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sábado, 23 de noviembre de 2013

Los Versos Satánicos - Salman Rushdie



Salman Rushdie








A Marianne.



Satanás, relegado a una condición errante, vagabunda, transitoria, carece de morada fija; porque si bien a consecuencia de su naturaleza angélica, tiene un cierto imperio en la líquida inmensidad o aire, ello no obstante, forma parte integrante de su castigo el carecer... de lugar o espacio propio en el que posar la planta del pie.

         DANIEL Defoe, Historia del diablo.

I

EL ÁNGEL GIBREEL






1



«Para volver a nacer —cantaba Gibreel Farishta mientras caía de los cielos, dando tumbos— tienes que haber muerto. ¡Ay, sí! ¡Ay, sí! Para posarte en el seno de la tierra, tienes que haber volado. ¡Ta-taa! ¡Takachum! ¿Cómo volver a sonreír si antes no lloraste? ¿Cómo conquistar el amor de la adorada, alma cándida, sin un suspiro? Baba, si quieres volver a nacer...» Amanecía apenas un día de invierno, por el Año Nuevo poco más o menos, cuando dos hombres vivos, reales y completamente desarrollados, caían desde gran altura, veintinueve mil dos pies, hacia el canal de la Mancha, desprovistos de paracaídas y de alas, bajo un cielo límpido.
«Yo te digo que debes morir, te digo, te digo...», y así una vez y otra, bajo una luna de alabastro, hasta que una voz estentórea rasgó la noche: «¡Al diablo con tus canciones! —Las palabras pendían, cristalinas, en la noche blanca y helada—. En tus películas sólo movías los labios porque te doblaban, así que ahórrame ahora ese ruido infernal.»
Gibreel, el solista desafinado, hacía piruetas al claro de luna, mientras cantaba su espontáneo gazal, nadando en el aire, ora mariposa, ora braza, enroscándose, extendiendo brazos y piernas en el casi infinito del casi amanecer, adoptando actitudes heráldicas, ora rampante, ora yacente, oponiendo la ligereza a la gravedad. Rodó alegremente hacia la sardónica voz. «Hola, compañero, ¿eres tú? ¡Qué alegría! ¿Qué hay, mi buen Chamchito?» A lo que el otro, una sombra impecable que caía cabeza abajo en perfecta vertical, con su traje gris bien abrochado y los brazos pegados a los costados, tocado, como lo más natural del mundo, con extemporáneo bombín, hizo la mueca propia del enemigo de diminutivos. «¡Eh, paisano! —gritó Gibreel, provocando otra mueca invertida—. ¡Es el mismo Londres, chico! ¡Allá vamos! Esos cabritos de ahí abajo no sabrán lo que se les vino encima, si un meteoro, un rayo o la venganza de Dios. Llovidos del cielo, muñeca. ¡Puummmmba! Cras, ¿eh? ¡Qué entrada, Yyyaaa! Yo te digo... Flas.»
Llovidos del cielo: un big bang seguido de catarata de estrellas. Un principio de Universo, un eco en miniatura del nacimiento del tiempo... el jumbo Bostan, vuelo AI-420 de la Air India, estalló sin previo aviso a gran altura sobre la grande, putrefacta, hermosa, nivea y resplandeciente ciudad de Mahagonny, Babilonia, Alphaville. Claro que Gibreel ya ha pronunciado su nombre, de manera que yo no puedo interferir: el mismo Londres, capital de Vilayet, parpadeaba, centelleaba y se mecía en la noche. Mientras, a una altura de Himalaya, un sol fugaz y prematuro estallaba en el aire cristalino de enero, un punto desaparecía de las pantallas de radar y el aire transparente se llenaba de cuerpos que descendían del Everest de la catástrofe a la láctea palidez del mar.
¿Quién soy yo?
¿Quién más está ahí?
El avión se partió por la mitad, como vaina que suelta las semillas, huevo que descubre su misterio. Dos actores, Gibreel, el de las piruetas, y el abotonado y circunspecto Mr. Saladin Chamcha, caían cual briznas de tabaco de un viejo cigarro roto. Encima, detrás, debajo de ellos, planeaban en el vacío butacas reclinables, auriculares estéreo, carritos de bebidas, recipientes de los efectos del malestar provocado por la locomoción, tarjetas de desembarque, juegos de vídeo libres de aduana, gorras con galones, vasos de papel, mantas, máscaras de oxígeno... Y también —porque a bordo del aparato viajaban no pocos emigrantes, sí, un número considerable de esposas que habían sido interrogadas, por razonables y concienzudos funcionarios, acerca de la longitud y marcas distintivas de los genitales del marido, y un regular contingente de niños sobre cuya legitimidad el Gobierno británico había manifestado sus siempre razonables dudas—, también, mezclados con los restos del avión, no menos fragmentados ni menos absurdos, flotaban los desechos del alma, recuerdos rotos, yoes arrinconados, lenguas maternas cercenadas, intimidades violadas, chistes intraducibies, futuros extinguidos, amores perdidos, significado olvidado de palabras huecas y altisonantes, tierra, entorno natural, casa. Un poco aturdidos por el estallido, Gibreel y Saladin bajaban como fardos soltados por una cigüeña distraída de pico flojo, y Chamcha, que caía cabeza abajo, en la posición recomendada para el feto que va a entrar en el cuello del útero, empezó a sentir una sorda irritación ante la resistencia del otro a caer con normalidad. Saladin descendía en picado mientras que Farishta abrazaba el aire, asiéndolo con brazos y piernas, con los ademanes del actor amanerado que desconoce las técnicas de la sobriedad. Abajo, cubiertas de nubes, esperaban su entrada las corrientes lentas y glaciales de la Manga inglesa, la zona señalada para su reencarnación marina.
«Oh, mis zapatos son japoneses —cantaba Gibreel, traduciendo al inglés la letra de la vieja canción, en semiinconsciente deferencia hacia la nación anfitriona que se precipitaba a su encuentro—, el pantalón, inglés, pues no faltaba más. En la cabeza, un gorro ruso rojo; mas el corazón sigue siendo indio, a pesar de todo.» Las nubes hervían, espumeantes, cada vez más cerca, y quizá fuera por aquella gran fantasmagoría de cúmulos y cumulonimbos, con sus tormentosas cúspides enhiestas a la luz del amanecer, quizá fuera el dúo (cantando el uno y abucheando el otro) o quizás el delirio provocado por la explosión que les evitaba apercibirse de lo inminente..., lo cierto es que los dos hombres, Gibreelsaladin Farischtachamcha, condenados a esta angelicodemoníaca caída sin fin pero efímera, no se dieron cuenta del momento en que empezaba el proceso de su transmutación. ¿Mutación?
Sí, señor; pero no casual. Allá arriba, en el aire-espacio, en ese campo blando e intangible que el siglo ha hecho viable y que se ha convertido en uno de sus lugares definitorios, la zona de la movilidad y de la guerra, la que empequeñece el planeta, la del vacío de poder, la más insegura y transitoria, ilusoria, discontinua y metamórfica —porque, cuando lo arrojas todo al aire, puede ocurrir cualquier cosa—, allá arriba, decía, se operaron, en unos actores delirantes, cambios que habrían alegrado el corazón del viejo Mr. Lamarck: bajo extrema presión ambiental, se adquirieron determinadas características.
¿Qué características respectivamente? Calma, ¿se han creído que la Creación se produce a marchas forzadas? Bien, pues la revelación tampoco... Echen una mirada a la pareja. ¿Observan algo extraño? Sólo dos hombres morenos en caída libre; la cosa no tiene nada de particular, pensarán, treparon demasiado, se pasaron, volaron muy cerca del sol, ¿no es eso? No es eso. Presten atención.
Mr. Saladin Chamcha, consternado por los sonidos que manaban de la boca de Gibreel Farishta, contraatacó con sus propios versos. Lo que Farishta oyó tremolar en el fantasmagórico aire nocturno era también una vieja canción, letra de Mr. James Thomson, mil setecientos a mil setecientos cuarenta y ocho. «... por orden del cielo —entonaba Chamcha con unos labios que el frío ponía patrióticamente rojos, blancos y azules— surgió del aaaazul... —Farishta, consternado, se desgañitaba cantando a los zapatos japoneses, los gorros rusos y los corazones inviolablemente subcontinentales, pero no conseguía ahogar la atronadora voz de Saladin— ... y los ángeles de la guaaaarda entonaban el estribillo.»
Desengañémonos, era imposible que se oyeran mutuamente, y no digamos que conversaran y compitieran en el canto de esta manera. Acelerando hacia el planeta, con la atmósfera silbando alrededor, ¿cómo habían de oírse? Pero, desengañémonos nuevamente, se oían.
Se precipitaban hacia abajo y el frío invernal que les escarchaba las pestañas y amenazaba con helarles el corazón estaba a punto de despertarles de su ensueño exaltado, ya iban a percatarse del milagro del canto, de la lluvia de extremidades y de niños de la que ellos formaban parte y del horrible destino que subía a su encuentro cuando, empapándose y congelándose instantáneamente, se sumergieron en la ebullición glacial de las nubes.
Se hallaban en lo que parecía ser un largo túnel vertical. Chamcha, atildado, envarado y todavía cabeza abajo, vio cómo Gibreel Farishta, con su camisa sport color púrpura, nadaba hacia él por aquel embudo con paredes de nube, y quiso gritar: «No te acerques, aléjate de mí», pero algo se lo impidió, un agudo cosquilleo que se iniciaba en sus intestinos, de manera que, en lugar de proferir palabras hostiles, abrió los brazos y Farishta nadó hacia ellos y quedaron abrazados cabeza con pie, y la fuerza de la colisión les hizo voltear y caer haciendo molinetes por el agujero que conducía al País de las Maravillas. Mientras se abrían paso, surgieron de la blancura una sucesión de formas nebulosas, en metamorfosis incesante de dioses en toros, mujeres en arañas y hombres en lobos. Nubes-criaturas híbridas se precipitaban hacia ellos, flores gigantes con pechos humanos colgadas de tallos carnosos, gatos alados y centauros, y Chamcha, en su aturdimiento, tenía la impresión de que también él había adquirido calidad nebulosa y metamórfica, híbrida, como si estuviera convirtiéndose en la persona cuya cabeza estaba inserta entre sus piernas y cuyas piernas se enlazaban alrededor de su largo y estirado cuello.
Aquella persona, empero, no tenía tiempo para tales fantasías; es más, era incapaz de entregarse al más nimio fantaseo. Y es que acababa de ver emerger del remolino de las nubes la figura de una seductora mujer de cierta edad, con sari de brocado verde y oro, brillante en la nariz y moño alto bien defendido por la laca de los embates del viento de las alturas, que viajaba cómodamente sentada en alfombra voladora. «Rekha Merchant —saludó Gibreel—, ¿acaso no has podido encontrar el camino del cielo?» ¡Impertinentes palabras para ser dichas a una muerta! Pero, en descargo del osado, puede aducirse su condición traumatizada y vertiginosa... Chamcha, agarrado a sus piernas, profirió una interrogación de perplejidad: «¿Qué diablos?»
«¿Tú no la ves? —gritó Gibreel—. ¿No ves su recondenada alfombra de Bokhara?»
No, no, Gibbo, susurró en sus oídos la voz de la mujer; no esperes que él confirme. Yo soy única y estrictamente para tus ojos, excremento de cerdo, mi bien. Con la muerte llega la sinceridad, amor, y ahora puedo llamarte por tu nombre.
La nebulosa Rekha murmuraba agrias trivialidades, pero Gibreel gritó otra vez a Chamcha: «Compa, ¿la ves o no la ves?»
Saladin Chamcha no veía, ni oía, ni decía nada. Gibreel se encaró con ella solo. «No debiste hacerlo —la reprendió—. No, señora. Es un pecado. Una enormidad.»
Oh, y ahora me riñes, rió ella. Ahora tú eres el que se da aires de moralidad, qué risa. Tú me dejaste, le recordó su voz al oído, como si le mordisqueara el lóbulo de la oreja. Fuiste tú, luna de mis delicias, el que se escondió en una nube. Y yo me quedé a oscuras, ciega, perdida por amor.
Él empezaba a tener miedo. «¿Qué quieres? No; no me lo digas, sólo márchate.»
Cuando estuviste enfermo, yo no podía ir a verte, por el escándalo; tú sabías que no podía, que me mantenía apartada por tu bien, pero después me castigaste, lo utilizaste de pretexto para marcharte, de nube para esconderte. Eso, y también a ella, la mujer de los hielos. Canalla. Ahora que estoy muerta he olvidado cómo se perdona. Yo te maldigo, mi Gibreel, que tu vida sea un infierno. Un infierno, porque ahí me mandaste, maldito seas, y de ahí viniste, demonio, y ahí vas, imbécil, que te aproveche la jodida zambullida. La maldición de Rekha y, después, unos versos en una lengua que él no entendía, secos y sibilantes, en los que repetidamente creyó distinguir, o tal vez no, el nombre de Al-Lat.
Gibreel se apretó contra Chamcha y salieron de las nubes.
La velocidad, la sensación de velocidad volvió, silbando su nota escalofriante. El techo de nubes voló hacia lo alto, el suelo de agua se acercó y ellos abrieron los ojos. Un grito, el mismo grito que aleteaba en su vientre cuando Gibreel nadaba por el cielo, escapó de labios de Chamcha; un rayo de sol taladró su boca abierta liberándolo. Pero Chamcha y Farishta, que habían caído a través de las transformaciones de las nubes, también tenían contorno vago y difuso, y cuando la luz del sol dio en Chamcha, liberó algo más que un grito.
«Vuela —gritó Chamcha a Gibreel—. Echa a volar, ya.» Y, sin saber la razón, agregó lada orden: «Y canta.»
¿Cómo llega al mundo lo nuevo? ¿Cómo nace?
¿De qué fusiones, transubstanciaciones y conjunciones se forma?
¿Cómo sobrevive, siendo como es tan extremo y peligroso? ¿Qué compromisos, qué pactos, qué traiciones a su íntima naturaleza tiene que hacer para contener a la panda de demoledores, al ángel exterminador, a la guillotina?
¿Es siempre caída el nacimiento?
¿Tienen alas los ángeles? ¿Vuelan los hombres?


Cuando Mr. Saladin Chamcha caía de las nubes sobre el canal de la Mancha, sentía el corazón atenazado por una fuerza tan implacable que comprendió que no podía morir. Después, cuando tuviera los pies firmemente asentados en tierra, empezaría a dudarlo y atribuiría lo implausible de su tránsito al desbarajuste de sus sentidos, provocado por la explosión, achacando su supervivencia y la de Gibreel a un capricho de la fortuna. Pero en aquel momento no tenía la menor duda: lo que le había ayudado a salir del trance era el deseo de vivir, franco, irresistible y puro, y lo primero que hizo aquel deseo fue informarle de que no quería tener nada que ver con su patética personalidad, con aquel apaño semirreconstruido de mímica y voces, que se proponía desentenderse de todo ello, y Saladin descubrió que se rendía, sí, adelante, como si fuera un espectador de sí mismo en su propio cuerpo, porque aquello partía del centro de su cuerpo y se extendía hacia fuera, convirtiendo su sangre en hierro y su carne en acero, aunque también lo sentía como un puño que lo envolviera sosteniéndolo de una manera que era a la vez intolerablemente dura e insoportablemente blanda; hasta que se apoderó de él por completo y pudo hacerle mover los labios, los dedos, todo lo que quisiera y, una vez estuvo seguro de su conquista, dimanó de su cuerpo y agarró a Gibreel Farishta por los testículos.
«Vuela —ordenaba a Gibreel aquella fuerza—. Canta.» Chamcha permaneció abrazado a Gibreel mientras éste, al principio lentamente, y después con rapidez y fuerza crecientes, batía los brazos. Más y más vigorosamente braceaba y, al bracear, brotó de él un canto que, como el canto del espectro de Rekha Merchant, se cantaba en una lengua desconocida para él, con una música nunca oída. Gibreel en ningún momento negó el milagro; a diferencia de Chamcha, que trataba de descartarlo por medio de la lógica, él nunca dejó de afirmar que el gazal era celestial y que, sin el canto, de nada le hubiera servido mover los brazos a modo de alas y, sin el aleteo, era seguro que habrían golpeado las olas como pedruscos o cosa así, estallando en mil pedazos al tomar contacto con el tenso tambor del mar. Mientras que ellos, por el contrario, empezaron a frenar. Cuanto más briosamente aleteaba y cantaba, cantaba y aleteaba Gibreel, más se acentuaba la desaceleración, hasta que, al fin, planeaban sobre el canal como papelillos mecidos por la brisa.
Fueron los únicos supervivientes de la catástrofe, los únicos pasajeros caídos del Bostan que conservaron la vida. Fueron depositados por la marea en una playa. Cuando los encontraron, el más expansivo de los dos, el de la camisa púrpura, deliraba frenéticamente, jurando que habían caminado sobre el agua, que las olas los habían acompañado suavemente hasta la orilla; mientras que el otro, que llevaba un empapado bombín pegado a la cabeza como por arte de magia, lo negaba. «Por Dios que tuvimos suerte —decía—. Toda la suerte del mundo.»
Yo conozco la verdad, naturalmente. Lo vi todo. Por lo que respecta a omnipresencia y omnipotencia no tengo pretensiones, por el momento, pero una cosa sí puedo afirmar, espero: Chamcha lo deseó y Farishta cumplió el deseo.
¿Quién obró el milagro?
¿De qué naturaleza —angélica o satánica— era la canción de Farishta?
¿Quién soy yo?
Digamos: ¿quién sabe los mejores cantos?


