Salman
Rushdie
A Marianne.
Satanás,
relegado a una condición errante, vagabunda, transitoria, carece de morada
fija; porque si bien a consecuencia de su naturaleza angélica, tiene un cierto
imperio en la líquida inmensidad o aire, ello no obstante, forma parte
integrante de su castigo el carecer... de lugar o espacio propio en el que
posar la planta del pie.
DANIEL Defoe,
Historia del diablo.
I
EL ÁNGEL GIBREEL
1
«Para volver a
nacer —cantaba Gibreel Farishta mientras caía de los cielos, dando tumbos—
tienes que haber muerto. ¡Ay, sí! ¡Ay, sí! Para posarte en el seno de la
tierra, tienes que haber volado. ¡Ta-taa! ¡Takachum! ¿Cómo volver a sonreír si
antes no lloraste? ¿Cómo conquistar el amor de la adorada, alma cándida, sin un
suspiro? Baba, si quieres volver a nacer...» Amanecía apenas un día de
invierno, por el Año Nuevo poco más o menos, cuando dos hombres vivos, reales y
completamente desarrollados, caían desde gran altura, veintinueve mil dos pies,
hacia el canal de la Mancha, desprovistos de paracaídas y de alas, bajo un
cielo límpido.
«Yo te digo que
debes morir, te digo, te digo...», y así una vez y otra, bajo una luna de
alabastro, hasta que una voz estentórea rasgó la noche: «¡Al diablo con tus
canciones! —Las palabras pendían, cristalinas, en la noche blanca y helada—. En
tus películas sólo movías los labios porque te doblaban, así que ahórrame ahora
ese ruido infernal.»
Gibreel, el
solista desafinado, hacía piruetas al claro de luna, mientras cantaba su
espontáneo gazal, nadando en el aire, ora mariposa, ora braza,
enroscándose, extendiendo brazos y piernas en el casi infinito del casi
amanecer, adoptando actitudes heráldicas, ora rampante, ora yacente, oponiendo
la ligereza a la gravedad. Rodó alegremente hacia la sardónica voz. «Hola,
compañero, ¿eres tú? ¡Qué alegría! ¿Qué hay, mi buen Chamchito?» A lo que el
otro, una sombra impecable que caía cabeza abajo en perfecta vertical, con su
traje gris bien abrochado y los brazos pegados a los costados, tocado, como lo
más natural del mundo, con extemporáneo bombín, hizo la mueca propia del
enemigo de diminutivos. «¡Eh, paisano! —gritó Gibreel, provocando otra mueca
invertida—. ¡Es el mismo Londres, chico! ¡Allá vamos! Esos cabritos de ahí abajo
no sabrán lo que se les vino encima, si un meteoro, un rayo o la venganza de
Dios. Llovidos del cielo, muñeca. ¡Puummmmba! Cras, ¿eh? ¡Qué entrada,
Yyyaaa! Yo te digo... Flas.»
Llovidos del
cielo: un big bang seguido de catarata de estrellas. Un principio de
Universo, un eco en miniatura del nacimiento del tiempo... el jumbo Bostan, vuelo
AI-420 de la Air India, estalló sin previo aviso a gran altura sobre la grande,
putrefacta, hermosa, nivea y resplandeciente ciudad de Mahagonny, Babilonia,
Alphaville. Claro que Gibreel ya ha pronunciado su nombre, de manera que yo no
puedo interferir: el mismo Londres, capital de Vilayet, parpadeaba, centelleaba
y se mecía en la noche. Mientras, a una altura de Himalaya, un sol fugaz y
prematuro estallaba en el aire cristalino de enero, un punto desaparecía de las
pantallas de radar y el aire transparente se llenaba de cuerpos que descendían
del Everest de la catástrofe a la láctea palidez del mar.
¿Quién soy yo?
¿Quién más está
ahí?
El avión se
partió por la mitad, como vaina que suelta las semillas, huevo que descubre su
misterio. Dos actores, Gibreel, el de las piruetas, y el abotonado y
circunspecto Mr. Saladin Chamcha, caían cual briznas de tabaco de un viejo
cigarro roto. Encima, detrás, debajo de ellos, planeaban en el vacío butacas
reclinables, auriculares estéreo, carritos de bebidas, recipientes de los
efectos del malestar provocado por la locomoción, tarjetas de desembarque,
juegos de vídeo libres de aduana, gorras con galones, vasos de papel, mantas,
máscaras de oxígeno... Y también —porque a bordo del aparato viajaban no pocos
emigrantes, sí, un número considerable de esposas que habían sido interrogadas,
por razonables y concienzudos funcionarios, acerca de la longitud y marcas
distintivas de los genitales del marido, y un regular contingente de niños
sobre cuya legitimidad el Gobierno británico había manifestado sus siempre
razonables dudas—, también, mezclados con los restos del avión, no menos
fragmentados ni menos absurdos, flotaban los desechos del alma, recuerdos
rotos, yoes arrinconados, lenguas maternas cercenadas, intimidades violadas,
chistes intraducibies, futuros extinguidos, amores perdidos, significado
olvidado de palabras huecas y altisonantes, tierra, entorno natural, casa. Un
poco aturdidos por el estallido, Gibreel y Saladin bajaban como fardos soltados
por una cigüeña distraída de pico flojo, y Chamcha, que caía cabeza abajo, en
la posición recomendada para el feto que va a entrar en el cuello del útero,
empezó a sentir una sorda irritación ante la resistencia del otro a caer con
normalidad. Saladin descendía en picado mientras que Farishta abrazaba el aire,
asiéndolo con brazos y piernas, con los ademanes del actor amanerado que
desconoce las técnicas de la sobriedad. Abajo, cubiertas de nubes, esperaban su
entrada las corrientes lentas y glaciales de la Manga inglesa, la zona señalada
para su reencarnación marina.
«Oh, mis zapatos
son japoneses —cantaba Gibreel, traduciendo al inglés la letra de la vieja
canción, en semiinconsciente deferencia hacia la nación anfitriona que se
precipitaba a su encuentro—, el pantalón, inglés, pues no faltaba más. En la
cabeza, un gorro ruso rojo; mas el corazón sigue siendo indio, a pesar de
todo.» Las nubes hervían, espumeantes, cada vez más cerca, y quizá fuera por
aquella gran fantasmagoría de cúmulos y cumulonimbos, con sus tormentosas
cúspides enhiestas a la luz del amanecer, quizá fuera el dúo (cantando el uno y
abucheando el otro) o quizás el delirio provocado por la explosión que les
evitaba apercibirse de lo inminente..., lo cierto es que los dos hombres,
Gibreelsaladin Farischtachamcha, condenados a esta angelicodemoníaca caída sin
fin pero efímera, no se dieron cuenta del momento en que empezaba el proceso de
su transmutación. ¿Mutación?
Sí, señor; pero
no casual. Allá arriba, en el aire-espacio, en ese campo blando e intangible
que el siglo ha hecho viable y que se ha convertido en uno de sus lugares
definitorios, la zona de la movilidad y de la guerra, la que empequeñece el
planeta, la del vacío de poder, la más insegura y transitoria, ilusoria,
discontinua y metamórfica —porque, cuando lo arrojas todo al aire, puede
ocurrir cualquier cosa—, allá arriba, decía, se operaron, en unos actores
delirantes, cambios que habrían alegrado el corazón del viejo Mr. Lamarck: bajo
extrema presión ambiental, se adquirieron determinadas características.
¿Qué
características respectivamente? Calma, ¿se han creído que la Creación se
produce a marchas forzadas? Bien, pues la revelación tampoco... Echen una
mirada a la pareja. ¿Observan algo extraño? Sólo dos hombres morenos en caída
libre; la cosa no tiene nada de particular, pensarán, treparon demasiado, se
pasaron, volaron muy cerca del sol, ¿no es eso? No es eso. Presten atención.
Mr. Saladin
Chamcha, consternado por los sonidos que manaban de la boca de Gibreel
Farishta, contraatacó con sus propios versos. Lo que Farishta oyó tremolar en
el fantasmagórico aire nocturno era también una vieja canción, letra de Mr.
James Thomson, mil setecientos a mil setecientos cuarenta y ocho. «... por
orden del cielo —entonaba Chamcha con unos labios que el frío ponía
patrióticamente rojos, blancos y azules— surgió del aaaazul... —Farishta,
consternado, se desgañitaba cantando a los zapatos japoneses, los gorros rusos
y los corazones inviolablemente subcontinentales, pero no conseguía ahogar la
atronadora voz de Saladin— ... y los ángeles de la guaaaarda entonaban el
estribillo.»
Desengañémonos,
era imposible que se oyeran mutuamente, y no digamos que conversaran y
compitieran en el canto de esta manera. Acelerando hacia el planeta, con la
atmósfera silbando alrededor, ¿cómo habían de oírse? Pero, desengañémonos
nuevamente, se oían.
Se precipitaban
hacia abajo y el frío invernal que les escarchaba las pestañas y amenazaba con
helarles el corazón estaba a punto de despertarles de su ensueño exaltado, ya
iban a percatarse del milagro del canto, de la lluvia de extremidades y de
niños de la que ellos formaban parte y del horrible destino que subía a su
encuentro cuando, empapándose y congelándose instantáneamente, se sumergieron
en la ebullición glacial de las nubes.
Se hallaban en
lo que parecía ser un largo túnel vertical. Chamcha, atildado, envarado y
todavía cabeza abajo, vio cómo Gibreel Farishta, con su camisa sport color
púrpura, nadaba hacia él por aquel embudo con paredes de nube, y quiso gritar:
«No te acerques, aléjate de mí», pero algo se lo impidió, un agudo cosquilleo
que se iniciaba en sus intestinos, de manera que, en lugar de proferir palabras
hostiles, abrió los brazos y Farishta nadó hacia ellos y quedaron abrazados
cabeza con pie, y la fuerza de la colisión les hizo voltear y caer haciendo
molinetes por el agujero que conducía al País de las Maravillas. Mientras se
abrían paso, surgieron de la blancura una sucesión de formas nebulosas, en
metamorfosis incesante de dioses en toros, mujeres en arañas y hombres en
lobos. Nubes-criaturas híbridas se precipitaban hacia ellos, flores gigantes
con pechos humanos colgadas de tallos carnosos, gatos alados y centauros, y
Chamcha, en su aturdimiento, tenía la impresión de que también él había
adquirido calidad nebulosa y metamórfica, híbrida, como si estuviera
convirtiéndose en la persona cuya cabeza estaba inserta entre sus piernas y
cuyas piernas se enlazaban alrededor de su largo y estirado cuello.
Aquella persona,
empero, no tenía tiempo para tales fantasías; es más, era incapaz de entregarse
al más nimio fantaseo. Y es que acababa de ver emerger del remolino de las
nubes la figura de una seductora mujer de cierta edad, con sari de brocado
verde y oro, brillante en la nariz y moño alto bien defendido por la laca de
los embates del viento de las alturas, que viajaba cómodamente sentada en
alfombra voladora. «Rekha Merchant —saludó Gibreel—, ¿acaso no has podido
encontrar el camino del cielo?» ¡Impertinentes palabras para ser dichas a una
muerta! Pero, en descargo del osado, puede aducirse su condición traumatizada y
vertiginosa... Chamcha, agarrado a sus piernas, profirió una interrogación de
perplejidad: «¿Qué diablos?»
«¿Tú no la ves?
—gritó Gibreel—. ¿No ves su recondenada alfombra de Bokhara?»
No, no, Gibbo,
susurró en sus oídos la voz de la mujer; no esperes que él confirme. Yo soy
única y estrictamente para tus ojos, excremento de cerdo, mi bien. Con la
muerte llega la sinceridad, amor, y ahora puedo llamarte por tu nombre.
La nebulosa
Rekha murmuraba agrias trivialidades, pero Gibreel gritó otra vez a Chamcha:
«Compa, ¿la ves o no la ves?»
Saladin Chamcha
no veía, ni oía, ni decía nada. Gibreel se encaró con ella solo. «No debiste
hacerlo —la reprendió—. No, señora. Es un pecado. Una enormidad.»
Oh, y ahora me
riñes, rió ella. Ahora tú eres el que se da aires de moralidad, qué risa. Tú me
dejaste, le recordó su voz al oído, como si le mordisqueara el lóbulo de la
oreja. Fuiste tú, luna de mis delicias, el que se escondió en una nube. Y yo me
quedé a oscuras, ciega, perdida por amor.
Él empezaba a
tener miedo. «¿Qué quieres? No; no me lo digas, sólo márchate.»
Cuando estuviste
enfermo, yo no podía ir a verte, por el escándalo; tú sabías que no podía, que
me mantenía apartada por tu bien, pero después me castigaste, lo utilizaste de
pretexto para marcharte, de nube para esconderte. Eso, y también a ella, la
mujer de los hielos. Canalla. Ahora que estoy muerta he olvidado cómo se perdona.
Yo te maldigo, mi Gibreel, que tu vida sea un infierno. Un infierno, porque ahí
me mandaste, maldito seas, y de ahí viniste, demonio, y ahí vas, imbécil, que
te aproveche la jodida zambullida. La maldición de Rekha y, después, unos
versos en una lengua que él no entendía, secos y sibilantes, en los que
repetidamente creyó distinguir, o tal vez no, el nombre de Al-Lat.
Gibreel se
apretó contra Chamcha y salieron de las nubes.
La velocidad, la
sensación de velocidad volvió, silbando su nota escalofriante. El techo de
nubes voló hacia lo alto, el suelo de agua se acercó y ellos abrieron los ojos.
Un grito, el mismo grito que aleteaba en su vientre cuando Gibreel nadaba por
el cielo, escapó de labios de Chamcha; un rayo de sol taladró su boca abierta
liberándolo. Pero Chamcha y Farishta, que habían caído a través de las
transformaciones de las nubes, también
tenían contorno vago y difuso, y cuando la luz del sol dio en Chamcha, liberó
algo más que un grito.
«Vuela —gritó
Chamcha a Gibreel—. Echa a volar, ya.» Y, sin saber la razón, agregó lada
orden: «Y canta.»
¿Cómo llega al
mundo lo nuevo? ¿Cómo nace?
¿De qué
fusiones, transubstanciaciones y conjunciones se forma?
¿Cómo sobrevive,
siendo como es tan extremo y peligroso? ¿Qué compromisos, qué pactos, qué traiciones
a su íntima naturaleza tiene que hacer para contener a la panda de demoledores,
al ángel exterminador, a la guillotina?
¿Es siempre
caída el nacimiento?
¿Tienen alas los
ángeles? ¿Vuelan los hombres?
Cuando Mr.
Saladin Chamcha caía de las nubes sobre el canal de la Mancha, sentía el
corazón atenazado por una fuerza tan implacable que comprendió que no podía
morir. Después, cuando tuviera los pies firmemente asentados en tierra,
empezaría a dudarlo y atribuiría lo implausible de su tránsito al desbarajuste
de sus sentidos, provocado por la explosión, achacando su supervivencia y la de
Gibreel a un capricho de la fortuna. Pero en aquel momento no tenía la menor
duda: lo que le había ayudado a salir del trance era el deseo de vivir, franco,
irresistible y puro, y lo primero que hizo aquel deseo fue informarle de que no
quería tener nada que ver con su patética personalidad, con aquel apaño
semirreconstruido de mímica y voces, que se proponía desentenderse de todo
ello, y Saladin descubrió que se rendía, sí, adelante, como si fuera un
espectador de sí mismo en su propio cuerpo, porque aquello partía del centro de
su cuerpo y se extendía hacia fuera, convirtiendo su sangre en hierro y su
carne en acero, aunque también lo sentía como un puño que lo envolviera
sosteniéndolo de una manera que era a la vez intolerablemente dura e
insoportablemente blanda; hasta que se apoderó de él por completo y pudo
hacerle mover los labios, los dedos, todo lo que quisiera y, una vez estuvo
seguro de su conquista, dimanó de su cuerpo y agarró a Gibreel Farishta por los
testículos.
«Vuela —ordenaba
a Gibreel aquella fuerza—. Canta.» Chamcha permaneció abrazado a Gibreel
mientras éste, al principio lentamente, y después con rapidez y fuerza
crecientes, batía los brazos. Más y más vigorosamente braceaba y, al bracear,
brotó de él un canto que, como el canto del espectro de Rekha Merchant, se
cantaba en una lengua desconocida para él, con una música nunca oída. Gibreel
en ningún momento negó el milagro; a diferencia de Chamcha, que trataba de
descartarlo por medio de la lógica, él nunca dejó de afirmar que el gazal era
celestial y que, sin el canto, de nada le hubiera servido mover los brazos a
modo de alas y, sin el aleteo, era seguro que habrían golpeado las olas como
pedruscos o cosa así, estallando en mil pedazos al tomar contacto con el tenso
tambor del mar. Mientras que ellos, por el contrario, empezaron a frenar.
Cuanto más briosamente aleteaba y cantaba, cantaba y aleteaba Gibreel, más se
acentuaba la desaceleración, hasta que, al fin, planeaban sobre el canal como
papelillos mecidos por la brisa.
Fueron los
únicos supervivientes de la catástrofe, los únicos pasajeros caídos del Bostan
que conservaron la vida. Fueron depositados por la marea en una playa.
Cuando los encontraron, el más expansivo de los dos, el de la camisa púrpura,
deliraba frenéticamente, jurando que habían caminado sobre el agua, que las
olas los habían acompañado suavemente hasta la orilla; mientras que el otro,
que llevaba un empapado bombín pegado a la cabeza como por arte de magia, lo
negaba. «Por Dios que tuvimos suerte —decía—. Toda la suerte del mundo.»
Yo conozco la
verdad, naturalmente. Lo vi todo. Por lo que respecta a omnipresencia y
omnipotencia no tengo pretensiones, por el momento, pero una cosa sí puedo
afirmar, espero: Chamcha lo deseó y Farishta cumplió el deseo.
¿Quién obró el
milagro?
¿De qué
naturaleza —angélica o satánica— era la canción de Farishta?
¿Quién soy yo?
Digamos: ¿quién
sabe los mejores cantos?
Éstas fueron las
primeras palabras que Gibreel Farishta pronunció al despertar en la nevada
playa inglesa, con una sorprendente estrella de mar junto a la oreja: «Hemos
vuelto a nacer, compa, tú y yo. Feliz cumpleaños, paisano, feliz cumpleaños.»
Y Saladin
Chamcha tosió, escupió, abrió los ojos y, como es propio de un recién nacido,
se echó a llorar tontamente.
2
La reencarnación
siempre fue tema de gran importancia para Gibreel, durante quince años la mayor
estrella del cine indio, antes ya de que venciera «milagrosamente» al Virus
Fantasma que, según empezaba a creer la gente, parecía que iba a cancelar todos
sus contratos. Por lo tanto, quizás alguien hubiera podido prever, pero nadie
previó, que, cuando se restableciera, podría, por así decirlo, triunfar en lo
que habían fracasado los gérmenes, y abandonar para siempre su vieja vida, a
menos de una semana de cumplir los cuarenta, esfumándose en el aire, ¡puf!,
como por ensalmo.
Los primeros en
notar su ausencia fueron los cuatro componentes del servicio de la silla de
ruedas de los estudios. Mucho antes de su enfermedad, Gibreel había adquirido
la costumbre de hacerse transportar de plató en plató de los grandes estudios
D. W. Rama por este grupo de atletas veloces y fieles, porque un hombre que rueda
hasta once películas a la vez necesita ahorrar energías. Guiándose por un
complicado código de rayas, círculos y puntos que Gibreel aprendiera en su
niñez de los legendarios repartidores de almuerzos de Bombay (de los que luego
hablaremos más extensamente), los mozos de silla lo transportaban raudos de
papel en papel, depositándolo con la misma seguridad y puntualidad con las que
otrora su padre entregara los almuerzos. Y, después de cada sesión, Gibreel
volvía a la silla, en la que, a marchas forzadas, era conducido al plató
siguiente, donde lo vestían y maquillaban y le entregaban los diálogos. En
cierta ocasión, él dijo a su equipo de leales: «La carrera de un actor de cine
en Bombay se parece a una gymkhana en silla de ruedas.»
Después de la
enfermedad, del Germen Fantasma, del Mal Misterioso, del Virus, Gibreel volvió
al trabajo, pero con menos agobio, haciendo sólo siete películas a la vez...
hasta que, ¡zas!, desapareció. La silla de ruedas quedó vacía en los mudos
platós; la ausencia del actor dejó al descubierto la artificiosidad barata de
los decorados. Los mozos de silla, losa cuatro a la una, no sabían qué excusas
dar cuando los directivos, enfurecidos, cayeron sobre ellos: Oh, sí, debe de
estar? enfermo, siempre tuvo fama de puntual, ¿no?, ¿por qué criticar, maharaj?,
a los grandes artistas hay que consentirles un poco de temperamento de vez
en cuando, vaya, y, por sus protestas, ellos fueron las primeras víctimas del
mutis inexplicado de Farishta, siendo lanzados, cuatro, tres, dos, uno, ekdumjaldi,
por las puertas de los estudios, y la silla de ruedas quedó abandonada y
polvorienta bajo los cocoteros pintados en torno a una playa de serrín.
¿Dónde estaba
Gibreel? Los productores, dejados en siete estacadas, fueron presa de pánico
por onerosa desaparición. Vean ahí, en el golf del Willingdon Club —sólo nueve
hoyos quedan, porque, de los otros nueve, han brotado rascacielos como
hierbajos gigantes o, digamos, como lápidas funerarias que marcan los lugares
en los que yace el cadáver despedazado de la ciudad vieja—, ahí, mismamente
ahí, altos directivos fallan los putts más fáciles; y, si levantan la
mirada, verán evolucionar en el aire mechones de cabello arrancado de
principales cabezas angustiadas y arrojado desde las ventanas de los últimos pisos.
La agitación de los productores era comprensible, porque, en aquellos tiempos
de deserción de espectadores cinematográficos, nacimiento de los folletones
históricos y reivindicación del televisor por las amas de casa, no quedaba más
que un hombre que, colocado encima del título de una película, ofreciera
garantía total de Superéxito y Sensación, y ahora el dueño del nombre había
partido, no se sabía si hacia arriba, hacia abajo o hacia un lado, pero lo
cierto era que se había esfumado...
Por toda la ciudad,
después de que los teléfonos, los motoristas, los guardias, los hombres-rana y
las dragas del puerto hubieran trabajado infructuosamente, empezaron a
pronunciarse epitafios por la estrella apagada. En uno de los siete impotentes
platós de los estudios Rama, Miss Pimple Billimoria, el último explosivo
descubrimiento de la industria —no una tierna y pálida azucena, sino un
despampanante barril de dinamita—, ataviada con gasas de danzarina sagrada
y colocada bajo sinuosas reproducciones en cartón de las figuras tántricas del
período Chandela sorprendidas en el acto de la cópula —al tener noticia de que
su escena cumbre no se rodaría y su gran oportunidad estaba malograda—, hizo el
número del desdén ante un público de técnicos de sonido y electricistas que
sostenían beedis entre cínicos labios. Pimple, acompañada por un ayah
muda de dolor, toda codos, trataba de simular alivio. «¡Caray, qué suerte!
—exclamó—. Hoy teníamos la escena de amor, chhi, chhi, y yo estaba
desesperada pensando en cómo acercarme a ese bocazas que huele a guano de
cucaracha putrefacta. —Dio una patada en el suelo, haciendo sonar los
cascabeles del tobillo—. Suerte ha tenido de que las películas no huelan, o no
hubiera encontrado papel ni de leproso.» Aquí el soliloquio de Pimple subió de
tono, trocándose en un torrente de obscenidades de un calibre tal que los
fumadores de beedis se irguieron en sus asientos por primera vez y
empezaron a comparar animadamente el vocabulario de Pimple con el de Phoolan
Davi, la famosa reina de bandidos, cuyos juramentos fundían los cañones de los
fusiles y convertían en goma los lápices de los periodistas.
Mutis de Pimple,
llorosa, censurada, una tira de celuloide en el suelo de una sala de montaje.
Mientras se alejaba, de su ombligo iban cayendo ágatas que reflejaban sus
lágrimas..., aunque en lo de la halitosis de Farishta algo de razón tenía;
incluso quizá se quedara corta. Las exhalaciones de Gibreel, nubes ocre de
sulfuro y azufre, siempre le dieron —conjuntamente con el pico que la línea del
nacimiento del pelo le trazaba en la frente y su melena negra como ala de
cuervo—, le dieron, decía, un aire más saturnino que celestial, a pesar de las
arcangélicas resonancias de su nombre. A raíz de su desaparición, se dijo que
no tenía que ser difícil encontrarlo, que lo único que se necesitaba era una
nariz medianamente sensible... y, una semana después de su desaparición, un
mutis más trágico que el de Pimple Billimoria acrecentó el tufo diabólico que
empezaba a adherirse al nombre que tan dulces fragancias evocara antaño.
Digamos que se había salido de la pantalla y entrado en el mundo, y en la vida
real, a diferencia del cine, la gente nota si hueles.
Somos criaturas
del aire, / con raíces en los sueños / y las nubes renacidas / en el vuelo.
Adiós. La enigmática nota descubierta por la policía en el ático de Gibreel
Farishta, situado en la cúspide del rascacielos Everest Vilas de Malabar Hill,
el hogar más alto del edificio más alto de la parte más alta de la ciudad, uno
de esos apartamentos con vistas dobles, desde los que, por este lado, dominas
el collar nocturno de Marina Drive y, por el otro, el cabo de Scandal Point y el mar, dio mucho
juego en los titulares, FARISHTA
SE ZAMBULLE BAJO TIERRA, pregonaba Blitz, tétrico,
mientras que «Abeja
Laboriosa», de The Daily, optaba por GIBREEL
LEVANTA EL VUELO DESDE su PALOMAR.
Se publicaban muchas fotografías de la fabulosa residencia, en la que
decoradores franceses,
provistos de cartas de recomendación de Reza Pahlevi por el trabajo realizado
en Persépolis, gastaron un millón de dólares en reproducir, a tan considerable
altitud, el interior de una tienda de beduino. Otra ilusión deshecha por su
ausencia: GIBREEL LEVANTA EL CAMPAMENTO, vociferaban los titulares; pero ¿había
ido hacia arriba, hacia abajo o hacia un lado? Nadie lo sabía. En aquella
metrópoli de lenguas y cuchicheos, ni los oídos más finos oían algo fidedigno.
Pero Mrs. Rekha Merchant, que leía todos los periódicos, escuchaba todas las
noticias de la radio y no se despegaba del televisor, entresacó algo del
mensaje de Farishta, percibió una nota que había escapado a todos y subió con
sus dos hijas y su hijo a pasear por la azotea del edificio en que vivían. Se
llamaba Everest Vilas.
Una vecina; en
realidad, la vecina del piso de abajo. Vecina y amiga. ¿Para qué decir más? Por
supuesto que las maliciosas revistas de escándalo de la ciudad llenaron
columnas con insinuaciones y frases de doble sentido, pero ello no nos autoriza
a ponernos a su nivel. ¿Por qué manchar su reputación ahora?
¿Quién era ella?
Era una mujer rica, desde luego, porque Everest Vilas no es precisamente un
inmueble de viviendas de tipo social, ¿eh? Casada, sí, señor, trece años, con
un hombre importante en el sector de los cojinetes de bolas. Independiente; sus
tiendas de alfombras y antigüedades iban viento en popa en el mejor punto de la
zona de Colaba. Ella llamaba a sus alfombras klims o kliins, y a
los objetos antiguos, antijuedades. Sí, y era hermosa, con la belleza
dura y reluciente de los etéreos habitantes de las casas altas de la ciudad,
con unos huesos, un cutis y una manera de moverse que atestiguaban su largo
divorcio de la tierra empobrecida, pesada y pululante. Todos convenían en que
poseía una gran personalidad, bebía como una esponja en copas de cristal
de Lalique, colgaba el sombrero desvergonzadamente en una Chola Natraj y
sabía lo que quería y cómo conseguirlo pronto. El marido era una rata con
dinero y buena muñeca para el squash. Rekha Merchant leyó el adiós de
Gibreel Farishta en los periódicos, escribió una carta a su vez, llamó a sus
hijos, tomó el ascensor y subió (un piso) al encuentro del destino que había
elegido.
«Hace muchos
años —decía en su carta—, me casé por cobardía. Ahora, por fin, obro con
valentía.» Dejó encima de la cama un periódico en el que había enmarcado y
subrayado enérgicamente en rojo —con tres fuertes líneas, una de las cuales
había roto el papel— el mensaje de Gibreel. La prensa del chismorreo, naturalmente, echó el resto con EL
SALTO DE LA HERMOSA DESCONSOLADA y BELDAD
AFLIGIDA SE LANZA AL VACÍO. Ahora
bien:
Acaso también
ella tuviera la comezón de la reencarnación y, por otra parte, Gibreel, sin
comprender el poder terrible de la metáfora, recomendaba el vuelo. Para
volver a nacer, antes tienes que... y ella era criatura del cielo, bebía champán
en Lalique, vivía en Everest, y uno de sus compañeros de Olimpo había volado.
Si él pudo volar, también ella podría tener alas y echar raíces en los sueños.
Ella no lo
consiguió. El lala que estaba empleado de portero del complejo de
Everest Vilas ofreció al mundo su rudo testimonio. «Yo andaba por aquí, por
aquí, sin salir del complejo, cuando oigo un golpe, eras. Me vuelvo. Era
el cuerpo de la hija mayor. Tenía el cráneo aplastado. Miro arriba y veo caer
al chico y, después, a la niña. Cómo les diría..., casi me caen encima. Yo me
tapé la boca con la mano y me acerqué. La niña gemía un poco. Luego miro para
arriba por cuarta vez y entonces veo venir a la Begum. El sari flotaba como un
globo. Tenía el pelo suelto. Yo aparté la mirada, porque ella bajaba y no es
correcto mirar debajo de la ropa.»
Rekha y sus
hijos cayeron del Everest; no hubo supervivientes. Las habladurías culparon a
Gibreel. Dejémoslo así por el momento.
Oh, que no se
olvide, él la vio después de muerta. La vio varias veces. Fue mucho antes de
que la gente comprendiera lo muy enfermo que estaba el gran hombre. Gibreel, la
estrella. Gibreel, el que venció a la Enfermedad sin Nombre. Gibreel, el que
temía al sueño.
Después de su
partida, sus ubicuas efigies empezaron a deteriorarse. En los gigantescos y
vistosos carteles desde los que él contemplaba al vulgo, sus lánguidos párpados
se desmenuzaban y desprendían, entornándose más y más, hasta hacer que sus iris
parecieran unas lunas gemelas cortadas por las nubes o por el fino cuchillo de
sus largas pestañas. Por fin, los párpados desaparecieron del todo y sus ojos
pintados adquirieron una mirada atónita y protuberante. En las fachadas de los
cines de Bombay, las colosales figuras de Gibreel en cartón piedra se
desintegraban y desmoronaban, colgaban fláccidas del armazón, perdían brazos,
se desteñían y doblaban el cuello. En las portadas de las revistas, su rostro
adquirió una palidez de muerte, una mirada abúlica, una vacuidad, hasta que al
fin, sencillamente, se borró, y las relucientes portadas de Celebrity,
Society e Illustrated Weekly quedaron en blanco en los quioscos, y
los editores echaron a la calle a los impresores y culparon a la mala calidad
de la tinta. En la misma pantalla, en las salas oscuras llenas de fieles, su
fisonomía, supuestamente inmortal, empezó a pudrirse, a llagarse y difuminarse;
los proyectores se encallaban inexplicablemente cuando pasaba él, las películas
se pararon y el calor de las lámparas quemó su memoria de celuloide: una
estrella convertida en supernova por el fuego de sus labios, como es de ley.
Fue la muerte de
Dios. O algo parecido; porque ¿acaso aquel rostro gigante, suspendido sobre sus
devotos en la noche artificial del cinematógrafo, no brillaba como el de un
Ente sobrenatural que tuviera su morada, por lo menos, a medio camino entre lo
mortal y lo divino? A más de medio camino, dirían muchos, porque Gibreel había
dedicado la mayor parte de su excepcional carrera a encarnar, con toda
propiedad y convicción, la infinidad de divinidades del subcontinente, en el
popular género de las llamadas «películas teológicas». Y es que él poseía el
mágico don de trasponer las barreras de la religión sin irreverencia. Con la
tez azul de Krishna, bailaba, flauta en mano, entre las bellas gopis y
sus vacas de pesadas ubres; con las palmas de las manos vueltas hacia arriba,
meditaba, sereno (en el papel de Gautama Buda), sobre los sufrimientos de la
Humanidad, al pie de un endeble árbol hodhi fabricado en los estudios.
En las raras ocasiones en que descendía de los cielos, nunca bajaba demasiado,
limitándose a interpretar, por ejemplo, los papeles del Gran Mogol y de su
astuto ministro en el clásico Akbar y Birbal. Durante más de década y
media, para cientos de millones de fieles, en un país en el que, aún hoy, la
población humana supera la divina en menos de tres a uno, Gibreel representó la
más aceptable y reconocible faz del Ser Supremo. Para muchos de sus
incondicionales, hacía tiempo que se había borrado la línea divisoria entre el
actor y sus personajes.
Los incondicionales,
sí, ¿y...? ¿Y Gibreel?
Aquella cara. En
la vida real, reducida a tamaño natural, colocada entre simples mortales, no
tenía nada de estelar. Aquellos pesados párpados le daban, incluso, un aire de
agotamiento. La nariz tenía cierta rudeza; los labios eran excesivamente
carnosos para resultar enérgicos, y las orejas, de lóbulos alargados,
recordaban el fruto del arlocarpo. Una cara de lo más profano y sensual. Y una
cara en la que, últimamente, se advertían las líneas marcadas por su reciente y
casi fatal enfermedad. Pero, a pesar de su aire terrenal y su decadencia,
seguía siendo una cara íntimamente asociada a la santidad, a la perfección, a
la gracia: materia de Dios. Hay gustos para todo, desde luego. De todos modos,
convendrán en que no es tan sorprendente, a fin de cuentas, que semejante actor
(cualquier actor, tal vez, incluso, Chamcha, pero, sobre todo, él), no es tan
sorprendente, decía, que sienta cierta preocupación por los avatares, como el
multimetamórfico Vishnu. La reencarnación, otra buena cosa.
Oh, sí, ya salió
otra vez... pero no siempre. También hay reencarnaciones profanas. Gibreel
Farishta recibió al nacer el nombre de Ismail Najmuddin. Era natural de Poona,
la Poona británica, y vino al mundo en los estertores del Imperio, mucho antes
de que aquella población se llamara Pune de Rajneesh, etcétera. (Pune,
Vadodara, Mumbai: hoy hasta las ciudades pueden adoptar nombres artísticos.) Se
llamaba Ismail por el niño involucrado en el sacrificio de Ibrahim, y Najmuddin
significa estrella de la fe, o sea que también era todo un nombre el que
dejó para tomar el del ángel.
Después, cuando
el avión Bostan estaba en poder de los secuestradores, y los pasajeros,
temerosos por su futuro, regresaban al pasado, Gibreel confió a Saladin Chamcha
que, al elegir seudónimo, quiso rendir homenaje a la memoria de su madre, «mi mummyji,
compa, mi querida mamo, porque quién, sino ella, empezó con lo del
ángel, su ángel particular, y me llamaba farishta porque, al parecer, yo
era un encanto de criatura, más bueno que el recondenado oro».
Poona no tuvo el
privilegio de albergarlo durante mucho tiempo; siendo aún muy niño, lo llevaron
a la ciudad-perra en su primera emigración. Su padre consiguió un empleo en la
flota, modalidad de a pie, en la que se inspirarían los futuros cuartetos de
mozos de silla de ruedas: me refiero a los repartidores de almuerzos o dabbawallas
de Bombay. Y, a los trece años, Ismail, el farishta, siguió los
pasos de su padre.
Gibreel, rehén a
bordo del AI-420, se sumía en disculpable éxtasis al explicar a Chamcha, con
ojos brillantes, los misterios del código de los repartidores: svástica negra,
círculo rojo, raya amarilla, punto..., repasando con los ojos de la mente todo
el itinerario, de la casa hasta la mesa de la oficina, un sistema curioso
gracias al cual dos mil dabbawallas entregaban más de cien mil almuerzos
al día y, en el peor de os casos, compa, se extraviaban quince. La mayoría no
sabíamos leer, y los signos eran nuestro lenguaje secreto.
El Bostan volaba
en círculo sobre Londres, los terroristas
paseaban
por los pasillos y las luces de la cabina del pasaje estaban apagadas, pero la
energía de Gibreel iluminaba la oscuridad. Sobre la mugrienta pantalla de a
bordo, en la que Walter Matthau, inevitable compañero de todos los vuelos,
había exhibido su andar lúgubre y desgarbado antes de ceder el paso a Goldie
Hawn, otra habitual de las líneas aéreas, se movían ahora las sombras
proyectadas por la nostalgia de los rehenes, y la más nítida de todas era la
del espigado adolescente Ismail Najmuddin, el ángel de su mamá, con su gorra
Gandhi, portando almuerzos por la ciudad. El joven dabbawalla se
deslizaba ágilmente entre la multitud de sombras porque estaba acostumbrado a
estas situaciones, figúrate, compa, treinta o cuarenta almuerzos en la cabeza,
en una bandeja larga, y cuando para el tren de cercanías tienes apenas un
minuto para subir o bajar, y luego, a correr por la calle, por el arroyo,
¡hala!, con los camiones, los autobuses, las motos, las bicicletas y demás,
uno-dos, uno-dos, el almuerzo, el almuerzo, los dabbas no paran y, en el
monzón, corriendo a lo largo de la vía cuando el tren se averiaba, o con el
agua por la cintura en una calle inundada, y luego las pandillas, chico, de
verdad, bandas organizadas de ladrones de dabbas, porque aquélla es una
ciudad hambrienta, tú, para qué te voy a contar, pero nosotros nos defendíamos,
estábamos en todas partes, sabíamos mucho, hasta qué ladrones tenían que
escapar de nuestros ojos y oídos; nosotros no íbamos a la policía, nos bastábamos
para defendernos.
Por la noche,
padre e hijo volvían exhaustos a la chabola que tenían en Santacruz, al lado
del aeropuerto, y cuando la madre de Ismail lo veía llegar, iluminado por el
verde, rojo y amarillo de los reactores que despegaban, solía decir que sólo
verle hacía que todos sus sueños se convirtieran en realidad, lo cual era la
primera indicación de que Gibreel tenía algo especial, ya que, al parecer,
desde muy joven podía satisfacer los más íntimos deseos de las personas sin
saber cómo. A su padre, Najmuddin senior, no parecía importarle que su esposa
sólo tuviera ojos para el hijo, ni que los pies del chico recibieran masaje
todas las noches mientras los del padre se quedaban sin él. Un hijo es una
bendición, y una bendición exige la gratitud de los benditos.
Naima Najmuddin
murió. La atropelló un autobús y se acabó. Gibreel no estaba allí para escuchar
su plegaria pidiendo vida. Ni padre ni hijo hablaron de dolor. En silencio,
como si fuera lo normal y obligado, sepultaron su pena en el trabajo extra,
empeñándose en muda competición a ver quién conseguía portar más dabbas en
la cabeza, quién adquiría más contratos al
cabo del mes, quién corría más, como si más esfuerzo demostrara más amor.
Cuando, por la noche, Ismail Najmuddin veía las hinchadas venas del cuello y de
las sienes de su padre, comprendía que el viejo había tenido celos de él y que
ahora quería derrotarlo en la competición para recobrar la usurpada primacía en
el amor de la esposa muerta. Al comprenderlo, el joven aminoró el esfuerzo,
pero el padre no cejó y, al poco tiempo, ascendía de simple repartidor a muqaddam
supervisor. Cuando Gibreel cumplió diecinueve años, Najmuddin padre ingresó
en el gremio de repartidores de almuerzos, la Bombay Tiffin Carriers
Association, y, cuando Gibreel cumplió los veinte, su padre había muerto; lo
paró un colapso que casi lo hizo estallar. «Se mató a correr —dijo babasaheb
Mhatre en persona, secretario general del gremio—. Al infeliz se le acabó
el aliento.» Pero el huérfano sabía que no era así. Él comprendía que, por fin,
su padre había corrido con el ímpetu suficiente para cruzar la frontera entre
los mundos, dejando atrás la propia piel, y llegado a los brazos de su esposa,
a la que había demostrado, de una vez para siempre, la superioridad de su amor.
Hay emigrantes que se alegran de partir.
Babasaheb Mhatre tenía un
despacho azul detrás de una puerta verde, encima de un laberíntico bazar. Era
una figura imponente, orondo como un buda, una de las grandes fuerzas motrices
de la metrópoli que poseía el don oculto de poder permanecer absolutamente
estático, sin salir de su despacho, y, al mismo tiempo, estar en todos los
lugares importantes y relacionarse con todos los personajes preeminentes de
Bombay. Un día después de que el padre del joven Ismail cruzara la frontera
para reunirse con Naima, el babasaheb llamó al joven a su presencia.
«¿Qué? ¿Muy triste?» La respuesta, con la mirada baja: Ji, gracias, babaji,
estoy bien. «Cierra la boca —dijo babasaheb Mhatre—. A partir de
hoy, vivirás conmigo.» Peropero, babaji... «Nada de peros. Ya he
informado a mi buena esposa. Está decidido.» Perdón, babaji, pero ¿cómo
que por qué?» «Está decidido.»
A Gibreel
Farishta nunca se le explicó por qué el babasaheb había decidido
apiadarse de él y sacarlo del mundo sin futuro de las calles, pero al cabo de
algún tiempo empezó a sospecharlo. Mrs. Mhatre era una mujer muy delgada —si el
babasaheb era cuadrado y macizo como una goma de borrar, ella parecía el
lápiz—, pero hubiera tenido que estar gorda como una patata para contener todo
el amor maternal que llevaba dentro. En cuanto el baba llegaba a casa,
ella le ponía dulces en la boca y, por las noches, Ismail oía protestar al imponente secretario de la BTCA: Quita, mujer, que
ya sé desnudarme solo. A la hora del desayuno, ella servía grandes platos de
papilla a Mhatre y se la daba en la boca, a cucharadas, y antes de que se fuera
al trabajo, le cepillaba el pelo. El matrimonio no tenía hijos, y el joven
Najmuddin comprendió que el babasaheb pretendía que él le ayudara a
llevar la carga. Pero, por extraño que pueda parecer, la begum no
trataba al joven como si fuera un niño. «Es que él es muy mayor», dijo a su
marido cuando el pobre Mhatre le suplicó: «¿Por qué no das al chico esa maldita
papilla malteada?» Sí; pero él es mayor, «hemos de hacer de él un hombre,
esposo, no debemos mimarlo». «¡Por todos los demonios! —explotó el babasaheb—.
¿Por qué me mimas a mí?» Mrs. Mhatre se echó a llorar. «Tú lo eres todo
para mí —sollozó—: mi padre, mi amante y mi niño. Tú eres mi señor y mi bebé.
Si te desagrado, no tengo vida.»
Babasaheb Mhatre aceptó la
derrota y tragó la cucharada de papilla malteada.
Él era un hombre
bondadoso, pero disimulaba su condición con imprecaciones y grandes voces. En
el despacho azul trataba de consolar al huérfano hablándole de la filosofía de
la reencarnación, y le decía que sus padres ya estaban a punto de volver a
entrar en el mundo por donde fuera, salvo, naturalmente, que sus vidas hubieran
sido tan santas que ya hubieran alcanzado la gracia final. Es decir, Mhatre fue
quien inició a Farishta en lo de la reencarnación, además de otras cosas. El babasaheb
era un espiritista aficionado, golpeador de patas de mesa e introductor de
espíritus en vasos. «Pero ya lo dejé —dijo a su ahijado, con el gesto y ademanes
melodramáticos que el caso requería—; lo dejé el día en que me llevé el susto
de mi vida.»
Una vez (relató
Mhatre), el vaso fue visitado por un espíritu auténticamente servicial, un tipo
supersimpático, sabes, y yo pensé que era la ocasión de hacer preguntas
fuertes. ¿Hay Dios? Y aquel vaso, que hasta entonces corría como un
ratoncito, se paró en medio de la mesa, quieto, lo que se dice clavado. Y
entonces yo digo está bien, si no contestas a ésta, probemos con esta otra, y
le suelto: ¿Hay diablo? A esto, el vaso, ¡chinchinchin!, empezó a
temblar —¡tápate los oídos! — , al principio, despacio y, después, aprisa
aprisa, como un flan, hasta que saltó — ¡aaa hop!— por el aire, cayó de lado y
— ¡cras!— se hizo mil pedazos, pulverizado. Lo creas o no, dijo babasaheb Mhatre
a su pupilo, en aquel momento yo aprendí la lección: Mhatre, no te metas en lo
que no entiendes.
Este relato
causó honda impresión en el joven oyente, porque ya antes de la muerte de su
madre, él estaba convencido de la existencia del mundo sobrenatural. A veces,
al mirar en derredor, especialmente en las tardes calurosas en las que el aire
se aglutinaba, el mundo visible, sus formas y habitantes y todas las cosas
parecían asomar a la atmósfera como una profusión de icebergs calientes, y le
parecía que, bajo la superficie del aire denso, todo continuaba: que las
personas, los coches, los perros, los carteles de los cines, los árboles,
hurtaban a sus ojos las nueve décimas partes de su realidad. Él parpadeaba y la
ilusión se desvanecía, pero la idea no le abandonaba. El pequeño Najmuddin
creció creyendo en Dios, ángeles, demonios, afreets y djinns con
la misma naturalidad con que creía en los carros de bueyes o en los faroles, y
el no haber visto nunca un espíritu lo atribuía él a un defecto de su visión. A
veces, soñaba que descubría a un óptico mago al que compraba unos lentes verdes
que corregían su lamentable miopía, permitiéndole ver el mundo fabuloso que
había detrás del aire turbio y cegador.
Su madre, Naime
Najmuddin, le contaba muchas historias del Profeta, y si sus versiones
contenían alguna que otra inexactitud, él prefería no averiguarlo. «¡Qué
hombre! —pensaba—. ¿Qué ángel no querría hablar con él?» A veces, no obstante,
se le escapaba algún que otro pensamiento blasfemo como, por ejemplo, cuando,
sin querer, al cerrar los ojos en su catre de la casa de Mhatre, su cerebro
adormilado empezaba a comparar su propia condición con la del Profeta en la
época en que aquél, huérfano y pobre, pasó a administrar con éxito los bienes
de la rica viuda Khadija y al fin se casó con ella. Y se quedaba dormido
viéndose sentado en un estrado sembrado de rosas y haciendo mohines de timidez
bajo el sari-pallu con el que se cubría recatadamente la cara, mientras
su nuevo esposo, babasaheb Mhatre, acercaba la mano amorosamente para
apartar la tela y mirarse en el espejo que él tenía en el regazo. Este sueño de
su boda con el babasaheb le hacía despertar abochornado y le producía
preocupación por la impureza de su espíritu, que tan terribles visiones le sugería.
De todos modos,
en general, su religiosidad se mantenía en un tono menor, era una parte de su
ser que no requería mayor atención
que cualquier otra. El que babasaheb Marte lo llevara a su casa reafirmó al joven en la creencia de que o estaba solo en el mundo, de que algo velaba por
él, y no le sorprendió, pues, que, en la
mañana de su vigesimoprimer cumpleaños, el babasaheb
lo llamara a su despacho azul y lo echara a la
calle sin apelación.
«Estás despedido
—silabeó Mhatre sonriendo ampliamente—. Cesado, des-pa-cha-do.»
«Pero, tío...»
«Cierra la
boca.»
Y entonces el babasaheb
hizo al huérfano el mejor regalo! que éste recibiera en su vida al
informarle de que le había conseguido una entrevista en los estudios del
legendario magnate cinematográfico Mr. D. W. Rama: una prueba. «Es sólo para
cubrir las apariencias —dijo el babasaheb—. Rama es un buen amigo y ya estamos de acuerdo.
Para empezar, un papel pequeño; después, dependerá de ti. Ahora desaparece de
mi vista y deja de hacerte el humilde. No te va.»
«Pero, tío...»
«Eres muy guapo
para pasarte la vida transportando almuerzos en la cabeza. Ahora márchate,
fuera, hazte actor del cine homosexual. Te eché hace cinco minutos.»
«Pero, tío...»
«He dicho lo que
tenía que decir. Da las gracias a tu buena
estrella.»
Najmuddin se
convirtió en Gibreel Farishta, pero tardó cuatro años en llegar a estrella,
cuatro años de aprendizaje en una serie de papelitos cómicos de payasada. Él se
mantenía tranquilo y sereno, como si pudiera ver el futuro, y su aparente falta
de ambición hizo de él un extraño en la industria de los egoístas. Le tomaban
por estúpido, o por orgulloso, o por las dos cosas. Y durante aquellos cuatro
años de desierto, no besó en la boca ni a una sola mujer.
En la pantalla
hacía de idiota, el que se enamora de la hermosa y no ve que ella no le haría
caso ni en mil años, de tío chiflado, de pariente pobre, de tonto del pueblo,
de criado, de granuja torpe, es decir, papeles en los que no cabe una escena de
amor. Las mujeres le daban puntapiés, le abofeteaban, se reían de él, pero
nunca, en el celuloide, le miraban, le cantaban o danzaban alrededor de él con
amor cinematográfico en los ojos. En la vida real, Gibreel vivía solo en dos
habitaciones vacías, cerca de los estudios, y trataba de imaginar cómo eran las
mujeres sin la ropa. Para distraer el pensamiento del tema del amor y el deseo,
se dedicaba al estudio y se convirtió en omnívoro autodidacta, devorador de los
metamórficos mitos de Grecia y de Roma, los avatares de Júpiter, el buen mozo
que se convirtió en flor, la mujer-araña, Circe y demás; y la teosofía de Annie
Besant, y la teoría del campo unificado, y la incidencia de los versos
satánicos en los comienzos de
la carrera del Profeta, y la política del harén de Mahoma, después de su
triunfal regreso a La Meca; y el surrealismo de los periódicos, en los que las
mariposas volaban a la boca de las niñas, ansiosas de ser consumidas, y los
niños nacían sin cara, y los muchachos soñaban con anteriores encarnaciones con
imposible detalle, por ejemplo, con una fortaleza de oro y piedras preciosas.
Él se llenaba la cabeza de sabe Dios qué cosas, pero no podía negar, en la
madrugada de sus noches insomnes, que estaba lleno de algo que nunca había sido
usado, algo que él no sabía cómo usar, es decir, de amor. En sus sueños era
atormentado por mujeres de una dulzura y una belleza insoportables, y por ello
prefería mantenerse despierto obligándose a repasar una parte de sus
conocimientos generales, a fin de ahogar la trágica sensación de estar dotado
de una capacidad amatoria superior a lo normal y no tener a quién ofrecerla.
Su gran
oportunidad surgió con la llegada de las películas teológicas. Una vez
explotada la fórmula de las películas a base de puranas, con el habitual
aderezo de canciones, danzas, tíos chistosos, etcétera, cada uno de los dioses
del panteón tuvo su apotesosis cinematográfica. Cuando D. W. Rama preparaba la
producción basada en la vida de Ganesh, ninguno de los actores cotizados del
momento se avino a pasarse toda la película escondido dentro de una cabeza de
elefante. Gibreel accedió encantado. Aquél fue su primer éxito, Ganpati
Baba. De la noche a la mañana se había convertido en una gran estrella,
pero sólo cuando llevaba puestas trompa y orejas. Después de seis películas
representando al dios con cabeza de paquidermo, Gibreel pudo quitarse la gruesa
máscara gris de pendular proboscis y colocarse una larga y peluda cola para
encarnar a Hanuman, el rey-mono, en una serie de películas de aventuras que se
hicieron utilizando más material de una serie barata hecha en Hong Kong para la
televisión, que de la Ramayana. Aquella serie se hizo tan popular, que las
colas de mono se pusieron de moda entre los jóvenes elegantes de la ciudad en
las fiestas frecuentadas por las niñas de los colegios de monjas, llamadas
«petardos» por su predisposición a dispararse con una detonación.
Después de
Hanuman, Gibreel estaba ya imparable, y su fenomenal éxito robusteció su fe en
la existencia de un ángel de la guarda. Pero tuvo también consecuencias
funestas.
(Ya veo que, al
fin y al cabo, voy a tener que revelar el secreto de Rekha.)
Antes ya de que
sustituyera la falsa cabeza por la cola Postiza, Gibreel resultaba
irresistiblemente atractivo para las mujeres. La
seducción de su fama era tan poderosa, que más de una dama le pidió que se
pusiera la máscara de Ganesh para acostarse con ella, a lo que él se negaba,
por respeto a la dignidad del dios. A causa de lo ingenuo de su educación, en
aquella etapa de su vida Gibreel no podía distinguir entre cantidad y calidad
y, por consiguiente, sentía la necesidad de recuperar el tiempo perdido. Tenía
tantas amantes que muchas veces, antes de que la mujer saliera de la
habitación, ya no se acordaba de cómo se llamaba. No sólo se convirtió en un
mujeriego de la peor especie, sino que, además, aprendió el arte del disimulo,
porque el hombre que encarna a los dioses tiene que estar por encima de todo
reproche. Tan bien supo ocultar su vida de disipación, que babasaheb Mhatre,
cuando se hallaba en su lecho de muerte, una década después de haber lanzado al
joven dabbawalla al mundo de la ilusión, el dinero negro y la lujuria,
le rogó que se casara para demostrar que era hombre. «Mira, muchacho —suplicaba
el babasaheb — ; cuando te dije que te hicieras homosexual no creí que
lo tomaras al pie de la letra, porque la obediencia a los mayores tiene un
límite.» Gibreel alzó las manos al cielo y juró que él no era algo tan
deshonroso y que, cuando encontrara a la mujer adecuada, con agrado contraería
nupcias. «¿Y a quién esperas? ¿A una diosa del cielo? ¿A Greta Garbo,
Gracekali, a quién?», exclamó el anciano, tosiendo y escupiendo sangre; pero
Gibreel se despidió con una sonrisa enigmática que no le dejó morir tranquilo.
La avalancha de
sexualidad que Gibreel Farishta atrajo sobre sí sepultó tan profundamente su
mayor don, que éste hubiera podido quedar inédito. Me refiero al don para
querer de verdad, profundamente y sin reservas, una facultad delicada y
singular que él no había podido ejercitar. En la época de su enfermedad casi había
olvidado la angustia que le producían sus ansias de amor, que le traspasaban
las entrañas como el puñal de un brujo. Ahora, después de una noche de
gimnasia, dormía plácida y largamente, como si nunca le hubieran atormentado
las mujeres de ensueño, como si nunca hubiese deseado entregar el corazón.
«Tu desgracia es
que siempre se te ha perdonado todo —le dijo Rekha Merchant cuando salió de las
nubes—. Sabe Dios por qué, siempre te libraste con bien, no se te acusó del
delito. Nadie te hizo responder de tus actos.» Él no pudo negarlo. «Es un don
de Dios —le chilló ella—. Dios sabe de dónde viniste, miserable advenedizo del
arroyo, Dios sabe las enfermedades que traías.»
Pero en aquel
entonces él pensaba que para eso estaban las mujeres, que
eran los vasos en los que él podía derramarse y que, cuando él se iba, tenían
la obligación de perdonarle. Y es cierto que nadie le reprochaba su abandono,
sus mil y un atolondramientos, y cuántos abortos, preguntaba Rekha en el hueco
de la nube, cuántos corazones destrozados. Durante todos aquellos años, él fue
beneficiario de la infinita generosidad de las mujeres, pero también su
víctima, porque tanto perdón hizo posible la más profunda y más dulce de todas
las corrupciones, es decir, la idea de que no hacía nada malo.
