
Ambos habíamos estado en la plantación de los Freniere; él, cazando esclavos y
ladrones de gallinas; yo, animales.
—¿Mataba usted únicamente animales?
—Así es, pero ya volveré a ese tema, como te he dicho. Ambos
conocíamos la plantación y yo me había permitido uno de los grandes placeres de
un vampiro: el de espiar a la gente sin que se den cuenta. Conocía a las
hermanas Freniere como a los magníficos rosales que crecían alrededor del
oratorio de mi hermano. Eran un grupo único de mujeres. Cada una, a su manera,
era tan inteligente como el hermano; y una de ellas, la llamaré Babette, no
sólo era inteligente como el hermano, sino mucho más sabia. No obstante,
ninguna de ellas había sido educada para cuidar la plantación; ninguna
comprendía ni siquiera las cosas más simples de su estado financiero. Todas
eran enteramente dependientes del joven Freniere. Y todas lo sabían. Y
entonces, llenas de amor por él, de una fe apasionada que cualquier amor
conyugal que pudieran llegar a experimentar sólo sería un pálido reflejo de su
amor por el hermano, fue tan grande su desesperación como el ansia de
supervivencia. Si Freniere moría en el duelo, la plantación fracasaría. Su
frágil economía, y una vida de esplendores montada en una perenne hipoteca de
la cosecha del siguiente año, únicamente estaban en sus manos. Te puedes
imaginar entonces el pánico y el dolor del hogar Freniere la noche en que el
hijo fue al pueblo para jugarse la vida. Y ahora imagínate a Lestat, con sus
dientes castañeteando como el demonio de una ópera cómica porque no iba a poder
matar al joven Freniere...
—¿Quiere decir... que usted lo sentía por las mujeres Freniere?
—Totalmente —dijo el vampiro—. Su situación era terrible. Y lo sentía
por el muchacho. Esa noche se encerró en el estudio de su padre y redactó su
testamento. Sabía absolutamente bien que si perecía a las cuatro de la mañana
siguiente, su familia caería con él. Deploraba su situación pero no podía hacer
nada al respecto. Evitar el duelo sólo podía significarle la ruina social, pero
eso posiblemente le hubiera sido imposible. El otro joven lo hubiera perseguido
hasta obligarlo a pelear. Cuando a medianoche dejó la plantación contempló el
rostro de la muerte con la presencia de un hombre que, sabiendo que sólo tenía
un camino por delante, ha resuelto seguirlo con perfecta valentía. Mataría al
joven español o moriría. Era algo impredecible, pese a sus habilidades. Su
rostro reflejaba una profundidad de sentimiento y de sabiduría que yo jamás he
visto en las caras de las víctimas de Lestat. Tuve mis encontronazos con Lestat
aquí y allí. Hacía meses que yo evitaba que matase al joven, y ahora quería
matarlo antes de que pudiera hacerlo el español.
»Íbamos a caballo, corriendo detrás del joven Freniere, en dirección a
Nueva Orleans. Lestat quería alcanzarlo; yo quería alcanzar a Lestat. Pues
bien, como te he dicho, el duelo estaba fijado para las cuatro de la mañana, en
el borde del pantano, cerca de la puerta norte de la ciudad. Y al llegar allí,
poco antes de las cuatro, apenas teníamos tiempo de regresar a Pointe du Lac;
es decir, que nuestras propias vidas estaban en peligro. Yo estaba enfurecido
con Lestat como jamás lo había estado, y él estaba decidido a tener al
muchacho.
»—¡Dale una oportunidad! —insistía yo, agarrándome de Lestat antes de
que pudiera acercarse al joven. Era pleno invierno, muy frío y húmedo en los
pantanos y una masa de lluvia helada caía sobre el descampado donde se
efectuaría el duelo. Por supuesto yo no sentía esos elementos tal como te
pudiera suceder a ti; no me afectaban ni me amenazaban con temblores o
enfermedades mortales. Pero los vampiros sienten el frío tanto como los
mortales, y la sangre de una víctima es, a menudo, el alivio rico y sensual del
frío. Pero lo que me preocupaba esa mañana no era el frío que sentía, sino la
excelente cobertura de la oscuridad, lo cual hacía a Freniere extremadamente
vulnerable al ataque de Lestat. Lo único que tenía que hacer era alejarse un
paso de sus dos amigos en dirección al pantano y Lestat lo atacaría. Por tanto,
yo luchaba físicamente con Lestat tratando de inmovilizarlo.
—Pero, ante todo eso, ¿sentía usted distancia, frialdad?
—Hummmm... —suspiró el vampiro—. Sí, los sentía y, además, una furia
suprema. Para mí, saciarse con la sangre de toda una familia, era el acto
supremo de Lestat, su prueba de total desprecio y desconsideración por todo lo
que tendría que haber visto, con la profundidad de un vampiro. Por tanto, lo
mantuve en la oscuridad, donde me escupía e insultaba. El joven Freniere cogió
la espada que le entregó su amigo y padrino y salió a la hierba resbaladiza y
húmeda a encontrarse con su oponente. Hubo una breve conversación y luego
comenzó el duelo. En unos instantes, había terminado. Freniere había herido
mortalmente al otro muchacho con una rápida estocada al pecho. Y el vencido se
arrodilló en la hierba, sangrante, moribundo, gritando algo ininteligible a
Freniere. El triunfador simplemente se quedó quieto en su sitio. Todos pudieron
ver que no había alegría en esa victoria. Freniere contemplaba la muerte como a
una abominación. Sus compañeros avanzaron con las linternas en las manos,
pidiéndole que se fuera lo antes posible, dejando al moribundo. Mientras tanto,
el herido no permitía que nadie lo tocase. Y entonces, cuando el grupo de
Freniere se dio media vuelta, los tres caminando apesadumbrados hacia los
caballos, el hombre en el suelo sacó una pistola. Quizás únicamente yo pude
verlo en la profunda oscuridad. Pero, de cualquier modo, pegué un grito
avisando a Freniere del peligro y me lancé a coger el arma. Y eso fue todo lo
que necesitó Lestat. Mientras yo estaba perdido en mis torpezas, avisando a
Freniere y tratando de coger la pistola, Lestat con sus años de experiencia y
su mayor velocidad, agarró al vencedor y lo arrastró bajo los cipreses. Dudo de
que sus amigos jamás se hayan enterado de lo que pasó. La pistola había
desaparecido, el herido se había desvanecido y yo corría por el pantano
gritándole a Lestat.
»Entonces los vi. Freniere estaba echado sobre las raíces retorcidas
de un ciprés, con sus botas hundidas en el agua enlodada, y Lestat aún estaba
encima de él, con una mano sobre la de Freniere, que aún tenía la espada. Fui a
levantar a Lestat, y su mano derecha me lanzó un golpe con una velocidad que no
pude ver; no supe lo que me había pasado hasta que me encontré yo también en el
agua; y, por supuesto, para cuando me hube recuperado, Freniere estaba muerto.
Lo vi allí echado, con los ojos cerrados y los labios sellados, como si
estuviera durmiendo.
»—¡Maldito seas! —le grité a Lestat. Y entonces me puse de pie. El
cuerpo de Freniere empezó a hundirse en las aguas. Primero la cara y luego el
cuerpo quedaron completamente cubiertos. Lestat estaba jubiloso; me recordó
secamente que apenas teníamos una hora para regresar a Pointe du Lac y juró
vengarse de mí.
»—Si no me gustara la vida de plantador sureño,
acabaría contigo esta misma noche —me amenazó—. Yo sé una manera de hacerlo.
Tendría que echar tu caballo en el pantano. ¡Allí tendría que cavar un pozo y
hundirte! —Y se marchó al galope.
»Pese a todos los años que han pasado, aún siento una furia contra él
como un líquido hirviendo en mis venas. Entonces vi lo que significaba para él
ser un vampiro.
—No era más que un asesino —dijo el chico, con una voz que reflejaba
parte de la emoción del vampiro—. No tenía la menor consideración por nada.
—No, para él ser vampiro significaba venganza. Venganza contra la
misma vida. Cada vez que mataba a alguien le representaba una venganza. No era
de sorprenderse, entonces, que no apreciara nada. Los placeres de la vida de
vampiro no estaban disponibles para él, porque estaba concentrado en una
venganza maniática contra la vida mortal que había abandonado. Consumido por el
odio, miraba hacia atrás. Consumido por la envidia, nada le agradaba, salvo si
podía arrebatárselo a los demás; y, una vez que lo poseía, se quedaba frío e
insatisfecho, sin amor por esa cosa, y entonces partía a la búsqueda de algo
más: la venganza, ciega, estéril y despreciable.
»Pero te he hablado de las hermanas Freniere. Eran casi las cinco y
media cuando llegamos a la plantación. El alba llegaría poco después de las
seis, pero yo fui a su casa. Entré subrepticiamente en la galería inferior y
las vi a todas reunidas en la sala; ni siquiera se habían puesto ropa de cama.
Las velas estaban casi consumidas y ellas, sentadas como en un velorio,
esperaban el mensaje. Estaban todas vestidas de negro, como era la
costumbre en esa casa, y en la oscuridad las formas oscuras de sus
vestidos se unían por debajo de sus cabellos negros y lustrosos, de modo que en
el resplandor de las velas, sus rostros parecían ser los de cinco suaves y
brillantes apariciones, cada una personalmente triste, cada una espléndidamente
valiente. Pero sólo la cara de Babette parecía realmente decidida. Era como si
ya hubiera resuelto hacerse cargo de las obligaciones de su casa si su hermano
moría. Y su rostro tenía la misma expresión que había aparecido en el rostro de
su hermano cuando montó para dirigirse al duelo. Lo que ella tenía por delante
era casi imposible. Lo que había por delante era la muerte definitiva, de la
que Lestat era culpable. Entonces hice algo que me hizo correr un grave riesgo.
»Me presenté ante ella. Lo conseguí haciendo jugar mi sombra con la
luz de su vela. Como puedes ver, mi cara es muy blanca y tiene una superficie
que refleja mucho, como de mármol lustrado.
—Sí —asintió el muchacho, y pareció aturdido—. Me pregunto si... Pero,
¿qué sucedió?