Éstas fueron las primeras palabras que Gibreel Farishta pronunció al despertar en la nevada playa inglesa, con una sorprendente estrella de mar junto a la oreja: «Hemos vuelto a nacer, compa, tú y yo. Feliz cumpleaños, paisano, feliz cumpleaños.»
Y Saladin Chamcha tosió, escupió, abrió los ojos y, como es propio de un recién nacido, se echó a llorar tontamente.








































2



La reencarnación siempre fue tema de gran importancia para Gibreel, durante quince años la mayor estrella del cine indio, antes ya de que venciera «milagrosamente» al Virus Fantasma que, según empezaba a creer la gente, parecía que iba a cancelar todos sus contratos. Por lo tanto, quizás alguien hubiera podido prever, pero nadie previó, que, cuando se restableciera, podría, por así decirlo, triunfar en lo que habían fracasado los gérmenes, y abandonar para siempre su vieja vida, a menos de una semana de cumplir los cuarenta, esfumándose en el aire, ¡puf!, como por ensalmo.
Los primeros en notar su ausencia fueron los cuatro componentes del servicio de la silla de ruedas de los estudios. Mucho antes de su enfermedad, Gibreel había adquirido la costumbre de hacerse transportar de plató en plató de los grandes estudios D. W. Rama por este grupo de atletas veloces y fieles, porque un hombre que rueda hasta once películas a la vez necesita ahorrar energías. Guiándose por un complicado código de rayas, círculos y puntos que Gibreel aprendiera en su niñez de los legendarios repartidores de almuerzos de Bombay (de los que luego hablaremos más extensamente), los mozos de silla lo transportaban raudos de papel en papel, depositándolo con la misma seguridad y puntualidad con las que otrora su padre entregara los almuerzos. Y, después de cada sesión, Gibreel volvía a la silla, en la que, a marchas forzadas, era conducido al plató siguiente, donde lo vestían y maquillaban y le entregaban los diálogos. En cierta ocasión, él dijo a su equipo de leales: «La carrera de un actor de cine en Bombay se parece a una gymkhana en silla de ruedas.»
Después de la enfermedad, del Germen Fantasma, del Mal Misterioso, del Virus, Gibreel volvió al trabajo, pero con menos agobio, haciendo sólo siete películas a la vez... hasta que, ¡zas!, desapareció. La silla de ruedas quedó vacía en los mudos platós; la ausencia del actor dejó al descubierto la artificiosidad barata de los decorados. Los mozos de silla, losa cuatro a la una, no sabían qué excusas dar cuando los directivos, enfurecidos, cayeron sobre ellos: Oh, sí, debe de estar? enfermo, siempre tuvo fama de puntual, ¿no?, ¿por qué criticar, maharaj?, a los grandes artistas hay que consentirles un poco de temperamento de vez en cuando, vaya, y, por sus protestas, ellos fueron las primeras víctimas del mutis inexplicado de Farishta, siendo lanzados, cuatro, tres, dos, uno, ekdumjaldi, por las puertas de los estudios, y la silla de ruedas quedó abandonada y polvorienta bajo los cocoteros pintados en torno a una playa de serrín.
¿Dónde estaba Gibreel? Los productores, dejados en siete estacadas, fueron presa de pánico por onerosa desaparición. Vean ahí, en el golf del Willingdon Club —sólo nueve hoyos quedan, porque, de los otros nueve, han brotado rascacielos como hierbajos gigantes o, digamos, como lápidas funerarias que marcan los lugares en los que yace el cadáver despedazado de la ciudad vieja—, ahí, mismamente ahí, altos directivos fallan los putts más fáciles; y, si levantan la mirada, verán evolucionar en el aire mechones de cabello arrancado de principales cabezas angustiadas y arrojado desde las ventanas de los últimos pisos. La agitación de los productores era comprensible, porque, en aquellos tiempos de deserción de espectadores cinematográficos, nacimiento de los folletones históricos y reivindicación del televisor por las amas de casa, no quedaba más que un hombre que, colocado encima del título de una película, ofreciera garantía total de Superéxito y Sensación, y ahora el dueño del nombre había partido, no se sabía si hacia arriba, hacia abajo o hacia un lado, pero lo cierto era que se había esfumado...
Por toda la ciudad, después de que los teléfonos, los motoristas, los guardias, los hombres-rana y las dragas del puerto hubieran trabajado infructuosamente, empezaron a pronunciarse epitafios por la estrella apagada. En uno de los siete impotentes platós de los estudios Rama, Miss Pimple Billimoria, el último explosivo descubrimiento de la industria —no una tierna y pálida azucena, sino un despampanante barril de dinamita—, ataviada con gasas de danzarina sagrada y colocada bajo sinuosas reproducciones en cartón de las figuras tántricas del período Chandela sorprendidas en el acto de la cópula —al tener noticia de que su escena cumbre no se rodaría y su gran oportunidad estaba malograda—, hizo el número del desdén ante un público de técnicos de sonido y electricistas que sostenían beedis entre cínicos labios. Pimple, acompañada por un ayah muda de dolor, toda codos, trataba de simular alivio. «¡Caray, qué suerte! —exclamó—. Hoy teníamos la escena de amor, chhi, chhi, y yo estaba desesperada pensando en cómo acercarme a ese bocazas que huele a guano de cucaracha putrefacta. —Dio una patada en el suelo, haciendo sonar los cascabeles del tobillo—. Suerte ha tenido de que las películas no huelan, o no hubiera encontrado papel ni de leproso.» Aquí el soliloquio de Pimple subió de tono, trocándose en un torrente de obscenidades de un calibre tal que los fumadores de beedis se irguieron en sus asientos por primera vez y empezaron a comparar animadamente el vocabulario de Pimple con el de Phoolan Davi, la famosa reina de bandidos, cuyos juramentos fundían los cañones de los fusiles y convertían en goma los lápices de los periodistas.
Mutis de Pimple, llorosa, censurada, una tira de celuloide en el suelo de una sala de montaje. Mientras se alejaba, de su ombligo iban cayendo ágatas que reflejaban sus lágrimas..., aunque en lo de la halitosis de Farishta algo de razón tenía; incluso quizá se quedara corta. Las exhalaciones de Gibreel, nubes ocre de sulfuro y azufre, siempre le dieron —conjuntamente con el pico que la línea del nacimiento del pelo le trazaba en la frente y su melena negra como ala de cuervo—, le dieron, decía, un aire más saturnino que celestial, a pesar de las arcangélicas resonancias de su nombre. A raíz de su desaparición, se dijo que no tenía que ser difícil encontrarlo, que lo único que se necesitaba era una nariz medianamente sensible... y, una semana después de su desaparición, un mutis más trágico que el de Pimple Billimoria acrecentó el tufo diabólico que empezaba a adherirse al nombre que tan dulces fragancias evocara antaño. Digamos que se había salido de la pantalla y entrado en el mundo, y en la vida real, a diferencia del cine, la gente nota si hueles.
Somos criaturas del aire, / con raíces en los sueños / y las nubes renacidas / en el vuelo. Adiós. La enigmática nota descubierta por la policía en el ático de Gibreel Farishta, situado en la cúspide del rascacielos Everest Vilas de Malabar Hill, el hogar más alto del edificio más alto de la parte más alta de la ciudad, uno de esos apartamentos con vistas dobles, desde los que, por este lado, dominas el collar nocturno de Marina Drive y, por el otro, el cabo de Scandal Point y el mar, dio mucho juego en los titulares, FARISHTA SE ZAMBULLE BAJO TIERRA, pregonaba Blitz, tétrico, mientras que «Abeja Laboriosa», de The Daily, optaba por GIBREEL LEVANTA EL VUELO DESDE su PALOMAR. Se publicaban muchas fotografías de la fabulosa residencia, en la que decoradores franceses, provistos de cartas de recomendación de Reza Pahlevi por el trabajo realizado en Persépolis, gastaron un millón de dólares en reproducir, a tan considerable altitud, el interior de una tienda de beduino. Otra ilusión deshecha por su ausencia: GIBREEL LEVANTA EL CAMPAMENTO, vociferaban los titulares; pero ¿había ido hacia arriba, hacia abajo o hacia un lado? Nadie lo sabía. En aquella metrópoli de lenguas y cuchicheos, ni los oídos más finos oían algo fidedigno. Pero Mrs. Rekha Merchant, que leía todos los periódicos, escuchaba todas las noticias de la radio y no se despegaba del televisor, entresacó algo del mensaje de Farishta, percibió una nota que había escapado a todos y subió con sus dos hijas y su hijo a pasear por la azotea del edificio en que vivían. Se llamaba Everest Vilas.
Una vecina; en realidad, la vecina del piso de abajo. Vecina y amiga. ¿Para qué decir más? Por supuesto que las maliciosas revistas de escándalo de la ciudad llenaron columnas con insinuaciones y frases de doble sentido, pero ello no nos autoriza a ponernos a su nivel. ¿Por qué manchar su reputación ahora?
¿Quién era ella? Era una mujer rica, desde luego, porque Everest Vilas no es precisamente un inmueble de viviendas de tipo social, ¿eh? Casada, sí, señor, trece años, con un hombre importante en el sector de los cojinetes de bolas. Independiente; sus tiendas de alfombras y antigüedades iban viento en popa en el mejor punto de la zona de Colaba. Ella llamaba a sus alfombras klims o kliins, y a los objetos antiguos, antijuedades. Sí, y era hermosa, con la belleza dura y reluciente de los etéreos habitantes de las casas altas de la ciudad, con unos huesos, un cutis y una manera de moverse que atestiguaban su largo divorcio de la tierra empobrecida, pesada y pululante. Todos convenían en que poseía una gran personalidad, bebía como una esponja en copas de cristal de Lalique, colgaba el sombrero desvergonzadamente en una Chola Natraj y sabía lo que quería y cómo conseguirlo pronto. El marido era una rata con dinero y buena muñeca para el squash. Rekha Merchant leyó el adiós de Gibreel Farishta en los periódicos, escribió una carta a su vez, llamó a sus hijos, tomó el ascensor y subió (un piso) al encuentro del destino que había elegido.
«Hace muchos años —decía en su carta—, me casé por cobardía. Ahora, por fin, obro con valentía.» Dejó encima de la cama un periódico en el que había enmarcado y subrayado enérgicamente en rojo —con tres fuertes líneas, una de las cuales había roto el papel— el mensaje de Gibreel. La prensa del chismorreo, naturalmente, echó el resto con EL SALTO DE  LA HERMOSA DESCONSOLADA y BELDAD AFLIGIDA SE LANZA AL VACÍO. Ahora bien:
Acaso también ella tuviera la comezón de la reencarnación y, por otra parte, Gibreel, sin comprender el poder terrible de la metáfora, recomendaba el vuelo. Para volver a nacer, antes tienes que... y ella era criatura del cielo, bebía champán en Lalique, vivía en Everest, y uno de sus compañeros de Olimpo había volado. Si él pudo volar, también ella podría tener alas y echar raíces en los sueños.
Ella no lo consiguió. El lala que estaba empleado de portero del complejo de Everest Vilas ofreció al mundo su rudo testimonio. «Yo andaba por aquí, por aquí, sin salir del complejo, cuando oigo un golpe, eras. Me vuelvo. Era el cuerpo de la hija mayor. Tenía el cráneo aplastado. Miro arriba y veo caer al chico y, después, a la niña. Cómo les diría..., casi me caen encima. Yo me tapé la boca con la mano y me acerqué. La niña gemía un poco. Luego miro para arriba por cuarta vez y entonces veo venir a la Begum. El sari flotaba como un globo. Tenía el pelo suelto. Yo aparté la mirada, porque ella bajaba y no es correcto mirar debajo de la ropa.»
Rekha y sus hijos cayeron del Everest; no hubo supervivientes. Las habladurías culparon a Gibreel. Dejémoslo así por el momento.
Oh, que no se olvide, él la vio después de muerta. La vio varias veces. Fue mucho antes de que la gente comprendiera lo muy enfermo que estaba el gran hombre. Gibreel, la estrella. Gibreel, el que venció a la Enfermedad sin Nombre. Gibreel, el que temía al sueño.


Después de su partida, sus ubicuas efigies empezaron a deteriorarse. En los gigantescos y vistosos carteles desde los que él contemplaba al vulgo, sus lánguidos párpados se desmenuzaban y desprendían, entornándose más y más, hasta hacer que sus iris parecieran unas lunas gemelas cortadas por las nubes o por el fino cuchillo de sus largas pestañas. Por fin, los párpados desaparecieron del todo y sus ojos pintados adquirieron una mirada atónita y protuberante. En las fachadas de los cines de Bombay, las colosales figuras de Gibreel en cartón piedra se desintegraban y desmoronaban, colgaban fláccidas del armazón, perdían brazos, se desteñían y doblaban el cuello. En las portadas de las revistas, su rostro adquirió una palidez de muerte, una mirada abúlica, una vacuidad, hasta que al fin, sencillamente, se borró, y las relucientes portadas de Celebrity, Society e Illustrated Weekly quedaron en blanco en los quioscos, y los editores echaron a la calle a los impresores y culparon a la mala calidad de la tinta. En la misma pantalla, en las salas oscuras llenas de fieles, su fisonomía, supuestamente inmortal, empezó a pudrirse, a llagarse y difuminarse; los proyectores se encallaban inexplicablemente cuando pasaba él, las películas se pararon y el calor de las lámparas quemó su memoria de celuloide: una estrella convertida en supernova por el fuego de sus labios, como es de ley.
Fue la muerte de Dios. O algo parecido; porque ¿acaso aquel rostro gigante, suspendido sobre sus devotos en la noche artificial del cinematógrafo, no brillaba como el de un Ente sobrenatural que tuviera su morada, por lo menos, a medio camino entre lo mortal y lo divino? A más de medio camino, dirían muchos, porque Gibreel había dedicado la mayor parte de su excepcional carrera a encarnar, con toda propiedad y convicción, la infinidad de divinidades del subcontinente, en el popular género de las llamadas «películas teológicas». Y es que él poseía el mágico don de trasponer las barreras de la religión sin irreverencia. Con la tez azul de Krishna, bailaba, flauta en mano, entre las bellas gopis y sus vacas de pesadas ubres; con las palmas de las manos vueltas hacia arriba, meditaba, sereno (en el papel de Gautama Buda), sobre los sufrimientos de la Humanidad, al pie de un endeble árbol hodhi fabricado en los estudios. En las raras ocasiones en que descendía de los cielos, nunca bajaba demasiado, limitándose a interpretar, por ejemplo, los papeles del Gran Mogol y de su astuto ministro en el clásico Akbar y Birbal. Durante más de década y media, para cientos de millones de fieles, en un país en el que, aún hoy, la población humana supera la divina en menos de tres a uno, Gibreel representó la más aceptable y reconocible faz del Ser Supremo. Para muchos de sus incondicionales, hacía tiempo que se había borrado la línea divisoria entre el actor y sus personajes.
Los incondicionales, sí, ¿y...? ¿Y Gibreel?
Aquella cara. En la vida real, reducida a tamaño natural, colocada entre simples mortales, no tenía nada de estelar. Aquellos pesados párpados le daban, incluso, un aire de agotamiento. La nariz tenía cierta rudeza; los labios eran excesivamente carnosos para resultar enérgicos, y las orejas, de lóbulos alargados, recordaban el fruto del arlocarpo. Una cara de lo más profano y sensual. Y una cara en la que, últimamente, se advertían las líneas marcadas por su reciente y casi fatal enfermedad. Pero, a pesar de su aire terrenal y su decadencia, seguía siendo una cara íntimamente asociada a la santidad, a la perfección, a la gracia: materia de Dios. Hay gustos para todo, desde luego. De todos modos, convendrán en que no es tan sorprendente, a fin de cuentas, que semejante actor (cualquier actor, tal vez, incluso, Chamcha, pero, sobre todo, él), no es tan sorprendente, decía, que sienta cierta preocupación por los avatares, como el multimetamórfico Vishnu. La reencarnación, otra buena cosa.