Rekha: ella
entró en su vida cuando Gibreel compró el ático de Everest Vilas y, en su
calidad de vecina y comerciante, ella ofreció enseñarle sus alfombras y
antigüedades. Su marido estaba en un congreso mundial de fabricantes de
cojinetes de bolas que se celebraba en Goteborg, Suecia, y, en su ausencia,
ella invitó a Gibreel a su apartamento con celosías de piedra del palacio de
Jaisalmer y barandillas de madera tallada del palacio de Keralan, y con la chhatri
o cúpula mogólica convertida en baño de hidromasaje; apoyada en pared de
mármol, le servía champán francés, sintiendo en la piel las frías vetas de la
piedra. Cuando él empezó a beber el champán, ella comentó, burlona, que los
dioses no bebían, a lo que él replicó con una frase leída en una revista, de
una entrevista hecha al Aga Khan: Oh, el champán es sólo aparente, porque, tan
pronto como llega a mis labios, se convierte en agua. Después de esto, ella no
tardó en llegar a sus labios y licuarse en sus brazos. Cuando sus hijos
volvieron del colegio con el ayah, la encontraron hablando con él en el
salón, impecablemente vestida y peinada, revelándole los secretos del comercio
de la alfombra, por ejemplo que seda art quiere decir seda artificial, no
artística, y que no se dejara engañar por el catálogo, en el que se explicaba
arteramente que determinada alfombra se fabrica con la lana del cuello de
corderos lechales, porque en realidad significaba que era lana de baja calidad,
y es que la propaganda es la propaganda, ya se sabe y qué se le va a hacer.
Él no la amaba,
no le era fiel, olvidaba sus cumpleaños, hacía caso omiso de sus llamadas
telefónicas, se presentaba en su casa en el momento menos oportuno, cuando ella
tenía a cenar a gente del mundo de los cojinetes de bolas, y ella, como todas
las demás, le perdonaba. Pero su perdón no era callado y resignado como el que
le concedían las otras. Rekha protestaba furiosamente, le mortificaba, le
insultaba, le maldecía, le llamaba lafanga inútil y haramzada, y saleh,
y llegó a atribuirle la imposible hazaña de joder a la hermana que no tenía. No le ahorraba nada, acusándole de ser una
criatura superficial, sin más profundidad que una pantalla de cine, y luego
acababa perdonándole y permitiendo que le desabrochara la blusa. Gibreel no
podía resistirse a los espectaculares perdones de Rekha Merchant, tanto más
conmovedores por cuanto que su propia posición era falsa, ya que se apoyaba en
su infidelidad al rey de los cojinetes de bolas, circunstancia que Gibreel se
abstenía de mencionar, aguantando el chaparrón como un hombre. De manera que,
mientras que los perdones que recibía de sus otras mujeres le dejaban frío y
los olvidaba tan pronto como le eran dispensados, volvía a Rekha una y otra
vez, para que le insultara y luego le consolara como sólo ella sabía.
Entonces estuvo
a punto de morir.
Estaba en Kanya
Kumari, el vértice de Asia, rodando una escena de pelea en el mismo cabo
Comorin, donde, según se dice, chocan tres océanos. Tres grandes olas, Oeste,
Este y Sur, respectivamente, colisionaron en colosal palmada de acuíferas
manos, con perfecta sincronización, en el instante en que Gibreel recibía un
directo en la mandíbula y caía de espaldas a la trioceánica espuma. No se
levantó.
En el primer
momento, todos echaron la culpa a Eustace Brown, el gigantesco especialista
inglés que le había propinado el puñetazo. Él protestó con vehemencia. ¿No
había actuado él en las muchas películas teológicas del Gran Jefe N. T. Rama
Rao? ¿No había perfeccionado el arte de hacer que el viejo quedara bien en las
peleas sin causarle el menor daño? ¿No se había quejado él de que NTR nunca
pegaba al aire, con el resultado de que él, Eustace, siempre acababa morado,
machacado por un vejestorio enclenque al que hubiera podido desayunarse sobre
una tostada? ¿Había perdido él los estribos siquiera una vez? ¿Y entonces?
¿Cómo podía haber quien pensara que él era capaz de hacer daño al inmortal
Gibreel? De todos modos, lo despidieron y la policía lo encerró, por si acaso.
Pero no fue el
golpe lo que derribó a Gibreel. Después de que la estrella fuera trasladada al
Breach Candy Hospital de Bombay en un reactor prestado por las Fuerzas Aéreas
para tal fin; después de que los minuciosos análisis y pruebas no detectaran
casi nada; mientras él se hallaba inconsciente, moribundo, con una tensión sanguínea
que había descendido de su normal valor de quince a un mortífero cuatro coma
dos, un portavoz del hospital se dirigía a la prensa nacional en la amplia
escalinata blanca del Breach Candy. «Es un misterio —dijo—. Pueden llamarlo, si
quieren, un acto divino.»
Gibreel
Farishta, sin causa aparente, había empezado a tener hemorragias internas, es
decir que, sencillamente, se desangraba dentro de su piel. En el peor momento,
la sangre empezó a salir por el recto y el pene, y parecía que, de un momento a
otro, iba a manar, torrencial, por nariz, ojos y orejas. Siete días estuvo
sangrando y recibiendo transfusiones y todos los coagulantes conocidos por la
ciencia médica, incluido un raticida concentrado, y, aunque el tratamiento
determinó una mejoría marginal, los médicos abandonaron toda esperanza.
Toda la India
estaba junto al lecho de Gibreel. Su estado era la noticia más importante en
todos los boletines de la radio, tema de avances informativos emitidos cada
hora por la red nacional de televisión, y la muchedumbre congregada en Warden
Road era tan grande que la policía tuvo que dispersarla con cargas al lathi y
gases lacrimógenos que fueron lanzados a pesar de que todos y cada uno del
medio millón de afligidos circunstantes ya lloraban y gemían. La Primera
Ministra aplazó todos sus compromisos y voló a hacerle una visita. Su hijo, el
piloto de aviación, estaba en la habitación de Farishta, sosteniéndole la mano.
Un sentimiento de aprensión cundió por toda la nación, porque, si Dios
castigaba de este modo a su más célebre encarnación, ¿que reservaría al resto
del país? Si Gibreel moría, ¿podría tardar en seguirle el resto de la India?
Las mezquitas y los templos de la nación se llenaron de fieles que rezaban no
sólo por el actor moribundo, sino por el futuro, por sí mismos.
¿Quién no fue a
visitar a Gibreel al hospital? ¿Quién no escribió ni llamó por teléfono, ni
mandó flores o exquisitos tiffins caseros? En tanto que muchas amantes,
sin el menor recato, le enviaban tarjetas y pasandas de cordero, ¿quién,
queriéndole más que ninguna, se mantenía impasible, sin que su marido, el de
los cojinetes de bolas, llegara a sospechar? Rekha Merchant recubrió de hierro
su corazón y siguió con su vida diaria, jugando con sus hijos, charlando con su
marido y recibiendo a sus invitados cuando era necesario, sin revelar en ningún
momento la lúgubre desolación de su alma.
Él sanó.
La curación fue
tan misteriosa como la enfermedad, y tan repentina. También fue considerada
(por el hospital, los periodistas y las amistades) acto divino. Se declaró
fiesta nacional en todo el país y se dispararon fuegos artificiales. Pero,
cuando Gibreel recobró las fuerzas, se puso de manifiesto que había cambiado, y
cambiado de un modo sorprendente, porque había perdido la fe.
El día en que le
dieron de alta en el hospital, escoltado por la policía, cruzó por entre la
inmensa muchedumbre que se había reunido para celebrar su propia salvación al
mismo tiempo que la de él, subió a su Mercedes y dijo al conductor que
despistara a todos los vehículos que le seguían, maniobra que llevó siete horas
y cincuenta minutos, al final de la cual él ya se había trazado un plan de
acción. Gibreel se apeó del coche en el hotel Taj y, sin mirar a derecha ni
izquierda, fue directamente al gran comedor, en el que había un bufete que
crujía bajo el peso de alimentos prohibidos, de los que él se llenó el plato:
salchichas de cerdo de Wiltshire, jamón de York, lonchas de bacon de
Sabediosdónde; jamones del descreimiento y manos de cerdo de secularismo; y
entonces, de pie en el centro del vestíbulo, delante de unos fotógrafos
aparecidos como por arte de magia, Gibreel empezó a comer lo más aprisa
posible, metiéndose en la boca con tanto afán los cerdos muertos, que las
lonchas de tocino le colgaban de las comisuras de los labios.
Durante la
enfermedad, había pasado todos sus minutos de lucidez invocando a Dios, hasta
el último segundo de cada minuto. Oh Alá, tu siervo está sangrando, no me
abandones ahora, después de haber velado por mí durante tanto tiempo. Oh Alá,
hazme una señal, dame una pequeña muestra de tu favor, para que pueda encontrar
en mí la fuerza necesaria para curar mis males. Oh Dios bondadoso y
misericordioso, acompáñame en ésta mi hora de necesidad, de extrema necesidad.
Entonces se le ocurrió que aquello debía de ser un castigo y, durante algún
tiempo, este pensamiento le permitió sobrellevar el sufrimiento; pero al fin se
sublevó. Basta, Dios, y su muda indignación exigía respuesta. ¿Por qué he de
morir, si yo no he matado? ¿Tú eres venganza o eres amor? El furor le ayudó a
pasar otro día, pero luego se disipó y en su lugar quedó un terrible vacío, una
infinita soledad, al darse cuenta de que hablaba al aire, que allí no
había absolutamente nadie, y entonces se sintió más ridículo que nunca en la
vida, y empezó a suplicar al vacío, oh Alá, sólo te pido que existas,
maldición, sólo que existas. Pero no sentía nada, nada, nada, y un día
descubrió que ya no necesitaba sentir algo. Aquel día de metamorfosis, la
enfermedad hizo crisis y la curación empezó. Y, para demostrarse a sí mismo la
no existencia de Dios, ahora estaba en el comedor del más famoso hotel de la
ciudad, dejando que los cerdos le resbalaran por la cara.
Al levantar la
mirada del plato, vio a una mujer que le miraba. Su cabello, de tan rubio, era
casi blanco y su cutis tenía la
tonalidad y el resplandor del hielo de la montaña. Ella se rió de él y le
volvió la espalda.
«¿No me
entiendes? —gritó él, lanzando fragmentos de salchicha por la boca—. No me ha
caído un rayo del cielo. Ésta es la cuestión.»
Ella volvió
atrás y se paró delante de él. «Vives —le dijo—. Vuelves a tener la vida ante
ti. Ésta es la cuestión.»
Se lo dijo a
Rekha: en el mismo instante en que ella dio media vuelta y retrocedió, yo me
enamoré. Alleluia Cone, escaladora de montañas, conquistadora del Everest, yahudan
rubia, reina del hielo. No pude resistirme a su desafío: cambia tu vida,
¿o crees que te ha sido devuelta para nada?
«Ya estás otra
vez con tus bobadas de la reencarnación —bromeó Rekha—. Cabeza de chorlito.
Vuelves del hospital desde el mismo umbral de la muerte, y la alegría se te
sube a la cabeza, loco, en seguida tienes que hacer una escapada, y allí está
ella, a punto, la dama rubia. No creas que no te conozco, Gibbo; ¿qué quieres
ahora, que te perdone o qué?»
No es necesario,
dijo él. Salió del apartamento de Rekha (su dueña lloraba, de bruces en el
suelo) para no volver.
Tres días
después de que él, con la boca llena de comida impura, la conociera, Allie
subió a un avión y se fue. Tres días fuera del tiempo, detrás de un letrero de
«no molesten», pero al fin ambos convinieron en que el mundo era real, que lo
que es posible es posible y lo que no, imposible; encuentro fugaz, barcos que
se cruzan, amor en una sala de espera de pasajeros en tránsito. Cuando ella se
fue, Gibreel descansó, trató de cerrar los oídos a su desafío y decidió volver
a su vida normal. La sola circunstancia de haber perdido la fe no significaba
que no hubiera de poder hacer su trabajo y, a pesar del escándalo de las fotos
de la comida del jamón, el primer escándalo que se asoció a su nombre, firmó
contratos de películas y volvió al trabajo.
Hasta que, una
mañana, una silla de ruedas se quedó vacía y él ya no estaba. Un pasajero con
barba, un tal Ismail Najmuddin, embarcó en el vuelo AI-420 con destino a
Londres. El 747 había sido bautizado con el nombre de uno de los jardines del
Paraíso, no Gulistan, sino Bostan. «Para volver a nacer —diría mucho
después Gibreel Farishta a Saladin Chamcha— antes hay que morir. Yo expiré sólo
a medias, pero en dos ocasiones, en el hospital y en el avión; por lo tanto, suma, cuenta. Y ahora, compa, amigo mío,
aquí me tienes en el mismo Londres, Vilayet, regenerado, un hombre nuevo con
una vida nueva. Cándido, ¿no es de puta fábula?
¿Por qué se
marchó Gibreel?
Por ella, por su
desafío, por la novedad, por la fiereza de su conjunción, por el inexorable de
un imposible que reivindica su derecho a ser.
Y quizá también
porque, después de haber comido los cerdos, empezó el castigo, un castigo
nocturno, una pena de sueños.
3
Una vez el vuelo
con destino a Londres hubo despegado, el individuo flaco, de unos cuarenta
años, que por su ventanilla de no fumadores contemplaba cómo su ciudad natal
caía a su espalda como una piel de serpiente, sintió, gracias a su truco mágico
de cruzar dos pares de dedos de cada mano y hacer girar los pulgares, sintió,
decía, un alivio que se reflejó fugazmente en su cara. Era una cara bien
parecida, de gesto adusto y patricio, labios largos, gruesos y doblados hacia
abajo como los de un rodaballo malhumorado, y cejas finas y muy arqueadas sobre
unos ojos que observaban el mundo con una especie de avizorante desdén. Mr.
Saladin Chamcha había construido aquella cara con esmero —le costó varios años
dejarla a su gusto— y durante muchos años más la había considerado,
sencillamente, suya, y realmente había olvidado cuál era su aspecto
anterior. Además, se había hecho una voz a juego con la cara, una voz cuyas
lánguidas, casi indolentes vocales, contrastaban de un modo desconcertante con
la abrupta concisión de las consonantes. La combinación de cara y voz era
vigorosa; pero, durante su reciente visita a su ciudad natal, la primera en
quince años (el mismo período, debo hacer observar, del estrellato
cinematográfico de Gibreel Farishta), se habían producido extraños y
preocupantes fenómenos. Lamentablemente, su voz (la primera que le falló) y,
con posterioridad, su misma cara, habían empezado a defraudarle.
Aquello empezó
—Chamcha descruzó los dedos, esperando, un poco violento, que ésta su última
superstición hubiera pasado inadvertida para los otros pasajeros, cerró los
ojos y lo recordó con un escalofrío—, empezó semanas atrás, en el vuelo de ida.
Cuando sobrevolaban los desiertos de la zona del golfo Pérsico, se había
quedado amodorrado y en sueños había recibido la visita de un desconocido de
aspecto fantástico, un hombre con piel de cristal que lúgubremente golpeaba con
los nudillos la fina y quebradiza membrana que le cubría todo el cuerpo y suplicaba a Saladin que le ayudara a
salir de la cárcel de su piel. Chamcha cogía una piedra y empezaba a golpear el
cristal. Al momento, una retícula de sangre exudaba por la agrietada superficie
del cuerpo del hombre, y cuando Chamcha trataba de retirar las astillas, el
otro empezaba a chillar, porque con el cristal le arrancaba trozos de carne. En
aquel momento, una azafata se inclinó sobre el dormido Chamcha para preguntar,
con la inmisericorde hospitalidad de su tribu: ¿Desea saber algo, señor?
¿Una bebida? Y Saladin, al emerger del sueño, advirtió que,
inexplicablemente, su voz había recuperado el acento de Bombay que con tanta
aplicación (¡y hacía ya tanto tiempo!) él había eliminado. «¿Qué dice, joven?
—murmuró—. ¿Bebidas alcohólicas o qué?» Y cuando la azafata le aseguró que lo
que él deseara, que las bebidas eran gratis, él, una vez más, oyó su voz
traidora: «Okey, bibi, un whiskysoda nada más.»
¡Qué
desagradable sorpresa! Se acabó de despertar con un sobresalto y se quedó
rígido en la butaca, olvidando el alcohol y los cacahuetes. ¿Cómo brotaba el
pasado, con la metamorfosis de vocales y vocablos? ¿Y luego, qué? ¿Le daría
ahora por ponerse aceite de coco en el pelo? ¿O por cogerse la nariz entre el
índice y el pulgar y sonarse ruidosamente soltando un glutinoso arco plateado
de inmundicia? ¿Se convertiría en apasionado de la lucha profesional? ¿Qué
nuevas diabólicas humillaciones se le reservaban? Debió comprender que era un
error ir a casa al cabo de tanto tiempo. ¿Cómo podía ser aquel viaje
algo más que una regresión? Era un viaje antinatural; la negación del tiempo;
una rebelión contra la historia; todo aquello tenía que acabar en desastre.
Yo no soy yo,
pensó, mientras en las inmediaciones del corazón se iniciaba una sensación de
leve aleteo. Pero, al fin y al cabo, ¿qué importancia tiene?, agregó
amargamente. Después de todo, (des acteurs ne sont pas des gens», como decía el
comicastro de Frederick en Les Enfants du Paradis. Una máscara debajo de
otra máscara, hasta que, bruscamente, aparece el cráneo desnudo y exangüe.
Se encendió el
letrero del cinturón, la voz del capitán anunció turbulencias, y empezaron a
entrar y salir de baches. El desierto se tambaleaba allá abajo, y el obrero
emigrante que había embarcado en Qatar se abrazó a su radio de transistores
gigante y empezó a vomitar. Chamcha observó que el hombre no se había abrochado
el cinturón y se serenó, imprimiendo en su voz el más distinguido acento: «Oiga
usted, ¿por qué no...?», señaló, pero el mareado, entre espasmo y espasmo, de
cara a la bolsa que Saladin le había entregado oportunamente, movió
negativamente la cabeza, se encogió de hombros y respondió: «Sahib, ¿para qué?
Si Alá quiere que muera, moriré. Si no quiere, no moriré. ¿Para qué la
seguridad?»
Maldita seas,
India, juró Saladin Chamcha en silencio, hundiéndose de nuevo en su butaca.
Vete al infierno; yo escapé de tus garras hace mucho tiempo, no volverás a
clavarme los garfios, no puedes arrastrarme otra vez hacia ti.
* * *
Había una vez —tal
vez, sí, tal vez no, como decían los cuentos antiguamente, tal vez sí
que ocurrió—, había, pues, o tal vez no había un niño de diez años que
vivía en Scandal Point, Bombay, y que un día encontró un billetero en la calle,
delante de la puerta de su casa. Él volvía de la escuela y acababa de bajar del
autobús en el que viajaba prensado entre el sudor pegajoso de otros niños con
pantalón corto, sus gritos ensordecedores, y, puesto que ya en aquel tiempo era
enemigo del alboroto, las apreturas y el sudor ajeno, se sentía un poco mareado
por el tambaleo del largo viaje. Sin embargo, al ver el billetero de piel negra
a sus pies, la náusea se desvaneció y él se agachó emocionado y agarró —abrió—
y descubrió, con gran alegría, que estaba lleno de dinero —y no simples rupias,
sino dinero de verdad, negociable en mercados negros y Bancos internacionales—,
¡libras! Libras esterlinas, del mismo Londres, el fabuloso país de Vilayet, al
otro lado de las negras aguas, lejos. El niño, deslumbrado por el grueso fajo
de dinero extranjero, levantó la mirada para cerciorarse de que nadie le había
visto y, durante un momento, le pareció que un arco iris se había tendido desde
el cielo hasta él, un arco iris como el aliento de un ángel, como una oración
escuchada, que terminaba precisamente en el lugar en el que él se encontraba.
Le temblaban los dedos con que asía el fabuloso tesoro del billetero.
«Trae acá.»
Después, le parecía que su padre había estado espiándole durante toda su niñez,
y aunque Changez Chamchawala era un hombre corpulento, casi un gigante, para no
hablar de su riqueza y de su posición social, tenía la agilidad y también la
costumbre de deslizarse sigilosamente detrás de su hijo y estropear lo que
estuviera haciendo, como arrancar la sábana del pequeño Salahuddin por la
noche, para dejar al descubierto el vergonzoso pene agarrado por la mano
colorada. Y el dinero lo olía a ciento una millas, a pesar de que siempre le
envolvía el olor a productos químicos y fertilizantes, dado que era el gran
fabricante de polvos y fluidos para tratamientos
agrícolas y abono artificial. Changez Chamchawala, filántropo, mujeriego,
leyenda viva, guía e inspiración del movimiento nacionalista, salió de la
puerta de su casa dando un salto para arrancar un billetero abultado de la
frustrada mano de su hijo. «Tch, tch —hizo en tono de reproche, guardándose las
libras esterlinas en el bolsillo—, no recojas cosas de la calle. El suelo está
sucio y, de todos modos, el dinero está más sucio todavía.»
En un estante
del estudio de Changez Chamchawala, de paredes recubiertas de madera de teca,
al lado de una edición de Las mil y una noches en diez tomos, traducida
por Richard Burton, que poco a poco era devorada por el moho y la polilla, a
causa del profundo prejuicio contra los libros que impulsaba a Changez a poseer
miles de estos perniciosos objetos, a fin de humillarlos por el procedimiento
de dejar que se pudrieran sin que nadie los leyera, había una lámpara mágica,
un reluciente avatar de cobre y latón, del tipo contenedor de genios de
Aladino: era una lámpara que estaba pidiendo a gritos que la frotaran. Pero
Changez ni la frotaba ni permitía que la frotara nadie, por ejemplo, su hijo.
«Un día —aseguraba al niño— será tuya. Entonces podrás frotar y frotar cuanto
quieras, y ya verás las cosas que conseguirás. Pero ahora la lámpara es mía.»
La promesa de la lámpara mágica imbuía en el joven Salahuddin la idea de que un
día todas sus penas terminarían y sus más íntimos deseos serían satisfechos y
lo único que tenía que hacer era esperar con paciencia; pero entonces se
produjo el incidente del billetero, cuando la magia de un arco iris había
actuado para él, no para su padre, sino para él, y Changez Chamchawala había
robado la olla del oro. Después de aquello, el muchacho tenía la convicción de
que su padre destruiría todas sus ilusiones, a menos que él se marchara, y
desde aquel momento tuvo el afán de partir, de escapar, de poner océanos entre
el gran hombre y él.
A los trece
años, Salahuddin Chamchawala había comprendido ya que él estaba destinado a la
fría Vilayet, repleta de crujientes promesas de libras esterlinas que el
billetero mágico le había presagiado, y cada vez estaba más harto de aquel
Bombay de polvo, ordinariez, policías de pantalón corto, travestís, apasionados
del cine, mendigos que dormían en las aceras y de las prostitutas cantantes de
Grant Road que empezaban como devotas del culto yellamma en Karnataka y
acababan de danzarinas en los más prosaicos templos de la carne. Estaba harto
de fábricas textiles y trenes de cercanías y de toda la confusión y
abigarramiento del lugar, y suspiraba por
el
Vilayet de sus ensueños, todo elegancia y sobriedad que había llegado a
obsesionarle de noche y de día. Sus canciones infantiles favoritas eran las que
aludían a ciudades lejanas: kitchy-con, kitchy-ki, kitchy-con, stanti-ay,
kitchy-opla, kitchy-copla, kitchi Con-stanti-nopla. Y su juego favorito era una
versión del «un, dos, tres, pajarito inglés» en la que, cuando le tocaba parar,
al volverse hacia sus compañeros que se iban acercando, les recitaba
atropelladamente, como una mantra, como una fórmula mágica, las siete letras de
su ciudad soñada, eleoene deerreeese. En el fondo de su corazón, él se
aproximaba sigilosamente a Londres, letra a letra, como sus amigos se acercaban
a él. Eleoene deerreeese, Londres.
La mutación de
Salahuddin Chamchawala en Saladin Chamcha empezó, como se verá, en la vieja
Bombay, mucho antes de que él se acercara lo suficiente como para oír el rugido
de los leones de Trafalgar. Cuando el equipo de criquet de Inglaterra jugaba
contra la India en el Brabourne Stadium, él rezaba para que ganara Inglaterra,
porque quería que los creadores del juego ganaran a los advenedizos locales, a
fin de que se mantuviera el buen orden de las cosas. (Pero el partido siempre
terminaba en empate, porque el terreno del Brabourne Stadium era más blando que
un colchón de plumas; por lo que la gran cuestión, creador o imitador,
colonizador o colonizado, siempre quedaba en el aire.)
A los trece
años, él era lo bastante mayor para jugar en las rocas de Scandal Point sin
necesidad de que Kasturba, su ayah, lo vigilara. Y un día (tal vez sí,
tal vez no) salió de la casa, el vasto y desconchado edificio cubierto de
salitre, de estilo parsi, todo columnas y postigos y pequeños miradores,
atravesó el jardín que era el orgullo y la alegría de su padre y que, a una
cierta luz de la tarde, podía dar la impresión de ser infinito (y que también
era enigmático, un acertijo sin solución, porque nadie, ni su padre ni el
jardinero, sabía los nombres de la mayoría de las plantas y árboles), y
traspasó la grandiosa puerta, una extravagancia, reproducción del arco del
triunfo de Septimio Severo, y cruzó el batiburrillo de la calle y la muralla
del mar y por fin llegó a la gran extensión de relucientes rocas negras, con
sus pequeños charcos de camarones. Las niñas cristianas se reían con sus
vestiditos europeos; los hombres con paraguas enrollados contemplaban
silenciosos el horizonte azul. En una hondonada de roca negra, Salahuddin vio a
un hombre vestido con un dhoti, inclinado sobre un charco. Sus miradas
se encontraron y el hombre le llamó moviendo un dedo que después se llevó a los
labios. Sssh, y el misterio de los charcos en las rocas atrajo al niño hacia el desconocido. Era una criatura de mucho
hueso. Con unas gafas con montura de algo que podía ser marfil. Su dedo se doblaba,
se doblaba como un anzuelo. Cuando Salahuddin se acercó, el hombre le agarró,
le tapó la boca con una mano y llevó la mano joven entre sus viejas y
descarnadas piernas, a tocar el hueso de carne. El dhoti, abierto a los
vientos. Salahuddin nunca había sabido pelear e hizo lo que se le obligaba a
hacer, y luego el hombre, sencillamente, dio media vuelta y lo soltó.
Después de
aquello, Salahuddin dejó de ir a las rocas de Scandal Point; no contó a nadie
lo ocurrido, previendo las crisis de neurastenia que provocaría en su madre y
temiendo que su padre dijera que fue culpa suya. Le parecía que todo lo malo,
todo lo que él abominaba de su ciudad natal, se había concentrado en el huesudo
abrazo del desconocido, y ahora que había escapado de aquel malvado esqueleto,
también tenía que escapar de Bombay o morir. Empezó a concentrarse afanosamente
en la idea, fijando su voluntad en ella en todo momento, comiendo cagando
durmiendo, para convencerse a sí mismo de que él podía hacer que ocurriera el
milagro, incluso sin la ayuda de la lámpara de su padre. Soñaba con salir
volando por la ventana de su habitación para descubrir que allí, debajo de él,
estaba no Bombay sino el Mismo Londres, Bigben Colurnnanelson Lordstavern
Jodidatorre Reina. Pero mientras planeaba sobre la gran metrópoli, sentía que
empezaba a perder altura, y por mucho que se esforzaba pateando y braceando en
el aire, seguía bajando a tierra, más y más de prisa, hasta que se zambullía
gritando en la ciudad, San-pablo, Puddinglane, Threadneedlestreet, cayendo
sobre Londres como una bomba.
* * *
Cuando ocurrió
lo imposible y su padre, inopinadamente, le ofreció una educación en
Inglaterra, para librarse de mí, pensaba él, porque, si no, bien
claro está, pero a caballo regalado, etcétera, su madre, Nasreen
Chamchawala, no quiso llorar y, en vez de lágrimas, le ofreció buenos consejos.
«No andes sucio como esos ingleses —le exhortó—. Ellos se limpian el popó sólo
con papel. Además, se bañan todos en la misma agua.» Estas viles calumnias demostraron
a Salahuddin que su madre hacía cuanto recondenadamente podía para que no se
fuera, y, a pesar del mutuo amor, él respondió: «Es inconcebible lo que dices,
Ammi. Inglaterra es una gran civilización; lo que dices son bobadas.»
Ella le miró con
su sonrisita leve y nerviosa y no discutió. Y, después, le despidió con los
ojos secos debajo del arco de triunfo de la puerta, rehusando ir a despedirle
al aeropuerto de Santacruz. Su único hijo. Le colgó collares y más collares de
flores hasta que él se mareó de los empalagosos perfumes del amor materno.
Nasreen
Chamchawala era una mujer leve y frágil, con unos huesos como tinkas, como
astillitas de madera. Para compensar su insignificancia física, desde muy joven
se acostumbró a vestir con cierta llamativa exageración. Los dibujos de sus
saris eran deslumbrantes, incluso chillones: seda limón con enormes diamantes
de brocado, remolinos Op Art en blanco y negro que producían vértigo,
gigantescos besos de lápiz labial sobre fondo blanco brillante. La gente le perdonaba
su gusto horripilante por la inocencia con que ella llevaba aquellas cegadoras
prendas; porque la voz que brotaba de aquella cacofonía textil era fina,
vacilante y modosa. Y por sus soirées.
Todos los
viernes de su vida de casada, Nasreen había llenado los salones de la mansión
Chamchawala, unas cámaras habitualmente lúgubres como grandes criptas
sepulcrales, de luces brillantes y amigos superficiales. Cuando Salahuddin era
pequeño, se empeñaba en hacer de portero y saludaba a los enjoyados y engominados
invitados con toda seriedad, permitiéndoles darle palmaditas en la cabeza y
llamarle monín y ricura. Los viernes la casa se llenaba de ruido; había
músicos, cantantes, danzarinas, los últimos éxitos de Occidente emitidos por
Radio Ceilán, vocinglero teatro de marionetas en el que unos rajahs de
barro pintado que cabalgaban en corceles de mentirijillas decapitaban a los
títeres enemigos con estentóreas imprecaciones y espadas de madera. Durante el
resto de la semana, empero, Nasreen se movía por la casa tímidamente, una
paloma sigilosa, como temerosa de turbar el sombrío silencio; y su hijo, que la
seguía por todas partes, aprendió de ella a pisar con suavidad, para no
despertar al duende o afreet que pudiera estar dormido en algún rincón,
esperando.
Pero todas las
precauciones de Nasreen Chamchawala no consiguieron salvarle la vida. El horror
cayó sobre ella y la asesinó cuando más segura se creía, envuelta en un sari
estampado de fotos y titulares de periódico barato, bañada por la luz de las
grandes lámparas y rodeada de amigos.
* * *
Habían
transcurrido cinco años y medio desde que el joven Salahuddin, cargado de
collares y consejos, embarcara en un Douglas DC-8
rumbo al Oeste. Delante de él, Inglaterra; a su lado, su padre, Changez
Chamchawala; debajo, el hogar y la belleza. Al igual que a Nasreen, al futuro
Saladin nunca le resultó fácil llorar.
En aquel primer
avión, Salahuddin leyó cuentos de ciencia-ficción, de emigraciones
interplanetarias: La fundación de Asimov y Crónicas de Marte de
Ray Bradbury. Él imaginaba que el DC-8 era la nave nodriza que llevaba a los
Elegidos, los Elegidos de Dios y del hombre, a través de distancias
inconcebibles, viajando durante generaciones, reproduciéndose eugénicamente
para que su semilla pudiera un día germinar en un mundo feliz bajo un sol
amarillo. Se rectificó: no era la nave nodriza sino la nave padre, porque, al
fin y al cabo, allí viajaba él, el gran hombre, Abbu, Papá. Salahuddin, a sus
trece años, olvidando recientes dudas y agravios, volvía a sentir infantil
adoración por su padre, porque, sí, él le había adorado, era un gran padre
hasta que empezabas a pensar por tu cuenta y hasta que discutir con él era
considerado una traición a su amor, pero ahora eso no importa, yo le acuso
de convertirse en mi ser supremo, de manera que lo que ocurriera fuera como una
pérdida de la fe... Sí, la nave padre, un avión, no era una bomba voladora
sino un falo metálico, y los pasajeros eran espermatozoides esperando ser
descargados.
Cinco horas y
media de zonas horarias; da la vuelta al reloj en Bombay y verás qué hora es en
Londres. A mi padre, pensaría Chamcha años después en los momentos de
mayor amargura, a mi padre acuso yo de haber dado la vuelta al Tiempo.
¿Cuánto volaron?
Nueve mil kilómetros a vuelo de pájaro. O, de lo indio a lo inglés, una
distancia inconmensurable. O no muy lejos, porque despegaron de una gran ciudad
y aterrizaron en otra gran ciudad. La distancia entre ciudades siempre es
pequeña; un aldeano que recorre cien kilómetros para ir a la ciudad cruza un
espacio más vacío, más oscuro y más sobrecogedor.
He aquí lo que
hizo Changez Chamchawala cuando despegó el avión: procurando que su hijo no le
viera, cruzó dos pares de dedos de cada mano e hizo girar los pulgares.
Y cuando
estuvieron instalados en un hotel a pocos metros del antiguo emplazamiento del
árbol de Tyburn, Changez dijo a su hijo: «Toma. Esto te pertenece. —Y le tendía
un billetero negro cuya identidad era inconfundible—. Ahora eres un hombre.
Tómalo.»
La devolución
del billetero confiscado, con su dinero intacto, resultó ser uno de los
pequeños trucos de Changez Chamchawala. Trucos que habían engañado a Salahuddin
durante toda su vida. Cuando su padre quería castigarle, le hacía un regalo,
una tableta de chocolate de importación o una tarrina de queso blando. Y,
cuando él iba a cogerlo, el padre lo agarraba. «Borrico —decía Changez al niño
en tono burlón—. Siempre, siempre, la zanahoria te trae hasta mi bastón.»
En Londres,
Salahuddin tomó el billetero que se le ofrecía, aceptando el regalo de la
mayoría de edad; pero entonces su padre dijo: «Ahora que eres un hombre, debes
mantener a tu anciano padre mientras estemos en la ciudad de Londres. Tú
pagarás todas las cuentas.»
Enero, 1961. Un
año al que puedes darle la vuelta y que, a diferencia del reloj, te señala lo
mismo. Era invierno; pero cuando Salahuddin Chamchawala empezó a tiritar en su
habitación del hotel, era porque estaba asustado; de pronto, su olla de oro se
había convertido en la maldición de un brujo.
Aquellas dos
semanas que pasó en Londres antes de ir al internado se convirtieron en una
pesadilla de cajas registradoras y cálculos, porque Changez hablaba
completamente en serio y no llevó la mano a su propio bolsillo ni una sola vez.
Salahuddin tuvo que comprarse la ropa, entre otras cosas, un impermeable de
sarga azul cruzado y siete camisas a rayas azules y blancas con cuellos
postizos semiduros que Changez le hacía llevar a diario, para que se
acostumbrara a los pasadores, y a Salahuddin le parecía que un cuchillo de punta
roma se le clavaba debajo de la incipiente nuez; y tenía que asegurarse de que
le quedaba dinero suficiente para el hotel y todo lo demás, y no se atrevía a
preguntar a su padre ni si podían ir al cine, ni siquiera una sola vez, ni
siquiera para ver The Pure Hell of St. Trinians, ni a comer al
restaurante, ni siquiera a un chino, y en años venideros no recordaría de sus
primeras dos semanas en su adorado Eleoene Deerreeese nada más que
libras, chelines y peniques, como el discípulo del rey filósofo Chanakya que
preguntó al gran hombre que significaba estar y no estar en el mundo, y el rey
le ordenó que llevara un cántaro lleno de agua hasta el borde por entre una
muchedumbre en día de fiesta, sin derramar ni una gota, so pena de muerte, de
manera que cuando regresó, el nombre no podía describir los festejos porque fue
como un ciego que no veía nada más que el cántaro que llevaba en la cabeza.
Changez
Chamchawala estuvo muy tranquilo aquellos días, y parecía que no se acordaba de
comer, ni de beber, ni de hacer nada; se
sentía feliz sentado en la habitación del hotel, mirando la televisión, sobre
todo los Picapiedra, porque, decía a su hijo, Wilma le recordaba a Nasreen.
Salahuddin trataba de demostrar que era hombre ayunando con su padre,
esforzándose por resistir más que él, pero no lo conseguía, y cuando los
calambres se hacían muy fuertes, iba a una taberna barata cercana al hotel,
donde vendían pollos asados que daban vueltas en el escaparate goteando grasa.
Cuando entraba en el vestíbulo del hotel con el pollo, lo escondía dentro de su
impermeable cruzado, para que el personal no lo viera, y se metía en el
ascensor envuelto en olor a asado, con pecho abultado de pollo y cara colorada.
Con el pollo en la pechera, bajo la mirada de las señoras y los ascensoristas,
Salahuddin sentía nacer aquella rabia implacable que ardería en su interior
durante más de un cuarto de siglo; que consumiría su infantil amor por su padre
y haría de él un ateo, un hombre que, en adelante, haría todo lo posible por
vivir sin dios alguno; y que tal vez alimentara su decisión de ser lo que su
padre no era ni podría ser, es decir, un inglés de verdad. Sí, un inglés,
incluso aunque tuviera razón su madre, aunque no hubiera más que papel en los
aseos y un agua tibia y usada, llena de tierra y jabón, en la que meterse
después de hacer ejercicio, aunque ello supusiera pasar la vida entre
invernales árboles desnudos cuyos dedos asían con desesperación las pocas horas
de luz pálida, tamizada y acuosa. En las noches de invierno, él, que nunca
había dormido más que con una sábana, se acostaba debajo de montañas de lana y
se sentía como un personaje de un mito antiguo, condenado por los dioses a
soportar el peso de un pedrusco en el pecho; pero no importaba, él sería inglés
aunque sus compañeros de clase se rieran de su acento y lo excluyeran de sus
pequeños secretos, porque estas exclusiones no hacían sino robustecer su
decisión, y entonces fue cuando Salahuddin empezó a hacer teatro, a ponerse
máscaras que aquellos individuos pudieran reconocer, máscaras de rostropálido,
máscaras de payaso, hasta que los engañó y convenció de que él era una persona normal,
gente como nosotros. Él los engañó de la forma en que un ser humano
sensible puede convencer a los gorilas para que lo acepten en su familia, para
que lo acaricien y lo mimen y le metan plátanos en la boca.
(Después de
pagar la última factura y cuando el billetero que había encontrado al final del
arco iris estaba vacío, su padre le dijo: «Ya ves. Pagas tu propio gasto. He
hecho de ti un hombre.» Pero ¿qué hombre? Eso es algo que los padres nunca
saben. No lo saben de antemano; no lo saben hasta que ya es tarde.)
Un día, al poco
tiempo de estar en el colegio, a la hora del desayuno, encontró un arenque
ahumado en el plato. Lo miraba sin saber por dónde empezar. Luego, lo cortó y
se metió en la boca un bocado de espinas. Cuando las hubo sacado todas, otro
bocado, con más espinas. Sus condiscípulos le miraban en silencio; ninguno le
dijo: Mira, esto se come asi. Salahuddin tardó noventa minutos en comerse el
pescado y no le permitieron levantarse de la mesa hasta que hubo terminado.
Para entonces, estaba temblando y, si hubiera sabido, habría llorado. Luego se
le ocurrió que le habían enseñado una lección importante. Inglaterra era un
pescado ahumado de sabor peculiar, lleno de púas y espinas, y nadie le diría
nunca cómo se comía. Descubrió también que él era una persona rencorosa. «Ya
les enseñaré yo —juró—. Ya verán.» El arenque ahumado fue su primera victoria,
el primer paso de su conquista de Inglaterra.
Dicen que
Guillermo el Conquistador empezó comiéndose un bocado de arena inglesa.
* * *
Cinco años
después, terminados los estudios secundarios, mientras esperaba que empezara el
curso en la universidad inglesa, Salahuddin hizo una visita a su casa cuando su
transmutación en vilayeti ya estaba muy adelantada. «Mira qué bien sabe
quejarse —se burlaba Nasreen delante de su padre—. Todo lo critica como un
sabio: los ventiladores están flojos, se desprenderán del techo y nos cortarán
la cabeza mientras dormimos, dice. Y la comida es demasiado grasa, por qué
tenemos que freírlo todo, dice. Los miradores del último piso son inseguros y
la pintura se ha saltado, por qué no somos más cuidadosos de nuestro entorno, y
el jardín está hecho una selva, somos gente selvática, eso piensa, y fíjate lo
bastas que son nuestras películas, ahora no le gusta nuestro cine, y cuánta
enfermedad, no puedes ni beber el agua del grifo, Dios mío, sí que está
instruido, esposo, nuestro pequeño Sallu que ha venido de Inglaterra, y qué
dicción más distinguida.»
Paseaban por el
jardín al atardecer, mirando cómo el sol se sumergía en el mar, vagando a la
sombra de los grandes árboles de copa ancha, unos retorcidos y otros barbudos,
que Salahuddin (que ahora se llamaba Saladin como en la escuela inglesa, pero
conservaría el Chamchawala hasta que un agente teatral le abreviaría el
apellido por razones artísticas) ya empezaba a conocer por sus nombres,
jackfruit, baniano, jacaranda, llama del bosque, plátano. Al pie del árbol de
su propia vida, el nogal que Changez plantó con sus propias manos el día en que
nació su hijo, crecían pequeñas matas de chhooi-mooi o no-me-toques.
Padre e hijo, junto al árbol del nacimiento, se sentían violentos, incapaces de
responder con naturalidad a la leve burla de Nasreen. Saladin tenía una
sensación de nostalgia porque le parecía que el jardín era mucho más hermoso
antes de que él conociera los nombres de los árboles, que había perdido algo
que nunca podría recuperar. Y Changez Chamchawala descubrió que ya no podía
mirar a los ojos a su hijo porque el rencor que veía en ellos le helaba el
corazón. Cuando habló, volviendo bruscamente! la espalda al nogal de dieciocho
años en el que durante aquella larga ausencia él imaginaba que residía el alma de
su hijo, las palabras salieron torpemente y le hicieron parecer la figura
rígida y fría en la que deseaba no convertirse y en la que temía que
inevitablemente se convertiría.
«Di a tu hijo
—dijo Changez a Nasreen con voz áspera— que si se ha ido al extranjero para
aprender a despreciar a los suyos, los suyos no tendrán para él más que desdén.
¿Qué se ha creído? ¿Que es un joven lord, un gran panjandrum? ¿Es que mi
destino ha de ser perder a un hijo y encontrar a un petimetre?»
«Todo lo que yo
soy, querido padre —dijo Saladin al anciano—, a ti te lo debo.»
Fue su última
charla familiar. Durante todo el verano, los ánimos estuvieron muy excitados,
pese a los intentos de mediación de Nasreen, tienes que pedir perdón a tu
padre, vida mía, el pobre sufre como un condenado pero su orgullo no le permite
darte un abrazo. Incluso Kasturba, el ayah y Vallabh, su marido, el
criado, trataron de mediar, pero ni padre ni hijo cedían. «La misma madera
—dijo Kasturba a Nasreen—. Y esto es lo malo. Padre e hijo son iguales.»
Aquel setiembre,
cuando estalló la guerra contra Pakistán, Nasreen, con espíritu de desafío,
decidió que ella no suspendería sus fiestas de los viernes «para demostrar que
hindúes y musulmanes pueden amar además de odiar», explicó. Changez vio una
cierta luz en sus ojos y no discutió, pero ordenó a los criados que pusieran
cortinas de oscurecimiento en las ventanas. Aquella noche, por última vez,
Saladin Chamchawala desempeñó su antigua función de portero, ataviado con
smoking inglés, y cuando llegaron los invitados, los mismos invitados de
siempre, con el polvo gris de los años, pero por lo demás los mismos, le
obsequiaron con las mismas palmadas, los mismos besos y las nostálgicas
bendiciones de su juventud. «Mira qué alto —decían—. Qué guapo, parece mentira.»
Todos trataban de disimular el miedo a la guerra, peligro de ataques aéreos,
decía la radio, y al acariciar el pelo de Saladin sus manos estaban o un
poco temblonas o en exceso bruscas.
A última hora de
la tarde, sonaron las sirenas y los invitados buscaron refugio, escondiéndose
debajo de las camas, en los armarios, en cualquier sitio. Nasreen Chamchawala
se encontró sola al lado de la mesa llena de comida y trató de tranquilizar a
los invitados quedándose allí con su sari estampado de periódico, comiendo
pescado como si nada. Por consiguiente, cuando empezó a ahogarse con la espina
de su muerte, no tenía a su lado quien la ayudara: todos estaban escondidos por
los rincones, con los ojos cerrados; el mismo Saladin, conquistador de arenques
ahumados, Saladin, que había vuelto de Inglaterra con su flema, había perdido
la serenidad. Nasreen Chamchawala cayó, se retorció, abrió la boca tratando de
aspirar y murió, y cuando sonó el fin de la alarma y reaparecieron tímidamente
los invitados, encontraron a su anfitriona extinta en medio del comedor,
arrebatada por el ángel exterminador, khali-pili khalaas, como dicen en
Bombay, muerta sin motivo, desaparecida para siempre.
* * *
Menos de un año
después de la muerte de Nasreen Chamchawala, que no fue capaz de dominar las
espinas como su hijo educado en el extranjero, Changez volvió a casarse sin
avisar a nadie. Saladin, en su universidad inglesa, recibió una carta de su
padre en la que éste, con la fraseología irritantemente ampulosa y trasnochada
que Changez usaba en su correspondencia, le ordenaba que se alegrara.
«Regocíjate —decía la carta— porque lo que se había perdido ha renacido.» La
explicación de esta frase un tanto enigmática venía un poco más abajo, y cuando
Saladin se enteró de que su madrastra también se llamaba Nasreen algo saltó en
su cabeza y escribió a su padre una carta llena de crueldad y de furor, cuya
violencia era del tipo que sólo se da entre padres e hijos y que difiere de la
que existe entre hijas y madres en que encierra la posibilidad de una verdadera
pelea a puñetazos rompiendo caras. Changez contestó a vuelta de correo; una
carta breve, cuatro líneas de insulto arcaico, granuja sinvergüenza vagabundo
canalla infame hijoputa bribón. «Ruego consideres vínculos familiares irreparablemente
rotos —concluía—. Consecuencias, tu responsabilidad.»
Después de un
año de silencio, Saladin recibió otra misiva, un perdón que era mucho más
difícil de digerir que el anterior rayo anatematizador. «Cuando tú seas padre,
oh hijo mío —confiaba Changez Chamchawala—, también conocerás esos momentos
—¡ah!, ¡qué dulces!— en los que amorosamente haces saltar al precioso bebé
sobre tus rodillas; y entonces, sin aviso ni provocación, la criaturita —¿puedo
serte franco?— se te mea encima. Tal vez durante un momento sientes que
te ahoga la ira y una descarga de furor te hace hervir la sangre, pero remite
con la misma rapidez con que te acometió. Porque ¿acaso como adultos no
comprendemos que el pequeño no tiene culpa alguna? Él no sabe lo que hace.»
Vivamente
ofendido por ser comparado con un crío meón, Saladin mantuvo lo que él
consideraba un silencio digno. Cuando iba a licenciarse, había adquirido
pasaporte británico, habiendo llegado al país antes de que las leyes se
hicieran más severas, por lo que pudo informar a Changez en una lacónica nota
que tenía intención de quedarse en Londres y buscar trabajo de actor. La
respuesta de Changez Chamchawala llegó por correo urgente. «Lo mismo podrías
ser un condenado gigoló. Creo que un demonio ha penetrado en ti y te ha
trastornado. Tú, a quien tanto se ha dado, ¿no crees que debes algo a los
demás? ¿A tu país? ¿A la memoria de tu querida madre? ¿A tu propio espíritu?
¿Vas a pasarte la vida contoneándote y pavoneándote ante las luces, besando a
mujeres rubias ante la mirada de desconocidos que han pagado para presenciar tu
vergüenza? Tú no eres hijo mío, tú eres una aberración, un hoosh, un
demonio del infierno. ¡Actor! Contesta a esto: ¿Qué les digo a mis amigos?»
Y, debajo de la
firma, la posdata, patética y petulante. «Ahora que tienes tu propio djinni malo,
no esperes heredar la lámpara mágica.»
* * *
Después de
aquello, Changez Chamchawala escribía a su hijo a intervalos irregulares, y en
cada una de sus cartas volvía sobre el tema de los demonios y la posesión: «El
hombre que no es fiel a sí mismo se convierte en una mentira con dos patas, y
estas bestias son la mejor obra de Shaitan», escribía, y también, en vena más
sentimental: «Yo tengo tu alma bien guardada, hijo, aquí, en el nogal. El
demonio sólo tiene tu cuerpo. Cuando estés libre de él, vuelve a reclamar tu
espíritu inmortal. Ahora florece en el jardín.»
La letra de
aquellas cartas cambió a lo largo de los años, perdiendo la florida confianza que la hiciera instantáneamente
identificable y haciéndose más estrecha, más sobria, más pura. Al fin las
cartas dejaron de llegar y Saladin supo por otros conductos que la preocupación
de su padre por lo sobrenatural había ido profundizándose hasta hacer de él un
recluso, quizá con el propósito de escapar de este mundo, en el que los
demonios podían robarle a uno el cuerpo de su propio hijo, mundo inseguro para
un hombre auténticamente religioso.
La
transformación de su padre desconcertó a Saladin, aun a tan gran distancia. Sus
padres eran musulmanes, a la manera superficial y perezosa de los bombayitas;
Changez Chamchawala, a los ojos de su pequeño hijo, era más divino que
cualquier Alá. Que este padre, que esta divinidad profana (aunque desacreditada
ahora), a su vejez, se hubiera puesto de rodillas e inclinado hacia La Meca,
era algo que el ateo de su hijo encontraba difícil de aceptar.
«La culpa la
tiene esa bruja —se dijo, adoptando para sus fines retóricos el mismo lenguaje
de conjuros y duendes que su padre utilizaba—, esa Nasreen Número Dos. ¿Soy yo
el que está endemoniado, yo el poseso? No es mi letra la que ha cambiado.» Las
cartas dejaron de llegar. Pasaron los años; y un día Saladin Chamcha, actor,
hombre que todo lo debía a su propio esfuerzo, volvió a Bombay con la compañía
de los Prospero Players, para interpretar el papel de médico indio en La
millonaria de George Bernard Shaw. En escena, él adoptaba la voz y el
acento que el papel requerían, pero aquellos giros tanto tiempo reprimidos,
aquellas vocales y consonantes descartadas, empezaron a escapársele de la boca
fuera del teatro. Su voz empezaba a traicionarle; y luego descubrió que otras
partes de su cuerpo también eran capaces de la traición.
* * *
El hombre que
decide cambiarse a sí mismo asume el papel del Creador, según una cierta manera
de ver las cosas; es antinatural, es blasfemo, abominación de abominaciones.
Desde otro ángulo, también podías ver patetismo en él, heroísmo en su lucha, en
su voluntad de arriesgarse: no todos los mutantes sobreviven. O, considerándole
desde el punto de vista sociopolítico: la mayoría de los emigrantes aprenden y
pueden convertirse en disfraces. Nuestras propias falsas descripciones para
contrarrestar las falsedades inventadas sobre nosotros esconden, por razones de
seguridad, nuestra personalidad secreta.
El hombre que se
inventa a sí mismo necesita a alguien que crea en él para demostrar que ha
conseguido lo que se proponía. Otra vez haciendo de Dios, dirán ustedes. O
también pueden bajar unos cuantos escalones y pensar en el Hada Campanilla; las
hadas no existen si los niños no dan palmadas. O podrían decir, simplemente: es
sólo ser un hombre. No es únicamente la necesidad de que otros crean en uno,
sino la de creer en otro. Ahí lo tienen: el amor.
Saladin Chamcha
conoció a Pamela Lovelace cinco días y medio antes del fin de los años sesenta,
cuando las mujeres todavía llevaban pañuelos en la cabeza. Estaba en el centro
de una sala llena de actrices trotskistas y le miraba con unos ojos tan
brillantes, tan brillantes... Él la monopolizó toda la noche y ella nunca dejó
de sonreír y se fue con otro. Él volvió a casa y se puso a soñar con los ojos,
la sonrisa, la esbeltez y la piel de Pamela. La persiguió durante dos años.
Inglaterra es reacia a entregar sus tesoros. Él estaba asombrado de su propia perseverancia
y comprendió que ella se había convertido en artífice de su destino, que si
ella no cedía, sus intentos de metamorfosis, fracasarían. «Permíteme —suplicaba
él luchando cortésmente en la moqueta blanca que le dejaba cubierto de delatora
pelusa en la parada del autobús de medianoche—. Créeme. Yo soy el hombre de tu
vida.»
Una noche, sin
más ni más, ella consintió, dijo que le creía. Él se casó con ella sin
darle tiempo de arrepentirse, pero nunca llegó a aprender a leerle el
pensamiento. Cuando se sentía desgraciada, se encerraba en el dormitorio hasta
que se le pasaba. «No tiene nada que ver contigo —le decía—. No quiero que
nadie me vea cuando estoy así.» Él la llamaba almeja. «Abre», él golpeó todas
las puertas cerradas de su vida en común, primero un sótano, después una casita
y, por fin, una mansión. «Yo te quiero. Déjame entrar.» Él la necesitaba tan
desesperadamente para cerciorarse de su propia existencia que no llegó a
advertir la desesperación de su sonrisa deslumbrante y permanente, el terror
que había en la vivacidad con que ella encaraba el mundo ni las razones por las
que ella se escondía cuando no conseguía encender el brillo. Hasta que ya era
tarde no le contó que sus padres se habían suicidado juntos cuando ella
empezaba a menstruar, que estaban agobiados por las deudas de juego y la habían
dejado con un acento aristocrático que la señalaba como una chica de oro, una
mujer digna de envidia, cuando en realidad era una criatura abandonada,
perdida, que no tuvo ni unos padres que quisieran esperar a verla crecer, eso
era lo que la querían, por 1o que ella no tenía ni la menor confianza y todos
los momentos que pasaba en el mundo eran momentos de pánico, así que sonreía y
sonreía y quizás una vez a la semana se encerraba para temblar y sentirse como
una concha vacía, como una cáscara de cacahuete hueca, como un mono sin
cacahuete.
No llegaron a
tener hijos; ella se echaba la culpa. Al cabo de diez años, Saladin descubrió
que sus propios cromosomas tenían algo raro, dos palitos más o menos, no lo
recordaba. Herencia genética; por lo visto, si se descuida no nace, o nace
monstruo. ¿Era por su madre o por su padre? Los médicos no lo sabían; es fácil
adivinar a quién lo atribuía él; al fin y al cabo, no hay que pensar mal de los
muertos.
Últimamente,
tenían problemas.
Él lo reconoció
después, pero no mientras tanto. Después se dijo: estábamos en las últimas,
quizá por falta de niños, quizá porque fuimos distanciándonos, quizá por esto,
quizá por lo otro.
Mientras tanto,
él no se daba por enterado de toda la tensión, de los roces, de las peleas que
no llegaban a empezar; él cerraba los ojos y esperaba hasta que ella volvía a
sonreír. Él se permitía a sí mismo creer en aquella sonrisa, aquella brillante
falsificación de alegría.
Él trataba de
inventar un futuro feliz para los dos, de convertirlo en realidad inventándolo
y luego creyendo en él. Cuando volaba hacia la India, pensaba en lo afortunado
que era de tenerla; sí, tengo suerte, mucha suerte, sin discusión, soy el tío
más afortunado del mundo. Y qué maravilla tener ante sí aquella larga y
sombreada avenida de los años, la perspectiva de envejecer en presencia de
tanta ternura.
Él se había
empeñado con tanto ahínco, se había convencido casi tan completamente de que
estas tristes ficciones eran verdad, que cuando se acostó con Zeeny Vakil,
apenas cuarenta y ocho horas después de llegar a Bombay, lo primero que hizo,
antes de que llegaran a copular, fue desmayarse, quedarse tieso, porque los
mensajes que le llegaban al cerebro eran tan contradictorios como si su ojo
derecho viera girar al mundo hacia la izquierda y su ojo izquierdo, hacia la
derecha.