—Te preguntas si yo era un hombre apuesto cuando estaba vivo —dijo el
vampiro; el muchacho asintió con la cabeza—. Lo era. Nada estructural cambió en
mí. Sólo que no sabía que era apuesto. La vida se arremolinaba a mí alrededor
con una ventolera de pequeñas preocupaciones, como ya te he dicho. Yo no veía
nada, ni siquiera en un espejo..., en especial en un espejo..., con un ojo
libre. Pero esto es lo que sucedió. Me acerqué al marco de la ventana y dejé
que la luz tocara mi rostro. Y lo hice en un momento en que Babette tenía la
mirada puesta en la ventana. Entonces, apropiadamente, desaparecí.
»A los pocos segundos, todas las hermanas supieron que
una "extraña criatura" estaba cerca, una criatura fantasmagórica, y
las dos sirvientas esclavas se negaron totalmente a investigar el asunto.
Esperé afuera con impaciencia lo que quería que sucediese; por último, Babette
tomó el candelabro, despreciando el miedo de todas las demás, y salió a la
galería a ver lo que había allí. Sus hermanas se agolparon en la puerta como
grandes pájaros negros, pensando que su hermano había muerto y que ella había
visto su fantasma. Por supuesto, debes comprender que Babette, con su
fortaleza, jamás atribuyó lo que había visto a la imaginación o los
fantasmas... Dejé que caminara por la oscura galería antes de hablarle. Y aun
entonces, sólo le dejé ver la forma vaga de mi cuerpo al lado de una de las
columnas.
»—Dile a tus hermanas que se retiren —le susurré—. He venido a
contarte de tu hermano. Haz lo que te digo.
»Ella se quedó un instante inmóvil y luego se dirigió a mí y trató de
verme en la oscuridad.
»—Tengo muy poco tiempo. No te haré el menor daño —le
dije.
»Entonces, obedeció. Diciendo que no era nada, les ordenó que cerraran
la puerta, y ellas obedecieron como la gente que no sólo necesita alguien que
la dirija, sino que está deseando obedecer. Entonces salí a la luz de las velas
de Babette.
Al muchacho se le abrieron los ojos. Se llevó una mano a los labios.
—¿La miró tal como... me está mirando a mí? —preguntó.
—Lo preguntas con una inocencia... —dijo el vampiro—. Sí, supongo que
sí. Pero con las velas siempre tengo un aspecto menos sobrenatural. Y a ella no
traté de convencerla de que era una criatura normal.
»—Sólo dispongo de unos minutos —le dije—. Pero lo que tengo que
comunicarte es de la mayor importancia. Tu hermano luchó con coraje y ganó el
duelo... Pero espera. Debes saberlo ahora: ha muerto. La muerte fue proverbial
con él, la asaltante nocturna contra la que nada pudo hacer su bondad o
valentía. Pero esto no es lo principal que he venido a contarte. Es lo
siguiente: puedes dirigir la plantación y salvarla. Lo único que necesitas es
que nadie te convenza de lo contrario. Debes ocupar su lugar pese a todas las
opiniones, a todas las palabras convencionales sobre el sentido común y lo que
debe ser. No debes escuchar a nadie. La misma tierra está aquí ahora igual que
ayer, cuando tu hermano dormía en ella. Nada ha cambiado. Debes tomar su lugar.
Si no lo haces, la tierra se perderá y la familia se perderá. Seréis cinco
mujeres condenadas a una mísera pensión que viviréis la mitad o menos de lo que
os puede brindar la vida. Aprende lo que debes saber. No te detengas ante nada
hasta que tengas las respuestas. E imagina mi visita como la prueba de tu
valentía, siempre que desfallezcas. Debes tomar las riendas de tu propia vida.
Tu hermano ha muerto.
»Pude ver, por la expresión de su cara, que escuchaba cada palabra
mía. De haber habido tiempo, me hubiera hecho preguntas, pero me creyó cuando
le dije que no lo había. Luego utilicé toda la habilidad para dejarla lo más
rápido posible y parecer que había desaparecido. Del otro lado del jardín, vi
su rostro iluminado por la vela. La vi intentando verme en la oscuridad,
mirando para un sitio y otro. Y luego la vi hacer la señal de la cruz y volvió
adentro con sus hermanas. El vampiro sonrió:
—En toda la costa nada se dijo acerca de una extraña aparición a
Babette Freniere, pero después del primer duelo y de las tristes conversaciones
entre las mujeres solitarias, ella se convirtió en el escándalo de la región
porque decidió dirigir su plantación. Acumuló una inmensa dote para su hermana
menor y, a los pocos años, ella misma se casó. Y Lestat y yo casi ni
intercambiábamos palabra.
—¿Continuó viviendo en Pointe du Lac?
—Así es. Yo no podía estar seguro de que Lestat ya me hubiera dicho
todo lo que yo necesitaba saber. Y yo necesitaba disimular. Mi hermana se casó
en mi ausencia, por ejemplo, mientras yo sufría el «paludismo». Y algo similar
me sucedió el día del funeral de mi madre. Mientras tanto, Lestat y yo nos
sentábamos cada noche a cenar con el anciano y hacíamos ruido con nuestros
cuchillos y tenedores, y él nos decía que comiéramos todo lo que teníamos en
nuestros platos y que no bebiéramos demasiado vino. Con cientos de miserables
dolores de cabeza, yo recibía a mi hermana en el dormitorio a oscuras, con las
mantas hasta la barbilla. Les pedía a ella y a su marido que disculpasen la
falta de luz, puesto que me hacía daño en los ojos, y les entregaba grandes
sumas de dinero para que las invirtieran en nombre de todos. Por suerte, su
marido era un idiota; inofensivo, pero un imbécil: el producto de cuatro
generaciones de matrimonios entre primos hermanos.
»Pero aunque estas cosas iban bien, empezamos a tener problemas con
los esclavos. Ellos sí eran suspicaces. Y como ya he indicado, Lestat mataba a
quien se le ocurría. En consecuencia, siempre había rumores de extrañas muertes
en esa parte de la costa. Pero lo que motivó esas murmuraciones fue lo que
ellos veían de nosotros. Y yo lo oí un atardecer cuando estaba entre las
sombras cerca de las cabañas de los esclavos.
»Ahora, permíteme que te explique el carácter de esos esclavos. Corría
el año 1797; hacía cuatro años que Lestat y yo vivíamos en una paz relativa; yo
invertía el dinero que él adquiría, aumentando las tierras, comprando pisos y
casas en Nueva Orleans, que él alquilaba. Y el trabajo de la plantación
producía poco más que una excusa para nuestras inversiones. Dije
"nuestras". Eso es incorrecto. Jamás firmé nada con Lestat y, como te
darás cuenta, yo todavía estaba legalmente vivo. Pero, en 1797, esos esclavos
no tenían el carácter que has visto en las películas y las novelas del Sur. No
era gente de piel oscura y palabras obedientes, mal vestidas, que hablaban un
dialecto inglés. Eran africanos. Y eran insulares; es decir, algunos de ellos
provenían de Santo Domingo. Eran muy negros y absolutamente extraños; hablaban
sus lenguas africanas y hablaban el patois francés; y, cuando cantaban,
cantaban canciones africanas que convertían los campos en algo exótico que
siempre me había dado miedo en mi vida mortal. En suma, ellos aún no habían
sido destruidos por completo como africanos. La esclavitud era la maldición de
sus vidas, pero aún no habían sido robados de lo que era característicamente
suyo. Toleraban el bautismo y las modestas vestimentas que les imponían las
leyes católicas francesas, pero, por las tardes, transformaban sus ropas
baratas en disfraces delirantes, hacían joyas con huesos de animales y pedazos
descartados de metal que pulían como si fuera oro; y las cabañas de los
esclavos de Pointe du Lac eran un país extranjero, una costa africana después
del anochecer, en el cual ni el más intrépido superintendente se animaba a
deambular. Pero los vampiros no se asustaban.
»No hasta una noche de estío, cuando paseando entre las sombras,
escuché por las puertas abiertas de la cabaña del capataz negro una
conversación que me convenció de que Lestat y yo dormíamos con grave peligro.
Los esclavos sabían que no éramos seres normales. En tonos susurrantes, las
criadas, que vislumbré a través de una grieta, contaron cómo nos vieron cenar
con los platos vacíos, llevándonos copas vacías a los labios, riéndonos, con
nuestros rostros blancos y fantasmales a la luz de los candelabros, y el pobre
ciego era un tonto indefenso en nuestro poder. A través de las cerraduras,
habían visto el ataúd de Lestat, y, una vez, él había castigado sin
misericordia a una de ellas por espiar por las ventanas de su dormitorio que
daban a la galería.
»—Allí no hay ninguna cama —se confiaron una a la
otra—. Duerme en el ataúd, lo sé.
»Estaban todos convencidos de lo que éramos. En cuanto a
mí, una tarde me habían visto salir del oratorio, que ahora era poco
más que una masa de ladrillos y enredaderas, llena de visterias en flor en la
primavera, rosas silvestres en el verano y el musgo brillante sobre las viejas
persianas despintadas, que jamás se habían abierto, y con las arañas tejiendo
en los pétreos arcos. Por supuesto, yo simulaba visitarlo en memoria de mi
hermano, pero, por sus palabras, estaba claro que ya no creían más en esa
mentira. Y ahora no sólo nos atribuían las muertes de los esclavos encontrados
en el campo y en los pantanos, y también las muertes de reses y caballos, sino
todos los demás acontecimientos misteriosos y extraños; incluso las
inundaciones y tormentas, que eran las armas de Dios en su batalla personal
contra Louis y Lestat. Lo que es peor: no pensaban escaparse. Nosotros éramos
demonios, y nuestro poder, ineludible. No, nosotros debíamos ser destruidos. Y
en esa reunión, de la que me convertí en un participante invisible, había un
grupo de esclavos de Freniere.
»Eso significaba que los rumores se extenderían por toda la costa. Y
aunque yo creía firmemente que toda la costa no podía caer presa de una
histeria colectiva, no sentí la menor gana de correr ese riesgo. Me apresuré a
volver a la plantación a decirle a Lestat que nuestro papel de plantadores
sureños había terminado. Tendría que ceder su látigo de esclavista y su servilletera
de oro y regresar a la ciudad.
