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sábado, 23 de noviembre de 2013

CRONICAS VAMPIRICAS 2 - PARTE 1 - LESTAT EL VAMPIRO

LESTAT EL VAMPIRO
CRONICAS VAMPÍRICAS 2
Anne Rice


Sábado noche en la ciudad
1984
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Soy el vampiro Lestat. Soy inmortal. Más o menos. La luz del sol, el calor prolongado de un
fuego intenso... tales cosas podrían acabar conmigo. Pero también podrían no hacerlo.
Mido un metro ochenta, una estatura que resultaba bastante impresionante hacia 1780,
cuando yo era un joven mortal. Ahora no está mal. Tengo el cabello rubio y tupido, largo hasta casi los
hombros y bastante rizado, que parece blanco bajo una luz fluorescente. Mis ojos son grises pero
absorben con facilidad los tonos azules o violáceos de la piel que los rodea. También tengo una nariz fina
y bastante corta, y una boca bien formada, aunque resulta demasiado grande para el resto del rostro.
Una boca que puede parecer muy mezquina, o extremadamente generosa, pero siempre sensual. Mis
emociones y estados de ánimo se reflejan siempre en mi expresión. Mi rostro está continuamente
animado.
Mi condición de vampiro se pone de relieve en la piel, extremadamente blanca y que refleja
excesivamente la luz: ello me obliga a maquillarme para aparecer ante cualquier tipo de cámara.
Cuando estoy sediento de sangre, mi aspecto produce verdadero horror: la piel contraída, las venas
como sogas sobre los contornos de mis huesos... Pero ya no permito que tal cosa suceda, y el único
indicio firme de que no soy humano son las uñas de mis dedos. A todos los vampiros nos sucede lo
mismo: nuestras uñas parecen de cristal. Y hay gente que se fija sólo en eso aunque no advierta nada
más.
Ahora soy lo que en Norteamérica llaman una superestrella del rock. He vendido cuatro millones de
copias de mi primer álbum y voy camino de San Francisco para dar el primer concierto de una gira
nacional que me llevará de costa a costa con mi grupo. MTV, el canal por cable de música rock, lleva dos
semanas pasando mis video-clips día y noche. También los pasan en el «Top of the Pops» inglés y en el
continente, así como en algunas partes de Asia además de en el Japón. Las cintas que recogen la serie
completa de video-clips se están vendiendo por todo el mundo.
También soy autor de una autobiografía que se publicó la semana pasada.
Respecto a mi inglés, idioma que utilizo en la autobiografía, lo empecé a aprender de boca de los
marineros que conducían las barcazas por el Mississippi hasta Nueva Orleans, doscientos años atrás.
Después, aumenté mis conocimientos con las obras de los escritores anglosajones, desde Shakespeare
a Mark Twain y Rider Haggard, a quienes leí con el transcurso de las décadas. El último aporte lo recibí
de los relatos policíacos de la revista Black Mask, a principios del siglo XX.
Eso fue en Nueva Orleans, en 1929.
Cuando escribo, tiendo a emplear un vocabulario que me habría resultado natural en el siglo XVIII, a
utilizar frases en el estilo de los autores que he leído. Cuando hablo, en cambio, a pesar de mi acento
francés, parezco una mezcla entre marinero fluvial y el detective Sam Spade. Por lo tanto, espero que no
me lo tengáis en cuenta si a veces mi estilo resulta contradictorio. Si, de vez en cuando, hago añicos la
atmósfera de alguna escena dieciochesca.
Desperté en el siglo XX el año pasado.
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Dos cosas fueron las que me hicieron volver a la actividad.
En primer lugar, la información que me estaba llegando a través de las voces amplificadas que habían
empezado a llenar el aire con sus cacofonías por la misma época en que me había retirado a dormir.
Me refiero, por supuesto, a las voces de las radios y de los fonógrafos y, más adelante, de los
aparatos de televisión. Oía las radios de los coches que pasaban por las calles del viejo Garden District,
cerca de donde yo yacía, y me llegaba el sonido de los fonógrafos y televisores de las casas que
rodeaban mi morada.
Veréis: cuando un vampiro deja de beber sangre y se limita a reposar en la tierra —es decir, en
nuestra jerga, cuando «se entierra»—, pronto queda demasiado débil para resucitarse a sí mismo, y entra
en un estado de sopor.
En ese estado, fui absorbiendo las voces lentamente, envueltas en mis propias imágenes mentales,
como les sucede a los mortales cuando sueñan. Sin embargo, en algún momento de los últimos
cincuenta y cinco años empecé a «recordar» lo que estaba oyendo, a seguir los programas de
esparcimiento, a escuchar los boletines de noticias, las letras y los ritmos de las canciones populares.
Y, muy lentamente, empecé a entender el calibre de los cambios que había experimentado el mundo.
Comencé a prestar atención a ciertos tipos concretos de información sobre guerras o nuevos intentos, a
ciertos nuevos modos de hablar.
A continuación, fui despertándome a un estado de vigilia. Me di cuenta de que ya no estaba soñando.
Estaba pensando en lo que oía. Estaba perfectamente despierto. Me hallaba sepultado bajo tierra y me
sentía sediento de sangre viva. Medité sobre que tal vez estaban ya curadas todas las viejas heridas que
yo había recibido. Quizá me habían vuelto las fuerzas. Quizás incluso habían aumentado, como sin duda
habría sucedido, con el paso del tiempo, de no haber sido herido. Deseé averiguarlo.
Comencé a obsesionarme con la idea de beber sangre humana.
La segunda cosa que me hizo volver a la actividad —el motivo decisivo, en realidad— fue la repentina
presencia, cerca de mi lugar de reposo, de un grupo de jóvenes cantantes de rock que se hacían llamar
La Noche Libre de Satán.
Los jóvenes se instalaron en una casa de Sixth Street —a menos de una manzana de donde yo
dormitaba bajo mi casa de Prytania, cerca del cementerio Lafayette— y empezaron a ensayar sus piezas
de rock en el desván en algún momento de 1984.
Yo escuchaba el fragor de sus guitarras eléctricas, el frenesí de sus voces. Eran canciones tan
buenas como las que oía por las emisoras de radio o los equipos estéreos, y más melodiosas que la
mayoría. Pese a la contundencia de la batería, su música tenía algo de romántica. El piano eléctrico
sonaba como un clavicordio.
Capté imágenes de los pensamientos de los músicos y así supe qué aspecto tenían, qué veían
cuando se miraban entre ellos o ante un espejo. Eran unos jóvenes mortales esbeltos, nervudos y, en
conjunto, encantadores; dos chicos y una chica, seductoramente andróginos y hasta un poco salvajes en
sus movimientos y en su indumentaria.
Cuando se ponían a tocar, su música sofocaba todas las demás voces amplificadas a mi alrededor.
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Sin embargo, eso, para mí, no resultaba ningún problema.
Tuve ganas de levantarme y de unirme a aquel grupo de rock llamado La Noche Libre de Satán. Sentí
deseos de cantar y de bailar.
Pero no puedo decir que, en un primer momento, esos deseos tuvieran mucho de pensamiento
elaborado. Me guiaba, más bien, un impulso irrefrenable, lo bastante poderoso como para hacerme salir
de las entrañas de la tierra.
Me sentía fascinado por el mundo de la música rock, por cómo sus cantantes podían gritar sobre el
bien y el mal, proclamarse ángeles o demonios, entre las ovaciones y el entusiasmo de los mortales. A
veces, parecían la personificación de la locura. Y, sin embargo, la complejidad de sus actuaciones
resultaba tecnológicamente deslumbrante. Era un espectáculo bárbaro y cerebral como no creo que el
mundo haya visto nunca en el pasado.
Por supuesto, todo aquel delirio era metafórico. Ninguno de aquellos cantantes creía en ángeles o
demonios, por muy bien que interpretaran sus papeles. Y también los actores de la antigua Commedia
italiana habían parecido igual de osados, de inventivos, de escandalosos.
Sin embargo, había en ellos algo totalmente nuevo: los extremos a que llevaban la actuación, la
brutalidad y el desafío que expresaban..., y el modo en que eran aceptados por el mundo, desde el más
rico al más pobre.
También había algo de vampirismo en la música rock. Debía sonarle sobrenatural incluso a quienes
no creían en lo sobrenatural. Me refiero a cómo la electricidad podía sostener indefinidamente una nota, a
cómo se podía superponer una armonía tras otra hasta que uno se sentía disolver en el sonido. ¡Qué
profunda sensación de temor reverencial despertaba aquella música! El mundo no la había
experimentado nunca de la misma forma hasta entonces.
Sí, quise acercarme más a ella. Quise hacerla. Tal vez llevar a la fama a aquel grupito desconocido.
La Noche Libre de Satán. Estaba dispuesto a volver a la vida.
Me llevó alrededor de una semana hacerlo. Me alimenté con la sangre fresca de los animalillos que
viven bajo tierra, cuando podía capturarlos. Después, empecé a excavar con las manos hacia la
superficie, donde pude recurrir a las ratas. Después, no me costó mucho cazar algunos felinos, hasta
llegar, finalmente, a la inevitable primera víctima humana, aunque tuve que esperar mucho para encontrar
el tipo concreto de individuo que buscaba: un hombre que hubiera matado a otros mortales y no sintiera
remordimientos de ello.
Por fin, caminando muy pegado a la verja, se acercó alguien así, un joven de barba entrecana que
había matado a otro en cierto lugar muy lejano, al otro lado del mundo. Un auténtico homicida, sin la
menor duda. ¡Y, ah, ese primer sabor a lucha humana y a sangre humana!
Robar ropas de las casas próximas y recuperar parte del oro y las joyas que había escondido en el
cementerio Lafayette no me representó ningún problema.
Naturalmente, de vez en cuando tenía un sobresalto. El hedor de gasolina y a productos químicos me
ponía enfermo. El zumbido de los aparatos de aire acondicionado y el ruido de los aviones al pasar sobre
mi cabeza me producían dolor de oídos.
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Con todo, a la tercera noche de haber reaparecido, ya circulaba rugiendo por Nueva Orleans en una
gran motocicleta Harley-Davidson de color negro, haciendo un ruido ensordecedor. Buscaba más
homicidas de los que alimentarme. Llevaba unas espléndidas ropas de cuero negro que había quitado a
mis víctimas y, en el bolsillo, un pequeño walkman Sony estéreo cuyos minúsculos auriculares hacían
sonar dentro de mi cabeza el Arte de la Fuga, de Bach, mientras daba gas por las avenidas.
Volvía a ser el vampiro Lestat. Estaba de nuevo en acción. Nueva Orleans volvía a ser mi territorio de
caza.
En cuanto a mis fuerzas, se habían triplicado respecto a lo que eran antes. De un salto, podía
alcanzar el tejado de una casa de cuatro pisos desde la calle. Podía arrancar rejas de las ventanas y
doblar por la mitad una moneda. Si quería, podía escuchar las voces y los pensamientos humanos a
manzanas de distancia.
Al final de la primera semana, contraté en un rascacielos de acero y cristal del centro de la ciudad a
una bella abogada que me ayudó a conseguir un certificado legal de nacimiento, una cartilla de la
Seguridad Social y un permiso de conducir. Buena parte de mis viejas riquezas estaban ya camino de
Nueva Orleans desde unas cuentas numeradas del inmortal Banco de Inglaterra y de la Banca
Rothschild.
Pero lo más importante de todo era que yo me encontraba muy concentrado en hacer
comprobaciones. Y constaté que cuanto me habían contado las voces amplificadas acerca del siglo XX
era verdad.
He aquí lo que descubrí mientras deambulaba por las calles de Nueva Orleans en 1984:
El sombrío y aterrador mundo industrial, del que hacía tanto tiempo me había retirado a mi largo
sueño, se había consumido por fin, y la vieja conformidad y pacata pudibundez burguesa habían perdido
su dominio de la mentalidad norteamericana.
La gente volvía a ser atrevida y erótica como en los viejos tiempos, antes de las grandes revoluciones
de la clase media de fines del siglo XVIII. Incluso su aspecto recordaba al de esos tiempos.
Los hombres ya no lucían el uniforme a lo Sam Spade —traje y sombreros grises, camisa y corbata—,
sino que, si lo deseaban, podían vestirse con sedas y terciopelos y colores chillones. Tampoco tenían ya
que cortarse el cabello como legionarios romanos; cada uno lo llevaba a la medida que quería.
Y las mujeres... ¡ah!, daba gloria ver a las mujeres, desnudas bajo el calor primaveral como si
estuvieran en tiempo de los faraones egipcios, con reducidísimas faldas cortas o vestidos como túnicas, o
luciendo pantalones de hombre y camisetas ajustadas sobre sus cuerpos curvilíneos, a su elección. Se
maquillaban y lucían aderezos de oro o de plata aunque fuera para ir a la tienda de la esquina, o bien
aparecían sin adornos y con el rostro absolutamente limpio de cosméticos: no importaba. Se rizaban el
cabello como María Antonieta, o lo llevaban corto, o se dejaban melena y la llevaban suelta.
Quizá por primera vez en la historia, resultaban tan fuertes e interesantes como los hombres.
Y todo esto sucedía no sólo entre los ricos, que siempre han poseído un cierto carácter andrógino y
una cierta alegría de vivir que los revolucionarios de las clases medias llamaron, en el pasado,
decadencia, sino entre la gente normal del país.
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La antigua sensualidad aristocrática pertenecía ahora a todo el mundo. Estaba vinculada a las
promesas de la revolución de las clases medias y todos los individuos tenían derecho al amor, al lujo y a
las cosas elegantes.
Los grandes almacenes se habían convertido en palacios de embrujo casi oriental con sus
mercaderías expuestas entre moquetas de tonos suaves, música espectral y luz ámbar. En las
droguerías, abiertas las veinticuatro horas, las botellas de champú verdes y violetas brillaban como
piedras preciosas en las refulgentes estanterías de cristal. Las camareras acudían al trabajo en
automóviles de finas líneas tapizadas de cuero. Los trabajadores portuarios se daban un baño en la
piscina climatizada del jardín de su casa cuando volvían del trabajo. Las mujeres de la limpieza y los
fontaneros, al final de la jornada, vestían ropas de buena calidad y corte exquisito.
De hecho, la pobreza y la suciedad, habituales en las grandes ciudades de la Tierra desde tiempos
inmemoriales, habían desaparecido casi por completo.
No encontraba uno inmigrantes cayendo muertos de inanición en cualquier calleja. No había barrios
pobres superpoblados donde durmieran ocho o diez personas en una habitación. Nadie arrojaba los
desperdicios a las alcantarillas. El número de mendigos, tullidos, huérfanos y enfermos incurables se
había reducido hasta el punto de no apreciarse en absoluto su presencia por las calles inmaculadas de la
ciudad.
Hasta los borrachos y lunáticos que dormían en los bancos de los parques y en las estaciones de
autobuses comían carne con regularidad e incluso tenían radios que escuchar y llevaban ropas que
habían sido lavadas.
Pero esto era sólo en la superficie. Me quedé asombrado al comprobar otros cambios más profundos
provocados por aquel pasmoso sistema de vida.
Por ejemplo, algo completamente mágico había sucedido con las épocas.
Lo viejo ya no era sustituido rutinariamente por lo nuevo. Al contrario, el inglés que oía a mi alrededor
era el mismo que conocía del siglo XIX. Incluso la antigua jerga «no hay moros en la costa» o «mala
suerte» o «ahí está el asunto» seguía «funcionando». Al propio tiempo, otras frases novedosas y
fascinantes como «te han lavado el cerebro» o «es muy freudiano» estaban en labios de todos.
En el mundo artístico y del espectáculo, todos los siglos anteriores estaban siendo «reciclados». Los
músicos interpretaban por igual a Mozart que una música de jazz o de rock. La gente iba a ver
Shakespeare una noche, y una película francesa al día siguiente.
Uno podía comprar cintas de madrigales medievales en una enorme tienda iluminada con
fluorescentes y escucharlas en el equipo estéreo del coche mientras corría por la autopista a ciento
cincuenta por hora. En las librerías, la poesía del Renacimiento estaba a la venta junto a las novelas de
Dickens o de Ernest Hemingway. Los manuales de educación sexual coexistían en la misma estantería
con el Libro de los Muertos egipcio.
A veces, la riqueza y la pulcritud que me rodeaban se convertían en una especie de alucinación, y yo
me sentía como a punto de desmayarme.
En los escaparates de las tiendas, contemplaba estupefacto ordenadores y teléfonos de formas y
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colores tan puros como las conchas de moluscos más exóticas de la naturaleza. Limusinas plateadas de
enormes proporciones navegaban por las estrechas callejas del barrio francés como indestructibles
monstruos marinos. Deslumbrantes torres de oficinas desgarraban el cielo nocturno como obeliscos
egipcios al lado de los desvencijados edificios de ladrillo de la vieja Canal Street. Incontables programas
de televisión vertían su incesante flujo de imágenes en el aire acondicionado de las habitaciones de hotel.
Pero, en verdad, yo no estaba sufriendo una serie de alucinaciones. El siglo XX había heredado la
tierra en todos los sentidos de la expresión.
Y una parte no pequeña de este imprevisto milagro era la inocente curiosidad de las gentes en medio
de su libertad y de su prosperidad. El Dios cristiano estaba tan muerto como en el siglo XVIII, y ninguna
nueva religión mitológica había ocupado el lugar de la anterior.
Como contrapartida, hasta la gente más sencilla de esta época era impulsada por una vigorosa
moralidad secular, más fuerte que cualquier moral religiosa que yo hubiera conocido. Los intelectuales
marcaban la pauta, pero, por todo el país, personas muy corrientes y normales se preocupaban
apasionadamente de «la paz», «los hombres» y «el planeta», como impulsadas por un celo místico.
En este siglo se proponían eliminar el hambre. Y acabar a toda costa con la enfermedad. Discutían
con ardor sobre la ejecución de criminales condenados, sobre el aborto. Y combatían las amenazas de la
«contaminación ambiental» y del «holocausto nuclear» con la misma ferocidad con que siglos atrás la
había empleado el hombre contra la brujería y las herejías.
En cuanto a la sexualidad, ya no era un asunto envuelto en supersticiones y temores. El tema se
había despojado de sus últimas connotaciones religiosas. Por eso la gente se paseaba medio desnuda.
Por eso se besaban y se abrazaban por las calles. Ahora se hablaba de ética y de responsabilidad y de la
belleza del cuerpo. Había barreras muy efectivas para librarse de un embarazo o del contagio de
eventuales enfermedades venéreas.
¡Ah, el siglo XX! ¡Ah, las vueltas que da el mundo!
El futuro había sobrepasado mis sueños más descabellados. Había dejado como estúpidos a los
agoreros del pasado.
Medité mucho sobre esta moralidad secular libre de pecados, sobre este optimismo, sobre este
mundo brillantemente iluminado donde el valor de la vida humana era mayor de lo que había sido nunca.
En la amarillenta penumbra de luz eléctrica de una espaciosa habitación de hotel, me senté ante la
pantalla del televisor para ver una película de guerra, asombrosamente bien hecha, titulada Apocalypse
Now. Era una gran sinfonía de sonido y color que cantaba a la centenaria batalla del mundo occidental
contra el mal. «Debe hacerse amigo del horror y del terror moral», dice el comandante loco en la salvaje
jungla camboyana, a lo que el hombre occidental contesta lo que siempre ha respondido: «No».
No. El horror y el terror moral no pueden tener disculpa jamás. No tienen valor real. El mal en estado
puro no tiene cabida real.
Y eso significa que yo no tengo cabida, ¿verdad?
Excepto, quizás, en el arte que repudia el mal —los cómics de vampiros, las novelas de horror, los
viejos relatos fantásticos del Romanticismo— o en los cantos rugientes de los astros del rock que
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representan en el escenario las batallas contra el mal que cada mortal libra en su interior.
Aquella desconcertante irrelevancia para el desarrollo general de las cosas era suficiente para que un
monstruo surgido del pasado volviera al seno de la tierra, para hacerle enterrarse y llorar. O para hacerle
convertirse en un cantante de rock. Bien pensado...
Me pregunté dónde estarían los demás monstruos del pasado. ¿Cómo existirían otros vampiros en un
mundo donde cada muerte quedaba registrada en gigantescos ordenadores electrónicos, y donde los
cuerpos eran conducidos a criptas refrigeradas? Probablemente, se esconderían en las sombras como
repugnantes insectos, como siempre habían hecho, por mucho que filosofaran y celebraran reuniones.
Muy bien: cuando yo alzara la voz junto a mi grupito de rock, La Noche Libre de Satán, tardaría muy
poco en hacerles salir a todos a la superficie.
Continué mi educación en el mundo moderno. Conversé con mortales en estaciones de autobús y
gasolineras y en elegantes locales de copas. Leí libros. Me atavié con brillantes ropas de ensueño en las
tiendas elegantes. Llevaba camisas blancas de cuello de cisne y chaquetas de safari de color caqui
tostado, o lujosas americanas de terciopelo gris con bufanda de cachemira. Me oscurecía el rostro con
maquillaje para poder pasar bajo las luces de los supermercados abiertos noche y día, los locales de
hamburguesas, las callejas carnavaleras donde se sucedían los clubes nocturnos.
Estaba aprendiendo. Estaba entusiasmado.
Y el único problema que tenía era que escaseaban los asesinos de quienes alimentarse. En este
mundo reluciente de inocencia y abundancia, de gentileza y jovialidad y estómagos llenos, los ladrones
rebanapescuezos del pasado y sus peligrosos escondrijos portuarios habían casi desaparecido.
Así, pues, tuve que esforzarme para conseguir una vida. Sin embargo, siempre he sido un cazador y
me gustaban los tenebrosos salones de billar, llenos de humo y con una única luz bañando el tapete
verde rodeado de ex presidiarios tatuados, tanto como los brillantes clubes nocturnos forrados de satén
de los grandes hoteles de cemento. Y cada vez aprendía más cosas de mis presas: los traficantes de
drogas, los proxenetas, los asesinos que se juntaban a las pandillas de motoristas.
Y estaba más resuelto que nunca a no beber sangre inocente.
Por fin, llegó el momento de visitar a mis vecinos, el grupo de rock La Noche Libre de Satán.
A las seis y media de una tarde de sábado cálida y húmeda, llamé al timbre del cuarto de ensayo del
desván. Los hermosos jóvenes estaban echados en el suelo con sus camisas de seda irisadas y sus
pantalones de lona ajustados, fumando un poco de marihuana y quejándose de su cochina mala suerte
para conseguir «bolos» en el sur.
Parecían unos ángeles bíblicos, con su cabello largo, limpio y desgreñado, y sus movimientos felinos;
sus aderezos eran egipcios. Y se maquillaban la cara y los ojos incluso para ensayar.
Me sentí abrumado de excitación y de amor con sólo mirar a aquel trío, Alex y Larry y la apetitosa
Dama Dura.
Y en un espeluznante momento en que el mundo pareció quedarse quieto bajo mis pies, les revelé
quién era. La palabra «vampiro» no les resultó nada nuevo. En la galaxia donde aquellos jóvenes
brillaban, un millar de cantantes habían lucido ya el disfraz teatral de la capa negra y los colmillos.
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Pese a todo, revelar aquella verdad prohibida a los mortales me hizo sentir muy extraño. En
doscientos años, jamás se la había revelado a nadie que no estuviera ya marcado para convertirse en
uno de nosotros. Ni siquiera se lo había confiado nunca a mis víctimas antes de que cerrasen los ojos.
Y ahora, en cambio, se lo dije clara y abiertamente a aquellas hermosas criaturas. Les dije que quería
cantar con ellos y que, si confiaban en mí, terminarían ricos y famosos. Que yo les sacaría de aquel
desván y les conduciría al gran mundo montados en una ola de ambición sobrenatural y despiadada.
Sus ojos se empañaron mientras me miraban, y la pequeña estancia del siglo XX, de estuco y tablero,
se llenó de risas y de entusiasmo.
Me armé de paciencia con ellos. ¿Por qué no iba a hacerlo? Yo sabía que era un demonio y que podía
imitar casi todos los sonidos y movimientos humanos, pero, ¿cómo podía hacérselo entender? Me
coloqué ante el piano eléctrico y empecé a tocar y a cantar.
Al principio imité las canciones rock, y luego fui evocando viejas letras y melodías, canciones
francesas enterradas en lo más profundo de mi alma pero nunca abandonadas del todo, y las fundí con
unos ritmos brutales imaginando ante mí un pequeño teatro parisiense, abarrotado allí lejos en un tiempo
de hacía cientos de años. Un peligroso apasionamiento henchía mi ser, casi amenazando mi equilibrio.
Era peligroso que aquel sentimiento surgiera tan pronto. Pese a ello, continué cantando y golpeando las
bruñidas teclas blancas del piano eléctrico, y algo se me rasgó en el alma. No importaba que aquellas
tiernas criaturas mortales que me rodeaban no lo supieran nunca.
Me bastaba con que estuvieran exultantes, que les encantara aquella música espectral e inconexa,
que estuvieran gritando, que vieran un futuro de prosperidad; me bastaba con ver en ellos nacer y crecer
el ímpetu del que habían carecido hasta entonces. Conectaron las grabadoras y empezamos a tocar y a
cantar juntos, haciendo lo que llamaban una jam session. El desván se llenó del aroma de su sangre y de
nuestras atronadoras canciones.
A continuación, sin embargo, recibí una sorpresa como nunca había imaginado ni en mis sueños más
extraños, algo tan extraordinario como la propia revelación que hacía un rato había yo hecho a aquellas
criaturas. De hecho, resultó tan abrumadora que me habría podido impulsar a retirarme de su mundo y
volver a enterrarme.
No quiero decir con ello que habría vuelto a caer en el estado de sopor profundo, pero seguramente
me habría apartado de La Noche Libre de Satán y me habría pasado unos años vagando, aturdido y
tratando de recuperarme del golpe.
Lo que sucedió fue que los dos chicos —Alex, el delgado y nervudo batería de aspecto delicado, y su
rubio hermano, Larry, el más alto— reconocieron mi nombre cuando les revelé que era Lestat.
No sólo lo reconocieron, sino que lo relacionaron con toda una serie de informaciones acerca de mí
que habían leído en un libro.
De hecho, les pareció magnífico que no pretendiera ser un vampiro cualquiera. Ni, por supuesto, el
conde Drácula. Todo el mundo estaba harto del conde Drácula. Los jóvenes consideraron maravilloso
que me hiciera pasar por el vampiro Lestat.
—¿Cómo que «hacerme pasar»? —protesté, pero ellos se burlaron de mi exagerada teatralidad, de mi
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acento francés.
Les contemplé durante unos instantes y probé a sondear sus pensamientos. Por supuesto, no había
esperado que me creyeran un vampiro de verdad; pero que hubieran leído algo sobre un vampiro de
ficción con un nombre tan insólito como el mío..., ¿qué explicación tenía?
Noté que empezaba a perder la confianza en mí mismo. Y cuando pierdo la confianza, mis poderes se
resienten. El pequeño estudio de ensayo pareció empequeñecer, y los instrumentos, los cables y las
antenas tenían algo de insectos amenazadores.
—Enseñadme ese libro —dije entonces. Los chicos trajeron de la otra habitación una pequeña novela
en edición barata que se caía en pedazos. La encuadernación había desaparecido, la cubierta estaba
rota y el libro se mantenía junto gracias a una goma elástica.
Tuve una especie de escalofrío sobrenatural al contemplar la cubierta. Confesiones de un vampiro.
Trataba de un muchacho mortal que conseguía de uno de los no muertos que le contara su historia.
Con permiso de los jóvenes, pasé a la otra habitación, me eché en la cama y empecé a leer. Cuando
llevaba leída más de la mitad, cerré el libro y dejé la casa de los músicos. Me detuve de pie con el libro
bajo una farola de la calle, y allí permanecí hasta que lo hube terminado. Luego lo guardé con cuidado en
el bolsillo interior de la chaqueta.
No volví a presentarme ante el grupo hasta siete noches después.
Durante gran parte de ese tiempo continué deambulando, surcando la noche en mi moto Harley-
Davidson con las Variaciones Goldberg, de Bach, sonando a todo volumen. Y continué preguntándome:
«¿Qué quieres hacer ahora, Lestat?».
El resto del tiempo lo dediqué a estudiar con renovado interés. Leía los gruesos volúmenes de
historias y enciclopedias de la música rock, las crónicas de sus principales artistas. Escuchaba discos y
estudiaba en silencio cintas de vídeo de conciertos. Y, cuando la noche quedaba vacía y en calma, oía
las voces de Confesiones de un vampiro cantándome como si lo hicieran desde la tumba. Leí el libro una
y otra vez; y por fin, en un momento de furia y desdén, lo rompí en pedazos.
Finalmente, tomé una decisión.
Me reuní con mi joven abogada, Christine, en el despacho a oscuras del rascacielos de oficinas, sin
más luces que las del centro urbano para vernos. La muchacha tenía un aspecto encantador, recortada
contra la pared acristalada; tras ésta, los edificios en penumbra formaban un paisaje áspero en el que
ardía un millar de antorchas.
—Ya no basta con que mi pequeño grupo de rock tenga éxito —le dije—. Debemos crearnos una fama
que lleve mi voz y mi nombre a los más remotos rincones del mundo.
Con palabras inteligentes y pausadas, como suelen hacer los abogados, Christine me aconsejó que
no arriesgara mi fortuna. Sin embargo, cuando insistí con obsesiva confianza, aprecié cómo la iba
seduciendo, cómo se disolvía lentamente su sentido común.
—Para las filmaciones y vídeos, quiero los mejores directores franceses —le indiqué—. Debes traerlos
aquí de Nueva York y de Los Ángeles. Hay dinero de sobra para eso. Y, sin duda, aquí podrás encontrar
los estudios donde preparar nuestra obra. Sobre esos jóvenes productores de grabación que hacen las
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mezclas de sonido, también debes traer los mejores. No importa cuánto invirtamos en esta empresa. Lo
importante es que esté bien organizada y que hagamos el trabajo en secreto hasta el momento de la
presentación, cuando nuestros álbumes y filmaciones aparezcan al mismo tiempo que el libro que me
propongo escribir.
Finalmente, la cabeza de la abogada se llenó de sueños de riqueza y poder. Su estilográfica se
deslizaba rauda mientras tomaba notas.
¿Y cuáles eran mis sueños mientras seguía hablándole? Soñaba con una rebelión sin precedentes,
con un magno y aterrador desafío a los de mi especie en todo el mundo.
—Respecto a los vídeos —dije—, debes encontrar directores que lleven a cabo mis visiones. Los films
serán consecutivos y contarán la misma historia que el libro que quiero escribir. En cuanto a las
canciones, muchas de las cuales he compuesto ya, debes ocuparte de encontrar los mejores
instrumentos; sintetizadores, guitarras eléctricas, violines, sistemas de sonido de primera categoría. Más
tarde nos ocuparemos de otros detalles: el diseño de las indumentarias de vampiros, el modo de
presentación ante las emisoras de televisión de música rock, la organización de nuestro primer concierto
con público en San Francisco... Todo eso lo estudiaremos a su debido tiempo. Lo importante ahora es
que hagas las llamadas telefónicas precisas, que consigas la información que necesitas para empezar.
No volví a ver a los chicos de La Noche Libre de Satán hasta haber cerrado los acuerdos previos y
haber estampado las primeras firmas. Una vez fijadas las fechas y alquilados los estudios, formalizamos
los contratos definitivos.
A continuación, Christine me acompañó a adquirir una enorme limusina para mis queridos jóvenes
músicos, Larry y Alex y la Dama Dura. Teníamos una enorme cantidad de dinero y una serie de papelotes
que firmar.
Bajo los robles amodorrados de una tranquila calle de Garden District, llené de champán sus brillantes
copas de cristal.
—¡Por El Vampiro Lestat! —brindamos todos a la luz de la luna. Aquél iba a ser el nuevo nombre del
grupo; y también iba a ser el título del libro que me proponía escribir. La Dama Dura me echó al cuello
sus bracitos apetitosos y nos besamos con ternura entre las risas generales y los vapores del vino. ¡Ah, el
olor a sangre inocente!
Y cuando los músicos se hubieron marchado en el imponente vehículo tapizado en terciopelo, di un
paseo en solitario hacia St. Charles Avenue bajo la noche refrescante, pensando en el peligro que iban a
correr mis pequeños amigos mortales.
El peligro no provendría de mí, por supuesto. Pero cuando el largo período de secreto terminara, los
tres muchachos se encontrarían, sin comerlo ni beberlo, en el centro de la atención internacional, tras la
siniestra y osada figura de su líder y cantante. Muy bien, pensé: yo les rodearía de guardaespaldas y
moscones en todo momento y lugar. Les protegería de otros inmortales como mejor pudiera. Y si los
inmortales seguían comportándose como en los viejos tiempos, nunca se arriesgarían a un vulgar
enfrentamiento con un grupo de humanos mortales como aquél.
Mientras recorría la bulliciosa avenida, oculté mis ojos tras unas gafas de sol reflectantes. Monté en el
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desvencijado tranvía de St. Charles para llegar hasta el centro de la ciudad. Luego, abriéndome paso
entre los transeúntes de aquellas primeras horas de la noche, entré casualmente en una elegante librería
de dos plantas llamada De Ville Books y me detuve ante el pequeño ejemplar de bolsillo de Confesiones
de un vampiro que descubrí en una estantería.
Me pregunté cuántos de mi especie se habrían fijado en el libro. De momento, no importaban los
mortales, que lo consideraban una obra de ficción. ¿Cómo reaccionarían los otros vampiros? Porque, si
existe una ley que todos los vampiros consideran sagrada es no hablar nunca de nosotros a los mortales.
Uno no revela nunca sus «secretos» a un humano, a menos que pretenda trasmitir a éste el Don Oscuro
de nuestros poderes. Un inmortal no revela el nombre de sus congéneres, ni dónde puedan tener su
guarida.
Mi amado Louis, el narrador de Confesiones de un vampiro, se había saltado todas estas normas.
Había ido mucho más allá que yo con mi reducida revelación a los muchachos del conjunto: Él se lo
había contado a miles de lectores. Sólo le había faltado trazar un plano y marcar con un aspa el lugar
exacto de Nueva Orleans donde yo reposaba, aunque no quedaba claro hasta qué punto lo conocía de
verdad, ni cuáles eran sus intenciones.
Fuera como fuese, lo cierto era que otros vampiros lo perseguirían hasta atraparle por lo que había
hecho. Y había formas muy sencillas de destruir a un vampiro, sobre todo en estos tiempos. Si aún
seguía existiendo, Louis era ahora un proscrito y viviría bajo la permanente amenaza de nuestra propia
especie, más terrible de la que podría suponer jamás ningún mortal.
Aquél era un motivo más para mis deseos de que el libro y el grupo El Vampiro Lestat alcanzaran la
fama lo antes posible. Tenía que encontrar a Louis. Era preciso que hablara con él. En realidad, des pues
de leer su relato de cómo habían sucedido las cosas, ansiaba verle, anhelaba sus ilusiones románticas e
incluso su falta de honradez. Anhelaba incluso su caballerosa malicia y su presencia física, el sonido
engañosamente suave de su voz.
Por supuesto, algo tiraba de mí pidiéndome odiarle por las mentiras que decía de mí, pero el amor que
sentía por él era mucho más fuerte que la inclinación hacia ese odio. Louis había compartido conmigo los
años oscuros y románticos del siglo XIX, era mi compañero como no lo había sido ningún otro inmortal.
Y ansiaba escribir mi libro por él, no como respuesta a sus maliciosas Confesiones de un vampiro,
sino para narrar todo lo que yo había visto y aprendido antes de entrar en contacto con él, la historia que
no había tenido ocasión de contarle en el pasado.
Ahora, a mí tampoco me importaban las viejas normas.
Quería saltármelas todas. Y quería usar el conjunto musical y el libro para hacer aparecer no sólo a
Louis, sino también a todos los otros demonios que había conocido y amado a lo largo del tiempo. Quería
encontrar a los perdidos, despertar a quienes dormían como yo lo había hecho.
Antiguos y recién llegados, hermosos y perversos y locos y despiadados...: todos vendrían a por mí
cuando contemplaran los vídeos y escucharan los discos, cuando toparan con el libro en los escaparates
de las tiendas y supieran exactamente dónde encontrarme. Yo sería Lestat, la superestrella del rock. Sí,
que vinieran a San Francisco para mi primera actuación en público. Allí estaría.
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Pero había otra razón para mi aventura..., una razón todavía más peligrosa, más desquiciada y
placentera. Quería que los mortales supieran de nuestra existencia. Quería proclamarla al mundo igual
que la había revelado a Alex, Larry y la Dama Dura, y a mi dulce abogada, Christine.
Y no importaba que ellos no me creyeran. No importaba que pensaran que todo era un montaje. La
realidad era que, después de dos siglos de clandestinidad, yo aparecía abiertamente entre los mortales.
Pronunciaba mi nombre en voz alta, declaraba sin temor mi condición... ¡Existía!
También en esto, sin embargo, iba mucho más allá que Louis. Su historia, pese a sus peculiaridades,
había pasado por mera ficción. En el mundo mortal, su libro era tan inocuo como los decorados del viejo
Teatro de los Vampiros en el París donde los locos habían simulado ser actores interpretando papeles de
locos en un escenario remoto e iluminado a gas.
Yo saldría ante las cámaras bajo los focos como soles. Extendería las manos y tocaría con mis dedos
helados un millar de manos cálidas y deseosas de asirlos. Primero les aterrorizaría, si era posible, y
luego, si podía, les hechizaría y les convencería de la verdad.
Y suponed —suponedlo sólo— que cuando los cadáveres empezaran a aparecer en cantidades cada
vez mayores, que cuando los más próximos a mí empezaran a prestar atención a sus inevitables
sospechas... ¡imaginad que el montaje dejara de serlo y se hiciera real!
¿Qué sucedería si mi público se convencía, si comprendía realmente que este mundo todavía
albergaba al vampiro, aquel ser demoníaco surgido del pasado...? ¡Ah, qué grande y gloriosa guerra
libraríamos entonces!
Los vampiros seríamos conocidos; ¡y perseguidos y combatidos por el hombre en aquella brillante
selva urbana como ningún otro monstruo mítico lo había sido jamás!
¿Cómo podía no encantarme esa idea? ¿Cómo no iba a merecer la pena correr el mayor peligro, sufrir
la más total y atroz derrota? Incluso en el momento de la destrucción, me sentiría más vivo que nunca.
Pero, a decir verdad, no creía que llegáramos nunca a eso, a que los mortales creyeran en nosotros.
Los mortales nunca me han dado miedo.
La guerra que iba a desencadenarse era la otra, ésa en la que todos mis compañeros se me unirían...
o vendrían juntos a combatirme.
Ésa era la auténtica razón de que existiera el conjunto El Vampiro Lestat. Ése era el juego por el que
había apostado.
Pero esa otra posibilidad deliciosa de que se produjeran realmente la revelación y el desastre... ¡En
fin, eso le añadiría mucho interés al asunto!
Dejé atrás el deprimente erial de Canal Street y subí de nuevo la escalera hasta mis aposentos en el
anticuado hotel del barrio francés. Era un lugar tranquilo y adecuado para mí, con las estrechas callejas
de casitas de estilo español del Vieux Caire, que tan bien conocía, extendiéndose bajo las ventanas.
Puse en el aparato gigante de televisión la cinta de Muerte en Venecia, la hermosa película de
Visconti. En cierta escena, un actor decía que el mal era una necesidad. Que era alimento para el
espíritu.
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No lo creí, pero deseé que fuera cierto. Así podría ser simplemente Lestat, el monstruo, ¿no es cierto?
¡Y yo tenía siempre un gran talento para monstruo! ¡Ah, en fin...!
Puse un nuevo disquete en el ordenador portátil y empecé a escribir la historia de mi vida.
