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sábado, 23 de noviembre de 2013

CRONICAS VAMPIRICAS 2 - ANNE RICE - 2ª Parte - EL VAMPIRO ARMAND - 2


CRONICAS VAMPIRICAS 2  - ANNE RICE
2ª Parte

La historia de Marius 
«Sucedió cuando tenía cuarenta años, una cálida noche de primavera en la ciudad romana de 
Massilia, en las Galias, mientras me hallaba en una sucia taberna de los muelles garabateando unos 
párrafos de mi historia del mundo. 
»La taberna estaba deliciosamente desvencijada y abigarrada, un reducto para marinos y 
vagabundos; viajeros como yo, quería imaginar en una especie de vago amor por todos ellos aunque la 
mayoría de ellos eran pobres y yo no, y eran incapaces de leer mis escritos cuando miraban por encima 
de mi hombro. 
»Había llegado a Massilia tras un largo y provechoso viaje en el cual había podido estudiar las 
grandes ciudades del Imperio. Había estado en Alejandría, en Pérgamo y en Atenas, observando y 
escribiendo sobre las gentes, y me disponía a continuar mi recorrido por las ciudades de las Galias 
romanas. 
»Esa noche, no me habría sentido más satisfecho si hubiera estado en mi biblioteca de Roma. En 
realidad, me encantaban las tabernas. Allí donde llegaba, buscaba lugares parecidos para escribir, 
instalaba la vela, el tintero y el pergamino, y lograba mi mejor trabajo a primera hora de la noche, cuando 
el antro estaba más bullicioso. 
»Así las cosas, es fácil deducir que pasaba toda la vida en medio de una actividad frenética. Estaba 
hecho a la idea de que nada me podía afectar adversamente. 
»Había crecido como hijo ilegítimo en una rica familia romana, amado, mimado y consentido. Mis 
hermanos legítimos tenían que preocuparse del matrimonio, la política y la guerra. A los veinte años, me 
había convertido en el erudito y el cronista, en el que alza la voz en los banquetes regados de vino para 
aclarar discusiones históricas y militares. 
»Cuando viajaba tenía dinero en abundancia y documentos que me abrían puertas en todas partes. 
Así pues, decir que la vida se portaba bien conmigo sería poco. Era un tipo extraordinariamente feliz. 
Pero lo realmente importante era que la vida nunca me había aburrido ni derrotado. 
«Llevaba en mí una sensación de invencibilidad, de asombro. Y esto me fue, más tarde, tan 
importante como lo han sido para ti la rabia y la fuerza, como lo puede ser la desesperación o la crueldad 
para otros. 
»Pero continuaré mi narración... Si algo había que echara en falta en aquella vida tan satisfactoria (y 
tampoco pensaba mucho en ello) era el amor de mi madre celta, haberla conocido. Ella había muerto 
cuando yo había nacido y sólo sabía de ella que había sido una esclava, hija de un belicoso galo que 
combatió contra Julio César. De ella había heredado mis cabellos rubios y mis ojos azules. Y su pueblo, 
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al parecer, había sido de gigantes. A una edad muy temprana, ya sobrepasaba en estatura a mi padre y a 
mis hermanos. 
»Sin embargo, era escasa o ninguna la curiosidad que sentía por mis antepasados galos. Había 
acudido a las Galias como un romano de pies a cabeza, como un hombre educado, y apenas tenía 
conciencia de mi sangre bárbara; al contrario, compartía las opiniones corrientes en esa época: que 
César Augusto era un gran gobernante y que, en esa bendita era de la Pax Romana, las viejas 
supersticiones estaban siendo reemplazadas por la ley y la razón a todo lo largo del Imperio. No había 
rincón demasiado remoto para las calzadas romanas, ni para los soldados, los estudiosos y los 
comerciantes que las seguían. 
»Esa noche estaba escribiendo como un poseso, esbozando descripciones de los hombres que 
entraban y salían de la taberna, hijos de todas las razas cuyas voces hablaban en una decena de 
lenguas distintas. 
»Y, sin ninguna razón aparente, me vi poseído de una extraña idea acerca de la vida, una extraña 
preocupación que casi se convertía en una agradable obsesión. Recuerdo que fue esa noche porque el 
hecho pareció guardar relación, de algún modo, con lo que sucedió más tarde. Sin embargo, tal relación 
no existía. Esa idea ya me había rondado la cabeza anteriormente. Que volviera a hacerse presente en 
esas últimas horas de mi vida como ciudadano romano libre no fue más que una coincidencia. 
»La idea era, simplemente, que existía alguien que lo sabía todo, que lo había visto todo. No me 
refería con ello a la existencia de un Ser Supremo, sino más bien a que había en la Tierra una inteligencia 
continuada, una conciencia permanente. Y le di vueltas a aquel pensamiento en unos térmicos prácticos 
que me excitaron y, a la vez, me relajaron. En algún lugar había una conciencia de todas las cosas que 
había visto en mis viajes, una conciencia de cómo había sido Massilia seis siglos antes, cuando habían 
llegado los primeros mercaderes griegos; una conciencia de cómo era Egipto cuando Keops construyó su 
pirámide. Existía alguien que sabía cómo estaba el cielo la tarde del día en que Troya había caído ante 
los griegos, y alguien o algo sabía qué se habían dicho los campesinos en la pequeña casa de campo a 
las afueras de Atenas momentos antes de que los espartanos derribaran las murallas. 
»No tenía sino una idea muy vaga de quién o qué podía ser, pero hallé consuelo en la idea de que no 
se había perdido nada espiritual (y el conocimiento lo era). De que existía un conocimiento perpetuo... 
»Y, mientras tomaba otro trago de vino y pensaba y escribía acerca de ello, me di cuenta de que 
aquello era, más que una creencia personal, una constatación. Sencillamente, sentí que existía una 
conciencia continuada. 
»La historia que estaba escribiendo era una imitación de ésta. Traté de unificar todas las cosas que 
había visto en mi historia, enlazando mis observaciones de tierras y gentes con todos los comentarios 
escritos que me habían llegado de los griegos —de Jenofonte, Herodoto y Posidonio— para elaborar una 
conciencia continuada del mundo en mi tiempo. Era un reflejo pálido, una obra limitada, en comparación 
con la auténtica conciencia. Sin embargo, me sentí estupendamente mientras continuaba escribiendo en 
el rincón de la taberna. 
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»Con todo, a medianoche, empecé a sentirme algo cansado y, cuando levanté la cabeza casualmente 
tras un largo rato de abstraída concentración, advertí que algo había cambiado en el establecimiento. 
»Estaba inexplicablemente silencioso. De hecho, estaba casi vacío. Y, frente a mí, apenas iluminado 
por la luz vacilante de la vela y dando la espalda al local, estaba sentado un hombre alto de cabello rubio 
que me observaba en silencio. No me sorprendió tanto su modo de mirarme (aunque esto ya era 
desconcertante de por sí) como la constatación de que el hombre llevaba allí algún rato, cerca de mí, 
observándome, sin que yo hubiera advertido su presencia. 
»Era un galo, gigantesco como la mayoría de ellos, aún más alto que yo, que tenía un rostro largo y 
delgado con una mandíbula extremadamente recia y una nariz aquilina, y unos ojos que brillaban bajo 
sus cejas rubias y tupidas con un aire de diáfana inteligencia. Quiero decir con ello que parecía 
extremadamente listo, pero también muy joven e inocente. Y, sin embargo, no era joven. El efecto era 
desconcertante. 
»Contribuía aún más a ello el hecho de que no llevaba cortados sus rubios cabellos, ásperos y 
abundantes, al estilo popular romano —muy cortos—, sino que lucía una melena hasta los hombros. Y, 
en lugar de la túnica y la capa que eran por esa época la indumentaria habitual en todo el Imperio, lucía 
el antiguo chaquetón de cuero ceñido con un cinturón que había constituido la prenda habitual entre los 
bárbaros antes de la llegada de Julio César. 
»El individuo parecía recién salido de los bosques. Me miraba taladrándome con sus ardientes ojos 
grises y sentí un vago placer ante su presencia. Anoté apresuradamente los detalles de su vestimenta, 
confiando en que el hombre no sabría latín. 
»Sin embargo, la inmovilidad y el silencio en que permanecía me ponían algo nervioso. Sus ojos eran 
anormalmente grandes, y los labios le temblaban ligeramente, como si el mero hecho de verme le 
excitara. Su mano blanca; limpia y delicada, que tenía apoyada en la mesa con gesto relajado, parecía 
ajena al resto de su cuerpo. 
»Una rápida mirada a mi alrededor me indicó que mis esclavos no estaban en la taberna. 
Seguramente, me dije, estarían jugando a las cartas en la puerta de al lado, o arriba con un par de 
mujeres. En cualquier momento aparecerían. 
»Dirigí una breve sonrisa forzada a mi extraño y silencioso amigo y volví a mi quehacer. Sin embargo, 
él empezó a hablarme sin preámbulos. 
»—Tú eres un hombre instruido, ¿verdad? —me preguntó. Hablaba el latín vulgar del Imperio, aunque 
con un marcado acento, y pronunciaba cada palabra con un cuidado que resultaba casi musical. 
»Le contesté que, en efecto, tenía la fortuna de haber recibido una educación; tras esto, me puse a 
escribir otra vez confiando en que mi respuesta lo desanimaría. Al fin y al cabo, el sujeto bien merecía 
una mirada, pero yo no tenía ningún interés, realmente, en hablar con él. 
»—Y escribes tanto en latín como en griego, ¿no es cierto? —insistió, volviendo la vista a la obra 
terminada que tenía ante mí. 
»Le expliqué cortésmente que las palabras que había escrito en griego en el pergamino eran una cita 
de otro texto, y que las mías eran las latinas. Tras esto, continúe trabajando. 
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»—Pero tú eres un keltoi, ¿verdad? —preguntó esta vez, citando la palabra griega equivalente a 
"celta". 
»—Te equivocas. Soy romano —respondí. 
»—Tu aspecto es el de uno de nosotros, los keltoi —insistió—. Tienes nuestra estatura y caminas 
como nosotros. 
«Aquella afirmación resultaba desconcertante. Yo llevaba horas allí, sin hacer otra cosa que dar 
sorbos al vino. No me había puesto en pie ni había dado un paso. No obstante, le expliqué que mi madre 
era celta, pero que no la había conocido. Mi padre era un senador romano. 
»—¿Y qué es eso que escribes en latín y en griego? —quiso saber—. ¿Qué es eso que despierta tu 
pasión? 
»No respondí enseguida. El individuo empezaba a intrigarme, aunque, con mis cuarenta años a 
cuestas, sabía por experiencia que la mayoría de la gente que uno conoce en una taberna resulta 
interesante durante los primeros minutos y luego empieza a producir un aburrimiento insoportable. 
»—Tus esclavos dicen que estás escribiendo una gran historia —anunció con voz grave. 
»—¿Eso dicen? —repliqué, un poco tenso—. Por cierto, ¿dónde están mis esclavos? —Eché otro 
vistazo a la taberna. No vi a nadie. Después, asentí a mi interlocutor y reconocí que, efectivamente, lo 
que estaba escribiendo era una historia. 
»—Y has estado en Egipto —añadió él, al tiempo que extendía la mano y la aplastaba contra la mesa. 
»Guardé silencio y volví a mirarle detenidamente. Había en él, en su modo de sentarse, de utilizar 
aquella mano para gesticular, algo que no era de este mundo. Era ese recato que suelen tener los 
pueblos primitivos y que les hace parecer depositarios de una inmensa sabiduría cuando, en realidad, lo 
único que poseen es una inmensa convicción. 
»—Sí —respondí con cierta cautela—. He estado en Egipto. 
»Su alegría al escuchar mis palabras fue patente. Los ojos se le abrieron un poco mas, para 
entrecerrarse luego, y aprecié en sus labios un leve movimiento, como si estuviera hablando consigo 
mismo. 
»—¿Y conoces la lengua y la escritura de Egipto? —preguntó en tono serio, frunciendo las cejas—. 
¿Conoces las ciudades de Egipto? 
»—Sí, conozco la lengua como se habla hoy, pero, si por escribir te refieres a los viejos jeroglíficos, la 
respuesta es negativa. No puedo interpretarlos ni conozco a nadie que pueda. Según he oído decir, ni 
siquiera los sacerdotes del antiguo Egipto sabían leerlos. La mitad de los textos que copiaban eran 
indescifrables para ellos. 
Entonces, se echó a reír de la manera más extraña. No supe si era a causa de mi respuesta o a que 
sabía algo que yo ignoraba. Pareció que hacía una profunda inspiración, dilatando ligeramente las aletas 
de la nariz, y a continuación serenó la expresión. La apariencia de aquel hombre era realmente 
espléndida. 
»—Los dioses pueden leerlos —susurró. 
»—¡Pues ojalá me lo enseñasen! —comenté en son de chanza. 
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»—¿De veras? —exclamó él con un jadeo de asombro. Se inclinó sobre la mesa y añadió—: ¡Dilo otra 
vez! 
»—Era una broma —respondí—. Quería decir que me gustaría entender los antiguos jeroglíficos 
egipcios, nada más. Si pudiera interpretarlos, tendría datos veraces acerca del pueblo egipcio, en lugar 
de todas esas tonterías escritas por los historiadores griegos. Egipto es una tierra incomprendida... 
»Me detuve a media frase. ¿Por qué estaba hablando de Egipto con aquel hombre? 
»—En Egipto existen todavía dioses verdaderos —afirmó con gesto grave—. Dioses que han estado 
allí desde siempre. ¿Has descendido a las entrañas de Egipto? 
»Era una manera curiosa de expresarse. Le dije que había remontado el Nilo durante un largo trecho, 
y que había visto muchas maravillas. 
»—Pero en cuanto a que existan dioses verdaderos, difícilmente puedo aceptar la verosimilitud de 
unos dioses con cabezas de animales... 
»El galo movió la cabeza de un lado a otro casi con cierta tristeza. 
»—Los dioses verdaderos no precisan que se les erijan estatuas —declaró el hombre—. Tienen la 
cabeza humana y aparecen cuando ellos quieren, y están vivos como lo está la semilla que brota de la 
tierra, como lo están todas las cosas que existen bajo el cielo, incluso las piedras y la propia Luna, que 
divide el tiempo en el gran silencio de sus ciclos inmutables. 
»—Es muy probable —asentí en un susurro, no queriendo contradecirle. Así pues, era fervor aquella 
mezcla de inteligencia y juventud que había percibido en él. Debería haberlo sabido. Y mi memoria evocó 
algo de los escritos de Julio César sobre los galos, sobre si aquellos celtas procedían de Dis Pater, el 
dios de la noche. ¿Acaso aquel extraño individuo era un seguidor de tales creencias? 
»—En Egipto hay viejos dioses —continuó en voz baja— y también aquí están esos viejos dioses para 
quienes buscan adorarlos. No me refiero a vuestros templos, en torno a los cuales los mercaderes 
venden los animales a sacrificar y los carniceros venden la carne que queda. Hablo de la verdadera 
adoración, del auténtico sacrificio al dios, del único sacrificio al que atiende. 
»—Te refieres a sacrificios humanos, ¿no es eso? —dije sin alzar la voz. César había descrito con 
bastante precisión tales prácticas entre los celtas y, al pensar en ello, casi se me heló la sangre. Por 
supuesto, había presenciado muertes espantosas en la arena del circo en Roma, y en los lugares de 
ejecuciones públicas, pero los sacrificios humanos a los dioses, si alguna vez habían existido, hacía 
siglos que no se realizaban. 
»Y en ese instante me di cuenta de quién era en realidad aquel hombre extraordinario. Era un druida, 
un miembro de la antigua casta sacerdotal de los celtas que César había descrito también, una 
hermandad tan poderosa como no había otra, que yo supiera, en todo el Imperio. Sin embargo, se 
suponía que ya no existían restos de ella en las Galias romanas. 
»Por supuesto, todas las descripciones de los druidas decían que vestían largas túnicas, recorrían los 
bosques y recolectaban muérdago de los robles con unas hoces ceremoniales, mientras que aquel 
hombre más parecía un labriego, o un soldado. Pero, ¿qué druida se atrevería a llevar sus ropas blancas 
en una taberna del puerto? Además, las leyes no permitían a los druidas seguir realizando sus prácticas. 
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»—¿De veras crees en esa vieja religión? —le pregunté, inclinándome hacia adelante—. ¿Has 
descendido tú, acaso, a las entrañas de Egipto? 
»Si estaba ante un auténtico druida vivo, me dije, había hecho un descubrimiento maravilloso. Podía 
hacer que aquel hombre me contara cosas de los celtas que nadie conocía. Pero, ¿qué relación podía 
tener Egipto con aquello? 
»—No —respondió—. No he estado en Egipto, aunque de allí nos llegaron nuestros dioses. Ni es mi 
destino acudir allí. No es mi destino aprender a interpretar el antiguo lenguaje. El idioma que hablo es 
suficiente para los dioses. Prestan oído a mis palabras. 
»—¿Y qué idioma es ése? 
»—La lengua de los celtas, naturalmente —declaró—. No era preciso que lo preguntaras. 
»—Y cuando hablas con tus dioses, ¿cómo sabes que te escuchan? 
»Sus ojos se agrandaron de nuevo y su boca se abrió en una inconfundible mueca de triunfo. 
»—¡Mis dioses me responden! —afirmó sin alzar la voz. 
»Sin duda, era un druida. De pronto, un débil resplandor pareció cubrirle y lo vislumbré con su túnica 
blanca. Aunque en aquel instante se hubiera producido un terremoto en Massilia, dudo que me habría 
dado cuenta de ello. 
»—Entonces, tú les has oído —dije. 
»—He puesto mi mirada en los dioses —asintió—. Y ellos me han hablado, tanto con las palabras 
como en silencio. 
»—¿Y qué es lo que dicen? ¿Qué es lo que les hace distintos de nuestros dioses? Aparte del carácter 
de los sacrificios, me refiero... 
»Su voz adoptó el tono melodioso y reverencial de una canción al responder. 
»—Hacen lo que siempre han hecho los dioses; separar el bien del mal. Conceden bendiciones a 
todos sus adoradores. Conducen a los fíeles a la armonía con todos los ciclos de universo, con los ciclos 
de la Luna, como ya he dicho. Los dioses hacen que la tierra dé frutos. Todo lo bueno procede de ellos. 
»"Sí" pensé, "es la vieja religión en su forma más simple, y todavía posee una gran influencia entre las 
gentes del Imperio". 
»—Mis dioses me han enviado aquí —dijo entonces—. A buscarte. 
»—¿A mí? —pregunté, desconcertado. 
»—Ya entenderás todas estas cosas —respondió—. Igual que conocerás la verdadera devoción del 
antiguo Egipto. Los dioses te enseñarán. 
»—¿Por qué harían tal cosa? 
»—La respuesta es muy sencilla: porque vas a convertirte en uno de ellos. 
»Me disponía a replicar cuando noté un golpe seco en la nuca y el dolor se desparramó por mi cráneo 
en todas direcciones como si fuera agua. Me di cuenta de que perdía el sentido. Vi que la mesa se me 
venía encima y vi el techo sobre mí. Creo que quise decir que, si era un rescate lo que buscaba, me 
llevara a mi casa, con mi criado. 
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»Pero ya en aquel instante comprendí que las reglas de mi mundo no tenían absolutamente nada que 
ver con ello. 
»Cuando desperté, era de día y me encontraba en un gran carromato que avanzaba a buena marcha 
por una carretera sin pavimentar, a través de un inmenso bosque. Estaba atado de pies y manos y me 
habían echado encima una lona suelta. Miré a derecha e izquierda entre los mimbres de los costados del 
carro y, cabalgando junto a éste, vi al hombre que había hablado conmigo. Había otros con él. Todos iban 
vestidos con los calzones y los chaquetones de cuero con cinturón, y llevaban espadas de hierro y 
brazaletes del mismo metal. Tenían el cabello casi blanco bajo las luces y sombras del bosque y no 
intercambiaban una sola palabra mientras cabalgaban agrupados en torno al carromato. 
»El bosque parecía hecho a la escala de los propios Titanes. Los robles eran antiguos y enormes, con 
las ramas tan entrecruzadas que impedían casi por completo el paso de la luz, y avanzamos horas y 
horas por un mundo de hojas húmedas de intenso verdor y entre profundas sombras. 
»No recuerdo que viera ciudades. Ni pueblos. Sólo recuerdo una tosca fortaleza. Una vez dentro de 
sus puertas, observé dos hileras de casas de techos de paja y, por todas partes, a aquellos bárbaros 
vestidos de cuero. Y cuando fui conducido a una de las casas, un lugar oscuro y de poca altura, y me 
dejaron a solas en él, apenas pude incorporarme debido a los calambres en las piernas. Me sentía tan 
furioso como precavido. 
»Me di cuenta de que estaba en un enclave ignoto de los antiguos keltoi, los mismos guerreros que 
habían saqueado el gran templo de Delfos hacía apenas unos siglos, y la propia Roma no mucho 
después. Los mismos seres belicosos que se lanzaron a la batalla contra César completamente 
desnudos sobre sus caballos, haciendo resonar las trompetas y lanzando sus poderosos gritos, que 
causaban espanto en los disciplinados soldados de Roma. 
»En otras palabras, estaba lejos de cualquier posible ayuda y, si aquellas palabras acerca de 
convertirme en uno de los dioses significaban que iba a ser sacrificado sobre un altar bañado en sangre 
en mitad del bosque de robles, sería mejor que intentara escapar de allí inmediatamente. 
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»Cuando mi captor apareció de nuevo, vestía la mítica túnica blanca, llevaba la áspera cabellera rubia 
cepillada y ofrecía un aspecto inmaculado, impresionante y solemne. Otros hombres altos con túnicas 
blancas, unos viejos y otros jóvenes, pero todos con el mismo cabello rubio resplandeciente, penetraron 
detrás de él en la pequeña estancia en sombras. 
»Me rodearon en un círculo silencioso y, tras una prolongada espera, se elevó de sus labios un rumor 
de murmullos. 
»—Eres perfecto para el dios —dijo el más anciano, y advertí la muda complacencia del que me había 
llevado a aquel lugar—. Eres lo que el dios había pedido —continuó el anciano—. Permanecerás con 
nosotros hasta la gran fiesta de Samhain; luego serás conducido al bosque sagrado y allí beberás la 
Sangre Divina y te convertirás en padre de dioses, en restaurador de toda la magia que, misteriosamente, 
nos ha sido arrebatada. 
»—¿Y morirá mi cuerpo cuando eso suceda? —quise saber. Admiré sus rostros finos y angulosos, sus 
ojos inquisitivos, la sombría gracia con que me rodeaban. Qué terror debía provocar esa raza cuando sus 
guerreros irrumpían entre los pueblos mediterráneos. No era extraño que se hubiera escrito tanto sobre 
su intrepidez. Pero aquéllos no eran guerreros. Eran sacerdotes, jueces y maestros. Eran instructores de 
los jóvenes, guardianes de la poesía y de unas leyes que jamás habían sido escritas en lengua alguna. 
»—Sólo la parte mortal de ti morirá —dijo el que se había dirigido a mí hasta entonces. 
»—Mala suerte —respondí—. Eso es prácticamente todo lo que soy. 
»—No —replicó él—. Tu forma permanecerá y será glorificada. Ya lo verás. No temas. Además, nada 
puedes hacer por cambiar estas cosas. Hasta la fiesta de Samhain, te dejarás crecer el cabello y 
aprenderás nuestra lengua, nuestros himnos y nuestras leyes. Nos ocuparemos de ti. Mi nombre es Mael 
y yo mismo me encargaré de enseñarte. 
»—Pero yo no quiero convertirme en dios —protesté—. Seguro que los dioses no quieren a alguien 
que no desea serlo. 
»—El viejo dios decidirá —sentenció Mael—. Pero sé que cuando bebas la Sangre Divina te 
convertirás en el dios y todo quedará claro para ti. 
»La huida era imposible. 
»Me tenían custodiado noche y día. No me permitían tener ningún cuchillo con el que cortarme el 
cabello o causarme algún daño. Buena parte del tiempo lo pasaba en la estancia oscura y vacía, ebrio de 
cerveza de trigo y ahíto de las deliciosas carnes asadas que me ofrecían. No tenía nada con que escribir 
y eso me torturaba. 
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»Por puro aburrimiento, escuchaba a Mael cuando éste acudía a instruirme. Dejaba que me cantara 
himnos y me recitara viejos poemas y me hablara de aquellas leyes, sin burlarme de él más que de vez 
en cuando con el hecho obvio de que un dios no tenía por qué ser aleccionado de aquel modo. 
»Mael asentía a esto último, pero, ¿qué podía hacer él sino tratar de hacerme comprender lo que iba a 
sucederme? 
»—Puedes ayudarme a escapar de aquí. Puedes venir conmigo a Roma —le proponía—. Tengo una 
villa en los acantilados sobre la bahía de Nápoles. Nunca verás un lugar más hermoso, y te dejaré vivir 
allí toda la vida si me ayudas, a cambio solamente de que repitas estos cánticos y plegarias y leyes para 
que pueda tomar nota de ellos. 
»—¿Por qué intentas corromperme? —decía él, pero me daba cuenta de que el mundo del que yo 
procedía le tentaba. Me confesó que había pasado semanas buscando la ciudad griega de Massilia antes 
de mi llegada y que le gustaba el vino romano y las grandes naves que había visto en el puerto, y los 
manjares exóticos que había probado. 
»—No intento corromperte —replicaba yo—. No comparto tus creencias y me habéis hecho vuestro 
prisionero. 
»No obstante, continué prestando atención a sus plegarias, por aburrimiento y curiosidad, y por el 
vago temor ante lo que me reservaba el futuro. 
»Empecé a aguardar su llegada, a esperar que su figura pálida y espectral iluminara la estancia 
desnuda como una luz blanca, a que su voz serena y mesurada continuara vertiendo aquellas viejas 
palabras melodiosas y sin sentido. 
»Pronto advertí que sus versos no desarrollaban las historias de los dioses como las conocíamos en 
las mitologías griega y romana. No obstante, la identidad y las características de los dioses empezaron a 
cobrar forma en las innumerables estrofas. Deidades de todo tipo formaban parte de la tribu celestial. 
»Pero el dios en el que me iba a convertir ejercía un supremo poder sobre Mael y sus acólitos. Aquel 
dios no tenía nombre, aunque le daban numerosos títulos, el más frecuente de ellos el de Bebedor de la 
Sangre. También era El Blanco, el Dios de la Noche, el Dios del Roble y el Amante de la Madre. 
»Aquel dios recibía sacrificios cruentos cada luna llena, pero, en Samhain, en la noche de los 
Difuntos, aceptaba la mayor cantidad de tales sacrificios ante la tribu entera para aumentar las cosechas, 
además de anunciar toda clase de predicciones y juicios. 
»Y aquel dios era un servidor de la Gran Madre, la que no tenía forma visible pero estaba presente en 
todas las cosas, la Madre de todas las cosas, de la tierra, de los árboles, del cielo, de todos los hombres, 
del propio Bebedor de la Sangre que anda por su jardín. 
»Mi interés fue aumentando, pero también mi temor. El culto a la Gran Madre no me resultaba 
desconocido, ciertamente. La Madre Tierra y la Madre de Todas las Cosas eran adoradas bajo una 
decena de advocaciones distintas de un confín a otro del Imperio, igual que su hijo y amante, su Dios 
Agonizante, el que sólo alcanzaba la madurez como las cosechas, para ver segada su vida como ellas, 
mientras la Madre permanece eterna. Era el antiguo y dulce mito de las estaciones. 
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»Pero la celebración no era ni había sido, en ningún tiempo ni lugar, en absoluto apacible. Pues la 
Madre Divina también era la Muerte, la tierra que se traga los restos de ese joven amante, la tierra que 
nos engulle a todos. Y, en consonancia con esta antigua verdad, tan vieja como el acto mismo de plantar 
la semilla, surgía en un millar de sangrientos rituales. 
»La diosa era adorada bajo el nombre de Cibeles en Roma, y yo había visto a sus sacerdotes locos 
castrarse a sí mismos en el torbellino de su devoto frenesí. Y los dioses de la mitología tenían finales aún 
más violentos: Attis, también castrado: Dioniso, descuartizado miembro a miembro; el antiguo Osiris 
egipcio, desmembrado antes de que la Gran Madre Isis lo reviviera. 
»Y ahora iba a convertirme en el Dios de las Cosas que Crecen, el dios de la vida, el dios del cereal, 
el dios de los árboles. Y me daba cuenta de que, sucediera lo que sucediese, sería algo asombroso. 
»Y no tenía otra cosa que hacer más que emborracharme y murmurar aquellos himnos con Mael, al 
cual, en ocasiones, se le llenaban los ojos de lágrimas al mirarme. 
»—Sácame de aquí, desgraciado —le dije una vez, de pura exasperación—. ¿Por qué diablos no te 
conviertes tú en el Dios de los Árboles? ¿Por qué he de ser yo quien reciba ese honor? 
»—Ya te he dicho que el dios me confió sus deseos. No me escogió a mí. 
»—¿Y lo hubieras hecho, si hubieras sido el elegido? —inquirí. 
»—Tendría miedo, pero aceptaría —respondió en un susurro—. ¿Sabes lo que considero terrible de tu 
destino? El hecho de que tu alma quede encadenada a tu cuerpo para siempre. No tendrás la posibilidad 
de la muerte natural para migrar a otro cuerpo o a otra vida. No; a través de los tiempos, tu alma seguirá 
siendo el alma del dios. El ciclo de la muerte y el renacimiento se cerrará en ti. 
»A pesar de mí mismo y de mi desprecio general por su creencia en la reencarnación, sus palabras 
me hicieron enmudecer. Noté el peso misterioso de su convicción, percibí su tristeza. 
»El cabello me creció más largo y abundante. El cálido sol estival dio paso a los días de otoño, más 
fríos, y fue acercándose la fecha de la gran festividad anual del Samhain. 
»Yo no dejaba de hacer preguntas. 
»—¿A cuántos has traído para que sean dioses de esta manera? ¿Qué tenía yo para que decidieras 
escogerme? 
»—Jamás he traído a nadie para que se convirtiera en dios — respondió Mael—. Pero el dios es 
antiguo. Le han privado de su magia. Una terrible calamidad ha caído sobre él y no puedo hablar de esas 
cosas. Él ha elegido a su sucesor. 
Parecía asustado. Estaba contándome demasiado. Algo despertaba en él sus temores más profundos. 
»—¿Y cómo sabes que él me querrá? ¿Tienes tal vez a sesenta candidatos más guardados en esta 
fortaleza? 
»Mael sacudió la cabeza y, en un atisbo de inhabitual rudeza, dijo: 
»—Marius, si no Bebes la Sangre, si no te conviertes en padre de una nueva raza de dioses, ¿qué 
será de nosotros? 
»—Eso no es de mi incumbencia, amigo mío... —respondí. 
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»—¡Ah, calamidad! —exclamó él en un cuchicheo, al que siguió un prolongado y apenas murmurado 
comentario sobre el auge de Roma, las terribles invasiones de Julio César, el declive de un pueblo que 
había vivido en aquellos montes y bosques desde el principio de los tiempos, despreciando las ciudades 
de los griegos, etruscos y romanos, en favor de las honorables fortalezas de poderosos jefes tribales. 
»—Las civilizaciones tienen su auge y su decadencia, amigo mío —insistí—. Los antiguos dioses dan 
paso a otros nuevos. 
»—No lo entiendes, Marius. Nuestro dios no ha sido derrotado por vuestros ídolos y por quienes 
narran sus frívolas y lascivas historias. Nuestro dios era tan hermoso como si la propia Luna le hubiera 
adornado con su luz, y hablaba en una voz pura como la luz y nos conducía a esa gran unión con todas 
las cosas que es el único alivio para la desesperación y la soledad. Pero el dios ha sido víctima de una 
terrible calamidad y a lo largo de todo el país del norte otros dioses han perecido completamente. Ha sido 
la venganza del dios Sol sobre él, pero nadie, ni él ni nosotros, sabemos cómo pudo entrar el sol en su 
interior durante las horas de sueño y oscuridad. Tú eres nuestra salvación, Marius. Tú eres el Mortal Que 
Sabe, el Que Está Instruido y Puede Aprender, el Que Puede Descender a las Entrañas de Egipto. 
»Di vueltas en la cabeza a sus palabras. Pensé en el antiguo culto de Isis y Osiris, en sus adoradores, 
que decían que ella era la Madre Tierra y él la espiga de trigo, y Tifón el asesino de Osiris, era el fuego 
del sol. 
»Y, ahora, aquel devoto en comunicación con el dios me estaba diciendo que el sol había encontrado 
a su dios de la noche y había causado una gran catástrofe. 
«Finalmente, mi razón se dio por vencida. 
»Eran demasiados días los que había pasado en el alcohol y la soledad. 
»Me tendí en la oscuridad y canturreé para mí los himnos de la Gran Madre. Sin embargo, para mí no 
era una diosa. No era la Diana de Éfeso con sus flechas y sus hileras de pechos rebosantes de leche, ni 
la terrible Cibeles, ni tan siquiera la gentil Deméter, cuyo luto por Perséfone en la tierra de los muertos 
había inspirado los sagrados misterios de Eleusis. Era la buena tierra cuyo aroma me llegaba por las 
pequeñas ventanas con barrotes de mi prisión. Era el viento que traía el olor húmedo y dulzón del gran 
bosque verde. Era las flores de los prados y la hierba mecida por la brisa, el agua que de vez en cuando 
oía saltar como si manara a borbotones de un manantial entre peñas. Era todas las cosas que aún me 
quedaban en aquella rudimentaria habitación de madera donde me habían despojado de todo lo demás. 
Y sólo descubrí lo que todo el mundo sabe, que el ciclo del invierno y la primavera y todas las cosas que 
crecen posee en sí mismo una verdad sublime que se renueva sin necesidad de mitos ni idiomas. 
»Contemplé las estrellas de lo alto a través de los barrotes y me pareció que estaba muriéndome de la 
manera más absurda y estúpida, entre gentes que no admiraba y costumbres que hubiera abolido. Y, al 
mismo tiempo, la aparente santidad de todo aquello me contagiaba. Me forzaba a dramatizar, a soñar y a 
rendirme, a verme como el centro de algo que poseía su propia y exaltada belleza. 
»Una mañana me incorporé y me toqué el cabello, advirtiendo que lo tenía muy tupido y largo hasta 
los hombros. 
349
»Y durante los días que siguieron, hubo en la fortaleza un estruendo y una agitación sin límites. De 
todas direcciones llegaban carromatos hasta sus puertas. Miles de pies pasaban a su interior. A todas 
horas se oía el rumor de gente avanzando, acudiendo al lugar. 
»Finalmente, Mael y ocho de los druidas vinieron a verme. Sus túnicas blancas y limpias olían al agua 
de la fuente en la que habían sido lavadas y al sol bajo el que se habían secado. Sus cabelleras estaban 
cepilladas y lustrosas. 
»Con gran cuidado, me afeitaron por completo la barba y el bigote. Me cortaron las uñas. Me peinaron 
y me vistieron con otra túnica blanca. Y luego, ocultándome por todas partes con unos velos blancos, me 
condujeron de la casa a un carromato cubierto, también blanco. 
»Distinguí brevemente a otros hombres con túnicas que mantenían a distancia a una enorme multitud 
y, por primera vez, me di cuenta de que sólo un selecto grupo de druidas había tenido acceso a mí. 
»Cuando Mael y yo estuvimos bajo la lona del carro, todos los faldones de ésta fueron bajados y 
quedamos completamente ocultos. Cuando el carro se puso en marcha, nos sentamos en unos bastos 
bancos y así viajamos varias horas, sin pronunciar palabra. 
»De vez en cuando, un rayo de sol taladraba la blanca lona de la cubierta y, cuando acercaba mi 
rostro a ella, podía ver el bosque, más cerrado y profundo de lo que recordaba. Y detrás de nosotros 
venía una caravana interminable de grandes carros con jaulas, llenos de hombres que asían los barrotes 
de madera y suplicaban que les dejaran libres, en una confusión de voces como un horrible coro. 
»—¿Quiénes son? ¿Por qué gritan así? —pregunté por último, sin poder soportar por más tiempo la 
tensión. 
»Mael reaccionó como si despertara de un sueño. 
»—¡Ah! Son malhechores, ladrones, asesinos, todos ellos justamente condenados, y ahora perecerán 
en el sagrado sacrificio. 
»—¡Qué repugnante! —musité. Pero, ¿lo era? Nosotros, en Roma, condenábamos a nuestros 
criminales a morir en la cruz, a ser quemados en la hoguera, a sufrir crueldades de toda clase. ¿Nos 
hacía más civilizados el hecho de que no denomináramos aquello un "sacrificio religioso"? Tal vez los 
keltoi fueran más sabios que nosotros al no desperdiciar tales muertes. 
»Pero todo aquello carecía de sentido. Me sentí aturdido. El carro continuaba su lenta marcha. 
Escuché el ruido de los que nos adelantaban a pie y a caballo. Todos iban a la festividad del Samhain. 
Pronto iba a morir y no quería hacerlo en el fuego. Mael parecía pálido y asustado. Y el lamento de los 
hombres en los carromatos-prisiones me estaba poniendo al borde de la locura. 
»¿Qué pensaría cuando prendieran el fuego? ¿Qué pensaría cuando notara que mi cuerpo empezaba 
a arder? Aquello era insoportable. 
»—¿Qué vais a hacer conmigo? —exclamé de improviso. Tuve el impulso de estrangular a Mael. Este 
alzó la vista y sus cejas se fruncieron levísimamente. 
»—Y si el dios ha muerto ya... —musitó él. 
»—¡Entonces, nos vamos a Roma, tú y yo, y nos emborrachamos de buen vino italiano! —repliqué en 
el mismo tono de voz. 
350
»Caía ya la tarde cuando el carro se detuvo al fin. El bullicio parecía alzarse como el vapor a nuestro 
entorno. 
»Cuando me asomé a mirar, Mael no me lo impidió. Vi que habíamos llegado a un inmenso claro 
rodeado, en todas direcciones, por aquellos robles gigantes. Todos los carromatos, incluidos el nuestro, 
fueron retirados bajo los árboles y, en el centro del claro, cientos de brazos se entregaron a una tarea que 
tenía relación con innumerables fardos de leña, millas de cuerda y cientos de grandes troncos apenas 
desbastados. 
«Cuatro troncos gruesos y altos como no los había visto en mi vida fueron izados hasta formar un par 
de gigantescas aspas. 
»El bosque pululaba de espectadores. El claro no daba cabida a aquella multitud. Y, pese a ello, más 
y más carros se abrían paso entre la muchedumbre hasta encontrar un lugar en el lindero del bosque. 
»Casi anochecía ya cuando Mael alzó una esquina de la cubierta del carro y me indicó que mirara. 
Horrorizado, vi dos enormes figuras de mimbre —un hombre y una mujer, a juzgar por la masa de hierbas 
y zarzas que pretendía sugerir el cabello y las ropas— construidas por entero a base de troncos, mimbres 
y cuerdas, y llenas de arriba abajo con los cuerpos amarrados de los condenados, que se debatían y 
lanzaban gritos de súplica. 
»Me quedé mudo contemplando aquellos dos gigantes monstruosos. Era incontable el número de 
cuerpos humanos amarrados a ellos; las víctimas estaban encerradas en el interior hueco de las piernas 
enormes, en los torsos, en los brazos e incluso en sus manos; hasta en sus inmensas cabezas sin rostro 
y en forma de jaula, coronadas de flores y hojas de hiedra. Las dos figuras vibraban como si fueran a 
caerse en cualquier momento, pero yo sabía que estaban firmemente sostenidas por aquellas sólidas 
aspas. Parecían asomarse sobre el bosque lejano y, en torno a sus pies, se amontonaban los hatos de 
leña menuda y de grandes ramas empapadas en brea que pronto servirían para prenderles fuego. 
»—¿Y quieres hacerme creer que todos esos que deben morir son culpables de algún delito grave? — 
pregunté a Mael, quien asintió con su habitual solemnidad. Aquello no le preocupaba. 
»—Han esperado meses, algunos incluso años, a ser sacrificados —respondió casi con indiferencia—. 
Han llegado de toda la Tierra y no pueden cambiar su desuno más que nosotros el nuestro. Y el suyo es 
perecer dentro de las formas de la Gran Madre y de su Amante. 
«Mi desesperación crecía a cada momento. Tenía que hacer algo para escapar, pero, incluso 
entonces, una veintena de druidas rodeaba el carro y, tras ellos, había apostada una legión de guerreros. 
Y la multitud se extendía tan lejos bajo los árboles que no alcanzaba a ver dónde terminaba. 
«La noche caía con rapidez y por todas partes empezaban a encenderse antorchas. 
«Percibí el rugido de las voces excitadas. Los gritos de los condenados se hicieron aún más 
desgarradores y suplicantes. 
«Permanecí quieto, tratando de ahuyentar el pánico de mi mente. Si no podía escapar, al menos 
afrontaría aquellas extrañas ceremonias con cierto grado de calma, y, cuando quedara de manifiesto su 
falsedad, procedería a declarar con toda dignidad y claridad lo que pensaba del asunto, en voz lo 
351
bastante alta como para que mis palabras se oyeran. Aquél sería mi último acto, el acto del dios, y 
debería hacerlo con autoridad o, de lo contrario, no tendría ningún efecto en el desarrollo de las cosas. 
«El carro empezó a avanzar. Se oyó un gran estruendo, un griterío; Mael se incorporó, me tomó del 
brazo y me sostuvo. Cuando la lona fue abierta, nos habíamos detenido en mitad del bosque a una 
buena distancia del claro. Volví la vista hacia la silueta espeluznante de las inmensas figuras a la luz de 
las antorchas, que se reflejaba en el hormigueo de patéticos movimientos de su interior. Aquellas figuras 
parecían animadas, como si en cualquier momento fueran a ponerse en movimiento aplastándonos a 
todos. El juego de luces y sombras sobre los encerrados en las enormes cabezas producía una falsa 
impresión de rostros espantosos. 
»No conseguía apartar mi vista de aquello y de la multitud congregada alrededor, pero Mael me apretó 
el brazo con más fuerza mientras decía que ahora debíamos acudir al santuario del dios con los 
sacerdotes más escogidos. 
«Nuestros acompañantes me rodearon, en un evidente intento de ocultarme a las miradas. Me di 
cuenta de que la multitud ignoraba lo que estaba sucediendo. Probablemente, sólo sabían que los 
sacrificios se iniciarían muy pronto y que los druidas transmitirían alguna manifestación del dios. 
»Del grupo, sólo uno portaba una antorcha. Abrió la marcha y nos adentramos en la oscuridad 
nocturna del bosque. Mael iba a mi lado y las demás figuras de blancas túnicas avanzaban delante de 
nosotros, a los flancos y detrás. 
»Humedad. Silencio. Y los árboles elevándose a tal vertiginosa altura contra el agonizante resplandor 
del cielo lejano que parecían crecer ante mi propia mirada. 
»Podía echar a correr en aquel instante, me dije, pero, ¿cuánto tardaría toda aquella raza feroz en 
lanzarse a perseguirme? 
»Por fin habíamos llegado a una arboleda y, a la débil luz de la llama, vi unos rostros espantosos 
tallados en la corteza de los árboles, y cráneos humanos sonriendo en las sombras desde lo alto de unas 
estacas. En unos troncos tallados había más calaveras, apiladas una sobre otra en hileras. El lugar era, 
de hecho, un osario, y el silencio que nos envolvía parecía dar vida a aquellas cosas horribles, parecía 
hacerlas hablar repentinamente. 
»Traté de sacarme de encima aquella fantasía, aquella sensación de que las hileras de cráneos nos 
estaban observando. 
»Allí no había nadie mirando, me dije; no existía ninguna conciencia continuada de nada. 
»Pero nos habíamos detenido ante un nudoso roble de tan enormes dimensiones que dudé de mis 
propios sentidos. No lograba hacerme una idea de la edad que debía tener aquel árbol para haber 
alcanzado semejante circunferencia. Pero cuando alcé la vista, comprobé que sus elevadas ramas aún 
estaban vivas, cubiertas de verde follaje, y que el muérdago lo adornaba por todas partes. 
»Los druidas se habían apartado a derecha e izquierda. Sólo Mael permanecía cerca de mí. Y me 
quedé contemplando el roble, con Mael algo retirado a mi derecha, y vi los cientos de ramos de flores 
depositados al pie del árbol, cuyos pequeños capullos apenas tenían ya color alguno bajo las sombras. 
352
»Mael había inclinado la cabeza. Tenía los ojos cerrados y me pareció ver que los demás estaban en 
idéntica actitud, con los cuerpos temblorosos. Noté la fresca brisa acariciando la hierba. Escuché a 
nuestro alrededor las hojas transportadas por la brisa en un sonoro y prolongado suspiro que murió como 
había surgido en el bosque. 
»Y entonces, con toda claridad, escuché en la oscuridad unas palabras sin sonido. 
Procedían, sin la menor duda, del interior del propio árbol, y preguntaban si el que iba a beber la 
Sangre Divina aquella noche cumplía todos los requisitos. 
»Por un instante, creí estar volviéndome loco. Me habían dado alguna pócima. ¡Pero no había bebido 
nada desde la mañana! Tenía la cabeza despejada, dolorosamente despejada, y volví a escuchar el 
pulso silencioso de aquel personaje que preguntaba ahora: 
»¿Es un hombre instruido? 
»La esbelta figura de Mael pareció brillar tenuemente mientras, sin duda, expresaba su respuesta. Y 
los rostros de los demás parecían extasiados, con los ojos fijos en el gran roble. El único movimiento era 
el parpadeo de la antorcha. 
»¿Puede descender a las Entrañas? 
»Vi asentir a Mael. Sus ojos se llenaron de lágrimas y su pálida nuez se movió como si tragara algo. 
»Sí, mi fiel servidor, estoy vivo y te estoy hablando. Has obrado bien y voy a hacer el nuevo dios. 
Envíale a mí. 
»El asombro no me dejaba hablar, y tampoco tenía nada que decir. Todo había cambiado. De repente, 
todas mis creencias, todas las cosas en las que confiaba, habían sido puestas en cuestión. No sentía el 
menor miedo, sólo una confusión que me tenía paralizado. Mael me tomó del brazo. Los demás druidas 
acudieron a ayudarle y fui conducido en torno al árbol, limpio de las flores amontonadas en sus raíces, 
hasta quedar en la parte posterior del tronco, frente a un gran montón de rocas apilado contra éste. 
»La arboleda también mostraba por aquel lado sus imágenes talladas, sus colecciones de calaveras y 
las pálidas figuras de unos druidas a los que no había visto antes. Y fueron éstos, algunos de ellos con 
largas barbas blancas, quienes se adelantaron para poner sus manos sobre las piedras y empezar a 
apartarlas. 
»Mael y los demás les ayudaron, levantando en silencio aquellas grandes rocas, algunas de ellas tan 
pesadas que eran precisos tres hombres para moverlas, y colocarlas a un lado. 
»Y, finalmente, quedó al descubierto en la base del roble una recia puerta de hierro con unos enormes 
cerrojos. Mael sacó una llave de hierro y pronunció unas largas palabras en el idioma de los keltoi, a las 
cuales respondieron los demás. A Mael le temblaba la mano, pero no tardó en abrir la puerta. El portador 
de la antorcha encendió otra tea y me la puso en las manos mientras Mael decía: 
»—Entra ahora, Marius. 
»Bajo la luz vacilante de las llamas, nos miramos. El druida parecía una criatura desvalida, incapaz de 
mover los miembros, aunque su corazón rebosaba de alegría al contemplarme. Vislumbré en ese instante 
un levísimo atisbo del prodigio que le había acontecido e inflamado, y me sentí totalmente abrumado y 
confundido por sus orígenes. 
353
»Pero del interior del árbol, de la oscuridad que se abría tras aquella puerta bastante tallada, surgió de 
nuevo la voz silenciosa: 
»"No temas, Marius. Te espero. Toma la luz y ven a mí. " 
354

»Cuando hube cruzado la puerta, los druidas cerraron ésta. Advertí que me hallaba en lo alto de una 
larga escalera de piedra. Era una construcción que iba a ver una y otra vez a lo largo de los siglos 
siguientes, y que tú ya has visto dos veces y volverás a ver: son los peldaños que descienden a la Madre 
Tierra, a las cámaras donde siempre se ocultan los Bebedores de la Sangre. 
»El interior del roble contenía una cámara de techo bajo, sin pulimentar, y la luz de la antorcha se 
reflejaba en las bastas marcas dejadas por los cinceles en la madera. Sin embargo, la cosa que me 
llamaba estaba en el fondo de la escalera. Y, de nuevo, me decía que no debía tener miedo. 