Oh, sí, ya salió otra vez... pero no siempre. También hay reencarnaciones profanas. Gibreel Farishta recibió al nacer el nombre de Ismail Najmuddin. Era natural de Poona, la Poona británica, y vino al mundo en los estertores del Imperio, mucho antes de que aquella población se llamara Pune de Rajneesh, etcétera. (Pune, Vadodara, Mumbai: hoy hasta las ciudades pueden adoptar nombres artísticos.) Se llamaba Ismail por el niño involucrado en el sacrificio de Ibrahim, y Najmuddin significa estrella de la fe, o sea que también era todo un nombre el que dejó para tomar el del ángel.
Después, cuando el avión Bostan estaba en poder de los secuestradores, y los pasajeros, temerosos por su futuro, regresaban al pasado, Gibreel confió a Saladin Chamcha que, al elegir seudónimo, quiso rendir homenaje a la memoria de su madre, «mi mummyji, compa, mi querida mamo, porque quién, sino ella, empezó con lo del ángel, su ángel particular, y me llamaba farishta porque, al parecer, yo era un encanto de criatura, más bueno que el recondenado oro».
Poona no tuvo el privilegio de albergarlo durante mucho tiempo; siendo aún muy niño, lo llevaron a la ciudad-perra en su primera emigración. Su padre consiguió un empleo en la flota, modalidad de a pie, en la que se inspirarían los futuros cuartetos de mozos de silla de ruedas: me refiero a los repartidores de almuerzos o dabbawallas de Bombay. Y, a los trece años, Ismail, el farishta, siguió los pasos de su padre.
Gibreel, rehén a bordo del AI-420, se sumía en disculpable éxtasis al explicar a Chamcha, con ojos brillantes, los misterios del código de los repartidores: svástica negra, círculo rojo, raya amarilla, punto..., repasando con los ojos de la mente todo el itinerario, de la casa hasta la mesa de la oficina, un sistema curioso gracias al cual dos mil dabbawallas entregaban más de cien mil almuerzos al día y, en el peor de os casos, compa, se extraviaban quince. La mayoría no sabíamos leer, y los signos eran nuestro lenguaje secreto.
El Bostan volaba en círculo sobre Londres, los terroristas paseaban por los pasillos y las luces de la cabina del pasaje estaban apagadas, pero la energía de Gibreel iluminaba la oscuridad. Sobre la mugrienta pantalla de a bordo, en la que Walter Matthau, inevitable compañero de todos los vuelos, había exhibido su andar lúgubre y desgarbado antes de ceder el paso a Goldie Hawn, otra habitual de las líneas aéreas, se movían ahora las sombras proyectadas por la nostalgia de los rehenes, y la más nítida de todas era la del espigado adolescente Ismail Najmuddin, el ángel de su mamá, con su gorra Gandhi, portando almuerzos por la ciudad. El joven dabbawalla se deslizaba ágilmente entre la multitud de sombras porque estaba acostumbrado a estas situaciones, figúrate, compa, treinta o cuarenta almuerzos en la cabeza, en una bandeja larga, y cuando para el tren de cercanías tienes apenas un minuto para subir o bajar, y luego, a correr por la calle, por el arroyo, ¡hala!, con los camiones, los autobuses, las motos, las bicicletas y demás, uno-dos, uno-dos, el almuerzo, el almuerzo, los dabbas no paran y, en el monzón, corriendo a lo largo de la vía cuando el tren se averiaba, o con el agua por la cintura en una calle inundada, y luego las pandillas, chico, de verdad, bandas organizadas de ladrones de dabbas, porque aquélla es una ciudad hambrienta, tú, para qué te voy a contar, pero nosotros nos defendíamos, estábamos en todas partes, sabíamos mucho, hasta qué ladrones tenían que escapar de nuestros ojos y oídos; nosotros no íbamos a la policía, nos bastábamos para defendernos.
Por la noche, padre e hijo volvían exhaustos a la chabola que tenían en Santacruz, al lado del aeropuerto, y cuando la madre de Ismail lo veía llegar, iluminado por el verde, rojo y amarillo de los reactores que despegaban, solía decir que sólo verle hacía que todos sus sueños se convirtieran en realidad, lo cual era la primera indicación de que Gibreel tenía algo especial, ya que, al parecer, desde muy joven podía satisfacer los más íntimos deseos de las personas sin saber cómo. A su padre, Najmuddin senior, no parecía importarle que su esposa sólo tuviera ojos para el hijo, ni que los pies del chico recibieran masaje todas las noches mientras los del padre se quedaban sin él. Un hijo es una bendición, y una bendición exige la gratitud de los benditos.
Naima Najmuddin murió. La atropelló un autobús y se acabó. Gibreel no estaba allí para escuchar su plegaria pidiendo vida. Ni padre ni hijo hablaron de dolor. En silencio, como si fuera lo normal y obligado, sepultaron su pena en el trabajo extra, empeñándose en muda competición a ver quién conseguía portar más dabbas en la cabeza, quién adquiría más contratos al cabo del mes, quién corría más, como si más esfuerzo demostrara más amor. Cuando, por la noche, Ismail Najmuddin veía las hinchadas venas del cuello y de las sienes de su padre, comprendía que el viejo había tenido celos de él y que ahora quería derrotarlo en la competición para recobrar la usurpada primacía en el amor de la esposa muerta. Al comprenderlo, el joven aminoró el esfuerzo, pero el padre no cejó y, al poco tiempo, ascendía de simple repartidor a muqaddam supervisor. Cuando Gibreel cumplió diecinueve años, Najmuddin padre ingresó en el gremio de repartidores de almuerzos, la Bombay Tiffin Carriers Association, y, cuando Gibreel cumplió los veinte, su padre había muerto; lo paró un colapso que casi lo hizo estallar. «Se mató a correr —dijo babasaheb Mhatre en persona, secretario general del gremio—. Al infeliz se le acabó el aliento.» Pero el huérfano sabía que no era así. Él comprendía que, por fin, su padre había corrido con el ímpetu suficiente para cruzar la frontera entre los mundos, dejando atrás la propia piel, y llegado a los brazos de su esposa, a la que había demostrado, de una vez para siempre, la superioridad de su amor. Hay emigrantes que se alegran de partir.
Babasaheb Mhatre tenía un despacho azul detrás de una puerta verde, encima de un laberíntico bazar. Era una figura imponente, orondo como un buda, una de las grandes fuerzas motrices de la metrópoli que poseía el don oculto de poder permanecer absolutamente estático, sin salir de su despacho, y, al mismo tiempo, estar en todos los lugares importantes y relacionarse con todos los personajes preeminentes de Bombay. Un día después de que el padre del joven Ismail cruzara la frontera para reunirse con Naima, el babasaheb llamó al joven a su presencia. «¿Qué? ¿Muy triste?» La respuesta, con la mirada baja: Ji, gracias, babaji, estoy bien. «Cierra la boca —dijo babasaheb Mhatre—. A partir de hoy, vivirás conmigo.» Peropero, babaji... «Nada de peros. Ya he informado a mi buena esposa. Está decidido.» Perdón, babaji, pero ¿cómo que por qué?» «Está decidido.»
A Gibreel Farishta nunca se le explicó por qué el babasaheb había decidido apiadarse de él y sacarlo del mundo sin futuro de las calles, pero al cabo de algún tiempo empezó a sospecharlo. Mrs. Mhatre era una mujer muy delgada —si el babasaheb era cuadrado y macizo como una goma de borrar, ella parecía el lápiz—, pero hubiera tenido que estar gorda como una patata para contener todo el amor maternal que llevaba dentro. En cuanto el baba llegaba a casa, ella le ponía dulces en la boca y, por las noches, Ismail oía protestar al imponente secretario de la BTCA: Quita, mujer, que ya sé desnudarme solo. A la hora del desayuno, ella servía grandes platos de papilla a Mhatre y se la daba en la boca, a cucharadas, y antes de que se fuera al trabajo, le cepillaba el pelo. El matrimonio no tenía hijos, y el joven Najmuddin comprendió que el babasaheb pretendía que él le ayudara a llevar la carga. Pero, por extraño que pueda parecer, la begum no trataba al joven como si fuera un niño. «Es que él es muy mayor», dijo a su marido cuando el pobre Mhatre le suplicó: «¿Por qué no das al chico esa maldita papilla malteada?» Sí; pero él es mayor, «hemos de hacer de él un hombre, esposo, no debemos mimarlo». «¡Por todos los demonios! —explotó el babasaheb—. ¿Por qué me mimas a mí?» Mrs. Mhatre se echó a llorar. «Tú lo eres todo para mí —sollozó—: mi padre, mi amante y mi niño. Tú eres mi señor y mi bebé. Si te desagrado, no tengo vida.»
Babasaheb Mhatre aceptó la derrota y tragó la cucharada de papilla malteada.
Él era un hombre bondadoso, pero disimulaba su condición con imprecaciones y grandes voces. En el despacho azul trataba de consolar al huérfano hablándole de la filosofía de la reencarnación, y le decía que sus padres ya estaban a punto de volver a entrar en el mundo por donde fuera, salvo, naturalmente, que sus vidas hubieran sido tan santas que ya hubieran alcanzado la gracia final. Es decir, Mhatre fue quien inició a Farishta en lo de la reencarnación, además de otras cosas. El babasaheb era un espiritista aficionado, golpeador de patas de mesa e introductor de espíritus en vasos. «Pero ya lo dejé —dijo a su ahijado, con el gesto y ademanes melodramáticos que el caso requería—; lo dejé el día en que me llevé el susto de mi vida.»
Una vez (relató Mhatre), el vaso fue visitado por un espíritu auténticamente servicial, un tipo supersimpático, sabes, y yo pensé que era la ocasión de hacer preguntas fuertes. ¿Hay Dios? Y aquel vaso, que hasta entonces corría como un ratoncito, se paró en medio de la mesa, quieto, lo que se dice clavado. Y entonces yo digo está bien, si no contestas a ésta, probemos con esta otra, y le suelto: ¿Hay diablo? A esto, el vaso, ¡chinchinchin!, empezó a temblar —¡tápate los oídos! — , al principio, despacio y, después, aprisa aprisa, como un flan, hasta que saltó — ¡aaa hop!— por el aire, cayó de lado y — ¡cras!— se hizo mil pedazos, pulverizado. Lo creas o no, dijo babasaheb Mhatre a su pupilo, en aquel momento yo aprendí la lección: Mhatre, no te metas en lo que no entiendes.
Este relato causó honda impresión en el joven oyente, porque ya antes de la muerte de su madre, él estaba convencido de la existencia del mundo sobrenatural. A veces, al mirar en derredor, especialmente en las tardes calurosas en las que el aire se aglutinaba, el mundo visible, sus formas y habitantes y todas las cosas parecían asomar a la atmósfera como una profusión de icebergs calientes, y le parecía que, bajo la superficie del aire denso, todo continuaba: que las personas, los coches, los perros, los carteles de los cines, los árboles, hurtaban a sus ojos las nueve décimas partes de su realidad. Él parpadeaba y la ilusión se desvanecía, pero la idea no le abandonaba. El pequeño Najmuddin creció creyendo en Dios, ángeles, demonios, afreets y djinns con la misma naturalidad con que creía en los carros de bueyes o en los faroles, y el no haber visto nunca un espíritu lo atribuía él a un defecto de su visión. A veces, soñaba que descubría a un óptico mago al que compraba unos lentes verdes que corregían su lamentable miopía, permitiéndole ver el mundo fabuloso que había detrás del aire turbio y cegador.
Su madre, Naime Najmuddin, le contaba muchas historias del Profeta, y si sus versiones contenían alguna que otra inexactitud, él prefería no averiguarlo. «¡Qué hombre! —pensaba—. ¿Qué ángel no querría hablar con él?» A veces, no obstante, se le escapaba algún que otro pensamiento blasfemo como, por ejemplo, cuando, sin querer, al cerrar los ojos en su catre de la casa de Mhatre, su cerebro adormilado empezaba a comparar su propia condición con la del Profeta en la época en que aquél, huérfano y pobre, pasó a administrar con éxito los bienes de la rica viuda Khadija y al fin se casó con ella. Y se quedaba dormido viéndose sentado en un estrado sembrado de rosas y haciendo mohines de timidez bajo el sari-pallu con el que se cubría recatadamente la cara, mientras su nuevo esposo, babasaheb Mhatre, acercaba la mano amorosamente para apartar la tela y mirarse en el espejo que él tenía en el regazo. Este sueño de su boda con el babasaheb le hacía despertar abochornado y le producía preocupación por la impureza de su espíritu, que tan terribles visiones le sugería.
De todos modos, en general, su religiosidad se mantenía en un tono menor, era una parte de su ser que no requería mayor atención que cualquier otra. El que babasaheb Marte lo llevara a su casa reafirmó al joven en la creencia de que o estaba solo en el mundo, de que algo velaba por él, y no le sorprendió, pues, que, en la mañana de su vigesimoprimer cumpleaños, el babasaheb lo llamara a su despacho azul y lo echara a la calle sin apelación.
«Estás despedido —silabeó Mhatre sonriendo ampliamente—. Cesado, des-pa-cha-do.»
«Pero, tío...»
«Cierra la boca.»
Y entonces el babasaheb hizo al huérfano el mejor regalo! que éste recibiera en su vida al informarle de que le había conseguido una entrevista en los estudios del legendario magnate cinematográfico Mr. D. W. Rama: una prueba. «Es sólo para cubrir las apariencias —dijo el babasaheb—. Rama es un buen amigo y ya estamos de acuerdo. Para empezar, un papel pequeño; después, dependerá de ti. Ahora desaparece de mi vista y deja de hacerte el humilde. No te va.»
«Pero, tío...»
«Eres muy guapo para pasarte la vida transportando almuerzos en la cabeza. Ahora márchate, fuera, hazte actor del cine homosexual. Te eché hace cinco minutos.»
«Pero, tío...»
«He dicho lo que tenía que decir. Da las gracias a tu buena estrella.»