16
La educación juvenil
y las aventuras del Vampiro Lestat
17
Primera parte
La aparición de Lelio
18
1
l invierno en que cumplí veintiún años, salí a caballo en solitario para acabar con una manada
de lobos.
Esto sucedía en las tierras de mi padre, en la región francesa de Auvernia, durante las
últimas décadas que precedieron a la Revolución Francesa.
Era el peor invierno que yo recordaba, y los lobos se dedicaban a robar las ovejas de nuestros
campesinos e incluso merodeaban de noche por las calles del pueblo.
Aquéllos eran años amargos para mí. Mi padre era el marqués; y yo, su séptimo hijo y el menor de los
tres que habían sobrevivido hasta la edad adulta, no tenía derechos al título ni a las tierras y carecía de
perspectivas. Así habrían sido las cosas para un hijo menor aunque la mía hubiera sido una familia
acaudalada, pero todas nuestras riquezas se habían consumido mucho tiempo atrás. Augustin, mi
hermano mayor y heredero legítimo de cuanto poseíamos, había gastado la pequeña dote de su esposa
no bien se había casado.
El castillo de mi padre, sus posesiones y el pueblo cercano constituían todo mi universo. Y yo era
inquieto de nacimiento: era el soñador, el irritado, el protestón. No soportaba quedarme junto al fuego
charlando de viejas guerras y de los tiempos de El Rey Sol. La historia no significaba nada para mí.
Pero, en ese mundo sombrío y anticuado, me había convertido en el cazador y pescador. Yo traía el
faisán, el venado, y la trucha de los torrentes de montaña —todo lo que necesitábamos y se dejaba
cazar—, para alimentar a la familia. A esas alturas de mi existencia, la caza y la pesca se habían
convertido en mi vida y, al mismo tiempo, en unas actividades que yo no compartía con nadie más. Y era
una suerte que me dedicara a ellas, pues había años en que, sin las piezas que cobraba, nos habríamos
muerto literalmente de inanición.
Por supuesto, cazar y pescar en las tierras y ríos de los antepasados de uno eran ocupaciones de
nobles, y únicamente nosotros teníamos derecho a hacerlo. Ni el más rico de los burgueses podía alzar
su arma en mis bosques o probar suene en sus arroyos. Pero, en contrapartida, el burgués no necesitaba
ni empuñar un arma. Él tenía el dinero.
Dos veces en mi vida había intentado escapar de aquella existencia, y sólo había conseguido que me
devolvieran a ella con las alas rotas. Pero de eso ya hablaré más adelante.
Ahora recuerdo la nieve que cubría todas aquellas montañas, y los lobos que asustaban a los
campesinos y nos robaban las ovejas. Y pienso en el viejo dicho que corría por Francia aquellos días,
según el cual si uno vivía en Auvernia, no podía llegar nunca más allá de París.
Entended que, como yo era el amo y el único en la familia capaz todavía de montar a caballo y
disparar un arma, era lógico que los aldeanos acudieran a mí para quejarse de los lobos y pedirme que
los matara. Y era mi deber hacerlo.
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Tampoco sentía el menor temor a los lobos. En toda mi vida no había visto ni tenido noticia de que un
lobo atacara a un hombre y, por mí, los habría exterminado con veneno, pero la carne, sencillamente,
escaseaba demasiado, y la de los lobos me servía como cebo.
Así, pues, a primera hora de una mañana muy fría de enero, tomé las armas para matar a los lobos
uno por uno. Disponía de tres pistolas de chispa y de un excelente fusil del mismo tipo, y me llevé las
cuatro piezas junto con mis mosquetes y la espada de mi padre. Cuando ya me disponía a dejar el
castillo, añadí a este pequeño arsenal un par de armas antiguas a las que no había prestado atención
hasta aquel momento.
Nuestro castillo estaba lleno de viejas armaduras. Mis antepasados habían combatido en incontables
guerras feudales desde los tiempos de las Cruzadas, con san Luis, y, colgada en las paredes sobre los
chirriantes trajes de metal, había una gran cantidad de lanzas, hachas de guerra y mazas.
Esa mañana tomé conmigo dos de estas últimas, una especie de garrote con puntas metálicas y una
maza de estrella de buen tamaño, consistente en una bola de hierro unida a una cadena y a un mango,
que podía descargarse con inmensa fuerza contra un atacante.
Recordad que estamos en el siglo XVIII, la época en que los parisinos de peluca blanca caminaban de
puntillas con zapatillas de satén de tacón alto, tomaban rapé y se daban toquecitos en la nariz con
pañuelos de encaje.
Y, mientras, yo salía de caza con botas de cuero sin curtir y abrigo de piel de ante, con aquellas armas
antiguas atadas a la silla y mis dos mejores mastines a mi lado, con sus collares de puntas metálicas.
Ésa era mi vida. Idéntica a la que podría haber llevado en la Edad Media. Y yo sabía suficientes cosas
de los viajeros ricamente ataviados que pasaban por el camino de postas; ellos me permitían apreciar
nuestras profundas diferencias. Los nobles de la capital llamaban «cazaconejos» a los caballeros de
provincias como nosotros. Naturalmente, nosotros nos burlábamos de ellos llamándolos lacayos del rey y
de la reina. Nuestro castillo había resistido mil años, y ni siquiera el gran cardenal Richelieu, en su guerra
contra nuestra clase, había conseguido derribar sus viejas torres. De todos modos, como ya he dicho
antes, yo no le prestaba mucha atención a la historia.
Mientras cabalgaba montaña arriba, me sentía desgraciado y furioso.
Deseé librar una buena batalla con los lobos. Según los aldeanos, había cinco animales en la
manada, y yo tenía mis armas y dos perros de mandíbulas poderosas, capaces de partirle en un instante
el espinazo a una alimaña.
Avancé más de una hora por las laderas a lomos de mi yegua, hasta llegar a un pequeño valle que
conocía lo suficiente como para no dejarme confundir por la nieve caída. Y cuando empecé a cruzar la
amplia y yerma hondonada en dirección a los árboles desnudos del bosque, escuché el primer aullido.
Segundos después, llegó otro y, a continuación, un tercero; el coro cantaba con tal armonía que no
pude precisar el número de animales de la manada. Sólo tuve la certeza de que me habían visto y de que
se hacían señales para reunirse; que era precisamente lo que yo había esperado que hicieran.
Creo que en ese instante no tenía miedo alguno, pero, de todos modos, sentí algo que me erizó el
vello de los brazos. El campo, en toda su inmensidad, parecía vacío. Preparé las armas y ordené a los
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perros que dejaran de gruñir y me siguieran, mientras una vaga sensación me urgía a darme prisa en
salir de campo abierto y ponerme al abrigo de los árboles.
Los perros dieron la alarma con sus roncos ladridos. Volví la cabeza y vi a los lobos a cientos de
metros, avanzando raudos hacia mí, por el valle nevado. Eran tres enormes lobos grises los que me
seguían, en fila india.
Aceleré el paso de la yegua hacia el bosque.
Parecía que no me costaría llegar a éste antes de que los tres lobos me dieran alcance, pero estos
animales son tremendamente listos y, mientras galopaba hacia los árboles, vi aparecer delante de mí,
hacia la izquierda, al resto de la manada: cinco ejemplares adultos. Había caído en una emboscada y no
conseguiría llegar a tiempo a la protección de los troncos. Y la manada la componían ocho lobos, no
cinco, como me habían asegurado los aldeanos.
Ni siquiera entonces tuve el suficiente buen juicio para sentir miedo. No tuve en cuenta el hecho
evidente de que aquellos animales debían estar muy hambrientos o no se habrían acercado tanto al
pueblo. Su natural reserva hacia el hombre había desaparecido por completo.
Me apresté a la batalla. Colgué la maza al cinto y apunté con el fusil. Abatí a un gran macho a unos
metros de distancia y tuve tiempo de volver a cargar mientras mis perros y la manada se atacaban.
Las alimañas no podían hacer presa en el cuello de los perros debido a los collares de afiladas puntas
metálicas y, en la primera escaramuza, mis animales no tardaron en dar cuenta de uno de los lobos con
sus poderosas mandíbulas. Volví a disparar y abatí otro.
Pero la manada había rodeado a los perros. Mientras yo seguía disparando, cargando lo mas deprisa
que podía y tratando de apuntar bien para no darles a los perros, vi que el menor de éstos caía con las
patas traseras rotas. La sangre formaba regueros en la nieve, el segundo perro se mantuvo aparte de la
manada mientras ésta trataba de devorar a su agonizante compañero, pero, apenas un par de minutos
más tarde, los lobos también le habían abierto el vientre y yacía muerto.
Mis mastines, como ya he dicho, eran animales muy fuertes que yo mismo había alimentado y
entrenado, y cada uno pesaba más de noventa kilos. Siempre me los llevaba a cazar y, aunque ahora
hablo de ellos como simples perros, entonces sólo los trataba por el nombre y, al verlos morir, comprendí
por primera vez a qué me enfrentaba y qué podía suceder.
Pero todo esto había ocurrido en cuestión de minutos.
Cuatro lobos yacían muertos y otro estaba malherido sin remedio. Pero aún quedaban tres más, uno
de los cuales había detenido su salvaje festín con las entrañas de los perros para fijar en mí sus ojos
rasgados.
Disparé el fusil, fallé, disparé el mosquete, y la yegua se encabritó mientras el lobo se lanzaba hacia
mí.
Como movidos por cuerdas, los otros lobos se volvieron, abandonando también sus presas recién
muertas. Sacudí bruscamente las riendas y dejé que mi montura corriera a su aire, en línea recta hacia la
protección del bosque.
No volví la cabeza ni siquiera cuando escuché los gruñidos y los chasquidos de las mandíbulas casi a
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mi altura. Pero entonces noté la dentellada de los colmillos en el tobillo. Tomé el otro mosquete, me volví
a la izquierda y disparé. Me pareció que el lobo se erguía sobre las patas traseras, pero quedó fuera de
mi visión demasiado pronto para asegurarlo, al tiempo que la yegua se encabritaba otra vez. Estuve a
punto de caer y noté que sus ancas cedían bajo mi cuerpo.
Casi habíamos alcanzado el lindero del bosque y desmonté antes de que la yegua terminara de caer.
Me quedaba una pistola cargada. Me volví, sostuve el arma con ambas manos, apunté de lleno al lobo
que se lanzaba sobre mí y le volé el cráneo.
Quedaban ahora dos alimañas. La yegua emitía unos estentóreos relinchos que se convirtieron en un
agudo alarido de agonía, el sonido más terrible que he oído nunca a criatura alguna. Los dos lobos
habían caído sobre ella.
Di unos rápidos pasos sobre la nieve, notando la solidez de la tierra rocosa bajo mis pies, y llegué a
los árboles. Si lograba encaramarme a uno, podría cargar de nuevo las armas y disparar a los lobos
desde arriba. Sin embargo, no vi un solo tronco con las ramas lo bastante bajas para trepar por ellas.
Probé a subir por un tronco, pero mis pies resbalaron en la corteza helada y caí de nuevo al suelo
mientras los lobos se acercaban. No me daba tiempo a cargar la única pistola que me quedaba. Tendría
que valerme sólo de la maza de estrella y la espada, pues el garrote se me había caído hacía un buen
trecho.
Creo que, mientras me ponía a duras penas en pie, me di cuenta de que probablemente iba a morir.
Sin embargo, en ningún momento me pasó por la cabeza rendirme. Estaba enloquecido, lleno de furia.
Casi gruñendo, hice frente a las alimañas y miré directamente a los ojos al más próximo de los dos lobos.
Abrí las piernas para afirmarme sobre el terreno. Con la maza en la mano izquierda, desenvainé la
espada con la diestra. Los lobos se detuvieron. El primero, después de sostenerme la mirada, agachó la
cabeza y trotó unos pasos hacia un lado. El otro esperó, como si estuviera pendiente de alguna invisible
señal. El primero volvió a mirarme un momento con aquel aire extrañamente tranquilo, y luego se lanzó
hacia adelante.
Empecé a voltear la maza de modo que la bola con puntas formara círculos a mi alrededor. Capté mis
propios jadeos, casi gruñidos, y me di cuenta de que tenía las rodillas dobladas como para saltar
adelante. Dirigí el arma hacia el costado de la mandíbula del animal, impulsándola con todas mis fuerzas,
pero no conseguí más que rozarle.
El lobo se apresuró a alejarse y su compañero se puso a correr en círculos a mi alrededor, avanzando
de vez en cuando hacia mí y retirándose inmediatamente.
No sé cuánto rato se prolongó esto, pero entendí claramente su estrategia. Los lobos se proponían
fatigarme y tenían la fuerza y la astucia necesarias para conseguirlo. Para ellos, la caza se había
convertido en un juego.
Yo daba vueltas, lanzaba golpes, me defendía hasta casi caer de rodillas en la nieve. Probablemente,
el lance no duró más de media hora, pero no hay modo de medir el tiempo en una situación así.
Y, cuando las piernas empezaron a fallarme, intenté una jugada desesperada. Me quedé inmóvil, con
los brazos caídos y las armas a los costados. Y los lobos se acercaron para acabar conmigo de una vez,
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como yo esperaba que hicieran.
En el último instante, volteé la maza, noté cómo la boca golpeaba el hueso, vi la cabeza del lobo
levantada a mi derecha y, con el filo de la espada, le abrí la garganta de un tajo.
El otro lobo ya estaba a mi lado y noté cómo sus dientes desgarraban mis pantalones. El animal podía
desencajarme la pierna en cuestión de segundos, pero descargué la espada contra el costado de su
hocico, reventándole el ojo. La bola de la maza cayó a continuación sobre el lobo y éste soltó la presa.
Con un salto hacia atrás, encontré el espacio suficiente para mover la espada otra vez y la hundí hasta la
empuñadura en el tórax del animal antes de retirarla de nuevo.
Todo había terminado.
La manada estaba exterminada y yo seguía vivo.
Y los únicos sonidos en el valle solitario cubierto de nieve eran mi propia respiración y los
quejumbrosos relinchos de mi yegua moribunda, que yacía a unos metros de mí.
No estoy seguro de que me hallara en mis cabales, en ese instante. No estoy seguro de que las cosas
que me pasaran por la mente fueran pensamientos. Tenía ganas de dejarme caer en la nieve y, sin
embargo, me encontré alejándome de los lobos en dirección a mi agonizante montura.
Cuando estuve más cerca de ella, la yegua alzó el cuello, luchó por incorporarse sobre sus patas
delanteras y volvió a emitir uno de aquellos agudísimos alaridos de súplica. El eco repitió el sonido en las
montañas. Y pareció llevarlo hasta el cielo. Me quedé mirándola, contemplando su cuerpo roto y oscuro
contra la blancura de la nieve, sus cuartos traseros inútiles y el forcejeo de sus patas delanteras, su
hocico alzado hacia el cielo, las orejas echadas atrás y los ojos enormes casi en blanco al emitir sus
gimientes relinchos. Parecía un insecto con la mitad posterior aplastada contra el suelo, pero no se
trataba de ningún insecto. Era mi yegua, mi agonizante yegua. Vi que trataba de incorporarse otra vez.
Tomé el fusil de la silla, lo cargué y, mientras ella seguía agitando la cabeza y trataba en vano, una
vez más, de ponerse en pie con su lastimero alarido, le descerrajé un tiro en el corazón.
Ahora, la yegua parecía en paz. Yacía inmóvil y sin vida, la sangre manaba de ella y el valle había
quedado en silencio. Yo estaba temblando. Escuché un desagradable sonido sofocado que salía de mi
garganta y vi caer los vómitos en la nieve antes de darme cuenta de que eran míos. Me sentía envuelto
por el olor de los lobos, y por el de la sangre. Cuando intenté caminar, estuve a punto de caer rodando.
Sin embargo, sin detenerme ni siquiera un instante, volví entre los lobos muertos y llegué junto al que
casi había acabado conmigo, el último en morir. Me lo eché a los hombros y, cargado así, emprendí el
trayecto de vuelta al castillo.
Probablemente, tardé un par de horas. Como antes, no sé cuánto tiempo transcurrió. Pero lo que
había aprendido o sentido mientras combatía a aquellos lobos, fuera lo que fuese, continuó calando en mi
mente incluso mientras caminaba. Cada vez que tropezaba o caía, algo en mi interior se endurecía, se
volvía peor.
Cuando llegué a las puertas del castillo, creo que ya no era Lestat. Era alguien completamente distinto
cuando entré tambaleándome en el gran salón portando sobre los hombros aquel lobo. El calor del
cadáver ya había disminuido mucho, y el repentino fulgor de las llamas me irritó los ojos. Me sentía
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completamente extenuado.
Y aunque empecé a hablar cuando vi a mis hermanos levantarse de la mesa y a mi madre dándole
unas palmaditas en las manos a mi padre, que ya estaba ciego y quería saber qué sucedía, no recuerdo
qué dije. Sé que tenía una voz muy apagada y la sensación de estar describiendo en términos muy
simple lo sucedido. «Y entonces esto... y entonces lo otro...» En este mísero estilo.
Pero, de pronto, mi hermano Augustin me devolvió a la realidad. Se acercó a mí, con la luz del fuego a
su espalda, e interrumpió claramente el murmullo monótono de mis palabras con su voz:
—¡Cerdo embustero! —masculló fríamente—. ¡Tú no has matado ocho lobos!
En su rostro se reflejaba una torva expresión de desprecio, pero lo más notable fue otra cosa: casi en
el mismo instante de pronunciar esas palabras, mi hermano se dio cuenta, por alguna razón, de que con
sus palabras acababa de cometer un error.
Tal vez fue mi expresión. Tal vez fue el murmullo indignado de mi madre o el silencio elocuente de mi
otro hermano. Probablemente fue mi mirada. Fuera lo que fuese, la reacción fue casi instantánea y en el
rostro de Augustin se reflejó la más curiosa mueca de turbación.
Empezó a balbucir lo increíble que resultaba, y que debía haber estado al borde de la muerte y que
haría preparar de inmediato un buen caldo para mí y todas esas cosas, pero no sirvió de nada. Lo que
había sucedido en aquel breve instante era irreparable.
Debí perder el conocimiento. Y, cuando lo recuperé, estaba tendido sobre la cama, a solas. Los perros
no estaban en la cama conmigo, como siempre en invierno, porque los dos estaban muertos; aunque el
fuego del hogar no estaba encendido, me metí bajo las mantas, sucio y ensangrentado, y caí en un
profundo sueño.
Permanecí en la habitación durante días.
Supe que los aldeanos habían subido a la montaña, encontrado los lobos y traído sus restos al
castillo; Augustin vino a verme para contármelo, pero no le contesté.
Pasó tal vez una semana. Cuando pude tolerar de nuevo la cercanía de otros canes, bajé a la perrera
y escogí dos cachorros ya un poco crecidos que me hicieran compañía. Por la noche dormía entre ellos.
Los criados entraban y salían, pero nadie me molestó. Y por fin, en silencio y casi sigilosamente, entró
en la alcoba mi madre.
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Ya había anochecido. Yo estaba sentado en la cama con uno de los perros tendido a mi lado y el otro
tumbado bajo mis rodillas. El fuego crepitaba.
Y entonces hizo aparición por fin mi madre, como debería haber esperado que sucediera.
La reconocí por su especial modo de moverse en las sombras; y, mientras que de haber sido otra
persona quien se acercaba la habría echado a gritos, a ella no le dije nada. Yo sentía por mi madre un
amor profundo e inconmovible. No creo que nadie más lo sintiera. Y una cosa que siempre me hacía
quererla era que jamás decía nada vulgar. Expresiones como «cierra la puerta», «toma la sopa»,
«quédate quieto en la silla» no salían jamás de sus labios. Se pasaba el día leyendo y, de hecho, era el
único miembro de la familia que tenía cierta educación. Así, pues, cuando mi madre hablaba era
realmente para decir algo. Por eso no me molestó su presencia en aquellos momentos.
Al contrario, despertó mi curiosidad. ¿Qué me diría? ¿Y serviría de algo que lo hiciera? Yo no había
querido que acudiera, ni siquiera había pensado en ella, y no aparté los ojos del fuego para así poder
mirarla.
Con todo, había entre nosotros un profundo entendimiento. Cuando me había traído de vuelta al
castillo tras mi intento de huida, había sido ella quien me mostró el camino para recuperarme del dolor
que el asunto me causó. Había obrado milagros conmigo, aunque nadie a nuestro alrededor llegó a darse
cuenta nunca.
Su primera intervención se había producido cuando yo tenía doce años, y el viejo párroco, que me
había enseñado unos poemas de memoria y a leer un par de himnos en latín, quiso enviarme a la
escuela en un monasterio cercano.
Mi padre se negó y dijo que podía aprender en mi propia casa todo lo que debía saber. Fue mi madre
la que levantó la vista de sus libros para iniciar una batalla dialéctica con él, a base de gritar y vociferar.
Yo iría a esa escuela, afirmó, si lo deseaba. Tras esto, vendió una de sus joyas para pagarme libros y
ropa. Todas las joyas las había heredado de una abuela italiana, y cada una tenía su historia; seguro que
fue una decisión dura para ella, pero la tomó al instante.
Mi padre se enfadó y le recordó que, de haber sucedido aquello antes de perder la vista, su voluntad
se habría impuesto sin la menor discusión. Mis hermanos le aseguraron que su hijo menor no iba a estar
mucho tiempo fuera. Volvería corriendo, decían, tan pronto como me obligaran a hacer algo que no
quisiera.
Pues bien, no volví corriendo a casa. La escuela del monasterio me encantó.
Me encantaron la capilla y los himnos, la biblioteca con sus miles de viejos volúmenes, las
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campanadas que dividían la jornada y los ritos siempre repetidos. Me gustaba la limpieza del lugar, el
hecho aleccionador de que todas las cosas allí se cuidaban y reparaban, que el trabajo nunca cesaba a
lo largo y ancho del gran edificio y de los jardines.
Cuando alguien me corregía, lo cual no sucedía a menudo, me producía una profunda felicidad saber
que, por primera vez en mi vida, alguien trataba de convertirme en una buena persona, alguien era
consciente de que yo podía aprender cosas.
Al cabo de un mes, declaré mi vocación. Aspiraba a entrar en la orden. Deseaba pasar la vida en
aquellos claustros inmaculados, en la biblioteca, escribiendo sobre pergamino y aprendiendo a leer los
libros antiguos. Quería enclaustrarme para siempre con una gente que creía que yo podía ser bueno si
quería.
Allí me apreciaban, y tal cosa me resultaba de lo más inusual. En aquel lugar, nadie se molestaba ni
se irritaba conmigo.
El padre superior escribió de inmediato a mi casa pidiendo permiso para mi ingreso y, francamente,
pensé que a mi padre le alegraría librarse de mí.
Pero, tres días después, llegaron mis hermanos para llevarme a casa con ellos. Lloré y supliqué que
no me llevaran, pero el padre superior no podía hacer nada en mi favor.
No bien estuvimos de vuelta en el castillo, mis hermanos me quitaron los libros y me encerraron. Yo
no lograba entender por qué estaban tan enfadados, aunque capté la insinuación de que, de algún modo,
me había portado como un estúpido. Yo no podía dejar de llorar y no hacía más que dar vueltas y vueltas
en la estancia, descargaba mis puños sobre los objetos que contenía y lanzaba puntapiés sobre la
puerta.
Después, mi hermano Augustin empezó a entrar de vez en cuando para hablar conmigo. Al principio,
Augustin dio muchos rodeos, pero, finalmente, quedó de manifiesto que un miembro de una gran familia
francesa no iba a terminar como un pobre hermano lego. ¿Cómo podía haber malinterpretado yo la
situación hasta aquel punto? Si me habían enviado al monasterio, era sólo para que aprendiese a leer y a
escribir. ¿Por qué siempre tenía que tomarme yo las cosas tan a la tremenda? ¿Por qué me comportaba
habitualmente como un animal salvaje?
En cuanto a profesar las órdenes con auténticas perspectivas de futuro dentro de la Iglesia..., bien, yo
era el hijo menor de la familia, ¿verdad? Pues entonces debía pensar en mis obligaciones para con mis
sobrinos.
Traducido en pocas palabras, todo esto venía a decir: No tenemos dinero para proporcionarte una
auténtica carrera eclesiástica, para hacerte obispo o cardenal como corresponde a nuestro rango, de
modo que tendrás que desarrollar tu vida aquí, pobre y analfabeto. Ahora, baja al salón a jugar una
partida de ajedrez con tu padre.
Cuando entendí la situación, sentado a la mesa para cenar con el resto de la familia, me eché a llorar
y murmuré unas palabras que nadie comprendió, diciendo que aquella casa nuestra era «un caos».
Como castigo por hacerlo, me mandaron de nuevo a mi habitación.
Entonces subió a verme mi madre.
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—Si no sabes qué es el caos, ¿por qué utilizas esa palabra? —me preguntó.
—Sí que lo sé —repliqué, y empecé a hablarle de la suciedad y el deterioro que reinaban en el castillo
y a describirle la limpieza y el orden que había encontrado en el monasterio, un lugar donde uno podía
perfeccionarse, si se lo proponía.
Ella no discutió mis palabras y, pese a mi juventud, advertí que apreciaba con agrado la inusual
profundidad de lo que yo estaba diciendo.
A la mañana siguiente, mi madre me llevó de viaje.
Cabalgamos juntos durante media jornada hasta alcanzar el impresionante castillo de un noble vecino
y, una vez allí, el caballero y mi madre me condujeron a la perrera, donde ella me indicó que escogiera
una pareja entre una carnada de cachorros de mastín.
Jamás había visto nada tan tierno y cautivador como aquellos cachorros. Y los perros adultos nos
miraban como leones soñolientos. Sencillamente, magníficos.
Estaba tan emocionado que casi no pude decidirme por ninguno, y volví con el macho y la hembra
que el noble caballero me recomendó escoger. Hice todo el camino de vuelta llevando a los perrillos en el
regazo, dentro de una cesta.
Y, al cabo de un mes, mi madre me compró también mi primer fusil de chispa y mi primer caballo de
montar. No me explicó por qué hacía todo aquello, pero yo, a mi manera, comprendí qué era lo que ponía
en mis manos. Me ocupé de los perros, los entrené y establecí un gran criadero a partir de ellos.
Con aquellos mastines, me convertí en un verdadero cazador, y, a los dieciséis años, mi vida se
desarrollaba en el campo abierto.
En cambio, en el castillo, resultaba más latoso que nunca. En realidad, nadie quería oírme hablar de
recuperar los viñedos, de volver a plantar los campos abandonados o de impedir que los arrendatarios de
las tierras siguieran robándonos.
Era impotente para cambiar nada. El silencioso flujo y reflujo de la vida sin cambios me resultaba
devastador.
Todos los días de fiesta acudía a la iglesia sólo para romper la monotonía de mi vida y, cuando se
presentaban en el pueblo los feriantes, siempre iba a verles, ávido de aquellos pequeños espectáculos
que no podía contemplar en ninguna otra ocasión, de cualquier cosa que me sacara de la rutina.
No importaba que fueran los mismos prestidigitadores, mimos y acróbatas de años anteriores.
Siempre eran algo más que el lento transcurso de las estaciones y que los ociosos e inútiles comentarios
sobre glorias pasadas.
Pero ese año, el año que cumplí dieciséis, llegó una trouppe de cómicos italianos con un carromato
pintado en cuya parte posterior montaron el escenario más elaborado que yo había visto nunca.
Representaron la vieja comedia italiana de Pantaleón y Polichinela y los jóvenes amantes, Lelio e
Isabella, y el viejo doctor y todas las escenas habituales.
Me sentí extasiado con su actuación. Nunca había visto nada semejante, tan lleno de ingenio, de
vitalidad, de agilidad. Me entusiasmó la representación, aunque a veces los actores hablaban tan deprisa
que no podía seguirles.
27
Cuando la compañía terminó la obra y hubo pasado el platillo entre los espectadores, me mezclé entre
los actores en la taberna y les invité a unos vinos, que en realidad no podía pagar, sin más propósito que
poder hablar con ellos.
Sentía un amor imposible de expresar por aquellos hombres y mujeres. Ellos me explicaron que cada
actor tenía un papel para toda la vida y que no utilizaban textos aprendidos de memoria, sino que lo
improvisaban todo en el escenario. Cada actor conocía su nombre, su personaje, y entendía a éste y le
hacía hablar y actuar como consideraba adecuado. En eso consistía la grandeza del género.
Un género que era denominado Commedia dell'arte.
Me sentía hechizado. Y me enamoré de la muchacha que hacía el papel de Isabella. Subí al
carromato con los actores y examiné todo su vestuario y los decorados pintados y, cuando volvimos a
estar ante unas jarras de vino en la taberna, me dejaron representar a Lelio, el joven amante de Isabella,
y aplaudieron asegurando que tenía don escénico. Era capaz de interpretar un papel como ellos lo
hacían.
Al principio, creí que los elogios no eran más que lisonjas, pero, en realidad, de algún modo no me
importó si lo eran o no.
A la mañana siguiente, cuando el carromato abandonó el pueblo, yo iba en su interior, oculto en la
parte de atrás con unas cuantas monedas que había conseguido ahorrar y todas mis ropas en un hatillo.
Me disponía a ser actor.
En cuanto a profesar las órdenes con auténticas perspectivas de futuro dentro de la Iglesia..., bien, yo
era el hijo menor de la familia, ¿verdad? Pues entonces debía pensar en mis obligaciones para con mis
sobrinos.
Traducido en pocas palabras, todo esto venía a decir: No tenemos dinero para proporcionarte una
auténtica carrera eclesiástica, para hacerte obispo o cardenal como corresponde a nuestro rango, de
modo que tendrás que desarrollar tu vida aquí, pobre y analfabeto. Ahora, baja al salón a jugar una
partida de ajedrez con tu padre.
Cuando entendí la situación, sentado a la mesa para cenar con el resto de la familia, me eché a llorar
y murmuré unas palabras que nadie comprendió, diciendo que aquella casa nuestra era «un caos».
Como castigo por hacerlo, me mandaron de nuevo a mi habitación.
Entonces subió a verme mi madre.
—Si no sabes qué es el caos, ¿por qué utilizas esa palabra? —me preguntó.
—Sí que lo sé —repliqué, y empecé a hablarle de la suciedad y el deterioro que reinaban en el castillo
y a describirle la limpieza y el orden que había encontrado en el monasterio, un lugar donde uno podía
perfeccionarse, si se lo proponía.
Ella no discutió mis palabras y, pese a mi juventud, advertí que apreciaba con agrado la inusual
profundidad de lo que yo estaba diciendo.
A la mañana siguiente, mi madre me llevó de viaje.
Cabalgamos juntos durante media jornada hasta alcanzar el impresionante castillo de un noble vecino
y, una vez allí, el caballero y mi madre me condujeron a la perrera, donde ella me indicó que escogiera
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una pareja entre una carnada de cachorros de mastín.
Jamás había visto nada tan tierno y cautivador como aquellos cachorros. Y los perros adultos nos
miraban como leones soñolientos. Sencillamente, magníficos.
Estaba tan emocionado que casi no pude decidirme por ninguno, y volví con el macho y la hembra
que el noble caballero me recomendó escoger. Hice todo el camino de vuelta llevando a los perrillos en el
regazo, dentro de una cesta.
Y, al cabo de un mes, mi madre me compró también mi primer fusil de chispa y mi primer caballo de
montar. No me explicó por qué hacía todo aquello, pero yo, a mi manera, comprendí qué era lo que ponía
en mis manos. Me ocupé de los perros, los entrené y establecí un gran criadero a partir de ellos.
Con aquellos mastines, me convertí en un verdadero cazador, y, a los dieciséis años, mi vida se
desarrollaba en el campo abierto.
En cambio, en el castillo, resultaba más latoso que nunca. En realidad, nadie quería oírme hablar de
recuperar los viñedos, de volver a plantar los campos abandonados o de impedir que los arrendatarios de
las tierras siguieran robándonos.
Era impotente para cambiar nada. El silencioso flujo y reflujo de la vida sin cambios me resultaba
devastador.
Todos los días de fiesta acudía a la iglesia sólo para romper la monotonía de mi vida y, cuando se
presentaban en el pueblo los feriantes, siempre iba a verles, ávido de aquellos pequeños espectáculos
que no podía contemplar en ninguna otra ocasión, de cualquier cosa que me sacara de la rutina.
No importaba que fueran los mismos prestidigitadores, mimos y acróbatas de años anteriores.
Siempre eran algo más que el lento transcurso de las estaciones y que los ociosos e inútiles comentarios
sobre glorias pasadas.
Pero ese año, el año que cumplí dieciséis, llegó una trouppe de cómicos italianos con un carromato
pintado en cuya parte posterior montaron el escenario más elaborado que yo había visto nunca.
Representaron la vieja comedia italiana de Pantaleón y Polichinela y los jóvenes amantes, Lelio e
Isabella, y el viejo doctor y todas las escenas habituales.
Me sentí extasiado con su actuación. Nunca había visto nada semejante, tan lleno de ingenio, de
vitalidad, de agilidad. Me entusiasmó la representación, aunque a veces los actores hablaban tan deprisa
que no podía seguirles.
Cuando la compañía terminó la obra y hubo pasado el platillo entre los espectadores, me mezclé entre
los actores en la taberna y les invité a unos vinos, que en realidad no podía pagar, sin más propósito que
poder hablar con ellos.
Sentía un amor imposible de expresar por aquellos hombres y mujeres. Ellos me explicaron que cada
actor tenía un papel para toda la vida y que no utilizaban textos aprendidos de memoria, sino que lo
improvisaban todo en el escenario. Cada actor conocía su nombre, su personaje, y entendía a éste y le
hacía hablar y actuar corno consideraba adecuado. En eso consistía la grandeza del género.
Un género que era denominado Commedia dell'arte.
Me sentía hechizado. Y me enamoré de la muchacha que hacía el papel de Isabella. Subí al
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carromato con los actores y examiné todo su vestuario y los decorados pintados y, cuando volvimos a
estar ante unas jarras de vino en la taberna, me dejaron representar a Lelio, el joven amante de Isabella,
y aplaudieron asegurando que tenía don escénico. Era capaz de interpretar un papel como ellos lo
hacían.
Al principio, creí que los elogios no eran más que lisonjas, pero, en realidad, de algún modo no me
importó si lo eran o no.
A la mañana siguiente, cuando el carromato abandonó el pueblo, yo iba en su interior, oculto en la
parte de atrás con unas cuantas monedas que había conseguido ahorrar y todas mis ropas en un hatillo.
Me disponía a ser actor.
Veréis, en la vieja comedia italiana, al personaje de Lelio se le atribuye una gran donosura; como ya
he explicado, es el amante y no lleva máscara. Si el actor le aporta buenos modales, dignidad y porte
aristocrático, tanto mejor, pues todo ello forma parte del papel.
Pues bien, la trouppe consideró que yo poseía todas aquellas características y me preparó
inmediatamente para la siguiente representación que tenían previsto ofrecer. Y, el día antes de la
actuación, recorrí la ciudad —un lugar mucho mayor y, sin duda, más interesante que nuestra aldea—
anunciando la obra junto a los demás actores.
Me sentía en el paraíso, pero ni el viaje ni los preparativos ni la camaradería de mis colegas actores
fueron comparables al éxtasis que experimenté cuando por fin hice mi aparición en el pequeño escenario
de madera.
Me entregué alocadamente a enamorar a Isabella. Descubrí una facilidad para los versos y para las
frases ingeniosas que jamás había sospechado. Escuché el eco de mi voz en los muros de piedra del
recinto. Oí las risas que llegaban hasta mí en oleadas desde el público. Casi tuvieron que sacarme a
rastras del escenario para detenerme, pero todo el mundo se dio cuenta de que había sido un gran éxito.
Por la noche, la actriz que hacía el papel de mi enamorada me hizo objeto de sus especiales e íntimas
muestras de elogio. Me dormí entre sus brazos y lo último que le oí decir fue que, cuando llegáramos a
París, actuaríamos en la feria de St. Germain y luego dejaríamos a la trouppe para quedarnos en la
ciudad; trabajaríamos en el Boulevard du Temple, hasta ingresar en la propia Comedie Française y actuar
para María Antonieta y el rey Luis.
Cuando desperté a la mañana siguiente, mi Isabella había desaparecido con todos los demás actores,
y en su lugar encontré a mis hermanos.
Nunca supe si habían comprado a mis amigos para que me entregaran, o si sólo los habían asustado.
Muy probablemente, lo segundo. Fuera como fuese, fui devuelto a casa otra vez.
Por supuesto, mi familia estaba absolutamente horrorizada ante lo que había hecho. Querer hacerse
monje a los doce años era comprensible, pero el teatro era cosa del diablo. Incluso al gran Moliere le
habían negado un entierro cristiano. ¡Y yo me había escapado con unos harapientos vagabundos
italianos, me había pintado la cara de blanco y había actuado con ellos en una plaza pública por unas
monedas!
Me molieron a palos y, cuando lancé maldiciones contra todo el mundo, siguieron golpeándome.
30
Sin embargo, el peor castigo fue ver la expresión de mi madre. Ni siquiera a ella le había dicho que
me iba. Y eso le había dolido, cosa que jamás hasta entonces le había sucedido.
De todos modos, en ningún momento me hizo el menor comentario al respecto. Cuando acudió a
verme, escuchó mi llanto y vi lágrimas en sus ojos. Y me puso una mano en el hombro, gesto un poco
sorprendente en ella.
No quise contarle cómo habían sido los breves días de mi fuga, pero creo que ella lo supo. Algo
mágico se había perdido por completo. Y, una vez más, desafió a mi padre y puso fin a las
recriminaciones, a los golpes y a las limitaciones de movimientos.
Me hizo sentar a su lado en la mesa, me dedicó una especial atención, incluso trabó conmigo una
conversación que resultaba absolutamente forzada para ella, hasta que hubo apaciguado y disuelto el
rencor de la familia.
Por último, como hiciera ya una vez, tomó otra de sus joyas y me compró el espléndido fusil de caza
que llevé conmigo cuando maté a los lobos.
Se trataba de una arma cara y excelente, y, a pesar de lo desdichado que me sentía, no vi el
momento de probarla. Y mi madre añadió al fusil otro regalo, una espléndida yegua zaina con una
potencia y una velocidad como jamás había visto en ningún animal. Pero estas cosas eran nimiedades en
comparación con el consuelo general que me proporcionó su presencia.
Con todo, la amargura que sentía dentro de mí no remitió.
Nunca olvidé lo que había sentido cuando representaba a Lelio. Me hice un poco más cruel por lo que
había sucedido y nunca jamás volví a la feria del pueblo. Me hice a la idea de que no debía escapar de
allí nunca más; y, cosa extraña, cuanto más profunda se hizo mi desesperanza, más aumentó mi
contribución a la buena marcha de la casa.
A los dieciocho años, sin la ayuda de nadie, yo me encargaba de poner el temor de Dios entre los
criados y los arrendatarios. Sin la ayuda de nadie, yo proveía la comida para nuestra mesa. Y, por alguna
extraña razón, esto me producía satisfacción. Ignoro por qué, pero me gustaba sentarme a la mesa y
pensar que todos se estaban dando cuenta de lo que yo había proporcionado.
Así, pues, esos momentos me habían unido a mi madre. Esos momentos habían despertado entre
nosotros un afecto mutuo que pasaba inadvertido y que, probablemente, no tenía igual en las vidas de
quienes nos rodeaban.
Y ahora había acudido a mí en aquel extraño momento en que, por razones que ni yo mismo
entendía, la presencia de cualquier otra persona me resultaba insoportable.
Con los ojos fijos en el fuego, apenas la vi subir al colchón de paja y dejarse caer sentada a mi lado.
Silencio. Sólo se oía el chisporroteo del fuego y la respiración profunda de los perros que dormían
junto a mí.