* * *
Zeeny era la
primera mujer india con la que se acostaba. Ella se precipitó en su camerino la
noche del estreno de La millonaria, con sus ademanes teatrales y su voz
fosca, como si no hiciera años. Años. «Yaar, qué desilusión, de
verdad; aguante toda la obra sólo para oírte cantar "Goodness Gracious Me" como Peter Sellers o qué sé yo, pensé, a
ver si el chico ha aprendido a entonar. ¿Te acuerdas cuando hacías las
imitaciones de Elvis con la raqueta de squash? Mi vida, qué risa, qué
desastre. Pero ¿qué es esto? En esta obra no hay canción. Puñeta. Oye, ¿puedes
escaparte de todos esos caraspálidas y venir con nosotros, los wogs? Puede
que se te haya olvidado lo que es nuestra compañía.»
Él la recordaba
adolescente y flaca con peinado asimétrico a lo Quant y sonrisa también
asimétrica, pero en sentido inverso. Una chica descarada, mala. Una vez, para
divertirse, entró en un antro de mala fama de Falkland Road y se quedó allí
sentada fumando y bebiendo Coca-Cola hasta que los chulos que controlaban el
local la amenazaron con rajarle la cara, porque allí no se permitía ir por
libre. Ella sostuvo sus miradas, terminó el cigarrillo y salió. Zeenat no
conocía el miedo. Quizás estaba loca. Ahora, a los treinta y tantos años, era
médico, pasaba visita en el Breach Candy Hospital, trabajaba con los
desamparados de la ciudad y había ido a Bhopal en cuanto saltó la noticia de la
invisible nube americana que se comía los ojos y los pulmones de la gente.
También era crítico de arte y había escrito un libro sobre el mito limitador de
la autenticidad, esa camisa de fuerza folklorística que ella trataba de
sustituir por la ética de un eclecticismo refrendado por la historia, porque
¿acaso no se basaba toda la cultura nacional en el principio de apropiarse los
trajes que mejor parecían sentar, ario, mogol, británico, eligiendo lo mejor y
dejando el resto? El libro había armado gran revuelo, como era de esperar, especialmente
a causa del título. Lo titulaba El único indio bueno. «O sea, el muerto
—dijo a Chamcha cuando le dio un ejemplar—. ¿Por qué tiene que existir una
forma buena y correcta de ser wog? Esto es fundamentalismo hindú. En
realidad, todos somos indios malos. Unos peores que otros.»
Ella estaba en
la plenitud de su belleza, el pelo largo y suelto y nada flaca. Cinco horas
después de que ella entrara en el camerino, estaban en la cama y él se
desmayaba. Cuando despertó, Zeenat le explicó: «Te he contado un cuento.» Él
nunca llegó a averiguar si le había dicho la verdad.
Zeenat Vakil
hizo de Saladin su proyecto particular. «Vamos a conseguir tu recuperación
—explicó—. Mister, vamos a conseguir que vuelvas.» A veces, él pensaba
que ella quería conseguir su propósito por el procedimiento de comérselo vivo.
Hacía el amor como un caníbal y Saladin era su explorador. Él le preguntó:
«¿Conoces la relación, perfectamente establecida, entre el vegetarianismo y el
impulso antropófago?» Zeeny, que estaba almorzándose su muslo, movió
negativamente la cabeza. «En ciertos casos extremos —prosiguió él—, un exceso
de consumo de verduras puede liberar en el sistema unos agentes bioquímicos que
provocan fantasías caníbales.» Ella le miró con su sonrisa torcida. Zeeny, la hermosa
vampiresa. «Vamos, vamos —dijo—. Nosotros somos una nación de vegetarianos y la
nuestra es una cultura pacífica y mística, como todo el mundo sabe.»
Él, por el
contrario, debía proceder con cuidado. La primera vez que le tocó los pechos,
ella derramó unas asombrosas lágrimas calientes, que tenían el color y la
consistencia de la leche de búfala. Ella había visto morir a su madre como un
ave trinchada para la cena, primero el pecho izquierdo y luego el derecho, y, a
pesar de todo, el cáncer se había extendido. Su miedo a repetir la muerte de su
madre hacía de su busto zona prohibida. Era el terror secreto de la intrépida
Zeeny. Ella no había tenido hijos, pero sus ojos lloraban leche.
Después de su
primera cópula, ella empezó a trabajarle, olvidando sus lágrimas. «¿Sabes lo
que tú eres? Yo te lo diré. Un desertor, eso eres, más inglés que nada,
envuelto en tu distinguido acento como en una bandera, pero no creas que es
perfecto, que a veces se te escurre, baba, como un bigote postizo.»
«Me ocurre una
cosa extraña —quería decir él—, una cosa extraña en la voz», pero no sabía cómo
explicarlo y optó por callar.
«La gente como
tú —resopló ella besándole un hombro— volvéis al cabo del tiempo creyéndoos
sabediosqué. Pues mira, hijo, nosotros no tenemos tan buena opinión de
vosotros.» Su sonrisa era más brillante que la de Pamela. «Ya veo que no has
perdido tu sonrisa Binaca, Zeeny», dijo él.
Binaca. ¿De dónde salía
ahora ese viejo y olvidado anuncio de dentífrico? Y las vocales no parecían muy
seguras. Cuidado, Chamcha, cuidado con tu sombra. Ese individuo negro que se
arrastra detrás de ti.
A la segunda
noche, ella se presentó en el teatro con dos amigos, un joven marxista director
de cine llamado George Miranda, una ballena de hombre, con las mangas de la kurta
subidas, un chaleco amplio y abierto, con manchas antiguas y un bigote de
sorprendente aire militar, con las puntas engomadas; y Bhupen Gandhi, poeta y
periodista, prematuramente encanecido, pero cuyo rostro tenía una inocencia
infantil hasta que él soltaba su risa picara y atiplada. «Vamos, Salad baba —dijo
Zeeny—. Te enseñaremos la ciudad. —Miró a sus acompañantes — . Estos asiáticos
del extranjero no tienen vergüenza —declaró—. Saladin suena a recondenada
ensalada. No te digo...»
«Hace unos días
vi a una periodista de televisión —dijo Miranda — . Tenía el pelo color de
rosa. Dijo que se llamaba Kerleeda. Yo no la entendí.»
«Es que George
es muy inocente —interrumpió Zeeny—. Él no sabe lo raros que os volvéis. Esa
Miss Singh, qué escándalo. Yo le dije, el nombre es Khalida, guapa, rima con Dalda,
que es un utensilio de cocina. Pero no hubo manera de que lo pronunciara. Y
era su propio nombre. Porque vosotros, chicos, no tenéis cultura. No sois más
que unos wogs. ¿No tengo razón?», agregó abriendo mucho los ojos con
gesto de regocijo, temerosa de haber ido demasiado lejos. «Déjale en paz,
Zeenat», dijo Bhupen Gandhi con su voz dulce. Y George, violento, murmuró: «No
te ofendas, es una broma.»
Chamcha decidió
sonreír y contraatacar: «Zeeny —dijo—, la tierra está llena de indios, tú lo
sabes, llegamos a todas partes, somos hojalateros en Australia y nuestras
cabezas van a parar al frigorífico de Idi Amin. Quizá Colón tenía razón; el
mundo está formado por Indias: Orientales, Occidentales, Septentrionales. Qué diantre,
deberíais estar orgullosos de nosotros, de nuestro espíritu emprendedor, de la
forma en que pasamos fronteras. Lo malo es que no somos indios como vosotros. Y
vale más que os acostumbréis a nosotros. ¿Cómo se llama ese libro que has
escrito?»
«Escuchen —Zeeny
se colgó de su brazo—. Escuchen a mi Salad. Ahora, de repente, quiere ser
indio, después de pasarse la vida tratando de volverse blanco. No se ha perdido
todo. Ahí dentro aún queda algo vivo.» Y Chamcha notó que se sonrojaba, que
aumentaba su confusión. La India; todo lo enmarañaba.
«¡Por vida de!
—agregó ella, clavándole un beso como una cuchillada—. Chamcha. Vaya, joder. Tú
te pones en ridículo y esperas que no nos riamos.
* * *
En el maltrecho
Hindustan de Zeeny, un coche fabricado para una cultura con criados, con el
asiento trasero mejor tapizado que el delantero, Chamcha sentía que la noche se
le echaba encima como una muchedumbre. La India le hacía sentir su olvidada
inmensidad, su viva presencia, el viejo desorden que él despreciaba. Una hijra
amazona, ataviada como una Mujer Cañón, con tridente de plata incluido,
detuvo el! tráfico con un brazo imperioso y se plantó delante de ellos.
Chamcha miró sin
pestañear sus ojos llameantes. Gibreel Farishta, el actor de cine que inexplicablemente había
desaparecido, se pudría en los carteles. Cascotes, desperdicios, ruido.
Anuncios de cigarrillos que pasaban fumando: SCISSORS: PARA EL HOMBRE DE ACCIÓN,
SATISFACCIÓN. Y, más improbable:
PANAMÁ PARTE DEL GRAN ESCENARIO INDIO.
«¿Adónde vamos?»
La noche se había teñido de una luz verde neón de anuncio. Zeeny aparcó el
coche. «Estás perdido —le acusó— ¿Qué sabes de Bombay? Tu propia ciudad, aunque
nunca lo fue. Para ti es un sueño infantil. Criarse en Scandal Point es como
vivir en la luna. Allí nada de bustees ni sirree; sólo las casas
de los criados. ¿Llegaban hasta allí los seguidores de Shiv Sena a provocar
disturbios? ¿Vuestros vecinos pasaban hambre durante la huelga textil?
¿Organizaba Datta Samant un mitin delante de vuestros bungalows? ¿Cuántos años
tenías cuando conociste a tu primer sindicalista? ¿Cuántos años tenías la
primera vez que subiste a un tren de cercanías en lugar de a un coche con
chófer? Eso no era Bombay, cariño, perdona. Eso era el Reino de las Hadas,
Peristan, la Tierra de Nunca Jamás, Oz.»
«¿Y tú? —le
recordó Saladin—. ¿Dónde estabas tú entonces?»
«En el mismo
sitio —dijo ella ásperamente—. Con todos los podridos munchkins.»
Callejones.
Estaban pintando un templo jainí y todos los santos habían sido cubiertos con
bolsas de plástico, para protegerlos de las gotas. Un vendedor callejero
exponía periódicos llenos de horrores: catástrofe ferroviaria. Bhupen Gandhi
empezó a hablar con su voz susurrante. Después del accidente, dijo, los
pasajeros supervivientes nadaron hasta la orilla (el tren había caído de un
puente), donde los esperaban los vecinos del pueblo que los agarraban y los
mantenían bajo el agua hasta que se ahogaban, y luego les robaban.
«Calla la boca
—le gritó Zeeny—. ¿Por qué le cuentas esas cosas? Él piensa ya que somos unos
salvajes, una especie inferior.»
En una tienda
vendían sándalo para quemar en un templo de Krishna cercano, y pares de ojos de
Krishna que todo lo veían, esmaltados en rosa y blanco.
«Demasiado que
ver —dijo Bhupen—. Es un hecho.»
* * *
En una dhaba muy
concurrida que George había empezado a frecuentar cuando quería entablar
contacto, para fines cinematográficos, con los dadas o patrones que
controlaban el comercio de carne de la ciudad, se consumía ron negro en mesas
de aluminio, y George y Bhupen, achispados, empezar, ron a pelear. Zeeny tomaba
una bebida de cola local y criticaba a sus amigos. «Los dos tienen problemas
con la bebida, están más pelados que una olla agujereada y los dos maltratan a
la mujer, van a las tabernas y malgastan sus cochinas vidas. No es de extrañar
que yo me haya decidido por ti, cariño; el artículo local está tan degradado
que a la fuerza te tiene que gustar el de importación.»
George había ido
a Bhopal con Zeeny y la emprendió con el tema de la catástrofe interpretándola
ideológicamente. «¿Qué es para nosotros Amrika? —inquiría—. No es un sitio
real. Es el poder en su forma más pura, abstracto, invisible. No podemos verlo,
pero nos jode bien, sin escapatoria.» Comparó la Union Carbide al caballo de
Troya. «Nosotros invitamos a venir a esos cabritos.» Era como el cuento de los
cuarenta ladrones, dijo. Escondidos en sus tinajas, esperando la noche.
«Nosotros no teníamos a un Alí Babá, desgraciadamente —dijo—. ¿Qué teníamos?
Teníamos a Mr. Rajiv G.»
Al llegar a este
punto, Bhupen Gandhi se levantó bruscamente, tambaleándose, y como si estuviera
poseído, como si un espíritu se hubiera apoderado de él, empezó a atestiguar.
«Para mí —dijo—, la cuestión no puede centrarse en la intervención
extranjera. Nosotros siempre nos absolvemos condenando a los de fuera, América,
Pakistán, cualquier jodido lugar. Perdona, George, pero para mí todo se remonta
a Assam, por ahí tenemos que empezar.» La matanza de los inocentes. Fotografías
de cadáveres de niños, bien colocados en fila, como soldados en un desfile.
Habían sido matados a golpes, a pedradas, degollados. Simétrica formación de la
muerte, recordaba Chamcha. Como si el horror fuera el único acicate que pudiera
conducir a la India al orden.
Bhupen habló
durante veintinueve minutos sin vacilaciones ni pausas. «Todos somos culpables
de Assam —dijo—. Cada uno de nosotros. A menos que, o hasta que, reconozcamos
que las muertes de los niños fueron culpa nuestra, no podremos llamarnos un
pueblo civilizado.» Bebía ron de prisa mientras hablaba y su voz se hacía más
fuerte, y su cuerpo se inclinaba peligrosamente, pero aunque en el local se
había hecho el silencio, nadie se adelantó hacia él, nadie trató de
interrumpirle, nadie le llamó borracho. En medio de una frase, todos los días,
cegamientos, o fusilamientos, o corrupciones, quién nos hemos creído
que, se sentó pesadamente y se quedó mirando el vaso sin pestañear.
Entonces, en un
ángulo alejado de la taberna, un joven se levantó y replicó. Assam debía ser
entendido políticamente, gritó, había razones económicas, y otro individuo se
puso en pie para contestar: Las cuestiones de dinero no explican por qué un
hombre hecho y derecho mata a golpes a una niña, y entonces otro individuo
dijo: Si piensas así es que nunca has pasado hambre, salah, qué
recondenado romanticismo suponer que la economía no puede convertir a los
hombres en fieras. Chamcha agarraba el vaso con más fuerza a medida que el
ruido aumentaba y el aire se enrarecía, dientes de oro le brillaban en la cara,
hombros le rozaban los hombros, codos se le clavaban, el aire se convertía en
una especie de sopa y en su pecho empezaban a agitarse palpitaciones
irregulares. George lo agarró de la muñeca y lo sacó a la calle. «¿Ya estás
mejor, hombre? Empezabas a ponerte verde.» Saladin asintió con gratitud,
llenándose los pulmones del aire de la noche, más calmado. «El ron y el
cansancio —dijo—. Yo me pongo nervioso después de la función. A veces, me da
por temblar. Debí imaginarlo.» Zeeny le miraba y en sus ojos había algo más que
conmiseración. Un brillo triunfal, duro. Por fin te has enterado, decía
su expresión de malsana satisfacción. Ya era hora.
Cuando has
pasado el tifus, pensaba Chamcha, la inmunidad te dura unos diez años. Pero
nada es definitivo; al fin los anticuerpos se desvanecen de tu sangre. Él tenía
que aceptar el hecho de que su sangre ya no contenía los agentes inmunizadores
que le hubieran permitido sufrir la realidad de la India. Ron, palpitaciones,
mareo del espíritu. Hora de acostarse.
Zeeny no quiso
llevarle a su casa. Siempre y únicamente el hotel, con los jóvenes árabes con
medallón de oro paseando por los pasillos de la medianoche con botellas de
whisky de contrabando en la mano. Él estaba echado en la cama, con zapatos, el
cuello desabrochado, el nudo de la corbata flojo y el brazo derecho sobre los
ojos; ella, con el albornoz blanco del hotel, se inclinó sobre él y le dio un
beso en la barbilla. «Voy a decirte lo que te ha pasado esta noche —le dijo—.
Podrías decir que nosotros te hemos roto el cascarón.»
El se incorporó,
furioso. «Bien, pues esto es lo que hay dentro —estalló—. Un indio traducido al
inglés. Ahora, cuando trato de hablar en indostaní, la gente me mira con cara
de circunstancias.» Atrapado en la gelatina de su lenguaje adoptado, empezaba a
oír, en la Babel de la India, una amenazadora advertencia: no regreses. Cuando
has pasado a través del espejo, es peligroso retroceder. El espejo puede
hacerte pedazos.
«Esta noche me
he sentido muy orgullosa de Bhupen —dijo Zeeny, metiéndose en la cama—. ¿En
cuántos países podrías entrar en un bar cualquiera y empezar semejante debate?
Con esa pasión, esa seriedad, ese respeto. Ya te regalo tu civilización, inglés
de quiero y no puedo. Yo me quedo con ésta muy contenta.»
«Abandona —le
suplicó—, déjame. No me gusta que la gente entre a verme sin avisar. He
olvidado las reglas de cortesía y kabaddi, no sé decir mis oraciones, no
sé lo que se hace en una ceremonia nikah, y en esta ciudad en la que
crecí me pierdo si voy solo. Ésta no es mi casa. Me da vértigo porque parece mi
casa y no lo es. Me estremece el corazón y me da vueltas la cabeza.»
«Eres estúpido
—le gritó ella—. Un estúpido. ¡Vuelve atrás! ¡Maldito imbécil! Claro que
puedes.» Ella era un vórtice, una sirena que le tentaba a regresar a su viejo
yo. Pero era un yo muerto, una sombra, un fantasma, y él no quería convertirse
en fantasma. Tenía en la cartera el pasaje de vuelta a Londres y pensaba
usarlo.
* * *
«¿Por qué no te
has casado?», dijo él de madrugada, cuando ninguno de los dos podía dormir.
Zeeny resopló. «Desde luego, has estado fuera demasiado tiempo. ¿Es que no me
ves? Yo soy morena.» Apartó la sábana, arqueando la espalda para exhibir sus
opulencias. Cuando Poolan Devi, la reina de los bandidos, salió de las cañadas
para rendirse y ser retratada, los periódicos destruyeron de inmediato el mito
inventado por ellos mismos acerca de su belleza legendaria. Ella, en
lugar de apetitosa, era ahora fea, vulgar, repulsiva. Lo que hace
la piel oscura en el norte de la India. «No me convence —dijo Saladin—. No
esperarás que yo me lo crea.»
«Bien, aún no
eres del todo idiota —rió ella—. ¿Quién quiere casarse? Yo tenía cosas que
hacer.»
Y, después de
una pausa, ella le devolvió la pregunta: Bueno, ¿y tú?
No sólo casado
sino, además, rico. «Anda, cuenta. ¿Cómo vivís, tú y la señora?» En una mansión
de cinco plantas en Notting Hill. Últimamente, él empezaba a sentirse inseguro
allí, porque la última partida de ladrones se habían llevado no sólo los
consabidos vídeo y estéreo, sino también el perro guardián pastor alemán. No
era posible, empezaba a creer él, vivir en un sitio en el que los elementos
criminales raptaban animales. Pamela le dijo que era una antigua costumbre
local.
En los Viejos
Tiempos, dijo (para Pamela, la Historia se dividía en: la Antigüedad, la Edad
Media, los Viejos Tiempos, el Imperio británico, la Edad Moderna y el
Presente), el secuestro de animales domésticos era un buen negocio. Los pobres
robaban los canes de los ricos, les enseñaban a olvidar sus nombres y los
vendían a sus afligidos e indefensos amos en las tiendas de Portobello Road. La
historia local de Pamela era siempre muy detallada y, con frecuencia, inexacta.
«¡Santo Dios! —dijo Zeeny Vakil—. Vende la casa y múdate cuanto antes. Yo
conozco a esos ingleses, son todos iguales, gentuza y nawabs. No puedes
luchar contra sus jodidas tradiciones.»
Mi esposa,
Pamela Lovelace, frágil como la porcelana, grácil como una gacela, recordó él. Yo
echo raíces en las mujeres a las que amo. Las trivialidades de la
infidelidad. Él las desechó y se puso a hablar de su trabajo.
Cuando Zeeny
Vakil descubrió cómo ganaba el dinero Saladin Chamcha, lanzó una serie de
gritos que impulsó a uno de los árabes de medallón a llamar a la puerta para
preguntar si ocurría algo malo. Vio sentada en la cama a una hermosa mujer a la
que algo que parecía leche de búfala le resbalaba por las mejillas y le goteaba
por la barbilla y, después de pedir disculpas a Chamcha por la intrusión, se
retiró apresuradamente, perdón, amigo, eh, es usted un hombre afortunado.
«Pobre infeliz
—jadeó Zeeny entre carcajadas—. Esos cochinos angrez, bien te han
jodido.»
Conque ahora
resultaba que su trabajo era chistoso. «Tengo un don para los acentos —dijo él,
ufano—. ¿Por qué no había de aprovechar?»
«¿Por qué no
habría de aprovechar? —remedó ella agitando las piernas en el aire—.
Mister actor, acaba de volver a resbalarle el bigote.
Ay, Dios mío.
¿Qué me ocurre?
¿Qué diablos?
Socorro.
Porque él tenía
realmente aquel don, de verdad que lo tenía, él era el Hombre de las Mil y una
Voces. Si querías saber cómo debía hablar tu botella de ketchup en el anuncio
de televisión, si no estabas segura de la voz que correspondía a tu bolsa de
fritos con sabor a ajo, él era tu hombre. Él hacía hablar a las alfombras en
los anuncios de los grandes almacenes, imitaba a personajes célebres, judías
fritas, guisantes congelados. Por la radio, podía convencer al auditorio de que era ruso, chino, siciliano o presidente de los
Estados Unidos. Una vez, en una obra de radioteatro para treinta y siete voces,
él las interpretó todas, con una serie de seudónimos, y nadie lo notó. En
compañía de Mimi Mamoulian, su equivalente femenina, él dominaba las ondas
hertzianas de la Gran Bretaña. Dominaban un segmento tan amplio del círculo de
la voz que, como decía Mimi: «Vale más que delante de nosotros nadie mencione
la Comisión Antimonopolios ni en broma.» Ella tenía una gama asombrosa; podía
representar cualquier edad de cualquier lugar del mundo en cualquier tono del
registro vocal, desde la angelical Julieta hasta la fatal Mae West. «Tú y yo
tendríamos que casarnos cuando estés libre —le sugirió Mimi—. Entre los dos,
podríamos ser las Naciones Unidas.»
«Tú eres judía
—repuso él—. A mí me educaron con ciertas opiniones sobre los judíos.»
«Bueno, soy
judía —dijo ella encogiéndose de hombros—. Pero el circunciso eres tú. No hay
nadie perfecto.»
Mimi era muy
bajita, con unos rizos negros muy prietos y aspecto de anuncio de Michelin. En
Bombay, Zeeny Vakil se desperezó y bostezó, ahuyentando de su pensamiento a las
otras mujeres. «Demasiado —rió—. Te pagan para que los imites, siempre y cuando
no tengan que verte la cara. Tu voz se hace famosa, pero a ti te esconden.
¿Adivinas por qué? ¿Verrugas en la nariz, ojos bizcos, etcétera? ¿Alguna idea,
monín? Menos seso que una maldita lechuga, palabra.»
Es verdad, pensó
él. Saladin y Mimi eran una especie de leyendas, pero leyendas con lunar,
estrellas opacas. El campo de gravedad de sus dotes atraía el trabajo hacia
ellos, pero ellos permanecían invisibles, abandonando el cuerpo para asumir
voces. Por la radio, Mimi podía convertirse en la Venus de Botticelli, podía
ser Olympia, la Monroe, cualquier maldita mujer que quisiera. A nadie le
importaba un pito su aspecto; ella se había convertido en su voz, valía un
potosí, y había tres muchachitas perdidamente enamoradas de ella. Además,
compraba inmuebles. «Conducta neurótica —confesaba sin avergonzarse—. Excesiva
necesidad de arraigo, debida a hecatombes en historia armenio-judía. Cierta
desesperación causada por la edad y pequeños pólipos detectados en la garganta.
Las fincas son tan sedantes... Las recomiendo.» Poseía una rectoría en Norfolk,
una granja en Normandía, un campanario toscano y una costa marina en Bohemia.
«Todas, encantadas —explicaba—. Cadenas, aullidos, sangre en las alfombras,
señoras en camisón, lo que quieran. Y es que nadie renuncia a la tierra sin
pelear.»
Nadie, excepto
yo, pensó Chamcha, sintiendo cómo le atenazaba la melancolía, allí tendido, al
lado de Zeenat Vakil. Quizás yo sea ya un fantasma. Pero, por lo menos, un
fantasma con un pasaje de avión, éxito, dinero, esposa. Una sombra pero una sombra que vive en el mundo
tangible, material. Con Activo. Sí, señor.
Zeeny le
acariciaba los rizos de encima de las orejas. «A veces, cuando estás callado
—murmuró—, cuando no haces voces graciosas ni actúas con grandilocuencia, y
cuando te olvidas de que la gente te mira, pareces un espacio en blanco.
¿Sabes? Una pizarra vacía, no hay nadie en casa. Me pone frenética, me entran
ganas de abofetearte, de sacudirte para que despiertes. Pero también me da
pena. Y es que eres tan tonto, tú, la gran estrella con la cara del color no
apto para sus teles en color, que tiene que viajar al país de los wogs con
una compañía de mala muerte, y, además, haciendo el papelito de babu, para
poder salir en una obra. Te dan de puntapiés y aun así te quedas, los amas,
jodida mentalidad de esclavo, palabra. Chamcha —le agarró por los hombros y lo
sacudió, a horcajadas sobre él, con sus pechos prohibidos a pocas pulgadas de
su cara—. Salad baba, o como te llames, por el cielo, vuelve a casa.»
La gran
oportunidad de Saladin, la que pronto podría hacer que el dinero perdiera su
significado, empezó en pequeña escala: televisión infantil, una cosa que se
llamaba La hora de los aliens por Los Monsters de La guerra de
las galaxias, inspirada en Barrio Sésamo. Era una comedia sobre un
grupo de extraterrestres entre mono y psicópata, animal y vegetal, e incluso
mineral, porque intervenía una artística roca espacial que podía explotarse a
sí misma para extraer sus materias primas y regenerarse antes del episodio de
la semana siguiente y que se llamaba Pygmalien. También aparecía una criatura
brutal y eructadora, como un cactus con vómito, producto del basto sentido del
humor de los productores del programa, oriunda de un planeta desierto situado
en el confín del tiempo: ésta era Matilda, la austra-alien; y tres sirenas
espaciales, rollizas y cantarínas, conocidas por Alien-Hadas, acaso por su
talante risueño y distante; y una cuadrilla de hippies venusinos y artistas del
spray de los ferrocarriles metropolitanos y similares que se llamaban
Alien-Nacion; y, debajo de una cama de la nave que era el principal decorado
del programa, vivía Bugsy, el escarabajo pelotero gigante de la Nebulosa de
Cáncer, que se había escapado de su padre; y, en un tanque de peces, podías
encontrar a Cerebro, el abalone gigante superinteligente al que chiflaba comer
chinos; y Ridley, el más aterrador del
reparto habitual, que parecía un juego de dientes pintado por Francis Bacon al
extremo de una bolsa ciega y que tenía obsesión por la actriz Sigurney Weaver.
Las estrellas del programa, los equivalentes de Kermit y Miss Piggy, eran Maxim
y Mamá Alien, pareja elegantísima, de seductor atuendo y peinado asombroso, que
ansiaban ser — ¿y qué si no?— celebridades de la televisión. Eran interpretados
por Saladin Chamcha y Mimi Mamoulian que, de una secuencia a otra, cambiaban de
voz al mismo tiempo que de traje, y no digamos de pelo, que pasaba del púrpura
al bermellón, se erizaba en diagonal hasta un metro de distancia o desaparecía
del todo; o de facciones y órganos, porque podían intercambiarlo todo: piernas,
brazos, nariz, orejas, ojos, y cada cambio conjuraba una voz diferente de sus
legendarias gargantas proteicas. El éxito del programa se debió a la
utilización de novísimas imágenes creadas por ordenador. Los fondos eran
simulados: nave, paisajes extraterrestres y escenarios intergalácticos; también
los actores eran procesados por las máquinas, obligados a pasar cuatro horas al
día soportando la aplicación de maquillaje protésico que —una vez los
vídeo-ordenadores habían hecho su trabajo— les hacía parecer no menos simulados
que los escenarios. Maxim Alien, playboy espacial, y Mamá, invicta campeona
galáctica de lucha libre y reina universal de la pasta, tuvieron un éxito
fulminante. Pasaron a los horarios preferentes y fueron solicitados por
América, Eurovisión, el mundo.
A medida que La
hora de los aliens adquiría preponderancia, empezó a suscitar las críticas
políticas. Los conservadores lo encontraban espeluznante, obsceno (Ridley se
ponía materialmente erecto al pensar intensamente en Miss Weaver), estrambótico.
Los comentaristas radicales empezaron a atacar su tendencia al estereotipo,
su énfasis en la idea de que lo extraño es monstruoso, su falta de imágenes
positivas. Se presionó a Chamcha para que abandonara el programa; él se negó y
se convirtió en blanco de ataques. «Tendré problemas cuando regrese —dijo a
Zeeny—. El maldito programa no es una alegoría. Es entretenimiento. Sólo
pretende distraer.»
«¿Distraer a
quién? —preguntó ella—. Además, incluso ahora sólo te dejan salir al aire
después de cubrirte la cara de pasta y ponerte una peluca roja. Gran cosa el
Deluxe, palabra.»
«La verdad es
—dijo ella cuando despertaron a la mañana siguiente—, Salad, cariño, que eres
bien parecido, no un palurdo. Una piel como la leche, recién vuelto de
Inglaterra. Ahora que Gibreel ha dado el esquinazo, tú podrías sucederle. Hablo
en serio, sí. Necesitan una cara nueva. Vuelve a casa y tú podrías ser una gran estrella, mejor
que Bachchan, más grande que Farishta. Tu cara no es tan rara como la de
ellos.»
Cuando era
joven, dijo él, cada una de las fases de su vida, cada personalidad que asumía,
parecía temporal y eso le tranquilizaba. Sus imperfecciones no importaban,
porque él podía sustituir fácilmente un momento por el siguiente, un Saladin
por otro. Ahora, empero, el cambio empezaba a resultar doloroso; las arterias
de lo posible habían empezado a endurecerse. «No es fácil decirte esto, pero
ahora estoy casado, y no sólo con mi esposa, sino con mi vida. —Otra vez se
le escapaba el acento—. En realidad, vine a Bombay por un motivo, y no era
la obra. Él tiene más de setenta años y yo ya no tendré muchas oportunidades.
Él no ha ido al teatro; Mahoma tendrá que ir a la montaña.»
Mi padre,
Changez Chamchawala, dueño de una lámpara maravillosa. «Changez
Chamchawala, pero hablas en serio, no creas que vas a poder dejarme. —Ella
palmoteo—. Estoy deseando verle en persona.» Su padre, el famoso recluso.
Bombay era una cultura de imitaciones. Su arquitectura reproducía el
rascacielos, su cine reinventaba incansablemente Los siete magníficos y Love
Story obligando a todos sus héroes a salvar por lo menos un pueblo de los
bandidos asesinos y a todas sus heroínas a morir de leucemia por lo menos una
vez en su carrera, a poder ser al principio. La invisibilidad de Changez era el
sueño indio del infeliz crorepati que vivía enclaustrado en Las Vegas;
pero un sueño no es ni siquiera una fotografía, al fin y al cabo, y Zeeny
quería verlo con sus propios ojos. «Cuando está de mal humor, hace muecas a la
gente —le advirtió Saladin—. Nadie lo cree hasta que lo ve, pero es la verdad.
¡Y qué muecas! Gárgolas. Además, es un puritano y te llamará descarada y, de
todos modos, probablemente, yo me pelearé con él, está escrito.»
Lo que había
traído a la India a Saladin: el perdón. Éste era el motivo de su viaje a su
ciudad natal. Pero no habría podido decir si venía a darlo o a recibirlo.
* * *
Aspectos
curiosos de las circunstancias actuales de Mr. Changez Chamchawala: en compañía
de Nasreen Segunda, su nueva esposa, durante cinco días a la semana habitaba en
un complejo rodeado de un alto muro conocido por el nombre de Fuerte Rojo, en
el distrito de Pali Hill, favorito de las estrellas del cine; pero el fin de
semana volvía, sin su esposa, a la vieja casa de Scandal Point, para pasar sus
días de descanso en el mundo perdido del pasado, en compañía de la primera, y
difunta, Nasreen. Además, se decía que su segunda esposa se negaba a poner los
pies en la casa vieja. «O no se lo permiten», conjeturó Zeeny en el asiento
trasero del largo Mercedes de cristales opacos que Changez había enviado a
recoger a su hijo. Cuando Saladin acabó de ponerla en antecedentes, Zeenat Vakil
silbó admirativamente: «Alucinante.»
La industria de
fertilizantes Chamchawala, el imperio del estiércol de Changez, iba a ser
inspeccionada por un comité gubernamental por evasión de impuestos y de
aranceles de importación, pero Zeeny no estaba interesada en eso. «Ahora —dijo—
podré averiguar cómo eres tú realmente.» Scandal Point se abría ante ellos.
Saladin sintió que el pasado se le venía encima como una marea, ahogándolo,
llenándole los pulmones de un aire salobre olvidado. Hoy no soy yo, pensó.
El corazón palpita. La vida hiere a los vivos. Ninguno somos nosotros. Ninguno
somos así.
Ahora había
puertas de acero, accionadas desde dentro por control remoto, que sellaban el
deteriorado arco triunfal. Se abrieron con un sordo zumbido, para dar acceso a Saladin
a aquel lugar del tiempo perdido. Cuando vio el nogal en el que, según su
padre, se guardaba su alma, empezaron a temblarle las manos. Se escudó en la
prosa de lo material. «En Cachemira —dijo a Zeeny — , el árbol de tu vida es,
en cierto modo, una inversión financiera. Cuando el hijo llega a la mayoría de
edad, el nogal es un árbol adulto, como una póliza de seguros vencida; es un
árbol valioso, puede venderse, para pagar una boda o financiar una carrera. El
adulto tala su niñez para ayudar a su edad madura. Es de un materialismo
escalofriante, ¿no crees?»
El coche se
había detenido debajo del porche de la entrada. Zeeny no dijo nada mientras los
dos subían los seis escalones hasta la puerta principal, donde fueron recibidos
por un hierático y anciano criado de librea blanca con botones de latón, en
cuya melena blanca reconoció Chamcha, sólo con imaginarla negra, la cabellera
de Vallabh, el mayordomo que regentaba la casa en los Viejos Tiempos. «Dios
mío, Vallabahbhai», dijo abrazando al anciano. El criado sonrió con dificultad.
«Soy ya tan viejo, baba, creí que no me reconocerías.» Los condujo por
los corredores de la mansión, con sus pesadas lámparas de cristal, y Saladin
advirtió que la ausencia de cambio era excesiva y evidentemente deliberada. Era
la verdad. Vallabh le explicó que cuando murió la Begum, Changez Sahib
juró que la casa sería su monumento. Por lo
tanto,
nada había cambiado desde el día de su muerte: los cuadros, los muebles, las
jaboneras, los toros de cristal rojo v las bailarinas de porcelana de Sajonia,
todo, en el lugar exacto las mismas revistas en las mismas mesas, las mismas
bolas de papel en las papeleras, como si también la casa hubiera muerto y sido
embalsamada. «Momificada —dijo Zeeny expresando lo inefable, como siempre—, Dios,
si parece una casa encantada, ¿no?» Fue en este momento, mientras Vallabh, el
criado, abría las puertas dobles que conducían al salón azul, cuando Chamcha
vio el fantasma de su madre.
Dio un fuerte
grito y Zeeny giró sobre sus talones. «Allí —señalaba el extremo del largo y
oscuro corredor—, no cabe duda, ese maldito sari de la letra de imprenta, el de
los grandes titulares, el mismo que llevaba el día en que, en que...», pero
Vallabh había empezado a mover los brazos como un pájaro débil incapaz de volar,
verás, baba, es Kasturba, nada más, no habrás olvidado a mi esposa, es
sólo mi esposa. Mi ayah Kasturba, con la que yo jugaba entre los charcos
de las rocas. Hasta que pude ir sin ella y, en una hondonada, un hombre con
unas gafas con montura de marfil... «Por favor, baba, no es para
enfadarse, es sólo que cuando la Begum murió, Changez Sahib regaló
algunos vestidos a mi esposa, ¿no te importa? Tu madre era una mujer tan
generosa, cuando vivía siempre daba con largueza.» Chamcha recobró el
equilibrio y se sintió ridículo. «Pues claro que no me enfado, por Dios.» Una
antigua rigidez volvió a Vallabh; el derecho del viejo criado a la libertad de
expresión le permitió reprender: «Perdón, baba, pero no debes pronunciar
el nombre de Dios en vano.»
«Mira cómo suda
—cuchicheó Zeeny—. Parece muy asustado.» Kasturba entró en la habitación y,
aunque su reunión con Chamcha fue bastante cariñosa, había cierta tensión en el
aire. Vallabh se fue en busca de cerveza y «Thums Up», y cuando también
Kasturba se excusó, Zeeny dijo inmediatamente: «Aquí hay algo raro. Esa mujer
anda como si fuera el ama. No hay más que ver el aire que se da. Y el viejo
estaba asustado. Apostaría a que esos dos se traen algo entre manos.» Chamcha
trató de razonar. «Viven aquí solos casi siempre; probablemente duermen en el
dormitorio principal y comen en la vajilla buena; deben de imaginar que esto
les pertenece.» Pero pensaba qué asombroso parecido con su madre tenía el ayah
Kasturba con aquel viejo sari.
«Estuviste
ausente tanto tiempo —dijo a su espalda la voz de su padre—, que ahora no
puedes distinguir a un ayah viva de tu difunta mamá.»
Saladin dio
media vuelta para descubrir la triste imagen de un padre que se había arrugado
como una manzana vieja pero que se empeñaba en usar los caros trajes italianos
de sus años de opulenta corpulencia. Ahora que había perdido tanto los
antebrazos de Popeye como el abdomen de Brutón, parecía estar vagando dentro de
su ropa como el que busca algo que nunca llegó a identificar. Estaba en el
umbral de la puerta mirando a su hijo con la nariz dilatada y los labios
doblados en una mueca que la hechicería abrasadora de los años había convertido
en débil simulacro de su antigua cara de ogro. Chamcha empezaba a advertir que
su padre ya no podía asustar a nadie, que había perdido la magia, que no era
más que un vejestorio que iba camino de la tumba, y Zeeny observaba con cierto
desencanto que Changez Chamchawala llevaba un conservador corte de pelo y,
puesto que calzaba relucientes zapatos modelo Oxford con cordones, tampoco
parecía verosímil la historia de las uñas de palmo cuando el ayah Kasturba
volvió, fumando un cigarrillo y pasando por delante de los tres, padre, hijo,
amiga, se fue hacia un sofá Chesterfield tapizado de terciopelo azul y se
instaló en él con la sensualidad de una starlet, a pesar de ser mujer
entrada en años.
No bien hubo
hecho Kasturba su escandalosa entrada, Ghangez se deslizó por el lado de su
hijo y se colocó al lado de la antigua ayah. Zeeny Vakil, con chispitas
de escándalo en los ojos, siseó a Chamcha: «Cierra la boca, cariño. Es de mal
efecto.» Y Vallabh, el criado, empujaba por la puerta un carrito de bebidas
observando impasible cómo su amo de muchos años largos ponía un brazo alrededor
de su esposa, que lo aceptaba de buen grado.
Cuando el
progenitor, el creador, se revela satánico, con frecuencia el hijo se pone
severo. Chamcha se oyó preguntar; «¿Y mi madrastra, querido padre? ¿Está bien?»
El anciano dijo
a Zeeny: «Espero que contigo no sea tan santurrón. O debes de aburrirte mucho.»
Y a su hijo, en tono más áspero: «¿Ahora te interesas por mi esposa? Pues ella
no se interesa por ti. No tiene deseos de verte. ¿Por qué había de perdonarte?
Tú no eres hijo suyo. Ni mío ahora tal vez.»
No he venido a
pelearme con él. Mira, el viejo chivo. No debo pelear. Pero esto, esto es
intolerable. «En la casa de mi madre —exclamó Chamcha melodramáticamente, perdiendo
la batalla consigo mismo—. El Gobierno piensa que hay corrupción en tus
negocios, y ésta es la corrupción de tu alma. Mira lo que les has hecho a
ellos. Vallabh y Kasturba. Con tu dinero. ¿Cuánto necesitaste? Para
envenenarles la vida.
Eres un
enfermo.» Miraba a su padre con irreprimible furor justiciero.
Inesperadamente,
intervino Vallabh, el criado: «Baba, con todo respeto, perdona, pero
¿qué sabes tú? Tú te marchaste y ahora vienes a juzgarnos.» Saladin sintió que
el suelo se hundía bajo sus pies; ante sus ojos se abría el infierno. «Es
verdad que él nos paga —prosiguió Vallabh—. Por nuestro trabajo y también por
lo que ves. Por esto.» Changez Chamchawala oprimió más estrechamente los
dóciles hombros del ayah.
«¿Cuánto? —
gritó. Chamcha—.
¿Cuánto convinisteis entre los dos hombres? ¿Cuánto por prostituir a tu
esposa?»
«Qué tonto —dijo
Kasturba con desdén—. Educado en Inglaterra y todo lo que quieras, pero todavía
con la cabeza llena de paja. Vienes aquí haciendo aspavientos, en la casa de
tu madre, etcétera, pero quizá no la querías tanto. Nosotros sí la
queríamos, todos nosotros. Los tres. Y de esta manera podemos mantener vivo su
espíritu.»
«Podrías decir
que esto es pooja —dijo la voz suave de Vallabh—. Un acto de culto.»
«Y tú —Changez
Chamchawala hablaba con la misma suavidad que su criado—, tú vienes a este
templo. Con tu falta de fe. Mister, tienes una desfachatez...»
Y, por último,
la traición de Zeenat Vakil. «Anda ya, Salad —dijo sentándose en el brazo del
sofá Chesterfield, al lado del anciano—. ¿Por qué tienes que ser un
aguafiestas? Tú no eres un ángel, tesoro, y estas personas parecen haber
dispuesto muy bien las cosas.»
La boca de
Saladin se abrió y se cerró. Changez dio a Zeeny unas palmadas en la rodilla.
«Ha venido a acusar, hijita. Ha venido a vengar su juventud, pero se han vuelto
las tornas y ahora está confuso. Hay que darle una oportunidad y tú serás el
árbitro. No consiento en ser sentenciado por él, pero de ti aceptaré cualquier
veredicto.»
El muy canalla.
Viejo canalla. Quería hacerme caer y aquí estoy, mordiendo el polvo. No pienso
hablar, y por qué, así no, esta humillación. «Había un billetero lleno de
libras esterlinas —dijo Saladin Chamcha—, y había un pollo asado.»
* * *
¿De qué acusaba
el hijo al padre? De todo: espionaje de un niño, robo de la olla del arco iris,
exilio. De convertirle en lo que acaso no habría sido. De «hacer un hombre de».
De «qué voy a decir a mis amigos». De irreparables rupturas y ofensivos perdones. De sucumbir a la adoración de
Alá con la nueva esposa y también de culto blasfemo de la anterior. Sobre todo,
de «adepto de lámpara maravillosa» de «abresesamista». Él todo lo consiguió con
facilidad, donaire, mujeres, riqueza, poder, posición. Frotar, puf, genio,
deseo, en seguida, amo, ya está. Era un padre que había prometido, y luego
escamoteado, una lámpara maravillosa.
* * *
Changez, Zeeny,
Vallabh y Kasturba permanecieron inmóviles y mudos hasta que Saladin Chamcha
dejó de hablar, colorado y violento. «Tanta violencia de espíritu al cabo de
tanto tiempo —dijo Changez después de un silencio—. Es triste. Al cabo de un
cuarto de siglo, todavía reprocha los pecadillos del pasado. Ay, hijo. Tienes
que dejar de acarrearme como a un loro en el hombro. ¿Qué soy yo? Ya nada. Yo
no soy tu maestro. Afróntalo, mister: yo ya no soy la clave de tu vida.»
Por una ventana,
Saladin Chamcha vio un nogal de cuarenta años. «Córtalo —dijo a su padre—.
Córtalo, véndelo y mándame el dinero.»
Chamchawala se
puso de pie y extendió la mano derecha. Zeeny se levantó a su vez y la tomó
como una bailarina tomaría unas flores; en el acto, Vallabh y Kasturba se
redujeron a criados como si un reloj hubiera dado en silencio la hora de las
calabazas. «Ese libro suyo —dijo a Zeeny—. Tengo algo que le gustará.»
Los dos salieron
del salón; el indefenso Saladin, después de un momento de titubeo, les siguió
de mala gana. «Aguafiestas —gritó Zeeny alegremente por encima del hombro—.
Vamos, olvídalo, déjate de niñerías.»
La colección de
arte Chamchawala, que se guardaba en Scandal Point, comprendía una gran serie
de las legendarias telas Hamzanama, parte de la secuencia del siglo XVI
que representan escenas de la vida de un héroe que tal vez fuera o tal vez no
el famoso Hamza, tío de Mahoma, cuyo hígado fue comido por Hind, la mujer de La
Meca, cuando yacía muerto en el campo de batalla de Uhud. «Me gustan estas
pinturas porque se permite fracasar al héroe —dijo Changez a Zeeny — . Mire
cuántas veces tienen que sacarlo de apuros.» Los cuadros eran también prueba
elocuente de la tesis de Zeeny Vakil acerca de la naturaleza ecléctica e
híbrida de la tradición artística india. Los mogoles habían traído artistas de todas
las partes de la India a trabajar en las pinturas; la identidad individual se
sumergía en la creación de un Superartista de muchas cabezas y muchos pinceles
que, literalmente era la pintura india. Una mano dibujaría los suelos de
mosaico, otra las figuras, otra los cielos con nubes de aspecto chino. En el
reverso de las telas estaban las historias que acompañaban las escenas. Los
cuadros se mostraban como una película: sosteniéndolas en alto mientras alguien
leía la historia del héroe. En Hamzanama podías ver la miniatura persa
fundiéndose con los estilos de pintura kannada y keralan, podías ver la
filosofía hindú y musulmana formando su síntesis característica de las
postrimerías de la dominación mogol.
Un gigante
estaba atrapado en un foso y sus verdugos humanos le clavaban lanzas en la
frente. Un hombre hendido verticalmente desde la cabeza hasta la ingle todavía
sostenía en alto la espada mientras caía. En todas partes, espumosa efusión de
sangre. Saladin Chamcha se dominó. «El salvajismo —dijo en voz alta con su voz
inglesa—, el puro bárbaro amor del dolor.»
Changez
Chamchawala hacía caso omiso de su hijo, sólo tenía ojos para Zeeny, quien
sostenía su mirada. «El nuestro es un Gobierno de filisteos, señorita, ¿no
cree? Les he ofrecido toda la colección totalmente gratis, ¿lo sabía? A
condición de que la alberguen debidamente, que construyan un local. El estado
de las telas no es óptimo, como puede ver... Y no quieren. No les interesa.
Mientras tanto, todos los meses recibo ofertas de Amrika. ¡Y qué ofertas! No lo
creería. Yo no vendo. Nuestro patrimonio, hijita, día tras día, los Estados
Unidos se lo están llevando. Pinturas de Ravi Varma, bronces de Chandela,
celosías de Jaisalmer. Nos vendemos, ¿no? Ellos dejan caer el billetero al
suelo y nosotros nos arrodillamos a sus pies. Nuestros toros de Nandi acaban en
un patio de Texas. Pero todo esto usted ya lo sabe. Usted sabe que hoy la India
es un país libre.» Guardó silencio, pero Zeeny esperaba; tenía que venir algo
más. Y vino: «Un día, yo también aceptaré los dólares. No por el dinero. Por el
placer de ser una puta. De convertirme en nada. Menos que nada.» Y ahora, por
fin, el gran trueno, las palabras que siguieron a las palabras menos que
nada. «Cuando yo muera —dijo Changez Chamchawala a Zeeny—, ¿qué seré? Un
par de zapatos vacíos. Es mi destino, el destino que él me ha deparado. Este
actor. Este simulador. Se ha convertido a sí mismo en imitador de hombres
inexistentes. No tengo a nadie que me suceda, nadie a quien dar lo que yo he
hecho. Ésta es su venganza: él me roba mi posteridad.» Sonrió, le palmeó una
mano y la dejó al cuidado de su hijo. «Se lo he contado —dijo a Saladin—.
Todavía llevas el pollo escondido en el pecho. Yo le he expuesto mis quejas. Ahora ella debe juzgar. Era lo
convenido.»
Zeenat Vakil se
acercó al anciano del traje grande, le puso las manos en las mejillas y le dio
un beso en los labios.
* * *
Después de que
Zeenat le traicionara en la casa de las perversiones paternas, Saladin Chamcha
se negó a verla y a contestar los mensajes que ella le dejaba en la recepción
del hotel. La millonaria acabó su temporada y la gira tocó a su fin.
Hora de regresar a casa. Después de la fiesta de la noche de despedida, Chamcha
se retiró a su habitación. En el ascensor, una pareja joven, evidentemente en
luna de miel, escuchaba música por auriculares. El joven dijo a su esposa:
«Dime, ¿todavía te parezco un extraño a veces?» Ella movió negativamente la
cabeza con una sonrisa cariñosa, no te oigo, se quitó los auriculares.
Él repitió muy serio: «¿Te parezco todavía a veces un extraño?» Ella, con
sonrisa impasible, apoyó la mejilla un instante en el hombro alto y flaco de
él. «Sí, una o dos veces», dijo, y volvió a ponerse los auriculares. Él,
aparentemente satisfecho con la respuesta, la imitó. Sus cuerpos volvieron a
seguir el ritmo de la música. Chamcha salió del ascensor. Zeenat estaba sentada
en el suelo, con la espalda apoyada en la puerta de su habitación.
* * *
Dentro de la
habitación, ella se sirvió un generoso whisky con soda. «Te portas como un niño
—le dijo—. Vergüenza tendría que darte.»
Aquella tarde,
él había recibido un paquete de su padre. Dentro había un trozo de madera y
muchos billetes, no rupias, sino libras esterlinas: las cenizas, por así decir,
de un nogal. Él estaba embargado de un confuso furor y, puesto que Zeenat
estaba allí, la hizo blanco de él. «¿Te has creído que te quiero? —preguntó con
deliberada crueldad—. ¿Te has creído que voy a quedarme por ti? Yo estoy
casado.»
«Yo no quería
que te quedaras por mí —dijo ella—. No sé por qué, yo lo deseaba por ti mismo.»
Hacía unos días,
él había ido a ver la versión india de una obra teatral de Sartre que trataba
del tema de la vergüenza. En el original, un marido sospecha que su mujer le es
infiel y le tiende una trampa para sorprenderla. Él se arrodilla para mirar por
el ojo de la cerradura de la puerta de la
calle.
Entonces siente que hay alguien detrás de él, se vuelve sin levantarse y la ve
a ella, que le mira con rencor y repugnancia. El cuadro: él de rodillas y ella,
mirándole desde arriba, es el arquetipo sartreano. Pero en la versión india el
marido arrodillado no sentía ninguna presencia a su espalda, sino que era
sorprendido por la esposa, se levantaba del suelo para enfrentarse a ella en un
plano de igualdad, se defendía echando bravatas y vociferando hasta que ella se
echaba a llorar, entonces la abrazaba y se reconciliaban.
«Dices que
tendría que darme vergüenza —dijo Chamcha a Zeenat con amargura—. Tú, que
desconoces la vergüenza. En realidad, ésta debe de ser una característica
nacional. Empiezo a sospechar que los indios carecen del necesario refinamiento
moral para poseer un verdadero sentido de la tragedia y, por consiguiente, son
incapaces de comprender el concepto de la vergüenza.»
Zeenat Vakil
terminó su whisky. «Está bien. No es preciso que digas más. —Levantó las
manos—. Me rindo. Me marcho. Mr. Saladin Chamcha, yo pensé que todavía estabas
vivo, por lo menos un poco, que aún respirabas, pero me equivocaba. Resulta que
durante todo este tiempo has estado muerto.»
Y una última
frase, antes de cruzar la puerta con los ojos lácteos. «No dejes que las
personas se acerquen mucho a ti, Mr. Saladin. Les dejas cruzar tus defensas y
los muy canallas te clavan un puñal en el corazón.»
Después de
aquello, ya nada le retenía allí. El avión despegó y dio la vuelta sobre la
ciudad. Allá abajo su padre disfrazaba de su difunta esposa a una criada. El
nuevo plan circulatorio había convertido el centro de la ciudad en un
gigantesco atasco. Los políticos trataban de medrar haciendo padyatras, peregrinaciones
a pie por todo el país. Había pintadas que decían: Aviso a los políticos. La
única salida: padyatra al infierno. O, también: a Assam.
Los actores
empezaban a meterse en política: MGR, N. T. Rama Rao, Bachchan. Durga Khote
denunciaba que una asociación de actores era un «frente rojo». Saladin Chamcha,
en el vuelo 420, cerró los ojos; y entonces, con profundo alivio, sintió
reveladores latidos y ajustes en la garganta que indicaban que su voz,
espontáneamente, reasumía su carácter británico, serio y seguro.
El primer
incidente inquietante que Mr. Chamcha experimentó en aquel vuelo fue reconocer
entre el pasaje a la mujer de sus sueños.
4
La mujer de sus
sueños era más baja y menos grácil que la de verdad, pero en el momento en que
Chamcha la vio pasear tranquilamente por los pasillos del Bostan, recordó
la pesadilla. Cuando Zeenat Vakil se marchó, él cayó en un sueño atormentado y
tuvo un presentimiento: la visión de una mujer-bombardero con una voz de acento
canadiense, casi inaudible de tan suave, profunda y melodiosa como un océano
lejano. La mujer del sueño iba tan cargada de explosivos que, más que el
bombardero, era la bomba; la mujer que paseaba por el pasillo tenía en brazos a
un niño de pecho que parecía dormir plácidamente, un niño tan bien envuelto y
tan estrechamente abrazado que Chamcha no consiguió distinguir ni un solo rizo
de pelo recién nacido. Influido por el sueño, Chamcha pensó que, en realidad,
el niño era un manojo de cartuchos de dinamita o alguna especie de artefacto
que hacía tictac, y ya iba a gritar cuando reaccionó y se reprendió
severamente. Éstas eran precisamente las tontas supersticiones que ahora dejaba
atrás. Él era un hombre correcto, con el traje bien abrochado, que iba camino
de Londres y de una vida ordenada y feliz. Él formaba parte del mundo real.
Saladin viajaba
solo, rehuyendo a los restantes miembros de la compañía Prospero Players,
esparcidos por la clase turista, con camisetas del Pato Donald, que doblaban el
cuello imitando a los danzarines de natyam, llevaban saris benarsi, bebían
demasiado champán barato de avión e importunaban a las desdeñosas azafatas que,
por ser indias, sabían que los actores eran gente de baja estofa; en suma, comportándose
con la falta de discreción propia de los cómicos. La mujer que llevaba el niño
en brazos tenía para los faranduleros blancos una mirada que los convertía en
volutas de humo, en espejismos, en fantasmas. Para un hombre como Saladin
Chamcha no había nada tan penoso como la degradación de lo inglés por los
propios ingleses. Volvió a su periódico, en el que una manifestación del «rail
roko» de Bombay era dispersada por cargas de
policías armados de lathis. El reportero del periódico sufrió la fractura
de un brazo y su cámara fue destrozada. La policía publicó una «nota». Ni el
periodista ni ninguna otra persona fue atacada intencionadamente. Chamcha
cayó en sopor de avión. La ciudad de las historias perdidas, los árboles
talados y los ataques no intencionados se borró de su pensamiento. Cuando
volvió a abrir los ojos, tuvo la segunda sorpresa de aquel macabro viaje. Un
hombre pasó por su lado camino del aseo. Llevaba barba y unas gafas baratas con
cristales de color, pero Chamcha lo reconoció: allí, viajando de incógnito en
la clase turista del vuelo AI-420, estaba el superstar desaparecido, la leyenda
viva Gibreel Farishta en persona.
