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sábado, 23 de noviembre de 2013

LOS VERSOS SATANICOS - 2

LOS VERSOS SATANICOS


IV
AYESHA






Incluso las visiones seriadas han emigrado; ya se conocen la ciudad mejor que él. Y, en las secuelas de Rosa y Rekha, los mundos soñados de su otro yo arcangélico empiezan a parecer tan tangibles como las cambiantes realidades que habita cuando está despierto. Esto, por ejemplo, ha empezado a aparecérsele: un bloque residencial construido al estilo holandés en una parte de Londres que más adelante él identificará como Kensington, a la que el sueño lo transporta volando a gran velocidad, por delante de los almacenes Barkers y de la pequeña casa gris con doble ventana salediza, en la que Thackeray escribió La feria de las vanidades, y de la plaza con el convento en el que siempre están entrando niñas de uniforme, pero nunca vuelven a salir, y de la casa en la que Talleyrand pasó su vejez, cuando, tras mil y un cambios de lealtad y principios, asumió la apariencia de embajador de Francia en Londres, y llega a un edificio de siete pisos que hace esquina, con balcones de hierro forjado verde hasta el cuarto piso, y ahora el sueño le hace subir por la fachada de la casa y, al llegar al cuarto piso, aparta las pesadas cortinas del balcón de la sala de estar y por fin allí se queda sentado, sin dormir, como siempre, con los ojos muy abiertos a la tenue luz amarilla, mirando el futuro, el Imán barbudo del turbante.
¿Quién es? Un exiliado. No confundir ni permitir que la expresión degenere en todas esas palabras que lanza la gente: emigrado, expatriado, refugiado, inmigrante, silencio, astucia. Exilio es sueño con un retorno glorioso. Exilio es visión de revolución: Elba, no Santa Elena. Es una paradoja interminable: mirar hacia delante de tanto mirar atrás. El exilio es una pelota que se lanza al aire. Él queda colgado, congelado en el tiempo, convertido en fotografía; inmovilizado, suspendido imposiblemente sobre su tierra natal, esperando el momento inevitable en que la fotografía empiece a moverse y la tierra reclame lo que es suyo. En estas cosas piensa el Imán.
Su hogar es un piso alquilado. Es una sala de espera, una fotografía, aire.
El grueso papel de la pared, rayas verde oliva sobre fondo crema, se ha descolorido un poco, lo suficiente para que se noten los rectángulos y óvalos más vivos en los que estaban los cuadros. El Imán es enemigo de imágenes. Cuando él llegó al piso, los cuadros se deslizaron de las paredes y salieron de la habitación sin hacer ruido, hurtándose al furor de su muda reprobación. No obstante, algunas representaciones son toleradas. En la repisa conserva unas cuantas postales con vistas de su patria, que él llama, simplemente, Desh: una montaña que se alza junto a una ciudad; una pintoresca escena aldeana bajo un gran árbol; una mezquita. Pero en su dormitorio, en la pared situada frente al duro camastro en el que él duerme, está colgado un icono más potente, el retrato de una mujer de una fuerza excepcional, famosa por su perfil de estatua griega y por su pelo negro, tan largo como alta es ella. Una mujer poderosa, su enemiga, su oponente: él la guarda cerca. Al igual que, allá lejos, en los palacios de su omnipotencia, ella apretará el retrato de él debajo de su real manto o lo ocultará en un medallón en su garganta. Ella es la Emperatriz y su nombre es —¿y cuál si no?— Ayesha. En esta isla, el Imán exiliado y, en la patria, en Desh, Ella. Cada uno tramando la muerte del otro.
Las cortinas, grueso terciopelo oro, están cerradas todo el día, porque, de lo contrario, el mal podría entrar en el apartamento: lo diferente, lo extranjero, la nación extraña. La triste circunstancia, de que él está aquí y no allá, que centra todos sus pensamientos. En las raras ocasiones en las que el Imán sale a la calle, para respirar el aire de Kensington, en el centro de un cuadrilátero formado por ocho hombres jóvenes con gafas negras y americanas abultadas, él junta las manos delante del pecho y mantiene la mirada fija en ellas, para que ningún elemento ni partícula de esta detestada ciudad —este sumidero de iniquidad que al brindarle refugio lo humilla, porque el Imán tiene que estar en deuda con ella, a pesar de la lujuria, la codicia y la vanidad que rigen sus actuaciones— pueda alojarse, como una mota de polvo, en sus ojos. Cuando abandone este aborrecido exilio para volver en triunfo a aquella otra ciudad situada bajo la montaña de la postal, tendrá a gala poder decir que ha permanecido ignorante de la Sodoma en la que se vio obligado a esperar; ignorante y, por consiguiente, incontaminado, inalterado, puro. Y otra de las razones para mantener las cortinas cerradas es la de que, naturalmente, alrededor de él hay ojos y oídos, y no todos son amigos. Los edificios naranja no son neutrales. En algún lugar al otro lado de la calle habrá lentes zoom, equipos de vídeo, micros ultrasensibles y, naturalmente, siempre el riesgo de los francotiradores. Encima, debajo y a los lados del Imán están los apartamentos seguros ocupados por sus guardias personales que pasean por las calles de Kensington disfrazados de mujeres, con velos y alhajas, porque toda precaución es poca. La paranoia es requisito para la supervivencia del exiliado.
Una fábula, oída a uno de sus favoritos, el converso americano, otrora cantante de éxito y ahora conocido como Bilal X. En determinado club nocturno al que el Imán suele enviar a sus lugartenientes para espiar a determinadas personas que pertenecen a determinados grupos rivales, Bilal conoció a un joven de Desh, cantante también, con el que trabó conversación. Resultó que el tal Mahmood era un individuo terriblemente asustado. Recientemente, se había unido sentimentalmente a una gori, una mujer de cabellera roja, alta, de gran figura, y luego resultó que el anterior amante de su adorada Renata era el jefe exiliado de la SAVAK, la organización de tortura del Sha del Irán. El mismísimo Gran Panjandrum número uno, no un sádico de medio pelo especializado en arrancar uñas de los pies o prender fuego a los párpados, sino el gran haramzada en persona. Al día siguiente de que Mahmood y Renata se mudaran a su nuevo apartamento, llegó una carta para Mahmood. Oye tío mierda, te estás cepillando a mi mujer, sólo quería saludar. Al día siguiente, llegó una segunda carta. Por cierto, imbécil, se me olvidó decírtelo, éste es vuestro nuevo número de teléfono. Mahmood y Renata habían solicitado un número que no figurara en la guía, pero la Compañía telefónica aún no se lo había dado. Cuando, dos días después, se lo comunicó y resultó ser el mismo de la carta, a Mahmood se le cayó el pelo de golpe. Entonces, al verlo encima de la almohada, él juntó las manos delante de Renata y le suplicó: «Nena, te quiero, pero eres un peligro para mí, anda, haz el favor, vete lejos, lejos.» El Imán, al oír la historia, movió la cabeza diciendo: esa ramera, ¿quién se atreverá ahora a tocarla, a pesar de su cuerpo concupiscente? Ha puesto sobre sí una mancha peor que la lepra; así se mutilan los seres humanos. Pero la verdadera moraleja de la anécdota era la necesidad de mantener una constante vigilancia. Londres era una ciudad en la que el ex jefe de la SAVAK tenía influencia en la Compañía telefónica y el ex chef del Sha regentaba un próspero restaurant en Hounslow. Una ciudad muy acogedora, refugio de toda clase de gente. Mejor mantener las cortinas cerradas.
Los pisos tres al cinco del bloque residencial son, por el momento, toda la patria que el Imán posee. Aquí están los rifles y las radios de onda corta y las salas en las que los jóvenes espabilados del traje europeo hablan por varios teléfonos con premura. Aquí no hay alcohol, ni se ven cartas ni dados, y la única mujer es la que está colgada de la pared del dormitorio del viejo. En este sucedáneo de patria que el santo insomne considera su sala de espera o escala de transbordo, la calefacción central está al máximo noche y día y las ventanas están bien cerradas. El exiliado no puede olvidar y, por lo tanto, tiene que simular el calor seco de Desh, la tierra pasada y futura, donde hasta la luna es caliente y húmeda como un chapati recién hecho y untado de mantequilla. Oh, aquella añorada parte del mundo en la que sol y luna son masculinos, pero su luz cálida y dulce recibe nombres femeninos. Por la noche, el exiliado aparta las cortinas y el extraño claro de luna se cuela en la habitación y su frialdad le golpea el globo del ojo como un clavo. Él hace una mueca y entorna los párpados. Un hombre ataviado con amplia túnica, taciturno, amenazador, vigilante: éste es el Imán.
El exilio es una tierra sin alma. En el exilio los muebles son feos, caros, comprados todos al mismo tiempo en la misma tienda y con excesiva prisa: relucientes sofás plateados con aletas como viejos Buick DeSoto Oldsmobile, librerías con puertas de cristal que no contienen libros sino carpetas. En el exilio, la ducha te escalda en cuanto se abre un grifo en la cocina, por lo que cuando el Imán se ducha todo el séquito debe recordar que no se puede llenar un puchero ni aclarar un plato sucio, y cuando el Imán va al water, sus discípulos salen de la ducha, escaldados. En el exilio no se guisa; los guardias de las gafas negras salen a comprar platos preparados. En el exilio todo intento de echar raíces se considera traición: es el reconocimiento de la derrota.
El Imán es el centro de una rueda.
Él irradia movimiento, de día y de noche. Khalid, su hijo, entra en su retiro con un vaso de agua que sostiene con la mano derecha sobre la palma de la izquierda. El Imán bebe agua constantemente, un vaso cada cinco minutos, para mantenerse limpio; el agua en sí también es purificada, antes de que él la beba, en una máquina filtradora americana. Todos los jóvenes de su entorno conocen bien su famosa Monografía sobre el Agua, cuya pureza, cree el Imán, se transmite al que la bebe, así como su claridad y simplicidad, el ascético placer de su sabor. «La Emperatriz bebe vino», señala. Los borgoñas, los claretes y los vinos del Rin mezclan su tóxica corrupción dentro de su cuerpo, a un tiempo bello y degenerado. Este pecado es suficiente para condenarla por los siglos de los siglos sin esperanza de redención. El cuadro que tiene en su habitación muestra a la emperatriz Ayesha sosteniendo con las dos manos un cráneo humano lleno de un fluido rojo oscuro. La Emperatriz bebe sangre, pero el Imán es hombre de agua. «No en vano los pueblos de nuestras tórridas tierras la reverencian —proclama la Monografía—. El agua, protectora de la vida. Ningún individuo civilizado puede negársela a un semejante. La abuela, por artrítica que esté, se levantará inmediatamente para ir al grifo si un niño se le acerca para pedirle pani, nani. Guardaos de los que blasfeman contra ella. El que la contamina, diluye su propia alma.»
El Imán con frecuencia ha desatado su furor contra la memoria del difunto Aga Khan, a raíz de que le mostraran el texto de una entrevista en la que aparecía el jefe de los ismailitas bebiendo champán. Oh, caballero, este champán es sólo aparente. En el instante en que toca mis labios se convierte en agua. Diablo, ruge el Imán. Apóstata, blasfemo, farsante. Cuando llegue el futuro, estos individuos serán juzgados, dice a sus hombres. El agua triunfará y la sangre correrá como el vino. Tal es la milagrosa naturaleza del futuro de los exiliados: lo que se dice en la impotencia de un apartamento sobrecalentado se convierte en el destino de naciones. ¿Quién es el que no ha tenido este sueño, de ser rey por un día? Pero el Imán sueña con algo más que un día; siente que de las yemas de sus dedos parten los hilos de araña con los que ha de controlar el movimiento de la Historia.
No; de la Historia, no.
El suyo es un sueño más extraño.


*    *    *


Khalid, su hijo, el que le trae el agua, se inclina delante de su padre como un peregrino ante el santuario y le informa de que el guardia de servicio en la puerta del gabinete es Salman Farsi. Bilal está en la radio, transmitiendo el mensaje del día, en la frecuencia convenida, a Desh.
El Imán es una masa de quietud, una inmovilidad. Es piedra viva. Sus manos grandes y sarmentosas, gris granito, descansan pesadamente en los brazos de su sillón de alto respaldo. Su cabeza, que parece excesivamente grande para el cuerpo que hay debajo, se balancea pesadamente sobre un cuello sorprendentemente delgado que puede entreverse a través de una barba clara y cana. Los ojos del Imán están velados; sus labios no se mueven. Es pura fuerza, un ser elemental; se mueve sin movimiento, actúa sin acción, habla sin proferir un sonido. Él es el mago y la Historia es su truco.
No; la Historia, no: algo más extraño.
La explicación de este acertijo puede oírse, en este mismo momento, en ciertas sigilosas ondas de radio, en las que la voz de Bilal, el converso americano, canta la canción santa del Imán. Bilal, el muezzin: su voz entra por una estación de radioaficionado de Kensington y emerge en la Desh soñada, transmutada en el verbo atronador del propio Imán. Empieza con los rituales insultos contra la Emperatriz, con listas de sus crímenes, asesinatos, sobornos, relaciones sexuales con lagartos, etcétera, y a continuación procede a lanzar en tono vibrante la llamada cotidiana del Imán a su pueblo para que se alce contra la maldad del Gobierno de la Emperatriz. «Haremos una revolución —proclama el Imán a través de Bilal— que será una rebelión no sólo contra una tiranía, sino contra la Historia.» Porque existe un enemigo peor que Ayesha, y es la misma Historia. La Historia es el vino-sangre que hay que dejar de beber. La Historia es el tóxico, la creación y posesión del diablo, del gran Shaitan, la mayor de las mentiras —progreso, ciencia, derechos— con las que se ha encarado el Imán. La Historia es una desviación del Camino, el conocimiento es una ilusión, porque la suma del conocimiento se completó el día en que Al-Lat terminó su revelación a Mahound. «Nosotros rasgaremos el velo de la Historia —declama Bilal a la noche oyente— y, cuando desaparezca, veremos el Paraíso ante nosotros, con toda su gloria y su luz.» El Imán eligió a Bilal para esta función por la belleza de su voz que, en su anterior encarnación, consiguió escalar el Everest de la lista de éxitos no una vez, sino una docena, hasta la cumbre. La voz es bien modulada y persuasiva, una voz acostumbrada a ser escuchada; bien alimentada, educada, la voz de la confianza americana, un arma de Occidente vuelta contra sus creadores cuyo poderío apoya a la Emperatriz y su tiranía. Al principio, Bilal protestó de semejante descripción de su voz. Él también pertenecía a un pueblo oprimido, insistía, por lo que era injusto compararlo con los imperialistas yanquis. El Imán respondió, no sin dulzura: Bilal, tu sufrimiento es también el nuestro. Pero el que es criado en la casa del poder aprende sus artes, se impregna de ellas, a través de esa misma piel que es la causa de tu opresión. El hábito del poder, su timbre, su actitud, su forma de ser con otras personas. Es una enfermedad, Bilal, que infecta a todos los que se acercan demasiado. Si los poderosos te pisotean, quedas infectado por las plantas de sus pies.
Bilal sigue dirigiéndose a la oscuridad. «¡Muerte a la tiranía de la emperatriz Ayesha, de los calendarios, de América, del tiempo! Nosotros perseguimos la eternidad, la intemporalidad de Dios. Las aguas tranquilas de Dios, no el trasiego dé vinos de la Emperatriz.» Quemad los libros y confiad en el Libro; dejaos de papeles y escuchad la Palabra tal como fue revelada por el ángel Gibreel al mensajero Mahound y explicada por vuestro intérprete e Imán. «Ameen», dijo Bilal, dando por terminados los actos de la noche. Mientras, en su retiro, el Imán envía su propio mensaje llamando, invocando a Gibreel, el arcángel.


*    *    *


Se ve a sí mismo en el sueño: no un ángel impresionante, sino un hombre con su ropa de calle, las prendas heredadas de Henry Diamond: gabardina y sombrero gris sobre unos pantalones excesivamente grandes sujetos por tirantes, un jersey de pescador y una camisa blanca holgada. Este Gibreel del sueño, tan parecido al de la vigilia, está temblando en el retiro del Imán, cuyos ojos están blancos como las nubes. Gibreel habla en tono quejumbroso, para disimular el miedo. «¿Por qué insistir con los arcángeles? Deberías saber que esos días ya pasaron.»
El Imán cierra los ojos, suspira. La alfombra tiende largos tentáculos peludos que se enredan en torno a Gibreel sujetándolo con fuerza.
«Tú no me necesitas —insiste Gibreel—. La revelación está completa. Déjame marchar.»
El otro mueve la cabeza y habla, pero sus labios no se mueven, y es la voz de Bilal la que llena los oídos de Gibreel, a pesar de que no se ve el altavoz, ésta es la noche, dice la voz, y tú tienes que llevarme volando a Jerusalén.
Entonces el apartamento se esfuma y ellos están de pie en el tejado, al lado del depósito del agua, porque el Imán, cuando desea moverse, puede permanecer quieto y hacer que el mundo se mueva alrededor de él. Su barba ondea al viento. Ahora es más larga; si no fuera por el viento que la hace tremolar como pañuelo de gasa, le llegaría hasta los pies; tiene los ojos rojos, y su voz pende del cielo. Llévame. Gibreel arguye: Por lo visto, no me necesitas para nada; pero el Imán, con un solo movimiento de asombrosa rapidez, se echa la barba sobre el hombro, se sube la falda enseñando dos piernas flacas con una capa de vello casi monstruosa, da un gran salto en el aire de la noche, hace una voltereta y se instala sobre los hombros de Gibreel, agarrándose a él con uñas convertidas en largas y curvadas garras. Gibreel siente que se eleva hacia el cielo, portando al viejo del mar, el Imán cuyo cabello crece a ojos vista flotando en todas las direcciones y cuyas cejas son como gallardetes al viento.
Jerusalén, ¿por dónde cae?, se pregunta. Pero es que, además, es una palabra muy resbaladiza, Jerusalén, tanto puede ser una idea que un lugar: una meta, una ilusión. ¿Dónde está el Jerusalén del Imán? «La caída de la meretriz —le dice al oído la voz incorpórea—. Su ruina, la ramera de Babilonia.»
Vuelan en la noche. La luna se calienta, empieza a hacer burbujas como el queso arrimado a la lumbre; él, Gibreel, ve caer los pedazos de vez en cuando, gotas de luna que chisporrotean en la sartén del cielo. Abajo aparece tierra. El calor se hace intenso.
Es un paisaje inmenso, rojizo, con árboles de copa aplastada. Vuelan por encima de montañas que también tienen las cumbres aplastadas; aquí hasta las piedras están aplastadas por el calor. Llegan a una montaña alta, de forma cónica casi perfecta, una montaña que también se ve en una postal que está en una repisa, muy lejos; y, a la sombra de la montaña, una ciudad se extiende a los pies de los viajeros, implorando, y en la falda de la montaña, un palacio, el palacio, su palacio: la Emperatriz difamada por mensajes radiados. Es una revolución de radioaficionados.
Gibreel, al que el Imán utiliza de alfombra mágica, desciende un poco, y en la noche sofocante, las calles parecen estar vivas, retorcerse como serpientes; mientras, delante del palacio de la derrota de la Emperatriz, está levantándose una montaña nueva, delante de nuestros propios ojos, baba, ¿qué pasa ahí abajo? La voz del Imán pende del cielo: «Baja. Yo te enseñaré lo que es Amor.»
Cuando llegan a la altura de los tejados, Gibreel advierte que las calles son un hervidero de gente. Los seres humanos están tan comprimidos en esos tortuosos caminos, que forman una entidad mayor, homogénea, implacable y serpenteante. La gente avanza despacio, a paso regular, de los callejones a las calles estrechas, de las calles estrechas a las calles más anchas, de las calles más anchas a los paseos y de los paseos a la gran avenida, de doce carriles de ancho, bordeada de eucaliptus gigantes que conduce a las puertas de palacio. La avenida está repleta de humanidad; es el órgano central del nuevo ser de muchas cabezas. De setenta en fondo, la gente camina gravemente hacia las verjas de la Emperatriz. Delante de las cuales los guardias de palacio esperan en tres filas, echados, rodilla en tierra y de pie, con las metralletas preparadas. La gente sube la pendiente hacia las metralletas; setenta en fondo, ya están a tiro; las metralletas barbotan y ellos mueren, y los setenta siguientes se encaraman sobre los cuerpos de los muertos, las metralletas vuelven a carcajearse y la montaña de muertos crece. Los que están detrás empiezan, a su vez, a trepar. En las oscuras puertas de las casas de la ciudad hay madres con el manto en la cabeza que empujan a sus adorados hijos al desfile, ve, sé mártir, haz lo necesario, muere. «Ya ves como me quieren —dice la voz sin cuerpo—. No hay en el mundo tiranía que pueda resistir el poder de este amor lento y en marcha.»
«Eso no es amor —responde Gibreel, llorando—. Es odio. Ella los ha arrojado en tus brazos.» La explicación suena endeble, superficial.
«Ellos me quieren —dice la voz del Imán— porque yo soy agua. Yo soy fertilidad y ella es podredumbre. Ellos me quieren por mi costumbre de destrozar relojes. Los seres humanos que se apartan de Dios pierden el amor, y la certidumbre, y también el sentido de su Tiempo infinito que abarca pasado, presente y futuro; el tiempo sin tiempo que no necesita moverse. Nosotros anhelamos lo eterno, y yo soy eternidad. Ella no es nada: un tic o un tac. Ella se mira al espejo todos los días y siente terror de la vejez y de la huida del tiempo. Por ello, es prisionera de su propia naturaleza; también ella está encadenada al Tiempo. Después de la revolución, no habrá relojes; nosotros los destruiremos todos. La palabra reloj será borrada de nuestros diccionarios. Después de la revolución no habrá cumpleaños. Todos volveremos a nacer, todos tendremos la misma edad invariable a los ojos de Dios Todopoderoso.»
Ahora calla porque debajo de nosotros llega el momento supremo en el que el pueblo se acerca a las metralletas. Las cuales son silenciadas a su vez, cuando la interminable serpiente de gente, la pitón gigantesca de las masas sublevadas, abraza a los guardias asfixiándolos y ahoga la risotada letal de sus armas. El Imán suspira. «Ya está hecho.»
Las luces del palacio se apagan mientras el pueblo camina hacia él, con el mismo paso mesurado de antes. Entonces, del interior del palacio oscurecido brota un sonido escalofriante que empieza como un lamento alto y penetrante y luego se hace profundo como un aullido, un ulular tan fuerte como para llenar con su rabia todas las hendiduras de la ciudad. La cúpula dorada del palacio estalla como un huevo y de ella se eleva, resplandeciente de negrura, una aparición mitológica con vastas alas negras y el cabello tan largo y tan negro como largo y blanco es el del Imán: Al-Lat, comprende Gibreel, que ha salido de la concha de Ayesha.
«Mátala», ordena el Imán.
Gibreel lo deposita en el balcón ceremonial de palacio, con los brazos abiertos para abarcar la alegría del pueblo, cuyo sonido ahoga los alaridos de la diosa y se eleva como un cántico. Y Gibreel es impulsado al aire, irresistiblemente, una marioneta que va a la guerra; y ella, al verlo venir, da la vuelta, se agacha en el aire y, gruñendo espantosamente, viene a él con todo su poder. Gibreel comprende que el Imán, peleando por delegación, como siempre, lo sacrificará tan prestamente como a la montaña de cadáveres que está en la puerta de palacio; que él es un soldado suicida al servicio de la causa del clérigo. Yo soy débil, piensa, no soy adversario para ella, pero ella ha sido debilitada por su derrota. La fuerza del Imán mueve a Gibreel, y pone rayos en sus manos. Se inicia el combate; él arroja lanzas de rayos a sus pies y ella le echa cometas al vientre; nos estamos matando el uno al otro, piensa él, los dos moriremos y habrá dos nuevas constelaciones en el espacio: Al-Lat y Gibreel. Se tambalean como dos guerreros exhaustos dando mandobles en un campo sembrado de cadáveres. Los dos caen rápidamente.
Ella cae.
Baja en picado, Al-Lat, reina de la noche; choca contra el suelo destrozándose la cabeza; y yace, inerte y rota, un ángel negro descabezado, con las alas arrancadas, junto a una puertecita lateral de los jardines de palacio. Y Gibreel, al apartar de ella la mirada horrorizado, ve que el Imán se ha hecho monstruoso, está tendido en el patio del palacio con la boca abierta ante las puertas, y a medida que el pueblo va entrando, él se lo va tragando entero.
El cuerpo de Al-Lat se descompone y desintegra en la hierba, dejando sólo una mancha oscura; y ahora todos los relojes de la capital de Desh empiezan a dar campanadas y siguen y siguen, más de doce y más de veinticuatro y más de mil y una, anunciando el fin del Tiempo, la hora que no puede medirse, la hora del regreso del exiliado, de la victoria del agua sobre el vino, del comienzo del Antitiempo del Imán.


*    *    *


Cuando el argumento de la historia nocturna cambia, cuando, inopinadamente, el acontecer de Jahilia y Yathrib cede el paso a la lucha entre el Imán y la Emperatriz, Gibreel, por un momento, abriga la esperanza de que la maldición haya terminado y sus sueños recuperado la excentricidad casual de la vida corriente; pero luego, cuando la nueva historia se ajusta a la vieja rutina de continuar cada vez que él cierra los ojos en el punto preciso en que fue interrumpida, y su propia imagen, traducida en un avatar del arcángel, vuelve a entrar en el fotograma, su esperanza muere y él sucumbe una vez más a lo inexorable. Las cosas han llegado al extremo de que algunas de sus crónicas nocturnas resultan más tolerables que otras, y después del apocalipsis del Imán, casi siente alegría cuando empieza la narrativa siguiente que amplía su repertorio interior, porque, por lo menos, sugiere que la deidad que él, Gibreel, ha tratado en vano de matar puede ser un Dios de amor, no sólo de venganza, poder, deber, leyes y odio; y también es una narración un poco nostálgica, de una patria perdida; la siente como un retorno al pasado... ¿Qué historia es ésta? Ya llega. Empecemos por el principio: La mañana de su cuarenta cumpleaños, en una habitación llena de mariposas, Mirza Saeed Akhtar contemplaba a su esposa dormida...


*    *    *


La fatídica mañana de su cuarenta cumpleaños, en una habitación llena de mariposas, el zamindar Mirza Saeed Akhtar velaba el sueño de su esposa con el corazón rebosante de amor. Por una vez, se había despertado temprano y se levantó antes del amanecer con el agrio sabor de boca de una pesadilla, aquel sueño reiterativo del fin del mundo en el que la catástrofe, invariablemente, era culpa suya. Por la noche había estado leyendo a Nietzsche —«el fin inexorable de esta pequeña y pululante especie llamada Hombre»— y se quedó dormido con el libro abierto sobre el pecho. Al despertar por el aleteo de mariposas en el dormitorio fresco y oscuro, se enfadó consigo mismo por su torpe elección de lectura nocturna. Pero ahora estaba bien despierto. Se levantó sigilosamente, se calzó chappals y salió a pasear por los porches de la gran mansión, todavía en penumbra por estar echadas las persianas, y las mariposas hacían reverencias a su espalda como cortesanos. A lo lejos, sonaba una flauta. El Mirza Saeed subió las persianas y ató las cuerdas. Los jardines estaban sumidos en la bruma, y en ella evolucionaban las mariposas, nubes dentro de la nube. Esta remota región siempre fue famosa por sus lepidópteros, maravillosos escuadrones que llenaban el aire de día y de noche, mariposas con la propiedad del camaleón, cuyas alas cambiaban de color según se posaran en una flor grana, una cortina ocre, un vasito de obsidiana o un anillo de ámbar. En la mansión del zamindar y también en la aldea cercana, el milagro de las mariposas era tan frecuente que parecía cosa corriente, pero en realidad no hacía más que diecinueve años que habían regresado, según recordaban las criadas. Habían sido los espíritus familiares, o así rezaba la leyenda de una santa de la localidad, a la que se conocía por el nombre de Bibiji, que había vivido hasta los doscientos cuarenta y dos años y cuya tumba, ya olvidada y perdida, tenía la virtud de curar la impotencia y las verrugas. Desde la muerte de Bibiji, hacía ciento veinte años, las mariposas se habían desvanecido en el mismo reino de la leyenda que la propia Bibiji, por lo que, cuando regresaron, al cabo de ciento un años de su marcha, en un principio pareció una señal precursora de algún prodigio inminente. Después de la muerte de Bibiji —reconozcámoslo sin dilación— el pueblo siguió prosperando y las cosechas de patatas siguieron siendo abundantes, pero en muchos corazones había un vacío, a pesar de que los actuales habitantes del pueblo no guardaban recuerdo de los tiempos de la vieja santa. Por lo tanto, el regreso de las mariposas alegró muchos ánimos, pero en vista de que las esperadas maravillas no se producían, poco a poco, los vecinos volvieron a sumirse en la decepcionante monotonía de lo cotidiano. El nombre de la mansión del zamindar, Peristan, tal vez se derivara de las tenues alas de las mágicas criaturas, como ciertamente se deriva el del pueblo, Titlipur. Pero los nombres, una vez empiezan a usarse de forma corriente, pronto se convierten en meros sonidos y su etimología, al igual que tantas maravillas del mundo, queda sepultada bajo el polvo de la costumbre. Los habitantes humanos de Titlipur y sus hordas de mariposas se movían los unos entre los otros con una especie de mutuo desdén. Los vecinos del pueblo y la familia del zamindar habían abandonado hacía ya mucho tiempo sus intentos por desterrar de sus casas las mariposas, y ahora, cuando se abría un baúl, salía de él una bandada de alas como los demonios de Pandora, que cambiaban de color a medida que se elevaban; había mariposas debajo de las tapaderas de los retretes de Peristan, y dentro de los armarios, y entre las páginas de los libros. Cuando despertabas encontrabas las mariposas durmiendo en tus mejillas.
Lo habitual llega a hacerse invisible, y hacía años que Mirza Saeed no reparaba en las mariposas. Pero la mañana de su cuarenta cumpleaños, cuando la primera luz del día dio en la casa y, al instante, las mariposas empezaron a resplandecer, la belleza del momento le hizo contener la respiración. Corrió al dormitorio en que dormía Mishal, su esposa, velada por una mosquitera. Las mariposas mágicas se habían posado en los dedos de sus pies y, al parecer, también un mosquito se había colado porque había una hilera de picadas a lo largo de todo el perfil de su clavícula. Él deseó levantar la mosquitera, tenderse en la cama y borrar aquellas picadas con sus besos. ¡Qué inflamadas estaban! ¡Cómo le picarían cuando despertara! Pero se contuvo, recreándose en la inocencia de la figura dormida. Ella tenía el cabello suave, sedoso y de un castaño encendido, la piel blanca y los ojos, ahora cubiertos por los párpados, eran de un gris de seda. Su padre era director del Banco del Estado, por lo que fue un partido irresistible, un matrimonio de conveniencia que restauró la quebrantada fortuna de la antigua familia del Mirza y que, con el tiempo y a pesar de la falta de hijos, se convirtió en una unión cimentada en el verdadero amor.  El  Mirza Saeed contemplaba con ternura el sueño de Mishal ahuyentando de su pensamiento los últimos vestigios de su pesadilla. «¿Cómo va a estar condenado el mundo si puede ofrecer ejemplos de perfección tales como este hermoso amanecer?», reflexionaba con beatitud.
Siguiendo el hilo de sus placenteros pensamientos, el Mirza formuló un mudo discurso a su esposa que descansaba. «Mishal, tengo cuarenta años y me siento tan satisfecho como un niño de cuarenta días. Ahora veo que durante los años he ido sumiéndome más y más en nuestro amor y ahora nado en ese mar cálido como un pez.» ¡Cuánto le daba ella, se admiraba el Mirza, y cuánto la necesitaba él! Su matrimonio trascendía de la mera sensualidad, era tan íntimo que la separación era inconcebible. «Envejecer a tu lado, Mishal —le dijo mientras ella dormía—, será un privilegio.» Se permitió el sentimentalismo de lanzarle un beso con la punta de los dedos antes de salir de la habitación andando de puntillas. Cuando regresó al porche principal de sus aposentos privados, situados en el piso alto de la mansión, miró hacia los jardines que empezaban a salir de la bruma, y vio la imagen que turbaría su paz de espíritu para siempre, destruyéndola irreparablemente en el mismo instante en el que él había empezado a creerla invulnerable a los estragos del destino.
Vio en el césped a una muchacha que estaba en cuclillas, con la mano izquierda extendida con la palma hacia arriba. En esta superficie se posaban las mariposas y ella, con la derecha, las cogía y se las metía en la boca. Lenta, metódicamente, se desayunaba sus alas inertes.
Tenía los labios, las mejillas y el mentón con manchas de muchos colores que le habían dejado las mariposas al morir.
Cuando el Mirza Saeed Akhtar vio a la joven tomar su sutil desayuno en el césped, sintió un arrebato de deseo tan violento que al momento se avergonzó. «No es posible —se reconvino—; al fin y al cabo, yo no soy un animal.» La joven envolvía su cuerpo en un sari amarillo azafrán, al modo de las mujeres pobres de la región y, cuando se inclinaba sobre las mariposas, la tela colgaba hacia delante descubriendo sus pequeños senos ante la mirada del atónito zamindar. El Mirza Saeed extendió los brazos para asir la barandilla, y el ligero movimiento de su kurta blanca debió de llamar la atención de la muchacha, que levantó rápidamente la cabeza y le miró a la cara.
Y no bajó la mirada inmediatamente. Ni se levantó y echó a correr, como él casi esperaba.
No; ella esperó unos segundos, como para averiguar si él pensaba decir algo. En vista de que no decía nada, ella, sencillamente, reanudó su extraño ágape sin dejar de mirarle a la cara. Lo más extraño de todo ello era que las mariposas parecían converger hacia ella bajando del aire cada vez más luminoso, iban voluntariamente a la palma de la mano y a la muerte. Ella las tomaba por las alas, echaba la cabeza hacia atrás y se las metía en la boca con la punta de su estrecha lengua. En un momento dado, ella mantuvo la boca abierta, con los oscuros labios separados provocativamente, y el Mirza Saeed se estremeció al ver a la mariposa aleteando dentro de la oscura caverna de su muerte y, no obstante, sin intentar escapar. Cuando ella se hubo asegurado de que él lo había visto, juntó los labios y empezó a masticar. Así permanecieron, la campesina abajo y el hacendado arriba, hasta que, de pronto, ella puso los ojos en blanco y cayó pesadamente sobre el costado izquierdo, agitándose violentamente. Al cabo de unos segundos de un pánico que le paralizó, el Mirza gritó: «¡Ohé, la casa!  ¡Ohé, despertad, pronto!» Al mismo tiempo, echó a correr hacia la suntuosa escalera inglesa de caoba, traída desde un inimaginable Warwickshire, fantástico lugar en el que, en un convento húmedo y oscuro, el rey Carlos I pisó estos mismos peldaños antes de perder la cabeza, en el siglo diecisiete de otro calendario. Mirza Saeed Akhtar, último vástago de su linaje, bajó corriendo las escaleras, pisando las fantasmales huellas de unos pies decapitados, en su carrera hacia el jardín.
La muchacha tenía convulsiones y aplastaba mariposas al retorcerse y agitar las piernas. Mirza fue el primero en llegar a su lado, aunque los criados y Mishal, despertados por sus gritos, no se hicieron esperar. Él agarró a la muchacha por la mandíbula, le obligó a abrir la boca y le introdujo una ramita que ella en seguida partió con los dientes. Los cortes que tenía en la boca le sangraban, y él temió por su lengua, pero en aquel instante el mal la dejó, ella se calmó y se durmió. Mishal ordenó que la llevaran a su propio dormitorio, y ahora Mirza Saeed tuvo que ver a otra bella durmiente en la misma cama, y por segunda vez se sintió invadido por algo que parecía una sensación muy rica y muy profunda para darle el grosero nombre de lujuria. Él descubrió que se sentía a un tiempo afligido por sus deseos impuros y eufórico por las emociones que le recorrían, unos sentimientos frescos cuya novedad le excitaba sobremanera. Mishal se acercó a su marido. «¿La conoces?», preguntó Saeed, y ella asintió. «Es huérfana. Hace pequeños animales de esmalte que vende en la ciudad. Tiene ataques de epilepsia desde que era muy pequeña.» Mirza Saeed quedó impresionado, y no por primera vez, por la sociabilidad de su mujer. Él apenas conocía a un puñado de habitantes del pueblo, en tanto que ella sabía el diminutivo de todo el mundo, la historia de la familia y lo que ganaba cada cual. Ellos hasta le contaban sus sueños, aunque muy pocos soñaban más de una vez al mes, porque eran muy pobres para permitirse esos lujos. Volvió a embargarle la ternura que sintiera por ella al amanecer y la abrazó. Ella apoyó la cabeza en su pecho y dijo suavemente: «Feliz cumpleaños.» Él le besó los cabellos. Abrazados, contemplaron a la muchacha dormida. Ayesha: su esposa le dijo el nombre.


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Cuando Ayesha, la huérfana, llegó a la pubertad y, por su belleza alucinada y su aire de mirar a otro mundo, fue pretendida por muchos jóvenes, empezó a decirse que esperaba a un amante del cielo, porque se consideraba muy buena para los mortales. Los pretendientes rechazados murmuraban, dolidos, que, en realidad, ella no tenía por qué ser tan exigente, en primer lugar porque era huérfana y, en segundo, porque estaba poseída por el demonio de la epilepsia, el cual sin duda ahuyentaría a los espíritus celestes que pudieran estar interesados. Algunos jóvenes despechados llegaron, incluso, a apuntar que, ya que los defectos de Ayesha le impedirían encontrar marido, por lo menos podía tomar amantes, para no desperdiciar esa belleza que, en justicia, hubiera debido otorgarse a persona menos problemática. A pesar de todos los intentos que hacían los jóvenes de Titlipur por convertirla en su ramera, Ayesha conservaba la castidad, y su defensa era una mirada de feroz concentración en zonas de aire situadas encima del hombro izquierdo de las personas, que generalmente se tomaba por desprecio. Luego, la gente oyó hablar de su nueva costumbre de tragar mariposas y entonces modificaron su opinión de ella, convencidos de que estaba tocada de la cabeza y, por consiguiente, era peligroso acostarse con ella ya que los demonios podían transmitirse a sus amantes. Despues de esto, los lascivos varones del pueblo la dejaron sola en su choza, sola con sus animales de juguete y con su peculiar y alada dieta. Pero uno de los jóvenes tomó la costumbre de sentarse a cierta distancia de su puerta, vuelto discretamente hacia la dirección opuesta, como si estuviera de guardia, a pesar de que ella ya no necesitaba protectores. Él era un antiguo intocable del pueblo vecino de Chatnapatna que se había convertido al Islam y tomado el nombre de Osman. Ayesha nunca se dio por enterada de la presencia de Osman, ni él pretendía que fuera reconocida. Las frondosas ramas del pueblo se agitaban sobre sus cabezas, movidas por la brisa El pueblo de Titlipur había crecido a la sombra de un inmenso baniano,  único monarca que, con sus múltiples raíces, reinaba en una extensión de más de medio kilómetro de diámetro. Por estas fechas, el árbol se había metido en el pueblo, y el pueblo en el árbol, de tal manera que era imposible distinguirlos. Algunas zonas del árbol eran escondite de enamorados, y otras, gallineros. Los campesinos más pobres habían construido toscos refugios en los ángulos de ramas gruesas y vivían entre el denso follaje. Había ramas que hacían las veces de viaducto para cruzar el pueblo, con las lianas se hacían columpios para los niños, y en los sitios en los que el árbol se inclinaba hacia el suelo, sus hojas formaban el tejado de más de un albergue que parecía colgar de la espesura como el nido de un pájaro tejedor. Cuando se reunía el panchayat del pueblo, sus miembros se sentaban en la rama más gruesa. Los vecinos acostumbraban a referirse al árbol con el nombre del pueblo y a llamar al pueblo, simplemente, «el árbol». Los moradores no humanos del baniano —hormigas, ardillas, búhos— eran tratados con el respeto debido a conciudadanos. Sólo de las mariposas se hacía caso omiso, como si fueran ilusiones que se hubieran revelado vanas hacía tiempo.
Era un pueblo musulmán, por lo cual Osman, el converso, había venido a él después de abrazar la fe, con su traje de payaso y su toro «boom boom», en un acto de desesperación, para probar si un nombre musulmán le daba más suerte que anteriores cambios de nombre, como, por ejemplo, cuando se dio a los intocables el nuevo nombre de «hijos de Dios». Siendo hijo de Dios en Chatnapatna no podía ni sacar agua del pozo de la ciudad, porque el contacto de un paria habría contaminado el agua potable... Osman, sin tierras y, al igual que Ayesha, huérfano, se ganaba la vida haciendo de payaso. Su toro llevaba cucuruchos de papel rojo en los cuernos y muchos adornos brillantes en el morro y el lomo. Iban de pueblo en pueblo, a las bodas y otras fiestas, haciendo un número en el que el toro era la imprescindible pareja de Osman y movía el testuz de arriba abajo en respuesta a sus preguntas, una vez: no; dos veces: sí. «Qué bonito es este pueblo, ¿verdad?» Boom, negaba el toro.
«¿Que no? Sí que lo es. Mira ¿no es buena la gente?» Boom.
«¿Cómo? ¿Es un pueblo de pecadores?» Boom, boom.
«¡Baapuré! Entonces, ¿todos irán al infierno?» Boom, boom.
«Pero, bhaijan. ¿Hay esperanza para ellos?» Boom, boom, el toro les ofrecía la salvación. Osman, excitado, acercaba el oído al morro del toro. «Di pronto. ¿Qué tienen que hacer para salvarse?» Entonces el toro arrancaba la gorra de la cabeza de Osman y la pasaba entre los espectadores, y Osman asentía alegremente. Boom, boom.
Osman, el converso, y su toro boom-boom tenían muchas simpatías en Titlipur, pero el muchacho sólo deseaba el afecto de una persona, y ella no se lo daba. Él había reconocido que su conversión al Islam había sido, sobre todo, táctica. «Sólo para poder beber, bibi, ¿qué va a hacer uno?» Ella se escandalizó de su confesión, le participó que no tenía nada de musulmán, que su alma estaba en peligro y que, por ella, podía volver a Chatnapatna y morirse de sed. Se puso colorada al decírselo, con una decepción exagerada, y fue la vehemencia de esta decepción lo que dio ánimo a Osman para quedarse en cuclillas a una docena de pasos de su casa, día tras día, pero ella seguía pasando por su lado con la frente alta, sin un triste buenos días o me alegraré de que estés bien.
Una vez a la semana, los carros de patatas de Titlipur, en cuatro horas de viaje, recorrían el estrecho camino surcado de roderas para ir a Chatnapatna, que se encontraba en el cruce del camino con la gran línea del ferrocarril. En Chatnapatna se erguían los altos silos de reluciente aluminio de los mayoristas de patatas, pero esto no tenía nada que ver con las visitas regulares de Ayesha a la ciudad. Ella se subía a uno de los carros de patatas, agarrando un pequeño hato de arpillera en el que llevaba sus juguetes al mercado. Chatnapatna era famosa en toda la región por sus chucherías para niños, juguetes de madera y figuritas de esmalte. Osman y su toro salían al extremo del baniano a despedirla y se quedaban mirando cómo se bamboleaba encima de los sacos de patatas hasta que no era más que un puntito lejano.
En Chatnapatna, ella se dirigió a casa de Sri Srinivas, dueño de la fábrica de juguetes más importante de la ciudad. En las paredes se leían las frases políticas del día:  Vota a Hand. O, más cortésmente: Sírvase votar por CP (M). Encima de estas exhortaciones campeaba el ufano rótulo: Juguetes Srinivas. Nuestro lema: Sinceridad & Creatividad. Dentro estaba Srinivas: un gigantón gelatinoso de unos cincuenta años, con la cabeza monda como un sol, al que toda una vida dedicada a la venta del juguete no había agriado el carácter. Ayesha le debía el sustento. Él había quedado tan prendado de su arte que se ofreció a comprar todos los muñequitos que ella pudiera hacer. Pero aquel día, a pesar de su habitual jovialidad,  Srinivas frunció el ceño cuando Ayesha sacó del hato dos docenas de figuras de un muchacho con gorro de payaso acompañado de un toro muy engalanado que movía su adornada cabeza. Al comprender que Ayesha había perdonado a Osman su conversión, Sri Srinivas exclamó: «Ese hombre es un traidor a su nacimiento, como tú sabes bien. ¿Qué clase de persona es la que cambia de dioses con la misma facilidad que de dhotis? Sabe Dios cómo se te ha ocurrido tal cosa, muchacha, pero esos muñecos no los quiero.» De la pared situada detrás del escritorio colgaba un certificado en un marco impreso en artísticos caracteres: Por el presente se certifica que MR. SRI S. SRINIVAS es experto en Historia Geológica del Planeta Tierra, por haber volado a través del Gran Cañón con SCENIC AIRLINES. Srinivas cerró los ojos y cruzó los brazos, como un Buda taciturno, con la indiscutible autoridad del que ha volado. «Ese chico es un demonio», dijo categóricamente, y Ayesha envolvió los muñecos en la arpillera y, sin discutir, dio media vuelta para marcharse. Srinivas abrió los ojos. «¡Condenada muchacha! —gritó—. ¿Es que no vas a protestar? ¿Crees que no sé que necesitas el dinero? ¿Por qué has hecho esa tontería? ¿Qué vas a hacer ahora? Anda, hazme unos cuantos muñecos de PF de prisa, y te los pagaré a buen precio, con una prima, porque soy generoso a más no poder.» El muñeco PF, de Planificación Familiar, era invento personal de Mr. Srinivas, una variante de la muñeca rusa destinada a fomentar la responsabilidad social. Dentro de un muñeco Abba con traje y zapatos había una muñeca Amma con sari, y, dentro de ella, una hija que, a su vez, llevaba un hijo. Dos hijos y basta: éste era el mensaje de las mujeres. «Trabaja de prisa, de prisa —gritó Srinivas al despedir a Ayesha—. Los muñecos PF se venden muy bien.» Ayesha se volvió y le sonrió. «No te preocupes por mí, Srinivasji.»
Ayesha, la huérfana, tenía diecinueve años cuando emprendió el camino de regreso a Titlipur por la ruta de las patatas surcada de roderas, pero cuando llegó a su pueblo, unas cuarenta y ocho horas después, había alcanzado la intemporalidad, porque su cabello se había vuelto blanco como la nieve y su piel había recuperado la luminosa perfección de la de un recién nacido, y aunque estaba completamente desnuda, las mariposas se habían posado en su cuerpo en tan grandes enjambres que parecía llevar un vestido de la tela más fina del mundo. Osman, el payaso, ensayaba con su toro cerca del camino, porque, si bien la gran demora en el regreso de Ayesha le había producido viva angustia y pasó toda la noche buscándola, también tenía que ganarse la vida. Al verla, aquel muchacho que nunca había respetado a Dios por haber nacido intocable, se sintió lleno de un santo temor y no se atrevió a acercarse a la muchacha de la que estaba perdidamente enamorado.
Ella entró en su choza y durmió un día y una noche de un tirón. Luego, fue en busca del jefe del pueblo, sarpanch Muhammad Din, y le comunicó con toda naturalidad, que el arcángel Gibreel se le había aparecido en una visión y se había acostado a su lado a descansar. «La grandeza ha descendido entre nosotros —informó al alarmado sarpanch, que hasta entonces se había preocupado más de los contingentes de patatas que de la trascendencia—. Se nos exigirá todo y también se nos dará todo.»
En otra parte del árbol, Khadija, la esposa del sarpanch, consolaba a un lloroso payaso que no se resignaba a que un ser superior le quitara a su amada Ayesha, porque cuando un arcángel yace con una mujer la hace inaccesible a los hombres. Khadija era vieja, distraída y torpe cuando trataba de ser cariñosa, y dio a Osman un pobre consuelo: «El sol siempre se esconde cuando rondan los tigres», viejo adagio que significa que las desgracias nunca vienen solas.
Poco después de que trascendiera la noticia del milagro, la joven Ayesha fue llamada a la casa grande, y en días sucesivos pasó largas horas encerrada con la esposa del zamindar, la begum Mishal Akhtar, cuya madre también había llegado de visita y se había encariñado con la esposa de blancos cabellos del arcángel.


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El que sueña, en sueños, quiere (pero no puede) protestar: Yo nunca le toqué ni un dedo. ¿Qué se han creído que es esto, un sueño erótico o qué? Que me ahorquen si sé de dónde sacaba esa chica su información/inspiración. Del que suscribe, no, desde luego.
Sucedió esto: ella iba andando de regreso a su pueblo cuando, de pronto, se sintió muy cansada, salió del camino y se tendió a descansar a la sombra de un tamarindo. Nada más cerrar los ojos, él estaba a su lado, ella soñaba a Gibreel con su gabardina y su sombrero, derritiéndose con aquel calor. Ella le miraba, pero él no habría podido decir lo que veía, alas, quizás, aureolas, todo eso. Luego él estaba allí tendido y no podía levantarse, los brazos y las piernas le pesaban más que barras de hierro y le parecía que su cuerpo se incrustaba en la tierra por su propio peso. Cuando ella dejó de mirarle, asintió gravemente, como si él le hubiera hablado, y entonces se quitó su raquítico sari y se tendió a su lado, desnuda. Entonces, en el sueño, él se quedó dormido, insensible y frío, como si alguien hubiera desconectado los hilos, y cuando volvió a soñarse despierto, ella estaba de pie delante de él, con todo aquel pelo blanco suelto y vestida de mariposas: transformada. Ella seguía asintiendo, absorta, recibiendo un mensaje de algún lugar que ella llamaba Gibreel. Luego, lo dejó allí echado y volvió al pueblo e hizo su entrada.
O sea que ahora tengo una esposa soñada, discurre el que sueña. ¿Qué caray hago con ella? Pero no depende de él. Ayesha y Mishal Akhtar están juntas en la casa grande.