Najmuddin se convirtió en Gibreel Farishta, pero tardó cuatro años en llegar a estrella, cuatro años de aprendizaje en una serie de papelitos cómicos de payasada. Él se mantenía tranquilo y sereno, como si pudiera ver el futuro, y su aparente falta de ambición hizo de él un extraño en la industria de los egoístas. Le tomaban por estúpido, o por orgulloso, o por las dos cosas. Y durante aquellos cuatro años de desierto, no besó en la boca ni a una sola mujer.
En la pantalla hacía de idiota, el que se enamora de la hermosa y no ve que ella no le haría caso ni en mil años, de tío chiflado, de pariente pobre, de tonto del pueblo, de criado, de granuja torpe, es decir, papeles en los que no cabe una escena de amor. Las mujeres le daban puntapiés, le abofeteaban, se reían de él, pero nunca, en el celuloide, le miraban, le cantaban o danzaban alrededor de él con amor cinematográfico en los ojos. En la vida real, Gibreel vivía solo en dos habitaciones vacías, cerca de los estudios, y trataba de imaginar cómo eran las mujeres sin la ropa. Para distraer el pensamiento del tema del amor y el deseo, se dedicaba al estudio y se convirtió en omnívoro autodidacta, devorador de los metamórficos mitos de Grecia y de Roma, los avatares de Júpiter, el buen mozo que se convirtió en flor, la mujer-araña, Circe y demás; y la teosofía de Annie Besant, y la teoría del campo unificado, y la incidencia de los versos satánicos en los comienzos de la carrera del Profeta, y la política del harén de Mahoma, después de su triunfal regreso a La Meca; y el surrealismo de los periódicos, en los que las mariposas volaban a la boca de las niñas, ansiosas de ser consumidas, y los niños nacían sin cara, y los muchachos soñaban con anteriores encarnaciones con imposible detalle, por ejemplo, con una fortaleza de oro y piedras preciosas. Él se llenaba la cabeza de sabe Dios qué cosas, pero no podía negar, en la madrugada de sus noches insomnes, que estaba lleno de algo que nunca había sido usado, algo que él no sabía cómo usar, es decir, de amor. En sus sueños era atormentado por mujeres de una dulzura y una belleza insoportables, y por ello prefería mantenerse despierto obligándose a repasar una parte de sus conocimientos generales, a fin de ahogar la trágica sensación de estar dotado de una capacidad amatoria superior a lo normal y no tener a quién ofrecerla.
Su gran oportunidad surgió con la llegada de las películas teológicas. Una vez explotada la fórmula de las películas a base de puranas, con el habitual aderezo de canciones, danzas, tíos chistosos, etcétera, cada uno de los dioses del panteón tuvo su apotesosis cinematográfica. Cuando D. W. Rama preparaba la producción basada en la vida de Ganesh, ninguno de los actores cotizados del momento se avino a pasarse toda la película escondido dentro de una cabeza de elefante. Gibreel accedió encantado. Aquél fue su primer éxito, Ganpati Baba. De la noche a la mañana se había convertido en una gran estrella, pero sólo cuando llevaba puestas trompa y orejas. Después de seis películas representando al dios con cabeza de paquidermo, Gibreel pudo quitarse la gruesa máscara gris de pendular proboscis y colocarse una larga y peluda cola para encarnar a Hanuman, el rey-mono, en una serie de películas de aventuras que se hicieron utilizando más material de una serie barata hecha en Hong Kong para la televisión, que de la Ramayana. Aquella serie se hizo tan popular, que las colas de mono se pusieron de moda entre los jóvenes elegantes de la ciudad en las fiestas frecuentadas por las niñas de los colegios de monjas, llamadas «petardos» por su predisposición a dispararse con una detonación.
Después de Hanuman, Gibreel estaba ya imparable, y su fenomenal éxito robusteció su fe en la existencia de un ángel de la guarda. Pero tuvo también consecuencias funestas.
(Ya veo que, al fin y al cabo, voy a tener que revelar el secreto de Rekha.)
Antes ya de que sustituyera la falsa cabeza por la cola Postiza, Gibreel resultaba irresistiblemente atractivo para las mujeres. La seducción de su fama era tan poderosa, que más de una dama le pidió que se pusiera la máscara de Ganesh para acostarse con ella, a lo que él se negaba, por respeto a la dignidad del dios. A causa de lo ingenuo de su educación, en aquella etapa de su vida Gibreel no podía distinguir entre cantidad y calidad y, por consiguiente, sentía la necesidad de recuperar el tiempo perdido. Tenía tantas amantes que muchas veces, antes de que la mujer saliera de la habitación, ya no se acordaba de cómo se llamaba. No sólo se convirtió en un mujeriego de la peor especie, sino que, además, aprendió el arte del disimulo, porque el hombre que encarna a los dioses tiene que estar por encima de todo reproche. Tan bien supo ocultar su vida de disipación, que babasaheb Mhatre, cuando se hallaba en su lecho de muerte, una década después de haber lanzado al joven dabbawalla al mundo de la ilusión, el dinero negro y la lujuria, le rogó que se casara para demostrar que era hombre. «Mira, muchacho —suplicaba el babasaheb — ; cuando te dije que te hicieras homosexual no creí que lo tomaras al pie de la letra, porque la obediencia a los mayores tiene un límite.» Gibreel alzó las manos al cielo y juró que él no era algo tan deshonroso y que, cuando encontrara a la mujer adecuada, con agrado contraería nupcias. «¿Y a quién esperas? ¿A una diosa del cielo? ¿A Greta Garbo, Gracekali, a quién?», exclamó el anciano, tosiendo y escupiendo sangre; pero Gibreel se despidió con una sonrisa enigmática que no le dejó morir tranquilo.
La avalancha de sexualidad que Gibreel Farishta atrajo sobre sí sepultó tan profundamente su mayor don, que éste hubiera podido quedar inédito. Me refiero al don para querer de verdad, profundamente y sin reservas, una facultad delicada y singular que él no había podido ejercitar. En la época de su enfermedad casi había olvidado la angustia que le producían sus ansias de amor, que le traspasaban las entrañas como el puñal de un brujo. Ahora, después de una noche de gimnasia, dormía plácida y largamente, como si nunca le hubieran atormentado las mujeres de ensueño, como si nunca hubiese deseado entregar el corazón.
«Tu desgracia es que siempre se te ha perdonado todo —le dijo Rekha Merchant cuando salió de las nubes—. Sabe Dios por qué, siempre te libraste con bien, no se te acusó del delito. Nadie te hizo responder de tus actos.» Él no pudo negarlo. «Es un don de Dios —le chilló ella—. Dios sabe de dónde viniste, miserable advenedizo del arroyo, Dios sabe las enfermedades que traías.»
Pero en aquel entonces él pensaba que para eso estaban las mujeres, que eran los vasos en los que él podía derramarse y que, cuando él se iba, tenían la obligación de perdonarle. Y es cierto que nadie le reprochaba su abandono, sus mil y un atolondramientos, y cuántos abortos, preguntaba Rekha en el hueco de la nube, cuántos corazones destrozados. Durante todos aquellos años, él fue beneficiario de la infinita generosidad de las mujeres, pero también su víctima, porque tanto perdón hizo posible la más profunda y más dulce de todas las corrupciones, es decir, la idea de que no hacía nada malo.
Rekha: ella entró en su vida cuando Gibreel compró el ático de Everest Vilas y, en su calidad de vecina y comerciante, ella ofreció enseñarle sus alfombras y antigüedades. Su marido estaba en un congreso mundial de fabricantes de cojinetes de bolas que se celebraba en Goteborg, Suecia, y, en su ausencia, ella invitó a Gibreel a su apartamento con celosías de piedra del palacio de Jaisalmer y barandillas de madera tallada del palacio de Keralan, y con la chhatri o cúpula mogólica convertida en baño de hidromasaje; apoyada en pared de mármol, le servía champán francés, sintiendo en la piel las frías vetas de la piedra. Cuando él empezó a beber el champán, ella comentó, burlona, que los dioses no bebían, a lo que él replicó con una frase leída en una revista, de una entrevista hecha al Aga Khan: Oh, el champán es sólo aparente, porque, tan pronto como llega a mis labios, se convierte en agua. Después de esto, ella no tardó en llegar a sus labios y licuarse en sus brazos. Cuando sus hijos volvieron del colegio con el ayah, la encontraron hablando con él en el salón, impecablemente vestida y peinada, revelándole los secretos del comercio de la alfombra, por ejemplo que seda art quiere decir seda artificial, no artística, y que no se dejara engañar por el catálogo, en el que se explicaba arteramente que determinada alfombra se fabrica con la lana del cuello de corderos lechales, porque en realidad significaba que era lana de baja calidad, y es que la propaganda es la propaganda, ya se sabe y qué se le va a hacer.
Él no la amaba, no le era fiel, olvidaba sus cumpleaños, hacía caso omiso de sus llamadas telefónicas, se presentaba en su casa en el momento menos oportuno, cuando ella tenía a cenar a gente del mundo de los cojinetes de bolas, y ella, como todas las demás, le perdonaba. Pero su perdón no era callado y resignado como el que le concedían las otras. Rekha protestaba furiosamente, le mortificaba, le insultaba, le maldecía, le llamaba lafanga inútil y haramzada, y saleh, y llegó a atribuirle la imposible hazaña de joder a la hermana que no tenía. No le ahorraba nada, acusándole de ser una criatura superficial, sin más profundidad que una pantalla de cine, y luego acababa perdonándole y permitiendo que le desabrochara la blusa. Gibreel no podía resistirse a los espectaculares perdones de Rekha Merchant, tanto más conmovedores por cuanto que su propia posición era falsa, ya que se apoyaba en su infidelidad al rey de los cojinetes de bolas, circunstancia que Gibreel se abstenía de mencionar, aguantando el chaparrón como un hombre. De manera que, mientras que los perdones que recibía de sus otras mujeres le dejaban frío y los olvidaba tan pronto como le eran dispensados, volvía a Rekha una y otra vez, para que le insultara y luego le consolara como sólo ella sabía.
Entonces estuvo a punto de morir.
Estaba en Kanya Kumari, el vértice de Asia, rodando una escena de pelea en el mismo cabo Comorin, donde, según se dice, chocan tres océanos. Tres grandes olas, Oeste, Este y Sur, respectivamente, colisionaron en colosal palmada de acuíferas manos, con perfecta sincronización, en el instante en que Gibreel recibía un directo en la mandíbula y caía de espaldas a la trioceánica espuma. No se levantó.
En el primer momento, todos echaron la culpa a Eustace Brown, el gigantesco especialista inglés que le había propinado el puñetazo. Él protestó con vehemencia. ¿No había actuado él en las muchas películas teológicas del Gran Jefe N. T. Rama Rao? ¿No había perfeccionado el arte de hacer que el viejo quedara bien en las peleas sin causarle el menor daño? ¿No se había quejado él de que NTR nunca pegaba al aire, con el resultado de que él, Eustace, siempre acababa morado, machacado por un vejestorio enclenque al que hubiera podido desayunarse sobre una tostada? ¿Había perdido él los estribos siquiera una vez? ¿Y entonces? ¿Cómo podía haber quien pensara que él era capaz de hacer daño al inmortal Gibreel? De todos modos, lo despidieron y la policía lo encerró, por si acaso.
Pero no fue el golpe lo que derribó a Gibreel. Después de que la estrella fuera trasladada al Breach Candy Hospital de Bombay en un reactor prestado por las Fuerzas Aéreas para tal fin; después de que los minuciosos análisis y pruebas no detectaran casi nada; mientras él se hallaba inconsciente, moribundo, con una tensión sanguínea que había descendido de su normal valor de quince a un mortífero cuatro coma dos, un portavoz del hospital se dirigía a la prensa nacional en la amplia escalinata blanca del Breach Candy. «Es un misterio —dijo—. Pueden llamarlo, si quieren, un acto divino.»
Gibreel Farishta, sin causa aparente, había empezado a tener hemorragias internas, es decir que, sencillamente, se desangraba dentro de su piel. En el peor momento, la sangre empezó a salir por el recto y el pene, y parecía que, de un momento a otro, iba a manar, torrencial, por nariz, ojos y orejas. Siete días estuvo sangrando y recibiendo transfusiones y todos los coagulantes conocidos por la ciencia médica, incluido un raticida concentrado, y, aunque el tratamiento determinó una mejoría marginal, los médicos abandonaron toda esperanza.
Toda la India estaba junto al lecho de Gibreel. Su estado era la noticia más importante en todos los boletines de la radio, tema de avances informativos emitidos cada hora por la red nacional de televisión, y la muchedumbre congregada en Warden Road era tan grande que la policía tuvo que dispersarla con cargas al lathi y gases lacrimógenos que fueron lanzados a pesar de que todos y cada uno del medio millón de afligidos circunstantes ya lloraban y gemían. La Primera Ministra aplazó todos sus compromisos y voló a hacerle una visita. Su hijo, el piloto de aviación, estaba en la habitación de Farishta, sosteniéndole la mano. Un sentimiento de aprensión cundió por toda la nación, porque, si Dios castigaba de este modo a su más célebre encarnación, ¿que reservaría al resto del país? Si Gibreel moría, ¿podría tardar en seguirle el resto de la India? Las mezquitas y los templos de la nación se llenaron de fieles que rezaban no sólo por el actor moribundo, sino por el futuro, por sí mismos.
¿Quién no fue a visitar a Gibreel al hospital? ¿Quién no escribió ni llamó por teléfono, ni mandó flores o exquisitos tiffins caseros? En tanto que muchas amantes, sin el menor recato, le enviaban tarjetas y pasandas de cordero, ¿quién, queriéndole más que ninguna, se mantenía impasible, sin que su marido, el de los cojinetes de bolas, llegara a sospechar? Rekha Merchant recubrió de hierro su corazón y siguió con su vida diaria, jugando con sus hijos, charlando con su marido y recibiendo a sus invitados cuando era necesario, sin revelar en ningún momento la lúgubre desolación de su alma.
Él sanó.
La curación fue tan misteriosa como la enfermedad, y tan repentina. También fue considerada (por el hospital, los periodistas y las amistades) acto divino. Se declaró fiesta nacional en todo el país y se dispararon fuegos artificiales. Pero, cuando Gibreel recobró las fuerzas, se puso de manifiesto que había cambiado, y cambiado de un modo sorprendente, porque había perdido la fe.
El día en que le dieron de alta en el hospital, escoltado por la policía, cruzó por entre la inmensa muchedumbre que se había reunido para celebrar su propia salvación al mismo tiempo que la de él, subió a su Mercedes y dijo al conductor que despistara a todos los vehículos que le seguían, maniobra que llevó siete horas y cincuenta minutos, al final de la cual él ya se había trazado un plan de acción. Gibreel se apeó del coche en el hotel Taj y, sin mirar a derecha ni izquierda, fue directamente al gran comedor, en el que había un bufete que crujía bajo el peso de alimentos prohibidos, de los que él se llenó el plato: salchichas de cerdo de Wiltshire, jamón de York, lonchas de bacon de Sabediosdónde; jamones del descreimiento y manos de cerdo de secularismo; y entonces, de pie en el centro del vestíbulo, delante de unos fotógrafos aparecidos como por arte de magia, Gibreel empezó a comer lo más aprisa posible, metiéndose en la boca con tanto afán los cerdos muertos, que las lonchas de tocino le colgaban de las comisuras de los labios.
Durante la enfermedad, había pasado todos sus minutos de lucidez invocando a Dios, hasta el último segundo de cada minuto. Oh Alá, tu siervo está sangrando, no me abandones ahora, después de haber velado por mí durante tanto tiempo. Oh Alá, hazme una señal, dame una pequeña muestra de tu favor, para que pueda encontrar en mí la fuerza necesaria para curar mis males. Oh Dios bondadoso y misericordioso, acompáñame en ésta mi hora de necesidad, de extrema necesidad. Entonces se le ocurrió que aquello debía de ser un castigo y, durante algún tiempo, este pensamiento le permitió sobrellevar el sufrimiento; pero al fin se sublevó. Basta, Dios, y su muda indignación exigía respuesta. ¿Por qué he de morir, si yo no he matado? ¿Tú eres venganza o eres amor? El furor le ayudó a pasar otro día, pero luego se disipó y en su lugar quedó un terrible vacío, una infinita soledad, al darse cuenta de que hablaba al aire, que allí no había absolutamente nadie, y entonces se sintió más ridículo que nunca en la vida, y empezó a suplicar al vacío, oh Alá, sólo te pido que existas, maldición, sólo que existas. Pero no sentía nada, nada, nada, y un día descubrió que ya no necesitaba sentir algo. Aquel día de metamorfosis, la enfermedad hizo crisis y la curación empezó. Y, para demostrarse a sí mismo la no existencia de Dios, ahora estaba en el comedor del más famoso hotel de la ciudad, dejando que los cerdos le resbalaran por la cara.
Al levantar la mirada del plato, vio a una mujer que le miraba. Su cabello, de tan rubio, era casi blanco y su cutis tenía la tonalidad y el resplandor del hielo de la montaña. Ella se rió de él y le volvió la espalda.
«¿No me entiendes? —gritó él, lanzando fragmentos de salchicha por la boca—. No me ha caído un rayo del cielo. Ésta es la cuestión.»
Ella volvió atrás y se paró delante de él. «Vives —le dijo—. Vuelves a tener la vida ante ti. Ésta es la cuestión.»


Se lo dijo a Rekha: en el mismo instante en que ella dio media vuelta y retrocedió, yo me enamoré. Alleluia Cone, escaladora de montañas, conquistadora del Everest, yahudan rubia, reina del hielo. No pude resistirme a su desafío: cambia tu vida, ¿o crees que te ha sido devuelta para nada?
«Ya estás otra vez con tus bobadas de la reencarnación —bromeó Rekha—. Cabeza de chorlito. Vuelves del hospital desde el mismo umbral de la muerte, y la alegría se te sube a la cabeza, loco, en seguida tienes que hacer una escapada, y allí está ella, a punto, la dama rubia. No creas que no te conozco, Gibbo; ¿qué quieres ahora, que te perdone o qué?»
No es necesario, dijo él. Salió del apartamento de Rekha (su dueña lloraba, de bruces en el suelo) para no volver.


Tres días después de que él, con la boca llena de comida impura, la conociera, Allie subió a un avión y se fue. Tres días fuera del tiempo, detrás de un letrero de «no molesten», pero al fin ambos convinieron en que el mundo era real, que lo que es posible es posible y lo que no, imposible; encuentro fugaz, barcos que se cruzan, amor en una sala de espera de pasajeros en tránsito. Cuando ella se fue, Gibreel descansó, trató de cerrar los oídos a su desafío y decidió volver a su vida normal. La sola circunstancia de haber perdido la fe no significaba que no hubiera de poder hacer su trabajo y, a pesar del escándalo de las fotos de la comida del jamón, el primer escándalo que se asoció a su nombre, firmó contratos de películas y volvió al trabajo.
Hasta que, una mañana, una silla de ruedas se quedó vacía y él ya no estaba. Un pasajero con barba, un tal Ismail Najmuddin, embarcó en el vuelo AI-420 con destino a Londres. El 747 había sido bautizado con el nombre de uno de los jardines del Paraíso, no Gulistan, sino Bostan. «Para volver a nacer —diría mucho después Gibreel Farishta a Saladin Chamcha— antes hay que morir. Yo expiré sólo a medias, pero en dos ocasiones, en el hospital y en el avión; por lo tanto, suma, cuenta. Y ahora, compa, amigo mío, aquí me tienes en el mismo Londres, Vilayet, regenerado, un hombre nuevo con una vida nueva. Cándido, ¿no es de puta fábula?


¿Por qué se marchó Gibreel?
Por ella, por su desafío, por la novedad, por la fiereza de su conjunción, por el inexorable de un imposible que reivindica su derecho a ser.
Y quizá también porque, después de haber comido los cerdos, empezó el castigo, un castigo nocturno, una pena de sueños.
















3



Una vez el vuelo con destino a Londres hubo despegado, el individuo flaco, de unos cuarenta años, que por su ventanilla de no fumadores contemplaba cómo su ciudad natal caía a su espalda como una piel de serpiente, sintió, gracias a su truco mágico de cruzar dos pares de dedos de cada mano y hacer girar los pulgares, sintió, decía, un alivio que se reflejó fugazmente en su cara. Era una cara bien parecida, de gesto adusto y patricio, labios largos, gruesos y doblados hacia abajo como los de un rodaballo malhumorado, y cejas finas y muy arqueadas sobre unos ojos que observaban el mundo con una especie de avizorante desdén. Mr. Saladin Chamcha había construido aquella cara con esmero —le costó varios años dejarla a su gusto— y durante muchos años más la había considerado, sencillamente, suya, y realmente había olvidado cuál era su aspecto anterior. Además, se había hecho una voz a juego con la cara, una voz cuyas lánguidas, casi indolentes vocales, contrastaban de un modo desconcertante con la abrupta concisión de las consonantes. La combinación de cara y voz era vigorosa; pero, durante su reciente visita a su ciudad natal, la primera en quince años (el mismo período, debo hacer observar, del estrellato cinematográfico de Gibreel Farishta), se habían producido extraños y preocupantes fenómenos. Lamentablemente, su voz (la primera que le falló) y, con posterioridad, su misma cara, habían empezado a defraudarle.
Aquello empezó —Chamcha descruzó los dedos, esperando, un poco violento, que ésta su última superstición hubiera pasado inadvertida para los otros pasajeros, cerró los ojos y lo recordó con un escalofrío—, empezó semanas atrás, en el vuelo de ida. Cuando sobrevolaban los desiertos de la zona del golfo Pérsico, se había quedado amodorrado y en sueños había recibido la visita de un desconocido de aspecto fantástico, un hombre con piel de cristal que lúgubremente golpeaba con los nudillos la fina y quebradiza membrana que le cubría todo el cuerpo y suplicaba a Saladin que le ayudara a salir de la cárcel de su piel. Chamcha cogía una piedra y empezaba a golpear el cristal. Al momento, una retícula de sangre exudaba por la agrietada superficie del cuerpo del hombre, y cuando Chamcha trataba de retirar las astillas, el otro empezaba a chillar, porque con el cristal le arrancaba trozos de carne. En aquel momento, una azafata se inclinó sobre el dormido Chamcha para preguntar, con la inmisericorde hospitalidad de su tribu: ¿Desea saber algo, señor? ¿Una bebida? Y Saladin, al emerger del sueño, advirtió que, inexplicablemente, su voz había recuperado el acento de Bombay que con tanta aplicación (¡y hacía ya tanto tiempo!) él había eliminado. «¿Qué dice, joven? —murmuró—. ¿Bebidas alcohólicas o qué?» Y cuando la azafata le aseguró que lo que él deseara, que las bebidas eran gratis, él, una vez más, oyó su voz traidora: «Okey, bibi, un whiskysoda nada más.»
¡Qué desagradable sorpresa! Se acabó de despertar con un sobresalto y se quedó rígido en la butaca, olvidando el alcohol y los cacahuetes. ¿Cómo brotaba el pasado, con la metamorfosis de vocales y vocablos? ¿Y luego, qué? ¿Le daría ahora por ponerse aceite de coco en el pelo? ¿O por cogerse la nariz entre el índice y el pulgar y sonarse ruidosamente soltando un glutinoso arco plateado de inmundicia? ¿Se convertiría en apasionado de la lucha profesional? ¿Qué nuevas diabólicas humillaciones se le reservaban? Debió comprender que era un error ir a casa al cabo de tanto tiempo. ¿Cómo podía ser aquel viaje algo más que una regresión? Era un viaje antinatural; la negación del tiempo; una rebelión contra la historia; todo aquello tenía que acabar en desastre.
Yo no soy yo, pensó, mientras en las inmediaciones del corazón se iniciaba una sensación de leve aleteo. Pero, al fin y al cabo, ¿qué importancia tiene?, agregó amargamente. Después de todo, (des acteurs ne sont pas des gens», como decía el comicastro de Frederick en Les Enfants du Paradis. Una máscara debajo de otra máscara, hasta que, bruscamente, aparece el cráneo desnudo y exangüe.
Se encendió el letrero del cinturón, la voz del capitán anunció turbulencias, y empezaron a entrar y salir de baches. El desierto se tambaleaba allá abajo, y el obrero emigrante que había embarcado en Qatar se abrazó a su radio de transistores gigante y empezó a vomitar. Chamcha observó que el hombre no se había abrochado el cinturón y se serenó, imprimiendo en su voz el más distinguido acento: «Oiga usted, ¿por qué no...?», señaló, pero el mareado, entre espasmo y espasmo, de cara a la bolsa que Saladin le había entregado oportunamente, movió negativamente la cabeza, se encogió de hombros y respondió: «Sahib, ¿para qué? Si Alá quiere que muera, moriré. Si no quiere, no moriré. ¿Para qué la seguridad?»
Maldita seas, India, juró Saladin Chamcha en silencio, hundiéndose de nuevo en su butaca. Vete al infierno; yo escapé de tus garras hace mucho tiempo, no volverás a clavarme los garfios, no puedes arrastrarme otra vez hacia ti.