»No estaba asustado. Me sentía estimulado como en mis sueños más turbulentos. No iba a morir tan 
sencillamente como había imaginado. Estaba descendiendo a un misterio que resultaba infinitamente 
más interesante de lo que había previsto. 
»Pero cuando llegué al pie de los estrechos escalones y me encontré en la pequeña cámara de 
piedra, sentí terror ante lo que vi. Terror y repulsión. Una repugnancia y un miedo tan intuitivos que noté 
un nudo en la garganta que amenazaba con ahogarme o con hacerme vomitar incontrolablemente. 
»Una criatura ocupaba un banco de piedra frente al pie de la escalera y, a la luz de la antorcha, vi que 
tenía los brazos y las piernas de un hombre. Su cuerpo estaba negro y quemado, horriblemente quemado 
todo él, reducido a la piel chamuscada y los huesos. En realidad, tenía el aspecto de un esqueleto de 
ojos amarillentos cubierto de brea. Únicamente su larga melena de cabellos blancos permanecía intacta. 
El ser abrió la boca para hablar y vi sus blancos clientes, sus colmillos, y así la antorcha con fuerza 
tratando de no ponerme a gritar como un loco. 
»—No te acerques tanto a mí —dijo el ser—. Quédate donde pueda verte, no como ellos te ven, sino 
como mis ojos pueden ver todavía. 
»Tragué saliva e intenté respirar profundamente. Ningún ser humano podría quemarse de aquel modo 
y sobrevivir. Y, en cambio, aquel ser estaba vivo: desnudo, encogido y negro. Y su voz era grave y 
hermosa. Se incorporó de su asiento y cruzó la estancia con pasos lentos. 
»Me apuntó con el dedo y sus ojos amarillos se abrieron ligeramente, revelando a la luz de la antorcha 
un leve tono rojo sangre. 
»—¿Qué quieres de mí? —murmuré sin poder contenerme—. ¿Por qué he sido traído aquí? 
»—La causa es esta calamidad —respondió con idéntica voz, embargada de auténtico pesar. No se 
parecía en nada al sonido quejumbroso que había esperado oír de una criatura así—. Te daré mi poder, 
Marius. Te haré un dios y serás inmortal. Pero tienes que salir de aquí cuando hayamos terminado. 
Tienes que encontrar el modo de escapar a tus fíeles adoradores, y tienes que descender a las entrañas 
de Egipto para descubrir por qué me ha acontecido esta..., esta desgracia... 
355
»El ser parecía flotar en la oscuridad; su cabello era una mata de blanca paja en torno a la cabeza y, 
al hablar, sus mandíbulas extendían la piel coriácea y ennegrecida adherida a su cráneo. 
»—Nosotros —continuó— somos enemigos de la luz, somos dioses de las tinieblas que servimos a la 
Madre Santa y vivimos y nos regimos únicamente por la luz de la Luna. Pero el Sol, nuestro enemigo, ha 
escapado de su curso natural y nos ha buscado en la oscuridad. Por todo el país del norte donde éramos 
adorados, en los bosques sagrados de las tierras de la nieve y el hielo, hasta este país de frutos 
abundantes y hasta el este, el sol ha encontrado el modo de penetrar en el santuario durante el día o en 
el mundo de la noche y ha quemado vivos a los dioses. Los más jóvenes de entre éstos han perecido sin 
remedio, algunos estallando como cometas delante de sus fíeles. Otros han muerto presas de un calor tal 
que el árbol sagrado se ha convertido en una pira funeraria. Sólo los más viejos, los que han servido 
largo tiempo a la Gran Madre, han continuado moviéndose y hablando como yo, pero sumidos en dolores 
agónicos y atemorizando a sus fieles adoradores al aparecer ante ellos. Es preciso que haya un nuevo 
dios, Marius, fuerte y hermoso como era yo, el amante de la Gran Madre, pero sobre todo debe ser un 
dios lo bastante fuerte para escapar de sus adoradores, salir del roble por alguna vía, descender a las 
entrañas de Egipto en busca de los viejos dioses y descubrir por qué se ha producido esta calamidad. 
Tienes que ir a Egipto, Marius; debes viajar a Alejandría y a las viejas ciudades y debes invocar a los 
dioses con la voz silenciosa que tendrás cuando te haya creado. Y debes descubrir quién vive y camina 
todavía, y la razón de que haya sucedido esta desgracia. 
»El ser cerró los ojos y permaneció donde estaba; su ligera figura vibraba incontroladamente como si 
estuviera hecha de papel negro; y de pronto, inexplicablemente, me asaltó un aluvión de imágenes 
violentos de aquellos dioses del bosque estallando en llamas. Escuché sus gritos. Mi mente, romana y 
racional, se resistió a aquellas imágenes. Traté de grabarlas en mi memoria y de mantenerlas a raya, en 
lugar de rendirme a ellas, pero el creador de tales imágenes, aquel ser, se mostró paciente y las escenas 
continuaron. Vi un país que sólo podía ser Egipto, con ese amarillo tostado de todas las cosas, la arena 
que lo cubre todo y lo empaña y lo vuelve del mismo color. Y vi más escaleras excavadas en la tierra, y 
santuarios... 
»—Encuéntrales —insistió la voz—. Descubre cómo y por qué ha llegado a suceder esto. Ocúpate de 
que no vuelva a pasar nunca más. Utiliza tus poderes en las calles de Alejandría hasta que encuentres a 
los antiguos. Y ojalá los antiguos estén allí igual que yo estoy aquí todavía. 
»Me sentí demasiado anonadado para responder, demasiado empequeñecido ante aquel misterio. Y 
tal vez incluso hubo un instante en que acepté mi destino, en que lo acepté por completo. Pero no estoy 
seguro de ello. 
»—Lo sé —dijo entonces aquel ser—. No puedes ocultarme ningún secreto, Marius. Sé que no 
deseas ser el Dios del Bosque y que pretendes escapar, pero debes saber que esta catástrofe te 
alcanzará donde vayas, a menos que descubras su causa y el modo de prevenirla. Por eso sé que 
descenderás a las entrañas de Egipto, pues, de lo contrario, también tú acabarás quemado por ese sol 
sobrenatural, incluso al amparo de la noche o en el seno de la oscura tierra. 
»Se me acercó un poco, arrastrando sus secos pies sobre el suelo de piedra. 
356
»—Toma buena nota de lo que te digo: debes escapar esta misma noche. Diré a los devotos que 
tienes que viajar a las entrañas de Egipto por la salvación de todos nosotros, pero, al contar con un dios 
nuevo y poderoso, se mostrarán reacios a separarse de él. Con todo, es preciso que viajes allí. Y no 
debes permitir que te aprisionen en el roble después de la fiesta. Debes escapar y alejarte deprisa. Y 
antes del alba, sepultarte en la Madre Tierra para escapar a la luz. Ella te protegerá. Ahora, ven a mí. Te 
daré La Sangre. Ojalá me quede todavía la energía necesaria para trasmitirte mi antigua fuerza. Será un 
proceso lento. Emplearemos mucho tiempo. Te tomaré y te daré varias veces, pero es preciso que lo 
haga, y es preciso que tú te conviertas en dios, y es preciso que hagas lo que te he dicho. 
»Sin esperar a mi asentimiento, el ser se abalanzó de improviso sobre mí, atenazándome con sus 
dedos requemados. La antorcha me cayó de la mano y retrocedí un paso hacia la escalera, pero sus 
dientes ya se hundían en mi garganta. 
»Tú sabes bien lo que sucedió entonces, Lestat; conoces bien qué se siente cuando te desangras, 
cuando empieza el mareo. Durante esos momentos, vi las tumbas y los templos de Egipto. Vi dos figuras 
resplandecientes sentadas una junto a otra como en un trono. Vi y oí otras voces que me hablaban en 
otros idiomas. Y, por debajo de todo aquello, me llegaba la misma orden; servir a la Madre, aceptar la 
sangre del sacrificio, presidir este culto que es el único, el culto eterno de los árboles. 
»Yo me debatía como lo hace uno en sueños, incapaz de gritar y de escapar. Y cuando advertí que 
estaba libre y no aplastado contra el suelo, volví a ver al dios, igual de negro que antes pero ahora mucho 
más robusto, como si el fuego le hubiera tostado sólo por fuera y todavía conservara todo su vigor. Su 
rostro poseía nitidez, belleza incluso, con unas facciones bien formadas bajo la agrietada envoltura de 
cuero requemado que era su piel. Los ojos amarillos mostraban ahora en tomo a las órbitas los pliegues 
naturales de piel y carne, que daban el aspecto de pórticos de un alma. No obstante, el ser aún seguía 
lisiado, abrumado de sufrimientos, casi incapaz de moverse. 
»—Levántate, Marius —murmuró—. Tienes sed y voy a darte de beber. Levántate y ven a mí. 
»Y ya conoces el éxtasis que sentí entonces, cuando su sangre pasó a mí, cuando se abrió camino 
por cada vaso, por cada órgano. 
»Pero el terrible péndulo sólo había empezado a moverse. 
»Pasé horas en el roble mientras él me sorbía la sangre y me la devolvía una y otra vez. Cuando me 
vaciaba, yo yacía en el suelo, y, sollozando, me miraba las manos, convertidas en puro hueso. Vacío, me 
marchitaba como él lo había estado. Y entonces el ser volvía a darme a beber la sangre y despertaba en 
mí un frenesí de deliciosas sensaciones, para privarme de ellas nuevamente poco después. 
»Con cada intercambio me llegaban nuevas enseñanzas: que era inmortal, que sólo el sol y el fuego 
podían matarme, que debería pasar el día durmiendo bajo tierra y que nunca conocería la enfermedad ni 
la muerte natural. Que mi alma nunca transmigraría a otra forma, que era el servidor de la Madre y que la 
Luna me daría fuerza. 
»Que me saciaría con la sangre de los malhechores e incluso de los inocentes sacrificados a la 
Madre, que debería permanecer en ayuno entre los sacrificios para que mi cuerpo quedara seco y vacío 
357
como el trigo muere sobre los campos en invierno, y que volvería a llenarme con la sangre del sacrificio y 
recobraría entonces la plenitud y la hermosura como las plantas brotan en primavera. 
»En mi sufrimiento y mi éxtasis se reproduciría el ciclo de las estaciones. Y los poderes de mi mente, 
la capacidad de leer los pensamientos y las intenciones de los demás, los debería usar para hacer los 
juicios entre mis adoradores, para guiarles en su justicia y en sus leyes. Jamás debía beber otra sangre 
que la del sacrificio. Jamás debía tratar de emplear mis poderes en mi propio provecho. 
»Todas estas cosas aprendí. Todo esto comprendí. Pero lo que realmente conocí durante esas horas 
fue lo que todos descubrimos en el momento de Beber la Sangre: que ya no era un hombre mortal; que 
había dejado atrás todo cuanto conocía y me había convertido en algo tan poderoso que las viejas 
enseñanzas apenas podían concebirlo o explicarlo; que mi destino, por utilizar las palabras de Mael, 
estaba más allá de los conocimientos que cualquiera —mortal o inmortal— pudiera poseer. 
«Finalmente, el dios me preparó para salir del árbol. Me extrajo tanta sangre que apenas logré 
sostenerme en pie. Ahora, era un espectro. Lloraba de sed, veía y olía sangre y, de haber tenido las 
fuerzas necesarias, me habría lanzado sobre él, le habría inmovilizado y le habría sorbido hasta la última 
gota. Pero las fuerzas, por supuesto, las tenía él. 
»—Estás vacío, como lo estarás siempre al inicio de la celebración —me dijo—, para que puedas 
saciarte con la sangre del sacrificio. Pero recuerda lo que te he dicho. Después de presidir la ceremonia, 
debes encontrar un modo de escapar. En cuanto a mí, trata de salvarme. Diles que debo ser mantenido a 
tu lado. Aunque, con toda probabilidad, mi tiempo ha llegado a su fin. 
»—¿Cómo? ¿A qué te refieres? —inquirí. 
»—Ya lo verás. Aquí basta con que haya un dios, un dios bueno —declaró—. Si pudiera ir contigo a 
Egipto, podría beber la sangre de los antiguos y me curaría. Tal como estoy, tardaría siglos en sanar y no 
se me concederá tanto tiempo. Pero recuerda, desciende a las entrañas de Egipto. Haz todo lo que te he 
dicho. 
»El ser me dio la vuelta y me empujó hacia las escaleras. La antorcha ardía aún en un rincón y, 
cuando la ascensión me llevó cerca de la puerta del tronco, capté el olor de la sangre de los druidas que 
me aguardaban y estuve a punto de romper a llorar. 
»—Ellos te proporcionarán toda la sangre que puedas beber —dijo el ser detrás de mí—. Ponte en sus 
manos. 
358

»Puedes imaginar el aspecto que ofrecía cuando surgí del tronco del roble. Los druidas habían 
aguardado a que llamara a la puerta y, con mi voz silenciosa, les había dicho: 
» Abrid. Soy el dios. 
»Mi muerte humana había terminado hacía mucho. Estaba famélico, y, con seguridad, mi rostro no era 
sino una calavera animada. Sin duda, los ojos me sobresalían de las órbitas y mostraba los dientes 
desnudos. La túnica blanca me colgaba como si tuviera debajo un esqueleto. No habría podido presentar 
una prueba más fehaciente de mi divinidad a aquellos druidas, que me contemplaron llenos de asombro y 
veneración mientras salía del tronco del árbol. 
»Pero yo no sólo vi sus rostros, sino también sus corazones. Vi en Mael el alivio de comprobar que el 
dios del árbol aún había tenido fuerzas suficientes para crearme. Vi en su mente la confirmación de todas 
sus creencias. 
»Y me di cuenta entonces de esa otra visión que nos ha sido dada y que nos permite observar el 
fondo del espíritu de cada hombre, enterrado profundamente en un crisol de carne y sangre calientes. 
»La sed era una pura agonía, y, reuniendo todas mis nuevas fuerzas, dije: 
»—Llevadme a los altares. La celebración del Samhain va a empezar. 
»Los druidas emitieron unos gritos escalofriantes. Se pusieron a aullar en el bosque. Y a lo lejos, más 
allá de la arboleda sagrada, se alzó el rugido ensordecedor de la multitud que había estado aguardando 
aquel alarido. 
» Avanzamos rápidamente en procesión hacia el claro, y un número cada vez mayor de aquellos 
sacerdotes de blancas túnicas salieron a recibirnos y me encontré bajo una lluvia de flores frescas y 
fragantes por todas partes, de capullos que aplastaba bajo mis pies mientras era saludado con himnos. 
»No preciso decirte el aspecto que tenía el mundo para mí con la nueva visión, cómo veía cada matiz 
de color y cada superficie bajo el fino velo de la oscuridad, cómo asaltaban mis oídos aquellos himnos y 
cánticos. 
»Marius, el hombre, estaba desintegrándose dentro de aquel nuevo ser. 
»Las trompetas resonaron en el claro cuando subí los peldaños del altar de piedra y extendí la mirada 
sobre los miles de mortales reunidos allí sobre el mar de rostros expectantes, sobre las gigantescas 
figuras de madera con sus víctimas condenadas agitándose y gritando todavía en su interior. 
»Ante el altar había dispuesto un gran caldero de plata con agua, y, bajo el cántico de los sacerdotes, 
una cuerda de presos era conducida hacia el caldero con los brazos atados a la espalda. 
»Las voces cantaban a coro en torno a mí mientras los sacerdotes me echaban flores sobre el cabello 
y los hombros y a mis pies. 
359
»—Hermoso y poderoso, dios de los bosques y los campos, bebe ahora los sacrificios que te 
ofrecemos para que, como tus miembros marchitos se llenan de vida, también la tierra se renueve. Bebe 
y perdónanos por segar la espiga que nos da la cosecha, y bendice la semilla que sembramos. 
»Y vi ante mí a los escogidos para ser mis víctimas, tres hombres recios, atados como los demás pero 
limpios y vestidos también con túnicas blancas, y flores en el cabello y los hombros. Eran jóvenes, 
atractivos e inocentes, y aguardaban sobrecogidos de pavor a que se cumpliera la voluntad del dios. 
»El sonido de las trompetas era ensordecedor. El rugido de la multitud era incesante. 
»—¡Que empiecen los sacrificios! —exclamé. Y mientras el primero de los jóvenes era conducido 
hasta mí, mientras me disponía a beber por primera vez de esa copa en verdad divina que es la vida 
humana, mientras sostenía en mis manos la sangre cálida de mi víctima, la sangre dispuesta para mi 
boca abierta, vi prender las hogueras bajo los gigantes de mimbre y ramas, y vi a los dos primeros 
prisioneros sumergidos por la fuerza cabeza abajo en el agua del caldero de plata. 
»Muerte por fuego, muerte por agua, muerte bajo los dientes penetrantes del hambriento dios. 
»En un éxtasis ancestral, los himnos continuaron: dios de la luna creciente y menguante, dios de los 
bosques y campos, tú que eres la imagen misma de la muerte en tu ayuno, vuélvete fuerte con la sangre 
de las víctimas, vuélvete hermoso para que la Gran Madre te acoja con ella. 
»No sé cuánto duró aquello. Una eternidad: las llamas de los gigantes de madera, el griterío de las 
víctimas, la larga procesión de los que iban a ser ahogados. Bebí y bebí, no sólo de los tres escogidos 
sino de una decena más, antes de que los introdujeran en el caldero o los arrojaran a la pira de los 
gigantes. Los sacerdotes decapitaban a los muertos con grandes espadas ensangrentadas, apilaban las 
cabezas en pirámides a ambos lados del altar y retiraban los cuerpos. 
»Allí donde miraba, veía rostros sudorosos y extasiados; allí donde miraba, oía los cánticos y los 
gritos. Al fin, el frenesí empezó a decrecer. Los gigantes terminaron de caer en un montón de pavesas 
humeantes sobre las cuales los hombres arrojaron más brea y más leña menuda. 
»Y llegó el momento de los juicios, de que los hombres se presentaran ante mí y expusieran sus 
intenciones de venganza contra otros, y de que yo viera en sus almas con mis nuevos ojos. La cabeza 
me daba vueltas. Había bebido demasiada sangre, pero sentía dentro de mí tal poder que podría haber 
cruzado de un salto el claro del bosque y perderme en su espesura. Me pareció que casi habría podido 
desplegar unas alas invisibles. 
»No obstante, llevé a cabo mi “destino”, como Mael lo había denominado. Encontré a uno justo, a otro 
errado, a éste inocente; a aquél, merecedor de la muerte. 
»No sé cuánto tiempo se prolongó aquello, pues mi cuerpo ya no medía el tiempo en términos de 
cansancio. Pero finalmente terminó y me di cuenta de que había llegado el momento de la acción. 
»De algún modo, tenía que hacer lo que el viejo dios me había ordenado, y que era escapar a la 
prisión del roble. Y tenía muy poco tiempo para hacerlo, apenas una hora antes de que amaneciera. 
»Respecto a lo que me aguardara en Egipto, todavía no había tomado una decisión, pero sabía que, 
si dejaba que los druidas me volvieran a encerrar en el árbol sagrado, permanecería allí famélico hasta la 
pequeña ofrenda de la siguiente luna llena. Y todas mis noches hasta entonces serían de sed y de tortura 
360
y de lo que el viejo había llamado “los sueños de los dioses”, en los que aprendería los secretos del árbol 
y de las hierbas que crecían y de la silenciosa Madre. 
»Pero tales secretos no eran para mí. 
»Los druidas me rodearon entonces y nos dirigimos de nuevo al árbol sagrado. Los himnos se 
apagaron, convirtiéndose en una letanía que me conminaba a permanecer en el interior del roble para 
santificar el bosque, a ser su guardián y a contestar bondadosamente a través del árbol a los sacerdotes 
que, de vez en cuando, acudieran a pedirme guía y consejo. 
»Me detuve antes de llegar al roble. En medio de la arboleda ardía una gran hoguera cuya luz 
espectral iluminaba los rostros tallados en la madera y los montones de cráneos humanos. El resto de los 
sacerdotes estaba en torno a la pira, esperando. Un escalofrío de terror me recorrió con toda la nueva 
intensidad que tienen para nosotros tales sensaciones. 
»Empecé a hablar apresuradamente. Con voz autoritaria, les dije que quería que todos abandonaran 
la arboleda. Que me encerraría en el roble al alba con el viejo dios. Sin embargo, pude percatarme de 
que no daba resultado. Los druidas seguían observándome fríamente e intercambiaban miradas entre 
ellos, con los ojos inexpresivos como cuentas de cristal. 
»—¡Mael! —insistí—. Haz lo que te ordeno. Di a los sacerdotes que abandonen la arboleda. 
»De pronto, sin el menor aviso, la mitad de la asamblea de druidas corrió hacia el árbol mientras la 
otra mitad me sujetaba por los brazos. 
»Grité a Mael, quien dirigía el asalto al árbol, que se detuviera. Traté de liberarme, pero una docena 
de sacerdotes me tenían sujeto ya por brazos y piernas. 
»Si hubiera tenido idea de la magnitud de mi poder, me habría desembarazado de ellos sin dificultad. 
Pero desconocía mis fuerzas. Aún estaba casi ebrio tras el festín, y demasiado horrorizado por lo que 
sabía que iba a suceder a continuación. Mientras me debatía tratando de liberar los brazos y lanzando 
patadas a los que me agarraban, el viejo dios, aquel ser desnudo y negro, fue sacado del árbol y arrojado 
al fuego. 
»Sólo alcancé a verle un instante, y lo único que percibí en él fue resignación. Ni una sola vez alzó los 
brazos para resistirse. Llevaba los ojos cerrados y no me miró, ni a mí ni a nadie, y en ese instante 
recordé lo que me había dicho acerca de su agonía, y me puse a llorar. 
»Mientras le quemaban, yo fui presa de violentos temblores. Pero del centro mismo de las llamas me 
llegó su voz: "Cumple lo que te he ordenado, Marius. Tú eres nuestra esperanza". Y aquello significaba 
que debía salir de allí inmediatamente. 
»Me hice pequeño y abatido bajo las manos de quienes me sujetaban. Sollocé y sollocé y me 
comporté como si fuera la triste víctima de toda aquella magia, el pobre dios bueno que debía llorar a su 
padre que acababa de desaparecer en las llamas. Y cuando noté que su presión se relajaba, cuando vi 
que todos y cada uno de ellos estaban mirando hacia la pira, giré sobre mí mismo con todas mis fuerzas, 
soltándome de sus manos, y eché a correr hacia los árboles lo más rápido que pude. 
»En aquella carrera inicial, supe por primera vez qué eran mis poderes. Cubrí los cientos de metros en 
un instante, sin que mis pies rozaran apenas el suelo. 
361
»Pero muy pronto se alzó el griterío: "EL DIOS HA HUIDO" y, en cuestión de segundos, la multitud del 
claro elevaba un rugido y miles y miles de mortales se lanzaron hacia los árboles. 
»Me pregunté, mientras corría, cómo había podido suceder todo aquello. ¡De pronto, me había 
convertido en un dios, lleno de sangre humana, que huía de miles de bárbaros celtas a través de un 
bosque endemoniado! 
»Ni siquiera me detuve a despojarme de la túnica blanca, sino que me la arranqué a pedazos sin dejar 
de correr, y luego salté a las ramas de los árboles y avancé aún más deprisa pasando de copa en copa 
de los robles. 
»En cuestión de minutos, estaba tan lejos de mis perseguidores que ni siquiera me llegaban sus 
voces. Sin embargo, continué corriendo, saltando de rama en rama, hasta que no tuve nada que temer 
salvo el sol de la mañana. 
»Y aprendí entonces lo que Gabrielle descubrió tan pronto en vuestras correrías: que podía 
sepultarme con facilidad bajo la tierra para protegerme de la luz. 
»Cuando desperté, la intensidad de la sed me desconcertó. No podía imaginar cómo había hecho el 
viejo dios para soportar el ayuno ritual. Sólo podía pensar en sangre humana. 
»Pero los druidas habían tenido el día para perseguirme. Tenía que avanzar con cautela. 
»Y esa noche ayuné mientras corría por el bosque, sin calmar la sed hasta avanzada la madrugada, 
cuando topé con una banda de salteadores que me proporcionó la sangre de un malhechor y una buena 
indumentaria. 
»En esas horas previas al alba, hice un repaso de la situación. Había aprendido mucho acerca de mis 
poderes, y descubriría mucho más. Y viajaría a las entrañas de Egipto, no por los dioses o por sus 
adoradores, sino para descubrir qué significaba todo aquello. 
»Y así puedes ver, Lestat, que ya entonces, hace más de diecisiete siglos, nos hacíamos preguntas y 
rechazábamos las explicaciones que nos daban, que amábamos la magia y el poder por sí mismos. 
»En la tercera noche de mi nueva vida, me introduje en mi vieja casa de Massilia y encontré allí mi 
biblioteca, la mesa de escribir y los libros. Y a mis fíeles esclavos, felices de verme. ¿Qué sentido tenía 
todo aquello para mí? ¿Qué significaba que hubiera escrito aquella historia, que hubiese dormido en 
aquel lecho? 
»Supe que no podía seguir siendo Marius, el romano. Pero aprovecharía lo que pudiera de él. Envié a 
mis amados esclavos de vuelta a casa. Escribí a mi padre diciéndole que una grave enfermedad me 
obligaba a pasar el resto de mis días en el clima caluroso y seco de Egipto. Envié el resto de mi historia a 
las personas de Roma que la leerían y publicarían y, finalmente, zarpé para Alejandría con oro en los 
bolsillos, mis viejos documentos de viaje y dos esclavos de aspecto torvo que nunca hacían comentarios 
sobre el hecho de que sólo apareciera de noche. 
»Y un mes después de la gran festividad de Samhain en las Galias, estaba deambulando por las 
oscuras callejas serpenteantes de la noche de Alejandría, buscando a los viejos dioses con mi voz 
silenciosa. 
362
»Estaba loco, pero sabía que la locura pasaría. Era preciso que encontrara a los viejos dioses. Y tú 
sabes por qué tenía que encontrarlos. No era sólo la amenaza de la calamidad, el sol buscándome en la 
oscuridad de mi sueño diurno, o visitándome con un fuego arrasador bajo la completa negrura de la 
noche. 
»Tenía que encontrar a los viejos dioses porque no podía soportar mi vida solitaria entre los hombres. 
Todo el horror de mi vida me pesaba encima y, aunque sólo mataba al asesino, al malhechor, mi 
conciencia estaba demasiado despierta como para engañarse a sí misma. No podía soportar la idea de 
que yo, Marius, que había conocido y disfrutado de tanto amor en mi vida, fuera ahora el incansable 
portador de la muerte. 
363

»Alejandría no era una ciudad muy antigua. Apenas tenía poco más de tres siglos de existencia, pero 
poseía un gran puerto y albergaba la biblioteca más grande del mundo romano, a la que acudían a 
investigar estudiosos de todo el Imperio. Yo mismo había sido uno de ellos en otra vida, y allí volvía a 
encontrarme ahora. 
»Si el dios no me hubiera dicho que viajara a la ciudad, habría preferido adentrarme más en Egipto, 
“descender a sus entrañas”, por usar la frase de Mael, pues sospechaba que la respuesta a todos los 
acertijos se hallaba en los templos más antiguos. 
»Pero una curiosa sensación me asaltó en Alejandría. Supe que los dioses estaban allí. Supe que 
ellos guiaban mis pasos cuando buscaba los callejones de las casas de prostitución y los tugurios de los 
ladrones, los lugares donde iban los hombres a perder sus almas. 
»Por la noche, acostado en el lecho de mi casita romana, llamaba a los dioses. Luchaba con mi 
locura. Buscaba, como tú has buscado, una respuesta a los interrogantes sobre la fuerza, los poderes y 
las arrasadoras emociones que ahora poseía. Y una noche, poco antes de amanecer, cuando sólo la luz 
de una lámpara brillaba tras los finos velos del lecho, volví los ojos hacia la puerta del jardín y vi una 
figura negra y quieta bajo el dintel. 
»Por un momento, me pareció un sueño, pues la figura no despedía ningún olor, no parecía respirar y 
no hacía el menor sonido. Entonces supe que era uno de los dioses. Pero ya se había desvanecido y 
permanecí sentado en el lecho, con la vista fija en la puerta, tratando de recordar lo que había visto: una 
figura negra y desnuda de cabeza calva y penetrantes ojos encarnados, un ser que parecía perdido en su 
propio silencio, extrañamente tímido, sólo concentrado en moverse en el último momento antes de 
quedar completamente al descubierto. 
»La noche siguiente, en las callejuelas de la ciudad, escuché una voz que me invitaba a seguirla. Pero 
era una voz menos inteligible que la que había oído surgir del árbol, y se limitaba a indicarme que la 
puerta estaba cerca. Finalmente, llegó el momento en que, silencioso y tranquilo, me encontré ante la 
puerta. 
»Fue un dios quien la abrió. Fue un dios quien me indicó que entrara. 
»Sentí miedo mientras descendía la inevitable escalera y recorría un túnel en pronunciada pendiente. 
Prendí la vela que había llevado conmigo y advertí que estaba penetrando en un templo subterráneo, un 
lugar más antiguo que la ciudad de Alejandría, un santuario construido tal vez en tiempos de los antiguos 
faraones, con los muros cubiertos de pequeñas escenas coloreadas que describían la vida en el antiguo 
Egipto. 
»Y vi entonces la escritura, los espléndidos jeroglíficos con sus pequeñas momias y aves y brazos sin 
cuerpo abrazando objetos, y serpientes enroscadas. 
364
Continué avanzando y llegué a un inmenso recinto de columnas cuadradas y techo altísimo. Hasta la 
última piedra de aquel lugar estaba decorada con imágenes idénticas a las anteriores. 
»Entonces vi, por el rabillo del ojo, algo que al principio me pareció una estatua. Era una figura negra, 
de pie junto a una de las columnas, con la mano levantada y apoyada en la piedra. Pero supe que no era 
una estatua. Ningún dios egipcio hecho de diorita aparecía jamás en aquella postura ni llevaba una falda 
de tela auténtica cubriéndole las piernas. 
»Me volví lentamente, preparándome para soportar la primera visión directa de aquel ser, y descubrí 
la misma carne quemada que ya conocía, el mismo cabello largo, aunque negro azabache, los mismos 
ojos amarillentos. Sus labios marchitos dejaban al descubierto los dientes y las encías, y el aliento que 
salía de su garganta estaba lleno de dolor. 
»—¿Cómo y cuándo has venido? —me preguntó en griego. 
»Me vi a mí mismo como él me percibía, fuerte y luminoso, con mis ojos azules como un circunstancial 
misterio más, y vi mi indumentaria romana, mi túnica de lino sujeta a los hombros con hebillas de oro y mi 
capa roja. Con la larga melena rubia, mi aspecto debía ser el de un vagabundo de los bosques del norte, 
“civilizado” sólo en la superficie; y quizá tal cosa era cierta, ahora. 
»Pero en aquel instante era él quien me interesaba. Le vi con más claridad, la carne lacerada, 
quemada en la caja torácica y enmohecida en las clavículas y los huesos que sobresalían de sus 
caderas. Aquel ser no estaba famélico, sino que había bebido sangre humana recientemente. Sin 
embargo, su agonía era como si despidiera calor, como si el fuego aún le estuviera cociendo por dentro, 
como si su figura fuera un infierno encerrado en sí mismo. 
»—¿Cómo has escapado al fuego? —me preguntó—. ¿Qué te ha salvado? ¡Responde! 
»—Nada me ha salvado —respondí, también en griego. 
»Me acerqué a él y aparté la vela a un lado cuando advertí que el ser rehuía la pequeña llama. En su 
vida había sido enjuto, ancho de espaldas como los viejos faraones, y llevaba su largo cabello en un 
flequillo recto sobre la frente, al estilo antiguo. 
»—Cuando sucedió esa calamidad, yo no había sido creado —le expliqué—. Fui hecho inmortal 
después, por el dios del bosque sagrado de las Galias. 
»—¡Ah!, entonces no ha sido afectado, ese creador tuyo. 
»—Al contrario. Estaba quemado como tú, pero aún conservaba las fuerzas suficientes para hacerlo. 
Una y otra vez me dio y me quitó la sangre. Me dijo que viniera a Egipto y descubriera por qué ha 
sucedido esta catástrofe. Me dijo que los dioses de los bosques habían estallado en llamas, unos 
mientras dormían y otros mientras estaban despiertos. Me dijo que así había sucedido por todo el norte. 
»—Sí. —El ser movió la cabeza y emitió una carcajada seca y ronca que estremeció todo su cuerpo— 
. Y sólo el anciano tuvo las fuerzas suficientes para sobrevivir, para heredar la agonía que sólo la 
inmortalidad puede mantener. Y por eso sufrimos. Pero ahora tú has sido creado y has venido. Harás 
más como nosotros. Pero, ¿es justo que los crees? ¿Acaso el Padre y la Madre habrían permitido que 
nos sucediera esto si no hubiera llegado la hora? 
365
»—¿Quiénes son el Padre y la Madre? —quise saber, consciente de que no se refería a la Tierra 
cuando decía Madre. 
»—Los primeros de nosotros —respondió el ser—. Aquellos de quienes descendemos todos nosotros. 
«Intenté penetrar en sus pensamientos, hurgar en la veracidad de lo que me decía, pero él advirtió lo 
que estaba haciendo y su mente se cerró como una flor al atardecer. 
»—Ven conmigo —dijo, y echó a andar con pasos pesados. Dejamos atrás el gran recinto y seguimos 
un largo corredor, decorado igual que la cámara. 
«Aprecié que estábamos en un lugar aún más antiguo, construido con anterioridad al templo que 
acabábamos de dejar atrás. Ignoro cómo supe que así era. Allí no existía ese aire helado que has podido 
sentir en la escalera aquí, en la isla. En Egipto, uno no nota esas cosas. Nota otra. Uno nota la presencia 
de algo vivo en el propio aire. 
«Con todo, al continuar caminando, aparecieron otras pruebas más tangibles de esa antigüedad. Las 
pinturas de aquellos muros eran más antiguas, los colores eran más apagados y, aquí y allá, había partes 
dañadas donde el estuco de color se había desprendido y había caído. El estilo de las imágenes había 
cambiado. El cabello negro de las figurillas era más largo y más abundante y el conjunto parecía más 
hermoso y encantador, más lleno de luz y de complejos dibujos. 
»A lo lejos se oía el goteo del agua sobre la piedra. El sonido producía un eco melodioso en el 
corredor. Las paredes parecían haber captado la esencia de la vida en aquellas figuras delicadas y 
pintadas con amor; daba la impresión de que la magia invocada una y otra vez por los antiguos pintores 
religiosos emitía un leve efluvio de mortecino poder. Escuché susurros de vida donde no los había. 
Percibí la gran continuidad de la historia aunque no hubiera nadie que tuviese conciencia de ella. 
«La figura oscura que avanzaba a mi lado se detuvo mientras yo contemplaba las paredes. Hizo un 
vago gesto de que le siguiera por una puerta y entramos en una larga cámara rectangular cubierta por 
entero con aquellos artísticos jeroglíficos. Era como estar encerrado en un manuscrito. Y vi allí dos 
sarcófagos egipcios, de la misma época que la sala, colocados cabeza con cabeza contra la pared. 
»Eran dos piezas de piedra talladas con la forma de las momias para las que habían sido realizadas, y 
perfectamente modeladas y pintadas para representar a los difuntos, con los rostros de oro batido y los 
ojos de lapislázuli. 
«Sostuve en alto la vela y, con gran esfuerzo, mi guía abrió la tapa de los sarcófagos y las retiró para 
que pudiera ver el interior. 
«Descubrí lo que, a primera vista, me parecieron dos cuerpos. Sin embargo, al acercarme un poco 
más, comprobé que eran montones de cenizas con forma humana. No quedaba de ellos tejido alguno, 
salvo algún colmillo muy blanco y algún que otro fragmento de hueso. 
»—Ahora ya no hay sangre que pueda devolverles la vida —murmuró mi guía—. No hay para ellos 
esperanza de resurrección. Los vasos sanguíneos han desaparecido. Los que han podido levantarse, lo 
han hecho. Y pasarán siglos antes de que curemos, de que conozcamos el final de nuestro dolor. 
»Antes de cerrar los sarcófagos de las momias, vi que el interior estaba ennegrecido por el fuego que 
había inmolado a los dos seres. No lamenté que las tapas volvieran a su sitio. 
366
»El guía dio media vuelta y se dirigió de nuevo hacia la puerta. Le seguí con la vela, pero hizo una 
pausa y echó otra mirada a los sarcófagos pintados. 
»—Cuando las cenizas sean esparcidas —declaró—, sus almas serán libres. 
»—Entonces, ¿por qué no las esparces? —dije yo, tratando de que mi voz no sonara tan 
desesperada, tan perturbada. 
»—¿Debo hacerlo? —replicó, moviendo la piel quebradiza del contorno de sus ojos—. ¿Crees que 
debo hacerlo? 
»—¡A mí qué me preguntas! 
»El ser lanzó otra de sus secas risotadas y me condujo por el corredor hasta una estancia iluminada. 
»Se trataba de una biblioteca en la que unas cuantas velas repartidas ponían a la vista las estanterías 
de madera en forma de rombo donde se amontonaban los rollos de papiro y de pergamino. 
«Naturalmente, aquello me complació, pues una biblioteca era algo que me resultaba comprensible. 
Era el único lugar humano donde aún sentía cierto grado de mi vieja cordura. 
»Pero me quedé desconcertado al ver a otro —a otro de nosotros—, sentado a uno de los lados tras 
un escritorio, con los ojos en el suelo. 
»Aquel ser no tenía un solo cabello y, aunque completamente ennegrecida, su piel estaba tersa sobre 
unos músculos bien modelados, y relucía como si la hubiesen bañado en aceite. Los rasgos de su rostro 
eran hermosos, la mano que apoyaba en el regazo de su falda de tela blanca estaba entrecerrada en un 
delicado gesto y todos los músculos de su pecho desnudo se dibujaban con claridad. 
»Se volvió y alzó los ojos hacia mí. Y, de inmediato, se produjo algo entre él y yo, algo más silencioso 
que el silencio, como puede suceder entre nosotros. 
»—Este es el Viejo —dijo el débil ser que me había conducido hasta allí—. Puedes ver por ti mismo 
que ha resistido al fuego. Pero no habla. Ni ha dicho nada desde que sucedió la calamidad. Sin embargo, 
sin duda sabe dónde están la Madre y el Padre, y por qué han permitido que esto pasara. 
»El Viejo se limitó a mirar de nuevo, pero en su rostro apareció una curiosa expresión, algo sarcástica 
y levemente divertida, y con un matiz de desdén. 
»—Ya antes de la catástrofe —añadió el otro ser—, el Viejo no nos hablaba a menudo. El fuego no le 
ha cambiado, no le ha hecho más receptivo. Permanece sentado en silencio, cada vez más como la 
Madre y el Padre. De vez en cuando lee. De vez en cuando deambula por el mundo de arriba. Bebe la 
Sangre y escucha los cánticos. En ocasiones baila. Habla con mortales por las calles de Alejandría, pero 
a nosotros no nos dirige la palabra. No habla con nosotros. Pero él conoce..., conoce la razón de que nos 
haya sucedido esto. 
»—Déjame con él —le indiqué. 
»Sentí lo mismo que cualquiera en una situación semejante. Yo haría hablar a aquel ser, le arrancaría 
alguna palabra. Lograría lo que nadie había sido capaz de hacer. Pero no era la mera vanidad lo que me 
impulsaba. Tenía la certeza de que aquél era el ser que había acudido al dormitorio de mi casa, el que 
me había contemplado desde el umbral. 
367
»Y había percibido algo en su mirada. Fuera inteligencia, interés o reconocimiento de algún saber 
compartido, en ella había algo. 
»En ese instante supe que llevaba dentro de mí la posibilidad de un mundo distinto, desconocido para 
el Dios del Bosque e incluso para aquel ser débil y herido que, a mi lado, contemplaba con desesperación 
al Viejo. 
»El guía se retiró como le había pedido. Me acerqué al escritorio y miré al Viejo. 
»—¿Qué debo hacer? —pregunté en griego. 
»Él alzó la mirada bruscamente y pude apreciar en su rostro eso que llamo inteligencia. 
»—¿Tiene algún objeto que siga haciéndote preguntas? — continué. 
»Había escogido cuidadosamente mi tono de voz. No había en él nada ceremonioso, nada 
reverencial. Era el más familiar posible. 
»—¿Qué es lo que quieres saber? —respondió él, hablándome de pronto en latín. Su voz era fría, las 
comisuras de sus labios estaban curvadas hacia abajo y su actitud era retadora y cargada de 
brusquedad. 
»Para mí, fue un alivio poder expresarme en latín. 
»—Ya has oído lo que le he contado al otro —proseguí en el mismo tono informal—, que fui creado 
por el Dios del Bosque en el país de los celtas y que me ha sido encomendado descubrir por qué los 
dioses han muerto entre las llamas. 
»—¡Tú no vienes de parte de los Dioses del Bosque! —exclamó, tan sardónico como antes. No había 
levantado la cabeza, sino sólo la mirada. Lo cual hacía que sus ojos parecieran aún más retadores y 
cargados de desprecio. 
»—Sí y no —expliqué—. Si podemos perecer de esta manera, me gustaría saber la razón. Lo que ha 
sucedido una vez, puede repetirse. 
Y me gustaría saber si de verdad somos dioses y, en caso afirmativo, cuáles son nuestras 
obligaciones para con el hombre. ¿Son el Padre y la Madre seres reales, o son un mito? ¿Cómo empezó 
todo? Sí, me gustaría mucho conocer todo esto. 
»—Por accidente —murmuró él. 
»—¿Por accidente? —Me incliné hacia adelante. Creí haber entendido mal. 
»—Empezó por accidente —repitió con frialdad, ominosamente, con evidentes muestras de considerar 
absurda la pregunta—. Hace cuatro mil años, por accidente, y desde entonces ha estado envuelto en la 
magia y la religión. 
»—Confío en que me estés diciendo la verdad. 
»—¿Por qué no iba a hacerlo? ¿Por qué razón debería protegerte de la verdad? ¿Para qué 
molestarme en mentirte? Ni siquiera sé quién eres. Ni me importa. 
»—Entonces, explícame a qué te refieres con eso de que sucedió por accidente —insistí. 
»—No sé. Tal vez lo haga. Tal vez no. He hablado más en estos últimos minutos que en muchos 
años. La historia del accidente no sea quizá más verdad que las leyendas que tanto placen a los otros. 
Los otros siempre han escogido las leyendas. Eso es lo que buscas en realidad, ¿no es cierto? —Su voz 
368
se alzó, al tiempo que se incorporaba ligeramente en la silla, como si sus palabras irritadas le impulsaran 
a ponerse en pie—. Una historia de nuestra creación, análoga al Génesis de los hebreos, a las epopeyas 
de Hornero, a los balbuceos de vuestros poetas romanos, Ovidio y Virgilio: una gran confusión de 
deslumbrantes símbolos de los cuales se supone que ha surgido la vida misma. —Estaba en pie y 
hablando a gritos, las venas le sobresalían en la negra frente y su mano era un puño sobre el escritorio—. 
Es el tipo de narración que llena los documentos de estas salas, que emerge en fragmentos de los 
himnos y de los encantamientos. ¿Quieres oírla? Es tan cierta como cualquier otra. 
»—Cuéntame lo que quieras —respondí, tratando de mantener la calma. El volumen de su voz me 
lastimaba los oídos. Y escuché algo que se agitaba en las estancias cercanas. Otras criaturas como 
aquel ser enjuto y seco que me había conducido allí rondaban por las proximidades. 
»—Y puedes empezar —añadí con acritud— confesándome por qué has acudido a mi casa aquí, en 
Alejandría. Has sido tú quien me ha traído aquí. ¿Por qué? ¿Para burlarte de mí? ¿Para insultarme por 
haberte preguntado cómo empezó esto? 
»—Cálmate. 
»—Lo mismo te digo. 
»Me miró de arriba abajo parsimoniosamente y sonrió. Abrió las manos como en gesto de saludo o de 
ofrecimiento, y se encogió de hombros. 
»—Quiero que me hables de la calamidad —insistí—. Te suplicaría que me lo contaras, si así pudiera 
conseguirlo. ¿Qué puedo hacer para convencerte? 
»Su rostro experimentó varias transformaciones notables. Pude notar sus pensamientos, pero no 
oírlos. Noté un estado de ánimo muy exaltado y, cuando habló de nuevo, su voz sonó más espesa, como 
si estuviera conteniendo la pena. Como si ésta le estuviera estrangulando. 
»—Escucha nuestra vieja historia —dijo—. En los tiempos remotos antes de la invención de la 
escritura, el buen dios Osiris, el primer faraón de Egipto, fue asesinado por hombres malvados. Y cuando 
Isis, su esposa, juntó de nuevo todas las partes de su cuerpo, Osiris se convirtió en inmortal y, desde ese 
instante, pasó a gobernar el reino de los muertos, el reino de la Luna y de la noche, y a recibir los 
sacrificios de sangre para la gran diosa, que él bebía. Pero los sacerdotes intentaron robarle el secreto de 
la inmortalidad y, por ello, su culto se hizo secreto y sus templos fueron conocidos sólo por aquellos de 
sus seguidores que le protegían del dios Sol, el cual podía en cualquier momento tratar de destruir a 
Osiris con sus rayos ardientes. Pero bajo esta leyenda puede adivinarse lo que sucedió en realidad. Ese 
antiguo rey descubrió algo (o, más bien, fue víctima de algún desagradable suceso) y se convirtió en un 
ser sobrenatural dotado de un poder que, en manos de quienes le rodeaban, podía ser utilizado para 
hacer un mal incalculable; por ello, el rey creó en torno a sí un culto con la intención de contener ese mal 
mediante las ceremonias y los mandamientos, de limitar La Poderosa Sangre a quienes la utilizaran 
únicamente para magia blanca. Y de ahí salimos. 
»—¿Y la Madre y el Padre son Isis y Osiris? 
»—Sí y no. La Madre y el Padre son los dos primeros. Isis y Osiris son los nombres que utilizaron en 
las leyendas que contaron, o que les dio ese viejo culto en el que se injertaron. 
369
»—¿Cuál fue el accidente, entonces? ¿Cómo se descubrió eso? 
»El ser me miró largo rato en silencio y se sentó de nuevo, volviendo el rostro a un lado. Su mirada se 
perdió en el vacío como antes. 
»—¿Por qué debería contártelo? —exclamó; esta vez, sin embargo, puso un renovado énfasis en la 
pregunta, como si realmente se lo estuviera preguntando y tuviera que encontrar una respuesta—. ¿Por 
qué tendría que hacer nada? Si la Madre y el Padre no se levantan de las arenas para salvarse a sí 
mismos cuando el Sol asoma por el horizonte, ¿por qué debería yo moverme, o hablar, o continuar con 
esto? 
»—¿Fue eso lo que sucedió, que la Madre y el Padre quedaron expuestos al sol? 
»Mi interlocutor alzó de nuevo los ojos hacia mí. 
»—Fueron dejados al sol, mi querido Marius —murmuró. El hecho de que conociera mi nombre me 
desconcertó—. Dejados al sol. La Madre y el Padre no se mueven por propia voluntad, salvo de vez en 
cuando para cuchichearse cosas entre ellos, para apartar de sí a aquellos de nosotros que acudimos a 
ellos en busca de su sangre curativa. Ellos podrían curar a todos los que hemos sido quemados, si nos 
permitieran beber su sangre redentora. El Padre y la Madre han existido durante cuatro mil años y 
nuestra sangre se hace más fuerte con cada estación que transcurre, con cada nueva víctima. Se hace 
más fuerte incluso con el ayuno, pues, cuando éste termina, gozamos de un nuevo vigor. Pero el Padre y 
la Madre no se preocupan por sus hijos. Y ahora parece que tampoco se preocupan por sí mismos. 
¡Quizá, después de cuatro mil años de noches, deseaban simplemente ver el sol! Desde la llegada de los 
griegos a Egipto, desde la perversión del viejo arte, no han vuelto a dirigirnos la palabra. No nos han 
permitido ver ni un parpadeo de sus ojos. ¡Y qué es hoy Egipto, sino el granero de Roma! Cuando la 
Madre y el Padre nos golpean para apartarnos de las venas de sus cuellos, son como de hierro y pueden 
aplastarnos los huesos. Y si ellos ya no se preocupan de nada, ¿por qué debería hacerlo yo? 
»Le estudié un largo instante y, por fin, pregunté: 
»—¿Y dices que ha sido esto lo que ha causado las quemaduras de los demás? ¿El hecho de que el 
Padre y la Madre quedaran expuestos al sol? 