«¿Ha dormido
bien?» Saladin comprendió que la pregunta iba dirigida a él, y apartó la mirada
del gran actor de cine para contemplar al personaje no menos extraordinario que
iba sentado a su lado, un inefable americano con gorra de béisbol, gafas de
montura metálica y una camisa verde neón sobre la que se retorcían las figuras
entrelazadas de dos resplandecientes dragones chinos dorados. Chamcha había
eliminado al ente de su campo visual, en un intento de envolverse en un capullo
de intimidad, pero la intimidad no era posible.
«Eugene Dumsday,
a sus órdenes. —El hombre dragón le tendió una enorme mano colorada—. A las suyas
y a las de la Guardia Cristiana.»
Chamcha,
atontado por el sueño, movió la cabeza: «¿Es militar?»
«¡Ja! ¡Ja! Sí,
señor, podría decirse que sí. Un humilde soldado de a pie del ejército de la
Guardia Todopoderosa.» Oh, todopoderosa guardia, pues claro, haberlo dicho.
«Yo, señor, soy un hombre de ciencia y mi misión, mi misión y, permítame
decirlo, mi privilegio, ha sido visitar su gran nación para combatir la
aberración más perniciosa que jamás haya agarrado de los huevos a la
imaginación popular.»
«No sé a qué se
refiere.»
Dumsday bajó la
voz. «Me refiero a la caca del mono, señor. El darwinismo. La herejía
evolucionista de Mr. Charles Darwin.» Su tono hacía evidente que el nombre del
atormentado Darwin, obsesionado por Dios, le resultaba tan repulsivo como el de
cualquier demonio de cola hendida, Belcebú, Asmodeo o el propio Lucifer. «He
prevenido a sus compatriotas contra Mr. Darwin y sus obras —le confió Dumsday—.
Con mi exposición asistida de cincuenta y siete diapositivas personales.
Últimamente, señor mío, hablé en el banquete del Día del Entendimiento Mundial
del Rotary Club de Cochin,
Kerala. Hablé de mi país, de su juventud. Yo la veo perdida, señor. La juventud
de América; yo veo que, en su desesperación, recurre a los narcóticos e,
incluso, porque yo soy un hombre que habla claro, a las relaciones sexuales
prematrimoniales. Y yo lo dije entonces y se lo digo ahora. Si yo pensara que
mi tatarabuelo había sido un chimpancé yo estaría también bastante deprimido.»
Gibreel Farishta
estaba sentado al otro lado del pasillo, mirando por la ventanilla. Empezaba la
película y se bajaban las luces. La mujer del niño seguía de pie, arriba y
abajo, quizá para que el chiquitín no llorase. «¿Y cómo le fue?», preguntó
Chamcha, comprendiendo que tenía que decir algo.
Su vecino
titubeó. «Me parece que el sistema de sonido se averió —dijo al fin—. Es lo que
yo pienso, o ¿por qué habían de ponerse esas buenas gentes a hablar entre sí,
de no creer que yo había terminado?»
Chamcha se
sintió un poco avergonzado. Él pensaba que, en un país de fervorosos creyentes,
la idea de que la ciencia era la enemiga de Dios tenía que ejercer una fácil
atracción; pero el aburrimiento de los rotarios de Cochin le demostraba que
estaba equivocado. A la luz parpadeante de la película, Dumsday, con su voz de
buey inocente, siguió poniéndose en evidencia, completamente ajeno a lo que
hacía. Al término de un paseo por el magnífico puerto natural de Cochin, al que
Vasco da Gama llegó en busca de especias, con lo que puso en marcha toda esa
ambigua historia del Este y el Oeste, Mr. Dumsday fue abordado por un mocoso
con pssts y hey-mister-okays. «¡Eh, usted, yes! ¿Quiere hachís, sahib?
Eh, misteramérica, Yes, unclesam, ¿quiere opio, calidad insuperable,
del más caro? Okay, ¿quiere cocaína?
Saladin empezó a
reír por lo bajo, sin poder contenerse. Aquello debía de ser la venganza de
Darwin: si Dumsday consideraba al pobre Charles, tan pacato y Victoriano él,
responsable de la cultura americana de la droga, qué ironía que él fuera visto
en todo el globo como representante de la misma ética contra la que tan
denodadamente batallaba. Dumsday le miró con dolorido reproche. Duro sino el
del americano en el extranjero que no sospecha por qué suscita tanta
hostilidad.
Después de que
aquella risita involuntaria escapara de labios de Saladin, Dumsday se sumió en
un sopor, taciturno y ofendido, dejando a Chamcha con sus propios pensamientos.
¿Debía considerarse la película de a bordo como una mutación de la forma
especialmente vil y casual, que al fin sería extinguida por la selección
natural, o representaba el futuro del cine? Un
futuro de películas de estrambóticas peripecias eternamente protagonizadas por
Shelley Long y Chevy Chase era insoportable, una visión del infierno... Chamcha
empezaba a cerrar los ojos otra vez cuando se encendieron las luces, la
película se detuvo y la ilusión del cine fue sustituida por la de estar
contemplando el telediario cuando cuatro figuras armadas empezaron a correr por
los pasillos.
* * *
Los pasajeros
fueron retenidos en el avión secuestrado durante ciento once días, encallados
en una pista inundada
de una
luz trémula y rutilante, en torno a la cual se estrellaban las grandes olas de
arena del desierto, porque uno de los cuatro secuestradores, tres hombres y una
mujer, había obligado al piloto a aterrizar y nadie podía decidir qué había que
hacer con ellos. No habían aterrizado en un aeropuerto internacional, sino en
una pista para jumbos, capricho extravagante del jeque local, construida en su
oasis favorito, al que ahora conducía también una autopista de seis carriles
muy popular entre hombres y mujeres solteros, que paseaban por su ancha
vastedad en coches lentos, mirándose por las ventanillas con ojos
hambrientos..., pero una vez hubo aterrizado el 420, la autopista se llenó de
vehículos acorazados, camiones y grandes coches negros con banderas. Y mientras
los diplomáticos discutían lo que debía hacerse con el avión, si asaltar o no
asaltar, mientras trataban de decidir entre transigir o mantenerse firmes a
expensas de vidas ajenas, una gran quietud envolvió el avión y no tardaron en
empezar los espejismos. Al principio había acción a un ritmo constante,
mientras el cuarteto secuestrador se mostraba electrizado, frenético, ansioso
de apretar el gatillo. Son los peores momentos, pensó Chamcha, mientras los
niños gritaban y el miedo se extendía como una mancha; ahora es cuando todos
podríamos saltar por los aires. Luego, la situación quedó controlada: eran tres
hombres y una mujer, todos altos, ninguno enmascarado, todos guapos; ellos
también eran actores, ahora eran estrellas, estrellas fugaces, y tenían nombres
artísticos. Dara Singh Buta Singh Man Singh. La mujer era Tavleen. La mujer del
sueño era anónima, como si la imaginación del sueño de Chamcha no tuviera tiempo
para seudónimos; pero, al igual que ella, Tavleen hablaba con acento
canadiense, meloso, con esas oes delatoras redondas. Cuando el avión hubo
aterrizado en el oasis de Al-Zamzam los pasajeros, que observaban a sus
captores con la atención obsesiva con que una mangosta pasmada mira a una cobra, comprendieron que en la
belleza de los tres hombres había un algo narcisista, un romántico amor al
peligro y a la muerte que les hacía aparecer con frecuencia en las puertas del
avión, mostrando el cuerpo a los francotiradores profesionales que debían de
estar apostados entre las palmeras del oasis. La mujer se abstenía de esta
frivolidad y parecía hacer un esfuerzo para no reprender a sus colegas. Ella
parecía ajena a su propia belleza, lo que la hacía la más peligrosa de los
cuatro. Saladin tenía la impresión de que los chicos eran muy delicados, muy
pagados de sí mismos, para estar dispuestos a mancharse las manos de sangre.
Les costaría trabajo matar; ellos hacían esto para salir por televisión. Pero
Tavleen estaba allí trabajando. Él no apartaba la mirada de ella. Los chicos no
saben, pensó. Ellos quieren comportarse como los secuestradores del cine y
de la televisión; en realidad, están imitando una imagen tosca de sí mismos,
son gusanos que devoran su propia cola. Pero ella, la mujer, sabe... Mientras
Dara, Buta y Man Singh se pavoneaban y hacían cabriolas, ella se quedó quieta,
volvió la mirada hacia el interior, e hizo que los pasajeros se quedaran tiesos
de miedo.
¿Qué querían?
Nada nuevo. Una patria independiente, libertad religiosa, libertad de presos
políticos, justicia, rescate y salvoconducto al país que ellos eligieran.
Muchos de los pasajeros llegaron a simpatizar con ellos, a pesar de que se
encontraban bajo constante amenaza de ejecución. Si vives en el siglo veinte,
no te cuesta trabajo verte retratado en quienes, más desesperados que tú,
tratan de modelarlo a su voluntad.
Después de
aterrizar, los secuestradores liberaron a todos los pasajeros menos a
cincuenta, que consideraban era el número máximo que podían vigilar
cómodamente. Las mujeres, los niños y los sikhs pudieron marchar.
Resultó que Saladin era el único miembro de la compañía Prospero Players que no
recuperó la libertad; pero sucumbió a la lógica perversa de la situación y, en
lugar de sentirse afligido por verse prisionero, se alegraba de perder de vista
a sus mal educados colegas; a paseo la chusma, pensó.
Eugene Dumsday,
el científico creacionista, se sintió incapaz de aceptar la idea de que los
secuestradores no fueran a liberarlo a él. Se puso en pie, oscilando a su gran
altura como un rascacielos en un huracán, y empezó a gritar incoherencias
histéricamente. Un hilo de saliva le caía por las comisuras de los labios y él
la lamía con lengua febril. Bueno, un momento, canallas, ya está bien, ya está bien, peroqué, peroaquién se le
ocurre, etcétera; preso en su pesadilla de vigilia, siguió babeando y babeando
hasta que uno de los cuatro, evidentemente la mujer, se le acercó y le partió
la mandíbula con la culata del rifle. Y, lo que es peor, el baboso Dumsday en
aquel momento se lamía los labios cuando se le cerraron violentamente los
maxilares, cercenándole la lengua, que fue a parar al pantalón de Saladin
Chamcha, seguida rápidamente de su antiguo propietario. Eugene Dumsday cayó
deslenguado e inconsciente en brazos del actor.
Eugene Dumsday
consiguió la libertad a trueque de perder la lengua; el persuasor consiguió
persuadir a sus captores entregando su instrumento de persuasión. Ellos no
estaban para cuidar a un herido, con riesgo de gangrena, etcétera, por lo que
él siguió al éxodo del avión. En aquellas primeras horas de revuelo, Saladin
Chamcha no hacía más que pensar en cuestiones de detalle, si son rifles
automáticos o metralletas, cómo subieron todo ese material a bordo, en qué partes
del cuerpo se puede recibir una bala sin morirse, qué asustados deben de estar
esos cuatro, qué conscientes de su propia muerte... Una vez se marchó Dumsday,
esperaba quedarse solo, pero en la butaca que había dejado el creacionista se
sentó un hombre diciendo: con permiso, yaar, pero en estas
circunstancias uno necesita compañía. Era la estrella de cine, Gibreel.
* * *
Después de los
primeros días de nervios en tierra, durante los cuales los tres enturbantados
secuestradores se acercaban peligrosamente a los límites de la locura, gritando
a la noche del desierto canallas, venid a cogernos o, también, ay,
dios, ay, dios, ahora nos mandan a los jodidos comandos, esos cabrones
americanos, yaar, esos ingleses gilipollas —momentos durante los
cuales los restantes rehenes cerraban los ojos y rezaban, porque cuando más
miedo tenían era cuando los secuestradores daban señales de debilidad—, se
instaló una cierta rutina que empezaba a parecer lo normal. Dos veces al día,
un solitario vehículo llevaba comida y bebida al Bostan y la depositaba
en la pista. Los mismos rehenes tenían que subir las cajas, mientras los
secuestradores los observaban desde el avión. Aparte de esta visita diaria, no
había contacto con el mundo exterior. La radio había enmudecido. Era como si el
incidente hubiera sido olvidado, como si fuera tan vergonzoso que lo hubieran
borrado. «¡Esos canallas nos dejan que nos pudramos!», exclamó Man Singh, y los
rehenes le hicieron coro con brío: «¡Hijras!
¡Chootias! ¡Mierdas!» Estaban envueltos en calor y silencio y ahora, en los
rincones, empezaban a brillar con luz trémula los espectros. El más nervioso de
los rehenes, un joven con perilla y el pelo rizado y muy corto, se despertó un
amanecer chillando de miedo porque había visto un esqueleto cabalgando en un
camello por las dunas. Otros veían globos de colores suspendidos del aire u
oían batir alas gigantescas. Los tres secuestradores varones cayeron en una
sombría melancolía fatalista. Un día Tavleen los llamó a una conferencia al
extremo del avión. Los rehenes oyeron voces airadas. «Ella les dice que tienen
que presentar un ultimátum —dijo Gibreel Farishta a Chamcha—. Que uno de
nosotros tiene que morir o algo así.» Pero cuando los tres hombres volvieron,
Tavleen no iba con ellos, y ahora en su mirada, además de desánimo había
bochorno. «Han perdido las agallas. Ya no pueden seguir adelante —susurró
Gibreel—. ¿Y ahora qué puede hacer nuestra Tavleen bibi?. Nada. Se acabó
la historia.» Lo que ella hizo:
A fin de
demostrar a sus cautivos, y también a sus compañeros secuestradores, que la
idea del fracaso, de la rendición, nunca debilitaría su decisión, salió de su
momentáneo retiro en el salón de primera clase y se quedó de pie delante de
ellos, como una azafata que fuera a hacer una demostración de medidas de
seguridad. Pero en lugar de ponerse un chaleco salvavidas y levantar la
boquilla del soplador, etcétera, se levantó rápidamente la chilaba negra, que
era su única prenda de vestir, y les mostró su cuerpo desnudo convertido en
verdadero arsenal para que todos pudieran ver las granadas que le colgaban como
pechos extra, y la gelignita sujeta con adhesivo a sus muslos, como lo estaba
en el sueño de Chamcha. Luego volvió a ponerse la túnica y dijo en su voz suave
y oceánica: «Cuando una gran idea nace al mundo, una gran causa, se le formulan
ciertas preguntas cruciales —murmuró—. La Historia nos pregunta: ¿qué clase de
causa somos? ¿Somos inflexibles, absolutos, fuertes o nos mostraremos esclavos
del tiempo, gentes que hacen concesiones y claudican?» Su cuerpo había dado la
respuesta.
Pasaban los
días. Las circunstancias de su cautiverio, en aquel espacio reducido y tórrido,
a un tiempo íntimo y distante, hacían que Saladin Chamcha deseara discutir con
la mujer; la inflexibilidad también puede ser monomanía, quería decirle, puede
ser tiranía y también puede ser debilidad, mientras que lo flexible también
puede ser humano y lo bastante fuerte para perdurar. Pero, desde luego, no dijo
nada y se sumió en el torpor de los
días. Gibreel Farishta descubrió en la bolsa del asiento de delante un folleto
escrito por el ausente Dumsday. Para entonces, Chamcha había advertido el
empeño con el que el astro de cine se resistía al sueño, por lo que no fue
sorprendente verle recitar y aprender de memoria el folleto del creacionista,
mientras sus pesados párpados se iban cerrando y cerrando hasta que él los
obligaba a abrirse. El folleto argüía que incluso los científicos se afanaban
en reinventar a Dios, que una vez hubieran demostrado la existencia de una
fuerza única unificada de la que el electromagnetismo, la gravedad y las
fuerzas grandes y pequeñas de la nueva física no eran sino aspectos, avatares,
como si dijéramos, o ángeles, entonces qué tendríamos sino la cosa más antigua
de todas, un ente supremo que controlaba toda la creación... «Mira, lo que
nuestro amigo dice es que, puestos a elegir entre un tipo de campo de fuerza
abstracto y el Dios vivo y real, ¿con cuál te quedarías? Interesante, ¿no? A
una corriente eléctrica no puedes rezarle. No tiene objeto pedir a una onda la
llave del paraíso. —Cerró los ojos y luego volvió a abrirlos con vehemencia—.
Todo son malditas bobadas — dijo secamente—. Me pone enfermo.»
Después de los
primeros días, Chamcha ya no notaba el mal aliento de Gibreel, porque en aquel
mundo de sudor y miedo nadie olía mucho mejor. Pero era imposible no fijarse en
su cara, en la que los grandes círculos púrpura de su vigilia rodeaban sus ojos
como grandes tiznaduras de aceite. Hasta que, agotadas sus fuerzas, se derrumbó
en el hombro de Saladin y durmió cuatro días de un tirón.
Cuando despertó,
vio que Chamcha, con ayuda del rehén de la perilla y aspecto ratonil, un tal
Jalandri, le había colocado en una fila de asientos del bloque central. Fue al
aseo y estuvo orinando doce minutos. Al volver tenía mirada de terror. Se sentó
otra vez al lado de Chamcha, pero no decía palabra. Dos noches después, Chamcha
le oyó resistirse nuevamente al sueño. O, mejor dicho, a los sueños.
«El décimo pico
más alto del mundo —le oyó murmurar Chamcha— es el Xixabangma Geng, ocho mil
trece metros. El noveno, el Annapurna, ocho mil setenta y ocho. —O empezaba por
el otro extremo—: Primero, el Chomolungma, ocho mil ochocientos cuarenta y
ocho. Dos, el K2, ocho mil seiscientos once. Kanchenjunga, ocho mil quinientos noventa
y ocho. Makalu, Dhaulagiri, Manaslu, Nanga Parbat, metros ocho mil ciento
veintiséis.»
«¿Cuentas los
picos de más de ocho mil metros para dormir? —preguntó Chamcha—. Son más
grandes que las ovejas, pero menos numerosos.» Gibreel Farishta lo miró, furioso;
luego, inclinó la cabeza; tomó una decisión. «No para dormir, amigo.
Para estar despierto.»
Fue entonces
cuando Saladin Chamcha descubrió por qué Gibreel Farishta empezaba a tener
miedo de quedarse dormido. Todo el mundo necesita a alguien con quien hablar, y
Gibreel no había hablado con nadie de lo que ocurrió después de que comiera
cerdos impuros. Los sueños empezaron aquella misma noche. En aquellas visiones,
él estaba siempre presente, no como él mismo, sino como su homónimo, y no
interpretando el papel, compa, sino que yo soy él y él es yo, yo soy el
recondenado arcángel, Gibreel en persona, tamaño jodidamente natural.
Compa. Al igual que a
Zeenat Vakil, a Gibreelle le hacía gracia que Chamcha se hubiera acortado el
nombre. «Bhai, tú, qué risa. De verdad que tiene gracia. O sea que en inglés
eres Chamcha. Pues muy bien. En lugar de mi compañero de viaje, serás mi compa.
Será nuestro chistecito particular.» Gibreel Farishta poseía el don de no
ver cuándo enfurecía a las personas. Saladin odiaba los motes. Pero no podía
hacer nada. Odiar, lo único.
Tal vez fuera
por el mote o tal vez no, lo cierto es que a Saladin las revelaciones de
Gibreel le parecieron patéticas e incongruentes. ¿Qué tenía de particular que
en sueños se viera como un arcángel? Los sueños pueden hacer cualquier cosa.
¿Revelaba algo más que una trivial especie de egomanía? Pero Gibreel sudaba de
miedo. «La cuestión es que cada vez que me duermo el sueño continúa donde
quedó. El mismo sueño en el mismo sitio. Como si alguien parase el vídeo
mientras yo estoy fuera de la habitación. O, o... O como si el que estuviera
despierto fuera el otro, y ésta es la verdadera pesadilla. Como si nosotros
fuéramos su recondenado sueño. Aquí. Todo esto.» Chamcha le miraba fijamente.
«Sí, es una locura, tienes razón», dijo. «Quién sabe si duermen los ángeles, y
no digamos si sueñan. Esto parece una locura. ¿Tengo razón o no?»
«Sí; parece que
estás loco.»
«Entonces, ¿qué
diantre está pasando dentro de mi cabeza?
* * *
Cuanto más
tiempo pasaba sin dormir, más locuaz se volvía. Empezó a obsequiar a los
rehenes, los secuestradores y también a la
maltrecha tripulación del vuelo 420 —aquellas azafatas antes tan desdeñosas y
el flamante personal de la cabina de vuelo, que ahora estaban lúgubres y machucados
en un rincón del avión y que incluso habían perdido su anterior entusiasmo por
unas interminables partidas de rummy—, obsequiarles, decía, con sus
teorías de la reencarnación a cual más excéntrica, comparando su estancia en la
pista próxima al oasis de Al-Zamzam con un segundo período de gestación,
diciendo a todo el mundo que estaban todos muertos para el mundo y en fase de
ser regenerados, creados de nuevo. Esta idea parecía animarle bastante, pero
hizo que muchos de los rehenes desearan darle una paliza, y se subió de pie a
una butaca para explicar que el día de su liberación sería el día de su
renacimiento, optimismo que tuvo la virtud de calmar a su auditorio. «Extraño
pero cierto —exclamó—. Ése será el día cero y puesto que todos naceremos a la
vez, a partir de entonces todos tendremos la misma edad para el resto de
nuestra vida. ¿Cómo se llama a los cincuenta hijos que nacen de un solo parto?
Sabe Dios. Cincuentillizos. ¡Maldición!»
Para el
enloquecido Gibreel, la reencarnación era un término bajo el que se amalgamaban
muchas ideas: el Ave Fénix que surge de las cenizas, la Resurrección de
Jesucristo, la transmigración, en el instante de la muerte, del alma del Dalai
Lama en el cuerpo de un recién nacido..., cosas que se confundían con los avatares
de Vishnu, las metamorfosis de Júpiter, que imitó a Vishnu y adoptó la forma de
un toro, etcétera, incluyendo, naturalmente, la progresión de los seres humanos
por sucesivos ciclos de vida, ora como cucarachas, ora como reyes, hasta la
dicha del no volver. Para volver a nacer, tienes que morir. Chamcha no
se molestó en protestar que, en la mayoría de los ejemplos que ponía Gibreel en
sus soliloquios, la metamorfosis no exigía la muerte; se había entrado en la
nueva carne por otras vías. Gibreel, en su alto vuelo, moviendo los brazos como
imperiosas alas, no soportaba interrupciones. «Lo viejo debe morir, atended al
mensaje, o lo nuevo no podrá ser lo que sea.»
A veces, la
perorata acababa con llanto. Farishta, extenuado, perdía la serenidad y apoyaba
la cara, sollozando, en el hombro de Chamcha y éste —el cautiverio prolongado
erosiona cierta reserva en el cautivo— le acariciaba la mejilla y le daba un
beso en el pelo. Vamos, vamos, vamos. Otras veces, podía más la irritación. La
séptima vez que Farishta citó al castaño de Gramsci, Saladin gritó indignado:
Quizás eso mismo esté ocurriéndote a ti, bocazas; tu viejo yo se está muriendo y ese ángel de tus sueños trata
de encarnarse en ti.
* * *
«¿Quieres saber
algo realmente raro? —Gibreel, al cabo de ciento un días, ofrecía más
confidencias a Chamcha—. ¿Quieres saber por qué estoy aquí? —De todos modos, se
lo dijo—: Por una mujer. Sí, señor. Por el jodido gran amor de mi jodida vida.
Con la que he pasado en total tres días y medio. ¿No demuestra eso que estoy
realmente majareta? ¿Qué dices, compa, viejo Chamcha?»
Y: «¿Cómo
explicártelo? Tres días y medio de eso, ¿cuánto tiempo necesitas para saber que
ha ocurrido lo mejor de todo, la cosa más profunda, el momento de la verdad? Te
lo juro, cuando la besé, saltaron condenadas chispas, yaar, créelo o no,
ella dijo que era electricidad estática de la moqueta, pero yo he besado a
muñecas en habitaciones de hotel antes y aquello fue lo auténtico, lo grande.
Jodidas descargas eléctricas, tú, tuve que dar un salto atrás, con un
calambre.»
No tenía
palabras para describirla, aquella mujer de hielo de la montaña, para expresar
lo que había sido aquel momento en que su vida quedó hecha pedazos a sus pies y
ella se convirtió en el significado de su vida. «Tú no lo entiendes —renunció—.
Será que tú nunca encontraste a una persona por la que cruzarías el mundo, por
la que lo dejarías todo plantado y tomarías un avión. Ella subió al Everest,
tú. Veintinueve mil dos pies, o quizá veintinueve mil ciento cuarenta y uno.
Hasta la misma cima. ¿Imaginas que no había de subirme a un jumbo por una mujer
como ella?»
Cuanto más se
empeñaba Gibreel Farishta en explicar su obsesión por Alleluia Cone, la
escaladora, con más empeño trataba Saladin de evocar el recuerdo de Pamela, pero
ella se le resistía. Al principio quien le visitaba era Zeeny, su sombra, y, al
cabo de un tiempo, nadie. La pasión de Gibreel empezó a poner a Chamcha
frenético de indignación y frustración, pero Farishta no lo notaba, le daba
palmadas en la espalda, anímate, compa, ya queda poco.
* * *
Al ciento décimo
día, Tavleen se acercó a Jalandri, el pequeño rehén de barba de chivo, y le
hizo una seña con el dedo. Nuestra paciencia se ha agotado, anunció; hemos
enviado vanos ultimátums sin recibir respuesta, ha llegado la hora del primer sacrificio. Ella utilizó esta palabra:
sacrificio. Miró a Jalandri a los ojos y pronunció su sentencia de muerte: «Tú
serás el primero. Apóstata, traidor, infame.» Ordenó a la tripulación que se
preparasen para despegar; no iba a exponerse a que asaltaran el avión después
de la ejecución y, con la punta del rifle, empujó a Jalandri hacia la puerta
abierta de delante, mientras él chillaba y pedía clemencia. «Esa mujer tiene
buena vista —dijo Gibreel a Chamcha—. Es un cut-sird.» Jalandri era su
primer objetivo por su decisión de descartar el turbante y cortarse el pelo,
con lo cual se había convertido en traidor a su fe, un sirdarji tonsurado.
Cut-Sird. Una sentencia de siete letras. Inapelable.
Jalandri se
había puesto de rodillas, unas manchas se le extendían por el fondillo de los
pantalones. Ella lo arrastraba hacia la puerta agarrándolo del pelo. Nadie se
movió. Dura Buta Man Singh volvieron la espalda al cuadro. Él estaba
arrodillado de espaldas a la puerta; Tavleen le dio la vuelta, le disparó en la
nuca y él cayó al asfalto. La mujer cerró la puerta.
Man Singh, el
más joven y nervioso del cuarteto, le gritó: «¿Y ahora adónde vamos? Allí donde
vayamos seguro que nos mandan a los comandos. Estamos perdidos.»
«El martirio es
un privilegio —dijo ella con suavidad—. Seremos como las estrellas; como el
sol.»
* * *
La arena cedió
paso a la nieve. Europa en invierno, bajo su alfombra blanca que la
transformaba, su blancura fantasmagórica relucía en la noche. Los Alpes,
Francia, la costa de Inglaterra, rocas blancas que se erguían hasta unos prados
blanqueados. Mr. Saladin Chamcha, anticipando ansiosamente la llegada, se caló
el bombín. El mundo había redescubierto el vuelo AI-420, el Boeing 747 Bostan.
El radar lo seguía; crepitaba la radio. ¿Desean permiso para aterrizar? Pero
no se solicitaba permiso. El Bostan volaba en círculo sobre las costas
de Inglaterra como una gigantesca ave marina. Gaviota. Albatros. Los
indicadores de combustible descendían hacia el cero.
Cuando estalló
la pelea, pilló desprevenidos a todos los pasajeros, porque ahora los tres
secuestradores masculinos no discutían con Tavleen, no hubo furiosos cuchicheos
acerca del combustible ni qué coño te propones, sino un hosco
silencio, ni siquiera hablaban entre sí, como si hubieran abandonado toda
esperanza, y entonces fue cuando Man Singh perdió la cabeza y fue a por ella. Los rehenes miraban la
lucha a muerte, incapaces de sentirse involucrados, porque un extraño
distanciamiento de la realidad se había apoderado de todo el avión, una especie
de indiferencia, un fatalismo podríamos decir. Los dos cayeron al suelo y ella
le clavó el cuchillo en el estómago. Eso fue todo; la rapidez acrecentó la
aparente intrascendencia del hecho. Luego, en el instante en que ella se
levantó fue como si todo el mundo despertara; todos vieron con claridad que
aquella mujer iba en serio, que pensaba llegar hasta el fin: en la mano tenía
el cable que conectaba todas las espoletas de todas las granadas que llevaba
debajo de la túnica, todos aquellos pechos fatídicos, y aunque en aquel momento
Buta y Dura se le echaron encima, ella tiró del cable y las paredes saltaron.
No; muerte, no:
nacimiento.
II
MAHOUND
MAHOUND
Gibreel, cuando
se somete a lo inevitable, cuando, con párpados pesados, se desliza hacia
visiones de su peripecia angélica, se cruza con su amante madre que tiene para
él un nombre diferente, Shaitan, le llama, Shaitan, ni más ni menos, porque él
ha estado enredando con los tiffins que hay que llevar a la ciudad, para
almuerzo de los oficinistas, chico travieso, ella corta el aire con la mano, el
muy granuja ha puesto recipientes de carne destinados a los musulmanes en las
bolsas de los hindúes no vegetarianos y los clientes se han indignado.
Diablillo, le reprende, pero luego lo toma en brazos, mi pequeño farishta, los
niños ya se sabe, y él la deja atrás mientras sigue hundiéndose en el sueño y
creciendo a medida que va cayendo, y aquella caída empieza a parecer una huida,
y la voz de su madre flota hasta él desde lo hondo, baba, mira cómo has
crecido, qué enorme, ah, ah, palmadas. Él, gigantesco, sin alas, tiene los pies
en el horizonte y los brazos alrededor del sol. En los primeros sueños, él ve
comienzos: Shaitan, expulsado del cielo, extiende el brazo hacia una rama de la
Cosa Suprema, el loto del último confín que está debajo del Trono, pero Shaitan
no lo alcanza, cae, plaf. Pero siguió viviendo, no estaba, no podía estar
muerto, cantaba desde las profundidades del infierno sus versos suaves y
seductores. Oh, las dulces canciones que él cantaba y en las que sus hijas
hacían coro diabólico, sí, las tres, Lat Manat Uzza, niñas sin madre que ríen
con su abba, que esconden la risa con la mano mirando a Gibreel, ya
verás la broma que te reservamos, a ti y al comerciante de la montaña. Pero
antes del comerciante hay otras historias, aquí tenemos al arcángel Gibreel
mostrando la fuente de Zamzam a Hagar, la egipcia, para que, cuando el profeta
Ibrahim la abandone en el desierto con el hijo de ambos, ella pueda beber el
agua fresca del manantial y salvar la vida. Y, después, cuando el jurhum ciegue
la fuente de Zamzam con barro y gacelas doradas, por lo que estará perdida
durante algún tiempo, él volverá a mostrarla, a Muttalib, el de las tiendas
escarlata, padre del niño de pelo
de plata que, a su vez, engendrará al comerciante. El comerciante: aquí viene
ya.
A veces,
mientras duerme, Gibreel se siente dormir, fuera del sueño, se siente soñar que
sueña, y entonces llega el pánico. Oh, Dios, exclama, Oh, tododiós, aladiós,
estoy perdido, pobre de mí. Tengo cascada la sesera, estoy completamente loco,
un babuino chiflado, una cabra. Lo mismo que sintió él, el comerciante, la
primera vez que vio al arcángel: pensó que estaba pirado, quiso tirarse desde
una peña, desde una peña muy alta, una peña en la que crecía un loto
desmedrado, una peña tan alta como el techo del mundo.
Ya viene, ya
sube por el monte Cone, camino de la cueva. Feliz cumpleaños: hoy cumple
cuarenta y cuatro. Pero, aunque allá abajo, a su espalda, la ciudad bulle en
fiestas, él sube solo. No hubo para él traje nuevo de cumpleaños, bien
planchado y doblado al pie de la cama. Hombre de gustos ascéticos. (¿Qué
extraño tipo de comerciante es éste?)
Pregunta: ¿Qué
es lo contrario de fe?
No es
descreimiento. Excesivamente definitivo, cierto, terminante. En sí es una
especie de creencia.
La duda.
En la condición
humana; pero ¿y en la angélica? A medio camino entre Aladiós y el homosap,
¿dudaron alguna vez? Sí; un día, desafiando la voluntad de Dios, se escondieron
debajo del Trono para murmurar, osaron preguntar cosas prohibidas:
antipreguntas. Es lícito que. No podría cuestionarse. Libertad, la vieja anti.
Él los calmó, naturalmente, utilizando artes empresariales a lo divino. Los
halagó: vosotros seréis los instrumentos de mi voluntad en la tierra, de la
salvacondenación del hombre y demás etcétera. Y, en un abrir y cerrar de ojos,
fin de la protesta, adelante con las aureolas y vuelta al trabajo. A los
ángeles se les apacigua con facilidad; conviértelos en instrumentos y tocarán
la música que quieras. Los humanos son más duros de pelar, todo lo dudan,
incluso lo que está delante de sus propios ojos. Y detrás de sus ojos. Aquello
que, cuando les pesan los párpados, desfila por dentro... los ángeles lo que se
dice mucha voluntad no tienen. Voluntad es discrepancia; no sumisión;
disensión.
Ya lo sé;
discurso de diablo, Shaitan que interrumpe a Gibreel.
¿Yo?
El comerciante:
tiene el aspecto que debe tener, frente alta, nariz aguileña, hombros anchos,
caderas estrechas. Estatura mediana,
taciturno, vestido con dos trozos de lienzo, cada uno de cuatro varas, uno
alrededor del cuerpo y el otro sobre el hombro. Ojos grandes, pestañas largas,
como de muchacha. Sus pasos pueden parecer muy largos para sus piernas, pero es
hombre de pie ligero. Los huérfanos aprenden a ser blancos móviles, andan de
prisa, tienen reacciones rápidas, cautela. Sube por entre los espinos y los
opabálsamos, saltando pedruscos, es hombre ágil y fuerte, no un usurero fofo.
Y, sí, insisto: no abundan los comerciantes que se vayan al desierto, que suban
al monte Cone, a veces un mes seguido, únicamente para estar solo.
Su nombre:
nombre de sueño, cambiado por la visión. Correctamente pronunciado significa:
«aquel para el que gracias deben ser dadas», pero él no atendería; tampoco,
aunque él sabe cómo le llaman, cuál es el apodo que le dan en Jahilia, allá
abajo —aquel que sube y baja el viejo Coney—. Aquí no es Muhammad ni es
MoeHammered, sino que ha adoptado el mote que le colgaron los farangis. Insultos
convertidos en blasón: whigs, tories, blacks, todos optaron con orgullo
por el nombre que se les daba con desdén. Así también nuestro solitario
escalador de montañas con vocación de profeta será el coco medieval que asusta
a los niños, sinónimo del diablo: Mahound.
Éste es él.
Mahound, el comerciante, que sube su tórrida montaña del Hijaz. A sus pies,
brilla al sol el espejismo de una ciudad.
* * *
La ciudad de
Jahilia está construida toda de arena, sus muros están formados por el desierto
en el que se levanta. Es una visión extraña: amurallada, con cuatro puertas,
toda ella un milagro realizado por sus ciudadanos que dominan el arte de
transformar la fina arena blanca de estas remotas dunas —el mismo símbolo de la
inconsistencia, la quintaesencia de lo inconstante, fluido, engañoso, efímero—
y, por medio de la alquimia, han hecho de ella el material de su recién
inventada permanencia. Este pueblo se encuentra sólo a tres o cuatro
generaciones de su pasado nómada, de la época en la que tenía tan poco arraigo
como las dunas o creía que el camino era el hogar.
— El emigrante,
por el contrario, puede prescindir totalmente del viaje; no es más que un mal
necesario; lo que importa es llegar—.
Bien, muy
recientemente y como buenos comerciantes que
son,
los jahilianos se establecieron en la intersección de las rutas de las grandes
caravanas y domeñaron las dunas. Ahora la arena sirve a los poderosos
mercaderes urbanos. Prensada en adoquines, pavimenta las tortuosas calles de
Jahilia; por la noche, llamas doradas arden en braseros de arena bruñida. Hay
cristales en las ventanas, en las largas y estrechas ventanas abiertas en las
altísimas paredes de arena de los palacios de los comerciantes; en los
callejones de Jahilia los carros tirados por asnos avanzan sobre suaves ruedas
de silicio. Yo, en mi maldad, a veces imagino que llega por el desierto una ola
gigante, un alto muro de agua espumeante y rugiente, una catástrofe líquida
llena de barcos crujientes y brazos náufragos, un maremoto que arrasaría estos orgullosos
castillos de arena, reduciéndolos a los granos de los que salieron. Pero aquí
no hay olas. El agua es la enemiga de Jahilia. Es transportada en cántaros de
barro y no puede ser derramada (el código penal señala duros castigos para los
infractores) porque dondequiera que cae una gota la ciudad se erosiona
alarmantemente. Las casas se inclinan y vacilan. Los aguadores de Jahilia son
una necesidad odiosa, parias imprescindibles y, por lo tanto, inexcusables. En
Jahilia nunca llueve; en los jardines de silicio no hay fuentes. Unas cuantas
palmeras crecen en patios cerrados y sus raíces han de recorrer gran trecho en
busca de humedad. El agua de la ciudad procede de arroyos y fuentes
subterráneas, una de ellas, la fabulosa Zamzam, situada en el corazón de la
concéntrica ciudad de arena, junto a la Casa de la Piedra Negra. Aquí, en
Zamzam, un behesti, un despreciado aguador, extrae el fluido vital y
peligroso. El aguador tiene nombre: se llama Khalid.
Jahilia, ciudad
de comerciantes. El nombre de la tribu es Shark.
En esta ciudad,
Mahound, el comerciante-profeta, está fundando una de las grandes religiones
del mundo; y en este día, el día de su cumpleaños, ha llegado a la encrucijada
de su vida. Una voz le susurra al oído: ¿Qué clase de idea eres tú? ¿Hombre
o ratón?
Nosotros
conocemos la voz. Ya la oímos una vez.
* * *
Mientras Mahound
trepa al Coney, Jahilia celebra otro aniversario. En los tiempos antiguos, el
patriarca Ibrahim llegó a este valle con Hagar e Ismail, el hijo de ambos.
Aquí, en este desierto, la abandonó. Ella le preguntó ¿puede ser esto voluntad
de Dios? Y él respondió lo es. Y se marchó, el muy canalla. Desde el principio, los hombres han
utilizado a Dios para justificar lo injustificable. Sus designios son
insondables, dicen los hombres. No es de extrañar, entonces, que las mujeres se
hayan vuelto hacia mí... Pero no nos desviemos; Hagar no era una pécora. Ella
tenía confianza: pues entonces él no permitirá que yo muera. Cuando
Ibrahim la dejó ella dio de mamar al niño hasta que se quedó sin leche. Luego
subió dos montañas, Safa y Marwah, corriendo de una a otra en su desesperación,
tratando de descubrir una tienda, un camello, un ser humano. No vio nada.
Entonces fue cuando acudió a ella Gibreel y le mostró las aguas de Zamzam. Y
Hagar sobrevivió; pero ¿por qué se congregan ahora los peregrinos? ¿Para
celebrar que ella se salvara? No, no. Celebran el honor que fue otorgado al
valle con la visita de, sí, lo han adivinado, Ibrahim. En el nombre de aquel
amante esposo se reúnen, rezan y, sobre todo, gastan.
Hoy Jahilia es
toda perfume. Los aromas de Arabia, de Arabia Odorífera, impregnan el
aire: bálsamo, cassis, canela, incienso, mirra. Los peregrinos beben el vino de
la datilera y pasean por la gran feria de la fiesta de Ibrahim. Y, entre ellos,
deambula uno cuyo sombrío ceño se destaca entre la alegre muchedumbre: un
hombre alto, con ropas anchas y blancas, casi toda una cabeza más alto que
Mahound. Lleva la barba recortada, siguiendo el contorno de su cara de mejillas
hundidas y pómulos pronunciados. Camina con el contoneo, con la elegancia
terrible del poder. ¿Cómo se llama? Por fin, la visión da su nombre; también lo
ha cambiado el sueño. Éste es Karim Abu Simbel, grande de Jahilia, esposo de la
feroz Hind. Jefe del consejo de la ciudad, dueño de incalculables riquezas, de
los lucrativos templos de las puertas de la ciudad y de muchos camellos,
controlador de caravanas y esposo de la mujer más hermosa de la región. ¿Qué
había de conmover las ideas de semejante hombre? No obstante, también Abu
Simbel se acerca a una encrucijada. Un nombre le roe por dentro, y ya pueden
ustedes imaginar cuál es, Mahound, Mahound, Mahound.
¡Qué esplendor
el de la feria de Jahilia! Aquí, en amplias tiendas perfumadas, se exhiben
especias, hojas de sena, maderas fragantes; aquí están los vendedores de
perfume que compiten por las narices, y por las bolsas, de los peregrinos. Abu
Simbel se abre paso entre la multitud. Los comerciantes, judíos, monofisitas y
nabateos, compran y venden objetos de plata y oro, pesando y mordiendo monedas
con diente experto. Aquí hay lino de Egipto y seda de la China; de Basra, armas
y grano. Hay juego, y bebida, y baile. Hay esclavos en venta: nubios, anatolios, etíopes. Las cuatro ramas
de la tribu de Shark controlan distintos sectores de la feria. Los perfumes y
especias, en las Tiendas Escarlata, y los tejidos y cueros, en las Tiendas
Negras. El grupo de Pelo de Plata se encarga de los metales preciosos y las
espadas. La diversión —dados, danzarinas, vino de palma, hachís y afeem—
compete a la cuarta rama, los Dueños de los Camellos Moteados, que también
dirigen el mercado de esclavos. Abu Simbel mira al interior de una tienda de
danza. Los peregrinos están sentados sosteniendo la bolsa del dinero con la
mano izquierda; de vez en cuando una moneda pasa de la bolsa a la palma de la
mano derecha. Las danzarinas mueven el vientre y sudan sin apartar la mirada de
los dedos de los peregrinos; cuando dejan de correr las monedas, termina la
danza. El gran hombre hace una mueca y deja caer el alerón de la tienda.
Jahilia está
construida en una serie de desiguales círculos. Sus casas se esparcen hacia el
exterior partiendo de la Casa de la Piedra Negra, aproximadamente por orden de
riqueza y rango. El palacio de Abu Simbel está en el primer círculo, el más
interno; él avanza por una de las sinuosas calles radiales barridas por el
viento, por delante de los numerosos videntes de la ciudad que, a cambio del
dinero de los peregrinos, trinan, rugen o silban, poseídos por djinnis de
pájaros, fieras o serpientes. Le sale al paso, en cuclillas, una hechicera que
no ha visto a quién aborda: «¿Quieres cautivar el corazón de una muchacha, mi
bien? ¿Quieres tener a tu merced a un enemigo? ¡Prueba mis artes; prueba mis
nuditos!» Y levanta una cuerda de nudos, haciéndola oscilar, captador de vidas
humanas; pero, al ver a quien tiene delante, deja caer el brazo con desencanto
y se aleja refunfuñando entre la arena.
Por todas
partes, ruidos y codos. Los poetas declaman, subidos a cajas, y los peregrinos arrojan
monedas a sus pies. Hay bardos que recitan versos rajaz cuyo metro
tetrasílabo se inspira, según la leyenda, en el paso del camello; otros recitan
qasidah, poemas de amantes ingratas, aventuras del desierto, la caza del
onagro. Dentro de un día aproximadamente se celebrará el concurso anual de
poesía, después del cual los siete mejores versos serán clavados en las paredes
de la Casa de la Piedra Negra. Los poetas se preparan para el gran día; Abu
Simbel ríe de los cantores que cantan sátiras malévolas y odas vitriólicas
encargadas por un jefe contra otro, por una tribu contra su vecina. Y saluda
inclinando la cabeza cuando uno de los poetas se sitúa a su lado acomodando el
paso, un joven delgado y vivaz de dedos nerviosos. Este hombre, a pesar de su juventud, posee la lengua más
temida de toda Jahilia, pero hacia Abu Simbel se muestra casi deferente.
«¿Por qué tan preocupado, grande? Si no estuvieras perdiendo el pelo, yo te
diría que te lo soltaras.» Abu Simbel esboza su sonrisa oblicua. «Qué reputación
la tuya — murmura—. Cuánta fama, incluso antes de que se te caigan los dientes
de leche. Cuidado no tengamos que arrancártelos.» Bromea, habla con ligereza,
pero incluso la ligereza está aderezada de amenaza, por la magnitud de su
poder. El muchacho no se inmuta. Acompasando perfectamente la marcha, responde:
«Por cada uno que me arranquéis nacerá otro más fuerte que morderá mejor y hará
brotar chorros de sangre más caliente.» El Grande asiente levemente. «Te gusta
el sabor de la sangre», dice. El muchacho se encoge de hombros. «La misión del
poeta es nombrar lo innombrable, denunciar el engaño, tomar partido, iniciar
discusiones, dar forma al mundo e impedir que se duerma.» Y si de los cortes
que infligen sus versos brotan ríos de sangre, de ellos se alimentará. Éste es
Baal, el satírico.
Pasa una litera
con cortinillas; una gran dama de la ciudad que va a ver la feria, transportada
a hombros de ocho esclavos anatolios. Abu Simbel toma del brazo al joven Baal
con el pretexto de apartarlo del paso y murmura: «Quería verte; permíteme una
palabra.» Baal se admira de la habilidad del Grande. Cuando busca a un hombre
puede hacer que su presa piense que ha cazado al cazador. Abu Simbel aumenta la
presión de su mano; llevándolo del codo, lo conduce hasta el santo de los
santos, situado en el centro de la ciudad.
«Tengo que darte
un encargo —dice el Grande—. Asunto literario. Yo conozco mis limitaciones; las
dotes para la malicia rimada, el arte del insulto métrico están fuera de mi
alcance. Tú ya me entiendes.»
Pero Baal,
orgulloso y arrogante, se yergue para defender su dignidad. «No está bien que
el artista se convierta en servidor del Estado.» La voz de Simbel se suaviza y
adquiere una entonación más dulce. «Ah, sí. Pero ponerte a la disposición de
asesinos es cosa perfectamente honorable.» En Jahilia hace furor el culto de
los muertos. Cuando un hombre muere, las plañideras alquiladas se golpean, se
arañan el pecho y se mesan los cabellos. Sobre la tumba se deja morir a un
camello desjarretado. Y si el hombre ha sido asesinado, su pariente más próximo
hace votos de ascetismo y persigue al asesino hasta que la sangre es vengada
con sangre; entonces es costumbre componer una poesía celebrándolo, pero pocos son los vengadores que poseen el don de la
versificación. Muchos poetas se ganan la vida escribiendo cantos de asesinato,
y existe la creencia general de que el mejor de estos cantores de la sangre es
el precoz polemista Baal. Cuyo orgullo profesional le impide ahora sentirse
herido por la ironía del Grande. «Es cuestión cultural», responde. Abu Simbel
se hace más meloso todavía. «Quizá sí —musita a las puertas de la Casa de la
Piedra Negra—. Pero, Baal, reconócelo, ¿no me debes cierta consideración? Los
dos servimos, o así lo creía yo, a la misma señora.»
Ahora la sangre
huye de las mejillas de Baal; su confianza se resquebraja, se desprende de él
como una concha. El Grande, aparentemente ajeno a su confusión, lleva al
satirista al interior de la Casa.
En Jahilia se
dice que este valle es el ombligo de la tierra; que el planeta, cuando fue
creado, empezó a girar en torno a este punto. Adán llegó y vio un milagro:
cuatro columnas de esmeralda que sostenían un rubí gigantesco y, debajo de este
dosel, una gran piedra blanca, que resplandecía también, como una visión de su
propia alma. Adán construyó fuertes muros alrededor de la visión a fin de
atarla para siempre a la tierra. Aquella fue la primera Casa. Fue reconstruida
muchas veces —una vez, por Ibrahim, después de que Hagar e Ismail se salvaran
gracias a la intervención del ángel— y poco a poco, la infinidad de manos de
los peregrinos de los siglos oscurecieron la piedra blanca hasta hacerla negra.
Luego llegó el tiempo de los ídolos; en los tiempos de Mahound, trescientos
sesenta dioses de piedra se apiñaban alrededor de la auténtica piedra de Dios.
¿Qué habría
pensado el viejo Adán? Sus propios hijos están aquí ahora: el coloso de Hubal,
enviado por los amalecitas de Hit, se yergue sobre el pozo del tesoro, Hubal,
el pastor, el pálido creciente de luna, y el torvo y peligroso Kain, que es el
menguante, herrero y músico; también él tiene sus devotos.
Hubal y Kain
contemplan desde su altura al Grande y al poeta que pasean. Y el protoDionisos
nabateo, El-de-Shara; y Astarté, lucero del alba, y el saturnino Nakruh. Aquí
está Manaf, el dios sol. ¡Mira, ahí aletea el gigantesco Nastr, el dios águila!
Mira a Quzah, que sostiene el arco iris... No es esto una inundación de dioses,
una riada de piedra, para alimentar la gula de los peregrinos, para saciar su
sed profana. Estas deidades, para atraer a los viajeros, vienen —al igual que
los peregrinos— de muy lejos. También los ídolos son delegados en una especie
de feria internacional.
Aquí hay un dios
llamado Alá (que significa, simplemente el dios). Pregunta a los jahilianos y
ellos reconocerán que este sujeto tiene una especie de autoridad general, pero
no es muy popular: un universalista en una época de imágenes especialistas.
Abu Simbel y
Baal, que ha empezado a sudar, han llegado a los altares, colocados uno al lado
del otro, de las tres diosas más amadas de Jahilia. Se inclinan delante de las
tres: Uzza, la de rostro resplandeciente, diosa de la belleza y del amor; la
oscura y sombría Manat, la que vuelve la cara, de misteriosos designios, que
deja correr arena entre los dedos; la que rige el destino; y, por último, la
más importante de las tres, la diosa-madre a la que los griegos llamaban Lato.
Ilat la llaman aquí o, con frecuencia, Al-Lat. La diosa. Su mismo nombre
la hace oponente e igual de Alá. Lat, la omnipotente. Con súbito alivio en la
cara, Baal se arroja al suelo y se prosterna ante ella. Abu Simbel permanece de
pie.
La familia de
Abu Simbel, Grande de Jahilia —o, para ser exactos, de Hind, su esposa—,
controla el célebre templo de Lat, situado en la puerta sur de la ciudad.
(También perciben las rentas del templo de Manat, en la puerta este, y del
templo de Uzza, en la puerta norte.) Estas concesiones son la base de las
riquezas del Grande, por lo que, naturalmente, y Baal así lo comprende, él es
siervo de Lat. Y la devoción del poeta por esta diosa es conocida en toda
Jahilia. ¡Así que sólo a esto se refería! Temblando de alivio, Baal permanece
postrado, dando gracias a su divina patrona. La cual le mira con benevolencia;
pero no hay que fiarse de la expresión de una diosa. Baal acaba de equivocarse.
Insospechadamente,
el Grande da al poeta un puntapié en los ríñones. Baal, atacado en el momento
en que se creía a salvo, chilla y rueda, y Abu Simbel va tras él, sin dejar de
dar puntapiés. Se oye el crujido de una costilla al partirse. «Canalla —comenta
el Grande con voz suave y afable—. Truhán de voz chillona y testículos
pequeños. ¿Pensabas que el sacerdote del templo de Lat se consideraría camarada
tuyo por tu pasión de adolescente por la diosa?» Más puntapiés, acompasados,
metódicos. Baal llora a los pies de Abu Simbel. La Casa de la Piedra Negra está
muy concurrida, pero ¿quién se atrevería a interponerse entre el Grande y su
ira? De pronto, el verdugo de Baal se inclina, agarra del pelo al poeta, le
levanta la cabeza y le susurra al oído: «Baal, no era ella la señora a la que
yo me refería», y entonces Baal profiere un aullido de horrísona autocompasión,
porque sabe que su vida va a terminar, va a terminar cuando tiene todavía tanto por conseguir, el infeliz. Los labios del
Grande le rozan la oreja. «Excremento de camello asustado —susurra Abu Simbel—,
yo sé que tú te acuestas con mi esposa.» Observa con interés que Baal ha
adquirido una perceptible erección, irónico monumento a su miedo.
Abu Simbel, el
Grande burlado, se levanta, ordena: «De pie» y Baal, perplejo, le sigue al
exterior.
Las tumbas de
Ismail y de su madre Hagar, la egipcia, están en la fachada noroeste de la Casa
de la Piedra Negra, en un recinto rodeado de un muro bajo. Abu Simbel se acerca
a esta zona y se para a cierta distancia. En el recinto hay un pequeño grupo de
hombres. Están Khalid, el aguador, un vagabundo persa que responde al curioso
nombre de Salman y, completando esta trinidad de la escoria, Bilal, el liberado
por Mahound, un enorme monstruo negro con una voz acorde con su tamaño. Los
tres haraganes están sentados en el muro. «Ese hatajo de inútiles —dice Abu
Simbel—, ésos son tus objetivos. Escribe sobre ellos, y también sobre su jefe.»
Baal, a pesar del miedo, no puede disimular la incredulidad. «Grande, ¿esos
idiotas, esos inmundos payasos? No debes preocuparte por ellos. ¿Piensas acaso
que el solitario Dios de Mahound arruinará tus templos? ¿Trescientos sesenta
contra uno y va a ganar el uno? Imposible.» Ríe, casi histérico. Abu Simbel
permanece sereno: «Guarda tus insultos para tus versos.» Baal no puede contener
la risa. «Una revolución de aguadores, inmigrantes y esclavos..., buáa, Grande.
Qué miedo.» Abu Simbel mira fijamente al poeta, que no cesa de reír. «Sí —
responde—, haces bien en tener miedo. Empieza a escribir, haz el favor, y
espero que esos versos sean tu obra maestra.» Baal se derrumba y gime: «Pero
será desperdiciar mi, mi pequeño talento...» Entonces ve que ha hablado
demasiado.
«Obedece; no
tienes elección», son las últimas palabras que le dice Abu Simbel.
* * *
El Grande de
Jahilia está repantigado en su dormitorio mientras las concubinas le sirven.
Aceite de coco para su pelo pobre, vino para su paladar, lenguas para su
deleite. Tiene razón el chico. ¿Por qué temo yo a Mahound? Distraídamente,
empieza a contar las concubinas y al llegar a quince abandona, agitando una
mano. El chico. Hind seguirá viéndolo, desde luego; ¿qué posibilidades tiene
él de resistírsele? Es una debilidad, lo sabe; ve demasiado y tolera
demasiado. Él tiene sus apetitos; ¿por qué no va a tener ella los suyos?
Mientras sea discreta, y mientras él lo
sepa. Él debe saberlo; el conocimiento es su narcótico, su adicción. Él no
puede tolerar lo que no conoce, y por esta razón, si no por otra, Mahound es su
enemigo, Mahound, con su hatajo de desharrapados. El chico tenía razón al
reírse. Él, el Grande de Jahilia, ríe más difícilmente. Al igual que su
oponente, es hombre cauto, él camina sigilosamente. Recuerda al grandullón, el
esclavo Bilal, al que su amo, a la puerta del templo de Lat, pidió que
enumerara los dioses. «Uno», respondió él con su vozarrón musical. Blasfemia
que puede castigarse con la muerte. Lo estiraron en la feria, con un pedrusco
en el pecho. ¿Cuántos has dicho? Uno, repetía él, uno. Agregaron otro
pedrusco al primero. Uno uno uno. Mahound pagó una gran suma al amo y
liberó a Bilal.