Entonces la miré y me sentí vagamente alarmado.
Había pasado todo el invierno con una tos persistente y ahora parecía realmente enferma; por primera
vez, su belleza, que siempre había sido muy importante para mí, parecía vulnerable.
Su rostro era anguloso y sus pómulos resultaban perfectos, altos y muy separados, pero delicados.
31
Tenía la mandíbula fuerte, pero exquisitamente femenina, y unos ojos diáfanos de color azul cobalto,
orlados por unas tupidas pestañas cenicientas.
Si algún defecto tenía era, tal vez, que sus rasgos eran demasiado pequeños, demasiado gatunos, y
le daban el aspecto de una chiquilla. Los ojos se le hacían aún más pequeños cuando estaba enfadada,
y, aunque dulces, su labios solían mostrar un aire de dureza. No expresaban tristeza ni se
descomponían, sino que formaban una especie de pequeña rosa roja en su rostro. Las mejillas, en
cambio, eran muy finas, y la forma del rostro muy estrecha; cuando se ponía muy seria, sus labios
parecían mezquinos aunque no cambiaran en absoluto de expresión.
En aquella ocasión se la veía ligeramente abatida, pero a mí seguía pareciéndome hermosa. Seguía
siendo hermosa. Me gustaba mirarla. Tenía un cabello rubio y abundante, y yo había heredado ese rasgo
de ella.
De hecho, me parezco a mi madre, al menos en un primer vistazo, aunque mis facciones son más
grandes y bastas, y mi boca es más móvil y puede volverse muy mezquina. Y en mi expresión puede
apreciarse mi sentido del humor, la capacidad para la picardía y para la risa casi histérica que siempre he
conservado, por desgraciado que me sintiera. Ella no solía reírse y podía lanzar una mirada
profundamente helada. Aun así, siempre conservaba una dulzura casi infantil.
Pues bien, la miré allí sentada en mi cama —incluso le sostuve la mirada, supongo— y ella empezó a
hablarme de inmediato.
—Ya sé qué te sucede —me dijo—. Los odias a todos. Los odias por lo que has tenido que sufrir y
ellos ignoran. Ninguno de ellos tiene la imaginación suficiente para entender lo que te sucedió ahí arriba,
en la montaña.
Experimenté un frío placer al escuchar estas palabras y respondí con un mudo asentimiento que ella
entendió perfectamente.
—Lo mismo me sucedió a mí la primera vez que tuve un hijo —siguió entonces—. Padecí terribles
sufrimientos durante doce horas y me sentí atrapada en el dolor, sabiendo que la única liberación era el
parto o mi muerte. Cuando todo hubo pasado, sostuve en los brazos a tu hermano Augustin, pero no
quise a nadie más cerca de mí. Y no era porque los culpara a ellos. Era sólo que había sufrido tanto, hora
tras hora, que había entrado en el círculo infernal y había vuelto a salir de él. Ellos no habían estado en
aquel círculo infernal. Y yo me sentía completamente sosegada. En aquel hecho tan corriente, en el acto
vulgar de dar a luz, entendí lo que significa la soledad absoluta.
—Sí, eso es —respondí. Me sentía un poco emocionado.
Ella no añadió nada. Me habría sorprendido que lo hiciera. Una vez dicho lo que había venido a decir,
no íbamos a mantener, en realidad, ninguna conversación. Con todo, me puso la mano en la frente —un
gesto muy poco usual en ella— y, cuando observó que todavía llevaba las mismas ropas de caza
ensangrentadas con las que había vuelto a casa, yo me di cuenta también y advertí lo sucio y maloliente
que estaba.
Mi madre guardó silencio unos minutos.
Mientras estaba allí sentado, con la vista fija en el fuego detrás de su silueta, deseé decirle muchas
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cosas; sobre todo, cuánto la quería.
Sin embargo, fui cauto. Ella tenía un modo muy seco de cortarme cuando le hablaba y, mezclado con
mi amor, había un profundo resentimiento hacia ella.
Toda mi vida la había visto leer sus libros italianos y escribir cartas a gente de Nápoles, donde había
crecido, pero jamás había tenido paciencia ni para enseñarnos a mí o a mis hermanos el abecedario. Y
nada de esto había cambiado tras mi regreso del monasterio. Yo había cumplido los veinte y seguía sin
poder leer o escribir más que mi nombre y un puñado de oraciones. Me repugnaba ver los libros de mi
madre y odiaba verla absorta en ellos.
Y, de una manera vaga, me disgustaba el hecho de que sólo un sufrimiento extremo por mi parte
consiguiera arrancar de ella alguna muestra de calor o de interés.
Con todo, ella había sido mi salvadora. Y no había nadie más que ella. Y tal vez yo estaba todo lo
cansado de mi soledad que puede estarlo un joven.
En aquel momento la tenía allí, fuera de los confines de su biblioteca, y me prestaba atención. Por fin,
me convencí de que no se levantaría para marcharse y me encontré hablando con ella.
—Madre —dije en voz baja—, hay algo más. Antes de que sucediera eso, había veces que sentía
cosas horribles. —No hubo ningún cambio en su expresión—. A veces he soñado que los mataba a todos
—continué—. En el sueño, mato a mis hermanos y a mi padre. Voy de habitación en habitación acabando
con ellos como he hecho con los lobos. Siento dentro de mí el deseo de matar...
—Yo también, hijo mío —intervino ella—. Yo también.
Su rostro se iluminó con una enigmática sonrisa al mirarme. Me incliné hacia adelante y la contemplé
más detenidamente. Bajé el tono de voz.
—Me veo gritando cuando sucede —añadí—. Veo mi rostro desfigurado en muecas y escucho unos
gritos atronadores que surgen de mí. Mi boca es una O perfecta y de mi garganta surgen gritos y alaridos.
Mi madre asintió con la misma mirada comprensiva, como si tras sus ojos destellara una luz.
—Y en la montaña, madre, cuando luchaba con los lobos... Fue un poco lo mismo.
—¿Sólo un poco? —preguntó ella. Asentí con la cabeza.
—Mientras mataba a los lobos, me sentía alguien distinto de mí. Ahora no sé quién está aquí contigo,
si tu hijo Lestat o ese otro hombre, el que disfruta matando.
Ella permaneció en silencio un largo rato.
—No —dijo por último—. Fuiste tú quien mató a los lobos. Tú eres el cazador, el guerrero. Tú eres el
más fuerte de todos aquí, y ésa es tu tragedia.
Sacudí la cabeza. Mi madre tenía razón, pero no importaba. Aquello no compensaba la infelicidad que
sentía. Sin embargo, ¿de qué servía pregonarlo?
Ella apartó un momento la mirada; luego la concentró de nuevo en mí y añadió:
—Pero tú eres muchas cosas, no sólo una. Eres el matador y el hombre. No cedas ante el matador
que llevas dentro, sólo porque los odies. No tienes que cargar sobre ti el peso del asesinato o de la locura
para liberarte de este lugar. Sin duda habrá otros modos.
Las dos últimas frases fueron dos mazazos. El comentario había ido directo al meollo del asunto. Y
33
me desconcertó lo que eso significaba.
Siempre había considerado que no podía ser una buena persona y enfrentarme a ellos. Ser bueno
significaba someterme a ellos. Salvo, naturalmente, que encontrara una idea más interesante de la
bondad.
Permanecimos sentados en silencio unos instantes. Y pareció surgir una atmósfera de intimidad
inhabitual incluso para nosotros. Ella tenía la vista fija en el fuego y se rascaba su espesa cabellera, que
llevaba recogida en un moño en la parte posterior de la cabeza.
—¿Sabes qué imagino? —me preguntó, mirándome otra vez—. No tanto en su muerte como en un
abandono que prescinda completamente de ellos. Me imagino bebiendo vino hasta estar tan ebria que
me quito la ropa y me baño desnuda en los arroyos de la montaña.
Casi me eché a reír, pero era una sublime diversión. La contemplé, dudando por un instante de si la
había entendido bien. Pero aquéllas eran las palabras que había pronunciado y no había terminado.
—Y luego imagino que voy al pueblo —dijo— y entro en la posada y me llevo a la cama a todos los
hombres que acuden allí: hombres bastos, hombres grandes, ancianos y muchachos. Me imagino allí
tendida, tomándoles uno tras otro y dejándome llevar por una sensación de triunfo, por un total abandono
sin la menor preocupación por lo que pueda sucederles a tu padre o a tus hermanos, si están vivos o
muertos. En ese momento, me siento puramente yo misma. Yo no pertenezco a nadie.
Me sentí demasiado escandalizado y asombrado para responder, pero, de nuevo, aquello me resultó
terriblemente divertido. Pensé en mi padre y en mis hermanos y en los pomposos tenderos del pueblo e
imaginé cómo reaccionarían ante tal conducta, y me pareció una situación casi hilarante.
Si no me reí a carcajadas fue, probablemente, por una especie de respeto hacia la imagen de mi
madre desnuda. Sin embargo, no pude quedarme callado del todo. Solté una ligera risilla y ella asintió
con una sonrisa mientras enarcaba las cejas, como si dijera: «Nosotros nos entendemos».
Finalmente, estallé en carcajadas, descargué el puño sobre mi rodilla y golpeé con la coronilla la
cabecera de la cama. Entonces, mi madre casi se echó a reír. Tal vez lo estaba haciendo para sus
adentros, con su estilo discreto y callado.
Curioso instante. Tuve una visión casi brutal de mi madre como un ser humano completamente aparte
de todo lo que la rodeaba. Nosotros dos nos entendíamos, en efecto, y el resentimiento que sentía hacia
ella no tenía importancia ahora.
Mi madre se quitó el alfiler del cabello y dejó que éste le cayera libremente sobre los hombros.
Tras esto, permanecimos sentados en silencio durante tal vez una hora. No hubo más risas ni más
palabras, sólo el resplandor del fuego y la presencia de ella junto a mí.
Ella había vuelto el rostro para contemplar el fuego. Su perfil, con la delicadeza de la nariz y los labios,
era una visión muy hermosa. Entonces, movió la cabeza para mirarme de nuevo, y, con la misma voz
uniforme y sobria, desprovista de toda emoción desmedida, me reveló:
—Ya nunca me iré de aquí. Me estoy muriendo.
Me quedé anonadado. El asombro y el desconcierto que había sentido antes no fueron nada
comparados con lo que sentí en aquel instante.
34
—Todavía viviré esta primavera —continuó— y es posible que el verano también, pero no resistiré
otro invierno, lo sé. El dolor de los pulmones es demasiado insoportable.
Lancé un pequeño gemido de angustia. Creo que me incliné hacia adelante y exclamé: «¡Madre!».
—No digas nada más —replicó ella.
Creo que le desagradaba oírse llamar madre, pero yo no había podido evitar la palabra.
—Sólo deseaba decírselo a otra alma —continuó—. Oírlo en voz alta. Estoy absolutamente
horrorizada con esa idea. Me da miedo.
Quise cogerle las manos entre las mías, pero sabía que ella no lo permitiría. No le gustaba que la
tocaran. Nunca pasaba sus brazos en torno a nadie. Así, pues, fueron nuestras miradas las que se
abrazaron. Y los ojos se me llenaron de lágrimas al mirarla.
Ella me dio unas palmaditas en la mano.
—No le des muchas vueltas a eso —me dijo—. Yo no lo hago. Sólo de vez en cuando. Pero debes
prepararte para seguir viviendo sin mí cuando llegue la hora. Tal vez te resulte más difícil de lo que
piensas.
Quise decir algo, pero no me salieron las palabras.
Mi madre salió de la alcoba como había entrado, en completo silencio.
Y, aunque en ningún momento había dicho nada de mis ropas ni de mi barba, ni del aspecto horrible
que yo presentaba, mi madre me envió a los criados con ropas limpias, la navaja de afeitar y agua
caliente. Sin decir palabra, dejé que se ocuparan de mí.
35
3
Empecé a sentirme un poco más fuerte. Dejé de pensar en lo sucedido con los lobos y concentré los
pensamientos en mi madre.
Recordé sus palabras, «absolutamente horrorizada», y no supe qué pensar de ellas, salvo que
parecían reflejar la verdad exacta. Así me sentiría yo si estuviera muriéndome lentamente. Antes
preferiría haber acabado mi vida en la montaña, con los lobos.
Pero en su confidencia había mucho más. Tras su permanente silencio, mi madre siempre se había
sentido desgraciada. Le disgustaban tanto como a mí la inercia y la falta de perspectivas de nuestras
vidas. Y ahora, después de tener ocho hijos, tres vivos y cinco fallecidos, estaba cerca de la muerte.
Aquél era su final.
Decidí abandonar la cama y la habitación si eso la hacía sentirse mejor, pero, cuando lo intenté, no
pude. La idea de que estuviera muñéndose me resultaba insoportable. Recorrí paso a paso la estancia
una y otra vez, comí todo lo que me trajeron, pero seguí sin acudir a su encuentro.
Sin embargo, cuando casi se cumplía un mes de los hechos, acudieron al castillo unos visitantes que
reclamaban mi presencia.
Mi madre acudió a verme y dijo que debía recibir a los comerciantes del pueblo, que querían honrarme
por haber matado los lobos.
—¡Bah, al diablo con eso! —respondí.
—No —insistió ella—. Tienes que bajar. Te traen regalos. Ve a cumplir con tu deber.
Todo aquello me fastidiaba.
Cuando entré en el salón, encontré esperándome a los ricos tenderos, todos ellos hombres a quienes
conocía bien.
Todos venían engalanados para la ocasión, pero entre ellos destacaba un joven a quien no reconocí
en un primer momento.
Tenía aproximadamente mi edad, y era muy alto. Cuando nuestras miradas se cruzaron, recordé
quién era. Nicolás de Lenfent, el hijo mayor del pañero, a quien su padre había enviado a estudiar a
París.
Ahora, el muchacho era como una aparición.
Vestido con una espléndida casaca de brocado en colores rosa y oro, calzaba chinelas de tacones
dorados y llevaba una llamativa pechera de encaje italiano. Únicamente su cabello seguía siendo el de
antes, oscuro y muy rizado, y le daba un aspecto un tanto infantil pese a llevarlo atado a la nuca con una
delicada cinta de seda.
Todo aquello era moda parisina, de la que yo veía pasar por la casa de postas.
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Y ahora tenía que ir a su encuentro con mis raídas ropas de lana y mis gastadas botas de cuero y
unos encajes amarillentos, mil veces zurcidos.
Nos saludamos con sendas reverencias, pues él era, al parecer, el portavoz de los reunidos. A
continuación, el joven Nicolás extrajo de su humilde envoltorio de estameña negra una magnífica capa de
terciopelo rojo forrada de piel. Un objeto magnífico, hermosísimo. A mi interlocutor le brillaban
intensamente los ojos cuando me miró. Se hubiera dicho que estaba admirando a un soberano.
—Os ruego que aceptéis esta capa, monseñor —dijo con voz sincera—. Hemos utilizado la piel más
fina de los lobos para forrarla y hemos pensado que os será de utilidad en invierno, cuando salgáis de
cacería a caballo.
—Y esto también, monseñor —añadió su padre, presentándome un par de botas de gamuza negras,
forradas de piel y finamente cosidas—. Para la cacería, monseñor.
Me sentí un poco abrumado. Aquellos hombres, que tenían la clase de riqueza con la que yo podía
sólo soñar, expresaban en sus gestos la mayor deferencia hacia mí y me rendían respeto como
aristócrata.
Acepté la capa y las botas y les di las gracias con la misma efusividad con que siempre agradecía las
cosas a cualquiera.
Y, a mi espalda, escuché a mi hermano Augustin comentar:
—¡Ahora sí que se pondrá realmente imposible!
Noté que me ruborizaba. Era ultrajante que hubiera hecho tal comentario en presencia de aquellos
hombres, pero cuando miré a Nicolás de Lenfent vi en su rostro la expresión más afectuosa.
—Yo también soy imposible, monseñor —me susurró mientras le daba el beso de despedida—. ¿Me
permitiréis algún día venir a hablar con vos para que me contéis cómo acabasteis con todos? Sólo el
imposible puede hacer lo imposible.
Ninguno de los tres comerciantes me había hablado jamás de aquel modo. Por un instante, Nicolás y
yo volvimos a ser dos chiquillos. Y solté una carcajada. Su padre pareció desconcertado. Mis hermanos
dejaron de cuchichear. Pero Nicolás de Lenfent continuó sonriendo con parisina serenidad.
Cuando la delegación se hubo marchado, llevé la capa de terciopelo rojo y las botas de gamuza a la
habitación de mi madre.
Estaba leyendo, como siempre, mientras se cepillaba el cabello con gesto indolente. Bajo la débil luz
que entraba por la ventana, le vi por primera vez canas en el pelo. Le comenté lo que había dicho Nicolás
de Lenfent.
—¿Por qué dice que es imposible? —quise saber—. Dijo esa frase con intención, como si se refiriera
a algo concreto.
Ella se echó a reír.
—Se refiere a algo, desde luego —respondió después—. Está castigado. —Apartó por un instante los
ojos del libro y me miró—. Ya sabes que toda la vida le han educado para ser una pequeña imitación de
aristócrata. Pues bien, durante su primer año como estudiante de Leyes en París, fue a enamorarse
37
locamente del violín. Al parecer, escuchó a un virtuoso italiano, uno de esos genios de Padua, tan
excepcional que la gente murmura sobre si habría vendido su alma al diablo. Tras oírle, Nicolás lo
abandonó todo inmediatamente para acudir a tomar lecciones de Wolfgang Mozart. Incluso vendió sus
libros. No hizo otra cosa que tocar y tocar el instrumento, hasta suspender los exámenes en Leyes.
Insiste en que quiere ser músico, ¿te imaginas?
—Y su padre está fuera de sí, ¿no es eso?
—Exacto. Incluso le rompió el violín, y ya sabes lo que representa una mercadería cara para un buen
pañero.
Sonreí.
—¿Y, así, Nicolás se ha quedado sin violín?
—No, ya tiene otro instrumento. No tardó en escapar a Clermont y allí vendió su reloj para comprar el
nuevo violín. Tiene razón cuando dice que es imposible, y lo peor es que toca bastante bien.
—¿Le has oído?
Mi madre apreciaba la buena música, pues había crecido escuchándola en Nápoles. Yo, en cambio,
sólo conocía el coro de la iglesia y la música popular de las ferias.
—Sí, el domingo pasado, cuando iba a misa —respondió—. Nicolás estaba tocando en el dormitorio
del piso superior, encima de la tienda. Todo el mundo podía oírle y su padre le estaba amenazando con
romperle las manos.
Solté un leve jadeo ante tal crueldad. Me sentía profundamente fascinado. Creo que empecé a
quererle en ese mismo instante, por lanzarse de aquel modo a hacer lo que deseaba.
—Naturalmente, el muchacho nunca llegará a nada —siguió comentando mi madre.
—¿Por qué no?
—Es demasiado mayor. No se puede empezar a aprender violín a los veinte años. De todos modos,
¿qué sé yo? A su modo, tiene una forma mágica de tocar. Y tal vez le venda su alma al diablo.
Me eché a reír, un poco inquieto. Aquello sonaba a magia.
—¿Por qué no bajas al pueblo y te haces amigo suyo? —me sugirió.
—¿Por qué diablos tendría que hacerlo? —repliqué.
—Vamos, Lestat. A tus hermanos no les hará mucha gracia. Y el viejo comerciante no cabrá en sí de
gozo. Su hijo y el hijo del marqués...
—No son razones suficientes.
—Nicolás ha estado en París —añadió ella. Me miró durante un instante. Luego se concentró de
nuevo en su libro y volvió a pasarse de vez en cuando el cepillo por el cabello con el mismo gesto
indolente.
La contemplé mientras leía, furioso. Quería preguntarle cómo se encontraba, si tenía mucha tos aquel
día, pero no fui capaz de hacerle el menor comentario.
—Baja al pueblo y habla con él, Lestat —insistió ella, sin volver a mirarme.
38
4
Tardé una semana en decidirme a ir en busca de Nicolás de Lenfent.
Me puse la capa de terciopelo rojo forrada de piel y las botas de gamuza forradas, y descendí por la
serpenteante calle principal del pueblo, en dirección a la posada.
La tienda del padre de Nicolás estaba frente por frente con la posada, pero no vi a Nicolás ni escuché
su violín.
Yo no tenía dinero más que para un vaso de vino, y no supe muy bien qué decir cuando el posadero
se me acercó y, con una reverencia, dejó delante de mí una botella de su mejor vino.
Naturalmente, aquella gente me había tratado siempre como el hijo del amo, pero aprecié que las
cosas habían cambiado mucho tras la cacería de los lobos y, cosa extraña, ello me hizo sentir aún más
solo de lo habitual.
Pero apenas me había servido el primer vaso cuando apareció Nicolás, un gran torbellino de color en
la puerta abierta del local.
Por fortuna, no iba vestido con la elegancia de la otra vez, pero, aun así, todo cuanto llevaba —seda,
terciopelo y cuero nuevo— rezumaba riqueza.
En cambio, venía sonrojado como si hubiera estado corriendo; llevaba el cabello revuelto y enredado y
tenía un brillo de excitación en los ojos. Me hizo una reverencia, esperó a que le invitara a sentarse y
luego me preguntó:
—¿Cómo hicisteis, monseñor, para matar esos lobos?
Cruzó los brazos sobre la mesa y me miró fijamente.
—¿Por qué no me contáis vos cómo es París, monseñor? —repliqué, y advertí de inmediato que mis
palabras habían sonado burlonas y bruscas—. Lo siento —añadí al instante—. Me gustaría saberlo, de
veras. ¿Habéis estudiado en la Universidad? ¿De veras os ha dado Mozart clases? ¿Qué hace la gente
en París? ¿De qué conversan? ¿Qué piensan?
Nicolás se rió por lo bajo ante la andanada de preguntas. No pude evitar reírme también. Pedí otro
vaso y le acerqué la botella.
—Decidme, ¿estuvisteis en los teatros de París? ¿Visteis la Comedie Française?
—Muchas veces —respondió él, sin mucho entusiasmo—. Pero escuchad, la diligencia va a llegar en
cualquier momento y se armará aquí mucho alboroto. Permitidme el honor de invitaros a cenar en una
estancia privada del piso de arriba. Me encantaría que aceptarais...
Y, sin darme tiempo a formular una protesta de cortesía, dio las órdenes pertinentes y fuimos
conducidos a una pequeña habitación, tosca pero acogedora.
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Yo no había entrado casi nunca en una estancia pequeña de madera, y ésta me encantó desde el
primer momento. La mesa estaba ya puesta para la comida que traerían más tarde, el fuego caldeaba de
verdad el lugar, al contrario que las llamas directas y rugientes de las chimeneas del castillo, y el grueso
cristal de la ventana estaba lo bastante limpio para poder divisar el azul invernal sobre las montañas
cubiertas de nieve.
—Ahora os contaré todo lo que queráis saber sobre París —aceptó mi interlocutor, mientras esperaba
gentilmente a que yo me sentara primero—. Sí, estuve en la Universidad —dijo, una vez que nos hubimos
acomodado, y lanzó una risilla despectiva como si no mereciera la pena extenderse en ello—. Y estudié
con Mozart, quien, de no haber andado escaso de alumnos, me habría dicho que yo era un caso perdido
para la música. En fin, ¿por dónde queréis que empiece? ¿Por el hedor de la ciudad, o por su ruido
infernal? ¿Por las multitudes hambrientas que le atosigan a uno en todas partes? ¿Por los ladrones
dispuestos a rebanaros el gaznate detrás de cualquier esquina?
Deseché todo aquello con un ademán. La sonrisa de Nicolás era muy distinta a su tono de voz; sus
gestos eran abiertos y atrayentes.
—Uno de esos grandes teatros parisinos... —dije—. Describídmelo..., ¿cómo es?
Creo que estuvimos en la pequeña habitación cuatro horas completas, sin hacer otra cosa que beber y
conversar.
Nicolás trazó planos de los teatros sobre la mesa; utilizaba para ello un dedo mojado. Me habló de las
obras que había visto, de los actores famosos, de las casitas de los bulevares. Pronto me estaba
describiendo todas las cosas de París, olvidado ya su cinismo. Mi curiosidad le daba alas para hablar de
la Ile de la Cité, y del Barrio Latino, de la Sorbona, del Louvre.
Nos adentramos en asuntos más abstractos, en cómo se presentaban los sucesos en los periódicos,
en las tertulias de los estudiantes en los cafés. Me contó que el pueblo estaba inquieto y que era
desafecto a la monarquía. Que aspiraba a un cambio en el gobierno y que no tardaría mucho en
rebelarse. Me habló de los filósofos, Diderot, Voltaire, Rousseau.
No entendí todo lo que me contaba, pero, con su hablar rápido, sarcástico a veces, me proporcionó
una imagen maravillosamente completa de lo que estaba sucediendo en París.
Por supuesto, no me sorprendió saber que la gente instruida no creía en Dios, sino que estaba
infinitamente más interesada en la ciencia; que la aristocracia era objeto de grandes antipatías; y que lo
mismo sucedía con la Iglesia. Ésta era una época guiada por la razón, no por la superstición, y cuantas
más cosas decía Nicolás, mejor lo entendía yo.
Pronto se puso a describirme la Enciclopedia, la gran recopilación de conocimientos supervisada por
Diderot. Luego me habló de los salones a los que había asistido, las juergas, las veladas con las actrices.
Me describió los bailes públicos en la Palais Royal, donde solía aparecer María Antonieta entre la gente
del pueblo.
—He de confesar —dijo finalmente— que todo esto suena mucho mejor en esta habitación de lo que
es en realidad.
—No os creo —repliqué yo con suavidad. No quería que dejase de hablar. Quería que siguiera
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contando cosas eternamente.
—Estamos en tiempo de incredulidad, monseñor —comentó Nicolás mientras llenaba los vasos de
ambos con una nueva botella de vino—. Muy peligrosos.
—¿Peligrosos? ¿Por qué? —repliqué—. ¿Por poner fin a la superstición? ¿Qué otra cosa podría
haber mejor?
—Habláis como un auténtico hombre del siglo XVIII, monseñor —respondió él con una sonrisa de
ligera melancolía—. Pero ya nadie da valor a nada. No hay más que moda. Incluso el ateísmo es una
moda.
Yo siempre había tenido una mentalidad escéptica en religión, aunque por ninguna razón filosófica. En
mi familia, nadie creía mucho en Dios, ni entonces ni en el pasado. Por supuesto, ellos decían que sí a la
costumbre, y todos asistíamos a misa. Sin embargo, todo eso eran obligaciones sociales. Hacía mucho
tiempo que la religión había muerto en nuestra familia, igual quizá que en miles de familias de
aristócratas. Por mi parte, ni siquiera en el monasterio había creído en Dios. Había creído en los monjes
que me rodeaban.
Traté de explicárselo a Nicolás en palabras sencillas sin que se ofendiera, porque para su familia las
cosas eran de otra manera. Incluso su miserable y ambicioso padre (a quien yo admiraba en secreto) era
fervientemente religioso.
—Sin embargo, ¿pueden los hombres vivir sin esas creencias? —preguntó él casi con tristeza—.
¿Pueden los hijos afrontar el mundo sin ellas?
Empecé a comprender la razón de su sarcasmo y cinismo. Todavía estaba muy reciente su pérdida de
fe, y hablar de ello era un trago amargo para él.
Con todo, por acerbo que fuera su sarcasmo, emanaba de mi interlocutor una gran energía, una
pasión irreprimible. Y eso me atrajo de él. Creo que sentí amor por él. Un par de vinos más y quizá
terminaría confesándole algo absolutamente ridículo por el estilo.
—Yo he vivido siempre sin creencias —afirmé.
—Sí, ya lo sé —respondió él—. ¿Recordáis la historia de las brujas, esa vez que llorasteis en el lugar
de las brujas?
—¿Que lloré por las brujas?
Le miré unos instantes sin saber a qué se refería, pero pronto se agitó dentro de mí un doloroso
sentimiento de humillación. Demasiados de mis recuerdos tenían aquel mismo regusto. Y en aquel
momento tenía que recordar haber llorado por unas brujas.
—No recuerdo —contesté.
—Éramos pequeños y el sacerdote nos estaba enseñando las oraciones. Un día el sacerdote nos
llevó a ver el lugar donde habían quemado a las brujas muchos años antes, y encontramos las viejas
estacas y el suelo ennegrecido.
—¡Ah, ese lugar! —Me recorrió un escalofrío—. ¡Qué sitio tan horrible!
—Os pusisteis a gritar y a llorar. Incluso mandaron llamar al propio marqués, porque vuestra niñera no
conseguía calmaros.
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—Era un niño terrible —murmuré, tratando de quitarle importancia al asunto. Por supuesto que lo
recordaba todo ahora: los gritos, el traslado a casa, las pesadillas con las hogueras. Alguien que me
humedecía la frente y decía: «Lestat, despierta».
Pero no había revivido la escena desde hacía años. Cuando pasaba por las cercanías de aquel lugar,
lo único que evocaba era el emplazamiento en sí: el bosquecillo de estacas ennegrecidas, las imágenes
de hombres, mujeres y niños quemados vivos.
Nicolás me estudiaba.
—Cuando vuestra madre acudió a buscaros, dijo que todo aquello era obra de la ignorancia y la
crueldad. Estaba furiosa con el sacerdote por contaros esas viejas historias.
Asentí.
El horror último había sido oír que toda aquella gente de nuestro propio pueblo, olvidada desde hacía
tanto tiempo, había muerto por nada; que eran inocentes. «Víctimas de la superstición», había declarado
ella. «No había brujas de verdad.» No era extraño que yo no dejara de gritar y gritar.
—Mi madre, en cambio —dijo Nicolás—, me contó una historia diferente: que las brujas estaban en
alianza con el diablo y que habían arruinado las cosechas y que, convertidas en lobos, mataban ovejas y
niños...
—¿Acaso no sería mejor el mundo si nunca más se quemara a nadie en el nombre de Dios? —
pregunté—. ¿Si no se continuara creyendo que Dios puede ordenar al hombre hacer tal cosa a su
semejante? ¿Cuál es el peligro de un mundo racional donde horrores como éste no se produzcan?
Él se inclinó hacia adelante y frunció el entrecejo con aire malicioso.
—Los lobos no os hirieron en la montaña, ¿verdad? —inquirió en tono festivo—. ¿No os habréis
convertido en hombre lobo, monseñor, sin que nadie lo haya advertido? —Acarició el forro de la capa de
terciopelo que aún cubría mis hombros y continuó—: Recordad lo que dijo el buen cura: que en esa
época habían quemado a un buen número de hombres lobo. Entonces constituían una amenaza habitual.
Me eché a reír.
—Si me volviera lobo —respondí—, una cosa os puedo asegurar. No me quedaría por aquí a matar
niños. Me alejaría de este pueblo repugnante y miserable donde todavía asustan a los niños con cuentos
de quemas de brujas. Huiría camino de París y no me detendría hasta ver sus murallas.
—Y entonces descubriríais que París es otro agujero repugnante y miserable —replicó él—, donde a
los ladrones les rompen los huesos en la rueda a la vista del populacho en la place de Gréve.
—No —insistí—. Vería una ciudad espléndida donde nacen grandes ideas en las mentes de ese
populacho, ideas que habrán de iluminar hasta el rincón más oscuro de este mundo.
—¡Ah, sois un soñador! —exclamó Nicolás, pero estaba encantado. Cuando sonreía, su belleza
destacaba todavía más.
—Y conoceré gente como vos —proseguí—, gente que tiene ideas en la cabeza y verbo fácil para
expresarlas, y nos sentaremos en los cafés y beberemos juntos y nos enfrentaremos apasionadamente
con palabras y seguiremos conversando el resto de nuestras vidas en un divino frenesí.
El alargó el brazo, me lo pasó en torno al cuello y me besó. Casi volcamos la mesa de lo felices y
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borrachos que estábamos.
—Mi señor, el matador de lobos —me susurró.
Con la tercera botella de vino, empecé a contar mi vida como nunca lo había hecho: expliqué lo que
sentía cada día al adentrarme a caballo por las montañas, al alejarme hasta perder de vista las torres del
castillo de mi padre, a cabalgar por los campos arados hasta el lugar donde el bosque parecía casi
encantado.
Las palabras comenzaron a fluir de mis labios como antes lo habían hecho de los suyos, y pronto nos
encontramos hablando de mil cosas que habíamos sentido en nuestros corazones, confidencias de
secretas soledades, y las palabras parecían fundamentales, como lo habían sido en aquellas raras
ocasiones con mi madre. Y mientras describíamos nuestras mutuas añoranzas e insatisfacciones, nos
expresábamos con gran vivacidad, con cosas como «¡sí, sí!» y «¡exactamente!», y «entiendo
perfectamente a qué os referís», y «sí, claro, uno siente que no puede soportarlo», etcétera.
Otra botella y un nuevo fuego. Le pedí a Nicolás que tocara el violín para mí y corrió a buscarlo
inmediatamente a su casa.
Caía ya la tarde. El sol entraba al sesgo por la ventana y el fuego del hogar estaba muy vivo. Y...
estábamos muy borrachos. No habíamos llegado a pedir la cena y yo me sentía más feliz que nunca en
mi vida. Me acosté en el apelmazado colchón de paja del camastro con las manos detrás de la cabeza,
observándole mientras sacaba el instrumento.
Se llevó el violín al hombro y empezó a puntear las cuerdas mientras las afinaba ajustando las
clavijas.
Después levantó el arco y lo dejó caer con fuerza sobre las cuerdas para hacer sonar la primera nota.
Me incorporé hasta quedar sentado y apoyado con la espalda contra la pared de madera; le miré
fijamente, pues no podía creer en el sonido que empecé a escuchar.
Entró en la melodía desgarrándola, arrancando las notas del violín. Y cada una de ellas era
translúcida y vibrante. Nicolás tenía los ojos cerrados, la boca un poco distorsionada, el labio inferior
ligeramente ladeado; y lo que me encogió el corazón casi tanto como la propia tonada fue ver cómo todo
su cuerpo se fundía en la música, cómo su alma se apretaba al instrumento como si fuera un sensible
oído más.
Jamás había escuchado música como aquélla, tales vigor e intensidad, los rápidos y brillantes
torrentes de notas que surgían de las cuerdas. Estaba interpretando una pieza de Mozart y tenía toda la
alegría, la ligereza y el intenso encanto de cuanto Mozart escribió.
Cuando terminó, yo estaba mirándole, y me di cuenta de que yo tenía mi cabeza apretada entre
ambas manos.
—¿Qué os sucede, monseñor? —exclamó él, casi con impotencia. Me puse en pie y le estreché entre
mis brazos y le besé en ambas mejillas y besé el violín.
—Deja de llamarme monseñor —le dije—. Llámame por mi nombre.
Me tendí de nuevo en la cama y hundí el rostro en el brazo y rompí a llorar y, una vez hube
empezado, no pude parar.
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El se sentó a mi lado, me abrazó y me preguntó por qué lloraba, y, aunque no pude explicárselo,
advertí que estaba abrumado por el efecto que me había producido su música. En ese instante, no había
en Nicolás el menor sarcasmo, la más mínima amargura.
Creo que, esa noche, él me llevó al castillo de mi familia.
Y, a la mañana siguiente, yo estaba en la zigzagueante calle empedrada, delante de la tienda de su
padre, arrojando piedrecitas a su ventana.
Y, cuando al fin asomó la cabeza, le pregunté:
—¿Quieres bajar a continuar nuestra conversación?
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A partir de entonces, cuando no andaba de caza, mi vida estaba con Nicolás y evocando «nuestra
conversación».
Se acercaba la primavera, las montañas estaban salpicadas de verde y el huerto de manzanos
empezaba a revivir. Y Nicolás y yo estábamos siempre juntos.
Dimos largos paseos por las laderas rocosas, tomamos pan y vino al sol, sobre la hierba, y recorrimos
las ruinas de un viejo monasterio al sur del pueblo. A veces nos quedábamos en mis habitaciones o
subíamos a las almenas. Y luego, cuando estábamos demasiado bebidos y armábamos demasiado
alboroto como para que los demás nos soportaran, volvíamos a nuestra habitación de la posada.
Con el paso de las semanas, fuimos abriéndonos cada vez más el uno al otro. Nicolás me habló de su
infancia en la escuela, de las pequeñas decepciones de sus primeros años, de la gente que él había
conocido y querido.
Y yo empecé a contarle mis aflicciones..., hasta terminar con la vieja vergüenza de mi escapada con
los actores italianos.
Me vino a los labios una noche, durante una nueva visita a la posada, mientras estábamos ebrios
como de costumbre. De hecho, estábamos en ese momento de la borrachera que los dos habíamos dado
en llamar el Instante de Oro, en el que todo tenía sentido. Siempre tratábamos de prolongar ese
momento, hasta que, inevitablemente, uno de nosotros confesaba: «No puedo seguir más; creo que el
Instante de Oro ha pasado».
Esa noche, mientras contemplaba la Luna sobre las montañas por la ventana, afirmé que, en ese
Instante de Oro, no era tan terrible que no estuviéramos en París, que no nos halláramos en la Opera o
en la Comedie, esperando a que se levantara el telón.
—Tú y tus teatros de París —replicó él—. Hablemos de lo que hablemos, siempre vuelves al tema de
los teatros y los actores...
Sus ojos pardos eran enormes y confiados. E, incluso borracho como estaba, conservaba la elegancia
con su levita de terciopelo rojo parisiense.
—Los actores y actrices hacen magia —afirmé—. Hacen que se produzcan cosas en el escenario,
inventan, crean...
—Espera a ver cómo les corre el sudor por los rostros pintarrajeados bajo el resplandor de las luces.
—¡Ah, ya estamos con ésas otra vez! ¡Precisamente tú, el que lo ha abandonado todo para tocar el
violín!
De repente, Nicolás se puso terriblemente serio, abatido, como si estuviera cansado de sus propias
luchas.
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—Sí, eso hice —confesó.
Para entonces, el pueblo entero sabía ya de la batalla entre él y su padre. Nicolás no volvería a
estudiar en París.
—Cuando actúas, creas vida —insistí—. Haces surgir algo de la nada. Haces que suceda algo bueno.
Y, para mí, eso es una bendición.
—Yo hago música, y eso me hace feliz —respondió—. ¿Qué tiene de bueno o de bendito?
Hice caso omiso de su comentario, como siempre hacía ahora con sus muestras de cinismo.
—Yo he vivido todos estos años entre gente que no crea nada ni cambia nada —declaré—. Los
actores y los músicos..., para mí son santos.
—¿Santos? —repitió él—. ¿Bondad? ¿Bendición? ¡Lestat, tu léxico me asombra!
Sonreí y sacudí la cabeza.
—No entiendes. Estoy hablando de la naturaleza de los seres humanos, no de las creencias. Hablo de
los que no aceptarían una mentira inútil por el solo hecho de haber nacido para ello. Me refiero a los que
serían algo mejor. Se esfuerzan, se sacrifican, hacen cosas...
Le vi conmovido por mis palabras y me sorprendió un poco haberlas pronunciado. Sin embargo, sentí
que, de alguna manera, le había herido.
—Hay beatitud en ello. Hay santidad. Y, con Dios o sin Él, hay bondad. Lo sé como sé que ahí fuera
están las montañas, como sé que las estrellas brillan.
Me dirigió una mirada triste. Aún parecía dolido. Pero, en aquel momento, yo no pensaba en él.
Pensaba en la conversación que había tenido con mi madre y en mi creencia de que no podía ser
bueno si desafiaba a mi familia. Pero si realmente creía en lo que estaba diciendo...
Como si leyera los pensamientos, Nicolás me preguntó:
—¿Pero de verdad estás convencido de esas cosas?
—Quizá sí, quizá no —respondí. No podía soportar verle tan triste.