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Desde el día de su cumpleaños, Mirza Saeed estaba lleno de apasionados deseos, «como si realmente la vida empezara a los cuarenta», se admiraba su esposa. Su matrimonio se hizo tan activo que las criadas tenían que cambiar las sábanas tres veces al día. Mishal tenía la secreta ilusión de que este incremento de la libido de su esposo la haría concebir, porque ella estaba convencida de que el entusiasmo influía, por más que dijeran los médicos, y que todos aquellos años de tomarse la temperatura por la mañana antes de levantarse y luego pasar los resultados a un gráfico, para determinar su ciclo de ovulación, no habían servido sino para disuadir a los niños de nacer, en parte porque era difícil llegar al ardor necesario cuando la ciencia se mete en la cama con una, y en parte, también en su opinión, porque un feto que se respete no querrá entrar en el seno de una madre programada tan mecánicamente. Mishal aún rezaba para tener un hijo, aunque ya no hablaba de ello a Saeed para evitarle la sensación de haberla defraudado. Con los ojos cerrados, fingiendo dormir, ella pedía a Dios una señal, y cuando Saeed se volvió tan amoroso e insistente, ella pensó que tal vez esto era la señal. Por lo tanto, la extraña petición de su marido de que, a partir de ahora, siempre que vinieran a residir en Peristan, ella observara las «viejas costumbres» del purdah o retiro no fue tratada por ella con todo el desprecio que merecía. En la ciudad, donde tenían una casa grande y hospitalaria, el zamindar y su esposa estaban considerados como una de las parejas más «modernas» y (danzadas» de la sociedad; coleccionaban arte contemporáneo y daban fiestas divertidas e invitaban a los amigos a parcheos en la oscuridad en los sofás, mientras veían vídeos porno ligero. Por lo tanto, cuando Mirza Saeed dijo: «¿No sería una delicia, Mishu, acomodar nuestra conducta a esta vieja casa?», ella habría tenido que reírse en sus barbas. Pero no, ella respondió: «Lo que tú quieras, Saeed», porque él le dio a entender que sería una especie de juego erótico. Incluso le insinuó que su pasión por ella se había hecho tan irresistible que podía tener que expresarla en el momento menos pensado, y si entonces ella estaba fuera de su retiro, podía violentar a la servidumbre; y, desde luego, su presencia le impediría concentrarse en cualquier trabajo y, además, en la ciudad «seguiremos siendo de lo más avanzado». De esto ella dedujo que la ciudad estaba llena de distracciones para el Mirza, por lo que donde más posibilidades tenía de concebir era aquí, en Titlipur. Ella decidió no moverse. Fue entonces cuando invitó a su madre a visitarles porque, si iba a retirarse a la zenana, necesitaría compañía. Mrs. Qureishi llegó. Las carnes le temblaban de furor, venía decida a reprender a su yerno hasta que desistiera de aquella tontería del purdah,  pero Mishal la dejó asombrada al pedirle: «No, por favor.» Mrs. Qureishi, la esposa del director del Banco del Estado, era en sí una mujer bastante sofisticada. «Realmente, durante toda tu adolescencia, Mishu, tú fuíste la recatada y yo, la atrevida. Creí que ya habías salido de esa zanja, pero veo que ha vuelto a empujarte a ella.» La esposa del financiero siempre había opinado que, en el fondo, su yerno era un retrógrado y un roñoso, opinión que había sobrevivido intacta a pesar de que carecía de todo fundamento. Por lo tanto, desoyendo el veto de su hija, fue en busca de Mirza Saeed al jardín delantero y se lanzó sobre él, agitando el cuerpo, como era su costumbre, para dar mayor énfasis a sus palabras. «¿Qué clase de vida hacéis? —inquirió—. A mi hija no se la encierra, a mi hija se la saca. ¿De qué te sirve toda tu fortuna si la guardas también bajo llave? Hijo mío, saca la cartera y saca a tu mujer. ¡Llévatela de viaje, renueva tu amor, divertios!» Mirza Saeed abrió la boca, no supo qué responder y volvió a cerrarla. Deslumbrada por su propia elocuencia que, espontáneamente, había sugerido la idea de unas vacaciones, Mrs. Qureishi se entusiasmó. «¡Decidios y marchaos! —instó—. ¡Marchaos, hombre, marchaos! Vete con ella, ¿o es que quieres tenerla encerrada hasta que ella se marche —en esto alzó al cielo un dedo amenazador— para siempre?» Mirza, contrito, prometió pensarlo.
«¿Y qué esperas? —gritó ella en tono triunfal—. Eres un pasmado. Especie de... de Hamlet.»
El ataque de su suegra provocó en Mirza Saeed uno de aquellos accesos de remordimiento que le mortificaban desde que había convencido a Mishal para que tomara el velo. Para consolarse, se puso a leer Ghare-Baire, la novela de Tagore en la que un zamindar insta a su esposa a salir de purdah y entonces ella entabla relaciones con un agitador político involucrado en la campaña «swadeshi» y el zamindar acaba muerto. La novela le animó momentáneamente, pero en seguida volvieron las dudas. ¿Fue sincero al dar aquellos motivos a su esposa o pretendía, simplemente, despejar el terreno para perseguir a la madonna de las mariposas, la epiléptica Ayesha? «Vaya terreno», pensó recordando a Mrs. Qureishi y sus ojos de halcón acusador, y «vaya despeje». La presencia de su suegra, argüía, era otra prueba de su buena fe. ¿Acaso no animó a Mishal a llamarla, a pesar de que le constaba que la gorda no le tragaba y le atribuiría todas las canalladas del mundo? «¿Habría yo insistido en que viniera, de haber tenido intenciones non sanctas?», se preguntaba. Pero las impertinentes voces internas insistían: «Toda esta sexualidad de ahora, este nuevo interés por tu señora esposa, no es más que simple transferencia del deseo. Lo que te gustaría es que esa lagarta campesina viniera a lagartear contigo.»
La sensación de culpabilidad tenía el efecto de hacer que el zamindar se sintiera completamente despreciable. En su aflicción, los insultos de su suegra se le aparecían como la pura verdad. «Blanducho», le había llamado, y, sentado en el estudio, rodeado de anaqueles en los que las polillas mordisqueaban felices textos sánscritos de valor incalculable, textos que ni en los archivos nacionales se encontraban y, también, las menos edificantes obras completas de Percy Westerman, G. A. Henty y Dornford Yates, Mirza Saeed reconoció, sí, desde luego, blando lo soy. La casa tenía siete generaciones, y durante siete generaciones se había desarrollado el proceso de ablandamiento. Paseaba por el corredor en el que sus antepasados estaban colgados en deslucidos marcos dorados y se miraba al espejo colocado en el último espacio, como recordatorio de que un día también él tendría que subir a aquella pared. Era un hombre sin ángulos ni cantos vivos; hasta en los codos tenía almohadillas de carne. En el espejo veía el fino bigote, la mandíbula débil, los labios manchados de paan. Las mejillas, la nariz, la frente: todo blando, blando, blando. «¿Quién iba a ver algo en un tipo como yo?», gritó al fin, y cuando advirtió que, en su agitación, había hablado en voz alta, comprendió que debía de estar enamorado, que estaba completamente trastornado de amor y que el objeto de su afecto ya no era su amante esposa.
«Soy un canalla, un farsante, un hipócrita —suspiró—. ¡Cómo he cambiado y en cuán poco tiempo! Merezco ser suprimido sin contemplaciones.» Pero él no era de los que se ensartan en su propia espada. No; él siguió paseando por los corredores de Peristan, y muy pronto la casa ejerció su encanto mágico y le devolvió una relativa calma.
La casa: a pesar de su poético nombre, era un edificio sólido y prosaico al que sólo hacía exótico la circunstancia de estar fuera de lugar. Fue construida hacía siete generaciones por un cierto Perowne, un arquitecto inglés que gozaba de gran predicamento entre las autoridades coloniales y que únicamente cultivaba el estilo de la casa de campo inglesa neoclásica. En aquellos tiempos, los grandes zamindars se volvían locos por la arquitectura europea. El antepasado de Saeed contrató al individuo a los cinco minutos de haberle sido presentado en la recepción del virrey, para demostrar públicamente que no todos los musulmanes de la India habían apoyado la acción de los soldados de Meerut ni simpatizaban con los posteriores levantamientos, ni mucho menos; y luego le dio carta blanca; y aquí estaba Peristan ahora, rodeada de unos campos de patatas casi tropicales, al lado del gran baniano, cubierta de buganvillas, con serpientes en las cocinas y esqueletos de mariposa en los armarios. Había quien decía que el nombre de la casa no aludía a lugares fantásticos, sino que, sencillamente se derivaba del apellido del inglés: que era una simple contracción de Perownistan.
Al cabo de siete generaciones, por fin, la casa empezaba a encajar en aquel paisaje de carretas de bueyes, palmeras y cielos nítidos, altos y estrellados. Incluso la ventana de vidrios de colores que daba luz a la escalera del rey Carlos Sin Cabeza de un modo indefinible, se había naturalizado. Eran muy pocas las casas de los viejos zamindars que habían sobrevivido a las depredaciones igualitarias del presente, por lo que Peristan estaba impregnada de un aire rancio de museo, a pesar de que —o quizá precisamente porque— Mirza Saeed se enorgullecía de la vieja mansión y gastaba generosamente en su conservación. Él dormía, bajo un alto dosel de cobre labrado, en una cama en forma de barco que había sido ocupada por tres virreyes. En el gran salón gustaba de sentarse, con Mishal y Mrs. Qureishi, en el original asiento de tres plazas para enamorados. A un extremo de esta habitación estaba enrollada, descansando sobre unos tacos de madera, una colosal alfombra de Shiraz, esperando la esplendorosa recepción que mereciera su colocación, y que nunca llegaba. En el comedor había robustas columnas clásicas con artísticos capiteles corintios, en la gran escalinata lucían su plumaje los pavos reales, de verdad y de piedra, y en el vestíbulo tintineaban los candelabros venecianos. Todos los punkahs originales funcionaban, y sus cuerdas, conducidas por poleas a través de orificios hechos en las paredes y en los suelos, recorrían toda la casa hasta un cuartito sin ventilación en el que el punkahwallah tiraba de todas a la vez, atrapado en la paradoja de tener que respirar un aire fétido en un cuartito sin ventanas mientras se dedicaba a enviar brisas refrescantes a todas las partes de la casa. También los criados se remontaban siete generaciones, por lo que habían perdido el arte de quejarse. Regían las viejas costumbres: hasta el pastelero de Titlipur tenía que pedir permiso al zamindar antes de poner a la venta cada dulce que inventaba. La vida era tan placentera en Peristan como dura bajo el árbol; pero, incluso en vidas tan regaladas, pueden caer duros golpes.


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El descubrimiento de que su esposa pasaba la mayor parte del tiempo encerrada con Ayesha llenó al Mirza de una irritación insoportable, un eccema del espíritu que le ponía frenético porque no podía rascarlo. Mishal esperaba que el arcángel, el esposo de Ayesha, le concediera un hijo, pero, puesto que a su marido no podía decirle esto, frunció el ceño y se encogió de hombros con irritación cuando él le preguntó por qué perdía tanto tiempo con la muchacha más loca del pueblo. La reticencia de Mishal acrecentó la comezón de Mirza Saeed y le puso celoso también, aunque no sabía si estaba celoso de Ayesha o de Mishal. Reparó en que la dueña de las mariposas tenía unos ojos del mismo gris lustroso que su esposa, y, sin saber por qué, esto le enfureció también, como si fuera la prueba de que las mujeres se habían confabulado contra él contando sabe Dios qué secretos; ¡quizá cuchicheaban y chismorreaban de él! Al parecer, en el asunto del retiro en la zenana le había salido el tiro por la culata; hasta la mantecosa Mrs. Qureishi parecía cautivada por Ayesha. Vaya un trío, pensó Mirza Saeed; cuando el hechizo entra por la puerta, el sentido común sale por la ventana.
Y, en cuanto a la propia Ayesha, cuando encontraba al Mirza en el balcón, o en el jardín, mientras él paseaba leyendo poesía urdu, se mostraba invariablemente deferente y tímida; pero su respeto, unido a una total ausencia de interés erótico, arrastraba a Saeed más y más hacia la impotencia y la desesperación. Por lo tanto, el día en que, espiando a Ayesha, la vio entrar en los aposentos de su esposa y, minutos después, oyó la voz de su suegra alzarse en melodramático grito, se sintió invadido por un acceso de cerril resentimiento y, deliberadamente, esperó tres minutos antes de entrar a investigar. Encontró a Mrs. Qureishi mesándose el cabello y sollozando como una reina del cine, mientras Mishal y Ayesha estaban sentadas en la cama con las piernas cruzadas, una frente a otra, ojos grises mirando a ojos grises, y Ayesha, con los brazos extendidos, sostenía entre las manos la cara de Mishal.
Resultó que el arcángel había informado a Ayesha de que la esposa del zamindar estaba muñéndose de cáncer, que sus pechos estaban llenos de los malignos nódulos y que no le quedaban sino unos meses de vida. La localización del cáncer había demostrado a Mishal la crueldad de Dios, porque sólo una deidad malévola pondría la muerte en el pecho de una mujer cuya única ilusión era la de amamantar vida nueva. Cuando Saeed entró, Ayesha susurraba a Mishal con vehemencia: «No pienses eso. Dios te salvará. Es para poner a prueba tu fe.»
Mrs. Qureishi dio la mala noticia a Mirza Saeed entre gritos y sollozos, y aquello, para el perplejo zamindar, fue ya el colmo. Se puso furioso y empezó a gritar y a temblar, como si de un momento a otro fuera a destrozar el mobiliario de la habitación y, con él, a sus ocupantes.
«¡Al infierno tú y tu cáncer fantasma! —gritó a Ayesha en su cólera—. Has traído a esta casa la locura y los ángeles, y has destilado veneno en los oídos de mi familia. Fuera de aquí con tus visiones y tu esposo invisible. Éste es el mundo moderno, y son los médicos y no los espíritus que rondan por los campos de patatas los que nos dicen si estamos enfermos. Has armado toda esta conmoción de la puñeta por nada. Márchate de aquí y no vuelvas a mis tierras nunca más.»
Ayesha le escuchó sin apartar los ojos ni las manos de Mishal. Cuando Saeed se paró a respirar, abriendo y cerrando las manos, ella dijo en voz baja a la esposa: «Se nos exigirá todo y todo se nos concederá.» Cuando él oyó la fórmula que la gente del pueblo ya repetían como loros, como si supieran lo que significaba, Mirza Saeed Akhtar perdió el juicio momentáneamente, alzó la mano y golpeó a Ayesha dejándola sin sentido. Ella cayó al suelo, con la boca ensangrentada por una muela que el puñetazo le había saltado, Mrs. Qureishi empezó a lanzar invectivas contra su yerno. «¡Ay, Dios mío, he puesto a mi hija en manos de un asesino! ¡Ay, Dios, uno que pega a las mujeres! Vamos, pégame a mí también, practica. Sacrilego, blasfemo, demonio, ser inmundo.» Saeed salió de la habitación sin proferir palabra.
Al día siguiente, Mishal Akhtar se empeñó en regresar a la ciudad para hacerse un chequeo. Saeed se puso firme. «Si tú quieres caer en la superstición, adelante, pero no esperes que yo vaya contigo. Son ocho horas de viaje; conque a paseo.» Mishal salió aquella misma tarde, con su madre y el chófer, por lo que Mirza Saeed no estaba donde era su obligación estar, o sea, al lado de su esposa, cuando le fueron comunicados los resultados de las pruebas: positivo, inoperable, demasiado avanzado, las garras del cáncer profundamente clavadas en su pecho. Unos meses, seis con suerte y, antes, muy pronto ya, el dolor. Mishal regresó a Peristan y fue directamente a sus habitaciones de la zenana, donde escribió a su marido una carta en papel lavanda comunicándole el dictamen del médico. Cuando él leyó la sentencia de muerte, escrita de puño y letra de su mujer, quiso llorar, pero sus ojos permanecían obstinadamente secos. Hacía muchos años que él no tenía tiempo para el Ser Supremo, pero ahora le vinieron a la mente un par de frases de Ayesha. Dios te salvará. Todo será dado. Se le ocurrió una idea dictada por el resentimiento y la superstición: «Es una maldición —pensó—. Yo deseaba a Ayesha y por eso ella mata a mi esposa.»
Cuando él fue a la zenana, Mishal se negó a recibirle, y en la puerta, obstruyendo el paso, estaba la madre, que entregó a Saeed otra hoja de papel azul perfumado. «Quiero ver a Ayesha —decía—. Te ruego que lo permitas.» Mirza Saeed, cabizbajo, dio su consentimiento y se alejó avergonzado.


*    *    *


Con Mahound siempre hay lucha; con el Imán, esclavitud; pero con esta muchacha no hay nada. Gibreel está inerte, dormido en el sueño como en la vida real. Ella se le acerca debajo de un árbol, o en una zanja, escucha lo que él no dice, toma lo que quiere y se va. ¿Qué sabe él de cáncer, por ejemplo? Ni una sola cosa.
Alrededor de él, piensa mientras sueña a medias o vela a medias, hay personas que oyen voces, que son seducidas por unas palabras. Pero no sus palabras; nunca, sus propias ideas originales. Entonces, ¿de quién? ¿Quién les susurra al oído, haciéndoles mover montañas, parar relojes y diagnosticar enfermedades?
Él no consigue averiguarlo.


*    *    *


Al día siguiente del regreso de Mishal Akhtar a Titlipur, la joven Ayesha, a la que la gente empezaba a llamar kahin y pir, desapareció durante una semana. Su desventurado admirador, el payaso Osman, que la siguió por el polvoriento camino de las patatas hasta Chatnapatna, dijo a los vecinos del pueblo que se levantó viento y le sopló polvo a los ojos; cuando él se lo sacó, ella «ya no estaba». Generalmente, cuando Osman y su toro empezaban a contar sus historias de djinnis, lámparas mágicas y abretesésamos, la gente le miraba con aire tolerante y zumbón; está bien, Osman, guarda esas historias para los idiotas de Chatnapatna; ellos tal vez se las traguen, pero aquí, en Titlipur, sabemos lo que es la vida y que los palacios no aparecen a no ser que mil y un obreros los construyan, ni desaparecen como no los derriben los mismos obreros. Pero aquel día nadie se rió del payaso, porque, en lo tocante a Ayesha, la gente del pueblo estaba dispuesta a creer cualquier cosa. Estaban convencidos de que la muchacha del pelo de nieve era la auténtica sucesora de la vieja Bibiji, porque ¿no habían reaparecido las mariposas el mismo año de su nacimiento y no la seguían a todas partes como un manto? Ayesha era la justificación de la marchita esperanza engendrada por el regreso de las mariposas, y la prueba de que en esta vida aún eran posibles cosas grandes, incluso para los más débiles y más pobres del país.
«Se la llevó el ángel —se admiró Khadija, la esposa del sarpanch, y Osman prorrumpió en llanto—. Oh, no, si eso es maravilloso», explicó la vieja Khadija, desconcertada. Los vecinos se burlaban del sarpanch. «Cómo llegaste a jefe del pueblo con una esposa tan bruta, no se comprende.»
«Vosotros me elegisteis», respondió él hoscamente.
Al séptimo día de su desaparición, Ayesha fue vista caminando hacia el pueblo, nuevamente desnuda y vestida de mariposas de oro, con su pelo plateado flotando al viento. Fue directamente a casa de sarpanch Muhammad Din y pidió que se convocara al panchayat para una sesión de emergencia inmediata. «Ha llegado el mayor acontecimiento de la historia del árbol», reveló. Muhammad Din, incapaz de negarse, fijó la reunión para aquel mismo día, al anochecer.
Aquella noche, los miembros del panchayat tomaron asiento en la rama del árbol y Ayesha, la kahin se quedó delante de ellos, en el suelo. «Yo he volado con el ángel hasta las cumbres más altas —dijo—. Sí, he ido incluso al loto del último confín. El arcángel Gibreel nos ha traído un mensaje que es también una orden. Todo se nos pide y todo nos será dado.»
Nada en la vida del sarpanch Muhammad Din le había preparado para la elección que tenía que hacer. «¿Qué pide el ángel, Ayesha, hija?», preguntó, esforzándose por dar firmeza a su voz.
«Es deseo del ángel que todos nosotros, todos los hombres, las mujeres y los niños del pueblo, empecemos a prepararnos inmediatamente para una peregrinación. Se nos ordena que caminemos desde este lugar hasta Mecca Sharif, a besar la Piedra Negra de la Ka'aba, en el centro de Haram Sharif, la sagrada mezquita. Y allí debemos ir.
El quinteto que componía el panchayat empezó a discutir acaloradamente. Había que pensar en las cosechas, y era imposible que abandonaran sus hogares en masa. «Es inconcebible, niña —dijo el sarpanch—. Es bien sabido que Alá dispensa de haj umra a quienes están impedidos por razones de pobreza o enfermedad.» Pero Ayesha callaba y los ancianos seguían discutiendo. Luego fue como si su silencio se contagiara a todos, y durante un rato, mientras se decidió la cuestión —aunque nadie llegó a comprender por qué medio— no se pronunciaron palabras.
Fue Osman, el payaso, quien por fin habló, Osman, el converso, para el que su nueva fe no había sido más que un trago de agua. «Hay casi doscientas millas hasta el mar —exclamó—. Y en el pueblo hay ancianos y niños. ¿Cómo vamos a ir?»
«Dios nos dará fuerza», repuso Ayesha serenamente.
«¿No se te ha ocurrido que hay un gran océano entre nosotros y Mecca Sharif? —gritó Osman sin dar su brazo a torcer—. ¿Cómo lo cruzaremos? No tenemos dinero para pagar el pasaje en los barcos de los peregrinos. ¿Nos dará el ángel alas para volar?»
Muchos vecinos rodearon al blasfemo Osman, furiosos. «Cállate —le reprendió el sarpanch Muhammad Din—. Eres un recién llegado a nuestra fe y a nuestro pueblo. Mantén la boca cerrada y aprende nuestras costumbres.»
Pero Osman replicó con descaro: «¿Es así cómo recibís a los nuevos convecinos? No como iguales, sino como gente que tiene que hacer lo que le mandan.» Un grupo de hombres de cara roja empezó a cerrarse alrededor de Osman, pero antes de que pudiera ocurrir algo, la kahin Ayesha cambió el tono por completo respondiendo las preguntas del payaso.
«Esto también lo ha explicado el ángel —dijo con suavidad—. Caminaremos doscientas millas, y cuando lleguemos a la orilla del mar, pondremos los pies en la espuma y las aguas se abrirán ante nosotros. Las olas se dividirán y cruzaremos hacia La Meca andando por el fondo del mar.»


*    *    *


A la mañana siguiente, Mirza Saeed Akhtar despertó en una casa que se había quedado extrañamente silenciosa, y cuando llamó a los criados nadie contestó. El silencio se había extendido a los campos de patatas; pero, bajo el gran techo del árbol de Titlipur, todo era actividad y movimiento. El panchayat había votado unánimemente obedecer la orden del arcángel Gibreel, y los habitantes del pueblo habían empezado a preparar la partida. En un principio, el sarpanch quería que Isa, el carpintero, construyera literas que pudieran ser arrastradas por bueyes, en las que viajaran los viejos y enfermos, pero su propia esposa torpedeó la idea diciendo: «Sarpanch sahibji, ¡tú no escuchas! ¿No dijo el ángel que debemos ir andando? Pues andaremos.» Únicamente los niños más pequeños serían dispensados de hacer la peregrinación a pie, y viajarían a hombros de los adultos (así se decidió), que se turnarían en portarlos. Los vecinos del pueblo reunieron todas sus existencias, y al lado de la rama del panchayat se amontonaban patatas, lentejas, aceite, calabazas de bebidas, chiles, berenjenas y otros vegetales. El peso de las provisiones se repartiría equitativamente entre los caminantes. También se recogían utensilios de cocina y ropas de cama. Se llevarían bestias de carga, y un par de carretas que transportarían pollos vivos y similares, pero en general los peregrinos se atenían a las instrucciones del sarpanch, de llevar el mínimo de impedimenta. Los preparativos habían empezado antes del amanecer, por lo que cuando el colérico Mirza Saeed entró en el pueblo, ya estaban muy avanzados. Durante cuarenta y cinco minutos, el zamindar entorpeció las cosas lanzando furiosos discursos y sacudiendo a unos y otros por los hombros, pero al fin, afortunadamente, desistió y se marchó, por lo que el trabajo pudo proseguir al ritmo rápido del principio. Mientras se alejaba, el Mirza se golpeaba repetidamente la cabeza con la palma de la mano e insultaba a la gente, llamándoles idiotas estúpidos, que son palabras muy feas, pero él siempre fue hombre sin fe, el último vástago débil de un linaje fuerte, y había que abandonarlo a su suerte; con hombres como él no se podía discutir.
A la puesta del sol, el pueblo estaba preparado para la marcha, y el sarpanch les dijo que se levantaran para el rezo a primera hora de la madrugada, para poder marchar inmediatamente después y evitar el mayor calor del día. Aquella noche, tendido en su esterilla al lado de la vieja Khadija, murmuró: «Por fin. Siempre quise ver la Ka'aba, caminar alrededor de ella antes de morir.» Ella alargó el brazo desde su esterilla para tomarle la mano. «Yo también he suspirado por ello, aunque sin gran esperanza —dijo—. Caminaremos juntos a través de las aguas.»
Mirza Saeed, empujado a un furor impotente por el espectáculo de todo un pueblo disponiéndose a partir, irrumpió en las habitaciones de su esposa sin ceremonia. «Tendrías que ver lo que ocurre, Mishu —exclamó, gesticulando ridículamente—. Todo Titlipur se ha vuelto loco, se va al mar. ¿Qué será de sus casas, de sus campos? Esto es la ruina. Debe de ser cosa de agitadores políticos. Alguien habrá repartido sobornos. ¿Crees que si les ofrezco dinero se quedarán, como personas sensatas?» Se le quebró la voz. En la habitación estaba Ayesha.
«¡Ah, perra!» Estaba sentada en la cama, con las piernas cruzadas, mientras Mishal y su madre, en cuclillas, repasaban sus pertenencias, tratando de decidir lo mínimo que necesitarían para ir en la peregrinación.
«Tú no vas —se rebeló Mirza Saeed—, yo te lo prohibo.
Sólo el diablo sabe el germen con el que esta mala pécora ha infectado al pueblo, pero tú eres mi esposa y yo no te consiento que te lances a esta antura suicida.»
«Bonitas palabras —rió Mishal amargamente—. Saeed, las has elegido bien. Sabes que no voy a vivir y hablas de suicidio. Saeed, aquí está ocurriendo algo y tú, con tu ateísmo europeo importado, no sabes lo que es. O quizá lo sabrías si miraras debajo de tus trajes ingleses y trataras de hallar tu corazón.»
«Es increíble —exclamó Saeed—. Mishal, Mishu, ¿eres tú quien habla? ¿Te has convertido de repente en este tipo de devota a la antigua?»
Mrs. Qureishi dijo: «Vete, hijo. Aquí no hay sitio para los descreídos. El ángel ha dicho a Ayesha que cuando Mishal haya hecho su peregrinación a La Meca, el cáncer desaparecerá. Todo se pide y todo será dado.»
Mirza Saeed Akhtar apoyó las palmas de las manos en una de las paredes del dormitorio de su esposa y oprimió la frente contra el yeso. Después de una larga pausa, dijo: «Si de lo que se trata es de hacer umra, vayamos a la ciudad y subamos a un avión, por Dios. Podemos estar en La Meca dentro de un par de días.»
Mishal respondió: «Se nos ha ordenado caminar.» Saeed perdió los estribos. «¡Mishal! ¡Mishal! —gritó—. ¿Ordenado? ¿Arcángeles, Mishu? ¿Gibreel? ¿Dios con barba larga y ángeles con alas? ¿Cielo e infierno, Mishal? ¿El diablo con una cola en punta y pezuña hendida? ¿Hasta dónde piensas llegar con esto? ¿Tienen alma las mujeres, qué me dices? O al contrario: ¿tienen sexo las almas? ¿Dios es negro o es blanco? Cuando se retiren las aguas del océano, ¿adónde irán? ¿Se levantarán a cada lado formando una pared? ¿Mishal? Contesta. ¿Hay milagros? ¿Crees en el Paraíso? ¿Se me perdonarán mis pecados? —Empezó a llorar y cayó de rodillas, con la frente apoyada todavía en la pared. Su esposa moribunda se acercó y lo abrazó por la espalda—. Vete entonces de peregrinación —dijo él con voz átona—. Pero, por lo menos, llévate el Mercedes furgoneta. Tiene aire acondicionado y puedes llenar la nevera de Coca-Cola.»
«No —dijo ella dulcemente—. Iremos como todos. Somos peregrinas, Saeed. Esto no es una merienda playera.»
«Yo no sé qué hacer —sollozó Mirza Saeed Akhtar—. Mishu, yo solo no puedo enfrentarme a esta situación.»
Ayesha habló desde la cama. «Mirza sahib, ven con nosotros —dijo—. Tus ideas están muertas. Ven y salva tu alma.»
Saeed se levantó, con los ojos enrojecidos. «¡Tú y tu manía de los viajes! —dijo a Mrs. Qureishi con rabia—. ¡La que has organizado! Tu viaje acabará con todos nosotros, siete generaciones, sin que quede ni uno.»
Mishal apoyó la mejilla en su espalda. «Ven con nosotros, Saeed. Sólo ven.»
Él se volvió hacia Ayesha. «No hay dios», dijo firmemente.
«No hay otro Dios más que Dios, y Muhammad es Su Profeta», respondió ella.
«La experiencia mística es una verdad subjetiva, no objetiva —prosiguió él—. Las aguas no se dividirán.»
«El mar se abrirá a la orden del ángel», respondió Ayesha.
«Tú llevas a esta gente al desastre seguro.»
«Los llevo al seno de Dios.»
«Yo no creo en ti —insistió Mirza Saeed—. Pero iré igualmente, y trataré de poner fin a esa locura con cada paso que dé.»
«Dios se sirve de muchos medios —dijo Ayesha con alegría—, muchos caminos por los que quienes dudan pueden ser conducidos a la seguridad divina.»
«Vete al infierno», gritó Mirza Saeed Akhtar, y salió violentamente de la habitación espantando mariposas.


*    *    *


«¿Qué locura es peor —susurró Osman, el payaso, al oído de su toro mientras lo engalanaba en su pequeño corral—: la de la loca o la del infeliz que ama a la loca?» El toro no contestó. «Quizá deberíamos haber seguido siendo intocables —prosiguió Osman—. Un océano obligatorio suena peor que un pozo prohibido.» Y el toro movió la cabeza dos veces para decir que sí, boom, boom.







V
UNA CIUDAD VISIBLE
PERO NO VISTA





1



«Una vez me he convertido en búho, ¿cuál es el conjuro o antídoto que me devuelve mi forma natural?» Mr. Muhammad Sufyan, dueño del Shaandaar Café y de la casa de huéspedes situada encima, mentor de la variopinta transeúnte y multirracial clientela de ambos, de vuelta de todo, el menos doctrinario de los hajis y el menos vergonzante de los videomaníacos, ex maestro de escuela, autodidacta en textos clásicos de muchas culturas, cesado de su cargo en Dhaka por diferencias culturales con ciertos generales en los viejos tiempos en los que Bangladesh era simplemente un Ala Este y, por lo tanto, en sus propias palabras, «menos un inmig que un enano emig», humorística alusión a su corta talla, porque si bien era hombre ancho, de pecho y brazo robusto, no alzaba del suelo más que sesenta y una pulgadas, parpadeaba en la puerta de su dormitorio, despertado por perentoria llamada de medianoche de Jumpy Joshi, mientras limpiaba sus gafas de media montura con el borde de su kurta estilo bengalí (con las cintas atadas en la nuca, en un pulcro lazo), luego apretó los párpados sobre sus ojos miopes, volvió a ponerse los lentes, mesó barba alheñada sin bigote, aspiró a través de los dientes y respondió a la ahora indiscutible cornamenta de la frente del individuo tembloroso al que Jumpy parecía haber recogido, como un gato, con la frase citada, robada con encomiable agilidad mental para una persona que acaba de ser sacada del sueño, a Lucio Apuleyo de Madaura, sacerdote marroquí, 120-180 d. C. aprox., colonial de un Imperio anterior, persona que negó las acusaciones de haber embrujado a una viuda rica, aunque confesó, con cierta perversión, que en anterior etapa de su carrera él había sido transformado, por arte de brujería en (no búho sino) asno. «Sí, sí —prosiguió Sufyan saliendo al pasillo y soplándose las manos con una bruma blanca de aliento invernal—. Pobre infeliz, pero de nada sirve insistir en ello. Se impone adoptar una actitud constructiva. Despertaré a mi esposa.»
Chamcha era todo barba de rastrojo y mugre. Llevaba una manta a guisa de toga bajo la cual asomaba la regocijante monstruosidad de unas pezuñas de macho cabrío y, en la parte superior del cuerpo, la cruel ironía de una chaqueta de piel de cordero prestada por Jumpy, con el cuello subido, que ponía los lanudos rizos a pocos centímetros de unos puntiagudos cuernos. Parecía incapaz de hablar, se movía torpemente y tenía los ojos apagados; por más que Jumpy trataba de animarle —«Ya verás cómo esto lo arreglamos en un abrir y cerrar de ojos»—, él, Saladin, se mostraba el más abúlico y pasivo de los —¿qué?—, digamos de los sátiros. Sufyan, entretanto, seguía brindando consuelo a base de Apuleyo: «En el caso del asno la retrometamorfosis exigió la intervención personal de la diosa Isis —dijo, radiante—. Pero dejemos los viejos tiempos para los anticuados. En su caso, mi joven caballero, el primer paso tal vez debería ser un bol de buena sopa caliente.»
En este punto, sus amables palabras fueron ahogadas por la intervención de una segunda voz, elevada en potente terror operístico; y a los pocos momentos su pequeña figura fue empujada y desplazada por una mujer de montañosas carnes que parecía indecisa entre apartarlo a un lado o utilizarlo a modo de escudo protector. El nuevo personaje, agazapado detrás de Sufyan, extendió un brazo tembloroso a cuyo extremo oscilaba un dedo índice rollizo, de uña escarlata. «¿Qué es eso? —aulló— ¿Qué criatura ha caído sobre nosotros?» «Es amigo de Joshi —dijo Sufyan suavemente y, volviéndose hacia Chamcha, agregó—: Disculpe, se lo ruego, la sorpresa, etcétera, ¿no es cierto? De todos modos, permítame presentarle a mi señora, mi begum sahiba, Hind.»
«¿Qué amigo? ¿Cómo amigo? —dijo la mujer, que seguía refugiándoseescudándose en él—. Ya Allah, ¿es que no tienes ojos a cada lado de la nariz?»
El pasillo —suelo de madera desnuda, papel floral desgarrado en las paredes— empezaba a llenarse de soñolientos residentes. Entre ellos destacaban dos muchachas, una con peinado de púas y la otra con cola de caballo que, relamiéndose con la oportunidad de demostrar su pericia en las artes marciales (aprendidas de Jumpy) en las especialidades de karate y Wing Chun: eran las hijas de Sufyan, Mishal (diecisiete años) y Anahita (quince), salieron de su dormitorio saltando, con su atuendo de lucha, pijama Bruce Lee abierto sobre camiseta con la efigie de la nueva Madonna, descubrieron al infortunado Saladin, y sacudieron la cabeza con los ojos muy abiertos, encantadas.
«Radical», dijo Mishal aprobativamente. Y su hermana asintió: «Crucial. De puta madre.» Pero su madre no le reprochó el lenguaje soez; Hind estaba pensando en otra cosa, y gimió con más fuerza que nunca: «Miren a este marido mío. ¿Qué especie de haji es esto? Es el mismo Shaitan que ha entrado por nuestra puerta, y se me obliga a ofrecerle yakhni de pollo caliente, preparado por mis propias manos.» En aquellos momentos era inútil que Jumpy Joshi suplicara a Hind un poco de tolerancia, que tratara de dar explicaciones y pedir solidaridad. «Si no es el diablo en persona —dijo la dama de agitado pecho irrefutablemente—, ¿de dónde viene ese aliento pestilente que respira? ¿Del Jardín Perfumado quizá?»
«Bostan, no Gulistan —dijo Chamcha de pronto—. Vuelo AI-420.» Pero, al oír su voz, Hind lanzó un grito de pavor y salió corriendo hacia la cocina.
«Mister —dijo Mishal a Saladin mientras su madre huía escaleras abajo—, para asustarla a ella de esa manera, ya hay que ser malo.»
«Malvado —convino Anahita—. Bienvenido a bordo.»


*    *    *


La tal Hind, ahora tan encastillada en el aspaviento exclamatorio, fue un día —aunque parezca increíble— la más ruborosa de las novias, la esencia de la dulzura, la encarnación de la tolerancia y la placidez. En su calidad de esposa del erudito maestro de escuela de Dhaka, se impuso de sus deberes con la mejor voluntad: ella sería la compañera perfecta, llevaba a su marido té con aroma de cardamomo cuando él se quedaba hasta muy tarde corrigiendo exámenes, procuraba congraciarse con el director del colegio en la excursión anual del personal de la escuela, se peleaba con las novelas de Bibhutibushan Banerji y la metafísica de Tagore, en su empeño por ser más digna de un esposo que con la misma facilidad citaba el Rig-Veda que el Quran-Sharif que las crónicas militares de Julio César que las Revelaciones de san Juan el Divino. En aquellos tiempos, ella admiraba la versátil amplitud de criterio de su marido y, en su cocina, se esforzaba por alcanzar un eclecticismo paralelo, y aprendió a preparar tanto los dosas uttapams de la India del Sur como las suaves albóndigas de Kashmir. Poco a poco, su adopción de la causa del pluralismo económico se convirtió en gran pasión, y mientras el secularista Sufyan tragaba las múltiples culturas del subcontinente —y no vamos a pretender que la cultura occidental no está presente; después de tantos siglos, ¿cómo no iba a formar parte de nuestro patrimonio?—, su esposa guj. saba, y consumía en crecientes cantidades, su comida. Mientras, Hind devoraba las sabrosas especialidades de Hyderabad y las refinadas salsas al yogur de Lucknow, su cuerpo empezó a alterarse, porque tanta comida tenía que instalarse en alguna parte, y ella empezó a parecerse al anchuroso y ondulado paisaje, al subcontinente sin fronteras, porque la comida cruza cualquier barrera que puedas imaginar.
Mr. Muhammad Sufyan, sin embargo, no aumentaba de peso; ni una tola, ni una onza.
Su negativa a engordar fue el principio del problema. Cuando su mujer le reprochaba: «¿No te gustan mis guisos? ¿Por quién hago yo todas estas cosas y me hincho como un globo?», él respondía dulcemente, levantando la mirada (ella era más alta) por encima de sus lentes de media montura: «La moderación también está entre nuestras tradiciones, Begum. Come dos bocados menos del hambre que tengas: mortificación, la senda del ascetismo.» Qué hombre: conocía todas las respuestas, pero no había manera de tener con él una buena pelea.
La moderación no iba con Hind. Quizá si Sufyan se hubiera lamentado, si aunque no fuera más que una vez hubiera dicho: yo creí que me casaba con una mujer, pero ahora abultas por dos, si él le hubiera dado un incentivo, tal vez entonces ella habría desistido, y por qué no, naturalmente que sí; de manera que la culpa era de él, por carecer de agresividad; ¿qué clase de hombre es el que no es capaz de insultar a una esposa gorda? En realidad, era perfectamente posible que Hind no hubiera podido renunciar a sus comilonas aunque Sufyan hubiera proferido las imprecaciones y súplicas correspondientes; pero, puesto que él callaba, Hind seguía comiendo y echándole la culpa de su gordura.
En realidad, una vez empezó a culparle, descubrió que había otras muchas cosas que reprochar; y también descubrió que tenía lengua, por lo que en el humilde apartamento del maestro de escuela resonaban con regularidad los rapapolvos que él, por debilidad, no administraba a sus alumnos. Se le reconvenía, sobre todo, por sus principios excesivamente elevados, gracias a los cuales, decía Hind, ella sabía que él nunca le permitiría llegar a ser la esposa de un hombre rico; porque, ¿que podía uno decir de un hombre que, al observar que el banco por error le había abonado en cuenta el sueldo dos veces en un mismo mes, se apresuraba a llamar su atención sobre el error y devolver el dinero? ¿Qué esperanza había para un maestro que cuando el más rico de los padres de sus alumnos fue a verle, se negó categóricamente a aceptar las consabidas gratificaciones por servicios prestados a la hora de corregir el examen del crío?
«Pero esto aún podría perdonarlo», murmuraba en tono amenazador, dejando en el aire el resto de la frase que era de no ser por tus dos grandes faltas: tus crímenes sexuales y políticos.
Desde su matrimonio, la pareja realizaba el acto sexual de tarde en tarde, completamente a oscuras, en absoluto silencio y casi total inmovilidad. A Hind nunca se le hubiera ocurrido retorcerse ni ondularse, y puesto que Sufyan parecía arreglárselas con un mínimo de movimiento, ella dedujo —así lo había supuesto siempre— que, en estas cuestiones, los dos tenían el mismo criterio, es decir, el de que era un asunto sucio, del que no se hablaba antes ni después y al que no se prestaba mucha atención mientras. El que tardara en concebir lo atribuía ella a un castigo divino por sabe Dios qué pecados de su pasado; pero el que las dos veces le naciera niña se negó a achacarlo a Alá y prefirió pensar que se debía a la debilidad de la semilla que el apocado de su marido le había implantado, opinión que no se abstuvo de expresar con gran énfasis, y espanto de la comadrona, en el mismo momento del nacimiento de la pequeña Anahita. «Otra niña —jadeó con desdén—. Bien, si pienso en quién me la hizo, puedo considerarme afortunada de que no sea una cucaracha o un ratón.» Después de la segunda niña, dijo a Sufyan ya basta y lo envió a dormir al recibidor. Él acató sin rechistar su decisión de no tener más hijos; pero entonces ella descubrió que el muy depravado creía que aún podía entrar de vez en cuando en la oscura habitación para realizar el extraño rito de silencio y casi inmovilidad al que ella se sometiera únicamente en aras de la reproducción. «¿Qué te has creído? —le gritó la primera vez que él lo intentó—. ¿Que yo hago eso por diversión?»
Cuando él comprendió por fin que ella hablaba en serio, que basta de cuento, no señor, que ella era una mujer decente y no una descarada libertina, él empezó a llegar tarde a casa por la noche. Fue entonces —ella, erróneamente, pensaba que andaba con prostitutas— cuando él empezó a meterse en política, y no al viejo estilo, quiá, el señor Sabihondo tenía que unirse a los mismos diablos, al partido comunista nada menos, a pesar de todos sus principios; porque eran unos demonios, sí, mucho peores que las prostitutas. Y, por estos juegos con las fuerzas ocultas, ella había tenido que liar bártulos a toda prisa y embarcarse para Inglaterra con dos niñas pequeñas; por esas brujerías ideológicas ella había tenido que soportar todas las privaciones y humillaciones del proceso de la inmigración; y, por aquel diabolismo de su marido, ella estaba condenada a vivir para siempre en esta Inglaterra y a no volver a ver su pueblo. «Inglaterra —le dijo una vez— es tu venganza contra mí por haberte impedido hacer obscenidades con mi cuerpo.» Él no respondió, y ya se sabe que quien calla otorga.
¿Y qué era lo que les permitía subsistir en esta Vilayet de su exilio, esta Yuké de la venganza de su libidinoso marido? ¿Qué? ¿Sus libros? Su Gitanjali, sus Églogas o esa comedia, Othello, que, según él, en realidad era Attallah o Attaullah, pero el autor no sabía ortografía, y por cierto, ¿qué autor podía ser ése?
Pues era: sus guisos. «Shaandaar —elogiaba la gente—. Extraordinario, exquisito, delicioso.» De todo Londres iban los clientes a comer sus sarnosas, su chaat de Bombay y sus gulab jamans llegados directamente del Paraíso. ¿Y qué le quedaba que hacer a Sufyan? Cobrar, servir el té, correr de un lado al otro y comportarse como un criado, a pesar de todo su saber. Oh, sí, claro, a los clientes les gustaba su personalidad, él siempre tuvo un carácter muy agradable, pero en una casa de comidas lo que se paga no es la conversación. Jale-bis, barfi, Especial del Día. ¡Qué vueltas da la vida! Ahora ella era el ama. ¡Victoria!
Y, no obstante, también era indiscutible que ella, cocinera y mantenedora de la familia, artífice del éxito del Shaandaar Café que les había permitido comprar todo el edificio de cuatro pisos y alquilar sus habitaciones; ella era quien se sentía envuelta, como en un mal aliento, en el miasma del fracaso. Mientras Sufyan seguía brillando, ella estaba apagada como una bombilla con el filamento roto, como una estrella o como una llama extinguida.  —¿Por qué?— ¿Por qué, mientras Sufyan, que se había visto privado de vocación, alumnos y respeto, brincaba como un corderito e, incluso, empezaba a aumentar de peso y en el Mismo Londres engordaba todo lo que no se había engordado en su tierra; por qué, cuando a ella se le había otorgado el poder que le había sido arrebatado a él, ella era —como decía su marido— la «mustia», la «penas», la «suspiros»? Simple: no era «a pesar de», sino «a causa de». Todo lo que ella reverenciaba había sido trastocado; en este proceso de traslación, se había perdido.
El idioma: obligada como ahora se veía a emitir esos sonidos extraños que le cansaban la lengua, ¿no tenía derecho a lamentarse? El hogar: ¿qué importaba que, en Dhaka, vivieran en el modesto piso de un maestro y ahora, gracias a su espíritu emprendedor, amor al ahorro y habilidad con las especies ocuparan un edificio de cuatro pisos con terrazas? ¿Dónde estaba ahora la ciudad que ella conocía? ¿Dónde, el pueblo de su juventud y las verdes riberas de su tierra? Las costumbres en torno a las cuales ella había construido toda su vida también se habían perdido o, por lo menos, costaba mucho trabajo encontrarlas. En esta Vilayet nadie tenía tiempo para la pausada cortesía de la vida de allá, ni para la práctica de la religión. Además: ¿no estaba obligada a aguantar a un donnadie de marido cuando antes ella podía ufanarse de su digno cargo? ¿Dónde estaba la satisfacción de tener que trabajar para vivir, para mantener a toda la familia, cuando antes ella podía quedarse en su casa, rodeada de una pompa halagüeña? Y ella sabía, y cómo no iba a saber, que debajo de la jovialidad de su marido había tristeza, y esto también era una derrota; nunca se había sentido una esposa tan inútil, porque, ¿qué clase de mujer es la que no puede alegrar a su marido y tiene que ver su falsa alegría y resignarse, como si fuera el artículo genuino? Además: habían venido a un demonio de ciudad en la que podía ocurrir cualquier cosa; las ventanas se te hacían pedazos a medianoche sin causa aparente; cuando ibas por la calle, unas manos invisibles te derribaban; en las tiendas oías unas palabrotas que te parecía que se te caían las orejas, y cuando volvías la mirada hacia el lugar de donde venían las palabras no había más que aire y caras risueñas; y no había día en que no te enterases de tal chico, o chica, que había sido golpeada por los espíritus. Sí, una tierra de fantasmas y diablos, cómo explicarlo; lo mejor era quedarse en casa, no salir ni para echar una carta al correo, quedarse en casa, pasar el cerrojo, decir las oraciones, y así los duendes (quizá) se mantendrían alejados. ¿Razones del fracaso? Baba, ¿y quién podría contarlas? No sólo era la mujer de un hostelero y una esclava de la cocina, sino que no podía fiarse ni de su propia gente; hombres que ella siempre consideró respetables, sharif, que se divorciaban por teléfono de la mujer que había quedado en su tierra y se iban con cualquier haramzadi femenino, y muchachas muertas por la dote (hay cosas que pasan fronteras sin pagar aduana); y, lo peor de todo, el veneno de esta isla diabólica había contaminado a sus niñas, que se negaban a hablar su lengua materna, a pesar de que entendían hasta la última palabra; lo hacían sólo para mortificar; por qué si no Mishal se había cortado el pelo y se había puesto en él un arco iris; y todos los días, gritos, disputas, desobediencia.
Y, lo más triste, que en sus quejas no había nada nuevo, que así era la vida de las mujeres como ella, por lo que ya no era sólo una, sólo ella, sólo Hind, esposa del maestro Sufyan; se había hundido en el anonimato, en la pluralidad uniforme había pasado a ser una-de-tantas-como-ella. Ésta era la lección de la historia: las-como-ella no podían hacer nada más que sufrir, recordar y morir.
Lo que ella hacía: para no reconocer la debilidad de su marido, lo trataba, casi siempre, como a un gran señor, como a un monarca, porque en su mundo perdido, su gloria era la de él: para no reconocer a los espíritus que acechaban fuera del café, ella se quedaba dentro, enviando a otras personas a comprar las provisiones, y también a alquilar las películas de vídeo bengalí e hindi gracias a las cuales (y a su creciente colección de revistas de cine indias) podía mantenerse en contacto con los sucesos del «mundo real», como la extraña desaparición del incomparable Gibreel Farishta y el posterior anuncio de su trágica muerte en una catástrofe aérea; y ella, para desahogar sus sentimientos de desesperación, derrota y fatiga, gritaba a sus hijas. La mayor de las cuales, para vengarse, se cortó el pelo y hacía que los pezones se le transparentaran a través de unas camisas que se ceñía provocativamente al cuerpo.
La llegada de un demonio en regla, un macho cabrío con sus cuernos, fue, después de todo ello, algo así como la última gota que hace derramar el vaso o, por lo menos, la penúltima.


*    *    *


Los residentes del Shaandaar se reunieron de noche en la cocina para una improvisada reunión de emergencia en la cumbre. Mientras Hind echaba imprecaciones al caldo de pollo, Sufyan instaló a Chamcha en una mesa, acercándole, para que el infeliz se sentara, una silla de aluminio con asiento de plástico azul, e inició la sesión. Me place señalar que el exiliado maestro de escuela citó, con su mejor tono didáctico, las teorías de Lamarck. Cuando Jumpy hubo referido la fantástica historia de la caída del cielo de Chamcha —el protagonista estaba muy inmerso en el caldo de pollo y en su dolor para hablar por sí mismo—, Sufyan, aspirando el aire por entre los dientes, aludió a la última edición de El origen de las especies. «Ahí hasta el propio gran Charles aceptaba la noción de la mutación in extremis, para asegurar la supervivencia de la especie; y que si sus discípulos —siempre más darwinianos que él mismo— repudiaron, póstumamente, tal herejía lamarckiana, insistiendo en la selección natural y nada más, no obstante, yo debo reconocer que esta teoría no se hizo extensiva a la supervivencia de un ejemplar individual sino únicamente al conjunto de la especie; además, por lo que respecta a la naturaleza de la mutación, el problema consiste en comprender la verdadera utilidad del cambio.»
«Pa-páa —Anahita Sufyan, levantando la mirada al techo y apoyando cansinamente la mejilla en la palma de la mano, interrumpió estas reflexiones—, corta ya. Lo que importa es como ha podido convertirse en semejante, semejante (con admiración) alucinación.»
A lo que el propio diablo, levantando la cara del caldo de pollo, exclamó: «De alucinación, nada. Oh, no, eso sí que no.» Su voz, que parecía surgir de un insondable abismo de dolor, conmovió y alarmó a la menor de las niñas, que, impulsivamente, se acercó y acarició el hombro de la infortunada bestia, diciendo, en un intento de arreglarlo: «Claro que no lo eres lo siento. Yo no creo que seas una alucinación; es sólo que lo pareces.»
Saladin Chamcha se echó a llorar.
Entretanto, Mrs. Sufyan se había horrorizado al ver a su hija menor poner las manos encima de la criatura, y volviéndose hacia la galería de huéspedes en prendas de dormir, agitó el cucharón en demanda de apoyo. «¿Cómo puede tolerarse...? El honor, la seguridad de las niñas, no está a salvo. ¡Que, en mi propia casa, semejante cosa.. !»
Mishal Sufyan perdió la paciencia. «Hostia, mamá.» «¿Hostia?»
«¿Os parece que puede ser temporal? —Mishal, dando la espalda  a  la  escandalizada   Hind,   preguntó  a   Sufyan  y Jumpy—: Una especie de posesión. A lo mejor, hasta podríamos hacerlo... ¿exorcizar?» En los ojos le brillaban presagios, lémures, espectros, cuentos de terror. Y su padre, tan aficionado al video como cualquier adolescente, pareció considerar seriamente la posibilidad. «En Der Steppenwolf»empezó. Pero Jumpy, harto del tema, le atajó: «Lo esencial es hacer un planteamiento ideológico», anunció. Esto les cerró la boca.
«Objetivamente —dijo con una tímida sonrisa—, ¿qué es lo que ha pasado aquí? A: arresto indebido, intimidación y violencia. B: detención ilegal, desconocidos experimentos médicos en hospital —aquí, murmullos de asentimiento cuando recuerdos de exámenes intravaginales, escándalos Depo-Provera, esterilizaciones postparto no autorizadas y, más atrás, la introducción masiva de drogas en los Países del Tercer Mundo, a los ojos de los presentes, daban credibilidad a las insinuaciones del que hablaba; porque lo que tú crees depende de lo que tú has visto, no sólo lo que es visible sino aquello que estás dispuesto a suponer, y, de todos modos alguna explicación había que dar a los cuernos y los cascos; en aquellas bien vigiladas salas de hospital podía ocurrir cualquier cosa—. Y en tercer lugar —prosiguió Jumpy—, derrumbamiento psicológico, pérdida del sentido de identidad, claudicación. No es el primer caso.»
Nadie discutió, ni siquiera Hind; hay verdades de las que es imposible disentir. «Ideológicamente —dijo Jumpy—, yo me niego a aceptar la posición de víctima. Desde luego, él ha sido victimizado, pero nosotros sabemos que todo abuso de poder es, en parte, responsabilidad del abusado; nuestra pasividad es cómplice de tales crímenes.» Y a continuación, una vez hubo impuesto en los circunstantes una abochornada sumisión con su rapapolvo, pidió a Sufyan la pequeña buhardilla que momentáneamente estaba desocupada, y Sufyan, a su vez, contrito y solidario, fue incapaz de pedir ni un céntimo por el alquiler. Hind, ciertamente, murmuró: «Ahora sé que el mundo está loco, ahora tengo al diablo de huésped en mi casa», pero lo dijo entre dientes, y nadie excepto Mishal, su hija mayor, oyó lo que decía.
Sufyan, imitando la actitud de su hija menor, se acercó hasta donde Chamcha, acurrucado dentro de su manta, consumía enormes cantidades de incomparable yakhni de pollo que preparaba Hind, se agachó y pasó un brazo alrededor del desventurado, que seguía tiritando. «No encontrarás mejor sitio que éste —dijo como si hablara a un débil mental o a un niño pequeño—. ¿Dónde más que aquí podrías curar tu desfiguramiento y recuperar la salud? ¿Dónde más que aquí, entre nosotros, tu gente, los tuyos?»
Pero cuando Saladin Chamcha se quedó solo en la buhardilla, al límite de sus fuerzas, contestó la retórica pregunta de Sufyan: «Yo no soy de los vuestros —dijo categóricamente a la noche—. Vosotros no sois mi gente. He pasado media vida tratando de huir de vosotros.»