»Naturalmente, se resistió. Su padre estaba gravemente enfermo y quizá
no sobreviviese mucho más. No tenía la menor intención de escapar de unos
estúpidos esclavos.
»—Los mataré a todos —dijo serenamente—, de a tres y de a cuatro.
Algunos se escaparán y eso estará bien.
»—Estás diciendo disparates. El hecho es que quiero que te vayas de
aquí.
»—¡Tú quieres que me vaya! ¡Tú! —se mofó; estaba construyendo un
castillo de naipes en la mesa de la sala con un mazo de cartas francesas muy
finas—. Tú, un vampiro llorón y cobarde que se arrastra por la noche matando
gatos y ratas y mirando velas durante horas como si se tratara de gente, y que
se queda bajo la lluvia como un zombie hasta que se te empapan las ropas y
hiedes a viejos baúles escondidos en el desván, y tienes el aspecto de un
idiota estupefacto en el zoológico.
»—No tienes nada más que decirme —contesté—, y tu
insistencia en el desorden nos ha puesto a los dos en peligro. Yo podría vivir
en ese oratorio y ver cómo la casa se cae a pedazos. ¡Porque no me importa
nada! —le dije, y era la verdad—. Pero tú debes poseer todas las cosas que no
tuviste en la vida y hacer de la inmortalidad una tienda de basuras en la cual
los dos nos convirtamos en algo grotesco. ¡Ahora, vete a ver a tu padre y dime
cuánto le falta de vida, porque ése es el tiempo que aquí te quedarás, y
únicamente si los esclavos no se rebelan antes contra nosotros!
»Me dijo que fuera yo a ver a su padre, ya que era quien siempre
estaba "mirando". Y lo hice. El anciano realmente se moría. Yo no
había sufrido la muerte de mi madre, porque se había muerto de repente una
tarde. Se la había encontrado con su canasta de coser, sentada en el patio; se
había muerto como quien se duerme. Pero ahora yo contemplaba una muerte natural
que era demasiado lenta, con dolores, y la cabeza clara. Y siempre me había
gustado el anciano; era bueno y simple, y tenía muy pocas exigencias. De día,
se sentaba en la galería dormitando y oyendo los pájaros; por las noches,
cualquier charla nuestra le hacía compañía. Podía jugar al ajedrez, sintiendo
meticulosamente cada pieza y recordando toda la situación en el tablero con una
precisión admirable; y aunque Lestat nunca jugaba con él, yo lo hacía a menudo.
Ahora estaba echado, tratando de respirar, con la frente ardiendo y la almohada
húmeda de sudor. Y, mientras gemía y pedía que le llegara la muerte, Lestat, en
el otro cuarto, empezó a tocar el clavicordio. Le cerré la tapa de golpe y casi
le atrapo los dedos.
»—¡No tocarás mientras se muere tu padre!
»—¡Al diablo que no! —me replicó—. ¡Tocaré el tambor, si quiero!
»Y cogiendo una gran bandeja de plata de una mesa, la empezó a golpear
con una cuchara.
»Le dije que se detuviera y que lo obligaría a dejar de hacerlo. Y
entonces los dos dejamos de hacer ruido, porque el anciano lo llamaba por su
nombre. Decía que debía hablar con Lestat antes de morir. Le dije a Lestat que
lo fuera a ver. El sonido de su llanto era terrible.
»—¿Por qué debo ir? Me he ocupado de él todos estos años. ¿No es eso
suficiente?
»Y sacó del bolsillo un cortaplumas y se empezó a
limpiar las largas uñas.
»Mientras tanto, te debo decir que yo era consciente de la presencia
de los esclavos en la casa. Estaban vigilando y escuchando. Yo esperaba que el
viejo muriera a los pocos minutos. En una o dos oportunidades anteriores,
varios esclavos habían tenido sospechas o dudas, pero nunca de esa manera. De
inmediato llamé a Daniel, el esclavo a quien le había dado el cargo y la
posición de superintendente. Pero mientras lo esperaba, pude oír al anciano
hablándole a Lestat; éste estaba sentado con las piernas cruzadas, limpiándose
las uñas, con las cejas arqueadas y concentrado en lo que estaba haciendo.
»—Fue la escuela —decía el anciano—. Oh, yo sé que tú
te acuerdas... ¿Qué te puedo decir...? —gimió.
»—Mejor será que lo digas —dijo Lestat—, porque estás al borde de la
muerte.
»El anciano dejó escapar un ruido terrible, y sospecho que yo también
emití un sonido. Realmente, yo detestaba a Lestat. En ese momento pensé en
hacerlo salir de la habitación.
»—Pues tú lo sabes, ¿no es así? Hasta un tonto como tú lo sabe —dijo
Lestat.
»—Jamás me perdonarás, ¿verdad? No ahora, ni siquiera después de
muerto —dijo el anciano.
»—¡No sé de qué estás hablando! —protestó Lestat.
»A mí se me estaba terminando la paciencia y el anciano se agitaba
cada vez más. Le rogaba a Lestat que le escuchara. El asunto me hizo temblar.
En el ínterin, Daniel había venido y en el instante en que lo vi supe que
estaba irremisiblemente perdido en Pointe du Lac. De haber prestado más
atención, hubiera percibido señales de ello mucho antes. Me miró con ojos de
vidrio. Yo era un monstruo para él.
»—El padre de monsieur Lestat está muy enfermo. Moribundo —dije,
ignorando su expresión—. No quiero que haya ruidos esta noche; los esclavos
deben permanecer en sus cabañas. Está por llegar un médico.
»Me miró como si yo estuviera mintiendo. Y entonces sus ojos se
alejaron de mí, curiosa y fríamente, y se dirigieron a la puerta del anciano.
Su rostro sufrió tal cambio que me puse de pie de inmediato y yo también miré.
Era Lestat, al pie de la cama, limpiándose furiosamente las uñas y sonriendo de
tal manera que sus dos grandes colmillos se le veían perfectamente.
El vampiro se detuvo y se le movían los dos hombros con una risa
silenciosa. Miraba al muchacho, y éste parecía cohibido ante la mesa. Pero ya
había mirado fijamente la boca del vampiro. Había visto que sus labios tenían
una textura diferente a la de su piel, que eran sedosos y delicadamente
delineados, como los de cualquier persona, pero mortíferamente blancos; y había
vislumbrado los blancos dientes. Pero el vampiro tenía un modo de sonreír tan
cuidadoso que jamás los exponía completamente; y el chico ni había pensado en
los colmillos hasta ese momento.
—Te puedes imaginar —dijo el vampiro— lo que eso significaba. Tuve que
matarlo.
—¿Que tuvo qué? —dijo el muchacho.
—Tuve que matar al esclavo. Empezó a correr. Hubiera alarmado a todos
los demás. Quizá pudiera haber sido arreglado de otro modo, pero yo no tuve
tiempo. Entonces, corrí tras él y lo alcancé. Pero entonces, al encontrarme
haciendo lo que no había hecho durante cuatro años, me detuve. Ése era un
hombre. En la mano tenía su cuchillo de mango de hueso para defenderse. Pero se
lo quité fácilmente y se lo hundí en el corazón. Cayó al instante de rodillas,
desangrándose, con los dedos alrededor de la hoja. Y la visión de la sangre, su
olor, me enloquecieron. Creo que gemí en voz alta. Pero no me acerqué; no pude
hacerlo. Entonces recuerdo haber visto la figura de Lestat a través del espejo
del aparador.
»—¿Por qué hiciste eso? —me preguntó. Me di vuelta para mirarlo a la
cara, decidido a que no me viera en ese estado de debilidad. El anciano
deliraba, continuó diciéndome; no podía acabar de comprender lo que decía el
anciano.
»—Los esclavos... lo saben... Debes ir a las cabañas y
vigilarlos —pude decirle—. Yo me ocuparé de tu padre.
»—Mátalo —dijo Lestat.
»—¡Estás loco! —le contesté—. ¡Es tu padre!
»—¡Ya sé que es mi padre! —dijo Lestat—. Por eso no puedo matarlo. ¡No
puedo matarlo! Si pudiera lo habría hecho hace mucho tiempo, ¡maldito sea! —Se
retorció las manos—. Tenemos que irnos de aquí. Y mira lo que has hecho matando
a éste. No hay tiempo que perder. Su mujer estará aquí aullando dentro de unos
momentos... ¡o enviará a alguien aún peor!
El vampiro suspiró.
—Eso era verdad. Lestat tenía razón. Yo podía oír a los esclavos
reuniéndose en la cabaña de Daniel, esperándolo. Daniel había sido lo
suficientemente valiente como para entrar en la casa embrujada. Si no regresaba,
los esclavos serían presa del pánico y se transformarían en una multitud
peligrosa. Le dije a Lestat que los calmara, que usara toda su autoridad como
amo blanco y que no los alarmase con sustos; entonces, entré en el dormitorio y
cerré la puerta. Y sufrí otro golpe en esa noche traumática. Porque yo jamás
había visto al padre de Lestat en ese estado.
»Estaba sentado, inclinado hacia adelante, hablándole a Lestat,
rogándole a Lestat que le contestase; diciéndole que comprendía mejor su
amargura que el mismo Lestat. Y era un cadáver viviente. Nada animaba su cuerpo
hundido, salvo una voluntad determinada; por ende, sus ojos, debido a su
resplandor, estaban todavía más hundidos en su cráneo, y sus labios, con los
temblores, afeaban aún más su boca amarilla. Me senté al pie de la cama,
sufriendo de verlo en ese estado, y le di mi mano. No te puedo contar lo que me
conmovió su aspecto. Porque cuando traigo la muerte, es algo rápido e
inconsciente y que deja a la víctima como en un sueño encantado. Pero esto era
el decaimiento lento, el cuerpo negándose a rendirse al vampiro del tiempo que
lo había desangrado durante años sin fin.
»—Lestat —dijo él—, por una sola vez, no seas malo conmigo. Por una
sola vez, sé para mí el muchacho que fuiste. Mi hijo —lo dijo una y otra vez—.
Mi hijo, mi hijo...
