Anne Rice
Cuarta parte
En realidad —dijo ahora el entrevistado—, ése es el final de la historia.
»Por supuesto, sé que te preguntas qué nos pasó después. ¿Qué le sucedió a Armand? ¿Adonde fui? ¿Qué hice? Pero te diré que, verdaderamente, no pasó nada. Nada que no fuera, simplemente, inevitable. Y mi paseo por el Louvre esa última noche que te he descrito fue meramente profetice.
»Jamás cambié después de eso. No busqué más nada en la única gran fuente de cambio que es la humanidad. E incluso en mi amor y concentración en la belleza del mundo, no busqué aprender nada que pudiera ser devuelto a la humanidad. Bebí de la hermosura del mundo tal cual lo hace un vampiro. Quedé satisfecho. Estuve lleno hasta los bordes. Pero estaba muerto. La historia terminó en París, como te he dicho.
»Durante largo tiempo pensé que la muerte de Claudia había sido la causa del fin de las cosas. Que si yo hubiera visto que Claudia y Madeleine dejaban París a salvo, las cosas podrían haber sido diferentes para Armand y para mí. Podría haber vuelto a amar y a desear, y buscar algún aspecto de la vida humana que pudiera haber sido rico y variado, aunque no natural. Pero entonces llegué a ver que eso era falso. Incluso si Claudia no hubiera muerto, incluso si no hubiera despreciado a Armand por permitir su muerte, todo habría terminado del mismo modo. Lentamente hubiera llegado a conocer su mal o hubiera sido lanzado hacia él... Era lo mismo. Por último no quise saber nada de nada. Y, al no merecerme nada mejor, me encogí como una araña ante la llama de una cerilla. E incluso Armand, que era mi constante compañero y mi única compañía, existía sólo a gran distancia de mí, detrás de aquel velo que me separaba de todo la viviente; un velo que era una especie de mortaja.
»Pero sé que estás ansioso por escuchar lo que le sucedió a Armand. Y la noche ya casi ha terminado. Te lo quiero contar porque es muy importante. La historia sería incompleta sin eso.
»Después de dejar París, viajamos por el mundo, como te he dicho. Primero, Egipto; luego Grecia; luego, Italia, el Asia Menor, adondequiera que yo elegía ir, en realidad, y dondequiera que me llevara mi búsqueda del arte. El tiempo dejó de existir en una base significativa durante todos esos años. A menudo yo estaba concentrado durante largos períodos en cosas muy simples: una pintura en un museo, una vidriera de catedral o una estatua hermosa.
»Pero durante todos esos años sentí un deseo vago, pero persistente, de regresar a Nueva Orleans. Jamás me olvidé de Nueva Orleans. Y cuando estábamos en lugares tropicales y en lugares donde existieran aquellas plantas y flores que crecían también en Luisiana, pensaba en Nueva Orleans, profundamente, y sentía por mi hogar la única pizca de deseo que sentía por cualquier cosa exterior aparte de mi búsqueda infinita del arte. De tiempo en tiempo, Armand me pedía que lo llevara allí. Y yo, consciente, de una manera caballeresca, de lo poco que hacía para complacerlo y de los frecuentes períodos en que ni le dirigía la palabra ni buscaba su compañía, quería hacerlo porque me lo pedía él. Pareció como si su pedido me hiciera olvidar un vago miedo de que pudiese llegar a sentir dolor en Nueva Orleans; de que pudiera llegar a experimentar de nuevo la pálida sombra de mi anterior infelicidad y melancolía. Pero pospuse el regreso. Tal vez ese miedo era más fuerte de lo que me imaginaba. Vinimos a América y vivimos mucho tiempo en Nueva York. Continué posponiendo el viaje. Luego, por último, Armand me lo pidió de otra manera. Me contó algo que me había escondido desde que nos fuéramos de París.
»Lestat no había muerto en el Théàtre des Vampires. Yo había creído que estaba muerto y, cuando se lo pregunté a Armand, me dijo que todos esos vampiros habían muerto. Pero ahora me contó que no era así. Lestat había abandonado el teatro la misma noche en que me escapé de Armand y me fui al cementerio de Montmartre. Dos vampiros que habían sido creados por Lestat lo habían ayudado a conseguir un pasaje para Nueva Orleans.
»No te puedo expresar el sentimiento que me embargó cuando escuché aquello. Por supuesto, Armand me dijo que me había protegido al no decírmelo, pues esperaba que yo no hiciera un viaje tan largo únicamente por venganza; un viaje que me causaría dolor y pena en ese tiempo. Pero a mí no me importó. No había pensado para nada en Lestat la noche en que incendié el teatro. Había pensado en Santiago y en Celeste y en los otros, que habían destruido a Claudia. En realidad, Lestat me despertó una serie de sentimientos que no había querido confiar a nadie, sentimientos que había querido olvidar pese a la muerte de Claudia. El odio no había sido uno de ellos.
»Pero cuando oí aquello por boca de Armand fue como si el velo que me había protegido fuera tan fino y transparente que ya no resistía, y, aunque todavía me separaba del sentimiento, a través de él percibí a Lestat y quería verlo nuevamente. Y con ese deseo en mí, viajamos a Nueva Orleans.
»Fue a fines de la primavera de este año. Y tan pronto como salí de la estación, supe, sin ninguna clase de duda, que había regresado a casa. Fue como si el mismo aire fuera perfumado y especial, y sentí inmensa tranquilidad caminando por esas calles cálidas, bajo esos robles familiares, y escuchando los incesantes y vibrantes sonidos vivientes de la noche.
»Por supuesto, Nueva Orleans había cambiado. Pero lejos de lamentar esos cambios, me sentí agradecido por lo que aún parecía igual. Pude encontrar en el distrito alto del Garden, que en mis tiempos había sido el faubourg Sainte-Marie, una de las elegantes mansiones antiguas que databan de aquellos años, tan distante de la tranquila calle de ladrillos, y, al caminar a la luz de la luna bajo sus magnolias, conocí la misma dulzura y paz que había vivido en los viejos tiempos; no sólo en las calles angostas y oscuras del Vieux Garre, sino también en el descampado de Pointe du Lac. Allí estaban los rosales y las madreselvas y el contorno de las columnas corintias contra las estrellas; y fuera del portal estaban las calles soñolientas, otras mansiones... Era una fortaleza de la gracia.