*    *    *


Empezó a desmandársele el corazón, a cocear y brincar como si también él fuera a experimentar una metamorfosis diabólica y sustituir su antiguo latido metronómico por complejas e impredecibles improvisaciones. Despierto en una cama estrecha, enganchándose los cuernos en las sábanas y las almohadas cada vez que daba la vuelta, Chamcha sufría aquella excentricidad coronaria con fatalista resignación: ¿y por qué no esto, después de todo lo demás? Badumbum, hacía el corazón, y el pecho le temblaba. Ten cuidado o te vas a enterar de lo que soy capaz. Dumbumbadum. Sí; esto era el infierno, ni más ni menos. La ciudad de Londres transformada en Jahannum, Gehenna, Muspellheim.
¿Sufren los demonios en el infierno? ¿No son ellos los que manejan la horquilla?
Por la ventana salediza goteaba el agua con regularidad. Fuera, en la ciudad traidora, empezaba el deshielo, dando a las calles la engañosa consistencia del cartón mojado. Lentas masas de blancura se deslizaban por tejados inclinados de pizarra gris. Los neumáticos de las camionetas de reparto ondulaban la nieve a medio derretir. Con las primeras luces empezó el coro del amanecer, tableteo de perforadoras de las obras públicas, trinos de alarma antirrobo, trompeteo de criaturas con ruedas que chocaban en las esquinas, el profundo zumbido de un gran come-basuras verde aceituna, chillonas voces de radio que sonaban en el andamio de un pintor colgado de un último piso, rugido de los primeros mastodontes que se precipitaban escalofriantemente por aquella calle larga pero estrecha. Del subsuelo llegaban los temblores que señalaban el paso de enormes gusanos subterráneos que devoraban y escupían seres humanos, y de los cielos, el jadeo de helicópteros y el alarido de relucientes aves de más alto vuelo.
Salió el sol, desenvolviendo la brumosa ciudad como un regalo. Saladin Chamcha dormía.
Pero el sueño no le deparaba descanso, sino que le había hecho volver a aquella otra calle nocturna por la que había huido hacia su destino en compañía de Hyacinth Phillips, la fisioterapeuta, clip-clop, sobre cascos inseguros; y le había recordado que, a medida que el cautiverio se alejaba y la ciudad se aproximaba, la cara y el cuerpo de Hyacinth se habían transformado. Él vio abrirse y ensancharse un hueco en el centro de sus incisivos superiores y encresparse y trenzarse sus cabellos a lo medusa, y advirtió la extraña triangularidad de su perfil, que descendía en línea continua desde el nacimiento del pelo hasta la punta de la nariz, describía un ángulo y retrocedía hasta el cuello. A la luz amarilla, vio que la piel de Hyacinth se oscurecía por momentos y sus dientes se proyectaban hacia fuera, y su cuerpo se alargaba como el de una figura de alambre dibujada por un niño. Al mismo tiempo, ella le lanzaba miradas provocativas y le asía las manos con unos dedos tan duros y tan fuertes que era como si un esqueleto le hubiera agarrado para arrastrarlo hacia una tumba; le parecía oler la tierra removida, el tufo dulzón en el aliento, en los labios de ella... y sintió repugnancia. ¿Cómo había podido encontrarla atractiva, haberla deseado, incluso haber fantaseado, mientras ella, a horcajadas, le extraía fluido de los pulmones, que eran una pareja de amantes en las violentas convulsiones del acto sexual...? La ciudad se cerraba en torno a ellos como un bosque; los edificios se entrelazaban y encrespaban como el pelo de Hyacinth. «Aquí no entra la luz —le susurró ella—. Está negro, muy negro.» Hizo como si fuera a echarse en el suelo y tiraba de él hacia ella, hacia la tierra, pero él gritó: «Pronto, a la iglesia», y se precipitó en un modesto edificio en forma de cajón, buscando más de una clase de santuario. Pero, dentro, los bancos estaban llenos de Hyacinths, jóvenes y viejas, Hyacinths que llevaban deformados trajes de chaqueta azules, perlas falsas y sombreritos de botones con velo, Hyacinths con virginales camisones blancos, Hyacinths de todas las formas imaginables que cantaban a voz en cuello: Socórreme, Jesús; hasta que vieron a Chamcha, porque entonces abandonaron sus cánticos espirituales y empezaron a bramar de la más terrenal de las maneras: Satanás, el Carnero, el Carnero, y cosas por el estilo. Ahora era evidente que la Hyacinth con la que había entrado le miraba con ojos nuevos, de la misma forma en que él la mirara a ella en la calle; que también ella había empezado a ver algo repugnante; y cuando él vio la repugnancia en aquella asquerosa cara puntiaguda y oscura, estalló: «Hubshess —las insultó, a saber por qué, en su descartada lengua materna. Liosas y salvajes, las llamó—. Me dais lástima —espetó—. Cada mañana, al miraros al espejo, tenéis que veros delante de la oscuridad, de la mancha, el reflejo de lo más vil.» Entonces ellas le rodearon, una congregación de Hyacinths, entre las que ahora se había perdido su propia Hyacinth, indistinguible, que ya no era una persona, sino una-de-tantas, y él recibía sus golpes emitiendo un lastimero balido, corriendo en círculo, buscando la salida; hasta que se dio cuenta de que el temor de sus atacantes era mayor que su cólera, y entonces él se irguió en toda su estatura, abrió los brazos y les gritó sonidos diabólicos y ellas se dispersaron buscando refugio y agazapándose detrás de los bancos mientras él salía del campo de batalla ensangrentado pero con la frente alta.
Los sueños presentan las cosas a su manera; pero Chamcha, al despertarse brevemente cuando su corazón se lanzó a un nuevo arrebato sincopado, comprendió con amargura que la pesadilla no estaba muy lejos de la realidad: por lo menos, el sentido era exacto. «Adiós, Hyacinth», pensó, quedándose dormido otra vez. Para encontrarse en el vestíbulo de su propia casa mientras, en un plano más alto, Jumpy Joshi discutía acaloradamente con Pamela. Con mi esposa.
Y cuando la Pamela del sueño, imitando a la real palabra por palabra, hubo renegado de su marido ciento y una veces, él no existe, esto no puede ser, fue él, Jamshed, el virtuoso, quien, dejando a un lado el amor y el deseo, le ayudó. Atrás quedó una Pamela que sollozaba. «No se te ocurra volver con eso», le gritó desde el último piso, el estudio de Saladin. Jumpy, después de envolver a Chamcha en piel de cordero y manta, lo llevó por calles oscuras hacia el Shaandaar Café, prometiéndole con injustificado optimismo: «Ya verás cómo todo se arregla, ya lo verás. Todo se arreglará.»
Cuando Saladin Chamcha despertó, el recuerdo de estas palabras le llenó de amarga irritación. ¿Dónde estará Farishta?, se preguntó. Ese canalla: apuesto a que a él todo le va bien. Pensamiento al que volvería más adelante, con resultados extraordinarios; pero, por el momento, tenía otras cosas en que pensar.
Yo soy la encarnación del mal, pensaba. Tenía que afrontarlo. Comoquiera que hubiera sucedido, era innegable. Ya no soy yo, o no soy sólo yo. Yo soy la encarnación del mal, de lo más odioso, del pecado.
¿Por qué? ¿Por qué yo?
¿Qué mal había hecho él? ¿En qué abominación podía incurrir?
¿Por qué se le castigaba?, no podía menos que pensar. Y, puestos en ello, ¿quién le castigaba? (Yo mantuve la boca cerrada.)
¿Acaso él no había perseguido su propia idea del bien, tratando de convertirse en aquello que más admiraba, dedicándose con una voluntad rayana en la obsesión a la conquista de lo Inglés? ¿No había trabajado con ahínco, evitando problemas, tratando de convertirse en un hombre nuevo? La perseverancia, la meticulosidad, la moderación, la sobriedad, la confianza en sí mismo, la probidad, la vida familiar: ¿qué suponía todo ello sino un código moral? ¿Era culpa suya que Pamela y él no hubieran tenido hijos? ¿Era responsabilidad suya la genética? ¿Podía ser, en esta época desquiciada y contradictoria, que él estuviera siendo víctima de... los hados —así dio en llamar al agente que le perseguía— precisamente por su empeño en perseguir «el bien»?, ¿que hoy en día este afán se considerase un error, peor, una aberración? Entonces, ¡cuán crueles esos hados para promover su rechazo por el mismo mundo que con tanto fervor había tratado de conquistar!; ¡qué desolador verse arrojado por las puertas de la ciudad que uno creía haber tomado hace tiempo!; ¡qué vil ruindad era arrojarlo otra vez al seno de los suyos, de los que tan lejos se sintiera durante tanto tiempo! Entonces brotaron en su pensamiento recuerdos de Zeeny Vakil que él, avergonzado y nervioso, rechazó.
El corazón le coceaba violentamente, y él se sentó e inclinó el cuerpo hacia delante, buscando aire. Cálmate, o estás acabado. No hay lugar para cavilaciones mortificantes; ya no. Aspiró profundamente; se tendió y vació su mente. El traidor de su pecho reanudó el servicio normal.
Basta, Saladin Chamcha, se dijo con firmeza. Basta de creerte el mal. Las apariencias engañan; no hay que juzgar el libro por las tapas. ¿Demonio, Carnero, Shaitan? Yo, no.
Yo, no: otro.
¿Quién?


*    *    *


Mishal y Anahita entraron con el desayuno en una bandeja y la excitación en la cara. Chamcha empezó a devorar los copos de avena y Nescafé, mientras las niñas, después de unos momentos de timidez, empezaron a preguntarle al mismo tiempo, sin parar: «Bueno, menudo jaleo has traído a esta casa.» «¿No habrás vuelto a cambiar durante la noche, verdad?» «Oye, ¿no será un truco, verdad? Quiero decir, maquillaje o cosa de teatro. Quiero decir que como Jumpy dice que eres actor, yo pensé, bueno...» Y aquí la joven Anahita quedó cortada, porque Chamcha, escupiendo copos de avena, aulló con indignación: ¿Maquillaje? ¿Teatro? ¿Truco?
«No ha querido ofenderte —dijo Mishal ansiosamente hablando por su hermana — . Es que hemos pensado, verás, bueno, que sería terrible que no fueras... pero lo eres, claro que sí, de manera que no hay que preocuparse», terminó rápidamente al ver que Chamcha la miraba otra vez con ojos llameantes. «El caso es —prosiguió Anahita, pero en seguida empezó a balbucear—, bueno, quiero decir que nos parece de fábula.» «Se refiere a ti —puntualizó Mishal—. Creemos que eres fabuloso.» «Brillante —dijo Anahita, deslumbrando al perplejo Chamcha con una sonrisa—. Mágico. Bueno, definitivo.»
«No hemos dormido en toda la noche —dijo Mishal—. Tenemos varias ideas.»
«Lo que hemos pensado —Anahita estaba temblando de emoción— es que ya que tú te has convertido en, en eso, bueno, quizá, es decir, probablemente, aunque no lo hayas probado, podría ser que pudieras...» Y su hermana terminó por ella: «Que hubieras desarrollado, en fin, poderes.»
«Bueno, es lo que pensamos —agregó Anahita tímidamente al ver que en la frente de Chamcha se fraguaba una tormenta. Y, retrocediendo hacia la puerta, agregó—: Pero probablemente nos equivocábamos. Sí, era una equivocación. Que te aproveche.» Mishal, antes de escapar, sacó un frasquito de un líquido verde de un bolsillo de su chaquetón a cuadros rojos y negros, lo dejó en el suelo al lado de la puerta y lanzó un último disparo: «Perdona, pero dice mamá que te enjuagues. Es un elixir para el aliento.»


*    *    *


Que Mishal y Anahita adorasen la desfiguración que él aborrecía con toda su alma le convenció de que «los suyos» estaban tan desequilibrados como él sospechaba hacía tiempo. Que las dos niñas respondieran a su mal humor —cuando, a la segunda mañana, le subieron a la buhardilla, masala dosa en lugar de cereal de paquete, con sus pequeños astronautas plateados, y él les gritó: «¿Y ahora tengo que comer esta inmundicia extranjera?»—, respondieran, decía, con expresiones de aprobación, no hizo sino empeorar las cosas. «Engrudo indecente —convino Mishal—. Aquí no hay salchichas, qué se le va a hacer.» Arrepentido de su ingratitud, él trató de explicarles que ahora se consideraba, en fin, británico... «¿Y nosotras? — preguntó Anahita—. ¿Qué crees que somos nosotras?» Y Mishal confió: «Bangladesh no significa nada para mí. Sólo un lugar con el que papá y mamá constantemente machacan y machacan.» Y Anahita, terminante: «Bungleditch* —moviendo la cabeza con énfasis—. Así lo llamo yo, en cualquier caso.»
Pero ellas no eran británicas, quería decirles él: no realmente, no de un modo que él pudiera admitir. Y, sin embargo, sus viejas certidumbres se le escapaban por momentos, junto con su antigua vida... «¿Dónde está el teléfono? —preguntó—. Tengo que hacer varias llamadas.»
Estaba en el vestíbulo; Anahita, de sus ahorros, le prestó las monedas. Con la cabeza envuelta en un turbante prestado y el cuerpo escondido en unos pantalones de Jumpy y unos zapatos de Mishal, Chamcha marcó el número del pasado.
«Chamcha —dijo la voz de Mimi Mamoulian—, tú estás muerto.»
Mientras él estaba fuera sucedió esto: Mimi perdió el conocimiento y perdió los dientes. «Un desfallecimiento, eso fue —explicó, hablando con más aspereza de la habitual, a causa de ciertas dificultades con la mandíbula—. ¿La razón? No preguntes. ¿Quién puede pedir razones en estos tiempos? ¿Qué número tienes? —preguntó cuando empezó a sonar la señal—. En seguida te llamo.» Pero tardó sus buenos cinco minutos. «He tenido que desaguar. ¿Tienes tú una razón para estar vivo? ¿Por qué las aguas se abrieron para ti y para el otro y se cerraron sobre los demás? No me digas que vosotros erais más dignos. Hoy en día eso ya no se lo traga nadie, ni siquiera tú, Chamcha. Yo bajaba por Oxford Street buscando zapatos de cocodrilo cuando sucedió: yo iba andando, tenía un pie en alto, y caí fulminada hacia delante, como un árbol, dando con la barbilla en el suelo, y todos los dientes quedaron esparcidos por la acera, a los pies del hombre que andaba en busca de plan. La gente a veces es muy considerada, Chamcha. Cuando volví en mí, tenía los dientes bien amontonaditos al lado de la cara. Al abrir los ojos y verlos tan monos allí colocados, ¿no es todo un detalle?, me dije. Lo primero que pensé fue: gracias a Dios que tengo el dinero. Me lo había hecho coser ahí detrás, con discreción, desde luego, un buen trabajo, mejor que antes. En fin, que me he tomado unas vacaciones. La cosa de las voces anda fatal, entre tú que te mueres y yo que pierdo los dientes, es que no tenemos sentido de la responsabilidad. Se ha perdido mucha calidad, Chamcha.  Si pones la tele o escuchas la radio oirás qué bodrio los anuncios de la pizza, y la publicidad de las cervezas, con un acento alemán de lo más postizo, y los marcianos que comen puré de patata suenan como si hubieran venido de la luna. Nos han echado de El Aliens Show. Que te alivies. Por cierto, lo mismo podrías decirme a mí.»
De manera que había perdido el trabajo, además de la esposa, la casa y la razón de vivir. «No son sólo los sonidos dentales los que se me tuercen —prosiguió Mimi—. Los jodidos oclusivos me ponen a parir. No hago más que pensar que otra vez voy a esparcir toda la osamenta por la calle. Los años, Chamcha, no traen más que humillaciones. Vienes al mundo, te sacuden llenándote de cardenales y luego la cascas y te meten en una urna. De todos modos, aunque no vuelva a trabajar, no ha de faltarme nada hasta el día en que me muera. ¿Sabías que ahora ando con Billy Battuta? Claro, ¿cómo ibas a saberlo si estabas nadando? Pues sí, cuando me cansé de esperarte, me ligué a un jovencito paisano tuyo. Puedes considerarlo un cumplido. Bueno, tengo prisa. Encantada de hablar con los muertos, Chamcha. Otra vez tírate de la palanca de abajo. Hasta luego.»
Por naturaleza, yo soy hombre introvertido, dijo él silenciosamente al teléfono desconectado. A mi manera, yo he procurado buscar la elevación espiritual y, modestamente, adquirir una cierta elegancia. En los días buenos, me parecía que la había conseguido, que la tenía en mi interior, aunque no sabía dónde. Pero se me escapaba. Yo me he enredado en las cosas materiales, en el mundo y sus estropicios, y no puedo rehuirlos. Lo grotesco se ha apoderado de mí como antes me dominaba lo cotidiano. El mar me arrojó; la tierra me arrastra.


*    Zanja chapucera. (N. del T.)

Chamcha resbalaba por una pendiente gris, y el agua negra le azotaba el corazón. ¿Por qué el renacimiento, la segunda oportunidad que les había sido otorgada a Gibreel Farishta y a él, en su caso parecía un final perpetuo? Él había vuelto a nacer al conocimiento de la muerte; y lo inescapable del cambio, las cosas-que-no-volverán, el sin-retorno, le asustaba. Cuando pierdes el pasado, te quedas desnudo delante del despectivo Azraeel, el ángel de la muerte. Resiste, si puedes, se decía. Aférrate al ayer. Deja las marcas de las uñas en la pendiente gris mientras resbalas.
Billy Battuta: aquel mierda indecente. Playboy pakistaní que convirtió una de tantas agencias de viajes —Battuta's Travels— en una flota de superpetroleros. En el fondo, un gángster, famoso por sus idilios con estrellas de la pantalla hindi y, según las malas lenguas, por su debilidad por las mujeres blancas de enorme delantera y anca generosa, a las que «trataba de mala manera», dicho sea eufemísticamente, y «recompensaba con largueza». ¿Qué buscaba Mimi en Billy el malo, su instrumento sexual y su Maserati Biturbo? Para los chicos como Battuta, las mujeres blancas —aunque sean gordas, judías y mandonas— eran para follar y tirar. Lo que uno odia en los blancos —la afición a la piel canela— tienes que odiarlo también cuando se da a la inversa, en los negros. La intolerancia no es sólo función de poder.
Mimi llamó por teléfono a la noche siguiente desde Nueva York. Anahita lo llamó con su mejor acento de maldito yankee y Chamcha, trabajosamente, se puso el disfraz. Cuando llegó al aparato, Mimi había colgado, pero volvió a llamar. «No paga una la tarifa transatlántica para quedarse esperando.» «Mimi —dijo él con desesperación patente en la voz—, no me dijiste que te ibas.» «Y tú ni siquiera me diste tu dirección. Así pues, cada cual tiene su secreto.» Él quería decir: Mimi, vuelve a casa, vas a recibir muchos palos. «Le he presentado a la familia —dijo ella en tono excesivamente festivo—. Imagina, algo así como Yassir Arafat saluda a los Begin Pero no importa. Todos viviremos.» Él quería decir: Mimi, tú eres todo lo que tengo. Pero sólo conseguiría irritarla. «Quería prevenirte contra Billy», fue lo que le dijo.
Ella respondió con frialdad: «Chamcha, escucha. Un día hablaremos de esto, porque, a pesar de todas tus majaderías, me aprecias. De manera que hazme el favor de tener en cuenta que yo soy una mujer inteligente. He leído Finnegans Wake y estoy al corriente de las críticas postmodernas de Occidente, es decir, que aquí tenemos una sociedad que sólo es capaz de la imitación: un mundo "romo". Cuando yo me convierto en la voz de un frasco de sales para baño, entro en "Romolandia" con los ojos abiertos, sabiendo lo que hago y por qué. A saber: que gano dinero y, como mujer inteligente y capaz de hablar durante quince minutos sobre el estoicismo, y más de quince sobre cine japonés, yo te digo, Chamcha, que conozco perfectamente la reputación de Billy Boy. Tú de explotación no puedes enseñarme nada. Nosotros ya teníamos explotación cuando todos vosotros aún andabais envueltos en pieles. Prueba de ser mujer, judía y fea. Pedirás a gritos ser negro. Perdón por mi francés: moreno.»
«Entonces reconoces que él te explota», interpuso Chamcha, pero el torrente lo arrastró. «¿Y puedes tú decirme cuál es la puñetera diferencia? —gorjeó ella con su voz de "Tartaletas Tuti"—. Billy es un chico divertido, con un talento natural para el arte del timo, uno de los grandes. ¿Quién sabe cuánto ha de durar esto? Voy a decirte algunas de las ideas de las que no quiero saber nada: patriotismo, Dios y amor. Ni puñetera falta para el viaje. Billy me gusta porque se las sabe todas.»
«Mimi —dijo él—, me ha ocurrido algo»), pero ella seguía enfrascada en sus protestas y no le oyó. Él colgó sin darle la dirección.
Ella volvió a llamarle semanas después, y para aquel entonces ya se habían fijado implícitamente las condiciones: ella no preguntó ni él dio sus señas, y era evidente para los dos que una etapa había terminado, que sus caminos se habían separado, que había llegado el momento de decir adiós. Mimi seguía entusiasmada con Billy: él tenía planes para hacer películas hindi en Inglaterra y América, importando a estrellas como Vinod Khanna o Sridevi, para que hicieran cabriolas delante del ayuntamiento de Bradford o del Golden Gate —«desde luego, se trata de una fórmula para desgravar», cascabeleó Mimi—. En realidad, las cosas estaban poniéndose bastante feas para Billy; Chamcha había visto su nombre en los periódicos relacionado con términos tales como «patrulla antifraude» y «evasión de impuestos»; pero el que nace para el timo no tiene remedio, dijo Mimi. «Y un día va y me dice: ¿Quieres un visón? Y yo: Billy, no me compres cosas. ¿Y quién habla de comprar?, dice él. Tendrás un visón. Es una transacción.» Habían ido a Nueva York y Billy había alquilado un Mercedes negro larguísimo, «con un chófer no menos largo». Cuando entraron en la peletería parecían un jeque petrolero y su fulana. Mimi se probó modelos de precio, esperando la indicación de Billy. Por fin, él dijo: ¿Éste te gusta? Es bonito. Billy, susurró ella, que son cuarenta mil, pero él ya estaba liando a la dependienta: era viernes por la tarde, los bancos estaban cerrados, ¿le aceptarían un cheque? «Ahora ya les consta que es un jeque del petróleo, y le dicen que sí y nos vamos con el abrigo. Entonces me lleva a otra tienda, a la vuelta de la esquina, les enseña el abrigo y les dice: Acabo de comprar esto por cuarenta mil dólares, aquí está el recibo; ¿me dan treinta por él? Necesito el dinero, tengo un fabuloso fin de semana en perspectiva.» Les hicieron esperar mientras los de la segunda peletería llamaban por teléfono a la primera. En el cerebro del encargado se dispararon todos los timbres de alarma y, al cabo de cinco minutos, llegaba la policía, que arrestaba a Billy por pasar un cheque falso, y él y Mimi estuvieron en la cárcel todo el fin de semana. El lunes por la mañana, cuando abrieron los bancos, resultó que la cuenta de Billy tenía un saldo acreedor de cuarenta y dos mil ciento diecisiete dólares, de manera que el cheque era bueno. Él informó a los peleteros de su intención de demandarlos por dos millones de dólares de indemnización, por difamación. Caso abierto y cerrado, y antes de cuarenta y ocho horas concertaban un acuerdo privado por el que Billy retiraba la demanda a cambio de doscientos cincuenta mil a tocateja. «¿No es un encanto? —preguntó Mimi a Chamcha—. El chico es un genio. Quiero decir que esto es clase.»
Yo soy un hombre que no se las sabe todas, descubrió Chamcha, y vive en un mundo amoral, de aprovechados y sálvese-quien-pueda. Mishal y Anahita Sufyan, que todavía y sin que él pudiera explicárselo, le trataban como una especie de alma gemela, a pesar de todo lo que él hacía para desanimarlas, eran seres que, evidentemente, admiraban a criaturas tales como trabajadores clandestinos, rateros y timadores, o sea, a los artistas del escamoteo. Él se rectificó: no; admirarlos, no. Ninguna de las dos robaría ni un alfiler. Pero consideraban a estas personas como representantes de la tónica general, de la época. Por vía de experimento, les contó el caso de Billy Battuta y el abrigo de visón. A las niñas les brillaban los ojos y al final aplaudieron y rieron encantadas: la alevosía impune las entusiasmaba. Así, reflexionó Chamcha, debía de aplaudir la gente ante los actos de los bandidos de antaño: Dick Turpin, Ned Kelly, Phoolan Devi y, naturalmente, aquel otro Billy: William Bonney, también un Niño.
«Juventud Podrida, Ídolos de Barro —Mishal le leyó el pensamiento y luego, riendo ante su mirada de desaprobación, tradujo sus pensamientos a titulares de prensa amarilla, al tiempo que adoptaba con su espigado y, según advirtió Chamcha, sorprendente cuerpo, posturas provocativas. Con un exagerado mohín, segura de haberle excitado, añadió con coquetería—: ¿Besito, besito?»
Su hermana menor, para no ser menos, trató de imitar a Mishal, pero con resultados menos efectivos. Abandonando el intento con cierta impaciencia, dijo, enfurruñada: «Lo malo es que nosotras tenemos el futuro asegurado. Negocio familiar, sin hermanos varones, ¿qué más se puede pedir? El negocio rinde, ¿sabes? Pues así estamos.» La pensión Shaandaar estaba catalogada como «Residencia para Dormir y Desayuno» del tipo que los consejos de distrito utilizaban cada vez más debido a la escasez de viviendas estatales, alojando a familias de cinco personas en una sola habitación, cerrando los ojos a las disposiciones sobre higiene y seguridad y reclamando al Gobierno Central subvenciones por «alojamiento provisional». «Diez libras por noche por persona —informó Anahita Chamcha en la buhardilla—. Trescientas cincuenta libras por habitación a la semana, es lo que se saca casi siempre. Seis habitaciones ocupadas, echa la cuenta. Ahora mismo perdemos trescientas libras al mes por esta buhardilla, por lo que espero que te sientas francamente mal.» Chamcha se dijo que por esa cantidad se podía alquilar, en el sector privado, un apartamento digno para una familia. Pero eso no estaría clasificado como «alojamiento provisional». Para estas soluciones no había subvenciones. Y éstas tampoco tendrían la aprobación de los políticos locales, comprometidos en combatir los «cortes». La lutte continué; mientras Hind y sus hijas cobraban los alquileres, el místico Sufyan se iba en peregrinación a La Meca y regresaba repartiendo buenos consejos y sonrisas. Y, detrás de seis puertas que se abrían una rendija cada vez que Chamcha iba al teléfono o al aseo, vivían tal vez hasta treinta seres humanos provisionales, con escasas esperanzas de que se les declarara permanentes.
El mundo real.
«No tienes por qué mirarme con esa cara tan agria y virtuosa —dijo Mishal Sufyan—. Mira dónde te han traído tus buenas costumbres.»


*    *    *


«Tu universo se encoge.» Hal Valance, creador y único propietario de El Show de los Aliens, era hombre ocupado e invirtió exactamente diecisiete segundos en felicitar a Chamcha por estar vivo, antes de empezar a explicarle por qué esta circunstancia no afectaba la decisión de la dirección del programa de prescindir de sus servicios. Valance había empezado en el mundo de la publicidad, y su vocabulario se resentía de ello. Pero Chamcha no se quedaba atrás. Tantos años en el ramo del doblaje te enseñaban a hablar mal. En la jerga del marketing, un universo es el mercado potencial para un producto o servicio determinado: el universo del chocolate, el universo de la dietética. El universo dental era todo el que tenía dientes; los otros eran el cosmos de la dentadura postiza. «Yo me refiero —musitó Valance al micro con su mejor voz de Garganta Profunda— al universo de las razas orientales.»
Otra vez mi gente: Chamcha, disfrazado con el turbante y el resto de su atuendo prestado, estaba agarrado a un teléfono en el pasillo, mientras los ojos de mujeres y niños no permanentes brillaban detrás de puertas entornadas, y se preguntaban qué mala pasada le habrían hecho ahora los suyos. «No capisco» dijo, recordando la debilidad de Valance por el argot italoamericano: al fin y al cabo, era el autor del slogan de los platos preparados: Saboree la pizza dalla marcha. Pero esta vez Valance no le siguió la corriente. «El control de audiencia indica que los orientales no siguen programas orientales. No les gustan, Chamcha. Ellos están por la jodida Dinastía, como todo el mundo. Tú no das el tipo, no sé si me entiendes: contigo el programa resulta excesivamente racial. El Show de los Aliens es una idea muy grande para condicionarla por la dimensión racial. No hay más que pensar en las posibilidades de comercialización, pero esto no hace falta que yo te lo diga.»
Chamcha se miraba en el espejito rajado que estaba colgado encima del teléfono. Parecía un genio extraviado en busca de la lámpara maravillosa. «Es una opinión», respondió a Valance, comprendiendo que sería inútil discutir. Con Hal, todas las explicaciones eran racionalización del hecho consumado. Él era un hombre puramente intuitivo que había hecho lema del consejo que, cuando lo del Watergate, diera Garganta Profunda, el informante, a Bob Woodward, el periodista: Persigue el dinero. Mandó imprimir la frase en grandes caracteres y la colgó en la pared de su despacho, encima de un fotograma de Todos los hombres del Presidente: Hal Holbrook (¡otro Hal!) estaba en el aparcamiento, en las sombras. Persigue el dinero: ello explicaba, como él gustaba de repetir, que se hubiera casado cinco veces, siempre con mujeres ricas, de cada una de las cuales había recibido una generosa suma al divorciarse. Actualmente estaba casado con una jovencita desvalida a la que le triplicaba la edad, con pelo caoba hasta la cintura y una mirada espectral que un cuarto de siglo antes hubiera hecho de ella una gran belleza. «Ésta no tiene un céntimo; está conmigo por todo lo que tengo yo y cuando me lo haya quitado se largará —dijo Valance a Chamcha en días más felices—. Qué puñeta, yo también soy humano. Esta vez es amor.» Otro al que le tiraba lo joven. Era lo que privaba. Chamcha, al teléfono, no podía recordar el nombre de la jovencita. «Tú ya conoces mi lema», decía Valance. «Sí —respondió Chamcha en tono neutro—. La frase justa para el producto.» Y el producto, pedazo de animal, eres tú.
Cuando Chamcha conoció a Hal Valance (¿cuántos años ya? Cinco o seis), mientras almorzaba en el White Tower, aquel hombre ya era un monstruo: una imagen pura, creada por él mismo, una serie de atributos emplastados muy juntos sobre un cuerpo que, en palabras del propio Hal, «iba para Orson Welles». Fumaba unos cigarros absurdos, de chiste, aunque rechazaba todas las marcas de habanos, llevado de su ideología inflexiblemente capitalista. Poseía un chaleco con la Union Jack y se empeñaba en izar la bandera sobre su agencia y también sobre la puerta de su casa de Highgate; tenía tendencia a vestir a lo Maurice Chevalier y, en las presentaciones de campaña importantes, cantaba ante sus asombrados clientes con su canotier y su bastón con puño de plata; pretendía ser el dueño del primer castillo del Loira que tuvo télex y fax; y se ufanaba de su «íntima» asociación con la Primera Ministra, a la que llamaba afectuosamente «Mrs. Tortura». Hal, con su habla campechana, personificación del triunfalismo materialista, estaba considerado una de las glorias de la época, la mitad creativa de la agencia más lanzada de la ciudad, la Valance & Lang. Al igual que Billy Battuta, era amante de los coches grandes con chófer grande. Se decía que un día, mientras viajaba a gran velocidad por una carretera de Cornualles, para «calentar» a una modelo finlandesa de metro noventa especialmente glacial, hubo un accidente: nadie salió herido, pero cuando el otro conductor emergió, furioso, de su destrozado vehículo, resultó ser todavía más grande que el mecánico de Hal. Cuando el coloso se acercaba, Hal bajó el cristal de su ventanilla con mando eléctrico y, con dulce sonrisa, dijo: «Le recomiendo dar media vuelta y salir por piernas; porque, señor mío, si no se ha ido antes de quince segundos, voy a hacer que le maten.» Otros genios de la publicidad eran famosos por su trabajo: Mary Wells, por sus aviones Braniff color de rosa; David Ogilvy, por el parche del ojo; Jerry della Femina, por su «De parte de esa gente maravillosa que les deparó Pearl Harbor». Valance, cuya agencia se especializaba en la vulgaridad alegre y barata, a base de muñequita y cachondeo, era conocido en el ramo por este (probablemente apócrifo) «voy a hacer que le maten», expresión que, a los iniciados, demostraba que el tío era un genio de verdad. Chamcha siempre sospechó que Hal había inventado la historia, con sus perfectos ingredientes del país de la publicidad —la nórdica reina de los hielos, los dos matones, los coches caros, Valance en el papel de mafioso y 007 brillando por su ausencia—, y la había hecho circular porque sabía que era buena para el negocio.
Aquel almuerzo era en agradecimiento a Chamcha por su intervención en una reciente campaña de éxito fulgurante de los productos de régimen Slimbix. Saladin era la voz de un muñequito en forma de grumo que decía: Hola, soy Cal, una pobre caloría que está muy triste. Cuatro platos y champán a discreción en recompensa por convencer a la gente de que se muera de hambre. ¿Y cómo quieren que se gane la vida una pobre caloría} Gracias a Slimbix, estoy sin trabajo. Chamcha no sabía qué podía esperar de Valance. Lo que recibió fue, por lo menos, la verdad lisa y llana. «Has estado bien —le felicitó Hal — , para ser persona de convicción pigmentada. —Y, sin apartar la mirada de la cara de Chamcha, prosiguió—: Voy a especificar unos cuantos hechos. Durante los tres últimos meses, rehicimos un anuncio de una manteca de cacao porque del estudio del mercado se deducía que tenía mejor aceptación sin el negrito del fondo. Volvimos a grabar la canción de una inmobiliaria porque al presidente le pareció que el cantante sonaba a negro, a pesar de que era más blanco que una puta sábana, y a pesar de que un año antes habíamos puesto a un negro que, afortunadamente para él, no adolecía de un exceso de soul. Una importante Compañía de Aviación nos dijo que no usáramos negros en sus anuncios, ni aunque fueran empleados suyos. Un actor negro que vino a darme una audición llevaba en la solapa un botón de Igualdad Racial: una mano negra estrechando una mano blanca. Y yo le dije: No creas que yo voy a darte un trato especial amigo. ¿Me entiendes? ¿Entiendes lo que quiero decirte?» Esto es una prueba, comprendió Saladin. «Yo nunca sentí que perteneciera a una raza», respondió. Y tal vez por ello cuando Hal Valance formó su propia productora Chamcha estaba en la lista preferente; y tal vez por ello se le dio el papel de Maxim Alien.
Cuando El Show de los Aliens empezó a recibir palos de los radicales negros, pusieron un mote a Chamcha. A causa de su educación de colegio privado y su proximidad al detestado Valance lo llamaban «El Tío Tom Café con Leche».
Evidentemente, durante la ausencia de Chamcha, la presión política había aumentado, orquestada por un tal Dr. Uhuru Simba. «Doctor en qué, quisiera yo saber —dijo Valance por teléfono con su voz de garganta profunda—. Nuestros investigadores todavía no lo han averiguado.» Piquetes masivos, una presencia realmente violenta en Con derecho a réplica. «El individuo es un jodido tanque.» Chamcha los imaginaba, Valance y Simba, como extremos opuestos. Al parecer, las protestas dieron resultado: Valance «despolitizaba» el programa echando a Chamcha y poniendo en su lugar a un enorme teutón rubio de mucho torso y tupé, entre las figuras de maquillaje protésico movidas por ordenador. Un Schwarzenegger de látex y Quantel, una versión sintética, con lenguaje hippie, de Rutger Hauer en Blade Runner. Los judíos también habían quedado fuera. En lugar de Mimi, el nuevo programa tendría a una voluptuosa muñeca shiksa. «Escribí una carta al doctor Simba: puedes metértelo por donde ya sabes con tu doctorado. No ha habido respuesta. Le va a costar mucho más que eso apoderarse de este pequeño país. Yo —anunció Hal Valance—, yo quiero a este jodido país. Por eso pienso venderlo a todo el condenado mundo, Japón, América y la jodida Argentina. Voy a venderlo de puta madre. Es lo que he vendido toda mi jodida vida: la jodida nación. La bandera.» Él no se oía. Cuando se disparaba en este tema, se ponía como la grana y hasta lloraba. Así lo hizo aquel primer día en el White Tower, mientras se atracaba de comida griega. Ahora Chamcha recordó la fecha: fue inmediatamente después de la guerra de las Falklands. Por aquel entonces, la gente tenía tendencia a hacer juramentos de fidelidad y a tararear himnos en el autobús. De manera que cuando Valance, con una gran copa de Armagnac delante, empezó con el tema —«Yo te diré por qué amo a este país»—, Chamcha, que también estaba a favor de la campaña de las Falklands, pensó que ya sabía lo que venía a continuación. Pero Valance empezó a describir el programa de investigación de una Compañía británica aeroespacial, cliente suyo, que acababa de revolucionar la construcción de los sistemas de guía de misiles estudiando el esquema de vuelo de la mosca común. «Rectificación del rumbo durante el vuelo —susurró dramáticamente—. Tradicionalmente, se hacía en la línea del vuelo: ajustar el ángulo una pizca hacia arriba, un pellizco hacia abajo, un puntito hacia la izquierda o la derecha. Ahora bien, los científicos que estudiaban la película ultrarrápida de la humilde mosca descubrieron que las tías siempre, lo que se dice siempre, corrigen en ángulo recto. —Hizo una demostración, extendiendo la mano con la palma plana y los dedos juntos—. ¡Bzzzt! ¡Bzzzt! Las muy putas suben y bajan en línea vertical o, si no, hacia los lados. Mucho más exacto. Y con menos gasto de combustible. Ahora bien, trata de hacer eso con un motor que depende de un flujo de aire de morro a cola; ¿qué sucede? El desgraciado no puede respirar, se para, baja en picado y va a caer encima de tus jodidos aliados. Mal karma. Me sigues, ¿eh?, tú sigues lo que te digo. Y entonces esos tipos van e inventan un motor con flujo de aire en tres direcciones: de morro a cola, de arriba abajo y de lado a lado. Y ¡bingo!: ya tenemos un cohete que vuela como una mosca y puede tocar una moneda de cincuenta peniques que vaya a una velocidad de ciento cincuenta kilómetros por hora, a una distancia de cinco kilómetros. Lo que me encanta de este país es esto: su genio. Los más grandes inventores del mundo. Es una preciosidad. ¿No tengo razón?» Hablaba completamente en serio. Chamcha respondió: «Tienes razón.» «Tienes toda la razón en que tengo razón», confirmó.
Se vieron por última vez poco antes de que Chamcha se fuera a Bombay: almuerzo dominical en la mansión de Highgate, con la bandera desplegada. Arrimaderos de palo rosa, terraza con urnas de piedra, vista panorámica de una colina cubierta de bosque. Valance despotricaba de una urbanización que iba a estropear el paisaje. El almuerzo, como era de prever, fue patriotero: rosbif, boudin Yorkshire, choux de Bruxelles. Baby, la diminuta esposa de Hal, no almorzó con ellos, sino que comió pastrami caliente sobre pan de centeno mientras jugaba al billar en una habitación contigua. Criados, un borgoña potente, más Armagnac, cigarros. El paraíso del hombre que se ha hecho a sí mismo, pensó Chamcha, y notó que había envidia en el pensamiento.
Después del almuerzo, sorpresa. Valance lo llevó a una habitación en la que había dos clavicordios de gran finura y delicadeza. «Los hago yo —confesó el anfitrión—. Para relajarme. Baby quiere que le haga una guitarra. —La habilidad de Hal Valance para la ebanistería era indiscutible y, en cierto modo, incongruente con el resto de su personalidad — . Mi padre era del oficio», reconoció, a preguntas de Chamcha, y Saladin comprendió que se le había otorgado el privilegio de atisbar la única parte que quedaba del Valance original, el Harold derivado de la historia y de la sangre y no de su cerebro frenético.
Cuando salieron de la cámara secreta de los clavicordios, en seguida reapareció el Hal Valance de siempre. Apoyado en la balaustrada de su terraza, confió: «Lo más asombroso de esa mujer es la envergadura de lo que trata de hacer.» ¿Mujer? ¿Baby? Chamcha estaba perplejo. «Me refiero a quien tú ya sabes —explicó Valance—. Torture. Maggie la Zorra. Es una radical, no te lo discuto. Lo que ella pretende, lo que ella realmente cree que puede conseguir, es ni más ni menos que inventar una nueva recondenada clase media en este país. Librarse de esos gilipollas incompetentes del jodido Surrey y Yorkshire y traer gente nueva. Gente sin abolengo, sin historia. Gente hambrienta. Gente que buscan y que saben que, con ella, encontrarán. Nadie había intentado cambiar toda una jodida clase hasta ahora, y lo asombroso es que ella podría conseguirlo, si antes no la hacen caer. La clase vieja. Los muertos. ¿Me sigues?» «Creo que sí», mintió Chamcha. «Y no me refiero sólo a los empresarios —dijo Valance arrastrando las sílabas—. Los intelectuales también. Fuera con toda esa cuadrilla trasnochada. Adelante los chicos con hambre que no fueron a los colegios elegantes. Nuevos profesores, nuevos pintores, de todo. Es una maldita revolución. Es lo nuevo que entra en este país que está repleto de jodidos cadáveres. Será digno de ver. Ya lo es.»
Baby entró a saludar, con gesto de aburrimiento. «Es hora de que te marches, Chamcha —comentó su marido—. El domingo por la tarde nos acostamos y miramos cintas de vídeo pornográficas. Es un mundo nuevo, Saladin. Todos han de entrar en él algún día.»
No hay vuelta de hoja. O estás dentro o estás muerto. No era ésta la creencia de Chamcha; ni de Chamcha ni de la Inglaterra que él idolatraba y que había venido a conquistar. Entonces hubiera tenido que comprender: le daban un aviso. Y, ahora, el tiro de gracia. «Sin mala voluntad —murmuraba Valance a su oído—. Ya nos veremos, ¿eh? De acuerdo.»
«Hal —se obligó a objetar—, tengo un contrato.» Como un carnero al sacrificio. Ahora la voz sonó en su oído francamente divertida. «No seas estúpido —le dijo—. Tú no tienes nada. Lee la letra pequeña. Dásela a leer a un abogado. Llévame a los tribunales. Haz lo que tengas que hacer. A mí no me importa. ¿No lo entiendes? Tú ya eres historia.» Línea.


*    *    *


Mr. Saladin Chamcha, abandonado por una Inglaterra extraña y embarrancado en otra, recibió, en su gran tribulación, noticias de un antiguo compañero que, evidentemente, gozaba de mejor suerte. El grito de su patrona —Tini bénché achénh— le previno de que ocurría algo. Hind avanzaba en tromba por los pasillos del Shaandaar Dormir y Desayuno agitando lo que resultó ser un número reciente de la revista india importada Ciné-Blitz. Se abrieron puertas y asomaron los temporales, perplejos y alarmados. Mishal Sufyan emergió de su habitación con un conjunto interior que dejaba varios palmos de tronco al descubierto. Del despacho que ocupaba al otro lado del vestíbulo salió Hanif Johnson, con un incongruente temo de severo corte, fue agredido por el tronco desnudo y se tapó la cara con las manos. «Señor, ten piedad», rogó. Mishal, haciendo caso omiso, gritó a la espalda de su madre: «¿Qué sucede? ¿Quién está vivo?»
«Desvergonzada de qué sé yo dónde —gritó Hind desde el fondo del pasillo—. Cubre tu desnudez.»
«Que te zurzan —murmuró Mishal entre dientes, mirando a Hanif Johnson con ojos rebeldes—. ¿Y los michelines que a ella le asoman entre el sari y el choli? Ya me dirás...» Al otro extremo del oscuro corredor, Hind agitaba Ciné-Blitz delante de los huéspedes y gritaba: vive. Con el mismo fervor de aquellos griegos que, tras la desaparición del político Lambrakis, pintaron con cal por todo el país la letra Z. Zi: vive.
«¿Quién?», preguntó Mishal otra vez.
«Gibreel —gritaron los niños provisionales—. Farishta bénché achén.» Hind, que desapareció escaleras abajo, no vio cómo volvía a la habitación su hija mayor —dejando la puerta entornada—, ni cómo tras ella entraba, después de comprobar que el horizonte estaba despejado, el prestigioso abogado Hanif Johnson, vestido y calzado a la europea, que conservaba un despacho en el edificio para no renegar de sus raíces, pero tenía también un próspero bufete en un barrio residencial, estaba muy bien relacionado con el partido laborista local y había sido acusado por el actual diputado de conspirar para arrebatarle el escaño en las próximas elecciones.
¿Cuándo cumplía Mishal Sufyan los dieciocho años? Aún le faltaban varias semanas. ¿Y dónde estaba su hermana, compañera de cuarto, compinche, sombra, eco y contrapunto? ¿Dónde estaba la carabina en potencia? No estaba. Pero prosigamos:
La noticia de Ciné-Blitz era que una nueva productora cinematográfica con sede en Londres, dirigida por el joven fenómeno de las finanzas Billy Battuta, cuyo interés por el cine era bien conocido, se había asociado con el famoso productor independiente indio Mr. S. S. Sisodia, con el fin de producir un vehículo para la vuelta a las pantallas del legendario Gibreel, acerca de quien se informaba, en exclusiva, que por segunda vez había escapado de las fauces de la muerte. «Es cierto que yo figuraba en la lista de pasajeros con el nombre de Najmuddin —manifestaba la estrella—. Sé que, cuando los investigadores descubrieron que con este nombre, que por cierto es el verdadero, yo protegía mi incógnito, ello causó gran dolor en mi país, por lo cual pido perdón sinceramente a mi público. Como pueden ver, Dios dispuso que yo perdiera aquel avión, y, puesto que yo deseaba desaparecer durante algún tiempo, omití desmentir la noticia de mi muerte y tomé un vuelo posterior. Fue una suerte; verdaderamente, un ángel debió velar por mí.» Pero, después de reflexionar, había comprendido que no tenía derecho a ocultar a su público de un modo tan poco deportivo y cruel la verdad de los hechos ni privarle de su presencia en la pantalla. «Por lo tanto, he aceptado con todo entusiasmo este proyecto.» La película sería teológica —¿y cómo no?—, pero diferente a las anteriores. La acción se desarrollaría en una imaginaria y fabulosa ciudad de arena y narraría el encuentro entre un profeta y un arcángel; también la tentación del profeta y su elección del camino de la pureza y no el de la claudicación. «Es una película que trata de la forma en que lo nuevo entra en el mundo», explicó Sisodia, el productor, a Ciné-Blitz. Pero ¿no podría considerarse una irreverencia, una profanación?.... «De ninguna manera —respondió Billy Battuta—. La ficción es la ficción; los hechos son los hechos. No es nuestra intención hacer un bodrio como esa película El Mensaje, en la que cada vez que se oía hablar al profeta Muhammad (¡paz a su nombre!) sólo se veía la cabeza de su camello moviendo la boca. Eso, ustedes perdonen, no tenía clase. Nosotros hacemos una película de calidad y buen gusto. Un relato moral, como... ¿cómo los llaman ustedes...?, las fábulas.»
«Como un sueño», dijo Mr. Sisodia.
Cuando, aquella tarde, Anahita y Mishal Sufyan llevaron la noticia a la buhardilla, Chamcha tuvo el más violento de los accesos de furor que ellas habían presenciado, una cólera terrible que le hizo levantar la voz hasta una nota tan alta que se desgarraba, como si le hubieran crecido cuchillos en la garganta que hicieran trizas sus gritos; su aliento pestilente casi las hizo salir despedidas de la habitación, y con los brazos levantados y agitando sus patas de carnero, parecía, por fin, el diablo no sólo por el aspecto. «¡Embustero! —gritó al ausente Gibreel—. Traidor, desertor, escoria. ¿Que perdiste el avión? Entonces, ¿de quién era la cabeza que... en mis rodillas, con mis propias manos...? ¿Quién recibió caricias, habló de pesadillas y al fin cayó del cielo cantando?» «Calma, calma —suplicó Mishal, aterrorizada—. Tranquilo, o tendremos aquí a mi madre antes de un minuto.»
Saladittse serenó y volvió a ser una patética masa caprina completamente inofensiva. «No es verdad —gimió—. Lo que pasó nos pasó a los dos.»
«Pues claro —le consoló Anahita—. De todos modos, nadie se cree lo que cuentan esas revistas de cine. Imprimen cualquier cosa.»
Las hermanas salieron de la habitación andando de espaldas y conteniendo la respiración, y dejaron a Chamcha con su dolor, sin observar algo muy curioso. Pero no hay que reprochárselo: el berrinche de Chamcha hubiera distraído al más perspicaz. También hay que señalar, en justicia, que el cambio no lo notó ni el propio Saladin.
¿Qué sucedió? Esto: durante el breve pero violento arranque de Chamcha contra Gibreel, los cuernos de su cabeza (que por cierto habían crecido varios centímetros mientras languidecía en la buhardilla del Shaandaar D y D), de forma clara e inconfundible, se habían acortado unos dos centímetros.
Para ser exactos, debemos señalar que, en una región más baja de su transformado cuerpo —dentro de unas calzas prestadas (la delicadeza nos impide imprimir detalles explícitos)—, otra cosa, dejémoslo así, también se contrajo.
De todos modos, la información de la revista cinematográfica resultó excesivamente optimista y precipitada, por cuanto que, a los pocos días de su aparición, los periódicos locales daban la noticia del arresto de Billy Battuta en un bar japonés de Nueva York y de su acompañante femenina, Mildred Mamoulian, de profesión actriz y cuarenta años de edad. Al parecer, él se había dirigido a numerosas damas preeminentes, «dedicadas a actividades sociales», para pedirles «muy considerables» sumas de dinero que él decía necesitar para comprar su libertad a una secta de adoradores del diablo. Y es que de timador no te sales: sin duda Mimi Mamoulian habría calificado la operación de «hermoso dolo». Apuntando al corazón de la religiosidad americana, suplicando la salvación —«cuando se vende el alma, cuesta muy caro recuperarla»—, Billy había recaudado, alegaban los investigadores, «sumas de seis cifras». Hacia el final de los años ochenta, las congregaciones mundiales de fieles anhelaban el contacto directo con lo sobrenatural y Billy, al pretender haber conjurado poderes infernales (y, por consiguiente, precisar ser rescatado de ellos), ofrecía la mercancía más solicitada, especialmente dado que el diablo que él presentaba era democráticamente susceptible a los dictados del Todopoderoso Dólar. Lo que Billy ponía al alcance de las señoras de Nueva York a cambio de sus generosos cheques era la ratificación: sí, el diablo existe, yo lo he visto con mis propios ojos —¡Ay, Dios, qué horror!— y, si existía Lucifer, tenía que existir Gabriel; si se habían visto las llamas del infierno, entonces, en algún sitio, más allá del arco iris, tenía que resplandecer el Paraíso. Al parecer, Mimi Mamoulian había desempeñado un papel importante en el engaño, llorando y suplicando con todo su fervor. Los perdió el exceso de confianza, cuando fueron vistos en el bar Takesushi (carcajeándose y haciendo chistes con el chef) por una tal Mrs. Aileen Struwelpeter, que la tarde anterior había entregado un cheque de cinco mil dólares a la entonces atribulada y llorosa pareja. Mrs. Struwelpeter tenía influencia en el Departamento de Policía de Nueva York y, antes de que Mimi terminara su ensalada de marisco, ya estaban allí los azules. No se resistieron al arresto. En las fotos del periódico, Mimi llevaba un abrigo que Chamcha dedujo sería de visón de cuarenta mil dólares, y tenía en la cara una expresión que sólo admitía una lectura.
A hacer puñetas.
Durante algún tiempo, no volvió a hablarse de la película de Farishta.