»Y entonces, dijo algo que no pude oír sobre la
inocencia y la destrucción de la inocencia. Pero pude ver que no deliraba como
Lestat había dicho, sino que poseía un terrible estado de lucidez. La carga del
pasado estaba dentro de sí con toda su fuerza; y el presente, que sólo era la
muerte, contra la que luchaba con toda su voluntad, nada podía hacer para
aliviar esa carga. Pero yo sabía que podía engañarlo usando toda mi capacidad.
Acercándome a él, le susurré la palabra:
»—Padre.
»No era la voz de Lestat, era la mía, un suave susurro. Pero se calmó
de inmediato, y pensé que moriría. Pero se aferró a mis manos, como si lo
estuvieran chupando las grandes olas negras del océano y sólo yo pudiera
salvarlo. Ahora habló de un maestro rural, cualquier nombre, que había visto en
Lestat a un pupilo brillante y que le había pedido llevarlo a un monasterio
para su educación. Se maldijo por haber traído de vuelta a Lestat a su casa,
por quemar los libros.
»—Debes perdonarme por ello, Lestat —sollozó.
»Le apreté la mano, esperando que eso fuera una respuesta, pero
repitió su ruego una y otra vez.
»—Ahora tienes todo para vivir, ¡pero eres frío y
brutal como yo fui con el trabajo, el frío y el hambre! Lestat, debes recordar.
Eres el más bueno de todos. Dios me perdonará si tú me perdonas.
»Pero, en ese momento, el verdadero Lestat apareció en la puerta. Le
hice un gesto para que guardara silencio, pero no lo vio. Entonces tuve que
ponerme de pie rápidamente para que su padre no pudiera oír su voz a esa
distancia. Los esclavos se habían escapado de su presencia.
»—Pero están allí fuera; se han reunido en la
oscuridad. Los oigo —dijo Lestat; y luego echó una mirada al anciano—. Mátalo,
Louis —me dijo, y su voz fue el primer ruego que le había escuchado; y se puso
hecho una furia—. ¡Hazlo!
»—Acércate a su almohada —contesté— y dile que le
perdonas todo, que le perdonas haberte sacado de la escuela cuando todavía eras
un niño. Díselo inmediatamente, ahora mismo.
»—¿Por qué? —dijo Lestat, haciendo una mueca, y su cara pareció más
cadavérica—. ¡Sacarme de la escuela! ¡Maldito sea! ¡Mátalo! —dijo, dejando
escapar un rugido de desesperación.
»—No —dije yo—, tú lo perdonas o lo matas tú mismo.
Vamos. Mata a tu propio padre.
»El anciano rogó que le dijéramos lo que estábamos diciendo. Y llamó:
»—Hijo, hijo.
»Y Lestat bailó como el enloquecido Rumpelstiltskin a punto de
traspasar el suelo con el pie. Fui hasta el ventanal. Pude ver y oír a los
esclavos congregándose alrededor de la casa de Pointe du Lac, formando redes en
la oscuridad, aproximándose.
»—Tú eras José entre tus hermanos —dijo el anciano—. El mejor de
todos, pero ¿cómo lo podía yo saber? Lo supe cuando te fuiste, cuando pasaron
todos esos años y ellos no me ayudaron en nada, no me dieron ninguna paz. Y
entonces tú regresaste y me sacaste de la finca, pero no eras el mismo. No eras
el mismo muchacho.
»Me volví a Lestat y prácticamente lo arrastré hasta la cama. Nunca lo
había visto tan débil y al mismo tiempo enfurecido.
Se soltó de mí y se arrodilló cerca de la almohada, echándome una
mirada de odio. Yo me mantuve firme y le susurré:
»—¡Perdónalo!
»—Está bien, padre. Debes tranquilizarte. No tengo
nada contra ti —dijo, y su voz aguda se sobrepuso a la furia que lo dominaba.
»El anciano se apoyó en la almohada murmurando unas palabras de
alivio, pero Lestat ya se había ido. Se detuvo en la puerta, con las manos
sobre las orejas.
»—Ya vienen —susurró, dándose vuelta para poder verme—. Mátalo. Por
Dios.
»El anciano jamás supo lo que le había sucedido. Jamás se despertó de
su estupor. Lo desangré lo suficiente, abriéndole una herida grande para que
muriese sin sentir mi pasión oscura. Yo no podía soportar ese pensamiento.
Sabía que no importaría si encontraban el cadáver en ese estado porque yo ya
estaba harto de Pointe du Lac y de Lestat y de toda esa identidad como amo
ridículo de Pointe du Lac. Incendiaría la casa y tendría la fortuna que había
acumulado con diferentes nombres justo para cuando llegara el momento oportuno.
»Mientras tanto, Lestat atacó a los esclavos. Dejaría detrás de él tal
ruina y devastación que nadie podría saber a ciencia cierta lo que había
sucedido esa noche en Pointe du Lac. Y yo fui con él. Anteriormente, su
ferocidad siempre había sido misteriosa, pero ahora yo descubrí mis colmillos
ante los seres humanos que escapaban de mi presencia; mi avance superaba su
velocidad patética y torpe, mientras descendía el velo de la muerte o el velo
de la locura. El poder y la prueba del vampiro era inexpugnables, de modo que
los esclavos huyeron en todas direcciones. Y fui yo quien regresó a las
escalinatas a incendiar Pointe du Lac.
»Lestat vino corriendo detrás.
»—¿Qué estás haciendo? ¡Estás loco! —gritó; pero no había manera de
apagar las llamas—. ¡Se han ido y tú estás destruyendo todo, todo! —Y se paseó
alrededor de la magnífica sala, entre su frágil esplendor.
»—Saca tu ataúd. ¡Tienes tres horas hasta el alba! —le grité. La
mansión es una pira funeraria.
—¿Podría haberle hecho daño el fuego? —preguntó el muchacho.
—¡Por cierto! —dijo el vampiro.
—¿Volvió al oratorio? ¿Era un lugar seguro?
—No, de ninguna manera. Unos cincuenta y cinco esclavos estaban en la
zona. Muchos de ellos no preferían la vida de un liberto y lo más seguro era
que fueran a Freniere o a la plantación Bel Jardín. Yo no tenía la más mínima
intención de quedarme allí esa noche. Pero había poco tiempo para hacer alguna
otra cosa.
—Esa mujer..., Babette... —dijo el muchacho. El vampiro sonrió.
—Sí, fui a ver a Babette. Ahora vivía en Freniere con su joven marido.
Tenía tiempo suficiente para cargar mi ataúd en el carruaje y llegar adonde
estaba ella.
—Pero, ¿y Lestat? El vampiro suspiró.
—Lestat fue conmigo. Tenía la intención de irse a Nueva Orleans y
trataba de persuadirme de que yo hiciera lo mismo. Pero cuando se dio cuenta de
que pensaba esconderme en Freniere, optó por eso también. Quizá jamás
hubiéramos podido llegar a Nueva Orleans. Empezaba a amanecer. Los ojos
mortales no lo podían ver, pero Lestat y yo sí.
»En cuanto a Babette, yo la había visitado una vez más. Como te dije,
había escandalizado a la costa quedándose sola en la plantación, sin un hombre
en la casa, sin ni siquiera una anciana. El mayor problema de Babette fue que
podía alcanzar el éxito económico únicamente a costa del aislamiento y del ostracismo
social. Tenía tal sensibilidad que la riqueza en sí no le importaba nada; una
familia, hijos..., eso era lo importante para Babette. Aunque fue capaz de
mantener la plantación, el escándalo la estaba desgastando. En su interior,
estaba cediendo. Sin permitirle que me mirase, una noche la vi en su jardín. Le
dije en mi voz más suave que yo era la misma persona de antes. Que conocía su
vida y sus sufrimientos.
»—No esperes que la gente te comprenda —le dije—. Son unos imbéciles.
Quieren que te retires debido a la muerte de tu hermano. Usarían tu vida como
si fuese aceite para la lámpara. Debes desafiarlos con pureza y confianza.
»Me escuchó en silencio. Le dije que debía dar una fiesta de
beneficencia. Y esa beneficencia sería religiosa. Podía elegir un convento en
Nueva Orleans, cualquiera, y dar allí una fiesta filantrópica. Invitaría a los
amigos más íntimos de su madre difunta para que actuasen de chaperones y
ella haría todo esto con una total confianza en sí misma. Sobre todo, una
confianza perfecta. Lo único importante era la confianza en sí misma y la
pureza.
»Pues Babette pensó que esto era algo genial.
»—No sé quién eres y tú no me lo dices —dijo ella (era verdad, yo no
lo decía)—. Pero sólo me puedo imaginar que eres un ángel.
»Y me rogó verme la cara. Es decir, me lo rogó a la manera de la gente
como Babette, quienes en realidad no sienten inclinación de rogar nada a nadie.
No se trata de que Babette fuera orgullosa. Simplemente era fuerte y honesta,
lo que en la mayoría de las veces hace del ruego... Veo que quieres preguntarme
algo —dijo el vampiro, y se detuvo.
—Oh, no —dijo el muchacho, que quería esconder su intención de
preguntar.
—No debes tener miedo de preguntarme nada. Si me escondiera algo
demasiado íntimo... —continuó; y, cuando el vampiro dijo esto, se le oscureció
el rostro por un instante, frunció el entrecejo y sus cejas formaron un hoyuelo
que apareció arriba de su ceja izquierda como si alguien hubiera puesto un
dedo, lo que le dio un especial aspecto de preocupación profunda—. Si
escondiera algo demasiado íntimo como para que tú preguntaras al respecto, en
primer lugar no lo mencionaría —dijo.
El muchacho se encontró mirando fijamente los ojos del vampiro, y las
cejas, que eran como finos alambres negros en la piel tierna de los párpados.
—Pregúntame —dijo el muchacho.
—Usted habla de Babette —dijo el joven— como si su sentimiento para
con ella fuera especial.
—¿Te di la impresión de que no podía sentir? —preguntó el vampiro.
—No, de ninguna manera. Es evidente que usted sintió algo por el
anciano. Se quedó a reconfortarlo cuando usted mismo estaba en peligro. Y lo
que sintió por el joven Freniere cuando Lestat quería matarlo... Todo esto
usted lo ha explicado. Pero me estaba preguntando... ¿Sentía algo especial por
Babette? ¿Acaso ese sentimiento por Babette fue el que hizo que usted tratara
de proteger al joven Freniere?