»En la rué Royale, adonde llevé a Armand, pasando las tiendas de turistas y antigüedades, y las entradas bien iluminadas de restaurantes de moda, me quedé perplejo al descubrir la casa que Lestat, Claudia y yo habíamos convertido en nuestro hogar. La fachada apenas estaba cambiada, y sólo algunas reparaciones se tuvieron que hacer esos años en el interior. Sus dos ventanas corredizas aún se abrían a los pequeños balcones sobre la tienda de abajo, y pude ver en el suave brillo de las bombillas eléctricas un elegante papel de pared que no hubiera sido extraño en los años de antes de la guerra. Allí tuve una fuerte sensación de la presencia de Lestat, más de Lestat que de Claudia, y me sentí seguro de que, aunque no estuviera cerca de esta casa de ciudad, lo encontraría en Nueva Orleans.
»Y sentí algo más; fue una tristeza que me abrumó cuando Armand se hubo retirado. Pero esta tristeza no era dolorosa ni tampoco apasionada. No obstante, era algo rico, casi dulce, como la fragancia de los jazmines y las rosas que inundaban el viejo jardín, que contemplé a través de las rejas de hierro. Esta tristeza me dio una sutil satisfacción y me hizo quedar largo tiempo en aquel lugar; me ató a la ciudad; y, realmente, no me dejó cuando esa noche me alejé de allí.
»Me pregunto ahora qué se habrá hecho de esa tristeza, qué pudo haber engendrado en mí algo capaz de ser más fuerte que ella. Pero me estoy adelantando en la historia.
»Porque, poco después de eso, vi a un vampiro en Nueva Orleans, un joven delgado de rostro blanco que caminaba solo en las anchas aceras de la avenida Saint-Charles, en las primeras horas antes de la madrugada. Y de inmediato quedé convencido de que si Lestat todavía vivía allí, ese vampiro lo conocería y hasta me podría guiar a él. Por supuesto, el vampiro no me vio. Hacía mucho tiempo que había aprendido a descubrir a mi propia especie en las grandes ciudades sin darles la oportunidad de que me vieran. Armand, en sus breves visitas a los vampiros de Londres y Roma, se había enterado de que el incendio del Théàtre des Vampires era conocido en todo el mundo y de que los dos éramos considerados unos indeseables. Eso no significó nada para mí y, hasta la fecha, los he evitado. Pero empecé a vigilar a ese vampiro en Nueva Orleans y a seguirlo, aunque a menudo sólo me condujo a teatros y otros entretenimientos en los que yo no tenía el menor interés. Pero, por último, una noche las cosas cambiaron.
»Era un anochecer muy caluroso y, tan pronto como lo vi en Saint-Charles, me di cuenta de que tenía que ir a algún sitio. No sólo caminaba rápido sino que parecía un poco preocupado. Y, cuando salió de Saint-Charles y se metió en una estrecha callejuela que, de inmediato, se volvió oscura y miserable, estuve seguro de que se dirigía a un sitio de interés para mí.
»Pero entonces entró en un pequeño piso doble y dio muerte a una mujer. Esto lo hizo con suma rapidez, sin nada de placer; y, una vez que hubo terminado, sacó a un niño de su cuna, lo arropó suavemente con una manta de lana azul y volvió a salir a la calle.
»Apenas una o dos manzanas después, se detuvo ante una reja de hierro cubierta de hiedra que cerraba un gran jardín descuidado. Pude divisar una casa vieja detrás de los árboles, oscura, con la pintura descascarada, y con las ornadas barandillas de las galerías superior e inferior llenas de herrumbre color naranja. Parecía una casa maldita, rodeada por muchas casas pequeñas, y sus altos ventanales vacíos daban a lo que debía ser un conjunto caótico de techos bajos, una tienda en la esquina y un pequeño bar al lado. Pero el terreno ancho y oscuro protegía de algún modo a la casa de estas cosas y tuve que caminar a lo largo de las rejas bastantes metros hasta que, por último, pude ver un débil resplandor en una de las ventanas inferiores, a través de las espesas ramas de los árboles. El vampiro había entrado por la puerta. Yo podía oír el llanto del niño. Y luego nada. Lo seguí, subiendo fácilmente las viejas rejas, cayendo en el jardín y yendo en silencio hasta el porche central.
»Fue una escena sorprendente la que vi cuando me asomé a una de esas ventanas. Porque, pese al calor de ese anochecer sin la menor brisa, cuando la galería, a pesar de sus tablones rotos y retorcidos, hubiera sido el único sitio tolerable para un ser humano o un vampiro, vi un fuego en la chimenea de la sala, y todas las demás ventanas estaban cerradas. El vampiro joven estaba contándole algo a otro vampiro que lo escuchaba sentado al lado del fuego. Sus dedos temblorosos tiraban una y otra vez de las solapas de su raída bata azul. Y aunque un cordón de luz eléctrica colgaba del techo, sólo una lámpara de queroseno agregaba su luz mortecina al fuego, una lámpara que estaba al lado del niño lloroso sobre una mesa.
»Abrí los ojos mientras estudiaba a ese vampiro jorobado y tembloroso cuyo abundante cabello rubio caía cubriéndole el rostro. Me puse a limpiar el polvo del vidrio de la ventana, lo que me confirmaría en mis sospechas.
»—¡Todos me abandonáis! —dijo con una voz chillona y débil.
»—¡No nos puedes mantener contigo! —dijo secamente el rígido vampiro joven; tenía las piernas cruzadas, y los brazos también sobre su pecho delgado, y miraba con desdén la habitación vacía y polvorienta—. Oh, calla —dijo al bebé, que dejó escapar un grito—. ¡Basta, basta!
»—La leña, la leña —dijo febrilmente el vampiro rubio y, cuando le hizo una señal al otro para que le acercara un leño, vi clara, indudablemente, el perfil de Lestat, esa piel suave ahora desprovista de la más leve huella de sus antiguas cicatrices.