Y creo que, más por ello que por cualquier otra causa, le conté toda la historia de cómo había
escapado yo con los actores. Le conté lo que no había explicado nunca a nadie, ni siquiera a mi madre,
sobre aquellos pocos días y la felicidad que me habían proporcionado.
—Y bien —le pregunté a continuación—, ¿cómo podría no ser bueno dar y recibir tal felicidad? Dimos
vida a esa ciudad cuando representamos nuestra obra. Es magia, te lo digo. Podría curar a los enfermos,
seguro que sí.
Él movió la cabeza y me di cuenta de que, por respeto a mí, callaba algunas cosas que deseaba decir.
—No entiendes, ¿verdad? —insistí.
—Lestat, el pecado siempre sienta bien —afirmó él con voz grave—. ¿No lo ves? ¿Por qué crees que
la Iglesia ha condenado constantemente a los actores? El teatro procede de Dioniso, el dios del vino. Lo
puedes leer en Aristóteles. Y Dioniso fue un dios que conducía a los hombres al desenfreno. Te sentó
bien salir a ese escenario porque era un acto de abandono y lujuria y libertinaje, el ancestral culto al dios
de la uva, y te lo pasaste en grande por el hecho de desafiar a tu padre...
—No, Nicolás. No y mil veces no.
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—Lestat, somos compañeros de pecado —dijo él, sonriendo por fin—. Siempre lo hemos sido. Los
dos nos hemos portado mal y los dos estamos totalmente desacreditados. Eso es lo que nos une.
Ahora había llegado mi turno de mostrarme triste y dolido. Y el Instante de Oro era ya imposible de
recuperar..., a menos que sucediera algo nuevo.
—Vamos —dije de pronto—. Coge el violín y vámonos a algún rincón del bosque donde no
despertemos a nadie con la música. Ya veremos si no hay bondad en ella.
—¡Eres un loco! —exclamó él, pero agarró por el cuello la botella sin abrir y se encaminó hacia la
puerta inmediatamente.
Yo fui tras él.
Cuando salió de su casa con el violín, me propuso:
—¡Vamos al lugar de las brujas! Mira, hay media luna y tendremos suficiente luz. Bailaremos la danza
del diablo y tocaremos para los espíritus de las brujas.
Me eché a reír. Tenía que estar borracho para continuar con aquello.
—Volveremos a consagrar el sitio —insistí— mediante una música buena y pura.
Llevaba años y años sin pisar el lugar de las brujas.
El claro de luna que lo bañaba permitía ver, como Nicolás había descrito, las estacas chamuscadas
formando el círculo siniestro y la zona de terreno donde seguía sin crecer nunca nada, transcurridos cien
años de la quema. Los arbolillos jóvenes del bosque se mantenían a distancia, y ello hacía que el viento
azotara el claro. Arriba, aferrado a la rocosa ladera, el pueblo se cernía en sombras.
Me recorrió un leve escalofrío, pero no fue más que la mera sombra de la angustia que había sentido
de niño al escuchar las terribles palabras «asados vivos», cuando había imaginado el sufrimiento.
El encaje blanco de Nicolás destacaba bajo la pálida luz; empezó de inmediato a tocar una canción
gitana y a bailar dando vueltas en círculo al mismo tiempo.
Me senté en un gran tocón quemado y eché un trago de la botella. Y me embargó aquel sentimiento
desgarrador que me invadía cada vez que Nicolás interpretaba la música. ¿Qué otro pecado había allí,
pensé, salvo el de desperdiciar mi existencia en aquel horrible lugar? Muy pronto me encontré llorando en
silencio y a hurtadillas.
Aunque me parecía que la música no había cesado, vi a Nicolás consolándome. Nos sentamos uno al
lado del otro y me dijo que el mundo está lleno de injusticia, y que los dos, tanto él como yo, éramos
prisioneros de aquel horrible rincón de Francia, y que algún día escaparíamos de allí. Yo pensé en mi
madre, allá en el castillo en lo alto de la montaña, y la tristeza me embargó hasta que me resultó
insoportable, y Nicolás empezó a tocar de nuevo, instándome a bailar y a olvidarlo todo.
Sí, quise decir, eso era lo que podría impulsar a uno a obrar. ¿Era eso pecado? ¿Cómo podría ser
malo? Fui tras Nicolás, que se puso a bailar en un círculo. Las notas parecían surgir y elevarse del violín
como si fueran de oro. Casi podía verlas destellar. Di vueltas y vueltas en torno a Nicolás y él se
sumergió en una música más frenética y profunda. Desplegué las alas de mi capa forrada de piel y eché
la cabeza hacia atrás para contemplar la Luna. La música se alzó a mi alrededor como si fuera humo, y el
lugar de las brujas dejó de existir. Encima de mí, sólo estaba el cielo, formando un gran arco que bajaba
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hasta las montañas.
Debido a todo esto, Nicolás y yo nos sentimos más unidos en los días que siguieron.
Pero, unas noches después, sucedió algo extraordinario.
Era tarde. Volvíamos a encontrarnos en la habitación de la posada, y Nicolás, que no dejaba de
deambular por la estancia y de gesticular teatralmente, puso al fin en palabras lo que había estado
rondando nuestras mentes desde hacía tiempo.
Dijo que debíamos huir a París aunque no tuviéramos un céntimo. Que era mejor eso que quedarse
allí. ¡Aunque tuviéramos que vivir como mendigos en la capital! Tenía que ser mejor.
Como es lógico, los dos habíamos llegado gradualmente a aquella conclusión.
—Bien —asentí—. Aunque tengamos que ser mendigos callejeros, Nicolás. Porque antes prefiero
condenarme al infierno que interpretar el papel de primo del pueblo que llega sin un céntimo a suplicar a
la puerta de las grandes mansiones.
—¿Crees que quiero verte hacer tal cosa? —replicó él—. Te estoy hablando de huir lejos de ellos,
Lestat. De vengarnos de todos ellos.
Me pregunté si realmente quería seguir adelante con aquello. Sin duda, nuestros padres nos
maldecirían. Pero, al fin y al cabo, nuestra vida en el pueblo era completamente vacía.
Por supuesto, los dos sabíamos que, esta vez, nuestra huida juntos sería mil veces más seria que
nada de cuanto habíamos hecho hasta entonces. Ya no éramos adolescentes, sino hombres hechos y
derechos. Nuestros padres nos maldecirían, sin duda, y eso era algo que ninguno de los dos podíamos
tomarnos a risa.
Y también teníamos edad suficiente para conocer el significado de la pobreza.
—¿Qué voy a hacer en París cuando tengamos hambre? —pregunté—. ¿Cazar ratas para cenar?
—Si es preciso, yo tocaré el violín por unas monedas en el boulevard du Temple. Y tú puedes ir a los
teatros. —Nicolás me estaba retando de verdad. Me estaba diciendo: « ¿Qué era todo eso, Lestat: sólo
palabras?» —. Con tu apariencia, seguro que subirás a algún escenario del boulevard du Temple en un
abrir y cerrar de ojos.
Me alegré de este cambio en «nuestra conversación». Me encantó ver que Nicolás estaba convencido
de que podíamos hacerlo. Se había desvanecido todo su cinismo, aunque seguía empleando la palabra
«resentimiento» cada par de frases, más o menos.
Y la idea de que nuestra vida en el pueblo carecía de sentido empezó a inflamarnos.
Insistí en el argumento de que la música y el teatro eran buenos porque hacían retroceder el caos. El
caos era el vacío sin sentido de la vida cotidiana y, si moríamos en aquel momento, nuestras existencias
no habrían sido más que un vacío sin sentido. De hecho, me puse a pensar que la proximidad de la
muerte de mi madre carecía de sentido y le confié a Nicolás lo que ella me había dicho: «Estoy
absolutamente horrorizada. Tengo miedo».
El Instante de Oro, si en algún momento se había producido, había desaparecido de la estancia y
empezaba a dar paso a otra cosa distinta.
Debería denominarla el Instante Tenebroso, aunque seguía siendo una situación exaltada y llena de
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una luz espectral. Nicolás y yo hablábamos con animación, maldecíamos aquella existencia sin sentido,
y, cuando mi interlocutor se sentó por fin y apoyó la cabeza entre las manos, yo tomé unos rápidos y
copiosos tragos de vino y me puse a gesticular y a deambular por la estancia como él había hecho antes.
Mientras lo decía en voz alta, en mitad de la frase comprendí que ni siquiera al morir encontraríamos
respuesta, probablemente, al porqué de nuestra existencia. Incluso el ateo declarado piensa que en la
muerte hallará una respuesta: o bien encontrará allí a Dios, o no habrá nada en absoluto.
—Pero lo que sucede —dije— es que en ese último trance no hacemos ningún descubrimiento.
¡Sencillamente, dejamos de existir! Pasamos a la no existencia sin averiguar absolutamente nada.
Vi el universo, una imagen del Sol, los planetas, las estrellas y una noche negra que se prolongaba
eternamente. Y me puse a reír.
—¿Te das cuenta? ¡Nunca, ni siquiera cuando todo haya terminado, sabremos por qué diablos han
sucedido las cosas como lo han hecho! —le grité a Nicolás, quien, recostado en el lecho, asentía
mientras daba tientos a un botellón de vino—. Moriremos sin saber nada. Jamás conoceremos nada, y
este vacío se prolongará indefinidamente. Y nosotros dejaremos de ser testigos de él; ni siquiera
tendremos esa mínima capacidad para darle sentido en nuestras mentes. Estaremos muertos, muertos,
muertos... ¡sin alcanzar jamás a saber!
Mientras decía estas palabras, dejé de reírme. De pie en la estancia, inmóvil, comprendí en toda su
magnitud lo que mis labios estaban diciendo.
No había día del juicio, no había una explicación final, no había ningún momento luminoso en el cual
todos los terribles errores cometidos fueran corregidos y todos los horrores fueran compensados.
Las brujas quemadas en la hoguera no serían vengadas jamás.
¡Nadie iba a decirnos nunca nada!
En aquel instante, no sólo lo comprendí así. ¡Lo vil Lancé una exclamación: «¡Oh!»; la repetí: «¡Oh!»,
y continué emitiéndola, gritando cada vez más, al tiempo que dejaba caer al suelo la botella de vino. Me
llevé las manos a la cabeza y proseguí las exclamaciones y pude ver que tenía la boca abierta en aquel
círculo perfecto del que había hablado a mi madre, y continué gritando: «¡Oh, oh, oh!».
Era como un intenso ataque de hipo que era incapaz de detener. Y Nicolás me sujetó y empezó a
sacudirme, mientras me chillaba:
—¡Lestat, basta!
Pero yo no podía parar. Corrí a la ventana, corrí el pestillo y abrí el pesado cristal para contemplar las
estrellas. Su visión me resultó insoportable. No podía tolerar su inmenso vacío, su silencio, la ausencia
absoluta de cualquier respuesta, y empecé a soltar alaridos mientras Nicolás me apartaba del alféizar y
cerraba el cristal.
—Te pondrás bien —repitió una y otra vez. Alguien llamaba a la puerta. Era el posadero, exigiendo
que acabáramos con aquel alboroto.
—Por la mañana te encontrarás mejor —insistió Nicolás—. Ahora tienes que dormir.
Habíamos despertado a todo el mundo. Incapaz de contenerme, continué repitiendo aquel sonido. Por
fin, salí corriendo de la posada con Nicolás pisándome los talones, y crucé el pueblo y subí la cuesta
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hacia el castillo mientras Nicolás trataba de darme alcance. Dejé atrás las puertas del castillo y subí a mi
habitación.
—Lo que necesitas es dormir —continuó diciéndome Nicolás con voz desesperada. Yo estaba
apoyado en la pared, tapándome los oídos con las manos, y el sonido incontenible seguía surgiendo de
mi boca.
—¡Oh, oh, oh!
—Por la mañana te encontrarás mejor —me aseguró.
Pues bien, por la mañana no me encontré mejor.
Y tampoco mejoraron las cosas al caer la noche; de hecho, con la llegada de la oscuridad empeoraron
aún más.
Me pasé el día caminando, hablando y moviéndome como si estuviera normal, pero me sentía
abrumado. Los dientes me castañeteaban sin que pudiera evitarlo. Observaba con horror cuanto me
rodeaba. La oscuridad me aterraba. La visión de las viejas armaduras del corredor me daba miedo.
Contemplé el garrote y la maza de estrella que había llevado en la cacería de los lobos. Contemplé el
rostro de mis hermanos. Lo contemplé todo, y, tras cada composición de colores, luces y sombras, vi
siempre lo mismo: la muerte. Sólo que no era la muerte como la había concebido hasta entonces, sino la
muerte como la veía ahora. Una muerte real, total, inevitable, irreversible y que no daba respuesta a
nada.
Y, en aquel insoportable estado de agitación, empecé a hacer algo que no había hecho nunca hasta
entonces. Me volví a quienes me rodeaban y me puse a interrogarles implacablemente.
—¿Pero tú crees en Dios? —le pregunté a mi hermano Augustin—. ¿Cómo puedes vivir si no?
—¿Pero tú crees de verdad en algo? —pregunté a mi padre ciego—. Si supieras que ibas a morir en
este mismo instante, ¿esperarías ver a Dios o encontrar tinieblas? ¡Dímelo!
—¡Estás loco! ¡Siempre lo has estado! —me gritó él—. ¡Fuera de esta casa! ¡Vas a volvernos locos a
todos!
Pese a que le resultaba difícil por estar ciego e impedido, se incorporó y trató de acertarme con un
tazón, aunque, como es lógico, no me alcanzó.
Me sentí incapaz de mirar a mi madre. No pude acercarme a ella. No quería hacerla sufrir con mis
preguntas. Bajé a la posada. La evocación del lugar de las brujas me resultaba insoportable. ¡No me
habría acercado a aquel rincón del pueblo por nada del mundo! Me cubrí los oídos con las manos y cerré
los ojos, tratando de expulsar de mi cabeza la imagen de aquellos desgraciados que habían tenido una
muerte tan horrible, sin alcanzar, por un solo instante, a comprender nada.
En el segundo día, las cosas no mejoraron.
Y tampoco estaban mejor al cabo de una semana.
Yo comía, bebía y dormía, pero cada instante de vigilia era puro pánico y puro dolor. Acudí al cura del
pueblo a preguntarle si de verdad creía que el Cuerpo de Cristo estaba presente en el altar en la
Consagración. Después de escuchar sus respuestas balbucientes, y de ver el miedo en sus ojos, me
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despedí de él más desesperado que antes.
—¿Pero cómo vive uno, cómo sigue respirando y moviéndose y haciendo cosas cuando sabe que no
existe ninguna explicación?
Finalmente, estaba desvariando, Y, entonces, Nicolás comentó que tal vez la música me hiciera sentir
mejor y que tocaría el violín para mí.
Tuve miedo de la intensidad de su música, pero salimos a los huertos y, bajo la luz del sol, Nicolás
interpretó todas las tonadas que sabía. Me senté allí con los brazos cruzados, las rodillas encogidas y los
dientes castañeteándome pese a estar a pleno sol. El pulido instrumento reflejaba los rayos dorados, y
contemplé cómo Nicolás se sumergía en la música delante de mí. Las notas, puras y sin elaborar, se
expandían mágicamente hasta llenar el huerto y el valle, aunque no se trataba de magia alguna, y
Nicolás, por último, me pasó los brazos alrededor y nos quedamos allí sentados en silencio hasta que él
dijo en voz muy baja:
—Créeme, Lestat, esto se te pasará.
—Toca otra vez —le pedí—. La música es inocente.
Nicolás sonrió y asintió. Le seguía la corriente al loco.
Y me di cuenta de que no se me pasaría, y de que nada podría, por el momento, hacer que lo
olvidara. Sin embargo, al propio tiempo, sentí una gratitud inexpresable por la música, por el hecho de
que en aquel horror pudiera haber algo de tal belleza.
Uno no podía entender nada ni cambiar nada, pero podía hacer una música como aquélla. Y sentí la
misma gratitud cuando vi a los niños del pueblo bailando, cuando vi sus brazos levantados y sus rodillas
dobladas y sus cuerpos moviéndose al ritmo de las canciones que entonaban. Al observarles, rompí a
llorar.
Penetré en la iglesia y, arrodillado, me apoyé contra la pared y contemplé las viejas estatuas y sentí la
misma gratitud al contemplar los dedos delicadamente esculpidos y las narices y las orejas y las
expresiones de los rostros y los marcados pliegues de las indumentarias y no pude evitar que me saltaran
de nuevo las lágrimas.
Al menos, nos quedaba toda aquella belleza, me dije. Toda aquella bondad.
¡Pero ahora no me parecía bello nada de cuanto me mostraba la naturaleza! La mera visión de un
gran árbol alzándose en solitario en mitad de un campo me hacía temblar y gritar, llenar de gritos el
huerto.
Y dejad que os cuente un pequeño secreto: En realidad, nunca se me pasó.
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¿Cuál fue la causa? ¿Fue tanto beber y charlar de madrugada, o tuvo que ver con la revelación de mi
madre sobre la proximidad de su muerte? ¿Guardaba alguna relación con los lobos? ¿O acaso era el
lugar de las brujas lo que había hechizado mi mente?
Lo ignoro. La sensación me había asaltado como impuesta sobre mí desde fuera. En un momento
dado, era una simple idea, y al instante siguiente era algo real. Me da la impresión de que uno puede
invitar a que surja una cosa así, pero no puede hacer que se produzca.
Por supuesto, su fuerza iba a decrecer con el tiempo, pero el cielo nunca volvió a tener el mismo tono
de azul. Quiero decir que el mundo siempre me pareció distinto desde entonces, e, incluso en momentos
de exquisita felicidad, me acechaba la oscuridad, la conciencia de nuestra fragilidad y de nuestra
ausencia de esperanzas.
Tal vez fue un presentimiento, pero no lo creo. Fue más importante que eso y, para ser sincero, no
creo en los presentimientos.
Volviendo al relato, sin embargo, diré que durante ese período de aflicción me mantuve a distancia de
mi madre, decidido a evitar en su presencia aquellos monstruosos comentarios sobre la muerte y el caos.
Pero a pesar de mi actitud, ella oyó comentar a todo el mundo que yo había perdido la razón, y,
finalmente, en la noche del primer domingo de Cuaresma, acudió a verme. Me encontraba a solas en mi
habitación y toda la familia había bajado al pueblo al caer la tarde, para participar en la gran hoguera que
era costumbre encender cada año en esa fecha.
A mí siempre me había repugnado la celebración. Tenía un aire espantoso y terrible: las llamas
rugientes, los bailes y cantos, los campesinos alejándose luego entre los huertos de frutales con las
antorchas, entonando sus extraños cánticos.
Durante un tiempo, tuvimos en el pueblo un párroco que tachaba de pagana la costumbre. Pero los
vecinos se libraron pronto de él. Los campesinos de nuestras montañas mantenían sus viejos ritos. Era
para hacer florecer los árboles y crecer los cereales y demás lindezas. Y en esta ocasión, más que
nunca, creí ver en ellos una multitud de hombres y mujeres capaz de quemar brujas.
En el estado mental en que me hallaba, me quedé paralizado de terror. Tomé asiento junto a la
chimenea de mi habitación, tratando de resistir el impulso de acudir a la ventana y contemplar la gran
hoguera que me atraía tanto como me asustaba.
Mi madre entró, cerró la puerta tras ella y me dijo que debía hablar conmigo. Todos sus gestos
rezumaban ternura.
—El estado en que te encuentras, ¿es a causa de mi próxima muerte? —me preguntó—. Si lo es,
dímelo. Y pon tus manos en las mías.
Incluso me besó. Se la veía frágil con su camisón descolorido, y llevaba el cabello suelto. No soporté
ver sus vetas canosas. Tenía un aspecto famélico.
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Pero le dije la verdad, que no lo sabía, y luego le expliqué parte de lo sucedido en la posada. Intenté
no transmitir el horror, la extraña lógica del asunto. Intenté no hacerlo todo tan absoluto.
Ella me escuchó y luego dijo.
—Eres un luchador, hijo mío. Nunca aceptas nada. Ni siquiera si se trata del destino de toda la
humanidad.
—¡No puedo! —repliqué, abrumado.
—Y yo te quiero por ser así —continuó—. Es muy propio de ti que te dieras cuenta de eso en una
pequeña estancia de una posada, de madrugada y entre trago y trago de vino. Y también es muy propio
de ti enfurecerte contra ello igual que liberas tu cólera contra todo lo demás.
Me puse a llorar otra vez, aunque sabía que ella no me estaba censurando. Luego sacó un pañuelo,
en cuyo interior aparecieron varias monedas de oro.
—Te recuperarás de esto —me dijo—. De momento, la muerte está estropeándote la vida, eso es
todo. Pero la vida es más importante que la muerte. Te darás cuenta muy pronto. Ahora, escucha lo que
tengo que decirte. He hecho venir al médico y a esa vieja del pueblo, que sabe aún más que él de
curaciones. Los dos están de acuerdo en que no viviré mucho más.
—Basta, madre —la interrumpí, consciente de mi actitud egoísta pero incapaz de contenerme—. Y
esta vez no habrá regalos. Guarda ese dinero.
—Siéntate —me ordenó. Señaló el banco junto al hogar y, a regañadientes, la obedecí. Ella se sentó a
mi lado—. Sé que tú y Nicolás habláis de escaparos.
—No pienso irme, madre...
—¿Qué? ¿Hasta que yo haya muerto?
No respondí. No puedo describir el estado mental en que me encontraba. Aún seguía hipersensible,
presa de escalofríos, y ahora teníamos que hablar del hecho de que aquella mujer, viva y palpitante, iba a
dejar de vivir y de respirar para empezar a descomponerse y pudrirse, que su alma caería dando vueltas
en un abismo y que todo cuanto había sufrido en vida, incluido el final de ésta, quedaría en la nada. Su
pequeño rostro parecía pintado en un velo.
Y desde el pueblo lejano llegaba el leve sonido de los cánticos.
—Quiero que vayas a París, Lestat —me dijo—. Quiero que cojas este dinero, que es lo único que me
queda de mi familia. Quiero saber que estás en París cuando me llegue la hora, Lestat. Quiero morir
sabiendo que estás allí.
Me quedé desconcertado. Recordé su expresión afligida de años atrás, cuando me habían traído de
regreso tras la aventura con la trouppe italiana. La contemplé durante un largo instante. Su voz
persuasiva sonaba casi enfadada.
—Me aterra morir —continuó ella. Su voz se volvió casi áspera—. Y te juro que me volveré loca si no
sé que estás libre y en París cuando el momento llegue por fin.
La interrogué con la mirada. Le estaba preguntando con mis ojos: «¿Lo dices de veras?».
—Te he retenido aquí tanto como tu padre —afirmó—. No lo he hecho por orgullo, sino por egoísmo.
Y ahora voy a compensarte por ello. Te veré marchar. No me importa lo que hagas cuando llegues a
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París, si te dedicas a cantar mientras Nicolás toca el violín o a dar saltos mortales en el escenario de la
feria de Saint Germain, pero márchate y haz lo que sea como mejor sepas.
Intenté estrecharla en mis brazos. Al principio se resistió, pero luego noté cómo cedía y se fundía
conmigo y se entregaba a mí tan completamente que, en aquel momento, creí entender por qué siempre
se había mostrado tan distante. Rompió a llorar, cosa que yo nunca le había visto hacer. Y yo gocé de
aquel instante pese a todo el dolor que contenía. Me dio vergüenza sentir aquello, pero no la solté. La
mantuve abrazada con fuerza y tal vez la besé por todas las veces que no me había permitido hacerlo.
Por un instante, parecíamos dos partes de una misma cosa.
Después, ella fue sosegándose. Pareció recobrar el dominio de sí misma y, poco a poco pero con
firmeza, se desasió de mí y me apartó.
Se pasó mucho rato hablando. Dijo cosas que no entendí entonces, respecto a que sentía un
maravilloso placer al verme salir de cacería a lomos de mi yegua y a que sentía el mismo placer cuando
ponía furioso a todo el mundo y tronaba contra mi padre y mis hermanos preguntándoles por qué
teníamos que vivir como lo hacíamos. Me habló también, con palabras casi escalofriantes, de que yo era
una parte secreta de su anatomía, de que era para ella el órgano del que carecen las mujeres.
—Tú eres el hombre que hay en mí —declaró—. Por eso te he mantenido aquí, temerosa de vivir sin
ti. Tal vez ahora, al enviarte lejos, sólo estoy cumpliendo con lo que ya debería haber hecho antes.
Me desconcertó un poco. Jamás había pensado que una mujer pudiera sentir ni expresar en palabras
algo semejante.
—El padre de Nicolás conoce vuestros planes. El posadero os oyó comentarlos y se lo contó. Es
importante que os vayáis enseguida. Tomad la diligencia al amanecer y escríbeme cuando llegues a
París. En el cementerio de les Innocents, cerca del mercado de Saint Germain, encontrarás amanuenses.
Busca uno que escriba en italiano; así, nadie más que yo podrá leer la carta.
Cuando mi madre salió de la habitación, apenas pude creer lo que acababa de suceder. Permanecí un
instante con la mirada perdida al frente. Luego contemplé la cama y su colchón de paja, los dos abrigos y
la capa roja, el par de botas de cuero junto al fuego. Por la estrecha hendidura de la ventana vi la mole
negra de las montañas que conocía desde la cuna. La oscuridad, las sombras, se apartaron de mí
durante un momento precioso.
Y me encontré corriendo escaleras y montaña abajo hasta el pueblo en busca de Nicolás, para decirle
que nos marchábamos a París. Que íbamos a hacerlo. ¡Nada podría detenernos esta vez!
Le encontré con su familia, en torno a la hoguera. Cuando me vio, me pasó el brazo en torno al cuello
y yo le pasé el brazo por la cintura y le arrastré lejos de la multitud y de las llamas, hacia un rincón del
prado.
El aire tenía un aroma verde y fragante como sólo se da en primavera. Incluso los cantos de los
campesinos parecían menos horribles. Empecé a bailar en círculos.
—¡Ve por el violín! —le dije—. Toca una canción que hable de ir a París. ¡En marcha! ¡Nos vamos por
la mañana!
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—¿Y de qué vamos a comer en París? —entonó Nicolás mientras, con las manos vacías, tocaba un
violín invisible—. ¿Piensas cazar ratas para la cena?
—¡No preguntes qué haremos cuando estemos allí! —respondí—. Lo único que importa es llegar.
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7
No habían transcurrido quince días cuando ya me encontraba en medio del gentío que deambulaba a
mediodía por el extenso cementerio público de les Innocents, con sus viejas criptas y sus hediondas
fosas comunes —el mercado más fantástico que había visto jamás— y allí, entre el hedor y el bullicio y
encorvado ante un memorialista italiano, procedía a dictarle la primera carta a mi madre.
Sí, habíamos llegado sin incidencias tras viajar día y noche, y teníamos alojamiento en la Ile de la
Cité, y éramos indeciblemente felices, y París era más cálida y hermosa y espléndida de lo que se podía
imaginar.
Deseé poder coger la pluma y escribir la carta yo mismo.
Quise contarle qué sentía al ver aquellas enormes mansiones, las antiguas callejas serpenteantes, el
bullicio de mendigos, buhoneros y nobles, las casas de cuatro y cinco pisos a ambos lados de los
concurridos bulevares.
Quise explicarle cómo iba la gente, los caballeros con las medias bordadas y los bastones de paseo
incrustados de plata chapoteando en el barro con sus chinelas de tonos pastel, las damas con sus
pelucas tachonadas de perlas meciendo a un lado y a otro las cestitas de seda y muselina, mi primer
lejano encuentro con la propia reina María Antonieta que paseaba con desenfado por los jardines de las
Tullerías.
Por supuesto, mi madre lo había visto todo mucho años antes de que yo naciera. Había vivido en
Nápoles, en Londres y en Roma con su padre. Aun así, quise contarle lo que me había proporcionado,
qué sentía al escuchar el coro de Notre Dame, al abrirme paso en los abarrotados cafés con Nicolás, al
hablar con sus viejos compañeros de estudios ante una taza de café inglés, al ponerme las finas ropas de
Nicolás —él me obligó a hacerlo— y a esperar tras las candilejas de la Comedie Française,
contemplando con adoración a los actores que ocupaban los escenarios.
Sin embargo, lo único que escribí en la carta fue tal vez lo mejor de todo ello, la dirección de la
buhardilla que llamábamos nuestro hogar, en la Ile de la Cité, y las novedades:
«Me han contratado en un teatro de verdad para hacer de meritorio, con buenas perspectivas de que
me den pronto un papel.»
No le conté, en cambio, que teníamos que subir seis pisos para llegar a nuestra buhardilla, que
hombres y mujeres reñían y se gritaban en las callejas debajo de nuestras ventanas, que ya nos
habíamos quedado sin dinero debido a mi insistencia de llevar a Nicolás a todas las óperas, ballets y
obras de teatro de la ciudad. Ni que el establecimiento donde trabajaba era un mísero teatrillo de bulevar,
un estrado elevado sobre una plataforma en la feria, y que mi trabajo consistía en ayudar a vestirse a los
actores, vender entradas, pasar la escoba y expulsar a los alborotadores.
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Pese a todo, me volvía a sentir en el paraíso. Lo mismo le sucedía a Nicolás, aunque ninguna
orquesta decente de la ciudad le contratara y tuviera que tocar solo con el reducido grupito de músicos
del teatro donde yo trabajaba; cuando estábamos realmente apurados, Nicolás hacía sonar su violín en
pleno bulevar, mientras yo, a su lado, pasaba el sombrero. ¡No teníamos la menor vergüenza!
Cada noche, corríamos peldaños arriba con una botella de vino barato y una hogaza del fino y dulce
pan parisino, pura ambrosía después de lo que habíamos comido en Auvernia. Y, bajo la luz de la vela de
sebo, la buhardilla era la vivienda más espléndida de cuantas había conocido nunca.
Como ya he explicado anteriormente, rara vez había estado en una habitación de madera, salvo en la
posada del pueblo. Pues bien, la nuestra tenía paredes y techo de escayola. ¡Aquello sí que era París!
También tenía un suelo de madera pulida e incluso un pequeño hogar con una chimenea nueva que, en
realidad, creaba una corriente de aire.
Así, pues, qué importaba si teníamos que dormir en jergones de paja apelmazada o si los vecinos nos
despertaban con sus peleas. Porque abríamos los ojos en París y podíamos salir a vagar codo con codo
por las calles y callejas durante horas, a revolver en las tiendas llenas de joyas y objetos de plata, de
tapices y estatuas, de riquezas como no había visto jamás. Incluso los hediondos mercados de carne me
deleitaban. El estruendo reinante en la ciudad, la incansable actividad de sus miles y miles de
menestrales, artesanos y dependientes, las idas y venidas de una muchedumbre inacabable.
De día, casi olvidaba la visión de la posada y la oscuridad que sentía. Salvo, claro está, cuando
pasaba junto a un cadáver tirado en algún sucio callejón, cosa bastante habitual, o cuando topaba con
una ejecución pública en la place de Gréve.
Y siempre topaba con tales ejecuciones públicas en la place de Gréve.
Entonces me alejaba de la plaza entre escalofríos, a punto de gemir. Si no distraía mi mente, podía
obsesionarme con aquello. Nicolás, por fortuna, era inflexible conmigo.
—¡Lestat, deja de hablar de lo eterno, de lo inmutable, de lo inescrutable! —exclamaba, y amenazaba
con golpearme o sacudirme si me oía quejarme.
Y cuando llegaba el crepúsculo —el momento del día que menos me gustaba—, no importaba si había
presenciado o no una ejecución, si el día había sido provechoso o irritante, a esa hora, me entraban los
temblores. Y sólo una cosa me salvaba de ellos: el calor, la excitación que me producían las brillantes
luces del teatro. Siempre me aseguraba de estar a salvo en el interior del local antes de la puesta de sol.
En el París de esa época, los teatros de los bulevares no eran ni siquiera locales reconocidos. Los
únicos teatros con apoyo oficial eran la Comedie Française y el Théàtre des Italiens, y en ellos se
representaban todas las obras serias, tanto tragedias como comedias, de autores como Racine, Corneille
y el brillante Voltaire.
Pero la vieja comedia italiana que yo adoraba —Pantaleón, Arlequín, Scaramouche y el resto—
continuaba donde siempre, entre funámbulos, acróbatas, prestidigitadores y titiriteros, en los
espectáculos de barraca de las ferias de Saint Germain y Saint Laurent.
Y los teatros de bulevar habían crecido a partir de estas ferias. En mi época, a finales del siglo XVIII,
formaban una serie de establecimientos permanentes a lo largo del boulevard du Temple, y, aunque
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actuaban para los bolsillos pobres que no podía permitirse los precios de los grandes teatros, también
acogían a buen número de gente pudiente. Numerosos aristócratas y ricos burgueses ocupaban los
palcos para contemplar las actuaciones, pues éstas rezumaban talento y vitalidad y no eran tan rígidas
como las obras del gran Racine o el gran Voltaire.
Hicimos la comedia italiana como yo la había aprendido, llena de improvisaciones, de modo que cada
noche resultara nueva y distinta aunque siempre fuera la misma. Y también cantamos e hicimos toda
clase de tonterías, no ya porque le gustaran a la gente, sino porque estábamos obligados a ello. Así no
podían acusarnos de romper el monopolio de los teatros del Estado sobre las obras de reconocida
categoría. El local era una desvencijada ratonera de madera con un aforo de apenas trescientos
espectadores, pero su pequeño escenario y los decorados eran elegantes, tenía un espléndido telón de
terciopelo azul, y sus palcos privados tenían tabiques de separación. Y los actores y actrices eran
experimentados y poseían auténtico talento, al menos, así me lo parecía a mí.
Aunque no me hubiese atenazado aquel recién adquirido temor a la oscuridad, aquella «dolencia de
mortalidad», como insistía en llamarla Nicolás, no me habría resultado más emocionante cruzar aquella
puerta de artistas.
Cada noche, durante cinco o seis horas, vivía y respiraba en un reducido universo de gritos, risas y
peleas, de hombres y mujeres enzarzados en discusiones a favor o en contra de alguien, todos ellos
camaradas de bambalinas aunque no fueran amigos. Tal vez se parecía un poco a estar en un bote de
remos en mitad del océano, todos condenados a estar juntos e incapacitados para escapar unos de otros.
Era divino.
Nicolás era algo menos entusiasta, pero eso era de esperar. Y se volvió aún más irónico cuando sus
ricos compañeros de estudios nos visitaron para charlar con él. Le consideraban un lunático por vivir
como lo hacía. En cuanto a mí, un noble que ayudaba a las actrices a embutirse en sus trajes y se
ocupaba de vaciar los orinales, no tenían palabras para catalogarme. Naturalmente, lo que realmente
deseaban todos aquellos jóvenes burgueses era ser aristócratas. Compraban títulos y se unían por
matrimonio a familias aristocráticas siempre que podían. Y una de las ironías de la historia es que pronto
se verían involucrados en la Revolución y contribuirían a abolir la clase social a la que, en realidad,
deseaban incorporarse.
No me importaba si no volvíamos a ver a los amigos de Nicolás. Los actores no sabían nada de mi
familia y cambié mi apellido verdadero, de Lioncourt, por el alias más común de Lestat de Valois, que no
significaba nada en realidad.
Fui aprendiendo cuanto pude sobre el arte teatral. Memorizaba escenas, imitaba gestos, hacía
constantes preguntas y sólo me concedía un alto en mi aprendizaje cada noche, en el momento en que
Nicolás ejecutaba su solo de violín. Se levantaba de su silla en el foso de la reducida orquesta, el foco le
destacaba de los demás músicos e iniciaba una pequeña sonata, muy dulce y lo bastante breve para tirar
abajo el teatro con los aplausos.
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Y en todo instante yo soñaba en que llegara mi momento, cuando los viejos actores, a los que
estudiaba y odiaba e imitaba y servía de lacayo, dijeran por fin: «Está bien, Lestat, esta noche
necesitamos que hagas el papel de Lelio. Ya debes saber qué tienes que hacer».
La ocasión llegó a finales de agosto.
Eran los días de más calor en París y las noches resultaban casi un bálsamo. El local estaba lleno de
un público inquieto que se abanicaba con pañuelos y programas de mano. Mientras me lo ponía, el
grueso maquillaje blanco se me corría en el rostro.
Llevaba una espada de cartón con el mejor jubón de terciopelo de Nicolás y, momentos antes de pisar
el escenario, me puse a temblar pensando que aquello era como esperar a la ejecución o algo parecido.
Pero en el mismo instante de hacer mi aparición, me volví y miré de frente la concurrida sala y sucedió
algo muy extraño. Se me pasó el miedo.
Lancé una radiante mirada a los espectadores y realicé una lenta reverencia. Luego contemplé a la
encantadora Flaminia como si la estuviera viendo por primera vez. Tenía que conquistarla. El juego
empezó.
Me adueñé del escenario como había sucedido tantos años atrás en aquella perdida población rural
de mi escapada juvenil. Y mientras los actores hacíamos locas cabriolas sobre las tablas —discutiendo,
abrazándonos, haciendo payasadas—, las risas llenaban el local.
Noté la atención del público como si fuera un abrazo. Cada gesto, cada frase, provocaba un rugido
entre los espectadores. Casi resultaba demasiado fácil y podríamos haber seguido la representación
media hora más si los demás actores, impacientes por pasar al siguiente número, no nos hubiera llevado
a la fuerza hacia los laterales.
La gente se puso en pie para aplaudirnos. Y no era un público de campesinos a cielo raso. Eran
parisinos reclamando a gritos que volvieran a salir Lelio y Flaminia.
A la sombra de los bastidores, la cabeza me daba vueltas. Estuve a punto de derrumbarme, de caer el
suelo. En aquel instante, mis ojos no veían más que la imagen del público contemplándome desde el otro
lado de la batería de luces. Deseé volver inmediatamente al escenario. Abracé a Flaminia y la besé, y me
di cuenta de que ella me devolvía el beso con pasión.
A continuación, el viejo gerente, Renaud, la apartó de mi lado.
—Está bien, Lestat —dijo luego, como si estuviera molesto por algo—. Está bien, lo has hecho
pasablemente. A partir de ahora, voy a dejarte interpretar con regularidad el papel.
Pero antes de que pudiera empezar a dar saltos de alegría, la mitad de la trouppe se materializó a
nuestro alrededor, y Luchina, una de las actrices, tomó la palabra de inmediato.
—¡Ah, no! ¡Nada de que le dejarás actuar con regularidad! Lestat es el actor más guapo del boulevard
du Temple y le vas a contratar de acuerdo con ello, y le pagarás lo correspondiente, y no volverá a tocar
otra escoba.
Yo estaba aterrado. Mi carrera acababa apenas de empezar y ya parecía perdida, pero, para mi
sorpresa, Renaud accedió a todas aquellas condiciones.
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Por supuesto, me sentí muy halagado de que me llamaran guapo, y, como años atrás, comprendí que
a Lelio, el amante, se le suponía una personalidad considerable. Un aristócrata con cierta prestancia era
perfecto para el personaje.
Pero si quería que los públicos parisinos me conocieran de verdad, si quería que hablasen de mí en la
Comedie Française, tenía que ser algo más que un ángel de cabello amarillo, caído de una familia de
marqueses sobre las tablas de un escenario. Tenía que convertirme en un gran actor, y eso era
exactamente lo que estaba dispuesto a ser.
Esa noche, Nicolás y yo lo celebramos con una colosal borrachera. Llevamos a nuestros aposentos a
toda la trouppe y me encaramé por los tejados resbaladizos y abrí los brazos sobre París y Nicolás tocó
el violín en la ventana hasta que despertamos a todo el vecindario.