No, piensa Abu
Simbel, el joven Baal se equivoca: ocuparse de estos hombres no es perder el
tiempo. ¿Por qué temo yo a Mahound? Por eso: uno uno uno, su aterradora
singularidad. Mientras que yo estoy siempre dividido, siempre dos o tres o
quince. Incluso puedo apreciar su punto de vista; él es tan rico y próspero
como cualquiera de nosotros, como cualquiera de los consejeros, pero, puesto
que carece de las adecuadas relaciones familiares, no le hemos ofrecido un
lugar en nuestro grupo. Excluido por su orfandad de la buena sociedad
mercantil, se siente marginado, cree que no ha recibido lo que merece. Siempre
fue un tipo ambicioso. Ambicioso, pero también solitario. No se llega a lo más
alto trepando a una montaña en soledad. A no ser, quizá, que allí encuentres un
ángel..., sí, eso es. Ahora sé lo que se propone. Pero él a mí no me
entendería. ¿Qué clase de idea soy yo? Yo me doblego. Yo me inclino. Yo
calculo las probabilidades, arrío velas, manipulo, sobrevivo. Por ello no
quiero acusar de adulterio a Hind. Formamos una buena pareja, hielo y fuego. El
escudo de su familia, el fabuloso león rojo, la mantícora de muchos dientes.
Que juegue con su poeta; entre nosotros nunca hubo relación sexual. Acabaré con
él cuando ella haya acabado. Qué mentira tan grande, piensa el Grande de
Jahilia mientras se duerme, aquello de que la pluma es más fuerte que la
espada.
* * *
Las fortunas de
la ciudad de Jahilia se hicieron gracias a la supremacía de la arena sobre el
agua. En los viejos tiempos, se creía más seguro transportar las mercancías por
el desierto que por los mares, en los que en cualquier momento podían atacar los monzones. En aquellos tiempos anteriores
a la meteorología estas cosas eran imposibles de predecir. Por esta razón, los
caravanserrallos prosperaban. Los productos del mundo iban de Zafar a Saba y de
allí a Jahilia y al oasis de Ahrib y hasta Midian, donde vivía Moisés, y de
allí a Aqabah y Egipto. De Jahilia partían otras rutas; al Este y Noreste,
hacia Mesopotamia y el gran Imperio persa. A Petra y a Palmira, donde Salomón
amó a la reina de Saba. Aquéllos eran días prósperos. Pero ahora las flotas que
surcan las aguas que rodean la península son más osadas; sus tripulaciones, más
diestras; sus instrumentos de navegación, más exactos. Las caravanas de
camellos pierden clientela ante los barcos. La nave del desierto y la nave
marina, la vieja rivalidad; ahora, la balanza del poder se decanta. Los
gobernantes de Jahilia se irritan, pero poco pueden hacer. A veces, Abu Simbel
piensa que sólo las peregrinaciones salvan a la ciudad de la ruina. El consejo
busca por todo el mundo imágenes de dioses ajenos para atraer a nuevos
peregrinos a la ciudad de arena; pero también en esto hay competencia. En Saba
se ha construido un gran templo, un santuario que rivalizará con la Casa de la
Piedra Negra. Muchos peregrinos son atraídos hacia el Sur, y en la feria de
Jahilia disminuyen los visitantes.
Por recomendación
de Abu Simbel, los gobernantes de Jahilia han añadido a las prácticas
religiosas el tentador y picante aliciente de la disipación. La ciudad se ha
hecho famosa por su depravación: antro de juego, burdel, un lugar en el que
suenan canciones obscenas y música alocada y estrepitosa. Una vez, varios
miembros de la tribu de los sharks fueron muy lejos impulsados por su
codicia del dinero de los peregrinos. Los guardianes de la puerta de la Casa
empezaron a exigir sobornos a los cansados viajeros; cuatro de ellos, furiosos
por lo exiguo de la propina, arrojaron a dos peregrinos por las grandes y
empinadas escaleras causándoles la muerte. Esta costumbre fue contraproducente,
ya que desanimó a muchos a repetir el viaje... Hoy las peregrinas son raptadas
para conseguir rescate o vendidas como concubinas. Pandillas de jóvenes sharks
patrullan por la ciudad imponiendo su propia ley. Se dice que Abu Simbel se
reúne en secreto con los jefes de las bandas para organizar sus actividades.
Éste es el mundo al que Mahound ha traído su mensaje: uno uno uno. En medio de
tanta multiplicidad, suena como una palabra peligrosa.
El Grande de
Jahilia se incorpora y, de inmediato, las concubinas se acercan para reanudar
los untes y masajes. Él las despide agitando
la mano y da una palmada. Entra el eunuco. «Lleva un mensaje a casa del kahin
Mahound», ordena Abu Simbel. Le pondremos una pequeña prueba. Una
contienda justa: tres contra uno.
* * *
Aguador
inmigrante esclavo: los tres discípulos de Mahound se lavan en la fuente de
Zamzam. En la ciudad de arena, su obsesión por el agua hace de ellos unos
excéntricos. Abluciones y más abluciones: las piernas, hasta la rodilla; los
brazos, hasta el codo; la cabeza, hasta el cuello. El tronco seco, las
extremidades mojadas y el pelo húmedo, ¡qué tipos tan raros! Splish, splosh,
lavar y rezar. De rodillas, hundiendo brazos, piernas y cabeza en la ubicua
arena y, luego, vuelta a empezar el ciclo de agua y oración. Son blancos
fáciles para la pluma de Baal. Su amor al agua es una especie de traición; el
pueblo de Jahilia reconoce la omnipotencia de la arena. Se mete entre los dedos
de las manos y de los pies, se deposita en las pestañas y se hace costra en los
poros. Ellos se abren al desierto: ven, arena, inúndanos de aridez. Así son los
jahilitas, desde el primero hasta el último. Son gente de silicio, y ahora
entre ellos hay partidarios del agua.
Baal, a
distancia —con Bilal no se puede jugar—, los provoca. «Si las ideas de Mahound
tuvieran algún valor, ¿creéis que serían aceptadas únicamente por gentuza como
vosotros?» Salman apacigua a Bilal: «Debemos sentirnos honrados de que el
poderoso Baal se digne atacarnos», sonríe, y Bilal se relaja y desiste. Khalid,
el aguador, está inquieto, y cuando ve acercarse la figura corpulenta de Hamza,
tío de Mahound, corre ansiosamente hacia él. Hamza, a los sesenta años, todavía
es el luchador y el cazador de leones más famoso de la ciudad. No obstante, la
verdad es menos gloriosa que los elogios: muchas veces, Hamza ha sido vencido
en el combate y salvado por los amigos o por la suerte; rescatado de las fauces
de los leones. Él tiene dinero suficiente para hacer que estos detalles no
trasciendan. Y la edad, y la supervivencia, imprimen una especie de refrendo en
una leyenda marcial. Bilal y Salman se olvidan de Khalid y siguen a Baal. Los
tres están nerviosos, son jóvenes.
Todavía no ha
vuelto a casa, dice Hamza. Y Khalid, preocupado: Pero si hace horas. ¿Qué
estará haciéndole ese canalla, torturándole, empulgueras, látigo? Salman, una
vez más, es el más tranquilo: No es el estilo de Simbel, dice; debe de ser algo
más taimado, podéis estar seguros. Y Bilal vocifera lealmente: Taimado o no, yo tengo fe en él, en el
Profeta. Él no sucumbirá. Hamza se limita a reprochar ligeramente: Oh, Bilal, ¿cuántas
veces habré de decírtelo? Conserva tu fe para Dios. El Mensajero sólo es un
hombre. La tensión estalla en Khalid: se planta ante el viejo Hamza y pregunta:
¿Quieres decir que el Mensajero es débil? Por más tío que seas... Hamza golpea
al aguador sobre una oreja. No le demuestres tu miedo, dice, ni aunque estés
medio muerto.
Los cuatro están
otra vez lavándose cuando llega Mahound; se arremolinan alrededor de él
quiénquéporqué. Hamza se mantiene apartado. «Sobrino, esto no me gusta —dice
con su áspera voz de soldado — . Cuando bajas de Coney, hay en ti un
resplandor; hoy todo son sombras.»
Mahound se
sienta en el brocal del pozo y sonríe. «Me han ofrecido un trato.» ¿Abu
Simbel?, grita Khalid. Inconcebible. Recházalo. El leal Bilal le
reprende: No sermonees al Mensajero. Naturalmente, él lo ha rechazado. Salman,
el persa, pregunta: Qué trato. Mahound sonríe otra vez. «Por lo menos, uno de
vosotros quiere enterarse.»
«Es una cosa
pequeña —vuelve a empezar—. Un grano de arena. Abu Simbel pide a Alá que le
conceda una pequeña gracia.» Hamza ve que está exhausto. Como si hubiera estado
peleando con un demonio. El aguador grita: «¡Nada! ¡Ni un adarme!» Hamza le
hace callar.
«Si nuestro gran
Dios quisiera conceder... él usó esta palabra: conceder... que tres,
sólo tres de los trescientos sesenta ídolos de la casa son dignos de
adoración...»
«¡No hay más
dios que Dios!», grita Bilal. Y sus compañeros hacen coro: «¡Ya, Alá!» Mahound
parece enojado. «¿Quieren los fieles oír al Mensajero?» Ellos enmudecen, restregando
los pies en el polvo.
«Él pide que Alá
reconozca a Lat, Uzza y Manat. A cambio, él garantiza que nosotros seremos
tolerados, incluso oficialmente reconocidos; en señal de lo cual yo voy a ser
elegido miembro del consejo de Jahilia. Ésta es la oferta.»
Salman, el
persa, dice: «Es una trampa. Si tú subes al Coney y luego bajas con semejante
Mensaje, él te preguntará cómo conseguiste que Gibreel te hiciera la revelación
precisa. Entonces podrá llamarte charlatán y farsante.» Mahound mueve la
cabeza. «Tú sabes, Salman, que yo he aprendido a escuchar. Esta manera
de escuchar es especial; es también una manera de preguntar. Muchas
veces, cuando Gibreel viene, es como si él supiera lo que hay en mi corazón.
Casi siempre me da la impresión de que él viene de dentro de mi corazón; de lo
más profundo, de mi alma.»
«Puede ser una
trampa diferente —insiste Salman—. •Cuánto tiempo hace que recitamos el credo
que tú nos diste? No hay otro dios más que Dios. ¿Qué somos nosotros si ahora
lo abandonamos? Esto nos debilita, nos hace absurdos. Dejamos de ser
peligrosos. Nadie volverá a tomarnos en serio.»
Mahound se ríe,
divertido de verdad. «Quizá tú no lleves aquí el tiempo suficiente —dice con
amabilidad—. ¿No te has dado cuenta? La gente no nos toma en serio. Cuando yo
hablo, nunca hay más de cincuenta personas y la mitad son forasteros. ¿No has
leído los pasquines que Baal cuelga por toda la ciudad?» Recita:
Mensajero,
escucha atentamente
Tu monofilia,
tu uno uno uno,
no es para Jahilia.
Devolver al
remitente.
«En todas partes
se burlan de nosotros, y tú dices que somos peligrosos», exclama.
Ahora Hamza
parece inquieto: «Tú nunca te habías preocupado por sus opiniones. ¿Por qué
ahora sí? ¿Por qué, después de hablar con Simbel?»
Mahound mueve la
cabeza. «A veces pienso que debo dar facilidades a la gente para que crea.»
Un silencio
violento se hace entre los discípulos; intercambian miradas, se revuelven
inquietos. Mahound vuelve a gritar: «Todos sabéis lo que ha pasado. Nuestra
incapacidad para conseguir conversiones. La gente no quiere renunciar a sus
dioses. No quiere, no quiere, no.» Se pone de pie, se aleja de ellos a grandes
zancadas, se lava solo, al otro lado del Zam-zam, y se arrodilla para rezar.
«La gente está
sumida en la oscuridad —dice Bilal tristemente—. Pero un día verá. Y oirá. Dios
es uno.» La pena los embarga a los tres; hasta Hamza está desanimado. Mahound
ha sido conmovido y sus seguidores tiemblan.
El se levanta,
se inclina, suspira y se acerca a ellos. «Escuchadme todos —dice poniendo un
brazo alrededor de los hombros de Bilal, y el otro alrededor de los de su tío—.
Escuchad, es una oferta interesante.»
Khalid, que ha
quedado fuera del abrazo, interrumpe con resentimiento: «Es una oferta tentadora.»
Los otros se horrorizan. Hamza habla dulcemente al aguador: «¿No eras tú,
Khalid, el que quería pelearse conmigo hace poco porque suponías erróneamente
que cuando yo llamé hombre al Mensajero en realidad le
llamaba débil? ¿Y bien? ¿Ahora me toca a mí retarte a pelear?»
Mahound suplica
la paz. «Si peleamos no hay esperanza. —Trata de elevar la discusión al plano
teológico—. No se trata de que Alá acepte a las tres diosas como iguales. Ni
siquiera a Lat. Sólo que se les reconozca una categoría intermedia, menor.»
«De demonios»,
estalla Bilal.
«No. —Salman, el
persa, ha comprendido—. De arcángeles. Simbel es hombre inteligente.»
«Ángeles y
demonios —dice Mahound—, Shaitan y Gibreel. Todos nosotros, ya, aceptamos su
existencia. Abu Simbel pide que reconozcamos a tres más de esta gran cohorte.
Sólo tres, y dice él que todas las almas de Jahilia serán nuestras.»
«¿Y la Casa
quedará limpia de imágenes?», pregunta Salman. Mahound responde que esto no fue
especificado. Salman mueve la cabeza. «Hace esto para destruirte.» Y Bilal
agrega: «Dios no puede ser cuadro.» Y Khalid, casi llorando: «Mensajero, ¿qué
dices? Lat, Manat, Uzza... ¡todas son hembras! ¡Por piedad! ¿Es que
ahora vamos a tener diosas? Viejas grullas, garzas, brujas?»
Pena tensión
fatiga, marcadas profundamente en la cara del Profeta. La cual Hamza, como el
soldado que consuela a un compañero herido en el campo de batalla, toma entre
las manos. «Nosotros no podemos aclarar esto por ti, sobrino —dice—. Sube a la
montaña. Ve a preguntar a Gibreel.»
* * *
Gibreel es el
durmiente cuyo punto de vista es unas veces el de la cámara y otras el del
espectador. Cuando es cámara, el objetivo está siempre en movimiento, él
detesta las tomas estáticas, de manera que evoluciona sobre una alta grúa,
mirando las figuras de los actores, en escorzo, o desciende bruscamente y se
mezcla, invisible, con ellos, girando lentamente sobre los talones, para
conseguir una panorámica de trescientos sesenta grados, o quizás intenta una
toma móvil siguiendo a Baal y Abu Simbel mientras caminan, o, con la manual,
con ayuda de un estabilizador, indaga en los secretos del dormitorio del Grande
de Jahilia. Pero casi siempre permanece sentado en el monte Cone, como un
espectador de anfiteatro, mirando a Jahilia, su pantalla. Él observa y juzga la
acción como cualquier aficionado, goza con las luchas infidelidades crisis
morales, pero no hay suficientes chicas para un auténtico éxito, tú, ¿y dónde
están las malditas canciones? Hubieran tenido que alargar la escena de la
feria, quizá con una actuación especial de Pimple Billimoria en una de las
tiendas, moviendo sus famosas domingas.
Y entonces, de
repente, Hamza dice a Mahound: «Ve a preguntar a Gibreel», y él, el durmiente,
siente que el corazón le da un vuelco del susto, quién, ¿yo? ¿Yo tengo
que saber la respuesta? Yo estaba aquí sentado, mirando la película, y ahora
ese actor me señala, habráse visto, ¿quién pide al jodido público de una
película teológica que les resuelva el condenado argumento? Pero el sueño
cambia constantemente y él, Gibreel, ya no es un simple espectador, sino el
protagonista, la estrella. Por su antigua debilidad de aceptar demasiados
papeles: sí, sí, no sólo interpreta al arcángel, sino también al otro, el
comerciante, el Mensajero, Mahound, que, a la que te descuidas, ya está
subiendo la montaña. Hay que hacer un montaje primoroso en las escenas en que
él hace papel doble. No pueden salir los dos en la misma toma, cada uno tiene
que hablar al vacío, a la encarnación imaginaria del otro, y confiar en que la
técnica, con tijeras y cinta adhesiva, hará aparecer al ausente o recurrir a
una plataforma móvil, lo cual es más exótico, aunque no hay que confundirlo con
una alfombra mágica, jaja.
Él ha
comprendido: que tiene miedo del otro, del comerciante, ¿no es una tontería? El
arcángel, temblando ante el simple mortal. Es verdad: pero es la clase de miedo
que experimentas cuando estás en un plató por primera vez y ahí, a punto de
entrar, está una de las leyendas vivas del cine; y piensas: voy a hacer el
ridículo, me quedaré clavado, muerto, y deseas como un loco estar a la
altura. Serás arrastrado por el vendaval de su genio, él puede hacerte
quedar bien, como un actor de altos vuelos; pero, si no respondes, lo notarás
y, lo que es peor, él también... El miedo de Gibreel, el miedo del personaje
creado por su sueño, le hace resistirse a la llegada de Mahound, tratar de
demorarla, pero ya viene, no hay duda, y el arcángel contiene la respiración.
Esos sueños en
los que te empujan al escenario cuando no tienes que estar en él, no conoces el
argumento, no has estudiado un papel, pero hay un teatro lleno que te mira, te
mira: eso es lo que él sentía. O el caso verídico de la actriz blanca que
interpretaba a una negra en una obra de Shakespeare y al salir a escena se dio
cuenta de que llevaba puestos los lentes, ayyy, pero también se había olvidado
de teñirse las manos y no podía alzarlas para quitárselos, ayyayyy: eso,
también. Mahound viene a mí en busca de una revelación, a pedirme que elija
entre alternativas monoteísta y henoteísta, y yo no soy más que un pobre actor idiota que tiene una pesadilla bhaemchud, qué
carajo sé yo, yaar, qué puedo decirte, socorro. Socorro.
* * *
Para llegar al
monte Cone desde Jahilia tienes que caminar por oscuros desfiladeros en los que
la arena no es blanca, no es la arena pura, filtrada hace tiempo por los
cuerpos de las holoturias marinas, sino negra y áspera y absorbe la luz del
sol. Coney se cierne sobre ti como una fiera imaginaria. Tú subes por su lomo.
Dejando atrás los últimos árboles, de flores blancas y hojas gruesas y lechosas,
trepas por entre las peñas que se hacen más y más grandes a medida que vas
subiendo, hasta que parecen enormes murallas y empiezan a tapar el sol. Los
lagartos son azules como sombras. Llegas a la cumbre, Jahilia está detrás de ti
y, delante, la inmensidad del desierto. Bajas por el lado del desierto y, unos
ciento cincuenta metros más abajo, encuentras la cueva que es lo bastante alta
como para que puedas estar de pie y que tiene suelo de milagrosa arena albina.
Mientras subes, oyes a las palomas del desierto llamarte por tu nombre, y a las
peñas saludarte en tu propia lengua, gritando Mahound, Mahound. Cuando
llegas a la cueva, estás cansado, te tiendes y te duermes.
* * *
Pero, una vez ha
descansado, él penetra en otra clase de sueño, un duermevela, ese estado que él
llama de escucha, y siente un dolor en el vientre, como un tirón, como de algo
que quisiera nacer, y ahora Gibreel, que estaba planeando y mirando desde las
alturas, se siente confuso, yo quién soy, y en este momento empieza a
parecer que el arcángel está realmente dentro del Profeta; yo soy el
dolor sordo que le retuerce el vientre, yo soy el ángel que es extrusionado del
ombligo del durmiente, yo, Gibreel Faríshta, emerjo mientras Mahound, mi otro
yo, yace escuchando, en trance; estoy unido a él, ombligo con ombligo, por un
reluciente cordón luminoso; no es posible decir cuál de nosotros sueña al otro.
Los dos fluimos en ambas direcciones por el cordón umbilical.
Hoy Gibreel,
además de la arrolladora vehemencia de Mahound, siente su propia desesperación:
sus dudas. También, que sufre una gran necesidad, pero Gibreel todavía no se
sabe el papel... él tiende el oído a la escucha-que-también-es-pregunta.
Mahound pregunta: Se les mostraron milagros, pero ellos no creyeron. Ellos vieron que tú venías a mí,
a la vista de toda la ciudad, y que me abrías el pecho; vieron cómo lavabas mi
corazón en las aguas de Zamzam y volvías a ponerlo dentro de mi cuerpo. Muchos
de ellos lo vieron, pero siguen adorando piedras. Y cuando tú viniste de noche
y me llevaste volando a Jerusalén y yo planeé sobre la ciudad santa, ¿no volví
y se la describí tal como es con toda precisión, hasta el último detalle, para
que no pudiera dudarse del milagro, y aun así, ellos seguían acudiendo a Lat?
¿No hice cuanto estaba en mi mano para facilitarles las cosas? Cuando tú me
subiste hasta el mismo Trono, Alá impuso a los fieles la dura obligación de
rezar cuarenta oraciones al día. En el viaje de regreso, me encontré con Moisés
y él dijo la carga es muy pesada, vuelve y pide que te sea reducida. Cuatro
veces volví y cuatro veces Moisés dijo demasiadas todavía, vuelve. Pero la
cuarta vez Alá había rebajado la obligación a cinco oraciones y yo me negué a
volver. Me daba vergüenza suplicar más. En su bondad, Él pide cinco en lugar de
cuarenta y aun así ellos aman a Manat, ellos quieren a Uzza. ¿Qué puedo hacer?
¿Qué puedo decir?
Gibreel
permanece en silencio, vacío de respuestas, canastos, bhai, a mí no me
preguntes. La angustia de Mahound es espantosa. Él pregunta: ¿es posible
que ellas sean ángeles? Mat, Manat, Uzza... ¿puedo llamarlas angélicas?
Gibreel, ¿tú tienes hermanas? ¿Son ellas hijas de Dios? Y él se castiga: Oh,
qué vanidad la mía, yo soy un hombre arrogante, ¿es esto debilidad, es un
simple sueño de poder? ¿Debo yo traicionarme a mí mismo por un sillón en el
consejo? ¿Es esto lo sensato y prudente o es trivial y egoísta? Ni siquiera sé
si el Grande es sincero. ¿Lo sabe él? Quizá ni él mismo. Yo soy débil y él es
fuerte, la oferta le proporciona muchas formas de arruinarme. Pero también yo
tengo mucho que ganar. Las almas de la ciudad, del mundo, ¿no han de valer tres
ángeles? ¿Es Alá tan inflexible que no puede acoger a otras tres para salvar a
la especie humana? —Yo no sé nada—. ¿Debe ser Dios orgulloso o humilde, regio o
sencillo, transigente o in...? ¿Qué clase de idea es Él? ¿Qué clase soy yo?
* * *
A medio camino
del sueño o a medio camino del despertar, Gibreel Farishta con frecuencia se
siente lleno de resentimiento por la no aparición, en las visiones que le
persiguen, de Aquel que se supone sabe todas las respuestas; Él nunca acude, el
que se mantuvo alejado cuando yo me moría, cuando yo lo necesitaba necesitaba.
Aquel del que siempre se trata, Alá Ishvar Dios. Ausente como siempre mientras nosotros
nos retorcemos y sufrimos en su nombre.
El Ser Supremo
se mantiene alejado; lo que vuelve constantemente es esta escena: el Profeta en
trance, el extrusionado, el cordón luminoso, y luego Gibreel, en su doble
papel, está tanto arriba-mirando-abajo como abajo-mirando-arriba. Y, los dos,
locos de miedo por la trascendencia de todo ello. Gibreel se siente paralizado
por la presencia del Profeta, por su grandeza, piensa no puedo emitir ni un
sonido parecería un condenado imbécil. El consejo de Hamza: nunca muestres tu
miedo; los arcángeles necesitan estos consejos tanto como los aguadores. Un
arcángel tiene que aparentar serenidad, ¿qué pensaría el Profeta si los
encumbrados por Dios empezaran a tartamudear de miedo escénico?
Se produce: la
revelación. De esta manera: Mahound, todavía en su duermevela, se pone rígido,
se le abultan las venas del cuello, se agarra el vientre. No, no es un ataque
de epilepsia, no puede explicarse tan fácilmente; ¿qué ataque de epilepsia ha
conseguido nunca hacer que el día se convierta en noche, que las nubes se
amontonen en el cielo, que el aire se haga irrespirable mientras un ángel,
muerto de miedo, planea sobre el doliente, sostenido como una cometa por un
cordón de oro? Otra vez el tirón, el tirón y ahora el milagro empieza en sus
mis nuestras entrañas, él tira de algo con todas sus fuerzas, obligando a algo,
y Gibreel empieza a sentir ese poder, esa fuerza, aquí están, en mi propia
mandíbula, moviéndola, abriendo cerrando; y el poder que sale de dentro de
Mahound se eleva hasta mis cuerdas vocales y me viene la voz.
No es mi voz yo no conozco
estas palabras no soy gran orador nunca lo fui ni lo seré pero no es mi voz es
una Voz.
Los ojos de
Mahound se abren desmesuradamente, ahora ve una visión, la mira sin pestañear,
oh, sí, Gibreel recuerda, me ve a mí. Me ve a mí. Mis labios que se mueven, que
son movidos por. ¿Qué, quién? No sé, no sabría decir. No obstante, aquí están
ya, ya me salen por la boca, me suben por la garganta, cruzan por entre mis
dientes; las Palabras.
Ser el cartero
de Dios no es divertido, yaar.
Peroperopero:
Dios no está en esta foto.
Sabe Dios de
quién habré sido cartero.
* * *
En Jahilia
esperan a Mahound junto al pozo. Khalid, el aguador, como siempre el más
impaciente, corre a la puerta de la ciudad para
verle venir. Hamza, como todos los viejos soldados, acostumbrado a la soledad,
está en cuclillas, jugando con guijarros. No hay sensación de urgencia; a
veces, está fuera varios días o, incluso, semanas. Y hoy la ciudad está casi
desierta; todo el mundo ha ido a las grandes tiendas de la feria a oír a los
poetas que han de concursar. En el silencio, sólo se oye el ruido de los
guijarros de Hamza y el arrullo de una pareja de palomas torcaces, visitantes
llegadas del monte Cone. Entonces oyen los pasos que corren.
Llega Khalid,
sin aliento, desolado. El Mensajero ha regresado, pero no viene a Zamzam. Ahora
todos están de pie, perplejos por este desvío de la costumbre. Los que
esperaban con palmas y estelas preguntan a Hamza: ¿Entonces, no habrá Mensaje?
Pero Khalid, que todavía no ha recobrado el aliento, mueve la cabeza. «Creo que
lo habrá. Él tiene el aspecto de cuando recibe la Palabra. Pero no me ha
hablado, sino que ha ido hacia la feria.»
Hamza toma el
mando, anticipándose a la discusión, y abre la marcha. Los discípulos —se han
reunido unos veinte— le siguen hacia los burdeles de la ciudad con expresiones
de virtuosa repugnancia. Hamza es el único que parece contento de ir a la
feria.
Encuentran a
Mahound plantado delante de las tiendas de los Dueños de los Camellos Moteados,
con los ojos cerrados, aprestándose a la tarea. Ellos preguntan con ansiedad;
él no contesta. Al cabo de unos momentos, entra en la tienda de la poesía.
* * *
Dentro de la
tienda, el auditorio saluda con burlas la llegada del impopular profeta y de
sus tristes seguidores. Pero a medida que Mahound, con los ojos firmemente
cerrados, avanza entre la gente, se apagan los abucheos y silbidos y se hace el
silencio. Mahound no abre los ojos ni un momento, pero su paso es firme y llega
al estrado sin tropezar ni chocar. Sube los pocos peldaños hacia la luz;
todavía tiene los ojos cerrados. Los poetas líricos, autores de elegías de
asesinatos, versificadores de relatos y comentaristas satíricos allí reunidos
—Baal está presente, desde luego—, miran con sorna pero también con cierta
inquietud al sonámbulo Mahound. Sus discípulos tratan de abrirse paso entre la
muchedumbre. Los escribas pugnan entre sí por situarse cerca de él y escribir
todo lo que diga.
El Grande Abu Simbel
descansa sobre almohadones en una alfombra de
seda colocada junto al estrado. A su lado, resplandeciente de áureos collares
egipcios, está Hind, su esposa, la de famoso perfil griego y cabellera negra
tan larga como su cuerpo. Abu Simbel se levanta y grita a Mahound: «Bien
venido. —Es todo urbanidad—. Bien venido, Mahound, el vidente, el kahin.»
Es una pública muestra de respeto e impresiona a la multitud. Los
discípulos del Profeta ya no reciben empujones, sino que se les permite pasar.
Desconcertados, complacidos sólo a medias, llegan a la primera fila. Mahound
habla sin abrir los ojos.
«Ésta es una
reunión de muchos poetas —dice con voz clara—, y yo no puedo pretender ser uno
de ellos. Pero yo soy el Mensajero, y os traigo versos de Uno que es más grande
que todos los que están aquí reunidos.»
El público se
impacienta. La religión, para el templo; aquí tanto los jahilitas como los
peregrinos han venido a divertirse. ¡Que se calle! ¡Fuera! Pero Abu Simbel
vuelve a hablar: «Si tu Dios te ha hablado realmente, entonces todo el mundo
debe escuchar.» Y al instante en la gran tienda se hace silencio absoluto.
«La Estrella —grita
Mahound, y los escribas empiezan a escribir.
»¡En el nombre
de Alá, el Misericordioso, el Compasivo!
»Por la Pléyade
en su ocaso: Tu compañero no está en el error; tampoco se ha desviado.
«Tampoco hablan
por él sus deseos. Es una revelación que ha sido hecha: un poderoso le ha
hablado.
ȃl estaba en el
alto horizonte: el señor de la fuerza. Entonces se acercó, se acercó hasta una
distancia menor que la longitud de dos arcos y reveló a su siervo lo que ha
sido revelado.
»El corazón del
siervo era sincero cuando vio lo que vio. ¿Os atreveréis vosotros a dudar de lo
que fue visto?
»Yo lo vi
también en el loto del último confín, cerca del cual se encuentra el Jardín del
Reposo. Cuando el árbol fue cubierto por su manto, mi ojo no se apartó, ni mi
mirada se desvió; y yo vi algunas de las grandes señales del Señor.»
Al llegar a este
punto, sin asomo de vacilación ni duda, recita otros dos versos.
«¿Habéis pensado
en Lat y Uzza, y en Manat, la tercera, la otra? —Después del primer verso, Hind
se pone en pie; el Grande de Jahilia ya está muy erguido. Y Mahound, con ojos
amordazados, recita—: Ellas son aves preeminentes, y su intercesión es verdaderamente
deseable.»
Mientras la
algarabía —exclamaciones, vivas, gritos de devoción a la diosa Al-Lat— crece y
estalla dentro de la tienda, la congregación, atónita, contempla el doblemente
sensacional espectáculo del Grande Abu Simbel que pone los pulgares sobre los
lóbulos de las orejas, abre las manos y profiere en voz alta la fórmula:
«Allahu Akbar.» Después de lo cual cae de rodillas y, deliberadamente, toca el
suelo con la frente. Hind, su esposa, le imita inmediatamente.
Khalid, el
aguador, lo ha visto todo desde la puerta de la tienda. Ahora mira con horror
cómo todos los reunidos, tanto la multitud de la tienda como los que la
rebosan, empiezan a arrodillarse, una fila tras otra, con una ondulación de
agua que parte de Hind y el Grande, como si ellos fueran las piedras arrojadas
a un lago; hasta que toda la congregación, los de fuera y los de dentro, están
de rodillas, trasero al aire, ante el Profeta de los ojos cerrados que ha
reconocido a las divinidades patronas de la ciudad. El mismo Mensajero
permanece de pie, reacio a unirse al coro de devociones. El aguador rompe a
llorar y huye hacia el desierto corazón de la ciudad de las arenas. Al correr,
funde el suelo con sus lágrimas como si contuvieran poderoso ácido corrosivo.
Mahound
permanece inmóvil. En las pestañas de sus ojos cerrados no se detecta ni rastro
de humedad.
* * *
En aquella noche
del desolador triunfo del comerciante en la tienda de los descreídos, se
producen ciertos asesinatos para cuya terrible venganza la primera dama de
Jahilia esperará años.
Hamza, el tío
del Profeta, regresa a casa, solo, con la cabeza gris inclinada al crepúsculo
de aquella triste victoria cuando oye un rugido y, al levantar la mirada, ve un
gigantesco león escarlata que se dispone a saltar sobre él desde las altas
almenas de la ciudad. Él conoce esta fiera, esta fábula. La iridiscencia de
su anca escarlata se confunde con el resplandor trémulo de las arenas del
desierto. Por sus fauces exhala el horror de los lugares solitarios de la
tierra. Escupe pestilencia y cuando los ejércitos se aventuran por el desierto
él los consume por completo. A la última luz azul de la tarde, él grita a
la fiera, disponiéndose, inerme como está, a enfrentarse con la muerte: «Salta,
bastardo, Mantícora. En mis tiempos, yo estrangulé gatos grandes con mis
manos.» Cuando era más joven. Cuando era joven.
Suenan risas a
su espalda, y risas lejanas resuenan, o así le parece, en las almenas. Mira en
derredor; el Mantícora ha desaparecido de
la muralla. Está rodeado por un grupo de jahilitas vestidos de fiesta que
vuelven de la feria riendo. «Ahora que esos místicos han abrazado a nuestra
Lat, en cada esquina descubren dioses nuevos, ¿no?» Hamza, al comprender que la
noche estará llena de terrores, vuelve a casa y pide su espada de guerra. «Más
que nada en el mundo —gruñe al apergaminado criado que le ha servido en la
guerra y en la paz durante cuarenta y cuatro años— aborrezco reconocer que mis
enemigos tienen razón. Es mucho mejor matar a los canallas, es lo que he
pensado siempre. Es la mejor recondenada solución.» La espada ha permanecido en
su vaina de piel desde el día en que su sobrino lo convirtió, pero esta noche
dice en confianza al criado: «El león anda suelto. La paz tendrá que esperar.»
Es la última noche de las fiestas de Ibrahim. Jahilia es carnaval y desenfreno.
Los cuerpos gruesos y aceitados de los luchadores han dejado de retorcerse y
las siete poesías han sido clavadas en las paredes de la Casa de la Piedra
Negra. Ahora las prostitutas cantantes han sustituido a los poetas y las
prostitutas danzantes, con el cuerpo reluciente de aceites, han empezado su
trabajo; la lucha nocturna ha sustituido a la diurna. Las cortesanas bailan y
cantan cubiertas con máscaras de oro en forma de cabeza de pájaro, y el oro se
refleja en los ojos relucientes de sus clientes. Oro, oro en todas partes, en
las manos de los avispados jahilitas y de sus libidinosos visitantes, en los
llameantes braseros de arena, en las fosforescentes paredes de la ciudad
nocturna. Hamza camina dolorido por las calles de oro, pasando por delante de
peregrinos que yacen inconscientes mientras los ladrones se ganan la vida. Oye
los cantos distorsionados por el vino en todas las puertas doradas y le parece
que el canto y las carcajadas y el tintineo de las monedas le duelen como
insultos mortales. Pero no encuentra lo que busca, aquí no, y se aleja de la
algazara iluminada del oro y empieza a merodear por las sombras, acechando la
aparición del león.
Y, al cabo de
varias horas de búsqueda, encuentra lo que él sabía que estaría esperando, en
un rincón oscuro de las murallas exteriores de la ciudad: su visión, el
Mantícora rojo de triple dentadura. El Mantícora tiene ojos azules y cara
humana y su voz es mitad trompeta y mitad flauta. Es veloz como el viento, sus garras
son retorcidas como sacacorchos y de su cola se erizan púas envenenadas. Le
gusta alimentarse de carne humana... Hay pelea. Silban cuchillos en el silencio
y, de vez en cuando, se oye el choque de metal con metal. Hamza reconoce a los
atacados: Khalid, Salman, Bilal. Hamza, convertido él en león, saca la espada y
hace trizas el silencio.
Da un grito y
acude corriendo con toda la rapidez que le permiten sus piernas de sesenta
años. Los atacantes de sus amigos son irreconocibles detrás de las máscaras.
Ha sido noche de
máscaras. Mientras recorría las calles licenciosas de Jahilia, con el corazón
lleno de amargura, Hamza ha visto a hombres y mujeres disfrazados de águilas,
chacales, caballos, grifos, salamandras, cerdos verrugueros, rocs; de la
inmundicia de los callejones han salido amphisbaenae bicéfalos y los
toros alados conocidos como esfinges asirías. Djinns, houris y demonios
pueblan la ciudad esta noche de fantasmagoría y lujuria. Pero hasta ahora, en
este lugar oscuro, no descubre las máscaras rojas que buscaba. Las máscaras de
hombre-león: y corre hacia su destino.
* * *
Bajo los efectos
de una infelicidad autodestructiva, los tres discípulos habían empezado a
beber, y a causa de la falta de familiaridad con el alcohol, pronto estuvieron
no ya intoxicados, sino embrutecidos. Estaban en una plazuela y empezaron a
insultar a los transeúntes y, al cabo de un rato, Khalid, el aguador, empezó a
blandir el pellejo de agua, jactancioso. Él podía destruir la ciudad, él
llevaba el arma definitiva. El agua: el agua limpiaría la inmunda Jahilia, la
disolvería para que pudiera empezarse de nuevo con la blanca arena purificada.
Fue entonces cuando los hombres-león empezaron a perseguirlos y, después de
larga carrera, los acorralaron, haciendo que, del miedo, se les pasara la
borrachera, y los perseguidos estaban mirando las máscaras rojas de la muerte
cuando, al punto, llegó Hamza.
... Gibreel
planea sobre la ciudad contemplando la pelea. Ésta, una vez entra en escena
Hamza, acaba pronto. Dos atacantes enmascarados huyen, otros dos yacen muertos.
Bilal, Khalid y Salman han sido heridos, pero no de gravedad. Más grave que sus
heridas es la visión que se esconde detrás de las máscaras de león de los
muertos. «Los hermanos de Hind —dice Hamza—. Ahora sí que todo acabará para
nosotros.»
Matadores de
Mantícoras y terroristas del agua: los seguidores de Mahound se sientan a
llorar a la sombra de la muralla de la ciudad.
* * *
Y, en cuanto a
él, Profeta Mensajero Comerciante: ahora tiene los ojos abiertos. Pasea por el
patio interior de su casa, de la casa de su esposa, pero a ella no quiere
entrar a verla. Ella tiene casi setenta años y ahora se siente más madre que.
Ella era rica y hace mucho tiempo lo contrató para que se encargara de sus
caravanas. Sus dotes de administrador en seguida le gustaron y, después de un
tiempo, los dos se enamoraron. No es fácil ser una mujer brillante y próspera
en una ciudad en la que los dioses son femeninos pero las mujeres son simple
mercancía. Los hombres, o la temían o la creían tan fuerte que no necesitaba su
consideración. Él no la temía y parecía poseer la firmeza que ella necesitaba.
A su vez, él, el huérfano, halló en ella muchas mujeres en una sola: madre
hermana amante sibila amiga. Cuando él mismo temía estar loco, ella creyó en
sus visiones: «Es el arcángel —le dijo—; no es una ilusión de tu cabeza. Él es
Gibreel y tú eres el Mensajero de Dios.»
Él no puede ni
quiere verla ahora. Ella le observa desde una ventana con celosía de piedra. Él
no puede dejar de pasear, camina por el patio en una secuencia casual de
geometría inconsciente. Sus pasos dibujan una serie de elipses, trapecios,
rombos, óvalos y circunferencias. Y, mientras, ella lo recuerda al volver de
las caravanas, lleno de historias oídas en los oasis de la ruta. Como la de
Isa, profeta, hijo de una mujer llamada Maryam, no engendrada por varón y
nacido bajo una palmera del desierto. Historias que hacían que sus ojos
brillaran y luego se perdieran en la lejanía. Ella recuerda su excitabilidad:
el apasionamiento con que él discutía, toda la noche si era necesario,
afirmando que los viejos tiempos nómadas eran mejores que esta ciudad de oro,
en la que la gente abandonaba a sus hijas en el desierto. En las tribus de
antaño, hasta las huérfanas más pobres eran amparadas. Dios está en el
desierto, decía, no aquí, en este aborto de ciudad. Y ella respondía: Nadie te
lo discute, amor, es tarde y mañana hay que hacer las cuentas.
Ella tiene el
oído fino, ya está enterada de lo que él ha dicho de Lat, Uzza y Manat. ¿Y qué?
En los viejos tiempos, él quería proteger a las niñas de Jahilia; ¿por qué no
había de tomar bajo su tutela también a las hijas de Alá? Pero, después de
hacerse esta pregunta, ella sacude la cabeza y se apoya pesadamente en la fría
pared, al lado de la ventana con celosía de piedra. Mientras, abajo, su marido
pasea en pentágonos, paralelogramos, estrellas de seis puntas y, después, en
formas abstractas y cada vez más laberínticas, para las que no hay nombre, como
si fuera incapaz de encontrar una línea simple.
Pero cuando, a
los pocos momentos, mira al patio, él ya se ha ido.
* * *
El Profeta
despierta entre sábanas de seda, con un dolor como si le estallara la cabeza,
en una habitación que nunca ha visto. Fuera de la ventana, el sol está cerca de
su furibundo cenit y, perfilándose sobre la blancura, hay una figura alta, con
una capa negra, con capucha, que canta suavemente con voz fuerte y grave. La
canción es la que entonan a coro las mujeres de Jahilia acompañándose de
tambores, cuando despiden a los hombres que van a la guerra.
Avanzad y
nosotras os abrazaremos,
abrazaremos,
abrazaremos.
Avanzad y os
abrazaremos
y extenderemos
suaves alfombras.
Retroceded y
nosotras os dejaremos,
dejaremos,
dejaremos.
Retroceded y no
os querremos
en el lecho del
amor.
Él reconoce la
voz de Hind, se incorpora y se encuentra desnudo bajo la sábana cremosa. Él le
grita: «¿Fui atacado?» Hind se vuelve a mirarle con su sonrisa de Hind:
«¿Atacado?» le imita y da unas palmadas para pedir el desayuno. Entran criados
que traen, sirven, retiran y desaparecen. Han puesto a Mahound una bata de seda
negra y oro; Hind desvía la mirada con exagerada modestia. «Mi cabeza —dice
él—. ¿Fui golpeado?» Ella está en la ventana, con la cabeza inclinada,
fingiendo recato. «Oh, Mensajero, Mensajero —dice, burlona—. No eres galante,
Mensajero. ¿No podrías haber venido a mis habitaciones conscientemente, por tu
propia voluntad? No; claro que no, yo te inspiro aversión, seguro.» Él no le
sigue el juego. «¿Estoy prisionero?», pregunta. Y, nuevamente, ella se ríe. «No
seas necio —entonces, encogiéndose de hombros, se ablanda—. Esta noche, yo
paseaba por las calles de la ciudad, enmascarada, para ver los festejos, y ¿con
qué crees que tropecé sino con tu cuerpo inconsciente? ¡Como un borracho en el
arroyo, Mahound! Yo envié a mis criados en busca de una litera y te traje a
casa. Di gracias.»
«Gracias.»
«No creo que te
reconocieran —dice ella—. O quizás estarías muerto. Ya sabes cómo estaba anoche
la ciudad. La gente pierde la mesura. Mis propios hermanos todavía no han
vuelto a casa.
Él recuerda
ahora su angustiado y frenético paseo por la ciudad corrompida, contemplando
las almas que supuestamente había salvado, mirando las efigies de simurgh, las
máscaras de diablo, los behemoths y los hipogrifos. La fatiga de aquel
día larguísimo, en el que bajó del monte Cone, se encaminó a la ciudad, sufrió
la angustia de los acontecimientos en la tienda de la poesía —y, después, la
cólera de los discípulos, la duda—, todo ello le había abrumado. «Me desmayé»,
recuerda.
Ella se aproxima
y se sienta en la cama, cerca de él, extiende un dedo, encuentra la abertura de
la bata y le acaricia el pecho. «Te desmayaste —murmura—. Eso es debilidad,
Mahound. ¿Es que te vuelves débil?»
Antes de que él pueda
responder, Hind le pone sobre los labios el dedo con el que le acariciara. «No
digas nada, Mahound. Yo soy la esposa del Grande y ninguno de nosotros es amigo
tuyo. Pero mi marido es débil. En Jahilia creen que es astuto, pero yo sé que
no. Él sabe que yo tengo amantes y no hace nada, porque los templos están bajo
el cuidado de mi familia. El de Lat, el de Uzza y el de Manat. Las... ¿puedo
llamarlas mezquitas?, de tus nuevos ángeles.» Ella toma cubitos de melón
de una fuente y trata de dárselos en la boca. Él no consiente y los coge con la
mano y come. Ella prosigue: «El último de mis amantes fue el joven Baal. —Ve la
cólera en su cara—. Sí —dice, satisfecha—. Ya sabía que te gustaba. Pero él no
importa. Ni él ni Abu Simbel son iguales a ti. Yo lo soy.»
«Debo
marcharme», dice él. «Es pronto», responde ella, volviendo a la ventana. En las
afueras de la ciudad están desmontando las tiendas, las largas caravanas de
camellos se disponen a partir, por el desierto ya se alejan filas de carretas;
el carnaval ha terminado. Ella se vuelve de nuevo hacia él. «Yo soy tu igual
—repite—, y también tu oponente. No quiero que te vuelvas débil. No debiste
hacer lo que hiciste.» «Pero tú te beneficiarás —responde Mahound con
amargura—. Ahora ya no peligran tus ingresos del templo.»
«Se te escapa lo
esencial —dice ella suavemente, acercándose, arrimándole la cara—. Si tú estás
a favor de Alá yo estoy a favor de Al-Lat. Y ella no cree en tu Dios cuando Él
la reconoce a ella. Su antagonismo es implacable, irrevocable, avasallador. La
guerra entre nosotros no puede tener tregua. ¡Y qué tregua! El tuyo es un amo
paternalista y condescendiente. Al-Lat no tiene el menor deseo de ser hija
suya. Ella es su igual como yo lo soy de ti. Pregunta a Baal: él la conoce.
Como me conoce a mí.»
«Entonces, ¿el
Grande no cumplirá su compromiso?», dice Mahound.
«¡Quién sabe!
—responde Hind con desdén—. Ni él mismo se conoce. Tiene que calcular los pros
y los contras. Es débil, como te digo. Pero tú sabes que digo la verdad. Entre
Alá y las Tres no puede haber paz. Yo no la quiero. Yo quiero pelear. A muerte;
ésta es la clase de idea que soy yo. ¿Qué clase eres tú?»
«Tú eres arena y
yo soy agua —dice Mahound—. El agua arrastra la arena.»
«Y el desierto
absorbe el agua —responde Hind—. Mira a tu alrededor.»
Poco después de
la marcha de Mahound, los heridos llegan al palacio del Grande, después de
hacer acopio de valor para informar a Hind de que el viejo Hamza ha matado a
sus hermanos. Pero entonces ya no se encuentra al Mensajero en ningún sitio; una
vez más, lentamente, se encamina hacia el monte Cone.
* * *
Gibreel, cuando
está cansado, de buena gana asesinaría a su madre por haberle puesto un mote
tan condenadamente ridículo, ángel, qué palabra, él ruega ¿a qué? ¿a
quién? ser librado de la ciudad soñada de castillos de arena que se
desmoronan y leones de tres dentaduras, basta de limpieza de corazones de
profetas, de instrucciones que recitar y promesas de paraíso, basta de
revelaciones, finito, khattamshud. Lo que él ansia: dormir y no soñar.
Los jodidos sueños, causa de todos los males de la Humanidad, y las películas
también; si yo fuera Dios, le quitaría la imaginación a la gente y entonces
quizá los pobres infelices como yo podrían dormir por la noche. Luchando contra
el sueño, él obliga a sus ojos a permanecer abiertos, sin parpadear, hasta que
la púrpura visual se borra de las retinas y le ciega, pero al fin y al cabo no
es más que humano y acaba por caer en la madriguera y ya está otra vez en el
País de las Maravillas, subiendo la montaña, y el comerciante despierta y, una vez más su necesidad, su afán, se
hace sentir, no en mi boca y en mi voz esta vez, sino en todo mi cuerpo; él me reduce a su propio tamaño y me atrae
hacia sí, su campo de gravedad es increible, tan poderoso como una condenada megaestrella ... y entonces Gibreel y el Profeta luchan, desnudos los dos,
rodando y rodando, en la cueva de la fina arena blanca que se eleva alrededor
de ellos como un velo. Como si él estuviera estudiándome, registrándome,
como si yo estuviera sometido al examen. En una cueva situada a ciento
cincuenta metros de la cima del monte Cone, Mahound lucha con el arcángel
arrojándolo de un lado al otro y permitan que les diga que está llegando a
todas partes, su lengua a mi oído, su puño a mis huevos, nunca hubo persona con
tanta rabia dentro, él quiere saber, quiere SABER y yo no tengo nada que
decirle, físicamente es dos veces más fuerte que yo y, por lo menos, cuatro
veces más sabio, quizá los dos hayamos aprendido mucho escuchando, pero es evidente
que él escucha mejor que yo; y así rodamos pateamos arañamos, él empieza a
tener cortes, pero, naturalmente, mi piel sigue tan suave como la de un recién
nacido, no puedes arañar a un ángel con un condenado espino, no puedes
magullarlo con una piedra. Y tienen público, hay djinns y afreets y toda
clase de duendes sentados en las peñas mirando la pelea y, en el cielo, las
tres criaturas con alas que parecen grullas, o cisnes o, simplemente, mujeres,
según el efecto de la luz... Mahound le pone fin... Él se da por vencido.
Después de haber luchado durante horas o, incluso, semanas, Mahound quedó
aprisionado debajo del ángel, tal como él deseaba; era su voluntad la que me
invadió y me dio la fuerza para sujetarlo, porque los arcángeles no pueden
perder estas peleas, no estaría bien. Sólo los demonios pueden ser derrotados
en estas circunstancias, así que en el mismo momento en que yo me quedé encima,
él empezó a llorar de alegría y entonces hizo su viejo truco, hizo que mi boca
se abriera y que la voz, la Voz, saliera de mí otra vez y se derramara sobre
él, como un vómito.
* * *
Al término de su
combate de lucha libre con el arcángel Gibreel, el profeta Mahound cae exhausto
en su sueño habitual, revelador, pero en esta ocasión despierta antes de lo
normal. Cuando recobra el conocimiento, en aquella desolación de las alturas,
no hay nadie a la vista, no hay criaturas aladas posadas en las rocas. Se pone
en pie de un salto, embargado por la angustia de su descubrimiento. «Era el
demonio —dice en voz alta al aire, haciéndolo verdad al darle voz—. La última
vez era Shaitan.» Esto es lo que él ha oído en su escucha, que ha
sido engañado, que le ha visitado el diablo bajo la forma de un arcángel, de
manera que los versos que aprendió de
memoria, los que recitó en la tienda de la poesía no eran lo verdadero, sino su
diabólica antítesis, no divinos sino satánicos. Él vuelve a la ciudad lo más de
prisa que puede, para tachar los versos inmundos que huelen a azufre y sulfuro, a borrarlos para siempre por
los siglos de los siglos, de manera que sólo subsistan en una o dos colecciones
dudosas de viejas tradiciones que los intérpretes ortodoxos tratarán de
eliminar, pero Gibreel, que planea y vigila desde el ángulo de la cámara más
alto, conoce un pequeño detalle, sólo una cosita que resulta que es todo un
problema: que las dos veces era yo, baba, el primero yo y el segundo,
también yo. De mi boca, la afirmación y la negación, versos y conversos,
universos y reversos, toda la historia, y todos sabemos cómo me movían la boca.
«Primero fue el
diablo —murmura Mahound mientras corre hacia Jahilia—. Pero esta vez ha sido el
ángel, indiscutiblemente. Él me hará morder el polvo.
* * *
Los discípulos
lo paran en los desfiladeros próximos al pie del monte Cone, para prevenirle de
la cólera de Hind, que lleva blancas ropas de luto y se ha soltado el negro
cabello, dejando que la envuelva como una tormenta o arrastre por el polvo,
borrando las huellas de sus pies, de manera que parece la encarnación del
espíritu de la venganza. Todos han huido de la ciudad y el mismo Hamza se
esconde; pero se dice que Abu Simbel todavía no ha accedido a la demanda de su
esposa, que pide sangre para lavar la sangre. Todavía está calculando los pros
y los contras en el asunto de Mahound y las diosas... Mahound, desoyendo los
consejos de sus seguidores, regresa a Jahilia, y va directamente a la Casa de
la Piedra Negra. Los discípulos le siguen, a pesar de su temor. Se congrega una
muchedumbre ante la perspectiva de un nuevo escándalo, descuartizamiento o
diversión por el estilo. Mahound no les defrauda.
Él está delante
de las imágenes de las Tres y anuncia la abrogación de los versos que Shaitan
le susurró al oído. Estos versos fueron suprimidos del verdadero texto, al-qur'án.
En su lugar se rugen nuevos versos.
«¿Él ha de tener
hijas y tú, hijos? —recita Mahound—. ¡Bonito reparto sería!
ȃstos no son
sino nombres que habéis soñado vosotros, tú y tus antepasados. Alá no les
concede autoridad.»
Mahound abandona
la atónita Casa antes de que a alguien se le ocurra recoger, o arrojar, la
primera piedra.
* * *
Después del
repudio de los versos satánicos, el profeta Mahound vuelve a su casa donde
encuentra esperándole una especie de castigo. Una especie de venganza —¿de
quién? ¿Luz o tinieblas? ¿Bueno o malo?— infligida, como suele ocurrir, a un
inocente. La esposa del Profeta, setenta años, está sentada al pie de una
ventana con celosía de piedra, erguida, con la espalda apoyada en la pared,
muerta.
Mahound,
abrumado por la pena, se retrae, apenas dice palabra durante semanas. El Grande
de Jahilia instaura una política de persecución que, para Hind, avanza
demasiado despacio. El nombre de la nueva religión es Sumisión; ahora
Abu Simbel decreta que sus adeptos deben someterse a ser confinados en el
barrio más mísero de la ciudad, todo tugurios; a un toque de queda; a una
prohibición de trabajar. Y hay muchos ataques físicos, se escupe a las mujeres
en las tiendas, los fieles son golpeados por bandas de jóvenes bárbaros
controladas en secreto por el Grande; por las noches se arroja fuego por una
ventana sobre los que duermen confiados, y, por una de las habituales paradojas
de la Historia, el número de los fieles se multiplica como una cosecha que,
milagrosamente, prosperara a medida que empeora el clima.
Se recibe una
oferta de los moradores del poblado del oasis de Yathrib, al Norte: Yathrib
acogerá a «los que se sometan», si desean abandonar Jahilia. Hamza opina que
deben marchar. «Aquí nunca terminarás tu Mensaje, sobrino, créeme. Hind no descansará
hasta que te haya arrancado la lengua y a mí los huevos, con perdón.» Mahound,
solo y lleno de ecos en la casa de su dolor, da su consentimiento y los fieles
parten para hacer sus planes. Khalid, el aguador, se queda atrás y el Profeta
de ojos hundidos espera que hable. Con turbación, dice: «Mensajero, yo dudé de
ti, pero tú eras más sabio de lo que nosotros pensábamos. Al principio,
dijimos: Mahound nunca transigirá y tú transigiste. Entonces dijimos: Mahound
nos ha traicionado, pero tú nos traías una verdad más profunda. Tú nos trajiste
al mismo diablo para que nosotros pudiéramos ser testigos de las artes del
Maligno y su derrota por la Bondad. Tú has enriquecido nuestra fe. Yo te pido
perdón por lo que pensé.»
Mahound se
aparta del sol que entra por la ventana. «Sí. —Amargura, cinismo—. Fue algo
maravilloso lo que hice. Una verdad más
profunda. Traeros al diablo. Sí, suena propio de mí.»
* * *
Desde lo alto
del monte Cone, Gibreel mira cómo los fieles escapan de Jahilia, dejando la ciudad
de la aridez por el lugar de las palmeras frescas y el agua, agua, agua.