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Tal vez sí y tal vez no, a medida que la reclusión de Saladin Chamcha en el cuerpo de un demonio y la buhardilla del Shaandaar D y D se prolongaba durante semanas y meses, se hacía evidente que su condición iba de mal en peor. Sus cuernos (no obstante su única, momentánea e inadvertida disminución) se habían hecho más gruesos y más largos, enroscándose en artísticos arabescos, tocándolo con un turbante de asta cada vez más oscura. Tenía una barba cerrada y larga, incongruente en una persona cuya cara de luna siempre fue lampiña; pero ahora criaba más y más pelo en todo el cuerpo e, incluso, en la base de la espina dorsal le había salido una fina cola que se alargaba día tras día y que ya le impedía usar pantalones; ahora se metía el nuevo miembro dentro de holgadas calzas bombachas, requisadas por Anahita Sufyan del amplio surtido de su madre. Se imaginará fácilmente el sufrimiento que le causaba su continua metamorfosis en una especie de djinn embotellado. Incluso el apetito se le alteraba. Saladin siempre fue muy exigente con la comida, y ahora advertía con horror que su paladar se hacía más y más tosco, de manera que todos los alimentos tenían casi el mismo sabor y, en cuanto se descuidaba, empezaba a mordisquear las sábanas o el periódico. Cuando se daba cuenta, se sobresaltaba, abochornado por esta nueva prueba de su alejamiento de la condición humana y su degeneración en —sí— lo cabruno. Y, para colmo, necesitaba cada vez mayor cantidad de elixir bucal para mantener el aliento dentro de unos límites aceptables. Realmente intolerable.
Su presencia en la casa era una espina clavada en el costado de Hind, en quien al dolor por el alquiler que dejaba de ingresar se sumaban residuos de su terror inicial, aunque es cierto que el proceso de la habituación había obrado en ella su hechizo, induciéndola a considerar el estado de Saladin como una especie de enfermedad de Hombre Elefante, algo que repele pero que no da miedo. «Que no se ponga en mi camino y yo no me pondré en el suyo —dijo a sus hijas—. Y vosotras, que vais a ser la causa de mi desesperación, ¿por qué pasáis el tiempo ahí metidas con una persona enferma mientras os vuela la juventud? Yo no sé, pero en esta Vilayet parece que todo aquello que yo creía es mentira, como la idea de que las muchachas tienen que ayudar a su madre, pensar en el matrimonio, aplicarse en sus estudios y no sentarse por ahí con machos cabríos a los que nosotros solemos degollar en Big Eid.»
Su marido, no obstante, seguía mostrándose solícito, incluso después del extraño incidente que ocurrió cuando él subió a la buhardilla y sugirió a Saladin que quizá las niñas no estuvieran descaminadas, quizá la, cómo decirlo, la posesión de su cuerpo podría terminar por la intercesión de un mullah. Al oír mencionar al sacerdote, Chamcha se levantó sobre los pies, alzando los brazos sobre la cabeza y, por alguna causa, la habitación se llenó de un humo sulfuroso, y un trompeteo temblón, agudo y desgarrador perforó el tímpano de Sufyan como una lanza. El humo se desvaneció relativamente de prisa, porque Chamcha abrió una ventana y lo ahuyentó, al tiempo que pedía disculpas a Sufyan, violento y sofocado. «Realmente, no sé lo que me pasó, pero hay momentos en los que temo estar convirtiéndome en algo, algo realmente malo.»
Sufyan, alma compasiva, se acercó a Chamcha, que estaba sentado con las manos en los cuernos, le dio palmadas en el hombro y trató de animarlo. «La cuestión de la mutabilidad de la esencia del ser ha sido objeto de profundo debate — dijo con azoramiento—. Por ejemplo, el gran Lucrecio, en De rerum natura nos dice: quodcumque suis mutatum finibus exit, continuo hoc mors est illius quod fuit ante. Que, traducido, y disculpe la torpeza, quiere decir: "Aquello que, por la mutación, sale de su demarcación", que se sale de madre, vaya (o, quizá, que traspasa sus límites), que, por así decirlo, desobedece sus propias leyes, aunque es una traducción excesivamente libre, yo pienso... "esa cosa", de todos modos, dice Lucrecio "con ello produce la muerte inmediata de su ser anterior". Ahora bien —y el ex maestro de escuela levantó el dedo—, el poeta Ovidio, en las Metamorfosis, sustenta una opinión diametralmente opuesta. Él afirma: "Como la cera dúctil", o sea, caliente, de la que se usa para sellar un documento o cosa así, "puede ser marcada con nuevos cuños. Y cambia de forma y no parece la misma. Y no obstante es la misma, así también nuestra alma" (¿oye usted esto, señor mío? ¡Nuestro espíritu! ¡Nuestra esencia inmortal!) "sigue siendo siempre la misma, pero adopta en sus migraciones formas siempre cambiantes".»
Sufyan descansaba el cuerpo ora en un pie, ora en el otro, enardecido por el encanto de las viejas palabras. «Para mí no hay más que Ovidio y Lucrecio —declaró—. Su alma, mi pobre señor, es la misma. Es sólo que, en su migración, ha adoptado esta forma diferente.»
«Flaco consuelo. —Chamcha consiguió imprimir a sus palabras un vestigio de su vieja causticidad—. O bien acepto a Lucrecio y saco la conclusión de que en lo más hondo de mí se opera una mutación demoníaca e irreversible, o me quedo con Ovidio y concedo que todo lo que ahora emerge de mí no es sino una manifestación de lo que ya había antes.»
«He expuesto torpemente mi argumento —se disculpó Sufyan tristemente—. Yo sólo quería consolarle.»
«¿Qué consuelo puede haber para un hombre cuyo viejo amigo y salvador es también el amante de su esposa —respondió Chamcha con amarga retórica, mientras su ironía se aplastaba bajo el peso de su dolor—, con lo que favorece, como sus viejos libros confirmarán sin duda, el desarrollo de los cuernos?»


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Jumpy Joshi, el viejo amigo, era incapaz de olvidar ni durante un momento de sus horas de vigilia que, por primera vez desde que tenía uso de razón, le faltaba la fuerza de voluntad para acomodar su forma de vida a sus normas de moral. En el centro deportivo en el que enseñaba técnicas de artes marciales a un número creciente de alumnos, haciendo hincapié en el aspecto espiritual de las disciplinas, con gran regocijo del alumnado («Ah, sí, mi pequeño saltamontes —se burlaba Mishal Sufyan, su alumna estrella—, cuando honolable celdo fascista salta soble ti en osculo callejón, enséñale doctlina de Buda antes de pateal honolables huevos»), empezó a manifestar tan apasionada intensidad que los alumnos, comprendiendo que ello expresaba cierta angustia interior, se alarmaron. Cuando Mishal le interrogó al final de una sesión que los había dejado a los dos magullados y jadeantes, durante la cual maestro y alumna aventajada se habían lanzado uno contra otro como enamorados anhelantes, él, con insólita falta de franqueza, respondió a sus preguntas con evasivas. «Mira tú quién habla —dijo él—. La paja y la viga.» Estaban al lado de las máquinas automáticas de bebidas. Ella se encogió de hombros. «Está bien —dijo—. Confieso, pero guárdame el secreto.» Él alargó el brazo hacia su Coke. «¿Qué secreto?» El inocente de Jumpy. Mishal le susurró al oído: «Tengo un amante y es tu amigo Mister Hanif Johnson, abogado.»
Él se escandalizó y esto la irritó. «Anda ya. Que no tengo quince años.» Él respondió débilmente: «Si tu madre llegara...», y nuevamente ella se impacientó: «Si quieres que te diga la verdad, la que me preocupa es Anahita, que siempre quiere hacer todo lo que yo hago. Y ella, por cierto, sí que tiene quince años.» Jumpy observó que había volcado su vaso de papel y tenía Coke en las zapatillas. «Ahora te toca a ti —insistió Mishal — . Yo lo he reconocido. Ahora, tú.» Pero Jumpy no podía; todavía sacudía la cabeza por lo de Hanif. «Esto sería su ruina», dijo. Esto fue la guinda. Mishal levantó la barbilla. «Ya te entiendo —dijo—. Soy muy poca cosa para él, ¿verdad? —y, por encima del hombro, mientras se alejaba—: Dime, Saltamontes: ¿los hombres santos no folian?»
No tan santo. Él no tenía más madera de santo que el David Carradine de Kung Fu: Jumpy era como el Saltamontes. Todos los días se agotaba tratando de mantenerse alejado del caserón de Notting Hill, y todas las noches terminaba delante de la puerta de Pamela, con el pulgar en la boca, mordiéndose las pieles, ahuyentando al perro y sus propios remordimientos y entrando directamente en el dormitorio. Y allí se arrojaban el uno sobre el otro, buscando con la boca el sitio por el que habían optado, o aprendido, a empezar: los labios de él, en los pezones de ella y los de ella, en el otro pulgar de más abajo de él.
Ella había llegado a adorar esta impaciencia, porque era seguida por una paciencia como no había conocido en su vida, la paciencia del hombre que nunca ha sido «atractivo» y, por lo tanto, agradece todo lo que se le ofrece, o así lo creía ella al principio; pero luego aprendió a valorar la consideración y atención que él dedicaba a las tensiones internas de ella, porque comprendía la dificultad que su cuerpo fino, huesudo, de pechos pequeños, tenía para descubrir un ritmo, acompasarse y, finalmente, rendirse a él: su sentido del tiempo. Ella le quería también por su abnegación; amaba en él, aunque comprendía que no era una buena razón, la prontitud con que él vencía sus escrúpulos para estar con ella; amaba en él el deseo que había arrollado todos sus imperativos anteriores. Lo amaba sin querer ver, en este amor, el principio del fin.
Hacia el final del acto del amor, ella se agitaba: «¡Youu! —gritaba, con toda la aristocracia de su acento concentrada en las sílabas incoherentes de su abandono—. ¡Buaa! ¡Jai! Hah.»
Todavía bebía copiosamente, bourbon escocés, y una franja roja le atravesaba la cara. Bajo el efecto del alcohol, su ojo derecho se reducía a la mitad del tamaño del izquierdo, y él advirtió con horror que empezaba a repugnarle. Pero no se podía hablar de su afición a la bebida: la única vez que lo intentó, él se encontró en la calle, con los zapatos en la mano derecha y el abrigo sobre el brazo izquierdo. Después de aquello él volvió: y ella le abrió la puerta, y subió directamente al dormitorio, como si nada hubiera ocurrido. Los tabúes de Pamela: chistes sobre su ascendencia, mención de las «víctimas» de la botella de whisky y toda insinuación de que su difunto esposo, el actor Saladin Chamcha, estaba con vida y habitaba al otro lado de la ciudad en una casa de huéspedes, bajo la forma de una bestia sobrenatural.
Ahora, Jumpy —que en un principio la atosigaba con el tema de Saladin, diciendo que lo que ella tenía que hacer era divorciarse, que aquella pretensión de viudez era intolerable: ¿y los bienes de él, su derecho a una parte de la propiedad y demás? Ella no querría dejarlo en la miseria, ¿verdad?—, ahora, Jumpy ya no le reprochaba su conducta poco razonable. «Yo tengo confirmación de su muerte —le dijo ella la única vez que se avino a decir algo sobre el tema—. ¿Y qué tienes tú? Un macho cabrío, un fenómeno de circo, eso no tiene nada que ver conmigo.» Y también esto, al igual que la bebida, empezaba a distanciarlos. Las clases de artes marciales de Jumpy se hacían más vehementes a medida que estos problemas se agigantaban en su espíritu.
Paradójicamente, mientras Pamela se negaba rotundamente a afrontar los hechos relacionados con su marido ausente, se vio involucrada, a causa de sus actividades en el comité de relaciones de la comunidad del barrio, en la investigación de presuntos casos de brujería entre los agentes de policía de la comisaría del distrito. De vez en cuando se hablaba de ciertas «irregularidades» en determinadas comisarías —Notting Hill, Kentish Town, Islington—, pero ¿brujería? Jumpy se mostraba escéptico. «Tu problema —le dijo Pamela con su voz más altiva y displicente— es que todavía tienes la idea de que la normalidad es lo normal. Dios mío, mira lo que pasa en este país. Un puñado de policías pirados que se quitan la ropa y beben orina en los cascos no es algo insólito. Si quieres, puedes llamarlo francmasonería de la clase trabajadora. Todos los días vienen a verme negros locos de miedo hablando que si el obeah, que si la tripa del pollo, qué sé yo. Los muy cerdos disfrutan con esto: asustan a los pobres diablos con sus propios abracadabras y, al mismo tiempo, pasan una noche movidita. ¿Que no? ¡Despierta ya, puñeta!» Al parecer, la persecución de brujas era cosa de familia: de Matthew Hopkins a Pamela Lovelace. En la voz de Pamela, cuando hablaba en las reuniones públicas, en la radio e, incluso, en los programas regionales de la televisión, vibraba todo el celo y autoridad del viejo Cazabrujas General, y sólo gracias a su voz de Gloriana siglo veinte su campaña no se extinguió instantáneamente entre el regocijo general. Se necesita escoba para barrer a las brujas. Se hablaba de una investigación oficial. Pero lo que indignaba a Jumpy era la negativa de Pamela a relacionar sus argumentos acerca de los policías ocultistas con el caso de su propio marido: porque, al fin y al cabo, la transformación de Saladin Chamcha tenía que ver precisamente con la idea de que la normalidad ya no estaba compuesta (si alguna vez lo estuvo) por triviales elementos «normales». «No tiene nada que ver», dijo ella categóricamente cuando él apuntó la posibilidad; autoritaria como el juez de la horca, pensó él.


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Después de que Mishal Sufyan le revelara sus ilegales relaciones sexuales con Hanif Johnson, Jumpy, camino de casa de Pamela Chamcha, tuvo que sofocar varios pensamientos fanáticos, tales como de no ser hijo de padre blanco, él no habría hecho eso; Hanif, pensaba con rabia, aquel imbécil que, probablemente, se hacía muescas en el pito para llevar la cuenta de las conquistas, aquel Johnson que aspiraba a representar a su gente y que no podía esperar a que fueran mayores de edad para empezar a joderlos..., ¿no se daba cuenta de que Mishal, a pesar de aquel cuerpo omnisciente era sólo, sólo, ¿una niña? —No; no era una niña—. Pues maldito sea, maldito sea (y aquí Jumpy se escandalizó a sí mismo) por haber sido el primero.
Jumpy, en route hacia la casa de su amante, trataba de convencerse a sí mismo de que su resentimiento hacia Hanif, su amigo Hanif, era, esencialmente —¿cómo expresarlo?— lingüístico. Hanif dominaba a la perfección los lenguajes que importaban: sociológico, socialista, negro radical, anti-anti-antirracista, demagógico, retórico y sermónico: los léxicos del poder. Pero tú, imbécil, tú revuelves en mis cajones y te ríes de mis estúpidas poesías. El verdadero problema del lenguaje, cómo doblegarlo y moldearlo, cómo hacer de él nuestra libertad, cómo reconquistar sus pozos envenenados, cómo dominar el río de palabras de tiempo de sangre: de todo esto no tienes ni idea. Cuán dura la lucha, cuán inevitable la derrota. A mí nadie va a elegirme para nada. Ni base de poder, ni distrito electoral, sólo la batalla con las palabras. Pero él, Jumpy, también tenía que reconocer que su envidia de Hanif se basaba también en el mayor dominio del lenguaje del deseo que poseía el otro. Mishal Sufyan era algo serio, una belleza alargada y tubular, pero él, aunque se le hubiera ocurrido, nunca habría sabido cómo, nunca se habría atrevido. El lenguaje es valor: es la habilidad para concebir un pensamiento, decirlo y, diciéndolo, hacerlo realidad.
Cuando Pamela Chamcha le abrió la puerta, él descubrió que el pelo se le había vuelto blanco durante la noche y que su reacción a esta inexplicable calamidad fue afeitarse la cabeza y esconderla en un absurdo turbante color burdeos que no quería quitarse.
«Ocurrió sin más —dijo—. No hay que descartar la posibilidad de que me hayan embrujado.»
Él no lo admitía. «Ni hay que descartar tampoco la idea de que sea una reacción, aunque retardada, a la noticia de la vuelta de tu marido, aunque en estado alterado.»
Ella se volvió a mirarle, a medio tramo de la escalera del dormitorio, y, teatralmente, señaló la puerta de la sala, que estaba abierta. «En tal caso —dijo, triunfal—, ¿por qué al perro le ha ocurrido lo mismo?»


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Aquella noche, él tal vez le hubiera dicho que quería romper, que su conciencia ya no le permitía seguir —tal vez hubiera estado dispuesto a arrostrar su furor y asumir la paradoja de que una decisión pudiera ser a un tiempo lícita e inmoral (por cruel, unilateral y egoísta)—; pero cuando él entró en el dormitorio, ella le tomó la cara entre las manos y, observándole ávidamente para ver cómo recibía la noticia, le confesó que le había mentido en lo de que tomaba precauciones. Estaba embarazada. O sea que resultaba que ella era mucho más hábil que él en tomar decisiones unilaterales y, sencillamente, se había servido de él para tener el hijo que Saladin Chamcha no pudo darle. «Yo lo deseo —gritó, en tono de desafío y a bocajarro—. Y lo tendré.»
El egoísmo de ella, al anticiparse, frustró el de él. Entonces descubrió que se sentía aliviado: absuelto de la responsabilidad de tomar decisiones morales y ponerlas en práctica —porque, ¿cómo iba a dejarla ahora?—, y ahuyentó estos pensamientos y dejó que ella, suavemente pero con inconfundible empeño, lo empujara hacia la cama.


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Tanto si Saladin Chamcha, en su lenta metamorfosis, estaba convirtiéndose en una especie de mutante de ciencia-ficción o vídeo de horror, una criatura fruto del azar que en breve sería eliminada por la selección natural, como si estaba evolucionando en avatar del Señor del Infierno, o lo que fuera, lo cierto es (y en esta cuestión bien estará proceder con cautela, pasando de hecho demostrado a hecho demostrado, sin sacar conclusiones precipitadas hasta que nuestro camino de baldosas amarillas de las cosas incontrovertibles nos haya dejado a cuatro dedos de nuestro punto de destino), el caso es, decía, que las dos hijas de Haji Sufyan le habían tomado bajo su tutela, cuidando de la Bestia como sólo las Bellas pueden; y que, a medida que pasaban los días, él llegó a quererlas de verdad. Durante mucho tiempo, Mishal y Anahita se le antojaron inseparables, la mano y su sombra, la soga y el caldero, Anahita, la pequeña, siempre detrás de su espigada y vivaz hermana, practicando patadas de karate y golpes de antebrazo de Wing Chun con halagador afán de emulación de la intrépida Mishal. Pero últimamente, él había advertido entre las dos hermanas una hostilidad que le entristecía. Una noche, desde la ventana de la buhardilla, Mishal señalaba algunos de los personajes habituales de la calle, el anciano sikh, al que un ataque racial había dejado mudo de la impresión; se decía que no había vuelto a hablar desde hacía siete años, antes de los cuales era uno de los pocos jueces de paz «negros» de la ciudad..., pero ya no pronunciaba sentencias, y a todas partes le acompañaba una esposa gruñona que le trataba con despectiva exasperación: Oh, no se apuren por él, porque nunca dice ni mu; y ahí viene el «contable» (definición de Mishal) con su aspecto vulgar, que vuelve a casa con su cartera y una caja de caramelos; de éste se decía en la calle que había desarrollado la extraña necesidad de cambiar de sitio los muebles de la sala durante media hora cada noche, colocando las sillas en fila, de dos en dos, con un pasillo central y fingiéndose el conductor de un autobús de un solo piso camino de Bangladesh, fantasía obsesiva en la que toda su familia tenía que tomar parte, y, al cabo de media hora justa, se le pasa, y durante el resto del día es el tipo más aburrido que puedas imaginar; y, al cabo de unos momentos de esta charla, Anahita, la quinceañera, interrumpió malévolamente: «Lo que quiere decir es que tú no eres la única víctima, que por aquí abundan los tipos raros, que no hay más que mirar alrededor.»
Mishal había adquirido la costumbre de hablar de la Calle como si fuera un campo de batalla mitológico y ella, en lo alto, en la ventana de la buhardilla de Chamcha, el ángel narrador y, también, exterminador. Por ella supo Chamcha las fábulas de los nuevos kurus y pandavas, los racistas blancos y las brigadas de «ayuda propia» o vigilantes que protagonizaban este moderno Mahabharata o, para ser exactos, Mahavilayet. Allá arriba, debajo del puente del ferrocarril, el Frente Nacional solía batallar con los intrépidos radicales del Partido Socialista Obrero, «todos los domingos, desde la hora del cierre hasta la de apertura —rió con desdén—, y luego nosotros, toda la puta semana, arreglando el estropicio». En ese callejón fue donde la policía cazó a los Tres de Brickhall y luego les colgó el muerto; por esa bocacalle se llega al escenario del asesinato del jamaicano Ulysses E. Lee, y en ese bar la mancha de la alfombra señala el sitio en el que Jatinder Singh Mehta la espichó. «El thatcherismo deja sentir sus efectos», declamó, mientras Chamcha, que ya no tenía voluntad ni palabras para discutir con ella, de hablar de justicia y del derecho de gentes, observaba el creciente furor de Anahita. «Ahora ya no hay grandes batallas —sentenció Mishal—. Ahora se practica la operación, en pequeña escala y el culto al individuo, ¿no? En otras palabras, cinco o seis canallas blancos que nos asesinan, uno a uno.» Aquellas noches, las patrullas de vigilantes rondaban la Calle, buscando brega. «Es nuestro campo —dijo Mishal Sufyan de aquella calle, en la que no se veía ni una brizna de hierba—. Que vengan a quitárnosla si pueden.»
«¡Mírala! —estalló Anahita—. Ella, tan señorita, ¿verdad? Tan fina. Imagina lo que diría mamá si lo supiera.» «¿Si supiera el qué, serp...?» Pero Anahita no se amilanaba: «Oh, sí — gritó—. Lo sabemos todo, no creas que no. Que la señorita va a los shows de beat bhangra del domingo por la mañana y se viste de trasto cutre en el lavabo de señoras, y con quién se contonea y con quién se enrolla en la discoteca Cera Caliente; se ha creído que estoy en las nubes, que no sé lo de aquel baile de blues al que se fue con el señor Ya-sabes-quién Mamón-Fantasma..., bonita hermana. —Y, de colofón, la apoteosis—: Ésa acabará muriendo de comosellame ignorancia.» Se refería, como Chamcha y Mishal comprendieron inmediatamente —los anuncios del cine en los que unas lápidas funerarias expresionistas surgían de la tierra y el mar habían hecho calar el mensaje—, al Sida.
Mishal se echó sobre su hermana y le tiró del pelo. Anahita, a pesar del dolor, aún pudo lanzar otra pulla: «Por lo menos, yo no llevo la cabeza como un acerico; se necesita estar pirado para prendarse de eso», y las dos hermanas se fueron, dejando a Chamcha desconcertado ante la súbita y total aceptación por Anahita de la ética de la feminidad propugnada por su madre. Se avecinan complicaciones, se dijo. Y las complicaciones llegaron sin tardar.


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Con más y más frecuencia, cuando estaba solo, Chamcha se sentía caer en un embotamiento que llegaba a hacerle perder el conocimiento, como el muñeco al que se le acaba la cuerda, y en aquellas ausencias, que siempre finalizaban inmediatamente antes de la llegada de alguna visita, su cuerpo emitía ruidos alarmantes, aullidos de infernales wahwah pedals, el crepitar snaredrum de huesos satánicos. Mientras tanto, él, poco a poco, crecía. Y, en la misma medida, crecían también los rumores de su presencia; no puedes tener a un demonio encerrado en la buhardilla e imaginar que vas a poder guardarlo siempre para ti solo.
Cómo trascendió la noticia (porque los que estaban en el secreto no despegaban los labios: los Sufyan, porque temían perder la clientela; los provisionales, porque su sentimiento de evanescencia les incapacitaba, momentáneamente, para la acción; y, todos, porque temían la llegada de la policía, que no desperdiciaba oportunidad de entrar en un establecimiento como aquél, tropezar accidentalmente con unos cuantos muebles y pisar sin querer varios brazos piernas cuellos): Chamcha empezó a aparecerse en sueños a los vecinos. A los mullahs de la Jamme Masjid, que antes fuera la sinagoga Maczikel HaDath que, a su vez, había sustituido a la iglesia calvinista de los hugonotes; y al doctor Uhuru, el hombre-montaña africano del sombrero de botones y poncho rojo-amarillo-negro que encabezara la eficaz protesta contra El Show de los Aliens y al que Mishal Sufyan aborrecía más que a ningún otro negro del mundo por su manía de pegar en la boca a las mujeres decididas, a ella misma, por ejemplo, en público, en una reunión, con muchos testigos, pero eso no detuvo al doctor; es un imbécil dijo un día a Chamcha señalándolo desde la ventana de la buhardilla, capaz de cualquier barbaridad; hubiera podido matarme, y todo porque dije a la gente que él no era africano, que lo conocía de cuando era Sylvester Roberts a secas, de New Cross; un médico brujo de mierda, si quieres que te diga lo que pienso; y la propia Mishal, y Jumpy, y Hanif, y el Conductor del Autobús, todos soñaban con él, le veían alzarse en la Calle como el Apocalipsis y quemar la ciudad como una tostada. Y en cada uno de los mil y un sueños, él, Saladin Chamcha, agigantado y tocado de cornamenta, cantaba, con una voz tan diabólicamente horrible y gutural que se hacía imposible identificar los versos, a pesar de que los sueños resultaron tener la terrorífica propiedad de ser seriados: cada uno continuaba donde había quedado la noche antes, y así sucesivamente, noche tras noche, hasta que incluso el Hombre Silencioso —el antiguo juez de paz que no había hablado desde la noche en que, en un restaurante indio, un joven borracho le puso un cuchillo debajo de la nariz, amenazó con cortarle y luego cometió el mucho peor delito de escupir en su comida—, hasta que este pacífico caballero asombró a su esposa al sentarse en la cama, tender el cuello hacia delante, como una paloma, golpearse las muñecas junto a la oreja izquierda y cantar con voz estentórea una canción tan extraña, acompañada de tanta electricidad estática, que la mujer no pudo entender ni una palabra.
Muy pronto, porque ya nada tarda mucho tiempo, la imagen del demonio de los sueños empezó a cundir y se hizo popular, eso sí, únicamente entre la que Hal Valance llamara condición pigmentada. Mientras los no pigmentados neogeorgianos soñaban con un enemigo sulfuroso que aplastaba bajo su humeante pezuña sus perfectamente restauradas viviendas, los nocturnales morenos-y-negros aclamaban en sueños a este casi-negro-como-no-podía-ser-menos, quizás un poquito atropellado por el destino clase raza historia y demás, pero que alzaba el culo del asiento para repartir un poco de leña.
Al principio, estos sueños eran cosas de la intimidad de cada cual, pero muy pronto empezaron a invadir las horas de vigilia, cuando los detallistas y fabricantes asiáticos de botones camisetas carteles comprendieron la fuerza del sueño, y de la noche a la mañana aquella imagen apareció en todas partes, en el pecho de las jovencitas y en los escaparates con tela metálica a prueba de ladrillo: desafío y advertencia. Simpatía para el Diablo: vieja canción que vuelve. Los chiquillos de la Calle se ponían cuernos de goma en la cabeza, como años atrás, cuando preferían imitar a los extraterrestres, llevaban bolas rosa y verde bailando al extremo de enhiestos alambres. El símbolo del Macho Cabrío, con el puño levantado en ademán de fuerza, empezó a aparecer en pancartas en las manifestaciones políticas, Salvemos a los Seis, Libertad para los Cuatro, Fuera los Cincuenta y Siete de Heinz. Celebro conocerte, cantaban las radios, a ver si adivinas quién soy yo. Los oficiales de policía encargados de las relaciones con las comunidades informaban del «creciente culto al diablo observado entre jóvenes negros y asiáticos» calificándolo de «deplorable tendencia», y utilizaban este «resurgimiento satanista» para combatir los alegatos de Mrs. Pamela Chamcha y del comité local de relaciones con las comunidades: «¿Quiénes son ahora las brujas?» «Chamcha —dijo Mishal, entusiasmada—, eres un héroe. Me refiero a que la gente se identifica realmente contigo. Es una imagen que la sociedad blanca ha rechazado durante tanto tiempo, que nosotros podemos adoptarla, ¿comprendes?, asumirla, reclamarla, apropiárnosla. Ya es hora de que empieces a pensar en pasar a la acción.»
«Vete de aquí —gritó Saladin, perplejo—. Esto no es lo que yo quería. Esto no es lo que yo pretendía, en absoluto.»
«Pues, de todos modos, con lo que estás creciendo, pronto no vas a caber en esta buhardilla», replicó Mishal, ofendida.
Indudablemente, las cosas se acercaban al punto crítico.


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«Anoche rajaron a otra ancianita —anunció Hanif Johnson, imitando el acento de los negros de Trinidad con su estilo peculiar—. Una meno a cobrá la seguridá sosial.» Anahita Sufyan, de guardia detrás del mostrador del Shaandaar Café, metía ruido con los platos y las tazas. «No entiendo por qué haces eso —se lamentó—. Me pone mala.» Hanif, sin hacerle caso, se sentó al lado de Jumpy, que murmuró distraído: «¿Qué se dice por ahí?» Su próxima paternidad le agobiaba, y Hanif le dio una palmada en la espalda. «La poesía anda de capa caída, hermano —se compadeció—. Es como si el río de sangre se hubiera coagulado.» Una mirada de Jumpy le hizo cambiar de tono. «Se dice lo que se dice —respondió—. Se busca a individuos de color que circulan en coche. Ahora bien, si la víctima fuera blanca, dirían: "No hay motivos para sospechar móvil racial." Yo te aseguro —prosiguió, abandonando el acento— que, a veces, la magnitud de la agresividad que bulle bajo la piel de esta ciudad me asusta. Y no me refiero únicamente al maldito destripa-abuelas. Es algo que está en todas partes. Tropiezas sin querer con el periódico de un tío en el tren, en hora punta, y te expones a que te rompa la cara. Y es que todo el mundo está que muerde. Y también va por ti, compañero», terminó, al observar la expresión de su amigo. Jumpy se puso en pie, se excusó y salió sin una explicación. Hanif abrió los brazos y miró a Anahita con su sonrisa más encantadora: «¿Qué le he hecho yo?»
Anahita sonrió a su vez con dulzura: «¿Nunca se te ha ocurrido pensar, Hanif, que a lo mejor la gente no te traga?» Cuando se supo que el Destrípador de Abuelas había vuelto a actuar, empezaron a oírse con frecuencia creciente las sugerencias de que el esclarecimiento de los espantosos asesinatos de ancianas por un «ser diabólico» —que invariablemente dejaba las vísceras de sus víctimas bien colocadas alrededor del cuerpo: un pulmón en cada oreja y el corazón, por razones obvias, en la boca— podía depender de que se investigara el ocultismo practicado por los negros de la ciudad, que tantos motivos de preocupación daba a las autoridades. Las detenciones e interrogatorios de «morenos» se intensificaron, al igual que la frecuencia de las redadas a los establecimientos «sospechosos de albergar células ocultistas clandestinas». Lo que ocurría, aunque nadie lo reconocía ni, al principio, comprendía, era que todos, negros indios blancos, habían empezado a ver en la figura del sueño a un ser real, un ente que había cruzado la frontera, eludiendo los controles normales, y ahora andaba suelto por la ciudad. Inmigrante ilegal, rey del hampa, criminal degenerado o héroe racial, Saladin Chamcha empezaba a ser verdad. Los rumores-circulaban en todas direcciones: un fisioterapeuta vendió a los dominicales un cuento acerca de un perro de lanas, nadie lo creyó, pero cuando el río suena, agua lleva, decía la gente; la situación se hacía más y más precaria y no tardaría en llegar el día en que la redada del Shaandaar Café descubriera todo el asunto. Intervinieron los sacerdotes, agregando otro elemento volátil —la relación entre el término negro y el pecado de blasfemia— a la mezcla. En su buhardilla, lentamente, Saladin Chamcha crecía.


*    *    *


Entre Lucrecio y Ovidio, Chamcha prefirió al primero. El alma inconstante, la mutabilidad de todas las cosas, das Ich, la última partícula. El ser, en su paso por la vida, puede convertirse en algo distinto de sí mismo, otro, separado, cercenado de su historia. A veces, pensaba en Zeeny Vakil, en aquel otro planeta, Bombay, en el confín más remoto de la galaxia: Zeeny, eclecticismo, hibridez. ¡El optimismo de aquellas ideas! ¡La certidumbre en la que se asentaban: libre albedrío, de posibilidad de elección! Pero, Zeeny mía, la vida es algo que, sencillamente, te ocurre: como un accidente. No: te ocurre como resultado de tu condición. Elección, no, sino —en el mejor de los casos— proceso y, en el peor, horror, el cambio total. Lo nuevo: él buscaba otra cosa y esto era lo que había conseguido.
Rencor, también, y odio, sentimientos ruines. Pues bien, él entraría en su nuevo yo: él sería aquello en lo que se había convertido: soez, fétido, repelente, descomunal, inhumano, poderoso. Le parecía que extendiendo el dedo meñique podía derribar los campanarios de las iglesias, merced a aquella fuerza que crecía en él, la cólera, la cólera, la cólera. Poderes.
Buscaba alguien a quien echar la culpa. También él soñaba y, en sus sueños, una forma, una cara, se acercaba flotando, todavía fantasmagórica, difusa, pero un día, muy pronto, podría llamarla por su nombre.
Yo soy, admitió, lo que soy. Sumisión.


*    *    *


Su vida de reclusión en el Shaandaar D y D terminó bruscamente la noche en que Hanif Johnson entró gritando que habían arrestado a Uhuru Simba por los asesinatos de las ancianas, y corría el rumor de que también le acusarían de la magia negra, que él sería el cabeza de turco sacerdote vudú baron samedi y ya empezaban las represalias: palizas, atentados contra la propiedad, lo de siempre. «Cerrad las puertas —dijo Hanif a Sufyan y Hind—. Va a ser una mala noche.» Hanif se había plantado en el centro del café, confiando en el efecto que causaría la noticia, por lo que cuando Hind se acercó y le abofeteó con todas sus fuerzas, el golpe le pilló tan desprevenido que se desmayó, más de la sorpresa que del dolor. Fue reanimado por Jumpy, que le echó un vaso de agua, como había aprendido de las películas, pero para entonces Hind ya estaba arriba, arrojando su material de oficina a la calle: las cintas de máquina y las cintas rojas utilizadas para atar documentos legales trazaban festivos arabescos en el aire. Anahita Sufyan, acuciada por la diabólica punzada de los celos, había delatado a Hind las relaciones de Mishal con el joven abogado y político en ciernes, y ya nada pudo detener a Hind, todos sus años de humillación se desbordaron; por si fuera poco estar atrapada en este país lleno de judíos y extranjeros que la equiparaban a los negros, por si fuera poco que su marido fuera un hombre débil que hacía la peregrinación pero no se preocupaba del decoro de su propio hogar, ahora, esto: fue en busca de Mishal con un cuchillo de cocina y su hija respondió con una serie de patadas y golpes, solo defensa propia, ya que de lo contrario habría sido matricidio. Hanif recobró el conocimiento y vio que Haji Sufyan lo miraba trazando con las manos pequeños círculos de impotencia a cada lado del cuerpo y llorando abiertamente, incapaz de hallar consuelo en la erudición, porque mientras para la mayoría de los musulmanes el viaje a La Meca es la mayor bendición, para él resultó el comienzo de una maldición. «Márchate —dijo—. Hanif, amigo, márchate», pero Hanif no estaba dispuesto a irse sin soltar lo que llevaba dentro, demasiado tiempo he callado, gritó, vosotros, con toda vuestra moralidad, no dudáis en enriqueceros explotando a los de vuestra propia raza, y entonces se descubrió que Haji Sufyan no sabía los precios que cobraba su esposa, que no se los decía y que se había asegurado el silencio de sus hijas con terribles juramentos, porque sospechaba que, si él llegaba a enterarse, encontraría la manera de devolver el dinero y la familia seguiría pudriéndose en la pobreza; y, después de aquello, él, el espíritu jovial del Shaandaar Café, perdió la ilusión de vivir. Entró Mishal en el café; oh, la vergüenza de la intimidad familiar, expuesta como un melodrama barato ante la mirada de los clientes —aunque, en realidad, la última bebedora de té ya se alejaba tan de prisa como sus viejas piernas se lo permitían—. Mishal traía maletas. «Yo también me marcho —anunció—. Probad de detenerme. Sólo faltan once días.»
Cuando Hind vio a su hija mayor a punto de salir de su vida para siempre, comprendió el precio que hay que pagar por dar asilo bajo el propio techo al Príncipe de las Tinieblas. Suplicó a su esposo que fuera sensato, que comprendiera que su bondad y su generosidad los habían arrojado a todos al infierno, y que si echaban de la casa a aquel diablo de Chamcha, tal vez pudieran volver a ser la familia feliz y trabajadora de antaño. Pero apenas acabó de hablar, la parte alta de la casa empezó a crujir y estremecerse y se oyó el ruido de algo que bajaba la escalera gruñendo y —por lo menos, eso parecía— cantando, con una voz tan ronca que era imposible entender la letra.
Al fin fue Mishal quien subió a su encuentro, Mishal, de la mano de Hanif Johnson, mientras Anahita, la traidora, miraba desde el pie de la escalera. Chamcha había crecido hasta alcanzar los dos metros y medio de estatura, y de sus fosas nasales salía humo de dos colores, amarillo de la izquierda y negro de la derecha. Ya no usaba ropa. Le cubría el cuerpo un pelo espeso y largo, la cola se agitaba airadamente y sus ojos tenían un tono rojizo pálido y luminoso. Tenía aterrorizada hasta la incoherencia a toda la población provisional del establecimiento de dormir y desayuno. Mishal, no obstante, no estaba tan asustada como para no poder hablar. «¿Adónde quieres ir? —le preguntó—. ¿Imaginas que durarías más de cinco minutos ahí fuera, con ese aspecto?» Chamcha se detuvo, se miró, observó la considerable erección que emergía de su vientre y se encogió de hombros. «Estoy contemplando entrar en acción», le respondió, utilizando la frase de ella, aunque, dicha con aquella voz de lava y trueno, ya no parecía propia de Mishal. «Quiero encontrar a cierta persona.»
«Ten paciencia —le dijo Mishal—. Algo se nos ocurrirá.»


*    *    *


¿Qué puede encontrarse aquí, a un kilómetro y medio del Shaandaar, en el punto en el que el beat sale a la calle, en el club Cera Caliente, antes Blak-An-Tan? Esta noche fatídica sin luna, sigamos las figuras que —unas contoneándose engalanadas y arrogantes, otras subrepticias y tímidas, buscando la sombra— llegan de todos los sectores del barrio y, bruscamente, se sumergen en el subsuelo por esta puerta sin marcas. ¿Qué hay dentro? Luces, fluidos, polvo, cuerpos que se agitan, individualmente, por parejas o por tríos, buscando posibilidades. Pero ¿qué son esas otras figuras, sombras opacas en el fulgor irisado del espacio que se enciende y se apaga, esas formas quietas entre los bailarines frenéticos? ¿Qué son esas formas que están en el baile y no se mueven ni un centímetro? «¡Sois muy guapos, amigos del Cera Caliente!» Ha hablado nuestro anfitrión: el marchoso, el jacarandoso, el disc-jockey incomparable, el Pinkwalla saltarín con su traje que lanza destellos al compás de la música. De verdad que es excepcional, un albino de dos metros con el pelo rosa pálido, lo mismo que el blanco de los ojos, unas facciones inconfundiblemente indias, nariz arrogante, labios finos, una cara salida de un tapiz Hamzanama. Un indio que no ha visto la India, indio oriental de las Indias Occidentales, un negro blanco. Una estrella.
Las figuras inmóviles siguen bailando entre el contoneo sincopado, ondulaciones y brincos de la juventud. ¿Qué son? Pues figuras de cera, nada más. ¿Quiénes son? La Historia. Miren, aquí está Mary Seacole, que en Crimea hizo tanto como otra enfermera maravillosa pero que, por ser de piel oscura, apenas se la veía, al lado de la llama brillante de Florence; y aquí un tal Abdul Krim, alias «The Munshi», al que la reina Victoria trató de ascender, pero que fue recusado por unos ministros con prejuicios contra el color. Aquí están todos, bailando sin moverse, en Cera Caliente: a la derecha, el payaso negro de Septimio Severo; a la izquierda, el barbero de Jorge IV bailando con Grace Jones, la esclava. Ukawsaw Groniosaw, el príncipe africano vendido por dos metros de tela, baila, a su antigua manera, con Ignatius Sancho, el hijo de la esclava, que en 1782 fue el primer escritor africano que publicó en Inglaterra. Los emigrantes del pasado, tan antepasados de los bailarines de carne y hueso como su propia familia, evolucionan en la inmovilidad mientras Pinkwalla se desgañita y contorsiona en el estrado. Sentimos-indignación-cuando-hablan- de-inmigración-y-hacen-insinuación- de-que-no-somos-parte- de-la-nación-y-hacemos-proclamación-de-la- verdadera-situación - de-que -hicimos-contribución-desde-la-romana-ocupación y, desde otra parte del abarrotado local, bañados en tétrica luz verde, villanos de cera acechan haciendo muecas: Mosley, Powell, Edward Long, todos los avatares locales de Legree. Y ahora de las entrañas del club se eleva un murmullo que se convierte en una palabra repetida a coro: «Quemar —exige el público—, quemar, quemar, quemar.»
Pinkwalla recoge el grito de la gente. Y-la-hora-llegará-en-que-a-los-criminales-les-toque-freír-en-el-infierno,-y-allí-se-con-sumirán, y a continuación se vuelve hacia el público con los brazos extendidos, llevando el compás con el pie, para preguntar: ¿A-quién-le-toca? ¿A-quién-queréis-ver? Se gritan nombres que compiten entre sí y luego armonizan hasta que, nuevamente, todos los presentes gritan el mismo nombre. Pinkwalla da una palmada. Al fondo se abren las cortinas y unas ayudantes con relucientes shorts y camisetas color de rosa sacan un siniestro armario sobre ruedas: tamaño de una persona, puerta de cristal, con iluminación interior: horno microondas, con su correspondiente Silla Caliente, que los asiduos del club llaman la cocina del infierno. «Muy bien —grita Pinkwalla—. A cocinar.»
Las ayudantes se acercan al grupo de los villanos y se abalanzan sobre la víctima de la noche, la que se elige con más frecuencia, por lo menos, tres veces a la semana. Su pelo moldeado, sus perlas, su traje chaqueta azul. Maggie-maggie-maggie, bala la gente, Al-fuego-al-fuego-al-fuego. La muñeca —el sujeto— es atado a la Silla Caliente. Pinkwalla acciona el interruptor. Y, oh, qué bien se derrite, de dentro afuera, qué bien se deshace. Hasta que no queda más que un charco, y el público suspira de éxtasis: ya está. «Terminó el fuego», les dice Pinkwalla. La música vuelve a llenar la noche.


*    *    *


Cuando Pinkwalla, el disc-jockey, vio lo que, bajo el manto de la oscuridad, subía a la parte trasera de su furgoneta que, a instancias de sus amigos Hanif y Mishal, había llevado a la puerta trasera del Shaandaar, sintió que el pavor le embargaba; pero, al mismo tiempo, percibía un contrapunto de gozo al ver que el vigoroso héroe de muchos sueños era una realidad de carne y hueso. Estaba al otro lado de la calle, tiritando debajo de una farola, a pesar de que no hacía mucho frío, y allí se quedó media hora, mientras Mishal y Hanif le hablaban con vehemencia, necesita un refugio, tenemos que pensar en su futuro. Luego, se encogió de hombros, se acercó a la furgoneta y puso en marcha el motor. Hanif se sentó a su lado en la cabina; Mishal viajaba con Saladin, escondidos los dos.
Eran casi las cuatro de la madrugada cuando acostaron a Chamcha en el club, ya vacío y cerrado. Pinkwalla —que nunca usaba su verdadero nombre, Sewsunker— había sacado de un cuarto trasero un par de sacos de dormir, y fueron suficientes. Hanif Johnson, al despedirse de la escalofriante criatura a la que Mishal, su amante, no parecía tener ningún miedo, trató de hablarle seriamente: «Tiene que comprender lo importante que podría ser para nosotros, porque aquí está en juego algo más que sus necesidades personales», pero el muíante Saladin resopló en amarillo y negro y Hanif retrocedió rápidamente. Cuando estuvo a solas con las figuras de cera, Chamcha pudo concentrar sus pensamientos una vez más en el rostro que por fin se había perfilado ante los ojos de su mente, luminoso, irradiando luz desde un punto situado detrás de su cabeza, Mister Perfecto, encarnación de dioses, el que siempre caía de pie, aquel al que se perdonaban todos los pecados, el amado, ensalzado, adorado..., la cara que él había tratado de identificar en sus sueños, Mr. Gibreel Farishta, transformado en simulacro de ángel tan cierto como que él era la imagen del demonio.
¿A quién había de echar la culpa el diablo sino a Gibreel, el arcángel?
La criatura acostada en los sacos de dormir abrió los ojos; empezó a salirle humo por los poros. Ahora la efigie de todos y cada uno de los muñecos de cera era la misma, la de Gibreel, con el pico en la frente y su cara taciturna y bien parecida. La criatura enseñó los dientes y exhaló un largo y fétido resoplido, y los muñecos de cera se disolvieron dejando tras sí únicamente charcos y vestidos vacíos, todos, hasta el último. La criatura echó el cuerpo atrás, satisfecha. Y concentró sus pensamientos en su enemigo.
Entonces sintió dentro de sí las más inexplicables sensaciones de compresión, succión y disipación; dolorosas contracciones le recorrían el cuerpo mientras emitía gritos desgarradores que nadie, ni siquiera Mishal, que estaba con Hanif en el apartamento de Pinkwalla, situado encima del club, se atrevió a investigar. Los dolores iban en aumento y la criatura se agitaba y convulsionaba por la pista de baile, gimiendo lastimosamente; hasta que, por fin, aliviada, se quedó dormida.
Horas después, cuando Mishal, Hanif y Pinkwalla se asomaron al local, contemplaron una escena de terrible devastación, mesas que habían volado por los aires, sillas partidas por la mitad y, naturalmente, todas las figuras de cera —las buenas y las malas, Topsy y Legree—, derretidas como la mantequilla; y, en el centro de la carnicería, durmiendo como un recién nacido, ni criatura mitológica ni trasgo infernal con cornamenta y aliento diabólico, sino Mr. Saladin Chamcha en persona, aparentemente retornado a su antigua forma, desnudo como vino al mundo, pero de aspecto y proporciones humanos, humanizado —¿acaso puede dudarse? — por la pavorosa concentración de su odio.
Abrió los ojos, que aún tenían un pálido fulgor rojizo.











2



Alleluia Cone, al descender del Everest, vio una ciudad de hielo al oeste del Campamento Seis, al otro lado de la franja rocosa, reluciendo al sol debajo del macizo de Cho Oyu. Shangri-La, pensó durante un momento; pero éste no era un verde valle de inmortalidad, sino una metrópoli de gigantescas agujas de hielo, finas, agudas y frías. El sherpa Pempa distrajo un momento su atención para instarle a mantener la concentración y, cuando volvió a mirar, la ciudad había desaparecido. Ella estaba todavía a más de ocho mil metros, pero la aparición de la ciudad imposible le hizo retroceder en el espacio y el tiempo al estudio de Bayswater, de oscuros muebles y pesadas cortinas de terciopelo, en el que Otto Cone, su padre, historiador de arte y biógrafo de Picabia, le habló, en el último año de su vida, cuando ella tenía catorce, de «la más peligrosa de todas las mentiras que se nos inculcan en nuestra vida», que, en su opinión, era la idea de la coherencia. «Si alguien trata de hacerte creer que éste, el más hermoso y más maligno de los planetas es, de algún modo, homogéneo, que está compuesto únicamente por elementos reconciliables, que todo suma, corre a un teléfono y pide una camisa de fuerza», le aconsejó, dando la impresión de que, antes de sacar sus conclusiones, había visitado más de un planeta. «El mundo es incoherente, que no se te olvide: está loco. Fantasmas, nazis, santos, todos viven al mismo tiempo; aquí, la dicha idílica y, un poco más allá, el infierno. No puede haber lugar más embarullado.» Las ciudades de hielo del techo del mundo no habrían desconcertado a Otto. Al igual que Alicja, su esposa, la madre de Allie, él era un emigrado polaco, superviviente de un campo de concentración cuyo nombre no fue pronunciado ni una sola vez durante toda la infancia de Allie. «Él quería hacer como si aquello no hubiera ocurrido —diría después Alicja a su hija—. Era poco realista en muchos aspectos. Pero un buen hombre; el mejor que he conocido.» Sonreía para sus adentros al decirlo, tolerándolo con el recuerdo como no siempre lo toleró en vida, porque con frecuencia era terrible. Por ejemplo, el odio que había desarrollado hacia el comunismo le impulsaba a cometer excentricidades bochornosas, especialmente en Navidad, en que aquel judío se empeñaba en celebrar, con su familia judía e invitados, lo que él describía como un «rito inglés», en señal de respeto a la «nación que le había dado asilo», y luego lo estropeaba todo (a los ojos de su esposa) al entrar en el salón en el que todos descansaban apaciblemente, al calor de la lumbre y el coñac, disfrazado de chino, con bigote caído y todo, gritando: «¡Papá Noel ha muerto! ¡Lo he matado yo! Yo soy Mao y no hay regalos para nadie. ¡Je, je, je!» Allie, en el Everest, al recordarlo, hizo una mueca, la mueca de su madre, advirtió, trasladada a su cara helada.
La incompatibilidad de los elementos de la vida: en una tienda, en el Campamento Cuatro, a ocho mil trescientos metros, la idea que parecía ser el demonio particular de su padre, resultaba banal, vacía de significado, de atmósfera, por efecto de la altitud. «El Everest te silencia —confesó a Gibreel Farishta en una cama bajo un dosel de seda de paracaídas que formaba un Himalaya hueco—. Cuando bajas, nada te parece digno de ser dicho, nada. Sientes que la nada te envuelve como un sonido. Es el no ser. No dura mucho, desde luego. El mundo vuelve a ti en seguida. Lo que te hace callar es, creo yo, la imagen de la perfección que acabas de contemplar: ¿por qué hablar, si no puedes alcanzar pensamientos perfectos, frases perfectas? Te parece una traición a lo que acabas de vivir. Pero la sensación se borra y tú reconoces que, si quieres seguir adelante, tienes que hacer concesiones.» Durante sus primeras semanas, pasaban casi todo el tiempo en la cama: su apetito parecía inextinguible y hacían el amor seis o siete veces al día. «Tú me revelaste a mí misma —le dijo ella—. Tú, con la boca llena de jamón. Fue exactamente como si me hablaras, como si yo pudiera leerte el pensamiento. No como si —se rectificó—; te lo leí, ¿verdad? — Él asintió: era cierto—. Te leí el pensamiento y entonces de mi boca salieron las palabras justas —se admiró ella—. Como una seda. ¡Bingo!: el amor. En el principio fue el verbo.»
Su madre tenía una opinión fatalista acerca de los espectaculares acontecimientos que se habían producido en la vida de Allie: el amante que regresa de ultratumba. «Te diré sinceramente lo que pensé cuando me diste la noticia —le dijo mientras almorzaban sopa y kreplach en el Bloom's de Whitechapel—. Pensé: ay, hija, la gran pasión; ahora Allie tiene que sufrir esto, pobrecita.» Alicja era partidaria de mantener bien controladas las emociones. Era alta y exuberante y tenía labios sensuales, pero, como decía ella: yo nunca fui de las que meten ruido. Reconocía francamente ante Allie su pasividad sexual y le reveló que Otto «tenía, digamos, otras inclinaciones. Él sentía debilidad por la gran pasión y le decepcionaba que yo no hiciera grandes aspavientos». Se había cerciorado de que las mujeres con las que se relacionaba su marido, que era bajito, calvo y nervioso, se parecían a ella, y eso la tranquilizaba. Todas eran grandes y llenas, «pero también eran desenvueltas: hacían lo que él quería, gritaban para incitarle y fingían con ganas; al parecer, respondían al entusiasmo de él, y también, quizás, a su talonario. Él era de la vieja escuela y hacía dádivas generosas».
Otto llamaba a Alleluia su «perla inapreciable», y soñaba con un gran futuro para ella, de concertista de piano o, si no, de Musa. «Tu hermana, francamente, es para mí una decepción —dijo tres semanas antes de su muerte en aquel estudio de Grandes Libros y curiosidades picabianas: un mono disecado que, según él, era un «primer borrador» del infausto Retrato de Cézanne, Retrato de Rembrandt, Retrato de Renoir, numerosos artefactos mecánicos, incluidos estimuladores sexuales que daban pequeñas descargas eléctricas y una primera edición del Ubu Roi de Jarry—. Elena tiene ansias en lugar de pensamientos.» Había inglesado el nombre —Ellaynah por Yelyena—, como también fue idea suya acortar «Alleluia» a Allie y contraer su propio apellido, Cohen, de Varsovia, a Cone. Los ecos del pasado le entristecían; no leía literatura polaca y volvía la espalda a Herbert, a Milosz y a (dos tipos más jóvenes» como Baranczak, porque, para él, la lengua había quedado irremisiblemente mancillada por la Historia. «Ahora soy inglés», decía, orgulloso, con su marcado acento del Este de Europa, lanzando una retahila de modismos. A pesar de sus reticencias, parecía bastante satisfecho de su papel de mimo de la pequeña burguesía inglesa. Pero, al mirar atrás, daba la impresión de que él se percataba de la fragilidad de la imitación, puesto que mantenía las gruesas cortinas casi permanentemente cerradas, por si la incongruencia de las cosas le hacía ver monstruos allí fuera, o un paisaje lunar, en lugar de la familiar Moscow Road.
«Era el prototipo del individuo trasplantado y naturalizado —dijo Alicja emprendiéndola con una gran ración de estofado de zanahoria—. Cuando cambió nuestro apellido, yo le dije: Otto, no es necesario, esto no es América, esto es Londres, Oeste, dos; pero él quería hacer borrón y cuenta nueva, incluso del judaismo, perdona, pero me consta. ¡Las trifulcas que tuvo con el Consejo de Delegados de la comunidad! El lenguaje, parlamentario y civilizado, eso sí, pero con mucho hierro.» En cuanto él murió, ella recuperó el Cohen y la sinagoga, la fiesta de las luces y Bloom's, el restaurante judío. «Se acabó la imitación de la vida —masticó un poco y agitó el tenedor con vehemencia—. Por cierto, qué película. Me encantó. Lana Turner, ¿verdad? Y Mahalia Jackson cantando en la iglesia.»
Otto Cone, a sus setenta y tantos, se tiró por el hueco del ascensor y se mató. Había un tema que Alicja, que no tenía empacho en hablar de casi cualquier tabú, se negaba a tocar: ¿por qué un superviviente de los campos de concentración vive cuarenta años y luego va y acaba el trabajo que no hicieron los monstruos? ¿Es que la maldad tiene que acabar ganando siempre, por mucho que te empeñes en resistirte a ella? ¿Deja una astilla de hielo en la sangre que va abriéndose camino hasta que llega al corazón? O, peor: ¿puede la muerte de un hombre ser incompatible con su vida? Allie, cuya primera reacción a la muerte de su padre fue de cólera, arrojó estas preguntas a su madre. Y ésta, imperturbable bajo un gran sombrero negro, dijo únicamente: «Tú has heredado su incapacidad de reportarse, hijita.»
Después de la muerte de Otto, Alicja desterró la elegancia en el vestir y el ademán que fuera su ofrenda en el altar del afán de integración de su marido, su intento de ser su gran dama estilo Cecil Beaton. «¡Bua! —confió a Allie—. ¡Qué alivio, hija, poder ser un fardo, para variar.» Ahora llevaba su pelo gris más o menos recogido en un moño anárquico, no se pintaba, usaba unos vestidos de flores idénticos, adquiridos en el supermercado, y una dentadura postiza que la martirizaba, y plantaba hortalizas en el jardín que Otto quería exclusivamente floral (pulcros macizos de flores alrededor del simbólico árbol central, injerto «quimérico» de laburnum y retama), y, en lugar de cenas llenas de charla cerebral, daba almuerzos —a base de indigestos estofados y un mínimo de tres monstruosos puddings— en los que poetas húngaros disidentes contaban alambicados chistes a místicos gurdjieffianos o (si la cosa no acababa de arrancar) los asistentes se quedaban sentados en el suelo, en almohadones, contemplando tristemente sus platos cargados de comida, y algo parecido al silencio total reinaba durante lo que parecían semanas. Allie acabó por zafarse de aquel ritual del domingo por la tarde y se quedaba en su habitación, malhumorada, hasta que tuvo edad para irse de casa, a lo que Alicja se avino de buen grado, y apartarse del camino elegido para ella por aquel padre cuya traición a su propia voluntad de supervivencia tanto la había enfurecido. La joven se decantó por la acción y descubrió que había montañas que escalar.
Alicja Cohen, para la que el cambio de rumbo de Allie fue perfectamente comprensible e, incluso, encomiable, y que la alentaba en todo momento, no podía (así lo reconoció a la hora del café) entender la actitud de su hija en lo tocante a Gibreel Farishta, la retornada estrella de la pantalla india. «Por lo que me dices, hijita, me parece que ese hombre no está en tu esfera», dijo, utilizando una expresión que ella consideraba sinónimo de no es tu tipo y se hubiera horrorizado de haber sabido que podía interpretarse como una alusión despectiva a la raza o la religión; y, fatalmente, así la entendió su hija. «Eso a mí no me importa —dijo Allie con vehemencia, y se puso de pie—. La verdad es que a mí no me gusta mi esfera.»
No pudo salir del restaurante pisando fuerte, y tuvo que alejarse cojeando porque le dolían los pies. «Gran pasión —oyó a sus espaldas que su madre manifestaba a todo el local—. Don de lenguas, que quiere decir que una chica puede soltarte todo lo que le pase por la cabeza.»