La música era arrebatadora, pero la gente protestaba y gritaba en las callejas, y hacía sonar cazuelas
y cubiertos. No prestamos atención a las quejas. Bailamos y cantamos como habíamos hecho en el lugar
de las brujas. Estuve a punto de caer del alféizar.
Al día siguiente, botella en mano, bajo el sol y envuelto en el hedor de les Innocents, le dicté toda la
historia al amanuense italiano y me ocupé de que la carta llegara enseguida a mi madre. Deseé abrazar a
todos cuantos encontraba en la calle. ¡Era Lelio! ¡Era actor!
En septiembre, mi nombre figuraba ya en los programas de mano, de los cuales también envié uno a
mi madre.
Y no ofrecíamos la vieja comedia italiana, sino una farsa de un escritor famoso que, debido a una
huelga general de autores, no podía representarse en la Comedie Française.
No podíamos citar su nombre, por supuesto, pero todo el mundo sabía que la obra era suya, y media
Corte abarrotaba cada noche la Casa de Tespis que regía Renaud.
Mi papel no era el del protagonista, sino el del galán joven; en realidad, una especie de nuevo Lelio;
era un papel casi mejor que el de primer actor y le robaba a éste casi todas las escenas en que
aparecíamos juntos. Nicolás me había enseñado el papel, regañándome constantemente por no haber
escrito algunas líneas extras para mí.
Nicolás tenía su momento en el intermedio, durante el cual su interpretación de una frívola sonata de
Mozart mantenía al público pegado a los asientos. Hasta sus compañeros de estudios reaparecieron.
Recibíamos invitaciones a bailes privados. Yo seguí escapándome a les Innocents cada pocos días para
escribir a mi madre y, finalmente, incluí en una de las cartas un recorte de un periódico inglés, el
Spectator, en el que se elogiaba nuestra obrita y, en particular, al joven rubio que les robaba el corazón a
todas las damas en el tercer y el cuarto actos. Por supuesto, yo no podía leer el escrito, pero el caballero
que me lo trajo me aseguró que la crítica era favorable, y Nicolás me juró que decía la verdad.
Cuando llegaron las primeras noches frías, salí al escenario envuelto en la capa roja forrada de piel.
Se me distinguía desde la última fila del gallinero aunque uno estuviera casi ciego. Ahora ya tenía más
práctica con el maquillaje blanco, un toque aquí y otro allá para resaltar el perfil del rostro y, aunque
llevaba pintado en negro el contorno de los ojos y un poco de carmín en los labios, mi aspecto era a un
tiempo desconcertante y humano. Recibí notas de amor de las mujeres del público.
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Nicolás estudiaba música por las mañanas con un maestro italiano y teníamos suficiente dinero para
comer bien y pagar la leña y el carbón. Recibía carta de mi madre dos veces por semana y en ellas me
decía que su salud parecía haber mejorado. En cambio, nuestros padres nos habían desheredado y no
querían ni oír mencionar nuestros nombres.
Nosotros éramos demasiado felices como para que tal cosa nos importara. Pero la oscura amenaza,
la «dolencia de mortalidad», me acompañó en muchos momentos cuando llegó el frío.
El frío parecía peor en París. No era limpio como en las montañas de Auvernia. Los pobres se
acurrucaban en los umbrales de las puertas, hambrientos y tiritando, mientras las retorcidas callejas sin
pavimentar se llenaban de nieve sucia y pisada. Vi niños descalzos y enfermos ante mis ojos, y más
cadáveres tirados por los rincones que nunca. Jamás me alegré tanto de tener la capa forrada de piel.
Envolvía con ella a Nicolás y le mantenía apretado contra mí cuando salíamos juntos a la calle, y
avanzábamos en un estrecho abrazo bajo la lluvia y la nieve.
Con frío o sin él, no exagero al expresar la felicidad que sentía en esa época. Mi vida era exactamente
como pensaba que podría ser. Y estaba seguro de que no duraría mucho en el teatro de Renaud. Todo el
mundo lo afirmaba. Me vi en grandes escenarios, de gira por Londres e Italia e incluso por América, con
una gran compañía de actores. Sin embargo, no había motivo para apresurarse. Mi copa estaba a
rebosar.
61
8
Pero en el mes de octubre, cuando París ya empezaba a helarse, empecé a advertir la habitual
presencia entre el público de un rostro extraño que, invariablemente, me distraía. A veces, aquel rostro
me hacía casi olvidar lo que estaba haciendo. Y luego desaparecía como si fuese producto de mi
imaginación. Debía llevar quince días viéndole aparecer y desaparecer cuando al fin mencioné el asunto
a Nicolás.
Me sentí un estúpido y me costó encontrar las palabras adecuadas:
—Ahí fuera hay alguien que me observa —dije.
—Todo el mundo lo hace —respondió Nicolás—. Es lo que querías, ¿no?
Esa noche, Nicolás se sentía un poco triste y en su respuesta había cierta acritud.
Un rato antes, mientras preparaba el fuego, me había comentado que nunca haría gran cosa con el
violín. Pese a su buen oído y a su dominio del instrumento, era demasiado lo que ignoraba. En cambio,
estaba seguro de que yo sería un gran actor. Le dije que todo eso eran tonterías, pero sus palabras
fueron como una sombra que cubriera mi alma, pues recordé a mi madre diciéndome que ya era
demasiado tarde para Nicolás.
—Yo quiero ser un gran violinista, pero me temo que nunca lo conseguiré. Mientras estábamos en el
pueblo, al menos podía imaginar que lo iba a ser.
—¡No puedes darte por vencido! —exclamé.
—Lestat, déjame ser franco contigo —replicó él—. Para ti, las cosas son fáciles. Cuanto te marcas
algún objetivo, siempre lo consigues. Sé lo que piensas de esos años que pasaste en tu casa, sintiéndote
tan mal. Pero incluso entonces, si te proponías algo, lo alcanzabas. Y partimos hacia París el día preciso
que tú decidiste.
—No te arrepentirás de haber venido, ¿verdad? —inquirí.
—Claro que no. Sólo quiero decir que tú crees posibles cosas que no lo son... Al menos, para el resto
de nosotros. Como matar lobos...
Un escalofrío me recorrió cuando pronunció aquellas palabras. Y, por alguna razón, pensé de nuevo
en aquel rostro misterioso del público, aquel que me observaba. Tenía algo que ver con los lobos. Algo
que ver con los sentimientos que Nicolás estaba expresando. No tenía sentido. Traté de quitármelo de la
cabeza.
—Si hubieses decidido tocar el violín, probablemente ya estarías tocando en la Corte —añadió.
—Nicolás, hablar así sólo te perjudica —dije en un susurro—. No se puede hacer otra cosa que
intentar conseguir lo que uno quiere. Ya sabías que tenías los números en contra cuando te lanzaste. No
hay nada más..., excepto...
—Ya sé —me interrumpió con una sonrisa—. Excepto el vacío. La muerte.
62
—Sí. Lo único que puede hacer uno es darle sentido a su vida, hacerla buena...
—¡Oh, no me vengas otra vez con la bondad! Tú y tu mal de mortalidad. ¡Tú y tu mal de bondad! —
Hasta entonces, Nicolás había mantenido la mirada en el fuego; ahora la volvió hacia mí con una
expresión deliberadamente irónica—. Somos un grupo de actores y artistas que ni siquiera pueden recibir
sepultura en tierra sagrada. Somos proscritos.
—¡Cielos!, si pudieras aceptar por un instante —insistí— que hacemos el bien cuando conseguimos
que otros olviden sus preocupaciones, cuando les hacemos olvidar por unos instantes que...
—¿Qué? ¿Que van a morir? —Lanzó una sonrisa especialmente maliciosa y añadió—: Lestat,
pensaba que todo eso cambiaría cuando estuviéramos en París.
—Fue una tontería por tu parte pensarlo, Nicolás —respondí. Ahora me estaba irritando—. Yo hago el
bien en el Boulevard du Temple. Lo noto...
Me detuve a media frase, porque volví a ver el rostro misterioso, y me embargó una sensación
lóbrega, una especie de presagio. Sin embargo, lo más extraño era que aquel rostro alarmante estaba
casi siempre sonriendo. Sí, sonriendo..., disfrutando...
—Lestat, te quiero —afirmó Nicolás con aire grave—. Te quiero como he querido a pocas personas en
mi vida, pero te aseguro que eres un loco con todas esas ideas sobre la bondad.
Me eché a reír.
—Nicolás —repliqué—, yo puedo vivir sin Dios. Incluso puedo hacerme a la idea de que no existe
ninguna vida futura. Pero no estoy seguro de que pueda seguir adelante si no creo en la posibilidad de la
bondad. Por una vez, en lugar de burlarte de mí, ¿por qué no me dices en qué crees tú?
—En mi opinión —dijo entonces—, existen la fuerza y la debilidad. Y en el arte, están el bueno y el
malo. Eso es en lo que creo. De momento estamos limitados a hacer un arte bastante malo, y que, desde
luego, ¡no tiene nada que ver con la bondad!
«Nuestra conversación» podría haberse convertido en una pelea a gran escala en aquel instante si yo
hubiera soltado todo lo que tenía en la cabeza acerca de la ostentación burguesa, pues estaba
convencido de que nuestra obra en Renaud era, en muchos aspectos, mejor que cuanto se ofrecía en los
grandes teatros. Sólo la presentación era menos ostentosa. ¿Por qué era incapaz de olvidarse del
envoltorio un caballero burgués? ¿Cómo se le podía hacer ver algo más que la superficie de las cosas?
Inspiré profundamente.
—Si existe la bondad —continuó—, yo soy lo opuesto a ella. Soy malo y me recreo en ello. Me burlo
de la bondad. Y, por si no lo sabías, no toco el violín para que los idiotas que acuden al local de Renaud
se lo pasen bien. Toco para mí, para Nicolás.
No quise escuchar nada más. Era hora de acostarse. Sin embargo, yo estaba dolido por aquella
conversación y él se dio cuenta; cuando empecé a quitarme las botas, se levantó de la silla y vino a
sentarse a mi lado.
—Lo siento —dijo con la voz muy quebrada. Su actitud había cambiado tanto respecto a unos
momentos antes, que alcé los ojos hacia él y le vi tan apesadumbrado y abatido que no pude evitar
pasarle el brazo por los hombros y decirle que no debía preocuparse más por ello.
63
—Tú posees un resplandor, Lestat, que atrae hacia ti a todo el mundo. Lo posees incluso cuando
estás enfadado, o desanimado...
—Poesía —le corté—. Los dos estamos cansados.
—No, es cierto —insistió él—. Hay en ti una luz que resulta casi cegadora. En cambio, en mí sólo hay
oscuridad. A veces pienso que es como la oscuridad que te invadió aquella noche en la posada, cuando
te pusiste a gritar y a temblar. Estabas tan impotente, tan poco preparado para ello... Yo trato de alejar de
ti la oscuridad porque necesito tu luz. La necesito desesperadamente, pero tú no necesitas la oscuridad.
—El loco eres tú —repliqué—. Si pudieras verte, escuchar tu propia voz, tu música, que, por supuesto,
tocas para ti, no verías oscuridad, Nicolás. Verías una luminosidad que te es propia. Mortecina, sí, pero la
luz y la belleza se conjunta en ti en un millar de formas distintas.
La noche siguiente, la actuación salió especialmente bien. El público, activo y bullicioso, nos inspiró
algunas improvisaciones con éxito. Realicé unos nuevos pasos de baile que, por alguna razón, nunca
habían parecido interesantes en los ensayos, pero que tuvieron un resultado milagroso en el escenario. Y
Nicolás estuvo extraordinario en el violín, tocando una de sus propias composiciones.
Pero hacia el final de la representación divisé nuevamente el rostro misterioso. Esta vez me sobresalté
como nunca y estuve a punto de perder el ritmo de la canción. De hecho, por un instante me pareció que
la cabeza me daba vueltas.
Cuando Nicolás y yo estuvimos a solas, sentí una imperiosa necesidad de hablarle de aquello, de la
extraña sensación de haber caído dormido en el escenario y de haber estado soñando.
Nos sentamos juntos cerca del fuego, con el vino sobre una de las tapas de un pequeño tonel; a la luz
de las llamas, Nicolás parecía tan abatido y cansado como la noche anterior.
No quería molestarle, pero no podía olvidar el enigmático rostro.
—Bueno, ¿qué aspecto tiene? —preguntó Nicolás mientras se calentaba las manos. Y por encima del
hombro pude ver al otro lado de la ventana una ciudad de tejados cubiertos de nieve que me hizo sentir
más frío. Aquella conversación no me agradaba.
—Eso es lo peor de todo —respondí—. Lo único que veo es un rostro. Debe llevar algo negro, una
capa o incluso una capucha. Más que nada, lo que ese rostro me recuerda es una máscara, muy blanca y
extrañamente nítida. Me refiero a que las líneas de sus facciones son tan marcadas que parecen
repasadas con maquillaje negro. Lo veo por un momento. Despide un auténtico resplandor. Luego vuelvo
a mirar, y no encuentro a nadie. Sin embargo, exagero al explicarlo. Todo resulta mucho más sutil: su
aspecto y...
La descripción que estaba haciendo pareció trastornar a Nicolás tanto como me había afectado a mí.
No dijo nada, pero su rostro se relajó ligeramente, como si olvidara su pesadumbre.
—Bueno, no quiero darte esperanzas sin razón —comentó al fin. Ahora se mostraba muy amable y
sincero—, pero tal vez sea una máscara de verdad lo que ves. Y quizá se trate de alguien de la Comedie
Française que acude a verte actuar.
Sacudí la cabeza en gesto de negativa y repliqué:
—Ojalá, pero nadie se pondría una máscara como ésa. Y te diré otra cosa además.
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Nicolás esperó, pero pude apreciar que le estaba transmitiendo parte de mi aprensión. Alargó el
brazo, agarró la botella de vino por el cuello y sirvió un trago en mi vaso.
—Sea quien sea —le confié—, sabe lo de los lobos.
—¿Qué?
—Que conoce el asunto de los lobos. —No estaba seguro de mí mismo. Era como explicar un sueño
que ya casi había olvidado—. Sabe de mi encuentro con las alimañas, allá en el pueblo. Y sabe que la
capa que llevo está forrada con sus pieles.
—¿De qué estás hablando? ¿Acaso has hablado con él?
—No, estoy seguro de ello y basta —respondí. Todo aquello me resultaba muy confuso. Volví a
experimentar aquella sensación de que la cabeza me daba vueltas—. Eso es lo que estoy tratando de
decirte. Nunca he hablado con él, nunca he estado cerca de él. Pero lo sabe.
—¡Ah, Lestat! —exclamó Nicolás, recostándose hacia atrás en el banco junto al fuego mientras me
dirigía la sonrisa más cariñosa—. Dentro de poco empezarás a ver fantasmas. Tienes la imaginación más
desbordante que he visto nunca.
—Los fantasmas no existen —respondí en voz baja. Miré el pequeño fuego y fruncí el entrecejo. Dejé
caer unos pedazos de carbón sobre las brasas.
Nicolás dejó a un lado cualquier muestra de humor.
—¿Cómo diablos iba a conocer nada de los lobos? ¿Y cómo es que tú...?
—Ya te lo he dicho, no lo sé —respondí. Permanecí sentado, pensativo y sin hablar, disgustado tal
vez ante lo ridículo que parecía todo.
Y entonces, mientras seguíamos sentados muy juntos y en silencio, con el fuego como única fuente
de sonidos o movimientos en toda la estancia, me vino a la mente el nombre Matalobos con la misma
claridad con que lo habría percibido si alguien lo hubiera pronunciado.
Pero no lo había hecho nadie.
Miré a Nicolás, dolorosamente consciente yo de que sus labios no se habían movido, y creo que hasta
la última gota de sangre se escurrió de mi rostro. Lo que percibí no fue la amenaza de muerte que me
había atenazado tantas otras noches, sino una emoción que me resultaba realmente ajena: el miedo.
Aún seguía allí sentado, demasiado inseguro de mí mismo para decir nada, cuando Nicolás me besó.
—Vamos a acostarnos —dijo suavemente.
65
Segunda parte
El Legado de Magnus
66
1
ebían ser las tres de la madrugada; había oído entre sueños las campanas de la iglesia.
Y, como todos los hombres juiciosos de París, teníamos la puerta atrancada y la ventana
cerrada con pestillo. No era muy recomendable en una habitación con un hogar de carbón, pero
el tejado estaba a un paso de nuestra ventana. Y estábamos a salvo.
Soñaba con los lobos. Me hallaba en la montaña, rodeado, y volteaba sobre mi cabeza la vieja maza
medieval. Luego, los lobos ya estaban muertos otra vez y el sueño se hacía mejor, sólo que me
quedaban aún todos aquellos kilómetros que recorrer por la nieve. Mi yegua relinchaba en la nieve. La
montura se convirtió en un insecto repulsivo medio aplastado en el suelo de piedra.
Lánguida y susurrante, una voz dijo «Matalobos» en un murmullo que era a la vez una invitación y un
homenaje.
Abrí los ojos. O creí hacerlo. Y había alguien de pie en mitad de la estancia. Era una figura alta,
encorvada, situada de espaldas al pequeño hogar, en el cual aún brillaban las ascuas cuyo resplandor
recortaba claramente la silueta de la figura antes de difuminarse, dejando en sombras sus hombros y su
cabeza. Sin embargo, comprendí que tenía ante mí el rostro blanco que había visto entre el público del
teatro; y mi mente, receptiva y penetrante, advirtió que la estancia estaba cerrada por dentro, que Nicolás
dormía a mi lado y que la figura estaba de pie al lado de nuestra cama.
Escuché la respiración de Nicolás y fijé la mirada en el rostro blanco.
«Matalobos», repitió la voz, aunque los labios de la figura no se habían movido. El misterioso intruso
se acercó aún más y aprecié que el rostro no era ninguna máscara. Unos ojos negros, unos rápidos y
calculadores ojos negros, y una piel muy blanca. Y advertí entonces que despedía un hedor insoportable,
como el de un montón de ropa pudriéndose en una habitación húmeda.
Creo que me incorporé. O tal vez fui levantado, pues en un abrir y cerrar de ojos me encontré de pie.
Mi mente estaba ya muy despierta y retrocedí hasta topar con la pared.
La misteriosa figura tenía mi capa roja en las manos. Desesperado, recordé la espada, las pistolas.
Estaban en el suelo, debajo de la cama. Entonces, el desconocido arrojó la capa hacía mí y, a través del
terciopelo forrado de piel, noté cómo su mano se cerraba en la solapa de mi vestimenta.
Me vi arrastrado hacia adelante. Sin tocar con los pies en el suelo, fui llevado al otro extremo de la
habitación. Llamé a gritos a Nicolás. «¡Nicolás, Nicolás!», grité con todas mis fuerzas. Vi la ventana
entreabierta y, de pronto, el cristal estalló en mil pedazos y el marco de madera quedó hecho astillas. Al
instante, me encontré volando sobre la calleja, a una altura de seis pisos sobre el suelo.
Volví a gritar y lancé puntapiés contra aquel ser que me transportaba. Atrapado en la capa roja, me
contorsioné para tratar de soltarme.
67
Sin embargo, estábamos volando sobre los tejados y, en ese instante, remontábamos la lisa superficie
de una pared de ladrillo. Yo iba colgado del brazo del extraordinario ser. De pronto, sin el menor aviso, mi
captor me soltó en la azotea de un edificio muy elevado.
Permanecí un momento tendido en la azotea, contemplando París que se extendía ante mí en un gran
círculo: la nieve blanca, los sombreretes de las chimeneas, los campanarios de las iglesias y el cielo
encapotado. Luego me incorporé, tropecé con la capa forrada, y eché a correr. Llegué hasta el borde de
la azotea y miré abajo. No vi más que una caída a pico de decenas de metros y, cuando me asomé por el
otro lado después de una nueva carrera, encontré exactamente lo mismo. ¡Y estuve a punto de caerme!
Me volví, desesperado y jadeante. El ser y yo estábamos en lo alto de una torre cuadrada, separados
por apenas quince metros. No distinguí ningún edificio más alto en ninguna dirección. La extraña figura
me observaba sin moverse y le oí emitir por lo bajo una ronca risotada que me recordó el susurro
anterior.
—Matalobos —repitió una vez más.
—¡Maldito! —grité yo—. ¿Quién diablos eres?
En un acceso de rabia, me lancé contra él con los puños por delante.
El ser no se movió. Cuando le golpeé, fue como hacerlo en un muro de ladrillo. Salí literalmente
rebotado, resbalé en la nieve, me incorporé como pude y volví a la carga.
Sus risas me hicieron más y más estentóreas, deliberadamente burlonas pero con un considerable
aire de satisfacción y placer que resultaba aún más exasperante que el escarnio. Corrí hasta el borde de
la torre y luego me volví de nuevo hacia el misterioso ser.
—¿Qué quieres de mí? —pregunté—. ¿Quién eres?
Al comprobar que sólo me respondía con aquellas irritantes risotadas, volví al asalto contra él. Esta
vez, sin embargo, me lancé a por su rostro y su cuello; convertí mis manos en un par de zarpas y logré
echarle hacia atrás la capucha, poniendo al descubierto sus negros cabellos y la forma y aspecto
plenamente humanos de su cabeza. Y una piel blanda. Sin embargo, mi raptor se mostró tan impertérrito
como antes.
Luego retrocedió un paso, alzó los brazos y se puso a jugar conmigo, a sacudirme hacia adelante y
hacia atrás como haría un hombre con un niño pequeño. Con movimientos demasiado rápidos para mis
ojos, apartó su rostro de mí volviéndolo a un lado y a otro. Efectuaba sus gestos sin aparente esfuerzo,
mientras yo, frenético, trataba de golpearle sin lograr otra cosa que notar su piel blanca y blanda
resbalando bajo mis dedos. Un par de veces, quizá, conseguí apenas rozar su fino cabello negro.
—Mi pequeño, valiente y fuerte Matalobos —me dijo entonces con una voz más sonora y profunda.
Me detuve, jadeante y bañado en sudor, le miré y contemplé con detalle sus facciones, los marcados
detalles de su rostro que sólo había visto fugazmente en el teatro, la sonrisa de bufón que formaban sus
labios.
— ¡Oh, Dios, ayúdame, ayúdame...! —exclamé, al tiempo que retrocedía. Me parecía imposible que
un rostro así pudiera moverse, mostrar expresiones, mirarme con el afecto que lo hacía—. ¡Dios santo!
—¿Qué dios es ése, Matalobos? —preguntó el ser.
68
Le di la espalda y emití un terrible rugido. Noté que sus manos se cerraban sobre mis hombros como
tenazas de metal forjado y, cuando inicié un último intento frenético de resistirme, me dio la vuelta hasta
dejar mi rostro justo ante sus ojos, grandes y oscuros. Tenía los labios cerrados, pero había en ellos una
débil sonrisa y, de pronto, inclinó la cabeza sobre mí y noté que sus dientes se hundían en mi cuello.
Surgiendo de los cuentos infantiles, de las antiguas historias, el nombre me vino a la mente como si
algo largo tiempo sumergido en aguas oscuras apareciera de nuevo en la superficie y se asomara libre a
la luz.
—¡Un vampiro!
Lancé un último grito frenético, e intenté rechazar al ser con todo cuanto podía.
Luego cayó el silencio. La quietud.
Advertí que aún estábamos en la azotea. Noté que la criatura me sostenía en sus brazos. Sin
embargo, me dio la impresión de que habíamos ascendido, que nos habíamos vuelto ingrávidos, que
viajábamos de nuevo por la oscuridad aún más fácilmente que como lo habíamos hecho antes.
—Sí, sí —quise decir—. Exacto.
Y a mi alrededor retumbaba un gran ruido que me envolvía, tal vez el sonido profundo de un gran
gong, golpeando con mucha parsimonia y un ritmo perfecto; un sonido que me inundaba y recorría mi
cuerpo haciéndome sentir el placer más extraordinario.
Moví los labios, pero no salió de ellos sonido alguno. Con todo en realidad no importaba. Todo cuanto
siempre había deseado decir estaba claro para mí; eso, y no que fuera expresado en palabras, era lo
importante. Y había muchísimo tiempo; tenía muchísimo tiempo para decir y hacer lo que fuera. No tenía
la menor sensación de premura.
Éxtasis. Dije la palabra y ésta me pareció clara, aunque era incapaz de hablar ni de mover realmente
los labios. Y me di cuenta de que había dejado de respirar. Sin embargo, algo seguía haciéndome
respirar. Algo estaba respirando por mí y tomaba y expulsaba el aire al ritmo del gong que nada tenía que
ver con mi cuerpo, y me encantó aquel ritmo, el modo en que sonaba una vez y otra, y no tener ya que
respirar, ni hablar, ni saber nada.
Mi madre me sonreía y le dije: «Te quiero», y ella me respondió: «Sí, siempre te he amado,
siempre...». Y me vi sentado en la biblioteca del monasterio cuando tenía doce años, y el monje me
decía: «un gran erudito», y yo abría los libros y podía leerlos todos, en latín, en griego o en francés. Las
letras capitales ilustradas eran de una belleza indescriptible y me volví de cara al público del teatro de
Renaud y vi a todos los espectadores de pie, y una mujer apartó de su rostro su abanico pintado y era
María Antonieta. «Matalobos», murmuró, y apareció Nicolás corriendo hacia mí y gritándome que
volviera. Su rostro estaba lleno de angustia. Llevaba el cabello suelto y los ojos inyectados de sangre.
Trató de alcanzarme y le dije: «Nicolás, apártate de mí!», y advertí con dolor, con sumo dolor, que el
sonido del gong iba desvaneciéndose.
Grité, supliqué: «No te detengas, por favor, por favor. No quiero..., no..., por favor...».
—Lelio, el Matalobos —dijo el ser, que me sostenía en sus brazos. Yo lloraba porque el hechizo se
estaba rompiendo.
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—No, no...
Me sentí pesado otra vez, el cuerpo había vuelto a mí con sus dolores y achaques y con mis gritos
sofocados, y me vi alzado, arrojado hacia arriba hasta caer sobre el hombro del ser. Noté su brazo en
torno a mis rodillas.
Quise rogarle a Dios que me protegiera, quise pedírselo con cada partícula de mi ser, pero no pude
pronunciar la súplica y de nuevo vi a mis pies la calleja, el vacío de decenas de metros y toda la ciudad
de París inclinada en un ángulo imposible, y la nieve y el viento cortante.
70
2
Estaba despierto y muy sediento.
Deseaba una gran cantidad de vino blanco muy frío, tal como está cuando se trae de la bodega en
otoño. Me apetecía comer algo fresco y dulce, como una manzana madura elegida entre muchas de una
cesta.
Abrí los ojos y supe que era la última hora de la tarde. La luz podría haber sido la de un amanecer,
pero había transcurrido demasiado tiempo para que lo fuera. Era por la tarde.
Y, al otro lado de una amplia ventana de piedra cerrada con gruesos barrotes, vi bosques frondosos y
colinas cubiertas de nieve y, a lo lejos, la enorme serie de tejados y torres que constituía la ciudad. No
había vuelto a ver una panorámica como aquélla desde el día de mi llegada en la diligencia. Cerré los
ojos, pero la panorámica siguió ante mi mente, como un sueño.
No obstante no era ninguna visión imaginaria. La vista era real. Y la habitación estaba caldeada pese
a la ventana abierta. El olfato me decía que en la estancia había habido un fuego, aunque ahora ya
estaba apagado.
Traté de razonar, pero no pude dejar de pensar en el vino blanco frío y en las manzanas de la cesta.
Pude ver las manzanas, me noté cayendo de las ramas del árbol y olí a mi alrededor la hierba fresca
recién cortada.
El sol resultaba cegador sobre los verdes campos. Brillaba en el cabello castaño de Nicolás y en la
laca oscura del violín. La música se elevaba hasta las nubes de suave algodón. Y, recortadas contra el
cielo, vi las almenas del castillo de mi padre.
Almenas.
Abrí los ojos de nuevo.
Y supe que estaba tendido en el suelo de una habitación, en una torre elevada a varios kilómetros de
París.
Y justo delante de mí, sobre una tosca mesilla de madera, había una botella de vino blanco frío,
precisamente tal como lo había soñado.
Permanecí un largo rato mirándola, contemplando las gotitas de vapor condensado que la cubrían, y
me pareció imposible poder extender la mano y beber de ella.
Jamás había conocido la sed que ahora sufría. Todo mi cuerpo estaba sediento. Y me sentía muy
débil. Y empezaba a notar un poco de frío.
Cuando me moví, la habitación lo hizo conmigo. El cielo relucía en la ventana.
Y cuando al fin logré asir la botella y quitarle el tapón, aspiré su aroma acre y delicioso y bebí un trago
tras otro, sin parar, sin preocuparme por lo que pudiera sucederme, ni por dónde me encontraba ni por
qué habían dejado allí la botella.
71
Cuando eché de nuevo la cabeza hacia adelante, la botella estaba casi vacía, y la ciudad, a lo lejos,
se difuminaba en el cielo dejando tras sí un pequeño mar de luces.
Me llevé las manos a la cabeza.
El lecho donde había estado durmiendo no era más que una losa con un poco de paja encima y, poco
a poco, fui haciéndome a la idea de que estaba en una especie de cárcel.
Pero el vino... Era demasiado bueno para una cárcel: ¿Quién le daría un vino así a un prisionero?
Salvo, naturalmente, que estuvieran a punto de ejecutarle.
Otro aroma llegó entonces a mí, intenso y embriagador, y tan delicioso que me hizo exhalar un
suspiro. Miré a mi alrededor, o, más bien, traté de hacerlo, pues estaba como demasiado débil para
moverme. Sin embargo, la fuente de aquel aroma estaba cerca de mí, y era un gran tazón de caldo de
ternera. El caldo estaba acompañado de pedazos de carne, y observé el vapor que se alzaba de él.
Todavía estaba caliente.
Tomé enseguida el tazón en mis manos y engullí su contenido con la misma voracidad y precipitación
con que había bebido el vino.
Saboreé aquel suculento y sustancioso caldo, más bien salado como si nunca hubiera comido nada
semejante, y, cuando el tazón quedó vacío, me eché de nuevo sobre la paja, saciado y casi empachado.
Me pareció que algo se movía en la oscuridad, cerca de mí, pero no estuve seguro. Escuché un
tintineo de cristales.
—Más vino —me dijo una voz. Y la reconocí.
Poco a poco, fui recordándolo todo. El ascenso por las paredes, la pequeña azotea cuadrada, la cara
blanca y sonriente.
Por unos instantes pensé que no, que era imposible, que debía haber sido una pesadilla. Pero no era
así. Había sucedido realmente, y, de repente, recordé el éxtasis, el sonido del gong: me entró un vahído
como si fuera a perder el sentido otra vez.
Logré controlarme. No permitiría que tal cosa sucediera. Y me atenazó un miedo tal que no osé hacer
el menor movimiento.
—Más vino —repitió la voz.
Cuando volví ligeramente la cabeza, descubrí una nueva botella, aún por descorchar pero a mi
disposición, recortada contra el luminoso resplandor que se colaba por la ventana.
Me entró de nuevo la sed, y, esta vez, aumentada por la sal del caldo. Me sequé los labios, tomé la
botella y bebí otra vez.
Recostado contra el muro de piedra, luché por ver algo en las sombras, casi temiendo lo que sabía
que encontraría.
Por supuesto, para entonces estaba ya muy ebrio.
Vi la ventana, la ciudad, la mesilla. Y, cuando mis ojos recorrieron lentamente los rincones en sombras
de la estancia, le vi a él en un rincón.
Ya no llevaba su capa negra con capucha, y no estaba sentado o de pie como haría un hombre, sino
que más bien descansaba, al parecer, encorvado sobre el grueso marco de piedra de la ventana, con una
72
rodilla ligeramente doblada hacia ella, y la otra pierna, larga y delgada, extendida hacia el otro lado. Los
brazos parecían colgarle a los costados.
La impresión general que producía era como de algo fláccido y carente de vida, aunque sus facciones
seguían tan animadas como la noche anterior. Los enormes ojos negros que parecían estirar la blanca
carne en profundas arrugas, la nariz larga y afilada, la sonrisa de bufón en la boca. Allí estaban los
colmillos, rozando los labios carentes de color, y el cabello, una masa reluciente de negro y plata que
surgía sobre su blanca frente y le caía sobre los hombros y hasta los brazos.
Creo que se echó a reír.
Yo estaba paralizado de terror. Era incapaz incluso de gritar.
La botella de vino se me había escapado de entre los dedos y rodaba por el suelo. Cuando traté de
moverme hacía adelante, de recobrar el control y hacer de mi cuerpo algo más que un saco torpe y
borracho, sus piernas delgadas y larguiruchas cobraron vida de repente.
El ser avanzó hacia mí.
No grité. Emití un ronco rugido de furia y terror y salté del lecho, tropezando con la mesilla y huyendo
de él lo más deprisa que pude.
Pero él me atrapó con sus largos dedos blancos, tan fríos y fuertes como lo habían sido la noche
anterior.
—¡Suéltame, maldito, maldito, maldito! —exclamé balbuceando. La razón me dijo que le suplicara y lo
intenté—. Me iré sin más, por favor. Déjame salir de aquí. Tienes que hacerlo. Déjame ir.
Acercó a mí su rostro enjuto y macilento, con los labios abiertos al máximo en sus pálidas mejillas, y
soltó una risotada ronca y estentórea que pareció interminable. Me debatí en inútiles empujones,
suplicándole de nuevo y balbuciendo tonterías y disculpas, y finalmente grité: «¡Ayúdame, Dios mío!». En
ese instante, me tapó la boca con una de sus manos monstruosas.
—Basta, no vuelvas a decir eso en mi presencia, Matalobos, o te arrojaré a los lobos del infierno para
que den cuenta de ti —dijo con una sonrisa despectiva—. ¿Hummm? Responde. ¿Hummm?
Asentí y cedió un poco su presión.
Su voz tuvo un pasajero efecto tranquilizador. Cuando hablaba, el ser parecía capaz de razonar.
Sonaba casi refinado.
Levantó las manos y me acarició la cabeza mientras yo me encogía.
—El sol en el cabello —susurró— y el cielo azul fijado para siempre en los ojos.
Casi parecía meditabundo mientras me observaba. Su aliento no olía a nada, y creo que tampoco su
cuerpo. El hedor a moho procedía de sus ropas.
No me atreví a moverme, aunque ya no me sujetaba. Contemplé sus ropas: una desgastada camisa
de seda de mangas anchas y frunces en el cuello, polainas de lana peinada y unos calzones raídos.
En suma, su indumentaria era la de un hombre de siglos atrás. Yo había visto ropas como aquéllas en
algunos tapices de mi casa, y en los cuadros de Caravaggio y de la Tour que colgaban en los aposentos
de mi madre.
73
—Eres perfecto, mi Lelio, mi Matalobos —dijo el ser abriendo su gran boca hasta permitirme ver otra
vez sus blancos y afilados colmillos. Eran los únicos dientes que tenía.
Me estremecí y advertí que estaba cayendo al suelo.
Pero él me levantó fácilmente con un brazo y me dejó con suavidad en el lecho.
Mientras levantaba la vista hacia su rostro, mi mente repetía ardientemente una oración: «Dios mío,
ayúdame; Virgen Santa, ayúdame, ayúdame, ayúdame».
¿Qué era lo que tenía ante mí? ¿Qué era lo que había visto la noche anterior? Aquella cosa sonriente
era la máscara de la vejez, agrietada por las profundas marcas del paso del tiempo y, al mismo tiempo,
helada y tan dura y firme con sus manos. Aquello no era un ser viviente. Era un monstruo. Un vampiro.
¡Eso era, un muerto salido de la tumba y dotado de inteligencia, que se alimentaba chupando sangre!
Y sus piernas, ¿por qué me producían tal horror? El ser tenía aspecto humano, pero no se movía
como un hombre. No parecía importarle si caminaba o gateaba, si se inclinaba o se arrodillaba. Me daba
asco, pero, al mismo tiempo, me fascinaba. Tuve que reconocerlo: me fascinaba. Pero me hallaba en una
situación demasiado peligrosa como para permitirme un estado mental tan extraño.
El ser soltó una profunda risotada, con las rodillas muy separadas, apoyando los dedos en mis mejillas
al tiempo que efectuaba un gran arco encima de mí.
—¡Sí, querido, cuesta mucho mirarme! —dijo. Su voz seguía siendo un susurro y hablaba en largos
jadeos—. Ya era viejo cuando me hicieron. Y tú, Lelio mío, muchacho de ojos azules, eres perfecto. Aún
resultas más hermoso sin las luces del escenario.
La mano blanca y de largos dedos jugueteó de nuevo con mi cabello, levantando mechones y
dejándolos caer mientras lanzaba un suspiro.
—No llores, Matalobos —añadió—. Eres un elegido y tus deslucidos triunfos en esa Casa de Tespis
no serán nada cuando la noche llegue a su fin.
Y, de nuevo, estalló en aquellas roncas risotadas.
No tuve ninguna duda, al menos en ese instante, de que aquel ser era un enviado del diablo, que Dios
y el diablo existían, de que más allá del vacío que había conocido hacía apenas unas horas se extendía
aquel vasto mundo de seres oscuros y terribles amenazas en el cual, de algún modo, había sido
engullido.
Me vino a la cabeza con toda claridad que estaba recibiendo el castigo por la vida que había llevado,
pero tal cosa parecía absurda. En todo el mundo, millones de personas pensaban como yo. ¿Por qué,
entonces, todo aquello me estaba sucediendo a mí? Y una siniestra posibilidad empezó a tomar forma,
imparable: que el mundo no tuviera más sentido que antes y que todo aquello no fuera más que otro
horror...
— ¡En el nombre de Dios, vete! —grité. Era preciso que creyera en Dios en aquel momento. Era
preciso. Era él la última esperanza. Me apresuré a santiguarme.
El ser me miró por un instante con los ojos llenos de rabia. Pero permaneció callado.
Me vio hacer la señal de la Cruz. Me escuchó invocar a Dios una y otra vez.
74
Y se limitó a sonreír, convirtiendo su rostro en una perfecta máscara de la comedia en el arco del
proscenio de cualquier teatro.
Yo continué con mis sollozos, espasmódicos como los de un niño.
—Entonces, el diablo reina en el cielo, y el paraíso es el infierno —le dije—. ¡Oh, Dios, no me
abandones...!
Invoqué a todos los santos de los que había sido devoto en algún momento. El ser me cruzó la cara
con un fuerte golpe. Rodé a un costado y estuve a punto de caer del lecho al suelo. La estancia empezó
a dar vueltas. El sabor amargo del vino me volvió a la boca. Y volví a notar los dedos en mi cuello.
—Sí, Matalobos, lucha —murmuró—. No te vayas al infierno sin presentar batalla. Búrlate de Dios.
—¡No me burlo de él! —protesté.
Una vez más, me atrajo hacia él. Y yo me resistí, luchando como no lo había hecho en mi vida, ni
siquiera con los lobos. Le golpeé, le tiré del cabello, le di patadas, pero su fuerza era tal que fue como
luchar contra las gárgolas animadas de una catedral. Y no dejó de sonreír.
Después, se borró de su rostro toda expresión. El rostro pareció hacérsele muy largo. Tenía las
mejillas hundidas y los ojos muy abiertos y casi curiosos. Entonces abrió la boca, con el labio inferior
contraído. Vi los colmillos.
—¡Maldito, maldito, maldito seas!
Yo rugía y gritaba. El se acercó todavía más y sus dientes se hundieron en mi carne.
«Esta vez no» me dije enfurecido, «esta vez no. No lo sentiré. Resistiré, Esta vez lucharé por salvar mi
alma».
Pero empezó a suceder de nuevo.