—Quieres decir amor —dijo el vampiro—. ¿Por qué has vacilado en
decirlo?
—Porque usted habló de sentimientos distantes —replicó el muchacho.
—¿Piensas que los ángeles son distantes? —preguntó el vampiro.
El chico lo pensó un momento.
—Sí —dijo.
—¿Y los ángeles son incapaces de amar? —preguntó el vampiro—. ¿Acaso
los ángeles no contemplan el rostro de Dios con un amor total?
El chico pensó un momento.
—Amor o adoración —dijo.
—¿Cuál es la diferencia? —preguntó pensativo el vampiro—. ¿Cuál es la
diferencia? —insistió, y no se trató de una pregunta dirigida a su
interlocutor, sino que se lo preguntó a sí mismo—. Los ángeles sienten amor y
orgullo..., el orgullo de la Caída... y odio. Las poderosas emociones
abrumadoras que sienten la personas distantes en las que la emoción y la
voluntad son una sola cosa —dijo finalmente; ahora miró la mesa, como si lo
estuviera pensando y no estuviera enteramente satisfecho de sus palabras—. Por
Babette, yo sentía... una emoción profunda. No es la más fuerte que he sentido
por un ser humano. —Levantó la vista y miró al muchacho—. Pero fue muy intensa.
Babette, a su manera, fue para mí un ser humano ideal...
Se movió en la silla; la capa se agitó suavemente a su alrededor, y él
volvió la cara hacia la ventana. El chico verificó el estado de las cintas.
Luego sacó otra de su portafolio y, pidiéndole perdón al vampiro, la colocó en
la máquina.
—Perdóneme que le haya preguntado algo tan personal. No querría...
—dijo con ansiedad al vampiro.
—No preguntaste nada por el estilo —dijo el vampiro, mirándolo de
improviso—. Fue una pregunta correcta. Yo siento amor y sentí algo de amor por
Babette, aunque no el amor más grande que jamás haya sentido. Pero hubo un
anuncio en Babette.
»Para volver a mi historia, la fiesta de beneficencia de Babette fue
un éxito y le aseguró su vuelta a la vida social. Generosamente, su dinero
disipó muchas dudas en las mentes de las familias de sus galanes, y se casó. En
las noches de verano, yo solía visitarla sin dejar que me viera o supiera que
yo estaba allí. Iba a vigilar su felicidad y, al verla feliz, yo también era
feliz.
»Y aquella noche del incendio fui con Lestat a ver a Babette. El
hubiera matado a las Freniere mucho tiempo antes, de no haberlo detenido yo. Y
pensó que eso era lo que yo pensaba hacer.
»—¿Y qué paz conseguiríamos con ello? —pregunté yo—. Tú dijiste que yo
era un idiota. ¿Acaso piensas que no sé por qué me transformaste en un vampiro?
No podías vivir solo, no podías solucionar las cosas más simples. Hace años que
yo dirijo todo mientras tú te quedas sentado con un falso aire de superioridad.
No tienes nada más que decirme sobre la vida. No te necesito ni me puedes ser
útil. Tú eres quien me necesita, y si tocas a uno solo de los esclavos de
Freniere, te sacaré del medio. Será una batalla entre los dos y no es necesario
señalarte que tengo más inteligencia en un solo dedo que tú en todo tu cuerpo.
Haz lo que te digo.
»Bien; esto lo dejó asombrado, aunque sin razón, y protestó diciendo
que aún tenía muchas cosas que decirme; de cosas y tipos que yo podía matar y
que me causarían una muerte súbita, y de lugares en el mundo a los que jamás
tenía que ir, y más por el estilo; un absurdo que apenas pude tolerar. Pero no
tenía tiempo para él. Las luces del hogar del superintendente estaban
encendidas en casa de los Freniere aquella noche; estaba tratando de calmar el
nerviosismo entre los esclavos escapados y los propios. Y las llamas de Pointe
du Lac aún podían verse contra el cielo. Babette estaba vestida y ocupándose de
sus asuntos; había enviado carruajes y esclavos a Pointe du Lac a ayudar a
combatir el fuego. Los esclavos escapados y asustados eran mantenidos a
distancia de los otros, y nadie, en ningún momento, consideró sus historias
como algo más que una tontería de esclavos. Babette sabía que había sucedido
algo siniestro y temía un asesinato, jamás lo sobrenatural. Estaba en su
estudio anotando el incendio en el diario de la plantación cuando la encontré.
Era casi de madrugada. Sólo tenía unos pocos minutos para convencerla de que me
ayudara. Primero le hablé, negándome a que se diera vuelta, y ella me escuchó
con calma. Le dije que debía tener una habitación para descansar.
»—Nunca te he hecho daño. Ahora te pido una llave y tu promesa de que
nadie tratará de entrar en ese cuarto hasta la noche. Entonces te lo contaré
todo.
»Yo ya estaba casi desesperado. El cielo estaba palideciendo. Lestat
estaba en el huerto con los ataúdes.
»—Pero, ¿por qué has venido a verme a mí esta noche? —me preguntó.
»—¿Y por qué no? —le dije—. ¿Acaso no te ayudé en el
momento crítico en que más necesitabas guía, cuando tú sola eras la fuerte
entre aquellos que eran débiles y que dependían de ti? ¿No te di buenos consejos
en dos oportunidades? ¿Y no he cuidado de tu felicidad desde entonces?
»Podía ver la figura de Lestat en la ventana. Estaba presa del pánico.
»—Dame esa llave —insistí—. No permitas que nadie
entre hasta la caída del sol. Te juro que jamás te haré daño.
»—Y si no lo hago..., si creo que tú eres un emisario del demonio...
—dijo ella entonces, y quiso volver la cara. Alcancé la vela y la apagué. Me
vio de pie dando la espalda a la ventana gris.
»—Si no lo haces y crees que soy un emisario del demonio, moriré
—dije—. Dame esa llave. Podría matarte ahora si quisiera, ¿no es así?
»Y me acerqué a ella y me mostré de cuerpo entero; ella dio un
respingo y un paso atrás y se agarró al brazo del sillón.
»—Pero no lo haría. Prefiero morir a matarte. Y moriré si no me das
esa llave, como te ruego.
»Lo logré. No sé lo que pensó. Pero me dio una de las grandes
habitaciones-alacena donde se añejaba el vino, y estoy seguro de que nos vio a
mí y a Lestat llevando los ataúdes. No sólo cerré la puerta con llave sino que
levanté una barricada.
»Lestat estaba levantado cuando me desperté al siguiente atardecer.
—Entonces, ella cumplió su palabra.
—Sí; sólo que había hecho algo más: no sólo había respetado nuestra
puerta cerrada sino que la había vuelta a cerrar desde afuera.
—¿Y las historias de los esclavos...? Ella las había oído.
—Así fue. No obstante, Lestat fue el primero en notar que estábamos
encerrados. Se enfureció. Había pensado irse a Nueva Orleans lo antes posible.
Ahora sospechaba de mí.
»—Sólo te necesitaba cuando mi padre vivía —dijo, y
trató desesperadamente de encontrar una salida; el lugar era una mazmorra—.
Ahora no te voy a tolerar nada. Te lo advierto.
»Ni siquiera quería darme la espalda. Me quedé sentado tratando de oír
las voces en la habitación de arriba, deseando que se callara, sin quererle
confiar en ningún instante mis sentimientos por Babette o mis esperanzas.
»Asimismo, pensaba en otra cosa. Me preguntaste sobre sentimientos y
frialdad. Uno de sus aspectos —distanciamiento y sentimiento, debería decir— es
que puedes pensar dos cosas al mismo tiempo. Puedes pensar que no estás seguro
y que puedes morir, y puedes pensar en algo muy abstracto y remoto. Y eso fue
exactamente lo que me sucedió. En ese momento yo pensaba en silencio y con
profundidad en la amistad sublime que podríamos haber tenido con Lestat; qué
pocos impedimentos podría haber habido, y todo lo que podríamos haber
compartido. Quizá la proximidad de Babette fue lo que me hizo pensar en eso;
porque, ¿como podría realmente haber conocido a Babette salvo, por supuesto, de
una sola manera definitiva; tomarle la vida, unirme a ella en un abrazo mortal,
cuando mi alma se uniría con su corazón y se nutriría de él? Pero mi alma
quería conocer a Babette sin mi necesidad de matar, sin robarle todo aliento de
vida, toda gota de sangre. Pero Lestat, ¡cómo podríamos habernos conocido de
haber sido él un hombre de carácter, un hombre aunque sólo fuera de algunos
pensamientos! Las palabras del anciano volvieron a mí: Lestat, un alumno
brillante, un amante de los libros que habían sido quemados. Yo sólo conocía al
Lestat que despreciaba mi biblioteca, que la llamaba una pila de polvo, que
ridiculizaba constantemente mis lecturas, mis meditaciones.
»Me di cuenta entonces de que la casa se aquietaba. De tanto en tanto
sonaban unos pasos y crujían los tablones, por cuyas hendeduras se filtraba una
claridad fantástica e irreal. Podía ver a Lestat tocando las paredes de
ladrillo con su duro rostro de vampiro convertido en una máscara retorcida de
frustración humana. Yo estaba seguro de que ahora debíamos separarnos; de que,
si fuera necesario, yo debía poner un océano entre los dos. Y me di cuenta de
que lo había tolerado todo ese tiempo debido a mis dudas. Me engañé pensando
que me quedaba por el anciano y por mi hermana y su marido. Pero me quedé con
Lestat porque temía no conocer secretos esenciales que, como vampiro, yo solo
debía descubrir, y, lo que es más importante, porque él era el único de mi
especie que yo conocía. Jamás me había contado su conversión en vampiro o dónde
podía encontrar a alguien de mi especie. Esto entonces me afligía mucho. Del
mismo modo que lo había hecho durante cuatro años. Lo odiaba y quería
abandonarlo; sin embargo, ¿podía hacerlo?
»En el ínterin, mientras yo pensaba todo esto. Lestat continuó con sus
diatribas: no me necesitaba; no iba a tolerar más nada, y mucho menos una
amenaza de los Freniere. Teníamos que estar listos para cuando se abriera esa
puerta.