»—Si solamente salieras de aquí —dijo, enfadado, el otro, tirando un leño al fuego—. Si cazaras algo que no fueran estos animales miserables... —y miró alrededor con asco; vi entonces, en las sombras, los pequeños cuerpos peludos de varios gatos, echados en el polvo; algo realmente sorprendente, porque un vampiro no puede soportar estar cerca de sus víctimas muertas, del mismo modo en que cualquier mamífero no puede estar en un lugar donde ha dejado sus despojos—. ¿Sabes acaso que es verano? —preguntó el joven; Lestat simplemente se fregó las manos; terminó el llanto del niño—. Ocúpate de éste; tómalo para que se te vaya el frío.
»—¡Podrías haberme traído otra cosa! —dijo amargamente Lestat. Y, cuando miró al niño, vi sus ojos entornados contra la luz opaca de la lámpara. Sentí una emoción de reconocimiento en esos ojos, incluso en la expresión, debajo de la sombra del amplio rizo de sus cabellos rubios. ¡Y, sin embargo, tener que oír esa voz quebrada y lastimera, tener que ver esa espalda temblorosa y jorobada! Casi sin pensarlo, golpeé fuerte en el vidrio. De inmediato, el vampiro joven adoptó una expresión dura y cruel, pero yo simplemente le hice un gesto para que abriera la puerta. Y Lestat, aferrado en su bata hasta el cuello, se levantó de su silla.
»—¡Es Louis! ¡Louis! —dijo—. Déjale entrar. —E hizo unas gesticulaciones frenéticas, como un inválido, para que el joven "enfermero" lo obedeciera.
»Tan pronto como se abrió la puerta, olí el hedor de la habitación y sentí el calor abrumador. Los movimientos de los insectos sobre los animales podridos asquearon mis sentidos, de modo que retrocedí contra mi voluntad, pese a los gestos de
Lestat para que me acercara. Allí, en el rincón más lejano, estaba el ataúd donde dormía; vi la laca descascarada de la madera, medio cubierta de periódicos amarillos. Había huesos en todos los rincones, casi vacíos salvo por pedazos de cuero y piel. Lestat me estrechó las manos con las suyas resecas, atrayéndome hacia él y hacia el calor. Pude ver que tenía los ojos llenos de lágrimas; y, únicamente cuando estiró la boca en una extraña sonrisa de felicidad desesperada cercana al dolor, pude ver leves huellas de las antiguas cicatrices. ¡Qué confuso y feo era este hombre inmortal de rostro pulido y brillante que se agachaba y hablaba tontamente, y chillaba como una vieja acartonada!
»—Sí, Lestat —dije en voz baja—, he venido a verte.
»Le empujé las manos con suavidad, lentamente, y me acerqué al bebé que ahora lloraba desesperadamente, tanto de miedo como de hambre. Tan pronto como lo levanté y le solté la manta, se tranquilizó un poco, y luego lo acaricié y lo mecí. Lestat me susurraba ahora con palabras rápidas, medio articuladas, que no podía comprender; las lágrimas le corrían por las mejillas y el vampiro joven en la ventana abierta tenía una expresión de disgusto en la cara y una mano en el picaporte de la puerta, como si se dispusiera a abrirla en cualquier instante.
»—Entonces, tú eres Louis —dijo el joven vampiro. Esto pareció aumentar la inexpresable excitación de Lestat, y se limpió, frenético, las lágrimas con el borde de la bata.
»Una mosca se posó en la frente del bebé e, involuntariamente, abrí la boca cuando la apreté con dos dedos y la tiré muerta al suelo. El crío dejó de llorar. Me miraba con ojos extraordinarios azules, y una sonrisa que creció más luminosa que una llamarada. Jamás he matado algo tan tierno, tan inocente, y tomé conciencia de ello cuándo tenía a ese niño en mis brazos, con una extraña sensación de pesar, más fuerte que la que me había abrumado en la rué Royale. Y, meciendo suavemente al niño, agarré la silla del vampiro joven y tomé asiento.
»—No trates de hablar... Está bien —dije a Lestat, que se dejó caer en su silla y estiró las manos para agarrarse de las solapas de mi chaqueta con ambas manos.
»—Pero estoy tan contento de verte —tartamudeó entre sus lágrimas—. He soñado con tu llegada... llegada —dijo. Y entonces hizo una mueca, como si sintiera un dolor que no podía identificar, y una vez más apareció en sus facciones el mapa fino de sus cicatrices. Miró para otra parte y se llevó una mano al oído, como si quisiera defenderse de algún ruido terrible.
»—Yo no... —empezó a decir, y entonces sacudió la cabeza; se le nublaron los ojos cuando los abrió tratando de enfocarme con ellos—. No quise que lo hicieran, Louis... Se lo dije a Santiago... Ése, ¿sabes?, no me dijo lo que pensaba hacer.
»—Ya ha pasado, Lestat —dije.
»—Sí, sí —sacudió violentamente la cabeza—. El pasado. Ella jamás tendría que... ¿Por qué, Louis? Tú sabes... —Sacudió la cabeza: su voz parecía ganar volumen, ganar un poco de resonancia con el esfuerzo—. Ella jamás tendría que haber sido una de nosotros, Louis —y se golpeó el pecho con el puño—. Solamente nosotros.
»"Ella." Me pareció entonces que jamás había existido. Que había sido un sueño ilógico y fantástico que me era demasiado precioso y personal como para confiarlo a alguien. Y eso había desaparecido hacía tiempo. Lo miré. Lo observé. Y traté de pensar: "Sí, nosotros tres juntos".
»—No me temas, Lestat —dije, como hablando conmigo mismo—. No vengo a hacerte daño.
»—Has vuelto a mí, Louis —susurró con ese tono fino y chillón—. Has vuelto de regreso a mi casa, Louis, ¿verdad? —Y se mordió el labio y me miró desesperado.
»—No, Lestat. —Sacudí la cabeza. Se puso frenético un instante, volvió a empezar un gesto, y, finalmente, se quedó sentado con las dos manos sobre la cara en un paroxismo de tristeza. El otro vampiro, que me estudiaba fríamente, me preguntó:
»—¿Has vuelto para quedarte con él?