La dulzura, y la suavidad, y el mundo muy lejos, e incluso él, con toda la repulsión que me provocaba,
curiosamente ajeno a mí, como un insecto pegado al otro lado de un cristal que no nos produce asco
porque no puede tocarnos, y el sonido del gong, y el exquisito placer.., y luego me perdí por completo.
Era incorpóreo y el placer era incorpóreo. No era otra cosa que placer. Me envolví en una red de sueños
radiantes.
Vi una catacumba, un lugar frío y húmedo. Y un ser, un vampiro blanco, despertando en una tumba
poco profunda. Estaba atado con pesadas cadenas e, inclinado sobre él, vi aquel monstruo que me había
secuestrado; y supe que su nombre era Magnus y que, en aquel sueño, todavía era un mortal, un gran y
poderoso alquimista que había desenterrado y atado aquel vampiro adormilado justo antes de la hora
crucial de la puesta del sol.
Y en aquel instante, mientras la luz iba desvaneciéndose en el firmamento, Magnus bebió de su
impotente prisionero la sangre mágica y maldita que le convertiría en uno de los muertos vivientes. El
traidor había perpetrado el robo de la inmortalidad. Un oscuro Prometeo robando un fuego luminiscente.
Risas en las tinieblas. Risas resonando en las catacumbas. Repitiéndose con el eco de los siglos. Y el
hedor de la tumba. Y el éxtasis, absolutamente insondable e irresistible, desvaneciéndose
progresivamente poco a poco hasta desaparecer.
Yo estaba llorando. Tendido en la paja, musité:
75
—Por favor, que no pare...
Magnus había dejado de sujetarme y yo volvía a respirar por mí mismo, y los sueños se habían
borrado. Caí y caí mientras la noche estrellada se alzaba como un velo púrpura intenso de joyas a él
adheridas.
—Muy ingenioso eso. Yo había creído que el cielo era... real.
El frío aire invernal penetraba un poco en la estancia. Noté mi rostro bañado en lágrimas. ¡Me
torturaba la sed!
Y lejos, muy lejos de mí, Magnus estaba de pie observándome, con las manos colgando fláccidas
junto a sus delgados muslos.
Intenté moverme. Estaba loco de sed. Todo mi cuerpo necesitaba beber.
—Estás muriendo, Matalobos —oí decir a Magnus—. La luz de tus ojos azules se está apagando
como si todos los días de verano hubieran terminado...
—No, por favor...
La sed resultaba insoportable. Yo tenía la boca abierta y la espalda arqueada. Y allí estaba por fin el
horror último, la propia muerte, en aquella forma.
—Pide, hijo —sugirió él. Su rostro había dejado de ser una máscara sonriente, totalmente
transfigurado en una expresión compasiva. En aquel momento parecía casi humano; su vejez resultaba
casi natural—. Pide y recibirás —añadió.
Vi correr el agua por todos los arroyos de montaña de mi infancia.
—Ayúdame, por favor.
—Yo te daré el agua de todas las aguas —me susurró al oído, y me pareció que su piel no era del
todo blanca. Sólo era un hombre viejo, sentado allí a mi lado. Su rostro era realmente humano, y hasta un
poco triste.
Pero al observar su sonrisa y verle enarcar las cejas en una mueca de curiosidad, supe que me
equivocaba. Aquel ser no era humano. Era el mismo monstruo de siempre, ¡sólo que ahora estaba lleno
con mi sangre!
—El vino de todos los vinos —susurró—. Este es mi Cuerpo, ésta es mi Sangre.
Y, con esto, sus brazos me rodearon. Me atrajo hacia sí y noté que emanaba de él un gran calor.
Parecía estar lleno, no de sangre, sino de amor a mí.
—Pídelo, Matalobos, y vivirás eternamente —murmuró. Pero su voz sonó cansada, sin vigor, y en su
mirada había algo distante y trágico.
Noté la cabeza vuelta a un lado, convertido mi cuerpo en un guiñapo pesado y húmedo que yo no
podía controlar. «No lo pediré, moriré antes que pedirlo» me dije. Y entonces se abrió ante mí aquella
gran desesperación que tanto temía, aquel vacío que era la muerte, pero seguí diciendo «No». Presa de
un puro horror, seguí diciendo «No». No me doblegaría ante aquello, ante el caos y el horror. No y no.
—La vida eterna —susurró el.
La cabeza me cayó sobre su hombro.
—Terco Matalobos...
76
Sus labios me rozaron. Noté su aliento cálido e inodoro sobre mi cuello.
—Terco, no —repliqué en otro susurro, tan débil, que me pregunté si me habría oído—. Valiente, no
terco. —Parecía inútil no hacer tal precisión. ¿Qué significaba un poco de vanidad en aquel momento?
¿Qué significaba cualquier cosa? Y un mundo tan trivial era terco, cruel...
Me levantó la cara y, sosteniéndola en su mano derecha, alzó la zurda y se hizo un profundo corte en
su propia garganta con las uñas.
El cuerpo se me dobló por la cintura en una convulsión de terror, pero él apretó mi rostro contra la
herida mientras me conminaba:
—¡Bebe!
Escuché mi propio grito, que me ensordeció los oídos. Y la sangre que brotaba de la herida tocó mis
labios resecos y cuarteados.
La sed pareció emitir un sonoro siseo. Mi lengua lamió la sangre y me recorrió una sensación como un
gran latigazo. Y mi boca se abrió y se adhirió a la herida. Y me apliqué con todas mis fuerzas al manantial
que yo sabía que saciaría mi sed como nada la había saciado nunca.
Sangre, sangre y sangre. Y con ella no sólo quedó saciado aquel torbellino de sed, sino que
desapareció también toda mi ansiedad, todos los anhelos, penas y hambres que había conocido en mi
vida.
Mi boca se abrió todavía más, se apretó con más fuerza a su cuello. Noté cómo la sangre descendía
por mi garganta. Noté su cabeza contra la mía. Noté el firme cerco de sus brazos.
Estaba apretado contra él y noté sus tendones, sus huesos, el propio contorno de sus manos. Yo
conocía su cuerpo. Y, con todo, seguía recorriéndome aquel entumecimiento, acompañado de un
extasíame hormigueo cada vez que una sensación penetraba el entumecimiento y se amplificaba en la
penetración haciéndose más plena, más intensa, hasta casi permitirme ver lo que sentía.
Pero la principal protagonista de la escena siguió siendo la sangre, dulce y sabrosa, que me llenaba
mientras yo bebía y bebía.
Más, quería más, ése era mi único pensamiento, si mi mente pensaba todavía. Y, pese a su espesa
consistencia, pasaba ligera por mi garganta; así de brillante le parecía aquel torrente rojo a mi mente, así
de cegador, y todos los desesperados deseos de mi vida se vieron mil veces colmados.
Pero su cuerpo, el armazón al que me agarraba, estaba debilitándose debajo de mí. Escuché su
respiración en débiles jadeos. Y, pese a ello, no me hizo parar.
Te amo, Magnus, quise decirle. Maestro sobrenatural y aterrador, te amo, te amo, esto es lo que
siempre he deseado, lo que he anhelado tanto y nunca he podido tener, esto, ¡y tú me lo has dado!
Sentí que moriría si aquello continuaba, pero siguió y no morí.
Sin embargo, de repente, noté que sus manos suaves y amorosas acariciaban mis hombros y, con su
fuerza inconmensurable, me apartaban de él.
Emití un largo grito doliente cuya intensidad me alarmó, pero Magnus me ayudó a incorporarme. Aún
me sostenía entre los brazos.
77
Me llevó a la ventana y me asomé a ella, con las manos apoyadas en la piedra a ambos lados del
cuerpo. Estaba temblando y notaba el latido de la sangre en cada una de mis venas. Apoyé la frente
contra los barrotes de hierro.
Abajo, muy lejos, se alzaba la cima sombría de una montaña cubierta de árboles que parecían titilar
bajo la pálida luz de las estrellas.
Y más allá, la ciudad con su mar de lucecitas, sumergida no en tinieblas, sino en una niebla de suave
añil. La nieve fundente despedía reflejos luminosos. Tejados, torres y muros brillaban en un millar de
tonos de lavanda, rosa y malva.
Aquélla era la extensa metrópolis.
Y, al entrecerrar los ojos, vi un millón de ventanas como otras tantas proyecciones de rayos de luz, y
luego, como si esto no fuera suficiente, en lo más profundo vi el inconfundible movimiento de la gente.
Pequeños mortales en pequeñas callejas, cabezas y manos palpando las sombras, un hombre solitario,
apenas una mota negra ascendiendo a un campanario batido por el viento. Un millón de almas en el
mosaico de la noche y, traído por el aire, el apagado y confuso murmullo de incontables voces humanas.
Llantos, canciones, levísimos vestigios de música, el amortiguado tañido de las campanas.
Gemí. La brisa pareció levantar mis cabellos y escuché mi propia voz como no la había oído nunca
antes de gritar.
La ciudad fue desapareciendo. La dejé ir, perdidos de nuevo sus miles y miles de bulliciosos
habitantes en el inmenso y maravilloso espectáculo de sombras violáceas y luces crepusculares.
—Ah, ¿qué has hecho? ¿Qué es lo que me has dado? —exclamé en un suspiro.
Y pareció como si mis palabras no se detuvieran una después de otra, sino que corrieran a juntarse
hasta que todo mi grito fue un único e inmenso sonido coherente que amplificaba perfectamente mi horror
y mi alegría.
Dios, si existía, no era importante ahora. Formaba parte de un reino insulso y aburrido cuyos secretos
hacía mucho que habían sido expoliados, cuyas luces se habían apagado hacía largo tiempo. Lo que
ahora experimentaba era el centro pulsante de la vida misma, en torno al cual giraba toda la verdadera
complejidad. ¡Ah, la fascinación de tal complejidad, la sensación de estar allí...!
Detrás de mí, el roce de los pies del monstruo surgió de las piedras.
Y cuando me volví, le encontré blanco, desangrado, como un gran pellejo de sí mismo. Tenía los ojos
bañados en lágrimas de sangre y alargó el brazo hacia mí como si estuviera sufriendo.
Lo estreché contra mi pecho. Sentí por él un amor como nunca había conocido.
—¡Ah, helo ahí! —dijo la voz espectral con sus lentas palabras con sus interminables susurros—. Mi
heredero, escogido para tomar de mí el Don Oscuro con más energía y valor que diez mortales. ¡Qué
gran Hijo de las Tinieblas vas a ser!
Besé sus párpados. Recogí su fino cabello negro en mis manos. Ya no era para mí un ser espectral,
sino simplemente algo extraño y blanco, lleno de alguna lección más profunda tal vez que los árboles
rumorosos a mis pies o que la ciudad titilante que me llamaba desde la lejanía.
78
Las mejillas hundidas, el largo cuello, las delgadas piernas..., todo ello no era sino sus partes
naturales.
—No, cachorro —musitó—. Guarda tus besos para el mundo. Ha llegado mi hora y solamente me
debes una única deferencia. Sígueme ahora.
79
3
Me condujo a una escalera que descendía en espiral. Y todo lo que vi me absorbió. Las piedras
toscamente talladas parecían despedir una luz propia, e incluso las ratas que pasaban corriendo en la
penumbra poseían una curiosa belleza.
Por fin, Magnus corrió el cerrojo de una gruesa puerta de madera con pernos de hierro y, tras
entregarme el pesado manojo de llaves, me hizo entrar en una estancia grande y vacía.
—Como te he dicho, ahora eres mi heredero —declaró—. Tomarás posesión de esta casa y de todos
mis tesoros, pero antes harás lo que yo te diga.
Las ventanas con barrotes se abrían a una vista sin límites de las nubes iluminadas por la luna y volví
a atisbar el leve resplandor de la ciudad como si ésta hubiera extendido sus brazos.
—¡Ah!, más tarde podrás disfrutar todo lo que quieras con esa panorámica —dijo. Me volvió de cara a
él y le vi de pie ante un gran montón de leña apilado en el centro de la estancia. Con un gesto relajado,
señaló la leña y añadió—: Escucha con atención, pues estoy a punto de dejarte y hay varias cosas que
debes saber. Ahora eres inmortal, y tu nueva condición te guiará bastante pronto a tu primera víctima
humana. Sé rápido y no muestres ninguna piedad, pero, por delicioso que te resulte el festín, pon fin a él
antes de que el corazón de la víctima cese de latir. En los años que se avecinan, adquirirás la fuerza
suficiente para experimentar ese gran momento, pero, por ahora, aparta de ti la copa antes de apurarla.
De lo contrario, pagarás muy cara tu osadía.
—¿Por qué has de dejarme? —pregunté con desesperación. Me agarré a él. Víctimas, piedad, festín...
Me sentí bombardeado por aquellas palabras como si me estuvieran golpeando físicamente.
Él se desasió con tal facilidad que me dolieron las manos debido al movimiento y terminé
contemplándolas, maravillado de la extraña naturaleza del dolor. No se parecía a un dolor mortal.
Magnus, sin embargo, no se movió del sitio y me señaló las piedras de la pared opuesta. Vi que una
de ellas, una losa de gran tamaño, había sido desencajada y sobresalía un palmo del resto del muro, que
estaba intacto.
—Agarra esa losa —me indicó—, y sácala del muro.
—Imposible —respondí—. Debe pesar...
—¡Sácala! —insistió, señalando la piedra con uno de sus dedos largos y huesudos y gesticulando
para que le obedeciera.
Con el más absoluto asombro, descubrí que podía mover con facilidad la losa y, detrás de ella, vi una
negra abertura del tamaño justo para permitir el paso de un hombre reptando con la cabeza por delante.
Magnus lanzó una risotada entrecortada e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Ése, hijo mío, es el pasadizo que conduce a mi tesoro. Haz lo que te plazca con él y con todas mis
posesiones terrenales, pero ahora es el momento de que cumpla mis promesas.
80
Desconcertado otra vez, le vi escoger dos pequeños palos de entre la leña y frotarlas con tal energía
que pronto ardieron con unas llamitas brillantes.
Arrojó los palos encendidos al montón de leña y la resina que había en ésta hizo que el fuego se
avivara al instante, arrojando una luz inmensa sobre el techo curvo y los muros de piedra.
Con un jadeo de sorpresa, me eché atrás. El aluvión de colores amarillos y anaranjados me hechizó y
me asustó; en cambio, aunque lo percibí, el calor me produjo una sensación que no pude comprender.
No sentí la alarma natural ante la posibilidad de quemarme. Al contrario, el calor era delicioso y, por
primera vez, me di cuenta del frío que había sufrido. El frío era como una costra de hielo sobre mí y el
fuego la fundió, y estuve a punto de emitir un gemido de placer.
Él se rió de nuevo con aquellas carcajadas huecas y se puso a bailar a la luz de las llamas; sus
delgadas piernas le daban el aspecto de un esqueleto danzante con un rostro lechoso de ser humano.
Dobló los brazos sobre la cabeza, flexionó el tronco y las rodillas y dio vueltas y más vueltas mientras se
desplazaba alrededor del fuego.
—¡Mon Dieu! —murmuré. Me sentía aturdido. Apenas hacía una hora, verle danzar de aquella manera
me habría horrorizado, pero ahora, bajo la luz oscilante de las llamas, constituía un espectáculo que me
arrastraba tras él paso a paso. La luz estalló en sus harapos de satén, en los pantalones que llevaba, en
la camisa hecha jirones.
—¡No puedes abandonarme! —supliqué, tratando de mantener la cabeza clara y de comprender lo
que había estado diciendo. Mi voz sonaba monstruosa en mis propios oídos. Traté de bajar el tono, de
hacerlo más suave, más como era debido—. ¿Dónde vas a ir?
Entonces soltó su carcajada más estentórea, se dio unas palmadas en los muslos y se apartó de mí
acelerando vertiginosamente su baile, con las manos extendidas como para abrazar el fuego.
Los troncos más gruesos empezaban a prender ahora. Con su gran tamaño, la estancia era una
especie de gran horno de arcilla por cuyas ventanas escapaba la humareda.
—¡El fuego, no! —Salté hacia atrás, aplastándome contra la pared—. ¡No puedes lanzarte al fuego!
El miedo se adueñó de mí como lo había hecho todo cuanto había visto y oído. Era la misma
sensación que había apreciado antes. No podía resistirme u oponerme a ella. Mi voz era mitad un grito,
mitad un lloriqueo.
—¡Oh, sí! ¡Sí que puedo! —replicó sin dejar de reírse.—. ¡Sí que puedo! —Echó la cabeza atrás y dejó
que la risa se transformara en una serie de aullidos—. Pero ahora, cachorro mío —añadió, deteniéndose
frente a mí y apuntándome otra vez con el dedo—, debes hacerme una promesa. Vamos, mi valiente
Matalobos, un poco de honor mortal o, aunque eso me parta en dos el corazón, te arrojaré al fuego y me
buscaré otro sucesor. ¡Respóndeme!
Traté de hablar, pero sólo pude asentir con la cabeza.
Bajo la luz enfurecida de las llamas, vi que las manos se me habían vuelto blancas. Y noté una
punzada de dolor en el labio inferior que casi me hizo gritar.
¡Mis caninos ya se habían convertido en afilados colmillos! Los toqué y miré a Magnus con expresión
de pánico, pero él me observaba con aire burlón, como si gozara de mi terror.
81
—Bien, cuando esté bien quemado —me dijo, agarrándome de la muñeca— y el fuego se haya
apagado, tienes que esparcir mis cenizas. Escúchame bien, pequeño: esparce las cenizas. De lo
contrario, regresaré. No me atrevo a imaginar bajo qué forma, pero, haz caso de mis palabras: si me
permites regresar y vuelvo más terrible de lo que soy ahora, te cazaré y te quemaré hasta que estés tan
consumido como yo, ¿me has entendido?
Yo seguía sin lograr responderle. No se trataba de miedo. Era el infierno. Notaba cómo me crecían los
dientes y todo el cuerpo me escocía. Asentí con gesto frenético.
—¡Ah, veo que sí! —Sonrió, asintiendo también, mientras las llamas lamían el techo a su espalda y la
luz recortaba el perfil de su rostro—. Sólo te pido un acto de caridad, que pueda ir al encuentro del
infierno, si lo hay, o de un dulce olvido que con seguridad no merezco. Que, si existe un Príncipe de las
Tinieblas, mis ojos puedan contemplarle por fin. Entonces, le escupiré a la cara.
»Así, pues, esparce lo que quede como te ordeno y, cuando lo hayas hecho, ve por ese pasadizo
hasta mi guarida, pero ten mucho cuidado en volver a colocar la losa cuando hayas entrado. En el interior
encontraras mi ataúd. Debes sellarte en él o en lugares parecidos durante el día, o la luz del sol te
reducirá a cenizas. Presta atención a mis palabras: nada en el mundo puede acabar con tu vida, salvo el
sol o una hoguera como la que tienes delante, y, en este segundo caso sólo, repito, sólo si tus cenizas
son esparcidas cuando todo haya terminado.
Aparté mi rostro del suyo y de las llamas. Había empezado yo a llorar y lo único que me impedía
sollozar en voz alta era la mano con la que me tapaba la boca. El, sin embargo, tiró de mí alrededor de la
hoguera hasta que estuvimos ante la losa suelta, que volvió a señalar con el dedo.
—Quédate conmigo, por favor, por favor... —le supliqué—. ¡Sólo un poco, una noche, te lo ruego! —
De nuevo, el volumen de mi voz me dejó aterrado. No era en absoluto mi voz normal. Pasé mis brazos
alrededor de él y me apreté contra su pecho. Sus facciones blancas y enjutas me resultaban
inexplicablemente hermosas y en sus ojos negros aprecié una expresión extrañísima.
La luz oscilaba en sus cabellos y en sus ojos; entonces, una vez más, en su boca apareció una
sonrisa de bufón.
—¡Ah, mi ávido hijo! —exclamó—. ¿No te basta ser inmortal con todo el mundo para alimentarte?
Adiós, pequeño. Haz lo que te he dicho. ¡Las cenizas, recuerda! Y la cámara que hay tras esa piedra. En
su interior tienes todo lo que puedas necesitar para salir adelante.
Luché por seguir sujetándole y le oí reírse junto a mi oído, sorprendido de mis fuerzas.
—Excelente, excelente —susurró—. Ahora, Matalobos, vive eternamente con los regalos que he
añadido a los que ya tenía.
De un empujón, me mandó lejos de él dando traspiés. Luego se lanzó al mismo centro de las llamas
en un salto tan alto y tal largo que pareció estar volando.
Contemplé su caída y vi cómo el fuego prendía en sus ropas.
Su cabeza pareció convertirse en una antorcha y, de repente, sus ojos se abrieron como platos y su
boca se convirtió en una gran caverna negra y de entre las llamas se alzó su risa con un volumen tan
desgarrador que me tapé los oídos.
82
Pareció saltar arriba y abajo a cuatro patas en el centro de la pira y, de pronto, advertí que mis gritos
habían ahogado su risa.
Brazos y piernas, negros y larguiruchos, se alzaron y cayeron varias veces hasta que, súbitamente,
parecieron languidecer. El fuego se agitó con un rugido y, en su centro, ya no vi otra cosa que el propio
resplandor.
Pero continué gritando. Caí de rodillas y me cubrí los ojos con las manos, pero en mis párpados
cerrados seguí viendo la escena, un inmenso estallido de chispas tras otro, hasta que apoyé con fuerza la
frente contra las losas del suelo.
83
4
Me pareció que transcurrían años, allí tendido en el suelo observando cómo se consumía el fuego
hasta que sólo quedaron algunos leños a medio quemar.
La sala se había enfriado. El aire helado penetraba por la ventana abierta. Volvía a llorar sin poder
contenerme. El aire devolvió los sollozos a mis propios oídos, hasta que no pude soportar más su sonido.
Y no me sirvió de consuelo saber que todo, incluso la desazón que sentía, resultaba magnificado en el
estado en que me hallaba.
De vez en cuando, rezaba una oración. Rogaba el perdón, aunque no sabía bien de qué. Oré a la
Virgen y a los santos. Musité el Avemaría una y otra vez hasta que la oración se convirtió en una
salmodia sin sentido.
Y lloré lágrimas de sangre que me mancharon las manos cuando me enjugué el rostro.
Seguí tendido sobre las piedras cuan largo era, sin murmurar ya más oraciones sino elevando esas
súplicas inarticuladas que se hacen a todo lo sagrado, a todo lo poderoso, a todo lo que, bajo uno o mil
nombres, pueda existir o no. «No me_ dejes aquí solo. No me abandones. Estoy en el lugar de las brujas.
Éste es el lugar de las brujas. No me dejes caer más de lo que ya he caído esta noche. No permitas que
suceda...» Lestat, despierta.
Pero las palabras de Magnus volvían a mí una y otra vez: Ir al encuentro del infierno, si lo hay... Si
existe un Príncipe de las Tinieblas...
Finalmente, me incorporé hasta apoyarme en las rodillas y en las manos. Me sentía aturdido y
desquiciado, casi mareado. Miré la hoguera. Aún estaba a tiempo de reavivar lo que quedaba y arrojarme
yo también a las llamas voraces.
Pero en el mismo instante en que me obligaba a imaginar el sufrimiento de hacer tal cosa, me di
cuenta de que no tenía la menor intención de llevarlo a cabo.
Después de todo, ¿por qué tendría que hacerlo? ¿Qué había hecho yo para merecer el destino de las
brujas? Yo no deseaba ir al infierno; ni por un instante había pensado tal cosa. ¡Por todos los infiernos
que no tenía interés alguno en descender a ellos para escupirle en la cara al Príncipe de las Tinieblas,
fuera quien fuese!
Al contrario, si yo era ahora un ser condenado, ¡que fuera el propio diablo quien viniera por mí! Que
me dijera él la razón de mi condena al sufrimiento. Me gustaría conocerla, realmente.
En cuanto al olvido..., bien, podíamos esperar un poco antes de eso. Podíamos dedicar un poco de
tiempo, al menos, a meditar al respecto.
Una extraña calma se adueñó de mí poco a poco. Me sentía triste, lleno de amargura y creciente
fascinación.
Ya no era un ser humano.
84
Y allí, agachado a cuatro patas pensando en ello y con la vista puesta en las brasas agonizantes, me
fue invadiendo una inmensa energía. Gradualmente, mis sollozos juveniles cesaron y empecé a estudiar
la blancura de mi piel, la agudeza de mis nuevos y perversos colmillos y el modo en que mis uñas
brillaban en la oscuridad, como si las llevara lacadas.
Todos mis pequeños dolores habituales habían desaparecido, y el calor residual que despedía la
madera aún humeante me reconfortó, como una prenda de abrigo que me envolviera.
Pasó el tiempo, pero no lo sentí transcurrir.
Cada cambio en el movimiento del aire fue una caricia. Y, cuando de la lejana ciudad débilmente
iluminada llegó un coro de apagadas campanas que daban la hora, su sonido no marcó el paso del
tiempo mortal. Los tañidos eran sólo la música más pura, y permanecí tendido, aturdido y boquiabierto,
mientras contemplaba el paso de las nubes.
Pero en el pecho empecé a sentir un nuevo dolor, vivo y ardiente, que se extendió a través de las
venas, se apretó en torno a la cabeza y se concentró en el vientre y las entrañas. Entrecerré los ojos,
ladeé la cabeza y advertí que no tenía miedo de aquel dolor, sino que más bien lo notaba como si lo
estuviera oyendo.
Entonces vi la causa. Estaba expulsando mis excrementos en un pequeño torrente. Me descubrí
incapaz de controlar mi cuerpo, pero, mientras observaba cómo la suciedad manchaba mis ropas, me di
cuenta de que no sentía repugnancia.
Unas ratas se deslizaron por la estancia, acercándose a aquella inmundicia sobre sus pequeñas patas
silenciosas, pero ni siquiera su presencia me desagradó.
Aquellas criaturas no podían tocarme, aunque corrieran por encima de mí para devorar los
excrementos.
De hecho, no pude imaginar absolutamente nada en la oscuridad, ni siquiera el contacto con los
viscosos insectos de las tumbas, que fuera capaz de provocarme repulsión. Ahora no importaba nada
que se arrastraran sobre mis manos y mi rostro.
Yo no formaba parte del mundo que sentía asco ante aquellas cosas. Y, con una sonrisa, comprendí
que ahora formaba parte de lo que producía temor y repugnancia a los demás. Poco a poco y con gran
placer, me eché a reír.
Con todo, la pena no me había abandonado por entero. Me acompañaba como una idea, y aquella
idea contenía una pura verdad.
Estoy muerto y soy un vampiro. Y las criaturas morirán para que yo pueda vivir: beberé su sangre para
seguir viviendo. Y nunca jamás volveré a ver a Nicolás, ni a mi madre, ni a ninguno de los humanos que
he conocido y amado, ni a nadie de mi familia humana. Beberé sangre. Y viviré para siempre. Eso será
exactamente lo que sucederá. Y lo que sucederá está sólo empezando: ¡apenas acaba de nacer! Y el
parto que lo ha dado a luz ha sido un éxtasis como jamás antes había conocido.
Me puse de pie. Me sentía ligero y poderoso y extrañamente entumecido. Di unos pasos hasta el
fuego apagado y anduve entre la leña quemada.
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No había huesos. Era como si el ser diabólico se hubiera desintegrado. Llevé hasta la ventana las
cenizas que pude recoger y, mientras el viento las dispersaba, musité un adiós a Magnus preguntándome
si podría oírme.
Finalmente, sólo quedaron los troncos carbonizados y el hollín de mis manos, que sacudí en la
oscuridad.
Era el momento de examinar la cámara inferior.
86
5
Desplacé la losa con bastante facilidad, como ya lo había hecho antes, y en su interior había un
gancho para que pudiera encajarla en su sitio una vez dentro.
Pero para entrar en el estrecho conducto tuve que tenderme boca abajo y, cuando me arrodillé para
asomarme, no alcancé a ver ninguna luz al otro extremo. Su aspecto no me agradó.
Me dije que, de haber sido mortal todavía, absolutamente nada me habría inducido a arrastrarme por
un pasillo como aquél. Sin embargo, el viejo vampiro había sido muy explícito al decir que el sol podía
destruirme con la misma eficacia que el fuego. Era preciso que llegara al ataúd. Noté que el miedo volvía
a asaltarme como un torrente.
Me aplasté contra el suelo y avancé como un lagarto por el pasadizo. Como temía, apenas podía alzar
la cabeza y no había espacio para darme la vuelta y alcanzar el gancho de la losa. Tuve que introducir el
pie en el gancho y arrastrarme hacia adentro tirando de la piedra hacia mí.
Oscuridad total. Con espacio apenas para incorporarme unos centímetros sobre los codos.
Solté un jadeo, me entró pánico y estuve a punto de volverme loco pensando que no podía levantar la
cabeza, hasta que, por último, me di con ésta contra la piedra y quedé tendido allí, lloriqueando.
¿Qué podía hacer ahora? Era preciso que llegara al ataúd.
Así pues, me obligué a dejar de gimotear y empecé a avanzar a rastras, cada vez más deprisa. Me
arañé las rodillas contra la piedra mientras mis manos buscaban grietas y hendiduras para impulsarse. El
cuello me dolía debido a la tensión de contener el impulso de levantar la cabeza, otra vez presa del
pánico.
Y cuando, de pronto, mis manos toparon con una piedra sólida en su avance, la empujé con todas mis
fuerzas. Noté que se movía, al tiempo que una suave luz penetraba por los resquicios.
Salí gateando del conducto y me encontré en una pequeña estancia de techo bajo y curvo, con una
ventana alta y estrecha cerrada por otra reja de gruesos barrotes de hierro. Sin embargo, la suave luz
violácea de la noche penetraba por ella dejando a la vista una gran chimenea en la pared opuesta, un
montón de leña para prender el fuego y, a su lado, bajo la ventana, un antiguo sarcófago de piedra.
Mi capa de terciopelo rojo forrada de piel de lobo estaba extendida sobre el sarcófago y, sobre un
tosco banco, descubrí un espléndido traje, también de terciopelo rojo, bordado en oro y profusión de
encaje italiano, así como unos calzones de seda roja, unas medias de seda blanca y unas chinelas de
tacón rojo.
Aparté el cabello de mi rostro y sequé la fina capa de sudor que bañaba mi frente y mi bigote. Era un
sudor mezclado con sangre, y, cuando lo advertí por las manchas en las manos, sentí una curiosa
excitación.
87
«¡Ah!» pensé, «¿qué soy? ¿Qué me espera?». Contemplé durante un largo instante la sangre de mis
manos y luego me lamí los dedos. Me recorrió una deliciosa sensación de profundo placer y tardé unos
minutos en recuperarme lo suficiente como para acercarme al hogar.
Tomé dos astillas de leña como había hecho el viejo vampiro y, frotándolas con fuerza y velocidad,
casi las vi desaparecer tras la llama que se alzó de ellas. No había en aquello nada de mágico, sólo
habilidad. Cuando el fuego empezó a calentar, me quité mis ropas sucias Y. tras limpiar con la camisa
hasta el último vestigio de excrementos, arrojé toda mi indumentaria a las llamas antes de ponerme las
prendas que acababa de encontrar.
Unas prendas rojas, de un encarnado deslumbrante. Ni siquiera Nicolás había lucido nunca ropas
como aquéllas. Eran galas para la Corte de Versalles, con perlas y pequeños rubíes intercalados en los
bordados. El encaje de la camisa era de Valenciennes, y yo lo conocía ya del vestido de boda de mi
madre.
Me eché la capa de piel de lobo sobre los hombros y, aunque el frío me desapareció del cuerpo, me
sentí como una criatura esculpida en el hielo. Me pareció que mi sonrisa era dura y lustrosa y
extrañamente torpe mientras me dedicaba a contemplar y palpar aquellas prendas.
Contemplé el sarcófago al resplandor de las llamas. Sobre la pesada tapa estaba tallada la efigie de
un anciano y me di cuenta enseguida de que recordaba a Magnus.
Allí, sin embargo, Magnus aparecía en ademán tranquilo, con su boca de bufón bien cerrada ahora,
los ojos mirando apacibles hacia el techo y el cabello en una larga melena de rizos y ondas
perfectamente esculpida.
Sin duda, aquel sarcófago tenía al menos tres siglos. La figura de Magnus reposaba con las manos
cruzadas sobre el pecho, vestido con una larga túnica. De la espada tallada en la piedra, alguien había
eliminado a golpes la empuñadura y parte de la vaina.
Permanecí un rato interminable observando este detalle y comprobé que el trozo que faltaba había
sido eliminado a golpes de cincel y con gran esfuerzo.
¿Era tal vez la forma de cruz de la empuñadura lo que había querido borrar el autor del hecho? La
dibujé con el dedo, pero no sucedió nada, como tampoco había sucedido nada en la otra sala, cuando
había murmurado mis plegarias. Acuclillado en el polvo junto al sarcófago, dibujé otra cruz.
Tampoco sucedió nada.
Luego, añadí a la cruz unos cuantos trazos para representar el cuerpo de Cristo, sus brazos, el ángulo
de sus rodillas, su cabeza caída sobre el pecho. Escribí «Nuestro Señor Jesucristo», las únicas palabras
que sabía escribir correctamente, además de mi nombre, pero siguió sin suceder nada.
Y, lanzando aún inquietas miradas hacia la pequeña cruz y las palabras garabateadas, intenté
levantar la tapa del sarcófago.
No me resultó fácil, ni siquiera con las nuevas fuerzas que ahora poseía. Desde luego, ningún hombre
mortal podría haberla alzado.
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Pero lo que me dejó perplejo fue el grado de esfuerzo que me exigió. Me di cuenta de que mis fuerzas
no eran ilimitadas, y de que, desde luego, no podían compararse con las del viejo vampiro. Aun así,
poseía la fuerza de tres hombres, quizá de cuatro; resultaba imposible calcularlo.
En aquel instante, me pareció algo realmente impresionante.
Contemplé el sarcófago. No era más que un estrecho hueco lleno de sombras, en el cual no podía
imaginarme metido. Alrededor de la tapa había una inscripción en latín que no supe leer.
Esto me atormentó y deseé que las palabras no estuvieran allí. La añoranza de Magnus, la sensación
de desamparo, amenazaron con atenazarme de nuevo. ¡Le odié por haberme abandonado! Y me
sorprendió en toda su ironía el hecho de haber sentido amor por él cuando se disponía a saltar sobre las
llamas. Y de haberle amado de nuevo al encontrar las ropas rojas en la estancia.
¿Se quieren entre ellos los demonios? ¿Caminan del brazo por el infierno, diciéndose unos a otros:
«¡Ah, amigo mío, cuánto te quiero!», y cosas parecidas? La mía era una pregunta puramente intelectual e
intrascendente, ya que no creía en el infierno, pero era una cuestión de un concepto del mal, ¿no era
así? Se supone que todas las criaturas del infierno se odian entre ellas, igual que todos los que se salvan
odian a los condenados, sin reservas.
Aquella idea me había acompañado toda la vida. De niño, me había aterrado el pensamiento de que
yo pudiera ir al cielo y mi madre al infierno, y de que entonces tuviera la obligación de odiarla. Eso era
imposible. ¿Y que sucedería si nos encontrábamos los dos en el infierno?
«Bien» me dije, «ahora sé, tanto si creo en el infierno como si no, que los vampiros pueden amarse
entre ellos, que uno no deja de amar por el hecho de estar dedicado al mal».
Al menos, eso me pareció en aquel breve instante. Pero no debía ponerme a llorar otra vez. No podía
soportar tantas lágrimas.
Volví los ojos a un gran baúl de madera semioculto a la cabecera del sarcófago. No estaba cerrado, y
la tapa, de madera putrefacta, casi saltó de los goznes cuando la levanté.
Y, aunque el viejo maestro me había dicho que me dejaba su tesoro, me quedé mudo de asombro
ante lo que vi. El baúl estaba repleto de oro, plata y piedras preciosas. Había incontables anillos con
joyas montadas, collares de diamantes, sartas de perlas, piezas de orfebrería, monedas y cientos de
objetos valiosos.
Pasé las yemas de los dedos sobre aquellas riquezas y luego las cogí a puñados, jadeando de
asombro cuando la luz encendía el rojo de los rubíes, el verde de las esmeraldas. Vi refracciones del
color como no las había soñado, y una riqueza incalculable. Aquél era el famoso cofre de los piratas del
Caribe, el proverbial rescate de un rey.
Y era todo mío.
Lo examiné más detenidamente. Entre las joyas había otros artículos personales y perecederos.
Máscaras de satén de cuyo tejido putrefacto se desprendían los bordados de oro, pañuelos de encaje y
jirones de tela en los que había prendidos broches y agujas. Había allí una cincha de cuero de un arnés
adornada con campanillas de oro, un retal de encaje lleno de moho, atado en torno a un anillo, decenas
de cajitas de rapé y numerosos medallones colgando de cintas de raso.
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¿Les habría quitado Magnus todo aquello a sus víctimas?
Levanté una espada con incrustaciones de piedras preciosas, con mucho demasiado pesada para los
tiempos en que me hallaba, y unas raídas chinelas, conservadas quizá por su hebilla de brillantes.
Naturalmente, Magnus había tomado lo que había querido de sus víctimas. En cambio, su
indumentaria había consistido en ropas gastadas, casi harapos, a la moda de otro tiempo, y su vida en la
torre había transcurrido como la de un ermitaño de otro siglo. No alcancé a comprenderlo.
Pero entre aquel tesoro había muchos otros objetos diversos. Rosarios confeccionados con
espléndidas gemas, ¡y que todavía conservaban sus crucifijos! Toqué las pequeñas imágenes sagradas,
sacudí la cabeza y me mordí el labio, como diciendo: «¡Qué horrible que las robara!». Sin embargo,
también lo encontré muy divertido. Y lo tomé como una demostración más de que Dios no tenía ningún
poder sobre mí.
Y, mientras pensaba en ello, tratando de decidir si el hallazgo era tan fortuito como había parecido en
el instante de producirse, cogí del tesoro un exquisito espejo con mango de perlas.
Me miré en él de forma casi inconsciente, como se suele hacer ante los espejos. Y allí me vi como un
hombre normal, salvo que tenía la piel muy blanca, igual que la había tenido mi viejo y malévolo maestro,
y que mis ojos habían pasado de su habitual color azul a una mezcla de violeta y cobalto que resultaba
suavemente iridiscente. Mis cabellos tenían un brillo muy luminoso, y, cuando me pasé los dedos por
ellos, aprecié que tenían una nueva y extraña vitalidad.
De hecho, no era en absoluto Lestat quien se hallaba ante el espejo, sino una especie de réplica suya
confeccionada con otra materia. Y las pocas arrugas que me había causado el paso del tiempo a mis
escasos veinte años habían desaparecido o se habían reducido mucho; las pocas que tenía se habían
hecho un poco más profundas de lo que habían sido.
Contemplé mi reflejo y traté frenéticamente de reconocerme a mí mismo en el espejo. Me froté el
rostro, incluso froté el pulido disco, y apreté los labios para evitar echarme a llorar una vez más.
Finalmente, cerré los ojos y volví a abrirlos, lanzando una levísima sonrisa al ser del espejo. Este me
la devolvió. Aquél era Lestat, sin duda. Y en sus facciones no parecía haber nada de malévolo. Bueno, de
muy malévolo. Sólo se apreciaba la antigua malicia, la impulsividad. En realidad, aquella criatura del
espejo podría haber pasado por un ángel, de no ser porque, cuando al fin le cayeron las lágrimas, éstas
eran de sangre y toda la imagen aparecía teñida de encarnado ya que su visión estaba empañada por
ella. Y poseía aquellos pequeños colmillos maléficos que apoyaba en el labio inferior cuando sonreía y
que le daban una apariencia absolutamente aterradora. ¡Un rostro bastante pasable con un único, pero
horrible, espantoso, detalle incoherente!