Pequeños grupos, casi con las manos vacías, se mueven por el imperio del sol,
en este primer día del primer año del nuevo comienzo del Tiempo que también ha
vuelto a nacer, mientras lo viejo muere a su espalda y lo nuevo espera delante.
Y un día el propio Mahound se marcha. Cuando se descubre su huida, Baal compone
una oda de despedida:
¿Qué clase de
idea
parece hoy
«Sumisión»?
Una idea llena
de miedo.
Una idea que
escapa.
Mahound ha
llegado a su oasis; Gibreel no es tan afortunado. Ahora con frecuencia se
encuentra solo en lo alto del monte Cone, lavado por las frías estrellas
fugaces, y entonces del cielo de la noche caen sobre él las tres criaturas
aladas, Lat Uzza Manat, que baten alas junto a su cabeza, le clavan las garras
en los ojos, le muerden y le azotan con su cabello y con sus alas. Él levanta
las manos para protegerse, pero su venganza es incansable y prosigue siempre
que él descansa, cuando él baja la guardia. Él lucha pero ellas son más
rápidas, más ágiles, tienen alas.
Él no tiene
diablo que repudiar. Está soñando y no puede ahuyentarlas.
III
ELEOENE
DEERREEESE
1
Yo sé lo que es
un fantasma, afirmó silenciosamente la anciana. Se llamaba Rosa Diamond, tenía
ochenta y ocho años y bizqueaba, aguileña, a través de las ventanas de su
dormitorio cubiertas de fina capa de sal, contemplando el mar de luna llena. Y
yo sé, también, lo que no lo es, agregó. No es el gemido horripilante ni es la
sábana que se agita, eso son bobadas. ¿Qué es un fantasma? Un asunto no
concluido, eso... Y la anciana, de metro ochenta, espalda recta y pelo corto
como un hombre, dobló hacia abajo las comisuras de los labios en satisfecha
mueca de máscara de tragedia, se ciñó a los flacos hombros una toquilla de
punto azul, y cerró un momento sus ojos sin sueño, para rezar por la vuelta del
pasado. Venid, naves normandas, rogaba, ven acá, Guille-el-Conquis.
Novecientos años
atrás, todo esto estaba debajo del agua, esta costa parcelada, esta playa de
guijarros privada, que se empina hacia la hilera de chalets despintados, con
sus cobertizos desconchados, llenos de tumbonas, marcos vacíos, viejos baúles
repletos de paquetes de cartas atados con cintas, lencería de seda y encaje con
bolas de naftalina, lacrimógenas lecturas de jovencitas de antaño, palos de lacrosse,
álbumes de sellos y demás cofres del tesoro enterrados, llenos de recuerdos
y tiempo perdido. El perfil de la costa había cambiado, había avanzado más de
un kilómetro hacia el mar, dejando el primer castillo normando varado lejos del
agua, lamido ahora por unas tierras pantanosas que castigaban con toda clase de
afecciones reumáticas a los pobres que vivían allí en sus cómosedice propiedades.
Ella, la anciana, veía en el castillo la ruina de un pez traicionado por
una antigua bajamar, un monstruo marino petrificado por el tiempo. ¡Novecientos
años! Nueve siglos atrás, la flota normanda había navegado a través de la casa
de esta señora inglesa. Y ahora, en las noches claras de luna llena, ella
aguardaba la vuelta de su reluciente fantasma.
Es el sitio
mejor para verles venir, se tranquilizaba, vista de tribuna. Las repeticiones
se habían convertido en el consuelo de su vejez: las frases gastadas, asunto
no concluido, vista de tribuna, la hacían sentirse sólida, inmutable,
perdurable, en lugar de la criatura de achaques y ausencias que ella se
sabía... Cuando la luna se pone, en la oscuridad que precede al amanecer, ése
es el momento. Ondear de velas, relucir de remos y el Conquistador en persona,
en la proa de la nave insignia, navegaría por la playa entre los rompeolas de
madera cubiertos de escaramujo y los botes volcados... Oh, yo he visto muchas
cosas en mi vida, siempre tuve el don, la visión fantasmal... El Conquistador,
con su casco puntiagudo de nariz metálica, pasa por su puerta principal,
deslizándose por entre las mesitas y los sofás con antimacasar, como un eco que
resonara levemente por la casa de recuerdos y añoranzas; y luego enmudece; como
una tumba.
...Una vez, en
Battle Hill, siendo niña —le gustaba narrar, siempre con las mismas palabras
pulidas por el tiempo—, una vez, siendo una niña solitaria, me encontré de
pronto y sin sensación de extrañeza en medio de una guerra. Arcos, mazas,
picas. Mozos sajones de pelo albino, segados en la flor de la edad. Harold
Arroweye y Guillermo, con la boca llena de arena. Sí, siempre el don, siempre
la visión fantasmal... La historia del día en que la pequeña Rosa tuvo una
visión de la batalla de Hastings se convirtió, para la anciana, en uno de los
hitos que definían su ser, aunque había sido contada tantas veces que nadie, ni
siquiera la narradora, hubiera podido jurar que fuera cierta. A veces, los
añoro, decían los pensamientos habituados de Rosa. Les beaux jours: los
días queridos, muertos. Volvió a cerrar sus ojos reminiscentes. Cuando los
abrió, vio, en la orilla del agua, innegablemente, algo que empezaba a moverse.
Esto dijo ella,
en voz alta, emocionada: «¡No puedo creerlo!» «¡No es verdad!» «¡Él no puede
haber venido!» Con pie inseguro y pecho alborotado, Rosa fue en busca del
sombrero, la capa y el bastón. Mientras, en la playa invernal, Gibreel Farishta
despertaba con la boca llena de, no, no de arena.
Nieve.
* * *
¡Pfui!
Gibreel escupió;
se levantó de un salto, como propulsado por la nieve expectorada, deseó a
Chamcha —como ya se ha dicho— un feliz
cumpleaños, y empezó a sacudir la nieve de las mangas púrpura, «Dios, yaar —gritaba,
saltando sobre uno y otro pie—, no es de extrañar que esta gente tenga el
corazón de jodido hielo».
Después, empero,
la pura delicia de estar rodeado de tanta nieve venció su primer cinismo
—porque él era hombre tropical— y empezó a hacer cabriolas, moreno y empapado,
y bolas de nieve que arrojaba a su yacente compañero, y ya pensaba en un muñeco
de nieve y cantaba una alocada y arrolladora versión del villancico «Jingle
Bells». En el cielo se insinuaba la primera luz del día, y en esta abrigada
playa bailaba Lucifer, la estrella de la mañana.
Su aliento, así
hay que consignarlo, por lo que fuere, había dejado de oler...
«Vamos, chico
—gritó el invencible Gibreel, en cuya conducta el lector advertirá, no sin
razón, el delirio y trastorno de su reciente caída—. ¡Levántate y luce!
Tomaremos este lugar por asalto. —Volviendo la espalda al mar, borrando el mal
recuerdo para dejar sitio a lo que vendría a continuación, apasionado como
siempre por la novedad, habría plantado (de haberla tenido) una bandera, para
reclamar en nombre de quiensabequién esta tierra blanca, su tierra nueva—.
Compa —suplicó—, muévete, baba, ¿o estás jodidamente muerto? — Palabras
que, una vez proferidas, tuvieron la virtud de hacer reaccionar al que las
dijo. Se inclinó sobre la figura postrada, sin atreverse a tocarla—. Ahora no,
viejo Chumch —rogaba—. No, después de llegar tan lejos.»
Saladin: no
estaba muerto, sino llorando. Las lágrimas del trauma se le helaban en la cara.
Y todo su cuerpo estaba estuchado en fina capa de hielo, liso como el cristal,
una pesadilla hecha realidad. En el marasmo de semiinconsciencia inducida por
la baja temperatura de su cuerpo, sentía el temor de resquebrajarse como en la
pesadilla, de ver cómo la sangre le salía burbujeando por las grietas del
hielo, de que su carne siguiera a las astillas. Estaba lleno de preguntas,
realmente nosotros, me refiero a que tú movías las manos aleteando, y luego las
aguas, no me dirás que realmente, nosotros, como en las películas cuando
Charlton Heston levantaba la vara para que nosotros pudiéramos cruzar, por el
fondo marino, eso no pudo ocurrir, imposible, pero si no entonces cómo, o acaso
nosotros, de alguna manera, por debajo del agua, escoltados por las sirenas y
el mar pasaba a través de nosotros como si fuéramos peces o fantasmas, eso era
la verdad, sí o no, yo necesito saber... pero cuando abrió los ojos las
preguntas adquirieron la vaguedad de los sueños, de manera que ya no pudo
asirlas, sus colas se ondulaban ante él y desaparecían como aletas submarinas.
Estaba de cara al cielo y observó que tenía el color completamente equivocado,
naranja sanguina, con manchas verdes, y la nieve, azul como la tinta. Parpadeó
con fuerza, pero los colores no querían cambiar, e hicieron nacer en él la idea
de que del cielo había caído en mal lugar, en otro sitio, no en Inglaterra, o
quizás en antiInglaterra, una zona maltrecha, un barrio degenerado, un estado
alterado. ¿Quizá, pensó fugazmente, el infierno? No, no, se tranquilizó
mientras le amenazaba la inconsciencia, no puede ser, todavía no, aún no estás
muerto; sólo muriéndote. Bueno, pues, si no: una sala de espera para viajeros
en tránsito.
Empezó a
tiritar; la vibración se hizo tan intensa que se le ocurrió que, con la
tensión, podía estallar como un, como un, avión.
Y entonces todo
había dejado de existir. Él estaba en un vacío y, si quería sobrevivir, tendría
que construirlo todo empezando desde cero, tendría que inventar la tierra bajo
sus pies antes de poder dar un paso, sólo que ahora no había necesidad de
preocuparse por esas cosas, porque aquí, delante de él, estaba lo inevitable:
la figura alta y huesuda de la Muerte, con sombrero de paja de ala ancha y una
capa oscura ondeando a la brisa. La Muerte, que se apoyaba en un bastón de puño
de plata y calzaba botas altas verde aceituna.
«¿Se puede saber
qué hacen ustedes aquí? —inquiría la Muerte—. Esto es propiedad privada. Ahí
está el letrero», dijo con voz de mujer un poco trémula y más que un poco
emocionada.
Momentos
después, la Muerte se inclinó sobre él —para darme el beso, se dijo con
pánico. Para extraer el aliento de mi cuerpo. Hizo pequeños e inútiles
movimientos de protesta.
«Vive —dijo la
Muerte a, quién era el otro, Gibreel—. Pero, hijo, menudo aliento; qué peste.
¿Cuánto hace que no se lava los dientes?»
* * *
El aliento del
uno se purificó mientras el del otro, por un misterio análogo y contrario, se
corrompió. ¿Qué esperaban? Caer así del cielo: ¿imaginaban que no habría
efectos secundarios? Los Poderes Superiores se interesaban por ellos, eso
tenían que haberlo notado, y esos Poderes (naturalmente, hablo de mí mismo)
tienen una actitud traviesa, casi caprichosa, hacia las moscas llovidas del
cielo. Y, otra cosa, que quede claro: las grandes caídas cambian a la gente. ¿Y
a ustedes les parece que ellos cayeron de muy alto? En cuestión de
caídas, yo no me inclino ante nadie, ni mortal ni inmortal. De nubes a cenizas,
por la chimenea, como quien dice, de la luz celestial al fuego del infierno...
con el esfuerzo de una caída larga, como les decía, son de esperar mutaciones,
no todas casuales. Selecciones antinaturales. Tampoco es tan alto precio a
cambio de la supervivencia, del renacimiento, de la renovación, y, por
si fuera poco, a su edad.
¿Qué? ¿Tengo que
enumerar los cambios?
Buen aliento/mal
aliento.
Y alrededor de
la cabeza de Gibreel Farishta, que estaba de espaldas al amanecer, Rosa Diamond
creyó divisar un resplandor tenue pero francamente dorado.
¿Y no eran unos
bultitos lo que Chamcha tenía en las sienes, debajo del bombín empapado y
todavía encasquetado?
Y, y, y.
* * *
Cuando vislumbró
la estrafalaria y satírica figura de Gibreel Farishta, exuberante y dionisíaca
en la nieve, Rosa Diamond no pensó en, digámoslo, ángeles. Al divisarlo desde
su ventana, a través de un cristal empañado por la sal, con unos ojos empañados
por la edad, sintió que el corazón le daba dos patadas tan dolorosas que temió
que pudiera parársele; porque, en aquella figura borrosa, ella creyó reconocer
la encarnación del más íntimo deseo de su alma. Se olvidó de los conquistadores
normandos como si nunca hubieran existido y bajó trabajosamente por una pendiente
de traidores guijarros, con excesiva rapidez para la integridad de sus piernas
poco menos que nonagenarias, a fin de poder hacer como que reprendía al
increíble desconocido por allanamiento de propiedad.
Generalmente,
ella era implacable en la defensa de su adorado fragmento de costa, y cuando
los excursionistas veraniegos pasaban de la línea de la marea alta, ella se
abatía sobre ellos como lobo en el aprisco, según su propia expresión,
para explicar y exigir: «Esto es mi jardín, saben ustedes.» Y, si ellos se
ponían impertinentes —quésehacreídolavieja lajodidaplayaesdetodos—, ella volvía
a su casa, sacaba una larga manguera verde de jardín y la dirigía
implacablemente sobre sus mantas escocesas, palos de criquet de plástico,
frascos de aceite solar, destruía los castillos de arena de los niños y
empapaba sus bocadillos de salchicha sin dejar de sonreír dulcemente: ¿No
les molestaría que riegue mi jardín...? Oh, buena era ella, todo el pueblo
la conocía, no pudieron encerrarla en una residencia de ancianos, echó a cajas
destempladas a toda su familia cuando se atrevieron a proponérselo, no volváis
a aparecer por aquí si no queréis que os deje sin un penique ni un ahí te
pudras. Ahora estaba sola, sin recibir ni una visita, semana tras bendita
semana, ni siquiera la de Dora Shufflebotham, que durante tantos años le hizo
la limpieza. Dora había muerto en setiembre, que en paz descanse, de todos
modos, es fantástico cómo se apaña el viejo loro a sus años, con tantas
escaleras, desde luego quizás esté un poco pirada, pero hay que reconocer que
estando tan solos más de cuatro perderían la chaveta.
Para Gibreel no
hubo ni manguera ni amonestación. Rosa profirió unos reproches
simbólicos, se tapó la nariz mientras examinaba al caído y sulfuroso Saladin
(que todavía no se había quitado el sombrero hongo) y luego, con un acceso de
timidez que recibió con nostálgico asombro, tartamudeó una invitación, vvale
mmás que traiga a su ammmigo a la cccasa, que hace ffrío, y echó a andar sobre
los guijarros, para poner agua a calentar, agradeciendo al cortante aire
invernal que le enrojecía las mejillas, que le disimulara el sonrojo.
* * *
De joven,
Saladin Chamcha tenía una cara de excepcional inocencia, una cara que no
parecía haber encontrado el desengaño ni la maldad, con una piel tan suave y
delicada como la palma de la mano de una princesa. Le había sido útil en sus
tratos con las mujeres y, en realidad, fue una de las primeras razones que
Pamela Lovelace, su futura esposa, adujo por haberse enamorado de él. «Tan
redonda y angelical —se admiraba tomándola entre las manos—. Como una pelota de
goma.»
Él se ofendió.
«Tengo huesos —protestó—. Estructura ósea.»
«Sí, por ahí
dentro estará —concedió ella—. Todos la tenemos.»
Después de
aquello, durante un tiempo, él no podía librarse de la idea de que tenía
aspecto de medusa amorfa, y fue en buena medida para contrarrestar esta
sensación por lo que decidió desarrollar aquella actitud estirada y altiva que
ahora era como una segunda naturaleza. Por lo tanto, fue cuestión de cierta
importancia cuando, al levantarse de un largo letargo, agitado por una serie de
sueños intolerables entre los que destacaba la
figura de Zeeny Vakil transformada en sirena que le cantaba desde un iceberg en
tono de angustiosa dulzura, lamentando no poder reunirse con él en tierra
firme, llamándole, llamándole; pero cuando él se acercó, ella lo encerró
rápidamente en las entrañas de su montaña de hielo y su dulce canto se trocó en
himno de triunfo y venganza... fue, como digo, algo serio cuando Saladin
Chamcha, al despertar y mirarse a un espejo con marco de laca «Japonaiserie»
azul y oro, vio reflejada en él la antigua cara angelical con un par de bultos
en las sienes, alarmantes y descoloridos, señal de que, durante sus recientes
aventuras, debía de haber recibido dos fuertes golpes. Mientras miraba en el
espejo su cara alterada, Chamcha trataba de recordarse de sí mismo. Yo soy un
hombre de verdad, dijo al espejo, con una historia de verdad y un futuro bien
trazado. Soy un hombre para el que ciertas cosas tienen importancia: el rigor,
la autodisciplina, la razón, la búsqueda de lo noble sin recurso a la vieja
muleta de Dios. El ideal de la belleza, la posibilidad de la exaltación del
pensamiento. Yo soy: un hombre casado. Pero, a pesar de su letanía, perversos
pensamientos le visitaban con insistencia. Por ejemplo, el de que el mundo no
existía más allá de aquella playa de allá fuera y, ahora, de esta casa. De que,
si no tenía cuidado, si se precipitaba, caería por el borde, a las nubes. Todas
las cosas tenían que hacerse. O que: si llamaba a su casa, ahora mismo,
como era su obligación, si informaba a su amante esposa de que no estaba
muerto, de que no había sido desmenuzado en el aire sino que estaba aquí, en
tierra firme, si hacía este acto eminentemente sensato, la persona que
contestara al teléfono no reconocería su nombre. O, en tercer lugar: que el
ruido de pasos que sonaba en sus oídos, unos pasos lejanos pero que se
acercaban, no era una resonancia temporal causada por la caída sino el sonido
de una catástrofe inminente que se acercaba letra a letra, eleoene deerreeese,
Londres. Aquí estoy, en la casa de la abuela. La de ojos, manos, dientes
grandes.
Había un
teléfono supletorio en su mesita de noche. Venga ya, se exhortó él. Descuelga,
marca y tu equilibrio será restablecido. Estas letanías de pusilánime no son
propias ni dignas de ti. Piensa en su dolor; llámala ya.
Era de noche. Él
no sabía la hora. En la habitación no había reloj y el suyo de pulsera había
desaparecido durante los últimos acontecimientos. ¿Debía, no debía? Marcó las
nueve cifras. A la cuarta llamada, le contestó una voz de hombre. «¿Qué
puñeta?» Soñolienta, inidentificable, familiar. «Perdón —dijo Saladin Chamcha—.
Disculpe, me equivoqué de número.»
Se quedó mirando
fijamente el teléfono mientras recordaba una comedia que había visto en Bombay,
basada en un original inglés, una obra de, de, no daba con el nombre.
¿Tennyson? No, no. ¿Somerset Maugham? «A hacer puñetas.» En el original, ahora
de autor anónimo, un hombre al que se creía muerto, regresa, al cabo de muchos
años de ausencia, como un fantasma viviente, a su mundo anterior. Visita la que
fuera su casa, por la noche, subrepticiamente, y mira por una ventana abierta.
Descubre que su esposa, que se creía viuda, ha vuelto a casarse. En el alféizar
ve el juguete de un niño. Se queda un rato allí de pie, en la oscuridad,
luchando con sus sentimientos; luego coge el juguete del alféizar; y se marcha
para siempre, sin hacer notar su presencia. En la versión india, el argumento
había sido modificado un poco. La esposa se había casado con el mejor amigo de
su marido. El marido regresa y entra en la casa, sin esperar nada. Al encontrar
a su esposa y a su viejo amigo sentados juntos, no sospecha que se hayan
casado. Da las gracias a su amigo por consolar a su esposa; pero él ya ha
vuelto a casa y todo está bien. El matrimonio no sabe cómo decirle la verdad;
al fin, es una criada la que lo descubre. El marido, cuya larga ausencia se
debió a un ataque de amnesia, al oír la noticia, les anuncia que, seguramente,
él también debe de haber vuelto a casarse durante su larga ausencia del hogar;
desgraciadamente, sin embargo, ahora que ha recobrado el recuerdo de su vida
anterior, ha olvidado lo ocurrido durante los años de su desaparición. Va a la
policía, a pedir que busque a su nueva esposa, a pesar de que no puede recordar
nada de ella, ni sus ojos ni el mero hecho de su existencia. Caía el telón.
Saladin Chamcha,
solo, en un dormitorio desconocido, con un pijama extraño a rayas rojas y
blancas, lloraba boca abajo en una cama estrecha. «Malditos sean todos los
indios», gritaba ahogando la voz con la ropa de la cama golpeando con los puños
unas fundas de almohada de puntillas compradas en Harrods de Buenos Aires, con
tanto furor que la tela de cincuenta años quedó hecha trizas. «Qué puñeta. Pero
qué ordinariez, qué puta, puta falta de delicadeza. Qué puñeta. Ese
cochino, esos cochinos, qué falta de cochino gusto.»
Fue en aquel
momento cuando llegó la policía que venía a arrestarle.
* * *
La noche después
de recogerlos a los dos en la playa, Rosa Diamond estaba otra vez en la ventana
nocturna de su insomnio de anciana, contemplando el mar de novecientos años. El
que olía había estado durmiendo desde que lo acostaron rodeado de botellas de
agua caliente, lo mejor que se podía hacer por él, a ver si recobraba la
fuerza. Los había puesto a los dos en el piso de arriba, a Chamcha, en la
habitación de los invitados, y a Gibreel, en el estudio de su difunto marido, y
mientras contemplaba la inmensa y reluciente llanura del mar, podía oírle
moverse allá arriba, entre los grabados ornitológicos y los silbatos de reclamo
del difunto Henry Diamond, las bolas y el látigo y las fotografías aéreas de la
estancia de Los Álamos, allá lejos, hacía ya tanto tiempo, pisadas de hombre en
aquella habitación, qué tranquilidad. Farishta paseaba arriba y abajo,
rehuyendo el sueño por sus propios motivos. Y, debajo de sus pisadas, Rosa
miraba al techo y le llamaba en susurros con un nombre no pronunciado en mucho
tiempo. Martín, decía. Y, de apellido, el nombre de la serpiente más venenosa
de su país. La víbora de la Cruz.
De pronto, ella
vio los bultos que se movían por la playa, como si el nombre prohibido hubiera
conjurado a los muertos. Otra vez no, pensó, y fue en busca de sus gemelos.
Cuando volvió encontró la playa llena de sombras y esta vez se asustó, porque,
mientras que la flota normanda, cuando venía, venía navegando ufana y
abiertamente, sin recurso a subterfugios, estas sombras eran solapadas, emitían
imprecaciones ahogadas y alarmantes, gañidos y ladridos sordos, parecían
decapitadas, agazapadas, con brazos y piernas bamboleantes, como cangrejos
gigantes sin caparazón. Se escurrían de costado y los guijarros rechinaban bajo
pesadas botas. Había cantidad de ellas. Las vio llegar al cobertizo en cuya
pared la figura descolorida de un pirata tuerto sonreía blandiendo un sable, y
eso ya fue demasiado, eso sí que no lo aguanto, decidió ella, y bajó la
escalera dando traspiés en busca de ropa de abrigo y cogió el arma preferida de
su desquite: un gran rollo de manguera verde. Desde la puerta de la casa, gritó
con voz clara: «Os veo claramente. Salid, salid, quienquiera que seáis.»
Ellos
encendieron siete soles cegándola y entonces ella sintió pánico, iluminada por
los siete focos azulados alrededor de los cuales, como luciérnagas o satélites,
se movían legión de luces más pequeñas: faroles linternas cigarrillos. Empezó a
darle vueltas la cabeza y, por un momento, perdió la facultad de distinguir
entre entonces y ahora y, en su consternación, empezó a decir Apaguen
esa luz, es que no saben que hay alarma aérea, como sigan así vamos a tener
encima a los alemanes. «Estoy desvariando», descubrió ella con irritación, y
golpeó el felpudo con el bastón. Y entonces, como por arte de magia, unos
policías aparecieron en el deslumbrante círculo de luz.
Alguien había
denunciado la presencia de una persona sospechosa en la playa, usted se
acordará de cuando llegaban en barcos de pesca, los inmigrantes ilegales, y,
gracias a aquella única llamada telefónica anónima, cincuenta y siete policías
de uniforme peinaban ahora la playa, con linternas que oscilaban alocadamente
en la oscuridad, agentes llegados de Hastings Eastbourne Bexhill-upon-Sea e,
incluso, una delegación de Brighton, porque nadie quería perderse la diversión,
la emoción de la caza. Cincuenta y siete agentes en una expedición playera,
acompañados de trece perros que olfateaban el aire marino y levantaban la pata
con alegría. Arriba, en la casa, lejos del pelotón de hombres y perros, Rosa
Diamond miraba a los cinco agentes que guardaban las salidas, puerta principal,
ventanas de la planta baja, la puerta del fregadero, por si el presunto
maleante intentaba una presunta huida; y a los tres hombres de paisano, con
americanas de paisano, sombreros de paisano y caras a juego; y, delante de
todos, sin atreverse a mirarla a los ojos, el joven inspector Lime, que frotaba
el suelo con las suelas de los zapatos, se tocaba la nariz y parecía más viejo
y más colorado que lo que justificaban sus cuarenta años. Ella le apoyó la
punta del bastón en el pecho, a estas horas de la noche, Frank, qué es esto,
pero él no iba a consentir que ella le gritara, no esta noche, no con los
de inmigración observando todos sus movimientos, de manera que se irguió y
metió el doble mentón.
«Usted nos
perdonará, Mrs. D... ciertas denuncias..., informaciones que nos han sido
facilitadas..., existen fundados motivos para creer..., justifican la
investigación..., obligados a registrar su..., obtenido el mandamiento.»
«No sea
ridículo, Frank, amigo mío», empezó Rosa, pero en aquel momento los tres
hombres con cara de paisano se irguieron como si se pusieran rígidos, con una
pierna un poco levantada, como perros poínter; el primero empezó a lanzar un extraño
siseo que parecía de placer, mientras que de los labios del segundo se escapaba
un leve gemido y el tercero empezaba a poner los ojos en blanco con una curiosa
expresión de contento. Luego, los tres señalaron al recibidor situado a la
espalda de Rosa Diamond, iluminado por los focos, donde se hallaba Mr. Saladin
Chamcha, sujetándose el pijama con la mano izquierda porque cuando se arrojó
sobre la cama se le saltó un botón. Con la derecha, se frotaba un ojo. «Bingo»,
dijo el del siseo, mientras que el del gemido juntó las manos debajo de la barbilla para indicar que sus
oraciones habían sido escuchadas y el de los ojos en blanco pasó junto a Rosa
Diamond sin más cumplidos que un: «Con su permiso, señora.»
Luego vino la
inundación, y Rosa fue acorralada en un rincón de su propia sala de estar por
aquel mar encrespado de cascos, de manera que no podía distinguir a Saladin
Chamcha ni oír lo que decía. No le oyó explicar lo de la explosión del Bostan;
es un error, gritaba él, yo no soy un inmigrante ilegal de los barcos de
pesca, yo no soy uno de sus ugando-kenyatas. Los policías empezaban a sonreír,
comprendo, señor, desde diez mil metros y luego nadó hasta la costa. Tiene
derecho a guardar silencio, dijeron con voz temblona de regocijo, y en seguida
estallaron en estruendosas carcajadas, vaya pájaro, desde luego. Pero Rosa no
oía las protestas de Saladin, los policías que reían se lo impedían, tienen que
creerme, soy ciudadano británico, con permiso de residencia, pero al no poder
presentar pasaporte ni otro documento identificativo, ellos empezaron a llorar
de risa, las lágrimas resbalaban por las caras pálidas de los hombres de
paisano de inmigración. Desde luego, ni que decir tiene, reían, los papeles se
le cayeron del bolsillo durante el descenso, ¿o a lo mejor las sirenas le
birlaron la cartera en el fondo del mar? Rosa no podía ver, en aquel tumulto de
hombres agitados por la risa y perros, lo que unos brazos de uniforme podían
hacer a los brazos de Chamcha, ni unos puños a su estómago, ni unas botas a sus
espinillas; ni podía estar segura de si eran gritos de él o ladridos de los
perros. Por fin sí oyó su voz que se alzaba en un último grito desesperado.
«¿Es que ninguno de ustedes mira la televisión? ¿No me conocen? Yo soy Maxim.
Maxim Alien.»
«Desde luego
—dijo el funcionario de los ojos en blanco—. Y yo, la Rana Kermit.»
Lo que Saladin
Chamcha no dijo, ni siquiera cuando comprendió que había un grave error es:
«Aquí tienen un número de Londres —omitió informar a los policías que le
arrestaban—. Al otro extremo del hilo encontrarán a una persona que responderá
por mí, que les confirmará que lo que les digo es cierto: mi encantadora esposa
blanca e inglesa.» No, señor. Qué puñeta.
Rosa Diamond
reunió energías. «Un momento, Frank Lime —dijo con voz sonora—. Un momento.»
Pero los tres de paisano habían empezado otra vez su extraño número de siseo
gemido ojos en blanco, y en el súbito silencio de la habitación, el de los ojos
en blanco señalaba a Chamcha con un dedo tembloroso
diciendo: «Señora, si lo que quiere es una prueba, no encontrará otra mejor que
eso.»
Saladin Chamcha,
siguiendo la dirección del dedo de Ojos en Blanco, levantó las manos a la
frente y entonces comprendió que había despertado a la más espantosa de las
pesadillas, una pesadilla que no había hecho más que empezar, porque allí, en
sus sienes, desarrollándose por momentos y lo bastante agudos como para hacer
sangrar, había dos cuernos nuevos, caprinos, incuestionables.
* * *
Antes de que el
ejército de policías se llevaran a Saladin Chamcha a su nueva vida, hubo otro
hecho inesperado. Gibreel Farishta, al ver el fuerte resplandor de las luces y
oír la risa delirante de los funcionarios de la ley, bajó vestido con una
chaqueta de smoking color burdeos y pantalón de montar, elegidos del
guardarropa de Henry Diamond. Envuelto en un leve olor a bolas de naftalina,
desde el rellano del primer piso, observaba los hechos sin hacer comentarios.
Permaneció allí sin que se advirtiera su presencia hasta que Chamcha, cuando
iba a salir, esposado, hacia el furgón, descalzo y todavía sujetándose el
pijama, lo vio y gritó: «Gibreel, por amor de Dios, diles lo que ha pasado.»
Siseo Gemido
Ojos en Blanco se volvieron rápidamente hacia Gibreel. «¿Y éste quién es?
—preguntó el inspector Lime—. ¿Otro llovido del cielo?»
Pero la voz se
le murió en la garganta, porque en aquel momento se apagaron los focos, ya que
se había dado la orden para ello cuando Chamcha fue esposado y reducido, y, al
extinguirse los siete soles, todos pudieron ver que una pálida luz dorada
emanaba del hombre del smoking, concretamente, de un punto situado
inmediatamente detrás de su cabeza. El inspector Lime nunca mencionó aquel
resplandor y, si le hubieran preguntado, habría negado haber visto en su vida
semejante cosa, una aureola, a finales del siglo veinte, pues no faltaba más.
Pero cuando
Gibreel preguntó: «¿Qué quieren esos hombres?», todos los presentes sintieron
el deseo de contestar su pregunta sin omitir detalle, de revelarle sus
secretos, como si él fuera, como si, pero no, es ridículo, ellos moverían la
cabeza durante semanas, hasta que se convencieran de que hicieron lo que
hicieron por motivos puramente lógicos, él era un viejo amigo de Mrs. Diamond,
los dos habían encontrado al granuja de Chamcha medio ahogado en la playa y le
habían acogido por razones humanitarias,
no había por qué seguir molestando a Rosa ni a Mr. Farishta, imposible
encontrar caballero de mejor aspecto, con su smoking y sus, en fin, la
excentricidad nunca fue un crimen.
«Gibreel —dijo
Saladin Chamcha—, socorro.» Pero los ojos de Gibreel estaban fijos en Rosa
Diamond. Él la contemplaba sin poder apartar la mirada. Entonces movió
afirmativamente la cabeza y volvió al piso de arriba. Nadie trató de
impedírselo.
Cuando Chamcha
llegó al furgón vio al traidor, Gibreel Farishta, mirándole desde el balconcito
del dormitorio de Rosa, y no había ninguna luz en la cabeza del sinvergüenza.
2
Kan ma kan/Fi
qadim azzaman... Tal vez sí o tal vez no, vivían en tiempos remotos
en la tierra de plata de la Argentina un tal don Enrique Diamond que sabía
mucho de pájaros y poco de mujeres y Rosa, su esposa, que sabía poco de hombres
y mucho del amor. Y sucedió que cierto día en que la señora había salido a
montar, cabalgando a la amazona y tocada con un sombrero adornado con una
pluma, llegó a las grandes puertas de piedra de la estancia Diamond que se
alzaban, incongruentemente, en medio de la vacía pampa, encontró un avestruz
que corría hacia ella tan aprisa como podía, corría por su vida, usando todas las
mañas y fintas que podía imaginar, porque el avestruz es un ave astuta, difícil
de cazar. Detrás del avestruz había una nube de polvo llena de los ruidos de
hombres que cazan, y cuando el avestruz estuvo a dos metros de Rosa, la nube
lanzó unas bolas que se enredaron en las patas del animal y lo hicieron caer al
suelo, a los pies de la yegua torda. El hombre que echó pie a tierra para matar
el ave no apartaba los ojos de la cara de Rosa. Sacó un cuchillo con puño de
plata de una funda que llevaba en el cinturón y lo hundió hasta la empuñadura
en el cuello del ave, sin mirar al avestruz agonizante ni una sola vez, mirando
sin pestañear los ojos de Rosa Diamond, mientras se arrodillaba en la vasta
tierra amarilla. Aquel hombre se llamaba Martín de la Cruz.
Después de que
se llevaran a Chamcha, Gibreel Farishta se asombraba de su propio
comportamiento. En aquel momento irreal en el que se sintió prendido en los
ojos de la anciana inglesa, le pareció que ya no mandaba en su voluntad, que
otra persona había asumido el poder sobre ella. Debido a la índole
desconcertante de recientes acontecimientos así como a su decisión de
permanecer despierto el mayor tiempo posible, tardó varios días en relacionar
aquellos hechos con el mundo de detrás
de sus párpados, y sólo entonces comprendió que tenía que marcharse, porque el
universo de sus pesadillas empezaba a penetrar en su vigilia y, si no tenía
cuidado, nunca conseguiría empezar otra vez, renacer con ella, a través de
ella, de Alleluia, la mujer que había visto el techo del mundo.
Gibreel se
sorprendió al darse cuenta de que no había intentado ponerse en contacto con
Allie; ni ayudar a Chamcha en su momento de necesidad. Ni se había alarmado
ante la aparición de un par de hermosos cuernos nuevecitos en la cabeza de Saladin,
circunstancia que, indudablemente, debiera ocasionarle cierta preocupación.
Debía de estar en una especie de trance, y cuando preguntó a la vieja lo que
pensaba de todo aquello, ella sonrió de un modo extraño y le dijo que no había
nada nuevo bajo el sol, que ella había visto cosas, apariciones de hombres con
cascos cornudos, que en una tierra vieja como Inglaterra no cabían historias
nuevas, que hasta la última brizna de hierba había sido pisada cien mil veces.
Durante largos períodos del día su charla se hacía divagatoria y difusa, pero
en otros momentos se empeñaba en prepararle grandes comilonas, pastel de carne,
ruibarbo picado con espesa crema, suculentos estofados y potajes. Y en todo
momento mostraba una expresión de inexplicable contento, como si la presencia
de Gibreel le produjera una profunda e insospechada alegría. Él iba con ella al
pueblo, de compras; la gente miraba; ella, indiferente, andaba agitando
imperiosamente el bastón. Pasaban los días. Gibreel no se iba.
«¡Maldita abuela
inglesa! —se decía—. Reliquia de una
especie extinta. ¿Qué puñeta hago yo aquí?» Pero se quedaba, sujeto por cadenas
no vistas. Y ella, a la menor oportunidad, cantaba una vieja canción en español
de la que él no entendía ni palabra. ¿Sería algo de brujería? ¿Era ella una
anciana Morgan Le Fay que cantaba para atraer a su cueva de cristal a un joven
Merlin? Gibreel iba hacia la puerta; Rosa se ponía a cantar; él se paraba.
«¿Por qué no, al fin y al cabo? —se decía él encogiéndose de hombros—. La vieja
necesita compañía. Grandeza venida a menos, ¡por vida de! Hay que ver a lo que
ha venido a parar. De todos modos, el descanso no me vendrá mal. Repondré
fuerzas. Sólo un par de días.» Al anochecer, se sentaban en aquel salón repleto
de adornos de plata, entre los que figuraba un cuchillo con puño de este metal,
colocado debajo del busto de escayola de Henry Diamond que miraba desde lo alto
de la vitrina del rincón, y cuando el reloj de pie daba las seis, él servía dos
copas de jerez y ella se ponía a hablar, pero no sin antes decir
indefectiblemente, con la regularidad de un reloj: El abuelo siempre llega
cuatro minutos tarde, por cortesía, no le gusta ser excesivamente puntual. Y
entonces ella empezaba, sin preocuparse del éraseunavez, y, tanto si era verdad
como mentira, él podía advertir la fiera energía que ella ponía en el relato,
las últimas desesperadas reservas de su voluntad que ella vertía en su
historia, el único tiempo feliz que yo recuerde le dijo, de manera que
él comprendía que aquel talego de retazos revuelto por la memoria era en
realidad el corazón de la mujer, su autorretrato, la forma en que ella se
miraba al espejo cuando estaba sola, y que aquella tierra plateada del pasado
era su morada predilecta, no esta casa ruinosa en la que siempre estaba tropezando
con las cosas —tirando mesitas o golpeándose con los picaportes — , llorando y
exclamando: Todo se encoge.
Cuando, en 1935,
Rosa zarpó para la Argentina, recién casada con el anglo-argentino don Enrique,
de Los Álamos, él dijo eso es la pampa, señalando el océano. Sólo con mirarla
no puedes darte cuenta de lo grande que es. Tienes que recorrerla, tienes que
sentir su inmutabilidad día tras día. Hay lugares en los que el viento es tan
fuerte como un puño, pero completamente silencioso, te tumba pero tú no oyes
nada. Y es que no hay árboles: ni un ombú, ni un álamo, nada. Y, por cierto,
mucho cuidado con las hojas del ombú. Veneno mortal. El viento no te mata, pero
el jugo de las hojas, sí. Ella palmoteó como una niña. Vamos, vamos, Henry,
vientos silenciosos, hojas venenosas. Haces que parezca un cuento de hadas.
Henry, de cabello rubio, cuerpo blando, ojos grandes y mente lenta, la miró
consternado. Oh, no, dijo. Tampoco es tan malo.
Ella se trasladó
a aquella inmensidad cubierta por una infinita bóveda azul, porque Henry le
hizo la pregunta trascendental y ella le dio la única respuesta que puede dar
una soltera de cuarenta años. Pero, cuando llegó, se hizo a sí misma una
pregunta más trascendental todavía: ¿de qué sería ella capaz en todo aquel espacio?
¿Hasta dónde le alcanzaría el valor, cómo podría ella extenderse? Sería
buena o mala, se decía, lo importante era ser nueva. Nuestro vecino, el
doctor Jorge Babington, dijo a Gibreel, me tenía atragantada, comprende, me
contaba cuentos de los ingleses en América del Sur, todos, unas buenas piezas,
decía con desdén, espías, bandidos y saqueadores. ¿Tan exóticos son en su
fría Inglaterra? le preguntaba y luego contestaba su propia pregunta: No
lo creo, señora. Apretujados en ese ataúd de isla, tienen que buscar más anchos
horizontes para expresar su personalidad secreta.
El secreto de
Rosa Diamond era un ansia de amor tan grande que nunca podría ser satisfecha
por su pobre y prosaico Henry, eso era evidente, porque todo el romanticismo
que cabía en aquel cuerpo fofo estaba reservado para los pájaros, halcones de
pantano, vencejos, agachadizas. Él pasaba sus días más felices en un pequeño
bote de remos, en las lagunas, entre los juncos, con los prismáticos en los
ojos. Una vez, en el tren de Buenos Aires, avergonzó a Rosa al hacerle una
demostración de sus cantos favoritos en el vagón restaurante, haciendo bocina
con la mano: dormilón, ibis vanduria, trupial. ¿Por qué no puedes quererme a mí
de esa manera?, deseaba preguntar ella, pero nunca se lo preguntó, porque para
Henry ella era una buena muchacha, y la pasión era una excentricidad propia de
otras razas. Ella se convirtió en el generalísimo de la estancia, y hacía lo
posible para sofocar los malos pensamientos y deseos. Se acostumbró a salir de
noche a pasear por la pampa, y se tendía en el suelo para mirar la galaxia de
lo alto y, a veces, bajo la influencia de aquella brillante cascada de belleza,
empezaba a temblar, a estremecerse de un profundo deleite y a tararear una
música desconocida, y esta música estelar fue lo único que ella llegó a conocer
del goce.
Gibreel
Farishta: él sentía que los relatos de la mujer le envolvían como una telaraña
reteniéndolo en aquel mundo perdido en el que todas las noches se sentaban a
la mesa cincuenta hombres, y qué hombres, nuestros gauchos, nada serviles, muy
bravos y orgullosos, mucho. Puros carnívoros; puede verlo en las fotos. Durante
las largas noches de sus insomnios, ella le hablaba de la bruma de calor que se
extendía por la pampa y los pocos árboles destacaban como islas y un jinete
parecía un ser mitológico que galopara por la superficie del océano. Era
como el fantasma del mar. Ella le contaba cuentos de fogata de campamento,
como el del gaucho ateo que, cuando murió su madre, demostró que no existía el
paraíso llamando a su espíritu todas las noches, siete noches seguidas. A la
octava noche, anunció que, evidentemente, ella no le había oído, o habría
vuelto para consolar a su amado hijo; por lo tanto, la muerte tenía que ser el
fin de todo. Rosa le cautivaba con descripciones de los días en que llegaron
los peronistas, con sus trajes blancos y su pelo planchado, y los peones los
echaron, le contaba cómo los anglos construyeron los ferrocarriles para
comunicar sus estancias, y los diques, también, la historia, por ejemplo, de su
amiga Claudette, «una auténtica mujer fatal, amigo mío, que se casó con un
ingeniero llamado Granger, desilusionando a la mitad del Hurlingham. Y se fueron a una presa que él
construía y entonces se enteraron de que los rebeldes iban a volarla. Granger
se fue a proteger la presa, llevándose a todos los hombres, y dejó a Claudette
sola con la criada, y a que no lo adivina, a las pocas horas, la criada vino
corriendo, señora, en la puerta hay un hombre tan grande como una casa. ¿Y
quién si no? Un capitán rebelde. "¿Y su esposo, madame?"
"Esperándole en la presa, como es su obligación." "Entonces,
puesto que él no ha creído oportuno protegerla, la revolución la
protegerá." Y puso guardias en la puerta, amigo mío, ¿qué le parece? Pero
en la lucha murieron los dos, marido y capitán, y Claudette se empeñó en que
les hicieran un funeral conjunto, vio bajar a la fosa los dos féretros, uno al
lado del otro, y los lloró a los dos. Después de aquello, todos supimos que era
peligrosa, trop fatale, ¿eh? ¡Y cómo! Trop recondenadamente fatale».
En la extravagante historia de la bella Claudette, Gibreel oía la música de
los propios anhelos de Rosa. En aquellos momentos, él la sorprendía mirándole
por el rabillo del ojo y sentía un tirón en la región del ombligo, como si algo
tratara de salir. Entonces ella desviaba la mirada, y la sensación se
desvanecía. Quizá fuera sólo efecto secundario de la tensión.
Una noche él le
preguntó si había visto los cuernos que habían salido a Chamcha en la cabeza,
pero ella se quedó sorda y, en lugar de contestar, le explicó que solía
sentarse en un taburete de lona, junto al galpón, o corral de los toros en Los
Álamos, y los toros bravos se le acercaban y apoyaban la testuz en su regazo.
Una tarde, una muchacha llamada Aurora del Sol, la novia de Martín de la Cruz,
hizo un comentario descarado: creí que sólo les hacían eso a las vírgenes, dijo
con audible susurro a sus amigas que contenían la risa, y Rosa se volvió hacia
ella con una dulce sonrisa y respondió: Entonces, guapa, ¿te gustaría probar?
Desde aquel día, Aurora del Sol, la mejor bailarina de la estancia y la más
bonita de todas las criadas, se convirtió en enemiga mortal de la mujer del
otro lado del mar, demasiado alta y demasiado delgada.
«Usted es
idéntico a él —dijo Rosa Diamond, mientras los dos estaban en su ventana
nocturna, uno al lado del otro, mirando al mar—. Su doble. Martín de la Cruz.»
Al oír el nombre del gaucho, Gibreel sintió un dolor tan fuerte en el ombligo,
un tirón, como si alguien le clavara un garfio en el vientre, que de su
garganta se escapó un grito. Rosa Diamond no pareció oírlo. «Mire —gritó muy
contenta—. Mire allí.»
Corriendo por la
playa a medianoche, en dirección a la atalaya y la
zona de acampada, por la misma orilla, de manera que la marea que estaba
subiendo borraba sus huellas, zigzagueando y fintando, corriendo por su vida,
venía un avestruz adulto de tamaño natural. Huyó por la playa, y los ojos de
Gibreel le siguieron, admirados, hasta que se perdió en la oscuridad.
* * *
Lo que vino
después ocurrió en el pueblo. Habían ido
a recoger un pastel y una botella de champán porque Rosa había recordado que
aquel día cumplía ochenta y nueve años. Su familia había sido expulsada de su
vida, por lo que no hubo tarjetas de felicitación ni llamadas telefónicas.
Gibreel insistió en que había que celebrarlo, y le mostró el secreto que
guardaba dentro de la camisa: un ancho cinturón lleno de libras esterlinas
adquiridas en el mercado negro antes de salir de Bombay. «También, tarjetas de
crédito en profusión —dijo—. Yo no soy un indigente. Vamos, yo invito.» Ahora
estaba tan hechizado por el embrujo narrativo de Rosa que de día en día
olvidaba que tenía una vida a la que volver, una mujer a la que sorprender con
el simple hecho de estar vivo, y demás pensamientos por el estilo. Caminaba
sumiso detrás de Mrs. Diamond, cargado con las bolsas de la compra.
Gibreel estaba
esperando en una esquina mientras Rosa charlaba con el panadero cuando volvió a
sentir el garfio en el vientre y se apoyó en un farol, jadeando. Oyó ruido de
cascos y, por la esquina, vio llegar una carreta llena de gente joven vestida
como para un baile de máscaras: los hombres, con pantalón negro ceñido a la
pantorrilla por botones de plata y camisa blanca abierta hasta casi la cintura,
y las mujeres, con anchas faldas de volantes de colores chillones, escarlata,
esmeralda, oro. Cantaban en lengua extranjera, y su alegría hacía que la calle
pareciera oscura y triste, pero Gibreel comprendió que allí ocurría algo
extraño, porque en la calle nadie más parecía fijarse en el carro. Entonces
Rosa salió de la pastelería con el paquete suspendido del dedo índice de la
mano izquierda y exclamó: «Oh, ahí vienen ya para el baile. A menudo había
bailes, ¿sabe? A ellos les gusta, lo llevan en la sangre.» Y, después de una
pausa, agregó: «Fue el baile en el que él mató al buitre.»
Fue el baile en
el que un tal Juan Julia, apodado El Buitre por su cadavérico semblante,
bebió demasiado e insultó el honor de Aurora del Sol, y no paró hasta que Martín
no tuvo más remedio que pelear, eh, Martín,
por qué te gusta tanto follar con ésa. Yo creía que era muy sosa. «Vámonos
del baile», dijo Martín y, en la oscuridad, recortando sus siluetas sobre el
resplandor de los farolillos colgados de los árboles alrededor de la pista de
baile, los dos hombres se envolvieron el antebrazo con el poncho, sacaron el
cuchillo, dieron vueltas y lucharon. Juan murió. Martín de la Cruz tomó el
sombrero del muerto y lo arrojó a los pies de Aurora del Sol. Ella recogió el sombrero
y siguió con la mirada al hombre que se alejaba.
Rosa Diamond, a
los ochenta y nueve años, con un vestido plateado ceñido al cuerpo, boquilla en
una enguantada mano y un turbante de plata en la cabeza, bebía gin-and-sin en
una copa cónica verde y hablaba de los viejos buenos tiempos. «Quiero bailar
—dijo de pronto—. Es mi cumpleaños y no he bailado ni una sola vez.»
* * *
El esfuerzo de
aquella noche en la que Rosa y Gibreel bailaron hasta el amanecer resultó
excesivo para la anciana, que al día siguiente tuvo que quedarse en la cama con
unas décimas de fiebre que provocaron nuevas apariciones delirantes: Gibreel
vio a Martín de la Cruz y Aurora del Sol bailar flamenco en el tejado de dos
aguas de la casa Diamond, y a peronistas vestidos de blanco que hablaban del
futuro a una concentración de peones en el cobertizo: «Con Perón, estas tierras
serán expropiadas y repartidas entre el pueblo. Los ferrocarriles ingleses
también pasarán a ser propiedad del Estado. Vamos a echar a esos bandidos, a esos
piratas...» El busto de escayola de Henry Diamond flotaba en el aire,
observando la escena, y un agitador vestido de blanco gritó, señalándolo con el
dedo: Ahí está vuestro opresor; ahí está el enemigo. A Gibreel le dolía tanto
el vientre que temía por su vida, pero en el mismo instante en que su razón le
sugería la posibilidad de una úlcera o una apendicitis, el resto de su cerebro
le susurraba la verdad: que la voluntad de Rosa lo tenía prisionero y lo
manipulaba, del mismo modo que el ángel Gibreel había sido obligado a hablar
por la irresistible necesidad de Mahound, el Profeta.
«Se muere
—pensó—. No durará mucho.» Rosa Diamond, revolviéndose en las garras de la
fiebre, hablaba del veneno del ombú y de la antipatía de su vecino, el doctor
Babington, que preguntó a Henry ¿su esposa es quizá lo bastante pacífica para
la vida pastoral? y (cuando ella se recuperó del tifus) le regaló un ejemplar de los relatos de los viajes
de Americo Vespucci. «Este hombre era un gran imaginativo, desde luego —sonrió
Babington—. Pero la imaginación puede ser más fuerte que los hechos; después de
todo, le pusieron su nombre a continentes.» Cuanto más se debilitaba más
energías vertía ella en sus sueños de la Argentina, y Gibreel sentía como si el
ombligo le ardiera. Estaba derrumbado en una butaca, al lado de la cama, y,
según transcurrían las horas, se multiplicaban las apariciones. Llenaba el aire
una música de instrumentos de viento de madera y, lo más maravilloso, muy cerca
de la orilla, apareció una pequeña isla blanca que se mecía en las olas como
una balsa; era tan blanca como la nieve, con una playa de arena blanca que se
elevaba hasta un grupo de árboles albinos, blancos como el hueso, blancos como
el papel hasta las puntas de las hojas.
Después de la
aparición de la isla blanca, Gibreel cayó en un profundo letargo. Repantigado
en la butaca del dormitorio de la moribunda, se le cerraban los párpados,
sentía cómo el peso de su cuerpo aumentaba hasta que todo movimiento resultó
imposible. Entonces se vio en otra habitación, con pantalón negro con botones
de plata en las pantorrillas y una gran hebilla en la cintura. ¿Me mandó
usted llamar, don Enrique?, decía al hombre corpulento y blando que tenía
la cara blanca como un busto de escayola, pero él sabía quién le había mandado
llamar, y no apartaba los ojos de la cara de la mujer, ni siquiera cuando la
vio sonrojarse sobre el cuello de encaje fruncido.
Henry Diamond se
negó a permitir a las autoridades que intervinieran en el asunto de Martín de
la Cruz, esta gente son responsabilidad mía, dijo a Rosa, es cuestión
de honor. No contento con ello, se esforzaba por demostrar su confianza en
el homicida De la Cruz, por ejemplo, nombrándole capitán del equipo de polo de
la estancia. Pero don Enrique nunca volvió a ser el mismo después de que Martín
matara al Buitre. Cada vez se cansaba más fácilmente y se le veía
inquieto y distraído y hasta perdió el interés por los pájaros. Las cosas
empezaron a decaer en Los Álamos, imperceptiblemente al principio y luego con
más claridad. Volvieron los hombres del traje blanco y esta vez no fueron
expulsados. Cuando Rosa Diamond contrajo el tifus, había muchos en la estancia
que lo consideraron señal de la decadencia de la hacienda.
Qué hago yo
aquí, pensó Gibreel con viva alarma, al verse de pie delante de don Enrique,
en el despacho del estanciero, mientras doña Rosa se sonrojaba en su rincón, éste
es el lugar de otra
persona. Gran confianza en ti —decía Henry, no en inglés, pero, no obstante,
Gibreel le entendía—. Mi esposa tiene que hacer una excursión en coche, aún
está convaleciente, y tú la acompañarás... En Los Álamos hay responsabilidades
que me impiden ir a mí. Ahora tengo que hablar yo, pero qué digo, y
cuando abrió la boca salieron palabras extrañas, será un honor para mí, don
Enrique, taconazo, inedia vuelta, mutis.
Rosa Diamond,
con su debilidad de ochenta y nueve años, había empezado a soñar la más
importante de sus historias que había reservado durante más de medio siglo, y
Gibreel iba a caballo detrás de su Hispano-Suiza, de estancia en estancia, por
un bosque de arrayanes, a los píes de la alta cordillera, llegando a estancias
pintorescas, construidas al estilo de castillos escoceses o palacios indios,
visitando las tierras de Mr. Cadwallader Evans, el de las siete esposas que estaban
encantadas por tener sólo una noche de servicio a la semana, y los territorios
del tristemente célebre MacSween, que se había enamorado de las ideas que
llegaban a la Argentina desde Alemania y empezaba a hacer ondear del asta de su
estancia una bandera roja en cuyo centro, dentro de un círculo blanco, bailaba
una cruz negra y retorcida. Fue en la estancia de MacSween donde cruzaron la
laguna y Rosa vio por primera vez la isla blanca de su destino, y se empeñó en
almorzar allí, pero sin que la acompañaran ni la doncella ni el chófer,
llevándose sólo a Martín de la Cruz para que remara y extendiera una manta
escarlata en la arena blanca y le sirviera la carne y el vino.
Blanco como la
nieve, rojo como la sangre y negro como el ébano. Cuando ella, con
su falda negra y su blusa blanca, se hallaba sentada sobre el escarlata que, a
su vez, estaba extendido sobre el blanco, y él (también de blanco y negro)
echaba vino rojo en una copa que ella sostenía con su mano enguantada en
blanco, entonces, para asombro de sí mismo, él, maldición y condenación, él
le tomó la mano y empezó a besarla, algo ocurrió, la escena se difuminó y al
minuto estaban tendidos en la manta escarlata, rodando sobre los quesos, los
fiambres y las ensaladas y patés, que quedaron aplastados bajo el peso de su
deseo, y cuando volvieron al Hispano-Suiza fue imposible ocultar nada al chófer
y a la doncella, por las manchas de comida de sus ropas; pero al minuto
siguiente ella se apartaba de él no con crueldad sino con tristeza, retirando
la mano y moviendo ligeramente la cabeza, no, y él, de pie, se inclinó y
retrocedió, dejándola con la virtud y el almuerzo intactos, las dos
posibilidades se alternaban mientras Rosa se moría dando vueltas en la cama,
¿lo hizo, no lo hizo?, elaborando la última versión de la historia de su vida,
incapaz de decidir cuál de las dos quería que fuera cierta.