»—No, por cierto que no —contesté. Y él hizo una mueca como si eso fuera lo que esperaba: que todo recaería nuevamente en él, y salió al porche. Pude oír que se quedaba allí, a la espera.
»—Sólo quería verte, Lestat —dije. Pero Lestat no pareció oírme. Algo le distrajo. Y miró con los ojos muy abiertos. Entonces yo también oí. Era una sirena. Y, a medida que se acercaba, cerró los ojos y se cubrió las orejas. Y se acercó más y más por la calle.
»—¡Lestat! —exclamé por encima del llanto del bebé, que ahora resonó con el mismo miedo terrible a la sirena; pero el dolor de Lestat me destrozó; tenía los labios estirados en una mueca horrible de dolor—. ¡Lestat, sólo se trata de una sirena! —le dije estúpidamente. Entonces avanzó hacia mí y me agarró y me abrazó, y, pese a mí mismo, lo tomé de la mano. Se agachó, apretando la cabeza contra mi pecho y apretándome tanto la mano que me dolió. El cuarto estaba lleno de la luz roja del vehículo que hacía sonar la sirena, y luego empezó alejarse.
»—Louis, no puedo soportarlo, no puedo soportarle?—-me gruñó, lacrimoso—. Ayúdame, Louis, quédate conmigo.
»—Pero, ¿qué es lo que te aterroriza? —le pregunté—. ¿No sabes lo que son estas cosas? —Bajé la vista y vi su pelo rubio contra mi chaqueta, y tuve una visión de él de hacía mucho tiempo; aquel caballero alto y elegante, con la cabeza hacia atrás, con la capa ondulante, y su voz rica y sonora cuando cantaba en la atmósfera alegre de la salida de la ópera, con su bastón golpeando el empedrado a ritmo con la música, y sus grandes ojos vivaces dirigidos hacia una joven que se quedaba fascinada, y Lestat sonreía cuando la música moría en sus labios; y, por un momento, ese momento en que se encontraban las miradas, todo el mal parecía ahogarse en ese flujo de placer, esa pasión por estar simplemente vivo.
»¿Fue éste el precio de ese compromiso? ¿Una sensibilidad ahogada por el cambio, temblando de miedo? Pensé serenamente en todas estas cosas que le podría decir, en cómo le podría recordar que era inmortal, que nada lo condenaba a su reclusión salvo sí mismo, y que estaba rodeado por las señales inequívocas de la muerte. Pero no dije esas cosas y supe que no lo haría.
»El silencio de la habitación volvió a reinar en torno de nosotros una vez que el vehículo de la sirena se alejó. Las moscas volaban sobre el cuerpo pútrido de una rata y el niño me miró con calma; sus ojos parecían dos canicas brillantes; cerró las manos en el dedo que le puse encima de la pequeña boca suave.
»Lestat se había enderezado, pero sólo para agacharse y hundirse de nuevo en el asiento.
»—No te quedarás conmigo —dijo suspirando; pero desvió la mirada y pareció concentrarse en otra cosa—. Quería tanto hablar contigo... —dijo—. ¡Esa noche en que llegué a la rué Royale sólo quería hablar contigo! —Se estremeció violentamente, con los ojos cerrados y la garganta al parecer contraída. Fue como si los golpes que entonces yo le había propinado le estuvieran doliendo todavía. Miró ciegamente hacia delante, humedeció sus labios con la lengua, y, con la voz baja, casi natural, dijo: Te seguí a París...
»—¿Eso era lo que querías contarme? —le pregunté—. ¿De qué querías hablarme?
»Yo podía recordar su insistencia demencial en el Théàtre des Vampires. Hacía años que no me acordaba. No, jamás había pensado en ello. Y me di cuenta de que ahora lo mencionaba con gran renuncia.
»Pero él únicamente sonrió con esa sonrisa insípida, apologética. Y sacudió la cabeza. Vi que se le llenaban los desesperados ojos con una secreción blanda, legañosa.
»Sentí un alivio profundo, innegable.
»—¡Pero tú te quedarás! —insistió.
»—No —contesté.
»—¡Ni yo tampoco! —exclamó el joven vampiro desde la oscuridad de la galería. Y se quedó un instante en la ventana mirándonos. Lestat lo miró y luego desvió la mirada cobardemente. Su labio inferior pareció hincharse y temblar.
»—Cierra, cierra —dijo, señalando con el dedo la ventana. Luego lanzó un sollozo y, cubriéndose la boca con la mano, agachó la cabeza y lloró.
»El joven vampiro desapareció. Oí sus pasos rápidos en el sendero, luego el fuerte rechinar de la puerta de hierro. Me quedé solo con Lestat, mientras él lloraba. Me parece que pasó mucho tiempo antes de que dejara de hacerlo. Y, durante todo ese tiempo, yo lo observaba, simplemente. Pensaba en todas las cosas que habían pasado entre nosotros. Recordé cosas que creía absolutamente olvidadas. Y entonces tomé conciencia de esa tristeza abrumadora que había sentido cuando con templé la casa en la rué Royale donde habíamos vivido. Únicamente que no me pareció tristeza por Lestat, por aquel vampiro alegre y elegante que allí había vivido. Pareció tristeza por otra cosa, algo que superaba a Lestat, que sólo lo incluía y era parte de la inmensa tristeza por todas las cosas que alguna vez yo había perdido o amado, o conocido. Me pareció entonces que yo estaba en otro sitio, en otro tiempo. Y ese sentimiento fue muy real, pues me acordé de una habitación donde los insectos habían zumbado como ahora zumbaban aquí, y el aire había estado espeso y cerrado por la muerte, aunque mezclado con el perfume de la primavera que reinaba afuera. Y yo estaba a punto de conocer ese lugar y de conocer, con él, un dolor terrible, un dolor tan terrible que mi mente lo eludió: "No —pensé—, no me lleves de vuelta a ese sitio". Por eso retrocedí evitando aquellos recuerdos. Y ahí estaba yo de nuevo con Lestat. Atónito, vi que mi propio miedo caía, líquido, sobre el rostro del niño. Vi brillar su mejilla, que se llenaba con la sonrisa del niño. Debe de haber visto la luz en mis lágrimas. Le puse una mano sobre la cara y le limpié las lágrimas y las miré con sorpresa.