Sin embargo, de pronto, me asaltó una idea: ¡Lo que estaba viendo era mi propio reflejo! ¿Y no se
había dicho y repetido que los fantasmas y los espíritus y los que han condenado su alma al infierno eran
invisibles ante un espejo?
Me invadió el ansia de conocer todo lo concerniente a lo que ahora era. El ansia de saber cómo haría
para caminar entre hombres mortales. Deseé estar en las calles de París, ver con mis nuevos ojos todo
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los milagros de la vida que había conocido hasta entonces. Quise contemplar las caras de la gente, los
capullos en flor y las mariposas. Quise ver a Nicolás, oírle interpretar su música... ¡No!
A esto último, renunciaría. Pero había mil formas de música, ¿no era así? Y, cerrando los ojos, casi
pude oír a la orquesta de la Opera, captar las arias en mis tímpanos. El recuerdo surgió muy claro, muy
intenso.
A partir de ahora, nada sería normal. Ni la alegría, ni el dolor, ni el más pequeño recuerdo. Todo,
incluso el pesar por las cosas perdidas para siempre, poseería aquel lustre extraordinario.
Dejé el espejo y me sequé las lágrimas con uno de los pañuelos de encaje, viejo y amarillento, que
contenía el baúl. Me volví y tomé asiento lentamente frente al fuego. El calor en el rostro y las manos me
resultó delicioso.
Me invadió una dulce modorra y, mientras cerraba los ojos de nuevo, me vi sumergido de pronto en el
extraño sueño de Magnus robándome la sangre. Me invadió de nuevo una sensación de hechizo, de
mareante placer: Magnus sosteniéndome en sus brazos, unido a mí, y mi sangre fluyendo a él. Pero
escuché las cadenas arrastradas por el suelo de la vieja catacumba, vi al indefenso vampiro en los
brazos de Magnus... Y allí había algo más..., algo importante. Un sentido, una advertencia acerca de la
traición, del robo, de no ceder ante nadie, ni Dios ni demonio, y nunca ante el hombre.
Le di vueltas y más vueltas en la cabeza, en un estado de duermevela, hasta que se me ocurrió la
idea más descabellada: contarle todo aquello a Nicolás. Tan pronto como volviera a casa, le explicaría el
sueño y su posible significado y hablaríamos...
Con sobresaltada repulsión, abrí los ojos. El ser humano que había en mí contempló con impotencia la
cámara. Se puso a llorar otra vez y la perversa criatura recién nacida era aún demasiado inmadura para
poder dominarle. Sus sollozos se convirtieron en hipidos y me llevé una mano a la boca.
«¿Por qué me has dejado, Magnus? ¿Qué debo hacer, Magnus, cómo debo seguir?»
Recogí las rodillas y apoyé la cabeza en ellas. Poco a poco, se me fue aclarando la cabeza.
«Bueno» me dije, «ha sido muy divertido imaginar que eras ese vampiro, llevar estas ropas
espléndidas y pasar los dedos por ese impresionante tesoro, ¡pero no puedes vivir así! ¡No puedes vivir
alimentándote de seres humanos! Aunque seas un monstruo, llevas dentro una conciencia, una
tendencia natural... El Bien y el Mal, lo bueno y lo malo. No puedes vivir sin creer en... No puedes aceptar
los actos que... Mañana, vas a..., a..., ¿vas a qué?».
«Mañana vas a beber sangre, ¿no es eso?»
El oro y las piedras preciosas brillaban como brasas en el baúl cercano, y, tras los barrotes de la
ventana, se alzaba contra las nubes grises el resplandor violáceo de la lejana ciudad. ¿Cómo sería su
sangre? La sangre caliente y viva, no la sangre de monstruo. Mi lengua recorrió el paladar, tanteando los
colmillos.
«Piensa en ello, Matalobos.»
Me puse en pie lentamente. Me resultó muy fácil, como si fuera la voluntad, y no el cuerpo, quien lo
hacía. Tomé las llaves de hierro que había traído conmigo de la cámara exterior y fui a inspeccionar el
resto de mi torre.
91
6
Habitaciones vacías. Ventanas con rejas. El manto infinito de la noche sobre las almenas. Eso fue
todo lo que encontré en la torre. Pero en la planta baja de ésta, junto a la puerta de las escaleras que
conducían a las mazmorras, encontré una tea en el puesto del centinela y una bolsa de yesca para
encenderla en el nicho contiguo a la garita. Vi huellas en el polvo. La cerradura estaba bien engrasada y
la llave giró con suavidad cuando por fin encontré la correspondiente.
Iluminé con la antorcha una estrecha escalera de caracol y empecé con cierta repugnancia a bajar los
peldaños debido al hedor que ascendía de algún lugar situado más abajo.
Naturalmente, conocía aquel hedor. Era bastante corriente en los cementerios de París. En les
Innocents era denso como un gas venenoso pero había que convivir con él para poder comprar en las
tiendas del lugar, o para tratar con los amanuenses. Era el olor de los cuerpos en descomposición.
Y, aunque me produjo arcadas y me hizo retroceder unos pasos, tampoco resultaba tan intenso, y el
aroma de la resina de la tea al arder contribuía a aminorarlo.
Seguí el descenso. Si había allí el cadáver de algún mortal, no podía escaparme de él.
Pero en el primer nivel bajo el suelo no encontré ningún cuerpo. Sólo había allí una enorme sala
funeraria con las puertas de hierro oxidado abiertas a las escaleras y tres enormes sarcófagos de piedra
en el centro. Era muy similar a la cámara de Magnus. Aunque mucho mayor, tenía el mismo techo curvo
a baja altura y el mismo hogar, tosco y profundo.
¿Qué podía significar aquello, sino que otros vampiros habían dormido allí en alguna época? Nadie
instala una chimenea en una cripta funeraria. Al menos, yo no había oído mencionarlo nunca. E incluso
había unos bancos de piedra. Y los sarcófagos eran como el de allá arriba, con grandes figuras
esculpidas en ellas.
Sin embargo, absolutamente todo estaba cubierto por el polvo de años. Y había muchísimas
telarañas. Sin duda, los vampiros ya no habitaban allí. Era totalmente imposible. Y, no obstante, resultaba
muy extraño. ¿Dónde estaban quienes habían ocupado aquellos sarcófagos? ¿Se habían arrojado al
fuego igual que Magnus, o todavía seguían su existencia en alguna parte?
Entré y abrí los sarcófagos uno tras otro. Dentro no había más que polvo. Ningún indicio de otros
vampiros, ninguna prueba de que existieran más vampiros.
Salí de la cripta y continué escaleras abajo, aunque el hedor a descomposición se hacía cada vez más
penetrante. De hecho, muy pronto se hizo insoportable.
Procedía de detrás de una puerta que pude ver más abajo, y tuve verdaderas dificultades para
obligarme a aproximarme. Naturalmente, cuando yo era un ser mortal, tal olor me habría repugnado; pero
esto no era nada en comparación con la aversión que sentía ahora. Mi nuevo cuerpo quería alejarse de él
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a la carrera. Me detuve, respiré profundamente y me obligué a ir hacia la puerta, decidido a ver qué había
hecho allí mi perverso maestro.
Pues bien, el hedor no era nada comparado con lo que vieron mis ojos.
En una profunda mazmorra yacía un montón de cuerpos en todas las fases de la descomposición,
huesos y carne putrefacta plagados de gusanos e insectos. Las ratas huían de la luz de la antorcha,
rozándome las piernas camino de la escalera. Las náuseas me hicieron un nudo en la garganta y el olor
me sofocó.
Con todo, no pude dejar de mirar aquellos cuerpos. Allí había algo importante, algo terriblemente
importante, que debía descubrir. Y, de repente, me di cuenta de que todos aquellos muertos habían sido
varones —las botas y los jirones de ropa que llevaban lo delataba— y todos ellos eran rubios, de tonos
muy parecidos al mío. Los escasos cadáveres que conservaban sus facciones parecían de jóvenes, altos
y de constitución delgada. Y el ocupante más reciente del siniestro lugar —el cadáver fresco y chorreante
que yacía con los brazos extendidos a través de los barrotes— se parecía tanto a mí que podría haber
sido mi hermano.
Aturdido, avancé hasta que la puntera de mi bota rozó su cabeza. Bajé la antorcha y abrí la boca
como para lanzar un grito. ¡Los ojos húmedos y viscosos del muerto, plagados de mosquitos, eran del
mismo azul que los míos!
Retrocedí tambaleándome. Se adueñó de mí un terror cerval a que el muerto se moviera, me agarrara
por el tobillo. Y supe por qué lo haría.
Cuando topé con la pared, tropecé con un plato de comida putrefacta y un cuenco. El cuenco cayó al
suelo, se rompió y la leche cuajada que contenía se derramó como un vómito.
El dolor me apretó las costillas. La sangre, como un fuego líquido, me vino a la boca y brotó de mis
dientes, salpicando el suelo delante de mí. Tuve que sujetarme de la puerta abierta para mantenerme en
pie.
Sin embargo, entre la niebla de la náusea, mi vista se fijó en la sangre. Contemplé aquel brillante color
carmesí a la luz de la antorcha. Observé cómo oscurecía la sangre al caer en la argamasa entre las
piedras. Aquella sangre estaba viva y su dulce aroma cortaba como el filo de una navaja el hedor de los
muertos. Espasmos de sed reemplazaron las náuseas. La espalda se me dobló y fui inclinándome con
una flexibilidad desconcertante más y más hacia la sangre.
Y los pensamientos no cesaron en ningún instante de agolparse en mi cabeza: aquel joven había sido
llevado con vida a aquella mazmorra; la comida putrefacta y la leche agria tenían por objeto alimentarle o
darle tormento. El joven había muerto en la celda, atrapado con los demás cadáveres, sabiendo
perfectamente que pronto sería otro de ellos.
¡Dios, sufrir aquello! ¡Sufrir aquel horror! Y cuántos otros habrían conocido exactamente el mismo
destino, todos jóvenes de cabello rubio.
Me encontré de rodillas, y todavía me incliné más. Sostuve la antorcha a baja altura con la mano
izquierda y bajé la cabeza hasta la sangre, con la lengua salida entre los labios, tan brillante que creí
estar viendo la de un lagarto. La lengua lamió la sangre del suelo. Escalofríos de éxtasis. ¡Oh, qué delicia!
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¿Era yo quien hacía aquello? ¿Era yo quien lamía aquella sangre a un par de centímetros del cuerpo
sin vida? ¿Era mi corazón el que latía con cada sorbo apenas a dos dedos del cuerpo sin vida de aquel
muchacho al que Magnus había llevado allí como me había conducido a mí, de aquel muchacho al que
Magnus había condenado a muerte en lugar de a la inmortalidad?
La repugnante mazmorra parpadeaba como un llama mientras yo lamía la sangre. El cabello del
muerto me rozó la frente. Su ojo, como un cristal estrellado, me contemplaba fijamente.
¿Por qué no estaba yo encerrado en aquella celda? ¿Qué prueba había superado para no estar ahora
allí, gritando y sacudiendo los barrotes, notando cómo se cernía lentamente sobre mí el horror que había
presagiado en la posada del pueblo?
Los temblores de la sangre me recorrieron los brazos y las piernas. Y el sonido que escuché —el
sonido brillante, tan cautivador como el carmesí de la sangre, el azul del ojo del muchacho, las alas
tornasoladas del mosquito, el deslizante cuerpo opalino del gusano, el resplandor de la antorcha— fue mi
propio grito, salvaje y gutural.
Dejé caer la antorcha y me incorporé de rodillas, golpeando el plato de hojalata y el cuenco roto. Me
puse en pie y corrí escaleras arriba. Y cuando cerré de un portazo el acceso a las mazmorras, mis gritos
se alzaron más y más, hasta la misma cima de la torre.
Me perdí en el sonido, que rebotaba en las piedras y volvía a mis oídos. No podía parar. Era incapaz
de cerrar la boca ni de tapármela.
Pero entonces, a través de la puerta atrancada y de una decena de estrechas ventanas que se abrían
en lo alto, vi que se acercaba la inconfundible luz de la mañana. Mi gritos cesaron. Las piedras habían
empezado a iluminarse. La luz rezumaba en torno a mí como un vapor hirviente que me quemaba los
párpados.
No tomé la decisión de correr. Sencillamente, me encontré haciéndolo, corriendo arriba y arriba hacia
la cámara interior.
Cuando salí del conducto, la estancia ardía en un mortecino fuego púrpura. Las joyas que rebosaban
del baúl parecían moverse. Casi ciego, logré levantar la tapa del sarcófago.
Muy pronto, la tapa caía de nuevo sobre mí. Desapareció el dolor de mi rostro y de mis manos y me
quedé inmóvil y a salvo mientras el miedo y la pena se fundían en una oscuridad fría e insondable.
94
7
Fue la sed lo que me despertó. Y supe al instante dónde estaba y qué era. No tuve sueños mortales
de vino blanco muy frío ni de la verde y fresca hierba bajo los manzanos del huerto de mi padre.
En la estrecha oscuridad del sarcófago de piedra, me toqué los colmillos con los dedos y los encontré
peligrosamente largos y afilados como pequeñas navajas.
Percibí que en la torre había un mortal y, aunque no había llegado a la puerta de la cámara exterior,
pude escuchar sus pensamientos.
Oí su consternación cuando descubrió abierta la puerta que daba a la escalera. Tal cosa no había
sucedido nunca con anterioridad. Escuché su temor al descubrir los leños quemados en el centro de la
estancia y le oí llamar a su «amo». El individuo era un criado, y un ser traicionero y falso, por lo que pude
captar.
Aquella capacidad para escuchar lo que pasaba por la mente del criado me fascinó, pero había otra
cosa que me perturbaba: ¡su olor!
Levanté la tapa de piedra del sarcófago y salí de él. El olor era débil, pero muy sugestivo. Era el
aroma almizcleño de la primera prostituta en cuya cama había liberado mi pasión. Era el olor del venado
asado después de días y días de ayuno en invierno. Era el perfume del vino joven, de las manzanas
frescas o del agua cayendo con un rugido por un despeñadero en un día de calor mientras yo introducía
mis manos en ella para beber.
Sólo que el aroma que ahora percibía era inmensamente más rico, y al apetito que despertaba era
infinitamente más voraz y más primario.
Avancé por el conducto secreto como una criatura que nadara en la oscuridad, hasta que, después de
desencajar la losa de la cámara exterior, me incorporé de pie en ésta.
Y allí estaba el mortal, mirándome con una expresión de desconcierto en sus pálidas facciones.
Era un hombre viejo y arrugado y, por algunos detalles del confuso torbellino de pensamientos que se
agolpaban en su mente, supe que era cochero y mozo de cuadra. Sin embargo, todo lo que escuché en
su mente resultó enloquecedoramente impreciso.
Luego, el intuitivo recelo que sentía hacia mí me alcanzó como el calor de un horno. Y no cabía
ningún malentendido. Sus ojos hervían de odio mientras recorrían mi rostro y el resto de mi figura. Él era
quien había conseguido las finas ropas que ahora llevaba yo. El era quien se había ocupado de los
desgraciados de la mazmorra mientras seguían vivos. ¿Cómo era, se preguntaba con muda indignación,
que yo no estaba entre ellos?
Esto, como podéis imaginar, me hizo quererle muchísimo. Sólo por aquel pensamiento, le habría
estrujado con mis manos desnudas hasta matarle.
—¡El amo! —exclamó entonces con desesperación—. ¿Dónde está? ¡Amo!
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Me pregunté qué sabría el viejo de su antiguo amo. Escuché en sus pensamientos que le tenía por el
hechicero de algún rey. Y ahora era yo quien tenía el poder. En resumen, el criado no sabía nada que
pudiera serme de utilidad.
Pero mientras me enteraba de todo esto, mientras lo absorbía de su mente muy en contra de su
voluntad, fui extasiándome con las venas de su rostro y de sus manos. Y el aroma me embriagó.
Percibí el mortecino latir de su corazón e imaginé el sabor de su sangre, lo que se experimentaría al
probarla, y me invadió de pronto una sensación avasalladora, rica y cálida que se apoderó de mí por
completo.
—El amo se ha ido; el fuego ha acabado con él —murmuré, y escuché mi propia voz como un sonido
gutural, extraño y monótono. Avancé poco a poco hacia él.
El viejo criado echó un vistazo al suelo ennegrecido. Después alzó los ojos al techo cubierto de hollín.
—No. Eso que dices es mentira —replicó enfurecido. Y su cólera destellaba como un faro ante mis
ojos. Noté su mente llena de rencor y sus desesperados pensamientos.
Pero, ¡ah!, qué aspecto tan delicioso tenía aquella carne viva. Me sentí dominado por un apetito
despiadado.
Y él se dio cuenta. De un modo errático e irracional, el viejo lo notó y, dirigiéndome una última mirada
torva, echó a correr hacia la escalera.
Le alcancé inmediatamente. De hecho, me resultó tan sencillo que disfruté con la captura. En un
momento dado, deseé mentalmente extender los brazos y reducir la distancia entre el viejo y yo. Al
instante siguiente, le tenía ya entre mis manos, impotente, y le levantaba del suelo mientras sus pies,
libres, trataban de golpearme.
Lo sostuve en alto con la misma facilidad con que lo haría un hombre corpulento con un cuchillo, tal
era la desproporción entre el viejo mortal y yo. Su mente era una maraña de pensamientos frenéticos y
parecía incapaz de decidirse a actuar de algún modo para tratar de salvarse.
Pero el leve murmullo de estos pensamientos quedó borrado por la visión que me ofrecía.
Sus ojos ya no eran las puertas de su alma, sino dos globos gelatinosos cuyos colores me
hipnotizaban. Y su cuerpo no era más que un pedazo de carne caliente y sangre que yo necesitaba
poseer.
Me horrorizó que aquel pedazo de carne estuviera vivo, que aquella sangre deliciosa fluyera por
aquellos brazos y dedos que se debatían ante mis ojos. Pero luego me pareció perfecto que así fuera. El
era lo que era, yo era lo que era, y ahora iba a saciar mi sed con él.
Le acerqué a mis labios y mordí la arteria que sobresalía de su cuello. El chorro de sangre golpeó mi
paladar. Emití un breve grito, a la vez que aplastaba al viejo contra mí. No era el mismo fluido ardiente de
la sangre de mi maestro, ni el delicioso elixir que había lamido de las piedras de la mazmorra. No, aquello
había sido pura luz convertida en líquido. Al contrario, ésta era mil veces más suculenta, con el sabor del
turbio corazón humano que la bombeaba; era la esencia misma de aquel aroma caliente, casi humeante.
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Noté que mis hombros se alzaban, que mis dedos se clavaban todavía más en su carne y que casi
surgía de mi cuerpo una especie de zumbido. Mi única visión era su pequeña alma jadeante, mi única
sensación era la de un abandono intenso.
Tuve que aplicar toda mi fuerza de voluntad para, justo antes del momento final, apartarle de mí.
¡Cuánto deseé sentir cómo se detenía su corazón! ¡Cuánto anhelé notar cómo los latidos se espaciaban
hasta cesar, saber que había poseído a aquel mortal!
Pero no me atreví.
Su cuerpo resbaló pesadamente entre mis brazos. Los suyos quedaron abiertos sobre las losas del
suelo, y el blanco de sus ojos asomaba bajo sus párpados entreabiertos.
Y me sentí incapaz de apartar aquel cuerpo de mi mirada agonizante, lleno yo de muda fascinación
ante su muerte. No se me escapó el menor detalle. Escuché su último suspiro y vi cómo su cuerpo se
abandonaba a la muerte, sin resistirse.
La sangre me calentó. La noté latir en mis venas. Cuando lo toqué con las palmas de las manos, mi
rostro estaba ardiendo. Mi vista se había hecho extraordinariamente penetrante y me sentía más fuerte
que cuanto podía imaginar.
Recogí el cuerpo y lo arrastré por los peldaños en espiral de la torre hasta la mazmorra, donde lo dejé
para que se pudriera con los demás.
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8
Era hora de irse, de poner a prueba mis poderes.
Llené la bolsa y los bolsillos con todo el dinero que podía transportar con comodidad y me ceñí una
espada adornada de gemas que no parecía demasiado pasada de moda. Luego bajé la escalera y salí de
la torre cerrando detrás de mí la verja de hierro.
Evidentemente, la torre era lo único que quedaba en pie de una gran casa en ruinas. Sin embargo,
capté en el viento —quizá como lo olfatearía un animal— el olor intenso y muy agradable de unos
caballos, y rodeé las piedras hasta encontrar una cuadra en la parte posterior.
En su interior había no sólo un hermoso carruaje antiguo, sino cuatro espléndidas yeguas negras. Era
un auténtico milagro que no se asustaran de mí. Besé sus finos flancos y sus hocicos largos y suaves. En
realidad, me enamoré tanto de aquellas bestias, que me habría pasado horas aprendiendo lo que pudiera
de ellas con mis nuevos sentidos. Pero lo que anhelaba en ese instante eran otras cosas.
Además de los animales, había en el establo otro ser humano, cuyo olor había yo captado también
nada más entrar. Pero el mortal estaba profundamente dormido y, cuando le desperté, comprobé que se
trataba de un chiquillo de muy pocas luces que no representaba ningún peligro para mí.
—Ahora yo soy tu amo —le dije, al tiempo que le daba una moneda de oro—, pero esta noche no voy
a necesitarte, salvo para que me ensilles una yegua.
El muchacho me entendió lo suficiente para indicarme que no había sillas de montar en la cuadra,
antes de caer dormido de nuevo.
Daba igual. Corté las largas riendas del carruaje de una de las bridas, puse éstas en la más hermosa
de las yeguas y salí del establo montando a pelo.
No puedo expresar lo que sentí con el poderío de la yegua debajo de mí, el viento helado en el rostro
y la gran cúpula del cielo nocturno en lo alto. Mi cuerpo estaba fundido con el del animal. Iba volando
sobre la nieve, riendo estentóreamente y, a ratos, cantando. Lanzaba notas agudas que jamás antes
había alcanzado, y luego descendía a una cálida voz de barítono. En algunos momentos, simplemente
gritaba de algo parecido a la alegría. Sí, tenía que ser de alegría; pero, ¿cómo podía un monstruo sentir
tal cosa?
Quise cabalgar hacia París, por supuesto, pero sabía que no estaba preparado. Eran demasiadas las
cosas que aún ignoraba sobre mis poderes. Así, pues, cabalgué en la dirección contraria hasta llegar a
las afueras de un pequeño pueblo.
No había humanos a la vista y, al acercarme a la pequeña iglesia del lugar, sentí un acceso de rabia,
totalmente humana, que se abría paso a través de mí extraña felicidad.
Desmonté rápidamente y tanteé la puerta de la sacristía. La cerradura cedió y crucé la nave hasta la
barandilla del comulgatorio.
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No sé qué sentí en aquel momento. Tal vez deseaba que sucediera algo. Me sentía sanguinario. Pero
no cayó ningún rayo. Observé el fulgor rojizo de la lamparilla colocada en el altar. Contemplé las figuras
inmóviles en la negrura nocturna de las vidrieras.
Y, desesperado, salté la barandilla y puse las manos sobre el propio sagrario. Forcé sus delicadas
puertecillas, introduje las manos y saqué el copón, adornado de gemas, con sus hostias consagradas.
No, allí no había ningún poder, nada que pudiera ver o sentir o percibir con ninguno de mis monstruosos
sentidos, nada que me respondiera. Había obleas, oro, cera, luz.
Hundí la cabeza sobre el altar. Mi aspecto debía ser el de un sacerdote en plena misa. Después, volví
a cerrarlo todo en el sagrario. Lo dejé tal como lo había encontrado, para que nadie advirtiera que se
había cometido un sacrilegio.
Tras esto, recorrí una de las naves laterales de la iglesia hasta el fondo y regresé por la otra,
cautivado por las sorprendentes pinturas y estatuas. Me di cuenta de que podía ver no sólo el arte
creativo, sino también el proceso seguido por el escultor o el pintor. Podía ver cómo la laca captaba la
luz. Distinguía los pequeños defectos en la perspectiva, junto a destellos de inesperada expresividad.
Pensé en cómo se verían los grandes maestros a mis ojos. Me sorprendí contemplando los más
simples dibujos en las paredes de yeso. Después me arrodillé para mirar las aguas del mármol hasta que
me encontré tendido en el suelo, con los ojos muy abiertos, mirando el suelo bajo mi nariz.
Todo aquello se estaba saliendo de contexto. Me incorporé, tembloroso y lloriqueante, veía los cirios
como si estuvieran vivos y me sentí muy harto de aquel lugar.
Era hora de salir de allí y visitar el pueblo.
Pasé dos horas en sus calles, la mayor parte del tiempo, nadie me vio ni me oyó.
Me resultó absurdamente fácil saltar las tapias de los jardines y elevarme desde el suelo a los tejados
no muy altos. Podía dejarme caer al suelo desde una altura de tres pisos y escalar la pared de un edificio
clavando las uñas y las puntas de los pies en la argamasa entre las piedras.
Me asomé a algunas ventanas y vi parejas dormidas en sus camas revueltas, niños reposando en
cunas, ancianas cosiendo bajo una débil luz.
Y las viviendas parecían casas de muñecas con todos los detalles. Colecciones perfectas de juguetes
con sus finas sillitas de madera y sus pulidas repisas sobre las chimeneas, con las cortinas zurcidas y los
suelos bien fregados.
Vi todo esto como quien no ha formado nunca parte de la vida, admirando con emoción hasta el
menor detalle. Un delantal blanco almidonado en su percha, unas botas gastadas junto al fuego, una jarra
junto a una cama.
Y la gente... ¡Ah!, la gente era una maravilla.
Naturalmente, me llegaba su aroma, pero mi apetito estaba satisfecho y el olor me hizo sentir mal. En
lugar de ello, me quedé embelesado con su piel rosada y sus delicados miembros, con la precisión de
sus movimientos, con el proceso entero de sus existencias, como si yo nunca hubiera formado parte de
ella. Que todos tuvieran cinco dedos en cada mano me parecía admirable. Les vi bostezar, llorar, agitarse
en sueños. Me sentí hechizado contemplándoles.
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Y cuando hablaron, ni las paredes más gruesas pudieron evitar que oyera sus palabras.
Pero el aspecto más seductor de mis exploraciones fue que podía escuchar los pensamientos de
aquella gente, igual que había oído los de aquel perverso criado al que había dado muerte. Infelicidad,
pesar, expectación. Eran como corrientes en el aire, flojas unas, espantosamente fuertes otras, y unas
terceras apenas una leve brisa hasta que reconocía su procedencia.
Con todo, estrictamente hablando, no podía decirse que les leyera la mente a los mortales.
La mayoría de pensamientos triviales quedaba filtrada y, cuando me sumía en mis propias
consideraciones, no penetraba en mi mente ni la emoción más intensa. En resumen, eran las pasiones
más fuertes las que llegaban hasta mí, y sólo cuando yo aceptaba recibirlas. Incluso había algunas
mentes que no me transmitían nada ni siquiera en pleno estallido de cólera.
Estos descubrimientos me desconcertaron y casi me molestaron, igual que sucedía con la belleza
ordinaria de cuanto contemplaba, con el esplendor de las cosas comunes y corrientes. Sin embargo,
sabía perfectamente que detrás de todo ello existía un abismo en el cual yo podía caer irremisiblemente
en cualquier instante.
Al fin y al cabo, yo no era uno de aquellos cálidos y pulsantes milagros de complejidad e inocencia.
Éstos eran mis víctimas.
Era hora de dejar el pueblo. Ya había aprendido lo suficiente allí. No obstante, antes de irme, llevé a
cabo un último acto de osadía. No pude reprimirme de hacerlo.
Tras alzarme el alto cuello de la capa roja, penetré en la posada, busqué un rincón lejos del fuego y
pedí un vaso de vino. Todos los presentes en el pequeño local me dirigieron una mirada, pero no porque
reconocieran que entre ellos se encontraba un ser sobrenatural. ¡Sencillamente, todos estaban
sorprendidos de ver a un caballero ricamente ataviado! Permanecí en la posada veinte minutos,
prolongando la comprobación, sin que nadie, ni siquiera el hombre que me sirvió la bebida, detectara
nada extraño. Por supuesto, no toqué el vino. Con sólo olerlo, supe que mi cuerpo no lo admitiría. Pero lo
importante era que podía pasar inadvertido entre los humanos, que podía moverme entre ellos.
Cuando salí de la posada, me sentía alborozado. Tan pronto como llegué al bosque, eché a correr. Y
corrí tan deprisa que los árboles y el firmamento se hicieron borrosos. Casi me sentía volando.
Después me detuve, di saltos y me puse a danzar. Tomé unas piedras del suelo y las arrojé tan lejos
que ni siquiera pude ver dónde caían. Y cuando localicé en tierra la rama de un árbol, gruesa y llena de
savia, la levanté y la partí contra mi rodilla como si fuera una astilla.
Solté un grito y volví a cantar a pleno pulmón. Después, me tendí, entre carcajadas, sobre la hierba.
Cuando me levanté, me despojé de la capa y de la espada y empecé a dar volteretas como los
acróbatas del teatro de Renaud. Y luego hice un salto mortal perfecto. Di otro, esta vez hacia atrás, y otro
más hacia adelante. Después probé varios dobles y triples saltos mortales, y di un brinco en vertical que
me elevó casi cinco metros sobre el suelo. Caí de pie limpiamente, casi sin aliento y con deseos de
repetir aquellos saltos un rato más.
Pero el amanecer estaba próximo.
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En el aire, en el cielo, apenas se había producido un sutilísimo cambio, pero lo percibí como si lo
anunciara el tañido de las campanas del Infierno. Unas campanas que llamaban al vampiro a refugiarse
en su sueño de muerte. ¡Ah!, el fundente encanto del cielo, el encanto de ver los borrosos campanarios.
Me asaltó la extraña idea de que, en el infierno, la luz de los fuegos sería tan brillante que recordaría la
del sol, y que éste sería el único día que volvería a ver jamás.
«¿Qué he hecho?» me dije. Yo no había pedido todo esto, ni me había entregado a ello. Incluso
cuando Magnus me decía que yo estaba a punto de morir, había tratado de resistirme. Y, pese a todo, allí
estaba ahora escuchando las campanas del Infierno.
Bueno, ¿a quién le importa eso?
Cuando llegué al cementerio, dispuesto para el regreso a la torre con la yegua, algo distrajo mi
atención.
Pie a tierra, sujeté por la rienda mi montura y observé el pequeño camposanto sin poder determinar de
qué se trataba. La sensación me asaltó de nuevo y entonces la reconocí. Noté un clara presencia en
aquel cementerio.
Me quedé tan quieto que noté la sangre corriéndome por las venas.
¡ Aquella presencia no era humana! No despedía efluvios. Ni emitía pensamientos humanos que
pudiera captar. Más bien parecía ocultarse, a la defensiva, como si me conociera. Me estaba observando.
¿Podía tratarse de imaginaciones mías?
Permanecí inmóvil, escuchando y mirando atentamente. Entre la nieve asomaba un puñado de lápidas
grises y, a lo lejos, se alzaba una hilera de viejas criptas de mayor tamaño, ornamentadas pero en el
mismo estado ruinoso que las tumbas sencillas.
La presencia parecía merodear por las proximidades de las criptas y noté claramente sus movimientos
cuando se retiró hacia los árboles del fondo.
—¿Quién va? —pregunté. Oí mi voz como un cuchillo—. ¡Responde! —insistí, con voz aún más
potente.
Noté una gran conmoción en aquello, en aquella presencia, y tuve la certeza de que huía de mí muy
rápidamente.
Corrí tras ella por el cementerio y noté cómo retrocedía. Sin embargo, no alcancé a ver nada en el
bosque solitario. ¡Y advertí también que yo era más fuerte que la presencia, y que ésta se había asustado
de mí!
¡Qué sorpresa! ¡Asustada de mí!
Y no tuve la menor idea de si era alguien corpóreo, un vampiro como yo, o algo sin cuerpo.
—Bien, una cosa es segura —dije—: ¡Eres un cobarde!
Hubo un estremecimiento en el aire. El bosque, por un instante, pareció exhalar un suspiro.
Se adueñó de mí la conciencia de mi propio poder, que había ido creciendo en mi interior. No le temía
a nada. Ni a la iglesia, ni a la oscuridad, ni a los gusanos que pululaban en los cadáveres de la
mazmorra. Ni siquiera a aquella extraña fuerza fantasmal que se había retirado al bosque y que parecía
estar cerca otra vez. Ni siquiera les tenía miedo a los hombres.
101
¡Era un ser malévolo extraordinario! Si hubiera estado sentado en la escalera del infierno con los
codos en las rodillas y el diablo me hubiera dicho: «Lestat, ven, escoge la naturaleza que prefieras para
vagar por la Tierra», ¿qué mejor forma habría podido elegir, sino lo que ahora era? Y de pronto me
pareció que el sufrimiento era una emoción que había conocido en otra existencia y que nunca volvería a
experimentar.
No puedo evitar reírme cuando recuerdo esa primera noche y, sobre todo, ese momento en concreto.
102
9
Ya casi era de noche, y me dirigí a París a galope tendido, con todo el oro que pude transportar. El sol
acababa de hundirse en el horizonte, y el cielo aún presentaba una clara luz azul cuando monté un
caballo y emprendí camino.
Estaba hambriento.
Y quiso la suerte que me asaltara un bandolero antes de llegar a las puertas de la ciudad. Surgió
tronante de entre los árboles, su pistola lanzó un fogonazo y vi literalmente cómo la bala salía del cañón y
me pasaba de largo mientras yo saltaba del caballo y me lanzaba contra él.
El bandido era un hombre robusto y me asombró lo mucho que me complacían sus maldiciones y
esfuerzos. El perverso criado que había capturado la noche anterior era un viejo. Este, en cambio, era un
cuerpo joven y firme. Me tentaba incluso la aspereza de su barba mal afeitada, y me encantó la fuerza de
sus puños al golpearme. Pero todo acabó pronto. Se quedó inmóvil cuando hundí los dientes en la
arteria, y, cuando la sangre brotó de ella, fue una pura delicia. De hecho, resultó tan exquisita que me
olvidé de retirarme antes de que el corazón se detuviera.
Quedamos los dos arrodillados en la nieve y me causó un sobresalto la sensación de engullir la vida
junto con la sangre. Durante un largo instante, fui incapaz de moverme. Humm, pensé, ya había
quebrantado las reglas. ¿Tal vez iba a morir ahora? No parecía que tal cosa fuera a suceder. Sólo era
aquel vértigo delirante.
Y aquel pobre desgraciado, muerto en mis brazos, que me habría volado la cara si le hubiera dado
ocasión.
Seguí contemplando el cielo crepuscular y la gran masa de sombras que era París, extendida ante mis
ojos. Y sólo me quedó aquel calor, y un perceptible aumento de mis fuerzas.
De momento, todo iba bien. Me puse en pie y me sequé los labios. Después arrojé el cuerpo lo más
lejos que pude en la nieve virgen. Me sentía más poderoso que nunca.
Permanecí un rato en el lugar, glotón y sanguinario, deseando sólo volver a matar para que el éxtasis
se prolongara eternamente. Sin embargo, no habría podido beber más sangre, y poco a poco fui
tranquilizándome. Noté un leve cambio en mí y me invadió un sentimiento de desamparo. Una soledad
como si el ladrón hubiera sido un amigo o pariente mío y me hubiera abandonado. No entendí nada,
salvo que beber la sangre de aquella manera había resultado muy íntimo. Ahora llevaba en mí el efluvio
de aquel individuo y, de algún modo, me gustaba percibirlo. En cambio, allí estaba su cuerpo, tendido a
unos metros de distancia sobre la nieve, con el rostro y las manos grisáceas a la luz de la Luna.
Qué diablos, el hijo de perra iba a matarme, ¿no?
Una hora más tarde, ya había encontrado en su hogar del Marais a un competente abogado llamado
Fierre Roget, un joven ambicioso con una mente totalmente abierta a mí. Codicioso, listo, concienzudo.
103
Exactamente lo que buscaba. No sólo le podía leer los pensamientos cuando estaba callado, sino que
aceptó todo cuanto le dije.
El abogado estaba más que dispuesto a ponerse al servicio del marido de una heredera de Santo
Domingo y, desde luego, no tenía ningún problema en apagar todas las velas menos una, si los ojos me
dolían todavía por la fiebre tropical. En cuanto a mi fortuna en joyas, él trataba con los joyeros más
respetables. ¿Cuentas bancarias y letras de cambio para mi familia en la Auvernia...? Sí,
inmediatamente.
Aquello era más fácil que interpretar en papel de Lelio.
Pero pasé un rato horroroso tratando de concentrarme. Cualquier cosa suponía una distracción: la
llama humeante de la vela en el porta tinteros de cobre, el dibujo dorado del papel pintado chino de las
paredes y el curioso rostro de pequeñas facciones del abogado Roget, con los ojillos brillantes tras unas
minúsculas gafas octogonales. Sus dientes me recordaban el teclado de un clavicordio.
Los objetos corrientes de la sala parecían bailar. Una cómoda me contempló con los pomos de latón
por ojos. Y una mujer que cantaba en una sala del piso superior, sobre el leve murmullo de un horno,
parecía estar diciendo algo en un idioma secreto y vibrante. Algo así como «ven a mí».
Pero parecía que todo iba a seguir de aquel modo indefinidamente y me esforcé por mantener el
dominio de mí mismo. Ordené que se mandara aquella misma noche, por un correo, cierta cantidad de
dinero a mi padre y a mis hermanos, y a Nicolás de Lenfent, un músico de la Casa de Tespis, a quien
sólo debería decírsele que la cantidad procedía de su amigo Lestat de Lioncourt. Lestat deseaba que
Nicolás de Lenfent se trasladara de inmediato a un piso decente en la He de St. Louis o a algún otro lugar
adecuado, y el abogado Roget debería, por supuesto, ayudarle en ello. Terminado el traslado, Nicolás de
Lenfent podría estudiar el violín. Roget se encargaría de comprarle el mejor instrumento posible, un
Stradivarius.
Y, finalmente, debería escribirse una carga a mi madre, la marquesa Gabrielle de Lioncourt, en
italiano, para que nadie más pudiera entenderla, acompañada de una bolsa especial destinada a ella. Tal
vez si emprendía un viaje al sur de Italia, donde había nacido, allí pudiera detener el progreso de la
enfermedad que la consumía.
Me dejó realmente aturdido pensar que le estaba dando la libertad para huir. Me pregunté qué
pensaría ella al respecto.
Durante un instante no oí nada de cuanto Roget decía. Me la imaginé por un momento vestida por una
vez como la marquesa que era en realidad, cruzando las puertas del castillo en su propio carruaje de seis
caballos. Y luego recordé su rostro consumido y oí la tos de sus pulmones como si estuviera allí conmigo.
—Mándele la carta y el dinero esta noche —dije al abogado—. No importa lo que cueste. Hágalo.
Dejé a Roget oro suficiente para mantenerla cómodamente de por vida, si le quedaba alguna.
—Bien —añadí—. ¿Conoce a algún comerciante que trate de obras de arte, cuadros, tapices...?
Alguien que esté dispuesto a abrirnos sus tiendas y almacenes esta misma noche.
—Desde luego, monsieur. Permítame ir por mi abrigo. Iremos de inmediato.
Minutos después, nos dirigíamos al faubourg Saint Denis.
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Y, durante las horas siguientes, revolví junto a mis ayudantes mortales en un paraíso de riquezas
materiales, escogiendo todo cuanto quería. Sillas y sofás, porcelana y cubertería de plata, cortinajes y
esculturas..., todo a mi gusto. Y, mentalmente, transformé el castillo donde había crecido mientras más y
más objetos iban siendo apartados para embalarlos y enviarlos al sur a la mayor brevedad. A mis
sobrinos les mandé juguetes que nunca habrían soñado: barquitos con velas de verdad, casas de
muñecas de increíble perfección y realismo, etcétera.