* * *
«Me vuelvo loco
—pensaba Gibreel—. Ella se muere, pero yo pierdo el juicio.» Había salido la
luna y la respiración de Rosa era el único sonido de la habitación: roncaba, al
inhalar y al exhalar el aire penosamente, con un leve gruñido. Gibreel trató de
levantarse de la butaca y descubrió que no podía. Incluso en aquellos
intervalos entre visiones, su cuerpo seguía estando increíblemente pesado. Como
si tuviera un pedrusco en el pecho. Y las imágenes, cuando llegaban, seguían
siendo confusas, de manera que en un momento estaba en un granero de Los Álamos
con ella en brazos, que susurraba su nombre una y otra vez, Martín de la Cruz,
y al momento siguiente ella le trataba con indiferencia ante los ojos atentos
de una cierta Aurora del Sol, de manera que no era posible distinguir el
recuerdo del deseo, ni las rememoranzas culpables de las verdades confesables,
porque ni en su lecho de muerte Rosa Diamond sabía cómo contemplar su pasado.
La luna entraba
en la habitación. Cuando dio a Rosa en la cara, parecía que la atravesaba, y
Gibreel incluso empezaba a distinguir la muestra del encaje de la almohada.
Entonces vio a don Enrique y a su amigo, el puritano y severo doctor Babington,
de pie en el balcón, tan sólidos como puedas desear. Gibreel creyó advertir
que, a medida que las apariciones ganaban consistencia, Rosa quedaba más y más
desdibujada, diluyéndose como si se intercambiara por los fantasmas. Y, puesto
que él también había comprendido que las manifestaciones dependían de él, de
aquel dolor de su vientre, del peso de la piedra en su pecho, empezó a temer
por su propia vida.
«Querías que
falsificara el certificado de defunción de Juan Julia —decía el doctor
Babington—. Lo hice por nuestra amistad. Pero estuvo mal y ahora veo el
resultado. Has amparado a un homicida y quizás es tu propia conciencia la que
te consume. Vuelve a casa, Enrique, vuelve a casa, y llévate a esa mujer tuya,
antes de que ocurra algo peor.»
«Ésta es mi casa
—dijo Henry Diamond—. Y no me gusta que hables de mi esposa en ese tono.»
«Dondequiera que
los ingleses se instalen, nunca salen de Inglaterra —dijo el doctor Babington,
mientras se deshacía en el claro de
luna—. A no ser que, como doña Rosa, se enamoren.»
Una nube pasó
sobre la luna y, ahora que el balcón estaba vacío, Gibreel Farishta consiguió
por fin dejar la butaca y ponerse de pie. Caminar era como arrastrar por el
suelo una bola y una cadena, pero llegó a la ventana. En todas las direcciones
y hasta donde alcanzaba la vista, había unos cardos gigantes que se mecían en
la brisa. Donde antes estuviera el mar había ahora un océano de cardos que
llegaba hasta el horizonte, tan altos como un hombre. Entonces Gibreel oyó la voz
incorpórea del doctor Babington que murmuraba a su oído: «La primera plaga de
cardos en cincuenta años. Al parecer, el pasado vuelve.» Vio a una mujer correr
entre la espesa maleza, descalza, con el negro pelo suelto. «Lo hizo ella —la
voz de Rosa dijo claramente a su espalda—. Después de engañarle con el Buitre
y de convertirle en asesino. Él no quería ni mirarla después de aquello.
Oh, es muy peligrosa esa mujer. Mucho.» Gibreel perdió a Aurora del Sol entre
los cardos; un espejismo borró al otro.
Sintió que algo
le agarraba por la espalda, le hacía girar y lo tumbaba de espaldas. Allí no
había nadie, pero Rosa Diamond estaba sentada en la cama, muy erguida,
mirándole con ojos muy abiertos, haciéndole comprender que había abandonado la
esperanza de aferrarse a la vida y que le necesitaba para ayudarle a completar
la última revelación. Como le ocurriera con el comerciante de su sueño, él se
sentía inerme, ignorante... ella, empero, parecía saber cómo extraer de él las
imágenes. Él vio un reluciente cordón que los unía ombligo con ombligo.
Él estaba ahora
al lado de un estanque en la inmensidad de los cardos, abrevando el caballo, y
ella llegaba cabalgando en su yegua. Ahora él la abrazaba, le soltaba la ropa y
el pelo, y luego yacían juntos. Ella le susurraba cómo es posible que te guste
si soy mucho más vieja que tú y él le decía palabras tranquilizadoras.
Ahora ella se
levantaba, se vestía y se alejaba en su yegua, y él se quedaba allí, con el
cuerpo lánguido y caliente, sin advertir que una mano de mujer salía de los
cardos y agarraba el cuchillo de puño de plata.
¡No! ¡No! ¡Así
no!
Ahora ella
llegaba cabalgando hasta la orilla del estanque y en el momento en que
desmontaba, mirándole nerviosamente, él se abalanzaba sobre ella, le decía que
no podía seguir soportando su desprecio y caían juntos al suelo, ella gritaba,
él le arrancaba la ropa, y las manos de ella, que le arañaban, tropezaban con
el mango del cuchillo.
¡No! ¡No, nunca,
no! Así, ¡ahora!
Los dos estaban
tiernamente abrazados, con muchas caricias lentas; y entonces un tercer jinete
entraba en el claro junto al estanque, y los amantes se separaban; y entonces
don Enrique sacaba su pequeña pistola y apuntaba al corazón de su rival, y él
sintió que Aurora le clavaba el cuchillo en el corazón, una y otra vez, ésta
por Juan y ésta por dejarme, y ésta por tu distinguida puta inglesa, y él
sentía en el corazón el cuchillo de su víctima que Rosa le clavaba una vez y
otra, y otra, y después de que la bala de Henry le matara, el inglés tomaba el
puñal del muerto y se lo clavaba muchas veces en la herida sangrante.
Entonces,
Gibreel, con un alarido, perdió el conocimiento.
Cuando volvió en
sí, la anciana de la cama hablaba consigo misma, con una voz tan débil que él
casi no podía distinguir las palabras. «Llegó el pampero, el viento del
Suroeste, que doblaba los cardos. Entonces lo encontraron, o quizás antes.» El
fin de la historia. Cómo Aurora del Sol escupió a la cara a Rosa Diamond en el
funeral de Martín de la Cruz. Cómo se acordó que nadie fuera acusado del
asesinato, a condición de que don Enrique se llevara cuanto antes a doña Rosa a
Inglaterra. Cómo subieron al tren en la estación de Los Álamos y los hombres
del traje blanco estaban en el andén con sus sombreros borsalino, para
asegurarse de que se marchaban. Cómo, una vez arrancó el tren, Rosa Diamond
abrió el maletín de mano en el asiento y dijo en tono de desafío: Me he
llevado una cosa, un pequeño recuerdo. Y de un hato sacó un cuchillo de
gaucho con mango de plata.
«Henry murió
durante el primer invierno de nuestro regreso. Después, no ocurrió nada más. La
guerra. El fin. — Hizo una pausa—. Tener que reducirse a esto, habiendo
conocido aquella inmensidad. No se soporta. —Y, después de otro silencio—: Todo
se encoge.»
El claro de luna
fluctuó, y Gibreel sintió que le quitaban un peso de encima, tan bruscamente
que le dio la impresión de que se elevaría hasta el techo. Rosa Diamond yacía
quieta, con los ojos cerrados y los brazos descansando en la colcha de retazos.
Estaba normal. Gibreel comprendió que ya nada le impediría salir por la
puerta.
Bajó las
escaleras con cuidado, todavía con piernas un poco inseguras; encontró una
pesada gabardina de Henry Diamond y un sombrero flexible de fieltro gris,
dentro del cual el nombre de don Enrique había sido bordado por la mano de su esposa, y salió sin mirar atrás. En cuanto
cruzó el umbral, el viento le arrancó el sombrero y se lo llevó rodando por la
playa. Él corrió tras él, lo cogió y se lo encasquetó. Londres, shareef,
allá voy. Tenía la ciudad en el bolsillo: Geographers' London, la guía de
la metrópoli, muy sobada, de la A a la Z.
«¿Qué hago?
—pensaba—. ¿Llamo o no llamo? No; me presento sin más, toco el timbre y digo
nena, tu sueño se ha hecho realidad, del fondo del mar a tu cama, hace falta
algo más que una catástrofe aérea para mantenerme lejos de ti... Bueno, quizá
no exactamente así sino algo por el estilo. Sí. La sorpresa es la mejor
táctica. Allie Bibi, ay de ti.»
Entonces oyó el
canto. Venía del cobertizo del pirata tuerto pintado en la pared, y la canción
era extraña pero familiar: era una canción que Rosa Diamond tarareaba con
frecuencia, y la voz también era familiar, aunque un poco diferente, menos
temblona; más joven. Inexplicablemente, la puerta del cobertizo estaba
abierta y el viento la batía. Él fue hacia la canción.
«Quítate la
gabardina», dijo. Ella vestía como el día de la isla blanca: falda y botas
negras y blusa de seda blanca, sin sombrero. Él extendió la gabardina en el
suelo del cobertizo. Su forro escarlata relucía en aquel pequeño espacio
iluminado por el claro de luna. Ella se tendió entre el revoltijo de una vida
inglesa, palos de criquet, una pantalla amarillenta, jarrones desportillados,
una mesita plegable, baúles, y extendió un brazo hacia él. Él se tendió a su
lado.
«¿Cómo puedo
gustarte? —murmuró—. Soy mucho mayor que tú.»
3
Cuando le
quitaron el pijama, en el furgón sin ventanas de la policía y él vio el vello
espeso y rizado que le cubría los muslos, Saladin Chamcha se derrumbó por
segunda vez aquella noche; pero ahora empezó a reír histéricamente, contagiado
quizá por la persistente hilaridad de sus captores. Los tres funcionarios de
inmigración estaban muy animados, y fue uno de ellos —el tipo que ponía los
ojos en blanco y que resultó llamarse Stein— quien «desenfundó» a Saladin al
grito de «¡Hora de abrir los regalos, "paki"; vamos a ver de qué
estás hecho!» Arrancaron las rayas rojas y blancas a Chamcha que protestaba
echado en el suelo del furgón con dos gruesos policías sujetándole cada brazo y
la bota de un quinto agente firmemente plantada en el pecho, pero sus protestas
quedaron ahogadas por la festiva algarabía. Sus cuernos tropezaban con las
cosas, las paredes y el suelo del furgón o la espinilla de un policía —en cuyo
caso era sacudido contundentemente por el agente de la ley, comprensiblemente
furioso— y estaba, en suma, de un humor más negro que nunca en la vida. No
obstante, al ver lo que había debajo del pijama prestado, no pudo impedir que
una risita de incredulidad se le escapara entre los dientes.
Sus muslos se
habían vuelto mucho más anchos y robustos, además de peludos. Debajo de las
rodillas terminaba el vello y sus piernas se afinaban en unas pantorrillas
duras y casi descarnadas, rematadas por un par de relucientes pezuñas como las
de cualquier carnero. Saladin también quedó asombrado al ver el pene,
considerablemente aumentado y bochornosamente erecto, un órgano que no pudo
reconocer como propio sino con gran dificultad. «¿Y qué es esto? —bromeó Novak,
anteriormente llamado "Siseos", dándole un pellizquito—. ¿Te gusta
alguno de nosotros?» A lo que "Gemidos", el funcionario de
inmigración Joe Bruno, se descargó una palmada en un muslo, dio a Novak un
codazo en el costado y gritó: «Na, no es eso. Es que, por fin, le hemos
cabreado.»
«¡Ya lo
pesqué!», gritó Novak mientras accidentalmente golpeaba con el puño los
desarrollados testículos de Saladin. «¡Je! ¡Je! —gargarizó Stein con lágrimas
en los ojos—. Ésta es todavía mejor... ¡No es de extrañar que esté tan
jodidamente cachondo!»
A lo que los
tres, repitiendo muchas veces «Cabreado... cachondo...», se abrazaron dando
alaridos de hilaridad. Chamcha quería decir algo, pero temía averiguar que su
voz se había transformado en balido y, además, la bota del agente estaba
oprimiéndole el pecho con más fuerza que nunca y le costaba trabajo articular
palabras. Lo que desconcertaba a Chamcha era que una circunstancia que le
parecía totalmente insólita y sin precedentes —es decir, su metamorfosis en
criatura sobrenatural— fuera tratada por los otros como si fuera lo más trivial
y normal que pudieran imaginar. «Esto no es Inglaterra», pensó y no por primera
ni por última vez. ¿Cómo podía ser, después de todo; dónde, en aquel país
moderado y lleno de sentido común, cabía un furgón como aquél, en cuyo interior
semejantes hechos podían ser tratados como cosas plausibles? Se sentía
impulsado hacia la conclusión de que, en realidad, había muerto cuando el avión
estalló y todo lo que había seguido era una especie de más allá. En tal caso,
su rechazo de tantos años de la vida eterna empezaba a resultar bastante
ridículo. Pero, ¿en dónde, en todo esto, había un atisbo de un Ser Supremo, ya
fuera benévolo o maligno? ¿Por qué el purgatorio, o el infierno, o lo que fuera
este lugar, se parecía tanto a aquel Sussex de premios y hadas que todo
colegial conocía? Quizá, pensó, no había muerto en la catástrofe del Bostan sino
que se encontraba gravemente enfermo en algún hospital, aquejado de delirio.
Esta explicación le atraía, especialmente porque restaba significado a cierta
llamada telefónica nocturna y a una voz masculina que en vano él trataba de
olvidar... Sintió un fuerte puntapié en las costillas, lo bastante doloroso y
real como para hacerle dudar de la verdad de tales teorías de la alucinación.
Concentró su atención en el presente, un presente en el que figuraba un furgón
de policía que contenía tres funcionarios de inmigración y cinco policías y
que, por lo menos de momento, era todo el universo que él poseía. Un universo
de miedo.
Novak y los
demás habían perdido bruscamente la alegría. «Animal», le insultó Stein
administrándole una serie de puntapiés, y Bruno se sumó a él: «Todos sois
iguales. No se puede esperar de los animales que observen normas civilizadas.
¿Eh?» Y Novak tomó el hilo: «Estamos hablando de jodida higiene personal,
cerdo.»
Chamcha estaba
perplejo. Luego, observó que en el suelo del furgón había aparecido un gran
número de cositas blandas y redondas. Se sintió abrumado por la mortificación y
la vergüenza. Al parecer, hasta sus procesos naturales eran caprinos. ¡Qué
humillación! ¡Él, que era —que tanto se había esforzado por ser— un hombre
sofisticado! Semejante degradación podía ser propia de la chusma de las aldeas
de Sylhet o de los talleres de reparación de bicicletas de Gujranwala, pero él
era de otra madera. «Miren ustedes, señores míos —empezó tratando de adoptar un
tono de autoridad que era bastante difícil de conseguir en aquella postura tan
poco digna, tendido de espaldas esparrancado, entre montones de bolitas de su
propio excremento—, señores míos, les conviene reparar su error antes de que
sea tarde.»
Novak puso una
mano detrás de la oreja. «¿Qué ha sido ese ruido?», preguntó, mirando en
derredor, y Stein dijo: «A mí que me registren.» «Ha sonado así —describió Joe
Bruno que, haciendo bocina con las manos, bramó—: ¡Maa-aa-aa!» Entonces los
tres volvieron a reír, de manera que Saladin no pudo saber si estaban
insultándole o si sus cuerdas vocales habían sido infectadas, como temía él,
por aquella macabra demoniasis que le había acometido sin el menor aviso.
Estaba tiritando otra vez. La noche era muy fría.
El funcionario
Stein, que parecía ser el jefe de la trinidad o, por lo menos, primus inter
pares, volvió bruscamente al tema de las bolitas que rodaban por el suelo
del furgón. «En este país —informó a Saladin—, cada cual limpia lo que
ensucia.»
El policía dejó
de mantenerle echado y tiró de él obligándole a arrodillarse. «Eso es —dijo
Novak—. Límpialo.» Joe Bruno puso una mano grande en la nuca de Chamcha y le
empujó la cabeza hacia el suelo. «Empieza —dijo en tono coloquial—. Cuanto
antes empieces, antes acabarás.»
* * *
Mientras
realizaba (por no tener alternativa) el ritual último y más inmundo de su
humillación injustificada —o, dicho con otras palabras, mientras las
circunstancias de su vida milagrosamente salvada se hacían más infernales y
escandalosas—, Saladin Chamcha empezó a advertir que los tres funcionarios de
inmigración ya no se conducían de un modo tan extraño como al principio. En
primer lugar, ya no se parecían entre sí en nada. El oficial Stein, a quien sus
colegas llamaban «Mack» o «Jockey», resultó un hombre corpulento con una
narizota en forma de montañas rusas y un acento exageradamente escocés. «Así se
hace —observó con aprobación mientras Chamcha masticaba tristemente—. ¿Actor
has dicho? A mí me gusta ver trabajar a un buen cómico.»
Esta observación
indujo al oficial Novak —es decir, «Kim»—, que había adquirido una coloración
alarmantemente pálida, una cara ascética y delgada que recordaba un icono medieval,
y un pliegue en el entrecejo que sugería un profundo tormento interior, le indujo, decía, a lanzarse a una breve
perorata acerca de los artistas de las series de telefilmes y presentadores de
concursos de televisión que más le gustaban, mientras que el oficial Bruno,
que, según observó Chamcha con cierta sorpresa, se había convertido en un
sujeto extraordinariamente bien parecido, con el pelo brillante y engominado,
peinado con raya en medio y una barba rubia que contrastaba dramáticamente con
el tono más oscuro del cabello, Bruno, el más joven de los tres, preguntó
lascivamente qué había de las mujeres, que eso era lo bueno. Este nuevo enfoque
animó a los tres a rivalizar en la narración de anécdotas de la más diversa
especie que dejaban sin terminar, cuajadas de frases de doble significado, pero
cuando los cinco policías trataron de meter baza, los tres funcionarios
cerraron filas, adoptaron un aire severo y pusieron a los policías en su lugar.
«Los niños —les reprendió Mr. Stein— son para vistos y no para oídos.»
Para entonces
Chamcha sufría violentas arcadas provocadas por su comida y se obligaba a no
vomitar, porque sabía que semejante error no haría sino prolongar sus
desdichas. Gateaba por el suelo del furgón, buscando las bolitas de su tortura
que rodaban de un lado al otro, y los policías, que necesitaban una válvula de
escape para la frustración engendrada por el rapapolvo del oficial de
inmigración, empezaron a insultar rotundamente a Saladin y a tirar del pelo de
su anca, para aumentar su incomodidad y su bochorno. Luego, los cinco policías,
con acento de desafío, iniciaron su propia versión de la conversación de los
funcionarios de inmigración y se pusieron a analizar los méritos de diversas
artistas de cine, jugadores de dardos, luchadores profesionales y similares;
pero, puesto que la arrogancia de «Jockey» Stein les había puesto de mal humor,
no conseguían mantener el tono abstracto e intelectual de sus superiores y
empezaron a pelearse acerca de los respectivos méritos del equipo del Tottenham
Hotspur que consiguió el «doblete» en los años sesenta y el poderoso Liverpool
de la actualidad, conversación en la que los partidarios del Liverpool
provocaron a los fans del Tottenham diciendo que el gran Danny
Blanchflower era un jugador «de lujo», un bollito de crema, flor por el
apellido y por naturaleza, a lo que la afición ofendida respondió gritando que,
en el Liverpool, los sarasas eran los seguidores, que los del Tottenham podían
despedazarlos con los brazos atados a la espalda. Desde luego, todos los
policías estaban familiarizados con las técnicas de los hooligans futboleros,
ya que habían pasado muchos sábados de espaldas al campo, vigilando a los
espectadores en los diversos estadios del país, y a medida que la discusión se
acaloraba, llegaron al extremo de desear demostrar a sus colegas oponentes
exactamente lo que quería decir aquello de «despedazar», «zumbar», «embotellar»
y demás. Los coléricos bandos se miraban con ojos llameantes y de repente,
todos a la vez, se volvieron contra la persona de Saladin Chamcha. Bien, el
barullo en el furgón era cada vez mayor —y es cierto que Chamcha en parte era
responsable, porque él había empezado chillando como un cerdo— y los jóvenes bobbies
pateaban y sacudían diversas partes de su anatomía utilizándolo al mismo
tiempo de conejo de Indias y de válvula de escape, procurando, eso sí, a pesar
de su excitación, limitar los golpes a las partes más blandas y carnosas, a fin
de reducir al mínimo el riesgo de fracturas y hematomas; y cuando Jockey, Kim y
Joey vieron lo que hacían sus subordinados, optaron por la tolerancia, porque
hay que dejar que los chicos se diviertan.
Además, aquella
conversación acerca del espectáculo indujo a Stein, Bruno y Novak al examen de
asuntos de más trascendencia y ahora, con expresión solemne y voces graves,
hablaban de la necesidad, en este día y época, de aumentar la observación, no
simplemente en el sentido de «mirar», sino en el de «vigilar». La experiencia
de los jóvenes policías era extraordinariamente importante, declaró Stein:
mirar al público, no al juego. «La vigilancia permanente es el precio de la
libertad», proclamó.
«Eech —gritó
Chamcha, incapaz de evitar la interrupción—. Aaaj, unnnch, ouoooo.»
* * *
Al cabo de un
tiempo, invadió a Saladin una extraña abulia. No tenía la menor idea de cuánto
tiempo llevaban viajando en el furgón de sus desdichas, ni hubiera podido
aventurar una suposición acerca de la proximidad de su destino, a pesar de que
en sus oídos repicaba con más y más fuerza el sonsonete de eleoene, deerreeese,
Londres. Los golpes que llovían sobre él los
sentía suaves como caricias de enamorada; la grotesca visión de su cuerpo
transformado ya no le horrorizaba; incluso las últimas bolitas de cabra habían
dejado de remover su martirizado estómago. Aturdido, se acurrucó en su pequeño
mundo, tratando de hacerse lo más pequeño posible, con la esperanza de que al
fin conseguiría desaparecer del todo y así recobrar la libertad.
La conversación
acerca de técnicas de vigilancia había reunido a funcionarios de inmigración y
policías, limando la aspereza de las palabras de severa reprimenda de Stein.
Chamcha, el insecto en el suelo del furgón, oía, lejanas, como a través de un
auricular telefónico, las voces de sus captores que hablaban animadamente de la
necesidad de aumentar el material de vídeo en los espectáculos públicos y de
las ventajas de la informática y, lo que parecía ser una contradicción, de la
eficacia de dar un pienso enriquecido a los caballos de la policía la noche
antes de un partido importante, porque cuando los desarreglos digestivos de la
caballería rociaban de mierda a las masas siempre las provocaban a la
violencia, y entonces nosotros podemos entrar a modo. Chamcha, incapaz
de conseguir que este universo de telefilmes, partidodelajornada, policías y
ladrones formara un conjunto coherente, cerró los oídos a la cháchara y se
quedó escuchando la palabra que era deletreada en su cerebro.
Entonces saltó
la chispa.
«¡Pregunten al
ordenador!»
Tres
funcionarios de inmigración enmudecieron cuando la hedionda criatura se irguió
y les chilló. «¿Qué dice? —preguntó el más joven de los policías, uno de los
hinchas del Tottenham por cierto, con aire dubitativo—. ¿Le atizo?»
«Yo me llamo
Salahuddin Charnchawala, nombre artístico Saladin Chamcha —gimió el semichivo—.
Soy miembro de Actors' Equity, la Asociación Automovilística y el Garrick Club.
El número de matrícula de mi coche es talytal. Pregunten al ordenador. Por
favor.»
«¿A quién se la
quieres dar? —preguntó uno de los hinchas del Liverpool, pero parecía
inseguro—. Mírate, tú eres un "paki" de mierda. ¿Sally-qué? ¿Qué
nombre es ése para un inglés?»
Chamcha encontró
en algún sitio un punto de indignación. «¿Y ellos? —preguntó señalando con un
movimiento de cabeza a los funcionarios de inmigración—. Por el nombre, no me
parecen muy anglosajones.»
Durante un
momento, dio la impresión que todos iban a echársele encima y descuartizarlo
por su temeridad, pero al fin el oficial
Novak, cara de calavera, se limitó a darle varios cachetes mientras respondía:
«Yo soy de Weybridge, capullo. Fíjate bien: Weybridge, donde vivían los
jodidos Beatles.»
«Vale más que lo
comprobemos», dijo Stein. Tres minutos y medio después, el furgón se detenía y
los tres funcionarios de inmigración, los cinco agentes de policía y un
conductor celebraban una conferencia de urgencia —estamos en un atolladero
de mierda— y Chamcha observó que ahora los nueve volvían a parecerse, que
la tensión y el miedo los igualaban. No tardó en comprender que la llamada al
Ordenador Central de la Policía, que prestamente lo había identificado como
Ciudadano Británico de Primera, lejos de mejorar su situación, le había
colocado en una situación más peligrosa todavía.
«Podríamos decir
que lo encontramos en la playa, sin sentido», dijo uno de los nueve. «No vale
—fue la respuesta—, a causa de la vieja y el fulano.» «Bien, pues se resistió
al arresto, se puso violento y, en el altercado, se desmayó.» «O la vieja
chocheaba y no había manera de entenderla y el otro tío, comosellame, no dijo
ni mu, y en cuanto a este fulano, no hay más que verlo, tiene la mismísima pinta del diablo,
¿qué podíamos pensar nosotros?» «Y entonces va y se nos desmaya, de manera que
qué podíamos hacer nosotros, pregunto yo, Señoría, sino llevarlo a la
enfermería del Centro de Detenidos, para que lo atendieran y tuvieran en
observación e interrogaran, según las normas para estos casos. ¿Qué os parece
algo por el estilo?» «Somos nueve contra uno, pero la vieja y el otro fulano lo
lían todo.» «Mira, luego lo pensamos, ahora lo primero, insisto, es dejarlo
inconsciente.» «De acuerdo.»
* * *
Chamcha despertó
en una cama de hospital sacando una especie de lodo verde de los pulmones.
Sentía los huesos como si alguien se los hubiera metido en un frigorífico
durante mucho tiempo. Empezó a toser y, cuando se le pasó la tos, al cabo de
diecinueve minutos y medio, volvió a aletargarse, sin haber reparado en ningún
detalle de su actual paradero. Cuando volvió otra vez a la superficie, una cara
de mujer le miraba cordialmente con una sonrisa de aliento. «Pronto estará bien
—dijo dándole una palmada en un hombro—. Un poco de pulmonía y nada más. —Se
presentó, era Hyacinth Phillis, su fisioterapeuta. Y agregó—: Yo nunca juzgo a
las personas por su aspecto. No, señor. No vaya usted a creer.»
Con estas
palabras, le puso de lado, le colocó una cajita de cartón al lado de la boca,
se levantó la bata blanca, se quitó los zapatos y, de un atlético salto, se
subió a la cama, a horcajadas de Chamcha, ni más ni menos que si él fuera un
caballo y ella pensara hacerle cruzar los biombos que rodeaban su cama para
llevarlo por sabe Dios qué paisajes encantados. «Órdenes del doctor —explicó
ella—. Sesiones de treinta minutos, dos veces al día.» Sin más preámbulos,
empezó a sacudirle el tórax con puños blandos, briosos y, evidentemente,
expertos.
Para el pobre
Saladin, con la paliza del furgón tan reciente, este nuevo asalto fue la gota
que hace rebosar el vaso. Empezó a revolverse bajo los puños de la enfermera,
gritando: «Quiero salir de aquí. ¿Han avisado a mi esposa?» El esfuerzo de los
gritos le provocó otro acceso de tos que le duró diecisiete minutos y tres
cuartos y le valió un rapapolvo de Hyacinth, la fisioterapeuta: «Me hace perder
el tiempo —le dijo—. Ahora ya tendría que haber terminado con su pulmón derecho
y no he hecho más que empezar. ¿Va a portarse bien o no?» Seguía en la cama,
montada sobre él, saltando con las convulsiones de su cuerpo, como un jinete de
rodeo que espera la campana que anuncia los nueve segundos. Él dejó de
resistirse, derrotado, y consintió que ella le extrajera, a golpes, el fluido
verde de sus inflamados pulmones. Cuando hubo terminado, él fue obligado a
reconocer que se sentía mucho mejor. Ella retiró la cajita que estaba medio
llena de lodo y dijo alegremente: «Dentro de nada estará como nuevo, otra vez
firme sobre sus pies. —Entonces se sonrojó y se disculpó—. Ay, perdone» y
salió huyendo, sin acordarse de correr los biombos.
«Es hora de
considerar la situación», se dijo él. Un rápido examen físico le informó de que
su nueva condición subsistía. Ello le entristeció y entonces advirtió que había
alimentado la esperanza de que la pesadilla terminara mientras dormía. Ahora
llevaba otro pijama, éste verde manzana, liso, a juego con la tela de los
biombos y lo que podía ver de las paredes de aquel misterioso y anónimo
pabellón. Sus piernas terminaban todavía en aquellas lamentables pezuñas, y los
cuernos de su frente eran tan agudos como antes... Fue a distraerle de este
triste inventario la voz de un hombre que gritaba muy cerca con una aflicción
que partía el corazón: «¡Oh, cómo sufre este pobre cuerpo!»
«¿Qué
canastos?», pensó Chamcha, y decidió investigar. Pero entonces empezaba a
advertir otros muchos sonidos, tan alarmantes como el primero. Le parecía oír
toda clase de ruidos animales:
mugidos de bueyes, chillidos de monos, incluso el parloteo de loros o
periquitos. Luego, de otra dirección, oyó a una mujer que profería gruñidos y
gritos al final de lo que parecía un parto doloroso; seguidos del chillido de
un recién nacido. Pero los gritos de la mujer no cesaron cuando empezaron los
del niño; al contrario, redoblaron su intensidad, y unos quince minutos después
Chamcha oyó claramente que la voz de otro niño se unía a la del primero. Pero
la agonía natal de la mujer no terminó y, a intervalos de quince a treinta
minutos, durante un período interminable, siguió sumando niños al ya improbable
número de los salidos de su vientre, como un ejército invasor.
Su nariz le
informó de que el sanatorio, o como se llamara aquel sitio, empezaba a apestar;
olores de selva y de corral se mezclaban a un aroma rico, como de especias
exóticas que estuvieran friendo en mantequilla clarificada: coriandro,
jengibre, canela, cardamomo, clavo. «Esto pasa de la raya —se dijo él con
firmeza—. Ya es hora de empezar a aclarar las cosas.» Sacó las piernas de la
cama, trató de levantarse e inmediatamente cayó al suelo, por la falta de
costumbre de usar aquellas nuevas extremidades. Tardó alrededor de una hora en
resolver el problema; aprendió a andar sujetándose a la cama y dando traspiés
hasta adquirir confianza. Al fin, y tambaleándose, llegó hasta el biombo más
próximo; y entonces, entre dos de los biombos de su derecha apareció la cara
del oficial Stein, con una sonrisa sardónica, seguida rápidamente del resto del
individuo, que volvió a juntar los biombos a su espalda con sospechosa rapidez.
«¿Se encuentra
mejor», preguntó Stein con su amplia sonrisa.
«¿Cuándo vendrá
el doctor? ¿Cuándo podré ir al water? ¿Cuándo podré marcharme?», preguntó
Chamcha de un tirón. Stein respondió sosegadamente: el médico llegaría en
seguida; la enfermera Phillips le daría un orinal; podría marcharse en cuanto
estuviera restablecido. «Por cierto, fue usted muy amable al contraer esa
pulmonía —agregó Stein con la gratitud del autor cuyo personaje,
inesperadamente, le resuelve un peliagudo problema técnico—. Hace mucho más
verosímil la historia. Al parecer, estaba usted tan enfermo que perdió el
conocimiento. Somos nueve que lo recordamos perfectamente. Gracias. —Chamcha no
pudo encontrar palabras—. Y, otra cosa —prosiguió Stein—, a la vieja chiflada
de Mrs. Diamond resulta que la encontraron muerta en la cama, completamente
fiambre, y el otro caballero se esfumó. No se descarta la posibilidad de un
hecho delictivo.»
«En suma —dijo,
antes de desaparecer para siempre de la nueva vida de Saladin—, yo le sugiero,
ciudadano Saladin, que no incordie con una denuncia. Perdone la franqueza, pero
con esos cuernos y esas pezuñas no resultaría un testigo muy fidedigno. Que
usted lo pase bien.»
Saladin Chamcha
cerró los ojos y, cuando volvió a abrirlos, su verdugo se había convertido en
la enfermera fisioterapeuta Hyacinth Phillips. «¿Por qué ese afán de echar a
andar? —preguntó—. Lo que desee no tiene más que pedírmelo a mí, Hyacinth, y veremos
lo que puede hacerse.»
* * *
«Ssst.»
Aquella noche, a
la luz verdosa de la misteriosa institución, despertó a Saladin un siseo salido
de un bazar indio.
«Ssst. Tú,
Belcebú. Despierta.»
Delante de él
había una figura tan imposible que Chamcha sintió el deseo de taparse la cabeza
con la sábana; pero no pudo, porque, ¿acaso no estaba él mismo...? «Eso es
—dijo la criatura—, ya ves que no era el único.»
Tenía un cuerpo
perfectamente humano, pero cabeza de tigre feroz, con tres hileras de dientes.
«Los guardianes de noche se duermen a veces —explicó—. Y nosotros podemos
hablar.»
En aquel
momento, una voz de una de las otras camas —cada cama, ahora lo sabía Chamcha,
tenía su propia cerca de biombos— gimió con fuerza: «¡Oh, cómo sufre este pobre
cuerpo!» Y el hombre-tigre, o Mantícora, como él se llamaba, gruñó de
irritación. «Ese lloricas —exclamó—. Y, total, lo único que le han hecho es
dejarle ciego.»
«¿Quién ha hecho
el qué?» Chamcha estaba confuso.
«La cuestión es
—prosiguió el Mantícora—: ¿vas a soportarlo?»
Saladin seguía
perplejo. El otro parecía sugerir que aquellas mutaciones eran obra de... ¿de
quién? ¿Cómo podía nadie? «No sé cómo se puede culpar a nadie...»
El Mantícora
rechinó sus tres hileras de dientes con manifiesta frustración. «En ese lado
hay una mujer que ya es casi búfalo de agua —dijo—. Hay empresarios nigerianos
a los que les han salido gruesas colas. Y un grupo de turistas del Senegal que,
simplemente, al cambiar de avión, fueron convertidos en viscosas serpientes. Yo
estoy en el ramo de la confección; desde hace años, soy un modelo masculino muy
cotizado con base en Bombay y presento una amplia gama de sastrería y camisería. Pero ¿quién va a querer
contratarme ahora?» Prorrumpió en súbito e inesperado llanto. «Vamos, vamos
—dijo Saladin Chamcha automáticamente—. Todo se arreglará, estoy seguro. Ten
valor.»
La criatura se
dominó. «La cuestión es que algunos de nosotros no queremos seguir tolerándolo
—dijo con vehemencia—. Saldremos de aquí antes de que nos conviertan en algo
peor. Noche tras noche, siento que otra parte de mí empieza a cambiar. Por
ejemplo, últimamente no hago más que peer... con perdón... ¿te das cuenta? A
propósito, pruébalos —pasó a Chamcha un paquete de chicle de menta extra
fuerte—. Disimulan el aliento. He sobornado a un guardián para que me surta.»
«Pero, ¿cómo lo
hacen?», inquirió Chamcha.
«Nos describen
—susurró el otro solemnemente—. Eso es todo. Tienen el poder de la descripción,
y nosotros sucumbimos a las imágenes que ellos trazan.»
«Cuesta creerlo
—argumentó Chamcha—. Yo he vivido aquí muchos años y nunca me había
ocurrido...» Su voz se extinguió porque el Mantícora le miraba entornando los
ojos con suspicacia. «¿Muchos años? —preguntó—. ¿No serás un confidente? Sí,
eso es: ¿un espía?»
En un rincón apartado
del pabellón sonó entonces un lamento. «Dejadme ir —aullaba una voz de mujer—.
Oh, Jesús, yo quiero irme. Jesús, María, tengo que irme, dejadme ir. Ay, Dios.
Ay, Jesús, Dios mío.» Un lobo con aspecto de crápula asomó la cabeza entre los
biombos de Saladin y habló ansiosamente al Mantícora. «Los guardianes no
tardarán —siseó—. Es ella otra vez, Berta Cristal.»
«¿Cristal...?»,
empezó Saladin. «La piel se le volvió de cristal —explicó el Mantícora con
impaciencia, ignorando que estaba dando vida a la peor de las pesadillas de
Chamcha—. Y esos hijos de puta se lo hicieron añicos. Ahora ella no puede ni ir
al tocador.»
Una voz nueva
siseó en la noche verdosa. «Por el amor de Dios, mujer. Hazlo en el jodido
orinal.»
El lobo se
llevaba el Mantícora. «¿Está o no está con nosotros?», preguntó. El Mantícora
se encogió de hombros. «Está indeciso —respondió—. No se cree lo que está
viendo, y eso es lo malo.»
Huyeron al oír
crujir las pesadas botas de los guardianes.
* * *
Al día
siguiente, el médico seguía sin aparecer, y también Pamela, y Chamcha,
desconcertado, se dormía y despertaba como si ambos
estados ya no tuvieran que ser considerados contrarios, sino complementarios
para crear un perenne delirio de los sentidos. Soñó con la reina, que la
abrazaba tiernamente en el acto del amor. Ella era el cuerpo de la Gran
Bretaña, el avatar del Estado, y él la había elegido, había copulado con ella;
era su Amada, la luna de sus delicias.
Hyacinth venía a
horas fijas a montarle y sacudirle y él se sometía sin rechistar. Pero, al
terminar, ella le susurró al oído: «¿Usted está de acuerdo con los demás?», y
él comprendió que estaba implicada en la gran conspiración. «Si lo está usted,
cuenten conmigo», dijo él. Ella asintió, satisfecha. Chamcha sintió que le
invadía un dulce calor y empezó a pensar en coger uno de los puños pequeñitos,
pero fuertes, de la fisioterapeuta, pero en aquel momento, de la dirección del
ciego llegó una voz: «Mi bastón, he perdido el bastón.» «Pobre infeliz», dijo
Hyacinth, y bajándose de Chamcha se acercó corriendo al invidente, recogió el
bastón, se lo puso en la mano a su dueño y volvió a Saladin. «Hasta esta tarde
—le dijo—. ¿De acuerdo? ¿No hay problemas?»
Él quería que se
quedara, pero la mujer se movía con rapidez. «Soy una mujer muy ocupada, Mr.
Chamcha. Cosas que hacer, gente que atender.»
Cuando ella se
fue, él se recostó en la almohada y, por primera vez en mucho tiempo, sonrió.
No se le ocurrió que su metamorfosis debía de continuar, porque tenía ideas
románticas acerca de una mujer negra; y, antes de que tuviera tiempo de pensar
cosas tan complejas, el ciego del rincón volvió a hablar:
«Me he fijado en
usted —le oyó decir Chamcha— y agradezco su amabilidad y comprensión. —Saladin
advirtió que estaba haciendo un discurso de agradecimiento al aire, al espacio
donde creía que seguía la fisioterapeuta—. Yo no soy hombre que olvide la
amabilidad. Quizás un día pueda recompensarla, pero por el momento quiero que
sepa que aprecio lo que hace, y con cariño... —Chamcha no tuvo valor para gritar
ella no está, se marchó hace rato, y se quedó escuchando tristemente,
hasta que al fin el ciego hizo una pregunta al aire—: Confío en que usted
también se acuerde de mí. ¿Un poquito? ¿De vez en cuando?» Luego vino un
silencio, una risa seca; el ruido de un hombre que, de pronto, se sentaba
pesadamente. Y, al fin, después de una pausa insoportable, un brusco cambio de
tono: «¡Oh! —se lamentó el ciego en su soliloquio—. ¡Cómo sufre este pobre
cuerpo!»
Aspiramos a lo
sublime pero nuestra naturaleza nos traiciona, pensó Chamcha; payasos en busca
de coronas. Le invadió la amargura. Antaño yo era más alegre, más feliz,
amable. Ahora en mis venas está el agua negra.
Pamela seguía
sin aparecer. Qué puñeta. Aquella noche dijo al Mantícora y al lobo que
estaba con ellos, hasta el fin.
* * *
La gran fuga
tuvo lugar varias noches después, cuando los pulmones de Saladin ya estaban
casi limpios de lodo verde, gracias a los cuidados de Miss Hyacinth Phillips.
Resultó un asunto bastante bien organizado en una escala más bien grande, que
afectaba no sólo a los internos del sanatorio sino también a los detenus, como
los llamaba el Mantícora, que estaban recluidos tras cercas de alambre en el
contiguo Centro de Detención. Puesto que Chamcha no era uno de los grandes
estrategas de la fuga, él se limitó a esperar al lado de la cama, tal como le
habían ordenado, hasta que Hyacinth fue a avisarle, y entonces salieron
corriendo del pabellón de las pesadillas a la claridad de un cielo frío y
bañado por la luna, por delante de varios hombres atados y amordazados: sus
guardianes. Había muchas sombras que corrían por la noche incandescente, y
Chamcha vislumbró criaturas que nunca hubiera imaginado, hombres y mujeres que
tenían algo de plantas, o de insectos gigantes e, incluso, algunos eran en
parte de ladrillo o de piedra; había hombres con cuernos de rinoceronte en
lugar de nariz y mujeres con cuello de jirafa. Los monstruos corrieron en
silencio hasta la cerca del complejo del Centro de Detención, donde el
Mantícora y otros mutantes de buena dentadura les esperaban junto a los grandes
agujeros que habían abierto a dentelladas en la tela metálica, y en seguida
estuvieron fuera, libres, yendo cada cual por su lado, sin esperanza pero también sin
vergüenza. Saladin Chamcha y Hyacinth
Phillips corrían juntos, los cascos de chivo repicaban en el duro pavimento: al
Este, dijo ella cuando él oyó que sus propias pisadas sustituían el zumbido
de sus oídos, al Este, al Este, al Este corrían por carreteras de tercer orden,
camino de la ciudad de Londres.
4
Jumpy Joshi se
convirtió en amante de Pamela Chamcha «por pura casualidad», como ella diría
después, la noche en que ella se enteró de la muerte de su esposo en la
explosión del Bostan, de manera que el sonido de la voz de su antiguo
condiscípulo Saladin que le hablaba desde ultratumba a medianoche, murmurando
las cinco palabras mágicas perdón, lo siento, número equivocado —lo que era
más, que le hablaba menos de dos horas después de que Jumpy y Pamela formaran
la bestia de dos espaldas, con ayuda de dos botellas de whisky— le sobrecogió.
«¿Quién era?», se volvió a preguntar Pamela, más dormida que despierta, con un
antifaz negro sobre los ojos. «Nadie, un bromista, no te preocupes», decidió
responder él, lo cual estaba muy bien, salvo por la circunstancia de que ahora
tenía que preocuparse él solo, sentado en la cama, desnudo y chupándose el dedo
de la mano derecha, para consolarse, como siempre.
Era una persona
pequeña, con hombros de percha de alambre y una enorme capacidad para la
agitación nerviosa, evidenciada por su cara pálida, de ojos hundidos; por su
pelo, más bien pobre —todavía completamente negro y rizado—, mesado tan a
menudo por sus manos frenéticas que ya no le hacían el menor efecto los
cepillos ni los peines sino que se disparaba en todas las direcciones, dando a
su dueño en todo momento el aire de que acababa de levantarse de la cama, tarde
y con prisas; y por su risa alta, tímida, contrita y simpática, pero hiposa y
excesivamente nerviosa; todo ello había contribuido a convertir su nombre,
Jamshed, en el Jumpy, o «Asustadizo», que todo el mundo utilizaba
automáticamente, incluso los que acababan de conocerle; todos salvo Pamela
Chamcha. La esposa de Saladin, pensaba él, chupando furiosamente. ¿O la viuda?
O. Dios me asista, la esposa, a fin de cuentas. Descubrió un sordo rencor hacia
Chamcha. El retorno de una tumba en el mar: un hecho tan espectacular, incluso
para esta época, resultaba casi una indecencia, un acto de mala fe.
En cuanto se
enteró de la noticia, corrió a casa de Pamela, y la encontró tranquila y con
los ojos secos. Ella le hizo pasar a su estudio de partidaria del desorden, en
cuyas paredes se alternaban las acuarelas de rosaledas con los carteles de
puños cerrados con inscripciones de Partido Socialista, fotografías de
amigos y un montón de máscaras africanas, y mientras él avanzaba con cautela
por entre ceniceros, números del diario Voice y novelas de
ciencia-ficción feminista, ella le dijo, con naturalidad: «Lo más sorprendente
es que cuando me lo dijeron pensé, bien, qué se le va a hacer, su muerte dejará
en mi vida un agujero realmente pequeño.» Jumpy, que tenía ganas de llorar y
reventaba de recuerdos, se quedó parado y agitó los brazos, con su gran abrigo
negro y su cara pálida y aterrorizada, como un vampiro sorprendido por una
repentina y abominable luz diurna. Entonces vio las botellas de whisky vacías.
Pamela había empezado a beber, dijo, hacía varias horas, y desde entonces había
continuado regular, rítmicamente, con la persistencia de un corredor de fondo.
Él se sentó a su lado en el sofá-cama bajo y blando y se ofreció a actuar de
liebre. «Como quieras», dijo ella pasándole la botella.
Ahora, sentado
en la cama, con el pulgar en lugar de la botella, con su secreto y la resaca
martillándole la cabeza de forma igualmente dolorosa (él nunca fue aficionado a
la bebida ni a los secretos), Jumpy volvió a sentir que las lágrimas acudían a
sus ojos y decidió levantarse y andar un poco por la casa. Se fue al piso de
arriba, a la habitación que Saladin se empeñaba en llamar su «guarida», una
gran extensión de buhardilla con claraboyas y ventanas que daban a unos
jardines mancomunados salpicados de hermosos árboles, roble, arce, e incluso el
último de los olmos, superviviente de los años de plaga. Antes, los olmos,
ahora, nosotros, pensó Jumpy. Quizá lo de los árboles
fue un aviso. Agitó la cabeza para ahuyentar el morbo del amanecer y se
sentó en el canto del escritorio de caoba de su amigo. Una vez, en una fiesta
de la Universidad, él se había sentado en una mesa que chorreaba vino y
cerveza, al lado de una chica cadavérica con minivestido de blonda negra, un
boa de plumas púrpura y unos párpados que eran como dos cascos plateados, sin
atreverse a decirle hola. Por fin, la miró y tartamudeó una trivialidad; ella
le lanzó una mirada de absoluto desprecio y, sin mover sus labios lacados de
negro, dijo: la conversación ha muerto, tío. Él se mosqueó, tanto se
mosqueó que le dijo: me gustaría que me explicaras por qué todas las chicas
de esta ciudad son tan antipáticas, a lo que ella respondió sin pararse a
pensar: porque la mayoría de los chicos son como tú. Instantes después,
llegó Chamcha, oliendo a pachulí, vestido con kurta blanca, el consabido
símbolo de los misterios de Oriente, y la chica se fue con él antes de cinco
minutos. El muy cerdo, pensaba Jumpy Joshi mientras volvía a inundarle la vieja
amargura, no tenía escrúpulos, él estaba dispuesto a ser lo que ellos
quisieran, el Hare-Krishna quiromántico envuelto en una colcha y rezumando
dharma, a mí ni muerto. Esto le detuvo, esa palabra. Muerto. Reconócelo,
Jamshed, a ti nunca se te dieron bien las chicas, ésa es la verdad y todo lo
demás es envidia. Bueno, quizá, concedió y otra vez: Quizá muerto, agregó, o
quizá no.
Al intruso sin
sueño la guarida de Chamcha le parecía artificial y, por consiguiente, triste:
la caricatura de un camerino, con fotos de colegas firmadas, carteles,
programas enmarcados, fotos de representaciones, diplomas, premios, tomos de memorias
de artistas de cine, una habitación convencional, comprada de confección, una
imitación de la vida, máscara de una máscara. En todas las superficies,
chucherías: ceniceros en forma de piano, pierrots de porcelana que atisbaban
desde el fondo de una librería. Y, en todas partes, en las paredes, en los
carteles de películas, en el resplandor de la lámpara sostenida por un Eros de
bronce, en el espejo en forma de corazón, rezumando de la alfombra rojo sangre,
goteando del techo, el ansia de amor de Saladin. En el teatro todo el mundo se
besa y todo el mundo es un amor. La vida del actor ofrece a diario el simulacro
del amor; una máscara puede ser satisfecha o, por lo menos, consolada, por el
eco de lo que anhela. Aquella desesperación, así lo comprendía Jumpy, estaba
dentro de él, él habría hecho cualquier cosa, se habría puesto cualquier
maldito traje de idiota, habría adoptado cualquier forma con tal de recibir una
palabra de amor. A pesar de que Saladin no era desafortunado con las mujeres,
ni mucho menos, como ya se ha dicho. El pobre idiota. Ni la misma Pamela, con
toda su hermosura y su inteligencia, había
sido
suficiente.
Era evidente que
también él empezaba a no ser suficiente para ella, ni de mucho. Al llegar al
fondo de la segunda botella de whisky, ella apoyó la cabeza en su hombro y dijo
con lengua torpe: «No tienes idea del descanso que supone estar con alguien con
quien no tengo que pelearme cada vez que doy una opinión. Alguien que está del
lado de los recondenados ángeles. —Él esperó; después de una pausa, llegó algo
más—. Él y su Familia Real, es increíble. Cricket, el Parlamento, la Reina.
Esto para él nunca dejó de ser una postal en
color.
No podías conseguir que viera lo realmente real.» Cerró los ojos y dejó
descansar una mano en la de él, como por casualidad. «Era un auténtico Saladin
—dijo Jumpy—. Un hombre con una tierra santa que conquistar, su
Inglaterra, 1a Inglaterra en la que él creía. Tú formabas parte de ella.» Ella
se apartó de su lado girando sobre sí misma y se tendió sobre revistas, bolas
de papel, desorden. «¿Parte de ella? Yo era 1a mismísima jodida Britannia.
Cerveza tibia, pastel de frutas, sentido común y yo. Pero yo también soy
realmente real, J.J.; realmente, realmente. —Extendió los brazos hacia él y lo
atrajo hasta donde su boca le esperaba, besándolo con un gran sorbetón impropio
de Pamela—. ¿Ves lo que quiero decir?» Sí; lo veía.
«Habrías tenido
que oírle hablar de la guerra de las islas Falkland —dijo ella después,
desasiéndose y jugando con su pelo—. "Pamela, imagina que una noche oyes
un ruido en la planta baja y, cuando vas a investigar, te encuentras a un
hombrón en la sala con una escopeta que te dice: Vuelve arriba. ¿Qué
harías?" Yo volvería arriba, le contesté. "Pues es eso, ni más ni
menos. Intrusos en la casa. Es intolerable." —Jumpy observó que apretaba
los puños y se le blanqueaban los nudillos—. Yo le dije: si te empeñas en usar
metáforas trasnochadas, por lo menos, úsalas con propiedad. ¿Qué ocurre cuando
dos personas dicen que son dueños de una casa y uno está ocupándola y el otro
se presenta con una escopeta. Porque es así.» Jumpy asintió, muy serio:
«Eso es lo realmente real.» «Justo —ella le dio una palmada en la rodilla—. Lo
realmente justo, Mr. Jam... es real y verdaderamente así. Realmente. Otro trago.»
Ella se inclinó hacia el cassette y oprimió un botón. Jesús, pensó Jumpy, ¿Boney
M? Dame un respiro. A pesar de su actitud progre en cuestión de razas, la
señora tenía mucho que aprender en música. Ya empezaba el bumchicabum. Y, de
pronto, sin más, él se echó a llorar, le hizo llorar de verdad la emoción
fingida, la imitación del dolor a base de música discotequera. Era el salmo
ciento treinta y siete, «Super río». El rey David que hacía oír su voz a través
de los siglos. Cómo cantaremos la canción del Señor en un país extranjero.
«Cuando iba al
colegio me obligaban a aprender de memoria los salmos —dijo Pamela Chamcha,
sentada en el suelo, con la cabeza apoyada en el sofá-cama y los párpados
apretados. Junto a los ríos de Babilonia, nos sentábamos, llorábamos oh,
oh... Paró la cinta, volvió a recostarse y recitó—: Si yo me olvidara de
ti, Jerusalén, olvidada sea mi diestra. Péguese mi lengua al paladar si no me
acordara de ti, si no pusiera a Jerusalén por encima de mi alegría.»
Después, en la
cama, soñaba con su colegio de monjas, con maitines y vísperas y con el canto
de los salmos cuando Jumpy entró corriendo y la despertó gritando: «No puedo
seguir callando, tengo que decírtelo. Él no ha muerto. Saladin está
recondenadamente vivo.»
* * *
Ella despertó de
golpe, hundiendo las manos en su cabello espeso rizado y alheñado en el que
empezaban a asomar las primeras hebras blancas; se arrodilló en la cama,
desnuda, con las manos en la cabeza, sin poder moverse, hasta que Jumpy acabó
de hablar, y entonces, sin avisar, empezó a pegarle puñetazos en el pecho, los
brazos y los hombros y hasta en la cara, con todas sus fuerzas. Él estaba
sentado en la cama, a su lado, ridículo con el camisón de puntillas de ella,
mientras ella le pegaba; él dejaba el cuerpo inerte, recibiendo los golpes,
sometiéndose. Cuando a ella se le acabaron los golpes, tenía el cuerpo sudoroso
y él pensó que tal vez le había roto un brazo. Ella se sentó a su lado jadeando
y los dos permanecieron callados.
En la habitación
entró el perro de Pamela, con cara de preocupado, y se acercó a ella para darle
la pata y lamerle la pierna izquierda. Jumpy se movió con cautela. «Creí que lo
habían robado», dijo al fin. Pamela movió la cabeza en un sí, pero. «Los
ladrones me llamaron y pagué el rescate. Ahora se llama Glenn. No
importa. De todos modos, nunca llegué a pronunciar Sher Khan como es
debido.»
Al cabo de un
rato, Jumpy observó que ella tenía ganas de hablar. «Lo que hiciste antes...»,
empezó. «Oh, Dios.»
«No. Es como lo
que yo hice una vez. Quizá la cosa más sensata que haya hecho en mi vida.» En
el verano de 1967, había arrastrado al «apolítico» Saladin, que tenía veintiún
años, a una manifestación pacifista. «Una vez en la vida, Mister Remilgos, voy
a rebajarte a mi nivel.» Harold Wilson venía a la ciudad y, a causa del apoyo
del gobierno laborista a la intervención estadounidense en el Vietnam, se
organizó una protesta masiva. Chamcha fue «por curiosidad», según dijo él. «Yo
fui para ver cómo personas autodenominadas inteligentes se convertían en masa.»
Aquel día llovía
a mares. Los manifestantes congregados en Market Square quedaron calados. Jumpy
y Chamcha, arrastrados por la multitud, se encontraron subiendo las escaleras
del Ayuntamiento; localidad de tribuna, dijo Chamcha con tosca ironía. A su lado había dos estudiantes
disfrazados de asesinos rusos, con sombrero negro de ala ancha, abrigo y gafas
negras, que llevaban debajo del brazo unas cajas de zapatos llenas de tomates
embadurnados de tinta, con una etiqueta en la que en letras grandes se leía bombas.
Poco antes de la llegada del Primer Ministro, uno de ellos tocó en el
hombro a un policía y dijo: «Perrdon, favor. Cuando llega Mr. Wilson
autodenominado Primer Ministro en coche largo, favor pedirle bajar ventana para
que aquí mi amigo poder arrojar bombas.» El policía contestó: «Jo, jo, muy
bueno. Ahora escuche. Usted puede tirarle huevos, por mí no hay inconveniente.
Y también puede tirarle tomates, como los que tiene en esa caja pintados de
negro y etiquetados bombas, por mí no hay inconveniente. Pero si le tira algo
duro, señor, aquí mi compañero le disparará a usted con su pistola.» Oh, días
de inocencia, cuando el mundo era joven... Cuando llegó el coche hubo una
avalancha y Chamcha y Jumpy fueron separados. Luego apareció Jumpy, se subió al
capó del coche negro de Harold Wilson y empezó a dar saltos, abollándolo,
brincando como un loco al ritmo del estribillo que cantaba la gente: Lucharemos,
venceremos, que viva Ho Chi Minh.