*    *    *


Había una vez —tal vez, sí, tal vez no, como decían los cuentos antiguamente, tal vez sí que ocurrió—, había, pues, o tal vez no había un niño de diez años que vivía en Scandal Point, Bombay, y que un día encontró un billetero en la calle, delante de la puerta de su casa. Él volvía de la escuela y acababa de bajar del autobús en el que viajaba prensado entre el sudor pegajoso de otros niños con pantalón corto, sus gritos ensordecedores, y, puesto que ya en aquel tiempo era enemigo del alboroto, las apreturas y el sudor ajeno, se sentía un poco mareado por el tambaleo del largo viaje. Sin embargo, al ver el billetero de piel negra a sus pies, la náusea se desvaneció y él se agachó emocionado y agarró —abrió— y descubrió, con gran alegría, que estaba lleno de dinero —y no simples rupias, sino dinero de verdad, negociable en mercados negros y Bancos internacionales—, ¡libras! Libras esterlinas, del mismo Londres, el fabuloso país de Vilayet, al otro lado de las negras aguas, lejos. El niño, deslumbrado por el grueso fajo de dinero extranjero, levantó la mirada para cerciorarse de que nadie le había visto y, durante un momento, le pareció que un arco iris se había tendido desde el cielo hasta él, un arco iris como el aliento de un ángel, como una oración escuchada, que terminaba precisamente en el lugar en el que él se encontraba. Le temblaban los dedos con que asía el fabuloso tesoro del billetero.
«Trae acá.» Después, le parecía que su padre había estado espiándole durante toda su niñez, y aunque Changez Chamchawala era un hombre corpulento, casi un gigante, para no hablar de su riqueza y de su posición social, tenía la agilidad y también la costumbre de deslizarse sigilosamente detrás de su hijo y estropear lo que estuviera haciendo, como arrancar la sábana del pequeño Salahuddin por la noche, para dejar al descubierto el vergonzoso pene agarrado por la mano colorada. Y el dinero lo olía a ciento una millas, a pesar de que siempre le envolvía el olor a productos químicos y fertilizantes, dado que era el gran fabricante de polvos y fluidos para tratamientos agrícolas y abono artificial. Changez Chamchawala, filántropo, mujeriego, leyenda viva, guía e inspiración del movimiento nacionalista, salió de la puerta de su casa dando un salto para arrancar un billetero abultado de la frustrada mano de su hijo. «Tch, tch —hizo en tono de reproche, guardándose las libras esterlinas en el bolsillo—, no recojas cosas de la calle. El suelo está sucio y, de todos modos, el dinero está más sucio todavía.»
En un estante del estudio de Changez Chamchawala, de paredes recubiertas de madera de teca, al lado de una edición de Las mil y una noches en diez tomos, traducida por Richard Burton, que poco a poco era devorada por el moho y la polilla, a causa del profundo prejuicio contra los libros que impulsaba a Changez a poseer miles de estos perniciosos objetos, a fin de humillarlos por el procedimiento de dejar que se pudrieran sin que nadie los leyera, había una lámpara mágica, un reluciente avatar de cobre y latón, del tipo contenedor de genios de Aladino: era una lámpara que estaba pidiendo a gritos que la frotaran. Pero Changez ni la frotaba ni permitía que la frotara nadie, por ejemplo, su hijo. «Un día —aseguraba al niño— será tuya. Entonces podrás frotar y frotar cuanto quieras, y ya verás las cosas que conseguirás. Pero ahora la lámpara es mía.» La promesa de la lámpara mágica imbuía en el joven Salahuddin la idea de que un día todas sus penas terminarían y sus más íntimos deseos serían satisfechos y lo único que tenía que hacer era esperar con paciencia; pero entonces se produjo el incidente del billetero, cuando la magia de un arco iris había actuado para él, no para su padre, sino para él, y Changez Chamchawala había robado la olla del oro. Después de aquello, el muchacho tenía la convicción de que su padre destruiría todas sus ilusiones, a menos que él se marchara, y desde aquel momento tuvo el afán de partir, de escapar, de poner océanos entre el gran hombre y él.
A los trece años, Salahuddin Chamchawala había comprendido ya que él estaba destinado a la fría Vilayet, repleta de crujientes promesas de libras esterlinas que el billetero mágico le había presagiado, y cada vez estaba más harto de aquel Bombay de polvo, ordinariez, policías de pantalón corto, travestís, apasionados del cine, mendigos que dormían en las aceras y de las prostitutas cantantes de Grant Road que empezaban como devotas del culto yellamma en Karnataka y acababan de danzarinas en los más prosaicos templos de la carne. Estaba harto de fábricas textiles y trenes de cercanías y de toda la confusión y abigarramiento del lugar, y suspiraba por el Vilayet de sus ensueños, todo elegancia y sobriedad que había llegado a obsesionarle de noche y de día. Sus canciones infantiles favoritas eran las que aludían a ciudades lejanas: kitchy-con, kitchy-ki, kitchy-con, stanti-ay, kitchy-opla, kitchy-copla, kitchi Con-stanti-nopla. Y su juego favorito era una versión del «un, dos, tres, pajarito inglés» en la que, cuando le tocaba parar, al volverse hacia sus compañeros que se iban acercando, les recitaba atropelladamente, como una mantra, como una fórmula mágica, las siete letras de su ciudad soñada, eleoene deerreeese. En el fondo de su corazón, él se aproximaba sigilosamente a Londres, letra a letra, como sus amigos se acercaban a él. Eleoene deerreeese, Londres.
La mutación de Salahuddin Chamchawala en Saladin Chamcha empezó, como se verá, en la vieja Bombay, mucho antes de que él se acercara lo suficiente como para oír el rugido de los leones de Trafalgar. Cuando el equipo de criquet de Inglaterra jugaba contra la India en el Brabourne Stadium, él rezaba para que ganara Inglaterra, porque quería que los creadores del juego ganaran a los advenedizos locales, a fin de que se mantuviera el buen orden de las cosas. (Pero el partido siempre terminaba en empate, porque el terreno del Brabourne Stadium era más blando que un colchón de plumas; por lo que la gran cuestión, creador o imitador, colonizador o colonizado, siempre quedaba en el aire.)
A los trece años, él era lo bastante mayor para jugar en las rocas de Scandal Point sin necesidad de que Kasturba, su ayah, lo vigilara. Y un día (tal vez sí, tal vez no) salió de la casa, el vasto y desconchado edificio cubierto de salitre, de estilo parsi, todo columnas y postigos y pequeños miradores, atravesó el jardín que era el orgullo y la alegría de su padre y que, a una cierta luz de la tarde, podía dar la impresión de ser infinito (y que también era enigmático, un acertijo sin solución, porque nadie, ni su padre ni el jardinero, sabía los nombres de la mayoría de las plantas y árboles), y traspasó la grandiosa puerta, una extravagancia, reproducción del arco del triunfo de Septimio Severo, y cruzó el batiburrillo de la calle y la muralla del mar y por fin llegó a la gran extensión de relucientes rocas negras, con sus pequeños charcos de camarones. Las niñas cristianas se reían con sus vestiditos europeos; los hombres con paraguas enrollados contemplaban silenciosos el horizonte azul. En una hondonada de roca negra, Salahuddin vio a un hombre vestido con un dhoti, inclinado sobre un charco. Sus miradas se encontraron y el hombre le llamó moviendo un dedo que después se llevó a los labios. Sssh, y el misterio de los charcos en las rocas atrajo al niño hacia el desconocido. Era una criatura de mucho hueso. Con unas gafas con montura de algo que podía ser marfil. Su dedo se doblaba, se doblaba como un anzuelo. Cuando Salahuddin se acercó, el hombre le agarró, le tapó la boca con una mano y llevó la mano joven entre sus viejas y descarnadas piernas, a tocar el hueso de carne. El dhoti, abierto a los vientos. Salahuddin nunca había sabido pelear e hizo lo que se le obligaba a hacer, y luego el hombre, sencillamente, dio media vuelta y lo soltó.
Después de aquello, Salahuddin dejó de ir a las rocas de Scandal Point; no contó a nadie lo ocurrido, previendo las crisis de neurastenia que provocaría en su madre y temiendo que su padre dijera que fue culpa suya. Le parecía que todo lo malo, todo lo que él abominaba de su ciudad natal, se había concentrado en el huesudo abrazo del desconocido, y ahora que había escapado de aquel malvado esqueleto, también tenía que escapar de Bombay o morir. Empezó a concentrarse afanosamente en la idea, fijando su voluntad en ella en todo momento, comiendo cagando durmiendo, para convencerse a sí mismo de que él podía hacer que ocurriera el milagro, incluso sin la ayuda de la lámpara de su padre. Soñaba con salir volando por la ventana de su habitación para descubrir que allí, debajo de él, estaba no Bombay sino el Mismo Londres, Bigben Colurnnanelson Lordstavern Jodidatorre Reina. Pero mientras planeaba sobre la gran metrópoli, sentía que empezaba a perder altura, y por mucho que se esforzaba pateando y braceando en el aire, seguía bajando a tierra, más y más de prisa, hasta que se zambullía gritando en la ciudad, San-pablo, Puddinglane, Threadneedlestreet, cayendo sobre Londres como una bomba.


*    *    *


Cuando ocurrió lo imposible y su padre, inopinadamente, le ofreció una educación en Inglaterra, para librarse de mí, pensaba él, porque, si no, bien claro está, pero a caballo regalado, etcétera, su madre, Nasreen Chamchawala, no quiso llorar y, en vez de lágrimas, le ofreció buenos consejos. «No andes sucio como esos ingleses —le exhortó—. Ellos se limpian el popó sólo con papel. Además, se bañan todos en la misma agua.» Estas viles calumnias demostraron a Salahuddin que su madre hacía cuanto recondenadamente podía para que no se fuera, y, a pesar del mutuo amor, él respondió: «Es inconcebible lo que dices, Ammi. Inglaterra es una gran civilización; lo que dices son bobadas.»
Ella le miró con su sonrisita leve y nerviosa y no discutió. Y, después, le despidió con los ojos secos debajo del arco de triunfo de la puerta, rehusando ir a despedirle al aeropuerto de Santacruz. Su único hijo. Le colgó collares y más collares de flores hasta que él se mareó de los empalagosos perfumes del amor materno.
Nasreen Chamchawala era una mujer leve y frágil, con unos huesos como tinkas, como astillitas de madera. Para compensar su insignificancia física, desde muy joven se acostumbró a vestir con cierta llamativa exageración. Los dibujos de sus saris eran deslumbrantes, incluso chillones: seda limón con enormes diamantes de brocado, remolinos Op Art en blanco y negro que producían vértigo, gigantescos besos de lápiz labial sobre fondo blanco brillante. La gente le perdonaba su gusto horripilante por la inocencia con que ella llevaba aquellas cegadoras prendas; porque la voz que brotaba de aquella cacofonía textil era fina, vacilante y modosa. Y por sus soirées.
Todos los viernes de su vida de casada, Nasreen había llenado los salones de la mansión Chamchawala, unas cámaras habitualmente lúgubres como grandes criptas sepulcrales, de luces brillantes y amigos superficiales. Cuando Salahuddin era pequeño, se empeñaba en hacer de portero y saludaba a los enjoyados y engominados invitados con toda seriedad, permitiéndoles darle palmaditas en la cabeza y llamarle monín y ricura. Los viernes la casa se llenaba de ruido; había músicos, cantantes, danzarinas, los últimos éxitos de Occidente emitidos por Radio Ceilán, vocinglero teatro de marionetas en el que unos rajahs de barro pintado que cabalgaban en corceles de mentirijillas decapitaban a los títeres enemigos con estentóreas imprecaciones y espadas de madera. Durante el resto de la semana, empero, Nasreen se movía por la casa tímidamente, una paloma sigilosa, como temerosa de turbar el sombrío silencio; y su hijo, que la seguía por todas partes, aprendió de ella a pisar con suavidad, para no despertar al duende o afreet que pudiera estar dormido en algún rincón, esperando.
Pero todas las precauciones de Nasreen Chamchawala no consiguieron salvarle la vida. El horror cayó sobre ella y la asesinó cuando más segura se creía, envuelta en un sari estampado de fotos y titulares de periódico barato, bañada por la luz de las grandes lámparas y rodeada de amigos.


*    *    *


Habían transcurrido cinco años y medio desde que el joven Salahuddin, cargado de collares y consejos, embarcara en un Douglas DC-8 rumbo al Oeste. Delante de él, Inglaterra; a su lado, su padre, Changez Chamchawala; debajo, el hogar y la belleza. Al igual que a Nasreen, al futuro Saladin nunca le resultó fácil llorar.
En aquel primer avión, Salahuddin leyó cuentos de ciencia-ficción, de emigraciones interplanetarias: La fundación de Asimov y Crónicas de Marte de Ray Bradbury. Él imaginaba que el DC-8 era la nave nodriza que llevaba a los Elegidos, los Elegidos de Dios y del hombre, a través de distancias inconcebibles, viajando durante generaciones, reproduciéndose eugénicamente para que su semilla pudiera un día germinar en un mundo feliz bajo un sol amarillo. Se rectificó: no era la nave nodriza sino la nave padre, porque, al fin y al cabo, allí viajaba él, el gran hombre, Abbu, Papá. Salahuddin, a sus trece años, olvidando recientes dudas y agravios, volvía a sentir infantil adoración por su padre, porque, sí, él le había adorado, era un gran padre hasta que empezabas a pensar por tu cuenta y hasta que discutir con él era considerado una traición a su amor, pero ahora eso no importa, yo le acuso de convertirse en mi ser supremo, de manera que lo que ocurriera fuera como una pérdida de la fe... Sí, la nave padre, un avión, no era una bomba voladora sino un falo metálico, y los pasajeros eran espermatozoides esperando ser descargados.
Cinco horas y media de zonas horarias; da la vuelta al reloj en Bombay y verás qué hora es en Londres. A mi padre, pensaría Chamcha años después en los momentos de mayor amargura, a mi padre acuso yo de haber dado la vuelta al Tiempo.
¿Cuánto volaron? Nueve mil kilómetros a vuelo de pájaro. O, de lo indio a lo inglés, una distancia inconmensurable. O no muy lejos, porque despegaron de una gran ciudad y aterrizaron en otra gran ciudad. La distancia entre ciudades siempre es pequeña; un aldeano que recorre cien kilómetros para ir a la ciudad cruza un espacio más vacío, más oscuro y más sobrecogedor.
He aquí lo que hizo Changez Chamchawala cuando despegó el avión: procurando que su hijo no le viera, cruzó dos pares de dedos de cada mano e hizo girar los pulgares.


Y cuando estuvieron instalados en un hotel a pocos metros del antiguo emplazamiento del árbol de Tyburn, Changez dijo a su hijo: «Toma. Esto te pertenece. —Y le tendía un billetero negro cuya identidad era inconfundible—. Ahora eres un hombre. Tómalo.»
La devolución del billetero confiscado, con su dinero intacto, resultó ser uno de los pequeños trucos de Changez Chamchawala. Trucos que habían engañado a Salahuddin durante toda su vida. Cuando su padre quería castigarle, le hacía un regalo, una tableta de chocolate de importación o una tarrina de queso blando. Y, cuando él iba a cogerlo, el padre lo agarraba. «Borrico —decía Changez al niño en tono burlón—. Siempre, siempre, la zanahoria te trae hasta mi bastón.»
En Londres, Salahuddin tomó el billetero que se le ofrecía, aceptando el regalo de la mayoría de edad; pero entonces su padre dijo: «Ahora que eres un hombre, debes mantener a tu anciano padre mientras estemos en la ciudad de Londres. Tú pagarás todas las cuentas.»
Enero, 1961. Un año al que puedes darle la vuelta y que, a diferencia del reloj, te señala lo mismo. Era invierno; pero cuando Salahuddin Chamchawala empezó a tiritar en su habitación del hotel, era porque estaba asustado; de pronto, su olla de oro se había convertido en la maldición de un brujo.
Aquellas dos semanas que pasó en Londres antes de ir al internado se convirtieron en una pesadilla de cajas registradoras y cálculos, porque Changez hablaba completamente en serio y no llevó la mano a su propio bolsillo ni una sola vez. Salahuddin tuvo que comprarse la ropa, entre otras cosas, un impermeable de sarga azul cruzado y siete camisas a rayas azules y blancas con cuellos postizos semiduros que Changez le hacía llevar a diario, para que se acostumbrara a los pasadores, y a Salahuddin le parecía que un cuchillo de punta roma se le clavaba debajo de la incipiente nuez; y tenía que asegurarse de que le quedaba dinero suficiente para el hotel y todo lo demás, y no se atrevía a preguntar a su padre ni si podían ir al cine, ni siquiera una sola vez, ni siquiera para ver The Pure Hell of St. Trinians, ni a comer al restaurante, ni siquiera a un chino, y en años venideros no recordaría de sus primeras dos semanas en su adorado Eleoene Deerreeese nada más que libras, chelines y peniques, como el discípulo del rey filósofo Chanakya que preguntó al gran hombre que significaba estar y no estar en el mundo, y el rey le ordenó que llevara un cántaro lleno de agua hasta el borde por entre una muchedumbre en día de fiesta, sin derramar ni una gota, so pena de muerte, de manera que cuando regresó, el nombre no podía describir los festejos porque fue como un ciego que no veía nada más que el cántaro que llevaba en la cabeza.
Changez Chamchawala estuvo muy tranquilo aquellos días, y parecía que no se acordaba de comer, ni de beber, ni de hacer nada; se sentía feliz sentado en la habitación del hotel, mirando la televisión, sobre todo los Picapiedra, porque, decía a su hijo, Wilma le recordaba a Nasreen. Salahuddin trataba de demostrar que era hombre ayunando con su padre, esforzándose por resistir más que él, pero no lo conseguía, y cuando los calambres se hacían muy fuertes, iba a una taberna barata cercana al hotel, donde vendían pollos asados que daban vueltas en el escaparate goteando grasa. Cuando entraba en el vestíbulo del hotel con el pollo, lo escondía dentro de su impermeable cruzado, para que el personal no lo viera, y se metía en el ascensor envuelto en olor a asado, con pecho abultado de pollo y cara colorada. Con el pollo en la pechera, bajo la mirada de las señoras y los ascensoristas, Salahuddin sentía nacer aquella rabia implacable que ardería en su interior durante más de un cuarto de siglo; que consumiría su infantil amor por su padre y haría de él un ateo, un hombre que, en adelante, haría todo lo posible por vivir sin dios alguno; y que tal vez alimentara su decisión de ser lo que su padre no era ni podría ser, es decir, un inglés de verdad. Sí, un inglés, incluso aunque tuviera razón su madre, aunque no hubiera más que papel en los aseos y un agua tibia y usada, llena de tierra y jabón, en la que meterse después de hacer ejercicio, aunque ello supusiera pasar la vida entre invernales árboles desnudos cuyos dedos asían con desesperación las pocas horas de luz pálida, tamizada y acuosa. En las noches de invierno, él, que nunca había dormido más que con una sábana, se acostaba debajo de montañas de lana y se sentía como un personaje de un mito antiguo, condenado por los dioses a soportar el peso de un pedrusco en el pecho; pero no importaba, él sería inglés aunque sus compañeros de clase se rieran de su acento y lo excluyeran de sus pequeños secretos, porque estas exclusiones no hacían sino robustecer su decisión, y entonces fue cuando Salahuddin empezó a hacer teatro, a ponerse máscaras que aquellos individuos pudieran reconocer, máscaras de rostropálido, máscaras de payaso, hasta que los engañó y convenció de que él era una persona normal, gente como nosotros. Él los engañó de la forma en que un ser humano sensible puede convencer a los gorilas para que lo acepten en su familia, para que lo acaricien y lo mimen y le metan plátanos en la boca.
(Después de pagar la última factura y cuando el billetero que había encontrado al final del arco iris estaba vacío, su padre le dijo: «Ya ves. Pagas tu propio gasto. He hecho de ti un hombre.» Pero ¿qué hombre? Eso es algo que los padres nunca saben. No lo saben de antemano; no lo saben hasta que ya es tarde.)
Un día, al poco tiempo de estar en el colegio, a la hora del desayuno, encontró un arenque ahumado en el plato. Lo miraba sin saber por dónde empezar. Luego, lo cortó y se metió en la boca un bocado de espinas. Cuando las hubo sacado todas, otro bocado, con más espinas. Sus condiscípulos le miraban en silencio; ninguno le dijo: Mira, esto se come asi. Salahuddin tardó noventa minutos en comerse el pescado y no le permitieron levantarse de la mesa hasta que hubo terminado. Para entonces, estaba temblando y, si hubiera sabido, habría llorado. Luego se le ocurrió que le habían enseñado una lección importante. Inglaterra era un pescado ahumado de sabor peculiar, lleno de púas y espinas, y nadie le diría nunca cómo se comía. Descubrió también que él era una persona rencorosa. «Ya les enseñaré yo —juró—. Ya verán.» El arenque ahumado fue su primera victoria, el primer paso de su conquista de Inglaterra.
Dicen que Guillermo el Conquistador empezó comiéndose un bocado de arena inglesa.