»—Recuerda —me dijo finalmente—: Velocidad y fortaleza; no nos pueden
igualar en eso. Y el miedo. Recuerda siempre dar miedo. ¡Ahora no seas un
sentimental! ¡Nos harás perder todo!
»—¿Quieres continuar a solas después de esto? —le pregunté. Quería que
él dijese que sí. Yo no tenía la valentía. O al menos, no conocía mis sentimientos.
»—¡Quiero ir a Nueva Orleans! —dijo—. Simplemente te advertía que no
te necesito más. Pero, para escapar de aquí, nos necesitamos. ¡Ni siquiera
sabes empezar a usar tus poderes! ¡No tienes un sentido innato de lo que eres!
Usa tus poderes persuasivos si viene esa mujer. Pero si viene acompañada de
otros, entonces, prepárate a actuar como lo que eres.
»—¿Qué soy? —le pregunté, porque eso nunca me había parecido tan
misericordioso como en ese momento—. ¿Qué soy? __
»Él se disgustó totalmente. Se llevó las manos a la cabeza.
»—Prepárate... —dijo, ahora, haciendo relucir sus magníficos dientes—
¡a matar! —De improviso, miró los tablones del techo—. Se van a dormir, ¿los
oyes?
»En un silencio prolongado, Lestat seguía caminando y yo continuaba
sentado allí meditando, devanándome los sesos acerca de lo que debía hacer o
decirle a Babette; o, aún más profundamente, buscando la respuesta a una
pregunta más difícil: ¿qué sentía yo por Babette? Después de largo rato, una
luz relumbró debajo de la puerta. Lestat estaba a punto de saltar encima de
quien apareciera. Era Babette, que entró sola, con una lámpara. No vio a
Lestat, que se quedó detrás de ella y mirándome fijamente.
»Jamás la había visto como entonces: tenía el pelo arreglado para
acostarse, y era una masa de ondas oscuras detrás de su camisón blanco. Y su
cara estaba llena de tensión y terror. Esto le daba una apariencia febril, y
sus grandes ojos castaños parecían aún más intensos. Como te he dicho, yo amaba
su fortaleza y su honestidad, la grandeza de su alma. Y no sentía pasión por
ella tal como podrías sentirla tú. Pero la encontré más atractiva que ninguna
mujer que conociera en mi vida mortal. Incluso en el severo camisón, sus brazos
y sus pechos eran redondos y suaves y más me pareció un alma fascinante vestida
que una carne rica y misteriosa. Yo, que soy duro y preciso y concentrado en un
solo propósito, me sentí atraído irresistiblemente por ella: sabiendo que sólo
culminaría en la muerte, me alejé al instante, preguntándome si cuando miraba a
mis ojos, ella los encontraba muertos y examines.
»—Tú eres quien se acercó anteriormente a mí —dijo ella como si no
hubiera estado segura—. Y eres el amo de Pointe du Lac. ¡Lo eres!
»Yo sabía, cuando ella habló, que debía haber oído las historias más
generosas sobre la noche anterior y que no me sería posible convencerla de
ninguna mentira. Había utilizado mi aparición sobrenatural en dos ocasiones
para presentarme a ella; ahora no podía ocultar ese hecho ni restarle
importancia.
»—No quiero hacerte daño —le dije—. Únicamente necesito un carruaje y
unos caballos... Anoche dejé los caballos pastando.
»Ella no parecía escuchar mis palabras; se acercó más, decidida a
verme en el círculo de su luz.
»Y entonces vi a Lestat detrás de ella. Sus sombras se fundían en una
sola sobre la pared de ladrillos; estaba ansioso y era peligroso.
»—¿Me proporcionarás el carruaje? —insistí. Ahora me miraba con la
lámpara en alto; y, cuando quise desviar la mirada, vi que su rostro cambiaba.
Quedó inmóvil, en blanco, como si estuviera perdiendo la conciencia. Cerró los
ojos y sacudió la cabeza. Se me ocurrió que de alguna manera le había producido
un trance sin el menor esfuerzo de mi parte.
»—¿Quién eres? —susurró—. Vienes del infierno. ¡Venías de parte del
demonio cuando llegaste ante mí!
»—¡El demonio! —le contesté. Esto me afligió más de lo que imaginé que
podía hacerlo. Si se lo creía, entonces creería que mis consejos habían sido
malos; pondría todo en duda otra vez. Su vida era rica y buena, y yo sabía que
ella no debía hacer eso. Como toda la gente fuerte, ella sufría, en cierta
medida, de soledad; era una marginada, una secreta infiel de alguna índole. Y
el equilibrio en que vivía podía trastocarse si ponía en duda su propia bondad.
Me miró con un horror manifiesto.
Fue como si, horrorizada, se hubiera olvidado de su propia
vulnerabilidad. Y ahora Lestat, que era atraído a la debilidad como un muerto
de sed al agua, la cogió de la muñeca, y ella gritó y dejó escapar la lámpara.
Las llamas se esparcieron sobre el petróleo derramado, y Lestat la empujó hacia
la puerta abierta.
»—¡Consigue el carruaje! —le dijo—. Lo consigues ahora mismo, y los
caballos también. Estás en peligro mortal; ¡no hables de demonios!
»Apagué las llamas con los pies y seguí a Lestat gritándole que la
dejara. Él la tenía por las muñecas y ella estaba furiosa.
»—Despertarás a toda la casa si no te callas —me dijo él—. ¡Y yo la
mataré! Consigue el carruaje... Llévanos; habla con el chico del establo —le
dijo, sacándola por la fuerza al aire libre.
»Nos movimos lentamente por el patio a oscuras; mi disgusto era casi
insoportable; Lestat iba adelante y, entre los dos, Babette, que avanzaba de
espaldas, con sus ojos escrutando la oscuridad para vernos.
»—¡No os conseguiré nada! —dijo ella.
»Yo cogí a Lestat del brazo y le dije que me dejara hacer las cosas a
mí.
»—Ella revelará nuestra identidad a todo el mundo a
menos que me dejes hablar con ella —le susurré.
»—Entonces, domínate —dijo disgustado—. Sé fuerte y no te enternezcas.
»—Sigue adelante mientras hablo con ella... Vete a los establos y
consigue el carruaje y los caballos. ¡Pero no mates a nadie!
»Yo no sabía si me obedecería o no, pero se alejó rápidamente cuando
me acerqué a Babette. Su rostro expresaba una mezcla de furia y resolución.
»Ella dijo:
»—Aléjate de mí, Satán.
»Y entonces me quedé allí ante ella, mudo, mirándola nada más y
manteniéndole la mirada tal como ella hacía con la mía. Su odio hacia mí me
quemaba como el fuego.
»—¿Por qué me dices eso? —le pregunté—. ¿Fueron malos los consejos que
te di? ¿Te hice algún daño? Vine a ayudarte, a darte fuerzas. Sólo pensé en ti
cuando no tenía la menor necesidad de hacerlo.
»Ella sacudió la cabeza.
»—Pero, ¿por qué, por qué me hablas así? —preguntó ella—. Sé lo que
hiciste en Pointe du Lac; ¡allí has vivido como un demonio! ¡Los esclavos están
llenos de historias! Durante todo el día, los hombres han estado en el camino
del río de Pointe du Lac; mi marido estuvo allí. Él vio la casa en ruinas, los
cuerpos de los esclavos diseminados por los huertos, por los campos. ¿Qué
eres tú? ¿Por qué me hablas bondadosamente? ¿Qué pretendes de mí?
»Ella se aferró a los pilares del porche y se balanceó para adelante y
para atrás en la escalera. Algo se movió arriba en la ventana iluminada.
»—Ahora no te puedo dar las respuestas —le dije—.
Créeme cuando te digo que vine a ti con la única intención de hacer el bien. Y
que anoche no te habría traído preocupaciones ni problemas de haber podido
evitarlo.
El vampiro se detuvo.
El muchacho quedó con el cuerpo hacia adelante y los ojos muy
abiertos. El vampiro estaba helado, con la mirada en blanco, hundido en sus
propios pensamientos, en sus recuerdos. Y, súbitamente, el joven bajó la
mirada, como si fuera el acto respetuoso que le correspondía hacer. Volvió a
mirar al vampiro y luego desvió sus ojos, con el rostro tan compungido como el
del vampiro; y entonces empezó a decir algo, pero se detuvo.
El vampiro lo miró y estudió; de modo que el chico se ruborizó y
volvió a desviar la mirada ansiosamente. Pero levantó sus ojos y miró entonces
los del vampiro. Tragó saliva, pero le mantuvo la mirada.
—¿Es esto lo que quieres? —susurró el vampiro— ¿Es esto lo que quieres
oír?
Sin hacer ruido, apartó su silla y caminó hasta la ventana. El
muchacho se quedó como de piedra, mirando sus anchos hombros y la larga capa.
—No me contestas. No te estoy dando lo que quieres, ¿verdad? Querías
una entrevista. Algo para la radio.
—Eso no tiene importancia. ¡Tiraré las cintas si usted así lo quiere!
—El muchacho se puso en pie—. No puedo decir que comprendo todo lo que usted me
dice. Sabría que estoy mintiendo si lo dijera. Por tanto, ¿cómo le puedo pedir
que continúe, salvo para decir que lo que comprendo..., lo que comprendo es
diferente de todo lo que haya comprendido antes?
—Dio un paso en dirección al vampiro. Éste parecía estar mirando la
calle Divisadero. Entonces giró la cabeza lentamente y miró al joven y sonrió.
Su rostro estaba sereno y casi afectuoso. Y el entrevistador, de improviso, se
sintió incómodo. Se metió las manos en los bolsillos y volvió a la mesa. Luego
miró vacilante al vampiro y dijo:
—¿Podría... continuar, por favor?
El vampiro dio media vuelta con los brazos cruzados y se apoyó en la
ventana.
—¿Por qué? —preguntó.
El muchacho no supo qué contestar.
—Porque quiero escucharle. —Se encogió de hombros—. Porque quiero
saber lo que sucedió.
—Muy bien —dijo el vampiro con la misma sonrisa bailoteándole en los
labios. Regresó a su silla y se sentó frente al muchacho, cambió un poco la
posición del magnetófono y dijo—: Un aparato maravilloso, realmente..., pues
permite que continúe.