»El asintió. 
»—Nuestra sangre viene de ellos —dijo—. Es la suya por transmisión directa, y lo que les sucede a 
ellos repercute en nosotros. Si ellos se queman, nosotros también. 
»—¡Estamos vinculados a ellos! —susurré, asombrado. 
»—Exacto, mi querido Marius —asintió, mirándome atentamente como si disfrutara con mi temor—. 
Por eso han permanecido guardados durante mil años; por eso les son ofrecidas víctimas en sacrificio; 
por eso son adorados. Lo que les sucede a ellos, nos sucede a nosotros. 
»—¿Quién lo hizo? ¿Quién los puso al sol? 
»El ser se echó a reír sin emitir sonido alguno. 
»—El encargado de su custodia —dijo a continuación—. Su guardián, que no pudo soportarlo más, 
que llevaba demasiado tiempo en su solemne cargo, que no logró convencer a nadie más para que 
370
aceptara la carga y finalmente, entre sollozos y estremecimientos, los llevó a los dos a las arenas del 
desierto y los dejó allí como dos estatuas. 
»—Y mi destino está vinculado a esto —murmuré. 
»—Sí, pero no creo que el encargado de su custodia conservara su fe en ello. Para él, sólo debía 
tratarse de una vieja leyenda. Al fin y al cabo, como te he dicho, la Madre y el Padre eran adorados, 
venerados por nosotros igual que nosotros lo somos por los mortales, y nadie había osado nunca 
hacerles daño. Nadie les había acercado una antorcha para comprobar si el resto de nosotros sentía 
dolor. No, el guardián no creía en eso. Los dejó en el desierto, y esa noche, cuando abrió los ojos en el 
sarcófago y se encontró convertido en un horror carbonizado e irreconocible, rompió a gritar 
inconteniblemente. 
»—Y tú les volviste a llevar bajo tierra, ¿no es eso? 
»—Sí. 
»—Y están tan ennegrecidos como tú... 
»—No —cortó la frase, moviendo la cabeza—. Su piel adquirió sólo un tono dorado, bronceado, como 
la carne que da vueltas en el asador. Sólo eso. Y siguen tan hermosos como antes, como si la belleza se 
hubiera convertido en parte de su herencia, en parte esencial de lo que estamos destinados a ser. Sus 
miradas siguen fijas al frente como siempre, pero ya no inclinan sus cabezas hacia el otro, ya no emiten 
murmullos al ritmo de sus secretos diálogos, ya no nos permiten beber su sangre. Y tampoco dan cuenta 
de las víctimas que les traemos, salvo muy de vez en cuando, y siempre en la soledad de su intimidad. 
Nadie sabe cuándo van a beber y cuándo no. 
»Moví la cabeza de un lado a otro. Me balanceé hacia adelante y hacia atrás con la cabeza inclinada y 
la vela parpadeando en mi mano, sin saber qué decir a todo aquello. Necesitaba tiempo para asimilarlo. 
»El me indicó con un gesto que me acomodara en el sillón al otro lado del escritorio y, sin pensármelo 
dos veces, obedecí. 
»—Pero, ¿no estaba escrito que todo esto sucedería, romano? —dijo entonces—. ¿No estaba escrito 
que encontrarían la muerte en las arenas, silenciosos e inmóviles como estatuas abandonadas después 
del saqueo de una ciudad por el ejército conquistador? ¿No estaba escrito que todos nosotros 
muriéramos también? Fíjate en Egipto. ¿Qué es hoy, vuelvo a preguntarte, sino el granero de Roma? 
¿No estaba escrito que los dos se quemaran allí día tras día mientras todos nosotros ardíamos como 
estrellas por todo el mundo? 
»—¿Dónde están? —pregunté. 
»—¿Por qué quieres saberlo? —replicó en tono de sorna—. ¿Por qué habría de revelarte el secreto? 
Ya no pueden ser rotos en pedazos; son demasiado fuertes para ello y los cuchillos podrían apenas 
arañarles la piel. No obstante, hazles un corte y nos cortarás a todos. Quémales y todos arderemos. Pero 
esas mismas sensaciones que nos causan, ellos las sienten muy amortiguadas, porque su edad les 
protege. ¡Y, con todo, basta con causarles una ligera molestia para que nos destruyan a todos! ¡Ni 
siquiera parecen ya necesitar la sangre! Quizá también sus mentes están unidas a las nuestras. Tal vez 
la pena que sentimos, la lástima y el horror ante el destino del propio mundo, proceden de sus mentes, de 
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los que sueñan encerrados en sus cámaras. No, no puedo decirte dónde están, ¿no te parece? Hasta 
que decida de una vez que soy indiferente, que es hora de que desaparezcamos. 
»—¿Dónde los tienes? —repetí. 
»—¿Por qué no habría de hundirlos en las profundidades del mar —insistió él—, hasta el día en que la 
tierra misma los levante hacia la luz del sol sobre la cresta de una gran ola? 
»No respondí. Me quedé mirándole, asombrado ante su agitación, comprendiendo lo que sentía y, al 
propio tiempo, presa de un temor reverencial. 
»—¿Por qué no habría de enterrarles en las profundidades de la Tierra, en sus entrañas más oscuras, 
más allá del menor asomo de vida, y dejarles reposar allí en silencio, no importa lo que ellos piensen o 
sientan? 
»¿Qué podía responderle yo? Le observé y esperé a que se calmara un poco. El me miró y su 
expresión se volvió apacible, casi confiada. 
»—Dime cómo se convirtieron en la Madre y el Padre —insistí. 
»—¿Por qué? 
»—¡Sabes muy bien por qué! ¡Quiero saberlo! ¿Por qué acudiste a mi dormitorio si no tenías intención 
de contármelo? 
»—¿Y qué si lo hice? —replicó él con acritud—. ¿Qué, si quise ver al romano con mis propios ojos? 
Nosotros moriremos, y tú con nosotros. Por eso quería ver nuestra magia en una nueva forma. ¿Quién 
nos adora hoy, al fin y al cabo? ¿Unos guerreros de cabellos rubios en los bosques del norte? ¿Unos 
antiquísimos egipcios en las criptas secretas bajo la arena? No vivimos en los templos de Grecia o Roma. 
Nunca lo hemos hecho. Y, sin embargo, en ambos lugares se rinde culto a nuestro mito, a ese único mito. 
Allí se invocan los nombres de la Madre y del Padre... 
»—Nada de eso me importa —declaré—. Y tú lo sabes. Tú y yo somos iguales. ¡No tengo intención de 
volver a los bosques del norte y crear una raza de dioses para esa gente! ¡He venido aquí para saber y tú 
debes explicarme! 
>>—Está bien. Te lo contaré y así entenderás la futilidad de todo esto, así comprenderás el silencio de 
la Madre y del Padre. Pero ten presente lo que te digo: todavía puedo acabar con todos nosotros. 
¡Todavía puedo hacer arder a la Madre y al Padre en el calor de un horno! Pero dejémonos de prolijos 
preámbulos y de palabras altisonantes. Suprimiremos los mitos que murieron en la arena el día en que el 
Sol brilló sobre la Madre y el Padre. Te contaré todo lo que revelan esos papiros dejados por el Padre y la 
Madre. Deja esa vela en la mesa y presta atención. 
372
10 
»—Lo que te dirían los papiros, si pudieras descifrarlos —declaró—, es que hubo dos seres humanos, 
Akasha y Enkil, que habían llegado a Egipto procedentes de otras tierras más antiguas. Esto sucedió 
mucho antes de la primera escritura, antes de la primera pirámide, cuando los egipcios aún eran 
caníbales que devoraban los cuerpos de los enemigos. 
»" Akasha y Enkil apartaron a esas gentes de tales prácticas. Eran adoradores de la Buena Madre 
Tierra y enseñaron a los egipcios a sembrar las semillas en la Buena Madre y a domesticar animales para 
obtener de ellos carne, leche y pieles.” 
»"Con toda probabilidad, Akasha y Enkil no estaban solos en su tarea de enseñar a los primitivos 
egipcios, sino que eran más bien los jefes de un pueblo que había llegado con ellos desde otras ciudades 
aún más antiguas cuyos nombres se han perdido ya bajo las arenas del Líbano y cuyos monumentos han 
quedado reducidos a polvo.” 
»"Sea como sea, los dos eran gobernantes benevolentes para los cuales el principal valor era el 
bienestar de los demás; la Buena Madre era la Madre Nutriente que deseaba que todos los hombres 
vivieran en paz, y ambos decidían sobre todos los asuntos de administración de justicia en las tierras 
emergidas.” 
»"Tal vez habrían entrado en la mitología de una forma más benigna de no haber sido por un trastorno 
en la casa del mayordomo real, que se inició con las travesuras de un demonio que lanzaba los muebles 
y objetos de un lado a otro.” 
»"En realidad, no se trataba más que de un demonio vulgar, de esos cuyas tropelías oye uno 
comentar en cualquier época y lugar. Uno de esos que trastorna durante un tiempo a los que viven en 
determinado sitio, que a veces entra en el cuerpo de algún inocente y ruge por boca de éste con voz 
estentórea, y puede obligar a su víctima a mascullar procacidades y proposiciones carnales a quienes la 
rodean. ¿Sabes a qué me refiero?” 
»Asentí. Le dije que siempre se oyen historias así. Se decía que uno de tales demonios había poseído 
a una virgen vestal en Roma. Esa muchacha empezó a hacer proposiciones obscenas a todos los que la 
rodeaban, mientras su rostro se volvía morado debido al esfuerzo, y luego se desvaneció. Pero, al 
despertar, el demonio había desaparecido misteriosamente. 
»—Yo pensé —le dije— que la muchacha estaba loca. Que, digámoslo así, no era la persona indicada 
para ser una virgen vestal... 
»—¡Por supuesto! —exclamó mi interlocutor con una voz cargada de ironía—. Yo también lo habría 
pensado, y casi cualquier hombre inteligente que recorre las calles de Alejandría sobre nuestras cabezas. 
Pero tales historias surgen y desaparecen. Y, si por algo son notables, es porque no afectan al curso 
de los acontecimientos humanos. Esos demonios pueden perturbar una familia, alguna persona en 
concreto, pero luego caen en el olvido y volvemos a estar como al principio. 
373
»—Exactamente. 
»—Pero ahora entiende que te estoy hablando de un Egipto remotísimo. Eran tiempos en que el 
hombre se ocultaba del trueno o comía el cuerpo de los muertos para absorber su espíritu. 
»—Entiendo —asentí. 
»—Y este buen rey Enkil decidió dirigirse personalmente al demonio que había entrado en casa de su 
mayordomo. Aquel ser, anunció, estaba privado de armonía. Por supuesto, los magos reales le suplicaron 
que les permitiera ocuparse de la expulsión del demonio, pero éste era un rey que buscaba el bien para 
todos. Tenía el ideal de que todo lo existente se uniera en la bondad, de todas las fuerzas confluyendo en 
el mismo rumbo divino. El le hablaría a aquel demonio, trataría de reconducir su poder, por así decirlo, 
para el bien de todos. Y únicamente si no lo conseguía, consentiría en que el demonio fuera expulsado. 
»"Y así el rey entró en la casa de su siervo, donde los muebles volaban de una pared a otra, y las 
jarras se rompían y las puertas batían solas. Y empezó a hablar con aquel demonio y a invitarle a 
responder. Todos los demás huyeron del lugar.” 
»"Toda una noche pasó antes de que saliera de la casa embrujada y, cuando lo hizo, explicó cosas 
sorprendentes” 
»"—Estos demonios son infantiles y estúpidos —explicó a sus magos—, pero he estudiado su 
conducta y he descubierto la razón de que demuestren esa rabia. Están furiosos por no tener cuerpo, por 
no tener sentidos como los nuestros. Obligan a la inocente víctima a gritar porquerías porque los ritos del 
amor y de la pasión son cosas que no tienen modo de conocer. Pueden hacer moverse las partes del 
cuerpo pero no habitan en ellas realmente, y por eso están obsesionados con la carne que no pueden 
invadir. Y usan sus débiles poderes para hacer volar objetos y para obligar a sus víctimas a retorcerse y 
dar saltos. Este anhelo de ser carnales es el origen de su furia, la demostración del sufrimiento que es su 
destino.” 
»"Y tras estas piadosas palabras, se dispuso a encerrarse de nuevo en la casa endemoniada para 
aprender más cosas. Pero esta vez su esposa se interpuso en su camino. No estaba dispuesta a permitir 
que volviera con los demonios. Le dijo al rey que se mirara en el espejo. En las escasas horas que había 
pasado a solas en la casa, había envejecido considerablemente. Y, cuando vio que no podría hacerle 
desistir, se encerró en la casa con él, y todos los que esperaban fuera escucharon el estruendo del 
interior temerosos de que, en cualquier momento, se oyera también a la pareja soltando alaridos o 
rugiendo como posesos. El ruido de las estancias interiores resultaba alarmante. Empezaron a aparecer 
grietas por las paredes.” 
»"Como la vez anterior, todos huyeron, salvo un reducido grupo de hombres interesados. Estos 
hombres habían sido enemigos del rey desde el principio del reino. Eran viejos guerreros que habían 
conducido las expediciones de Egipto en busca de carne humana y que ya estaban hartos de la bondad 
del rey, de la Buena Madre, de los cultivos y de todo lo demás. Estos hombres vieron en aquella aventura 
espiritista no sólo una muestra más de la vana necedad del rey, sino una situación que, pese a todo, les 
proporcionaba una buena oportunidad. 
374
»"Al caer la noche, se introdujeron en la casa. Eran hombres intrépidos, como lo son los ladrones de 
tumbas que saquean las sepulturas de los faraones. Tenían fe, pero no la suficiente para poner coto a su 
codicia.” 
»"Y cuando vieron a Enkil y Akasha juntos en medio de la estancia por la que volaban los objetos, se 
les arrojaron encima y apuñalaron una y otra vez al rey como vuestros senadores romanos apuñalaron a 
César. Y también acuchillaron a la reina, la única testigo. Y el rey exclamó al verse herido” 
»"—¡No! ¿No comprendéis lo que habéis hecho? ¡Habéis abierto a los espíritus un camino por el que 
entrar! ¿No lo entendéis?” 
»"Pero los hombres huyeron, seguros de la muerte del rey y de la reina, que yacía arrodillada y 
sostenía en sus manos la cabeza de su esposo. Ambos sangraban por más heridas de las que uno 
podría contar.” 
»"A continuación, los conspiradores incitaron al pueblo. Que todo el mundo supiera que el rey había 
sido muerto por los espíritus, anunciaron, añadiendo que hubiera debido dejar los demonios a sus magos, 
como habría hecho cualquier otro rey. Y, portando antorchas, todos acudieron a la casa endemoniada 
que, de pronto, había quedado en absoluta calma.” 
»"Los conspiradores urgieron a los magos a entrar, pero éstos tenían miedo.” 
»"—Entonces, entraremos nosotros y veremos qué ha sucedido —resolvieron los malvados, y abrieron 
las puertas.” 
»"Allí estaban el rey y la reina, contemplando tranquilamente a los conspiradores. Todas sus heridas 
estaban curadas, sus ojos despedían una luz espectral, su piel tenía un tenue resplandor blanquecino y 
su cabello poseía un brillo esplendoroso. La pareja salió de la casa mientras los conspiradores huían 
aterrados, despidió a la multitud y a los sacerdotes y regresó sin acompañantes al palacio.” 
»"Y, aunque no se lo confiaron a nadie, supieron qué les había sucedido. A través de las heridas, el 
demonio había penetrado en ellos en el instante en que la vida mortal iba a escapárseles. Pero fue la 
sangre lo que impregnó aquel demonio en el momento crepuscular en que el corazón casi se detenía. Tal 
vez era aquélla la sustancia que siempre había buscado en su rabia ciega, la sustancia que había 
intentado obtener de sus víctimas en sus arrebatos, pero que nunca había conseguido porque no lograba 
infligir suficientes heridas a su víctima sin que ésta muriese. Pero ahora estaba en la sangre, y ésta no 
era meramente el demonio, ni tampoco la sangre del rey y de la reina, sino una combinación de lo 
humano y lo demoníaco que constituía algo completamente distinto.” 
»"Y lo único que quedó del rey y de la reina fue lo que aquella sangre podía animar, lo que podía 
impregnar y reclamar para sí. Sus cuerpos estaban muertos a todo lo demás, pero la sangre fluía por sus 
cerebros y sus corazones y sus pieles y, gracias a ello, la inteligencia del rey y de la reina permaneció 
viva. Sus almas, si lo prefieres, sobrevivieron, pues las almas residen en esos órganos, aunque no 
sepamos la razón. Y, aunque la sangre del demonio no tenía voluntad propia, carácter propio que el rey y 
la reina pudieran percibir, el rojo líquido potenció sus mentes y sus voluntades, fluyendo por los órganos 
que crean el pensamiento. Y añadió a las voluntades sus propios poderes puramente espirituales, de 
375
modo que el rey y la reina podían escuchar los pensamientos de los mortales y percibir y comprender 
cosas que estaban vedadas a los mortales.” 
»"En suma, el demonio había dado y había tomado, y el rey y la reina eran Seres Nuevos. Ya no 
podían comer alimentos, ni crecer, ni morir, ni tener hijos, pero podían sentir con una intensidad que los 
aterró. Y el demonio obtuvo lo que buscaba: un cuerpo en el cual vivir, una vía para estar por fin en el 
mundo, un modo de sentir.” 
»"Pero después llegó otro descubrimiento aún más espantoso: que debía mantener animados 
aquellos cuerpos muertos, que la sangre debía recibir su alimento. Y lo único que podía similar para su 
uso era la misma sustancia de la que estaba hecha. De sangre. ¡Que penetrara más sangre! ¡Que más 
sangre recorriera cada rincón de aquellos cuerpos en los que disfrutar de tan maravillosas sensaciones! 
Su sed de sangre era insaciable.” 
»"El demonio les tenía sometidos. Los dos reyes eran Bebedores de la Sangre. Nunca sabremos si el 
demonio supo de ellos, pero el rey y la reina sí se dieron cuenta de que tenían el demonio dentro y no 
podían librarse de él y de que morirían si lo hacían, pues sus cuerpos estaban muertos. Y supieron al 
instante que aquellos cuerpos muertos, animados como estaban por aquel fluido demoníaco, no podían 
soportar el fuego ni la luz del sol. Por una parte, parecían frágiles flores blancas que el calor diurno del 
desierto podía marchitar y ennegrecer. Por otra, la sangre de su interior parecía ser tan volátil que 
herviría con el calor, destruyendo así las fibras por las que corría.” 
»"Se ha dicho que, en esos primeros tiempos, no podían soportar ninguna iluminación brillante, que 
incluso un fuego cercano podía hacer que su piel humeara.” 
»"En todo caso, representaban un nuevo orden de seres y sus pensamientos correspondían a su 
condición, y los reyes trataron de entender las cosas que veían, las situaciones que les afectaban en su 
nuevo estado.” 
»"No están registrados todos los acontecimientos. No existe nada en la tradición, tanto escrita como 
oral, acerca de cuándo escogieron por primera vez trasmitir la sangre, o de cómo determinaron el modo 
en que debe realizarse: vaciando de sangre a la víctima casi hasta el momento crepuscular previo a la 
muerte, o de lo contrario la sangre demoníaca insuflada en él no podría adueñarse del cuerpo.” 
«"Sabemos, en cambio, por la tradición no escrita, que el rey y la reina trataron de mantener en 
secreto lo que les había sucedido, pero su ausencia durante el día despertó sospechas entre el pueblo 
pues les impedía asistir a las ceremonias religiosas en la tierra.” 
»"Y así sucedió que, antes de poder llegar a conclusiones más claras, tuvieron que conducir a las 
masas a un culto a la Buena Madre bajo la luz de la Luna.” 
»"Con todo, no pudieron protegerse de los conspiradores, que seguían sin entender su recuperación y 
trataron de deshacerse de ellos nuevamente. El ataque llegó pese a todas las precauciones y la fuerza 
de los reyes se demostró abrumadora para los conspiradores, en quienes sembró el pánico el hecho de 
que las heridas que lograban infligirles curaran milagrosamente al instante. Al rey le cercenaron un brazo 
y se lo volvió a poner en el hombro; el miembro revivió y los conspiradores huyeron.” 
376
«"Gracias a estos ataques, a estas batallas, entraron en posesión del secreto no sólo los enemigos del 
rey, sino también los sacerdotes.” 
»"Y ya nadie quiso destruir al rey y a la reina; al contrario, quisieron tomarles prisioneros y obtener de 
ellos el secreto de la inmortalidad. Trataron de tomar su sangre, pero sus primeros intentos fracasaron.” 
»"Los que bebieron no llegaron al borde de la muerte y por ello se convirtieron en criaturas híbridas, 
medio dioses y medio hombres, y murieron de terribles maneras. Pero algunos lo lograron. Quizá 
vaciaron sus venas primero. No hay registros al respecto. Pero en épocas posteriores, éste ha sido 
siempre un modo de conseguir la sangre.” 
»"Tal vez la Madre y el Padre decidieron tener compañía de su especie. Quizá por soledad y miedo, 
decidieron transmitir el secreto a los mortales de temple en quienes pudieran confiar. Tampoco de esto 
hay constancia. Sea como fuere, pasaron a existir otros Bebedores de la Sangre, y el método para 
crearlos acabó por conocerse.” 
»"Los papiros nos cuentan que la Madre y el Padre trataron de triunfar en su adversidad. Trataron de 
encontrar una razón a lo sucedido y se convencieron de que aquella intensificación de sus sentidos debía 
ponerse al servicio de algo bueno. Al fin y al cabo, la Buena Madre había permitido que todo aquello 
sucediera, ¿verdad?” 
»"Era preciso santificar y contener en el misterio lo sucedido o, de lo contrario, Egipto se convertiría en 
una raza de demonios Bebedores de Sangre que dividirían el mundo en los que beben la sangre y los 
que sólo son alimentados para entregarla, una tiranía que, una vez establecida, nunca más podría ser 
rota con la sola fuerza del hombre mortal.” 
»"Así, los buenos reyes escogieron el camino del ritual, del mito. Vieron en sí mismos la imagen de la 
luna creciente y la luna menguante, y en el acto de beber la sangre al dios encarnado que se toma a sí 
mismo en sacrificio, y utilizaron sus poderes superiores para adivinar, predecir y juzgar. Se vieron a sí 
mismos aceptando sinceramente la sangre ofrecida al dios, que de otro modo corría por el altar. 
Envolvieron en el símbolo y el misterio aquello cuya divulgación no podía permitirse y desaparecieron de 
la vista de los hombres en el interior de los templos, para ser adorados por aquellos que les podían 
proporcionar sangre. Reclamaron para sí los sacrificios más convenientes, los que se habían hecho 
siempre por el bien de la Tierra. Inocentes, intrusos, malhechores, bebieron la sangre por la Madre y por 
el Bien.” 
»"Dieron vida al mito de Osiris, basado en parte en sus propios y terribles sufrimientos: el ataque de 
los conspiradores, la recuperación, la necesidad de vivir en el reino de las sombras, el mundo más allá de 
la vida, la imposibilidad de volver a caminar a la luz del sol. E injertaron el mito en otras historias más 
antiguas de dioses que se agitan en su amor por la Buena Madre, que ya existían en la Tierra de la que 
habían llegado.” 
»"Y así nos llegaron sus historias, esos relatos que han traspasado los límites de los lugares secretos 
en los que eran adorados la Madre y el Padre, en los que moraban los que ellos habían creado con la 
sangre.” 
377
»"Ya eran viejos cuando el primer faraón construyó una pirámide y los primeros textos ya recogen su 
existencia de forma fragmentaria y extraña.” 
»"Un centenar de otros dioses gobernaban Egipto, como sucede en todas las tierras. Pero el culto a la 
Madre y al Padre se mantuvo secreto y poderoso. Un culto al que los devotos acudían para escuchar la 
voz silenciosa de los dioses, a compartir sus sueños.” 
»"No hay noticia de quiénes fueron los primeros a quienes trasmitieron la sangre la Madre y el Padre. 
Sólo sabemos que difundieron la religión a las islas del gran mar y a las tierras de los dos ríos y a los 
bosques del norte. Que en santuarios de diversos lugares, el dios lunar gobernaba y bebía sus sacrificios 
de sangre y utilizaba sus poderes para mirar en los corazones de los hombres. Durante los periodos entre 
sacrificios, en los ayunos, la mente del dios podía abandonar su cuerpo; podía cruzar los cielos y 
aprender mil cosas. Y los mortales de más pureza de corazón podían acudir al santuario y escuchar la 
voz del dios, y éste la suya.” 
»"Pero ya antes de mi tiempo, hace mil años, todo aquello no era más que una leyenda vieja e 
incoherente. Los dioses de la Luna habían regido Egipto durante tal vez tres mil años. Y la religión había 
sido atacada muchas veces.” 
»"Cuando los sacerdotes egipcios se pasaron al dios Sol, Amor Ra, abrieron las criptas del dios de la 
Luna y dejaron que el Sol le redujera a cenizas. Y muchos de nuestra raza fueron destruidos. Lo mismo 
sucedió cuando los primeros guerreros bárbaros irrumpieron en Grecia y arrasaron los santuarios y 
mataron aquello que les resultaba incomprensible.” 
»"Ahora, el balbuceante oráculo de Delfos gobierna donde en otro tiempo lo hicimos nosotros, y otras 
estatuas se alzan donde estuvieron nuestros centros de culto. Nuestro último reducto de poder se 
extiende por los bosques del norte de los que saliste, entre los que todavía bañan nuestros altares con la 
sangre de los malhechores, y en los pequeños pueblos de Egipto, donde un par de sacerdotes atiende al 
dios de la cripta y permite a los fíeles llevar ante su dios a algún delincuente, pues no pueden llevarse al 
inocente sin levantar sospechas y, de malhechores y forasteros, siempre hay alguno a disposición. Y en 
el corazón de las junglas de África, cerca de las ruinas de viejas ciudades que nadie recuerda, también 
allí somos obedecidos todavía.” 
»"Pero nuestra historia está salpicada de relatos de herejes: Bebedores de la Sangre que no buscan 
guía y consejo en la diosa y que siempre utilizan sus poderes como les viene en gana.” 
»"En Roma, en Atenas, en todas las ciudades del Imperio, viven quienes no acatan las leyes del bien 
y del mal y emplean sus poderes para sus propios fines.” 
»"Y también ellos han sufrido una muerte horrible en el calor y las llamas, igual que les ha sucedido a 
los dioses de los bosques y de los santuarios y, si alguno ha sobrevivido, probablemente no tiene la 
menor idea de que todos estábamos sometidos a la llama letal, de que la Madre y el Padre han sido 
expuestos al sol de esta manera.” 
»El Viejo suspendió su relato en este punto. 
»Estaba estudiando mi reacción. La biblioteca se hallaba en silencio. Si los demás acechaban tras las 
paredes, no podía percibir su presencia. 
378
»—¡No me creo una sola palabra de eso! —proclamé. 
»El Viejo me miró unos instantes con muda estupefacción y luego se echó a reír inconteniblemente. 
»En un acceso de rabia, abandoné la biblioteca, crucé las salas del templo y ascendí por el túnel 
hasta la calle. 
379
11 
»Aquello, abandonar un lugar a cajas destempladas, interrumpir bruscamente una conversación y 
marcharse, era un comportamiento muy inhabitual en mí. Jamás había hecho una cosa semejante 
cuando era un mortal, pero, como ya he dicho, me hallaba al borde de la locura, de la primera locura que 
padecemos muchos de nosotros, en especial aquellos que han sido transformados, por la fuerza, en lo 
que somos. 
Regresé a mi casita, cerca de la gran biblioteca de Alejandría, y me tumbé en el lecho como si 
realmente pudiera echarme a dormir y escapar de todo aquello. 
»"Una estupidez sin sentido" murmuré para mí. 
»Pero cuanto más pensaba en el relato del Viejo, más sentido le encontraba. Tenía sentido que algo 
contenido en mi sangre me impulsaba a beber más sangre. Tenía sentido que ese algo potenciaba todas 
mis sensaciones y que mantenía en funcionamiento mi cuerpo —una mera imitación, ahora, de un cuerpo 
humano—, cuando éste debería haberse colapsado. Y también tenía sentido que aquello carecía de 
inteligencia propia y, pese a ello, era un poder, una fuerza organizada con un deseo propio de vivir. 
»Y, finalmente, tenía sentido que todos estuviésemos conectados con la Madre y el Padre, pues se 
trataba de algo espiritual y carecía de otros límites físicos que los del cuerpo individual del que se hubiese 
adueñado. Aquello, aquel “algo”, era la vid y nosotros los racimos, diseminados a grandes distancias pero 
conectados entre sí por los finos sarmientos que se extendían a lo largo y ancho de todo el mundo »Ésta 
era la razón de que los dioses pudieran oírse tan bien entre ellos, de que yo conociera la presencia de los 
otros en Alejandría antes incluso de que me llamaran. Ésta era la razón de que hubieran podido acudir a 
mi encuentro en mi casa y de que me hubieran sabido conducir a la puerta secreta. 
»Muy bien, tal vez fuera verdad. Y tal vez, como había dicho el viejo, aquella fusión de una fuerza 
inefable con un cuerpo y una mente humanos que había dado lugar a los Nuevos Seres había sido 
realmente un accidente. 
»Aun así, no me gustó la idea. 
»Me rebelé contra ella porque, si algo era yo, era un individuo, un ser único, con un profundo sentido 
de mis propios derechos y prerrogativas. No advertía que fuera huésped de un ente extraño. Seguía 
siendo Marius, no importaba lo que hubieran hecho conmigo. 
«Finalmente, sólo me quedó un único pensamiento: si estaba vinculado con aquellos seres, con la 
Madre y el Padre, tenía que verlos y cerciorarme de que estaban a salvo. No podía vivir con la 
incertidumbre de saber que podía morir en cualquier momento por culpa de una alquimia que me 
resultaba incomprensible e imposible de controlar. 
380
»Pero no regresé al templo subterráneo. Pasé las noches siguientes saciándome de sangre hasta que 
mis abatidos pensamientos quedaron ahogados en ella; luego, de madrugada, deambulaba por la gran 
biblioteca de Alejandría, devorando libros como siempre había hecho. 
»Parte de mi locura se desvaneció. Dejé de sentir añoranza por mi familia mortal. Desapareció mi 
irritación contra aquel condenado ser del templo bajo tierra y pensé, más bien, en aquella nueva fuerza 
que poseía. Viviría siglos enteros y conocería la respuesta a interrogantes de todo tipo. ¡Sería la 
conciencia continua de las cosas con el paso del tiempo! Y, mientras sólo tomara mis presas entre los 
malhechores, podría soportar mi sed de sangre, deleitarme con ella, de hecho. Y cuando llegara el 
momento indicado, procedería a crear a mis compañeros, y los crearía bien. 
»¿Qué quedaba, entonces? Regresar ante el Viejo y descubrir dónde había ocultaba a la Madre y al 
Padre. Y ver a estos dos seres con mis propios ojos. Y hacer precisamente lo que el Viejo había 
amenazado con hacer, sepultarlos en la tierra a tal profundidad que ningún mortal pudiera encontrarlos y 
dejarlos expuestos a la luz. 
»Era fácil pensar en ello; era sencillo imaginarles muriendo de aquella forma tan simple. 
»Cinco noches después de la conversación con el Viejo, cuando todos estos pensamientos hubieron 
tenido tiempo de desarrollarse en mi mente, me acosté a descansar en mi alcoba, con las lámparas 
brillando tras las delicadas cortinas del lecho como aquella otra noche. Bajo una luz dorada y difusa, 
presté atención a los sonidos de la Alejandría dormida y me perdí en brumosas ensoñaciones. 
Disgustado conmigo mismo por no haber regresado a verle, me pregunté si el Viejo volvería a visitarme. 
Y, en el preciso instante en que tal pensamiento aparecía en mi mente advertí que una silueta inmóvil 
ocupaba el umbral de la puerta. 
»Alguien me estaba observando. Lo noté perfectamente. Para ver de quién se trataba, no tenía más 
que volver la cabeza. Entonces sería el momento de tomar la voz cantante frente al Viejo. Le diría: "Así 
que has salido de la soledad y el desencanto y ahora quieres seguir hablando conmigo, ¿no? ¿Por qué 
no vuelves allí y te sientas en silencio a herir a tus espectrales compañeros, a esa fraternidad de las 
cenizas?". Por supuesto, no iba a decirle tales cosas, pero no quise renunciar a pensarlas y a permitir al 
Viejo —si era él, efectivamente, quien estaba a la puerta de la alcoba— que las escuchara. 
»La figura del umbral de la alcoba no se marchó. 
¡¡Lentamente, volví los ojos en dirección a la puerta y allí, de pie, descubrí a una mujer. Y no una 
mujer cualquiera, sino una espléndida egipcia de piel bronceada, ataviada con artísticas joyas y vestida 
como las antiguas reinas con telas vaporosas y plisadas, cuyo cabello negro le caía hasta los hombros, 
entretejido de hilos de oro. Emanaba de ella una fuerza inmensa, una invisible e impresionante sensación 
de su presencia, de su materialización en aquella estancia minúscula e insignificante. 
»Me incorporé en el lecho y aparté las cortinas, al tiempo que las lámparas de la alcoba se apagaban. 
Vi el humo que se elevaba de sus mechas en la oscuridad, volutas grises como serpientes retorciéndose 
hacia el techo para al fin desaparecer. La mujer seguía allí; la escasa luz restante definió su rostro 
inexpresivo y sacó brillantes reflejos a las joyas que rodeaban su cuello y a sus grandes ojos 
almendrados. Y, en silencio, ella dijo: 
381
Marius, sácanos de Egipto. 
»Y, acto seguido, desapareció. 
»El corazón se me aceleró incontrolablemente. Salí al jardín en su busca. Salté el muro y me encontré 
solo, escuchando con atención en mitad de la desierta calle sin asfaltar. 
»Eché a correr hacia el barrio antiguo donde había encontrado la puerta. Me proponía entrar en el 
templo subterráneo y encontrar al Viejo para decirle que debía llevarme hasta ella, que la había visto, que 
se había movido y había hablado. ¡Que había acudido a mí! Estaba delirando de gozo, pero, cuando 
llegué a la puerta, supe que no debía bajar al templo. Supe que, si dejaba la ciudad y me adentraba en 
las arenas, la encontraría. Ella me estaba guiando ya hacia el lugar donde se hallaba. 
»Durante la hora que siguió, pude evocar la fortaleza y la rapidez que ya había conocido en los 
bosques de la Galia y que no había vuelto a utilizar desde entonces. Salí de la ciudad al campo abierto, 
donde la única luz era la que proporcionaban las estrellas, y anduve hasta llegar a un templo en ruinas. 
Allí, empecé a cavar en la arena. A una banda de mortales le habría llevado varias horas descubrir la 
trampilla, pero yo lo hice con rapidez y también conseguí levantarla, cosa que no habrían podido hacer 
los mortales. 
»Los tortuosos pasadizos y escaleras que recorrí no estaban iluminados. Me maldije por no haber 
llevado una vela, pues el sobresalto que había experimentado ante la visión de la mujer me había 
impulsado a salir corriendo tras ella como si estuviera enamorado. 
»—Ayúdame, Akasha —musité. Coloqué las manos delante de mí y traté de no sentir un miedo mortal 
a aquella negrura en la que era tan ciego como cualquier hombre corriente. 
»Mis manos tocaron algo duro. Me apoyé en ello. Recuperé el aliento y traté de recobrar el dominio de 
mí mismo. Después, las manos recorrieron el objeto y palparon lo que parecía el pecho de una estatua 
humana, los hombros, los brazos. Pero no se trataba de una estatua; aquello, aquella cosa, estaba hecho 
de algo más elástico que la piedra. Y cuando mi mano encontró el rostro, noté que los labios eran 
ligeramente más suaves que el resto y la retiré rápidamente. 
»Pude oír los latidos de mi corazón y noté la punzante humillación de la cobardía. No me atreví a 
pronunciar el nombre de Akasha. Supe que el rostro que acababa de tocar era el de un hombre. El de 
Enkil. 
»Cerré los ojos, tratando de pensar algo, de urdir algún plan de acción que no consistiera en dar 
media vuelta y echar a correr como un loco. Entonces escuché un sonido seco, un crujido, y advertí fuego 
tras mis párpados cerrados. 
»Al abrir los ojos, vi el brillo de una antorcha en la pared, detrás de la figura; vi su oscuro perfil 
cerniéndose ante mí, sus ojos animados mirándome sin duda, sus negras pupilas bañadas en una luz 
grisácea y mortecina. El resto de él parecía sin vida, con las manos caídas a los costados. Iba ataviado 
con adornos como se me había aparecido ella, y vestía la gloriosa indumentaria de los faraones, con el 
cabello entretejido también de hilos de oro. Su piel era bronceada como la de ella; realzada, según las 
palabras del Viejo. En su inmovilidad, con la mirada fija en mí, era la encarnación de la amenaza. 
382
»Ella estaba sentada en una grada de piedra de la cámara desnuda que se abría tras Enkil. Tenía la 
cabeza ladeada y los brazos fláccidos como si fuera un cuerpo sin vida arrojado allí. Su túnica estaba 
manchada de arena, igual que sus pies calzados con sandalias, y su mirada era vacía y ausente. La 
perfecta apariencia de la muerte. 
»Y él, como un centinela de piedra de una tumba real, me impedía el paso. 
»No pude captar ningún pensamiento de ellos, igual que tú tampoco los has captado cuando te he 
llevado a la cámara subterránea aquí, en la isla. Y te aseguro, Lestat, que creí morirme de miedo allí 
mismo. 
»Pero había visto la arena de sus pies y de su túnica. ¡Ella había acudido a mí! ¡Lo había hecho! 
«Advertí entonces que alguien había penetrado en el pasadizo tras mis pasos. Alguien avanzaba 
trabajosamente por el corredor y, al volver la cabeza, vi a uno de los quemados, casi un mero esqueleto 
que tenía al descubierto las negras encías y cuyos colmillos se hincaban en la piel brillante de su labio 
inferior, oscura y arrugada como la de una pasa. 
»Reprimí un jadeo al verle, al observar sus miembros huesudos, sus pies dislocados, el bamboleo de 
sus brazos a cada paso. Venía hacia nosotros, pero no pareció reparar en mi presencia. Levantó las 
manos y empujó a Enkil. 
»—¡No, no, vuelve a la cámara! —susurró en una voz baja y frágil—. ¡No, No! —y cada sílaba parecía 
llevarse todo lo que tenía. Sus brazos secos y arrugados empujaron de nuevo la figura, sin lograr 
moverla. 
»—¡Ayúdame! —me dijo—. Se han movido. ¿Por qué? Hazles volver. Cuanto más se mueven, más 
difícil es devolverlos a su lugar. 
»Miré a Enkil y sentí el mismo horror que tú has experimentado al ver esa estatua dotada de vida, 
aparentemente incapaz de moverse o reacia a hacerlo. Bajo mi mirada, el espectáculo se hizo aún más 
horrible porque aquella piltrafa ennegrecida se había puesto a gritar y a clavar su uñas en Enkil, 
impotente. Y la visión de aquel ser que debería estar muerto, consumiéndose de aquella manera, y de 
aquel otro ser de aspecto tan perfectamente divino y majestuoso, allí plantado, fue más de lo que podía 
soportar. 
»—¡Ayúdame! —insistió la criatura—. Ayúdame a meterle en la cámara. Ayúdame a colocarles donde 
deben estar. 
»¿Cómo pretendía que yo hiciera tal cosa? ¿Cómo iba a poner mis manos en aquel ser? ¿Cómo iba a 
osar llevarle a empujones donde él no quería ir? 
»—Si me ayudas, no les sucederá nada —insistió la criatura requemada—. Estarán juntos y en paz. 
Empújale. ¡Hazlo! ¡Empuja! ¡Oh, mira a la mujer! ¿Qué le ha sucedido? ¡Mira! 
»—¡Está bien, maldita sea! —mascullé y, abrumado de vergüenza, lo intenté. Puse mis manos de 
nuevo en Enkil y le empujé, pero resultó imposible moverlo. Mi fuerza era insignificante ante él y los 
inútiles gritos y empellones de la criatura quemada me resultaban exasperantes. 
»Pero, de improviso, la criatura soltó un jadeo y levantó sus brazos esqueléticos, retrocediendo con 
pasos tambaleantes. 
383
»—¿Qué sucede? —pregunté, reprimiendo el impulso de echarme a gritar y a correr. Pero pronto vi de 
qué se trataba. 
»Akasha había hecho acto de presencia detrás de Enkil. Estaba justo a su espalda y me miraba por 
encima del hombro de éste, y vi cómo las yemas de sus dedos se cerraban en torno a los musculosos 
brazos del hombre. Sus ojos seguían tan vacíos en su vidriosa belleza como lo habían estado antes. Pero 
estaba haciendo moverse a Enkil, y presencié entonces el espectáculo de aquellos dos seres caminando 
por su propia voluntad, él retrocediendo lentamente sin apenas levantar los pies del suelo y ella escudada 
tras él de modo que sólo veía sus manos y la parte superior de su cabeza hasta los ojos. 
«Parpadeé, tratando de recobrar la calma. Los dos estaban sentados de nuevo en la grada, juntos, en 
la misma postura en que les has visto esta noche en la cámara de ahí abajo, en la isla. 
»La criatura quemada estaba próxima al colapso. Había caído de rodillas y no fue necesario que me 
explicara la razón. Ya antes había encontrado a los dioses en diferentes posturas, pero nunca había sido 
testigo de sus movimientos. Y nunca la había visto a ella como había sido antes. 
»Me sentí exultante al comprender por qué había aparecido como era antes. Había acudido a mí. Pero 
llegó un punto en el que el orgullo y la exaltación que sentía dieron paso a otras emociones más acordes 
con la situación: un abrumador temor reverencial y, finalmente, aflicción. 
»Rompí a llorar. Rompí a llorar inconteniblemente, como no lo hacía desde que estuviera con el viejo 
dios del bosque y se produjera mi muerte, y aquella maldición, aquella luminosa y poderosa y magnífica 
maldición, cayera sobre mí. Lloré como lo has hecho tú al verlos por primera vez. Lloré por su inmovilidad 
y su aislamiento, por aquel pequeño lugar donde permanecían con la mirada perdida o sentados en la 
oscuridad mientras Egipto moría sobre ellos. 
»La diosa, la madre, el ser o lo que fuera, la despreocupada y silenciosa o impotente progenitura me 
estaba mirando. Con seguridad, no se trataba de una ilusión. Sus grandes ojos brillantes, con la negra 
orla de sus pestañas, estaban fijos en mí. Y entonces, volví a escuchar su voz, pero ésta no conservaba 
nada de su antiguo poder: era sencillamente el pensamiento, mucho más allá del lenguaje, dentro de mi 
cabeza. 
»Sácanos de Egipto, Marius. El Viejo intenta destruirnos. Protégenos, Marius, o pereceremos aquí. 
»—¿Quieren sangre? —gritó la criatura quemada—. ¿Se han movido porque quieren sacrificios? — 
preguntó en tono suplicante. 
»—Tráeles un sacrificio —le dije. 
»—Ahora, no puedo. No tengo la fuerza suficiente. Y ellos dos no quieren darme la sangre curativa. Si 
me permitieran probar aunque fuera unas gotas, mi carne quemada se recuperaría, la sangre de mi 
cuerpo recobraría su vigor y podría traerles gloriosos sacrificios... 
»Pero en aquel breve diálogo había un elemento de falsedad, pues los dos dioses ya no deseaban 
recibir tales gloriosos sacrificios. 
»—Prueba otra vez a beber su sangre —le propuse, en una muestra de terrible egoísmo por mi parte. 
Sólo quería ver qué sucedía. 
384
»Pero, para humillación mía, la criatura se acercó efectivamente a ellos, se inclinó en una reverencia 
y, entre sollozos, les suplicó que le dieran su poderosa sangre, su vieja sangre, con la que sus 
quemaduras curarían antes. Le oír repetir que él era inocente, que no había sido él, sino el Viejo, quien 
los había puesto en la arena. Le oír rogar por favor, por favor, que le permitieran beber de la fuente 
original. 
»Y, a continuación, le consumió un hambre voraz y, entre convulsiones, descubrió sus colmillos como 
haría una cobra y se lanzó hacia adelante con sus chamuscadas manos abiertas como zarpas, buscando 
el cuello de Enkil. 
»El brazo de éste se alzó, como había dicho el Viejo que haría, y arrojó a la criatura quemada al otro 
extremo de la cámara, donde cayó de espaldas. Luego el brazo volvió a su posición habitual. 
»La criatura quemada estaba sollozando y yo me sentí aún más avergonzado. Aquella criatura estaba 
demasiado débil para cazar presas o traerlas allí. Y yo le había incitado a hacer aquello para verlo. La luz 
mortecina de aquel lugar, la arena crujiente del suelo, la desnudez de las paredes, el hedor de la 
antorcha y la visión repugnante de la criatura quemada retorciéndose y gimiendo...; todo resultaba 
indeciblemente desalentador. 
»—Entonces, bebe de mí —murmuré, estremeciéndome al verle con los colmillos descubiertos de 
nuevo y las manos alzadas hacia mí. Era lo menos que podía hacer por él. 
385
12 
«Cuando hube terminado con aquella criatura, le ordené que no permitiera a nadie la entrada en la 
cripta. No pude imaginar cómo diablos iba a poder impedirlo, pero se lo dije con tremenda autoridad y me 
marché rápidamente. 
»Volví a Alejandría, me colé en una tienda que vendía objetos antiguos y robé dos bellos ataúdes de 
momias, pintados y enchapados de oro. También conseguí una buena cantidad de tela para sudarios y 
regresé a la cripta del desierto. 
»Mi valor y mi miedo alcanzaron su punto álgido. 
»Como suele suceder cuando damos nuestra sangre a otro de nuestra raza, o cuando la tomamos de 
ellos, mientras la criatura quemada tenía sus dientes en mi cuello yo había tenido visiones, una especie 
de ensoñaciones. Y lo que había visto y soñado tenía relación con Egipto, con la edad de Egipto, con el 
hecho de que aquella tierra había conocido pocos cambios en el idioma, la religión y el arte, a lo largo de 
cuatro mil años. Por primera vez, todo ello me resultó comprensible y me hizo sentir una profunda 
simpatía por la Madre y el Padre como reliquias de aquel país, igual que reliquias eran las pirámides. 
Aquello incrementó mi curiosidad y la convirtió en algo más parecido a una devoción. 
»Aunque, para ser sincero, habría robado igual a la Madre y al Padre por mi mera supervivencia. 
»Esta nueva certeza, esta nueva obsesión, me inspiraba cuando me acerqué a Akasha y a Enkil para 
colocarles en las cajas de momias de madera, sabiendo perfectamente que Akasha me permitiría hacerlo 
y que Enkil, si quería, podía aplastarme el cráneo fácilmente. 
»Pero Enkil cedió, igual que Akasha. Me permitieron envolverlos en tela, convertirlos en momias y 
colocarlos en los hermosos ataúdes de madera que llevaban pintados los rostros de otros, junto a las 
interminables instrucciones en jeroglíficos para los muertos, y llevarles conmigo a Alejandría, cosa que 
hice. 
»Cuando me marché arrastrando un ataúd con cada mano, dejé a la criatura espectral en un terrible 
estado de agitación. 
»Al llegar a la ciudad, considerando que debía ser discreto, contraté unos hombres para que 
condujeran los ataúdes a mi casa como era debido; después, enterré a la pareja en el jardín, sin dejar de 
explicarles a ambos, en voz alta, que su estancia bajo tierra no se prolongaría mucho. 
»La noche siguiente, me aterró la idea de dejarles solos. Cacé y maté a pocos metros de la propia 
verja del jardín. Y luego envié a mis esclavos a comprar caballos y un carro y les mandé hacer los 
preparativos para un viaje por la costa hasta Antioquía, junto al río Orontes, ciudad que conocía y amaba, 
y en la que creía que estaría a salvo. 
»Como me temía, el Viejo no tardó en aparecer. De hecho, yo le estaba esperando en la sombría 
alcoba, reclinado en el lecho al modo romano, con una lámpara a un lado y un viejo ejemplar de un 
386
poema latino en la mano. Me dije que tal vez el Viejo pudiera percibir el paradero de Akasha y Enkil y urdí 
deliberadamente una falsa pista: que les había encerrado en la gran pirámide. 