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Cinco años después, terminados los estudios secundarios, mientras esperaba que empezara el curso en la universidad inglesa, Salahuddin hizo una visita a su casa cuando su transmutación en vilayeti ya estaba muy adelantada. «Mira qué bien sabe quejarse —se burlaba Nasreen delante de su padre—. Todo lo critica como un sabio: los ventiladores están flojos, se desprenderán del techo y nos cortarán la cabeza mientras dormimos, dice. Y la comida es demasiado grasa, por qué tenemos que freírlo todo, dice. Los miradores del último piso son inseguros y la pintura se ha saltado, por qué no somos más cuidadosos de nuestro entorno, y el jardín está hecho una selva, somos gente selvática, eso piensa, y fíjate lo bastas que son nuestras películas, ahora no le gusta nuestro cine, y cuánta enfermedad, no puedes ni beber el agua del grifo, Dios mío, sí que está instruido, esposo, nuestro pequeño Sallu que ha venido de Inglaterra, y qué dicción más distinguida.»
Paseaban por el jardín al atardecer, mirando cómo el sol se sumergía en el mar, vagando a la sombra de los grandes árboles de copa ancha, unos retorcidos y otros barbudos, que Salahuddin (que ahora se llamaba Saladin como en la escuela inglesa, pero conservaría el Chamchawala hasta que un agente teatral le abreviaría el apellido por razones artísticas) ya empezaba a conocer por sus nombres, jackfruit, baniano, jacaranda, llama del bosque, plátano. Al pie del árbol de su propia vida, el nogal que Changez plantó con sus propias manos el día en que nació su hijo, crecían pequeñas matas de chhooi-mooi o no-me-toques. Padre e hijo, junto al árbol del nacimiento, se sentían violentos, incapaces de responder con naturalidad a la leve burla de Nasreen. Saladin tenía una sensación de nostalgia porque le parecía que el jardín era mucho más hermoso antes de que él conociera los nombres de los árboles, que había perdido algo que nunca podría recuperar. Y Changez Chamchawala descubrió que ya no podía mirar a los ojos a su hijo porque el rencor que veía en ellos le helaba el corazón. Cuando habló, volviendo bruscamente! la espalda al nogal de dieciocho años en el que durante aquella larga ausencia él imaginaba que residía el alma de su hijo, las palabras salieron torpemente y le hicieron parecer la figura rígida y fría en la que deseaba no convertirse y en la que temía que inevitablemente se convertiría.
«Di a tu hijo —dijo Changez a Nasreen con voz áspera— que si se ha ido al extranjero para aprender a despreciar a los suyos, los suyos no tendrán para él más que desdén. ¿Qué se ha creído? ¿Que es un joven lord, un gran panjandrum? ¿Es que mi destino ha de ser perder a un hijo y encontrar a un petimetre?»
«Todo lo que yo soy, querido padre —dijo Saladin al anciano—, a ti te lo debo.»
Fue su última charla familiar. Durante todo el verano, los ánimos estuvieron muy excitados, pese a los intentos de mediación de Nasreen, tienes que pedir perdón a tu padre, vida mía, el pobre sufre como un condenado pero su orgullo no le permite darte un abrazo. Incluso Kasturba, el ayah y Vallabh, su marido, el criado, trataron de mediar, pero ni padre ni hijo cedían. «La misma madera —dijo Kasturba a Nasreen—. Y esto es lo malo. Padre e hijo son iguales.»
Aquel setiembre, cuando estalló la guerra contra Pakistán, Nasreen, con espíritu de desafío, decidió que ella no suspendería sus fiestas de los viernes «para demostrar que hindúes y musulmanes pueden amar además de odiar», explicó. Changez vio una cierta luz en sus ojos y no discutió, pero ordenó a los criados que pusieran cortinas de oscurecimiento en las ventanas. Aquella noche, por última vez, Saladin Chamchawala desempeñó su antigua función de portero, ataviado con smoking inglés, y cuando llegaron los invitados, los mismos invitados de siempre, con el polvo gris de los años, pero por lo demás los mismos, le obsequiaron con las mismas palmadas, los mismos besos y las nostálgicas bendiciones de su juventud. «Mira qué alto —decían—. Qué guapo, parece mentira.» Todos trataban de disimular el miedo a la guerra, peligro de ataques aéreos, decía la radio, y al acariciar el pelo de Saladin sus manos estaban o un poco temblonas o en exceso bruscas.
A última hora de la tarde, sonaron las sirenas y los invitados buscaron refugio, escondiéndose debajo de las camas, en los armarios, en cualquier sitio. Nasreen Chamchawala se encontró sola al lado de la mesa llena de comida y trató de tranquilizar a los invitados quedándose allí con su sari estampado de periódico, comiendo pescado como si nada. Por consiguiente, cuando empezó a ahogarse con la espina de su muerte, no tenía a su lado quien la ayudara: todos estaban escondidos por los rincones, con los ojos cerrados; el mismo Saladin, conquistador de arenques ahumados, Saladin, que había vuelto de Inglaterra con su flema, había perdido la serenidad. Nasreen Chamchawala cayó, se retorció, abrió la boca tratando de aspirar y murió, y cuando sonó el fin de la alarma y reaparecieron tímidamente los invitados, encontraron a su anfitriona extinta en medio del comedor, arrebatada por el ángel exterminador, khali-pili khalaas, como dicen en Bombay, muerta sin motivo, desaparecida para siempre.


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Menos de un año después de la muerte de Nasreen Chamchawala, que no fue capaz de dominar las espinas como su hijo educado en el extranjero, Changez volvió a casarse sin avisar a nadie. Saladin, en su universidad inglesa, recibió una carta de su padre en la que éste, con la fraseología irritantemente ampulosa y trasnochada que Changez usaba en su correspondencia, le ordenaba que se alegrara. «Regocíjate —decía la carta— porque lo que se había perdido ha renacido.» La explicación de esta frase un tanto enigmática venía un poco más abajo, y cuando Saladin se enteró de que su madrastra también se llamaba Nasreen algo saltó en su cabeza y escribió a su padre una carta llena de crueldad y de furor, cuya violencia era del tipo que sólo se da entre padres e hijos y que difiere de la que existe entre hijas y madres en que encierra la posibilidad de una verdadera pelea a puñetazos rompiendo caras. Changez contestó a vuelta de correo; una carta breve, cuatro líneas de insulto arcaico, granuja sinvergüenza vagabundo canalla infame hijoputa bribón. «Ruego consideres vínculos familiares irreparablemente rotos —concluía—. Consecuencias, tu responsabilidad.»
Después de un año de silencio, Saladin recibió otra misiva, un perdón que era mucho más difícil de digerir que el anterior rayo anatematizador. «Cuando tú seas padre, oh hijo mío —confiaba Changez Chamchawala—, también conocerás esos momentos —¡ah!, ¡qué dulces!— en los que amorosamente haces saltar al precioso bebé sobre tus rodillas; y entonces, sin aviso ni provocación, la criaturita —¿puedo serte franco?— se te mea encima. Tal vez durante un momento sientes que te ahoga la ira y una descarga de furor te hace hervir la sangre, pero remite con la misma rapidez con que te acometió. Porque ¿acaso como adultos no comprendemos que el pequeño no tiene culpa alguna? Él no sabe lo que hace.»
Vivamente ofendido por ser comparado con un crío meón, Saladin mantuvo lo que él consideraba un silencio digno. Cuando iba a licenciarse, había adquirido pasaporte británico, habiendo llegado al país antes de que las leyes se hicieran más severas, por lo que pudo informar a Changez en una lacónica nota que tenía intención de quedarse en Londres y buscar trabajo de actor. La respuesta de Changez Chamchawala llegó por correo urgente. «Lo mismo podrías ser un condenado gigoló. Creo que un demonio ha penetrado en ti y te ha trastornado. Tú, a quien tanto se ha dado, ¿no crees que debes algo a los demás? ¿A tu país? ¿A la memoria de tu querida madre? ¿A tu propio espíritu? ¿Vas a pasarte la vida contoneándote y pavoneándote ante las luces, besando a mujeres rubias ante la mirada de desconocidos que han pagado para presenciar tu vergüenza? Tú no eres hijo mío, tú eres una aberración, un hoosh, un demonio del infierno. ¡Actor! Contesta a esto: ¿Qué les digo a mis amigos?»
Y, debajo de la firma, la posdata, patética y petulante. «Ahora que tienes tu propio djinni malo, no esperes heredar la lámpara mágica.»


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Después de aquello, Changez Chamchawala escribía a su hijo a intervalos irregulares, y en cada una de sus cartas volvía sobre el tema de los demonios y la posesión: «El hombre que no es fiel a sí mismo se convierte en una mentira con dos patas, y estas bestias son la mejor obra de Shaitan», escribía, y también, en vena más sentimental: «Yo tengo tu alma bien guardada, hijo, aquí, en el nogal. El demonio sólo tiene tu cuerpo. Cuando estés libre de él, vuelve a reclamar tu espíritu inmortal. Ahora florece en el jardín.»
La letra de aquellas cartas cambió a lo largo de los años, perdiendo la florida confianza que la hiciera instantáneamente identificable y haciéndose más estrecha, más sobria, más pura. Al fin las cartas dejaron de llegar y Saladin supo por otros conductos que la preocupación de su padre por lo sobrenatural había ido profundizándose hasta hacer de él un recluso, quizá con el propósito de escapar de este mundo, en el que los demonios podían robarle a uno el cuerpo de su propio hijo, mundo inseguro para un hombre auténticamente religioso.
La transformación de su padre desconcertó a Saladin, aun a tan gran distancia. Sus padres eran musulmanes, a la manera superficial y perezosa de los bombayitas; Changez Chamchawala, a los ojos de su pequeño hijo, era más divino que cualquier Alá. Que este padre, que esta divinidad profana (aunque desacreditada ahora), a su vejez, se hubiera puesto de rodillas e inclinado hacia La Meca, era algo que el ateo de su hijo encontraba difícil de aceptar.
«La culpa la tiene esa bruja —se dijo, adoptando para sus fines retóricos el mismo lenguaje de conjuros y duendes que su padre utilizaba—, esa Nasreen Número Dos. ¿Soy yo el que está endemoniado, yo el poseso? No es mi letra la que ha cambiado.» Las cartas dejaron de llegar. Pasaron los años; y un día Saladin Chamcha, actor, hombre que todo lo debía a su propio esfuerzo, volvió a Bombay con la compañía de los Prospero Players, para interpretar el papel de médico indio en La millonaria de George Bernard Shaw. En escena, él adoptaba la voz y el acento que el papel requerían, pero aquellos giros tanto tiempo reprimidos, aquellas vocales y consonantes descartadas, empezaron a escapársele de la boca fuera del teatro. Su voz empezaba a traicionarle; y luego descubrió que otras partes de su cuerpo también eran capaces de la traición.


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El hombre que decide cambiarse a sí mismo asume el papel del Creador, según una cierta manera de ver las cosas; es antinatural, es blasfemo, abominación de abominaciones. Desde otro ángulo, también podías ver patetismo en él, heroísmo en su lucha, en su voluntad de arriesgarse: no todos los mutantes sobreviven. O, considerándole desde el punto de vista sociopolítico: la mayoría de los emigrantes aprenden y pueden convertirse en disfraces. Nuestras propias falsas descripciones para contrarrestar las falsedades inventadas sobre nosotros esconden, por razones de seguridad, nuestra personalidad secreta.
El hombre que se inventa a sí mismo necesita a alguien que crea en él para demostrar que ha conseguido lo que se proponía. Otra vez haciendo de Dios, dirán ustedes. O también pueden bajar unos cuantos escalones y pensar en el Hada Campanilla; las hadas no existen si los niños no dan palmadas. O podrían decir, simplemente: es sólo ser un hombre. No es únicamente la necesidad de que otros crean en uno, sino la de creer en otro. Ahí lo tienen: el amor.
Saladin Chamcha conoció a Pamela Lovelace cinco días y medio antes del fin de los años sesenta, cuando las mujeres todavía llevaban pañuelos en la cabeza. Estaba en el centro de una sala llena de actrices trotskistas y le miraba con unos ojos tan brillantes, tan brillantes... Él la monopolizó toda la noche y ella nunca dejó de sonreír y se fue con otro. Él volvió a casa y se puso a soñar con los ojos, la sonrisa, la esbeltez y la piel de Pamela. La persiguió durante dos años. Inglaterra es reacia a entregar sus tesoros. Él estaba asombrado de su propia perseverancia y comprendió que ella se había convertido en artífice de su destino, que si ella no cedía, sus intentos de metamorfosis, fracasarían. «Permíteme —suplicaba él luchando cortésmente en la moqueta blanca que le dejaba cubierto de delatora pelusa en la parada del autobús de medianoche—. Créeme. Yo soy el hombre de tu vida.»
Una noche, sin más ni más, ella consintió, dijo que le creía. Él se casó con ella sin darle tiempo de arrepentirse, pero nunca llegó a aprender a leerle el pensamiento. Cuando se sentía desgraciada, se encerraba en el dormitorio hasta que se le pasaba. «No tiene nada que ver contigo —le decía—. No quiero que nadie me vea cuando estoy así.» Él la llamaba almeja. «Abre», él golpeó todas las puertas cerradas de su vida en común, primero un sótano, después una casita y, por fin, una mansión. «Yo te quiero. Déjame entrar.» Él la necesitaba tan desesperadamente para cerciorarse de su propia existencia que no llegó a advertir la desesperación de su sonrisa deslumbrante y permanente, el terror que había en la vivacidad con que ella encaraba el mundo ni las razones por las que ella se escondía cuando no conseguía encender el brillo. Hasta que ya era tarde no le contó que sus padres se habían suicidado juntos cuando ella empezaba a menstruar, que estaban agobiados por las deudas de juego y la habían dejado con un acento aristocrático que la señalaba como una chica de oro, una mujer digna de envidia, cuando en realidad era una criatura abandonada, perdida, que no tuvo ni unos padres que quisieran esperar a verla crecer, eso era lo que la querían, por 1o que ella no tenía ni la menor confianza y todos los momentos que pasaba en el mundo eran momentos de pánico, así que sonreía y sonreía y quizás una vez a la semana se encerraba para temblar y sentirse como una concha vacía, como una cáscara de cacahuete hueca, como un mono sin cacahuete.
No llegaron a tener hijos; ella se echaba la culpa. Al cabo de diez años, Saladin descubrió que sus propios cromosomas tenían algo raro, dos palitos más o menos, no lo recordaba. Herencia genética; por lo visto, si se descuida no nace, o nace monstruo. ¿Era por su madre o por su padre? Los médicos no lo sabían; es fácil adivinar a quién lo atribuía él; al fin y al cabo, no hay que pensar mal de los muertos.
Últimamente, tenían problemas.
Él lo reconoció después, pero no mientras tanto. Después se dijo: estábamos en las últimas, quizá por falta de niños, quizá porque fuimos distanciándonos, quizá por esto, quizá por lo otro.
Mientras tanto, él no se daba por enterado de toda la tensión, de los roces, de las peleas que no llegaban a empezar; él cerraba los ojos y esperaba hasta que ella volvía a sonreír. Él se permitía a sí mismo creer en aquella sonrisa, aquella brillante falsificación de alegría.
Él trataba de inventar un futuro feliz para los dos, de convertirlo en realidad inventándolo y luego creyendo en él. Cuando volaba hacia la India, pensaba en lo afortunado que era de tenerla; sí, tengo suerte, mucha suerte, sin discusión, soy el tío más afortunado del mundo. Y qué maravilla tener ante sí aquella larga y sombreada avenida de los años, la perspectiva de envejecer en presencia de tanta ternura.
Él se había empeñado con tanto ahínco, se había convencido casi tan completamente de que estas tristes ficciones eran verdad, que cuando se acostó con Zeeny Vakil, apenas cuarenta y ocho horas después de llegar a Bombay, lo primero que hizo, antes de que llegaran a copular, fue desmayarse, quedarse tieso, porque los mensajes que le llegaban al cerebro eran tan contradictorios como si su ojo derecho viera girar al mundo hacia la izquierda y su ojo izquierdo, hacia la derecha.