*    *    *


Inexplicablemente, se habían descuidado ciertos aspectos de la educación de Allie. Un domingo, no mucho después de la muerte de su padre, mientras compraba los periódicos en el quiosco de la esquina, oyó decir al vendedor: «Es la última semana. Veintitrés años en esta esquina y por fin los "pakis" me han echado.» Ella, que entendió paquis, tuvo una extraña visión de elefantes que avanzaban por Moscow Road aplastando a los vendedores de prensa dominical. «¿Qué es un paqui?», preguntó incautamente, y la respuesta escoció: «Un judío aceitunado.» Desde aquel día, los dueños del CTP (Caramelos, Tabacos, Periódicos) fueron para ella paquidermos, gente diferente —e indeseable— a causa de la naturaleza de su piel. Contó el caso a Gibreel. «Oh —respondió él, despectivo—, un chiste elefante.» No era hombre fácil.
Pero allí, en su cama, estaba ahora aquel sujeto grande y rudo que hacía que ella se abriera como nunca y que podía llegarle hasta el pecho y acariciarle el corazón. Hacía muchos años que Allie no entraba en la arena sexual con tanta celeridad, y nunca una relación tan rápida había dejado, como esta, de producirle arrepentimiento y asco de sí misma. El olvido de él (así lo interpretaba ella, hasta que se enteró de que su nombre estaba en la lista de pasajeros del Bostan) fue muy doloroso, ya que indicaba que él daba a su encuentro una valoración diferente; pero ella no había podido equivocarse al juzgar el deseo tumultuoso y abandonado de él, ¿o sí? Por lo tanto, la noticia de su muerte provocó en ella sentimientos encontrados: por un lado, gratitud, alivio, alegría al saber que él iba volando a través de medio mundo para darle una sorpresa, que lo había dejado todo para construir una vida nueva a su lado; y, por el otro lado, el sordo dolor de verse privada de él en el mismo instante de descubrir que lo amaba de verdad. Más adelante, descubrió una tercera reacción, menos generosa. ¿Qué se había creído, pretendía presentarse en su casa sin avisar, dando por seguro que ella estaría esperándole con los brazos abiertos, la vida resuelta y un apartamento lo bastante grande para los dos? Era lo que cabía esperar de un artista de cine mimado que está convencido de que no tiene más que desear las cosas para que le caigan en la mano como fruta madura..., en suma, que se sintió invadida, o potencialmente invadida. Pero después se reprendió a sí misma arrumbando tales ideas al rincón del que no debieron salir, porque, después de todo, Gibreel había pagado muy cara su presunción, si presunción fue. Un amante muerto merece el beneficio de la duda.
Y luego allí estaba, a sus pies, inconsciente en la nieve, cortándole la respiración por lo implausible de su presencia y haciéndole preguntarse durante un momento si no podría ser otra de aquella serie de ilusiones ópticas —ella prefería esta expresión neutra a la más trascendente de visiones— que la perseguían desde que tomó la decisión de prescindir de las botellas de oxígeno y conquistar el Chomolungma a pulmón libre. El esfuerzo de levantarlo del suelo, rodearle los hombros con su brazo y llevarlo hasta su piso casi en vilo, la convenció de que no era una ilusión, sino carne maciza. Hasta llegar a casa los pies le dolían espantosamente, y el dolor volvió a despertar todo el resentimiento que ella ahogara cuando le creyó muerto. ¿Qué esperaba que hiciera con él ahora, el muy bobo, tumbado en la cama de través? Dios, ya había olvidado cuánta cama necesitaba aquel hombre, cómo durante la noche venía a colonizarte tu lado del colchón y te robaba las mantas. Pero también habían resurgido otros sentimientos, y éstos fueron más fuertes; porque aquí, durmiendo bajo su protección, estaba él, la esperanza abandonada: por fin, el amor.
Estuvo durmiendo casi continuamente durante una semana, despertando sólo para satisfacer las mínimas exigencias del hambre y la higiene. Su sueño era atormentado: se revolvía en la cama y, de vez en cuando, de sus labios se escapaban palabras: Jahilia, Al-Lat, Hind. En sus momentos de vigilia, parecía resistirse al sueño, pero el sueño lo reclamaba, arrollándolo con sus olas, ahogándolo, mientras él, casi lastimosamente, agitaba un brazo débil. Ella no adivinaba qué traumáticos sucesos podían dar origen a aquel comportamiento y, un poco alarmada, llamó a su madre. Alicja llegó, examinó al dormido Gibreel, frunció los labios y dictaminó: «Está poseído.» Ella había regresado a una religión supersticiosa y folklorista, y su misticismo invariablemente exasperaba a su hija, pragmática y escaladora de montañas. «Aplícale al oído una bomba de aspiración —recomendó Alicja—. Es la salida que prefieren esas criaturas.» Allie acompañó a su madre hasta la puerta. «Muchas gracias —le dijo—. Te tendré al corriente.»
Al séptimo día, él despertó por completo, se le abrieron los ojos como a los muñecos, y al instante la buscó con la mano. Aquel gesto la hizo reír por lo crudo casi tanto como por lo inesperado, pero, una vez más, experimentó aquella sensación de naturalidad, de legitimidad. «Está bien —le sonrió—. Tú te lo has buscado.» Y se quitó el holgado pantalón marrón con elástico en la cintura y la chaqueta suelta —detestaba las prendas que revelaran el contorno de su cuerpo—, y entonces empezó aquella marathon sexual que los dejaría magullados, felices y exhaustos.
Él se lo dijo: cayó del cielo y siguió viviendo. Ella aspiró profundamente y le creyó, por la fe de su padre en las múltiples y contradictorias posibilidades de la vida, y también por todo lo que le había enseñado la montaña. «Está bien —dijo, expulsando el aire—. Lo acepto. Pero no se lo cuentes a mi madre, ¿de acuerdo?» El universo era prodigioso, y sólo el hábito, la anestesia de lo cotidiano, nos nublaba la vista. Hacía un par de días, ella había leído que las estrellas del firmamento, en su proceso natural de combustión, comprimían el carbono en diamantes. La idea de que las estrellas lanzaran una lluvia de diamantes al vacío también parecía un milagro. Si aquello podía ocurrir, esto también. Los niños caían desde la enésima ventana y rebotaban. Había una escena que trataba de esto en la película de François Truffaut L'argent de poche... Ella detuvo su divagación. «A veces —se decidió a decir— a mí también me pasan cosas prodigiosas.»
Le contó lo que no había dicho a nadie: las visiones del Everest, los ángeles y la ciudad de hielo. «Y no fue sólo en el Everest», dijo, y, tras una vacilación, siguió hablando. Cuando regresó a Londres, fue a pasear por el Embankment, para tratar de librarse de su recuerdo, y también del de la montaña. Era por la mañana temprano, y había un velo de bruma y una gruesa capa de nieve que desdibujaba el contorno de las cosas. Entonces llegaron los témpanos.
Eran diez, y subían por el río en fila, majestuosamente. La bruma era más densa alrededor de ellos, y hasta que los tuvo delante no distinguió su forma, la réplica miniaturizada de las diez montañas más altas del mundo, en orden ascendente, cerrando la marcha su montaña, la montaña. Ella trataba de adivinar cómo habían conseguido los témpanos pasar por debajo de los puentes, cuando la niebla se espesó para disiparse por completo a los pocos instantes, llevando consigo los témpanos. «Pero estaban allí —insistió a Gibreel—, Nanga Parbat, Dhaulagiri, Xixabangma Feng.» Él no discutió. «Si tú lo dices, yo creo que así fue.»
Un témpano es agua que quiere ser tierra; una montaña, y más un Himalaya, y más el Everest, es el intento de la tierra por metamorfosearse en cielo; es un vuelo en el suelo, es tierra convertida —casi— en aire y exaltada, en el verdadero sentido de la palabra. Mucho antes de enfrentarse a la montaña, Allie sentía en el alma su presencia severa. Su apartamento estaba lleno de Himalayas. Las reproducciones del Everest en corcho, plástico, cerámica, piedra, material acrílico y ladrillo se disputaban el espacio; incluso había una esculpida enteramente en hielo, una montañita que ella guardaba en el congelador y sacaba de vez en cuando para enseñarla a los amigos. ¿Por qué tantas? Porque —no cabía otra respuesta— estaban ahí. «Mira —dijo alargando el brazo y, sin levantarse de la cama, cogió de encima de la mesita de noche su última adquisición, un sencillo Everest de pino curado—, un regalo de los sherpas de Namche Bazar.» Gibreel lo tomó y lo miró dándole vueltas. Pemba se lo dio tímidamente cuando se despidieron, insistiendo en que era de parte de todo el grupo de sherpas, aunque, evidentemente, lo había tallado él. Era una reproducción detallada, con la cascada de hielo y el Escalón de Hillary, que es el último gran obstáculo que se encuentra antes de llegar a la cumbre, y la ruta que habían seguido ellos profundamente grabada en la madera. Al darle la vuelta, Gibreel vio que en la base había un mensaje en un inglés rudimentario. A Ali Bibi. Nosotros mucha suerte. No probar otra vez.
Lo que Allie no dijo a Gibreel era que la prohibición del sherpa la había asustado, convenciéndola de que, si volvía a poner los pies en la montaña-diosa, moriría, porque a los mortales no les está permitido mirar la divina faz más de una vez; pero la montaña era diabólica además de trascendente o, mejor dicho, su diabolismo y su trascendencia eran una misma cosa, de manera que la sola idea de la prohibición de Pemba le producía un anhelo tan vivo que la hacía gemir con fuerza, como en el éxtasis o la desesperación del sexo. «Los Himalaya —dijo a Gibreel, para disimular lo que estaba pensando— son cumbres sentimentales además de físicas, algo así como la ópera. Es lo que los hace tan imponentes. Sólo las mayores alturas... Es algo muy difícil.» Allie tenía la especialidad de pasar de lo concreto a lo abstracto con una pirueta tan natural que el oyente no estaba seguro de si ella advertía la diferencia entre lo uno y lo otro; ni, muchas veces, si, en definitiva, podía decirse que tal diferencia existía.
Allie se reservó la certidumbre de que debía apaciguar a la montaña o morir; que, a pesar de sus pies planos, que le impedían pensar siquiera en el montañismo, ella seguía infectada por el Everest, y que, en el fondo de su corazón, escondía un plan imposible, la visión fatal de Maurice Wilson no realizada hasta hoy. A saber: la ascensión en solitario.
Lo que ella no confesaba: que, después de su regreso a Londres, había visto a Maurice Wilson sentado entre los tubos de chimenea, un trasgo que le hacía señas, con pantalones de golf y boina escocesa. Tampoco Gibreel Farishta le dijo que a él le perseguía el espectro de Rekha Merchant. A pesar de tanta intimidad física, aún había puertas cerradas entre los dos: cada uno guardaba en secreto un peligroso fantasma. Y Gibreel, al oír hablar a Allie de sus otras visiones, ocultó una viva agitación bajo sus neutras palabras —si tú lo dices, yo lo creo—, agitación provocada por esta nueva prueba de que el mundo de los sueños se filtraba al de la vigilia, que la divisoria se rompía y que los dos firmamentos podían juntarse en cualquier momento, es decir, que el fin de todas las cosas estaba próximo. Una mañana, Allie, al despertar del negro sueño del agotamiento, lo encontró enfrascado en El casamiento del cielo y el infierno de Blake, obra que hacía mucho tiempo que no abría y en la que, con la falta de respeto hacia los libros que la caracterizaba en su adolescencia, había hecho numerosas marcas: subrayados, asteriscos en el margen, signos de admiración, interrogantes múltiples. Al verla despierta, él, con sonrisa maliciosa, leyó una selección de los pasajes marcados. «De los Proverbios del Infierno —empezó—: La lujuria del macho cabrío es la generosidad de Dios. —Ella se puso colorada—. Y, lo que es más —prosiguió él—: La antigua creencia de que el mundo será consumido por el fuego al cabo de seis mil años es cierta, como yo sé por el infierno. Y, más abajo: Esto sucederá en virtud de una mejora del placer sensual. Dime, ¿quién es? La he encontrado entre las páginas.» Le tendía la fotografía de una muerta: su hermana Elena, enterrada allí y olvidada. Otra adicta a las visiones; y víctima del hábito. «No hablamos mucho de ella. —Estaba arrodillada en la cama, desnuda, con la cara oculta por su pálido cabello—. Ponla donde estaba.»
Yo no vi a Dios alguno, ni lo oí tampoco, con percepción orgánica finita; pero mis sentidos descubrieron el infinito de todas las cosas. Hojeó el libro y puso a Elena Cone junto a la imagen del Hombre Regenerado, que estaba sentado, desnudo y con las piernas abiertas, en lo alto de una montaña con el sol brillando en su parte posterior. Siempre he observado que los ángeles tienen la vanidad de hablar de sí mismos como si ellos fueran los únicos sabios. Allie se cubrió la cara con las manos. Gibreel trató de animarla. «En la solapa escribiste: "Creación del mundo, según el arzobispo Usher, 4004 a.C. Fecha aprox. de apocalipsis, 1996." O sea, que todavía queda tiempo para la mejora del placer sensual.» Ella agitó la cabeza: déjalo. Él lo dejó. «Cuéntame», dijo él cerrando el libro.


*    *    *


Elena, a los veinte años, tomó Londres por asalto. Su cuerpo felino de metro ochenta se insinuaba a través de un modelo de cota de malla de Rabanne. Ella siempre tuvo una misteriosa seguridad en sí misma, proclamando que se sentía dueña del mundo. La ciudad era su medio, estaba en ella como el pez en el agua. Murió a los veintiuno, ahogada en una bañera de agua fría, con el cuerpo lleno de drogas psicotrópicas. ¿Puede ahogarse uno en su elemento?, se preguntaba Allie hacía mucho tiempo. Si los peces pueden ahogarse en el agua, ¿pueden los seres asfixiarse en el aire? Por aquel entonces, Allie, a sus dieciocho y diecinueve, envidiaba la seguridad de Elena. ¿Cuál era su propio elemento? ¿En qué tabla periódica del espíritu podía encontrarse? Ahora, con los pies planos, veterana del Himalaya, lloraba su pérdida. Una vez has ganado el más alto horizonte, no es fácil volver a tu caja, a una isla estrecha, una eternidad de antítesis. Pero sus pies eran unos traidores y la montaña la mataría.
La mitológica Elena, la modelo, envuelta en plásticos de alta costura, estaba segura de su inmortalidad. Allie, cuando fue a visitarla a su refugio de World's End, rehusó el terrón de azúcar que le ofrecía, murmuró que era malo para el cerebro, sintiéndose patosa, como de costumbre en presencia de Elena. La cara de su hermana, ojos excesivamente separados, barbilla demasiado puntiaguda, un efecto irresistible, la contemplaba burlona. «En el cerebro hay neuronas de sobra —dijo Elena—. Puedes permitirte gastar unas cuantas.» Elena derrochaba su capital de neuronas como el dinero, en busca de sus propias cumbres, tratando de volar, como se decía en el argot de la época. La muerte, como la vida, le llegó envuelta en azúcar.
Elena quiso «sacar partido» de su hermana pequeña Alleluia. «Con lo guapa que tú eres, ¿por qué te disfrazas con ese mono? Si no te falta de nada.» Una noche vistió a Allie con un modelito verde aceituna, a base de volantes y carencias, que dejaba los panties al aire hasta casi la ingle: me espolvorea de azúcar, como si fuera un dulce, pensó Allie con mentalidad puritana, mi propia hermana me exhibe en el escaparate, muchas gracias. Fueron a un club de juego, lleno de extasiados magnates de medio pelo y, mientras Elena estaba distraída, Allie se marchó. Una semana después, avergonzada por su cobardía, sentada en una poltrona tipo «saco de judías» en World's End, confesó a Elena que ya no era virgen. Y entonces su hermana le dio una bofetada en la boca y le llamó nombres antiguos: zorra, ramera, pájara. «Elena Cone nunca consintió que un hombre le pusiera encima ni un dedo —gritó, revelando su habilidad para pensar en sí misma en tercera persona—, ni una triste uña. Yo sé hacerme valer, niña, sé que, en cuanto ellos meten el pito, se acaba el misterio; pero debí figurarme que tú me saldrías puta. Algún comunista de mierda, seguro», concluyó. Había heredado los prejuicios de su padre. Allie, como Elena sabía, no.
Después de aquello, no se vieron mucho más. Elena sería hasta su muerte la reina virgen de la ciudad —la autopsia confirmó que había muerto virgo intacta—, mientras Allie dejaba de usar ropa interior, hacía trabajitos en revistas radicales de pequeña tirada y se convertía en el polo opuesto de su intocable hermana. Cada cópula le representaba una bofetada en la cara de su hermana, de expresión tempestuosa y labios pálidos. Tuvo tres abortos en dos años, y descubrió, con cierto retraso, que el uso de la píldora anticonceptiva la había colocado en el grupo de mayor riesgo de cáncer.
Se enteró de la muerte de su hermana por un cartel de un quiosco de periódicos: MUERE MODELO «BAÑADA EN ÁCIDO». Su primer pensamiento fue: ni la muerte te salva de los juegos de palabras. Después, descubrió que no podía llorar. «Seguí viéndola en las revistas durante meses —dijo a Gibreel —. Los contratos publicitarios se hacen a largo plazo.» El cadáver de Elena bailaba por desiertos marroquíes, cubierto tan sólo con velos diáfanos, o era avistado en la Luna, en el mar de las Sombras, sin más indumentaria que el casco espacial y media docena de corbatas de seda anudadas en los pechos y las caderas. Allie pintaba bigotes en las fotografías, para escándalo de los quiosqueros; arrancaba a su difunta hermana de los periódicos de su antimuerte de zombie y hacía con ella una pelota. Allie, perseguida por el fantasma periodístico de Elena, meditaba sobre los peligros de intentar volar; ¡qué flamígeras caídas, qué macabros infiernos se reservaban a aquellos émulos de ícaro! Le dio por pensar que Elena era un alma en pena, por creer que este cautiverio en un mundo inmóvil de descoco fotográfico en el que exhibía unos pechos negros de plástico moldeado tres tallas más grandes que los suyos, una torcida sonrisa seudoerótica y un mensaje publicitario en el ombligo, era nada menos que el infierno personal de Elena. Allie empezó a ver el grito en los ojos de su hermana, la angustia de verse atrapada para siempre en la doble plana de la moda. Elena era torturada por demonios, consumida en fuegos, y ni siquiera podía moverse... Al cabo de un tiempo, Allie tenía que evitar las tiendas en las que su hermana miraba al vacío desde los estantes. Era incapaz de abrir una revista, y escondió todas las fotos que tenía de Elena. «Adiós, Yel —dijo a la memoria de su hermana, llamándola por su nombre de la infancia—. No puedo mirarte más.»
«Pero al fin resultó que yo era igual que ella.» Las montañas empezaron a cantar en sus oídos; y también ella sacrificó neuronas para ir en busca de la exaltación. Eminencias médicas, especializadas en los problemas del montañismo, han demostrado con frecuencia, sin lugar a una duda razonable, que los seres humanos no pueden vivir sin un aparato respiratorio por encima de los ocho mil metros. Los ojos sufren derrames devastadores y el cerebro también empieza a estallar, perdiendo neuronas por miles de millones, demasiadas y demasiado aprisa, lo cual provoca el daño irreparable conocido por el nombre de deterioro de la altitud, que rápidamente es seguido de la muerte. Cadáveres ciegos, conservados en el congelador de las altas cumbres. Pero Allie y el sherpa Pemba subieron y volvieron para contarlo. Las neuronas de los fondos de depósito del cerebro suplieron las bajas de las cuentas corrientes. Tampoco se le reventaron los ojos. ¿Por qué se equivocaron los científicos? «Por los prejuicios, sobre todo —dijo Allie, enroscada alrededor de Gibreel debajo de la seda del paracaídas—. Puesto que no pueden cuantificar la voluntad, la dejan fuera de sus cálculos. Pero es la voluntad lo que te sube al Everest, la voluntad y la cólera, y eso puede con cualquier ley de la Naturaleza que puedas imaginar, por lo menos a corto plazo, y tomando en consideración la gravedad. Por lo menos, si no abusas de la suerte.»
Hubo ciertos daños. Ella sufría inexplicables fallos de memoria: cosas pequeñas e imprevisibles. Un día, en la pescadería, se le olvidó la palabra pescado. Una mañana, en el cuarto de baño, con el cepillo de los dientes en la mano, no sabía para qué servía. Y otra vez, al despertar y ver a Gibreel dormido a su lado, estuvo a punto de sacudirle y preguntar: «¿Quién diablos es usted? ¿Cómo ha llegado a mi cama?», pero, en el último instante, le volvió la memoria. «Espero que sea transitorio», le dijo. Pero todavía guardaba para sí las apariciones del fantasma de Maurice Wilson en los tejados que rodeaban los Fields, agitando el brazo con ademán invitador.


*    *    *


Era una mujer competente, impresionante en muchos aspectos, la deportista profesional de los años ochenta, cliente de MacMurray, la agencia gigante de relaciones públicas, y tenía patrocinadores a montones. Ahora también ella aparecía en anuncios, exhibiendo su propia línea de prendas para deporte y tiempo libre, pensadas para los excursionistas aficionados más que para los escaladores profesionales, promoviendo lo que Hal Valance llamaría el universo. Ella era la muchacha de oro del techo del mundo, la superviviente de «mi pareja de teutonas», como Otto Cone gustaba de llamar a sus hijas. Yel, otra vez te sigo los pasos. Una mujer atractiva en un mundo dominado por, en fin, hombres peludos se vendía bien, y la imagen de la «reina de los hielos» tenía garra. Esto daba dinero, y ahora que era lo bastante vieja como para comprometer sus viejos y fieros ideales con un simple encogerse de hombros y una sonrisa, estaba dispuesta a hacerlo, dispuesta, incluso, a salir en los programas de entrevistas de la televisión para responder con evasivas e insinuaciones picantes a las consabidas preguntas acerca de la vida con los chicos a ocho mil metros. Este exhibicionismo no casaba con la imagen de sí misma a la que aún se aferraba con fuerza: la idea de que ella era solitaria por naturaleza, la más reservada de las mujeres, y que las exigencias de su vida profesional le provocaban un conflicto que la dividía consigo misma Ello fue la causa de su primera disputa con Gibreel, que, con su crudeza habitual, dijo: «Supongo que no hay inconveniente en huir de las cámaras mientras sepas que van detrás de ti. Pero ¿y si se paran? Supongo que entonces correrías en sentido contrario.» Después, cuando hicieron las paces, ella bromeaba acerca de su fama creciente (puesto que fue la primera rubia atractiva que conquistó el Everest, se armó un considerable revuelo, y recibía por correo fotos de magníficos mostrencos, invitaciones a soirées encopetadas y también insultos paranoicos): «Yo podría hacer películas ahora que tú te has retirado. ¿Quién sabe? Quizá las haga.» A lo que él respondió, impresionándola con su vehemencia: «Antes tendrías que matarme.»
A pesar de su pragmatismo y buena disposición para meterse en las contaminadas aguas de la vida real y nadar a favor de la corriente, Allie no se libraba de la sensación de que una horrible desgracia acechaba a la vuelta de la esquina —reliquia de la trágica muerte de su padre y de su hermana—. Este presentimiento hizo de ella una escaladora precavida, «un tío que calcula porcentajes», como decían los chicos, y, a medida que admirados compañeros iban muriendo en las montañas, su precaución fue en aumento. Cuando no estaba escalando, ello le daba, a veces, un aspecto tenso, un aire nervioso; adquirió el aspecto defensivo y reconcentrado de una fortaleza que se prepara para un asalto inevitable. Esta actitud contribuyó a consolidar su reputación de mujer gélida; la gente se mantenía a distancia y, según decía ella misma, aceptaba la soledad como precio de su independencia. Pero en todo ello empezaba a haber contradicciones porque, al fin y al cabo, últimamente ella había abandonado toda prudencia cuando decidió hacer el último asalto al Everest sin oxígeno. «Aparte las demás consideraciones —le manifestó la agencia en su carta de felicitación — , este gesto la humaniza, demuestra que usted tiene corazón e intrepidez, lo cual le da una nueva dimensión muy positiva.» Ahora trabajaban en ello. Y, además, pensó Allie, sonriendo a Gibreel con expresión de estímulo y fatiga, mientras él descendía hacia sus intimidades, aquí estás tú. Casi un perfecto desconocido y te has hecho el dueño. Dios mío, si hasta te entré por la puerta casi en brazos. No se te puede reprochar que aceptaras la invitación.
Él no estaba educado para la convivencia. Acostumbrado a los criados, dejaba la ropa, las migas y las bolsitas del té tiradas por ahí. Peor: las tiraba, las dejaba caer donde había que recogerlas; con total desconsideración, permitiéndose el lujo de no reparar en lo que hacía, para seguir demostrándose a sí mismo que él, el pobre chiquillo de la calle, no tenía necesidad de ordenar sus cosas. Y no era esto lo único que la enfurecía. Ella servía el vino; él vaciaba su copa rápidamente y luego, cuando ella estaba distraída, bebía de la de ella, apaciguándola con un angelical y superinocente: «Hay mucho más, ¿verdad?» Se comportaba muy mal en casa. Le gustaba peer. Se quejaba —¡se quejaba, sí, después de que ella, literalmente, lo recogiera de la nieve!— de que el piso era pequeño. «No puedo andar dos pasos sin darme de narices contra una pared.» Contestaba al teléfono con grosería, auténtica grosería, sin molestarse en preguntar quién llamaba: automáticamente, como hacen las estrellas de cine de Bombay cuando, por casualidad, no hay un lacayo a mano que les proteja de las intrusiones. Después de soportar una de aquellas andanadas de obscenidades, Alicja, cuando por fin pudo hablar con su hija, dijo: «Perdona la franqueza, hijita, pero me parece que tu amigo es un caso.»
«¿Un caso, mamá?» Esto tuvo el efecto de provocar en Alicja su tono más arrogante. Todavía podía hablar con distinción, tenía esa facultad, a pesar de su decisión post-Otto de disfrazarse de pueblerina. «Un caso —anunció, tomando en consideración la circunstancia de que Gibreel era importación de la India— de chifladura de macaco.»
Allie no discutió con su madre, ya que no estaba segura, ni mucho menos, de poder seguir viviendo con Gibreel, aunque él hubiera atravesado medio mundo, aunque hubiera caído del cielo. Era difícil hacer previsiones a largo plazo; incluso el medio plazo aparecía oscuro. Por el momento, ella se concentraba en tratar de conocer a este hombre que, de entrada, daba por descontado que él era el gran amor de su vida, con una certeza que hacía pensar que o estaba en lo cierto, o estaba loco. Había muchos momentos difíciles. Ella no sabía lo que sabía él, lo que ella podía dar por descontado: un día, refiriéndose a Luzhin, el ajedrecista maldito de Nabokov que llegó a pensar que en la vida, como en el ajedrez, indefectiblemente tenían que darse ciertas combinaciones para derrotarle, para tratar de explicar, por analogía, su propio (en realidad, algo distinto) presentimiento de catástrofe inminente (que tenía que ver no con esquemas reiterativos, sino con la inevitabilidad de lo imprevisible); pero él le lanzó una mirada dolorida que le mostró que no había oído hablar del escritor, y no digamos de La defensa. Pero, por otro lado, un día la sorprendió al preguntarle inopinadamente: «¿Por qué Picabia?» Y agregó que era peculiar, que Otto Cohen, veterano de los campos de terror, se interesara por todo ese amor neofascista por la maquinaria, la fuerza bruta y la glorificación de la deshumanización. «El que haya tenido algo que ver con las máquinas —agregó—, y, muñeca, eso es decir todos nosotros, sabe muy bien que sólo hay una cosa cierta en las máquinas, ya sean ordenadores o bicicletas. Y es que se estropean.» ¿Cómo es que tú conoces...?, empezó ella, y se interrumpió, porque no le gustaba el tono paternalista de su voz, pero él le respondió sin vanidad. La primera vez que oyó hablar de Marinetti, le dijo, no supo interpretarlo y pensó que el futurismo era algo relacionado con los muñecos. «Marionetas, kathputli; por aquel entonces yo estaba interesado en que se utilizaran autómatas en las películas, por ejemplo, para representar demonios y otros seres sobrenaturales, y agarré un libro.» Agarré un libro: Gibreel, el autodidacta, hizo que sonara como si hubiera agarrado un paraguas. A una muchacha de una familia que reverenciaba los libros —su padre les hacía besar cada tomo que caía al suelo— y que, en su rebeldía, los maltrataba, arrancando las páginas que le interesaban o que no le gustaban, marcándolos y rayándolos para demostrar quién mandaba, la irreverencia incruenta de Gibreel, que tomaba los libros por lo que ofrecían, sin genuflexiones ni afán destructor, era algo nuevo y, así lo reconoció, grato. Ella aprendía de él. Gibreel, no obstante, parecía insensible a todo conocimiento que ella deseara impartir como, por ejemplo, el sitio en el que había que dejar los calcetines sucios. Cuando ella sugirió que «ayudara un poco», él se mostró vivamente ofendido, como si considerase que tenía derecho a esperar un desagravio. Y ella, contrariada, descubrió que estaba dispuesta a ofrecérselo; por lo menos, aquella vez.
Lo peor de él, concluyó ella provisionalmente, era su facultad para sentirse desairado, menospreciado, agredido. Era imposible hacerle casi cualquier observación, por razonable que fuera y por dulcemente que se planteara. «Hala, hala, a paseo», gritaba y se retiraba a la tienda de su orgullo herido. Y lo mejor de él era su forma de adivinar lo que ella deseaba, de convertirse, cuando él quería, en el mago que satisfacía sus ansias secretas. Por lo tanto, sus relaciones sexuales eran literalmente eléctricas. Aquella primera chispa que saltó en su beso inaugural no fue casual. Seguía saltando, y a veces, en la cama, a ella le parecía que oía crepitar la electricidad alrededor de ellos; había momentos en los que sentía cómo se le erizaba el pelo. «Me recuerda el pene de goma eléctrico que mi padre tenía en su estudio —dijo a Gibreel, y los dos se rieron—. ¿Soy el amor de tu vida?», preguntó rápidamente, y él respondió, no menos rápidamente: «Desde luego.»
Ella reconoció que los rumores sobre su frialdad, incluso su frigidez, tenían cierta base. «Cuando Yel murió, asumí también ese aspecto de ella.» Ya no necesitaba amantes que restregarle por la cara. «Además, en realidad, ya no disfrutaba con ello. Por aquel entonces, casi todos eran revolucionarios socialistas, que se conformaban conmigo mientras soñaban con las mujeres heroicas que habían visto durante sus viajes de tres semanas a Cuba. A ellas, ni acercarse, desde luego; el mono militar y la pureza ideológica les asustaban. Volvían a casa tarareando "Guantanamera" y me llamaban por teléfono.» Ella renunció. «Pensé: que los mejores cerebros de mi generación diserten acerca del poder sobre el cuerpo de otra infeliz; yo, paso.» Empezó a subir montañas, decía al principio, «porque sabía que ellos no me seguirían hasta allá arriba. Pero luego pensé: qué parida. Yo no lo hacía por ellos; lo hacía por mí».
Todas las mañanas, durante una hora, subía y bajaba las escaleras corriendo, descalza, sobre las puntas de los pies, por lo de los arcos caídos. Luego se desplomaba sobre un montón de almohadones, furiosa, mientras él paseaba, sin saber qué hacer, y generalmente acababa por servirle un trago fuerte: whisky irlandés, casi siempre. Ella bebía bastante desde que empezó a darse cuenta de la gravedad del problema de sus pies. («Por tu madre, de los pies, ni palabra —fue el surrealista consejo que le dio por teléfono una voz de la agencia de relaciones públicas—. Si la cosa se sabe, finito, telón, sayonara, apaga y vámonos.») En su vigesimoprimera noche, después de cinco dobles de Jameson's, ella le dijo: «Te voy a explicar por qué subí allá arriba. No te rías. Para escapar del bien y del mal.» Él no se rió. «¿Tú opinas que las montañas están por encima de la moral?», preguntó él gravemente. «Esto es lo que yo aprendí en la revolución —prosiguió ella—. Esta cosa: la información quedó abolida en un momento del siglo veinte, no puedo decir cuándo exactamente; y es natural, porque eso forma parte de la información que fue abli, a-bo-lida. Desde entonces, vivimos en un cuento de hadas. ¿Me sigues? Todo sucede por arte de magia. Nosotras, las hadas, no tenemos ni puta idea de lo que pasa. Entonces, ¿cómo vamos a saber si está bien o mal? Ni siquiera sabemos lo que es. De manera que yo pensé o puedes romperte el corazón tratando de esclarecerlo o puedes ir a sentarte en una montaña, porque es ahí a donde se ha ido toda la verdad; lo creas o no, se levantó y se largó de estas ciudades en las que hasta lo que tenemos debajo de los pies es artificial, mentira, y se escondió allá arriba, en el aire transparente, hasta donde los embusteros no se atreven a perseguirla, por miedo a que les estalle el cerebro. Está allá arriba. Yo subí. Pregúntame.» Se quedó dormida; él la llevó a la cama.
Cuando le llegó la noticia de la muerte de Gibreel en la catástrofe aérea, ella se atormentaba inventándolo, es decir, especulando acerca del amante perdido. Él era el primero con el que ella dormía desde hacía cinco años, que no era cifra pequeña en su vida. Allie se apartó de la sexualidad porque su instinto le hizo comprender que, de lo contrario, podía ser absorbida; que para ella ésta era y sería siempre una cuestión importante, todo un oscuro continente del que había qué trazar los mapas, y ella no estaba dispuesta a ir por ese camino, a ser explorador, a dibujar esas costas. Pero no había podido dejar de sentirse disminuida por su ignorancia del Amor, de lo que debía de ser sentirse totalmente poseído por aquel djinn típico y capitalizado, el anhelo de, la indefinición de los límites del ser, la gran apertura, desde la nuez hasta el pubis: sólo palabras, porque ella no sabía lo que era eso. Supongamos que él hubiera llegado hasta mí, soñaba. Yo habría podido descubrirlo paso a paso, trepar hasta su cima. Ya que mis pies de huesos frágiles me privan de la montaña, yo habría buscado mi montaña en él: establecido campamentos base, trazado rutas, salvado cascadas de hielo, grietas, corredores. Habría hecho el asalto a la cumbre y visto bailar a los ángeles. Pero, ay, él está muerto y en el fondo del mar. Y entonces lo encontró. Y tal vez también él la había inventado a ella un poco, inventado a alguien cuyo amor mereciera que uno abandonase su antigua vida. Nada extraordinario en eso. Ocurre con frecuencia, y allá van los dos inventores matando cantos vivos, ajustando sus inventos, amoldando la imaginación a la realidad, aprendiendo a convivir: o no. Unas veces resulta, y otras, no. Pero suponer que Gibreel Farishta y Alleluia Cone hubieran podido seguir un camino tan trillado, es cometer el error de creer que sus relaciones eran comunes y corrientes. Y no lo eran. Ni por asomo. Eran unas relaciones con graves deficiencias. («La ciudad moderna — Otto Cone aburría a su familia en la mesa con su tópico favorito— es el locus classicus de realidades incompatibles. Vidas que no tienen por qué mezclarse se sientan de lado en el ómnibus. Un universo, en un paso cebra, es iluminado un momento, y parpadea como un conejo, por los faros de un vehículo motor en el que se encuentra un continuum completamente extraño y contradictorio. Y, si todo para en esto, si sólo se cruzan en la noche, se rozan en una estación del Metro, se saludan con un sombrerazo en el pasillo de un hotel, menos mal. Pero ¡ay si se mezclan! Entonces es uranio y plutonio, cada uno descompone al otro, y boom.» «Si bien se mira, cariño —dijo Alicja secamente—, a menudo yo misma me siento un poco incompatible.»)
Las deficiencias de la gran pasión de Alleluia Cone y Gibreel Farishta eran las siguientes: el temor secreto que ella sentía de su deseo secreto, o sea, del amor; un temor que la hacía distanciarse y hasta atacar violentamente a la misma persona cuyo afecto más deseaba; y, cuanto más profunda era la intimidad, más violento era su ataque, de manera que la otra persona, a la que se había conducido a un lugar de absoluta confianza induciéndole a bajar la guardia, sentía el impacto con toda su fuerza y quedaba devastada; que es, ni más ni menos, lo que ocurrió a Gibreel Farishta cuando, después de tres semanas del más sublime éxtasis amoroso que cualquiera de los dos hubiera conocido, se le notificó que debía buscarse alojamiento lo antes posible porque ella, Allie, necesitaba más espacio del que ahora disponía; y el carácter celoso y absorbente de él, insospechado incluso para sí mismo, porque nunca consideró a una mujer como un tesoro que había que guardar a toda costa de las hordas piratas que, naturalmente, tratarían de arrebatársela; y sobre lo que en seguida volveremos; y el defecto fatal, es decir, el inminente descubrimiento de Gibreel Farishta —o, si lo prefieren, chifladura— de que él era en verdad nada menos que un arcángel con forma humana, y no un arcángel cualquiera, sino el Ángel de la Revelación, el más preeminente de todos (ahora que había caído Shaitan).


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Habían pasado sus días en un aislamiento tal, envueltos en las sábanas de sus deseos, que los celos furiosos e incontrolables de él, que, como advirtiera Yago, «escarnecen la carne de la que se alimentan», tardaron en aflorar. Se manifestaron por primera vez en el ridículo asunto del trío de caricaturas que Allie había colgado delante de la puerta de entrada, con passe-partout color crema y marco oro viejo, todas con la misma dedicatoria garabateada en el ángulo inferior derecho de la cartulina crema: Para A., con esperanzas, de Brunel. Cuando Gibreel reparó en las inscripciones, exigió una explicación, señalando las caricaturas con el brazo extendido y sujetando con la mano libre la sábana que le envolvía (se había ataviado de esta sencilla manera porque había decidido que había llegado el momento de inspeccionar los alrededores; uno no puede pasar la vida echado sobre la espalda, ni siquiera sobre la tuya, dijo); Allie se rió, comprensiblemente. «Te pareces a Bruto, todo muerte y dignidad —bromeó—. La estampa del hombre honorable.» Con vivo asombro, ella le oyó gritar violentamente: «Dime inmediatamente quién es este canalla.»
«Es imposible que hables en serio», dijo ella. Jack Brunel se dedicaba a los dibujos animados, tenía casi sesenta años y había conocido a su padre. Ella nunca sintió ni el menor interés por él, que se dedicaba a cortejarla por el solapado y mudo sistema de enviarle aquellos dibujos de vez en cuando.
«¿Y por qué no los tiras a la papelera?», rugió Gibreel. Allie, sin comprender todavía la magnitud de su cólera, mantuvo un tono humorístico. Conservaba los dibujos porque le gustaban. El primero era un viejo chiste de Punch, en el que se veía a Leonardo da Vinci en su estudio, rodeado de discípulos, arrojando al aire la Mona Lisa como un platillo volador. Acordaos de lo que os digo, se leía al pie: un día los hombres volarán a Padua en cosas como ésta. En el segundo marco había una página de Toff, una revista infantil inglesa de la época de la Segunda Guerra Mundial. En unos tiempos en los que tantos niños se convertían en evacuados, se consideró necesario crear, a modo de explicación, una versión en historieta de los sucesos del mundo de los mayores. Allí se representaba uno de los encuentros semanales entre el equipo local —Toff (un niño increíble, con monóculo, chaquetilla corta y pantalón a rayas estilo Eton) y Bert, su compañero, con gorra de visera y rodillas desolladas— y el asqueroso enemigo, Hatroz Hadolf y sus tarados (hatajo de matones cada cual con su tara, por ejemplo, un garfio en lugar de mano, pies con garras o unos dientes que podían atravesarte el brazo). El equipo británico invariablemente salía vencedor. Gibreel miraba el cuadrito con desdén. «Malditos chauvinistas. Ésa es vuestra mentalidad; eso fue para vosotros la guerra.» Allie optó por no hablarle de su padre, ni decir a Gibreel que uno de los dibujantes de Toff, un acérrimo antinazi natural de Berlín llamado Wolf, fue arrestado e internado con otros alemanes que vivían en Inglaterra y, según Brunel, sus compañeros no movieron ni un dedo para salvarle. «Corazón de piedra —comentó Jack—, es lo único que necesita el dibujante de historietas. ¡Qué gran artista hubiera sido Disney de haber tenido el corazón de piedra! Ése fue su gran defecto.» Brunel dirigía unos pequeños estudios de películas de dibujos animados llamados Producciones Espantapájaros, por el personaje de El mago de Oz.
El tercer marco contenía el último dibujo de una de las películas del gran animador japonés Yoji Kuri, cuya producción, de un cinismo singular, era el perfecto exponente de la realista opinión de Brunel sobre el arte del dibujante. En la película, un hombre caía desde un rascacielos; un coche de bomberos llegaba a toda velocidad y se situaba debajo del que caía. El techo del coche se abría y del interior surgía un gran pincho de acero y, en el dibujo que estaba en la pared de Allie, el hombre llegaba cabeza abajo y el pincho se le clavaba en el cerebro. «Morboso», sentenció Gibreel Farishta.
Puesto que nada conseguía con estos espléndidos regalos, Brunel se vio obligado a salir a la luz y presentarse en persona. Compareció una noche en el apartamento de Allie, sin avisar y bastante bebido, y con una cartera bastante estropeada de la que sacó una botella de ron negro. A las tres de la madrugada se había bebido todo el ron y no parecía pensar en marcharse. Allie, ostensiblemente, se fue al cuarto de baño a lavarse los dientes y, al volver, encontró al dibujante en cueros en el centro de la alfombra de la sala, mostrando un cuerpo sorprendentemente bien formado cubierto de espeso vello gris. Al verla, abrió los brazos gritando: «¡Tómame! ¡Haz conmigo lo que tú quieras!» Ella, con toda la amabilidad posible, le hizo vestirse, y los puso a él y a su cartera en la puerta. Brunel no había vuelto.
Allie contó el caso a Gibreel con una risueña franqueza que indicaba que ella no esperaba que desatara aquella tormenta. Pero también es posible (durante los últimos días habían tenido ciertos roces) que aquel aire de inocencia fuera ficticio, que ella casi deseara que él empezara a portarse mal, de manera que lo que ocurriera fuera culpa suya, no de ella... Lo cierto es que Gibreel puso el grito en el cielo y acusó a Allie de falsear el final de la historia y agregó que en realidad el pobre Brunel debía de estar esperando al lado del teléfono y que ella pensaba llamarle en cuanto él, Farishta, diera media vuelta. Desvarios, en suma, celos del pasado, los peores. Cuando este sentimiento terrible se apoderó de él, empezó a improvisar una serie de amantes, a los que puso por todas las esquinas. Ella le había contado lo de Brunel para mortificarle, gritó; era una crueldad deliberada. «Tú quieres tener a los hombres de rodillas —chilló, perdido ya el control por completo—. Yo no me arrodillo.»
«Basta —dijo ella—. Fuera.»
Su furor se acrecentó. Ciñéndose la toga, se precipitó en el dormitorio para vestirse. Se puso las únicas prendas que poseía, incluida la gabardina del forro escarlata y el sombrero gris de don Enrique Diamond; Allie le miraba desde la puerta. «No creas que volveré», gritó, comprendiendo que su furor podía llevarle hasta la puerta y esperando que ella empezara a calmarle, a hablarle suavemente, a proporcionarle el medio de quedarse. Pero ella se encogió de hombros y se fue, y entonces, en el instante de su mayor ira, se resquebrajaron los límites de la tierra, se oyó un ruido como de una presa que reventara y mientras los espíritus del mundo de los sueños salían en tropel por la brecha al universo de lo cotidiano, Gibreel Farishta vio a Dios.
Para el Isaías de Blake, Dios era, simplemente, inmanente, una indignación incorpórea; pero la visión de Gibreel del Ser Supremo no tenía nada de abstracta. Sentado en la cama había un hombre de su misma edad poco más o menos, estatura mediana, fornido, con una barba de sal y pimienta recortada resiguiendo la línea de la mandíbula. Lo que más le chocó fue que la aparición tenía una calva incipiente, caspa y gafas. Aquél no era el Todopoderoso que él esperaba. «¿Quién es usted?», preguntó con interés. (Ahora ya no le interesaba Alleluia Cone que, al oír que empezaba a hablar solo, había vuelto sobre sus pasos y le observaba con una expresión de auténtico pánico.)
«Ooparvala —dijo la aparición—. El de Arriba.» «¿Cómo puedo estar seguro de que no es el Otro —preguntó Gibreel astutamente—, Neechayvala, El de Abajo?»
Pregunta muy osada que recibió respuesta contundente. Aquella deidad podía tener aspecto de amanuense miope, pero desde luego era capaz de movilizar todo el aparato tradicional de la ira divina. Las nubes se agolparon frente a la ventana; el viento y el trueno hicieron temblar la habitación. En los Fields cayeron árboles. «Estamos perdiendo la paciencia contigo, Gibreel Farishta. Ya basta de dudar de Nos. —Gibreel bajó la cabeza, apabullado por la divina cólera—. Nos no estamos obligado a explicarte Nuestra naturaleza. —El rapapolvo continuaba—. Si Nos somos multiforme y plural; si representamos la unión por hibridación de contrarios tales como Oopar y Neechay, o si somos puro, escueto y sumo, no ha de decidirse aquí.» La revuelta cama, en la que su Visitante descansaba Su parte posterior (que, según observó Gibreel, refulgía levemente, como el resto de la Persona), fue objeto de mirada desaprobadora. «Lo que importa es que ya se han acabado las vacilaciones. ¿Tú querías una señal clara de Nuestra existencia? Nos hicimos que la Revelación llenara tus sueños, en los cuales se explicitaba no sólo Nuestra naturaleza, sino también la tuya. Pero tú te resistías, luchabas contra el sueño por el que Nos te despertábamos. Tu miedo a la verdad nos ha obligado finalmente a manifestarnos, con bastantes molestias, en la vivienda de esta mujer muy entrada la noche. Ya es hora de actuar. ¿Crees que Nos te rescatamos de los cielos para que te revolcaras con una rubia de pies planos (extraordinaria, sin duda). El trabajo espera.»
«Estoy dispuesto —dijo Gibreel con humildad—. De todos modos, ya me iba.»
«Escucha —le decía Allie Cone—, Gibreel, maldita sea, olvida la pelea. Mira: yo te quiero.»
Ahora estaban los dos solos en el apartamento. «Tengo que marcharme», dijo Gibreel suavemente. Ella se colgó de su brazo. «Me parece que no estás bien.» Él insistió en salvar su dignidad. «Después de exigir mi marcha, ya no posees jurisdicción en lo concerniente a mi salud.» Y escapó. Alleluia, al tratar de seguirle, sintió agudos dolores en ambos pies y, sin más opción, cayó al suelo sollozando, lo mismo que una actriz en una película masala, o que Rekha Merchant el día en que Gibreel la dejó por última vez. En suma, lo mismo que un personaje de un tipo de drama en el que ella nunca creyó poder encajar.


*    *    *


La turbulencia meteorológica desatada por la cólera de Dios para con su siervo había dado paso a una noche clara y tibia presidida por una luna gorda y mantecosa. Sólo los árboles derribados daban testimonio del poder del Ser que ya había partido. Gibreel, con el sombrero calado, el cinturón del dinero bien ceñido al cuerpo, las manos hundidas en los bolsillos —la derecha palpaba un libro pequeño, de tapas blandas—, daba gracias en silencio por su evasión. Seguro ya de su condición arcangélica, desechó todo remordimiento por sus anteriores dudas y lo sustituyó por una firme decisión: él devolvería a esta metrópoli de impíos, esta nueva 'Ad o Thamoud, el conocimiento de Dios, el cual derramaría sobre ella las bendiciones de la Revelación, la Palabra sagrada. Sintió que su antigua personalidad se desprendía de él y la despidió encogiéndose de hombros, pero decidió que, por ahora, conservaría la escala humana. Aún no había llegado el momento de crecer hasta llenar el firmamento de horizonte a horizonte, aunque sin duda llegaría a no tardar.
Las calles de la ciudad se retorcían en torno a él, enroscándose como serpientes. Londres se había vuelto inestable, revelando su verdadera naturaleza, caprichosa y atormentada, su angustia de ciudad que ha perdido el sentido de identidad y, por consiguiente, se debate en la impotencia de su egoísta y airado presente de máscaras y parodias, asfixiada y oprimida por el peso insoportable del pasado no desechado, mientras contempla la desolación de un futuro empobrecido. Él deambuló toda la noche, y el día siguiente, y la noche siguiente, hasta que luz y oscuridad dejaron de importar. Ya no parecía necesitar la comida ni el descanso; sólo sentía el afán de moverse constantemente por aquella metrópoli torturada cuya textura estaba transformándose por completo; las casas de los barrios ricos se construían ahora de miedo solidificado; los edificios del Gobierno, de vanagloria y desprecio, y las viviendas de los pobres, de confusión y sueños materiales. Cuando miras con ojos de ángel, ves esencias en lugar de superficies, ves la corrupción del alma que levanta ampollas y pústulas en la piel de los transeúntes, ves la generosidad de algunas personas posada en sus hombros en forma de ave. Mientras vagaba por la ciudad transformada, vio diablillos con alas de murciélago sentados en las esquinas de edificios hechos de mentiras, y vislumbró duendes que reptaban como gusanos por entre las baldosas rotas de los urinarios públicos. Al igual que el fraile alemán Richalmus en el siglo trece, sólo con cerrar los ojos veía nubes de demonios minúsculos que envolvían a cada hombre y mujer del mundo, bailando como motas de polvo al sol, ahora Gibreel, con los ojos abiertos al claro de luna y a la luz del sol, detectaba en todas partes la presencia de su adversario, de su —para devolver a la vieja palabra su significado original— shaitan.
Mucho antes del Diluvio, recordó —al parecer, ahora que había reasumido el papel de arcángel se le restituían, poco a poco, su memoria y sabiduría arcangélicas—, numerosos ángeles (los primeros nombres que recordó, Semjaza y Azazel) fueron arrojados del Cielo por desear a las hijas de los hombres, las cuales, llegado el momento, parieron una raza perversa de gigantes. Ahora empezaba a comprender la magnitud del peligro del que se había salvado al apartarse de Alleluia Cone. ¡Oh, la más falsa de las criaturas! ¡Oh, princesa de los poderes del aire! Cuando el Profeta, paz a su nombre, recibió la wahi, Revelación, ¿no temió también haber perdido el juicio? ¿Y quién le tranquilizó dándole la certidumbre que necesitaba? Pues Khadija, su esposa. Ella le convenció de que no estaba loco de remate, sino que era el Mensajero de Dios.
Pero Alleluia, ¿qué había hecho por él? Tú no eres tú. Me parece que no estás bien. ¡Oh, causante de tribulaciones, generatriz de discordia y de la amargura del corazón! ¡Sirena tentadora, diablo en forma humana! Ese cuerpo como la nieve, con su pelo pálido, pálido; cómo lo utilizaba ella para nublarle el alma, y cuán duro le resultó, por la debilidad de la carne, resistirse..., prendido por ella en las redes de un amor tan complejo que estaba más allá de toda comprensión y le había llevado hasta el borde de la Caída final. ¡Cuán benéfico fue entonces para él el Ente Superior! Ahora veía que la elección era fácil: el amor infernal de las hijas de los hombres o la celestial adoración de Dios. Él consiguió hacer la elección buena, en el último instante.
Del bolsillo derecho de la gabardina sacó el libro que estaba allí desde que se fue de casa de Rosa, hacía un milenio: el libro de la ciudad que él venía a salvar, el Mismo Londres, capital de Vilayet, convenientemente expuesta con todo detalle, sin omitir nada. Él redimiría esta ciudad: Londres a su alcance, de la A a la Z.