»Aún soñaba con aquellas imágenes de Egipto que me habían llegado de la criatura quemada: una 
tierra en la que leyes y creencias habían permanecido sin cambios durante más tiempo del que podíamos 
imaginar, una tierra que había conocido la escritura jeroglífica y las pirámides y los mitos de Osiris e Isis 
cuando Grecia aún estaba en las tinieblas y Roma no existía. Vi el río Nilo desbordándose de su cauce y 
las montañas que creaban el valle a ambos lados. Vi el tiempo con un concepto completamente distinto. 
Y no era sólo el sueño del ser quemado; era todo lo que yo había visto y conocido en Egipto, la 
sensación de lugar de inicio de todas las cosas que había aprendido de los libros mucho antes de 
convertirme en hijo de la Madre y el Padre, a los que ahora me disponía a llevar conmigo. 
»—¿Qué te hace pensar que te los confiaríamos? —dijo el Viejo tan pronto como apareció en la 
puerta. 
»Cuando dio unos pasos por la estancia, ataviado únicamente con la falda corta de lino, me pareció 
inmenso. La luz de la lámpara brillaba en su cabeza calva, en su cara redonda, en sus ojos saltones. 
»—¡Cómo te atreves a llevarte a la Madre y al Padre! ¿Qué has hecho de ellos? 
»—Fuiste tú quien les puso al sol —repliqué—. Tú quien trató de destruirles. Eres tú ese que no creyó 
cierta la vieja leyenda, ese guardián de la Madre y del Padre del que me hablaste, y me mentiste. Tú has 
causado la muerte de nuestra raza de un extremo a otro del mundo. Has sido tú, y me has mentido. 
»El Viejo quedó desconcertado. Me consideraba indeciblemente orgulloso e insoportable. Igual 
pensaba yo, pero, ¿qué más daba? Él tendría el poder de reducirme a cenizas, si conseguía dejar de 
nuevo al sol a la Madre y al Padre. ¡Y ella había acudido a mí! ¡A mí! 
»—¡Yo no sabía lo que iba a suceder! —replicó a esto, con los puños apretados y las venas 
sobresaliéndole en la frente. Tenía el aspecto de un gran nubio calvo mientras trataba de intimidarme—. 
Te juro por lo más sagrado que no lo sabía. Y tú no puedes imaginar lo que significa guardarlos, ocuparse 
de ellos año tras año, década tras década, siglo tras siglo, y saber que pueden hablar, que pueden 
moverse, y no quieren hacerlo. 
»No sentí la menor conmiseración por él ni por lo que decía. No era más que una figura enigmática en 
el centro de la pequeña estancia de Alejandría, lamentándose en mi presencia de unos sufrimientos 
inimaginables. ¿Qué compasión podía sentir por él? 
«—Yo los recibí en herencia —declaró—. ¡Me fueron entregados! ¿Qué iba a hacer? Y hube de 
pugnar con su ominoso silencio, con su negativa a conducir a la tribu que habían soltado en el mundo. ¿Y 
por qué se produjo ese silencio? Por venganza, tenlo por seguro. Para vengarse de nosotros. Pero, ¿por 
qué? ¿Quién existe hoy que pueda acordarse de hace mil años? Nadie. ¿Quién entiende todas estas 
cosas? Los viejos dioses salen al sol, se arrojan al fuego o encuentran la extinción a través de la 
violencia, o se entierran en lo más profundo de la tierra para no volver a surgir nunca más. La Madre y el 
Padre, en cambio, permanecen siempre, y no hablan. ¿Por qué no se entierran donde no pueda 
alcanzarles ningún mal? ¿Por qué se limitan a mirar y escuchar y se niegan a hablar? Enkil sólo se 
mueve cuando alguien trata de apartar de su lado a Akasha: sólo entonces descarga golpes y aplasta a 
387
sus enemigos como un coloso de piedra que hubiese cobrado vida. ¡Te aseguro que, cuando los coloqué 
en la arena, no trataron de salvarse a sí mismos! ¡Se quedaron mirando el río mientras yo huía! 
»—¡Lo hiciste para ver qué sucedía, para ver si eso les haría moverse! 
»—¡Fue para liberarme! Para decir: "Ya no os seguiré guardando. Moveos, hablad". Para ver si era 
cierta la vieja historia y, en caso afirmativo, si las llamas nos consumían a todos. 
»Con esto, el Viejo pareció quedar exhausto. Con voz débil, añadió finalmente: 
»—No puedes llevarte a la Madre y al Padre. ¡Cómo has podido pensar que te permitiría hacerlo! A ti, 
que quizá no alcances el siglo, que has huido de las obligaciones del bosque. Tú ignoras en realidad 
quiénes son la Madre y el Padre. Has oído más de una mentira de mis labios. 
»—Tengo que decirte una cosa —le interrumpí—. Ahora eres libre. Sabes que no somos dioses, y 
tampoco hombres. No servimos a la madre Tierra porque no comemos sus frutos y no descendemos 
normalmente a su seno. No pertenecemos a ella. Y yo dejo Egipto sin ninguna otra consideración contigo, 
y los llevo conmigo porque es lo que me han pedido que hiciera y porque no consentiré que ni ellos ni yo 
seamos destruidos. 
»De nuevo, pareció desconcertado. ¿Cómo me lo habían pedido? Sin embargo, no le salieron las 
palabras; de pronto, se mostró enfurecido, lleno de odio y de lóbregos secretos que yo no podía ni 
siquiera imaginar. El Viejo tenía una mente tan instruida como la mía, pero conocía cosas sobre nuestros 
poderes que yo no podía sospechar. En mi vida mortal no había matado nunca a nadie. No sabía cómo 
dar muerte a un ser vivo, salvo bajo el impulso de mi reciente y despiadada necesidad de sangre. 
»El, en cambio, sabía utilizar su fuerza sobrenatural. Cerró los ojos hasta que sólo fueron dos rendijas 
y su cuerpo se puso en tensión, irradiando una sensación de peligrosidad. 
»Se acercó a mí y sus intenciones le precedieron; en un instante, me incorporé del lecho y me 
encontré tratando de protegerme de sus golpes. El Viejo me agarró por el cuello y me arrojó contra la 
pared de piedra, aplastándome los huesos del hombro y del brazo derecho. En un instante de exquisito 
dolor, supe que iba a estallarme la cabeza contra la piedra y a quebrarme todos los miembros, y que 
luego me vertería el aceite de la lámpara y me prendería fuego. Así lograría hacerme desaparecer de su 
eternidad privada, como si yo nunca hubiera conocido aquellos secretos ni me hubiera atrevido a 
entrometerme. 
»Me defendí luchando como no lo había hecho nunca, pero mi brazo lesionado era un ascua de dolor 
y mis fuerzas eran tan inferiores a las del Viejo como las tuyas en comparación con las mías. Sin 
embargo, en lugar de agarrarme a sus manos mientras éstas se cerraban en torno a mi cuello, en lugar 
de seguir el impulso instintivo de intentar desasirme, lo que hice fue alzar las manos y hundirle los 
pulgares en lo ojos. Aunque el brazo me ardía de dolor, puse todas mis fuerzas en hundirle los ojos 
contra el fondo de la órbita. 
»El Viejo me soltó con un alarido. La sangre le corrió por el rostro. Me desembaracé de él y corrí hacia 
la puerta del jardín. Seguía sin poder respirar debido a la presión que había ejercido sobre mi garganta y, 
mientras me sujetaba el brazo inútil, vi por el rabillo del ojo algo que me dejó confuso: era un gran 
remolino de polvo y tierra que se elevaba del jardín, llenando el aire de una especie de humo. Tropecé 
388
con el dintel de la puerta, perdiendo el equilibrio, como si una ráfaga de viento me hubiese impulsado; 
cuando volví la cabeza, advertí que el Viejo venía tras de mí, con los ojos brillando todavía, aunque ahora 
lo hacían desde el fondo de sus cuencas. Me estaba maldiciendo en egipcio. Estaba amenazándome con 
llevarme al inframundo, en compañía de los demonios, sin que nadie me llorara. 
»Pero, acto seguido, su rostro se convirtió en una helada máscara de miedo. Se detuvo 
instantáneamente y su expresión de alarma resultó casi cómica. 
»Y entonces descubrí qué estaba viendo mi adversario. Era la figura de Akasha, que pasó junto a mí 
por mi derecha. El sudario de tela aparecía desgarrado en la parte de la cabeza y también había liberado 
los brazos, y estaba cubierta de la tierra arenosa del jardín. Sus ojos mantenían la misma mirada 
inexpresiva de siempre y Akasha los clavó lentamente en el Viejo, acercándosele aún más porque él no 
podía moverse para ponerse a salvo. 
»El Viejo cayó de rodillas, balbuciendo algo en egipcio, primero en un tono de desconcierto y luego 
presa de un miedo incoherente. Y Akasha continuó avanzando, dejando tras de sí un reguero de arena y 
de retales de tela, pues, con cada lento paso que daba, el improvisado sudario se desgarraba. El viejo 
apartó la mirada y cayó de bruces; se apoyó en la manos y empezó a andar a gatas, como si la figura de 
la mujer le impidiera, mediante alguna fuerza invisible, volver a ponerse en pie. Sin duda, eso era 
precisamente lo que estaba haciendo Akasha, pues el Viejo terminó por yacer en el suelo boca abajo, con 
los codos apuntando hacia el techo e incapaz de moverse. 
»Lenta y pausadamente, Akasha le pisó la parte posterior de la rodilla derecha, aplastándola bajo su 
poderoso pie hasta que la sangre asomó debajo de su talón. Y con el siguiente paso le aplastó la pelvis 
mientras él lanzaba un rugido como un fiera, y la sangre brotó a borbotones de la zona destrozada. El pie 
de Akasha descendió después sobre su hombro y, por último, sobre su cabeza, que estalló bajo su peso 
como si fuera una bellota. La sangre manó de lo que quedaba del Viejo, cuyos restos seguían 
retorciéndose. 
»Akasha se volvió y no advertí en ella el menor cambio de expresión, como si no diera la menor 
importancia a lo que había hecho con él. Parecía indiferente incluso a aquel solitario y aterrado testigo de 
lo sucedido, encogido de miedo contra la pared. La vi caminar arriba y abajo sobre los restos del Viejo 
con el mismo paso lento y fácil aplastándolos hasta convertirlos en un absoluto amasijo. 
»Lo que quedaba de él no era ni siquiera una forma humana, sino una mera masa sanguinolenta 
sobre el suelo, pero ésta seguía palpitando y burbujeando, seguía hinchándose y contrayéndose como si 
aún hubiera vida en ella. 
»Me quedé petrificado al comprender que, en efecto, aquellos restos aún seguían vivos y que era 
aquello lo que podía significar la inmortalidad. 
»Pero Akasha había dejado de pisar los restos y se volvió hacia la izquierda con la misma lentitud con 
que lo haría una estatua sobre un torno. Levantó una mano y la lámpara que tenía junto al lecho se alzó, 
voló por los aires y cayó sobre la masa sanguinolenta. La llama prendió rápidamente el aceite en la caída. 
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»Los restos del Viejo se encendieron como si fueran grasa. Las llamas danzaban de un extremo a otro 
de la masa oscura, la sangre parecía alimentar el fuego, y el humo era acre, aunque sólo despedía el olor 
del aceite. 
»Yo estaba de rodillas, con la cabeza contra el costado del umbral de la puerta, más cerca de perder 
el conocimiento de puro espanto que en ningún momento de mi vida. Contemplé cómo el Viejo ardía 
hasta quedar reducido a nada. Y vi a Akasha en pie, al otro lado de las llamas, sin mostrar en su rostro el 
más leve rastro de inteligencia, de triunfo o de voluntad. 
«Contuve la respiración, esperando que sus ojos se volvieran hacia mí. Pero no lo hicieron. Y, 
mientras el momento se prolongaba y el fuego empezaba a morir, me di cuenta de que Akasha había 
dejado de moverse. Había regresado al estado de absoluto silencio y quietud que todos los demás 
habían considerado natural en ella. 
»La estancia había quedado a oscuras. El fuego se había consumido. El olor del aceite quemado me 
produjo náuseas. Con el sudario desgarrado, Akasha parecía un fantasma egipcio, inmóvil ante las 
brasas resplandecientes. El mobiliario dorado que brillaba a la luz del cielo guardaba, pese a su aire 
romano, cierto parecido a los delicados objetos de una cámara mortuoria para reyes. 
»Me puse en pie y noté el dolor lacerante en el hombro y el brazo. Me di cuenta de que la sangre 
corría ya a curar la herida, pero ésta era considerable. No supe cuánto tiempo tardaría en sanar. 
»Sí sabía, en cambio, que, si bebía de ella, la curación sería mucho más rápida, casi instantánea, y 
podríamos emprender viaje y dejar Alejandría aquella misma noche. Yo me encargaría de llevarla muy 
lejos de Egipto. 
«Entonces advertí que era ella quien me estaba diciendo tales cosas. Sus palabras, lejanísimas, 
llegaban hasta mí y yo las absorbía sensualmente. 
»Y respondí a su propuesta: He viajado por todo el mundo y te llevaré a lugares seguros. Pero una 
vez más pensé que tal vez aquel diálogo era sólo producto de mi imaginación y que me estaba volviendo 
completamente loco, consciente de que aquella pesadilla no terminaría nunca jamás, si no era en fuegos 
como aquél, consciente de que ni la vejez ni la muerte natural acallarían nunca mis temores ni calmarían 
mis dolores, como un día había esperado que sucedería. 
»Pero también eso dejó de importar. Lo importante era que estaba a solas con ella y que, en aquella 
oscuridad, Akasha hubiera podido ser una mujer mortal, una joven diosa humana llena de vitalidad y de 
deliciosas palabras, ideas y sueños. 
»Me acerqué más a ella y me pareció entonces que era, en efecto, esa criatura dócil y complaciente. 
Y una voz interior me dijo que sabía algo de ella, algo que esperaba ser recordado, ser disfrutado. Pero 
tuve miedo. Akasha podía hacerme lo mismo que al Viejo. No: era absurdo. No lo haría. Ahora, yo era su 
guardián y ella jamás consentiría que nadie me hiciera daño. No. Debía tenerlo presente. Y me aproximé 
más y más, hasta que mis labios casi rozaron su cuello bronceado, y todo quedó decidido cuando noté la 
presión firme y fría de su mano en mi nuca. 
390
13 
»No intentaré describir el éxtasis que sentí, pues ya lo conoces. Lo experimentaste al tomar la sangre 
de Magnus. Y volviste a conocerlo cuando te di la sangre en El Cairo. Lo experimentas cada vez que 
matas, y entenderás a qué me refiero si te digo que era esa misma sensación, pero mil veces más 
intensa. 
»No vi ni oí ni sentí nada salvo una felicidad completa, una satisfacción absoluta. 
»Me encontré en otros lugares, en otros salones de hace mucho tiempo, y se oían voces y se estaban 
perdiendo batallas. Alguien lanzaba gritos agónicos. Alguien gritaba palabras que reconocí y no reconocí: 
No comprendo. No comprendo. Se abrió un gran pozo de oscuridad y llegó la invitación a caer y caer, y 
ella suspiró y dijo: No puedo seguir luchando. 
«Entonces desperté, y me encontré acostado en el lecho. Akasha seguía en el centro de la alcoba, 
inmóvil como antes; la noche estaba ya avanzada, y la ciudad de Alejandría, dormida, murmuraba a 
nuestro alrededor. 
»Y conocí multitud de cosas más. 
»Conocí tantas cosas que, si me hubiesen sido confiadas en palabras mortales, habría necesitado 
horas, si no días, para escucharlas. Y no tenía la menor idea del tiempo que había transcurrido. 
»Supe que miles de años antes había habido grandes disputas entre los Bebedores de la Sangre y 
que, desde su primera creación, muchos de ellos se habían convertido en crueles e irreverentes 
portadores de muerte. Al contrario que los benignos amantes de la Buena Madre que ayunaban y luego 
bebían los sacrificios destinados a ella, esos otros eran ángeles de la muerte que podían caer sobre 
cualquier víctima en cualquier momento, exultantes en el convencimiento de ser parte del ritmo de todas 
las cosas en el cual ninguna vida humana individual tiene importancia, en el cual la vida y la muerte son 
iguales..., y de estar en su derecho de causar muertes y sufrimientos como les viniera en gana. 
»Y esos dioses terribles contaban con sus devotos adoradores entre los hombres, con esclavos 
humanos que les proveían de víctimas y temblaban de pavor en el momento en que ellos mismos caían 
bajo el capricho del dios. 
»Dioses de ese género habían reinado en la antigua Babilonia y en Asiria, y en ciudades olvidadas 
desde hacía mucho tiempo, y en la India remota y en países cuyos nombres no entendí. 
»Y ya entonces, allí tendido en el lecho y desconcertado por las imágenes, comprendí que tales 
dioses habían entrado a formar parte de aquel mundo de Oriente que era ajeno al orbe romano en el que 
yo había nacido. Eran parte del mundo de los persas, cuyos hombres eran abyectos esclavos de su rey, 
en tanto que los griegos que les habían combatido eran hombres libres. 
»Pese a todas las crueldades y excesos, incluso el campesino más humilde tenía un valor para los 
romanos. La vida tenía un valor entre nosotros. Y la muerte no era más que el fin de la vida, un hecho 
391
que debía afrontarse con valentía cuando el honor no dejaba otra opción. Para nosotros, no había 
grandeza en la muerte. De hecho, no creo que la muerte fuera nada especial para un romano. Desde 
luego, no era un estado preferible a la vida. 
»Y aunque Akasha me había revelado la existencia de tales dioses en todo su esplendor y misterio, 
los encontré repulsivos. Ni entonces ni nunca podría aceptarlos y tuve la certeza de que las filosofías que 
procedían de ellos o les justificaban, jamás serían la excusa de las muertes que yo causara, ni me 
proporcionarían consuelo como Bebedor de la Sangre. Mortal o inmortal, yo pertenecía a Occidente y me 
gustaban las ideas de Occidente. Y debería sentirme siempre culpable de mis actos. 
»Con todo, fui testigo del poder de esos dioses, de su incomparable atractivo. Gozaban de una 
libertad que yo no conocería nunca. Y vi su desprecio hacia todos los que les retaran. Y los vi llevar sus 
radiantes coronas en el panteón de otros países. 
»Los vi acudir a Egipto para robar la sangre original y todopoderosa del Padre y de la Madre, y para 
cerciorarse de que el Padre y la Madre no se quemaban a sí mismos para poner fin al reinado de 
aquellos dioses oscuros y terribles cuyo objetivo era acabar con todos los dioses benéficos. 
»Y vi a la Madre y al Padre hechos prisioneros, encerrados en una cripta subterránea, incrustados en 
unos bloques de diorita y granito comprimidos contra sus cuerpos que sólo dejaban al descubierto sus 
rostros y sus cuellos. De esta manera, los dioses siniestros pudieron introducir en la Madre y el Padre la 
sangre humana que éstos no podían soportar y, contra la voluntad de ambos, tomar de sus cuellos la 
poderosa sangre. Y todos los dioses oscuros del mundo acudieron a beber de aquélla, la más antigua de 
las fuentes. 
»El Padre y la Madre lanzaban gritos de sufrimiento y suplicaban que les liberasen, pero nada de ello 
afectaba a los dioses oscuros, que se regocijaban ante aquella agonía y la disfrutaban como si bebieran 
sangre humana. Los dioses oscuros llevaban cráneos humanos colgados de la cintura, y sus ropas 
estaban teñidas de sangre humana. La Madre y el Padre rechazaron los sacrificios, pero eso sólo hizo 
que aumentara su impotencia. Se negaron a ingerir la misma sustancia que les habría proporcionado la 
fuerza suficiente para mover las piedras y para desplazar los objetos con el simple pensamiento. 
»No obstante, pese a todo, su fuerza aumentó. 
»Transcurrieron años y años de aquel tormento, de guerras entre los dioses, de combates entre 
sectas de adeptos a la vida y de partidarios de la muerte. Incontables años hasta que, finalmente, la 
Madre y el Padre cayeron en el silencio y no quedó nadie en la Tierra que recordara haberles visto 
suplicar, resistirse o hablar. Llegó un tiempo en que nadie guardaba ya recuerdo de quién había 
aprisionado a la Madre y al Padre, ni de la razón por la que la pareja no debía ser liberada jamás. 
Algunos no creían siquiera que la Madre y el Padre fueran los verdaderos, o que su inmolación pudiera 
perjudicar a nadie más. Eso era sólo una vieja leyenda. 
»Y durante todo ese tiempo, Egipto fue Egipto, y su religión, preservada del contacto con otras, 
evolucionó finalmente hacia la fe en la conciencia y en el juicio después de la muerte de todos los seres, 
ricos y pobres, y en la existencia del bien en la Tierra y de la vida después de la muerte. 
392
»Entonces, llegó la noche en que la Madre y el Padre fueron encontrados libres de su prisión, y sus 
cuidadores comprendieron que únicamente ellos habían podido mover las piedras. En silencio, la fuerza 
de ellos había aumentado por encima de cualquier medida. Sin embargo, permanecían como estatuas, 
abrazados en medio de la cámara sucia y oscura donde habían permanecido guardados durante siglos. 
Ambos estaban desnudos y envueltos en un leve resplandor, pues todas sus ropas se habían podrido 
hacía mucho tiempo. 
»Cuando bebían —si lo hacían— la sangre de las víctimas ofrecidas, se movían con la pereza de un 
reptil en invierno, como si el tiempo hubiera cobrado un sentido absolutamente distinto y, para ellos, un 
año fuera una noche y un siglo fuera un año. 
»Y la antigua religión, ajena tanto a Oriente como a Occidente, siguió tan firme como siempre. Los 
Bebedores de la Sangre continuaron siendo símbolos benéficos, la imagen luminosa de la vida en el otro 
mundo que incluso el alma egipcia más humilde podía llegar a disfrutar. 
»En esos últimos tiempos, los únicos sacrificios debían ser de malhechores. De este modo, los dioses 
arrancaron el mal de las gentes y las protegieron, y la voz silenciosa del dios consolaba a los débiles y les 
contaba las verdades aprendidas por él durante su ayuno: que el mundo estaba lleno de una constante 
belleza y que ningún alma está realmente sola en él. 
»La Madre y el Padre fueron guardados en el más bello de todos los santuarios, y los dioses 
acudieron a ellos y, con su consentimiento, tomaron de ellos unas gotas de su preciosa sangre. 
»Pero, por esa época, empezó a suceder lo imposible. Egipto estaba llegando a su fin. Todo lo que se 
había creído inmutable estaba a punto de ser cambiado por completo. Alejandro Magno había llegado, 
los Ptolomeos eran los gobernantes, Julio César y Marco Antonio... Todos ellos fueron rudos y extraños 
protagonistas de aquel drama que era, sencillamente, El Final de Todo Aquello. 
»Y, finalmente, llegó el siniestro y cínico Viejo, el inicuo, el frustrado, que había dejado al sol a la 
Madre y al Padre. 
»Me incorporé del lecho y permanecí de pie en mitad de aquella alcoba de Alejandría contemplando la 
figura de Akasha, inmóvil y de mirada fija, y la tela manchada de tierra que la cubría me pareció un 
insulto. Y la cabeza me dio vueltas con la vieja poesía. Me sentí rebosante de amor. 
»Ya no sentía en mi cuerpo ningún dolor tras la lucha con el Viejo. Los huesos se habían recuperado. 
Hinqué la rodilla y besé los dedos de la mano derecha de Akasha, que le colgaba al costado. Alcé la 
mirada y la vi observándome, con la cabeza ladeada, y en su rostro se formó por un instante la expresión 
más extraña; una expresión que parecía tan pura en su sufrimiento como la felicidad que yo acababa de 
experimentar. Luego, con gran lentitud, con inhumana lentitud, la cabeza recuperó su posición habitual, 
mirando al frente, y en aquel instante comprendí que había visto y conocido cosas que el Viejo no había 
descubierto jamás. 
»Mientras envolvía en un nuevo sudario su cuerpo, me sentí en trance. Sentí más que nunca la 
obligación de cuidar de ella y de Enkil, y el horror de la muerte del Viejo siguió asaltando mi mente a cada 
instante, y la sangre que me había dado Akasha había acrecentado no sólo mi fuerza física, sino también 
mi euforia. 
393
«Durante los preparativos para abandonar Alejandría, supongo que acaricié la idea de ver despertar a 
Enkil y Akasha, de que en los años futuros lograrían recobrar toda la vitalidad de la que fueron privados 
entonces y nos conoceríamos de forma tan íntima y pasmosa que todos aquellos sueños de conocimiento 
y experiencia que me proporcionaba la sangre palidecerían a su lado. 
»Mis esclavos habían regresado hacía rato con los caballos y los carros para el viaje, los sarcófagos 
de piedra y las cadenas y candados que les había ordenado traer. Les hice aguardar fuera de la casa, 
coloqué en el interior de los sarcófagos de piedra los ataúdes con forma de momia que contenían a la 
Madre y al Padre, los subí al carro, uno junto a otro, y los cubrí con cadenas y candados y gruesas 
mantas. Después, emprendimos la marcha en dirección a la puerta del templo subterráneo de los dioses, 
camino de las puertas de la ciudad. 
»Cuando llegamos al templo, dejé a mis esclavos con órdenes terminantes de dar la alarma a gritos si 
alguien se acercaba y, con un saco de cuero en la mano, me adentré en el templo hasta la biblioteca del 
Viejo. Una vez allí, metí en el saco todos los rollos de papiro que encontré. Cogí hasta el último fragmento 
de escrito transportable que contenía el lugar, deseando poder llevarme también los grabados de las 
paredes. 
«Percibí la presencia de otros en las cámaras, pero estaban demasiado asustados para salir a la vista. 
Por supuesto, todos ellos sabían que había robado a la Madre y al Padre. Y, probablemente, conocían la 
muerte del Viejo. 
»No me importaba. Iba a abandonar el viejo Egipto y llevaba conmigo la fuente de nuestro poder. Y 
era joven, alocado y ardiente. 
»Cuando finalmente alcancé Antioquía, la gran y maravillosa ciudad a orillas del Orontes que 
rivalizaba con Roma en población y belleza, leí todos aquellos papiros y hablaban de todo aquello que 
Akasha me había revelado. 
»Y ella y Enkil tuvieron el primero de los muchos santuarios que iba a construirles a lo largo de toda 
Asia y Europa, y ellos supieron que yo les cuidaría siempre, y yo supe que ellos no permitirían que me 
sucediera ningún mal. 
»Muchos siglos más tarde, cuando el grupo de los Hijos de las Tinieblas me prendió fuego en 
Venecia, estaba demasiado lejos de Akasha para que me rescatara, o, de lo contrario, habría acudido en 
mi ayuda. Y cuando al fin llegué al santuario, conociendo perfectamente la agonía que habían padecido 
los dioses expuestos al sol, bebí de su sangre hasta que estuve curado. 
»Pero, al término del primer siglo que pasé con ellos en Antioquía, ya desesperaba de que alguna vez 
“volvieran a la vida”. Su inmovilidad y su silencio eran casi tan permanentes como lo son hoy. Sólo la piel 
cambió visiblemente con el paso de los años, desapareciendo de ella el daño producido por el sol hasta 
que recuperó su aspecto de alabastro. 
»Pero, para cuando me di cuenta de todo esto, ya estaba profundamente dedicado a observar el 
acontecer de la ciudad y el cambio de los tiempos. Estaba locamente enamorado de una hermosa 
cortesana griega de cabellos castaños, llamada Pandora, que poseía los brazos más deliciosos que he 
visto nunca en un ser humano; ella supo qué era yo desde el momento en que puso sus ojos en mí y me 
394
dedicó su tiempo, seduciéndome y deslumbrándome hasta conseguir de mí que la incorporara a la magia, 
momento en el cual se le permitió beber la sangre de Akasha y convertirse en una de las criaturas 
sobrenaturales más poderosas que he conocido nunca. Doscientos años pasé con Pandora, amándonos 
y peleándonos. Pero ésta es otra historia. 
»Tengo un millón de historias que podría contarte sobre los siglos que he vivido desde entonces, 
sobre mis viajes de Antioquía a Constantinopla, de vuelta a Alejandría y a la India, y de allí otra vez a 
Italia, y de Venecia a las frías tierras altas de Escocia y luego a esta isla del Egeo donde estamos ahora. 
»Podría hablarte de los ligeros cambios experimentados por Akasha y Enkil a lo largo de los años, de 
las cosas desconcertantes que hacen y de los misterios que dejan sin resolver. 
»Tal vez una noche del remoto futuro, cuando vuelvas a mí, te hable de los otros inmortales que he 
conocido, de los que fueron hechos como yo por los últimos de los dioses que sobrevivieron en varias 
tierras, algunos de ellos servidores de la Madre y otros entre aquellos dioses terribles del Oriente. 
»Te hablaré entonces de cómo Mael, mi pobre sacerdote druida, logró beber finalmente la sangre de 
un dios herido y en ese instante perdió toda su fe en la antigua religión, pasando a convertirse en un 
inmortal vagabundo, perdurable y peligroso, como cualquiera de nosotros. Te contaré cómo se 
difundieron por el mundo las leyendas de Los Que Deben Ser Guardados. Y de las veces que otros 
inmortales han tratado de quitármelos por orgullo o por puro afán de destrucción, en un intento por acabar 
con todos nosotros. 
»Sabrás de mi soledad, de los otros que creé, y del fin que tuvieron. De cómo me refugié en el seno 
de la tierra con Los Que Deben Ser Guardados y resurgí de ella gracias a su sangre, para seguir viviendo 
durante varias existencias mortales antes de volver a enterrarme. Te hablaré de los otros 
verdaderamente eternos a los que sólo veo de vez en cuando, de la última vez que vi a Pandora en la 
ciudad de Dresde, en compañía de un poderoso y depravado vampiro de la India, y de cómo se pelearon 
y se separaron, y de cómo encontré demasiado tarde una carta suya en la que me rogaba que acudiera a 
verla en Moscú, un frágil pedazo de papel que había caído al fondo de una bolsa de viaje repleta de 
cosas. Demasiadas cosas, demasiadas historias, historias con moraleja y sin ella... 
»Pero ya te he contado las más importantes: cómo entré en posesión de Los Que Deben Ser 
Guardados, y quiénes somos realmente. 
»Y, ahora, lo fundamental es que comprendas bien esto: 
»Cuando el Imperio Romano llegó a su fin, todos los viejos dioses del mundo pagano fueron 
considerados demonios por el Cristianismo dominante. Con el paso de los siglos, fue inútil decirles que su 
Cristo no era más que otro Dios de los Bosques, que moría y resucitaba igual que habían hecho Dioniso y 
Osiris antes que él, y que la Virgen María era, en realidad, una advocación más de la Buena Madre. La 
suya era una nueva era de fe y convicción y en ella nos convertimos en demonios, fuimos apartados de 
sus creencias igual que el antiguo conocimiento fue olvidado o mal interpretado. 
»Pero así había de suceder. Los sacrificios humanos habían horrorizado a los griegos y romanos. Yo 
mismo, como te he contado, había considerado espantoso que los celtas quemaran sus malhechores al 
395
dios en los colosos de madera. Lo mismo pensaron los cristianos. Entonces, ¿cómo podíamos ser 
considerados “buenos” nosotros, dioses que nos alimentábamos de sangre humana? 
»Pero la auténtica corrupción de nuestra naturaleza llegó cuando los Hijos de las Tinieblas se 
convencieron de que, efectivamente, servían a ese demonio cristiano y, al igual que los dioses terribles 
de Oriente, trataron de dar valor al mal, de creer en su poder en el desarrollo de las cosas, y quisieron 
concederle un lugar adecuado en el mundo. 
»Atiende bien a lo que te digo: Nunca ha existido un lugar adecuado para el mal en el mundo de 
Occidente. Jamás ha existido una aceptación fácil de la muerte. 
»Por violentos que hayan sido los siglos desde la caída de Roma, por terribles que hayan sido las 
guerras, las persecuciones y las injusticias, el valor otorgado a la vida humana no ha hecho sino 
aumentar. 
«Incluso la Iglesia ha erigido estatuas y cuadros de su Cristo ensangrentado y de sus mártires 
torturados, manteniendo la creencia de que tales muertes, tan bien usadas por los fieles, sólo podían 
haber venido de manos de enemigos, y no de los propios sacerdotes divinos. 
»Es la creencia en el valor de la vida humana lo que ha causado que la cámara de torturas y la 
hoguera y los métodos de ejecución más horrendos hayan sido abandonados en toda Europa en la época 
actual. Y es esa fe en el valor de la vida humana lo que arranca hoy al hombre de la monarquía para 
proclamar la república en América del Norte y en Francia. 
»Y, así, estamos de nuevo en el punto álgido de una era atea, una era en que la fe cristiana está 
perdiendo su dominio, como el paganismo perdió un día el suyo, sólo para seguir desarrollando el viejo 
rito en una nueva forma. Quizá surja ahora una nueva religión. Tal vez el hombre, sin ella, se hunda en el 
cinismo y el egoísmo porque tiene verdadera necesidad de sus dioses. 
»Pero tal vez suceda algo más maravilloso: que el mundo avance de verdad, que deje atrás todos los 
dioses y diosas, todos los ángeles y demonios. En un mundo así, Lestat, nos quedará menos sitio del que 
hemos tenido nunca. 
»Todas las historias que te he contado son, finalmente, tan inútiles como ese antiguo conocimiento lo 
es para el hombre y para nosotros mismos. Sus imágenes y su poesía pueden ser hermosas. Puede 
causarnos escalofríos con la constancia de cosas que siempre habíamos sospechado o sentido. Puede 
remontarse a tiempos en que la Tierra era nueva para el hombre, y llena de prodigios. Pero siempre 
volvemos a cómo es la Tierra ahora. 
»Y, en este mundo, el vampiro sólo es un Dios Oscuro. Es un Hijo de las Tinieblas. No puede ser otra 
cosa. Y si ejerce algún poder de seducción sobre la mente de los hombres, se debe sólo a que la 
imaginación humana es un lugar secreto de recuerdos primitivos y deseos inconfesados. La mente de 
cada hombre es un Jardín Salvaje, por usar tus palabras, en el que surge y desaparece todo tipo de 
criaturas, en el que se cantan himnos y se imaginan cosas que, finalmente, deben ser condenadas y 
reprobadas. 
»Pero los hombres nos aman cuando llegan a conocernos. Nos aman incluso hoy. A las gentes 
parisinas les encanta lo que ven en el escenario del Teatro de los Vampiros. Y los que han visto tu figura 
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caminando por las salas de bailes del mundo, el pálido y mortal señor de la capa de terciopelo, te han 
adorado a su manera. 
»Se estremecen de emoción ante la posibilidad de la inmortalidad, ante la posibilidad de que un ser 
hermoso y espléndido pueda ser absolutamente perverso, pueda percibir y conocer todas las cosas y, 
pese a ello, escoger voluntariamente dar satisfacción a su oscuro apetito. Tal vez desean poder ser esa 
criatura exquisitamente maléfica. Qué sencillo parece todo. Y es esa sencillez lo que buscan. 
»Pero concédeles el Don Oscuro y sólo uno entre una multitud no se sentirá tan desdichado como tú. 
»¿Qué puedo decir, finalmente, que no confirme tus peores temores? He vivido más de dieciocho 
siglos y te aseguro que la vida no nos necesita. Nunca he tenido un verdadero objetivo. No existe ningún 
lugar para nosotros.» 
397
14 
Marius hizo una pausa. 
Apartó la vista de mí por primera vez y la volvió hacia el cielo, más allá de las ventanas, como si 
escuchara unas voces en la isla que yo no podía oír. 
—Tengo algunas cosas más que decirte —anunció—, cosas importantes, aunque no son más que 
cuestiones prácticas... —Se distrajo unos momentos—. Y están las promesas que debo exigir... —añadió 
por último. 
Tras esto, quedó en silencio, con una expresión en el rostro muy similar a la de Akasha y Enkil. 
Había mil preguntas que quería hacerle. Pero, más importante tal vez, había mil frases pronunciadas 
por él que quería repetir, como si tuviera que decirlas en voz alta para entenderlas del todo. Si decía algo, 
seguro que serían incoherencias. 
Apoyé la espalda en el frío brocado del sillón, con las manos juntas y los dedos apuntando hacia 
arriba, y fijé la vista delante de mí, como si su narración estuviera desplegada allí para permitirme 
releerla. Pensé en la veracidad de sus afirmaciones sobre el bien y el mal, y en lo que me habría 
horrorizado y disgustado que intentara convencerme de que la filosofía de aquellos dioses terribles de 
Oriente era legítima, de que podíamos, de algún modo, vanagloriarnos de lo que hacíamos. 
Yo también era hijo de Occidente y toda mi breve existencia había luchado con la incapacidad 
occidental para aceptar el mal y la muerte. 
Pero, por debajo de todas estas consideraciones, subsistía el hecho abrumador de que Marius podía 
aniquilarnos a todos destruyendo a Akasha y a Enkil. Marius podía quemar a todos y cada uno de los 
vampiros que existíamos si exponía al fuego a Akasha y a Enkil, y con ello libraría al mundo de una vieja, 
decrépita e inútil forma de maldad. O así parecía. 
Y estaba el horror de los propios Akasha y Enkil... ¿Qué podía decir a esto, sino que también yo había 
notado el primer destello de aquello que una vez había sentido Marius: que podría despertarles, que 
podría hacerles hablar otra vez, que conseguiría hacerles moverse. O, más exactamente, al verles había 
tenido la sensación de que alguien debía y podía hacerlo. Alguien podía acabar con su sueño de ojos 
abiertos. 
¿Y qué serían, si alguna vez volvían a caminar y a hablar? Una pareja de antiguos monstruos 
egipcios. ¿Qué harían? 
De pronto, vi seductoras ambas posibilidades: despertarlos o destruirlos. Ambas ideas eran 
tentadoras. Deseé penetrar y comunicarme con ellos, pero comprendí la irresistible locura de querer 
destruirlos. De salir con ellos a una luz cegadora que se llevara consigo a toda nuestra raza condenada. 
Ambas opciones tenían que ver con el poder. Y con el triunfo sobre el paso del tiempo. 
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—¿No sientes nunca tentaciones de hacerlo? —pregunté, y en mi voz había dolor. Me pregunté si me 
escucharían desde su profunda cripta. 
Marius volvió en sí de su atenta escucha, me miró y movió la cabeza. No. 
—¿Aunque sepas mejor que nadie que no hay lugar para nosotros? 
De nuevo, sacudió la cabeza. No. 
—Soy inmortal —declaró—, verdaderamente inmortal. Para ser completamente sincero, si existe algo 
que pueda matarme ahora, no sé qué pueda ser. Pero no se trata de eso. Yo deseo continuar. Ni siquiera 
pienso en lo contrario. Soy una conciencia continuada en mí mismo, la inteligencia que añoré durante 
tantos años cuando era mortal, y sigo tan amante como siempre del gran progreso de la humanidad. 
Quiero ver qué sucede ahora que el mundo ha vuelto a cuestionarse sus dioses. ¡Bah!, no me dejaría 
convencer para cerrar los ojos en esta época por ninguna razón. 
Asentí, comprensivo. 
—Pero no sufro lo que tú —continuó—. Incluso en ese bosque de las Galias donde fui convertido en 
esto, yo no era joven. Desde entonces he estado solo, he conocido casi la locura, y una angustia 
indescriptible, pero jamás he sido inmortal y joven a un tiempo. He hecho una y otra vez lo que a ti aún te 
queda por hacer..., lo que deberá apartarte de mí muy pronto. 
—¿Apartarme? Pero yo no quiero... 
—Tendrás que irte, Lestat —insistió él—. Y muy pronto Acornó he dicho. No estás preparado para 
quedarte aquí conmigo. Esta es una de las cosas más importantes que me quedaban por decirte y tienes 
que prestarle la misma atención que cuando escuchabas el resto del relato. 
—Marius, no puedo imaginar dejarte ahora. Ni siquiera... 
De pronto, sentí cólera. ¿Por qué me había llevado allí, para echarme ahora? Recordé las 
advertencias de Armand, de que sólo encontrábamos comunión con los antiguos, no con los creados por 
nosotros. Y yo había encontrado a Marius. Pero esto eran meras palabras que no alcanzaban a tocar mis 
sentimientos más profundos, el súbito abatimiento y el temor a la separación. 
—Escúchame —dijo él con suavidad—. Antes de que los galos me raptaran, yo había gozado de una 
buena vida, más larga que la de muchos hombres por aquellos tiempos. Y, después de llevarme de 
Egipto a Los Que Deben Ser Guardados, volví a llevar en Antioquía, durante muchos años, la existencia 
propia de un estudioso romano. Tuve una casa, esclavos y el amor de Pandora. Teníamos una vida en la 
ciudad y éramos espectadores de cuanto sucedía. Y, gracias a haber desarrollado esa vida, tuve la 
fuerza necesaria para vivir otras a continuación. Tuve las energías precisas para convertirme en parte del 
mundo veneciano, como bien sabes. Y para gobernar esta isla como lo hago. Tú, como tantos que 
terminan en el fuego o expuestos al sol en poco tiempo, has carecido de una auténtica vida en tus años 
de mortal. 
»Como joven mortal, apenas saboreaste la vida real durante seis meses en París. Como vampiro has 
sido un merodeador, un intruso que hechizaba casas y otras vidas en tu vagar de sitio en sitio. 
399
»Si quieres sobrevivir, es preciso que vivas una existencia completa lo antes posible. No hacerlo 
podría representar perderlo todo, caer en la desesperación, enterrarse de nuevo y no volver a salir nunca 
más. O, peor aún... 
—Lo comprendo. Lo deseo —le interrumpí—. Y, sin embargo, en París me ofrecieron esa existencia, 
cuando me propusieron que me quedara en el Teatro, no pude aceptarla. 
—No era el lugar adecuado para ti. Además, el Teatro de los Vampiros es un aquelarre, una reunión 
de vampiros. No es el mundo real, como tampoco lo es esta isla donde me refugio. Además, allí te habían 
sucedido demasiados horrores. 
»En cambio, en este desconocido Nuevo Mundo al que te diriges, en esa pequeña ciudad bárbara 
llamada Nueva Orleans, podrás incorporarte al mundo mejor que en ninguna parte. Podrás establecerte 
como un mortal, igual que tantas veces has intentado hacer en tus andanzas con Gabrielle. Allí no habrá 
viejas asambleas que te molesten, ni vampiros clandestinos que traten de eliminarte por puro miedo. Y 
cuando crees a otros, cosa que harás, movido por tu soledad, créalos y consérvalos lo más humanos que 
puedas. Mantenlos cerca de ti como miembros de una familia, no como miembros de una de estas 
asambleas, y comprende la época en que vives, el transcurso de las décadas. Fíjate en el estilo de las 
prendas que adornan tu cuerpo, en la decoración de la morada donde pases tus horas de ocio, en el 
lugar donde buscas tus presas. ¡Ten siempre presente qué significa percibir el paso del tiempo! 
—Sí, y sentir el dolor de ver morir las cosas... —añadí. Era todo aquello contra lo que me había 
prevenido Armand. 
—Desde luego. Estás hecho para triunfar sobre el tiempo, no para huir de él. Y sufrirás en tu corazón 
por tener que guardar el secreto de tu condición de monstruo y por tu obligación de dar muerte. Quizá 
trates de alimentarte sólo de malhechores para aplacar tu conciencia, y tal vez lo consigas, o tal vez no, 
pero puedes llegar muy cerca de la vida, a condición, solamente, de que mantengas el secreto de lo que 
eres. Estás creado para rondar cerca de los mortales, como tú mismo dijiste una vez a los miembros de la 
vieja asamblea de vampiros de París. Estás hecho a imitación del hombre. 
—Lo deseo. Lo quiero de verdad... 
—Entonces, sigue mis consejos. Y ten presente una cosa más: la eternidad no es otra cosa, en 
realidad, que el desarrollo de una vida humana detrás de otra. Por supuesto, puede haber largos 
períodos de retiro, períodos de adormecimiento o de mera contemplación. Pero una y otra vez nos 
lanzamos a la corriente y nadamos en ella todo el tiempo que podemos, hasta que el tiempo o la tragedia 
nos hunde como hace con los mortales. 
—¿Volverás a hacerlo tú? ¿Dejarás algún día este retiro y te lanzarás a la corriente? 
—Rotundamente, sí. Cuando se presente el momento oportuno. Cuando el mundo vuelva a ser tan 
interesante que me resulte irresistible. Entonces recorreré las calles de las ciudades. Tomaré un nombre. 
Haré cosas. 
—¡Entonces, ven ahora, conmigo! 
¡Ah!, el eco doloroso de las palabras de Armand. Y de la vana súplica de Gabrielle, diez años 
después. 
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—Es una invitación más tentadora de lo que supones —respondió Marius—, pero te causaría un gran 
perjuicio si te acompañara. Me interpondría entre el mundo y tú. No podría evitar hacerlo. 
Moví la cabeza y aparté la vista, lleno de amargura. 
—¿Quieres continuar adelante? —preguntó él entonces—. ¿O prefieres que se cumplan las 
predicciones de Gabrielle? 
—Quiero continuar —declaré. 
—Entonces, debes irte. Dentro de un siglo, tal vez menos, nos encontraremos de nuevo. Yo no estaré 
en esta isla. Me habré llevado a Los Que Deben Ser Guardados a otra parte, pero, dondequiera que 
estemos los dos, te encontraré. Y entonces seré yo quien no querrá alejarse de ti. Seré yo quien te 
suplique que te quedes. Me deleitará tu compañía, tu conversación, el simple hecho de verte, tu 
resistencia y tu arrojo, y tu ausencia de fe en nada..., todas las cosas de ti que ya amo con demasiada 
intensidad. 
Apenas pude escuchar todo aquello sin que mis emociones se desbordaran. Quise suplicarle que me 
permitiera quedarme. 
—¿No puede ser ahora? ¿Es absolutamente imposible? —inquirí—. ¿No puedo prescindir de vivir esa 
existencia? 
—No. Es totalmente imposible —respondió—. Podría contarte historias eternamente, pero no son un 
sustituto para la vida. Ya lo he intentado con otros, créeme, pero nunca lo he conseguido. No puedo 
enseñar lo que se aprende en una vida. No debería haber tomado a Armand siendo tan joven, y sus 
siglos de locura y sufrimiento son, aun hoy, una penitencia para mí. Le hiciste un favor enviándole al 
París de este siglo, pero me temo que ya sea demasiado tarde para él. Créeme, Lestat, cuando te digo 
que así han de ser las cosas. Tienes que vivir esa existencia porque quienes se ven privados de ella dan 
vueltas sin encontrar satisfacción hasta que, finalmente, han de vivirla en cualquier parte o ser destruidos. 
—¿Y Gabrielle? 
—Gabrielle tuvo su vida; hasta tuvo su muerte, casi... Posee la fuerza suficiente para regresar al 
mundo cuando quiera, o para vivir indefinidamente al margen de él. 
—¿Y tú crees que regresará alguna vez? 
—Lo ignoro —contestó Marius—. Gabrielle desafía mi comprensión. No mi experiencia, pues es 
demasiado parecida a Pandora... Pero tampoco comprendí nunca a Pandora. Lo cierto es que la mayoría 
de las mujeres son débiles, sean mortales o inmortales. Pero cuando son fuertes, resultan absolutamente 
impredecibles. 
Sacudí la cabeza y cerré los ojos un instante. No quería pensar en ella. Gabrielle se había ido, no 
importaba lo que habláramos allí. 
Y, con todo, aún no podía aceptar la necesidad de irme. Aquello me parecía un Edén. Sin embargo, 
no insistí. Sabía que Marius había tomado una resolución y también sabía que no me obligaría por la 
fuerza. Me permitiría empezar preocupándome de mi padre mortal y acudir a él a decirle que debía 
marcharme. Me quedaban unas cuantas noches. 
—Sí —respondió con suavidad—. Y aún hay algunas cosas que puedo decirte. 
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Abrí los ojos de nuevo. Marius me miraba, paciente y afectuoso. Noté el dolor del amor con la misma 
fuerza que lo había sentido por Gabrielle. Advertí las lágrimas inevitables e hice cuanto pude por 
contenerlas. 
—Has aprendido mucho de Armand —dijo con voz serena, como para ayudarme en aquella pequeña 
lucha silenciosa—. Y has aprendido mucho más por ti mismo. Pero aún quedan algunas cosas que puedo 
enseñarte. 
—Sí, por favor —dije. 