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Zeeny era la primera mujer india con la que se acostaba. Ella se precipitó en su camerino la noche del estreno de La millonaria, con sus ademanes teatrales y su voz fosca, como si no hiciera años. Años. «Yaar, qué desilusión, de verdad; aguante toda la obra sólo para oírte cantar "Goodness Gracious Me" como Peter Sellers o qué sé yo, pensé, a ver si el chico ha aprendido a entonar. ¿Te acuerdas cuando hacías las imitaciones de Elvis con la raqueta de squash? Mi vida, qué risa, qué desastre. Pero ¿qué es esto? En esta obra no hay canción. Puñeta. Oye, ¿puedes escaparte de todos esos caraspálidas y venir con nosotros, los wogs? Puede que se te haya olvidado lo que es nuestra compañía.»
Él la recordaba adolescente y flaca con peinado asimétrico a lo Quant y sonrisa también asimétrica, pero en sentido inverso. Una chica descarada, mala. Una vez, para divertirse, entró en un antro de mala fama de Falkland Road y se quedó allí sentada fumando y bebiendo Coca-Cola hasta que los chulos que controlaban el local la amenazaron con rajarle la cara, porque allí no se permitía ir por libre. Ella sostuvo sus miradas, terminó el cigarrillo y salió. Zeenat no conocía el miedo. Quizás estaba loca. Ahora, a los treinta y tantos años, era médico, pasaba visita en el Breach Candy Hospital, trabajaba con los desamparados de la ciudad y había ido a Bhopal en cuanto saltó la noticia de la invisible nube americana que se comía los ojos y los pulmones de la gente. También era crítico de arte y había escrito un libro sobre el mito limitador de la autenticidad, esa camisa de fuerza folklorística que ella trataba de sustituir por la ética de un eclecticismo refrendado por la historia, porque ¿acaso no se basaba toda la cultura nacional en el principio de apropiarse los trajes que mejor parecían sentar, ario, mogol, británico, eligiendo lo mejor y dejando el resto? El libro había armado gran revuelo, como era de esperar, especialmente a causa del título. Lo titulaba El único indio bueno. «O sea, el muerto —dijo a Chamcha cuando le dio un ejemplar—. ¿Por qué tiene que existir una forma buena y correcta de ser wog? Esto es fundamentalismo hindú. En realidad, todos somos indios malos. Unos peores que otros.»
Ella estaba en la plenitud de su belleza, el pelo largo y suelto y nada flaca. Cinco horas después de que ella entrara en el camerino, estaban en la cama y él se desmayaba. Cuando despertó, Zeenat le explicó: «Te he contado un cuento.» Él nunca llegó a averiguar si le había dicho la verdad.
Zeenat Vakil hizo de Saladin su proyecto particular. «Vamos a conseguir tu recuperación —explicó—. Mister, vamos a conseguir que vuelvas.» A veces, él pensaba que ella quería conseguir su propósito por el procedimiento de comérselo vivo. Hacía el amor como un caníbal y Saladin era su explorador. Él le preguntó: «¿Conoces la relación, perfectamente establecida, entre el vegetarianismo y el impulso antropófago?» Zeeny, que estaba almorzándose su muslo, movió negativamente la cabeza. «En ciertos casos extremos —prosiguió él—, un exceso de consumo de verduras puede liberar en el sistema unos agentes bioquímicos que provocan fantasías caníbales.» Ella le miró con su sonrisa torcida. Zeeny, la hermosa vampiresa. «Vamos, vamos —dijo—. Nosotros somos una nación de vegetarianos y la nuestra es una cultura pacífica y mística, como todo el mundo sabe.»
Él, por el contrario, debía proceder con cuidado. La primera vez que le tocó los pechos, ella derramó unas asombrosas lágrimas calientes, que tenían el color y la consistencia de la leche de búfala. Ella había visto morir a su madre como un ave trinchada para la cena, primero el pecho izquierdo y luego el derecho, y, a pesar de todo, el cáncer se había extendido. Su miedo a repetir la muerte de su madre hacía de su busto zona prohibida. Era el terror secreto de la intrépida Zeeny. Ella no había tenido hijos, pero sus ojos lloraban leche.
Después de su primera cópula, ella empezó a trabajarle, olvidando sus lágrimas. «¿Sabes lo que tú eres? Yo te lo diré. Un desertor, eso eres, más inglés que nada, envuelto en tu distinguido acento como en una bandera, pero no creas que es perfecto, que a veces se te escurre, baba, como un bigote postizo.»
«Me ocurre una cosa extraña —quería decir él—, una cosa extraña en la voz», pero no sabía cómo explicarlo y optó por callar.
«La gente como tú —resopló ella besándole un hombro— volvéis al cabo del tiempo creyéndoos sabediosqué. Pues mira, hijo, nosotros no tenemos tan buena opinión de vosotros.» Su sonrisa era más brillante que la de Pamela. «Ya veo que no has perdido tu sonrisa Binaca, Zeeny», dijo él.
Binaca. ¿De dónde salía ahora ese viejo y olvidado anuncio de dentífrico? Y las vocales no parecían muy seguras. Cuidado, Chamcha, cuidado con tu sombra. Ese individuo negro que se arrastra detrás de ti.
A la segunda noche, ella se presentó en el teatro con dos amigos, un joven marxista director de cine llamado George Miranda, una ballena de hombre, con las mangas de la kurta subidas, un chaleco amplio y abierto, con manchas antiguas y un bigote de sorprendente aire militar, con las puntas engomadas; y Bhupen Gandhi, poeta y periodista, prematuramente encanecido, pero cuyo rostro tenía una inocencia infantil hasta que él soltaba su risa picara y atiplada. «Vamos, Salad baba —dijo Zeeny—. Te enseñaremos la ciudad. —Miró a sus acompañantes — . Estos asiáticos del extranjero no tienen vergüenza —declaró—. Saladin suena a recondenada ensalada. No te digo...»
«Hace unos días vi a una periodista de televisión —dijo Miranda — . Tenía el pelo color de rosa. Dijo que se llamaba Kerleeda. Yo no la entendí.»
«Es que George es muy inocente —interrumpió Zeeny—. Él no sabe lo raros que os volvéis. Esa Miss Singh, qué escándalo. Yo le dije, el nombre es Khalida, guapa, rima con Dalda, que es un utensilio de cocina. Pero no hubo manera de que lo pronunciara. Y era su propio nombre. Porque vosotros, chicos, no tenéis cultura. No sois más que unos wogs. ¿No tengo razón?», agregó abriendo mucho los ojos con gesto de regocijo, temerosa de haber ido demasiado lejos. «Déjale en paz, Zeenat», dijo Bhupen Gandhi con su voz dulce. Y George, violento, murmuró: «No te ofendas, es una broma.»
Chamcha decidió sonreír y contraatacar: «Zeeny —dijo—, la tierra está llena de indios, tú lo sabes, llegamos a todas partes, somos hojalateros en Australia y nuestras cabezas van a parar al frigorífico de Idi Amin. Quizá Colón tenía razón; el mundo está formado por Indias: Orientales, Occidentales, Septentrionales. Qué diantre, deberíais estar orgullosos de nosotros, de nuestro espíritu emprendedor, de la forma en que pasamos fronteras. Lo malo es que no somos indios como vosotros. Y vale más que os acostumbréis a nosotros. ¿Cómo se llama ese libro que has escrito?»
«Escuchen —Zeeny se colgó de su brazo—. Escuchen a mi Salad. Ahora, de repente, quiere ser indio, después de pasarse la vida tratando de volverse blanco. No se ha perdido todo. Ahí dentro aún queda algo vivo.» Y Chamcha notó que se sonrojaba, que aumentaba su confusión. La India; todo lo enmarañaba.
«¡Por vida de! —agregó ella, clavándole un beso como una cuchillada—. Chamcha. Vaya, joder. Tú te pones en ridículo y esperas que no nos riamos.


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En el maltrecho Hindustan de Zeeny, un coche fabricado para una cultura con criados, con el asiento trasero mejor tapizado que el delantero, Chamcha sentía que la noche se le echaba encima como una muchedumbre. La India le hacía sentir su olvidada inmensidad, su viva presencia, el viejo desorden que él despreciaba. Una hijra amazona, ataviada como una Mujer Cañón, con tridente de plata incluido, detuvo el! tráfico con un brazo imperioso y se plantó delante de ellos.
Chamcha miró sin pestañear sus ojos llameantes. Gibreel Farishta, el actor de cine que inexplicablemente había desaparecido, se pudría en los carteles. Cascotes, desperdicios, ruido. Anuncios de cigarrillos que pasaban fumando: SCISSORS: PARA EL HOMBRE DE ACCIÓN, SATISFACCIÓN. Y, más improbable: PANAMÁ PARTE DEL GRAN ESCENARIO INDIO.
«¿Adónde vamos?» La noche se había teñido de una luz verde neón de anuncio. Zeeny aparcó el coche. «Estás perdido —le acusó— ¿Qué sabes de Bombay? Tu propia ciudad, aunque nunca lo fue. Para ti es un sueño infantil. Criarse en Scandal Point es como vivir en la luna. Allí nada de bustees ni sirree; sólo las casas de los criados. ¿Llegaban hasta allí los seguidores de Shiv Sena a provocar disturbios? ¿Vuestros vecinos pasaban hambre durante la huelga textil? ¿Organizaba Datta Samant un mitin delante de vuestros bungalows? ¿Cuántos años tenías cuando conociste a tu primer sindicalista? ¿Cuántos años tenías la primera vez que subiste a un tren de cercanías en lugar de a un coche con chófer? Eso no era Bombay, cariño, perdona. Eso era el Reino de las Hadas, Peristan, la Tierra de Nunca Jamás, Oz.»
«¿Y tú? —le recordó Saladin—. ¿Dónde estabas tú entonces?»
«En el mismo sitio —dijo ella ásperamente—. Con todos los podridos munchkins.»
Callejones. Estaban pintando un templo jainí y todos los santos habían sido cubiertos con bolsas de plástico, para protegerlos de las gotas. Un vendedor callejero exponía periódicos llenos de horrores: catástrofe ferroviaria. Bhupen Gandhi empezó a hablar con su voz susurrante. Después del accidente, dijo, los pasajeros supervivientes nadaron hasta la orilla (el tren había caído de un puente), donde los esperaban los vecinos del pueblo que los agarraban y los mantenían bajo el agua hasta que se ahogaban, y luego les robaban.
«Calla la boca —le gritó Zeeny—. ¿Por qué le cuentas esas cosas? Él piensa ya que somos unos salvajes, una especie inferior.»
En una tienda vendían sándalo para quemar en un templo de Krishna cercano, y pares de ojos de Krishna que todo lo veían, esmaltados en rosa y blanco.
«Demasiado que ver —dijo Bhupen—. Es un hecho.»


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En una dhaba muy concurrida que George había empezado a frecuentar cuando quería entablar contacto, para fines cinematográficos, con los dadas o patrones que controlaban el comercio de carne de la ciudad, se consumía ron negro en mesas de aluminio, y George y Bhupen, achispados, empezar, ron a pelear. Zeeny tomaba una bebida de cola local y criticaba a sus amigos. «Los dos tienen problemas con la bebida, están más pelados que una olla agujereada y los dos maltratan a la mujer, van a las tabernas y malgastan sus cochinas vidas. No es de extrañar que yo me haya decidido por ti, cariño; el artículo local está tan degradado que a la fuerza te tiene que gustar el de importación.»
George había ido a Bhopal con Zeeny y la emprendió con el tema de la catástrofe interpretándola ideológicamente. «¿Qué es para nosotros Amrika? —inquiría—. No es un sitio real. Es el poder en su forma más pura, abstracto, invisible. No podemos verlo, pero nos jode bien, sin escapatoria.» Comparó la Union Carbide al caballo de Troya. «Nosotros invitamos a venir a esos cabritos.» Era como el cuento de los cuarenta ladrones, dijo. Escondidos en sus tinajas, esperando la noche. «Nosotros no teníamos a un Alí Babá, desgraciadamente —dijo—. ¿Qué teníamos? Teníamos a Mr. Rajiv G.»
Al llegar a este punto, Bhupen Gandhi se levantó bruscamente, tambaleándose, y como si estuviera poseído, como si un espíritu se hubiera apoderado de él, empezó a atestiguar. «Para mí —dijo—, la cuestión no puede centrarse en la intervención extranjera. Nosotros siempre nos absolvemos condenando a los de fuera, América, Pakistán, cualquier jodido lugar. Perdona, George, pero para mí todo se remonta a Assam, por ahí tenemos que empezar.» La matanza de los inocentes. Fotografías de cadáveres de niños, bien colocados en fila, como soldados en un desfile. Habían sido matados a golpes, a pedradas, degollados. Simétrica formación de la muerte, recordaba Chamcha. Como si el horror fuera el único acicate que pudiera conducir a la India al orden.
Bhupen habló durante veintinueve minutos sin vacilaciones ni pausas. «Todos somos culpables de Assam —dijo—. Cada uno de nosotros. A menos que, o hasta que, reconozcamos que las muertes de los niños fueron culpa nuestra, no podremos llamarnos un pueblo civilizado.» Bebía ron de prisa mientras hablaba y su voz se hacía más fuerte, y su cuerpo se inclinaba peligrosamente, pero aunque en el local se había hecho el silencio, nadie se adelantó hacia él, nadie trató de interrumpirle, nadie le llamó borracho. En medio de una frase, todos los días, cegamientos, o fusilamientos, o corrupciones, quién nos hemos creído que, se sentó pesadamente y se quedó mirando el vaso sin pestañear.
Entonces, en un ángulo alejado de la taberna, un joven se levantó y replicó. Assam debía ser entendido políticamente, gritó, había razones económicas, y otro individuo se puso en pie para contestar: Las cuestiones de dinero no explican por qué un hombre hecho y derecho mata a golpes a una niña, y entonces otro individuo dijo: Si piensas así es que nunca has pasado hambre, salah, qué recondenado romanticismo suponer que la economía no puede convertir a los hombres en fieras. Chamcha agarraba el vaso con más fuerza a medida que el ruido aumentaba y el aire se enrarecía, dientes de oro le brillaban en la cara, hombros le rozaban los hombros, codos se le clavaban, el aire se convertía en una especie de sopa y en su pecho empezaban a agitarse palpitaciones irregulares. George lo agarró de la muñeca y lo sacó a la calle. «¿Ya estás mejor, hombre? Empezabas a ponerte verde.» Saladin asintió con gratitud, llenándose los pulmones del aire de la noche, más calmado. «El ron y el cansancio —dijo—. Yo me pongo nervioso después de la función. A veces, me da por temblar. Debí imaginarlo.» Zeeny le miraba y en sus ojos había algo más que conmiseración. Un brillo triunfal, duro. Por fin te has enterado, decía su expresión de malsana satisfacción. Ya era hora.
Cuando has pasado el tifus, pensaba Chamcha, la inmunidad te dura unos diez años. Pero nada es definitivo; al fin los anticuerpos se desvanecen de tu sangre. Él tenía que aceptar el hecho de que su sangre ya no contenía los agentes inmunizadores que le hubieran permitido sufrir la realidad de la India. Ron, palpitaciones, mareo del espíritu. Hora de acostarse.
Zeeny no quiso llevarle a su casa. Siempre y únicamente el hotel, con los jóvenes árabes con medallón de oro paseando por los pasillos de la medianoche con botellas de whisky de contrabando en la mano. Él estaba echado en la cama, con zapatos, el cuello desabrochado, el nudo de la corbata flojo y el brazo derecho sobre los ojos; ella, con el albornoz blanco del hotel, se inclinó sobre él y le dio un beso en la barbilla. «Voy a decirte lo que te ha pasado esta noche —le dijo—. Podrías decir que nosotros te hemos roto el cascarón.»
El se incorporó, furioso. «Bien, pues esto es lo que hay dentro —estalló—. Un indio traducido al inglés. Ahora, cuando trato de hablar en indostaní, la gente me mira con cara de circunstancias.» Atrapado en la gelatina de su lenguaje adoptado, empezaba a oír, en la Babel de la India, una amenazadora advertencia: no regreses. Cuando has pasado a través del espejo, es peligroso retroceder. El espejo puede hacerte pedazos.
«Esta noche me he sentido muy orgullosa de Bhupen —dijo Zeeny, metiéndose en la cama—. ¿En cuántos países podrías entrar en un bar cualquiera y empezar semejante debate? Con esa pasión, esa seriedad, ese respeto. Ya te regalo tu civilización, inglés de quiero y no puedo. Yo me quedo con ésta muy contenta.»
«Abandona —le suplicó—, déjame. No me gusta que la gente entre a verme sin avisar. He olvidado las reglas de cortesía y kabaddi, no sé decir mis oraciones, no sé lo que se hace en una ceremonia nikah, y en esta ciudad en la que crecí me pierdo si voy solo. Ésta no es mi casa. Me da vértigo porque parece mi casa y no lo es. Me estremece el corazón y me da vueltas la cabeza.»
«Eres estúpido —le gritó ella—. Un estúpido. ¡Vuelve atrás! ¡Maldito imbécil! Claro que puedes.» Ella era un vórtice, una sirena que le tentaba a regresar a su viejo yo. Pero era un yo muerto, una sombra, un fantasma, y él no quería convertirse en fantasma. Tenía en la cartera el pasaje de vuelta a Londres y pensaba usarlo.