»Debes comprender que lo que entonces sentía por Babette era un deseo
de comunicación más fuerte que cualquier otro deseo que sentía..., salvo por el
deseo físico de... sangre. Era tan intenso que me podía hacer sentir la
profundidad de mi capacidad de soledad. Cuando antes había hablado con ella,
había habido una comunicación breve pero directa que era tan simple y
satisfactoria como la de dar la mano a una persona, estrechársela, dejándola ir
suavemente. Todo eso en un momento de gran necesidad o aflicción. Pero ahora
estábamos confundidos. Para Babette, yo era un monstruo y eso me parecía
espantoso, y hubiera hecho cualquier cosa para que cambiara de parecer. Le dije
que los consejos que le había dado eran correctos, que ningún instrumento del
demonio podía hacer algo correcto aunque quisiera,
»—¡Lo sé! —me dijo.
»Pero con eso ella quería decir que no podía confiar más en mí que en
el mismo demonio. Me acerqué, pero ella retrocedió. Levanté la mano y ella se
encogió, aferrándose a la barandilla.
»—Pues bien, entonces —dije, sintiendo una profunda
exasperación—. ¿Por qué me protegiste anoche? ¿Por qué has venido a verme a
solas?
»Lo que vi en su rostro era astucia. Tenía una razón, pero no me la
revelaría de ningún modo. Le era imposible hablarme libre y abiertamente,
brindarme la comunicación que yo deseaba. Me sentí afligido al mirarla. Ya era
tarde y yo podía ver y oír que Lestat había entrado en el sótano y retirado
nuestros ataúdes. Y yo necesitaba irme. Aparte de sentir otras necesidades...
La necesidad de matar y de beber. Pero no era eso lo que me afligía. Era algo
más, algo mucho peor. Era como si esa noche fuera la única de miles de noches,
un mundo sin fin, una noche encorvándose sobre otra noche hasta hacer un gran
arco del que no podía ver el final, una noche en la que yo andaba bajo el frío
y las estrellas insensibles. Pienso que desvié la mirada y me puse una mano
sobre los ojos. De improviso me sentí débil y oprimido. Pienso que hacía algún
sonido en contra de mi voluntad... Y entonces, en ese paisaje vasto y desolado
de la noche, donde yo estaba a solas y Babette sólo era una ilusión, vi
súbitamente una posibilidad que jamás había considerado, una posibilidad de la
cual había huido, absorto como estaba con el mundo, con todos mis sentidos de
vampiro, enamorado del color, la forma, el sonido, el canto y la suavidad y las
variaciones infinitas. Babette se movía, pero no le presté atención. Sacaba
algo del bolsillo, y era su gran llavero. Subía los escalones. "Déjala,
ir", pensé.
»—Criatura del demonio —susurró—. Aléjate de mí, Satán
—repitió. La miré. Estaba inmovilizada en los escalones, mirándome con
sus grandes ojos suspicaces. Había alcanzado la lámpara que colgaba de la pared
y la tenía en sus manos, mirándome, cogiéndola como a una cartera valiosa.
»—¿Piensas que vengo de parte del demonio? —le pregunté.
»Ella movió rápidamente los dedos de la mano izquierda alrededor de la
manija de la lámpara y con la mano derecha hizo la señal de la cruz, y pronunció
las palabras latinas apenas audibles para mí; su rostro emblanqueció y se
arquearon sus cejas cuando no se produjo el menor cambio debido a eso.
»—¿Esperabas que me deshiciera en una nube de humo?
—le pregunté, acercándome, porque ahora la veía objetivamente debido a
mis pensamientos—. ¿Y adonde me iría? —le pregunté—. ¿Al infierno de donde
vine? ¿Con el demonio a quien represento? —Me quedé al pie de la escalinata—.
Suponte que te diga que no sabes nada del demonio. ¡Suponte que ni siquiera
sabes si existe!
»En el paisaje de mis pensamientos, yo había visto al demonio y ahora
yo pensaba en el demonio. Desvié la mirada. Ella no me escuchaba tal como tú
ahora me escuchas. Ella no escuchaba. Miré las estrellas. Lestat estaba listo,
yo lo sabía. Era como si hiciera años que estaba listo con el carruaje. Tuve la
súbita sensación de que mi hermano estaba allí y hacía años que estaba y que me
hablaba en voz baja, pero excitada. Y lo que me decía era desesperadamente
importante, pero se alejaba de mí con la misma rapidez con que lo decía, como
el ruido de las ratas en los tablones de una casa inmensa. Hubo un sonido
crujiente y un estallido de luz.
»—¡No sé si vengo o no del infierno! ¡No sé quién soy! —le grité a
Babette, y mi voz ensordeció mis propios oídos—. ¡Voy a vivir hasta el fin de
los tiempos y ni siquiera sé quién soy!
»Pero la luz relumbró delante de mí; era la lámpara que ella había
encendido con una cerilla y que ahora alzaba de modo que no le podía ver la
cara. Por un instante, sólo pude ver la luz y luego el gran peso de la lámpara
me golpeó en el pecho con mucha fuerza, y el vidrio se hizo añicos en los
ladrillos, y las llamas rugieron en mi cara, en mis piernas. Lestat gritaba en
la oscuridad:
»—¡Apágalas, apágalas, idiota! ¡Te consumirán!
»Y sentí que algo me arropaba violentamente en mi ceguera. Era la
chaqueta de Lestat. Me había caído indefenso contra el pilar, tan indefenso del
fuego y del golpe recibido como del conocimiento de que Babette quería
destruirme y del conocimiento de que yo no sabía en absoluto quién era.
»Todo esto sucedió en cuestión de segundos. El fuego se apagó y yo
quedé de rodillas en la oscuridad con mis manos en los ladrillos. En las
escaleras, Lestat tenía nuevamente a Babette, y salí disparado en su dirección
cogiéndolo del cuello y empujándolo hacia atrás. Se volvió hacia mí,
enfurecido, y me pateó; pero me agarré a él y lo empujé hasta el pie de la
escalinata. Babette estaba petrificada. Vi su silueta oscura contra el cielo y
el brillo de sus ojos.
»—¡Vámonos, entonces! —gritó Lestat, poniéndose de
pie; Babette se llevó la mano a la garganta. Mis ojos afectados se esforzaron
por verla. Sangraba en el cuello.
»—¡Recuerda! —le dije—. ¡Podría haberte matado! ¡O permitido que él lo
hiciera! No lo hice. Me llamaste demonio. Estás equivocada.
—Entonces, usted detuvo a Lestat justo a tiempo —dijo el joven.
—Así es. Lestat podía matar y beber en un instante. Pero yo había
salvado la vida física de Babette. Yo no me iba a enterar de eso sino hasta más
tarde.
»En una hora y media —estaba contando ahora el vampiro—, Lestat y yo
estábamos en Nueva Orleans, con nuestros caballos casi muertos de cansancio y
el carruaje estacionado en una callejuela a una manzana del nuevo hotel
español. Lestat tenía a un anciano aferrado del brazo y le puso cincuenta
dólares en la mano.
»—Consíguenos una suite —le ordenó— y pide champán. Di que es para dos
caballeros y paga por adelantado. Y cuando regreses te daré otros cincuenta
dólares. Te advierto que te estaré vigilando.
»Sus ojos relampagueantes tenían petrificado al hombre. Yo sabía que
lo mataría tan pronto como regresara con las llaves del hotel. Y lo hizo. Me
senté en el carruaje observando cómo el hombre se iba debilitando y finalmente
moría; su cuerpo se derrumbó como una bolsa de patatas cuando Lestat lo soltó.
»—Adiós, dulce príncipe —dijo Lestat—, y aquí están tus cincuenta
dólares.
»Y le puso el dinero en el bolsillo como si fuera una broma.
«Entonces nos metimos por las puertas traseras del hotel y subimos a
la sala lujosa de nuestra suite. El champán relucía en un cubo helado. Había
dos copas en la bandeja de plata. Yo sabía que Lestat llenaría una copa y se
quedaría mirando el pálido color amarillo. Y yo, un hombre en trance, me senté
mirándolo como si nada que él pudiera hacer tuviera la menor importancia.
"Tengo que abandonarlo o morir —pensé—. Sería muy dulce morir. Sí,
morir." Antes había querido morir. Ahora deseaba morir. Lo vi con una gran
claridad, con una calma mortal.
»—¡Estás volviéndote un morboso! —dijo súbitamente
Lestat—. Es casi el alba.
»Abrió las cortinas y pude ver los tejados contra el oscuro cielo azul
y, encima, la gran constelación de Orión.
»—¡Vete a matar! —dijo Lestat, y abrió la ventana. Se
montó sobre el marco y oí que sus pies se posaban suavemente en el techo al
lado del hotel. Iba a buscar los ataúdes o, al menos, uno de ellos. Se me
despertó la sed como una fiebre y lo seguí. Mi deseo de morir era constante,
como un pensamiento puro en la mente, desprovisto de emoción. No obstante,
necesitaba alimentarme. Te he señalado que entonces no mataba gente. Caminé por
el tejado en busca de ratas.
—Pero, ¿por qué... dijo usted que Lestat no debería haberlo iniciado
con seres humanos? ¿Quiso decir..., quiere decir que fue una opción estética,
no moral?
—De habérmelo preguntado entonces, te hubiera dicho que era estética,
que quería comprender la muerte por etapas. Que la muerte de un animal me
brindaba tanto placer y experiencia que sólo había empezado a comprenderla, y
que deseaba guardar la experiencia de una muerte humana para mi comprensión
madura. Pero era moral. Porque en realidad todas las decisiones estéticas son
morales.
—No comprendo —dijo el muchacho—. Yo pensaba que las decisiones
estéticas podían ser absolutamente inmorales. ¿Y el dicho común sobre un
artista que abandona mujer e hijos para poder pintar? ¿O Nerón tocando el arpa
mientras ardía Roma?