—Bien, es cierto que tus poderes son extraordinarios, pero no esperes que los que tú crees en los 
próximos cincuenta años serán tan espléndidos como tú o como Gabrielle. Tu segunda criatura no posee 
la mitad de las fuerzas que Gabrielle, y los que vayas creando poseerán aún menos. La sangre que yo te 
he dado marcará cierta diferencia. Y si bebes..., si bebes de Akasha y de Enkil, cosa que puedes decidir 
no hacer..., eso también marcará cierta diferencia. Pero no importa, porque uno de nosotros puede sólo 
crear tal número de criaturas en un siglo. Y tu nueva descendencia será débil, aunque tal cosa no es 
necesariamente mala. La regla de las antiguas asambleas acertaba al proclamar que la fuerza llegaría 
con el tiempo. Y también es cierta esa otra vieja verdad: tanto puedes crear titanes como imbéciles, nadie 
sabe por qué ni cómo. 
«Sucederá lo que deba suceder, pero escoge a tus compañeros con cuidado. Escógeles porque te 
guste mirarles, y oír el sonido de su voz, y porque posean profundos secretos que desees conocer. En 
otras palabras, escógeles porque les ames. De lo contrario, no podrás soportar su compañía durante 
mucho tiempo. 
—Comprendido —dije—. Crearlos con amor. 
—Exacto, crearlos con amor. Y asegurarse de que han vivido bastante tiempo, antes de crearlos; y 
nunca jamás crear a nadie tan joven como Armand. Éste es el peor crimen que he cometido nunca contra 
mi propia especie, la creación de ese joven Armand. 
—¡Pero tú no sabías que los Hijos de las Tinieblas aparecerían cuando lo hicieron, y te separarían de 
él! 
—Es cierto, pero, aun así, debería haber esperado. Fue la soledad lo que me impulsó a hacerlo. Y el 
desamparo de Armand, el hecho de que su vida mortal estuviera en mis manos de manera tan absoluta. 
Recuerda, guárdate de ese poder y del que tienes sobre los que están agonizando. La soledad que 
llevamos dentro, junto a esta sensación de poder, pueden ser tan fuertes como la sed de sangre. Si no 
hubiera un Enkil, no habría una Akasha; si no existiera una Akasha, no existiría un Enkil. 
—Sí. Y, por lo que has contado, parece que Enkil envidia a Akasha. Que es Akasha quien, de vez en 
cuando... 
—Sí, es cierto. —De repente, su expresión se hizo muy sombría y en sus ojos apareció un aire de 
confidencialidad como si estuviéramos hablándonos en susurros y temiéramos que alguien nos oyera. 
Marius esperó un momento como si buscara qué decir—. ¿Quién sabe qué podría hacer Akasha si no 
tuviera a Enkil para contenerla? —murmuró—. ¿Y por qué finjo creer que él no puede oír lo que digo 
desde el mismo instante en que lo pienso? ¿Por qué estoy hablando en susurros? El puede destruirme 
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en el momento en que lo desee. Tal vez Akasha es lo único que le reprime de hacerlo. Pero, al mismo 
tiempo, ¿qué sería de ellos si Enkil se deshiciera de mí? 
—¿Por qué se dejaron quemar por el sol? —quise saber. 
—¿Cómo podemos saberlo? Tal vez sabían que no les haría daño, que sólo dañaría a quienes les 
habían hecho aquello. Quizás, en el estado en que viven, tardan más tiempo en percibir lo que sucede 
fuera de ellos y no tuvieron tiempo de juntar fuerzas, de despertar de sus sueños y ponerse a salvo. 
Quizá sus movimientos después de lo sucedido, los movimientos de Akasha que yo presencié, sólo 
fueron posibles porque el sol les había despertado. Y ahora vuelven a dormir con los ojos abiertos. Y 
vuelven a soñar. Y ya no beben más. 
—¿Qué has querido decir con eso de..., de si decido beber su sangre? ¿Cómo podría escoger otra 
cosa? 
—Es algo que debemos pensar más detenidamente, los dos juntos —me dijo—. Y siempre existe la 
posibilidad de que no te permitan beber de ellos. 
Me estremecí al pensar en uno de aquellos brazos golpeándome y mandándome a diez metros de 
distancia en medio de la cripta, o incluso aplastándome contra el suelo de piedra. 
—Ella ha pronunciado tu nombre, Lestat —continuó Marius—. Creo que te dejará beber. Pero si tomas 
su sangre, serás aún más fuerte de lo que eres ahora. Unas cuantas gotas te darán vigor, pero, si ella te 
da más que eso, si te da una medida entera, apenas habrá en la Tierra fuerza que pueda destruirte. 
Tienes que estar seguro de lo que quieres. 
—¿Por qué no iba a quererla? —insistí. 
—¿Quieres ser reducido a cenizas y seguir viviendo en perpetua agonía? ¿Quieres ser atravesado 
por mil cuchillos, recibir disparo tras disparo, y continuar viviendo como un pellejo hecho trizas que no 
puede valerse por sí mismo? Créeme, Lestat, puede ser algo terrible. Incluso puedes quedar expuesto al 
sol y seguir viviendo, quemado e irreconocible, deseando, como los antiguos dioses en Egipto, poder 
estar muerto. 
—Pero, ¿no curaré más deprisa? 
—No necesariamente. No sin otra infusión de la sangre de Akasha cuando te halles en ese estado. El 
tiempo con su constante medida de víctimas humanas, o la sangre de los antiguos: éstos son los únicos 
remedios. Pero puedes llegar a desear haber muerto. Piénsatelo con calma. 
—¿Qué harías tú en mi lugar? 
—Bebería de Los Que Deben Ser Guardados, por supuesto. Bebería para ser más fuerte, para estar 
más cerca de la inmortalidad. Suplicaría de rodillas a Akasha que me lo permitiera y luego me entregaría 
en sus brazos. Pero es fácil decir estas cosas. Ella nunca me ha rechazado. Nunca me lo ha prohibido, y 
yo estoy seguro de querer vivir para siempre. Soportaría el fuego otra vez. Soportaría el sol y cualquier 
clase de sufrimiento con tal de continuar existiendo. Acaso tú no estés tan seguro de desear realmente 
esa eternidad. 
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—La quiero —respondí—. Puedo aparentar que me lo pienso, puedo fingirme astuto y sabio mientras 
lo sopeso, pero ¡qué diablos!, no te iba a engañar, ¿verdad? Hace mucho que sabes cuál sería mi 
respuesta. 
Marius sonrió. 
—Entonces, antes de irte, bajaremos a la cripta y allí se lo pediremos humildemente, y veremos qué 
responde. 
—Y, de momento, ¿podrías responderme a algunas cosas más? —le pedí. 
Con un gesto, me indicó que preguntara. 
—He visto fantasmas —dije—. He visto esos demonios malignos que has descrito. Los he visto 
poseer mortales y edificios. 
—No sé más que tú al respecto. La mayor parte de los fantasmas parecen ser meras apariciones sin 
conciencia de que están siendo observadas. Jamás le he hablado a un fantasma ni ninguno se ha dirigido 
a mí. En cuanto a los demonios malignos, no puedo añadir nada a las antiguas explicaciones de Enkil 
respecto a que están furiosos porque no tienen cuerpo. Pero existen otros inmortales que son más 
interesantes. 
—¿Quiénes son? 
—Existen al menos dos en Europa que no han bebido nunca sangre. Pueden caminar tanto de noche 
como a plena luz del día, tienen cuerpo y son muy fuertes. Tienen el aspecto exacto de los hombres. 
Hubo uno en el antiguo Egipto, conocido en la Corte como Ramsés el Maldito, aunque no era tan maldito, 
por lo que sé de él. Su nombre fue borrado de todos los monumentos reales cuando desapareció. Ya 
sabes que los egipcios solían hacer tales cosas, borrar el nombre igual que daban muerte a la persona. Y 
no sé qué fue de él. Los viejos papiros no lo dicen. 
—Armand me habló de él —intervine—. Armand me dijo que, según las leyendas, Ramsés era un 
vampiro antiguo. 
—No lo es. Pero yo no creí lo que había leído sobre él hasta que vi a los otros con mis propios ojos. 
Pero tampoco de estos seres conozco nada más. Sólo alcancé a verlos, y mi presencia les llenó de terror 
y huyeron de mí. Me dan miedo porque caminan bajo el sol. Son seres poderosos y carecen de sangre. 
¿Quién sabe lo que pueden hacer? De todos modos, puedes vivir siglos sin encontrarte nunca con ellos. 
—Pero, ¿qué edad tienen? ¿Cuánto tiempo llevan existiendo? 
—Son muy viejos, probablemente tanto como yo, no sé precisarlo. Viven como hombres ricos y 
poderosos. Es posible que sean más; tal vez tengan un modo de propagarse, no estoy seguro. Una vez, 
Pandora dijo que también había una mujer; pero, en esa ocasión, Pandora y yo no conseguimos 
ponernos de acuerdo en nada acerca de ellos. Ella decía que esos seres habían sido como nosotros, que 
eran antiguos y habían dejado de beber igual que la Madre y el Padre. Yo no creo que fueran nunca 
como nosotros. Son otra cosa, sin sangre. No reflejan la luz como nosotros, sino que la absorben. Son un 
poco más oscuros que los mortales. Y son densos, y fuertes. Puede que nunca los veas, pero te advierto 
de su existencia. No debes permitir jamás que sepan dónde duermes. Pueden ser más peligrosos que los 
humanos. 
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—Pero, ¿realmente son peligrosos los humanos? Les he encontrado muy fáciles de engañar. 
—¡Claro que son peligrosos! Los humanos podrían borrarnos de la faz de la Tierra si alguna vez nos 
conocieran de verdad. Podrían darnos caza de día. No subestimes nunca esa sola ventaja. También en 
esto, las leyes de la vieja asamblea tienen su razón. Nunca jamás hables de nosotros a los mortales. 
Nunca le digas a un mortal dónde duermes tú o cualquier otro vampiro. Es una auténtica insensatez 
pensar que puedes controlar a los mortales. 
Asentí, aunque me resultaba muy difícil tener miedo a los mortales. Nunca lo había tenido. 
—Ni siquiera el Teatro de los Vampiros de París —me advirtió— expone la menor verdad acerca de 
nosotros. Sólo juega con los estereotipos populares y el ilusionismo. El público queda completamente 
engañado. 
Me di cuenta de que tenía razón y de que, incluso en las cartas que Eleni me escribía, siempre me 
obligaba a leer entre líneas y nunca utilizaba nuestros nombres completos. 
Y, por alguna razón, aquel secretismo me causaba la misma opresión que siempre me había 
producido. 
Pero me estaba estrujando el cerebro en un intento por descubrir si alguna vez había visto a aquellos 
seres sin sangre... Lo cierto era que, en tal caso, quizá los habría tomado por vampiros errabundos. 
—Hay una cosa más que debo decirte acerca de los seres sobrenaturales —me indicó Marius. 
—¿De qué se trata? 
—No estoy seguro de ello, pero te diré lo que pienso. Sospecho que cuando nos consumimos, cuando 
quedamos totalmente destruidos, podemos regresar bajo otra forma. No me refiero ahora al hombre, a 
una reencarnación humana; no sé nada del destino de las almas humanas. En cambio, nosotros vivimos 
para siempre, y creo que regresamos. 
—¿Qué te lleva a decir tal cosa? —No pude evitar el recuerdo de Nicolás. 
—Lo mismo que lleva a los mortales a hablar de reencarnación. Hay algunos que afirman recordar 
otras vidas. Vienen a nosotros como mortales, afirmando saberlo todo de nuestra raza, haber sido uno de 
nosotros, y pidiendo recibir de nuevo el Don Oscuro. Pandora fue una de ellos. Sabía muchas cosas y no 
había explicación para sus conocimientos, salvo tal vez que los imaginaba o los extraía, sin darse cuenta, 
de mi propia mente. Es una posibilidad real, la de que existan simples mortales con un oído que les 
permita captar nuestros pensamientos no conscientes. 
En cualquier caso, no existen muchos de ellos. Si fueron vampiros, sin duda son sólo algunos de los 
que han sido destruidos, de modo que los demás tal vez no tienen la fuerza necesaria para regresar, o 
deciden no hacerlo, ¿quién puede saberlo? Pandora estaba convencida de haber muerto cuando la 
Madre y el Padre fueron expuestos al sol. 
—Dios santo, ¿renacen como mortales y quieren volver a ser vampiros? 
—Eres joven, Lestat, y te contradices a ti mismo —replicó Marius con una sonrisa—. ¿Qué te 
parecería, de verdad, volver a ser un mortal? Piensa en ello cuando acudas a ver a tu padre mortal. 
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En silencio, reconocí que estaba en lo cierto. Aun así, no quise renunciar a la idea que me había 
hecho de la mortalidad en mi imaginación. Quise seguir lamentándome de mi mortalidad perdida. Y supe 
que mi amor a los mortales estaba ligado al hecho de que no me producían ningún miedo. 
Marius apartó la vista, distraído una vez más. Repitió aquel patente gesto de estar escuchando algo. 
Después, su rostro volvió a concentrarse en mí. 
—Lestat, no deben quedarnos más de dos o tres noches —dijo con voz entristecida. 
—¡Marius! —susurré yo, conteniendo las palabras que pugnaban por salir de mí. 
Mi único consuelo fue la expresión de su rostro, que ahora daba la impresión de no haber parecido 
inhumano en ningún momento. 
—No sabes cuánto deseo que te quedes junto a mí —dijo—, pero la vida está ahí fuera, no aquí. 
Cuando volvamos a encontrarnos te contaré más cosas, pero, de momento, ya sabes todo lo necesario. 
Tienes que ir a Luisiana y cuidar de tu padre hasta el final de su vida, y aprender de ello lo que puedas. 
Yo he visto envejecer y morir a una legión de mortales, y tú a ninguno. Pero créeme, mi joven amigo: 
deseo desesperadamente que te quedes conmigo. No sabes cuánto lo deseo. Te prometo que, cuando 
llegue el momento, te encontraré. 
—Pero, ¿por qué no puedo yo volver a ti? ¿Por qué tienes que dejar este lugar? 
—Ya es tiempo de hacerlo —explicó Marius—. Ya he gobernado demasiado tiempo sobre estas 
gentes. Empiezo a despertar sospechas y, además, los europeos ya están rondando estas aguas. Antes 
de venir aquí me ocultaba en la ciudad sepultada de Pompeya, bajo el Vesubio, pero los mortales me 
echaron de allí cuando empezaron a husmear y excavar los restos. Ahora empieza a suceder lo mismo 
aquí. Tengo que buscar otro refugio, algo más remoto y con más posibilidades de seguir así. Y con 
franqueza, no te habría traído aquí si no tuviera pensando abandonar este lugar. 
—¿Por qué no? 
—Lo sabes muy bien. No puedo permitir que ni tú ni nadie conozca la ubicación de Los Que Deben 
Ser Guardados. Y eso nos lleva a algo muy importante: las promesas que debo exigirte. 
—Las que quieras —asentí—. Pero no sé qué puedes querer de mí que yo pueda darte. 
—Una cosa solamente: Que jamás le cuentes a nadie las cosas que te he revelado. Que nunca 
menciones a Los Que Deben Ser Guardados. No cuentes nunca las leyendas de los viejos dioses. No 
digas nunca a nadie que me has visto. 
Moví la cabeza en un gesto solemne de asentimiento. Ya había esperado algo parecido, pero supe, 
sin pensarlo siquiera, que iba a ser una promesa muy difícil de cumplir. 
—Si cuentas aunque sea una parte —añadió Marius—, seguirá otra y, con cada nueva palabra sobre 
el secreto de Los Que Deben Ser Guardados, aumentarás el riesgo de que se descubra su 
emplazamiento. 
—Es cierto —reconocí—. Pero las leyendas, nuestros orígenes... ¿Qué me dices de las criaturas que 
yo creé? ¿No puedo revelarles...? 
—No. Como acabo de decirte, si cuentas una parte terminarás por contarlo todo. Además, si esas 
criaturas tuyas son hijas del dios cristiano, si están emponzoñadas con el concepto cristiano del pecado 
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original, como sucede con Nicolás, estas antiguas leyendas no harán más que enfurecerlas y 
disgustarlas. Para ellas, la verdad sería un horror inaceptable. Accidentes, dioses paganos en los cuales 
no creen, costumbres que no pueden comprender... Uno ha de estar preparado para recibir tal 
conocimiento, por escaso que sea. Es preferible que escuches atentamente sus preguntas y les 
respondas lo que te parezca más conveniente para dejarlas satisfechas. Y si te encuentras en el caso de 
que no puedes engañarlas, no les digas nada en absoluto. Procura hacerlas tan fuertes como los 
hombres sin dios de esta época, pero no olvides mis palabras: las antiguas leyendas, jamás. Yo, y 
solamente yo, soy quien puede contarlas. 
—¿Qué me harás si las difundo? —inquirí. 
La pregunta le desconcertó. Perdió el aplomo durante un segundo completo y luego se echó a reír. 
—Eres el ser más increíble, Lestat —murmuró—. Pues bien, si las revelas a alguien, puedo hacerte 
cualquier cosa. Estoy seguro de que lo sabes. Puedo aplastarte bajo mis pies como Akasha hizo con el 
Viejo. Puedo hacerte arder con el poder de mi mente. Pero no quiero proferir tales amenazas. Quiero que 
vuelvas a mí, pero no toleraré que estos secretos se conozcan. No quiero que vuelva a caer sobre mí un 
grupo de inmortales, como sucedió en Venecia. No quiero que nuestra raza me conozca. Nunca jamás, ni 
deliberada ni accidentalmente, debes enviar a nadie en busca de Los Que Deben Ser Guardados, ni de 
Marius. No debes mencionar mi nombre a nadie. 
—Entendido —asentí. 
—¿De veras lo has entendido? —insistió él—. ¿O tendré que amenazarte, después de todo? ¿Tendré 
que advertirte que mi venganza podría ser terrible y que alcanzaría, además de a ti, a todos los que 
conocieran esos secretos de tu boca? Ya he destruido a otros de nuestra raza que han venido a 
buscarme, Lestat. Les he destruido por el mero hecho de conocer las antiguas leyendas y el nombre de 
Marius, y porque jamás habrían cesado en su búsqueda. 
—No puedo soportar lo que dices —murmuré—. Nunca lo revelaré a nadie, te lo juro. Pero tengo 
miedo de lo que otros puedan leer en mi mente, por supuesto. Tengo miedo de que descubran las 
imágenes de mi cerebro. Armand podía hacerlo. ¿Qué sucedería si...? 
—Tú puedes ocultar esas imágenes. Ya sabes cómo se hace. Puedes pensar otras imágenes que les 
confundan. Puedes cerrar tu mente. Es una habilidad que ya dominas. Pero dejémonos de amenazas y 
admoniciones. Siento amor por ti. 
Tardé un instante en responder. Mi mente desbocada imaginaba ya todo tipo de posibilidades 
prohibidas. Finalmente, expresé mis sentimientos en palabras: 
—¿No sientes nunca el deseo de contárselo a todos, Marius? Me refiero a si no te tienta dar a conocer 
la historia a cuantos forman nuestra raza, y conseguir unirlos. 
—¡Por Dios santo, no, Lestat! ¿Por qué habría de desear tal cosa? —Marius pareció genuinamente 
desconcertado. 
—Para que pudiéramos tener nuestras propias leyendas; para poder al menos, meditar sobre los 
misterios de nuestra historia, como hacen los hombres. Para contarnos nuestras mutuas existencias y 
compartir nuestro poder... 
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—¿Y unirnos para utilizarlo contra el hombre, como han hecho los Hijos de las Tinieblas? 
—No... Así, no... 
—En la eternidad, Lestat, las asambleas, grupos y aquelarres son poco comunes. La mayoría de los 
vampiros son seres solitarios y desconfiados y no les gustan los demás. No tienen más que un par de 
escogidos compañeros de vez en cuando y protegen sus territorios de caza y su intimidad igual que yo la 
mía. No querrían unirse y, si lograran vencer la malignidad y la suspicacia que les divide, su encuentro 
terminaría en terribles luchas por la supremacía como las que, según me reveló Akasha, sucedieron hace 
miles de años. En esencia, somos seres maléficos. Somos asesinos. Es mejor que sean los mortales 
quienes se unan en la Tierra, y que lo hagan para obrar el bien. 
Reconocí que tenía razón y me avergoncé de la excitación que sentía, de mi debilidad y de mi 
carácter impulsivo. Sin embargo, otro abanico de posibilidades empezaba ya a obsesionarme. 
—¿Qué hay de los mortales, Marius? ¿No has deseado nunca manifestarte ante ellos y contarles toda 
la verdad? 
De nuevo, pareció absolutamente anonadado ante tal pensamiento. 
—¿No has querido alguna vez que el mundo nos conociera, para bien o para mal? ¿Siempre te ha 
parecido preferible vivir en el secreto? —insistí. Marius bajó los ojos un momento y apoyó la barbilla 
contra el puño apretado. Por primera vez, percibí una comunicación en imágenes surgiendo de él y noté 
que me había permitido verlas porque no estaba seguro de la respuesta. Marius estaba recordando, y sus 
evocaciones poseían tal intensidad que mis poderes parecían frágiles, en comparación. Los recuerdos 
eran de sus primeros días, de cuando Roma dominaba el mundo y él aún no había vivido más tiempo que 
el de una existencia humana mortal. 
—Sé que recuerdas haber querido que se supiera —dije—. Que se hiciera público el monstruoso 
secreto. 
—Tal vez, al principio —reconoció él—, sentí una cierta pasión desesperada por comunicarlo. 
—Sí, comunicarlo —repetí, paladeando la palabra. Y recordé aquella lejana noche en el escenario, 
cuando había causado el espanto del público parisino. 
—Pero eso fue en la confusión del principio —continuó Marius en voz baja, hablando para sí mismo. 
Sus ojos entrecerrados y ausentes parecían mirar a través de los siglos—. Sería una estupidez, una 
locura. Si la humanidad se convenciera realmente de nuestra existencia, nos destruiría. Y yo no quiero 
ser destruido. Esos peligros y calamidades no me interesan. 
No respondí. 
—Tú tampoco sientes la necesidad de revelar estas cosas —añadió en un tono casi tranquilizador. 
«Sí que la siento», pensé. Noté sus dedos en el revés de mi mano. No le estaba viendo a él, sino que 
mis ojos repasaban mi breve pasado: el teatro, mis fantasías de cuentos de hadas. Me sentí paralizado 
de tristeza. 
—Lo que notas es la soledad y la condición de monstruo —apuntó Marius—. Y eres impulsivo y 
desafiante. 
—Tienes razón. 
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—Pero, dime: ¿de qué serviría revelarle esto a alguien? No hay nadie que pueda otorgar el perdón, la 
redención. Pensar lo contrario es una fantasía infantil. Date a conocer y serás destruido. ¿Qué 
conseguirás con ello? El Jardín Salvaje engullirá tus restos en silencio y con toda la fuerza de la vida. 
¿Dónde quedan, entonces, la justicia o la comprensión? 
Asentí con la cabeza. 
Noté que su mano se cerraba sobre la mía. Se puso en pie lentamente y yo le imité, a regañadientes 
pero obediente. 
—Es tarde —dijo con voz suave y los ojos llenos de compasión—. Ya hemos hablado bastante por 
ahora. Además, debo bajar a ver a mis gentes. Hay problemas en el pueblo cercano, como temía que 
sucedería. El asunto me llevará todo lo que queda hasta el alba, y parte de mañana por la noche. Es 
posible que no podamos continuar conversando hasta pasada la medianoche... 
Una vez más, se distrajo y, bajando la cabeza, se concentró en la escucha. 
—Sí, tengo que marcharme —dijo a continuación, y nos dimos un ligero y relajado abrazo. 
Y aunque deseé acompañarle y ver qué sucedía en el pueblo, cómo llevaba a cabo sus asuntos allí, 
también tuve ganas de buscar mi habitación, contemplar un rato el mar y, finalmente, dormir. 
—Cuando despiertes estarás hambriento —me dijo Marius—. Tendré una víctima para ti. Hasta que 
regrese, ten paciencia. 
—Sí, desde luego... 
—Y mañana, mientras me esperas, haz lo que quieras en la casa. Los viejos papiros están en las 
vitrinas de la biblioteca. Puedes consultarlos. Recorre las estancias. El único sitio al que no debes 
acercarte es el santuario de Los Que Deben Ser Guardados. No debes bajar a la cripta a solas. 
Asentí. 
Quise hacerle una pregunta más. ¿Cuándo cazaba? ¿Cuándo bebía? Su sangre me había mantenido 
durante dos noches, tal vez más, pero, ¿cuál le mantenía a él? ¿Había hecho alguna víctima antes de 
ofrecerme su sangre? ¿Se propondría ahora ir de caza? Tuve la creciente sospecha de que Marius ya no 
necesitaba la sangre tanto como yo, de que había empezado, igual que Los Que Deben Ser Guardados, 
a beber cada vez menos el rojo líquido. Y deseé con desesperación saber si tal cosa era cierta. 
Pero Marius se iba. La llamada de la gente del pueblo era imperiosa. Le vi salir a la terraza y, de 
pronto, desapareció. Por un momento pensé que se había desviado a la derecha o a la izquierda detrás 
de las puertas. Avancé hasta ellas y comprobé que la terraza estaba vacía. Llegué a la barandilla, miré 
hacia abajo y vi la mota de color de su levita entre las rocas, muy abajo. 
«Así que esto es lo que nos espera» pensé: «dejar de sentir la necesidad de la sangre, que nuestros 
rostros pierdan gradualmente toda expresión humana, poder desplazar objetos con la fuerza de nuestra 
mente, ser casi capaces de volar. Terminar alguna noche, dentro de miles de años, sentados en absoluto 
silencio como lo están hoy Los Que Deben Ser Guardados». ¿Cuántas veces, aquella noche, Marius 
había tenido el mismo aspecto que ellos? ¿Cuánto tiempo pasaría allí sentado, inmóvil, cuando nadie 
rondaba el refugio? 
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¿Y qué representaría para él medio siglo, el tiempo durante el cual me disponía a vivir esa existencia 
de mortal al otro lado del océano? 
Di media vuelta, regresé al interior de la casa y acudí a la alcoba que me había indicado Marius. Me 
senté mirando al mar y al cielo hasta que empezó a llegar la luz. Cuando abrí el pequeño escondite del 
sarcófago, había en él flores recientes. Me puse el tocado y la máscara de oro, así como los guantes, y 
me introduje en el sepulcro... Cuando cerré los ojos, aún percibía el olor a flores. 
El temible momento estaba llegando. La pérdida de conciencia. Y, al borde de un sueño, oí una risa 
de mujer. Una risa ligera y sostenida como si la mujer estuviera muy contenta y en mitad de una 
conversación. Y, justo antes de caer en la inconsciencia, la vi echando la cabeza hacia atrás y dejando al 
descubierto su blanquísima garganta. 
410
15 
Cuando abrí los ojos, tuve una idea. Me llegó de pronto e, inmediatamente, me obsesionó hasta el 
punto de que apenas me di cuenta de la sed, de la comezón que sentía en las venas. 
«Vanidad», musité para mí. Pero la idea tenía una belleza seductora. 
No; mejor olvidarlo. Marius había dicho que me mantuviera lejos del santuario y, además, volvería a 
medianoche y entonces podría plantearle la idea. ¿Y él, podría...? ¿Podría qué? Mover la cabeza con 
gesto de tristeza. 
Salí de la cámara y, deambulando por la casa, vi que todo seguía como la noche anterior; velas 
encendidas y ventanas abiertas al suave espectáculo de la luz agonizante. Parecía imposible que pronto 
tuviera que irme de allí. Y que no fuera a volver nunca, que Marius pensara evacuar aquel lugar 
extraordinario. 
Me sentí apesadumbrado y abatido. Y entonces me llegó la idea. 
No hacerlo en presencia de Marius, sino en silencio y en secreto para no sentirme un estúpido. Bajar 
yo solo. 
No. No debía hacerlo. Al fin y al cabo, no serviría de nada. No sucedería nada cuando lo hiciera. 
Pero, si así había de ser, ¿por qué no probarlo? ¿Por qué no hacerlo enseguida? 
Hice una nueva ronda por la biblioteca y los pasadizos y la sala llena de aves y monos, para continuar 
luego por otras estancias que aún no había visto. 
Pero la idea continuó rondándome la cabeza. Y la sed me irritó, volviéndome un poco más impulsivo, 
un poco más inquieto, un poco menos capaz de reflexionar sobre todas las cosas que Marius me había 
contado y lo que significarían con el transcurso del tiempo. 
De una cosa estuve seguro: Marius no estaba en la casa. Al final, había husmeado en todas las 
habitaciones, aunque seguía siendo un secreto el lugar donde dormía. También comprendí que debía 
haber varias puertas de entrada y salida a la casa que Marius conservaba en secreto. 
No me costó volver a encontrar la puerta de la escalera que llevaba hasta Los Que Deben Ser 
Guardados. Y no estaba cerrada. 
Volví al salón de paredes empapeladas y bello mobiliario. Consulté el reloj. Eran sólo las siete; 
quedaban cinco horas para la medianoche. Cinco horas con aquella sed ardiente. Y la idea..., la idea... 
En realidad, no tomé la decisión de hacerlo. Simplemente, volví la espalda al reloj y regresé a mi 
habitación. Sabía que otros cientos de seres debían haber tenido la misma idea antes que yo. Y Marius 
había descrito perfectamente el orgullo que había sentido al pensar que él podría despertarlos. Que 
podría hacerles moverse. 
«No» me dije. «Quiero hacerlo aunque no suceda nada, que es precisamente lo que sucederá. Quiero 
bajar ahí a solas y hacerlo. Tal vez tiene algo que ver con Nicolás, no lo sé. ¡No lo sé!» 
411
Entré en mi cámara y, a la luz que se alzaba del mar, abrí la funda del violín y contemplé el 
Stradivarius. 
Naturalmente, no sabía tocar el instrumento, pero los vampiros somos grandes imitadores. Como me 
había dicho Marius, poseemos una concentración y unas facultades superiores. Y yo había visto tocar a 
Nicolás muchas veces. 
Tensé el arco y froté las cerdas con un poco de resina, como le había visto hacer. 
Sólo un par de noches antes, no habría soportado la idea de tocar aquel objeto. Oírlo habría sido un 
puro dolor. 
Lo saqué de la funda y lo llevé por toda la casa igual que se lo había llevado a Nicolás entre los 
bastidores del Teatro de los Vampiros. Y, sin pensar siquiera en vanidades, corrí más y más deprisa 
hacia la puerta de la escalera secreta. 
Era como si estuvieran atrayéndome hacia ellos, como si no tuviera voluntad propia. Ahora, Marius no 
importaba. Nada importaba gran cosa, salvo bajar los peldaños estrechos y húmedos lo más deprisa 
posible, dejando atrás las ventanas llenas de espuma marina y de luces crepusculares. 
De hecho, mi estado de exaltación estaba alcanzando tal intensidad que me detuve de pronto, 
dudando de que su origen estuviera en mí mismo. Pero debía dejarme de tonterías. ¿Quién podría 
haberme puesto tal cosa en la cabeza? ¿Los Que Deben Ser Guardados? Esto sí que era auténtica 
vanidad y, además, ¿acaso sabían aquellas criaturas qué era aquel extraño y delicado instrumento de 
madera? 
El violín emitió un sonido —fue el violín, ¿no?— que nadie en el mundo antiguo había oído; un sonido 
tan humano y lleno de tan profunda emoción que llevaba a los hombres a considerar aquel instrumento 
obra del diablo y acusar a sus mejores intérpretes de estar poseídos por él. 
Me sentía ligeramente mareado, confuso. 
¿Cómo había podido descender tantos peldaños sin recordar que la puerta inferior estaba cerrada por 
dentro. En quinientos años más, tal vez tendría las fuerzas necesarias para abrir la tranca, pero ahora... 
Y, no obstante, continué bajando. Aquellos pensamientos estallaban y se desvanecían con la misma 
rapidez con que me asaltaban. Volví a estar ardiendo y la sed contribuía a empeorar las cosas, aunque la 
sed no tenía nada que ver con ello. 
Y cuando doblé el último recodo, descubrí que las puertas de la capilla estaban abiertas de par en par. 
La luz de las lámparas se desparramó por el hueco de la escalera. El aroma de las flores y del incienso 
se hizo súbitamente abrumador y noté un nudo en la garganta. 
Me acerqué un poco mas sosteniendo el violín contra el pecho con ambas manos, aunque no supe 
por qué. Y vi que las puertas del tabernáculo también estaban abiertas, y allí estaban sentados los dos. 
Alguien les había traído flores y había colocado los panes de incienso sobre unos platillos dorados. 
Penetré en la capilla, contemplé sus rostros y, como la otra vez, me pareció que me miraban 
directamente. 
Blancos, tanto que no fui capaz de imaginármelos bronceados, y con aspecto de ser más duros que 
las piedras preciosas que lucían. Un brazalete en forma de serpiente en el brazo de la mujer. Varios 
412
collares superpuestos sobre su pecho. Un levísimo atisbo de carne en el pecho del hombre, rebosando 
sobre el borde de la limpia blusa de lino que vestía. 
El rostro de ella era más fino que el del hombre, y su nariz era un poco más larga. Él tenía los ojos 
más grandes, y los pliegues de la piel los definían con un poco más de precisión. El cabello de ambos, 
largo y negro, era muy similar. 
Yo estaba jadeando, inquieto. De pronto me sentí débil y dejé que el aroma de las flores y del incienso 
impregnara mis pulmones. La luz de las lámparas brillaba en un millar de reflejos dorados en los murales. 
Bajé la vista al violín y traté de recordar mi idea; pasé los dedos por la madera y me pregunté qué les 
parecería el instrumento. 
En un susurro, les expliqué qué era, les dije que quería que lo oyeran sonar, que en realidad no sabía 
tocarlo pero que iba a intentarlo. Hablaba en una voz tan baja que ni yo mismo podía oírme pero tenía la 
certeza de que ellos me entenderían, si decidían prestarme atención. 
Y me llevé el violín al hombro, lo sujeté bajo la barbilla y levanté el arco. Cerré los ojos y recordé la 
música, aquella música de Nicolás, la manera en que su cuerpo se movía con ella y sus dedos pisaban 
las cuerdas con la fuerza de tenazas y el modo en que dejaba que el mensaje se transmitiera desde su 
alma hasta sus dedos. 
Me sumergí en la interpretación; bajo mis yemas, la música subía hasta el aullido para volver a bajar y 
convertirse en un murmullo. Era una canción; sí, era capaz de crear una canción. Los tonos eran puros y 
exquisitos y se repetían en las paredes con un estruendo resonante hasta crear ese lamento suplicante 
que sólo puede producir un violín. Continué tocando furiosamente, moviéndome adelante y atrás, 
olvidándome de Nicolás, olvidándolo todo menos la sensación de los dedos al caer sobre la caja 
armónica y la constatación de que era yo quien estaba haciendo aquello, de que estaba saliendo de mí, y 
que el sonido se alzaba y descendía y rebosaba, cada vez más intenso, mientras yo me volcaba sobre el 
instrumento con el frenético rasgueo del arco. 
Y, al tiempo que tocaba, me descubrí cantando. Tarareando al principio, y luego cantando en voz alta, 
y todo el oro del pequeño tabernáculo se hizo una mancha confusa. De pronto, me pareció que mi voz se 
hacía más potente, inexplicablemente fina, y emitía una nota aguda purísima que, me di perfecta cuenta, 
mi garganta no podía alcanzar. Y, a pesar de ello, allí estaba aquella nota maravillosa, sostenida e 
inalterable y subiendo todavía más, hasta causarme dolor de oídos. Toqué más fuerte, más 
frenéticamente, y escuché mis propios jadeos y, de pronto, ¡supe que no era yo quien estaba emitiendo 
aquella extraña nota aguda! 
Si la nota no cesaba, iba a salirme sangre por los oídos. ¡Y no era yo quien la daba! Sin detener la 
música, sin ceder al dolor que me estaba partiendo en dos la cabeza, miré hacia adelante y vi que 
Akasha se había levantado y tenía los ojos muy abiertos y la boca en una O perfecta. El sonido procedía 
de ella, era obra suya, y la vi avanzar por los escalones del tabernáculo hacia mí, con los brazos 
extendidos y la nota lacerándome los tímpanos como una navaja acerada. 
Se me nubló la visión. Oí que el violín caía al suelo de piedra. Noté las manos en los costados de la 
cabeza. Grité y grité, pero la nota apagaba mi voz. 
413
—¡Basta! ¡Basta! —exclamaba rugiendo, pero toda la luz había vuelto y Akasha estaba delante de mí 
con los brazos extendidos al frente. 
—¡Oh, Dios, Marius! 
Di media vuelta y corrí hacia las puertas, pero éstas se cerraron al instante en mis narices, 
golpeándome la cabeza con tal fuerza que caí de rodillas. Me puse a sollozar bajo el agudísimo chillido 
continuo de aquella nota. 
—¡Marius, Marius, Marius! 
Y, cuando me volví para ver qué me esperaba, vi cómo el píe de Akasha caía sobre el violín, que 
reventó y se hizo astillas bajo su talón. Pero la nota que salía de ella iba apagándose. La nota se estaba 
desvaneciendo. 
Y me quedé en silencio, ensordecido, incapaz de oír mis propios gritos a Marius, que continué 
lanzando sin cesar mientras me ponía en pie torpemente. 
Un silencio retumbante, un silencio trémulo. Akasha estaba justo delante de mí y sus negras cejas se 
juntaron delicadamente, sin apenas formar arrugas en su blanquísima piel; sus ojos aparecían 
atormentados e inquisitivos y sus labios rosa pálido se abrieron para dejar entrever los colmillos. 
«Ayúdame, ayúdame, Marius, ayúdame», murmuré sin alcanzar a escucharme más que en la pura 
abstracción mental de mis intenciones. Y, a continuación, Akasha me tomó entre sus brazos y me atrajo 
hacia ella, y noté su mano como Marius la había descrito, cogiéndome la cabeza delicadamente, con toda 
suavidad, hasta que noté mis dientes contra su cuello. 
No vacilé. No pensé en los brazos que me estrechaban, que podían estrujarme y acabar conmigo en 
un instante. Noté los colmillos atravesando la piel como si rompiesen una corteza glacial y la sangre 
manó humeante a mi boca. 
¡Oh, sí, sí...! ¡Oh, sí,! Yo le había pasado el brazo por encima de su hombro izquierdo y me agarraba a 
ella, a mi estatua viviente, y no importaba que fuera más dura que el mármol: era así como debía ser, era 
perfecta, mi madre, mi amante, mi poderosa, y su sangre penetraba hasta la última partícula pulsante de 
mi cuerpo con los hilos de su ardiente telaraña. Pero sus labios ya estaban contra mi garganta. Akasha 
me estaba besando, besaba la arteria por la cual fluía con tal violencia su propia sangre. Sus labios se 
abrían sobre mi cuello y, mientras yo chupaba su sangre con todas mis fuerzas, mientras los borbotones 
de rojo líquido pasaban por mi boca antes de extenderse por todo mi ser, noté la inconfundible sensación 
de sus colmillos hincándose en mi cuello. 
Y noté cómo, al mismo tiempo que su sangre pasaba a mí, la mía era aspirada súbitamente de mis 
venas palpitantes. 
Visualicé aquel trémulo circuito y aún lo percibí más divinamente porque todo lo demás dejó de existir 
y sólo quedaron nuestras bocas apretadas contra la garganta del otro, y el mutuo trasvase de sangre con 
su inagotable latir. No hubo sueños ni visiones, sólo aquello, aquella sensación maravillosa, 
ensordecedora y cálida, y no importaba nada más, absolutamente nada más, salvo que aquello no 
terminara nunca. El mundo de las cosas que tenían peso, que ocupaban espacio y que interrumpían el 
paso de la luz, había desaparecido. 
414
Y, con todo, un sonido horrible perturbó el éxtasis. Un sonido desagradable, como el de una piedra al 
cuartearse, como el de una losa arrastrada por el suelo. Debía ser Marius. No, Marius, no te acerques. 
Vuelve atrás, no nos toques. No nos separes. 
Pero aquel sonido terrible, aquella intrusión, aquella repentina perturbación, aquella mano que me 
agarraba del cabello y me arrancaba de la garganta de Akasha haciendo que la sangre se derramara de 
mis labios, no eran causados por Marius. Era Enkil. Y sus poderosísimas manos me apretaban con fuerza 
los costados de la cabeza. 
La sangre me corría por el mentón. Miré a Akasha y vi su expresión afligida. Vi que alargaba el brazo 
hacia su compañero y que en sus ojos ardía una llamarada de patente cólera. Sus brazos blancos y 
relucientes cobraron animación mientras asían las manos que podían estrujarme la cabeza. Oí surgir de 
ella una voz que era un grito, un chillido más estentóreo que la nota musical que había emitido antes, 
mientras un reguero de sangre escapaba por la comisura de sus labios. 
El sonido no sólo ahogó cualquier otro ruido, sino también me nubló la vista. Cayó sobre mí un 
torbellino de oscuridad roto en millones de pequeñas notas brillantes. El cráneo iba a estallarme. 
Enkil me estaba obligando a hincar la rodilla. Su gran figura se inclinaba sobre mí y, de pronto, vi su 
rostro con toda claridad y seguía tan impasible como siempre. La tensión de los músculos de sus brazos 
era la única evidencia de que era un ser vivo. 
Y, aun bajo el sonido arrasador de aquel alarido, advertí que la puerta a mi espalda vibraba con los 
golpes de Marius, cuyos gritos eran casi tan potentes como el agudo chillido de Akasha. 
Un chillido que ya me había hecho sangrar por los oídos. Y empecé a mover los labios. 
La presa de piedra que me comprimía la cabeza cesó de hacer fuerza. Me descubrí caído en el suelo. 
Estaba tendido con los brazos y las piernas abiertos y noté la fría presión de su pie sobre mi pecho. Enkil 
iba a aplastarme el corazón en unos instantes, y Akasha, cuyos aullidos se hacían por momentos más 
potentes, más desgarradores, se había colocado detrás de él con el brazo cerrado en torno al cuello de 
su compañero. Vi sus cejas fruncidas y su negra cabellera suelta. 
Pero fue la voz de Marius la que oí dirigiéndose a Enkil desde el otro lado de la puerta, penetrando en 
el blanco sonido de los chillidos de Akasha. 
¡Mátale, Enkil, y te apartaré de ella para siempre! ¡Y ella me ayudará a hacerlo, te lo juro ¡ 
De repente, el silencio. De nuevo, la sordera. La cálida sensación de la sangre corriéndome por los 
costados del cuello. 
Akasha se apartó a un lado, volvió la vista hacia las puertas y éstas se abrieron al instante, 
produciendo un chasquido al chocar con la pared del angosto pasadizo de piedra. En un abrir y cerrar de 
ojos, Marius estaba a mi lado con las manos en los hombros de Enkil, pero éste parecía inamovible. 
El pie de la estatua viviente descendió ligeramente, rozándome el estómago, para retirarse a 
continuación. Y oí a Marius decir unas palabras que sólo me llegaron en forma de pensamientos. Sal de 
aquí, Lestat. Huye. 
Me incorporé trabajosamente y le vi conducir a ambos hacia el tabernáculo con lentitud. Y advertí que 
los dos seres no tenían la mirada fija al frente, sino vuelta hacia él. Akasha asía a Enkil por el brazo y 
415
volví a ver sus rostros inexpresivos, pero, por primera vez, aquella inexpresividad parecía indiferente. No 
era ya la máscara de la curiosidad, sino la máscara de la muerte. 
—¡Corre, Lestat! —repitió Marius sin volverse. Y obedecí. 
416
16 
Cuando Marius apareció por fin en el salón iluminado, yo me hallaba en el extremo más alejado de la 
terraza. En mis venas sentía aún un calor que palpitaba como si tuviera vida propia. Distinguí, a lo lejos, 
la forma borrosa de varias islas y llegó a mis oídos el avance de una nave por una costa remota, pero lo 
único que me rondó la cabeza en esos instantes fue la idea de que, si Enkil venía de nuevo a por mí, 
podía escapar de él saltando la barandilla y lanzándome al agua para huir a nado. Aún notaba sus manos 
en los costados de la cabeza, su pie sobre mi pecho. 
Permanecí junto a la baranda de piedra, tembloroso, con las manos aún manchadas de sangre 
procedente de los rasguños de mi rostro, que ya habían sanado totalmente. 
—Lo siento, lamento lo que he hecho —dije a Marius tan pronto como este apareció—. No sé por qué 
he obrado así. No debería haberlo hecho. Lo siento, te lo juro, lo siento mucho, Marius. Nunca más 
volveré a hacer nada que tú me digas que no haga. 
Marius se detuvo a la puerta de la terraza con los brazos cruzados y me dirigió una mirada de furia. 
—¿Qué te dije ayer, Lestat? —exclamó—. ¡Eres la criatura más extraordinaria! 
—Perdóname, Marius. Por favor, perdóname. No creí que fuera a suceder nada. Estaba seguro de 
que no sucedería nada... 
Con un gesto, me indicó que guardara silencio y que bajáramos juntos a las rocas. Tras esto, saltó la 
barandilla y abrió la marcha. Fui tras él vagamente complacido por lo fácil que resultaba el descenso, 
pero aún demasiado desconcertado por lo sucedido para preocuparme por detalles como aquél. La 
presencia de Akasha me envolvía como una fragancia, a pesar de que no había captado aroma alguno 
en ella, salvo el del incienso y de las flores que parecía haber impregnado su piel blanca y dura. ¡Qué 
extraña fragilidad me había parecido percibir en ella, pese a tanta dureza! 
Bajamos por los peñascos resbaladizos hasta alcanzar la playa de arena blanca, y anduvimos por ella 
en silencio, contemplando la espuma, blanca como la nieve, que saltaba contra las rocas o se extendía 
hacia nosotros sobre la arena fina y compacta. El viento rugía en mis oídos y me asaltó la sensación de 
soledad que siempre despierta en mí ese sonido, ese rugido del viento que ahoga todos los demás 
sentidos, además del oído. 
Y me fui sintiendo cada vez más tranquilo. Y, al mismo tiempo, cada vez más agitado y desdichado. 
Marius me había pasado el brazo por la cintura como solía hacer Gabrielle y no presté atención a 
dónde me conducía. Por ello, me llevé una absoluta sorpresa al ver que habíamos llegado a una caleta 
donde había anclada una chalupa con un único par de remos. 
Cuando nos detuvimos, proseguí con mis exclamaciones: 
—¡Lamento mucho lo que he hecho, te lo juro! No creí que... 
417
—No vuelvas a decirme que lo sientes —replicó Marius con voz calmada—. Ahora que estás a salvo, 
y no aplastado como una cáscara de huevo en el suelo de la capilla, sé que no lamentas en absoluto lo 
ocurrido, ni haber sido el causante de ello. 
—¡Oh, pero no se trata de eso! —exclamé, rompiendo a llorar. Saqué el pañuelo, gran aditamento en 
el vestir de un caballero de mi época, y me limpié del rostro las lágrimas de sangre. Volví a sentir el 
abrazo de Akasha, volví a sentir su sangre, sus manos. Comencé a revivir toda la escena. Si Marius no 
hubiera llegado a tiempo... 
—¿Pero qué sucedió, Marius? ¿Qué has visto? 
—Ojalá estuviéramos donde él no pudiera oírnos —comentó Marius con abatimiento—. Decir o tan 
siquiera pensar cualquier cosa que pudiera perturbarle aún más es una locura. Tengo que hacerle volver 
al estado de sopor. 
Marius pareció verdaderamente furioso y me volvió la espalda. 
Pero, ¿como podía yo no pensar en ello? Ojalá pudiera abrirme la cabeza y arrancar de ella los 
pensamientos. El recuerdo del momento me recorrería como una exhalación, igual que su sangre. El 
cuerpo de Akasha aún encerraba una mente, un apetito, un ardiente núcleo espiritual cuyo calor había 
corrido por mi interior como un rayo líquido. ¡Y, sin la menor duda, Enkil ejercía un dominio mortal sobre 
ella! Sentí odio hacia él. Deseé destruirle. Y en mi mente se disparó todo tipo de locas ideas, ¡imaginando 
que había algún modo de destruir a Enkil sin que nuestra raza corriera peligro, en tanto Akasha 
permaneciera ilesa! 
Pero todo aquello no tenía mucho sentido. ¿No habían entrado primero en él, aquellos demonios? 
Aunque, ¿y si no fuera así...? 
—¡Basta, joven Lestat! —saltó Marius. 
Me eché a llorar de nuevo. Me toqué el cuello donde se habían posado sus labios. Lamí los míos y 
paladeé de nuevo el sabor de su sangre. Contemplé las estrellas del cielo, e incluso aquellos objetos 
benignos y eternos me resultaron amenazadores e insensibles. Y noté un grito creciendo peligrosamente 
en mi garganta. 