«Saladin empezó
a gritarme que me bajara, en parte porque entre la gente había cantidad de
tipos de las Brigadas Especiales que iban hacia el coche desde todas las
direcciones, pero principalmente porque se sentía recondenadamente violento.»
Pero él seguía saltando, subiendo más arriba y cayendo con más fuerza, calado
hasta los huesos, agitando la larga melena: Jumpy el saltarín, saltando hacia
la mitología de los viejos tiempos. Y Wilson y Marcia, encogidos en el asiento
de atrás. ¡Ho! ¡Ho! ¡Ho Chi Minh! En el último momento, Jumpy se llenó
los pulmones de aire y se zambulló de cabeza en un mar de caras mojadas y
amigas; y desapareció. No pudieron dar con él: negrata de mierda. «Saladin
estuvo una semana sin dirigirme la palabra —rememoró Jumpy—. Y, cuando me
habló, fue para decirme: "Espero que te darás cuenta de que esos policías
hubieran podido acribillarte, y no te acribillaron."»
Seguían sentados
en el borde de la cama, uno al lado del otro. Jumpy oprimió el antebrazo de
Pamela. «Sólo quiero decir que sé lo que es eso. ¡Pumba, bam! Aquello fue
increíble. Y parecía necesario.»
«Ay, Dios mío
—dijo ella, volviéndose a mirarle—. Ay, Dios mío, perdona, pero así ha sido.»
Por la mañana,
le costó una hora comunicar con la Compañía Aérea, a causa del volumen de
llamadas que seguía generando la catástrofe, más de veinticinco minutos de
insistir —pero él me llamó, era su voz — , mientras, al otro extremo del
hilo telefónico, una voz femenina, adiestrada especialmente para tratar con
seres humanos en estado de crisis, comprendía sus sentimientos, se identificaba
con ella en este momento de dolor y derrochaba paciencia, pero evidentemente,
no le creía ni una palabra. Lo siento, señora, no quiero ser brutal, pero el
avión estalló a diez mil metros de altura. Al final de la conversación,
Pamela Chamcha, habitualmente la más serena de las mujeres, que para llorar se
encerraba en el cuarto de baño, gritaba al teléfono: por Dios, mujer, ¿por qué
no se guarda sus discursos bondadosos y presta atención a lo que le digo?
Finalmente, colgó con fuerza el auricular y se revolvió contra Jumpy Joshi, que
al ver la expresión de sus ojos derramó el café de la taza que le llevaba,
porque empezaron a temblarle las manos de miedo. «Gusano de mierda —le acusó—.
Conque todavía está vivo, ¿eh? Seguramente bajó del cielo volando y se
metió en la primera cabina de teléfono, para quitarse el jodido traje de
Superman y llamar a su mujercita.» Estaban en la cocina y Jumpy reparó en una
serie de cuchillos suspendidos de una cinta magnética en la pared situada a la
izquierda de Pamela. Él abrió la boca para decir algo pero ella no le dejó.
«Sal de aquí antes de que haga algo. No me explico cómo pude picar. Tú y tus
jodidas voces telefónicas: debí figurármelo.»
A principio de
los años setenta, Jumpy tenía una discoteca ambulante instalada en su minifurgoneta
amarilla. La llamaba «El Pulgar de Finn» en honor de Finn MacCool, el
legendario gigante dormido de Irlanda, otro capullo, como decía Chamcha. Un
día, Saladin gastó una broma a Jumpy. Le llamó por teléfono adoptando un acento
vagamente mediterráneo y solicitando los servicios del Pulgar musical en la
isla de Skorpios en nombre de Mrs. Jacqueline Kennedy Onassis, por unos
honorarios de diez mil dólares y traslado a Grecia en avión privado para hasta
seis personas. Era algo terrible que hacer a una persona tan inocente y tan
íntegra como Jamshed Joshi. «Necesito una hora para pensarlo», dijo, y entonces
sufrió un calvario del espíritu. Cuando Saladin llamó al cabo de una hora y oyó
que Jumpy rehusaba la oferta de Mrs. Onassis por razones políticas, comprendió
que su amigo iba para santo y de nada servía tratar de tomarle el pelo. «Mrs.
Onassis se sentirá muy apenada sin duda», concluyó, y Jumpy respondió,
preocupado: «Por favor, dígale que no es cuestión
personal. En realidad, personalmente yo la admiro mucho.»
Hace demasiado
que nos conocemos, pensó Pamela cuando Jumpy se fue. Podemos mortificarnos el
uno al otro con recuerdos de dos décadas.
* * *
Sobre el tema de
las confusiones a que pueden dar lugar las voces, pensaba aquella tarde mientras
conducía a excesiva velocidad por la M4 en su viejo MG, lo cual le producía un
placer que, según había confesado siempre alegremente, era «ideológicamente del
todo malsano»; sobre ese tema, precisamente yo debería ser más caritativa.
Pamela Chamcha, née
Lovelace, era poseedora de una voz que, durante toda su vida, ella había
tratado de contrarrestar por todos los medios. Era una voz que sugería trajes
de tweed, pañuelos a la cabeza, pudding, palos de hockey, tejados de paja,
jaboncillo para limpiar botas de montar, fines de semana en el campo, monjas,
bancos de propiedad en la iglesia, perros grandes y materialismo y, pese a sus
esfuerzos por reducir su volumen, era sonora y llamaba tanto la atención como
un borracho vestido de smoking que arrojara panecillos en un Club. Fue la
tragedia de su juventud que, gracias a aquella voz, fuera asediada por los
terratenientes y los galanes y los buenos partidos de la City, a los que ella
despreciaba de corazón, mientras que los ecologistas y los pacifistas y los revolucionarios
con los que ella instintivamente se encontraba a gusto la trataban con
suspicacia rayana en la aversión. ¿Cómo podía ella estar del lado de los
ángeles, si en cuanto abría la boca sonaba como un parásito? Al pasar por
Reading, Pamela aceleró y rechinó los dientes. Una de las razones por las que, reconozcámoslo,
había decidido poner fin a su matrimonio antes de que el destino lo
deshiciera por ella, era la de que una mañana al despertar se había dado cuenta
de que Chamcha no estaba enamorado de ella sino de su voz que apestaba a
pudding de Yorkshire y a madera de roble, esa voz cordial y rubicunda de la
vieja Inglaterra soñada en la que con tanto afán deseaba habitar él. Fue un
matrimonio contrariado porque cada uno de ellos buscaba en el otro lo que el
otro trataba de descartar.
No hay
supervivientes. Y, a medianoche, el idiota de Jumpy con su estúpida
falsa alarma. Quedó tan impresionada por la noticia que no tuvo tiempo de
impresionarse por haberse acostado con Jumpy y haber copulado de una forma, reconozcámoslo,
bastante satisfactoria, déjate de disimulos, se reprendió a sí
misma, ¿cuánto tiempo hacía que no te divertías tanto? Ella tenía mucho
que afrontar y aquí estaba ahora, afrontándolo por el procedimiento de escapar
a la mayor velocidad. Unos cuantos días de recreo en un hotel campestre caro y
el mundo puede empezar a parecer un agujero infernal menos jodido. Lujoterapia;
deacuerdodeacuerdo, reconoció, ya lo sé: una recaída en el sistema de
clases. A hacer puñetas. Si alguien tiene objeciones, que se joda.
Después de
Swindon se puso a cien millas por hora, y el tiempo empeoró bruscamente.
Súbitas nubes negras, rayos, aguaceros; ella mantenía el pie en el acelerador. No
hay supervivientes. Siempre se le moría la gente dejándola con la boca
llena de palabras y nadie a quien escupírselas. Su padre, el especialista en
Lenguas Clásicas, que podía hacer frases de doble sentido en griego antiguo y
del que ella heredó la voz, su legado y su maldición; y su madre, que sufrió
por él durante la guerra, cuando era piloto explorador —ciento once veces
regresó de Alemania, de noche, volando en un avión lento, iluminado por sus
propias balizas, lanzadas para guiar a los bombarderos— y que, cuando él volvía
a casa con el ruido de los antiaéreos en los oídos, le juraba que nunca le
dejaría, y por eso le siguió a todas partes, incluso al callejón sin salida de
la depresión y de las deudas, porque él no tenía cara de póquer y, cuando acabó
su propio dinero, echó mano del de ella, y, finalmente, a la azotea de un
edificio alto a la que al fin se encaminaron los dos. Pamela nunca los perdonó,
especialmente, por hacerle imposible decirles que les negaba el perdón. Para
desquitarse, se impuso la tarea de desterrar todo lo que conservaba de ellos.
Por ejemplo, la inteligencia: se negó a estudiar. Y, ya que no podía cambiarse
la voz, le hizo expresar ideas que los suicidas conservadores de sus padres
habrían reprobado. Se caso con un indio. Y, puesto que él resultó igual que
ellos, le hubiera dejado. Había decidido dejarle. Cuando, una vez más, fue burlada por la muerte.
Estaba
adelantando a un camión-remolque de congelados, cegada por las salpicaduras que
levantaban las ruedas, cuando se metió en un gran charco de agua que se había
formado en una pequeña depresión del asfalto y que estaba esperándola, y el MG
patinó a una velocidad escalofriante, se salió del carril rápido y giró en
redondo de manera que ella vio los faros del camión-remolque que la miraban sin
pestañear como los ojos de Azrael, el ángel exterminador. «Telón», pensó ella;
pero su coche derrapó saliéndose del camino del mastodonte, cruzando los tres
carriles de la carretera, que milagrosamente estaban vacíos, y fue a
incrustarse con menos violencia de la que cabía esperar en la barrera del
arcén, después de hacer otro giro de ciento ochenta grados, quedando, una vez
más, cara al Oeste, donde con el cursi romanticismo de la vida real, el sol
disipaba las nubes de tormenta.
* * *
El hecho de
estar vivo te compensa de las cosas que te hace la vida. Aquella noche, en un
comedor de paredes de roble, decorado con banderas medievales, Pamela Chamcha,
con su traje más deslumbrante, comió un asado de caza y se bebió una botella de
Château Talbot,
sentada a una mesa cargada de plata y cristal, celebrando un nuevo comienzo, el
escape de las fauces de, la otra oportunidad, para volver a nacer antes tienes
que: bueno, casi, de todos modos. Bebió y comió sola, ante la mirada lasciva de
americanos y viajantes, y se retiró temprano a una habitación de princesa en
una torre de piedra, donde tomó un largo baño y estuvo viendo películas viejas
en televisión. Ahora, después de haber visto a la muerte tan cerca, sentía que
se desprendía del pasado: por ejemplo, de su adolescencia bajo la tutela del
malvado tío Harry Higham, que vivía en una mansión del siglo XVII que había sido
propiedad de un pariente lejano, Matthew Hopkins, el Descubridor de Brujas
General, que con macabro sentido del humor le puso el nombre de Cremlins. Ahora,
al recordar al juez Higham a fin de olvidarlo, Pamela murmuró, dirigiéndose al
ausente Jumpy, que también ella tenía su historia de Vietnam. Después de la
gran manifestación celebrada en Grosvenor Square, en la que mucha gente lanzó
canicas bajo los cascos de los caballos de la policía que cargaba, se produjo
el único caso en la historia jurídica británica en el que la canica fue
considerada arma letal y muchos jóvenes fueron encarcelados e, incluso,
deportados por posesión de las pequeñas esferas de vidrio. El juez que presidía
el tribunal del caso de las Canicas de Grosvenor era el mismo Henry Higham (al
que en adelante se apodó «Hang'em», es decir «Colgadlos»), y ser su sobrina fue
muy dura carga para una joven aquejada ya de una voz de derechas. Ahora, en la
tibia cama de su castillo temporal, Pamela Chamcha se libró de este viejo
demonio, adiós, Hang'em, no tengo tiempo para ti; y de los fantasmas de
sus padres; y se dispuso a liberarse del más reciente de todos sus fantasmas.
Mientras
degustaba un coñac, Pamela contemplaba vampiros en televisión y se permitía
sentirse satisfecha, en fin, satisfecha de sí misma. ¿No se había inventado a
sí misma a su propia imagen? Yo soy lo que soy, brindó por sí misma con coñac
Napoleón. Yo trabajo en el consejo de asistencia a la comunidad del barrio de
Brickhall, Londres, NE1; encargada de la asistencia a la comunidad y muy buena
en mi trabajo, aunquemestémaleldecirlo. ¡Salud! Acabamos de elegir a nuestro
primer presidente negro, y todos los votos emitidos contra él eran blancos.
¡Adentro! Hace una semana, un respetado comerciante asiático, por el que habían
intercedido parlamentarios de todos los partidos, fue deportado, después de
haber vivido en Inglaterra dieciocho años porque hace quince echó al correo
determinado impreso con cuarenta y ocho horas de retraso. ¡Chin-chin! La semana
próxima, en la audiencia de Brickhall, la policía tratará de ajustarle las
cuentas a una nigeriana de cincuenta años, acusándola de asalto, después de
haberla molido a palos. ¡Skol! Ésta es mi cabeza, ¿la ven? Lo que yo llamo mi
trabajo consiste en romperme la cabeza contra Brickhall.
Saladin estaba
muerto y ella estaba viva.
Bebió por eso.
Había muchas cosas que yo quería decirte, Saladin. Cosas importantes: sobre el
rascacielos de oficinas de la Brickhall High Street, frente al McDonald's; lo
insonorizaron completamente, pero el silencio agobiaba a los empleados y ahora
ponen cintas de ruido ambiental blanco en el sistema de altavoces... Esto te
habría gustado, ¿eh? Y esa mujer parsi conocida mía, Bapsy se llama, que vivió una
temporada en Alemania y se enamoró de un turco. Lo malo es que el único idioma
que tenían en común era el alemán; ahora Bapsy ha olvidado casi todo el alemán
que sabía mientras que él lo habla cada vez mejor; él le escribe unas cartas
cada vez más poéticas y ella casi no puede contestarle ni con canciones
infantiles. El amor que muere por causa de un desfase lingüístico, ¿qué te
parece? El amor que muere. Un tema que nos va, ¿eh, Saladin? ¿Qué dices tú?
Y un par de cosillas más. Hay un asesino suelto
en mi demarcación que está especializado en matar viejas; por lo tanto, no te
apures, estoy segura. Hay muchas más viejas que yo.
Y otra cosa: te dejo. Se acabó. Hemos
terminado.
Yo no podía
decirte nada, ni lo más mínimo. Si te decía que estabas engordando, te pasabas
una hora gritándome, como si eso pudiera cambiar lo que veías en el espejo, lo
que te decía la tirantez del pantalón. Me interrumpías en público. La gente se
daba cuenta de lo que pensabas de mí. Yo te
perdonaba,
ése fue mi error; yo podía ver el centro de tu ser esa cosa tan terrible que
tenías que proteger con todo tu aplomo y afectación. Ese espacio vacío.
Adiós, Saladin.
Vació la copa y la dejó a su lado. La lluvia que volvía a caer azotaba los
cristales emplomados de sus ventanas; ella corrió las cortinas y apagó la luz.
Tendida en la
cama, deslizándose hacia el sueño, Pamela pensó en las últimas cosas que
necesitaba decir a su difunto marido. «En la cama —así le vinieron las
palabras— nunca parecías interesado en mí; no en mi placer ni en lo que yo
deseaba, nunca. Llegué a pensar que lo que tú deseabas no era una esposa sino
una criada. Ya lo sabes. Ahora descansa en paz.»
Soñó con él, su
cara llenaba todo el sueño. «Las cosas se acaban —le decía—. Esta civilización;
los desastres se acercan. Ha sido toda una cultura, brillante e inmunda,
caníbal y cristiana, la gloria del mundo. Deberíamos celebrarla mientras
podamos; hasta que llegue la noche.»
Ella no estaba
de acuerdo, ni siquiera en el sueño, pero soñando comprendió que no serviría de
nada decírselo ahora.
* * *
Cuando Pamela lo
echó, Jumpy Joshi se fue al Café Shaandaar de Mr. Sufyan, situado en Brickhall
High Street, y se sentó a tratar de averiguar si era idiota. Era temprano y el
local estaba casi vacío, exceptuando a una señora gruesa que compraba una caja
de pista barfi y jalebis, un par de jóvenes trabajadores de la industria
de la confección que bebían cha-loo chai y una mujer polaca de los
viejos tiempos cuando los que regentaban las confiterías del barrio eran los
judíos, que se pasaba el día sentada en un rincón con dos sarnosas vegetales,
un puri y un vaso de leche, participando a todo el que entraba que si
ella estaba allí era porque allí se servía «lo más parecido al kosher y
hoy en día tienes que arreglártelas como buenamente puedas». Jumpy se sentó con
su café debajo de una chillona pintura de una mujer mítica de pechos desnudos y
varias cabezas, con nubecillas que le velaban los pezones, pintada de tamaño
natural en rosa salmón, verde neón y oro, y dado que aún no había empezado la
aglomeración, Mr. Sufyan observó que estaba mustio.
«Eh, San Jumpy
—gritó—, ¿por qué traes tu mal tiempo a mi casa? ¿Es que no hay bastantes nubes
en esta tierra?» Jumpy se puso colorado cuando Sufyan se acercó a él
contoneándose, con su gorrita blanca de devoción bien puesta, y la barba,
porque bigote no tenía, alheñada tras la reciente peregrinación de su dueño a
La Meca. Muhammad Sufyan era un sujeto fornido y barrigudo, de gruesos
antebrazos, creyente más devoto y exento de fanatismo no encontrarían, y Joshi
veía en él a una especie de pariente mayor. «Escúchame, tío —dijo cuando el
dueño del café estuvo delante de él—, ¿te parezco un auténtico idiota o qué?»
«¿Tú has hecho
dinero en tu vida?», preguntó Sufyan.
«Yo no, tío.»
«¿Negocios?
¿Importación y exportación? ¿Mercancía liberalizada? ¿Tenderete?»
«Los números
nunca fueron mi fuerte.»
«¿Y dónde está
tu familia?»
«No tengo
familia, tío. Estoy solo.»
«Entonces, debes
de estar siempre rogando a Dios que te guíe en tu soledad, ¿no?»
«Tú me conoces,
tío. Yo no rezo.»
«Entonces, no
cabe duda —dictaminó Safyan—. Eres un idiota mayor de lo que piensas.»
«Gracias, tío
—dijo Jumpy apurando el café—. Me has ayudado mucho.»
Sufyan,
advirtiendo que su broma animaba al otro, a pesar de que mantenía la cara
larga, llamó al asiático de tez clara y ojos azules que acababa de entrar con
un elegante abrigo a cuadros, de grandes solapas. «Eh, Hanif Johnson —llamó—,
ven a resolver un misterio.» Johnson, abogado sagaz y chico del vecindario que
había prosperado y que tenía su bufete encima del Shaandaar Café, se apartó de
las dos hermosas hijas de Sufyan y se acercó a la mesa de Jumpy. «A ver si me
explicas lo que es este hombre —dijo Sufyan—. No lo entiendo. No bebe, el
dinero le parece una enfermedad, posee a lo sumo dos camisas, no tiene vídeo, a
los cuarenta años sigue soltero, trabaja por una miseria en el centro deportivo
enseñando artes marciales y qué sé yo, vive del aire, se comporta como un rishi
o un pir pero no tiene fe, no va a ningún sitio y parece conocer un
secreto. Y, además, ha estudiado en la universidad. A ver si me lo explicas.»
Hanif Johnson
golpeó a Joshi en el hombro. «Oye voces», dijo. Sufyan levantó las manos con
fingido asombro. «¡Voces, oooh baba! ¿Voces de dónde? ¿Del teléfono? ¿Del
cielo? ¿Tiene un Walkman Sony escondido en la chaqueta?»
«Voces
interiores —dijo Hanif con solemnidad—. Arriba, en su escritorio, hay un papel
que tiene escritos unos versos. Y un título: El río de sangre.»
Jumpy saltó,
tirando la taza vacía. «Te mataré», gritó a
Hanif,
que cruzó rápidamente el local cantando: «Tenemos a un poeta entre nosotros,
Sufyan Sahib. Trátalo con respeto Manéjalo con cuidado. Dice que una calle es
un río y nosotros somos la corriente; la humanidad es un río de sangre ésta es
la imagen del poeta. También el individuo. —Se interrumpió mientras corría
hasta una mesa para ocho y Jumpy fue tras él, muy colorado, moviendo los brazos
como aspas—. En nuestro propio cuerpo, ¿no corre también el río de sangre?» Al
igual que el romano, dijo el inquieto Enoch Powell yo creo ver el río
Tíber espumeante de sangre. Recupera la metáfora, se dijo Jumpy Joshi. Dale
la vuelta; haz de ella algo que podamos aprovechar. «Esto es como una violación
—suplicó a Hanif—. Por Dios, déjalo ya.»
«Las voces que
oye uno están en el exterior —rumiaba el dueño del café — . Juana de Arco, na.
O ése del gato, cómo se llama: Whittington, el que vuelve. Pero con las voces
uno se hace grande o, por lo menos, rico. Y este chico no tiene nada de grande,
y es pobre.»
«Basta —Jumpy
levantó las manos sobre su cabeza sonriendo sin ganas de sonreír—. Me rindo.»
Después de
aquello, durante tres días, a pesar de los esfuerzos de Mr. Sufyan, Mrs.
Sufyan, sus hijas Mishal y Anahita, y el abogado Hanif Johnson, Jumpy Joshi no
era el de siempre. Estaba «mustio», como decía Sufyan. Hacía su trabajo en los
clubs juveniles, en las oficinas de la cooperativa cinematográfica a la que
pertenecía y en las calles, distribuyendo folletos, vendiendo determinados
periódicos, paseando; pero caminaba pesadamente. Hasta que, a la cuarta noche,
detrás del mostrador del Shaandaar Café, sonó el teléfono.
«Mr. Jamshed
Joshi —entonó Anahita Safyan imitando un elegante acento inglés—. Se ruega a
Mr. Joshi que acuda al aparato. Tiene una llamada personal.»
El padre, al ver
la alegría que estallaba en la cara de Jumpy, dijo en voz baja a su mujer:
«Señora, la voz que este chico está deseando oír no es interior de ninguna de
las maneras.»
* * *
Lo imposible se
produjo entre Pamela y Jamshed después de q«e estuvieran siete días en la cama
amándose con inagotable entusiasmo, infinita ternura y una frescura de espíritu
que cualquiera hubiera podido pensar que acababan de inventar el procedimiento.
Siete días estuvieron desnudos con la calefacción a tope, fingiendo ser amantes
tropicales, en un país cálido y
luminoso del Sur. Jamshed, que siempre había sido patoso con las mujeres, dijo
a Pamela que no se había sentido tan maravillosamente desde el día en que, a
los dieciocho años, por fin aprendió a ir en bicicleta. Apenas lo hubo dicho
temió haberlo estropeado todo, que esta comparación del gran amor de su vida
con la vieja bicicleta de sus días de estudiante sería tomada por el insulto
que era indiscutiblemente; pero no tenía por qué preocuparse, porque Pamela le
besó en los labios y le dio las gracias por haberle dicho lo más hermoso que un
hombre podía decir a una mujer. En aquel momento, él comprendió que nunca
podría hacer nada malo y, por primera vez en su vida, empezó a sentirse
verdaderamente seguro, seguro como una casa, seguro como un ser humano que es
amado: y lo mismo le ocurrió a Pamela Chamcha.
A la séptima
noche, el ruido inconfundible de alguien que trataba de entrar por la fuerza en
la casa los despertó de un plácido sueño. «Debajo de la cama tengo un palo de
hockey», susurró Pamela, aterrorizada. «Dámelo», respondió Jumpy, no menos
asustado. «Bajo contigo», dijo Pamela con voz quebrada, y Jumpy tartamudeó:
«Oh, no, no.» Al fin, bajaron los dos, cada uno con una de las vaporosas négligés
de Pamela, cada uno con una mano en el palo de hockey que ninguno de los
dos se atrevería a usar. Y si es un hombre con una escopeta, pensaba Pamela,
que me dice: Vuelva arriba... Llegaron al pie de la escalera. Alguien encendió
las luces.
Pamela y Jumpy
chillaron al unísono, dejaron caer el palo y corrieron escaleras arriba con
toda la rapidez de que eran capaces; mientras abajo, en el vestíbulo, de pie,
bien iluminada junto a la puerta de entrada con el panel de cristal que había
roto para hacer girar el picaporte (Pamela, en la efervescencia de su pasión,
olvidó echar los cerrojos de seguridad), había una figura que parecía salida de
una pesadilla o de una película de terror de la televisión, una figura cubierta
de barro, hielo y sangre, la criatura más peluda que hayan visto ustedes, con
las patas y pezuñas de un macho cabrío gigante, brazos humanos y una cabeza
armada de cuernos pero, por lo demás, humana, cubierta de tizne y mugre y un
poco de barba. Aquella cosa imposible, sola y sin ser observada, cayó de bruces
y se quedó inmóvil.
Arriba, en la
habitación más alta de la casa, es decir, la «guarida» de Saladin, Mrs. Pamela
Chamcha se retorcía en los brazos de su amante, llorando desconsoladamente y
berreando: «No es verdad. Mi marido explotó. No hubo supervivientes. ¿Me has
oído? Yo soy la viuda Chamcha y mi marido está jodidamente muerto.»
5
Mr. Gibreel
Farishta, en el tren que lo llevaba a Londres fue acometido nuevamente y quién
no por el temor de que Dios había decidido castigarlo por su pérdida de fe
haciéndole perder el juicio. Se había sentado al lado de la ventanilla de un
compartimiento de primera no fumadores, de espaldas a la máquina, porque por
desgracia en el otro sitio iba sentado un individuo, y con el sombrero bien
calado, hundía los puños en los bolsillos de su gabardina de forro escarlata y
sentía pánico. El terror de perder la razón por una paradoja, de ser destruido
por algo en lo que ya no creía que existiera, de convertirse, en su locura, en el
avatar de un arcángel quimérico, era tan fuerte que le resultaba imposible
contemplar siquiera durante mucho tiempo tal eventualidad; sin embargo, cómo si
no podía explicar los milagros, metamorfosis y apariciones de los últimos días.
«Es una elección sencilla —se decía temblando en silencio—. Es A, yo he perdido
el juicio, o B, baba, alguien ha ido y cambiado las reglas.»
Pero ahora, sin
embargo, estaba el refugio de aquel compartimiento del tren que,
afortunadamente, no tenía nada de milagroso: los apoyabrazos estaban
deshilachados, la lamparita de lectura de encima de su hombro no funcionaba, el
espejo faltaba del marco, y, por si no fuera suficiente, estaba el reglamento:
las pequeñas señales circulares rojas y blancas prohibiendo fumar, los rótulos
que penalizaban el uso indebido de la alarma, las flechas que indicaban los
puntos hasta los cuales —y no más allá— se permitía abrir las pequeñas ventanas
correderas. Gibreel hizo una visita al aseo y también allí una pequeña serie de
prohibiciones e instrucciones le alegraron el corazón. Cuando llegó el revisor,
con la autoridad de su máquina de taladrar medias lunas en los billetes,
Gibreel, tranquilizado por estas manifestaciones de la ley, empezó a animarse e
inventar explicaciones racionales. Había tenido mucha suerte al escapar de la
muerte, luego había sufrido una especie de delirio y ahora volvía a ser él
mismo, podía esperar que, de
un modo u otro, retomaría el hilo de su vieja vida, es decir, de su vieja vida
nueva, la vida nueva que él planeara antes de la, hum, interrupción. Mientras
el tren lo alejaba y alejaba de la zona crepuscular de su llegada y
subsiguiente misterioso cautiverio, transportándolo por unas vías metálicas
paralelas halagüeñamente previsibles, sintió que la atracción de la gran ciudad
empezaba a ejercer su mágico efecto en él, y renació su antiguo don de
esperanza, su talento para acoger el cambio, para volver la espalda a las
penalidades pasadas y encarar el futuro. Bruscamente, se levantó y se dejó caer
en una butaca del lado opuesto del compartimiento, volviendo la cara
simbólicamente hacia Londres, aun a costa de renunciar a la ventanilla. ¿Qué le
importaban a él las ventanillas? Todo lo que él deseaba ver de Londres lo tenía
allí, ante los ojos de la imaginación. Pronunció su nombre en voz alta:
«Alleluia.»
«Aleluya,
hermano —dijo el único otro ocupante del compartimiento—. Hosanna, señor, y
amén.»
* * *
«Aunque debo
agregar, caballero, que mis creencias se sustraen enteramente a cualquier
denominación —prosiguió el desconocido—. Si usted hubiera dicho
"La-ilaha" yo le habría contestado con un rotundo
"illallah".»
Gibreel
comprendió que su cambio de asiento y su inadvertido enunciamiento del poco
corriente nombre de Allie habían sido erróneamente interpretados por su compañero
como manifestaciones de carácter social y teológico. «John Maslama —exclamó el
individuo poniendo en la mano de Gibreel una tarjeta que había sacado de una
maletita de piel de cocodrilo—. Personalmente, yo sigo mi propia variante de la
fe universal inventada por el emperador Akbar. Dios, diría yo, es algo similar
a la Música de las Esferas.»
Era evidente que
Mr. Maslama reventaba de ganas de hablar y, ahora que se había destapado, no
cabía sino aguantar el chaparrón hasta que agotara su sentenciosa verborrea.
Puesto que el sujeto tenía complexión de campeón de lucha libre, parecía
desaconsejable hacerle enfadar. Farishta descubrió en sus ojos el brillo del
Verdadero Creyente, una luz que hasta hacía poco había visto todos los días en
el espejo al afeitarse. «He conseguido situarme bastante bien —se jactaba
Maslama con su bien modulado acento de Oxford—. Para un hombre de color,
excepcionalmente bien, habida cuenta de las peregrinas circunstancias en las
que estamos inmersos como sin duda
reconocerá.» Con una manaza que recordaba un jamón hizo un pequeño pero
elocuente movimiento indicando la opulencia de su atuendo: temo de raya fina
con muy buena hechura, reloj de oro con su colgante y su cadena, zapatos
italianos, corbata de seda con escudo y gemelos de orfebrería en blancos puños
almidonados. Encima de esta indumentaria propia de un milord inglés había una
cabeza de asombroso tamaño, cubierta de espeso y planchado pelo, dotada de
cejas de increíble frondosidad debajo de las que relampagueaban los ojos
feroces de los que Gibreel ya había tomado buena nota. «Muy elegante»,
concedió, puesto que comprendía que algo había que decir. Maslama asintió. «Yo
siempre me he inclinado hacia el ornato», reconoció.
Había hecho lo
que él llamaba su primer montón con la producción de cancioncitas
publicitarias, «la música del diablo» que arrastra a las mujeres a la lencería
y el rojo de labios, y a los hombres, a la tentación. Ahora poseía tiendas de
discos en toda la ciudad, un próspero club nocturno llamado «Cera Caliente» y
un almacén lleno de relucientes instrumentos musicales que era su orgullo y
alegría. Era indio de la Guayana, «pero allí ya no queda nada. La gente se
marcha más aprisa de lo que vuelan los aviones. —Se hizo rico en poco tiempo—
... por la gracia de Dios Todopoderoso. A mí me gusta santificar el domingo,
confieso que tengo debilidad por los himnos ingleses y cuando yo canto tiemblan
las tejas.»
La autobiografía
terminó con una breve mención de la existencia de una esposa y una docena de
niños. Gibreel le dio la enhorabuena, confiando en que se haría el silencio,
pero entonces Maslama soltó la bomba: «No tiene usted que contarme nada de sí
mismo —dijo jovialmente—. Naturalmente, yo sé quién es usted, a pesar de que no
espera uno encontrar a semejante personaje en la línea Eastbourne-Victoria.
—Guiñó un ojo con una amplia sonrisa y puso Un dedo al lado de la nariz—.
Chitón. Yo respeto la intimidad de las personas, desde luego, ni que decir
tiene.»
«¿Yo? ¿Quién soy
yo?» La sorpresa hizo reaccionar a Gibreel de un modo absurdo. El otro movió
pesadamente la cabeza, ondulando las cejas como suaves antenas. «La pregunta clave, en mi opinión. Éstos
son tiempos difíciles para un hombre moral. Cuando un hombre abriga dudas
respecto a su esencia, ¿cómo va a saber si es bueno o malo? Pero usted debe de
encontrarme pesado. Yo respondo mis propias preguntas por mi fe en Ello.
—Maslama señaló el techo del compartimiento— y, por supuesto, usted no siente
la menor confusión acerca de su identidad, ya que es el famoso, podría decirse
el legendario, Mr. Gibreel Farishta, estrella de la pantalla y, últimamente,
cada vez más, siento mencionarlo, del vídeo pirata; mis doce hijos, mi esposa y
yo somos viejos e incondicionales admiradores de sus divinas hazañas.» Agarró y
comprimió la mano derecha de Gibreel.
«Dado que yo
personalmente me inclino por la idea panteísta —siguió rugiendo Maslama—, mi
propia simpatía hacia su trabajo se debe a su buena disposición para encarnar a
deidades de toda índole imaginable. Usted, señor mío, es una coalición arco
iris de lo celestial; una ONU de dioses ambulante. Usted es, en suma, el
futuro. Permítame saludarle. —Aquel hombre empezaba a despedir el tufo del loco
auténtico y, a pesar de que hasta el momento no había dicho ni hecho todavía algo
que se apartara de lo puramente propio del tipo, Gibreel empezaba a alarmarse y
a medir la distancia hasta la puerta con rápidas miraditas de ansiedad—. Yo
sustento la opinión —decía Maslama— de que comoquiera que uno lo llame, el
nombre no es más que un código, una clave, Mr. Farishta, detrás de la cual se
esconde el verdadero nombre.» Gibreel guardaba silencio, y Maslama, sin
disimular su decepción, se vio obligado a hablar por él. «Cuál es ese nombre
verdadero, me parece oírle preguntar», dijo, y entonces Gibreel dejó de dudar:
aquel hombre era un desequilibrado, y probablemente su autobiografía era tan
falsa como su fe. Gibreel pensó que, dondequiera que fuera, le perseguían las
ficciones, ficciones que se simulaban seres humanos. «Yo lo he atraído sobre mí
—Se acusó—. Al temer por mi propia razón, he despertado, sabe Dios en qué
oscuro recoveco, a este loco parlanchín y acaso peligroso.»
«¿No lo sabe?
—gritó de pronto Maslama, levantándose de un salto—. ¡Charlatán! ¡Embustero!
¡Farsante! ¿Pretende ser el inmortal de la pantalla, avatar de ciento y un
dioses y no tiene ni la más remota? ¿Cómo es posible que yo, un pobre chico
de Bartica en Essequibo, que ha triunfado por su propio trabajo, sepa estas
cosas y Gibreel Farishta,
no? ¡Me río yo!»
Gibreel se puso
en pie, pero el otro ocupaba casi todo el espacio disponible para estar de pie
y él, Gibreel, tuvo que ladear el cuerpo grotescamente para escapar de los
brazos de Maslama, que se movían como aspas de molino, uno de los cuales le
hizo caer el sombrero de fieltro gris. Inmediatamente, Maslama se quedó con la
boca abierta. Pareció que se encogía varios centímetros y, después de unos
momentos de petrificación, cayó de rodillas con un golpe sordo.
¿Qué hace ahora
en el suelo?, se preguntó Gibreel. ¿Irá a recoger el sombrero? Pero el loco le
pedía perdón. «Nunca dudé que vendrías —decía—. Perdona mi torpe indignación.»
El tren entró en un túnel y Gibreel vio que estaban envueltos en una cálida luz
dorada que procedía de un punto situado mismamente detrás de su cabeza. En el
cristal de la puerta corredera vio el reflejo de la aureola que partía de su
pelo. Maslama estaba manoseando los cordones de los zapatos. «Señor, toda mi
vida supe que había sido elegido —decía con una voz que era ahora tan humilde
como antes amenazadora—. Lo sabía ya cuando era niño, allá en Bartica. —Se
quitó el zapato del pie derecho y empezó a enrollar el calcetín—. Me fue dada
una señal —dijo. Se quitó el calcetín, dejando al descubierto un pie
completamente normal, aunque de gran tamaño. Entonces Gibreel contó y contó,
del uno al seis—. El otro pie, igual —dijo Maslama con orgullo—. Yo nunca dudé
del significado.» Él se nombró a sí mismo ayudante del Señor, el sexto dedo del
pie de la Cosa Universal. Algo se ha torcido en la vida espiritual del planeta,
pensó Gibreel Farishta. Demasiados demonios dentro de la gente que declaraban
creer en Dios.
El tren salió
del túnel. Gibreel tomó una decisión. «Levanta, Seisdedos —declamó con su mejor
entonación de película hindi—. Levanta, Maslama.»
El hombre se
puso en pie y se tiraba de los dedos de las manos, con la cabeza inclinada. «Lo
que yo quiero saber, señor —murmuró—, es qué va a ser, ¿aniquilación o
salvación? ¿Por qué has vuelto?»
Gibreel pensó
con rapidez. «Para juzgar —dijo al fin—. Hay que examinar los hechos y sopesar
debidamente pros y contras. Aquí es la raza humana lo que se juzga, y el acta
de acusación es tremenda, el acusado es un infame, un huevo podrido. Deben
hacerse cuidadosas evaluaciones. Por el momento, se reserva el veredicto, el
cual será revelado oportunamente. Mientras, mi presencia debe permanecer en
secreto, por vitales razones de seguridad.» Volvió a ponerse el sombrero,
satisfecho de sí mismo.
Maslama asentía
briosamente. «Puedes fiarte de mí —prometió—. Yo soy un hombre que respeta
profundamente la intimidad de las personas. Lo dicho: chitón.»
Gibreel huyó del
compartimiento, perseguido por los himnos del loco. Cuando llegó al extremo del tren, los cánticos de Maslama
seguían oyéndose claramente a su espalda. «¡Aleluya! ¡Aleluya!» Al parecer, su
nuevo discípulo la había emprendido con fragmentos de El Mesías de
Haendel.
Ahora bien:
Gibreel no fue perseguido y, afortunadamente, en la cola del tren había un
vagón de primera clase. Éste era de tipo salón, con cómodos sillones naranja
dispuestos en grupos de cuatro alrededor de las mesas, y Gibreel se instaló
junto a una ventana, de cara a Londres, con el corazón desbocado y el sombrero
encasquetado. Trató de asumir la innegable presencia de la aureola pero no lo
consiguió porque, con el desequilibrio de John Maslama a su espalda y la
ilusión de Alleluia Cone en perspectiva, costaba trabajo ordenar los
pensamientos. Y entonces, con desesperación, vio a Mrs. Rekha Merchant flotando
al lado de su ventanilla, sentada en su Bokhara voladora, evidentemente
impasible a la tormenta de nieve que estaba preparándose allá arriba y que daba
a Inglaterra el aspecto de un estudio de televisión cuando ya ha terminado el
programa del día. Ella le saludó con la mano y Gibreel sintió que la esperanza
le abandonaba. El castigo, en alfombra voladora: cerró los ojos y se concentró
en tratar de no temblar.
* * *
«Yo sé lo que es
un fantasma —decía Allie Cone a una clase de jovencitas que la miraban con
caras iluminadas por la suave luz interior de la adoración—. En el Himalaya,
con frecuencia se da el caso de que los escaladores son acompañados por los
espíritus de los que fracasaron en el intento o por los espíritus, más tristes
pero también más ufanos, de los que consiguieron llegar a la cumbre y
perecieron durante el descenso.»
Fuera, en el
parque, la nieve se posaba en los altos árboles desnudos y en el suelo llano.
Entre las nubes de nieve bajas y oscuras y la ciudad alfombrada de blanco, la
luz tenía un feo color amarillo, era una luz empañada que deprimía el ánimo y
ahuyentaba el ensueño. Allá arriba, recordaba Allie, allá arriba, a ocho mil
metros, la luz tenía una claridad que parecía vibrar y resonar como la música.
Aquí, en la tierra llana, la luz también era llana y terrena. Aquí no volaba
nada, el junco estaba seco y no se oía cantar ningún pájaro. Pronto sería de
noche.
«¿Ms Cone? —Las
manos de las niñas que se agitaban en el aire la hicieron regresar a la clase—.
¿Fantasmas, señorita? ¿Allí arriba? Nos toma el pelo, ¿verdad?» En sus caras,
el escepticismo luchaba con la adoración. Ella sabía cuál era la pregunta que
realmente querían hacerle y, probablemente, no le harían: la pregunta acerca
del milagro de su tez. Ella las oyó cuchichear
al entrar en clase, es verdad, fíjate, qué palidez, es increíble.
Alleluia Cone, cuya blancura de hielo resistía el sol de los ocho mil metros.
Allie, la doncella de nieve, la reina de hielo. Señorita, ¿cómo es que usted
no se broncea? Cuando subió al Everest con la afortunada expedición Collingwood,
los periódicos los llamaban Blancanieves y los Siete Enanitos, por más que ella
no tenía nada de muñequita de Disney: sus labios eran pálidos y no rojo sangre;
su cabello, rubio de escarcha en vez de azabache, y sus ojos no grandes e
inocentes sino entornados, por la costumbre de mirar el reverbero de la nieve.
Acudió de pronto el recuerdo de Gibreel Farishta, pillándola desprevenida:
Gibreel, en un momento de sus tres días y medio, vociferando con su habitual
falta de reserva: «Nena, digan lo que digan, tú no tienes nada de iceberg. Tú
eres una dama apasionada, bibi. Más caliente que una kachori» y
se soplaba las yemas de los dedos y agitaba la mano enfáticamente. Oh, qué
caliente. Echen agua. Gibreel Farishta. Ella se dominó: eh, eh, a trabajar.
«Fantasmas
—repitió con firmeza—. Durante la ascensión al Everest, cuando dejé atrás la
cascada de hielo, vi a un hombre sentado en un saliente en la postura del loto,
con los ojos cerrados y una boina escocesa que entonaba la vieja mantra: Om
mani padmé hum.» Ella adivinó en seguida, por su arcaica
indumentaria y sorprendente conducta, que se trataba del espectro de Maurice
Wilson, el yogi que, allá por 1934, se preparó para una ascensión al Everest en
solitario ayunando durante tres semanas, a fin de crear una unión tan íntima
entre su cuerpo y su alma que la montaña no fuera lo bastante fuerte para
separarlos. En una avioneta fue lo más arriba que pudo, estrelló el aparato en
la nieve, continuó la ascensión a pie y no volvió. Cuando Allie se acercaba,
Wilson abrió los ojos y saludó con un ligero movimiento de cabeza. Durante el
resto del día caminaba a su lado o se mantenía suspendido en el aire mientras
ella escalaba una pared. En un momento dado, se lanzó en plancha sobre la nieve
que cubría una pronunciada pendiente y se deslizó hacia arriba como si viajara
en un invisible funicular. Allie, por razones que después no sabría explicarse,
se comportaba con toda naturalidad, como quien acaba de tropezarse con un viejo
conocido. Wilson le daba conversación. «Últimamente, en realidad, no tengo
mucha compañía», y expresó, entre otras cosas, su profunda irritación porque la
expedición china de 1960 hubiera descubierto su cuerpo. «Esos pequeños capullos
amarillos tuvieron el descaro de filmar mi cadáver.» Alleluia Cone estaba
impresionada por los espectaculares cuadros amarillo y negro de su inmaculado pantalón bombacho. Contaba
estas cosas a las niñas de la escuela de Brickhall Fields que le habían escrito
tantas cartas para pedirle que les diera una charla que no pudo negarse.
«Tienes que venir —le rogaban—. Si hasta vives aquí.» Por la ventana de la
clase, se veía su piso, al otro lado del parque, ahora velado por la nevada que
arreciaba.
Lo que no dijo a
la clase fue esto: mientras el fantasma de Maurice Wilson describía con
minucioso detalle su propia ascensión —y también sus descubrimientos póstumos,
por ejemplo, el ritual nupcial lento, tortuoso, infinitamente delicado e
invariablemente improductivo del yeti, que él había presenciado recientemente
en el Collado Sur—, ella pensó que su visión del excéntrico de 1934, el primer
ser humano que intentara escalar el Everest en solitario, una especie de
abominable hombre de las nieves también él, no fue casual sino una señal, una
declaración de parentesco. Una profecía, quizá, porque fue en aquel momento
cuando nació su sueño secreto, el imposible: el sueño de una ascensión en
solitario. También era posible que Maurice Wilson fuera el ángel de su muerte.
«Yo quería hablaros de fantasmas —decía— porque la mayoría de los montañeros,
cuando bajan de las cumbres, se callan estas cosas por vergüenza. Pero existen,
tengo que reconocerlo, a pesar de que yo soy de la clase de personas que
siempre mantienen los pies bien asentados en tierra.»
Esto era una
broma. Sus pies. Ya antes de subir al Everest había empezado a tener fuertes
dolores, y su médico, la doctora Mistry, una mujer de Bombay poco amiga de
rodeos, le dijo que tenía arcos caídos. «Lo que vulgarmente se llama pies
planos.» Sus arcos, que siempre fueron débiles, se habían debilitado más aún
por el uso prolongado durante años de zapatillas y calzado perjudicial. La
doctora Mistry no pudo proponer grandes soluciones: ejercitar los dedos
aprisionando objetos, subir corriendo las escaleras descalza, usar calzado
apropiado. «Todavía es joven —le dijo—. Tiene que cuidarse. Si no, a los
cuarenta años será una inválida.» Cuando Gibreel —¡maldita sea!— se enteró de
que había subido al Everest como si pisara puntas de lanza, él empezó a
llamarla su silkie. Él había leído un libro de cuentos de hadas en el
que encontró la historia de la sirena que dejaba el océano y tomaba forma
humana por el amor de un hombre. Ahora tenía pies en lugar de cola, pero cada
paso era un martirio, como si caminara sobre cristales rotos; a pesar de todo, ella
seguía andando, alejándose del mar, tierra adentro. Tú lo hiciste por una
puñetera montaña, le dijo. ¿Lo harías por un hombre?
Ella había
ocultado el dolor a sus compañeros de expedición porque la atracción del
Everest era arrolladora. Pero ahora el dolor continuaba y era cada día más
fuerte. El azar, un defecto congénito, le ataba los pies. Fin de la aventura,
pensó Allie; traicionada por los pies. La obsesionaba la imagen de los pies
vendados. Condenados chinos, pensaba, haciendo eco al fantasma de Wilson.
«Para algunas
personas es tan fácil la vida —sollozó en brazos de Farishta—. ¿Por qué a ellas
no les fallan sus condenados pies?» Él le dio un beso en la frente. «Para ti
siempre será una lucha —dijo él—. Lo deseas demasiado.»
La clase
esperaba, impaciente toda aquella charla de fantasmas. Las chicas querían que
les explicara el caso, su caso. Querían encontrarse en la cumbre. Ella deseaba
preguntar: ¿Vosotras sabéis lo que es que toda tu vida se concentre en un
momento, en un par de horas? ¿Sabéis lo que es cuando no puedes ir más que
hacia abajo? «Yo estaba en la segunda cordada, con el sherpa Pemba —dijo—.
El tiempo era perfecto, perfecto. Tan claro que te parecía que podrías ver a
través del cielo lo que hubiera más allá. La primera cordada ya debe de estar
arriba, dije a Pemba. El tiempo se mantiene y podemos subir. Pemba se puso muy
serio, lo cual era una novedad, ya que era uno de los más bromistas de la
expedición. Él tampoco había estado en la cumbre. Hasta entonces yo no había
pensado en subir sin oxígeno, pero al ver que Pemba se disponía a intentarlo,
pensé: de acuerdo, yo también. Fue un capricho estúpido, de aficionado, pero de
repente quise ser una mujer sentada en lo alto de la condenada montaña, un ser humano, no una máquina que respira.
Pemba dijo: Allie Bibi, no hacer, pero yo eché a andar. Al poco rato, nos
cruzamos con los que bajaban y yo vi la expresión de sus ojos. Estaban tan
contentos, tan eufóricos, que ni se dieron cuenta de que yo no llevaba el
equipo de oxígeno. Mucho cuidado, nos gritaron. Cuidado con los ángeles. Pemba
respiraba a buen ritmo y yo acompasé la respiración aspirando y expulsando el
aire al unísono con él. Sentía la cabeza ligera y sonreía de oreja a oreja, y
cuando Pemba me miraba veía que él estaba igual que yo. Parecía una mueca, como
de dolor, pero era una alegría loca. —Era una mujer que había alcanzado la
trascendencia, los milagros del alma, por el duro esfuerzo físico de subirse
por una alta roca cubierta de hielo—. En aquel momento —dijo a las chicas que
subían con ella, siguiendo cada paso de la ascensión—, lo creí todo: que el
universo tiene un sonido, que puedes levantar un velo y ver la faz de Dios,
todo. Vi los Himalayas a mis pies, y aquello
también era la faz de Dios. Pemba debió de ver en mi expresión algo que le
alarmó, porque me gritó: Cuidado, Allie Bibi, la altura. Recuerdo que floté por
el último repecho y llegué arriba, y allí estábamos, y por todos los lados el
suelo bajaba. Qué luz; el universo purificado en luz. Yo quería arrancarme la ropa
y dejar que me empapara la piel. —En la clase, ni una risita; todas estaban
bailando desnudas con ella en el techo del mundo—. Entonces empezaron las
visiones, los arco iris que se ondulaban y danzaban en el cielo, el resplandor
que caía como una cascada del sol, y había ángeles, los otros no bromeaban. Yo
los vi, y el sherpa Pemba los vio. Los dos estábamos de rodillas. Sus pupilas
tenían un blanco puro y las mías también, estoy segura. Probablemente,
habríamos muerto allí, seguro, cegados por la nieve y enloquecidos por la
montaña, pero entonces oí un ruido, una detonación seca como el disparo de un
rifle. Aquello me despertó. Tuve que gritar a Pem hasta que también él
reaccionó y empezamos a bajar. El tiempo cambiaba rápidamente; se acercaba una
ventisca. Ahora el aire estaba denso, ahora, en lugar de aquella levedad,
aquella ligereza, había pesadez. Apenas llegamos al punto de reunión los cuatro
nos metimos en la pequeña tienda del Campamento Seis, a ocho mil doscientos
metros. Allá arriba no hablas mucho. Cada cual tenía su propio Everest que
escalar una y otra vez, durante toda la noche. Pero sí pregunté: "¿Qué fue
aquel ruido? ¿Alguien disparó una escopeta?" Me miraron como si estuviera
desquiciada. ¿Quién haría una estupidez semejante a esta altitud, dijeron;
además, Allie, sabes perfectamente que no hay ni un arma en toda la montaña.
Tenían razón, naturalmente, pero yo lo oí, de eso estoy segura: bang, bing, el
disparo y el eco. Y eso es todo —dijo, terminando bruscamente—. Fin. La
Historia de mi vida.» Agarró un bastón con puño de plata y se dispuso a
marchar. Mrs. Bury, la maestra, se adelantó para pronunciar las frases de
ritual. Pero las chicas no se dejaban distraer. «¿Y qué fue, Allie?»,
insistieron; y ella, que de repente parecía tener diez años más de sus treinta
y tres, se encogió de hombros. «No lo sé —dijo—. A lo mejor, el fantasma de
Maurice Wilson.»
Salió de la
clase apoyándose pesadamente en el bastón.
* * *
La City —el
mismo Londres, yaar, nada menos— estaba vestida de blanco, como una
plañidera en un funeral. «A ver de quién, el funeral, mister —se preguntaba
Gibreel Farishta, frenético— ; no será el mío, puñeta, espero y deseo.» Cuando
el tren entró en la estación Victoria, él saltó sin esperar a que se parase del
todo, se torció un tobillo y cayó de bruces entre las carretillas de equipaje y
las risas burlonas de los londinenses que esperaban el tren, agarrándose en su
caída a su sombrero cada vez más maltrecho. A Rekha Merchant no se la veía por
ninguna parte y, aprovechando el momento, Gibreel corrió entre la gente que se
apartaba a su paso, como un poseso, sólo para encontrarla en la puerta de
billetes, flotando pacientemente en su alfombra, invisible para todos los ojos
menos los suyos, a un metro del suelo.
«¿Qué es lo que
quieres? —le apostrofó él—. ¿Qué buscas aquí?» «He venido a ver tu caída
—repuso ella al instante—. Mira —agregó—, ya he conseguido que hicieras el
ridículo.»
La gente se
apartaba de Gibreel, aquel tipo raro de la gabardina grande y el sombrero
aplastado, ese hombre habla solo, dijo una voz infantil, y la madre
respondió shhh, cariño, no hay que burlarse de las desgracias de la gente. Bien
venido a Londres. Gibreel Farishta corrió hacia las escaleras del Metro. Rekha,
en su alfombra, le dejó marchar.
Pero cuando él,
atropelladamente, llegó al andén de la dirección Norte de la Línea Victoria,
volvió a verla. Ahora estaba en un cartel publicitario de la pared del otro
lado que anunciaba el sistema telefónico automático internacional. Envíe su
voz hasta la India en una alfombra mágica —instaba—. Sin djinns y sin
lámparas maravillosas. Él lanzó un alarido que nuevamente hizo que sus
compañeros de viaje dudaran de su cordura y huyó al andén de la dirección Sur,
por cuya vía entraba un tren. Saltó al interior del coche y allí estaba Rekha
Merchant, delante de él, con la alfombra arrollada en el regazo. Las puertas se
cerraron estrepitosamente a su espalda.
Aquel día
Gibreel Farishta huyó en todas las direcciones, en el Metro de la ciudad de
Londres y, dondequiera que iba, Rekha Merchant daba con él; en las
interminables escaleras mecánicas de Oxford Circus se sentaba a su lado, y en
los atestados ascensores de Tufnell Park se le apretaba por detrás de un modo
que, en vida, hubiera considerado escandaloso. En los confines de la
Metropolitan Line, arrojó los fantasmas de sus hijos desde lo alto de unos
árboles que parecían garras y, cuando él salió a respirar delante del Banco de
Inglaterra, se lanzó histriónicamente desde la cúspide de su frontón
neoclásico. Y, aunque él no tenía la menor idea de la verdadera forma de
aquélla, la más proteica y camaleónica de las ciudades, estaba seguro de que,
mientras él circulaba por sus
entrañas, constantemente cambiaba de forma, de manera que las estaciones
cambiaban de línea y se sucedían en una secuencia aparentemente casual. Más de
una vez emergió, medio asfixiado, de aquel mundo subterráneo en el que ya no
regían las leyes del espacio y del tiempo, y trató de parar un taxi; pero
ninguno se detenía, y él tenía que volver a sumirse en aquel laberinto
infernal, aquel laberinto sin salida, y proseguir su huida épica. Por fin,
exhausto y sin esperanza, se rindió a la lógica fatal de su locura y salió al
azar en la que supuso debía de ser última fútil estación de su prolongado e inútil
viaje en busca de la quimera de la renovación. Salió a la amarga indiferencia
de una calle de desperdicios esparcidos por el viento, próxima a un cinturón
infestado de camiones. Ya había oscurecido y él, con paso inseguro, utilizando
sus últimas reservas de optimismo, entró en un parque al que las ectoplásmicas
luces de tungsteno daban un aire espectral. Cuando cayó de rodillas en la
soledad de la noche de invierno, vio una figura de mujer que avanzaba
lentamente hacia él a través de la hierba cubierta de nieve, y supuso que era
su némesis, Rekha Merchant, que venía a darle el beso de la muerte, a
arrastrarle a un submundo más profundo que aquel en el que ella le había
enloquecido. Ya no le importaba, y cuando llegó la mujer, él había caído de
bruces sobre los antebrazos, con la gabardina colgando alrededor de él, dándole
el aspecto de un gran escarabajo moribundo que, por misteriosas razones,
llevara un sucio sombrero de fieltro gris.
Como a mucha
distancia, oyó que de la garganta de aquella mujer partía un grito en el que se
mezclaban la incredulidad, la alegría y cierto resentimiento, y, poco antes de
perder el sentido, comprendió que, por el momento, Rekha le permitía hacerse la
ilusión de que había llegado a lugar seguro, para que, al fin, su victoria
fuera aún más dulce.
«Estás vivo
—dijo la mujer, repitiendo las palabras que le dijo la primera vez que lo vio—.
Has recobrado la vida. Eso es lo que importa.»
Sonriendo, él se
quedó dormido ante los pies planos de Allie mientras caía la nieve.
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