»—Pero, Louis... —decía Lestat en voz baja—. ¿Cómo puedes seguir como antes, cómo puedes soportarlo? —Levantó la vista y tenía la misma mueca y el rostro cubierto de lágrimas—. Dímelo, Louis, ayúdame a comprender. ¿Cómo puedes llegar a entender todo esto? ¿Cómo puedes aguantarlo?
»Pude ver, por la desesperación de sus ojos y el tono más profundo que ahora tenía su voz, que él también estaba avanzando hacia algo que, para él, era muy doloroso, hacia un sitio donde no se había animado a entrar desde hacía mucho tiempo. Pero entonces, incluso cuando lo miré, sus ojos parecieron volverse brumosos, confundidos. Se apretó la bata y, sacudiendo la cabeza, miró el fuego. Tembló y gimió.
»—Tengo que irme, Lestat —le dije. Me sentí cansado, cansado de él y cansado de esa tristeza. Y anhelé la quietud de afuera, la perfecta quietud a la que me había acostumbrado tan por completo. Pero, cuando me puse de pie, me di cuenta de que me llevaba al niño.
»Lestat me miró con sus grandes ojos agónicos y su rostro pulido, eterno.
»—Pero, ¿volverás... volverás a visitarme..., Louis? —me preguntó.
»Me alejé de él, oí que me volvía a llamar y, en silencio, abandoné la casa. Cuando llegué a la calle, volví la mirada y lo vi gesticulando en la ventana como si tuviera miedo de salir. Me di cuenta de que no había salido desde hacía muchísimo tiempo, y pensé que tal vez jamás volviera a salir.
»Volví a la pequeña casa de donde el vampiro había sacado al niño y lo dejé allí, en su cuna.
»Poco tiempo después —relató el vampiro—, le conté a Armand que había visto a Lestat. Quizás un mes después, no estoy seguro. El tiempo significaba poco para mí, y sigue significándolo. Pero para Armand tenía gran importancia. Se asombró de que no se lo hubiera mencionado antes.
»Esa noche caminábamos por esa parte de la ciudad que da paso al parque Audubon y donde el malecón es una cuesta solitaria y cubierta de hierba que desciende a una playa enlodada, llena de maderos que reciben las lamidas de las aguas del río. En la ribera más lejana se veían las luces mortecinas de las industrias y de las empresas fluviales. Eran puntos verdes y rojos que temblaban en la distancia como estrellas. Y la luz de la luna mostraba la rápida y amplia corriente. Allí incluso el calor del verano desaparecía con la brisa fresca del agua que levantaba suavemente el musgo del roble retorcido en donde nos sentamos. Yo recogía hierba y la probaba, aunque el sabor era amargo. El gesto parecía natural. Pensaba que tal vez jamás volvería a salir de Nueva Orleans. Pero, ¿qué importancia tienen esas ideas cuando puedes vivir para siempre? ¿No irse jamás de Nueva Orleans? Aquello parecía un simple deseo humano.
»—¿Y no tuviste ningún deseo de venganza? —me preguntó Armand. Estaba echado en la hierba, a mi lado, apoyado en un codo y con los ojos fijos en mí.
»—¿Por qué? —le pregunté con calma; yo deseaba, como me pasaba a menudo, que no estuviera allí, que me dejara a solas; a solas con ese río poderoso y fresco bajo la luna mortecina—. He conocido la venganza perfecta. Él se está muriendo, muriendo de rigidez, de miedo. Su mente no puede aceptar el paso del tiempo. Nada hay tan sereno y digno como esa muerte de vampiro que una vez me describiste en París. Y pienso que él se está muriendo con la misma torpeza y falta de gracia con que los humanos mueren en este siglo... Se está muriendo de viejo.
»—Pero, tú... ¿qué sentiste? —insistió en voz baja. Quedé perplejo por el carácter personal de esa pregunta y por todo el tiempo que había pasado desde que habíamos dejado de tratarnos de esa forma. Entonces, me acudió intensamente a la memoria su actitud normal, calma y recogida; miré su pelo negro y los ojos grandes, que a veces parecían melancólicos, y que frecuentemente no parecían ver otra cosa que sus propios pensamientos. Esa noche, en cambio, estaban encendidos con un fuego que era anormal.
»—Nada —contesté.
»—¿Nada, de ningún modo?
»Le contesté que no. Recuerdo palpablemente ese pesar. Fue como si esa pena no me hubiera abandonado de repente, sino que estaba a mi lado todo el tiempo, molesta, diciéndole: "Ven". Pero no le dije eso a Armand, no se lo revelé. Tuve la sensación extraña de que él necesitaba que le dijera eso..., eso o algo... Una necesidad curiosamente parecida a la necesidad de sangre humana.
»—Pero —insistió—, ¿te dijo algo, algo que te hiciera sentir el antiguo odio...? —murmuró. Y, en ese instante, tomé conciencia de la profunda depresión que sentía.
»—¿Qué pasa, Armand? ¿Por qué lo preguntas?
»Pero él permaneció echado sobre el malecón y, durante largo rato, pareció contemplar las estrellas. Las estrellas me trajeron a la memoria algo demasiado específico: el barco que nos llevó a Claudia y a mí a Europa y aquellas noches en el mar, cuando las estrellas parecían descender y tocar las aguas.
»—Pensé que quizá te contara algo acerca de París —dijo Armand.
»—¿Qué me puede decir de París? ¿Que no quiso que Claudia muriera? —pregunté. Claudia, una vez más; el nombre sonó extraño. Claudia, colocando su juego de solitario en la mesa, que se movía con el movimiento del mar, mientras la linterna crujía en su gancho, y el ojo de buey se veía lleno de estrellas. Ella tenía entonces la cabeza gacha, los dedos estirados encima de la oreja, como dispuesta a soltarse los rizos. Y tuve una sensación sumamente incómoda: que en mis recuerdos ella levantaría la cabeza de ese juego de solitario y sus ojos estarían vacíos.