Aprendí de cada cosa que toqué. Y hubo momentos en los que todos los colores y las texturas se
hicieron demasiado brillantes, demasiado sobrecogedores. Lloré para mis adentros.
Y habría conseguido pasar por un ser humano hasta la médula durante todo aquel rato, de no ser por
un desafortunadísimo incidente.
En un momento dado, mientras dábamos vueltas por el almacén, apareció una rata con la osadía
propia de los roedores de ciudad, corriendo junto a la pared muy cerca de nosotros. La contemplé. No
tenía nada de especial, como es lógico, pero allí, entre el yeso y la madera y los lienzos, la rata parecía
extraordinariamente inusual. Y los hombres, equivocándose, como es lógico, se pusieron a murmurar
frenéticas disculpas por su presencia y a batir los pies para ahuyentarla.
Sus voces formaron en mis oídos una mezcla de sonidos como un cocido hirviendo al fuego. Mi único
pensamiento fue que la rata tenía los pies muy pequeños y que todavía no había examinado una rata ni
ningún otro animal pequeño de sangre caliente. Me agaché y capturé al roedor, con bastante facilidad,
me parece, y le miré las patas. Quise ver qué clase de uñas tenía y cómo era la carne que había entre
sus minúsculos dedos, y me olvidé por completo de los hombres.
Fue su repentino silencio lo que me devolvió a la realidad. Los dos me miraban fijamente,
estupefactos.
Les sonreí con toda la inocencia que pude, solté la rata y continué con las compras.
Ninguno de los dos hizo la menor mención a lo sucedido, pero extrajeron una lección de ello.
Realmente, les había asustado de veras.
Esa noche, más tarde, le hice un último encargo al abogado. Debía enviar un regalo de cien coronas a
un empresario teatral llamado Renaud, con una nota mía de agradecimiento por su amabilidad.
—Investigue la situación de ese pequeño local —le indiqué— Descubra si tiene deudas.
Naturalmente, no pensaba acercarme nunca al teatro. Ellos no debían saber nunca lo sucedido, no
debían ser contaminados nunca por ello. Y, de momento, ya había terminado de hacer todo lo que podía
por mis seres queridos, ¿no?
Y cuando todo esto hubo terminado, cuando las campanas de las iglesias dieron las tres sobre los
blancos tejados y me sentí de nuevo lo bastante hambriento para oler a sangre dondequiera que volvía el
rostro, me descubrí frente al vacío boulevard du Temple.
La nieve sucia se había convertido en lodo helado bajo las ruedas de los carruajes y me encontré
contemplando la Casa de Tespis con sus muros deslustrados y sus carteles arrancados y el nombre del
joven actor mortal, Lestat de Valois, anunciado todavía en letras rojas.
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Las noches que siguieron fueron una orgía. Empecé a beber París como si la ciudad fuera de sangre.
Al caer la noche, batía los peores barrios a la caza de ladrones y asesinos, ofreciéndoles en ocasiones
una burlona posibilidad de defenderse, para luego caer sobre ellos en un abrazo fatal y cebarme en sus
cuerpos hasta el punto de la gula.
Saboreé diferentes tipos de muerte: de criaturas grandes y pesadas, de pequeñas y nervudas, de
hirsutos y de gentes de piel oscura, pero mis preferidos fueron los granujas jovencísimos, capaces de
matar a cualquiera por las monedas que llevara en el bolsillo.
Me deleitaban sus gruñidos y maldiciones. A veces les sujetaba con una mano y me reía de ellos
hasta verles realmente furiosos, y arrojaba sus navajas por encima de los tejados y hacía pedazos sus
pistolas contra las paredes. Pero, cuando hacía todo aquello, empleaba mis fuerzas como un gato a
quien no se le permitiera nunca saltar. Lo único que me desagradaba en mis víctimas era el miedo. Si mi
presa se mostraba realmente aterrada, solía perder mi interés por ella muy pronto.
Con el paso del tiempo, aprendí a retrasar la muerte. Bebía un poco de uno, otro poco de otro, y no
tomaba el gran trago de la muerte misma hasta la tercera o cuarta presa. Era la caza y la lucha lo que
repetía una y otra vez para mi placer. Y una noche, cuando ya había cazado y bebido de esta manera lo
suficiente para saciar a media docena de vampiros sanos, volví los ojos al resto de París, a todos los
placeres refinados que no me podía permitir antes.
Pero eso no fue hasta haber pasado por casa de Roget para tener noticias de Nicolás o de mi madre.
Las cartas de ésta irradiaban felicidad ante mi buena fortuna, y prometía viajar a Italia en primavera si
le quedaban fuerzas para intentarlo. De momento quería libros de París, naturalmente, y periódicos y
partituras para el clavicordio que le había enviado. Y tenía necesidad de preguntarme si era realmente
feliz, si había cumplido mis sueños. Desconfiaba de las riquezas y me había notado tan feliz con
Renaud... Era preciso que confiara en ella.
Escuchar la lectura de aquellas palabras fue una agonía para mí. Había llegado la hora de convertirme
en un redomado mentiroso, cosa que nunca había sido. Pero lo haría por ella.
En cuanto a Nicolás, debería haber sabido que no se conformaría con regalos y palabras vagas, que
exigiría verme y no dejaría de pedirlo. Tenía a Roget un poco asustado.
Pero de nada le sirvió. El abogado no podía decirle más de lo que yo le había explicado, y yo era tan
reacio a ver a Nicolás que ni tan sólo pregunté la dirección de la casa donde se había mudado. Indiqué al
abogado que comprobara si estudiaba con su maestro italiano y que tuviera todo cuanto pudiera desear.
Pero, de algún modo, conseguí enterarme de que, muy en contra de mis deseos, Nicolás no había
abandonado el teatro y aún seguía actuando en la Casa de Tespis de Renaud.
Aquello me enfureció. ¿Por qué diablos, me dije, tenía que hacer algo así?
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Porque era feliz allí, igual que lo había sido yo. Ésa era la razón. ¿Era preciso que alguien me lo
dijera? En aquella pequeña ratonera de teatro, todos éramos de la misma raza: pensar en el momento en
que se alza el telón, en que el público empieza a batir palmas y a gritar...
No. Mandaría cajas de vino y champán al teatro. Mandaría flores a Jeannette y a Luchina, las chicas
con las que más me había peleado y a las que más había querido, y más regalos en oro a Renaud.
Pagaría las deudas que tuviera.
Mas cuando pasaron unas noches y esos regalos fueron despachados, Renaud se sintió incómodo
con el asunto. Quince días más tarde, Roget me dijo que Renaud le había hecho una propuesta.
Quería que yo comprara la Casa de Tespis y le mantuviera en ella como director, con capital suficiente
para representar espectáculos mayores y de más calidad de los que había intentado nunca. Con mi
dinero y sus conocimientos, podría ser el lugar más famoso de París.
No respondí enseguida. Tardé en asimilar que podía hacerme dueño del teatro de aquella manera. A
poseerlo como las piedras preciosas del baúl, o las ropas que vestía, o la casa de muñecas que les había
mandado a mis sobrinas. Respondí que no y salí dando un portazo.
Volví a entrar inmediatamente.
—Muy bien, compre el teatro —dije—. Y déle diez mil coronas para hacer lo que quiera.
Era una fortuna, y ni siquiera supe por qué lo había hecho.
Aquel dolor pasaría, me dije. Tenía que pasar. Y yo debía conseguir cierto control sobre mis
pensamientos, comprender que tales cosas no podían afectarme.
Al fin y al cabo, ¿dónde pasaba ahora el tiempo? En los mejores teatros de París. Tenía localidades
preferentes en el ballet y en la ópera, y para las representaciones de Moliere y Racine. Desde los palcos,
encima mismo de las luces del proscenio, contemplaba a los grandes actores y actrices. Vestía trajes de
todos los colores del arco iris, joyas en los dedos, pelucas a la última moda, zapatos con hebillas de
diamantes y tacones de oro.
Y tenía la eternidad para emborracharme de las poesías que escuchaba, para emborracharme de los
cantos y del giro de los brazos de la bailarina, para emborracharme del órgano resonando en la gran
caverna de Notre Dame y para emborracharme de las campanas que contaban las horas para mí, para
emborracharme de la nieve que caía en silencio sobre los vacíos jardines de la Tullerías.
Y cada noche me sentía menos cauteloso ante los mortales, más cómodo en su compañía.
No transcurrió ni siquiera un mes hasta que reuní el valor suficiente para hacer acto de presencia en
un baile multitudinario en el Palais Royal. Venía ardiente y vigoroso tras dar cuenta de una presa y me
lancé de inmediato al baile. No desperté la menor sospecha. Al contrario, las mujeres parecían atraídas
por mí y me encantó el contacto con sus cálidos dedos y la suave presión de sus brazos y sus pechos.
Tras esto, empecé a deambular por los bulevares entre las multitudes vespertinas. Pasando
apresuradamente por delante del local de Renaud, entraba a apretujones en otras salas a contemplar los
espectáculos de marionetas, de mimos y de acróbatas. Ya no huía de la luz de las farolas. Entraba en las
cafeterías a tomar un café por el mero placer de notar el calor de los dedos, y hablaba con la gente
cuando me apetecía.
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Incluso discutía con los hombres sobre el estado de la monarquía, y me volqué en dominar el billar y
los juegos de cartas; incluso me pareció que podría, si lo deseaba, presentarme en la Casa de Tespis,
comprar una localidad y deslizarme hasta el anfiteatro para ver la representación. ¡Para ver a Nicolás!
Sin embargo, no lo hice. ¿Qué era aquel sueño de acercarme a Nicolás? Una cosa era engañar a
desconocidos, a hombres y mujeres que no me habían conocido, pero, ¿qué vería Nicolás si me miraba a
los ojos? ¿Qué vería cuando reparara en mi piel? Además, me quedaban muchas cosas por hacer, me
dije.
Cada vez estaba aprendiendo más cosas sobre mi nueva naturaleza y sobre mis poderes.
Mis cabellos, por ejemplo, eran más escasos pero más gruesos, y no crecían en absoluto. Tampoco
me crecían las uñas de manos y pies, que tenían un gran brillo, aunque, si las limaba o cortaba, se
regeneraban durante el día hasta la longitud que habían tenido cuando mi muerte. Y, aunque la gente no
podía advertir tales secretos al verme, percibían otros detalles, un brillo innatural en los ojos, un exceso
de colores reflejados en ellos y una ligera luminiscencia en mi piel.
Cuando estaba hambriento, esta luminiscencia era muy marcada. Una razón más para saciarme.
También estaba aprendiendo que podía avasallar a cualquiera con una mirada penetrante y que mi
voz requería una modulación muy estricta. Tanto podía hablar en tono demasiado grave para el sonido
humano, como ponerme a reír o a gritar demasiado alto y romperle los oídos a mi interlocutor.
Tenía otra dificultad: mis movimientos. Por lo general caminaba, corría, bailaba, sonreía y gesticulaba
como un ser humano, pero, cuando algo me sorprendía, horrorizaba o afligía, mi cuerpo podía doblarse y
contorsionarse como el de un acróbata.
Incluso mis expresiones faciales podían resultar tremendamente exageradas. Una vez, me vino a la
cabeza espontáneamente el recuerdo de Nicolás y, olvidándome de que caminaba por el boulevard du
Temple, me senté bajo un árbol, encogí las rodillas y apoyé la cabeza entre las manos como un afligido
duende de un cuento de hadas. Los caballeros del siglo XVIII, vestidos con levitas de brocado y medias
de seda blancas no hacían cosas como aquélla, al menos en la calle.
Y en otra ocasión, sumido en la contemplación de los cambios de la luz sobre las superficies, di un
brinco hasta sentarme con las piernas cruzadas sobre el techo de un carruaje, con los codos en las
rodillas.
Cosas así desconcertaban a la gente. La espantaban. Sin embargo, las más de las veces, incluso
cuando se asustaban de la blancura de mi piel, sencillamente apartaban la vista. Pronto me di cuenta de
que se engañaban diciéndose que todo era explicable. Era la mentalidad racionalista del siglo.
Al fin y al cabo, no había habido un caso de brujería en cien años; el último de que tenía noticia era el
juicio de La Voisin, una adivinadora, quemada viva en tiempos de El Rey Sol.
Y, además, estaba en París. De modo que, si rompía accidentalmente algún vaso al levantarlo, o una
puerta rebotaba en la pared al abrirla, la gente suponía que estaba borracho.
109
Pero, de vez en cuando, respondía a la pregunta de un mortal antes de que me formulara esa
pregunta, o caía en estados de estupor mirando una vela o la rama de un árbol, y permanecía inmóvil
tanto tiempo que la gente me preguntaba si me encontraba mal.
Y mi peor problema era la risa. Me entraban accesos de risa que no podía detener. Los podía
provocar cualquier cosa. Hasta la absoluta locura de mi propia posición podía desencadenarlos.
Incluso hoy, estos ataques pueden sucederme con bastante facilidad. No los cambia ninguna pérdida,
ningún dolor, ninguna profunda comprensión de mi difícil situación. De pronto, algo me resulta gracioso,
empiezo a reír y no puedo parar.
Esto pone furiosos a los otros vampiros, por cierto. Pero eso es adelantarme en mi historia.
Probablemente, ya habréis advertido que no he hecho hasta ahora mención de otros vampiros. Lo
cierto es que no encontré ninguno.
No pude encontrar ningún otro sobrenatural en todo París.
Rodeado de mortales por todas partes —justo cuando me convencía de que no era nada—, volvía a
sentir de vez en cuando aquella vaga presencia, esquiva y enloquecedora.
Nunca llegó a ser más concreta que lo que lo fuera aquella primera noche en el camposanto junto al
bosque. E, invariablemente, surgía en la vecindad de algún cementerio parisino.
En cada ocasión me detenía, me volvía e intentaba investigarla, pero nunca tenía éxito, y aquello
desaparecía antes de que pudiera estar seguro de que existiera. Nunca la descubría por mí mismo, y el
hedor de los cementerios de la ciudad eran tan nauseabundo que no podía, ni quería, entrar en ellos.
Esta sensación parecía deberse a algo más que al asco o al mal recuerdo de la mazmorra de la torre.
La repulsión ante la visión o el olor de la muerte parecía formar parte de mi naturaleza.
Era tan incapaz de contemplar una ejecución como cuando era aquel muchacho tembloroso de la
Auvernia, y los cadáveres me hacían cubrirme el rostro. Creo que me repugnaba la muerte a menos que
fuera yo su causante. Y tenía que alejarme de mis víctimas casi inmediatamente.
Retomando el tema de la presencia, llegué a preguntarme si no sería alguna otra especie de ser
espectral, algo que no pudiera comunicarse conmigo. Por otra parte, tuve la vivida impresión de que la
presencia me estaba vigilando, tal vez incluso manifestándose deliberadamente a mi alrededor.
Sea como fuere, no vi más vampiros en París. Y empecé a preguntarme si acaso no podía haber más
que uno de nuestra especie en cada momento. Tal vez Magnus destruyó al vampiro al que robó la
sangre. Quizás había tenido que morir una vez trasmitidos sus poderes. Y también yo moriría si convertía
a otro en vampiro.
Pero no, aquello no tenía sentido. Magnus había conservado una gran fortaleza incluso después de
darme su sangre. Y había encadenado a su víctima vampiro tras robarle sus poderes.
Aquello era un misterio enorme y enloquecedor, pero, de momento, la ignorancia era una verdadera
bendición. Y estaba haciendo buenos progresos en descubrir cosas sin la ayuda de Magnus. Tal vez era
ésa la intención de Magnus. Tal vez había sido aquélla su manera de aprender, siglos atrás.
Recordé sus palabras de que en la cámara secreta de la torre encontraría todo lo necesario para
progresar.
110
Las horas volaban mientras recorría la ciudad. Y sólo abandonaba deliberadamente la compañía de
los seres humanos para refugiarme en la torre durante el día.
No obstante, empezaba a preguntarme: «Si puedes bailar con ellos, jugar al billar con ellos y hablar
con ellos, ¿por qué no vas a poder vivir también entre ellos, como hacías cuando estabas vivo? ¿Por qué
no hacerte pasar por uno de ellos y entrar otra vez en el tejido mismo de la vida donde está... el qué?
¡Dilo!».
Y en esto llegó casi la primavera. Las noches se hicieron más cálidas y la Casa de Tespis puso en
escena una nueva función con nuevos acróbatas entre los actos. Los árboles echaban hojas de nuevo y,
todos los momentos que pasaba despierto, los pasaba pensando en Nicolás.
Una noche de marzo, mientras Roget me leía la carta de mi madre, me di cuenta de que yo podía
leerla tan bien como él. Sin proponérmelo siquiera, había aprendido a partir de mil fuentes distintas. Me
llevé la carta a la torre.
Ni siquiera la cámara interior estaba ya tan fría y, por primera vez, pude leer las palabras de mi madre
en privado, sentado junto a la ventana. Casi pude oír su voz hablándome:
«Nicolás me escribe que has comprado el local de Renaud. Así que ahora eres el propietario de ese
teatrillo del bulevar donde eras tan feliz. Pero, ¿posees todavía esa felicidad? ¿Cuándo me
responderás?»
Doblé la carta y la guardé en el bolsillo. Los ojos se me llenaron de lágrimas de sangre. ¿Por qué
tenía mi madre que entender tanto y, al mismo tiempo, tan poco?
111
11
El viento había perdido su helada fuerza y todos los olores de la ciudad volvían a la vida. Y los
mercados estaban llenos de flores. Sin pensar en lo que hacía, corrí a casa de Roget a exigirle que me
dijera dónde vivía Nicolás.
Sólo le echaría un vistazo para asegurarme de que estaba bien de salud, para cerciorarme de que la
casa era suficientemente buena.
Estaba en la He Saint Louis y resultaba muy impresionante, como era mi deseo, pero todas las
ventanas que daban al quai tenían cerradas las persianas.
Me quedé mirando la casa un largo rato mientras por el puente cercano pasaba un carruaje tras otro.
Y supe que tenía que ver a Nicolás.
Empecé a escalar la pared como había subido las del pueblo y me resultó asombrosamente fácil.
Escalé un piso tras otro, mucho más arriba de lo que me había atrevido hasta entonces, y luego corrí por
el tejado y bajé por la fachada interior hasta la altura del piso de Nicolás.
Pasé ante un puñado de ventanas abiertas antes de llegar a la que buscaba. Y allí vi a Nicolás a la luz
de la mesa donde cenaba con Jeannette y Luchina. Estaban tomando el bocado de madrugada que
solíamos hacer juntos los cuatro cuando cerraba el teatro.
Lo primero que hice al verle fue retirarme del bastidor y cerrar los ojos. Habría caído al vacío si mi
mano derecha no se hubiera agarrado rápidamente a la pared, como dotada de voluntad propia. Sólo
había visto la habitación por un instante, pero todos los detalles estaban fijos en mi mente.
Nicolás iba vestido con sus viejas ropas de terciopelo verde, el elegante atavío que había llevado con
tanto desparpajo por las tortuosas callejas de nuestro pueblo natal. Sin embargo, en torno a él
abundaban los signos de riqueza que yo le había enviado, los libros encuadernados en piel de los
estantes y un escritorio con incrustaciones, presidido por un cuadro ovalado. Y el violín italiano brillando
sobre el nuevo pianoforte.
Lucía un anillo con piedras preciosas que le había hecho mandar y llevaba el cabello castaño atado en
la nuca con un lazo de seda negra. Estaba sentado, meditabundo, con los codos sobre la mesa y sin
probar bocado del plato de exquisita porcelana que tenía ante sí.
Poco a poco, abrí los ojos y volví a mirarle. Allí bajo el resplandor de la luz, quedaban de relieve sus
gracias naturales: los brazos delicados pero fuertes, los ojos grandes y sobrios y la boca que, pese a toda
la ironía y todo el sarcasmo que pudieran salir de ella, era infantil y dispuesta a ser besada.
Me pareció descubrir en él una fragilidad que jamás había percibido o entendido. No obstante, mi
Nicolás parecía inmensamente inteligente, lleno de pensamientos confusos e intransigentes, mientras
escuchaba el rápido parloteo de Jeannette.
112
—Lestat se ha casado —decía la muchacha, mientras Luchina, su compañera, asentía con la
cabeza—. Su esposa es una mujer rica y él no puede revelarle que ha sido un vulgar actor. El asunto es
así de simple.
—Yo digo que le dejemos en paz —intervino Luchina—. Ha salvado del cierre nuestro teatro y nos
colma de regalos...
—No creo que sea cierto lo que dices —replicó Nicolás a Jeannette con voz amarga—. Lestat no se
avergonzaría de nosotros. —En sus palabras había una rabia contenida y una profunda aflicción—. ¿Por
qué se marchó como lo hizo? Yo le oí llamarme a gritos y descubrí la ventana rota en pedazos. Os
aseguro que estaba medio despierto y que escuché su voz...
Un incómodo silencio cayó sobre los tres comensales. Las muchachas no daban crédito al relato de
Nicolás, a su explicación de cómo me había esfumado de la buhardilla, y volver a contarlo sólo había
servido para dejarle todavía mas aislado y amargado. Todo esto lo pude captar escuchando los
pensamientos de los reunidos.
—Vosotras no conocisteis bien a Lestat —añadió entonces Nicolás con aire desabrido, retomando la
conversación con sus dos acompañantes mortales—. ¡Lestat le escupiría en la cara a cualquiera que se
avergonzara de nosotros! Me envía dinero, pero, ¿qué se supone que debo hacer con él? ¡Mi viejo amigo
está jugando con nosotros!
No obtuvo respuesta de las muchachas, personas prácticas y sensatas que no estaban dispuestas a
hablar en contra de su misterioso benefactor. Las cosas iban demasiado bien.
Y, al prolongarse el silencio, advertí la profundidad de la angustia de Nicolás. La percibí como si
estuviera asomándome a su mente. Y no pude soportarlo.
No pude soportar el hecho de sondear su mente sin que él lo supiera. Sin embargo, no podía dejar de
percibir en el interior de mi amigo un inmenso territorio secreto, más tétrico de lo que nunca había
soñado, y sus palabras me revelaron que esa oscuridad interior era como la que ya había percibido en él
en la posada del pueblo, pero que me había tratado de ocultar entonces.
Ahora, casi podía ver ese territorio secreto. Y aprecié que existía realmente más allá de su mente,
como si ésta no fuera más que el pórtico de un caos que se extendía desde los límites de todo lo que
conocemos.
Aquello era demasiado aterrador. No quise verlo. ¡No quería sentir lo que sentía!
¿Qué podía hacer por él? Eso era lo importante. ¿Qué podía hacer para poner fin a aquel tormento de
una vez por todas?
Sí, ardía en deseos de tocarle, de rozar sus manos, sus brazos, su rostro. Quería tocar su carne con
aquellos nuevos dedos inmortales. Y me descubrí susurrando la palabra «vivo». «Sí, estás vivo y eso
significa que puedes morir. Y todo lo que veo cuando te miro es absolutamente insustancial, es una
mezcolanza de pequeños movimientos y de colores indefinibles como si carecieras de cuerpo y sólo
fueras una acumulación de calor y de luz. Tú eres la luz misma; y yo, ¿qué soy ahora?»
Aunque eterno, me retuerzo como una pavesa en ese resplandor.
113
Pero la atmósfera de la habitación había cambiado. Luchina y Jeannette se despedían con unas
frases corteses. Nicolás no les hacía caso. Se había vuelto hacia la ventana y se estaba incorporando
como si le llamara una voz secreta. La expresión de su rostro era indescriptible.
¡Sabía que yo estaba allí!
En un abrir y cerrar de ojos, salté por la resbaladiza pared hasta el tejado.
Pero todavía podía oírle allá abajo. Volví la cabeza y observé sus manos desnudas en el alféizar. Y, a
través del silencio, pude oír su pánico. ¡Había notado que yo estaba allí! Era mi presencia lo que había
percibido, igual que yo percibía aquella presencia en los cementerios. ¿Pero cómo, se decía, podía estar
allí Lestat?
Me sentía demasiado conmocionado para hacer nada. Me sujeté del canal del tejado, me tendí sobre
éste, y advertí cuando se marchaban las muchachas y Nicolás se quedaba a solas. Y mi único
pensamiento fue: ¿qué era, por todos los demonios, esta presencia que Nicolás había percibido?
Me refiero a que yo no era ya Lestat, sino un demonio, un poderoso y voraz vampiro. Y, pese a ello,
Nicolás notaba mi presencia, la presencia de Lestat, el hombre al que había conocido.
Era algo muy distinto a cuando un mortal veía mi rostro y balbuceaba mi nombre, lleno de confusión.
Nicolás había reconocido en mi naturaleza monstruosa algo que él conocía y amaba.
Dejé de escuchar sus pensamientos y, sencillamente, permanecí tendido en el tejado.
Pero supe que, abajo, Nicolás se estaba moviendo. Supe cuándo cogía el violín colocado sobre el
pianoforte y cuándo se asomaba de nuevo a la ventana.
Y me cubrí los oídos con las manos.
Pese a ello, me llegó el sonido. Surgió del instrumento y desgarró la noche como si fuera un elemento
reluciente, distinto al aire, la luz y la materia, que pudiera ascender hasta las propias estrellas.
Atacó las cuerdas y casi pude verle con los párpados cerrados, meciéndose a un lado y a otro con la
cabeza inclinada sobre el violín como si quisiera fundirse con la música, hasta que se borró de mí toda
sensación de su presencia y sólo quedó el sonido, las notas largas y vibrantes, los escalofriantes
glissandos y el violín cantando en su propio idioma hasta hacer que pareciera falsa cualquier otra forma
de hablar.
Sin embargo, conforme avanzaba, la canción se convirtió en la esencia misma de la desesperación,
como si su belleza fuera una horrible coincidencia, una extravagancia sin un ápice de verdad.
¿Expresaba esto lo que Nicolás creía, lo que siempre había creído cuando yo le hablaba largo y
tendido sobre la bondad? ¿Era él quien se lo hacía decir al violín? ¿Estaba, tal vez, creando
deliberadamente aquellas notas largas, puras y líquidas, para decir que la belleza no significaba nada
porque surgía de su desesperación, y que tampoco tenía nada que ver, en el fondo, con tal
desesperación, pues ésta no era hermosa y la belleza era, por tanto, una terrible ironía?
No supe qué responder, pero el sonido se extendió más allá de Nicolás, como siempre había
sucedido. Se hizo mayor que la desesperación. Se transformó sin esfuerzo en una lenta melodía, como el
agua que busca su camino en la ladera de la montaña. Se hizo aún más rica y oscura y pareció haber en
114
ella algo indisciplinado y rebelde, enorme y sobrecogedor. Permanecí tendido de espaldas en el tejado,
con la mirada puesta en las estrellas.
Puntos de luz que los mortales no habrían podido ver. Nubes fantasmales. Y el sonido penetrante y
desgarrador del violín finalizando la pieza lentamente, con una exquisita tensión.
No me moví.
En silencio, entendí el idioma que hablaba el violín. ¡Ah, Nicolás, si pudiéramos volver a hablar...! Si
pudiéramos continuar «nuestra conversación»...
La belleza no era la perfidia que él imaginaba, sino más bien una tierra inexplorada donde uno podía
cometer mil errores fatales, un paraíso salvaje e indiferente sin postes indicadores que señalaran lo
bueno y lo malo.
Pese a todos los refinamientos de la civilización que conspiraban para producir arte —la mareante
perfección de un cuarteto de cuerda o la irregular grandeza de los lienzos de Fragonard—, la belleza era
algo salvaje. Era tan peligrosa y anárquica como había sido la Tierra eones antes de que el hombre
tuviera el primer pensamiento coherente en la cabeza o escribiera el primer código de comportamiento en
tablillas de arcilla. La belleza era un Jardín Salvaje.
Entonces, ¿por qué tenía que dolerle que la música más desesperada estuviera llena de belleza?
¿Por qué tenía que hacerle mostrarse cínico, triste y desconfiado?
El bien y el mal eran meros conceptos elaborados por el hombre. Y el hombre era mejor, realmente,
que aquel Jardín Salvaje.
Pero tal vez, en lo más profundo de su ser, Nicolás siempre había soñado con una armonía de todas
las cosas que yo había considerado imposible desde el primer momento. El sueño de Nicolás no era la
bondad, sino la justicia.
De todos modos, ya no volveríamos a discutir tales cosas frente a frente. Nunca volveríamos a estar
en la posada. Perdóname, Nicolás. El bien y el mal existen todavía, y seguirán existiendo. En cambio,
«nuestra conversación» ha terminado para siempre.
Sin embargo, en el mismo instante en que me retiraba del tejado y me alejaba en silencio de la He de
Saint Louis, ya sabía lo que me proponía hacer.
No quise reconocerlo, pero ya lo sabía.
La noche siguiente, ya era tarde cuando llegué al boulevard du Temple. Venía de saciarme a gusto en
la Ile de la Cité y el primer acto de la representación en la Casa de Tespis ya estaba avanzado.
115
12
Me había vestido como para presentarme en la Corte, con brocados de plata y, sobre los hombros,
una capa de terciopelo color espliego hasta la rodilla. Llevaba una espada nueva con empuñadura de
plata bellamente tallada, las habituales hebillas grandes y adornadas en los zapatos, y el lazo, los
guantes y el tricornio de costumbre.
Llegué al teatro en un carruaje alquilado pero, no bien hube pagado al cochero, tomé el callejón
trasero hasta la puerta de artistas, como siempre había hecho.
Al instante, me envolvió la familiar atmósfera del teatro, el olor de la espesa base de maquillaje y de
los trajes baratos, llenos de sudor y perfumes, y el polvo. Alcancé a ver un fragmento del escenario
iluminado, refulgente tras la confusión de enormes decorados, y escuché un estallido de carcajadas en la
sala. Una trouppe de acróbatas —vestidos de bufones con mallas rojas, gorras puntiagudas y cuellos
colgantes con cascabeles en los extremos— esperaba al intermedio para salir a actuar.
Me sentí aturdido y, por un instante, tuve miedo. El recinto me producía la sensación de lugar cerrado
y peligroso, pero resultaba maravilloso volver a estar en él. Y también crecía dentro de mí una sensación
de tristeza. No; de pánico, en realidad.
Luchina me vio y soltó un chillido. Por todas partes se abrieron las puertas de los pequeños y
atestados camerinos. Renaud corrió a mi encuentro y me estrechó la mano con fuerza. Donde momentos
antes no había más que madera y tela, apareció un pequeño universo de excitados rostros humanos,
caras llenas de sudor y rubor, y me descubrí apartándome de un candelabro humeante mientras decía
apresuradamente:
—Mis ojos... Apagad eso.
—Apagad las velas. Le duelen los ojos, ¿no lo veis? —repitió Jeannette con voz urgente. Noté sus
labios húmedos entreabiertos contra mi mejilla. Me rodeaba todo el mundo, incluso los acróbatas, que no
me conocían, y los viejos pintores y carpinteros del teatro, que tantas cosas me habían enseñado.
—Llamad a Nicolás —dijo Luchina, y estuve a punto de gritar «¡No!».
Los aplausos sacudían el viejo local. El telón fue bajado desde ambos lados del escenario y, al
instante, mis viejos compañeros actores corrieron a mi encuentro mientras Renaud llamaba a brindar con
champán.
Mantuve las manos sobre los ojos como si, cual basilisco, fuera a matar a cualquiera con sólo mirarle.
Noté que se me llenaban los ojos de lágrimas y comprendí que debía enjugarlas antes de que nadie viera
caer las gotas sanguinolentas. Sin embargo, estaban tan cerca de mí que no podía alcanzar el pañuelo y,
presa de una súbita y terrible debilidad, pasé los brazos en torno a Jeannette y Luchina y apreté el rostro
contra el de ésta última. Eran como dos aves, de huesos llenos de aire y corazones como alas batientes;
por un segundo, mi oído de vampiro escuchó correr la sangre por ellas, pero tal cosa me pareció una
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obscenidad. Me limité a rendirme a los besos y caricias, olvidando el latir de sus corazones, y a asirme a
ellas, a oler su piel empolvada, a notar de nuevo la presión de sus labios.
—¡No sabe lo preocupados que nos tenía! —retumbó la voz de Renaud—. ¡Y, luego, todas esas
historias sobre su buena fortuna!
Batió palmas y anunció:
—¡Atentos todos! ¡Todo el mundo! Éste es monsieur de Valois, propietario de este gran
establecimiento teatral...
Continuó con un montón de frases pomposas y festivas, arrastrando a actores y actrices para que me
besaran la mano, supongo, o el pie. Yo seguí sujeto con fuerza a las muchachas, como si, de soltarlas,
fuera a estallar en pedazos. Entonces oí a Nicolás y supe que estaba apenas a un palmo de mí,
mirándome, y que se alegraba demasiado de verme para seguir mostrándose dolido.
No abrí los ojos pero noté en el rostro el contacto de su mano, que luego me sujetó por la nuca con
fuerza. Debían haberle abierto paso y, cuando al fin llegó a mis brazos, me recorrió una ligera convulsión
de terror, pero la luz era allí mortecina y yo me había saciado a conciencia para estar cálido y tener un
aspecto humano. Pensé desesperadamente que no sabía a quién rezar para que el engaño funcionase.
Y, entonces, sólo quedó Nicolás y nada más me importó.
Levanté la vista a su rostro.
¡Cómo describir el aspecto que tienen los humanos a nuestros ojos! Ya he intentado hacerlo un poco,
al explicar la belleza de Nicolas la noche anterior como una mezcla de movimientos y colores. Pero no
podéis imaginar qué significa para nosotros la visión de la carne viva. Por una parte están esos millones
de colores y pequeñas configuraciones de movimientos que dan forma a las criaturas vivas en las que
nos concentramos. Pero este resplandor se confunde totalmente con el olor de la carne. Hermosura: ésa
es la impresión que nos produce cualquier ser humano, si nos detenemos a pensarlo. Incluso los viejos y
los enfermos, los mendigos a los que nadie vuelve la mirada en la calle. Todos son bellos como flores en
el momento de abrirse, como mariposas surgiendo eternamente del capullo.
Pues bien, todo esto vi cuando miré a Nicolás, cuando olí la sangre que latía dentro de él y, por un
embriagador instante, sólo sentí amor; un amor que borró todo recuerdo de los horrores que me habían
deformado. Todos mis perversos éxtasis, todos mis nuevos poderes con sus gratificaciones, me
parecieron irreales. Tal vez sentí también una profunda alegría al advertir que aún podía amar, si alguna
vez había dudado de ello, y que se quedaba confirmada una trágica victoria.
Me embriagó todo el viejo consuelo mortal, y había podido cerrar los ojos y perderme en la
inconsciencia llevándole conmigo, o así me pareció.
Pero algo más se agitó en mi interior, y cobró fuerzas tan deprisa que mi mente discurrió
aceleradamente para ponerse a su paso y negarlo cuando ya casi amenazaba con salirse de control. Y
supe muy bien de qué se trataba: era algo monstruoso y enorme y tan natural para mí como ajeno me era
el sol. Quería a Nicolás. Le quería tanto como a cualquier presa con la que hubiera pugnado en la Ile de
la Cité. Quería su sangre fluyendo en mis venas, quería su sabor y su aroma y su calor.
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El teatro se estremeció de gritos y risas, mientras Renaud ordenaba a los acróbatas que continuaran
con el intermedio y a Luchina que abriera el champán. Pero nosotros estábamos lejos de todo en nuestro
abrazo.
El fuerte calor de su cuerpo me hizo entrar en tensión y retirarme, aunque no parecí moverme en
absoluto. Y de pronto me enloqueció la idea de aquel al que amaba tanto como a mi madre y mis
hermanos, aquel que me había inspirado la única ternura que había sentido nunca, era una ciudadela
inconquistable, asido firmemente a la ignorancia frente a mi sed de sangre cuando tantos cientos de
víctimas se me habían entregado.
Era para esto para lo que yo servía ahora. Era aquél el camino que debía recorrer. ¿Qué
representaban aquellos otros, los ladrones y asesinos que había abatido en la selva de París? Era esto lo
que deseaba. Y la grande, pasmosa posibilidad de la muerte de Nicolás estalló en mi cerebro. Tras los
párpados cerrados, la oscuridad se había vuelto rojo sangre. La mente de Nicolás vaciándose en aquel
último instante, rindiendo su complejidad junto con su vida.
No podía moverme. Notaba su sangre como si la estuviera absorbiendo y dejé descansar los labios
contra su cuello. Cada partícula de mi ser decía: «Tómale, llévatelo lejos de este lugar, lejos de todo, y
sáciate de él, sáciate de él hasta..., hasta...». ¿Hasta cuándo? ¡Hasta que esté muerto!
Me aparté y le separé de mí. A nuestro alrededor, todos vociferaban y alborotaban. Renaud gritaba
algo a los acróbatas, que seguían pendientes de lo que pasaba. Fuera, el público exigía el número del
intermedio con unas palmadas acompasadas. La orquesta ensayaba el animado sonsonete que
acompañaría la actuación de los acróbatas. Músculos y huesos me empujaban y se me clavaban. El lugar
se había convertido en un degolladero, maloliente por los efluvios de todos aquellos seres destinados al
sacrificio. Noté unas náuseas demasiado humanas.
Nicolás parecía haber perdido el dominio sobre sí mismo, y, cuando nuestros ojos se encontraron,
percibí las acusaciones que emanaban de él. Noté su pesadumbre y, peor aún, su casi desesperación.
Me abrí paso entre todos ellos, dejé atrás a los acróbatas con sus cascabeles y no sé por qué me
encaminé hacia las bambalinas en lugar de hacia la puerta de artistas. Quería ver el escenario. Quería
ver al público. Quería penetrar más profundamente en algo para lo cual no tenía nombre ni palabra.
Pero en esos instantes estaba loco. Decir que «quería» o que «pensaba» carece de sentido.
El pecho se me alzaba y volvía a descender agitadamente y la sed era como un gato arañando para
salir. Y, mientras me apoyaba en el poste de madera junto al telón, Nicolás, dolido y sin entender nada,
se me acercó otra vez.
Dejé que hirviera en mí la sed. Dejé que desgarrara mis entrañas. Seguí agarrado al poste y, en un
gran recuerdo, vi a todas mis víctimas, la escoria de París, eliminadas del arroyo; y comprendí la locura
del plan de acción que me había propuesto, la falsedad que encerraba, y cuál era mi verdadera
naturaleza. Qué sublime estupidez era haber llevado conmigo aquella miserable moralidad, haber
decidido dar cuenta solamente de los condenados. ¿Qué buscaba? ¿Tal vez salvarme a pesar de todo?
¿Por quién me había tomado, por un probo colega de los jueces y verdugos de París, que ejecutan a los
pobres por delitos que los ricos cometen cada día?
118
Había probado un vino fuerte, en jarras desportilladas y agrietadas, y ahora el sacerdote estaba ante
mí al pie del altar con el cáliz de oro en las manos, y el vino de éste era la Sangre del Cordero.
Nicolás estaba hablando rápidamente:
—¿Qué sucede, Lestat? ¡Dímelo! —exclamó, como si los demás no pudieran oírnos—. ¿Dónde has
estado? ¿Qué ha sido de ti? ¡Lestat!
—¡Salid al escenario! —gritó Renaud a los boquiabiertos acróbatas. La trouppe pasó al trote junto a
nosotros y penetró en el humeante resplandor de las luces del proscenio, iniciando una serie de saltos
mortales.
La orquesta convirtió los instrumentos en trinos de pájaros. Un destello de rojo, unas mangas de
arlequín, el tintineo de los cascabeles, gritos de la multitud: «¡Dadnos espectáculo! ¡Vamos, enseñadnos
algo de verdad!».

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