Los efectos de la sangre de Akasha empezaban ya a desvanecerse. La primera visión, tan clara, fue 
haciéndose borrosa. Los brazos y piernas volvieron a ser los míos. Quizá fueran más fuertes, sí, pero la 
magia estaba desvaneciéndose. La magia sólo me había dejado algo más fuerte que el recuerdo del 
circuito de la sangre a través de los dos. 
—¿Qué sucedió, Marius? —exclamé, gritando al viento—. No te enfades conmigo, no apartes la cara 
de mí. No puedo... 
—Calla, Lestat —me interrumpió. Se acercó de nuevo y me tomó por el brazo—. No te preocupes por 
mi enfado. No tiene importancia y no va dirigido contra ti. Dame un poco más de tiempo para recuperar el 
dominio de mí mismo. 
—Pero, ¿has visto lo que ha sucedido entre ella y yo? 
Marius tenía la mirada fija en el mar. El agua parecía de un negro perfecto, y la espuma, de un blanco 
perfecto. 
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—Sí, lo he visto —asintió. 
—Cogí el violín y quise tocar para ellos, pensando... 
—Sí, claro, claro... 
—... que la música tendría efecto sobre ellos, especialmente esa música extraña de sonidos 
innaturales; ya sabes que un violín... 
—Sí... 
—Marius, ella me dio... y..., y tomó... 
—Lo sé. 
—¡Y él la retiene ahí! ¡La tiene prisionera! 
—Lestat, te suplico... —En su rostro había una sonrisa triste, abatida. 
¡Aprisiónale, Marius, como hicieron los sacerdotes, y libérala a ella! 
—Estás soñando, hijo mío, estás soñando. 
Marius dio media vuelta y se apartó de mí, invitándome con un gesto a dejarle en paz. Bajó a la playa 
y dejó que el agua le mojara mientras deambulaba arriba y abajo. 
Traté de recuperar la calma. Me pareció irreal haber estado nunca en otro sitio que aquella isla, que el 
mundo de los mortales estuviera allí fuera y que la extraña tragedia y la amenaza de Los Que Deben Ser 
Guardados fueran desconocidas más allá de aquellos acantilados húmedos y relucientes. 
Finalmente, Marius regresó junto a mí. 
—Escúchame —dijo—. Al oeste de aquí hay una isla que no está bajo mi protección; en su extremo 
norte hay una vieja ciudad griega donde las tabernas de marineros permanecen abiertas toda la noche. 
Ve allí con la chalupa. Sal de caza y olvida lo ocurrido aquí. Estudia los nuevos poderes que puedas 
haber adquirido de Akasha, pero trata de no pensar en ella ni en Enkil. Por encima de todo, procura no 
urdir planes contra él. Antes de que amanezca, vuelve a la casa. No te será difícil. Encontrarás una 
decena de puertas y ventanas abiertas. Y ahora, haz lo que te digo. Hazlo por mí. 
Incliné la cabeza en gesto de aceptación. Aquello era lo único en el mundo que podría distraerme, que 
podía borrar de mi cabeza cualquier pensamiento, noble o enervante: La sangre humana, y la lucha 
humana y la muerte humana. 
Sin la menor protesta, pues, di unos pasos chapoteando en el agua de la caleta hasta alcanzar la 
embarcación. 
De madrugada, en una de las posadas del puerto, contemplé mi imagen reflejada en un fragmento de 
espejo metálico clavado en la pared de la sucia habitación de un marinero. Me vi con la casaca de 
brocado y encaje blanco y con el rostro acalorado tras la muerte. Y observé el cadáver del marinero caído 
sobre la mesa, sosteniendo todavía en la mano la navaja con la que había tratado de rebanarme el 
gaznate. Allí estaba también la botella de vino drogado de la cual me había negado a beber, con cómicas 
excusas, hasta que el hombre había perdido la calma y había probado el último recurso. Su compinche 
yacía en la cama, muerto. 
Volví a contemplar al joven de aspecto libertino que me miraba desde el espejo. 
419
—¡Vaya!, si es el vampiro Lestat... —musité. 
Pero ni toda la sangre del mundo pudo evitar que me asaltara el horror cuando me dispuse a 
descansar. 
No pude dejar de pensar en Akasha, de preguntarme si era su risa lo que había escuchado en mi 
sueño la noche anterior. Y me sorprendió que no me hubiera dicho nada en la sangre, hasta que cerré los 
ojos y, por supuesto, volvieron a surgir de improviso en mi mente cosas maravillosas, tan mágicas como 
incoherentes. Ella y yo íbamos caminando juntos por un pasillo —no allí sino en otro lugar que me resultó 
conocido; creo que era un palacio alemán donde Haydn había escrito sus obras— y me hablaba 
relajadamente, como lo había hecho mil veces. Pero háblame de todo esto, en qué cree la gente, qué 
mueve los engranajes en su interior, qué son estos maravillosos inventos... Llevaba un elegante 
sombrero negro con una gran pluma blanca en el ala ancha y una gasa blanca rodeando su parte 
superior y atada bajo la barbilla, y su rostro era simplemente primerizo, simplemente joven. 
Cuando abrí los ojos, supe que Marius me estaba esperando. Salí de la cámara y le vi de pie junto a la 
funda vacía del Stradivarius, de espaldas a la ventana abierta sobre el mar. 
—Tienes que irte ahora mismo, mi joven Lestat —me comunicó con pesar—. Esperaba que 
tuviéramos más tiempo, pero es imposible. El barco espera para emprender viaje. 
—Es por lo que he hecho... —murmuré, abatido. Así que me expulsaba de allí... 
—Él ha destruido las cosas de la cripta —explicó Marius, pero su voz pedía tranquilidad. Me puso la 
mano en el hombro y se hizo cargo de la valija con la otra. Nos dirigimos a la puerta—. Quiero que te 
vayas enseguida, porque es lo único que le calmará, y quiero que recuerdes, no su cólera, sino todo lo 
que te he contado, y que tengas confianza en que volveremos a vernos, como te he dicho. 
—¿Y tú? ¿No le tienes miedo, Marius? 
—¡Oh, no! No te vayas con esa preocupación. Ya ha hecho cosas semejantes en otras ocasiones, de 
vez en cuando. Estoy convencido de que, en realidad, no sabe lo que hace. Sólo sabe que alguien se ha 
interpuesto entre él y Akasha. Sólo es preciso tiempo para que caiga de nuevo en el sopor. 
Una vez más, aquella palabra: sopor. 
—Y ella sigue sentada como si no se hubiera movido nunca, ¿verdad? 
—Quiero que te vayas ahora mismo para no provocarle —insistió Marius, conduciéndome fuera de la 
casa hacia la escalera tallada en el acantilado mientras continuaba hablando—: La facultad que 
poseemos los de nuestra raza para mover objetos, prenderles fuego o causar daños físicos con la fuerza 
de la mente no se extiende, en cualquier caso, demasiado lejos del lugar físico donde nos encontramos. 
Por eso quiero que te vayas de aquí esta noche y emprendas viaje a América. Cuando él ya no esté 
agitado y ya no recuerde lo ocurrido, te mandaré llamar. Y yo no habré olvidado nada y estaré 
esperándote. 
420
Vi la galera en el puerto, a mis pies, cuando llegamos al borde del acantilado. La escalera parecía 
imposible de bajar, pero no lo era. Lo imposible de verdad era que estaba dejando a Marius y aquella isla 
en aquel mismo instante. 
—No es preciso que desciendas conmigo —dije, tomando la valija de su mano y haciendo un esfuerzo 
por no parecer abatido y amargado. Al fin y al cabo, yo había causado aquello—. Preferiría no llorar en 
presencia de nadie. Despidámonos aquí. 
—Ojalá hubiéramos tenido unas noches más para estudiar con calma lo sucedido —murmuró él—. 
Pero mi amor va contigo. Y recuerda las cosas que te he dicho. Cuando volvamos a vernos, tendremos 
tanto de que hablar... 
Marius dejó la frase en el aire. 
—¿Qué sucede, Marius? 
—Dime, con sinceridad —me preguntó—, ¿lamentas que acudiera a buscarte a El Cairo, que te trajera 
aquí? 
—¿Cómo podría lamentarlo? —repliqué—. Lo único que siento es tener que irme. ¿Qué sucederá si 
no puedo volver a encontrarte, o tú a mí? 
—Cuando llegue el momento indicado, te encontraré —afirmó Marius—. Y recuerda siempre que 
tienes el poder de llamarme, como ya has hecho una vez. Cuando escucho esta llamada soy capaz de 
cubrir distancia que, por mí solo, no podría recorrer jamás. Si es el momento oportuno, responderé. 
Puedes estar seguro de ello. 
Asentí. Había demasiadas cosas que decirse y no pronuncié una palabra. 
Nos estrechamos en un largo abrazo; luego me volví e inicié lentamente el descenso, consciente de 
que Marius comprendería que no volviera la vista atrás. 
421
17 
No supe cuánto añoraba «el mundo» hasta que el barco remontó por fin el lóbrego Bayou St. Jean 
rumbo a la ciudad de Nueva Orleans y vi recortarse contra el cielo aún luminoso la línea negra y áspera 
de los pantanos. 
El hecho de que ninguno de nuestra raza hubiera penetrado nunca en aquella espesura me produjo 
excitación y humildad al mismo tiempo. 
Antes de que el sol se alzara la primera mañana, ya me había enamorado de aquellas tierras bajas y 
húmedas, igual que había amado el seco calor de Egipto. Con el paso del tiempo, llegaría a amar aquel 
rincón más que cualquier otro lugar del mundo. 
Allí, los aromas eran tan intensos que despedían su fragancia las propias hojas, además de los 
capullos amarillos y rosas. Y el gran río marrón, que pasaba impetuoso junto al miserable rincón de la 
Place d'Armes con su pequeña catedral, eclipsaba a cualquier otro mítico río que hubiera visto nunca. 
Inadvertido y sin competidores, exploré la pequeña colonia destartalada con sus calles embarradas y 
sus aceras de tablones y los sucios soldados españoles haraganeando en los alrededores de los 
calabozos. Me perdí por los peligrosos garitos del puerto, llenos de marineros de barcazas fluviales dados 
al juego y a la bronca, y de encantadoras caribeñas de piel morena; me dediqué a vagar de nuevo para 
contemplar el silencioso destello del relámpago, para escuchar el amortiguado rugido del trueno, para 
sentir el calor sedoso de la lluvia estival. 
Los techos de aleros bajos de las pequeñas casas de campo brillaban bajo la luna. La luz producía 
destellos en las verjas de hierro de elegantes mansiones de tipo español de la ciudad y parpadeaba tras 
las cortinas de encaje legítimo que colgaban tras las puertas acristaladas recién limpiadas. Deambulé 
entre las casitas toscas que se extendían hasta los baluartes y, asomándome a las ventanas, vi muebles 
llenos de dorados y objetos lacados, retazos de riqueza y civilización que en aquel lugar bárbaro parecían 
despreciables, recargados y hasta tristes. 
De vez en cuando, entre el fango surgía una visión: un auténtico caballero francés engalanado con 
una peluca blanca y una levita de gala, en compañía de su esposa con una cestita y de un esclavo negro 
sosteniendo en alto unos zapatos limpios para sus amos. 
Comprendí que había llegado al puesto avanzado más recóndito de mi Jardín Salvaje, que aquélla era 
mi tierra y que me quedaría en Nueva Orleans, si Nueva Orleans conseguía arraigar allí. Fueran cuales 
fuesen mis sufrimientos, serían menos intensos en aquel lugar sin ley; cualquier cosa que desease, me 
daría placer una vez la tuviera en mi poder. 
Y esa primera noche en aquel pequeño paraíso fétido, hubo momentos en que recé para que, a pesar 
de todo mi secreto poder, pudiera sentirme de algún modo igual a cualquier hombre mortal. Tal vez no 
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fuera el exótico marginado que había imaginado ser, sino sólo una difusa magnificación de cualquier alma 
humana. 
Viejas verdades y magias antiguas, revoluciones e inventos, todo conspira para distraernos de la 
pasión que, de un modo u otro, nos vence a todos. 
Y, cansados por fin de esta complejidad, soñamos con el tiempo lejano en que nos sentábamos en el 
regazo de nuestra madre y cada beso era la consumación perfecta del deseo. ¿Qué podemos hacer sino 
extender las manos para el abrazo que ahora debe contener a la vez el cielo y el infierno: nuestro destino 
una y otra vez? 
423
Epílogo 
Confesiones de un vampiro 
424

así llego al final de La educación juvenil y las aventuras del vampiro Lestat, la narración que 
me disponía a contaros. Ahora conocéis esta historia de magia y misterio del Viejo Mundo que 
he decidido revelar pese a todas las prohibiciones y requerimientos de silencio. 
Pero mi relato no termina aquí, por muy reacio a proseguirla que sea. Y debo hacer mención, aunque 
sea brevemente, de los dolorosos acontecimientos que me llevaron a tomar la decisión de desaparecer 
bajo tierra en 1929. 
Eso fue ciento cuarenta años después de que dejara la isla de Marius. Y nunca volví a ver a éste. 
También Gabrielle permaneció absolutamente perdida para mí. Se había desvanecido aquella noche en 
El Cairo y nunca volví a tener noticia de ella por boca de nadie, mortal o inmortal. 
Y cuando me enterré en el siglo XX, estaba solo, cansado y malherido de cuerpo y alma. 
Había vivido «una existencia completa» como Marius me había aconsejado, pero no podía echarle a 
él la culpa de cómo la viví, de los terribles errores que cometí. 
La fuerza de voluntad había modelado mi experiencia más que cualquier otra característica humana, 
Y, pese a todos los consejos y predicciones, me expuse a la tragedia y al desastre como siempre he 
hecho. Con todo, no puedo negarlo, tuve mis recompensas. Durante casi setenta años tuve a mis 
criaturas vampíricas, Louis y Claudia, dos de los inmortales más espléndidos que han caminado jamás 
sobre la Tierra, y me relacioné estrechamente con ellas. 
Poco después de llegar a la colonia caí enamorado sin remedio de un joven burgués de cabello 
oscuro, Louis, un hacendado de hablar elegante y modales remilgados que, por su cinismo y afán 
autodestructivo, me pareció el hermano gemelo de Nicolás. 
Tenía la misma torva intensidad de Nicolás, su rebeldía, su torturada capacidad para creer y no creer 
hasta caer, finalmente, en la desesperanza. 
Sin embargo, Louis ejerció sobre mí un influjo mucho más poderoso que el de Nicolás. Incluso en sus 
momentos de mayor crueldad, Louis sabía tocar mi punto de ternura, sabía seducirme con su 
tambaleante dependencia, con su embeleso ante cada uno de mis gestos y mis palabras. 
Y siempre me conquistaba su ingenuidad, su extraña fe burguesa en que Dios seguía siendo Dios 
aunque nos volviera la espalda, que la condenación y la salvación establecían los límites de un mundo 
reducido y desesperado. 
Louis era un sufridor, un ser que amaba a los mortales aún más que yo. Y a veces me he preguntado 
si no escogería a Louis para castigarme por lo sucedido con Nicolás, si no le habría creado para ser mi 
conciencia y para seguir sufriendo año tras año la condena que creía merecer. 
Pero yo amaba a Louis, simple y llanamente. Y fue la desesperación por retenerle, por tenerle más 
cerca de mí en los momentos más precarios de mi vida, lo que me llevó a cometer el acto más egoísta e 
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impulsivo de toda mi existencia entre los muertos vivientes. El crimen que iba a significar mi ruina: la 
creación —con Louis y para Louis— de Claudia, una niña vampiro de asombrosa belleza. 
Su cuerpo no tenía más de seis años cuando lo tomé y, aunque la niña habría muerto si no lo hubiera 
hecho (igual que habría muerto Louis de no haberle tomado también), mi acción fue un desafío a los 
dioses por el que tanto yo como Claudia habríamos de pagar. 
Pero ésa es la historia que Louis ya contó en Confesiones de un Vampiro, que, pese a todas sus 
contradicciones y terribles malentendidos, consigue captar la atmósfera en la que Claudia, Louis y yo nos 
reunimos y permanecimos juntos durante sesenta y cinco años. 
En el transcurso de ese tiempo, no hubo quien se nos pareciera entre nuestra raza: un trío de 
mortíferos cazadores vestidos de seda y terciopelo, exaltados en nuestro secreto y medrando en la 
próspera ciudad de Nueva Orleans, que nos acogía entre lujos y nos suministraba una fuente inagotable 
de nuevas víctimas. 
Y, aunque Louis lo ignoraba cuando escribió su crónica, sesenta y cinco años son un período de 
tiempo excepcionalmente largo para mantener un vínculo, en nuestro mundo. 
En cuanto a las mentiras que cuenta, a los errores y falsedades que comete, debo perdonarle su 
exceso de imaginación, su amargura y su vanidad que, al fin y al cabo, nunca fue muy grande. Jamás le 
di a conocer ni la mitad de mis poderes, y con razón, pues él rehuía usar incluso la mitad de los suyos, 
por un sentimiento de culpa y de aversión hacia sí mismo. 
Incluso su hermosura fuera de lo común y su infalible encanto fueron una especie de secreto para él. 
Cuando leáis su afirmación de que le convertí en vampiro porque codiciaba su plantación y su casa, 
supongo que podéis atribuir sus palabras a la modestia, más que a la estupidez. 
En cuanto a su creencia de que yo era un campesino, su actitud resulta comprensible. Al fin y al cabo, 
él era un muchacho de clase media lleno de inhibiciones y prejuicios que aspiraba, como todos los 
plantadores coloniales, a ser un auténtico aristócrata sin haber conocido jamás ninguno, mientras que yo 
procedía de una larga línea de señores feudales que se chupaban los dedos y arrojaban los huesos a los 
perros durante las comidas. 
Cuando dice que yo jugaba con inocentes desconocidos, trabando amistad con ellos para luego 
matarlos, ¿cómo iba él a saber que escogía mis víctimas casi exclusivamente entre los tahúres, ladrones 
y asesinos, que acabaría por ser más fiel de lo que nunca había pensado a mi tácito juramento de sólo 
hacer mis presas entre los malhechores? (El joven Freniere, por ejemplo, un plantador al que Louis 
idealiza de forma indecible en su texto, era en realidad un asesino perverso y un tramposo con las cartas, 
y estaba a punto de firmar un pagaré sobre la plantación familiar por deudas de juego cuando acabé con 
él. Las prostitutas con las que sacié mi sed delante de Louis en cierta ocasión, para fastidiarle, habían 
drogado y robado a muchos marineros de los que no había vuelto a tenerse noticia.) 
Pero tales menudencias no importaban, en realidad, pues Louis explicó su versión tal como creía que 
habían sucedido las cosas. 
Y, claramente, Louis fue siempre la suma de sus imperfecciones, el espectro más engañosamente 
humano que he conocido nunca. Ni siquiera Marius habría podido imaginar una criatura tan compasiva y 
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contemplativa, siempre caballeroso y refinado, hasta el punto de enseñar a Claudia a utilizar 
correctamente los cubiertos cuando ella, bendito sea su negro corazoncito, no tenía la menor necesidad 
de tocar siquiera un cuchillo o un tenedor. 
Su ceguera a los motivos o padecimientos de los demás era tan parte de su encanto como su suave 
cabello negro descuidado o la expresión eternamente preocupada de su ojos verdes. 
¿Por qué habría de molestarme en hablar de todas esas ocasiones en que acudía a mí, presa de la 
congoja, suplicándome que no le dejara nunca, o de las veces en que paseamos y charlamos juntos, de 
cuando representábamos a Shakespeare a dúo para diversión de Claudia o de cuando, codo con codo, 
salíamos de caza por las tabernas del puerto o íbamos a bailar con las bellezas de piel oscura de los 
celebrados bailes de mulatos? 
Leed entre líneas. 
Le traicioné cuando le creé, eso es lo importante. Igual que traicioné a Claudia. Y le perdono las 
tonterías que escribió, porque dijo la verdad sobre la monstruosa satisfacción que él, Claudia y yo 
compartimos, sin tener derecho a hacerlo, durante esas largas décadas del siglo XK en las que 
desaparecieron los colores deslumbrantes del ancient régime y la música deliciosa de Mozart y Haydn dio 
paso al tono ampuloso de Beethoven, que a veces podía sonar demasiado parecido al tañido de mis 
imaginarias Campanas del Infierno. 
Así tuve lo que quería, lo que siempre había querido. Los tuve a ellos y, desde entonces, pude olvidar 
de vez en cuando a Gabrielle y a Nicolás, e incluso a Marius. Y pude dejar de pensar en el rostro pétreo e 
inexpresivo de Akasha, en el tacto helado de su mano y en el calor de su sangre. 
Pero yo siempre había deseado muchas cosas. ¿Qué explicación tenía la duración de la vida que 
describía en Confesiones de un Vampiro? ¿Por qué nuestra existencia era tan duradera? 
A lo largo del siglo XK, los vampiros fueron «descubiertos» por los escritores europeos. Lord Ruthven, 
la creación del doctor Polidori, dio paso a sir Francis Varney y a sus novelas baratas de crímenes; luego 
llegó la espléndida y sensual condesa Carmilla Karnstein, de Sheridan Le Fanu, y, finalmente, el más 
famoso de los vampiros de la literatura, el hirsuto conde Drácula eslavo que, pese a ser capaz de 
convertirse en murciélago o desmaterializarse a voluntad, desciende los muros de su castillo reptando por 
las piedras como un lagarto (por pura diversión, al parecer). Todas estas creaciones, junto a muchas 
otras similares, alimentaron el apetito insaciable de las gentes por las «narraciones fantásticas y de 
terror». 
Y nosotros fuimos la esencia de esa personificación del vampiro propia del siglo: aristocráticamente 
distantes, siempre elegantes, invariablemente despiadados y unidos entre nosotros en una tierra 
abonada para otros de nuestra raza, aunque ninguno más la habitaba. 
Quizás habíamos encontrado el momento perfecto de la historia, el equilibrio perfecto entre lo 
monstruoso y lo humano, la época en que aquel «romanticismo vampírico», nacido en mi imaginación 
entre los vistosos brocados del antiguo régimen, debía encontrar su mayor realce en la holgada capa 
negra, la chistera negra y los rizos luminosos de la pequeña desparramándose desde el lazo violeta hasta 
las mangas abombadas de su diáfano vestido de seda. 
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Con todo, nunca dejé de pensar en lo que le había hecho a Claudia y en cuándo llegaría el momento 
en que tendría que pagar por ello. ¿Cuánto tiempo debió contentarse ella con ser el misterio que nos unía 
con tanta intensidad a Louis y a mí, con ser la musa de nuestras horas a la luz de la Luna, el único objeto 
de devoción común a los dos? 
¿Fue inevitable que ella, que nunca llegaría a poseer formas de mujer, se alzara contra el padre 
demonio que la había condenado a tener eternamente el cuerpo de una muñequita de porcelana? 
Debería haber prestado atención a las advertencias de Marius. Debería haberme detenido un 
momento a reflexionar sobre sus palabras, antes de llevar adelante aquel magnífico y embriagador 
experimento de convertir en vampiro a «los más jóvenes de los mortales». Sí, debería habérmelo 
pensado mejor. 
Pero en ese momento me sentí como cuando estaba tocando el violín para Akasha, ¿comprendéis? 
Deseaba hacerlo. Quería ver qué sucedía con una hermosa chiquilla como aquélla. 
¡Ah, Lestat, te mereces todo lo que te ha sucedido! Será mejor que no mueras nunca, o irás de 
cabeza al infierno. 
¿Cómo pudo ser que, por razones puramente egoístas, no hiciera caso de algunos de los consejos 
que había recibido? ¿Por qué no aprendí de ellos: de Gabrielle, de Armand, de Marius...? Aunque lo 
cierto es que jamás he hecho caso de nadie. Por una u otra causa, jamás he podido. 
Y ni siquiera hoy puedo afirmar que me arrepienta de haber creado a Claudia, que desee no haberla 
visto nunca, no haberla tenido en mis brazos, no haberle cuchicheado secretos al oído ni haber 
escuchado el eco de sus risas por las lóbregas estancias de la casa, absolutamente humana, en la que 
nos movíamos como haría un grupo de mortales, entre los muebles lacados, las lámparas de gas, los 
oscuros cuadros al óleo y los maceteros de cobre. Claudia era mi hija de las tinieblas, mi amor, el mal de 
mi maldad. Claudia me rompía el corazón. 
Hasta que, una noche calurosa y húmeda de la primavera de 1860, la pequeña se sintió con fuerzas 
para ajustar cuentas. Me engatusó, me hizo caer en su trampa y hundió el puñal una y otra vez en mi 
cuerpo drogado y emponzoñado; y así perdí casi hasta la última gota de mi sangre vampírica antes de 
que transcurrieran los escasos y preciosos segundos que tardaron en curar las heridas. 
No la culpo. Fue el tipo de acción que yo mismo habría intentado. 
Jamás olvidaré esos momentos delirantes, jamás los relegaré a algún compartimento inexplorado de 
mi mente. Fueron su astucia y su decisión, tanto como la hoja que me cercenó la garganta y me partió el 
corazón, lo que acabó conmigo. Continuaré pensando en esos momentos cada noche mientras exista, y 
recordaré el abismo que se abrió bajo mis pies, la caída hacia la muerte mortal que casi fue mía. Claudia 
me proporcionó esa experiencia. 
Pero, mientras la sangre manaba de mí llevándose con ella todas mis fuerzas, dejándome sin visión, 
sin audición y, finalmente, sin capacidad para moverme, mis pensamientos retrocedieron más y más en el 
tiempo, mucho más allá de la creación de aquella familia vampírica predestinada a la destrucción que 
habitaba en su paraíso de papel pintado y cortinas de encaje, hasta arboledas apenas entrevistas de las 
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tierras míticas donde el antiguo dios dionisiaco de los bosques había visto cómo su sangre era 
derramada y su carne era desgarrada una y otra vez. 
Si no había un sentido último de las cosas, al menos existía el fulgor de la congruencia, la 
sorprendente repetición de aquel mismo viejo tema. 
Y el dios muere. Y el dios resucita. Pero, esta vez, nadie es redimido. 
Gracias a la sangre de Akasha, me había dicho Marius, sobrevivirás a desastres que destruirían a 
otros de tu raza. 
Más tarde, abandonado en el hedor y la oscuridad de los pantanos, fue la sed lo que definió mis 
dimensiones, fue la sed lo que me impulsó, y noté mis mandíbulas abiertas en las aguas hediondas y mis 
colmillos buscaron los animales de sangre caliente a las que pude echar mano en el largo camino de 
vuelta a la vida. 
Y tres noches más tarde, cuando volví a ser derrotado y mis criaturas me abandonaron 
definitivamente en el infierno flameante de nuestra mansión, fue la sangre de los antiguos, de Magnus y 
de Marius y de Akasha, lo que me sostuvo mientras huía arrastrándome de las voraces llamas. 
Pero sin una nueva dosis de aquella sangre curativa, sin una nueva infusión, quedé a merced de que 
el tiempo terminara por curar mis heridas. 
Pero hay algo que Louis no pudo describir en su historia, y es lo que me sucedió a partir de entonces, 
cómo aceché a mis víctimas durante años, marginado de la sociedad humana, convertido en un monstruo 
horrible y lisiado que sólo era capaz de atacar a los muy jóvenes o a los enfermos. Corriendo un peligro 
constante ante mis víctimas, pasé a ser la antítesis misma del demonio romántico, más provocador de 
espanto que de asombro. Mi aspecto no era mejor que el de los miembros de la vieja asamblea bajo les 
Innocents, con sus harapos y su suciedad. 
Las heridas que había sufrido afectaron a mi propio espíritu, a mi capacidad de razonar. Y lo que vi en 
el espejo cada vez que me atreví a mirar no hizo sino encoger aún más mi ánimo. 
Pero, a pesar de todo, ni una sola vez en todo este tiempo llamé a Marius ni traté de ponerme en 
contacto con él a través de la distancia. No podía suplicarle que me diera su sangre regeneradora. 
Prefería un siglo de sufrimientos en el purgatorio a la condena de Marius. Prefería padecer la soledad 
más espantosa, la angustia más terrible, a descubrir que él sabía todo cuanto yo había hecho y que me 
había vuelto la espalda hacía mucho tiempo. 
En cuanto a Gabrielle, que me lo habría perdonado todo y cuya sangre era, al menos, lo bastante 
poderosa como para acelerar mi recuperación, no supe ni por dónde empezar a buscarla. 
Cuando me hube recuperado lo suficiente para efectuar la larga travesía a Europa, volví en busca del 
único al que podía recurrir: Armand. Armand, que aún vivía en la tierra que yo le había dado, en la misma 
torre donde Magnus me había creado; Armand, que seguía dirigiendo la floreciente asamblea del Teatro 
de los Vampiros, todavía de mi propiedad, en el boulevard du Temple. En fin de cuentas, no le debía a 
Armand ninguna explicación. ¿Y acaso no era él quien tenía una deuda conmigo? 
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Cuando acudió a atender la llamada a su puerta, me sorprendí al verle. Llevaba cortados todos sus 
rizos renacentistas y, ataviado con su levita negra, .tétrica aunque elegante, tenía el aspecto de un 
muchacho salido de las novelas de Dickens. Su rostro eternamente juvenil llevaba estampada la 
inocencia de un David Copperfield y el orgullo de un Steerforth; cualquier cosa, menos la verdadera 
naturaleza del espíritu que lo animaba. 
Por un segundo, una luz brillante apareció en sus ojos al mirarme. Luego se fijó detenidamente en las 
cicatrices que cubrían mi rostro y mis manos y, con voz suave y casi compasiva, murmuró: 
—Entra, Lestat. 
Me tomó de la mano y recorrimos juntos la casa que había construido al pie de la torre de Magnus, un 
lugar lúgubre y horrible muy adecuado para los horrores, propios de un Byron, de aquella época extraña. 
—¿Sabes?, corría el rumor de que habías encontrado el fin en Egipto, o en el Lejano Oriente —me 
dijo rápidamente en francés coloquial, con una animación que no había visto nunca en él. Armand había 
adquirido mucha práctica en hacerse pasar por un humano mortal—. Desapareciste con el siglo y nadie 
había vuelto a oír hablar de ti. 
—¿Y Gabrielle? —pregunté inmediatamente, asombrándome de no haberlo hecho a la puerta misma 
de la casa. 
—Nadie la ha visto ni ha tenido noticias de ella desde que os fuisteis de París —me informó. 
De nuevo, sus ojos me repasaron como una caricia y noté en él una excitación apenas contenida, una 
fiebre que podía percibir como el calor del fuego cercano. Comprendí que estaba tratando de leer mis 
pensamientos. 
—¿Qué fue de ti? —inquirió. 
Mis cicatrices le tenían desconcertado. Eran demasiado numerosas, demasiado intrincadas, 
consecuencia de un ataque que debería haberme producido la muerte. De pronto, sentí pánico de que mi 
estado de confusión me llevara a revelárselo todo, a descubrirle las cosas que, tanto tiempo atrás, Marius 
me había prohibido contar. 
Pero fue la historia de Louis y Claudia lo que surgió de mí, entre balbuceos y medias verdades, salvo 
un hecho destacable: que Claudia no era más que una niña... 
Le hablé brevemente de los años en Louisiana, de cómo mis criaturas se habían alzado finalmente 
contra mí, tal como él había predicho que sucedería. Lo reconocí todo ante él, sin engaños ni orgullo. Y le 
expliqué que era su sangre lo que necesitaba ahora. Dolor, dolor y dolor, estar en sus manos, notar cómo 
pensaba su respuesta. Decir sí, sí, tenías razón: no todo es así, pero, en lo fundamental, tenías razón. 
¿Fue tristeza lo que vi entonces en su rostro? Desde luego, no era una expresión de triunfo. Con 
discreción, observó mis manos temblorosas mientras gesticulaba. Cuando tartamudeé, cuando me 
faltaron las palabras, Armand esperó pacientemente. 
Una pequeña dosis de su sangre aceleraría mi curación, le susurré. Una pequeña infusión me 
despejaría la cabeza.. Procuré no parecer altivo o prepotente cuando le recordé que yo le había 
entregado aquella torre y el oro que había empleado en la construcción de la casa, que aún era el dueño 
del Teatro de los Vampiros y que, sin duda, podría corresponderme ahora con aquel pequeño favor, 
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aquel íntimo favor. Confuso como estaba, débil y sediento y atemorizado, las palabras que le dirigía 
resultaban repulsivas en su ingenuidad. El resplandor del fuego me ponía inquieto. La luz hacía aparecer 
y desaparecer rostros imaginarios en la fibra rugosa y oscura de la madera que forraba las recargadas 
habitaciones. 
—No quiero quedarme en París —continué—. No quiero molestarte a ti ni a la asamblea del teatro. 
Sólo te pido este pequeño favor. Sólo te pido... 
Me había quedado sin valor y sin palabras. Transcurrió un largo instante. 
—háblame de ese Louis —dijo al fin. 
Los ojos se me llenaron de lágrimas de vergüenza. Repetí unas frases estúpidas acerca de la 
indestructible humanidad de Louis, de cómo entendía cosas que otros inmortales no podían concebir. 
Descuidadamente, murmuré cosas con el corazón. No era Louis quien me había atacado, sino la mujer, 
Claudia... 
Vi despertarse algo en Armand. Un leve rubor tino sus mejillas. 
—Les han visto a los dos aquí, en París —dijo sin alzar la voz—. Y esa criatura tuya no es una mujer. 
Es una niña vampiro. 
No recuerdo bien qué sucedió a continuación. Quizás intenté explicar el gran error que había 
cometido. Quizás acepté de inmediato que no había excusa para lo que había hecho. Quizás insistí de 
nuevo en el propósito de mi visita, en lo que necesitaba, en lo que era preciso que me diera. Lo que 
recuerdo es la absoluta humillación que sentí cuando él me condujo fuera de la casa, me hizo subir al 
carruaje que esperaba y me dijo que debía acompañarle al Teatro de los Vampiros. 
—No lo entiendes —protesté—. No puedo ir allí. No permitiré que los demás me vean así. Tienes que 
detener el carruaje. Tienes que hacer lo que te digo. 
—No. Más bien todo lo contrario... —respondió con su voz más tierna. Estábamos ya en las 
abigarradas calles de París, pero no reconocí la ciudad que recordaba. Aquélla era una metrópolis de 
pesadilla, de rugientes trenes de vapor y gigantescos bulevares de cemento. En ninguna parte me habían 
parecido tan horribles el humo y la suciedad de la era industrial como allí, en la Ciudad Luz. 
Apenas recuerdo cuando me obligó a descender del carruaje y avanzar dando tumbos por las amplias 
aceras hacia la entrada del teatro. ¿Qué era aquel lugar, aquel edificio enorme? ¿Era esto el boulevard 
du Temple? Y, luego, el descenso al horrible sótano repleto de feas copias de los cuadros más crudos de 
Goya, Brueghel y el Bosco. 
Y, finalmente, el ayuno, tirado en el suelo de una celda de muros de ladrillo, incapaz hasta de lanzarle 
imprecaciones, en una oscuridad llena de las vibraciones de los tranvías tirados por caballos, atravesado 
una y otra vez por el chirrido distante de las ruedas de acero. 
En un momento dado, descubrí en la oscuridad una víctima mortal, pero estaba muerta. Sangre fría, 
nauseabunda. La peor clase de alimento, allí tendido sobre el cadáver húmedo y frío, chupando lo que 
quedaba. 
Y, luego, allí estaba Armand, inmóvil en las sombras, inmaculado en su lino blanco y su lana negra. 
En un murmullo, dijo algo acerca de Louis y Claudia, que se celebraría un juicio o algo parecido. Vino a 
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hincar la rodilla a mi lado, olvidando por un momento comportarse como un humano; era el joven 
caballero arrodillado en aquel rincón húmedo y sucio. 
—Declararás ante los demás que fue ella quien lo hizo —me dijo. Y los demás, los nuevos, se 
asomaron por la puerta uno tras otro para verme. 
—Traedle ropas —ordenó Armand, con la mano posada en mi hombro—. Nuestro señor perdido tiene 
que ofrecer un aspecto presentable —añadió—. Esta fue siempre su norma. 
Los demás se echaron a reír cuando les supliqué que hablaran con Eleni, con Félix o con Laurent. No 
conocían a nadie con tales nombres. ¿Gabrielle...? No significaba nada para ellos. 
¿Y dónde estaba Marius? ¿Cuántos países, ríos y montañas se extendían entre nosotros? ¿Podía él 
ver y oír lo que estaba sucediendo? 
Encima de nosotros, en el teatro, un público de mortales, conducido como ovejas al redil, producía un 
ruido atronador al pisar las escaleras y los suelos de madera. 
Soñé que escapaba de allí, que volvía a Louisiana y dejaba que el tiempo hiciera su trabajo inevitable. 
Soñé de nuevo con la tierra, con sus frías entrañas que había conocido tan brevemente en El Cairo. Soñé 
con Louis y Claudia y que estábamos juntos. Claudia se había convertido milagrosamente en una 
hermosa mujer y me decía entre risas: «Ya ves, esto es lo que he venido a descubrir a Europa, ¡cómo 
conseguir esto!». 
Y tuve miedo de que no me dejaran salir de allí nunca más, de estar enclaustrado como aquellos 
famélicos seres enterrados bajo les Innocents. Temí haber cometido un error fatal. Me puse a 
tartamudear y a llorar y traté de hablar con Armand. Y entonces me di cuenta de que Armand ni siquiera 
estaba allí. Si había llegado a estar, se había ido con la misma rapidez con que se había presentado. 
Estaba delirando. 
Y la víctima, la víctima caliente... «¡Dámela, te lo suplico!» Y la voz de Armand: «Les dirás lo que te he 
ordenado decir». 
Era un tribunal de monstruos, una turba de demonios pálidos lanzando acusaciones a gritos, Louis 
suplicando desesperadamente, Claudia mirándome en silencio y yo diciendo «sí, sí, fue ella quien lo hizo, 
sí», y luego lanzando maldiciones a Armand mientras él me empujaba de nuevo a las sombras, con una 
expresión más radiante que nunca en su rostro inocente. 
«Pero lo has hecho bien, Lestat. Lo has hecho bien.» 
Pero, ¿qué había hecho? ¿Atestiguar contra ellos que habían quebrantado las viejas normas? ¿Que 
se habían levantado contra el amo de la asamblea? ¿Qué sabían ellos de las antiguas normas? Me vi 
gritando por Louis. Y luego me vi bebiendo sangre en la oscuridad, carne viva de otra víctima, pero no era 
la sangre curativa, sino sólo sangre corriente. 
Volvíamos a estar en el carruaje y estaba lloviendo. Avanzábamos por el campo. Y luego subimos y 
subimos por la vieja torre hasta la azotea. Yo tenía en las manos el vestido amarillo de Claudia, 
ensangrentado. Había visto a la niña en un lugar estrecho y húmedo donde el sol la había quemado. 
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«Esparcid las cenizas», había dicho. Pero nadie se había movido para hacerlo. El vestido amarillo, 
rasgado y ensangrentado, estaba tirado en el suelo del sótano. Y ahora lo tenía en las manos. 
—Esparcirán sus cenizas, ¿verdad? —pregunté. 
—¿No querías justicia? —preguntó Armand con la capa negra de lana ceñida en torno a sí contra el 
viento y una expresión sombría con la fuerza de una muerte reciente. 
¿Qué tenía que ver aquello con la justicia? ¿Por qué tenía en las manos aquello, aquel pequeño 
vestido? 
Miré desde las almenas de Magnus y vi que la ciudad había venido a cogerme. Había extendido sus 
largos brazos para envolver la torre y el aire hedía a humo de fábrica. 
Armand permaneció inmóvil junto a la baranda de piedra, observándome. De pronto, me pareció tan 
joven como había sido Claudia. Y asegúrate de que hayan vivido algún tiempo antes de crearlos: y nunca 
jamás crees a nadie tan joven como Armand. Al morir, ella no había dicho nada. Sólo había mirado a 
quienes la rodeaban como si fueran gigantes farfullando en una lengua extraña. 
Armand tenía los ojos encarnados. 
—¿Y Louis..., dónde está? —quise saber—. No le han matado. Le vi salir bajo la lluvia y... 
—Han ido tras él —me respondió—. Ya está destruido. 
Pura falsedad, bajo el rostro de un niño del coro. 
—¡Detenles! ¡Tienes que hacerlo! Si aún queda tiempo... 
Armand movió la cabeza en gesto de negativa. 
—¿Por qué no puedes detenerles? ¿Por qué hiciste el juicio y todo eso? ¿Qué te importa a ti lo que 
me hicieron? 
—Ya está destruido. 
Bajo el ulular del viento se oyó el grito de un silbato de vapor. Estaba perdiendo el hilo de mis 
pensamientos. Estaba perdiendo... Y no querían volver. ¡Louis, regresa! 
—Y tú no tienes intención de ayudarme, ¿verdad? 
Desesperación. 
Él se inclinó hacia adelante y su rostro se transformó como lo había hecho tantos años atrás, como si 
la rabia estuviera desvaneciéndose de su interior. 
—Tú, que nos destruiste a todos, que te lo llevaste todo. ¿Qué te hizo pensar que te ayudaría? —Se 
acercó más a mí. Su rostro casi se hundió en sí mismo—. ¡Tú, que nos colocaste en los extravagantes 
carteles del boulevard du Temple, que nos convertiste en tema de novelas baratas y charlas de salón! 
—Pero no es cierto. Sabes que yo... Te juro que... ¡No fui yo! 
—¡Tú, que sacaste nuestros secretos a la luz de los focos, el tipo elegante, el marqués con sus 
guantes blancos, el espectro de la capa de terciopelo! 
—Estás loco si me hechas toda la culpa a mí. No tienes derecho —insistí, pero la voz me temblaba 
tanto que no podía entender mis propias palabras. 
Y la voz surgió de él como la lengua de una serpiente. 
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—Teníamos nuestro Edén bajo aquel antiguo cementerio —dijo en un siseo—. Teníamos nuestra fe y 
nuestro objetivo, y fuiste tú quien nos expulsó de él con una espada flameante. ¿Qué tenemos ahora? 
Respóndeme. Nada, salvo el amor que nos profesamos, ¿y qué puede significar eso para criaturas como 
nosotros? 
—No, no es cieno. Todo eso estaba sucediendo ya. No has entendido nada. Nunca has entendido 
nada. 
Pero Armand no me escuchaba. Y tampoco importaba si lo hacía o no. Se acercaba a mí y, en un 
destello oscuro, sus manos me empujaron y mi cabeza cayó hacia atrás y vi del revés el cielo y la ciudad 
de París. 
Estaba cayendo por los aires. 
Y seguí cayendo ante las ventanas de la torre hasta que el sendero de piedra se alzó para cogerme y 
hasta el último hueso de mi cuerpo se rompió dentro de su envoltura de piel preternatural. 
434

Pasaron dos años hasta sentirme lo bastante recuperado como para abordar un barco con destino a 
Louisiana. Aún estaba terriblemente tullido y lleno de cicatrices, pero tenía que abandonar Europa, donde 
no me había llegado la menor noticia sobre mi perdida Gabrielle ni sobre el grande y poderoso Marius, 
quien seguramente había emitido su juicio sobre mí. 
Tenía que volver a casa. Y la casa era Nueva Orleans, donde había calor, donde las flores no dejaban 
de florecer, donde todavía poseía —gracias a mi suministro inagotable de «moneda del reino»— una 
decena de viejas mansiones vacías de blancas columnas echadas a perder y porches hundidos por las 
que aún podía vagar. 
Así pasé los últimos años del siglo XIX en completo retiro en el viejo Garden District, a una calle del 
cementerio Lafayette, en la mejor de mis casas, dormitando bajo los robles inmensos. 
A la luz de las velas o de las lámparas de aceite, leí cuantos libros pude procurarme. Podría haber 
sido la propia Gabrielle atrapada en su alcoba del castillo, salvo que aquí no había mobiliario, y la pila de 
libros alcanzó el techo de una habitación tras otra conforme fui leyéndolos. De vez en cuando, reunía la 
fuerza y el valor suficientes para irrumpir en una biblioteca o en una vieja librería para adquirir nuevos 
volúmenes pero cada vez salía menos. Dejé de interesarme por las publicaciones periódicas y me 
dediqué a acumular velas, botellas y latas de aceite. 
No recuerdo cuándo llegó el siglo XX: sólo sé que todo era más feo y oscuro, y que la belleza que 
había conocido en mis tiempos dieciochescos parecía, más que nunca, una idea fantasiosa. La burguesía 
gobernaba ahora el mundo siguiendo principios rígidos y con una marcada desconfianza hacia la 
sensualidad y los excesos que tanto había apreciado el antiguo régimen. 
Pero mi visión y mis pensamientos se iban haciendo cada vez más confusos. Ya no cazaba víctimas 
humanas y los vampiros no pueden prosperar sin la sangre humana, sin la muerte humana. Sobrevivía 
acechando a los animales domésticos del viejo barrio, perros y gatos bien alimentados. Y cuando 
resultaba difícil dar con ellos, bien, siempre quedaba esa plaga de las ratas de cloaca, gordas y de largas 
colas, a las que podía atraer como si fuera un flautista de Hamelin. 
Una noche, me obligué a emprender la larga travesía por las calles tranquilas hasta un desvencijado 
teatrillo llamado La Hora Feliz, cerca de los barrios pobres de la zona del puerto. Quería ver aquella 
novedad del cinematógrafo. Acudí envuelto en un gabán y una bufanda que ocultaba mis facciones 
demacradas. También llevaba guantes para esconder mis manos esqueléticas. La mera visión del cielo 
diurno en aquella película muda bastó para aterrorizarme, pero aun así, los tonos tristes del blanco y 
negro resultaban perfectos para una época desprovista de color. 
No volví a pensar en otros inmortales, pero, de vez en cuando, aparecía ante mí algún vampiro: algún 
joven desvalido y huérfano que tropezaba por casualidad con mi guarida o algún vagabundo llegado en 
435
busca del legendario Lestat para suplicarme que le concediera poder o le revelara secretos. Y todas esas 
intrusiones me resultaban terribles. 
Incluso el timbre de las voces sobrenaturales me destrozaba los nervios y me llevaba a acurrucarme 
en el rincón más apartado. Sin embargo, por grande que fuera mi dolor, no dejaba de escuchar cada 
nueva mente que llegaba, para ver si sabía algo de Gabrielle. Nunca descubrí nada. Y, una vez 
sondeados sus pensamientos, no me quedaba sino hacer caso omiso de las pobres víctimas humanas 
que el espectro de turno me traía con la vana esperanza de contribuir a mi recuperación. 
No obstante, tales encuentros resultaban bastante breves. Atemorizado, ofendido y gritando 
maldiciones, el intruso no tardaba en marcharse dejándome en mi bendito silencio. 
Refugiado allí, en la oscuridad, me fui apartando de las cosas cada vez más. 
Ni siquiera leía mucho, ya. Y cuando lo hacía, eran las páginas de la revista Black Mask. Leía los 
relatos de aquellos terribles hombres del siglo XX cargados de nihilismo —los estafadores vestidos de 
gris, los asaltantes de bancos y los detectives— y trataba de recordar cosas. Pero me sentía muy débil, 
muy cansado. 
Y entonces, una tarde, cuando apenas acababa de anochecer, se presentó Armand. 
Al principio pensé que era una alucinación. Le vi en el salón, de pie e inmóvil, con un aspecto más 
juvenil que nunca. Llevaba su cabello castaño rojizo muy corto, siguiendo la moda del siglo XX, y vestía 
un traje corto entallado de un tejido oscuro. 
Tenía que ser una ilusión de mi mente, aquella figura aparecida en el salón que me contemplaba 
mientras yo seguía tendido de espaldas en el suelo junto a la puerta corredera atascada, leyendo las 
aventuras de Sam Spade a la luz de la Luna. Sí, tenía que ser una alucinación, salvo por un detalle: Si mi 
mente hubiera querido invocar a un visitante imaginario, desde luego no habría escogido a Armand. 
Le miré y me embargó una vaga vergüenza de que me viera tan horrible, de no ser más que un 
esqueleto de ojos saltones yaciendo en un rincón. Después, volví la vista de nuevo a las páginas de El 
halcón maltes y seguí los diálogos de Sam Spade moviendo los labios. 
Cuando alcé de nuevo los ojos, Armand seguía allí. Para mí, tanto podía ser esa misma noche como 
la siguiente. 
Y Armand me estaba hablando de Louis. Llevaba haciéndolo un rato al parecer. 
Y comprendí que me había mentido acerca de Louis en nuestro último encuentro en París. Louis 
había permanecido con Armand todos aquellos años. Y me había estado buscando. Louis había recorrido 
el centro de la ciudad vieja, buscándome cerca de la casa donde los dos habíamos vivido tanto tiempo, 
hasta que, finalmente, había dado con mi guarida. Incluso me había visto a través de las ventanas. 