»—Tú me podrías haber contado todo lo que hubieras querido de París, Armand —dije—. Hace mucho tiempo. No hubiese importado.
»—Ni siquiera que fui yo quien...
»Me volví a él, que seguía echado mirando el cielo. Y vi el dolor extraordinario de su cara, de sus ojos. Sus ojos parecían enormes, demasiado, y el rostro blanco estaba demasiado flaco.
»—¿Que fuiste tú quien la mataste, quien la obligó a entrar en ese patio y quedar encerrada allí? —pregunté. Sonreí—. No me digas ahora que durante todos estos años has sentido dolor debido a ello; tú no.
»Y entonces cerró los ojos y desvió la mirada, con una mano descansando en su pecho, como si acabara de recibir un golpe tremendo, cruel.
»—No me puedes convencer de que eso te importa —le dije fríamente. Y miré las aguas y, una vez más, tuve esa sensación... de que quería estar solo. Supe que me levantaría al cabo de un rato y que me iría. Eso es, si él no me dejaba primero. Porque, en realidad, me hubiera gustado quedarme allí. Era un sitio tranquilo, solitario.
»—A ti no hay nada que te importe... —decía él. Y entonces tomó asiento lentamente y volvió a mirarme, y pude ver ese fuego negro en sus ojos—. Pensé que al menos eso te importaría. Pensé que volverías a sentir la vieja pasión, la vieja furia si volvías a imaginarlo. Pensé que algo se movería en ti y cobraría vida si lo veías... Si volvías a este lugar.
»—¿Que yo recuperaría la vida? —dije en voz baja. Sentí la dureza fría y metálica de mis palabras cuando las pronuncié, la modulación, el freno. Fue como si estuviera todo frío, hecho de metal, y él, de repente, fuera frágil, tal como había sido en realidad desde hacía mucho tiempo.
»—¡Sí! —exclamó—. ¡Sí, de nuevo a la vida!
»Y entonces pareció confundido, plenamente confuso. Y ocurrió algo extraño. Agachó la cabeza en ese momento como si hubiera sido derrotado. Algo en la manera en que sintió esa derrota, algo en el modo en que su rostro blanco lo reflejó por un instante, me recordó a otra persona que había sido derrotada de la misma forma. Y me sorprendió que yo tardara tanto tiempo en ver el rostro de Claudia en esa actitud; Claudia, tal como había estado al lado de la cama de aquella habitación en el Hotel Saint-Gabriel, rogándome para que convirtiera a Madeleine en uno de nosotros. Esa misma mirada indefensa, esa derrota que parecía ser tan sentida que todo lo demás era olvidado. Y entonces, él, al igual que Claudia, pareció encontrar, sacar fuerzas de flaqueza. Pero dijo en voz baja, como si no se dirigiera a nadie:
»—Estoy agonizando.
»Y yo, mirándolo, oyéndolo; yo, que, con Dios, era el único que lo escuchaba, sabiendo totalmente que era verdad, no dije nada.
»Un largo suspiro escapó de sus labios. Tenía la cabeza gacha. Su mano derecha descansaba, suelta, a su lado sobre la hierba.
»—El odio... es una pasión —dijo—. La venganza también es pasión...
»—No por mi parte... —murmuré con suavidad—. Ahora ya no.
»Y entonces fijó los ojos en mí y su rostro pareció muy tranquilo.
»—Yo creí que tú lo superarías... Que, cuando se fuera el dolor, volverías a llenarte de vida y de amor y de esa curiosidad salvaje e insaciable con que llegaste a mí por primera vez, esa conciencia inveterada y esa sed de conocimiento que trajiste a París, a mi celda. Pensé que era una parte tuya que jamás moriría. Y creí que, cuando desapareciera el dolor, tú me perdonarías por lo que había hecho. Ella nunca te amó, tú lo sabes; no del modo en que yo te amé ni del modo en que tú nos amaste a las dos. ¡Yo lo sabía! ¡Lo comprendía! Y pensé que te unirías a mí y que yo te mantendría a mi lado. Y tendríamos todo el tiempo por delante y seríamos nuestros mutuos maestros. Todas las cosas que te hicieran feliz, me harían feliz a mí; y yo sería el protector de tu dolor. Mi poder sería tu poder. Mi fortaleza lo mismo. Pero tú estás muerto en tu interior para mí, estás frío y lejos de mi alcance. Es como si yo no estuviera aquí, a tu lado. Y al no estar aquí a tu lado, siento la horrible sensación de que no existo. Y tú estás tan distante de mí y tan frío como esas pinturas modernas de líneas y formas duras que no puedo amar ni comprender, tan extraño como esas duras esculturas mecánicas de esta época que no tienen forma humana. Tiemblo cuando estoy cerca de ti. Te miro a los ojos y mi reflejo no está allí...
»—¡Lo que pides es un imposible! —dije rápidamente—. ¿No te das cuenta? Lo que yo pedí, también fue imposible desde el principio.
»Él protestó; la negativa apenas se le formó en los labios; levantó la mano como para desechar el argumento.
»—Yo quise el amor y la bondad en ésta que es la muerte viviente —dije—. Fue imposible desde el principio porque no se puede tener el amor y la bondad cuando haces lo que sabes que está mal, cuando sabes que estás equivocado. Únicamente puedes tener la desesperada confusión y el anhelo y la caza del fantasma "bondad" en su forma humana. Supe la respuesta verdadera a mi búsqueda antes de llegar a París. Lo supe cuando tomé por primera vez una vida humana para saciar mi hambre. Fue mi muerte. Y, sin embargo, no la aceptaba, no podía aceptarla porque, al igual que todas las demás criaturas, ¡yo no quería morir! Entonces busqué a otros vampiros, a Dios, a los demonios, a cien cosas con otros tantos nombres. Y todo aquello era una equivocación. Porque nadie, con la máscara que fuera, podía disuadirme de lo que yo mismo sabía que era la verdad: que estaba condenado en alma y cuerpo. Y, cuando llegué a París, pensé que tú eras poderoso y hermoso y sin remordimientos, y quise compartirlo con desesperación. Pero tú eras tan destructivo como yo, incluso más inescrupuloso y astuto que yo. Tú me mostraste lo único en que yo podía esperar llegar a convertirme, la profundidad del mal, el límite de frialdad que tendría que alcanzar para terminar con mi dolor. Y lo acepté. Entonces, esa pasión, ese amor que tú viste en mí, se extinguió. Ahora tú simplemente ves un espejo de ti mismo.