*    *    *


En una esquina de una zona de la ciudad antaño conocida por sus artistas y radicales y transitada por hombres en busca de prostitutas y ahora entregada al personal publicitario y productores cinematográficos menores, el arcángel Gibreel descubrió un alma perdida. Era joven, del género masculino, buena estatura y una gran belleza, con la nariz extrañamente aguileña, el pelo más bien largo, reluciente y peinado con raya en medio, y con los dientes de oro. El alma perdida estaba de pie en el bordillo de la acera, de espaldas al arroyo, con el cuerpo ligeramente inclinado hacia delante, y sostenía en la mano derecha un objeto que evidentemente tenía en gran estima. Su conducta era extraña: contemplaba intensamente el objeto que tenía en la mano y luego miraba en derredor, sacudiendo la cabeza de derecha a izquierda, escudriñando con ávida concentración la cara de los que pasaban por su lado. Gibreel, que no quería actuar con brusquedad, observó, en una primera pasada, que el objeto que asía el alma perdida era una foto tamaño pasaporte. A la segunda pasada se paró delante del desconocido y le ofreció su ayuda. El otro le miró con recelo y le puso la foto delante de la nariz. «Este hombre —dijo golpeando la cartulina con un largo índice—. ¿Conoces a este hombre?»
Cuando Gibreel vio que desde la foto le miraba un joven de gran belleza, con una nariz extrañamente aguileña, el pelo más bien largo, reluciente y peinado con raya en medio, comprendió que su instinto no le había engañado, que allí, en una concurrida esquina, observando a la gente, por si se veía pasar a sí mismo, había un alma en busca del cuerpo extraviado, un espectro que necesitaba desesperadamente su envoltura física perdida; porque los arcángeles saben que el alma o ka no puede existir (una vez se ha roto el dorado cordón de luz que la une al cuerpo) más de una. noche y un día. «Yo puedo ayudarte», prometió, y el joven le miró con viva incredulidad. Gibreel se inclinó, tomó la cara del alma entre las manos y la besó firmemente en los labios, porque el espíritu que es besado por un arcángel recupera inmediatamente el sentido de la orientación y encuentra el camino de la verdad y la virtud. Ahora bien, el alma perdida reaccionó a la gracia del beso arcangélico de un modo sorprendente. «¡Maricón! —gritó—. Puedo estar desesperado, tú, pero no tanto», después de lo cual, manifestando una solidez insólita en los espíritus incorpóreos, sacudió al Arcángel del Señor un soberano golpe en la nariz con el mismo puño con que sostenía su imagen, provocando desorientación y hemorragia.
Cuando a Gibreel se le aclaró la vista, el alma perdida se había marchado, pero ahora tenía delante, flotando en su alfombra, a medio metro del suelo, a Rekha Merchant, que se burlaba de él en su perplejidad. «No ha sido un gran comienzo —comentó resoplando—. Vaya un arcángel. Gibreel janab, estás mal de la cabeza, te lo digo yo. Interpretaste a demasiados personajes alados y eso no podía ser bueno para ti. Y, en tu lugar, yo no me fiaría de esa Deidad tuya —agregó en tono más confidencial, si bien Gibreel sospechó que su intención seguía siendo satírica—. Él mismo se delató al embarullar la respuesta a tu pregunta de si era Oopar o era Neechay. Este criterio de separación de funciones, luz contra tinieblas, el mal contra el bien, puede tener sentido en el Islam (Oh, hijos de Adán, no permitáis que el diablo os seduzca, como expulsó a vuestros padres del paraíso, arrancándoles el vestido para mostrarles su vergüenza), pero no tienes más que remontarte un poco y verás que se trata de una invención bastante reciente. Amos, en el siglo octavo a. C, pregunta: "¿Puede haber mal en una ciudad y no ser obra del Señor?" El mismo Yavé, citado doscientos años después en Deutero-Isaías, explica: "Yo hago la luz y creo las tinieblas; Yo hago la paz y creo el mal; Yo, el Señor, hago todas estas cosas." Y no es hasta el siglo cuarto a. C, en el Libro de las Crónicas, cuando se usa la palabra shaitan para designar un ser y no sólo un atributo de Dios.» Este discurso, evidentemente, nunca hubiera podido pronunciarlo la Rekha «real», que descendía de una tradición politeísta y jamás manifestó ni asomo de interés por la comparación de las religiones y, mucho menos, por los Apócrifos. Pero Gibreel sabía que la Rekha que le perseguía desde que cayó del Bostan no era real de una manera objetiva, psicológica o físicamente coherente. Entonces, ¿qué era? Sería fácil imaginarla como algo creado por él mismo, su propia cómplice-adversaria, su demonio interior. Ello explicaría su desparpajo con el arcano. Pero ¿cómo había adquirido él estos conocimientos? ¿Realmente los poseyó en tiempos y luego los perdió, como le informaba ahora su memoria? (Tenía la molesta sensación de que aquí había algo que no acababa de encajar, pero cuando trataba de concentrar sus pensamientos en su «época de tinieblas», es decir, aquel período durante el cual, inexplicablemente, dejó de creer en su condición angélica, se veía ante un espeso frente de nubes, a través del cual, por más que se esforzaba, apenas distinguía unas sombras.) ¿O podía ser que el material que ahora le llenaba el pensamiento, trasunto, digamos por vía de ejemplo, de cómo sus ángeles-lugartenientes Ithuriel y Zephon encontraron al adversario agazapado como un sapo junto al oído de Eva en el Edén, utilizando sus artes «para llegar / A los órganos que la intrigaban, y forjar con ellos / Las ilusiones de su mayor agrado, fantasmas y sueños», que este material, decía, hubiera sido introducido en su cabeza por aquella misma ambigua Criatura, aquel De Arriba y De Abajo que le había visitado en el dormitorio de Alleluia despertándolo de su largo sueño en vigilia? Entonces, quizá, también Rekha era emisaria de este Dios, una divina antagonista externa y no una sombra interna, nacida del remordimiento; alguien enviado para luchar contra él y hacerle otra vez completo.
Le sangraba la nariz, que empezó a latirle dolorosamente. No toleraba el dolor. «Siempre fuiste un llorón», reía Rekha en sus barbas. Shaitan comprendía mejor:

¿Vive quien ama su dolor?
¿Quién es el que, si encontrara el camino, no escaparía del infierno
aunque
hubiera sido condenado? Tú mismo, sin duda,
con osadía te aventurarás hasta el lugar
más alejado del dolor, en el que pudieras esperar trocar
el tormento por solaz...

Él no habría sabido decirlo mejor. La persona que se encontrara en un infierno recurriría a todo, violación, extorsión asesinato, felo de se, lo que fuera, con tal de poder salir... Se aplicó el pañuelo a la nariz y Rekha, presente todavía en su alfombra voladora e intuyendo su ascensión (¿o descenso?) al reino de la especulación metafísica, trató de llevar las cosas a terreno más familiar. «Debiste seguir conmigo —opinó—. Habrías podido quererme mucho. Yo sabía querer. No todo el mundo tiene esa facultad; yo sí la tengo, quiero decir la tenía. Querer no como esa rubia explosiva y egoísta que no hacía más que pensar en tener un hijo y ni siquiera te lo mencionó. Ni como tu Dios, que ya no es como en los viejos tiempos en que esas Personas se tomaban un interés.»
Se imponía replicar a varios extremos. «Tú estabas casada, de principio a fin —respondió—. Los cojinetes. Yo era tu plato de segunda mesa. Por lo que a Él atañe, yo, que durante tanto tiempo esperé que se manifestara, no voy a murmurar de Él post facto, después de la aparición personal. Finalmente, ¿a qué viene lo del niño? Por lo visto, tú no te detienes ante nada.»
«Y tú no sabes lo que es el infierno —replicó ella secamente, dejando caer la máscara de la imperturbabilidad—. Pero, descuida, campeón, lo sabrás. A una palabra tuya, yo habría dejado al pesado de los cojinetes al instante, pero tú, ni mu. Pues allá abajo nos veremos, Hotel Neechayvala.»
«¡Y qué ibas a dejar a tus hijos! —insistió él—. Los pobres, si hasta los tiraste desde la azotea antes de saltar.» Esto la hizo estallar. “¡Cállate! ¡No te atrevas a hablar! ¡Ya te arreglaré, míster! ¡Te freiré el corazón y me lo comeré con tostadas! Y, en cuanto a tu princesa Blancanieves, ella opina que los hijos son propiedad materna exclusivamente, porque los hombres vienen y se van, mientras que una se queda. Tú no eres más que la semilla, con perdón, y ella, el huerto. ¿Quién pide permiso a la semilla para plantarla? ¡Qué sabes tú, memo de Bombay, de las ideas modernas de las mamás!»
«¡Mira quién habló! —repuso él, indignado—. ¿Es que pediste permiso al papaíto para tirar a los niños desde la azotea?»
Ella desapareció, furiosa, entre humo amarillo, con una explosión que le hizo tambalearse y le tiró el sombrero (quedó con la copa hacia abajo, en la acera, a sus pies), al tiempo que producía un efecto olfativo de tan nauseabunda potencia que le provocó náuseas y arcadas. Gratuitas, ya que estaba totalmente vacío de comida y bebida por no haber tomado alimento alguno en muchos días. Ah, la inmortalidad, pensó, noble liberación de la tiranía del cuerpo. Advirtió que dos individuos lo contemplaban con curiosidad: un joven de aspecto agresivo, todo tachas y cuero, pelo arco iris a lo mohicano y zigzag de relámpago pintado en la nariz, y una señora de mediana edad y cara afable, con un pañuelo en la cabeza. Pues muy bien: aprovecharía la oportunidad. «Arrepentios —exclamó con vehemencia—. Yo soy el Arcángel del Señor.»
«Pobre tío», dijo el mohicano, que echó una moneda en el sombrero de Farishta y se fue. La señora afable, por el contrario, se inclinó confidencialmente hacia Gibreel y le entregó un folleto. «Esto le interesará.» Él vio que se trataba de propaganda racista que exigía la «repatriación» de toda la población negra del país. Gibreel dedujo que lo había tomado por un ángel blanco. O sea, que ni los ángeles se libraban de estas distinciones, advirtió con sorpresa. «Mírelo de esta manera —decía la señora, interpretando su silencio como duda y revelando, por su manera de hablar, en voz alta y recalcando las sílabas, que se daba cuenta de que él no era del todo pukka, un ángel bizantino, tal vez chipriota o griego, con el que debía usar su mejor "voz para el afligido"—. Imagine que toda esa gente fuera y llenara su país de usted, cualquiera que sea. ¿Qué? ¿Le gustaría eso?»


*    *    *


Golpeado en la nariz, mortificado por fantasmas, recibiendo limosnas en lugar de reverencia y advirtiendo por diversas manifestaciones lo bajo que habían caído los habitantes de la ciudad y la inexorabilidad del mal que se apoderaba de ella, Gibreel se sintió más firmemente decidido que nunca a empezar a esparcir el bien, a iniciar la gran tarea de hacer retroceder las fronteras de los dominios del adversario. El atlas que llevaba en el bolsillo le serviría para trazar el plan de campaña. Redimiría la ciudad cuadrícula a cuadrícula, empezando por Hockley Farm, en el ángulo noroeste del plano, y terminando por Chance Wood, en el sudeste; después de lo cual, quizá, celebraría el final de sus trabajos con un partido de golf en el campo situado en el mismo borde del mapa y llamado, con toda propiedad, Wildernesse, la selva.
Y, en algún lugar del camino, le esperaría el adversario. Shaitan, Iblis o cualquiera que fuera el nombre que había adoptado —y, ciertamente, el nombre lo tenía Gibreel en la punta de la lengua—, y su efigie malévola y cornuda, todavía desdibujada, pronto se perfilaría y el nombre volvería a su memoria, Gibreel estaba seguro, porque ¿acaso no crecían sus poderes de día en día, no era él aquel que, recuperada su gloria, arrojaría al adversario nuevamente a las Negras Profundidades? Ese nombre... ¿cómo era? Tch-nosecuántos. Tchu Tche Tchin Tchow. Tranquilo. Cada cosa en su momento.


*    *    *


Pero la ciudad, en su corrupción, se negaba a someterse al dominio de los cartógrafos, cambiando de forma a su antojo y sin avisar, e impidiendo a Gibreel realizar su operación de la forma sistemática que él habría preferido. Algunos días, al doblar una esquina al extremo de una grandiosa columnata construida de carne humana y cubierta de una piel que sangraba si la arañabas, se encontraba en una zona desértica e inexplorada, en cuyo lejano confín divisaba altas edificaciones familiares, la cúpula de Wren y la esbelta bujía metálica de la torre Telecom, que se desmoronaban al viento como castillos de arena. Cruzaba a trompicones parques extraños y anónimos y salía a las concurridas calles del West End, en las que, para consternación de los automovilistas, del cielo había empezado a gotear ácido que había abiertos grandes agujeros en la calzada. En aquel pandemónium de espejismos oía risas con frecuencia; la ciudad se burlaba de su inoperancia, esperaba su rendición, su reconocimiento de que lo que allí existía no podía comprenderlo él y, mucho menos, cambiarlo. Gritaba maldiciones a su adversario todavía sin cara, suplicaba a la Deidad otra señal, temía que sus energías no bastaran para la tarea. En suma, iba camino de convertirse en el más triste y aperreado de los arcángeles, con las ropas sucias, el pelo lacio y grasiento y una barba hirsuta y llena de remolinos. Con este lamentable aspecto llegó a la estación del metro de Ángel.
Debía ser primera hora de la mañana, porque en aquel momento el personal de la estación abría las verjas de la noche. Entró tras ellos, arrastrando los pies, con la cabeza baja y las manos en los bolsillos (la guía había sido descartada hacía tiempo), y cuando por fin levantó la mirada vio ante sí una cara que estaba a punto de llorar.
«Buenos días», dijo él, y la taquillera respondió amargamente: «Lo que tienen de bueno quisiera yo saber», y entonces llegaron las lágrimas, gordas, globulares y abundantes.
«Vamos, vamos, hija», dijo él, y la muchacha le miró con incredulidad. «Usted no es cura», opinó. Él respondió, vacilando un poco: «Yo soy el arcángel Gibreel.» Ella se echó a reír con la misma brusquedad con que empezara a llorar. «Los únicos ángeles que tenemos aquí son los que ponen en las farolas en Navidad. Iluminaciones navideñas. Los del consejo municipal los cuelgan del cuello.» Él no se amilanó. «Yo soy Gibreel —repitió, mirándola sin pestañear—. Habla.» Y, con asombro de sí misma, que sería expresado con todo énfasis, yo es que no puedo creer que yo hiciera eso, contarle mi vida a un vagabundo, no es propio de mí, sabe usted, la taquillera empezó a hablar.
Se llamaba Orphia Phillips, veinte años, padres vivos y a su cargo, y más ahora que la idiota de Hyacinth, su hermana, había perdido su empleo de fisioterapeuta por «andarse con tonterías». Él —porque, desde luego, había un él— se llamaba Uriah Moseley. Últimamente se habían instalado en la estación dos relucientes ascensores, y Orphia y Uriah eran los encargados de su manejo. En horas punta, cuando funcionaban los dos ascensores, había poco tiempo para conversación; pero durante el resto del día sólo se usaba uno. Orphia se situaba en el punto de recogida de billetes, mismamente enfrente, y Uri pasaba muchos ratos abajo con ella, apoyado en la puerta de su reluciente ascensor y hurgándose en la boca con un mondadientes de plata que su bisabuelo había liberado de algún antiguo plantador. Aquello era el verdadero amor. «Pero yo me dejo llevar del sentimiento —sollozó Orphia—. Demasiado impulsiva, poco seso.» Una tarde, durante una calma, ella abandonó su puesto y se puso delante de él, que estaba apoyado en el ascensor hurgándose los dientes y, al ver cómo le miraba, guardó el mondadientes. Después de aquello, él iba a trabajar con un paso más vivo y elástico; también ella estaba en la gloria mientras descendía a las entrañas de la tierra día tras día. Sus besos eran cada vez más largos y apasionados. A veces ella no se soltaba ni cuando sonaba el zumbador de llamada, y Uriah tenía que desasirse al grito de: «Calma, niña, el público.» Uriah tenía verdadera vocación para su trabajo. Solía hablarle de lo orgulloso que estaba de su uniforme, de la satisfacción que le producía estar en un servicio público, dedicar su vida a la sociedad. A ella esto le parecía un poco pedante y de buena gana le hubiera dicho: «¡Chico, Uri, que no eres más que un ascensorista!», pero, intuyendo que este realismo no sería bien recibido, ella se mordía su descarada lengua, mejor dicho, se la guardaba.
Sus abrazos en el túnel se convirtieron en guerras. Él trataba de zafarse, estirándose la chaqueta, pero ella le mordía la oreja y le metía la mano por el pantalón. «Estás loca», decía él, pero ella seguía y preguntaba: «¿Sí? ¿Te molesta?»
Fueron sorprendidos, como era de esperar: una señora de cara afable con pañuelo a la cabeza y chaqueta de cheviot presentó una queja. Tuvieron suerte de no perder el empleo. Orphia fue «apeada» de los ascensores y encerrada en la taquilla. Y, lo que era peor, su lugar fue ocupado por Rochelle Watkins, la beldad de la estación. «Yo sé muy bien lo que ocurre —exclamó, furiosa—. Yo veo la cara de Rochelle cuando pasa por aquí, arreglándose el pelo y demás.» Ahora Uriah rehuía la mirada de Orphia.
«No sé qué ha hecho usted para que le cuente mis cosas —terminó, desconcertada—. Usted no es un ángel. Eso, seguro.» Pero, por más que se esforzaba, no conseguía sustraerse al influjo de su hipnótica mirada. «Yo sé lo que hay en tu corazón», dijo él.
Por la taquilla le tomó una mano que se le abandonó. Sí, eso era, la fuerza del deseo que había en ella llegaba hasta él, permitiéndole comunicársela nuevamente a la muchacha, estimulándola a la acción, permitiéndole decir y hacer lo que más necesitaba; esto era lo que él recordaba, esta facultad para unirse a la persona a la que se aparecía, de manera que lo que sucedía a continuación era producto de esta comunión. Al fin, pensó, vuelven las funciones arcangélicas. Dentro de la taquilla, la empleada del metro Orphia Phillips había cerrado los ojos, tenía el cuerpo relajado en la silla, pesado y aletargado, y sus labios se movían. Y los de él también, al unísono. Así. Ya estaba.
En aquel momento, el jefe de estación, un hombrecillo colérico con nueve largos pelos pegados sobre la calva de oreja a oreja, salió por su puertecita como el cuco de un reloj. «¿A qué está jugando? —gritó a Gibreel—. Fuera de aquí o llamo a la policía. —Gibreel se quedó donde estaba. El jefe de estación, al ver a Orphia salir del trance, empezó a chillar—: Usted, Phillips. Vamos, es que no he visto cosa igual. Cualquier cosa que lleve pantalones; pero esto es ridículo. Vamos, en mi vida. Y durmiendo en el puesto de trabajo, pero vamos. —Orphia se levantó, se puso el impermeable, recogió el paraguas plegable y salió de la taquilla—. Y abandonar un servicio público. Entre ahí inmediatamente si no quiere verse en la calle, puede estar bien segura. —Orphia se fue hacia la escalera de caracol y bajó a niveles inferiores. Privado de su empleada, el jefe de estación se encaró con Gibreel—: Fuera de aquí. Ahueca. Anda, anda a tu agujero.»
«Yo espero el ascensor», respondió Gibreel dignamente.
Cuando llegó abajo, Orphia Phillips dobló una esquina y vio a Uriah Moseley apoyado en la garita de recogida de billetes de aquel modo tan suyo, y a Rochelle Watkins mirándole con una sonrisa bobalicona. Pero Orphia sabía lo que tenía que hacer. «¿Has dejado a Chelle tocar el palillo, Uri? —dijo con una cantilena—. Seguro que le encantaría.»
Los dos se irguieron bruscamente. Uriah empezó a defenderse con bravuconería: «No seas ordinaria, Orphia.» Pero la mirada de ella le dejó cortado. Luego, Uriah empezó a andar hacia ella, como en sueños, dejando plantada a Rochelle. «Muy bien, Uri —dijo ella con suavidad, sin apartar de él la mirada ni un instante—. Ven aquí. Ven con mamá.» Ahora atrás hasta el ascensor, y adentro con él, y luego arriba y adiós. Pero algo fallaba. El ya no andaba. Rochelle Watkins estaba a su lado, demasiado cerca la condenada, y él se había parado. «Díselo, Uriah —dijo Rochelle—. Dile que aquí abajo no funciona su estúpido obeah.» Uriah pasaba el brazo alrededor de Rochelle Watkins. No era así como ella lo había soñado, como ella estaba rematadamente segura que sería, después de que el tal Gibreel le tomara la mano, así, ni más ni menos que si estuvieran destinados; farsante, pensó. Pero ¿qué le ocurría? Se adelantó. «Sácamela de encima, Uriah —gritó Rochelle—. Me destroza el uniforme y todo.» Ahora, Uriah, agarrando a la frenética taquillera por las muñecas, le comunicó la noticia: «¡Me caso con ella! —Y Orphia se quedó sin ánimo de luchar. Las trencitas dejaron de saltar haciendo tintinear los abalorios—. O sea que estás fuera de servicio, Orphia Phillips —prosiguió Uriah, resoplando un poco—. Y, como ha dicho la señorita, el obeah no cambiará nada.» Orphia, también respirando fatigosamente, con la ropa desordenada, se dejó caer al suelo y quedó sentada, apoyada en la pared curva del túnel. Hasta ellos subió el ruido de un tren que se acercaba; los prometidos para casarse corrieron a sus puestos, arreglándose la ropa y dejando a Orphia sentada en el suelo. «Muchacha —dijo Uriah Moseley a modo de despedida—, tú eras demasiado lanzada para mí.» Rochelle Watkins envió un beso a Uriah desde su garita de recogida de billetes; él, apoyado en su ascensor, se hurgaba los dientes. «Cocina casera —le había prometido Rochelle—. Y sin sorpresas.»
«¡Cochino golfo! —gritó Orphia Phillips a Gibreel después de subir por la escalera de caracol los doscientos cuarenta y siete escalones del desengaño—. Tú no eres un diablo decente. ¿Quién te pedía que me fastidiaras la vida?»


*    *    *


Hasta la aureola se ha apagado, como bombilla que se funde, y no sé dónde está la tienda. Gibreel, sentado en un banco de los jardincillos cercanos a la estación, cavilaba sobre la futilidad de su empeño. Y observó que, una vez más, afloraban blasfemias: si el dabba llevaba una marca equivocada y, por lo tanto, era puesto en un recipiente incorrecto, ¿era del dabbawalla la culpa? Si los efectos especiales —alfombra voladora o similar— no funcionaban y veías tremolar la orla azul en el contorno del viajero, ¿había que reprocharlo al actor? Ergo, si su cometido angélico dejaba que desear, ¿de quién era la culpa, por favor? ¿Suya o de algún otro Personaje? Los niños jugaban en el jardín de sus dudas, entre nubes de mosquitos, rosales y desesperación. Al escondite, a los cazafantasmas, a correr y parar. Eleoenedeerreeese, Londres. Gibreel se decía que la caída de los ángeles no era lo mismo que el Resbalón de la Mujer y el Hombre. En el caso de las personas humanas, se trataba de una cuestión moral. No comerás el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, y comieron. La mujer primero y, a instancias suyas, el hombre, adquirieron las normas éticas verboten, con dulce sabor a manzana: la serpiente les proporcionó un sistema de valores. Permitiéndoles, entre otras cosas, juzgar a la propia Deidad, haciendo posibles, con el tiempo, las peliagudas preguntas: ¿Por qué el mal? ¿Por qué el sufrimiento? ¿Por qué la muerte? Y tuvieron que marcharse. Eso no quería que Sus criaturitas, tan monas ellas, se salieran del tiesto. Los niños se reían en su cara: hay algo extraaaño en el vecindaaario. Le encañonaban con sus desintegradoras como si de un fantasma de medio pelo se tratase. ¡Fuera de ahí!, ordenó una mujer, muy pulcra, blanca, pelirroja, con una ancha franja de pecas atravesada en la cara; había repugnancia en su voz. ¿Me habéis oído? ¡Ya! Mientras que el batacazo de los ángeles fue simple cuestión de poder: un caso clarísimo de celestial labor de policía, castigo a la rebelión, un buen escarmiento, no fuera a cundir el ejemplo. Y qué poca confianza en Sí misma tenía esta Deidad, Que no quería que Sus mejores creaciones distinguieran el bien del mal; y Que reinaba por el terror, exigiendo la sumisión incondicional incluso a Sus más íntimos colaboradores, despachando a los disidentes a Sus ardientes Siberias, a los gulags del infierno... Gibreel se contuvo. Éstos eran pensamientos satánicos que le metía en la cabeza Iblis-Beelzebub-Shaitan. Si la Entidad estaba castigándole todavía por su desfallecimiento en la fe, ésta no era la manera de hacerse merecedor del perdón. Debía perseverar hasta que, purificado, sintiera que se le había restituido toda su fuerza. Trató de dejar la mente en blanco, mientras, sentado en su banco, miraba, a la luz del atardecer, a los niños que jugaban (ahora a cierta distancia). Ip-dip-sky-blue who's-there-not-you not-because-you're-dirty not-because-you're-clean, y aquí le pareció que uno de los niños, muy serio, de unos once años, con ojos enormes, le miraba fijamente: my-mother-says you're-the-fairy-queen. *


* Ip-dip-cielo-azul quien-está-allí-no-eres-tú no-porque-tú-estás-sucio "oporque-tú-estás-limpio / dice-mi-madre tú-eres-la-reina-de-las-hadas. (N. del traductor.)


Se le apareció Rekha Merchant, toda alhajas y sedas. «Los bachchas te cantan canciones de mofa, Ángel del Señor —le dijo, burlona—. Ni esa pobre taquillera sacó una gran impresión de ti. Mal te veo, baba.»


*    *    *


Pero en esta ocasión el espíritu de Rekha Merchant, la suicida, no venía únicamente a burlarse. Él, con vivo asombro, le oyó afirmar que la causa de todos sus sinsabores era ella: «¿Imaginas que sólo manda tu Cosa Una? —le gritó—. Mira, tesoro, deja que te ilustre.» Sus modismos jactanciosos, típicos del habla de Bombay, le hicieron sentir una punzada de nostalgia por la ciudad perdida, pero ella prosiguió, sin darle tiempo a reponerse: «Recuerda que yo morí de amor por ti, sabandija; ello me da ciertos derechos. Concretamente, el de vengarme de ti arruinándote la vida. El hombre que hace dar el salto a la mujer que lo ama tiene que pagar, ¿no crees? De todos modos, es la regla. Pero ya hace mucho tiempo que te llevo de coronilla y empiezo a estar harta. ¡No olvides que yo siempre fui generosa y perdonaba como nadie! Y cómo te gustaba mi perdón, ¿eh? Por lo tanto, he venido para decirte que siempre es posible el compromiso. ¿Quieres que hablemos o prefieres seguir extraviado en esta locura y convertirte no en un ángel, sino en un perdido, un desgraciado?»
Gibreel preguntó: «¿Qué compromiso?»
«¿Qué compromiso va a ser? —repuso ella, transfigurada, toda dulzura, con los ojos brillantes—. Mi farishta, es tan poca cosa...»
Sólo que él dijera que la amaba;
Sólo que él lo dijera y, una vez a la semana, cuando ella viniera a acostarse con él, le demostrara su amor;
Sólo que la noche que él señalara, todo fuera otra vez como durante los viajes de negocios del hombre de los cojinetes;
«Entonces yo pondré fin a las aberraciones de la ciudad con las que ahora te obsesiono; no estarás poseído por esta idea insensata de cambiar, de redimir la ciudad, como si fuera un objeto dejado en la tienda de empeños; todo será paz-paz; hasta podrás vivir con tu titi carablanca y ser la mayor estrella de cine del mundo; ¿cómo voy a tener celos, Gibreel, si estoy muerta? No quiero que digas que soy tan importante como ella, no; yo me conformo con un amor de segunda, plato de segunda mesa, el repuesto. ¿Qué te parece, Gibreel? Sólo dos palabras; ¿qué dices?» Dame tiempo.
«No es como si pidiera algo nuevo, algo que no hubieras aceptado, hecho, gozado. No es tan malo acostarse con un fantasma. ¿Qué me dices de aquella noche en casa de la vieja Mrs. Diamond, en el cobertizo de la playa? Una verdadera tamasha, ¿no crees? ¿Y quién te lo preparó? Mira, yo puedo tomar la forma que prefieras; es una de las ventajas de mi condición. ¿Deseas otra vez a la fulana de la edad de piedra que estaba en el cobertizo? A las tres. ¿Quieres la viva imagen del témpano de tu escaladora, esa marimacho sudorosa? Pues allakazoo, allakazam. ¿Quién crees que estaba allí esperándote cuando murió la vieja?»
Él pasó la noche recorriendo las calles de la ciudad, que ahora estaban quietas, normales, como si hubieran sido sometidas otra vez a leyes naturales; mientras Rekha —que flotaba en su alfombra delante de él, un poco más arriba de su cabeza, como una artista en un escenario— le daba la más dulce de las serenatas acompañándose con un viejo armonio con costados de marfil, cantando de todo, desde los gazals de Faiz Ahmed Faiz hasta la mejor música de viejas películas, como la intrépida canción que entona la danzarina Anarkali en presencia del gran mogol Akbar en el clásico de los años cincuenta Mughal-e-Azam, para proclamar con gozo su amor imposible y prohibido por el príncipe Salim, «Pyaar kiya to darna kya?». Es decir, poco más o menos, ¿por qué temer al amor? Y Gibreel, que fue abordado cuando se hallaba en el jardín de la duda, sentía que la música le prendía el corazón con unos hilos que lo llevaban hacia ella, porque lo que Rekha le pedía era, como decía ella, tan poca cosa, al fin y al cabo.
Llegó al río, y a otro banco, camellos de hierro forjado que sostenían unos maderos debajo del obelisco de Cleopatra. Se sentó y cerró los ojos. Rekha cantaba unos versos de Faiz:

No me pidas, mi amor,
aquel amor que te tuve...
Qué hermosa eres aún, mi amor,
mas yo estoy desvalido;
porque el mundo tiene otras penas además del amor,
y otros placeres también.
No me pidas, mi amor,
aquel amor que te tuve.

Gibreel vio a un hombre dentro de sus ojos cerrados; no Faiz, sino otro poeta, ya muy caduco, un sujeto decrépito. Sí, así se llamaba: Baal. ¿Qué estaba haciendo aquí? ¿Qué tenía que decir? Porque, desde luego, trataba de decir algo; pero su voz ronca y su manera de arrastrar las sílabas hacían difícil entenderle... A toda idea nueva, Mahound, se le hacen dos preguntas. La primera, cuando aún es débil, ¿QUÉ clase de idea eres tú? ¿Eres de la clase que transige, pacta, se amolda a la sociedad, busca una buena posición y procura sobrevivir; o eres el tipo de recondenada y bestia noción atravesada, intratable y rígida que prefiere partirse antes que doblegarse al viento? ¿La clase de idea que casi indefectiblemente, noventa y nueve veces de cada cien, queda machacada; pero, a la que hace cien, te cambia el mundo?
«¿Cuál es la segunda pregunta?», preguntó Gibreel en voz alta.
Antes contesta la primera.


*    *    *


Gibreel, cuando abrió los ojos al amanecer, encontró a Rekha incapaz de cantar, silenciada por la expectación y la incertidumbre. Él se lo soltó sin más tardar: «Es una trampa. No hay más Dios que Dios. Tú no eres ni la Entidad ni Su adversario, sino sólo una niebla que chilla. No hay trato; yo no pacto con las nieblas.» Entonces él vio cómo las esmeraldas y los brocados se desprendían de su cuerpo, seguidos de la carne, hasta que sólo quedó el esqueleto que también se deshizo; finalmente, se oyó un grito lastimoso y penetrante cuando lo que quedaba de Rekha voló hacia el sol con el furor del vencido.
Y no volvió, salvo al —o cerca del— final.
Gibreel, convencido de haber pasado una prueba descubrió que un gran peso se le había quitado de encima; sentía cómo, por segundos, iba invadiéndole la alegría, hasta que, cuando acabó de salir el sol, estaba delirante de júbilo. Ahora podía empezar su labor: la tiranía de sus enemigas, de Rekha y Alleluia Cone y de todas las mujeres que deseaban encadenarlo con deseos y canciones, había sido derrotada definitivamente; ahora sentía que, de un punto situado detrás de su cabeza, volvía a brotar la luz, y también que su peso disminuía. Sí, perdidos los últimos vestigios de su humanidad, ahora se le restituía la facultad de volar, ahora se hacía etéreo tejido de aire iluminado. Ahora mismo podía alzarse desde este parapeto ennegrecido y planear sobre el viejo río gris, o saltar desde cualquiera de sus puentes y no volver a tocar tierra. Sí; había llegado el momento de mostrar un prodigio a la ciudad, y cuando sus gentes, amedrentadas, divisaran al arcángel Gibreel alzándose sobre el horizonte del oeste con toda su majestad, bañado por los primeros rayos del sol, se arrepentirían de sus pecados.
Empezó a expandir su persona.
¡Qué raro que, de todos los conductores que bajaban por el Embankment como un torrente —al fin y al cabo, era hora punta—, ni uno solo mirase en su dirección o se fijase en él! Realmente, aquella gente había perdido la facultad de ver. Y, puesto que las relaciones entre hombres y ángeles son ambiguas —los ángeles o mala'ikah son a un tiempo guardianes de la naturaleza e intermediarios entre la Deidad y la raza humana; pero, al mismo tiempo, como dice claramente el Quran, Nos dijimos a los ángeles, sed sumisos con Adán, simbolizando la capacidad del hombre para dominar, por el conocimiento, las fuerzas de la naturaleza representadas por los ángeles—, poco podía hacer el desconocido y contrariado malak Gibreel. Los arcángeles sólo pueden hablar cuando a los hombres les da la gana de escuchar. ¡Qué pandilla! ¿No había él advertido desde el principio a la Super-Entidad sobre esta partida de criminales y pecadores? «¿Vas a poner en la tierra a gentes que causan daño en ella y derraman sangre?», había preguntado él, y el Ser, como siempre, respondió que tenía sus razones. Pues allí los tenía, a los amos de la tierra, enlatados como atún sobre ruedas y más ciegos que murciélagos, con la cabeza llena de malas ideas, y el periódico, de sangre. Realmente, era increíble. Aquí aparecía un ser celestial, todo luz, fulgor y bondad, más grande que el Big Ben, capaz de poner un pie en cada orilla del Támesis, a lo coloso, y aquellos mosquitos seguían inmersos en el programa de radio-motor y en sus trifulcas con otros automovilistas. «Yo soy Gibreel», dijo con una voz que hizo temblar todos los edificios de la orilla: nadie se enteró. Ni una sola persona salió corriendo de los edificios que se tambaleaban, para escapar del terremoto. Ciegos, sordos y dormidos.
Él decidió forzar las cosas.
El río del tráfico fluía delante de él. Aspiró profundamente, levantó un pie gigantesco y salió a enfrentarse a los coches.


*    *    *


Gibreel Farishta fue devuelto a los umbrales de Allie, maltrecho, con magulladuras en la cara y los brazos, y vuelto a la cordura por efecto del traumatismo, por un señor bajito, de calva reluciente y muy tartamudo que, con bastante dificultad, se presentó como el productor cinematográfico S. S. Sisodia, «también llamado Whi-whisky, por mi afi-fi-afición a las co-co-copas, se-señora, mi ta-ta-tarjeta». (Después, cuando se conocían mejor, Sisodia hacía desternillarse de risa a Allie subiéndose la pernera derecha del pantalón por encima de la rodilla y colocando sus enormes gafas de hombre de cine en la espinilla diciendo: «Autorretra-tra-trato.» Tenía buena vista para según qué cosas. «No necesito gafas para las peee-películas, pero la realidad está demasiado cerca.») La limousine alquilada por Sisodia atropello a Gibreel, un atropello a cámara lenta, por fortuna, debido a lo congestionado del tráfico; el actor acabó en el capó, pronunciando la frase más antigua del cine: ¿Dónde estoy? Sisodia, al ver las legendarias facciones del desaparecido semidiós aplastadas contra el parabrisas, estuvo a punto de gritar: Has vu-vuelto a ca-casa. «No hay fra-fra-fracturas —dijo Sisodia a Allie—. Un mi-mi-milagro. Se pu-pu-puso delante de mi ve-ve-vehículo.»
Asi que has vuelto, saludó Allie a Gibreel en silencio. Aquí aterrizas cada vez que te caes.
«O también whisky-y-Sisodia. —El productor volvió sobre el tema de sus apodos — . Razones hu-hu-humorísticas. Mi ve-ve-veneno fa-favorito.»
«Muchas gracias por traer a casa a Gibreel. Ha sido muy amable. —Allie reaccionó con retraso—. Permítanos ofrecerle una copa.»
«¡Pues no faltaba más! —Sisodia hasta batió palmas—. Para mí y para to-to-todo el cine hi-hi-hindi hoy es un día glo-glo-glorioso.»


*    *    *


«¿Conoces el caso del esquizofrénico paranoico que, convencido de que era Napoleón Bonaparte, se avino a someterse a la prueba del detector de mentiras? —Alicja Cohen, que comía con buen apetito una ración de pescado relleno, blandió el tenedor de Blom's debajo de la nariz de su hija—. Lo primero que le preguntaron: ¿Es usted Napoleón? Y la respuesta que él dio, seguramente con una sonrisa de malicia: No. Y ellos miran la máquina que, con toda la agudeza de la ciencia moderna, dice que el loco miente.» Otra vez a vueltas con Blake, Allie pensaba: Entonces yo pregunté: ¿la firme convicción de que una cosa es así, la hace así? El —es decir, Isaías— respondió. Todos los poetas lo creen así. Y, en los tiempos con imaginación, esta firme convicción movía montañas; pero muchos no son capaces de tener una firme convicción de nada. «¿Me escuchas, niña? Te hablo en serio. Lo que necesita ese caballero que tienes en tu cama, y perdona la franqueza pero es indispensable, no es tu atención nocturna, sino una celda con las paredes acolchadas.»
«Tú lo encerrarías, ¿verdad? —replicó Allie—. Y tirarías la llave. Incluso le aplicarías la electricidad. Para quemarle los demonios del cerebro. Es curioso, pero los prejuicios no cambian nunca.»
«Hum —meditó Alicja adoptando su expresión de máximo despiste e inocencia, a fin de enfurecer a su hija—. ¿Qué daño puede hacerle? Un poco de electricidad y alguna inyección...»
«Lo que él necesita es lo que ahora tiene, mamá. Vigilancia médica, mucho descanso y algo que quizá ya se te haya olvidado. —Se interrumpió bruscamente, con un nudo en la lengua, y con voz muy diferente, mirando su ensalada intacta, pronunció la última palabra—: Amor.»
«Ah, la fuerza del amor. —Alicja palmeó la mano de su hija (que fue retirada inmediatamente)—. No es lo que yo he olvidado, Alleluia. Es lo que tú, por primera vez en tu hermosa vida, has empezado a conocer. ¿Y a quién escoges? —Volvió a la carga—. ¡A un pirado! ¡A un tocado de la azotea! ¡A un cabeza a pájaros! Y es que, ángeles, hijita, habráse visto... Los hombres siempre andan en busca de privilegios, pero lo de éste pasa de la raya.»
«Mamá...», empezó Allie, pero Alicja volvió a cambiar de tono y, cuando habló, Allie, más que escuchar las palabras, oyó el dolor que revelaban y ocultaban a la vez, el dolor de una mujer que había tenido que experimentar la historia con brutalidad, que ya había perdido al marido y visto cómo una hija la precedía a lo que ella misma, un día, con inolvidable humor negro, llamó (debió de abrir el periódico por las páginas de deportes para tropezar con la expresión) el baño definitivo. «Allie, tesoro —dijo Alicja Cohen—, vamos a tener que cuidarte mucho.»
La razón por la cual Allie pudo identificar el pánico y la angustia en la cara de su madre era que recientemente había visto la misma combinación en las facciones de Gibreel Farishta. Cuando Sisodia lo devolvió a su cuidado, se hizo evidente que Gibreel había sido conmovido hasta la médula, y tenía una expresión de acoso, una mirada protuberante y asustada que traspasaba el corazón. Él afrontó el hecho de su enfermedad mental con entereza, negándose a restarle importancia y a utilizar eufemismos, pero, comprensiblemente, al reconocer el mal se sentía intimidado. Había dejado de ser (por lo menos, momentáneamente) el tipo exuberante y basto que le había inspirado su «gran pasión» y, en esta nueva y vulnerable encarnación, le aparecía más enternecedor que nunca. Ella estaba firmemente decidida a ayudarle a recuperar la razón, a resistir a su lado; a capear el temporal y conquistar la cumbre. Y él era, por el momento, el más sensato y dócil de los pacientes, un poco alelado por los medicamentos de gran calibre que le administraban los especialistas del Maudsley Hospital; dormía muchas horas y, despierto, acataba todas sus peticiones sin la más leve protesta. En sus ratos de vigilia, él le contó los primeros síntomas de la enfermedad: los extraños sueños seriados y, antes, aquella depresión casi fatal que sufriera en la India. «Ya no temo al sueño —le dijo—. Porque es mucho peor lo que me ha sucedido estando despierto.» Su mayor temor le recordaba el miedo que sentía Carlos II, después de la restauración, a ser enviado otra vez «de viaje»: «Daría cualquier cosa para tener la seguridad de que no volverá a ocurrir», le dijo, manso como un cordero.
¿Hay en el mundo quien ame su dolor? «No volverá a ocurrir —le tranquilizaba ella — No puedes estar en mejores manos.» Él le preguntó cuánto costaba el tratamiento y, cuando ella trató de rehuir la respuesta, él insistió en que sacara de la pequeña fortuna comprimida en su cinturón lo necesario para pagar a los psiquiatras. Estaba deprimido. «Por más que digas —murmuraba en respuesta a sus palabras de optimismo—, la locura está aquí dentro y me aterra pensar que pueda despertar en cualquier momento, ahora mismo, y que él vuelva a mandar en mí.» Había empezado a referirse a su yo «poseído», a su «ángel» como si fuera otra persona, según la fórmula beckettiana: Yo, no. Él. Su Mr. Hyde particular.
Allie cuestionaba estas descripciones. «No es él, sino tú, y cuando tú estés bien ya no será tú.»
Era inútil. Pero, durante un tiempo, pareció que el tratamiento daba resultado. Gibreel estaba más tranquilo, más seguro; los sueños seriados persistían —él aún hablaba en sueños, por la noche, recitaba versos en árabe, lengua que no conocía: tilk al-gharaniq al'ula wa inna shafa'ata-hunna la-turtaja, que quería decir (Allie, despertada por sus palabras, las escribió fonéticamente y llevó el papel a la mezquita de Brickhall, en la que su lectura hizo que al mullah se le erizara el pelo bajo el turbante): «Existen mujeres de alto rango cuya intercesión es de desear»—, pero él parecía pensar que aquellos espectáculos nocturnos no tenían nada que ver con él, lo cual daba tanto a Allie como a los psiquiatras del Maudsley la impresión de que Gibreel, poco a poco, reconstruía la pared divisoria entre el sueño y la realidad y llevaba camino de curarse; cuando, en realidad, resultó que esta separación era un fenómeno asociado al desdoblamiento de su personalidad en dos entidades, una de las cuales él trataba de suprimir heroicamente pero, al considerarla diferente de sí mismo, la preservaba, alimentaba y, secretamente, robustecía.
Allie, a su vez, durante un tiempo, se vio libre de aquella sensación mortificante y negativa de inadaptación, de ser ajena al medio en el que se encontraba atrapada; mientras cuidaba a Gibreel, mientras invertía en su cerebro, como se decía a sí misma, peleando para recuperarlo, a fin de poder reanudar la lucha espléndida y emocionante de su amor —porque, probablemente, seguirían peleando hasta la tumba, pensaba con tolerancia, serían dos carcamales que, sentados en el porche del ocaso de su vida, se golpearían débilmente con periódicos enrollados — , ella se sentía cada día más unida a él; arraigada, por así decirlo, en su misma tierra. Había transcurrido mucho tiempo desde que viera a Maurice Wilson, sentado entre las chimeneas, llamándola a la muerte.


*    *    *


Mr. «Whisky» Sisodia, aquella reluciente y simpática rodilla con gafas, se convirtió en asidua visita de la casa —iba a verles tres o cuatro veces a la semana— durante la convalecencia de Gibreel, y siempre llevaba alguna cajita de manjar delicado. Gibreel, literalmente, se había matado de hambre durante su «período de ángel», y la opinión de los médicos era que la debilidad había contribuido no poco a sus alucinaciones. «Ahora vamos a en-go-go-engordarlo», dijo Sisodia frotándose las palmas de las manos, y tan pronto como el estómago del enfermo pudo tolerarlos, «Whisky» se lo llenaba de bocados exquisitos: maíz dulce y caldo de pollo chino, bhel-pury estilo Bombay del nuevo restaurante de moda «Pagal Khana», nombre poco afortunado, «Comida Loca» (aunque el nombre también podía traducirse por Manicomio), cuyas especialidades se habían hecho famosas, especialmente entre los jóvenes angloasiáticos, de tal modo que rivalizaba con el antiguo y prestigioso Shaandaar Café, del cual Sisodia, no deseando mostrar una parcialidad que no habría sido correcta, también llevaba platos —postres, sarnosa, patés de pollo— a Gibreel, cada día más voraz. También le obsequiaba con platos preparados por él mismo, curry de pescado, raitas, sivay-yan, khir, y acompañaba el ágape con relatos de cenas aderezados de nombres famosos: cómo Pavarotti adoraba el lassi de whisky, y el pobre James Mason se pirraba por sus langostinos picantes. Vanessa, Amitabh, Dustin, Sridevi, Christopher Reeves, todos eran invocados. «Una su-su-superestrella debe conocer los gustos de sus co-co-colegas.» El propio Sisodia era una especie de leyenda, según Allie supo por Gibreel. Era el sujeto más sagaz y persuasivo de la industria. Había hecho una serie de películas de «calidad» con presupuestos microscópicos y, durante más de veinte años, se había mantenido a flote gracias tan sólo a su simpatía y labia. Los que trabajaban en las producciones de Sisodia tenían muchas dificultades para cobrar, pero, al parecer, ello no importaba. Una vez abortó un motín del equipo —por cuestión de dinero, naturalmente— llevándoselos a todos a merendar a uno de los más fabulosos palacios de la India, lugar habitualmente vedado a todo el mundo, salvo a la flor y nata de la aristocracia, los Gwalior, y Jaípur, y Kashmir. Nadie pudo enterarse de cómo lo había organizado, pero la mayoría de miembros de aquel equipo volvieron a firmar para otras producciones de Sisodia, porque estos grandes gestos tenían la propiedad de hacer que el dinero pareciera secundario. «Y, cuando lo necesitas, siempre puedes contar con él —agregó Gibreel—. Cuando Charulata, una actriz bailarina maravillosa que había trabajado para él muchas veces, necesitó tratamiento contra el cáncer, de la noche a la mañana se materializaron años de sueldos atrasados.»
Actualmente, gracias a una serie de inesperados éxitos comerciales conseguidos con películas basadas en antiguas fábulas de la colección Katha-Sarit-Sagar —el «Océano de las Corrientes de la Historia», más larga que Las mil y una noches y no menos fantástica—, Sisodia ya no estaba limitado a sus pequeñas oficinas de la Readymoney Terrace de Bombay, sino que tenía apartamentos en Londres y Nueva York y Oscars en los cuartos de baño. Se rumoreaba que llevaba en la cartera la foto del productor kungfuniano Run Run Shaw, su ídolo, cuyo nombre era totalmente incapaz de pronunciar. «Unas veces, cuatro Runs, y otras, hasta seis —dijo Gibreel a Allie que estaba encantada de verle reír—. Pero no podría jurarlo. Son rumores del medio.»
Allie estaba agradecida a Sisodia por sus atenciones. El famoso productor parecía disponer de tiempo ilimitado precisamente cuando la agenda de Allie estaba más llena que nunca. Había firmado un contrato con una cadena de distribución de alimentos congelados, cuyo agente, Mr. Hal Valance, dijo a Allie, durante un desayuno de trabajo —pomelo, biscotes y descafeinado, todo a precios de Dorchester—, que su imagen, «en la que se combinan los parámetros positivos (para el cliente) de "frialdad" y "frío" es perfectamente apropiada. Hay estrellas que acaban siendo una especie de vampiros, que chupan la atención, que eclipsan la marca, ya me entiende, pero en este caso existe auténtica sinergia». Y había cintas que cortar en inauguraciones de tiendas de congelados, y conferencias de ventas, y fotos publicitarias con bañeras llenas de mantecoso helado, además de las reuniones periódicas con los diseñadores y fabricantes de la línea de prendas deportivas y de tiempo libre que llevaba su firma, y, desde luego, su programa de cultura física. Se había matriculado en el curso de artes marciales de Mr. Joshi en el centro deportivo del barrio, el cual le había sido muy recomendado, y, por si no era bastante, seguía obligando a sus piernas a correr ocho kilómetros al día alrededor de los Fields, a pesar de que los pies le dolían como si pisara astillas de vidrio. «No se apu-pu-apure —decía Sisodia despidiéndola con un alegre ademán—. Yo me que-que-quedaré hasta que regrese. Estar con Gibreel es un pri-pri-privilegio.» Ella se iba y él se quedaba obsequiando a Farishta con inagotables anécdotas, opiniones y cotilleos, y cuando ella volvía él aún tenía cuerda para rato. Ella identificaba varios de sus temas principales, concretamente, sus aseveraciones sobre Lo Malo de Los Ingleses. «Lo malo de los ingleses es que su his-his-historia se desarrolló en ultramar, por lo que no sa-sa-saben lo que significa.» «El se-secreto para que una cena sea un éxito en Londres es dejar a los ingleses en mi-mi-minoría. Cuando son pocos se portan bien; si no, estás perdido.» «Ve a la Ca-Ca-Cámara de los Horrores y verás cuál es el problema de los ingleses. Eso es lo que les gusta, ca-cadáveres en ba-ba-baños de sangre, barberos locos, et-etcétera, etcétera. Sus pe-periódicos están llenos de aberraciones sexuales y crímenes. Pero dicen al mundo que son flemáticos y re-re-reservados, y nosotros somos tan estúpidos que nos lo creemos.» Gibreel escuchaba esta sarta de tópicos con aparente complacencia, lo cual irritaba vivamente a Allie. ¿Eran estas generalizaciones realmente todo lo que ellos veían en Inglaterra? «No —reconoció Sisodia con una sonrisa cínica—. Pero da mucho gusto soltar estas cosas.»
Cuando el personal del Maudsley consideró oportuno reducir sustancialmente la dosis de medicamentos, Sisodia se había convertido en un elemento tan habitual en la cabecera de la cama de Gibreel, una especie de primo honorario, excéntrico y divertido, que pudo cerrar la trampa pillando completamente desprevenidos a Gibreel y Allie.