Traté de imaginármelo. Louis, vivo. Louis allí, muy cerca, y sin yo saberlo. 
Creo que solté una breve risilla. No lograba hacerme a la idea de que Louis no hubiera sido quemado. 
Sin embargo, que continuara vivo era una noticia realmente espléndida. Era maravilloso que aún existiera 
aquel rostro agraciado, aquella expresión llena de intensidad, aquella voz tierna y algo implorante. Mi 
hermoso Louis aún existía, en lugar de estar muerto y desaparecido como Claudia y Nicolás. 
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Pero, en realidad, aún era posible que hubiera sido destruido. ¿Por qué había de dar por buenas las 
palabras de Armand? Me sumí de nuevo en la lectura a la luz de la luna, deseando que las plantas del 
jardín no estuvieran tan crecidas. Ya que era tan fuerte, dije a Armand, un favor que podía hacerme era 
salir allí y arrancar parte de aquellas zarzas y enredaderas. Los dondiegos y las enredaderas de glicinas 
rebosaban de los porches del piso superior e impedían el paso de la luz de la luna, y también estaban los 
viejos robles americanos que ya estaban allí cuando la zona no era más que un pantano. 
No, no creo que le dijera tal cosa a Armand. 
Y sólo tengo un recuerdo muy vago de que Armand me dijera que Louis le iba a abandonar y que él, 
Armand, no quería seguir existiendo. Su voz era hueca. Seca. Sin embargo, la luz de la luna brillaba en él 
mientras me hablaba. Y su voz aún conservaba aquella vieja resonancia, aquel matiz de puro dolor. 
Pobre Armand. ¡Y tú me dijiste que Louis estaba muerto! ¡Ve a hacerte un sitio en la tierra bajo el 
cementerio Lafayette! Está ahí mismo, calle arriba. 
No pronuncié una palabra. No emití ninguna risa audible; sólo experimenté el secreto placer de la risa 
en mi interior. Recuerdo una imagen clara de Armand, solo y desamparado en mitad de la estancia sucia 
y vacía, contemplando las paredes forradas de pilas de libros. La lluvia se había filtrado gota a gota por 
las grietas del tejado hasta convertir los volúmenes en una especie de ladrillos compactos de cartón 
piedra. Y me percaté claramente de ello cuando le vi allí plantado, delante de aquel telón de fondo. Y 
recordé que todas las estancias de la casa estaban forradas de libros como aquélla. No había reparado 
en ello hasta el momento en que Armand había empezado a fijarse. Llevaba años sin entrar en las demás 
habitaciones. 
Parece que acudió a verme varias veces más, después de aquélla. 
No llegué a verle, pero le oí deambular por el jardín de la casa, buscándome con su mente como si 
ésta fuera un haz de luz. 
Louis se había marchado al oeste. 
En una ocasión, mientras yo me acurrucaba en la grava bajo los cimientos del edificio, Armand llegó 
hasta el emparrado y se asomó al interior, aunque no llegué a verle. Y, con una voz siseante, me llamó 
cazarratas. 
Te has vuelto loco. ¡Tú, el que todo lo sabía, el que se burlaba de nosotros! Ahora estás loco y te 
alimentas de las ratas. ¿Sabes cómo os llamaban a vosotros, los nobles rurales, en la Francia de los 
viejos tiempos? Os llamaban cazaconejos, porque ibais tras los conejos y las liebres para no agonizar de 
sed. ¡Mírate tú ahora, encerrado en esta casa y convertido en un espectro harapiento, en un cazador de 
ratas! ¡Estás más loco que esos viejos que sólo hablan incoherencias y lanzan sus balbuceos al viento! 
Ya ves, ahora vuelves a la caza de ratas como te corresponde por nacimiento. 
Solté una nueva carcajada. Reí y reí sin cesar. Me acordé de los lobos y continué riendo. 
—Siempre me has producido risa —le dije—. Me habría reído de ti bajo ese cementerio de París, pero 
me pareció que no debía hacerlo. Incluso cuando me lanzaste tu maldición y me echaste la culpa de 
todas las historias que corrían sobre nosotros, el asunto me resultó muy gracioso. Si no hubiera sido 
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porque te disponías a arrojarme de lo alto de la torre, me habría puesto a reír. Siempre me has causado 
hilaridad. 
El odio entre nosotros resultaba delicioso, o así me pareció. Era una excitación muy extraña, tenerle 
allí para ridiculizarle y mostrarle mi desprecio. 
Pero, de pronto, la escena empezó a cambiar a mi alrededor. Ya no estaba tendido en la grava. 
Estaba caminando por mi casa. Y no llevaba los sucios harapos con que me había cubierto durante años, 
sino un elegante frac negro y una capa forrada de satén. Y la casa..., la casa estaba magnífica, y todos 
los libros estaban convenientemente ordenados en los estantes. El suelo de parquet brillaba a la luz del 
candelabro y una música deliciosa se escuchaba por todas partes, el sonido de un vals vienes con su rica 
armonía de violines. Con cada paso me volvía a sentir poderoso y ligero, maravillosamente ligero. Habría 
podido subir los peldaños de la escalera de dos en dos con facilidad. Habría podido lanzarme a volar a 
través de la oscuridad, con la capa abierta como un par de alas negras. 
Y luego me encontré subiendo entre las sombras, y Armand y yo estábamos juntos en la azotea de la 
casa. Armand estaba radiante con la misma ropa de gala pasada de moda y los dos contemplamos el 
lejano meandro plateado del río, más allá de la jungla de oscuro follaje susurrante, y el firmamento donde 
las estrellas brillaban a través de las finas nubes de tono gris perla. 
Me descubrí llorando por el mero hecho de contemplar aquella vista, por el mero contacto del viento 
húmedo contra mi rostro. Y Armand permaneció a mi lado, con el brazo en torno a mi cintura. Me hablaba 
de la pena y el perdón, de la sabiduría y de las cosas que le había enseñado el dolor. 
—Te quiero, mi tenebroso hermano —susurró. 
Y las palabras fluyeron por mi interior como la propia sangre. 
—Yo no buscaba vengarme —continuó con expresión afligida y el corazón desgarrado—. ¡Pero tú 
acudiste a mí para curarte y me dijiste que no me querías! ¡Llevaba esperándote más de un siglo, y dijiste 
que no me querías! 
Supe entonces, como ya había sabido de algún modo desde el principio, que mi recuperación era un 
espejismo, que seguía siendo el mismo esqueleto harapiento y que la casa seguía en ruinas. Y aquel ser 
sobrenatural que me sostenía tenía el poder para devolverme el cielo y el viento. 
—Ámame y mi sangre es tuya —le oí decir—. Mi sangre, que jamás he dado a otros. 
Noté sus labios rozándome el rostro. 
—No puedo engañarte —respondí a su proposición—. No puedo amarte . ¿Qué eres para mí que me 
obligue a amarte? ¿Un ser muerto que anhela el poder y la pasión que otros poseen? ¿La sed misma, 
personificada? 
Y, en un instante de incalculable energía, fui yo quien le golpeé y le hice retroceder y le empujé al 
vacío desde lo alto de la azotea. Su figura, disolviéndose en la noche gris, pareció absolutamente 
ingrávida. 
Pero, ¿quién fue el vencido? ¿Quién fue el que cayó y cayó de nuevo entre las blandas ramas de los 
árboles hasta la tierra a la que pertenecía? ¿Quién volvió a los harapos y a la suciedad debajo de la vieja 
casa? ¿Quién quedó finalmente yaciendo sobre la grava, con las manos y el rostro contra el frío suelo? 
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Con todo, la memoria juega malas pasadas. Tal vez todo aquello, la postrera invitación de Armad y la 
angustia que siguió, habían sido imaginaciones mías. El llanto. Sé que, durante los meses siguientes, 
volvió a merodear por allí. De vez en cuando, le oí mientras recorría aquellas viejas calles del Carden 
District. Y quise llamarle, explicarle que era mentira lo que había dicho, que le amaba. Que le amaba. 
Pero había llegado el momento de quedar en paz con todas las cosas. Era el momento de llegar al 
ayuno total y descender por fin al seno de la Tierra y, tal vez, compartir los sueños de los dioses. ¿Y 
cómo podía hablarle a Armand de los sueños de los dioses? 
Ya no quedaban velas, ni aceite para las lámparas. En alguna parte había una caja fuerte llena de 
dinero y joyas y de cartas a mis abogados y banqueros, que continuarían administrando 
permanentemente las propiedades que aún conservaba, gracias a las sumas que había puesto en sus 
manos. 
Entonces, ¿por qué no enterrarme ya bajo el suelo, sabiendo que nunca sería perturbado en aquella 
vieja ciudad con sus desvencijadas réplicas de otros siglos? En adelante, todo seguiría y seguiría 
indefinidamente. 
Bajo la única luz del firmamento nocturno, continué leyendo el relato de Sam Spade y aquel Halcón 
Maltes. Miré la fecha de la revista y supe que estaba en 1929 y pensé: «Oh, es imposible, ¿no?». Y bebí 
de las ratas hasta tener las fuerzas necesarias para cavar un túnel muy hondo. 
La tierra me acogía. Criaturas vivas se abrían paso entre sus grumos compactos y húmedos y 
rozaban mis carnes secas. Pensé que si alguna vez resucitaba, si alguna vez volvía a ver el menor 
fragmento de cielo tachonado de estrellas, nunca jamás cometería actos terribles. Nunca más mataría a 
un inocente. Aunque tuviera que cazar a los débiles, sólo tomaría a los desahuciados. Me juré que así 
sería. Y nunca, nunca más, realizaría el Rito Oscuro. Sólo..., sólo sería, ¿sabéis?, la «conciencia 
continuada» sin ningún objetivo, sin el menor propósito. 
La sed. El dolor, diáfano como la luz. 
Vi a Marius. Le vi tan vividamente que pensé: «¡No puede ser un sueño!» y el corazón se me aceleró 
dolorosamente. Qué espléndido aspecto tenía Marius. Llevaba un traje moderno, ajustado y corriente 
aunque confeccionado con terciopelo negro, y el cabello canoso bastante corto y peinado hacia atrás, 
dejando su rostro despejado. Un especial encanto, una gracia de movimientos que sus ropajes antiguos 
habían ocultado, envolvían a aquel moderno Marius. 
Y le vi haciendo las cosas más sorprendentes. Tenía ante él una cámara negra sobre un trípode como 
patas de arañas y, dándole vueltas a la manivela con la mano derecha, tomaba películas de mortales en 
un estudio lleno de luz incandescente. Cómo me saltaba el corazón mientras miraba aquello, su manera 
de hablar con aquellos seres mortales, de decirles cómo debían abrazarse, moverse y bailar. Y un 
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decorado pintado detrás de ellos, sí. Y al otro lado de las ventanas del estudio había altos edificios de 
ladrillo y el ruido de los vehículos a motor por las calles. 
No, no es un sueño, me dije. Está sucediendo de verdad. El está en ese lugar. Y si pruebo a ver la 
ciudad más allá de las ventana, sabré dónde está. Si me esfuerzo, entenderé el idioma en el que habla a 
los jóvenes actores. «¡Marius!», exclamé, pero la tierra que me envolvía engulló mi voz. 
La escena cambió. 
Marius bajaba a un sótano en la gran caja de un ascensor. Unas puertas metálicas resonaron con un 
chirrido y su figura penetró en el enorme salón privado de Los Que Deben Ser Guardados. Todo estaba 
muy cambiado. No había imágenes egipcias, ni perfume de flores, ni brillo de oro. 
Las altas paredes estaban cubiertas con los colores moteados de los impresionistas, que componían 
en mil y un fragmentos un vibrante mundo del siglo XX. Aviones volando sobre ciudades soleadas, torres 
que se alzaban tras el arco de un puente de acero, naves de casco metálico surcando mares de plata. 
Era un universo entero que disolvía las paredes en la que estaba expuesto, envolviendo las figuran 
inmóviles e inalteradas de Akasha y Enkil. 
Marius avanzaba por la capilla. Dejó atrás oscuras esculturas enmarañadas, aparatos telefónicos y 
máquinas de escribir sobre pedestales de madera, y depositó ante Los Que Deben Ser Guardados un 
gramófono voluminoso e imponente. Con delicadeza, colocó la fina aguja en el surco del disco. Un agudo 
y crepitante vals vienes surgió del altavoz metálico. 
Me reí al ver aquello, aquel agradable invento, colocado ante la pareja como una ofrenda. ¿Sería el 
vals una suerte de incienso que impregnaba el aire? 
Pero Marius no había terminado su tarea. Había desenrollado una pantalla blanca en la pared, y 
ahora, desde una tarima elevada situada detrás de los dioses, proyectaba sobre el lienzo imágenes en 
movimiento de diversos mortales. Los Que Deben Ser Guardados contemplaron las imágenes vacilantes 
en silencio. Como estatuas en un museo, la luz eléctrica resplandeciendo en su blanca piel. 
Y entonces sucedió la cosa más maravillosa. Las figurillas nerviosas de la película se pusieron a 
hablar. Por encima del agudo sonido del vals en el gramófono, escuché sus voces. 
Y mientras miraba, paralizado de excitación, paralizado de alegría ante lo que veía, me invadió de 
pronto una abrumadora tristeza al comprender la verdad. Todo aquello no era más que un sueño. Porque 
la realidad era que las figurillas de la película no podían estar hablando. 
La cámara y todas sus pequeñas maravillas perdieron consistencia, se volvieron borrosas. 
¡Ah, aquella horrible imperfección, aquel odioso pequeño detalle que había traicionado toda la trama! 
A pesar de todos los fragmentos de realidad, de las películas mudas que había visto en el teatrillo La hora 
feliz, de los gramófonos cuyo sonido había escuchado un centenar de veces desde las sombras, 
surgiendo de las casas. 
Y el vals vienes, ¡ah!, tomado del hechizo que Armand había obrado sobre mí, demasiado 
desgarrador para recordarlo. 
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¿Por qué no había sido un poco más hábil en el intento de engañarme a mí mismo? ¿Por qué había 
mantenido la película muda, como debía ser, para poder así seguir creyendo que la visión era auténtica, 
después de todo? 
Pero allí estaba la demostración de mi invención de aquel audaz y fantasioso autoengaño: ¡Akasha, 
mi amada, me estaba hablando! 
Akasha estaba a la puerta de la cámara con la mirada puesta en el largo pasadizo subterráneo que 
conducía al ascensor por el cual Marius había regresado al mundo superior. El cabello negro le colgaba, 
tupido y pesado, sobre los blancos hombros. Levantó su mano blanca y fría llamándome hacia ella. Tenía 
la boca roja. 
«¡Lestat!» dijo en una susurro. «Ven.» 
Los pensamientos fluían de ella sin sonido con las palabras que la vieja reina vampiro me había 
dirigido tantos años atrás, bajo el cementerio de les Innocents: 
Desde mi lecho de piedra, he tenido sueños sobre el mundo mortal de ahí arriba. He oído sus voces, 
sus nuevas músicas como canciones de cuna acompañándome en mi tumba. He imaginado sus 
fantásticos descubrimientos y he conocido su valentía en lo más recóndito de mi mente. Y, aunque ese 
mundo me excluye con sus formas deslumbrantes, añoro la existencia de alguien con la fuerza suficiente 
para deambular por él sin miedo, para recorrerla Senda del Diablo en su propio seno. 
«¡Lestat!» volvió a susurrar, con una expresión trágica en su rostro de mármol. «¡Ven!» 
—¡Ah, amada mía! —exclamé, notando el sabor amargo de la tierra entre mis labios—. ¡Si pudiera...! 
Lestat de Lioncourt 
 En el año de su Resurrección 1984 
441
Dioniso en San Francisco 
1985 
442

a semana antes de que nuestro disco saliera a la venta, ellos trataron por primera vez de 
amenazarnos por vía telefónica. El secreto impuesto en torno al grupo de rock llamado El 
Vampiro Lestat había resultado caro pero casi impenetrable. Incluso los editores literarios de 
mi autobiografía habían colaborado plenamente y, durante los largos meses de grabaciones y 
filmaciones, no había visto a uno solo de ellos en Nueva Orleans, ni había oído a ninguno merodeando 
cerca. 
Pero, por algún medio, habían conseguido el número reservado y habían grabado sus advertencias en 
el contestador automático. 
«Proscrito. Sabemos lo que estás haciendo. Te ordenamos que lo dejes.» «Sal donde podamos verte. 
Te desafiamos a salir.» 
Tenía a la banda escondida en la vieja mansión de una plantación, un rincón delicioso al norte de 
Nueva Orleans, provistos de Dom Perignon y de buen hachís para fumar, todos nosotros cansados de 
expectación y de los preparativos, ansiosos de presentarnos ante nuestro primer público en directo en 
San Francisco, de paladear por primera vez el sabor del éxito. 
Después, Christine, la abogada, me reexpidió los primeros mensajes telefónicos —era extraño cómo 
el equipo electrónico captaba el timbre de las voces espectrales— y, en plena noche, llevé a mis músicos 
al aeropuerto y volamos hacia el oeste. 
Desde entonces, ni Christine supo dónde nos escondíamos. Los propios músicos no estaban muy 
seguros. En un lujoso rancho de Carmel Valley, escuchando nuestra música en la radio por primera vez. 
Y nos pusimos a bailar cuando nuestro primer video-clip apareció a escala nacional en la televisión por 
cable. 
Y, cada noche, acudía en solitario a la ciudad de Monterrey a recoger los recados de Christine. Luego, 
seguía hacia el norte, de caza. 
Al volante de mi elegante Porsche negro, seguía la ruta hasta San Francisco tomando las curvas 
cerradas de la carretera de la costa a una velocidad embriagadora. Y, bajo el inmaculado resplandor 
amarillento de los barrios bajos de la gran ciudad, acechaba a mis presas con un poco más de crueldad y 
lentitud que antes. 
La tensión se estaba haciendo insoportable. 
Y, sin embargo, no vi a ninguno de ellos. No escuché sus pensamientos. Lo único que tenía eran 
aquellos mensajes telefónicos de unos inmortales que no había conocido nunca: 
443
«Te lo advertimos, no continúes con esta locura. Estás iniciando un juego más peligroso de lo que 
piensas.» 
Y luego el susurro registrado que ningún oído mortal podía captar: 
«Traidor.» «Proscrito.» «¡Muéstrate, Lestat!» 
Si andaban cazando por San Francisco, no los vi. Pero San Francisco es una ciudad densa y poblada. 
Y yo seguía tan furtivo y silencioso como siempre. 
Finalmente, empezaron a llegar los telegramas al apartado de correos de Monterrey. Lo habíamos 
conseguido. Las ventas de nuestro álbum estaban batiendo récords en Estados Unidos y Europa. 
Después de San Francisco, podíamos actuar en la ciudad que quisiéramos. Mi autobiografía estaba en 
todas las librerías de costa a costa. El Vampiro Lestat estaba en el número uno de las listas. 
Y, después de la cacería nocturna en San Francisco, me dedicaba a recorrer la interminable 
Divisadero Street. Dejaba que la carrocería negra del Porsche paseara lentamente ante las casonas 
victorianas en ruinas, preguntándome en cuál de ellas, acaso, Louis había contado la historia de 
Confesiones de un Vampiro al muchacho mortal. Tenía constantemente en mis pensamientos a Louis y 
Gabrielle. También pensaba en Armand. Y en Marius... Marius, a quien había traicionado contando toda 
la historia. 
¿Estaría El Vampiro Lestat extendiendo sus tentáculos electrónicos lo suficiente para alcanzarles? 
¿Habrían visto aquellos vídeos: El legado de Magnus, Los Hijos de las Tinieblas, Los Que Deben Ser 
Guardados. Pensaba en los otros antiguos cuyos nombres había revelado, Mael, Pandora, Ramsés el 
Maldito. 
Lo cierto era que Marius podría haberme encontrado pese a todos mis secretos y precauciones. Sus 
poderes habrían sido capaces de alcanzar incluso la vasta lejanía de América. Si me estuviera viendo, si 
me estuviera escuchando... 
Volvió a mí el viejo sueño de Marius dándole a la manivela de la cámara de cine, de las imágenes 
oscilantes en las paredes del santuario de Los Que Deben Ser Guardados. Incluso evocada en mi mente, 
la imagen parecía poseer una nitidez imposible que me produjo un vuelco del corazón. 
Luego, gradualmente, descubrí que poseía un nuevo concepto de la soledad, un nuevo método de 
medir un silencio que se extendía hasta el fin del mundo. Y lo único de que disponía para interrumpirlo 
eran aquellas amenazadoras voces sobrenaturales grabadas en la cinta, que no ofrecían imagen alguna 
en su creciente virulencia: 
«No te atrevas a aparecer en el escenario en San Francisco, te lo advertimos. Tu desafío es 
demasiado vulgar, demasiado desdeñoso. Correremos cualquier riesgo, incluso el de un escándalo 
público, con tal de castigarte.» 
Me burlé de aquella combinación incongruente de lenguaje arcaico y el inconfundible acento 
norteamericano. ¿Cómo eran aquellos vampiros modernos? ¿Aparentaban buena cuna y escogida 
educación cuando deambulaban con los no muertos? ¿Adoptaban un estilo determinado? ¿Vivían en 
asambleas o iban de un lado a otro sobre grandes motocicletas, como me gustaba hacer a mí? 
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La excitación crecía dentro de mí, incontenible. Y mientras conducía en plena noche con nuestra 
música a todo volumen en la radio, me sentía embargado por un entusiasmo absolutamente humano. 
Deseaba salir a tocar tanto como mis músicos mortales, la Dama Dura, Alex y Larry. Después del 
agotador esfuerzo de las grabaciones y filmaciones, ardía en deseos de levantar nuestras voces a coro 
ante la multitud entusiasta. Y, en algunos momentos, recordaba con toda nitidez esas lejanas noches en 
el teatrillo de Renaud. Volvían entonces a mi recuerdo los detalles más sorprendentes: el tacto del 
maquillaje blanco sobre el rostro, el olor de los polvos cosméticos, el instante de hacer la entrada ante las 
luces del proscenio. 
Sí, todas la piezas volvían a juntarse y, si con ellas llegaba la cólera de Marius..., bien, me la tendría 
merecida, ¿no? 
San Francisco me encantó, me subyugó casi. No era difícil imaginar a mi Louis en aquel lugar. Un 
paisaje casi veneciano, el de aquellas mansiones multicolores en sombras, de aquellos edificios de pisos 
alzándose pared con pared sobre las estrechas calles oscuras. Las luces irresistibles tachonando las 
colinas y el valle y la jungla dura y brillante de los rascacielos del centro levantándose como un bosque 
encantado en un océano de niebla. 
Cada noche, de regreso a Carmel Valley, recogía las sacas de correo de admiradores reexpedido a 
Monterrey desde Nueva Orleans y las inspeccionaba buscando una caligrafía de vampiro: unas letras 
escritas con cierto exceso de laboriosidad, ligeramente anticuadas, o tal vez una muestra más patente de 
talento sobrenatural en una carta escrita de puño y letra imitando los caracteres góticos. Sin embargo, en 
la correspondencia no había otra cosa que la fervorosa devoción de los mortales: 
Querido Lestat, mi amiga Sheryl y yo te amamos, pero no hemos conseguido entradas para el 
concierto de San Francisco, aunque nos pasamos seis horas en la cola. Por favor, mándanos dos 
entradas. Seremos tus víctimas. Podrás beber nuestra sangre. 
Eran las tres de la madrugada de la noche previa al concierto. 
El fresco paraíso verde de Carmel Valley estaba dormido. Yo descansaba en el enorme salón, frente 
al tabique de cristal orientado hacia las montañas. A ratos, dormitaba y soñaba con Marius. En mi sueño, 
Marius decía: 
«¿Por qué te arriesgas a mi venganza?» 
Y yo respondía: «Tú me volviste la espalda.» 
«No es ésa la razón» decía él. «Obedeces a un impulso. Pretendes arrojar todas las piezas al aire.» 
«¡Quiero mover las cosas, hacer que suceda algo!» En el sueño, me puse a gritar; entonces, de 
pronto, noté de nuevo la presencia de la casa de Carmel Valley a mi alrededor. Era sólo un sueño, un 
simple sueño mortal. 
Pero había algo, algo más..., una súbita «transmisión» como una onda de radio errática interfiriendo 
en la frecuencia indebida, una voz diciendo Peligro. Peligro para todos nosotros. 
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Durante una fracción de segundo, la visión de la nieve, del hielo, el aullido del viento. Algo haciéndose 
pedazos en el suelo de piedra. Cristales rotos. ¡Lestat! ¡Peligro! 
Desperté. 
Ya no estaba recostado en el sofá. Me hallaba en pie, mirando hacia las puertas acristaladas. No oí 
nada, ni vi otra cosa que el vago perfil de las colinas y las siluetas negra del helicóptero posado sobre su 
pista de cemento como una mosca gigantesca. 
Continué escuchando con toda atención, con tal intensidad que me encontré sudando. Sin embargo, 
no había rastro de la «transmisión». Ninguna imagen. 
Y, luego, la conciencia gradual de que había una criatura allí fuera, en la oscuridad, y de que estaba 
captando leves sonidos físicos. 
Alguien caminando con todo sigilo allí fuera. Ni rastro de olor a mortal. 
Uno de ellos estaba allí. Uno de ellos había penetrado en el secreto y se aproximaba tras la lejana 
silueta esquelética del helicóptero, cruzando el campo abierto de hierba alta. 
Volví a escuchar. No, ni un atisbo que confirmara el mensaje de peligro. De hecho, la mente del ser 
estaba cerrada a mí y sólo podía captar las señales inevitables de un cuerpo desplazándose. 
La casa, de forma irregular y techo bajo, seguía dormitando a mi alrededor; parecía un acuario gigante 
con sus blancas paredes desnudas y la luz azul parpadeante del aparato de televisión, conectado sin 
sonido. La chica y Alex dormían abrazados en la alfombra ante una chimenea vacía. Larry estaba en el 
dormitorio, parecido a una celda, con una groupie que se hacía llamar Salamandra, infatigable en la 
cama, a la que habían recogido en Nueva Orleans antes de venir al oeste. Los guardaespaldas 
descansaban en las otras habitaciones modernas de techo bajo y en el barracón situado al otro lado de la 
gran piscina azul en forma de concha de ostra. 
Y allí fuera, bajo el firmamento negro y despejado, estaba aquella criatura, avanzando desde la 
autopista, a pie. Aquel ser, cuya presencia percibía, estaba completamente solo. El latido de un corazón 
sobrenatural en la diáfana oscuridad. Sí, ahora lo oía con toda claridad. Las colinas eran fantasmas en la 
distancia y los capullos amarillos de las acacias brillaban blancos a la luz de las estrellas. 
El ser no parecía temeroso de nada. Simplemente, se acercaba. Y sus pensamientos eran 
absolutamente impenetrables. Esto significaba que podía tratarse de uno de los antiguos, de los dotados 
de grandes poderes, pero ninguno de ellos aplastaría de aquel modo la hierba bajo sus pies. Aquella 
criatura se movía casi como un humano. Aquel vampiro había sido creado por mí. 
Él corazón me latía aceleradamente. Dirigí la mirada a las luces del panel de alarma medio oculto tras 
la cortina recogida en un rincón. Era una barrera de timbre y sirenas si alguien, mortal o inmortal, trataba 
de penetrar en la casa. 
El ser apareció al borde de la blanca pista de cemento. Una figura alta y delgada, de cabello corto y 
negro. Y la figura se detuvo entonces como si pudiera verme tras el velo del cristal, bañado por la difusa 
luz eléctrica azulada. 
Sí, me había visto. Entonces continuó su avance hacia mí, hacia la luz. Muy ágil, desplazándose con 
una ligereza un poco excesiva para un mortal. El cabello negro, los ojos verdes y unos miembros que se 
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movían con suavidad bajo unas ropas descuidadas: un suéter negro deshilachado colgando de sus 
hombros, un pantalón también negro de perneras como largos radios de una rueda. 
Noté que me venía un vómito a la boca. Estaba temblando. Traté de recordar, incluso en aquel 
momento, lo que era más importante: debía seguir vigilando la noche en busca de otros intrusos. Debía 
ser cauto. Peligro. Pero nada de todo eso importaba ahora. Me di cuenta de ello y cerré los ojos un 
instante, pero no sirvió de nada, no hizo más fáciles las cosas. 
A continuación, alargué la mano a los botones de alarma y los desconecté. Abrí las enormes puertas 
acristaladas, y el aire fresco de la noche penetró en la habitación. 
El intruso había dejado atrás el helicóptero y, con la cabeza vuelta hacia el aparato, se apartó unos 
pasos de él con la gracia de un bailarín para contemplarlo, la cabeza alta y los pulgares hundidos en los 
bolsillos traseros de sus téjanos negros en un gesto despreocupado. 
Cuando miró de nuevo hacia mí, distinguí su rostro con claridad. Y vi que me sonreía. 
Incluso nuestros recuerdos pueden traicionarnos. El era una prueba de ello, delicado y cegador como 
un láser al acercarse, borradas de un plumazo todas las viejas imágenes como si fueran polvo. 
Conecté otra vez el sistema de alarma, cerré las puertas en torno a mis mortales y di vueltas a la llave 
en la cerradura. Por un segundo, pensé que no podía soportar aquello. «Y no es más que el principio» 
me dije. «Y si él está aquí, apenas a unos pasos de mí, sin duda vendrán otros tras él. Vendrán todos.» 
Di media vuelta, avancé hacia él y, durante unos silenciosos segundos, lo estudié bajo la luz azulada 
que se filtraba a través del cristal. Cuando hablé, mi tono de voz era tenso: 
—¿Dónde está la capa negra y el traje negro de buen corte y la corbata de seda y todas esas 
necedades? —le pregunté. 
Nuestras miradas se encontraron. 
Y él sonrió sin hacer el menor sonido. Pero continuó estudiándome con una expresión extasiada que 
me produjo una secreta alegría. Y, con el atrevimiento de un niño, extendió el brazo y me pasó los dedos 
por la solapa del abrigo de terciopelo gris. 
—No se puede ser siempre la leyenda viviente —murmuró. Su voz era un susurro que no era tal. 
Capté con toda nitidez su acento francés, aunque yo no había sido nunca capaz de apreciar el mío. 
Me resultó casi insoportable el sonido de las sílabas, la absoluta familiaridad con ellas. 
Y dejé a un lado todas las palabras ásperas y tensas que tenía pensado decirle y me limité a 
estrecharle en mis brazos. 
Nos abrazamos como no habíamos hecho nunca en el pasado. Nos apretamos el uno contra el otro 
como tantas veces había hecho con Gabrielle. Y luego le pasé las manos por el cabello y el rostro, como 
para cerciorarme de que realmente le tenía allí, como si me perteneciera. Y él hizo lo mismo. Parecía que 
estábamos hablando sin pronunciar sonido alguno. Auténticos mensajes silenciosos que carecían de 
palabras. Leves gestos de asentimiento. Y le noté rebosante de afecto y de una febril satisfacción que 
parecía casi tan intensa como la mía. 
Pero, de pronto, él se quedó muy quieto y su expresión se contrajo un poco. 
—Pensaba que estabas muerto y acabado, ¿sabes? —me dijo en voz apenas audible. 
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—¿Cómo me has encontrado aquí? —quise saber. 
—Tú querías que lo hiciera —respondió. Un destello de inocente confusión. Por respuesta, un lento 
encogimiento de hombros. 
Todo cuanto hacía despertaba en mí la misma atracción magnética que un siglo atrás. Unos dedos 
muy largos y delicados, pero unas manos muy fuertes. 
—Te has dejado ver y me has dejado seguirte —continuó—. Te has paseado por Divisadero Street 
arriba y abajo, buscándome. 
—¿Y aún seguías allí? 
—Es el lugar más seguro del mundo, para mí. No lo he dejado nunca. Vinieron a buscarme, no me 
encontraron y se volvieron a marchar. Ahora me muevo entre ellos siempre que quiero y no me 
reconocen. En realidad nunca han sabido qué aspecto tengo. 
—Y si lo supieran, intentarían destruirte —añadí. 
—Sí —reconoció él—. Pero llevan intentándolo desde el Teatro de los Vampiros y lo que allí sucedió. 
Por supuesto, las Confesiones de un Vampiro les dieron nuevos motivos. Aunque no necesitaban motivos 
para sus pequeños juegos. Lo que necesitan es el impulso, la excitación. Se alimentan de ellos como de 
la sangre. 
Por un segundo, su voz pareció forzada. Tomó aire profundamente. Le costaba hablar de todo 
aquello. Quise pasarle los brazos alrededor otra vez, pero me contuve. 
—Pero ahora pienso que es a ti a quien quieren destruir. Y tu aspecto sí que lo conocen —añadió con 
una leve sonrisa—. Todo el mundo sabe qué cara tienes, monsieur Astro del Rock. 
La sonrisa se ensanchó, pero su voz se mantuvo educada y suave como siempre. Y la emoción afluyó 
a su rostro. Pero siguió sin producirle el menor cambio en él. Tal vez nunca se produciría. 
Le pasé el brazo por los hombros y nos alejamos juntos de las luces de la casa. Dejamos atrás la 
mole gris del helicóptero y cruzamos los campos secos agostados por el sol en dirección a las colinas. 
Creo que sentirse tan feliz es abyecto, que sentir tanta satisfacción es consumirse. 
—¿Vas a seguir adelante con eso? —me preguntó—. ¿Vas a dar ese concierto mañana? 
Peligro para todos nosotros. ¿Qué había sido aquello, una advertencia o una amenaza? 
—Sí, desde luego —declaré—. ¿Qué diablos podría impedírmelo ahora? 
—Yo querría hacerlo —respondió él—. Habría venido antes, de haber podido. Hace una semana te vi, 
pero luego te perdí la pista. 
—¿Y por qué quieres detenerme? 
—Ya sabes por qué. Quiero hablar contigo. 
Unas palabras muy simples, pero cargadas de significado. 
—Ya habrá tiempo después —respondí—. «Mañana y mañana y mañana...» No va a suceder nada, 
ya lo verás. —Continué mirándole y apartando la vista de él alternativamente, como si sus ojos verdes me 
hicieran daño. En palabras modernas, era un auténtico rayo láser. Su aspecto era delicado y letal. Sus 
víctimas le habían amado siempre. 
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Y también yo le había amado siempre, ¿no era así?, incluso con todo lo sucedido: y qué fuerte podía 
ser el amor cuando se tenía la eternidad para alimentarlo y bastaba con aquellos instantes para renovar 
su intensidad, su calor. 
—¿Cómo puedes estar seguro de ello, Lestat? —preguntó él. Muy íntimo, mi nombre en sus labios. 
Yo no me había atrevido a decir «Louis» con tanta naturalidad. 
Caminábamos lentamente, sin rumbo, y su brazo me rodeaba relajadamente, como el mío a él. 
—Tengo un batallón de mortales protegiéndonos —le informé—. Habrá guardaespaldas en el 
helicóptero y en la limusina acompañando a mis músicos mortales. Yo viajaré sólo desde el aeropuerto 
en el Porsche para poder defenderme mejor, pero habrá una auténtica caravana motorizada. En cualquier 
caso, ¿qué puede hacerme un puñado de rencorosos vampiros del siglo XX? Esas criaturas idiotas 
utilizan el teléfono para sus amenazas. 
—Son más de un puñado —replicó él—. ¿Y qué me dices de Marius? Tus enemigos de ahí fuera 
están debatiendo si la historia de Marius es cierta, si Los Que Deben Ser Guardados existen o no... 
—Por supuesto. ¿Y tú? ¿Crees que es verdad? 
—Sí. Me convencí nada más leerla —declaró. Se produjo entonces un instante de silencio durante el 
cual tal vez los dos recordamos al indagador inmortal de otra era que me había preguntado una y otra vez 
dónde había empezado aquello. 
Demasiado dolor para evocarlo. Era como descubrir unos cuadros en el desván y, al limpiarles el 
polvo, encontrar los colores vibrantes todavía. Y los cuadros deberían haber sido retratos de nuestros 
difuntos antepasados y, en cambio, eran imágenes de nosotros mismos. 
Hice algún gesto nervioso propio de mortales, me aparté el cabello de la frente y traté de notar el frío 
de la brisa. 
—¿Qué te hace estar tan seguro de que Marius no pondrá fin a este experimento en el momento en 
que pongas el pie en el escenario mañana por la noche? 
—¿Crees que alguno de los antiguos haría tal cosa? —repliqué a su pregunta. 
Reflexionó un instante, sumergiéndose en sus pensamientos como solía hacer tiempo atrás, tan 
profundamente que fue como si se olvidara de mi presencia. Y dio la impresión de que a su alrededor 
tomaban forma aquellas viejas estancias, que la luz de gas ofrecía su inestable iluminación, que surgían 
los sonidos y olores de las calles de otra época lejana. Los dos estábamos en aquel salón de Nueva 
Orleans, con el fuego de carbón en el hogar, bajo la repisa de mármol de la chimenea. Y todo 
envejeciendo allí, salvo nosotros. 
Y ahora, allí estaba: un chico moderno con la camiseta torcida y los pantalones gastados, mirando 
hacia las colinas desiertas. Desaliñado, los ojos ardiendo con un fuego interior, el cabello desgreñado. Le 
vi despertar de su estado lentamente, como si volviera a la vida. 
—No —dijo al fin—. Creo que si a los ancianos les preocupa de algún modo todo esto, estarán 
demasiado interesados para hacerlo. 
—¿Y tú? ¿Sientes interés? 
—Sí, sabes que sí —respondió. 
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Y su rostro adquirió un leve rubor. Se hizo todavía más humano. De hecho, su aspecto era el más 
parecido al de un mortal de entre todo los de nuestra raza que recordara. 
—Estoy aquí, ¿no? —añadió. Y noté en él un dolor que le recorría todo el ser como una veta de 
mineral, una veta que podía llevar la emoción hasta las profundidades más frías. 
Asentí. Respiré profundamente y aparté la mirada de él deseando poder decir lo que realmente 
quería. Decir que le amaba. Pero no podía hacerlo. El sentimiento era demasiado fuerte. 
—Suceda lo que suceda, merecerá la pena —murmuré—. Quiero decir que merecerá la pena si tú y 
yo y Gabrielle y Armand... y Marius estamos juntos, aunque sea por un breve espacio de tiempo. Y Mael. 
Y sólo Dios sabe cuántos más. ¿Y si se presentan todos los ancianos? Merecerá la pena, Louis. Todo lo 
demás no me importa. 
—¡No! ¡Sí que te importa! —exclamó él con una sonrisa. Estaba intensamente fascinado—. Sólo 
confías en que va a ser emocionante y que, sea cual sea la batalla, vencerás. 
Bajé la cabeza y me reí. Metí las manos en los bolsillos de los pantalones como hacen los mortales de 
esta época y continué caminando por la hierba. El campo olía aún a sol, incluso en la fresca noche 
californiana. No hablé a Louis de la parte mortal, de la vanidad de querer actuar, de la extraña locura que 
me había embargado al verme en la pantalla del televisor, al ver mi rostro en la tapa del disco, pegado en 
el escaparate de la tienda de North Beach. 
Él continuó a mi lado. 
—Si los antiguos quisieran de verdad destruirme —le dije—, ¿no crees que ya lo habrían hecho? 
—No. Yo te vi y te he seguido, pero, hasta entonces, no pude dar contigo, aunque lo intenté desde el 
momento en que supe que habías aparecido. 
—¿Cómo te has enterado? 
—En todas las grandes ciudades hay lugares donde se reúnen los vampiros —me explicó—. Seguro 
que ya lo sabes, a estas alturas. 
—No, lo ignoraba. Cuéntame. 
—Hay unos bares que llamamos la Conexión Vampiro —dijo con una sonrisa irónica—. Son 
frecuentados por mortales, naturalmente, y los conocemos por el nombre. Está el «Doctor Polidori» en 
Londres y el «Lamia» en París. Tenemos el «Bela Lugosi» en el centro de Los Ángeles y el «Carmilla» y 
el «Lord Ruthven» en Nueva York. Aquí, en San Francisco, está el más hermoso de todos ellos, 
probablemente: el cabaret llamado «La Hija de Drácula», en Castro Street. 
Me eché a reír. No pude evitarlo y vi que también él estaba a punto de hacerlo. 
—¿Y dónde están los nombres de Confesiones de un Vampiro —inquirí con fingida indignación. 
—Verboten —respondió, enarcando ligeramente las cejas—. Esos no son ficticios, sino reales. Pero te 
diré que en Castro Street ponen tus video-clips. Los clientes mortales lo piden. Brindan por ti con sus 
bloody mary de vodka. «La danza de les Innocents» retumba a través de las paredes. 
Decididamente, estaba a punto de soltar una carcajada. Traté de contenerla y moví la cabeza. 
— Pero también has producido una especie de revolución en el lenguaje en la trastienda —continuó él 
con la misma fingida sobriedad, incapaz de mantener el rostro absolutamente inexpresivo. 
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—¿A qué te refieres? 
—Rito Oscuro, Don Oscuro, Senda del Diablo... Todo el mundo anda tomándose a broma estas 
palabras, incluso los novicios más recientes que aún ni han empezado a saber qué es un vampiro. Imitan 
el libro pese a condenarlo absolutamente. Van cargados de joyería egipcia. El terciopelo negro vuelve a 
ser de rigor. 
—Excelente —dije—. Pero esos lugares... ¿Cómo son? 
—Están saturados de objetos relacionados con vampiros. Carteles de las películas del género 
adornan las paredes, y los films se proyectan continuamente en unas pantallas elevadas. Los mortales 
que vienen son una verdadera feria de tipos teatrales: jóvenes punk, artistas, algunos envueltos en capas 
negras y luciendo largos colmillos de plástico. Apenas se enteran de nuestra presencia. Muchas veces, 
en comparación con ellos, resultamos vulgares. Y, con las luces bajas, nos hacemos casi invisibles pese 
al terciopelo, a las joyas egipcias y a todo lo demás. Por supuesto, nadie se sacia con esos clientes 
mortales. Acudimos a los locales para tener información. El bar de los vampiros es, de hecho, el lugar 
más seguro de toda la cristiandad para un mortal. En el local de los vampiros no se puede matar. 
—Me pregunto cómo nadie había pensado algo así hasta hoy —comenté. 
—Ya lo hicieron —dijo Louis—. En París estaba el Théàtre des Vampires. 
—Es cierto —reconocí. Él prosiguió: 
—Hace un mes llegó a la Conexión Vampiro la noticia de que habías vuelto. Y, para entonces, la 
noticia ya era vieja. Se decía que estabas cazando en Nueva Orleans y por fin se supo lo que te 
proponías. Muchos compraron ejemplares de tu autobiografía cuando apareció. Y hubo comentarios 
inagotables acerca de tus video-clips. 
—¿Cómo fue, entonces, que no les vi en Nueva Orleans? 
—Porque Nueva Orleans es territorio de Armand desde hace medio siglo. Ningún vampiro se atreve a 
cazar en la ciudad. Se enteraron a través de los medios de comunicación de los mortales, por noticias 
procedentes de Los Ángeles y Nueva York. 
—Tampoco vi a Armand en Nueva Orleans. 
—Lo sé —respondió él. Por un instante, me pareció confuso, preocupado. Noté un pequeño nudo en 
el pecho—. Nadie sabe dónde está Armand —añadió con cierto desánimo—. Pero cuando apareció en 
Nueva Orleans, mató a todos los jóvenes, y los vampiros le dejaron la ciudad. Dicen que muchos de los 
antiguos se comportan del mismo modo, dando muerte a los jóvenes y novicios. También lo dicen de mí, 
pero no es cierto. Yo recorro San Francisco como un fantasma, sin molestar a nadie salvo a mis 
desdichadas víctimas mortales. 
Nada de todo aquello me sorprendió demasiado. 
—Nuestro número es excesivo —continuó Louis—, como siempre ha sucedido. Hay muchos 
enfrentamientos y las asambleas que se forman en las ciudades son sólo un medio por el que tres o más 
vampiros poderosos acuerdan no destruirse entre ellos y compartir el territorio según las normas. 
—Las normas, siempre las normas —murmuré. 
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—Ahora son distintas y más estrictas. No debe dejarse el menor rastro de la muerte. No debe dejarse 
un solo cadáver que los mortales puedan investigar. 
—Lógico. 
—Y debe evitarse cualquier exposición a fotografías en primer plano, filmaciones con teleobjetivo o 
imágenes de vídeo que puedan congelarse para identificarnos. No debemos correr el menor riesgo de ser 
capturados, encarcelados o examinados científicamente por el mundo mortal. 
Asentí, pero tenía el pulso acelerado. Me encantaba ser el proscrito, el que siempre se había saltado 
todas las leyes. Así que estaban imitando mi libro, ¿no era eso? ¡Ah!, la cosa ya se había puesto en 
marcha. Los engranajes empezaban a moverse. 
—Lestat, crees que lo entiendes, pero, ¿es así? —preguntó él en tono paciente—. Si permitimos que 
el mundo mortal ponga bajo sus microscopios el menor fragmento de nuestros tejidos, terminarán las 
discusiones acerca de si sólo somos una leyenda, una superstición. Tendrán la prueba tangible de 
nuestra existencia. 
—No estoy de acuerdo contigo —repliqué—. El asunto no es tan simple. 
—Tienen los medios para identificarnos y clasificarnos. Para galvanizar a la caza humana en contra 
nuestra. 
—No, Louis. Los científicos de hoy día son brujos en guerra permanente, que se pelean por las 
cuestiones más banales. Podrías distribuir ese tejido sobrenatural a todos los microscopios del mundo y 
ni siquiera entonces la gente creería una sola palabra. 
Louis reflexionó un instante sobre mis palabras. 
—Un prisionero, entonces —insistió—. Un espécimen vivo en sus manos. 
—Ni siquiera así lo aceptarían —repliqué—. Además, ¿cómo iban a poder capturarme? 
Sin embargo, la perspectiva era de lo más deliciosa: la persecución, la intriga, la posible captura y la 
fuga posterior. La idea le encantó. 
Louis mostraba ahora una extraña sonrisa, llena de desaprobación y de placer. 
—Estás más loco que nunca —dijo en un susurro—. Más loco que cuando te dedicabas a recorrer 
Nueva Orleans asustando a propósito a la gente. 
Me reí largamente, pero, al fin, quedé en silencio. No disponíamos de mucho tiempo hasta el alba y 
podría haber seguido riéndome hasta la noche siguiente en San Francisco. 
—He estudiado el asunto desde todos los ángulos, Louis. Iniciar una verdadera guerra con los 
mortales será más difícil de lo que piensas... 
—... Pero estás absolutamente dispuesto a empezarla, ¿no es cierto? Quieres que todos, mortales o 
inmortales, vengan en tu busca. 
—¿Por qué no? —repliqué—. Provoquemos esa lucha. Hagamos que los mortales intenten 
destruirnos como han hecho con todos sus otros demonios. Que prueben a barrernos de la faz de la 
Tierra. 
Louis me miraba con aquella expresión de asombro, temor e incredulidad que había visto mil veces en 
su rostro. Una expresión por la que yo sentía debilidad. 
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Pero el cielo empezaba ya a aclarar y las estrellas se iban apagando. Sólo nos quedaban unos 
preciosos instantes de compañía antes del amanecer primaveral. 
—Así pues, te propones de verdad provocar eso —murmuró él con voz grave, aunque en un tono más 
suave que antes. 
—Lo que quiero, Louis, es que suceda algo, que se mueva todo. ¡Lo que quiero es que cambie todo lo 
que hemos sido! ¿Qué somos ahora sino sanguijuelas: repulsivos, clandestinos, sin justificación? El viejo 
romanticismo ha desaparecido. Cobremos, pues, un nuevo sentido. Anhelo los focos brillantes tanto 
como ansío la sangre. Deseo la visibilidad divina. Deseo la guerra. 
—La nueva maldad, por usar tus viejas palabras. Y esta vez es la maldad del siglo XX. 
—Precisamente —asentí, pero pensé de nuevo en el impulso puramente mortal, el impulso de la 
vanidad, de la fama mundial, del reconocimiento. Noté un leve azoramiento de vergüenza. Todo aquello 
iba a ser un placer tan grande... 
—¿Pero por qué, Lestat? —preguntó Louis con cierta suspicacia—. ¿Por qué el peligro, el riesgo? Al 
fin y al cabo, lo has conseguido. Has regresado y eres más fuerte que nunca. Vuelves a tener el viejo 
fuego como si nunca lo hubieras perdido y sabes lo importante, lo preciosa que es esa mera voluntad de 
continuar existiendo. ¿Por qué arriesgarlo todo inmediatamente? ¿Has olvidado cómo eran las cosas 
cuando teníamos el mundo a nuestro alrededor y nadie podía causarnos daño salvo nosotros mismos? 