»Pasó largo rato antes de que él hablara. Se había puesto de pie y se quedó dándome la espalda y mirando al río, con la cabeza gacha como antes y las manos caídas a los costados. Yo también miraba aquellas aguas. Pensaba con serenidad: "No hay nada más que decir, no hay nada más que yo pueda hacer".
»—Louis —dijo entonces, levantando la cabeza y con la voz ronca.
»—Sí, Armand —dije.
»—¿Hay algo más que quieras de mí, algo que me puedas pedir?
»—No —dije—. ¿Qué quieres decir?
»No me contestó. Simplemente empezó a alejarse. Al principio pensé que sólo pensaba caminar unos pasos, quizá pasear solo por la playa. Pero cuando me di cuenta de que se iba, él sólo era ya un punto en la distancia contra el resplandor momentáneo del agua. Nunca más lo volví a ver.
»Por supuesto, pasaron varias noches antes de que me diera cuenta de que se había ido definitivamente. Su ataúd permaneció allí. Pero él no regresó. Y pasaron varios meses antes de que yo hiciera sacar ese ataúd y llevarlo al cementerio de Saint -Louis, en la cripta al lado de la mía. La tumba, hacía tiempo descuidada porque mi familia había muerto, recibió lo único que él había dejado. Pero luego empecé a sentirme incómodo con eso. Lo pensaba al despertarme y luego al alba antes de cerrar los ojos. Y una noche fui al cementerio y saqué al ataúd, lo hice astillas y lo tiré en las altas hierbas al lado del sendero angosto del cementerio.
»El vampiro que fuera el último acompañante de Lestat me acosó una tarde, poco tiempo después. Me rogó que le contara todo lo que sabía del mundo, que me convirtiera en su compañero y maestro. Recuerdo haberle dicho que lo que sabía era que lo destruiría si lo llegaba a ver otra vez.
»—Ya ves —le dije—, alguien debe morir cada noche en mi camino hasta que yo tenga el valor de terminar. Y tú eres una opción admirable para ser víctima, puesto que eres un asesino tan cruel como yo.
»Y, a la noche siguiente me fui de Nueva Orleans, porque el dolor no me abandonaba. Y no quería pensar en aquella vieja casa donde estaba muriendo Lestat. O en ese impertinente vampiro moderno que se escapó de mí. Ni en Armand.
»Quería estar en un sitio donde todo me fuera desconocido. Y nada me importara.
»Y éste es el fin. No hay nada más.
El muchacho se quedó mudo mirando al vampiro. Este permaneció sentado, recogido, con las manos cruzadas sobre la mesa y sus ojos entrecerrados, enrojecidos, fijos en las cintas que daban vueltas. Tenía ahora el rostro tan delgado que se le veían las venas de las sienes como talladas en el mármol. Y estaba tan inmóvil que únicamente sus ojos verdes mostraban vida, pero como si ésta fuera una fascinación aburrida como el girar de las cintas.
Entonces, el joven entrevistador se recostó en el respaldo y se pasó los dedos de la mano derecha por el pelo.
—No —dijo con una breve aspiración, y luego repitió con más energía—. No.
El vampiro no pareció oírlo. Sus ojos se alejaron de las cintas hacia la ventana, hacia el cielo oscuro, gris.
—¡No tenía que terminar así! —dijo el chico inclinándose hacia adelante.
El vampiro, que continuaba mirando al cielo, echó una corta carcajada.
—Todas las cosas que usted dejó en París —dijo el muchacho, aumentando el volumen de su voz—: El amor de Claudia, el sentimiento, ¡sí, incluso el sentimiento por Lestat! ¡No tuvo que terminar; no en esto, no en esta desesperación! Porque eso es lo que es, ¿verdad? ¡Desesperación!
—¡Basta ya! —dijo abruptamente el vampiro, levantando su mano derecha; sus ojos se dirigieron casi mecánicamente a la cara del muchacho—. Te lo he dicho y te repito que no podría haber terminado de ninguna otra manera.
—No lo acepto —dijo el muchacho, y cruzó los brazos sobre su pecho y sacudió la cabeza con energía—. ¡No puedo aceptarlo!
Y la emoción pareció crecer en él, de modo que, sin tener la intención de hacerlo, golpeó el respaldo de su silla contra la mesa y se puso de pie y empezó a caminar por la habitación. Pero entonces, cuando se dio la vuelta y volvió a mirar la cara del vampiro, las palabras que estaba a punto de decir se le ahogaron en la garganta. El vampiro simplemente lo miraba y su rostro tenía una lenta expresión de indignación y de amarga diversión.
—¿No se da cuenta de lo que ha contado? ¡Fue una aventura como jamás conoceré en toda mi vida! ¡Usted habla de pasión, habla de recuerdos! Usted habla de cosas que millones de nosotros jamás saborearemos ni llegaremos a entender. Y entonces me dice que termina de este modo. Le digo... —y se detuvo ante el vampiro con las manos estiradas—. ¡Si usted me concediera ese poder! ¡Ese poder para ver y vivir eternamente!
Los ojos del vampiro empezaron a abrirse lentamente y separó los labios.
—¿Qué? —preguntó en voz baja—. ¿Qué?
—Démelo —dijo el muchacho, y cerró la mano en un puño y el puño golpeó su pecho—. ¡Conviértame en vampiro ahora mismo! —dijo mientras el vampiro lo miraba horrorizado.
Lo que entonces sucedió fue confuso y vertiginoso, pero terminó de forma abrupta, con el vampiro de pie cogiendo al muchacho de los hombros; el rostro del chico estaba contorsionado por el miedo, y el vampiro lo miraba con rabia.