*    *    *


Había estado en contacto con sus colegas de Bombay: los siete productores a los que Gibreel dejó en la estacada cuando embarcó en el Bostan, vuelo Air India 420. «Todos están en-encantados de que esté vivo —informó a Gibreel—. Des-des-desgraciadamente, está la cuestión de la ruptura de contrato.» Otras varias personas querían demandar al renaciente Farishta por mucho dinero, en particular cierta starlet llamada Pimple Billimoria, que alegaba pérdida de honorarios y perjuicio profesional. «Podría ascender a cro-crores», dijo Sisodia lúgubremente. Allie se indignó. «Usted levantó la liebre —le dijo—. Debí figurármelo: era demasiado bueno para ser real.»
Sisodia estaba muy agitado. «Jo-jo-joder.»
«Hay señoras delante», advirtió Gibreel, todavía un poco atontado por las drogas; pero Sisodia hacía molinetes con los brazos, para indicar que, entre sus frenéticos dientes, no le salían las palabras. Por fin: «Reducir el daño. Mi intención. No traicionar, eso nnnunca.»
Según Sisodia, en Bombay nadie quería, en realidad, demandar a Gibreel, matar en el juzgado la gallina de los huevos de oro. Todos los afectados reconocían que los antiguos proyectos ya no eran realizables: actores, directores, técnicos y hasta escenarios estaban comprometidos en otras películas. Reconocían también que el regreso de Gibreel de entre los muertos era un hecho que poseía más valor comercial que cualquiera de las nonatas películas; la cuestión era cómo sacar el mayor partido en provecho de todos. Su aparición en Londres brindaba también la posibilidad de una intervención internacional, quizá capital extranjero, el empleo de exteriores no indios, participación de estrellas «foráneas»; etcétera: en suma, que había llegado el momento de que Gibreel saliera de su retiro y volviera a ponerse delante de la cámara. «No hay alte-ternativa —explicó Sisodia a Gibreel, que, sentado en la cama, trataba de despejar la cabeza—. Si te niegas, te demandarán en bloque, y ni toda tu for-for-fortuna bastará. Será la ruina, la ca-ca-cárcel, el fin.»
Sisodia, con su verborrea, había conseguido plenos poderes de los principales interesados y trazado unos planes impresionantes. Billy Battuta, el financiero afincado en Inglaterra, estaba deseoso de invertir, tanto en esterlinas como en «rupias bloqueadas», los beneficios no repatriables obtenidos por varios distribuidores británicos en el subcontinente indio, y adquiridos por Battuta mediante pago en efectivo en monedas negociables, con un descuento de 37 puntos. Todos los productores indios intervendrían en el proyecto, y Miss Pimple Billimoria recibiría, a cambio de su silencio, la oferta de una colaboración especial, con dos bailes por lo menos. El rodaje se haría en tres continentes: Europa, la India y la costa del Norte de África. El nombre de Gibreel aparecería encima del título. Recibiría un tres por ciento de los beneficios netos... «El diez —interrumpió Gibreel—, contra dos del bruto.» Evidentemente, se le despejaba la cabeza. Sisodia no pestañeó. «Diez contra dos —convino—. La precampaña pu-publicitaria será...»
«Pero ¿en qué consiste el proyecto?», preguntó Allie Cone. Mr. «Whisky» Sisodia sonrió de oreja a oreja. «Mi buena se-señora —dijo—, él hará de arcángel Gibreel.»


*    *    *


El proyecto consistía en una serie de películas, históricas y contemporáneas, cada una de las cuales se concentraría en un incidente de la larga e ilustre carrera del ángel: por lo menos, una trilogía. «No siga —dijo Allie, haciendo burla del pequeño y reluciente magnate—: Gibreel en Jahilia, Gibreel y el Imán, Gibreel y la muchacha de las mariposas.» Sisodia, sin asomo de turbación, asintió muy ufano. «Los aaargumentos, el guión y el proyecto de re-reparto ya están en ma-ma-marcha.» Esto fue demasiado para Allie. «¡Qué asco! —le gritó, furiosa, y él retrocedió, convertido en una rodilla temblorosa y apaciguadora, pero ella le siguió, y pronto le perseguía por todo el piso, tropezando con los muebles y dando portazos—. Se aprovecha de su enfermedad, no tiene en cuenta sus necesidades actuales y muestra un absoluto desprecio por sus deseos. Está retirado. ¿Es que no pueden ustedes aceptarlo? Él no quiere ser una estrella. Y haga el favor de estarse quieto, que no voy a comérmelo.»
Él dejó de correr, pero, prudentemente, puso un sofá entre los dos. «Comprenda que es imp-imp-imp —gritó, tartamudeando más que nunca a causa de la angustia—. ¿Puede retirarse la lu-luna? Y luego, perdón, están las siete fir-fir-fir. Firmas. Que le comprometen absolutamente. Eso, a no ser que usted decida internarlo en un pa-pa-pa», se dio por vencido, sudando profusamente.
«¿Un qué?»
«Pagal Khana. Clínica Mental. Ésa sería otra ssssalida.»
Allie agarró un pesado tintero de latón en forma de monte Everest y se dispuso a lanzarlo. «Es usted un verdadero canalla», empezó; pero Gibreel estaba en la puerta, todavía pálido, flaco y con los ojos hundidos. «Alleluia —dijo—, he pensado que quizás esto sea lo que necesito. Volver al trabajo.»


*    *    *


«¡Gibreel sahib! No sabe cuánto me alegro. Ha renacido una estrella.» Billy Battuta fue una sorpresa: ya no era el rey de la prensa mundana, de pelo brillante y dedos cargados de anillos, sino un joven que llevaba sobrio blazer con botones dorados y pantalón vaquero y, en lugar de la arrogante jactancia que Allie esperaba, mostraba una discreción muy grata, casi deferente. Se había dejado una perilla bien recortada que le daba un notable parecido a la imagen del Cristo del Sudario de Turín. Al recibir a los tres (Sisodia había ido a recogerlos en su limousine y Nigel, el chófer, un tipo de St. Lucia que vestía con afectado esmero, estuvo todo el trayecto enumerando a Gibreel todos los casos en los que sus rápidos reflejos habían salvado a otros peatones de daños graves o de la muerte, reminiscencias que alternaba con conversaciones por el teléfono del coche en las que discutía misteriosas transacciones que comprendían asombrosas sumas de dinero), Billy estrechó cordialmente la mano de Allie y después dio a Gibreel un abrazo con sincera y contagiosa alegría. Su acompañante, Mimi Mamoulian, estuvo menos circunspecta. «Está todo dispuesto —anunció—. Frutas, starlets, paparazzi, entrevistas en televisión, rumores, pequeñas insinuaciones de escándalo: todo lo que necesita una figura de fama mundial. Flores, guardaespaldas, contratos por millones de libras. Estás en tu casa.»
Lo de siempre, pensó Allie. En un principio, ella se opuso al plan, pero Gibreel venció su oposición con un entusiasmo que indujo a los médicos a apoyar la idea, pensando que su vuelta al entorno familiar —su vuelta a casa, en cierto modo— podía resultar beneficiosa. Y la apropiación por Sisodia de las narraciones de los sueños que había oído a la cabecera de la cama de Gibreel también podía considerarse una maniobra afortunada, ya que, una vez aquellas historias fueran trasladadas al mundo artificial e inventado del cine, al propio Gibreel había de resultarle más fácil verlas también como fantasías. Gracias a ello podría levantarse más rápidamente ese Muro de Berlín entre los estados del sueño y la vigilia. Por lo menos, valía la pena intentarlo.


Las cosas (por ser cosas) no salieron como se esperaba. Allie se sentía mortificada por la forma en que Sisodia, Battuta y Mimi se habían instalado en la vida de Gibreel, haciéndose cargo de su vestuario y su programa diario y sacándolo del apartamento de Allie por cuanto que aún no era bueno para su «imagen» tener una relación «estable». Después de una breve estancia en el Ritz, la estrella se instaló en tres habitaciones del espacioso y elegante piso de Sisodia, situado en un viejo bloque residencial próximo a Grosvenor Square, todo Art Déco, suelos de mármol y paredes difuminadas. Lo que más enfurecía a Allie era la pasividad con que Gibreel aceptaba estos cambios, y entonces empezó a comprender la magnitud del paso que él había dado al dejar atrás lo que, evidentemente, era su mundo para venir a buscarla a ella. Ahora que él volvía a sumirse en aquel universo de guardaespaldas armados y camareras con bandeja de desayuno y sonrisa picara, ¿la dejaría con la misma brusquedad con que había entrado en su vida? ¿Había ella ayudado a preparar una migración de vuelta que la dejaría compuesta y sin novio? Gibreel aparecía en periódicos, revistas y estudios de televisión con distintas mujeres colgadas del brazo y una sonrisa estúpida en la cara. Ella se indignaba, pero él no le daba importancia. «¿Qué te inquieta? —preguntaba, hundiéndose en un sofá de piel del tamaño de una camioneta—. Eso es publicidad, trabajo, nada más.»
Y, lo peor: él tenía celos. Cuando dejó de tomar los fuertes medicamentos y su trabajo (al igual que el de ella) empezó a imponerles separaciones, volvió a dominarle aquella suspicacia irracional e incontrolable que provocó la ridícula pelea por los dibujos de Brunel. Cada vez que se veían, él se obstinaba en interrogarla con minuciosidad: dónde había estado, a quién había visto, a qué se dedicaba él, ella le daba alas.
Allie tenía una sensación de asfixia. Primero, la enfermedad mental; después, las nuevas influencias que condicionaban su vida, y ahora, todas las noches, un interrogatorio de tercer grado: era como si su verdadera vida, la vida que ella deseaba, la vida por la que ella permanecía allí peleando, quedara sepultada bajo una avalancha de absurdos. ¿ Y qué hay de lo que yo necesito?, hubiera gritado de buena gana. ¿Cuándo me tocará a mí poner las condiciones? A punto de estallar, acudió a su madre como último recurso. En el viejo estudio de su padre, en la casa de Moscow Road —que Alicja conservaba exactamente tal como le gustaba a Otto, salvo que ahora las cortinas estaban abiertas, para que entrara toda la luz que Inglaterra podía buenamente ofrecer, y había flores en puntos estratégicos—, en un principio, Alicja le ofreció poco más que fatalismo. «Es decir, que los planes de una mujer son desbaratados por los de un hombre —dijo no sin ternura—. Bien venida a tu condición. Es extraño en ti perder la serenidad.» Y Allie confesó: ella quería dejarlo, pero no podía. No sólo por escrúpulo de abandonar a una persona gravemente enferma; también a causa de su «gran pasión» por aquella palabra que aún le secaba la lengua cada vez que trataba de decirla. «Tú quieres un hijo suyo», Alicja puso el dedo en la llaga. En un principio, Allie se sulfuró: «Yo quiero un hijo mío», pero después, rectificando bruscamente, se sonó y movió afirmativamente la cabeza, casi llorando.
«Lo que tú necesitas es que te examinen la cabeza —la consoló Alicja. ¿Cuánto tiempo hacía que no estaban así abrazadas? Demasiado. Y quizás ésta fuera la última vez... Alicja estrechó con más fuerza a su hija y dijo—: Seca esas lágrimas; tengo que darte una buena noticia. Si tus asuntos van de capa caída, los de tu anciana madre marchan viento en popa.»
Se trataba de cierto profesor de universidad americano, un tal Boniek, una eminencia de la ingeniería genética. «No empieces, hija, tú no sabes nada. No todo es Frankenstein y engendros; también tiene buenas aplicaciones», dijo Alicja con evidente nerviosismo, y Allie, una vez superada la sorpresa, consiguió vencer su propia llorosa infelicidad y prorrumpió en liberadores sollozos de risa convulsa, a los que se sumó su madre. «A tus años —lloró Allie—. Vergüenza debería darte.» «Pues no me la da —respondió la futura Mrs. Boniek—. Un profesor de universidad, y de Stanford, California, o sea que además me trae el sol. Pienso pasar muchas horas trabajando en mi bronceado.»


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Cuando Allie descubrió (por un informe hallado casualmente en un cajón del escritorio, en el palazzo Sisodia) que Gibreel la hacía seguir, por fin se decidió a romper. Escribió una nota —Esto me mata—, la puso dentro del informe y lo dejó todo encima del escritorio; y se fue sin despedirse. Gibreel no la llamó. Por aquel entonces ensayaba su gran reaparición en público, en la última de una serie de revistas interpretadas por estrellas de cine indias, puesta en escena por una de las compañías de Billy Battuta en Earls Court. El sería la sorpresa bomba de la noche, y hacía semanas que ensayaba pasos de baile con el conjunto de la revista y aprendía a vocalizar con playback. Los agentes de Billy Battuta hacían circular con tiento y sentido de la oportunidad rumores acerca de la identidad del Hombre Misterioso, o Estrella Oculta, y se había contratado a la agencia publicitaria Valance para que diseñara una serie de cuñas radiofónicas destinadas a alimentar la intriga y distribuyera cuarenta y ocho carteles por el barrio. La aparición de Gibreel en el escenario del Earls Court —descendería de las bambalinas rodeado por nubes de cartón y humo— era el punto culminante de su vuelta al superestrellato en el ámbito inglés; siguiente estación: Bombay. Abandonado, como decía él, por Alleluia Cone, una vez más se «negaba a arrastrarse» y se sumía en el trabajo.
El siguiente contratiempo fue el arresto de Billy Battuta en Nueva York, a causa de los sablazos satánicos. Allie, al leer la noticia en el periódico dominical, se tragó el orgullo y llamó a Gibreel a la sala de ensayos, para disuadirle del trato de elementos tan palmariamente criminales. «Battuta es un estafador —insistió—. Su discreción era falsa, un engaño. Quería estar seguro de poder engañar a las millonadas de Manhattan y ensayó el número con nosotros. ¡Esa perilla! Y un blazer universitario... ¿Cómo pudimos dejarnos engañar?» Pero Gibreel se mostró frío y reservado: ella le había plantado, según él, y no estaba dispuesto a aceptar consejos de una desertora. Además, Sisodia y el equipo de promoción de Battuta le habían asegurado —y bien que él les había apretado las tuercas— que los problemas de Billy nada tenían que ver con la gala extraordinaria (Filmmela se llamaba) porque el aspecto financiero estaba perfectamente resuelto, las sumas destinadas a honorarios y garantías ya habían sido asignadas, todas las estrellas de Bombay habían confirmado su asistencia y actuarían según lo previsto. «Los planes si-siguen adelante —prometió Sisodia—. La fu-función debe continuar.»
La cosa que se torció a continuación estaba dentro de Gibreel.


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El deseo de Sisodia de no revelar la personalidad de esta Estrella Oculta obligó a Gibreel a entrar por la puerta del escenario de Earls Court envuelto en una burqa. Para que hasta el sexo fuera una incógnita. Le dieron el camerino más grande —con una estrella negra de cinco puntas pegada en la puerta— en el que fue encerrado sin miramientos por el productor de las gafas y cabeza de rodilla. En el camerino encontró Gibreel su traje de ángel, con un aparato que, una vez atado a la frente, hacía que detrás de él se encendieran unas bombillas, creando la ilusión de una aureola; y un televisor por el que, en circuito cerrado, podría seguir el espectáculo — Mithun y Kimi con su algarabía discotequera; Jayapradha y Rekha (no era de la familia: ésta era la superestrella, no una quimera en una alfombra) se sometieron graciosamente a entrevistas en el escenario, en las que Jaya divulgó sus opiniones sobre la poligamia y Rekha fantaseó sobre vidas alternativas: «Si hubiera nacido fuera de la India, habría sido pintora en París»; números muy varoniles a cargo de Vinod y Dharmendra; Sridevi, que se mojaba el sari— hasta que llegara el momento de subir a un «carro» accionado por un torno que le aguardaba en lo alto del escenario. Había también un teléfono inalámbrico a través del cual Sisodia le comunicó que el teatro estaba lleno. «Han venido de todas partes —dijo y procedió a descubrir a Gibreel su técnica de análisis de una multitud—: a los pakistaníes se les reconoce por lo peripuestos; a los indios, por lo sobrios, y a los bangladeshíes, por lo mal que visten, todo pu-púrpura y ado-dornos de ooooro, y por lo callados.» Por último, había una gran caja con envoltorio de regalo, obsequio de su atento productor, que resultó contener a Miss Pimple Billimoria, que lucía una expresión cautivadora y cierta cantidad de cinta de oro. El cine había llegado a la ciudad.


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La extraña sensación empezó —es decir, volvió— cuando estaba en el «carro», esperando el descenso. Se veía a sí mismo avanzar por una ruta en la que, de un momento a otro, se le presentaría una alternativa, una elección —el pensamiento se formuló espontáneamente en su cabeza, sin ayuda— entre dos realidades, este mundo y otro que también estaba aquí, visible pero no visto. Se sentía lento, pesado, distante de su propio yo, y comprendió que no tenía ni la más remota idea de qué camino elegiría, en qué mundo entraría. Ahora comprendía que los médicos se habían equivocado al tratarle una esquizofrenia; la división no estaba en él, sino en el universo. Cuando el carro empezó a bajar hacia el inmenso rugido oceánico que empezaba a hincharse a sus pies, él ensayó sus primeras frases —Me llamo Gibreel Farishta y he vuelto— y entonces las oyó, por así decir, en estéreo, porque aquellas frases encajaban en ambos mundos, con un significado diferente en cada uno; y en aquel momento las luces lo iluminaron. Él levantó los brazos; volvía envuelto en nubes, y la multitud lo reconoció y sus compañeros también; y la gente se levantaba de las butacas, todos los hombres, mujeres y niños de la sala corrían hacia el escenario, imparables, como un mar. El primer hombre que llegó a él tuvo tiempo de exclamar: ¿Te acuerdas de mí, Gibreel?¿El de los seis dedos? Maslama, señor, John Maslama. Yo he guardado en secreto tu presencia entre nosotros; pero, sí, he hablado de la venida del Señor, he ido delante de ti, la voz del que clama en el desierto, lo torcido será enderezado y el terreno quebrado será allanado; se lo llevaron, y los guardias de seguridad rodearon a Gibreel, están descontrolados, es un tumulto, tendrá usted que...; pero él no quería marcharse, porque había visto que por lo menos la mitad de la gente llevaban extraños tocados, unos a modo de cuernos de goma que les daban aspecto de demonios, especie de emblemas de acatamiento y desafío; y al ver la señal del adversario, sintió que el universo se bifurcaba y tomó por el camino de la izquierda.
Según la versión oficial de lo que siguió, versión aceptada por todos los medios de comunicación, Gibreel Farishta fue rescatado de la zona de peligro en el mismo carro maniobrado por torno en el que había descendido, y del que no llegó a salir; y agregaban que, por consiguiente, escapar debió ser fácil para él, desde aquel punto aislado y elevado muy por encima del barullo. Esta versión resultó lo bastante sólida como para resistir la «revelación» hecha a Voice según la cual el ayudante del director escénico encargado del torno no había, repetimos, no había puesto en marcha el mecanismo después del aterrizaje; que, en realidad, el carro permaneció en tierra durante el tumulto de los entusiastas admiradores; y que considerables sumas de dinero habían sido distribuidas entre los tramoyistas para convencerlos de que colaboraran en la invención de una historia que, por ser totalmente falsa, era lo bastante verosímil como para que la creyeran los lectores. No obstante, entre la población asiática de la ciudad cundió rápidamente el rumor de que Gibreel Farishta se fue del escenario del Earls Court levitando y se desvaneció en el aire por su propia virtud, rumor alimentado por numerosas descripciones de la aureola que, según se había observado, partía de un punto situado detrás de su cabeza. A los pocos días de la segunda desaparición de Gibreel Farishta, las tiendas de novedades de Brickhall, Wembley y Brixton vendían tantas aureolas de juguete (las más solicitadas eran los aros fluorescentes verdes) como diademas con cuernos de goma incorporados.


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¡Planeaba a gran altura sobre Londres! ¡Ajá, ahora ya no podrían alcanzarle todos aquellos demonios que se le echaban encima en aquel zafarrancho! Miró hacia abajo, a la ciudad, y vio a los ingleses. Lo malo de los ingleses era que eran ingleses: ¡fríos como peces, los condenados! ¡La mayor parte del año bajo el agua, con unos días del color de la noche! Bien: aquí estaba él, el gran Transformador, y esta vez cambiaría algunas cosas; las leyes de la naturaleza son las leyes de su transformación, ¡y él era la persona indicada para manejarlas! Sí, señor: esta vez, claridad.
Él les enseñaría —¡sí! — , les enseñaría su poder. ¡Porque aquellos ingleses no tenían poder! ¡Pues no creían que su historia volvería para perseguirlos! «El nativo es una persona oprimida cuyo sueño permanente es convertirse en opresor» (Fanon). Las mujeres inglesas ya no le ataban; ¡se había descubierto la conspiración! Pues afuera con todas las nieblas. Él transformaría esta tierra. Él era el Arcángel, Gibreel. ¡Y ya he vuelto!
La faz del adversario se le apareció otra vez, reveladora, clarificadora. Taciturna, con un gesto sardónico en los labios: pero el nombre aún se le escabullía..., tcha, ¿como té? Sha, ¿un rey? O como un baile (¿baile real? ¿té-baile?): Shatchacha. Casi, casi. Y la naturaleza del adversario: se odia a sí mismo, construye una falsa personalidad, autodestructivo. Otra vez Fanon: «De este modo, el individuo —el nativo fanoniano— acepta la desintegración ordenada por Dios, se inclina ante el colonizador y su sino y, por medio de una especie de estabilización interna, adquiere una calma estoica.» ¡Ya le daría yo calma estoica! Nativo y colonizador, la vieja disputa continúa ahora en estas calles mojadas con los términos invertidos. Entonces se le ocurrió que él estaba unido al adversario para siempre, los brazos sujetos en torno al cuerpo del otro, boca con boca, cabeza con pie, como cuando cayeron a la tierra: cuando se posaron. Tal como empiezan las cosas así continúan. Sí, ya casi lo tenía. ¿Chichi? ¿Sasa? Mi otra mitad, mi amor...
... ¡No! Estaba flotando sobre un parque y su grito asustó a los pájaros. ¡Basta de esas ambigüedades inspiradas por Inglaterra, esas confusiones bíblico-satánicas! Claridad, claridad, claridad a toda costa. Este Shaitan no era un ángel caído. Olvida esas fábulas del hijo descarriado; éste no era un buen chico que se había apartado del camino recto, sino pura maldad. ¡La verdad es que no tenía nada de ángel! «Él era del djinn y, por lo tanto, cayó.» Quran 18:50, más claro que la luz del día. ¡Cuánto más clara era esta versión! ¡Cuán práctica, natural y comprensible! Iblis/Shaitan representan las tinieblas; Gibreel, la luz. Basta, basta de sentimentalismos tales como unión, compenetración, amor. Perseguir y destruir: a esto se reducía todo.
¡... Oh, la más resbaladiza, la más diabólica de las ciudades! En la que estas oposiciones escuetas e imperativas se ahogaban bajo una interminable llovizna de grises. Cuán acertado estuvo él, por ejemplo, al desterrar aquellas dudas suyas satánico-bíblicas, las relativas a la negativa de Dios a permitir la disidencia de sus lugartenientes, porque, dado que Iblis/Shaitan no era ángel, no hubo disidentes angélicos que tuviera que reprimir la divinidad; y las que se referían a la fruta prohibida, y a la supuesta negativa de Dios a permitir a sus criaturas la elección moral; porque en ningún pasaje de la Recitación aparecía ese Árbol llamado (según la Biblia) la raíz de la ciencia del bien y del mal. ¡Sencillamente, era un Árbol diferente! Shaitan, al tentar a la pareja del Edén, lo llamó simplemente «Árbol de la Inmortalidad», y como él era un embustero, la verdad (descubierta por inversión) era que la fruta prohibida (no se especificaba si eran manzanas) colgaba nada menos que del Árbol de la Muerte, el matador de las almas de los hombres. ¿Qué quedaba ahora del Dios temeroso de la moral? ¿Dónde podía hallarse? Sólo ahí abajo, en los corazones ingleses. Los cuales él, Gibreel, venía a transformar.
¡Abracadabra! ¡Hocus Pocus!
Pero ¿por dónde debía empezar? Bueno, veamos, lo malo de los ingleses era su: Su:
En una palabra, pronunció Gibreel solemnemente, su tiempo.
Gibreel Farishta, flotando en su nube, sacó la conclusión de que el embrollo mental de los ingleses tenía causas meteorológicas. Cuando el día no es más cálido que la noche —razonó—, cuando la luz no es más clara que la oscuridad, cuando la tierra no es más seca que el mar, la gente, naturalmente, perderá la facultad de distinguir y empezará a considerarlo todo —desde los partidos políticos hasta las creencias religiosas pasando por la pareja sexual— poco-más-o-menos, viene-a-ser-lo-mismo, de-lunes-a-martes. ¡Qué disparate! Porque la verdad es extrema, es así y no asá, es él y no ella; cuestión de convicciones, no un deporte espectáculo. Es, en suma, acaloramiento. «Ciudad —gritó, y su voz retumbó como el trueno sobre la metrópoli—, he venido a tropicalizarte.»
Gibreel enumeró las ventajas de la propuesta metamorfosis de Londres en ciudad tropical: mayor definición moral, instauración de la siesta nacional, desarrollo de vividos y expansivos esquemas de conducta entre la plebe, música popular de mayor calidad, nuevas especies de pájaros en los árboles (araraunas, pavos reales, cacatúas), nuevos árboles bajo los pájaros (cocoteros, tamarindos, banianos de largas barbas colgantes). Mejora de la vida callejera, flores de colores chillones (magenta, bermellón, verde neón), monos-araña en los robles. Nuevo y amplio mercado de aparatos de acondicionamiento de aire doméstico, ventiladores de techo y espirales y aerosoles antimosquitos. Una industria de la fibra de coco y de la copra. Mayor atractivo de Londres para sede de conferencias, etc.; mejores jugadores de cricket; mejor control del balón por los futbolistas profesionales al haber sido desterrado por el calor el tradicional e insulso juego «batallador» de los ingleses. Fervor religioso, fermento político, renovado interés por la intelectualidad. Fin de la reserva británica; las bolsas de agua caliente desterradas para siempre, sustituidas en las fétidas noches por lentos y perfumados actos del amor. Aparición de nuevos valores sociales: los amigos empezarán a visitarse sin cita previa, clausura de las residencias de ancianos. Fomento de la familia numerosa. Comida más picante; el empleo de agua, además de papel, en los aseos; la dicha de correr completamente vestido bajo las primeras lluvias del monzón.
Inconvenientes: cólera, tifus, salmonela, cucarachas, polvo, ruido, una cultura de excesos.
Gibreel, de pie en el horizonte, abrió los brazos abarcando el cielo y gritó: «Sea.»
Ocurrieron rápidamente tres cosas.
La primera, que cuando de su cuerpo salieron las fuerzas elementales, inconcebiblemente colosales, del proceso de transformación (porque ¿acaso no era él su encarnación?), temporalmente se sintió vencido por una pesadez cálida, un vahído, un ardor soporífero (nada desagradable) que le hizo cerrar los ojos apenas un instante.
La segunda, que en el momento en que cerró los ojos, aparecieron en la pantalla de su pensamiento, con toda la nitidez posible, las facciones caprinas y astadas de Mr. Saladin Chamcha acompañadas, como si fuera un subtítulo, del nombre del adversario.
Y la tercera cosa fue que Gibreel Farishta abrió los ojos y se encontró, una vez más, caído delante de la puerta de Alleluia Cone, pidiendo perdón y sollozando. Ay, Dios, ha vuelto a ocurrir, ha vuelto a ocurrir realmente.


*    *    *


Ella lo acostó; él se sintió escapar al sueño, zambulléndose de cabeza, huyendo del Mismo Londres, camino de Jahilia, porque el verdadero terror había cruzado el muro divisorio y lo perseguía en su vigilia.
«La querencia: el loco que busca al loco —dijo Alicja cuando su hija la llamó por teléfono para darle la noticia—. Tú debes de lanzar alguna señal, una especie de vibración. —Como de costumbre, ocultaba la preocupación con sus bromas. Finalmente, lo dijo—: Esta vez sé sensata, Alleluia, ¿de acuerdo? Esta vez, al sanatorio.»
«Veremos, mamá. Por el momento, duerme.» «¿Es que no va a despertar? —protestó Alicja, y se contuvo—. De acuerdo, ya lo sé, es tu vida. Oye, ¿y qué te parece este tiempo? Dicen que puede durar meses: "situación estacionaria", lo he oído por la tele, lluvia en Moscú y, aquí, una ola de calor tropical. Cuando llamé a Boniek a Stanford le dije: ahora en Londres también podemos presumir de tiempo.»





VI
REGRESO A JAHILIA







Cuando Baal, el poeta, vio una lágrima color de sangre brotar del ángulo del ojo izquierdo de la imagen de Al-Lat en la Casa de la Piedra Negra, comprendió que Mahound, el profeta, regresaba a Jahilia después de un cuarto de siglo de exilio. Eructó violentamente —mal de la vejez éste, cuya ordinariez parecía casar con el abotargamiento general producido por los años, tanto de la lengua como del cuerpo, lenta congelación de la sangre que había hecho de Baal, a los cincuenta años, una figura muy distinta de aquel muchacho espigado y vivaz de su juventud—. A veces le parecía que hasta el aire era más denso y se le resistía, y un corto paseo podía dejarlo jadeante, con un dolor en el brazo y una irregularidad en el pecho... y también Mahound tenía que haber cambiado, porque ahora volvía con esplendor y omnipotencia al lugar del que escapó con las manos vacías, sin una esposa siquiera. Mahound, a sus sesenta y cinco años. Nuestros nombres se encuentran, se separan y vuelven a encontrarse, pensó Baal, pero la persona que va con el nombre no es la misma. Dejó a Al-Lat, se volvió hacia la luz del sol, y a su espalda oyó una risa burlona. Se volvió pesadamente; no se veía a nadie. La orla de un manto que desaparecía por una esquina. Ahora, el desastrado Baal hacía reír a los forasteros por la calle. «¡Bastardo!», gritó, escandalizando a los fieles de la Casa. Baal, el poeta decrépito, volvía a comportarse mal. Él se encogió de hombros y se dirigió a su casa.
La ciudad de Jahilia ya no estaba hecha de arena. Es decir, el paso de los años, la hechicería de los vientos del desierto, la luna petrificadora, el olvido de la gente y la inevitabilidad del progreso habían endurecido la ciudad haciéndole perder su antigua cualidad mutable y provisional de espejismo en el que podían vivir los hombres, y convertirse en un lugar prosaico, cotidiano y (al igual que sus poetas) pobre. El brazo de Mahound se había hecho largo; su poder había rodeado Jahilia cortando su savia vital, sus peregrinos y sus caravanas. Las ferias de Jahilia, en estos días, daba pena verlas. Hasta el Grande estaba un poco raído, su cabello blanco tenía tantos huecos como su dentadura. Sus concubinas se morían de viejas, y a él le faltaba la energía —o, según se rumoreaba en los tortuosos callejones de la ciudad, el deseo— de sustituirlas. Algunos días olvidaba afeitarse, lo cual acentuaba su aspecto de ruina y derrota. Sólo Hind era la misma de siempre.
Ella siempre tuvo cierta reputación de bruja, una bruja que podía hacerte enfermar si no te inclinabas al paso de su litera, una ocultista que poseía el poder de convertir a los hombres en serpientes del desierto cuando se cansaba de ellos y luego los agarraba por la cola y se los hacía guisar con piel para la cena. Ahora que había llegado a los sesenta años, la leyenda de su nigromancia era reavivada por su extraordinaria y antinatural facultad de no envejecer. Mientras a su alrededor todo decaía y se marchitaba, mientras los miembros de las antiguas bandas de sharks se convertían en hombres maduros que se dedicaban a jugar a cartas y a dados por las esquinas, mientras las viejas brujas de los nudos y las contorsionistas se morían de hambre por los barrancos, mientras crecía una generación cuyo conservadurismo y ciega adoración del mundo material nacía de su conocimiento de la probabilidad del desempleo y la penuria, mientras la gran ciudad perdía su sentido de identidad y hasta el culto a los muertos se abandonaba, con gran alivio de los camellos de Jahilia, cuya aversión a ser desjarretados sobre las tumbas humanas es comprensible..., en suma, mientras Jahilia decaía, Hind permanecía tersa, con un cuerpo tan firme como el de una muchacha, el pelo tan negro como las plumas del cuervo, unos ojos brillantes como cuchillos, un porte altivo y una voz que no admitía oposición. Hind, no Simbel, era quien ahora gobernaba la ciudad; o así lo creía ella, indiscutiblemente.
Mientras el Grande se convertía en un anciano fofo y asmático, Hind se dedicó a escribir una serie de admonitorias y edificantes epístolas o bulas dirigidas a los habitantes de la ciudad. Estos escritos eran pegados en todas las calles de la ciudad. Por ello, los jahilianos llegaron a ver en Hind y no en Abu Simbel la representación de su ciudad, su avatar viviente, porque en su inmutabilidad física y en la inquebrantable energía de sus proclamas percibían un reflejo de sí mismos mucho más grato que la imagen de la cara macerada de Simbel que veían en el espejo. Los carteles de Hind eran más efectivos que los versos de los poetas. Sexualmente todavía era voraz y había dormido con todos los escritores de la ciudad (aunque hacía mucho tiempo que Baal no tenía acceso a su cama); ahora los escritores estaban gastados, descartados, y ella seguía exuberante. Tanto con la espada como con la pluma. Ella era Hind, la que, disfrazada de hombre, se unió al ejército jahiliano y, sirviéndose de su hechicería, desvió todas las lanzas y espadas mientras buscaba al asesino de sus hermanos en la tempestad de la guerra. Hind, que había degollado al tío del Profeta y que se había comido el hígado y el corazón del viejo Hamza.
¿Quién podría resistírsele? Por su eterna juventud, que era también la de ellos; por su ferocidad, que les daba la ilusión de ser invencibles, y por sus bulas, que eran la negación del tiempo, de la historia, de la edad, que cantaban la magnificencia esplendorosa de la ciudad y desmentían la inmundicia y la decrepitud de las calles, que insistían en la grandeza, en la autoridad, en la inmortalidad, en la condición de guardianes de lo divino de todos los jahilianos..., por estos escritos el pueblo le perdonaba su promiscuidad, hacía oídos sordos a los rumores de que Hind era pesada en esmeraldas el día de su cumpleaños, cerraba los ojos a las orgías, se reían cuando les hablaban de las proporciones de su vestuario, de los quinientos ochenta y un camisones hechos de hoja de oro y los cuatrocientos veinte pares de zapatillas de rubíes. Los ciudadanos de Jahilia se arrastraban por sus calles cada día más peligrosas, en las que era más y más frecuente ser asesinado por unas monedas, en las que las ancianas eran violadas y sacrificadas ritualmente, en las que las protestas de los hambrientos eran brutalmente sofocadas por la guardia personal de Hind, los «Manticorps»; y, a pesar de lo que les gritaban los ojos, el estómago y la bolsa, ellos creían lo que Hind les susurraba al oído: Arriba, Jahilia, gloria del mundo.
Todos, no, desde luego. Por ejemplo, Baal, no. Que se desentendía de los asuntos públicos y escribía poesías de amor no correspondido.
Masticando un rábano blanco, llegó a su casa y cruzó bajo un arco mugriento abierto en una pared agrietada. Entró en un patio pequeño que olía a orina, con plumas, restos de verdura y sangre en el suelo. No había ni rastro de vida humana: sólo moscas, sombras, miedo. En aquellos días había que estar en guardia. Una secta de criminales hashashin rondaba por la ciudad. Se recomendaba a los ricos que se aproximaran a su casa andando por el lado opuesto de la calle, para comprobar si había alguien espiando; si no se advertía nada sospechoso, el dueño de la casa cruzaba la calle corriendo y cerraba la puerta tras sí antes de que el criminal que estuviera al acecho pudiera introducirse. Pero Baal no se molestaba en tomar tales precauciones. Hubo un tiempo en que era rico, pero de aquello hacía un cuarto de siglo. Ahora no había demanda de sátiras: el miedo de todos a Mahound había destruido el mercado de los insultos y el ingenio. Y con el declive del culto a los muertos habían disminuido brutalmente los encargos de epitafios y triunfales odas de venganza. Eran malos tiempos para todos.
Soñando con los banquetes de antaño, Baal subió a su habitación por una insegura escalera de madera. ¿Qué podían robarle a él? Lo que él tenía no valía ni el puñal del ladrón. Al abrir la puerta y empezar a entrar, un empujón lo envió dando traspiés a la pared del fondo, en la que se golpeó la nariz, que empezó a sangrarle. «¡No me mates! —chilló a ciegas—. Ay, Dios, no me mates, ten compasión, oh.»
La mano cerró la puerta. Baal sabía que, por mucho que gritara, permanecerían solos, aislados del mundo en aquella habitación indiferente. Nadie acudiría; él mismo, de haber oído gritar a un vecino, habría arrimado el catre contra la puerta. El intruso llevaba capa con una capucha que le cubría la cara por completo. Baal, de rodillas y temblando incontroladamente, se enjugó la sangre de la nariz. «No tengo dinero —imploró—. No tengo nada.» Entonces habló el desconocido: «El perro hambriento que busca comida no va a la casa del perro. —Y, tras una pausa, agregó—: Baal, no queda mucho de ti. Esperaba algo más.»
Entonces Baal se sintió extrañamente ofendido, además de aterrado. ¿Sería una especie de admirador demente que le mataría por no estar a la altura de su fama? Sin dejar de temblar, dijo con modestia: «El escritor, cara a cara, siempre decepciona.» El otro hizo caso omiso de la observación. «Viene Mahound», dijo.
Este sencillo anuncio llenó de consternación a Baal. «¿Y eso a mí, qué? —gritó — . ¿Qué quiere? De aquello hace mucho tiempo, una vida, más de una vida. ¿Qué quiere? ¿Eres de los suyos? ¿Te envía él?
«Su memoria es tan larga como su cara —dijo el intruso, quitándose la capucha—. No; no soy mensajero suyo. Tú y yo tenemos algo en común: los dos le tememos.» «Yo te conozco», dijo Baal. «Sí.»
«Tu manera de hablar. Tú eres extranjero.» «"Una revolución de aguadores, inmigrantes y esclavos" —citó el desconocido—. Éstas fueron tus palabras.»
«Tú eres el inmigrante —recordó Baal — . Sulaiman, el persa.» El persa sonrió con la boca torcida. «Salman —rectificó—. No sabio, sino pacífico.»
«Tú eras uno de sus más allegados», dijo Baal, perplejo.
«Cuanto más cerca estás de un conspirador —dijo Salman con amargura—, más fácil es descubrir el truco.»


Y Gibreel soñó:
En el oasis de Yathrib, los seguidores de la nueva doctrina de la Sumisión se encontraron sin tierras y, por lo tanto, pobres. Durante muchos años se mantuvieron con actos de bandidaje, atacando las ricas caravanas de camellos que iban o venían de Jahilia. Mahound no tenía tiempo para escrúpulos, dijo Salman a Baal, ni inquietudes acerca de fines y medios. Los fieles vivían de la delincuencia, pero durante aquellos años, Mahound —¿o tendríamos que decir el arcángel Gibreel?, ¿o tendríamos que decir Al-Lah?— se obsesionó por la ley. Gibreel se aparecía al Profeta entre las palmeras del oasis y dictaba preceptos, preceptos y más preceptos, hasta que los fieles llegaron a no poder soportar la idea de más revelación, dijo Salman; preceptos para cada puñetera cosa; si un hombre se pee, debe volver la cara al viento; un precepto sobre la mano que había que usar para limpiarse el trasero. Era como si no pudiera dejarse sin reglamentar ningún aspecto de la existencia humana. La revelación —la recitación— decía a los fieles cuánto debían comer, cuán profundamente debían dormir y qué posturas sexuales tenían la divina sanción, y así aprendieron que la sodomía y la postura misionera tenían la aprobación del arcángel, mientras que entre las posturas prohibidas estaban todas en las que la mujer quedaba encima. Gibreel especificó también los temas de conversación permitidos y prohibidos y marcó las partes del cuerpo que no podían rascarse, por mucho que picaran. Vetó el consumo de langostinos, esas extrañas criaturas de otro mundo, nunca vistas por un fiel, y mandaba que los animales se sacrificaran lentamente, desangrándolos, de manera que, viviendo plenamente su muerte, pudieran adquirir un conocimiento del significado de la vida, porque sólo en el momento de la muerte comprenden las criaturas que la vida ha sido real y no una especie de sueño. Y Gibreel, el arcángel, especificaba la manera en que debía ser enterrado un hombre y dividida su propiedad, por lo que Salman, el persa, empezó a pensar qué clase de Dios era aquel que hablaba como un comerciante. Fue entonces cuando tuvo la idea que destruyó su fe, al recordar, claro que sí, que el propio Mahound había sido comerciante, y muy próspero por cierto, una persona con dotes de organización y reglamentación, y, qué casualidad, disponer de un arcángel tan metódico que transmitía las decisiones administrativas de este Dios eminentemente corporativo aunque incorpóreo.
Salman empezó a advertir lo útiles y oportunas que solían ser las revelaciones del ángel, de manera que cuando los fieles discutían cualquier opinión de Mahound, ya fuera la viabilidad de los viajes espaciales o la eternidad del infierno, aparecía el ángel con una respuesta que siempre daba la razón a Mahound, y manifestaba categóricamente que era imposible que un hombre pudiera caminar por la luna, o se mostraba no menos rotundo en afirmar la naturaleza transitoria de la condenación: hasta los más grandes pecadores acabarían purificados por el fuego del infierno y tendrían acceso a los jardines perfumados de Gulistan y Bostan. Otra cosa habría sido, se lamentaba Salman a Baal, que Mahound hubiera expuesto su criterio después de recibir la revelación de Gibreel; pero no, él dictaba la ley y luego venía el ángel y la confirmaba; de manera que aquello empezó a olerme mal, y yo pensé: éste debe de ser el olor de esas criaturas fabulosas y legendarias, cómo se llaman, langostinos.
El olor sospechoso empezó a obsesionar a Salman, que era el más instruido de los allegados de Mahound, debido al óptimo sistema educativo que en aquel entonces ofrecía Persia. A causa de su superior instrucción, Salman pasó a ser el escriba oficial de Mahound, encargado de redactar la inacabable retahila de preceptos. Revelaciones de conveniencia, dijo a Baal, y, con el tiempo, el trabajo se me hacía más odioso. Ahora bien, por el momento, tuvo que guardar para sí sus sospechas, porque los ejércitos de Jahilia marchaban sobre Yathrib, decididos a espantar aquellas moscas que incordiaban a sus caravanas de camellos y entorpecían el comercio. Lo que pasó después es sabido, no necesito repetirlo, dijo Salman, pero su vanidad pudo más y le hizo relatar a Baal cómo él personalmente había salvado a Yathrib de una destrucción segura y preservado el cuello de Mahound con su idea de la zanja. Salman dijo al Profeta que mandara cavar una gran trinchera alrededor del caserío del oasis, que no tenía murallas, lo bastante ancha como para que los legendarios caballos de la famosa caballería jahiliana no pudieran saltarla. Una zanja con puntiagudas estacas en el fondo. Cuando los jahilianos vieron esta vil obra de antideportiva zapa, su sentido del honor y la caballería les hizo comportarse como si la zanja no existiera y cargar con sus caballos a galope tendido. La flor y nata del ejército de Jahilia, tanto humana como equina, acabó empalada en las agudas estacas de la perfidia persa de Salman. Y es que ya se sabe que nadie como el emigrante para saltarse las normas. ¿Y después de la derrota de Jahilia?, se lamentó Salman a Baal: lo lógico era esperar que se me considerara un héroe, no es que yo sea vanidoso, pero ¿dónde quedaron los honores públicos, dónde la gratitud de Mahound, por qué el arcángel no me mencionó a mí en la orden del día? Nada, ni una sílaba, fue como si los fieles vieran en mi zanja un truco barato, una añagaza deshonrosa, desleal; un insulto para su hombría; como si, al salvarles la piel, hubiera herido su orgullo. Yo no dije nada, pero perdí muchos amigos después de aquello; puedes estar seguro de que a la gente le molesta que les hagas un favor.
A pesar de la zanja de Yathrib, los fieles tuvieron muchas bajas en su guerra contra Jahilia. En sus incursiones, eran tantas las vidas que perdían como las que cobraban. Y, al final de la guerra, no se hizo esperar la recomendación del arcángel Gibreel a los supervivientes de casarse con las viudas, no fueran a casarse con infieles y sustraerse a la Sumisión. Oh, qué ángel tan previsor, dijo Salman sarcásticamente. Ahora había sacado de los pliegues de la capa una botella de toddy de la que los dos hombres bebían pausadamente y con perseverancia, a la luz del crepúsculo. Cuanto más bajaba el líquido amarillo de la botella, más locuaz estaba Salman; que Baal recordara, nunca había oído a un hombre despotricar de aquella manera. Ay, aquellas revelaciones tan oportunas, exclamó Salman; si llegó a decírsenos que no importaba que estuviéramos casados, que podíamos tener hasta cuatro esposas si podíamos mantenerlas, lo cual los chicos no se hicieron repetir como comprenderás.
Las causas de la ruptura entre Salman y Mahound: la cuestión de las mujeres; y la de los versos satánicos. Mira, yo no soy un chismoso, confió Salman con lengua de beodo, pero, después de la muerte de su esposa, Mahound no era precisamente un ángel, tú ya me entiendes. Ahora bien, en Yathrib no lo tenía fácil. Aquellas mujeres: en un año le volvieron la barba medio blanca. Lo peculiar de nuestro Profeta, mi querido Baal, es que no le gustan las mujeres con genio; a él le van las madres y las hijas; no tienes más que pensar en su primera esposa y en Ayesha, sus dos amores: una muy vieja y la otra muy joven. No las buscaba de su talla. Pero en Yathrib las mujeres son diferentes, no lo sabéis bien; aquí, en Jahilia, estáis acostumbrados a mandar a las mujeres, pero las de allí no lo consentirían. ¡Allí el marido va a vivir con la familia de su esposa! ¡Imagina! ¡Qué escándalo!, ¿no? Y la esposa tiene su propia tienda. Si quiere librarse del marido, gira la tienda hacia el otro lado, de manera que cuando él llega en vez de puerta encuentra tela, y se acabó, está divorciado, nada que hacer. Bueno, a nuestras chicas les gustó esto y empezaron a soliviantarse, y entonces, de pronto, bang, sale el libro de los preceptos, el ángel empieza a especificar lo que deben hacer las mujeres y les obliga a volver a las actitudes que prefiere el Profeta, a ser sumisas o maternales, a andar tres pasos más atrás, o a quedarse encerradas en casa, dóciles y calladas. Cómo se reían de los fieles las mujeres de Yathrib, por mi vida; pero ese hombre es un mago, nada puede resistirse a su influjo: las fieles hicieron lo que él les ordenaba. Y se Sometieron: al fin y al cabo, él les ofrecía el Paraíso.
«De todos modos —dijo Salman llegando ya al fondo de la botella—, finalmente, decidí ponerlo a prueba.»
Una noche, el escriba persa tuvo un sueño en el que él planeaba sobre la figura de Mahound, en la cueva del Profeta en el monte Cone. Al principio, Salman lo tomó simplemente como un ensueño nostálgico de los viejos tiempos de Jahilia, pero luego reparó en que, en el sueño, su punto de vista era el del arcángel y en aquel momento volvió a él el recuerdo del incidente de los versos satánicos, tan vividamente como si hubiera ocurrido la víspera. «Quizá yo no soñé que era Gibreel —dijo Salman—. Quizá yo era Shaitan.» Al vislumbrar esta posibilidad, tuvo una idea diabólica. A partir de entonces, cuando se sentaba a los pies del Profeta a escribir preceptos preceptos preceptos, subrepticiamente, cambiaba algunas cosas.
«Al principio, cosas pequeñas. Si Mahound recitaba un verso en el que se decía de Dios que todo lo oye todo lo sabe, yo escribía todo lo sabe todo lo ve. Pero, y esto es lo importante, Mahound no notaba los cambios. De manera que era yo el que escribía realmente el Libro, o volvía a escribirlo, profanando la palabra de Dios con mi propio lenguaje terreno. Pero, por el cielo, si mis pobres palabras no podían ser distinguidas de la Revelación por el propio Mensajero de Dios, ¿qué quería ello decir? ¿Qué quería decir acerca de la esencia de la divina poesía? Mira, te juro que yo estaba angustiado. Una cosa es ser un tipo despierto que sospecha de ciertas cuestiones poco claras y otra, muy distinta, averiguar que tenías razón. Escucha: por ese hombre yo cambié mi vida. Dejé mi país, crucé el mundo, me instalé entre gentes que me consideraban un asqueroso cobarde extranjero porque les salvé la vida y que nunca me agradecieron lo que yo..., pero dejemos eso. La verdad es que lo que yo esperaba cuando hice aquel primer cambio insignificante todo lo ve en lugar de todo lo oye, lo que yo quería era que cuando el Profeta leyera lo escrito me dijera: ¿Qué te pasa, Salman, estás sordo? Y yo respondería: Ay, Dios mío, qué torpeza, no sé cómo he podido, y rectificar. Pero no fue así; y ahora la Revelación la escribía yo y nadie lo advertía, y a mí me faltaba valor para reconocerlo. Estaba muerto de miedo, puedes estar seguro. Y también estaba más triste que nunca en la vida. Pero no podía dejarlo. Quizás esta vez se le haya escapado, pensaba; todos podemos equivocarnos. Y al otro día cambié algo más importante. Él dijo cristiano y yo escribí judío. Él se daría cuenta, sin duda; ¿cómo no iba a dársela? Pero cuando le leí el capítulo él asintió y me dio las gracias cortésmente, y yo salí de su tienda con lágrimas en los ojos. Después de aquello, comprendí que mis días en Yathrib estaban contados; pero tenía que continuar. Tenía que continuar. No hay amargura como la del hombre que descubre que ha estado creyendo en una sombra. Yo caería, lo sabía, pero él caería conmigo. E insistí en mi infidelidad, cambiando versos, hasta que un día, al leerle lo escrito, vi que fruncía el entrecejo y sacudía la cabeza, como para aclarar las ideas, y luego asentía lentamente, pero con cierta duda. Yo comprendí que había llegado al límite y que la próxima vez que yo cambiara algo del Libro, él lo descubriría todo. Aquella noche permanecí despierto, con su suerte y la mía en mis manos. Si me resignaba a ser destruido podría destruirlo también a él. Aquella noche terrible tuve que elegir entre la muerte con venganza y la vida sin nada. Como puedes ver, elegí la vida. Antes del amanecer, salí de Yathrib en mi camello y regresé a Jahilia, sufriendo numerosas desventuras que prefiero no relatar. Y ahora Mahound viene en triunfo; de manera que, a la postre, también perderé la vida. Y ahora su poder ha aumentado tanto que ya no me es posible desacreditarlo.»
Baal preguntó: «¿Por qué estás seguro de que te matará?» Salman, el persa, respondió: «Es su Palabra contra la mía.»


*    *    *


Cuando Salman se quedó dormido en el suelo, Baal, tendido en su áspero jergón de paja, sentía un aro de acero que le ceñía dolorosamente la frente y un aleteo de mal agüero en el corazón. Muchas veces se había sentido cansado de su vida y deseado no llegar a viejo, pero, como decía Salman, una cosa es soñar y otra muy distinta tener que afrontar el sueño hecho realidad. Hacía ya tiempo que sentía que su mundo se empequeñecía. Ya no podía pretender que sus ojos eran lo que deberían ser, y su miopía hacía su vida aún más sombría, más difícil de comprender. Aquellas imágenes borrosas, aquella pérdida de detalle: no era de extrañar que su poesía se hubiera deteriorado. También sus oídos habían dejado de ser fiables. A este paso, pronto estaría aislado de todo por la pérdida de los sentidos..., pero tal vez ni a eso llegara. Venía Mahound. Quizá nunca besara a otra mujer. Mahound, Mahound. ¿Por qué ha venido este borracho charlatán?, pensó irritado. ¿Qué me importa a mí su traición? Todo el mundo sabe por qué escribí aquellas sátiras hace años; él tiene que saberlo también. Cómo me amenazó y maltrató el Grande. No puede hacerme responsable. Y, de todos modos, ¿dónde está ese joven prodigio de Baal, presumido y jactancioso, de lengua afilada? No lo conozco. Mírame: pesado, abúlico, miope y, pronto, sordo. ¿A quién amenazo? Ni a un alma. Empezó a sacudir a Salman: despierta, no quiero que me relacionen contigo, vas a traerme disgustos.
El persa seguía roncando, esparrancado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared y la cabeza colgando de lado, como un muñeco; Baal, martirizado por la jaqueca, se dejó caer en el catre. Aquellos versos suyos, pensaba, ¿cómo eran? Qué clase de idea, maldita sea, ni se acordaba ya, parece hoy la Sumisión, sí, algo así, al cabo de tanto tiempo, no era de extrañar, una idea que escapa, así era el final, desde luego. Mahound, a toda nueva idea se le hacen dos preguntas. Guando es débil: ¿aceptará el compromiso? Esta respuesta ya la conoces. Y ahora, Mahound, a tu regreso a Jahilia, llega la hora de la segunda pregunta: ¿Cómo te portas cuando ganas? Cuando tus enemigos están a tu merced y tu poder se ha hecho absoluto, ¿qué sucede? Todos hemos cambiado; todos, excepto Hind. Y, a juzgar por lo que dice este borracho, más parece una mujer de Yathrib que de Jahilia. No es de extrañar que lo vuestro no prosperara: ella no quiso ser ni tu madre ni tu hija. Mientras se deslizaba hacia el sueño, Baal repasaba su propia inutilidad, su arte fallido. Ahora que se había retirado de todos los escenarios públicos, sus versos estaban llenos de nostalgia: de la juventud, la belleza, el amor, la salud, la inocencia, la ilusión, la energía, la seguridad, la esperanza, de todo lo perdido. Pérdida de conocimientos. Pérdida de dinero. La pérdida de Hind. En sus odas, las figuras se alejaban de él, y cuanto más apasionadamente las llamaba, más apresuraban su huida. El paisaje de su poesía seguía siendo el desierto, las dunas viajeras con penachos de arena blanca levantados por el viento. Montañas blandas, efímeras, con la impermanencia de las tiendas. ¿Cómo trazar el mapa de un país que cada día cambia de forma por obra del viento? Estas preguntas hacían que su lenguaje pecase de abstracto, sus imágenes, de fluidas, y su metro, de inconstante. Le hacían crear quimeras de la forma, absurdos con cabeza de león, cuerpo de cabra y cola de serpiente cuyas formas sentían el imperativo de cambiar apenas se fijaban, de manera que lo demótico irrumpía por la fuerza en líneas de pureza clásica, y las imágenes del amor eran degradadas constantemente por la intrusión de elementos de la farsa. Estas cosas no interesan a nadie, pensó por milésima y una vez, y, cuando llegaba la inconsciencia del sueño, concluyó, reconfortado: nadie se acuerda de mí. El olvido es seguridad. Entonces le dio un vuelco el corazón y se despabiló, asustado, frío. Mahound, quizás yo pueda escamotearte tu venganza. Pasó la noche despierto, escuchando los ronquidos atronadores y oceánicos de Salman.