—¿Es una proposición, Louis? ¿Finalmente has vuelto a mí, como dicen los amantes? 
Sus ojos se apagaron y apartó la mirada de mí. 
—No me burlo de ti, Louis —le aseguré. 
—Eres tú quien ha vuelto a mí, Lestat —contestó con voz tranquila mientras alzaba de nuevo la 
vista—. Cuando escuché los primeros cuchicheos acerca de ti en «La Hija de Drácula», sentí algo que 
creía perdido para siempre... 
Hizo una pausa, pero yo sabía a qué se refería. No hacía falta que dijera más. Y ya lo había entendido 
siglos antes al percibir la desesperación de Armand tras la disolución de la vieja asamblea. La excitación, 
el deseo de continuar existiendo, eran cosas inapreciables para nosotros. Mayor razón aún para el 
concierto de rock, para lo que había de seguir, para la propia guerra. 
—Lestat, no subas al escenario mañana. Deja que las filmaciones y el libro hagan su trabajo, pero 
protégete tú mismo. Reunámonos y hablemos. Tengámonos los unos a los otros en este siglo como 
nunca nos hemos tenido en el pasado. Y me refiero a todos nosotros. 
—Eres muy tentador, hermoso mío —contesté a su propuesta—. En el siglo pasado hubo veces en 
que habría dado casi cualquier cosa por escuchar estas palabras. Y nos reuniremos y hablaremos, todos 
nosotros, y nos tendremos los unos a los otros. Será magnífico. Pero voy a subir a ese escenario. Voy a 
ser Lelio de nuevo, como nunca lo fui en París. Seré el Vampiro Lestat a la vista de todos. Un símbolo, un 
proscrito, un fenómeno de la naturaleza: algo que despierte amores y desprecios, todo eso. Te aseguro 
que no puedo volverme atrás. No puedo detenerme. Y con toda franqueza, no tengo el menor miedo. 
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Me dispuse a resistir la oleada de frialdad o de tristeza que pensé que le embargaría y odié la 
proximidad del sol como nunca en el pasado. Louis me volvió la espalda. La luminosidad del cielo 
empezaba a hacerle daño. Pero en su rostro había la misma cálida expresión de siempre. 
—Muy bien, pues —dijo—. Entonces, me gustaría ir a San Francisco contigo. Me gustaría mucho. 
¿Querrás llevarme? 
No pude contestar inmediatamente. De nuevo, la intensidad de mi excitación resultaba un tormento y 
el amor que sentía por él era una pura humillación para mí. 
—Claro que te llevaré conmigo —asentí. 
Nos miramos durante un tenso momento. Louis tenía que dejarme. La mañana llegaba ya para él. 
—Una cosa, Louis... 
—¿Sí? 
—Esa ropa. Imposible. Quiero decir que mañana por la noche, como dicen los jóvenes en este siglo 
veinte, tendrás que pasar de esa camiseta y esos pantalones. 
Cuando Louis se hubo ido, la madrugada quedó demasiado vacía. Me quedé un rato donde estaba, 
pensando en aquel mensaje: Peligro. Recorrí con la mirada las montañas lejanas, los campos 
interminables. Amenaza, advertencia...,¿qué importaba? Los jóvenes usaban los teléfonos. Los antiguos 
alzaban sus voces sobrenaturales. ¿Tan extraño era? 
En aquel momento, lo único que ocupaba mis pensamientos era Louis, el hecho de tenerlo conmigo. Y 
la expectación de cómo serían las cosas cuando acudieran los demás. 
454

Los amplios aparcamientos de Cow Palace de San Francisco estaban rebosantes de frenéticos 
mortales cuando nuestra caravana cruzó la verja, con mis músicos en la limusina que abría la marcha y 
Louis a mi lado en el Porsche tapizado en cuero. Fresco y radiante con la indumentaria del conjunto y la 
capa negra, parecía salido de las páginas de su propio relato, con una ligera expresión de temor en sus 
ojos verdes al observar a los jóvenes que gritaban a nuestro alrededor y a los guardias que, en moto, nos 
abrían paso entre ellos. 
Las entradas al concierto estaban agotadas desde hacía un mes y los decepcionados fans querían 
que la música se pudiera escuchar también en el exterior. El suelo estaba cubierto de latas de cerveza. 
Los adolescentes estaban sentados en el techo de los coches, o de pie sobre los maleteros y capós, con 
las radios emitiendo la música de El Vampiro Lestat a un volumen atronador. 
El organizador del concierto corría a pie junto a mi ventanilla, explicándome que se instalarían los 
altavoces y las pantallas de vídeo en el exterior del local. La policía de San Francisco había concedido el 
permiso en prevención de alborotos. 
Noté el creciente nerviosismo de Louis. Un grupo de jóvenes rompió el cordón policial y se apretujó 
contra su ventanilla, al tiempo que la caravana motorizada daba una curva cerrada y se encaminaba 
hacía el local, un edificio alargado y feo, en forma de tubo. 
Me sentía realmente cautivado ente lo que estaba sucediendo. Y mi desconcierto era cada vez mayor. 
Los admiradores no dejaban de rodear el coche antes de poder ser controlados y empecé a comprende 
hasta qué punto había subestimado toda aquella experiencia. 
Los conciertos filmados que había visto no me habían preparado para la pura electricidad que ya 
empezaba a recorrerme, para la música que ya atronaba en mi cabeza, para el modo en que mi vanidad 
mortal se evaporaba. 
Entrar en el local fue una locura. Entre un amasijo de guardias, con la muchacha agarrada a mí y Alex 
empujando a Larry delante de nosotros, corrimos todos hasta la zona de camerinos, fuertemente 
protegida. Los fans nos tiraban del cabello, de las capas. Extendí el brazo hacia atrás y protegí a Louis 
bajo mi ala y le hice pasar las puertas con los demás. 
Y entonces, en lo camerinos engalanados, escuché por primera vez el rugido bestial de la multitud. 
Quince mil almas cantando y gritando en un recinto cubierto. 
No, de ningún modo tenía bajo control aquello, aquel coro feroz que me estremecía de pies a cabeza. 
¿Cuándo, en toda mi existencia, había experimentado aquella sensación, aquella casi hilaridad? 
Me abrí paso ente las bambalinas y observé al auditorio por una mirilla. Los mortales llenaban ambos 
lados del largo recinto oval, hasta las mismas vigas del techo. Y en el vasto centro abierto, una 
muchedumbre de miles de jóvenes bailando, acariciándose, levantando puños en la atmósfera cargada 
455
de humo, pugnando por acercarse al escenario. El olor a hachís, cerveza y sangre humana se mezclaba 
en las corrientes de la ventilación. 
Los ingenieros de sonido gritaban que ya estaban preparados. El maquillaje había sido retocado; las 
capas de terciopelo azul, cepilladas; los lazos negros, enderezados. No era preciso hacer esperar un 
momento más a aquella multitud impaciente. 
Se dio la orden de apagar las luces generales. Y un enorme grito inhumano surgió de la oscuridad, 
alzándose hasta el techo. Noté el suelo vibrando bajo mis pies. Y el grito creció cuando un potente 
zumbido electrónico anunció la conexión de «el equipo». 
La vibración me atravesó las sienes. Estaba desprendiéndose una capa de piel. Tomé por el brazo a 
Louis, le di un largo beso y luego le vi separándose de mí. 
Al otro lado del telón, por todas partes, el público encendió sus mecheros hasta que miles de llamitas 
temblorosas tachonaron la penumbra. Surgieron unas palmadas rítmicas, se apagaron, y el rugido 
general empezó a alzarse a oleadas, rotas por algunos gritos aislados. Mi cabeza estaba a rebosar. 
Y, pese a ello, evoqué el lejano recuerdo del teatro de Renaud. Lo vi claramente. Pero este local de 
San Francisco... ¡era como el Coliseo romano! Y la producción de las cintas, de las filmaciones..., todo 
había sido tan controlado, tan frío. No me había ofrecido ningún indicio de cómo sería esto. 
El ingeniero de sonido dio la señal y salimos de detrás del telón, mis músicos mortales tropezando en 
la oscuridad mientras yo me movía sin ningún problema entre cables y micrófonos. 
Me situé en el borde del escenario, justo encima de las cabezas de aquella masa que se movía y 
gritaba. Alex estaba a la batería. La chica tenía en las manos su guitarra eléctrica, plana y brillante, y 
Larry ocupaba su lugar en el centro del enorme teclado circular del sintetizador. 
Me volví y eché un vistazo a las pantallas gigantes de vídeo que ampliarían nuestros rostros 
poniéndolos a la vista de todos los presentes en el recinto. Después, contemplé de nuevo el mar de 
jóvenes entusiasmados. 
Oleadas y oleadas de ruido nos inundaron desde la oscuridad. Capté el olor a calor y a sangre. 
Entonces, la inmensa batería de focos verticales se iluminó. Violentos rayos plateados, azules y rojos 
se entrecruzaron bañándonos en su luz, y el griterío alcanzó un grado increíble. Todo el local estaba en 
pie. 
Noté la luz arrastrándose sobre mi blanca piel, estallando en mi cabello amarillo. Miré a los lados para 
ver a mis mortales, exaltados y frenéticos ya en sus posiciones, entre los infinitos cables y el andamiaje 
plateado. 
El sudor me perlaba el rostro cuando vi levantados los puños por todas partes en gesto de saludo. Y 
allí, repartidos entre el público por todo el local, había jóvenes con ropas de vampiro de carnaval, rostros 
brillantes de sangre ficticia, algunos batiendo unas alas amarillas, otros con círculos violáceos en torno a 
los ojos que les daban un aspecto muy espectral e inocente. Silbidos y gritos destacaban sobre el clamor 
general. 
No, aquello no era como en las filmaciones de los video-clips. No se parecía en absoluto a las 
cámaras refrigeradas y aisladas del ruido del estudio de grabación. Aquello era una experiencia humana 
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hecha vampírica, igual que la propia música era vampírica, igual que las imágenes de vídeo eran las del 
éxtasis de la sangre. 
Me estremecí de pura alegría mientras el sudor teñido de rojo me corría por la cara. 
Los focos barrieron el auditorio, dejándonos bañados por una penumbra mercurial, y allí donde 
enfocaba la luz, la multitud redoblaba sus gritos mientras se revolvía en convulsiones. 
¿Qué representaba todo aquel estruendo? Representaba al hombre convertido en una masa: eran las 
turbas en torno a la guillotina, los antiguos romanos clamando por la sangre cristiana. Y eran los celtas 
reunidos en el bosque a la espera de Marius, el dios. Volví a ver el bosque como lo había visto cuando 
Marius me explicaba su historia; ¿acaso sus antorchas no eran tan espeluznantes como estos rayos 
coloreados? ¿Acaso los horribles gigantes de maderos y mimbre no eran tan grandes como estos 
andamios de acero que sostenían las columnas de sonido y los focos incandescentes a ambos lados del 
escenario? 
Pero aquí no había violencia, no había muerte; sólo la exuberancia infantil surgiendo de unas bocas y 
unos cuerpos jóvenes, una energía concentrada y contenida con la misma naturalidad que se desataba. 
Otra vaharada de hachís desde las primeras filas. Motoristas de largas melenas vestidos de cuero con 
brazaletes adornados con tachuelas batían palmas por encima de la cabeza; parecían fantasmas de los 
celtas, con sus mechones bárbaros cayéndoles hasta los hombros. Y, desde todos los rincones de aquel 
recinto largo, hueco y lleno de humo, me llegó una oleada desinhibida de algo parecido a amor. 
Las luces se encendían y apagaban haciendo que el movimiento de la multitud pareciera fragmentado, 
realizado a base de impulsos cortos y bruscos. 
Todos cantaban ahora al unísono y el volumen del griterío crecía y crecía. ¿Qué era lo que decían? 
LESTAT, LESTAT, LESTAT. 
«¡Ah!, esto es demasiado divino» pensé. ¿Qué mortal podría soportar este fervor, esta adoración? 
Alcé las puntas de mi capa negra, que era la señal convenida. Me eché el cabello hacia atrás con 
energía. Mis gestos levantaron una corriente de renovado griterío hasta el mismo fondo del recinto. 
Las luces convergieron en el escenario. Abrí la capa a ambos lados del cuerpo, como las alas de un 
murciélago. 
Los gritos se fundieron en un gran rugido monolítico. 
—¡SOY EL VAMPIRO LESTAT! —grité a pleno pulmón apartándome del micrófono, y el sonido se 
hizo casi visible trazando un arco a lo largo del teatro oval, y el vocerío de la multitud se hizo aún más 
sonoro, aún más agudo, como si quisiera devorar mi grito. 
—¡VAMOS, QUIERO OÍROS ¡VOSOTROS ME AMÁIS! —grité de pronto, sin pensármelo. Por todas partes, el 
público pataleaba. No sólo sobre el suelo de cemento, sino también en los asientos de madera. 
—¿CUÁNTOS DE VOSOTROS QUERÉIS SER VAMPIROS? 
El rugido se hizo atronador. Varios espectadores trataban de encaramarse al escenario mientras los 
guardaespaldas pugnaban por impedírselo. Uno de los motoristas de larga melena, un tipo moreno y 
corpulento, saltaba arriba y abajo sin moverse del sitio, con una lata de cerveza en cada mano. 
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Las luces se hicieron más brillantes, como el resplandor de una explosión. Y se alzó de los altavoces 
situados detrás de mí el motor a pleno funcionamiento de una locomotora con un volumen enloquecedor, 
como si el tren fuera a aparecer a toda marcha en el escenario. 
Todos los demás ruidos del auditorio quedaron engullidos por él. En el estridente silencio, la multitud 
bailaba y se movía delante de mí. Entonces entró la furia desgarradora, vibrante, de la guitarra eléctrica. 
La batería estalló en una cadencia de marcha y el torturador sonido de la locomotora en el sintetizador 
alcanzó el punto álgido y se rompió a continuación en una caldero burbujeante de ruido acompasado con 
la marcha. Era el momento de iniciar la estrofa en tono menor, con su letra pueril saltando sobre el 
acompañamiento: 
SOY EL VAMPIRO LESTAT 
Y ESTÁIS AQUÍ PARA EL GRAN AQUELARRE, 
PERO COMPADEZCO VUESTRA SUERTE. 
Arranqué el micrófono del soporte y corrí a un lado del escenario y luego al otro, con la capa 
ondeando a mi espalda. 
NO PODÉIS RESISTIR A LOS SEÑORES DE LA NOCHE. 
ELLOS NO TIENEN PIEDAD DE VUESTRO SUFRIMIENTO. 
ENCUENTRAN PLACER EN VUESTRO MIEDO. 
Trataban de agarrarme los tobillos con sus manos, me arrojaban besos; las chicas se montaban a 
hombros de sus compañeros para rozar mi capa ondeando sobre sus cabezas. 
PERO OS TOMAREMOS CON AMOR, 
OS DESGARRAREMOS CON PASIÓN 
Y OS LIBERAREMOS CON LA MUERTE. 
NADIE PODRÁ DECIR 
QUE NO ESTABA ADVERTIDO. 
Dama Dura, con un furioso rasgueo, bailaba a mi lado dando vueltas con furia, y la música subía en 
un agudo glissando entre el estallido de timbales y platillos, mientras el caldero burbujeante del 
sintetizador se sumaba de nuevo. 
Sentí que la música me calaba los huesos. Ni siquiera en el viejo aquelarre romano me había afectado 
tanto. 
Me lancé también a la danza con un elástico balanceo de caderas para luego contonearlas adelante y 
atrás mientras, acompañado de la muchacha, avanzaba hacia el borde del escenario. Estábamos 
realizando las contorsiones libres y eróticas de Polichinela y Arlequín y los personajes de la vieja 
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comedia, improvisando como ellos habían hecho; los instrumentos se separaban de la leve melodía para 
reencontrarla después, y todos nos animábamos mutuamente con nuestra danza, nada ensayado, todo 
acorde con el personaje, todo completamente nuevo. 
Los guardias empujaban con rudeza a la gente que trataba de alcanzarnos para bailar con nosotros, 
pero continuamos danzando al borde del estrado como si nos burláramos de ella, agitando los cabellos 
sobre sus rostros, dándole la espalda para vernos allá arriba, en las pantallas gigantes, como una 
alucinación imposible. El sonido viajó a través de mi cuerpo al volverme hacia la muchedumbre. Viajó 
como una bola de acero que encontrara una tronera tras otra en mis caderas y en mis hombros, hasta 
que advertí que estaba alzándome del suelo en un gran salto muy lento, y luego descendía de nuevo en 
silencio, haciendo ondear la capa negra y con la boca abierta para dejar al descubierto los colmillos. 
Euforia. Aplausos ensordecedores. 
Y vi en el público multitud de pálidas gargantas mortales desnudas, muchachos y muchachas que 
descubrían sus cuellos y los extendían hacia mí. Y me hacían gestos de que fuera a tomarlos, me 
invitaban y suplicaban, y algunas de las muchachas lloraban. 
El aroma a sangre era tan intenso como el humo que llenaba el local. Carne y carne y carne. Y, pese 
a todo, por todas partes, la sutil inocencia, la completa certeza de estar en una representación, de que 
aquello no era más que teatro. Nadie saldría herido. Aquella espléndida histeria no tenía riesgos. 
Cuando gritaba, pensaban que era el sistema de sonido. Cuando salté, creyeron que era un truco. ¿Y 
por qué no, cuando la magia les envolvía por todas panes y podían prescindir de nuestra figura de carne 
y hueso para admirar los grandes gigantes resplandecientes de las pantallas que teníamos encima? 
¡Marius, ojalá pudieras contemplar esto! Gabrielle, ¿dónde estás? 
Entró la estrofa, cantada de nuevo por toda la banda al unísono. La deliciosa voz de soprano de la 
muchacha se alzó sobre las demás hasta que empezó a girar y girar la cabeza en círculos, rozando con 
su cabello desmelenado el escenario delante de sus pies, y a mover lascivamente la guitarra como un 
falo gigante. Los miles de espectadores batían palmas y pataleaban a la vez. 
—¡OS DIGO QUE SOY UN VAMPIRO! —grité de pronto. 
Éxtasis, delirio. 
—¡SOY EL MAL! EL MAL! 
—¡Sí, Sí, Sí, Sí, sí, sí, sí! 
Mis brazos extendidos hacia adelante. Mis manos curvadas hacia arriba. 
—¡QUIERO BEBER VUESTRA ALMA! 
El corpulento motorista de melena lanuda y chaqueta de cuero negro retrocedió un paso arrollando a 
los que estaban detrás de él, y saltó al escenario junto a mí, con los puños en la cabeza. Los 
guardaespaldas acudieron a reducirle, pero yo ya le tenía cogido, apretado contra mi pecho y levantando 
del suelo con un solo brazo. ¡Y mi boca se cerraba sobre su cuello, con los dientes rozándolo, 
acariciando sólo aquel geiser de sangre dispuesta para saltar hacia lo alto! 
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Pero los hombres de seguridad ya se lo llevaban, arrojándole abajo como un pez al mar. Dama Dura 
estaba a mi lado, la luz resbalando por sus pantalones ajustados de satén negro y la capa en un amplio 
vuelo; con el brazo extendido me sostuvo, al tiempo que yo intentaba rechazar su ayuda. 
Comprendí en ese instante lo que no explicaban las páginas que había leído acerca de los cantantes 
de rock; entendí aquel desquiciado matrimonio de lo primitivo y lo científico, aquel frenesí religioso. 
Seguíamos estando en el antiguo bosque. Seguíamos estando todos con los dioses. 
Y se extinguieron los sones de la primera canción. Y comenzamos la siguiente, aumentando el 
volumen, a la vez que la multitud cogía el ritmo y cantaba la letra que conocía por el disco y los video- 
clips. La muchacha y yo cantamos a dúo, marcando el ritmo con los pies: 
HIJOS DE LAS TINIEBLAS, 
ENFRENTAOS A LOS HIJOS DE LA LUZ. 
HIJOS DEL HOMBRE. 
COMBATID A LOS HIJOS DE LA NOCHE 
De nuevo, todos gritaron y chillaron y nos vitorearon, sin prestar atención a las palabras. ¿Acaso los 
celtas se habrían entregado a alaridos más enérgicos y exaltados en los prolegómenos de la matanza? 
Pero, de nuevo, no hubo matanza, no hubo ofrendas arrojadas al fuego. 
La pasión se dirigía a las imágenes del mal, no al mal. La pasión abrazaba la imagen de la muerte, no 
la muerte. Lo noté como la abrasadora iluminación sobre los poros de mi piel, en las raíces de mis 
cabellos, en el grito amplificado de Dama Dura cantando la siguiente estrofa; mis ojos recorrieron todos 
los rincones del recinto mientras el anfiteatro se convertía en una gran alma gimiente. 
Libradme de esto, libradme de amarlo. Salvadme de olvidar todo lo demás y de sacrificar a ello todos 
mis propósitos, todos mis proyectos. Os amo, pequeños míos. Quiero vuestra sangre, vuestra sangre 
inocente. Deseo vuestra adoración en el momento de clavaros los dientes. Sí, ésta es la tentación más 
irresistible. 
Pero en aquel instante de preciosa calma y vergüenza, vi por primera vez entre el público a los otros, 
a los de verdad. Sus finas caras lívidas meneándose de un lado a otro como máscaras entre la masa de 
rostros mortales sin forma, tan destacadas e inconfundibles como me había resultado la de Magnus en el 
teatrillo del bulevar, tanto tiempo atrás. Y supe que detrás del telón de fondo, entre bastidores, Louis 
también los había visto. Pero lo único que descubrí en ellos, lo único que percibí que emanaba de ellos, 
era una sensación de asombro y de espanto. 
—VOSOTROS, TODOS LOS AUTÉNTICOS VAMPIROS PRESENTES, ¡MANIFESTAOS! —grité. 
Pero las criaturas inmortales se mantuvieron impertérritas, mientras los mortales pintados y disfrazados 
se volvían locos a su alrededor. 
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Durante tres horas completas, bailamos y cantamos y exprimimos al máximo nuestros instrumentos 
metálicos, con el whisky corriendo de mano en mano entre mis músicos mortales y con la multitud 
abalanzándose una y otra vez hacia nosotros hasta que fue preciso redoblar la falange del servicio de 
seguridad y se encendieron las luces del recinto. En las últimas filas de las esquinas del auditorio había 
gente rompiendo los asientos de madera. Por el suelo de cemento rodaban las latas de bebida. Los 
vampiros de verdad no se aventuraron a acercarse un paso más. Algunos desaparecieron. Así sucedió. 
Un griterío ininterrumpido, como quince mil borrachos en la ciudad, hasta el último número, que era la 
balada de nuestro último video-clip, «La era de la inocencia». 
Y la música se suavizó. La batería apagó su redoble, la guitarra languideció y el sintetizador lanzó las 
deliciosas notas traslúcidas de un clavicordio eléctrico, unas notas tan ligeras y, a la vez, tan profusas 
que fue como si del aire cayera una lluvia de oro. 
Un foco no muy potente iluminó el lugar que yo ocupaba, mis ropas manchadas de sudor 
ensangrentado, mis cabellos empapados con él y enredados, la capa colgada al hombro. 
Con la boca abierta en un gran bostezo de éxtasis y de ebria concentración, alcé la voz pronunciando 
claramente cada frase: 
Ésta es la era de la inocencia, 
de la auténtica inocencia. 
Todos tus demonios son visibles, 
todos tus demonios son materiales 
Llámales Dolor. 
Llámales Hambre. 
Llámales Guerra. 
Ya no necesitas al diablo imaginario. 
Expulsa a los vampiros y demonios 
Con los dioses que ya no adoras. 
Recuerda: 
el Hombre de los colmillos lleva capa. 
Lo que pasa por encanto 
es un encantamiento 
¡Entiende bien lo que ves 
cuando me ves! 
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Matadnos, hermanos y hermanas, 
la guerra continúa. 
Entiende bien lo que ves 
cuando me ves. 
Cerré los ojos ante el creciente muro de aplausos. ¿Qué estaban aplaudiendo, en realidad? ¿Qué 
estaban celebrando? 
En el gigantesco auditorio se hizo el día eléctrico. Los auténticos inmortales estaban desapareciendo 
entre la multitud en movimiento. La policía de uniforme había saltado al escenario para formar una sólida 
barrera delante de nosotros. Alex tiró de mí cuando dejamos atrás el telón. 
—Tío, tenemos que escapar de aquí. Han rodeado la maldita limusina. Y tú no podrás llegar a tu 
coche. 
Le dije que no, que tenían que seguir adelante, subir a la limusina y salir enseguida. 
Y vi a mi izquierda el rostro lívido y severo de uno de los inmortales verdaderos que se abría paso 
entre la gente. Llevaba el mono de cuero negro de los motoristas y su sedoso cabello sobrenatural era 
una reluciente melena azabache. 
El telón estaba siendo arrancado de su barra superior y las luces del local inundaron la zona detrás 
del escenario. Louis estaba a mi lado. Vi a otro inmortal a mi derecha, un hombre delgado y sonriente de 
ojillos oscuros. 
Al irrumpir en el aparcamiento, nos recibió una oleada de aire fresco y un pandemónium de mortales 
revolviéndose y empujando. La policía pedía orden a gritos mientras Dama Dura, Alex y Larry eran 
introducidos en la limusina, que se mecía como una barca. Uno de los guardaespaldas había puesto en 
marcha el motor de mi Porsche y esperaba mi llegada, pero los jóvenes estaban golpeando el techo y el 
capó como si el coche fuera un gran timbal. 
Detrás del vampiro de cabello negro apareció otro demonio, una mujer, y la pareja se acercó 
inexorablemente. ¿Qué diablos se proponían hacer allí? 
El enorme motor de la limusina rugía como un león frente a los jóvenes, que no le abrían paso, y los 
guardias motorizados pusieron en marcha sus monturas, escupiendo humos y ruido sobre la masa. 
El trío de vampiros no tardó en rodear el Porsche. El hombre alto, con el rostro en una desagradable 
mueca de rabia, empujó con su poderoso brazo el lateral del coche, alzándolo del suelo pese a los 
jóvenes que se agarraban a la carrocería. Estaba a punto de volcarlo. De pronto, noté un brazo en torno 
al cuello. Y noté cómo el cuerpo de Louis se revolvía, y oí el sonido de su puño al golpear la piel y el 
hueso sobrenaturales detrás de mí, acompañado de una maldición apenas susurrada. 
Súbitamente, la multitud se había puesto a chillar. Por un altavoz, un policía exhortó a los jóvenes a 
despejar la zona. 
Corrí adelante, apartando a golpes a varios jóvenes, y estabilicé el Porsche un segundo antes de que 
cayera como un escarabajo patas arriba. Mientras pugnaba por abrir la portezuela, sentí la multitud 
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estrujándose contra mí. En cualquier momento, aquello se convertiría en una escena de pánico y habría 
una estampida. 
Silbidos, gritos, sirenas. Cuerpos apretándonos a Louis y a mí el uno contra el otro, y, a continuación, 
el vampiro vestido de cuero, alzándose al otro lado del coche con un destello de la luz de los reflectores 
en la gran guadaña plateada que hacía girar sobre la cabeza. Escuché el grito de advertencia de Louis. 
Por el rabillo del ojo vi el brillo de una segunda guadaña. 
Pero un chirrido sobrenatural hendió el tumulto, al tiempo que el vampiro motorista se encendía en 
llamas con un destello cegador. Otra tea de forma humana prendió junto a mí. La guadaña cayó al asfalto 
con un tintineo. Y, a unos metros de la escena, una tercera figura vampírica estalló en una explosión 
chisporroteante. 
La multitud, presa del más absoluto pánico, retrocedió hacia el auditorio, invadió el aparcamiento echó 
a correr en todas direcciones buscando cualquier lugar donde escapar de aquellas figuras tambaleantes 
que se consumían en sus propios infiernos privados, de aquellas manos fundidas por el calor hasta el 
puro hueso. Y vi a otros inmortales escapando a toda prisa inadvertidos entre la lenta marea humana. 
Louis se volvió hacia mí, desconcertado, y la expresión de asombro de mi rostro no hizo, 
seguramente, otra cosa que desconcertarle aún más. ¡Ninguno de nosotros había hecho aquello! 
¡Ninguno de los dos tenía tal poder! Yo sólo conocía a un inmortal que lo tuviera. 
Pero, de pronto, la portezuela del coche me golpeó al abrirse, y una mano pequeña, blanca y delicada, 
surgió del interior y tiró de mí. 
—¡Vamos, deprisa! ¡Los dos! —exclamó de improviso una voz femenina, en francés—. ¿A qué 
esperáis, a que la Iglesia lo proclame un milagro? 
Y, antes de que me diera cuenta de lo que estaba sucediendo, me vi arrastrado al asiento bajo de 
cuero; Louis cayó encima de mí y tuvo que gatear sobre el respaldo del asiento para ocupar el posterior. 
El Porsche se lanzó adelante apartando a los mortales que huían delante de los faros. Contemplé la 
esbelta figura de la conductora que tenía al lado, vi su cabellera rubia cayéndole sobre los hombros y su 
sucio sombrero de fieltro hundido hasta los ojos. 
Quise rodearla con mis brazos, estrujarla a besos, apretar mi corazón contra el suyo y olvidarme por 
completo de todo lo demás. Al diablo con aquellos novicios idiotas. Sin embargo, el Porsche estuvo a 
punto de volcar otra vez cuando ella lo forzó a una curva cerrada para pasar la verja y salir a la calle. 
—¡Detente, Gabrielle! —grité, cerrando la mano en torno a su brazo—. ¡No has sido tú quien lo ha 
hecho, quién los ha hecho arder de esa manera...! 
—Claro que no —replicó ella, aún en perfecto francés, sin apenas dirigirme la mirada. Tenía un 
aspecto irresistible mientras, con dos dedos, hacía girar de nuevo el volante violentamente en otra curva 
de noventa grados. Nos dirigimos hacia la autopista. 
—¡Entonces, nos estás llevando lejos de Marius! —exclamé—. ¡Detente! 
—¡Primero deja que él reviente esa furgoneta que viene siguiéndonos! —replicó ella con otro grito—. 
¡Entonces me detendré! 
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Pisó a fondo el pedal del acelerador y clavó los ojos en la carretera que tenía ante ella, con las manos 
asidas con fuerza al volante forrado en piel. 
Me volví a mirar y vi la furgoneta por encima del hombro de Louis. Era un vehículo monstruoso que se 
nos echaba encima con sorprendente rapidez; tenía el aspecto de un enorme coche fúnebre, negro y 
voluminoso, con una boca de dientes cromados en la roma parrilla frontal y cuatro de los vampiros 
novicios sonriéndonos con aire burlón desde detrás del cristal sombreado del parabrisas. 
—¡No podemos librarnos de este tráfico para dejarles atrás! —dije—. Da la vuelta. Regresemos al 
auditorio. ¡Da la vuelta, Gabrielle! 
Pero ella continuó adelante, sorteando osadamente los vehículos y mandando algunos de ellos a la 
cuneta por puro pánico. 
La furgoneta se nos acercaba más y más. 
—¡Es una máquina de guerra, eso es lo que es! —gritó Louis—. Le han montado un parachoques de 
hierro. ¡Esos pequeños monstruos se proponen embestirnos! 
¡Ah, me había equivocado totalmente en esto! Lo había subestimado todo. Había sabido ver mis 
recursos en esta época moderna, pero no los de ellos. 
Y ahora nos alejábamos cada vez más de aquel inmortal, el único que podía mandarlos al otro mundo. 
Muy bien, pues. Tendría mucho gusto en ocuparme de ellos, entonces. Para empezar, haría pedazos el 
parabrisas; luego, les arrancaría la cabeza uno a uno. 
Abrí la ventanilla, saqué medio cuerpo fuera del coche, con el viento agitando mis cabellos, y me volví 
hacia ellos lanzando una mirada cargada de odio a sus rostros horriblemente lívidos tras el cristal. 
Cuando tomamos la rampa de acceso a la autopista, la furgoneta casi se nos echó encima. Bien. Un 
poco más cerca y saltaría. Sin embargo nuestro coche estaba reduciendo la marcha en ese instante. 
Gabrielle no encontraba un hueco entre el tráfico por donde colarse. 
—¡Agárrate, que ahí viene! —gritó. 
—¡Puedes jurarlo! —asentí. Un instante más y habría saltado del coche y me habría lanzado sobre 
ellos como un ariete rompedor. 
Pero no tuve ese instante. La furgoneta nos golpeó de lleno y mi cuerpo voló sobre el asfalto, cayendo 
por la cuneta de la autopista mientras el Porsche salía despedido por los aires delante de mí. 
Vi a Gabrielle saltando por la portezuela antes de que el coche tocara el suelo, y los dos rodamos por 
la pendiente cubierta de hierba mientras el coche quedaba volcado y estallaba con un rugido 
ensordecedor. 
—¡Louis! —exclamé. Avancé hacia las llamas. Habría penetrado en ellas para rescatarle, pero el 
cristal del parabrisas trasero saltó en pedazos y le vi aparecer por él. Alcanzó el terraplén, al tiempo que 
yo llegaba hasta él. Con la capa, apagué sus ropas humeantes mientras que Gabrielle se arrancaba de 
encima la chaqueta para imitarme. 
La furgoneta se había detenido en el arcén de la autopista, encima de nosotros. Los vampiros que la 
ocupaban empezaban a saltar el pretil como grandes insectos blancos, aterrizando de pie en la 
pendiente. 
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Me apresté a hacerles frente. 
Pero, de nuevo, cuando el primero de ellos se deslizó hacia nosotros con la guadaña preparada, se 
escuchó aquel horripilante grito sobrenatural y se produjo la cegadora combustión. El rostro de la criatura 
se hizo una máscara negra en un estallido de llamas anaranjadas, y su cuerpo se convulsionó en una 
danza horrenda. 
Los demás vampiros dieron media vuelta y echaron a correr bajo la autopista. 
Quise ir tras ellos, pero Gabrielle me sujetó entre sus brazos y me lo impidió. Su fuerza me encolerizó 
y me sorprendió. 
—¡Quieto, maldita sea! —exclamó—. ¡Louis, ayúdame! 
—¡Suéltame! —repliqué, furioso—. Quiero a uno de ellos, sólo a uno. ¡Atraparé al más retrasado del 
grupo! 
Pero ella no me soltaba y no estaba dispuesto a pelearme con ella, y Louis se le había sumado en su 
ardiente y desesperada petición. 
—¡Está bien! —asentí al fin, cediendo a regañadientes. Además, ya era demasiado tarde. El quemado 
había expirado entre el humo y las llamas chisporroteantes, y los otros habían desaparecido en la 
oscuridad y el silencio sin dejar el menor rastro. 
A nuestro alrededor, la noche se había quedado repentinamente vacía, salvo el tronar del tráfico en la 
autopista, encima de nosotros. Y allí estábamos los tres, juntos, bajo el espeluznante resplandor del 
coche ardiendo. 
Louis se limpió el hollín de la frente con gesto cansado; llevaba manchada la almidonada pechera de 
la camisa y su larga capa de terciopelo estaba quemada y rasgada. 
Y allí estaba Gabrielle, con el mismo aspecto extraviado de siempre; era aquel mismo muchacho sucio 
de polvo y harapiento, con la raída indumentaria de safari caqui y el flexible sombrero de fieltro marrón 
ladeado sobre su deliciosa cabeza. 
Entre la cacofonía de ruidos de la ciudad, escuchamos el leve ulular de las sirenas acercándose. 
Sin embargo, los tres permanecimos inmóviles, esperando, mirándonos unos a otros. Y supe que 
todos estábamos buscando a Marius. Sin duda, era Marius. Tenía que serlo. Y estaba de nuestro lado, no 
contra nosotros. Y ahora nos respondería. 
Pronuncié lentamente su nombre en voz alta. Miré hacia la zona en sombras bajo la autopista y hacia 
el ejército interminable de casitas que poblaba las colinas próximas. 
Pero lo único que pude oír fue el sonido cada vez más fuerte de las sirenas y el murmullo de voces 
humanas cuando los mortales empezaron la larga ascensión desde el paseo inferior. 
Vi miedo en el rostro de Gabrielle. Le tendí la mano, di un paso para acercarme a ella a pesar de toda 
aquella horrible confusión mientras los mortales se acercaban cada vez más y los vehículos se detenían 
en la autopista. 
Su brazo fue inesperado, cálido. Pero enseguida me hizo un gesto para que me diera prisa. 
—¡Estamos en peligro! Todos nosotros —cuchicheó—. En un peligro terrible. ¡Vamos! 
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Eran las cinco de la madrugada y estaba completamente a solas ante la cristalera del rancho de 
Carmel Valley. Gabrielle y Louis habían partido juntos a las colinas para buscar sus respectivos lugares 
de descanso. 
Una llamada telefónica me había informado de que mis músicos mortales estaban a salvo en el nuevo 
escondite de Sonoma, celebrando una desaforada fiesta tras verjas y cercas electrificadas. En cuanto a la 
policía y la prensa, con sus inevitables preguntas, tendrían que esperar. 
Y allí estaba ahora, esperando las primeras luces de la mañana, como siempre había hecho, 
preguntándome por qué Marius no se había mostrado, por qué nos había salvado para desvanecerse de 
inmediato, sin una palabra. 
—Supón que no ha sido Marius —había dicho más tarde Gabrielle, paseando nerviosamente por la 
sala—. Te aseguro que he notado una abrumadora sensación de amenaza. He percibido peligro para 
nosotros, y no sólo para esas criaturas. Lo he percibido a la salida del auditorio, cuando salíamos con el 
coche. He vuelto a notarlo cuando estábamos junto al coche en llamas. Había algo allí. Y no era Marius, 
estoy convencida... 
—Había algo casi bárbaro en ello —había añadido Louis—. Casi, aunque no del todo... 
—Sí, casi salvaje —había insistido ella, dirigiéndole una mirada de asentimiento—. Y, aunque fuera 
Marius, ¿qué te hace pensar que no te ha salvado para poder servirse mejor su venganza particular? 
—No —había respondido yo con una ligera risa—. Marius no quiere venganza, o, de lo contrario, ya la 
habría llevado a cabo. De eso estoy seguro. 
Pero yo me había sentido demasiado emocionado sólo de contemplarla, de ver una vez más sus 
andares, sus gestos. Y, ¡ah!, la indumentaria de safari deshilachada. Después de doscientos años, 
seguía siendo la misma exploradora intrépida. Al tomar asiento, lo había hecho a horcajadas, apoyando 
el mentón sobre las manos y éstas en el respaldo de la silla. 
Teníamos tanto que hablar, tanto que decirnos, que me sentía demasiado feliz para tener miedo. 
Además, sentir miedo en este momento era demasiado terrible, pues ahora sabía que había cometido 
otro grave error de cálculo. Me había dado cuenta de ello por primera vez al incendiarse el Porsche 
cuando Louis todavía estaba en el interior. Aquella guerra privada mía ponía en peligro a todos los que 
amaba. Qué estúpido había sido al pensar que atraería el rencor únicamente sobre mí. 
Teníamos que hablar las cosas. Teníamos que ser astutos. Teníamos que ser muy cautos. 
Pero, de momento, estábamos a salvo. Así se lo había dicho a Gabrielle, tranquilizándola. Ni ella ni 
Louis percibían la sensación de amenaza en aquel lugar; no nos había seguido al valle. Y yo no la había 
notado en ningún momento. Y nuestros jóvenes y estúpidos enemigos inmortales se habían dispersado 
creyendo que poseíamos el poder para incinerarles a voluntad. 
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—Mil veces, ¿sabes?, mil veces había imaginado nuestro reencuentro —había dicho Gabrielle—. Pero 
nunca pensé que sería así. 
—¡A mí me parece que ha sido espléndido! —había respondido yo—. Y no supongas ni por un 
momento que no habría sido capaz de solucionar todo eso. Ya estaba a punto de estrangular al de la 
guadaña y arrojarle por encima del auditorio. Y vi acercarse al otro. Le habría partido por la mitad. Te 
aseguro de que una de las cosas más frustrantes de todo este asunto es no haber tenido la ocasión de... 
—¡Ah, monsieur, eres un verdadero demonio! ¡Eres imposible! —había exclamado Gabrielle al 
escucharme—. Eres..., ¿cómo te llamó Marius...? ¡Eres el ser más detestable! Estoy plenamente de 
acuerdo. 
Me reí, complacido. Qué dulce halago. Y qué encantador su francés anticuado. 
Y Louis se había mostrado muy prendado de ella, sentado en las sombras observándola, reticente, 
perdido en sus cavilaciones. Louis volvía a lucir ropas inmaculadamente limpias, como si tuviera a su 
disposición toda su indumentaria, y su aspecto era el mismo que si acabáramos de salir del último acto 
de La Traviata para pasear un poco y ver a los mortales bebiendo champán en las mesas de mármol de 
los cafés mientras los carruajes elegantes pasaban con su estruendo. 
Me invadió la sensación de la nueva asamblea formada, de una espléndida energía, de la negación de 
la realidad humana, de nosotros tres contra cualquier tribu, contra cualquier mundo. Y una profunda 
sensación de seguridad, de impulso incontenible..., ¿cómo explicárselo a ellos dos? 
—Deja de preocuparte, madre —le había dicho yo finalmente, esperando clarificarlo todo, crear un 
momento de pura ecuanimidad—. No tiene objeto. Un ser lo bastante poderoso para hacer arder a sus 
enemigos puede encontrarnos en el momento en que lo desee. Puede hacer exactamente lo que le 
parezca. 
—¿Y por ese motivo he de dejar de preocuparme? —había replicado ella. Y yo había visto a Louis 
sacudiendo la cabeza. 
—Yo no tengo vuestros poderes —había intervenido a continuación, modestamente—, pero también 
he captado esa sensación. Y os aseguro que era extraña, absolutamente ajena a la civilización, a falta de 
un término mejor. 
—¡Ah!, has vuelto a dar en la diana —había exclamado Gabrielle—. Resultaba completamente 
extraña. Como si procediera de un ser muy remoto... 
—Y tu Marius es demasiado civilizado —había insistido Louis—, demasiado cargado de filosofía. Por 
eso sabes que no busca venganza. 
—¿Extraña? ¿Ajena a la civilización? —había replicado yo pasando la mirada de uno a otro—. ¿Por 
qué no he percibido yo esa amenaza? 
—Mon Dieu, podría ser cualquier cosa —había declarado Gabrielle, finalmente—. Esa música tuya 
podría despertar a los muertos. 
467
Había meditado sobre el enigmático mensaje de la noche anterior: ¡Lestat! ¡Peligro! Pero el amanecer 
estaba ya demasiado cerca para preocuparles con aquello. Además, tampoco explicaba nada. Era sólo 
una pieza más del rompecabezas; un fragmento que, tal vez, no encajaba allí en absoluto. 
Y ahora, los dos se habían marchado juntos y yo estaba a solas ante las cristaleras contemplando el 
fulgor de la luz que se hacía cada vez más intenso sobre las montañas de Santa Lucía. 
«¿Dónde estas, Marius? ¿Por qué no te muestras de una vez?» pensé. Al fin y al cabo, todo lo que 
había dicho Gabrielle podía ser verdad. «¿Es una estratagema tuya?» 
Pero, ¿no era acaso una estratagema mía la de no invocarle de verdad? Me refiero a alzar con toda 
su potencia mi voz secreta como él me había dicho, dos siglos atrás, que podría hacer. 
A través de todas mis dificultades, no llamarle se había convertido en una cuestión de orgullo para mí, 
pero, ¿qué importaba ya eso? 
Tal vez era la llamada lo que me exigía Marius. Tal vez era lo que requería de mí. Y la añeja amargura 
y la terquedad habían desaparecido. ¿Por qué no hacer aquel esfuerzo, al menos? 
Y, cerrando los ojos, hice lo que había repetido desde aquellas noches dieciochescas en que había 
gritado su nombre por las calles de Roma y El Cairo. En silencio, le llamé. Y noté el grito sin voz 
surgiendo de mí y viajando al olvido. Casi pude percibir cómo atravesaba el mundo de dimensiones 
visibles, cómo se hacía más y más débil, cómo se consumía. 
Y entonces vi de nuevo, durante una fracción de segundo, el mismo lugar remoto e irreconocible que 
había entrevisto la noche anterior. Nieve, nieve inacabable y un edificio de piedra, con las ventanas 
cubiertas de hielo. Y, en un promontorio elevado, un curioso aparato moderno, un gran plato metálico gris 
girando sobre un eje para captar las ondas invisibles que cruzan los cielos terrestres. 
¡Una antena de televisión! ¡Eso era el objeto! Una antena alzándose de aquel desierto helado hacia el 
satélite. Y el cristal roto del suelo era la pantalla de un televisor. Lo vi. El banco de piedra... Una pantalla 
de televisor hecha añicos. Ruido. 
Desvaneciéndose. 
¡MARIUS! 
Peligro, Lestat. Todos nosotros en peligro. Ella ha... No puedo... Hielo. Enterrado en el hielo. Destellos 
de fragmentos de cristal en un suelo de piedra, el banco vacío, el estruendo y la vibración de El Vampiro 
Lestat sonando en los altavoces... Ella ha... ¡Ayúdame, Lestat! Todos nosotros... Peligro. Ella ha... 
Silencio. La conexión, rota. 
¡MARIUS! 
Algo más, pero demasiado débil. ¡Pese a toda su intensidad, simplemente demasiado débil! 
¡MARIUS! 
Me encontraba apoyado contra el ventanal, con la mirada fija en la luz matinal cada vez más intensa; 
los ojos me lloraban y las yemas de los dedos casi me ardían al contacto con el cristal caliente. 
Respóndeme: ¿es Akasha? ¿Estás diciéndome que es Akasha, que se trata de ella? ¿Que ha sido 
ella quien...? 
468
Pero el Sol asomaba ya sobre las montañas. Los rayos letales se derramaban por las laderas 
avanzando hacia el fondo del valle. 
Salí corriendo de la casa y crucé los campos en dirección a las colinas, escudándome los ojos del sol 
con los brazos. 
En cuestión de segundos, alcancé mi oculta cripta subterránea, retiré la losa y descendí los angostos 
peldaños toscamente tallados. Una vuelta más, y luego otra, y de nuevo estuve en la fría y segura 
oscuridad, envuelto en el aroma de la tierra. Me tendí en el suelo de barro de la pequeña cámara con el 
corazón desbocado y temblando de pies a cabeza. ¡Akasha! Esa música tuya puede despertar a los 
muertos. ¡Un televisor en el santuario! ¡Naturalmente! Marius les había instalado el aparato, y la conexión 
directa con el satélite. ¡Habían visto los video-clips! ¡Lo supe! ¡Lo supe con la misma certidumbre que si 
Marius lo hubiera dicho con su propia voz! Había llevado la televisión a la cámara de Los Que Deben Ser 
Guardados, igual que les había llevado el proyector de películas años y años atrás. 
Y ella había despertado, se había levantado. Esa música tuya puede despertar a los muertos. Había 
vuelto a conseguirlo. 
¡Ah!, si pudiera mantener los ojos abiertos, seguir pensando siquiera..., si no estuviera levantándose el 
sol... 
Ella había estado allí, en San Francisco, había estado así de cerca de nosotros, haciendo arder a 
nuestros enemigos. Extraña, absolutamente extraña, sí. 
Pero ajena a la civilización, no. Salvaje no. Ella no era tal cosa. Mi diosa acababa sólo de re- 
despertar, de alzarse como una esplendorosa mariposa surgiendo de la crisálida. ¿Qué era el mundo 
para ella? ¿Cómo había llegado hasta nosotros? ¿Cuál era el estado de su mente? Peligro para todos 
nosotros. ¡No acepté tal cosa! Ella había matado a nuestros enemigos. Había acudido a nosotros. 
Pero no pude seguir resistiéndome a la somnolencia y a la pesadez. La pura sensación estaba 
sofocando cualquier asombro o excitación. Mi cuerpo fue quedando fláccido e impotentemente quieto 
contra la tierra. 
Y entonces sentí una mano cerrándose súbitamente sobre la mía. 
Una mano fría como el mármol, e igual de dura. 
Mis ojos se abrieron de par en par en la oscuridad. La mano aumentó su presión. Una gran mata de 
cabello sedoso me rozó el rostro. Un brazo helado me cruzó el pecho. 
¡Oh, por favor, querida mía, hermosa mía por favor! Deseé decirlo, pero los ojos se me cerraban de 
nuevo. Mis labios no se movían. Estaba perdiendo la conciencia. Fuera, el sol había salido. 
469

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