—Ambas fueron decisiones morales. Ambas sirvieron a un bien superior
en la mente del artista. El conflicto estalla entre la moral del artista y la
moral de la sociedad, no entre la estética y la moral. Pero a menudo esto no es
comprendido; y entonces aparece la pérdida, la tragedia. Un artista que roba
pinturas de una tienda, por ejemplo, se imagina haber tomado una decisión
inevitable pero inmortal y luego se ve a sí mismo como caído en desgracia; la
consecuencia es la desesperación y una miserable irresponsabilidad, como si la
moralidad fuera un gran mundo de cristal que puede ser absolutamente destrozado
por un acto. Pero ésta no era mi preocupación máxima en ese entonces. Yo creía
que mataba animales nada más que por razones estéticas y enfrentaba el gran
interrogante moral de si, por mi propia naturaleza, yo estaba condenado.
»Porque, ¿ves?, aunque Lestat jamás me había dicho nada de los
demonios o del infierno, yo creía que estaba condenado cuando me fui con él,
del mismo modo que Judas debe haberlo creído cuando se puso el nudo alrededor
del cuello. ¿Comprendes?
El chico no dijo nada. Quiso hablar pero no lo hizo. Por un instante,
sus mejillas se llenaron de rubor.
—¿Y lo estaba? —murmuró.
El vampiro se quedó sentado, sonriente, con una pequeña sonrisa que
bailoteó en sus labios como la luz. Ahora el chico lo miraba como si lo viese
por primera vez.
—Quizás... —dijo el vampiro echándose para atrás y cruzando las piernas—
debiéramos tratar cada cosa por turno. Tal vez debiera continuar con mi
historia.
—Sí, por favor —dijo el entrevistador.
—Esa noche, yo estaba agitado, como te dije. Había intuido el
interrogante como vampiro y ahora me abrumaba completamente y, en ese estado,
no tenía ganas de vivir. Pues eso me produjo, como sucede con los humanos,
grandes ganas de satisfacer los deseos físicos. Ya te he dicho lo que matar
significa para los vampiros; te puedes imaginar, por lo que te he dicho, la
diferencia entre una rata y un ser humano.
»Bajé por una calle después de que Lestat y yo caminásemos manzanas
enteras. Entonces las calles estaban enlodadas, y toda la ciudad, muy oscura,
en comparación con las ciudades actuales. Las luces eran como faros en un mar
negro. Incluso con la lenta aparición de la mañana, sólo los tejados y los
altos pórticos de las casas salían de la oscuridad y, para un hombre mortal,
las calles eran como negros abismos. "¿Estoy condenado? ¿Provengo del
infierno? ¿Mi naturaleza es satánica?" Me lo preguntaba una y otra vez. Y
si lo era, ¿por qué entonces me rebelaba contra ella, y me disgustaba cuando
Lestat mataba? Y todo el tiempo, cuando el deseo de morir me hacía ignorar la
sed, ésta se volvía más fuerte; mis venas eran verdaderas redes de dolor en mi
carne; me temblaban las sienes y, al final, no lo pude soportar más. Hecho
trizas por el deseo de no participar —de morirme de hambre, de deshacerme en
pensamientos—, por un lado, y las ganas de matar, por otro, me encontré en una
calle vacía y desolada y oí el llanto de una niña.
»Ella estaba dentro de una casa. Me acerqué a las paredes tratando,
con mi habitual objetividad, de comprender sólo la naturaleza de su llanto.
Estaba afligida y doliente y absolutamente sola. Hacía tanto tiempo que lloraba
que pronto dejaría de hacerlo de puro agotamiento. Pasé la mano por la
ventanilla de la puerta y abrí el picaporte. Allí estaba sentada en la cama, en
la oscura habitación, al lado de una mujer muerta, una mujer que hacía días que
estaba muerta. El cuarto estaba lleno de maletas y de baúles, como si un montón
de gente se hubiese aprestado a viajar; pero la mujer estaba medio vestida, con
el cuerpo ya en descomposición, y no había nadie más que la niña. Pasaron unos
instantes antes de que me viera, pero cuando lo hizo empezó a decirme que debía
hacer algo por ayudar a su madre. Sólo tenía unos cinco años como máximo y su
cara estaba manchada por las lágrimas y la suciedad. Era muy delgada. Me rogó
que la ayudase. Tenían que tomar un barco, dijo, antes de que llegara la plaga;
su padre las esperaba. Empezó a sacudir a su madre y a llorar del modo más
patético y desesperado; y luego me volvió a mirar y se puso a llorar a
lagrimones.
»Ahora debes comprender que yo estaba ardiendo de la necesidad física
de beber. No podría haber pasado un día más sin alimento. Pero había
alternativas, las ratas abundaban en las calles y en algún sitio muy cercano
aullaba un perro indefenso. Podría haberme ido de esa habitación y me podría
haber alimentado y regresado luego. Pero el interrogante me atenazaba:
"¿Estoy condenado? Si es así, ¿por qué sentir lástima por ella, por su
rostro débil? ¿Por qué deseo tocar sus brazos delgados y pequeños, tenerla en
mis rodillas con la cabeza contra mi pecho, mientras le acaricio sus sedosos
cabellos? ¿Por qué hago esto? Si estoy maldito, debo matarla. Sólo tendría que
desear transformarla en comida para una existencia maldita, porque, al estar
condenado, debo odiarla".
»Y, cuando pensé esto, vi el rostro de Babette contorsionado por el odio
en el momento de tomar la lámpara y encenderla, y vi a Lestat en mi mente y lo
odié. Y, sí, me sentí condenado, y eso es un infierno; en ese instante, me
agaché y me eché sobre el cuello suave y pequeño y, al oír su débil grito,
susurré, aun cuando ya tenía la sangre en mis labios:
»—Es sólo un momento y ya no habrá más dolor.
»Pero ella estaba aferrada a mí y pronto no pude decir nada. Durante
cuatro años no había saboreado la sangre humana; durante cuatro años no la
había realmente conocido y entonces oí el latido de su corazón con ese ritmo
terrible. ¡Y qué corazón! No el corazón de un hombre o un animal sino el
corazón de una niña que latía cada vez más fuerte negándose a morir, repicando
primero como una débil llamada a la puerta, llorando: "No moriré, no
moriré, no puedo morir, no puedo morir...". Creo que me puse de pie aún
aferrado a ella, con el corazón empujando a mi corazón, más rápido y sin
esperanza de cesar, con la rica sangre manando demasiado rápida para mí, y la
habitación girando. Y entonces, pese a mí mismo, me quedé mirando, por encima
de su cabeza agachada y su boca abierta, el rostro mortecino de su madre; ¡y, a
través de sus párpados semicerrados, sus ojos brillaron como si estuviera viva!
Aparté de mí a la niña. Estaba como una muñeca desarticulada. Y al tratar de
escapar de la madre, vi que una figura familiar llenaba la ventana. Era Lestat,
que se movió riéndose, con su cuerpo agachado como bailando en la calle
enlodada. »—Louis, Louis —me dijo burlón y señalándome con un largo y flaco
dedo, como si me hubiera pescado en el acto. Y pasó por el marco de la ventana,
me empujó a un lado y sacó de la cama el cuerpo hediondo de la madre y simuló
bailar con ella.
—¡Dios santo! —dijo el muchacho.
—Sí, yo podría haber dicho lo mismo —dijo el vampiro. Tropezó con la
niña cuando empujaba a la madre dando grandes vueltas, cantando y bailando; el
pelo de la madre caía sobre su cara, y su cabeza cayó hacia atrás y un líquido
negro le salió de la boca. Él la tiró al suelo. Yo salí por la ventana y corrí
por la calle. Él corrió tras de mí.
»—¿Tienes miedo, Louis? —gritó—. ¿Tienes miedo, Louis? La niña está
viva, Louis, la dejaste respirando. ¿Regreso y la transformo en una vampira?
Podrías usarla, Louis, y piensa en todos los vestidos bonitos que le podríamos
comprar. ¡Espera, Louis, espera!
»Y entonces corrió detrás de mí hasta el hotel, por los tejados donde
yo esperaba perderlo de vista, hasta que entré por la ventana de nuestra sala
y, enfurecido, la cerré de un golpe. Él la golpeó; tenía los brazos abiertos
como un pájaro que quiere traspasar los cristales. Y golpeó el marco. Yo estaba
totalmente fuera de mí. Caminé alrededor de la habitación buscando alguna
manera de liquidarlo. Me imaginé su cuerpo consumido por el fuego en el tejado.
Había perdido por completo la razón, de modo que era una furia destructora. Y
cuando traspasó el cristal roto, luchamos como jamás habíamos luchado. Fue el
infierno el que me detuvo, la idea del infierno, la idea de ser dos almas en el
infierno, dos almas que se aferraban en el odio. Perdí mi confianza, mi
propósito, mi ímpetu. Caí al suelo y él quedó de pie encima de mí, con los ojos
fríos, aunque tenía el pecho agitado.
»—Eres un imbécil, Louis —dijo; su voz era serena, tan serena que me
volvió a la realidad—. Está saliendo el sol —agregó con el pecho levemente
agitado por la pelea, y los ojos entornados cuando miró por la ventana; nunca
lo había visto así, pues la pelea le había hecho salir su mejor parte a la
superficie—. Métete en tu ataúd —me dijo sin la menor señal de enfado—. Pero
mañana por la noche... hablaremos.
»Bien; yo quedé más que levemente sorprendido. ¡Que Lestat quisiera
conversar conmigo! No me lo podía imaginar. En realidad, Lestat y yo jamás
habíamos hablado. Pienso que te he descrito con precisión nuestras peleas
verbales, nuestros encuentros disgustados.
—Estaba desesperado por el dinero, por sus propiedades —dijo el
muchacho—. ¿O es que tenía miedo de estar tan solo como usted?
—Se me ocurrieron esas cosas. Incluso se me ocurrió que Lestat pensaba
matarme de alguna manera que yo no conocía. ¿Ves?, en ese tiempo yo no estaba
seguro de por qué me despertaba cada tarde, de si era automático cuando me
abandonaba ese sueño mortal, ni de por qué, a veces, sucedía antes que en otras
ocasiones. Era una de las cosas que Lestat no me explicaba. Y, a menudo, él se
levantaba antes que yo. Era superior a mí en todas esas cosas, como te he
indicado. Y esa mañana cerré el ataúd con una especie de desesperación.
»Sin embargo, ahora debería explicar que cerrar el ataúd es siempre
perturbador. Es como aplicarse una anestesia moderna antes de ser operado.
Hasta un error casual de parte de un intruso puede significar la muerte.
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