Gibreel soñó con fuegos de campamento.
Una figura famosa e inesperada camina una noche entre las hogueras del campamento del ejército de Mahound. Quizás a causa de la oscuridad —o acaso por lo improbable de su presencia aquí—, parece que el Grande de Jahilia ha recuperado, en este momento final de su poder, una parte de su vigor de antaño. Ha venido solo; y es conducido por Khalid, el otrora aguador, y Bilal, que fuera esclavo, a la tienda de Mahound.
Después, Gibreel soñó la vuelta a casa del Grande.
La ciudad bulle de rumores y hay una multitud delante de la casa. Al cabo de un tiempo, se oye la voz de Hind que grita de furor. Después, la propia Hind sale a un alto balcón y exige a la multitud que despedace a su marido. El Grande aparece a su lado; y recibe de su amante esposa sonoras y humillantes bofetadas en sendas mejillas. Hind ha descubierto que, pese a sus esfuerzos, no ha podido impedir que el Grande rinda la ciudad a Mahound.
Además: Abu Simbel ha abrazado la fe.
Simbel, en su derrota, ha perdido buena parte de su fragilidad de los últimos tiempos. Deja que Hind le abofetee y después habla con calma a la multitud. Les dice: «Mahound ha prometido que a todos los que se encuentren bajo el techo del Grande les será perdonada la vida. Venid, pues, todos vosotros y traed a vuestras familias.»
Hind responde por la enfurecida multitud. «Viejo idiota. ¿Cuántos ciudadanos caben dentro de una sola casa, aunque sea ésta? Has hecho un trato para salvar tu cabeza. Que te abran en canal para que seas pasto de las hormigas.»
El Grande sigue mostrándose manso. «Mahound promete también que todos los que se queden en su casa, con la puerta cerrada, estarán a salvo. Si no queréis venir a mi casa, id a la vuestra; y esperad.»
Por tercera vez, su esposa trata de volver al pueblo contra él; esta escena del balcón es de odio en lugar de amor. No se puede pactar con Mahound, grita, no es de fiar, el pueblo debe repudiar a Abu Simbel y prepararse para la lucha, hasta el último hombre, hasta la última mujer. Ella está dispuesta a pelear a su lado y morir por la libertad de Jahilia. «¿Queréis rendiros a este falso profeta, este Dajjal? ¿Se puede esperar honor de un hombre que se dispone a atacar la ciudad que lo vio nacer? ¿Se puede pactar con el intransigente, se puede pedir piedad al implacable? Nosotros somos los fuertes de Jahilia, y nuestras diosas invictas en la lucha vencerán.» Ella les ordenó pelear en el nombre de Al-Lat. Pero la gente ya se marcha.
Marido y mujer están en su balcón, y el pueblo los ve claramente. Hacía mucho tiempo que la ciudad se miraba en esta pareja; y dado que, últimamente, los jahilianos preferían las imágenes de Hind a las del canoso Grande, ahora sufren un violento trauma. Un pueblo que se ha mantenido convencido de su grandeza y su invulnerabilidad, que ha optado por creer en tal mito, a despecho de la evidencia, es un pueblo que está sumido en el sueño, o en la locura. Ahora el Grande los ha despertado y están desorientados, frotándose los ojos, incrédulos al principio —si tan poderosos somos, ¿cómo hemos caído tan pronto y tan estrepitosamente?—, y entonces llega la comprensión, y ven que su confianza estaba edificada sobre las nubes, sobre la pasión de las proclamas de Hind y poco más. Ahora la abandonan y, con ella, abandonan también la esperanza. Presa de la desesperación, los habitantes de Jahilia se van a sus casas, a cerrar las puertas.
Ella grita, suplica, se suelta el cabello. «¡Venid a la Casa de la Piedra Negra! ¡Venid a hacer sacrificios a Lat!» Pero ya se han ido, y Hind y el Grande se quedan solos en su balcón, mientras en toda Jahilia se hace un gran silencio, empieza una gran calma, y Hind se apoya en la pared de su palacio y cierra los ojos.
Es el fin. El Grande murmura suavemente: «No somos muchos los que tenemos tantos motivos para temer a Mahound como tú. Si tú te comes crudas, sin aderezarlas siquiera con sal ni ajo, las vísceras del tío favorito de un hombre, no te sorprendas si él, a su vez, te trata como a una res.» Y la deja sola y baja a las calles, de las que hasta los perros han desaparecido, para ir a abrir las puertas de la ciudad.


Gibreel soñó con un templo:
Junto a las puertas abiertas de Jahilia estaba el templo de Uzza. Y Mahound dijo a Khalid, que antes fuera aguador y que ahora llevaba mayores pesos: «Ve a limpiar el lugar.» Y Khalid tomó a sus hombres y se lanzó sobre el templo, porque Mahound no deseaba entrar en la ciudad mientras en sus puertas existieran tales abominaciones.
Cuando el guardián del templo, que era de la tribu de los sharks, vio acercarse a Khalid a la cabeza de una tropa de guerreros, tomó la espada y fue a la diosa. Después de rezar sus últimas oraciones, colgó su espada del cuello de la imagen diciendo: «Si de verdad eres diosa, Uzza, defiéndete a ti y a tu siervo del ataque de Mahound.» Entonces Khalid entró en el templo y, al ver que la diosa no se movía, el guardián dijo: «Ahora veo que el Dios de Mahound es el verdadero Dios, y esta piedra, sólo piedra.» Y Khalid destruyó el templo y el ídolo, y volvió a la tienda de Mahound. Y el Profeta preguntó: «¿Qué has visto?» Khalid extendió los brazos. «Nada», dijo. «Entonces no la has destruido —exclamó el Profeta—. Vuelve y termina el trabajo.» Y Khalid volvió al templo destruido, y allí una mujer enorme, toda negra salvo su larga lengua escarlata, corrió hacia él, desnuda de la cabeza a los pies, con una cabellera negra que le rozaba los tobillos. Al acercarse a él, se detuvo y recitó con su voz terrible de azufre y fuego infernal: «¿Has oído hablar de Lat, y de Manat, y de Uzza, la Tercera, la Otra? Ellas son las Aves Ensalzadas...» Pero Khalid la interrumpió diciendo: «Uzza, ésos son los versos del diablo, y tú eres la hija del diablo, una criatura a la que no se debe adorar, sino denostar.» Y desenvainó la espada y de un tajo la mató.
Y volvió a la tienda de Mahound y le dijo lo que había visto. Y el Profeta dijo: «Ahora podemos entrar en Jahilia», y se levantaron, y entraron en la ciudad, y tomaron posesión de ella en el Nombre del Altísimo, Destructor de Hombres.


*    *    *


¿Cuántos ídolos, en la Casa de la Piedra Negra? No lo olviden: trescientos sesenta. Dios-sol, águila, arco iris. El coloso de Hubal. Trescientos sesenta que esperan a Mahound y saben que no se salvarán. Y no se salvan. Pero no perdamos el tiempo aquí. Las imágenes caen; la piedra se rompe; lo que se ha de hacer, se hace. Mahound, después de limpiar la Casa, planta la tienda en los antiguos campos de la feria. La gente se agolpa alrededor de la tienda, abrazando la fe victoriosa. La Sumisión de Jahilia: también esto es inevitable y huelga detenerse en ello.
Mientras los jahilianos se inclinan ante él, murmurando las frases salvavidas, no hay más Dios que Al-Lah, Mahound susurra unas palabras a Khalid. Cierta persona no ha venido a arrodillarse ante él; cierta persona esperada desde hace tiempo. «Salman —dijo el Profeta—, ¿ha sido hallado?»
«Todavía no. Se esconde, pero ya no puede tardar.» Hay un incidente. Una mujer cubierta con el velo se arrodilla delante de él y le besa los pies. «Déjalo —le exhorta él—. Sólo a Dios hay que adorar.» ¡Pero qué besapiés! Dedo a dedo, falange a falange, la mujer lame, besa, chupa. Y Mahound, exasperado, repite: «Basta. Es indecente.» Pero ahora la mujer ha empezado con la planta de los pies, sosteniendo el talón con las dos manos... Él, violento, le da un puntapié que la alcanza en la garganta. Ella cae, tose y luego se postra ante él y dice con firmeza: «No hay más Dios que Al-Lah y Mahound es su Profeta.» Mahound se calma, pide disculpas y extiende la mano. «No se te hará ningún daño —le dice—. Todo el que se Somete se salva.» Pero hay en él una extraña confusión y ahora comprende por qué, advierte la cólera, la amarga ironía de aquella adoración de sus pies, avasalladora, excesiva y sensual. La mujer se arranca el velo: Hind.
«La esposa de Abu Simbel», proclama claramente, y se hace el silencio. «Hind —dice Mahound—, no te había olvidado.» Y, tras un largo instante, mueve afirmativamente la cabeza. «Tú te has Sometido. Sé bienvenida a mis tiendas.»


Al día siguiente, entre las conversiones que no cesan, Salman el persa es conducido ante el Profeta. Khalid lleva hasta el takht al inmigrante, que llora y gimotea, agarrado de una oreja y arrimándole un cuchillo a la garganta. «Lo encontré, cómo no, con una prostituta que le chillaba porque no tenía dinero para pagarle. Apesta a alcohol.»
«Salman Farsi», el Profeta empieza a pronunciar la sentencia de muerte, pero el prisionero se pone a gritar el qalmah: «¡La ilaha ilallah! ¡La ilaha!»
Mahound mueve la cabeza. «Tu blasfemia, Salman, no tiene perdón. ¿Pensabas que no lo descubriría? Sustituir con tus palabras las Palabras de Dios.»
Escriba, zapador, condenado: sin ápice de dignidad, babea gime suplica se golpea el pecho se humilla se arrepiente. Khalid dice: «Este ruido es insoportable, Mensajero. ¿No podría cortarle la cabeza?» A lo que el ruido aumenta considerablemente. Salman jura renovada lealtad, suplica un poco más y entonces, con una chispa de desesperada esperanza, propone: «Yo puedo mostrarte dónde están tus verdaderos enemigos.» Esto le vale unos segundos. El Profeta se inclina. Khalid levanta la cabeza del arrodillado Salman tirándole del pelo. «¿Qué enemigos?» Y Salman da un nombre. Mahound se hunde en sus almohadones, mientras retorna la memoria.
«Baal —dice, y repite dos veces—: Baal, Baal.»
Con disgusto de Khalid, Salman el persa no es condenado a muerte. Bilal intercede por él, y el Profeta, distraído con otros pensamientos, le concede la gracia: sí, sí, que viva el desgraciado. ¡Oh, generosidad de la Sumisión! Hind ha sido perdonada; y Salman; y en toda Jahilia no se ha derribado ni una sola puerta, ni un solo viejo enemigo ha sido sacado a la calle para cortarle el cuello en el polvo, como a un pollo. Ésta es la respuesta de Mahound a la segunda pregunta: ¿Qué pasa cuando has ganado? Pero un nombre obsesiona a Mahound, salta alrededor de él, joven, agudo, señalando con un dedo largo, cantando versos cuya crueldad y brillantez siempre hiere. Aquella noche, cuando los suplicantes se han ido, Khalid pregunta a Mahound: «¿Aún piensas en él?» El Mensajero asiente, pero no quiere hablar. Khalid dice: «Hice que Salman me llevara a la habitación en la que vive, un agujero, pero no está, se esconde.» Otra vez el movimiento de cabeza, pero sin palabras. Khalid insiste: «¿Quieres que lo saque de su escondite? No costaría mucho. ¿Qué quieres que le haga? ¿Esto? ¿Esto?» Khalid, con elocuente ademán, se rebana el cuello y luego finge pincharse el ombligo. Mahound se impacienta. «Eres un necio —grita al antiguo aguador, que ahora es su jefe de estado mayor—. ¿Es que no eres capaz de disponer las cosas sin mi ayuda?»


*    *    *


Khalid se inclina y se va. Mahound se queda dormido: su antiguo don, su manera de luchar contra el mal humor.
Pero Khalid, el general de Mahound, no pudo encontrar a Baal. A pesar de los registros casa por casa, los bandos y las piedras removidas, no se pudo atrapar al poeta. Y los labios de Mahound seguían cerrados, no se abrían para dejar salir sus deseos. Finalmente, no sin irritación, Khalid abandonó la búsqueda. «Que asome la cabeza ese cerdo, una sola vez, en cualquier momento —juró en la tienda del Profeta, toda suavidad y penumbra—, y lo cortaré a rodajas tan finas que podrás ver a través de cada una.»
A Khalid le pareció que Mahound estaba decepcionado; pero en la penumbra de la tienda, imposible estar seguro.


*    *    *


Jahilia se acomodó a su nueva vida: llamada a la oración cinco veces al día, nada de alcohol y las esposas encerradas en casa. Hasta la propia Hind se retiró a sus aposentos..., pero ¿dónde estaba Baal?
Gibreel soñó con una cortina.
La Cortina, Hijab, se llamaba el burdel más famoso de Jahilia, un enorme palacio con patios en los que crecían las datileras y cantaba el agua, rodeados de habitaciones que se entrelazaban en desconcertantes dibujos de mosaico, traspasadas por laberínticos corredores decorados idénticamente, todos con las mismas invocaciones caligráficas al Amor, todos cubiertos con alfombras de igual dibujo, todos con una gran urna de piedra colocada delante de la pared. Los clientes de La Cortina no podían encontrar el camino de la habitación de su cortesana predilecta ni el de la calle sin ayuda. De este modo se protegía de indeseables a las mujeres y se impedía que los clientes se marcharan sin pagar. Corpulentos eunucos circasianos, con la pintoresca indumentaria del genio de la lámpara, acompañaban a los clientes hasta su destino y, después, hasta la puerta de la calle, sirviéndose, en algunos casos, de ovillos de cordel. Era un universo blando, con muchos cortinajes y ninguna ventana, gobernado por una anciana sin nombre, la Madam de La Cortina, cuyas guturales expresiones, emitidas desde el ámbito recóndito de un sillón envuelto en velos negros, habían adquirido, con los años, un aire oracular. Ni el personal de la casa ni los clientes podían desobedecer aquella voz sibilina que, en cierto modo, era la antítesis profana de las manifestaciones sagradas de Mahound proferidas en una tienda más grande y accesible, situada no muy lejos de allí. Por consiguiente, cuando Baal, el poeta, se postró ante ella, atribulado, para suplicarle ayuda y ella decidió esconderlo y salvarle la vida, por nostalgia de aquel mozo apuesto, alegre y perverso que había sido en tiempos, su decisión fue acatada sin protestas; y cuando los guardias de Khalid fueron a registrar el establecimiento, los eunucos los condujeron en un viaje desconcertante por aquella supraterránea catacumba de contradicciones y dudas irreconciliables, hasta que a los soldados les dio vueltas la cabeza y, después de mirar al interior de treinta y nueve urnas de piedra sin encontrar nada más que ungüentos y conservas en vinagre, se marcharon jurando airadamente, sin sospechar que existía un cuadragésimo corredor al que no habían sido conducidos, con una cuadragésima urna, dentro de la cual, como un ladrón, se escondía, temblando y mojando el pijama, el poeta que buscaban.
Después de aquello, la Madam ordenó a los eunucos qué tiñeran la piel del poeta hasta dejarla de un negro azulado, y el pelo también, y lo vistieran con los calzones bombachos y el turbante de djinn, y le aconsejó que empezara un curso de cultura física, ya que su falta de agilidad podría despertar sospechas, y se imponía ponerse en forma sin tardar.


*    *    *


Durante su estancia «tras La Cortina» Baal no carecía de noticias acerca de los acontecimientos del exterior, sino todo lo contrario, ya que, en el desempeño de sus funciones de eunuco, montaba guardia en la puerta de las cámaras del placer y oía los comentarios de los clientes. La natural indiscreción de sus lenguas, estimulada por el alegre abandono inducido por las caricias de las prostitutas y por el convencimiento de que allí se les guardaría el secreto, hacía que el poeta, aunque miope y duro de oído, recogiera más información sobre los acontecimientos del momento de la que hubiera podido obtener recorriendo libremente las ahora puritanas calles de la ciudad. A veces la sordera era un inconveniente que dejaba lagunas en sus conocimientos, cuando los clientes bajaban la voz y cuchicheaban; pero también eliminaba de sus audiciones el elemento salaz, ya que no podía oír los murmullos que acompañaban la fornicación, salvo, naturalmente, en los momentos en los que el extasiado cliente o la simuladora obrera alzaban la voz en gritos de gozo auténtico o sintético.
Lo que Baal escuchó en La Cortina:
Por el malhumorado Ibrahim, el carnicero, supo que, a pesar de la reciente prohibición de comer carne de cerdo, los aparentes conversos de Jahilia se agolpaban en su puerta trasera para comprar bajo mano la carne prohibida; «las ventas aumentan —murmuró, montando a su dama favorita—; los precios del cerdo negro suben; pero, maldita sea, los nuevos preceptos me han complicado la vida. No es fácil sacrificar un cerdo en secreto, sin hacer ruido», y entonces empezó a chillar él, pero es de suponer que chillaba de gusto más que de dolor. Y Musa, el mantequero, confesó a otro de los miembros del personal horizontal de La Cortina que era difícil romper los viejos hábitos y, cuando estaba seguro de que nadie le oía, aún decía alguna que otra oración a «mi favorita de toda la vida, Manat, y, a veces, qué quieres, también a Al-Lat; y es que no hay como una diosa, porque ellas tienen atributos que los chicos no te ofrecen ni por asomo», dicho lo cual también él se precipitó con ahínco sobre las réplicas terrenales de tales atributos. Así se enteró el emboscado Baal, con gran amargura, de que no hay imperio que sea absoluto ni victoria que sea completa. Y, poco a poco, empezaron a oírse críticas contra Mahound.
Baal había empezado a cambiar. La noticia de la destrucción del gran templo de Al-Lat en Taif, que llegó a sus oídos entre los gruñidos de Ibrahim, el matacerdos clandestino, le había sumido en profunda tristeza, porque, incluso en sus días claros de joven cínico, su amor por la diosa era auténtico, quizá su única emoción verdadera, y su destrucción le reveló la futilidad de una vida cuyo único amor sincero estuvo inspirado por un trozo de piedra indefensa. Cuando se mitigó aquella pena lacerante, Baal se convenció de que la caída de Al-Lat anunciaba que su propio fin no estaba lejos. Entonces perdió aquella sensación de seguridad que la vida en La Cortina le había proporcionado fugazmente; pero ahora el sentimiento de su transitoriedad, de su seguro descubrimiento, seguido de su no menos segura muerte, ya no le asustaba, lo cual le parecía muy interesante. Después de una vida de sincera cobardía, ahora advertía con gran sorpresa que la proximidad de la muerte le permitía saborear mejor la dulzura de la vida, y se maravillaba de la paradoja de que se le hubieran abierto los ojos a esta verdad en aquella casa de caras mentiras. ¿Y cuál era la verdad? La verdad era que Al-Lat había muerto —que nunca vivió—, pero esto no hacía de Mahound un profeta. En suma, Baal había alcanzado el ateísmo. Empezó a moverse, torpemente, por un ámbito situado más allá de la idea de diosas y gobernantes y preceptos, y descubrió que su vida estaba tan ligada a la de Mahound que se imponía cierta clase de gran resolución. Que esta resolución probablemente significaría su muerte no le impresionaba ni preocupaba en exceso; y cuando Musa, el mantequero, murmuró un día de las doce esposas del Profeta, un precepto para él y otro para nosotros, Baal comprendió la forma que tendría que tomar su enfrentamiento final con la Sumisión. Las chicas de La Cortina —llamadas «chicas» con eufemismo, ya que la más vieja pasaba del medio siglo y la más joven, a los quince años, tenía más experiencia que muchas mujeres de cincuenta— se habían encariñado con el desgarbado Baal, y en realidad les gustaba disponer de un eunuco de mentirijillas, por lo que en horas inhábiles le gastaban bromas deliciosas, exhibiéndose provocativamente ante él, colocándole los pechos delante de los labios, rodeándole el cuerpo con las piernas o besándose apasionadamente a dos dedos de su cara, hasta que el triste escritor se excitaba sin esperanza y entonces ellas se reían de su turgencia provocándole una abochornada y temblorosa flaccidez y, muy de tarde en tarde, inopinadamente, delegaban a una de ellas para satisfacer gratuitamente la concupiscencia que habían despertado. De esta forma, cual un toro domesticado, miope y parpadeante, el poeta pasaba los días con la cabeza apoyada en regazos femeninos, cavilando acerca de la muerte y la venganza, incapaz de decidir si era el más satisfecho o el más desdichado de los mortales.
Durante una de aquellas alegres sesiones celebradas al término de la jornada de trabajo, en las que las chicas se quedaban a solas con sus eunucos y sus jarras de vino, Baal oyó a la más joven hablar de su cliente, Musa, el mantequero. «¡Ése! —exclamó—. La tiene tomada con las esposas del Profeta. Se indigna de tal manera, que sólo con pronunciar sus nombres se excita. Dice que yo soy idéntica a la misma Ayesha, que, como todo el mundo sabe, es la favorita. Ya veis.»
La cortesana cincuentona intervino: «Escuchad, esas mujeres del harén, los hombres no saben hablar de otra cosa. Es natural que Mahound las encerrara, pero con eso sólo ha hecho empeorar las cosas. La gente fantasea más de lo que no ve.»
Especialmente en esta ciudad, pensó Baal; sobre todo en nuestra Jahilia de costumbres licenciosas, donde hasta que llegó Mahound las mujeres vestían de colores vivos y no se hablaba más que de follar y de dinero, dinero y sexo, y se hacía algo más que hablar.
Baal dijo a la más joven de las prostitutas: «¿Por qué no finges con él?»
«¿Con quién?»
«Con Musa. Si tanto le excita Ayesha, ¿por qué no te conviertes en su Ayesha particular?»
«Dios —dijo la muchacha—. Si te oyeran, te freirían los huevos en manteca.»
¿Cuántas esposas? Doce, más una anciana, muerta hace tiempo. ¿Cuántas prostitutas, detrás de La Cortina? Doce también; y, escondida en su trono dentro de la tienda negra, la vieja Madam seguía desafiando a la muerte. Donde no hay fe no hay blasfemia. Baal expuso su idea a la Madam; ella manifestó su decisión con su voz de rana con laringitis. «Es muy peligroso —dictaminó—, pero podría ser excelente para el negocio. Iremos con cuidado. Pero iremos.»


La quinceañera cuchicheó unas palabras al oído del mantequero, y en los ojos de él brilló una luz. «Cuéntamelo todo — suplicó—. Háblame de tu infancia, de tus juguetes favoritos, tus juegos y demás, cuéntame cómo el Profeta se paró a mirarte cuando tocabas la pandereta.» Ella se lo contó y entonces él le preguntó cómo había sido desflorada, a los doce años, y ella se lo contó, y después él pagó el doble de la tarifa normal, porque «nunca lo había pasado tan bien». «Habrá que tener cuidado con los corazones débiles», dijo la Madam a Baal.


*    *    *


Cuando por Jahilia corrió la noticia de que cada una de las prostitutas de La Cortina había asumido la identidad de una de las esposas de Mahound, la excitación clandestina de los hombres fue intensa; pero era tan grande el miedo a ser descubiertos, tanto porque si Mahound o sus lugartenientes se enteraban de que habían intervenido en tamañas irreverencias perderían la vida, como por el deseo de que el nuevo servicio de La Cortina se mantuviera, que el secreto no llegó a oídos de las autoridades. Por aquel entonces, Mahound había regresado a Yathrib con sus esposas, por preferir el clima fresco del oasis del Norte al calor de Jahilia, dejando la ciudad bajo el mando del general Khalid, de quien era muy fácil esconder las cosas. En un principio, Mahound pensó en ordenar a Khalid que clausurara todos los burdeles de Jahilia, pero Abu Simbel le disuadió de acto tan precipitado. «Los jahilianos son conversos recientes —señaló—. Ve despacio.» Mahound, el más pragmático de los Profetas, se avino a otorgar un período de transición. Y, en ausencia del Profeta, los hombres de Jahilia iban en tropel a La Cortina, que triplicó sus ingresos. Por razones evidentes, no era prudente hacer cola en la calle, y muchos días, en el patio interior del burdel, había una fila de hombres que daba la vuelta a la Fuente del Amor, situada en el centro, del mismo modo que los peregrinos, por otras razones, daban la vuelta a la antigua Piedra Negra. Todos los clientes de La Cortina eran provistos de una máscara, y Baal, al observar desde un balcón cómo los enmascarados daban vueltas, se sentía íntimamente satisfecho. Había más de una forma de no Someterse.
Durante los meses siguientes, el personal de La Cortina se entregó a su nueva tarea con creciente fervor. «Ayesha», la prostituta de quince años, era la favorita del público de pago, como su homónima lo era de Mahound, y, al igual que la Ayesha que vivía recatadamente recluida en el harén de la gran mezquita de Yathrib, esta Ayesha jahiliana empezó a envanecerse de su condición de Preferida. Le molestaba que alguna de sus «hermanas» tuviera más clientes o recibieran propinas generosas. La más vieja y más gorda de las prostitutas, que había adoptado el nombre de «Sawdah», relataba a sus visitantes —y los tenía en abundancia, porque muchos de los hombres de Jahilia la elegían por su aire maternal y agradecido— cómo Mahound se había casado con ella y con Ayesha el mismo día, cuando Ayesha era todavía una niña. «En nosotras dos encontró las dos mitades de su primera esposa difunta: la niña y también la madre», les decía. La prostituta «Hafsah» se volvió tan irascible como su tocaya, y cuando las doce se impusieron de sus papeles, las alianzas que se formaban dentro del burdel reflejaban las banderías políticas de la mezquita de Yathrib: «Ayesha» y «Hafsah», por ejemplo, mantenían pequeñas y constantes rivalidades con las dos prostitutas más presumidas, a las que sus compañeras siempre consideraron un poco relamidas, y que eligieron para sí las identidades más aristocráticas, convirtiéndose en «Umm Salamah la makhzumita» y, la más repelente de todas, «Ramlah», cuya homónima, la undécima esposa de Mahound, era hija de Abu Simbel y Hind. Y había también una «Zainab bint Jahsh», y una «Juwairiyah», que llevaba el nombre de la esposa capturada en una expedición militar, y una «Rehana la Judía», una «Safia» y una «Maimunah», y la más erótica de todas las prostitutas, que sabía trucos que no quería enseñar a la rival «Ayesha»: la hechicera egipcia «Mary la Copta». La más extraña de todas era la prostituta que adoptó el nombre de «Zainab bint Khuzaimah» sabiendo que esta esposa de Mahound había muerto recientemente. La necrofilia de sus amantes, que le prohibían hacer cualquier movimiento, era uno de los más malsanos aspectos del nuevo régimen de La Cortina. Pero el negocio es el negocio, y éste era también un poderoso imperativo para las cortesanas.
Al final del primer año, las doce se habían hecho tan diestras en sus funciones que sus personalidades anteriores empezaron a desvanecerse. Baal, más miope y más sordo a cada mes que pasaba, veía las sombras de las chicas moverse por su lado, con los contornos borrosos, las imágenes duplicadas, como sombras sobre sombras. Las chicas, a su vez, empezaron a mirar a Baal de otra manera. En aquel tiempo era costumbre que, al entrar en la profesión, la prostituta tomara un esposo que no le causara problemas —por ejemplo, una montaña, una fuente, un arbusto— a fin de que, para salvar las apariencias, pudiera adoptar nombre de casada. En La Cortina, la norma era que todas las chicas se casaran con el Surtidor del Amor del patio central, pero empezaron a soplar vientos de rebeldía, y un día todas las prostitutas se presentaron ante la Madam para comunicarle que, ahora que habían empezado a considerarse esposas del Profeta, necesitaban un marido de más categoría que el surtidor de piedra, lo cual, al fin y al cabo, rayaba en la idolatría, y decirle que habían decidido que todas serían esposas del zángano de Baal. La Madam trató de disuadirlas, pero, al verlas tan decididas, cedió y les dijo que le trajeran al poeta. Entre risitas y codazos, las doce cortesanas escoltaron al desmañado poeta al salón del trono. Cuando Baal oyó el plan, el corazón se le alborotó de tal manera que le dio un vahído y cayó al suelo, y «Ayesha» exclamó con espanto: «Ay, Dios, a ver si antes que sus esposas vamos a ser sus viudas.»
Pero él se recuperó: su corazón recobró la compostura. Y, como no había más remedio, aceptó las doce proposiciones. La Madam los casó personalmente, y en aquel antro de degeneración, antimezquita, laberinto de profanidad, Baal se convirtió en el marido de las esposas de Mahound, el antiguo comerciante.
Sus esposas le dijeron claramente que esperaban que cumpliera con sus deberes matrimoniales en todos los aspectos, y establecieron un sistema de rotación según el cual él pasaba un día con cada una de las chicas por turno (en La Cortina, el día y la noche habían trocado papeles: la noche para el trabajo y el día para el descanso). Apenas iniciado tan arduo programa para él, sus mujeres convocaron una reunión en la que se le hizo saber que debía portarse como el marido «verdadero», es decir, Mahound. «¿Por qué no te cambias el nombre como nosotras?», preguntó la irritable «Hafsah», pero por aquí Baal no pasó. «Tal vez no sea un nombre para sentirse orgulloso —insistió—, pero es el mío. Lo que es más, yo no trabajo para clientes. No hay motivos comerciales para el cambio.» «Bueno; de todos modos —dijo la voluptuosa "Mary la Copta", encogiéndose de hombros—, te llames como te llames, queremos que empieces a actuar como él.»
«Yo no sé mucho de...», protestó Baal, pero «Ayesha», que era la más atractiva de todas, o así empezaba a parecérselo últimamente, hizo una mueca deliciosa. «Vamos, esposo —le dijo con zalamería—. No es tan difícil. Nosotras sólo queremos, en fin... Que seas el jefe.»
Las prostitutas de La Cortina resultaron ser las mujeres más anticuadas y convencionales de Jahilia. Su trabajo, lejos de convertirlas en unas cínicas desengañadas (aunque, eso sí, eran capaces de formar conceptos feroces de sus clientes), había hecho de ellas unas soñadoras. Apartadas del mundo exterior, se habían forjado una fantasía de «vida corriente» en la que no deseaban sino ser las compañeras obedientes y, sí, sumisas de un hombre que fuera sabio, cariñoso y fuerte. Es decir: el hábito de encarnar las fantasías de los hombres había llegado a corromper sus sueños de tal manera que, incluso en lo más íntimo de su ser, deseaban convertirse en la más vieja de todas las ilusiones del hombre. El aliciente añadido de representar la vida doméstica del Profeta las excitaba, y el perplejo Baal descubrió lo que era tener compitiendo por sus favores, por la gracia de una sonrisa, a doce mujeres que le lavaban los pies y se los secaban con sus cabellos y le perfumaban el cuerpo y danzaban para él representando de mil maneras el matrimonio soñado que nunca creyeron conocer.
Era irresistible. Él empezó a tener el valor de darles órdenes, de arbitrar entre ellas, de castigarlas cuando se enfadaba. Cierta vez que le irritaron con sus peleas, las repudió a todas durante un mes. Cuando, transcurridas veintinueve noches, fue a ver a «Ayesha», ella se burló porque él no había podido esperar más. «Era un mes de veintinueve días», respondió él. Una vez fue sorprendido por «Mary la Copta» en la habitación de «Hafsah» el día de «Ayesha». Suplicó a «Mary” que no se lo dijera a «Ayesha», de la que estaba enamorado; pero ella se lo dijo y, después de aquello, Baal tuvo que mantenerse durante mucho tiempo alejado de «Mary», la de piel blanca y pelo rizado. En suma, él se había dejado seducir por la ilusión de convertirse en espejo secreto y profano de Mahound, y otra vez empezó a escribir.
La poesía que ahora hacía era la más dulce que nunca escribiera. A veces, estando con Ayesha, sentía que una dejadez le embargaba, el cuerpo le pesaba, y tenía que echarse. «Es extraño —le dijo—. Me parece verme a mí mismo de pie a mi lado. Y puedo hacer hablar a ese que está de pie; luego, me levanto y escribo sus versos.» Estos trances artísticos de Baal eran muy celebrados por sus esposas. Una vez, cansado, se quedó adormilado en un sillón en los aposentos de «Umm Salamah la makhzumita». Cuando despertó horas después, tenía todo el cuerpo dolorido y el cuello y los hombros agarrotados, y dijo a Umm Salamah en tono de reproche: «¿Por qué no me despertaste?» Ella respondió: «No me atreví; pensé que quizá te venían los versos.» Él movió la cabeza. «No te apures. La única mujer en cuya compañía me vienen los versos es "Ayesha", no tú.»


*    *    *


Dos años y un día después de que Baal empezara su vida en La Cortina, uno de los clientes de «Ayesha» lo reconoció, a pesar de la piel teñida, los bombachos y la cultura física. Baal estaba apostado en la puerta de la habitación de «Ayesha» cuando salió el cliente que, señalándole con el dedo, gritó: «¡Conque aquí te habías metido!» Acudió corriendo «Ayesha», con los ojos encendidos de miedo. Pero Baal dijo: «No temas; él no nos causará problemas.» Invitó a Salman el persa a su propia habitación y destapó una botella del vino dulce hecho de uva no prensada que los jahilianos elaboraban desde que descubrieron que no estaba prohibido por lo que, con evidente falta de respeto, empezaban a llamar el Reglamento.
«He venido porque por fin me marcho de esta ciudad infernal —dijo Salman— y quería pasar un momento de placer después de tantos años de mierda.» Después de que Bilal intercediera por él ante Mahound en el nombre de su vieja amistad, el inmigrante se había dedicado al trabajo de amanuense, y pasaba el día sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, junto a la calzada de la calle principal del distrito financiero, en espera de clientes. Su cinismo y su desesperación habían sido exacerbados por el sol. «La gente escribe muchas mentiras —dijo, bebiendo con rapidez—. Por lo tanto, un embustero profesional se gana la vida espléndidamente. Mis cartas de amor y mis misivas comerciales eran famosas y estaban consideradas las mejores de la ciudad, por mi don para inventar hermosas falsedades con una mínima deformación de los hechos. De manera que en apenas dos años he podido ahorrar lo suficiente para regresar a casa. ¡A casa! ¡A mi tierra! Me marcho mañana, y estoy deseándolo.”
A medida que se vaciaba la botella, Salman empezó a hablar otra vez, como esperaba Baal, de la causa de todos sus males, el Mensajero y su mensaje. Habló a Baal de una pelea entre Mahound y Ayesha, repitiendo el rumor como si de un hecho incontrovertible se tratara. «Esa muchacha no ha podido digerir que su marido necesite tantas esposas —dijo—. Él hablaba de conveniencias, alianzas políticas, etcétera, pero no la engañaba. ¿Y quién había de reprochárselo? Al fin, él entró en uno de sus trances —¿y cómo no?— y salió de él con un mensaje del arcángel. Gibreel le había recitado unos versos que le aseguraban pleno apoyo divino. Permiso del propio Dios para follar con tantas mujeres como le apeteciera. Y ¿qué podía decir la pobre Ayesha contra los versos de Dios? ¿Sabes lo que dijo? Dijo esto: "Tu Dios no se hace de rogar cuando tú necesitas que te arregle las cosas." ¡Bueno! De no ser Ayesha, quién sabe lo que él habría hecho, pero es que ninguna de las otras se hubiera atrevido, desde luego.» Baal le dejaba desahogarse sin interrumpir. Los aspectos sexuales de la Sumisión preocupaban mucho al persa: «Es insano —dictaminó—. Toda esta segregación. No traerá nada bueno.»
Al fin Baal empezó a discutir, y Salman se asombró al oír que el poeta defendía a Mahound: «Hay que contemplar las cosas desde su punto de vista —argumentó Baal—. Si las familias le ofrecen esposas y él las rechaza, se crea enemigos. Además, él es un hombre especial y existen motivos para dispensas especiales. Y por lo que se refiere a encerrarlas, ¡qué deshonra si algo malo le ocurriera a alguna de ellas! Mira, si vivieras aquí dentro, no te parecería que un poco menos de libertad sexual era tan mala cosa, para la gente del pueblo, quiero decir.»
«Has perdido el seso —dijo Salman categóricamente—. Llevas demasiado tiempo sin ver el sol. O puede que sea ese traje lo que te hace hablar como un payaso.»
Baal estaba bastante achispado y empezó una réplica acalorada, pero Salman levantó una mano no muy firme. «No quiero pelear —dijo—. Pero me gustaría contarte algo. Lo más sabroso que corre por la ciudad. Jooo-jooo. Y tiene relación con, con lo que tú dices.»
La historia de Salman: Ayesha y el Profeta hicieron una visita a una aldea apartada y, a su regreso a Yathrib, la expedición acampó en las dunas para pernoctar. Levantaron el campo antes del amanecer, todavía en la oscuridad. En el último momento, Ayesha, por una necesidad de la naturaleza, tuvo que escabullirse fuera de la vista, a una hondonada. Mientras ella estaba ausente, los mozos de litera tomaron el palanquín y emprendieron la marcha. Ayesha era mujer muy ligera y ellos, al no notar gran diferencia en el peso del macizo palanquín, supusieron que ella estaba dentro. Cuando Ayesha volvió, después de haber hecho sus necesidades, se encontró sola, y quién sabe lo que hubiera podido sucederle de no haber pasado por allí un joven, un tal Safwan, montado en su camello. Safwan llevó a Ayesha sana y salva a Yathrib; pero entonces empezaron a moverse las malas lenguas, especialmente en el harén, en el que sus contrincantes no desperdiciaban ocasión de reducir el poder de Ayesha. Los dos jóvenes habían estado solos en el desierto durante muchas horas, y se recalcaba, con más y más malicia que Safwan era un joven realmente apuesto y que, al fin y al cabo, el Profeta era mucho mayor que ella, por lo que ¿no sería natural que Ayesha se hubiera sentido atraída por alguien de edad más similar? «Todo un escándalo», comentó Salman con fruición.
«¿Y qué hará ahora Mahound?», preguntó Baal.
«Oh, ya lo ha hecho —respondió Salman—. Lo de siempre. Vio a su amigo, el arcángel, y luego comunicó a todo el mundo que Gibreel había exonerado a Ayesha. —Salman abrió los brazos en ademán de mundana resignación —. Pero esta vez, camarada, la dama no hizo comentarios acerca de lo oportuno de los versos.»


*    *    *


Salman el persa se marchó a la mañana siguiente con una caravana de camellos que iba hacia el Norte. Al despedirse de Baal en La Cortina, abrazó al poeta, le besó en ambas mejillas y dijo: «Quizá tengas razón. Quizá sea mejor huir de la luz del día. Espero que tu refugio dure.» Y Baal respondió: «Y yo espero que tú encuentres tu casa y que allí haya algo que puedas amar.» La cara de Salman quedó sin expresión. Él abrió la boca, la cerró y se marchó.
«Ayesha» fue a la habitación de Baal en busca de tranquilidad. «¿No irá por ahí contando nuestro secreto cuando esté borracho? —preguntó, acariciando el pelo de Baal—. Ese hombre bebe mucho.»
Baal dijo: «Ya nada será como antes.» La visita de Salman le había hecho despertar del sueño en el que, poco a poco, se había sumido durante los años pasados en La Cortina, y no podía volver a dormirse.
«Claro que sí —dijo "Ayesha" con énfasis—. Lo será, ya lo verás.»
Baal movió la cabeza e hizo la única profecía de su vida. «Va a ocurrir algo muy grande —predijo—. Un hombre no puede vivir siempre escondido detrás de las faldas.»
Al día siguiente, Mahound volvió a Jahilia, y unos soldados fueron a comunicar a la Madam de La Cortina que el período de transición había terminado. Los burdeles iban a ser cerrados inmediatamente. Todo tenía un límite. Desde detrás de sus cortinajes, la Madam pidió a los soldados que se retiraran durante una hora, en nombre de la decencia, a fin de permitir que salieran los huéspedes, y el oficial al mando del destacamento era tan ingenuo que accedió. La Madam envió a sus eunucos a avisar a las chicas y acompañar a los clientes a la puerta trasera. «Haced el favor de pedirles perdón por la interrupción —dijo a los eunucos— y decidles que, dadas las circunstancias, no se les cobrará nada.»
Fueron sus últimas palabras. Cuando las chicas, alarmadas, hablando todas a la vez, se precipitaron a la habitación del trono, para cerciorarse de si lo peor era verdad, ella no dio respuesta a sus aterrorizadas preguntas, es que estamos sin trabajo, y ahora de qué comemos, iremos a la cárcel, qué será de nosotras, hasta que «Ayesha», con todo el valor de que era capaz, hizo lo que ninguna de ellas se había atrevido a intentar. Cuando ella apartó las negras colgaduras, vieron a una mujer muerta que podía tener cincuenta o ciento veinticinco años, de no más de un metro de estatura, que parecía una muñeca grande enroscada en un sillón de mimbre con muchos almohadones, apretando en la mano un frasco de veneno.
«Ya que habéis empezado —dijo Baal que entraba en la habitación—, quitad todas las cortinas. Ya no tiene objeto impedir que entre el sol.»


*    *    *


Umar, el joven oficial que mandaba el destacamento, se permitió exteriorizar petulante mal humor cuando descubrió el suicidio del ama del burdel. «Bien, si no podemos colgar a la jefa, tendremos que contentarnos con las obreras», gritó, y ordenó a sus hombres que arrestaran a las «pécoras», misión que los hombres realizaron con presteza. Las mujeres chillaban y pataleaban, y los eunucos observaban la escena sin mover ni un músculo, porque Umar les había dicho: «Quieren juzgar a las pájaras, pero no tengo instrucciones acerca de vosotros. Conque, si no queréis perder la cabeza además de los huevos, no os metáis en esto.» Los eunucos no defendieron a las mujeres de La Cortina, que luchaban con los soldados que las reducían; y entre los eunucos estaba Baal, el poeta de la cara pintada. Antes de que la amordazaran, la más joven de las «pájaras» o «zorras» gritó: «Esposo, por Dios ayúdanos si eres hombre.» El oficial se rió, divertido. «¿Cuál de vosotros es el esposo? —preguntó mirando atentamente debajo de cada turbante—. Venga, que salga. ¿Cómo se ve el mundo al lado de una esposa?»
Baal se quedó mirando al vacío, para rehuir tanto la mirada de «Ayesha» como los ojos entornados de Umar. El oficial se paró delante de él. «¿Eres tú?»
«Señor, comprended, es sólo una manera de hablar —mintió Baal—. A las chicas les gusta bromear. Nos llaman esposos porque nosotros, nosotros...»
De pronto, Umar lo agarró por los genitales, apretando. «Porque vosotros no podéis serlo —dijo—. Maridos, ¿eh? No está mal.»
Cuando se le calmó el dolor, Baal vio que las mujeres ya no estaban. Umar dio un consejo a los eunucos antes de salir. «Perdeos —sugirió—. Mañana quizá tenga órdenes acerca de vosotros. No son muchos los que tienen suerte dos días seguidos.»
Cuando se llevaron a las chicas de La Cortina, los eunucos se sentaron a llorar con desconsuelo junto a la Fuente del Amor. Pero Baal, avergonzado, no lloró.


*    *    *


Gibreel soñó la muerte de Baal:
Poco después de su arresto, las doce prostitutas descubrieron que se habían acostumbrado de tal manera a sus nuevos nombres que no podían recordar los viejos. Tenían miedo de dar a sus carceleros sus nombres adoptados y, en consecuencia, no pudieron dar nombre alguno. Después de mucho gritar y amenazar, los carceleros se rindieron y las registraron por números: Cortina 1, Cortina 2, etcétera. Sus antiguos clientes, temerosos de las consecuencias que pudiera tener revelar el secreto de lo que hacían las prostitutas, también guardaron silencio, de modo que es posible que no hubiera llegado a saberse, de no haber empezado Baal, el poeta, a pegar versos en las paredes de la cárcel de la ciudad.
Dos días después de los arrestos, la cárcel estaba llena a rebosar de prostitutas y proxenetas, cuyo número había aumentado considerablemente durante los dos años en los que la Sumisión había introducido en Jahilia la segregación sexual. Se observó que muchos jahilianos, arrostrando las burlas de la chusma y no digamos la persecución bajo las nuevas leyes contra la inmoralidad, se acercaban a las ventanas de la cárcel para dar una serenata a aquellas damas pintadas a las que habían llegado a querer. Las mujeres de dentro se quedaban completamente frías ante esta devoción y no alentaban en absoluto a los admiradores que se acercaban a las rejas. Pero al tercer día, entre aquellos idiotas heridos de amor apareció un individuo estrafalario y afligido con turbante y bombachos, con la piel oscura y descolorida por zonas. Muchos transeúntes se reían de su aspecto, pero cuando él empezó a cantar sus versos inmediatamente cesaron las risas. Los jahilianos fueron siempre entendidos del arte de la poesía, y la belleza de las odas que recitaba el estrafalario individuo los dejó pasmados. Baal cantaba sus poemas de amor, y el dolor que había en ellos silenciaba a los otros versificadores, que dejaban que Baal hablara por todos ellos. En las ventanas de la cárcel se veían ahora por primera vez las caras de las prostitutas, atraídas por la magia de su verso. Terminado el recital, Baal se adelantó y clavó sus versos en la pared. Los guardianes de las puertas, con los ojos llenos de lágrimas, no hicieron nada para impedírselo.
A partir de entonces, todas las tardes reaparecía el extraño individuo y recitaba una nueva poesía, y cada una de ellas parecía más bella que la anterior. Fue quizás aquella plétora de belleza lo que impidió que alguien advirtiera antes de la duodécima noche, cuando él terminó la duodécima y última de sus odas, cada una de las cuales estaba dedicada a una mujer diferente, que los nombres de sus doce «esposas” eran los mismos que los de otras doce.
Pero al duodécimo día se advirtió, y, de inmediato, la gran multitud que solía congregarse para escuchar la lectura de Baal cambió de actitud. La sublime elevación cedió paso al escándalo, y Baal se vio rodeado por furiosos hombres que exigían que les explicara la razón de este insidioso y refinado insulto. Entonces Baal se quitó el absurdo turbante y dijo: «Yo soy Baal. No reconozco más autoridad que la de mi Musa; o, para ser exactos, mi docena de Musas.» Los guardias lo arrestaron.


Khalid, el general, quería ejecutar a Baal inmediatamente, pero Mahound ordenó que fuera juzgado a continuación de las prostitutas. Una vez las doce esposas de Baal, que se habían divorciado de la piedra para casarse con él, fueron sentenciadas a ser lapidadas, en castigo por la inmoralidad de su vida, Baal quedó cara a cara con el Profeta, espejo e imagen, luz y sombras. Khalid, sentado a la derecha de Mahound, dio a Baal una última oportunidad de explicar sus malas acciones. El poeta contó la historia de su estancia en La Cortina, utilizando el lenguaje más simple, sin ocultar nada, ni siquiera su cobardía final, que después había intentado reparar con todos sus actos. Pero entonces ocurrió algo extraordinario. La multitud que se apretujaba en la tienda del juicio, sabedora de que aquél era, al fin y al cabo, el famoso satirista Baal, en tiempos poseedor de la lengua más afilada y del ingenio más vivo de Jahilia, empezó (por más que intentaba contenerse) a soltar la risa. Cuanto más se esforzaba Baal por describir su matrimonio con las doce «esposas del Profeta» con la mayor sencillez y naturalidad, más incontrolable se hacía la horrorizada hilaridad del auditorio. Al término de la declaración, las buenas gentes de Jahilia literalmente lloraban de risa, sin poder contenerse, a pesar de que soldados armados de látigos y cimitarras los amenazaban con la muerte instantánea.
«¡Yo hablo en serio! —chilló Baal a la multitud que se retorcía y golpeaba los muslos con grandes risotadas — . ¡No es un chiste!» Ja ja ja. Hasta que, por fin, se acallaron las risas: el Profeta se había puesto en pie.
«En otros tiempos te burlabas de la Recitación —dijo Mahound en el silencio—. También entonces estas gentes gozaban con tus burlas. Ahora has vuelto para deshonrar mi casa y, al parecer, una vez más, consigues extraer de la gente lo peor que hay en ellos.»
Baal dijo: «Ya he terminado. Haz lo que quieras.»
Fue sentenciado a morir decapitado antes de una hora, y cuando los soldados se lo llevaban de la tienda hacia el lugar de la ejecución, él gritó por encima de su hombro: «Las prostitutas y los escritores, Mahound, somos la gente a la que no perdonas.»
Mahound respondió: «Escritores y prostitutas. No veo la diferencia.»


*    *    *


Había una vez una mujer que no cambiaba.
Después de que la traición de Abu Simbel entregara Jahilia a Mahound en bandeja y sustituyera la idea de la grandeza de la ciudad por la realidad de la grandeza de Mahound, Hind besó y chupó pies, recitó la Lailaha y luego se retiró a una alta torre de su palacio, a donde le llevaron la noticia de la destrucción del templo de Al-Lat en Taif y de todas las imágenes de la diosa de las que se tenía noticia. Ella se encerró en su aposento de la torre con una colección de libros antiguos escritos en lenguas que ningún otro ser humano de Jahilia podía descifrar; y durante dos años y dos meses permaneció allí, estudiando en secreto sus textos ocultos, después de ordenar que una vez al día se le dejara en la puerta una bandeja de comida sencilla y que, al mismo tiempo, se le vaciara el orinal. Durante dos años y dos meses, ella no vio a otro ser humano. Y un día, al amanecer, entró en la habitación de su esposo, con sus mejores galas y alhajas en las muñecas, los tobillos, los dedos de los pies, las orejas y la garganta. «Despierta —ordenó abriendo las cortinas—. Hoy tenemos cosas que celebrar.» Él observó que su esposa no había envejecido ni un solo día desde la última vez que la viera; si acaso, estaba más joven que nunca, lo cual confirmaba los rumores que sugerían que con su hechicería había convencido al tiempo para que, dentro del aposento de la torre, corriera hacia atrás. «¿Qué tenemos que celebrar?», preguntó el Grande de Jahilia, tosiendo y escupiendo su sangre matutina. Hind respondió: «Tal vez yo no pueda invertir la marcha de la historia, pero la venganza, al fin, es dulce.»
Antes de una hora, llegó la noticia de que el Profeta, Mahound, estaba mortalmente enfermo, que yacía en la cama de Ayesha con fuertes dolores de cabeza, como si la tuviera llena de demonios. Hind siguió preparando serenamente un banquete, enviando a los criados por toda la ciudad a llamar a los invitados. Por la noche, Hind, sola en el gran salón de su casa, entre los platos de oro y las copas de cristal de su venganza, comía un sencillo plato de cuscús rodeada de manjares brillantes, humeantes y aromáticos de todas clases. Abu Simbel no quiso sentarse a la mesa con ella y calificó aquella cena de obscenidad. «Tú comiste el corazón de su tío —gritó Simbel— y ahora te comerías el suyo.» Ella se rió en su cara. Cuando los criados empezaron a llorar, los despidió también y se quedó sola con su alegría mientras las velas proyectaban extrañas sombras en su cara absoluta e implacable.


Gibreel soñó la muerte de Mahound.
Porque cuando la cabeza del Mensajero empezó a dolerle como nunca, él comprendió que había llegado la hora en la que le sería ofrecida la Elección: puesto que un Profeta no puede morir sin haber visto el Paraíso, y sin que después se le pida que escoja entre este mundo y el siguiente.
O sea que, mientras tenía la cabeza apoyada en el regazo de su amada Ayesha, cerró los ojos, y pareció que la vida lo abandonaba, pero al cabo de un tiempo volvió.
Y dijo a Ayesha: «Me han dado a elegir y he hecho mi Elección, y he elegido el reino de Dios.»
Entonces ella lloró, al comprender que él hablaba de la muerte; y él desvió la mirada como si contemplara a otra persona, aunque, cuando ella, Ayesha, se volvió, sólo vio una lámpara que ardía sobre un pie.
«¿Quién está ahí? —gritó él—. ¿Eres Tú, Azraeel?» Pero Ayesha oyó responder a una voz terrible y dulce de mujer: «No, Mensajero de Al-Lah, no soy Azraeel.»
Y la lámpara se apagó; y en la oscuridad Mahound preguntó: «¿Esta enfermedad es obra tuya, oh Al-Lat?»
Y ella dijo: «Es mi venganza, y estoy contenta. Que desjarreten un camello y lo pongan en tu tumba.»
Ella se fue, y la lámpara que se había apagado volvió a arder con una luz suave y brillante, y el Mensajero murmuró: «A pesar de todo, te doy las gracias, Al-Lat, por este regalo.»
Al poco, murió. Ayesha salió a la habitación contigua, en la que las otras esposas y los discípulos esperaban con angustia, y empezaron a lamentarse con vehemencia.
Pero Ayesha se enjugó las lágrimas y dijo: «Si hay aquí personas que adoraban al Mensajero, que lloren, porque Mahound ha muerto; pero si hay aquí personas que adoren a Dios, que se regocijen, porque Él vive sin duda.»


Fue el fin del sueño.


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