—¿Es eso lo que quieres? —susurró, con sus pálidos labios manifestando únicamente la más leve señal de movimiento—. Eso..., después de todo lo que te he dicho... ¿Es eso lo que quieres?
Un gemido escapó de los labios del muchacho y empezó a temblarle todo el cuerpo, con el sudor en la frente y encima de los labios. Su mano buscó el brazo del vampiro.
—Usted no sabe lo que es la vida humana —dijo, al borde de las lágrimas—. Usted se ha olvidado. Ni siquiera compren-
de el significado de su propia historia, lo que significa para un ser humano como yo. —Y entonces un sollozo interrumpió sus palabras y sus dedos se aferraron al brazo del vampiro.
—¡Dios...! —murmuró el vampiro, alejándose de él; casi empujó al muchacho contra la pared. Se quedó de espaldas a él, mirando por la ventana gris.
—Se lo ruego... Dé a todo esto una nueva oportunidad. ¡Una oportunidad más, conmigo! —dijo el muchacho.
El vampiro se dio vuelta, con su rostro tan retorcido de rabia como antes. Y entonces, poco a poco, volvió a suavizarse. Los párpados cayeron lentamente sobre sus ojos y los labios se estiraron en una sonrisa. Volvió a mirar al muchacho.
—He fracasado —susurró aún sonriente—. He fracasado por completo.
—No... —protestó el muchacho.
—No digas una palabra más —dijo el vampiro con energía—. Sólo tengo una oportunidad más. ¿Ves esas cintas? Aún giran. Sólo tengo un medio de demostrarte el significado de lo que he dicho.
Y entonces agarró al muchacho con tal rapidez que éste se encontró tratando de aferrarse a algo, empujando algo que ya no estaba allí, de modo que aún tenía la mano estirada cuando el vampiro lo apretó contra su pecho, con el cuello del chico bajo sus labios.
—¿Ves? —susurró el vampiro, y los largos labios sedosos se apartaron de sus dientes y los dos colmillos cayeron sobre la piel del muchacho. El muchacho tartamudeó y un sonido ronco y gutural salió de su garganta; su mano luchó por aferrarse a algo, se le abrieron los ojos sólo para hacerse grises y opacos a medida que el vampiro bebía. Y, mientras tanto, el vampiro parecía tranquilo como si estuviera durmiendo. Su pecho angosto se movía sutilmente con un suspiro que daba la impresión de subir lentamente del suelo y luego quedar suspendido con la misma gracia sonámbula. El muchacho dejó escapar un gemido y, cuando el vampiro lo dejó ir, lo mantuvo erguido con ambas manos y miró el rostro sudoroso y pálido, las manos caídas, los ojos entrecerrados.
El muchacho gemía, tenía el labio inferior suelto y tembloroso como con náusea. Gimió más fuerte y se le cayó la cabeza hacia atrás y los ojos le dieron vueltas. El vampiro lo puso en la silla con suavidad. El muchacho trataba de hablar y las lágrimas que le brotaron ahora de los ojos parecieron provenir tanto del esfuerzo como de todo lo demás. Se le cayó la cabeza hacia adelante, pesada, ebriamente, y su mano descansó en la mesa. El vampiro se quedó mirándolo y su piel blanca adquirió un suave rojo luminoso. La piel de sus labios estaba oscura, casi como para reflejar esa luz; y las venas de sus sienes y sus manos eran meras huellas en su piel; y tenía el rostro juvenil y suave.
—¿... Moriré? —murmuró el muchacho cuando levantó la vista lentamente, con la boca húmeda y contraída—. ¿Moriré? —gruñó con los labios temblorosos.
—No lo sé —dijo el vampiro, y sonrió.
El muchacho pareció a punto de decir algo más, pero la mano que descansaba en la mesa resbaló hacia adelante y su cabeza cayó a un lado antes de que perdiera el conocimiento.
Cuando volvió a abrir los ojos, el muchacho vio el sol. Llenaba la ventana desnuda y sucia y, de este lado de su cara y su mano, estaba caliente. Por un momento, se quedó allí, con la cara contra la mesa y entonces, con un gran esfuerzo, se enderezó, respiró profundamente y, cerrando sus ojos, se llevó una mano al sitio donde el vampiro le había chupado la sangre. Cuando por accidente su otra mano tocó la banda de metal de arriba del magnetófono, dejó escapar un grito porque el metal estaba caliente.
Entonces se puso de pie, moviéndose torpemente, casi cayéndose, hasta que se apoyó con ambas manos sobre la palangana blanca para lavarse. Rápidamente hizo girar el grifo, se echó agua fría en la cara y se la secó con una toalla que colgaba de un clavo. Ahora respiraba normalmente y se quedó inmóvil, mirándose en el espejo sin sostenerse en ninguna parte. Luego miró su reloj. Fue como si el reloj lo sorprendiera, lo trajera más a la vida que el sol o el agua. E hizo una búsqueda rápida por la habitación, por el pasillo y, al no encontrar nada ni a nadie, volvió a sentarse en la silla. Entonces, sacando una libreta blanca del bolsillo y una pluma, los colocó sobre la mesa y apretó el botón del magnetófono. La cinta volvió hacia atrás rápidamente hasta que volvió a apretar. Cuando oyó la voz del vampiro, se inclinó hacia adelante, escuchando con suma atención, luego apretó nuevamente, buscando otra parte, la escuchó, pasó a otra. Pero entonces, por último, se le iluminó la cara mientras giraba la cinta y la voz dijo con un tono modelado: «Era un anochecer muy caluroso y, tan pronto como lo vi en Saint-Charles, me di cuenta de que tenía que ir a algún sitio...».
Y el chico anotó rápidamente.
«Lestat... cerca de la avenida Saint-Charles. Vieja casa ruinosa... Barrio pobre. Buscar rejas oxidadas.»
Y entonces, guardando la libreta en su chaqueta, reunió las cintas en su portafolios junto con el pequeño magnetófono y salió por el pasillo, deprisa, y bajó las escaleras hasta la calle, donde, frente al bar de la esquina, tenía estacionado su coche.
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