*    *    *


«¿Por qué no te has casado?», dijo él de madrugada, cuando ninguno de los dos podía dormir. Zeeny resopló. «Desde luego, has estado fuera demasiado tiempo. ¿Es que no me ves? Yo soy morena.» Apartó la sábana, arqueando la espalda para exhibir sus opulencias. Cuando Poolan Devi, la reina de los bandidos, salió de las cañadas para rendirse y ser retratada, los periódicos destruyeron de inmediato el mito inventado por ellos mismos acerca de su belleza legendaria. Ella, en lugar de apetitosa, era ahora fea, vulgar, repulsiva. Lo que hace la piel oscura en el norte de la India. «No me convence —dijo Saladin—. No esperarás que yo me lo crea.»
«Bien, aún no eres del todo idiota —rió ella—. ¿Quién quiere casarse? Yo tenía cosas que hacer.»
Y, después de una pausa, ella le devolvió la pregunta: Bueno, ¿y tú?
No sólo casado sino, además, rico. «Anda, cuenta. ¿Cómo vivís, tú y la señora?» En una mansión de cinco plantas en Notting Hill. Últimamente, él empezaba a sentirse inseguro allí, porque la última partida de ladrones se habían llevado no sólo los consabidos vídeo y estéreo, sino también el perro guardián pastor alemán. No era posible, empezaba a creer él, vivir en un sitio en el que los elementos criminales raptaban animales. Pamela le dijo que era una antigua costumbre local.
En los Viejos Tiempos, dijo (para Pamela, la Historia se dividía en: la Antigüedad, la Edad Media, los Viejos Tiempos, el Imperio británico, la Edad Moderna y el Presente), el secuestro de animales domésticos era un buen negocio. Los pobres robaban los canes de los ricos, les enseñaban a olvidar sus nombres y los vendían a sus afligidos e indefensos amos en las tiendas de Portobello Road. La historia local de Pamela era siempre muy detallada y, con frecuencia, inexacta. «¡Santo Dios! —dijo Zeeny Vakil—. Vende la casa y múdate cuanto antes. Yo conozco a esos ingleses, son todos iguales, gentuza y nawabs. No puedes luchar contra sus jodidas tradiciones.»
Mi esposa, Pamela Lovelace, frágil como la porcelana, grácil como una gacela, recordó él. Yo echo raíces en las mujeres a las que amo. Las trivialidades de la infidelidad. Él las desechó y se puso a hablar de su trabajo.
Cuando Zeeny Vakil descubrió cómo ganaba el dinero Saladin Chamcha, lanzó una serie de gritos que impulsó a uno de los árabes de medallón a llamar a la puerta para preguntar si ocurría algo malo. Vio sentada en la cama a una hermosa mujer a la que algo que parecía leche de búfala le resbalaba por las mejillas y le goteaba por la barbilla y, después de pedir disculpas a Chamcha por la intrusión, se retiró apresuradamente, perdón, amigo, eh, es usted un hombre afortunado.
«Pobre infeliz —jadeó Zeeny entre carcajadas—. Esos cochinos angrez, bien te han jodido.»
Conque ahora resultaba que su trabajo era chistoso. «Tengo un don para los acentos —dijo él, ufano—. ¿Por qué no había de aprovechar?»
«¿Por qué no habría de aprovechar? —remedó ella agitando las piernas en el aire—. Mister actor, acaba de volver a resbalarle el bigote.
Ay, Dios mío.
¿Qué me ocurre?
¿Qué diablos?
Socorro.
Porque él tenía realmente aquel don, de verdad que lo tenía, él era el Hombre de las Mil y una Voces. Si querías saber cómo debía hablar tu botella de ketchup en el anuncio de televisión, si no estabas segura de la voz que correspondía a tu bolsa de fritos con sabor a ajo, él era tu hombre. Él hacía hablar a las alfombras en los anuncios de los grandes almacenes, imitaba a personajes célebres, judías fritas, guisantes congelados. Por la radio, podía convencer al auditorio de que era ruso, chino, siciliano o presidente de los Estados Unidos. Una vez, en una obra de radioteatro para treinta y siete voces, él las interpretó todas, con una serie de seudónimos, y nadie lo notó. En compañía de Mimi Mamoulian, su equivalente femenina, él dominaba las ondas hertzianas de la Gran Bretaña. Dominaban un segmento tan amplio del círculo de la voz que, como decía Mimi: «Vale más que delante de nosotros nadie mencione la Comisión Antimonopolios ni en broma.» Ella tenía una gama asombrosa; podía representar cualquier edad de cualquier lugar del mundo en cualquier tono del registro vocal, desde la angelical Julieta hasta la fatal Mae West. «Tú y yo tendríamos que casarnos cuando estés libre —le sugirió Mimi—. Entre los dos, podríamos ser las Naciones Unidas.»
«Tú eres judía —repuso él—. A mí me educaron con ciertas opiniones sobre los judíos.»
«Bueno, soy judía —dijo ella encogiéndose de hombros—. Pero el circunciso eres tú. No hay nadie perfecto.»
Mimi era muy bajita, con unos rizos negros muy prietos y aspecto de anuncio de Michelin. En Bombay, Zeeny Vakil se desperezó y bostezó, ahuyentando de su pensamiento a las otras mujeres. «Demasiado —rió—. Te pagan para que los imites, siempre y cuando no tengan que verte la cara. Tu voz se hace famosa, pero a ti te esconden. ¿Adivinas por qué? ¿Verrugas en la nariz, ojos bizcos, etcétera? ¿Alguna idea, monín? Menos seso que una maldita lechuga, palabra.»
Es verdad, pensó él. Saladin y Mimi eran una especie de leyendas, pero leyendas con lunar, estrellas opacas. El campo de gravedad de sus dotes atraía el trabajo hacia ellos, pero ellos permanecían invisibles, abandonando el cuerpo para asumir voces. Por la radio, Mimi podía convertirse en la Venus de Botticelli, podía ser Olympia, la Monroe, cualquier maldita mujer que quisiera. A nadie le importaba un pito su aspecto; ella se había convertido en su voz, valía un potosí, y había tres muchachitas perdidamente enamoradas de ella. Además, compraba inmuebles. «Conducta neurótica —confesaba sin avergonzarse—. Excesiva necesidad de arraigo, debida a hecatombes en historia armenio-judía. Cierta desesperación causada por la edad y pequeños pólipos detectados en la garganta. Las fincas son tan sedantes... Las recomiendo.» Poseía una rectoría en Norfolk, una granja en Normandía, un campanario toscano y una costa marina en Bohemia. «Todas, encantadas —explicaba—. Cadenas, aullidos, sangre en las alfombras, señoras en camisón, lo que quieran. Y es que nadie renuncia a la tierra sin pelear.»
Nadie, excepto yo, pensó Chamcha, sintiendo cómo le atenazaba la melancolía, allí tendido, al lado de Zeenat Vakil. Quizás yo sea ya un fantasma. Pero, por lo menos, un fantasma con un pasaje de avión, éxito, dinero, esposa. Una sombra pero una sombra que vive en el mundo tangible, material. Con Activo. Sí, señor.
Zeeny le acariciaba los rizos de encima de las orejas. «A veces, cuando estás callado —murmuró—, cuando no haces voces graciosas ni actúas con grandilocuencia, y cuando te olvidas de que la gente te mira, pareces un espacio en blanco. ¿Sabes? Una pizarra vacía, no hay nadie en casa. Me pone frenética, me entran ganas de abofetearte, de sacudirte para que despiertes. Pero también me da pena. Y es que eres tan tonto, tú, la gran estrella con la cara del color no apto para sus teles en color, que tiene que viajar al país de los wogs con una compañía de mala muerte, y, además, haciendo el papelito de babu, para poder salir en una obra. Te dan de puntapiés y aun así te quedas, los amas, jodida mentalidad de esclavo, palabra. Chamcha —le agarró por los hombros y lo sacudió, a horcajadas sobre él, con sus pechos prohibidos a pocas pulgadas de su cara—. Salad baba, o como te llames, por el cielo, vuelve a casa.»
La gran oportunidad de Saladin, la que pronto podría hacer que el dinero perdiera su significado, empezó en pequeña escala: televisión infantil, una cosa que se llamaba La hora de los aliens por Los Monsters de La guerra de las galaxias, inspirada en Barrio Sésamo. Era una comedia sobre un grupo de extraterrestres entre mono y psicópata, animal y vegetal, e incluso mineral, porque intervenía una artística roca espacial que podía explotarse a sí misma para extraer sus materias primas y regenerarse antes del episodio de la semana siguiente y que se llamaba Pygmalien. También aparecía una criatura brutal y eructadora, como un cactus con vómito, producto del basto sentido del humor de los productores del programa, oriunda de un planeta desierto situado en el confín del tiempo: ésta era Matilda, la austra-alien; y tres sirenas espaciales, rollizas y cantarínas, conocidas por Alien-Hadas, acaso por su talante risueño y distante; y una cuadrilla de hippies venusinos y artistas del spray de los ferrocarriles metropolitanos y similares que se llamaban Alien-Nacion; y, debajo de una cama de la nave que era el principal decorado del programa, vivía Bugsy, el escarabajo pelotero gigante de la Nebulosa de Cáncer, que se había escapado de su padre; y, en un tanque de peces, podías encontrar a Cerebro, el abalone gigante superinteligente al que chiflaba comer chinos; y Ridley, el más aterrador del reparto habitual, que parecía un juego de dientes pintado por Francis Bacon al extremo de una bolsa ciega y que tenía obsesión por la actriz Sigurney Weaver. Las estrellas del programa, los equivalentes de Kermit y Miss Piggy, eran Maxim y Mamá Alien, pareja elegantísima, de seductor atuendo y peinado asombroso, que ansiaban ser — ¿y qué si no?— celebridades de la televisión. Eran interpretados por Saladin Chamcha y Mimi Mamoulian que, de una secuencia a otra, cambiaban de voz al mismo tiempo que de traje, y no digamos de pelo, que pasaba del púrpura al bermellón, se erizaba en diagonal hasta un metro de distancia o desaparecía del todo; o de facciones y órganos, porque podían intercambiarlo todo: piernas, brazos, nariz, orejas, ojos, y cada cambio conjuraba una voz diferente de sus legendarias gargantas proteicas. El éxito del programa se debió a la utilización de novísimas imágenes creadas por ordenador. Los fondos eran simulados: nave, paisajes extraterrestres y escenarios intergalácticos; también los actores eran procesados por las máquinas, obligados a pasar cuatro horas al día soportando la aplicación de maquillaje protésico que —una vez los vídeo-ordenadores habían hecho su trabajo— les hacía parecer no menos simulados que los escenarios. Maxim Alien, playboy espacial, y Mamá, invicta campeona galáctica de lucha libre y reina universal de la pasta, tuvieron un éxito fulminante. Pasaron a los horarios preferentes y fueron solicitados por América, Eurovisión, el mundo.
A medida que La hora de los aliens adquiría preponderancia, empezó a suscitar las críticas políticas. Los conservadores lo encontraban espeluznante, obsceno (Ridley se ponía materialmente erecto al pensar intensamente en Miss Weaver), estrambótico. Los comentaristas radicales empezaron a atacar su tendencia al estereotipo, su énfasis en la idea de que lo extraño es monstruoso, su falta de imágenes positivas. Se presionó a Chamcha para que abandonara el programa; él se negó y se convirtió en blanco de ataques. «Tendré problemas cuando regrese —dijo a Zeeny—. El maldito programa no es una alegoría. Es entretenimiento. Sólo pretende distraer.»
«¿Distraer a quién? —preguntó ella—. Además, incluso ahora sólo te dejan salir al aire después de cubrirte la cara de pasta y ponerte una peluca roja. Gran cosa el Deluxe, palabra.»
«La verdad es —dijo ella cuando despertaron a la mañana siguiente—, Salad, cariño, que eres bien parecido, no un palurdo. Una piel como la leche, recién vuelto de Inglaterra. Ahora que Gibreel ha dado el esquinazo, tú podrías sucederle. Hablo en serio, sí. Necesitan una cara nueva. Vuelve a casa y tú podrías ser una gran estrella, mejor que Bachchan, más grande que Farishta. Tu cara no es tan rara como la de ellos.»
Cuando era joven, dijo él, cada una de las fases de su vida, cada personalidad que asumía, parecía temporal y eso le tranquilizaba. Sus imperfecciones no importaban, porque él podía sustituir fácilmente un momento por el siguiente, un Saladin por otro. Ahora, empero, el cambio empezaba a resultar doloroso; las arterias de lo posible habían empezado a endurecerse. «No es fácil decirte esto, pero ahora estoy casado, y no sólo con mi esposa, sino con mi vida. —Otra vez se le escapaba el acento—. En realidad, vine a Bombay por un motivo, y no era la obra. Él tiene más de setenta años y yo ya no tendré muchas oportunidades. Él no ha ido al teatro; Mahoma tendrá que ir a la montaña.»
Mi padre, Changez Chamchawala, dueño de una lámpara maravillosa. «Changez Chamchawala, pero hablas en serio, no creas que vas a poder dejarme. —Ella palmoteo—. Estoy deseando verle en persona.» Su padre, el famoso recluso. Bombay era una cultura de imitaciones. Su arquitectura reproducía el rascacielos, su cine reinventaba incansablemente Los siete magníficos y Love Story obligando a todos sus héroes a salvar por lo menos un pueblo de los bandidos asesinos y a todas sus heroínas a morir de leucemia por lo menos una vez en su carrera, a poder ser al principio. La invisibilidad de Changez era el sueño indio del infeliz crorepati que vivía enclaustrado en Las Vegas; pero un sueño no es ni siquiera una fotografía, al fin y al cabo, y Zeeny quería verlo con sus propios ojos. «Cuando está de mal humor, hace muecas a la gente —le advirtió Saladin—. Nadie lo cree hasta que lo ve, pero es la verdad. ¡Y qué muecas! Gárgolas. Además, es un puritano y te llamará descarada y, de todos modos, probablemente, yo me pelearé con él, está escrito.»
Lo que había traído a la India a Saladin: el perdón. Éste era el motivo de su viaje a su ciudad natal. Pero no habría podido decir si venía a darlo o a recibirlo.


*    *    *


Aspectos curiosos de las circunstancias actuales de Mr. Changez Chamchawala: en compañía de Nasreen Segunda, su nueva esposa, durante cinco días a la semana habitaba en un complejo rodeado de un alto muro conocido por el nombre de Fuerte Rojo, en el distrito de Pali Hill, favorito de las estrellas del cine; pero el fin de semana volvía, sin su esposa, a la vieja casa de Scandal Point, para pasar sus días de descanso en el mundo perdido del pasado, en compañía de la primera, y difunta, Nasreen. Además, se decía que su segunda esposa se negaba a poner los pies en la casa vieja. «O no se lo permiten», conjeturó Zeeny en el asiento trasero del largo Mercedes de cristales opacos que Changez había enviado a recoger a su hijo. Cuando Saladin acabó de ponerla en antecedentes, Zeenat Vakil silbó admirativamente: «Alucinante.»
La industria de fertilizantes Chamchawala, el imperio del estiércol de Changez, iba a ser inspeccionada por un comité gubernamental por evasión de impuestos y de aranceles de importación, pero Zeeny no estaba interesada en eso. «Ahora —dijo— podré averiguar cómo eres tú realmente.» Scandal Point se abría ante ellos. Saladin sintió que el pasado se le venía encima como una marea, ahogándolo, llenándole los pulmones de un aire salobre olvidado. Hoy no soy yo, pensó. El corazón palpita. La vida hiere a los vivos. Ninguno somos nosotros. Ninguno somos así.
Ahora había puertas de acero, accionadas desde dentro por control remoto, que sellaban el deteriorado arco triunfal. Se abrieron con un sordo zumbido, para dar acceso a Saladin a aquel lugar del tiempo perdido. Cuando vio el nogal en el que, según su padre, se guardaba su alma, empezaron a temblarle las manos. Se escudó en la prosa de lo material. «En Cachemira —dijo a Zeeny — , el árbol de tu vida es, en cierto modo, una inversión financiera. Cuando el hijo llega a la mayoría de edad, el nogal es un árbol adulto, como una póliza de seguros vencida; es un árbol valioso, puede venderse, para pagar una boda o financiar una carrera. El adulto tala su niñez para ayudar a su edad madura. Es de un materialismo escalofriante, ¿no crees?»
El coche se había detenido debajo del porche de la entrada. Zeeny no dijo nada mientras los dos subían los seis escalones hasta la puerta principal, donde fueron recibidos por un hierático y anciano criado de librea blanca con botones de latón, en cuya melena blanca reconoció Chamcha, sólo con imaginarla negra, la cabellera de Vallabh, el mayordomo que regentaba la casa en los Viejos Tiempos. «Dios mío, Vallabahbhai», dijo abrazando al anciano. El criado sonrió con dificultad. «Soy ya tan viejo, baba, creí que no me reconocerías.» Los condujo por los corredores de la mansión, con sus pesadas lámparas de cristal, y Saladin advirtió que la ausencia de cambio era excesiva y evidentemente deliberada. Era la verdad. Vallabh le explicó que cuando murió la Begum, Changez Sahib juró que la casa sería su monumento. Por lo tanto, nada había cambiado desde el día de su muerte: los cuadros, los muebles, las jaboneras, los toros de cristal rojo v las bailarinas de porcelana de Sajonia, todo, en el lugar exacto las mismas revistas en las mismas mesas, las mismas bolas de papel en las papeleras, como si también la casa hubiera muerto y sido embalsamada. «Momificada —dijo Zeeny expresando lo inefable, como siempre—, Dios, si parece una casa encantada, ¿no?» Fue en este momento, mientras Vallabh, el criado, abría las puertas dobles que conducían al salón azul, cuando Chamcha vio el fantasma de su madre.
Dio un fuerte grito y Zeeny giró sobre sus talones. «Allí —señalaba el extremo del largo y oscuro corredor—, no cabe duda, ese maldito sari de la letra de imprenta, el de los grandes titulares, el mismo que llevaba el día en que, en que...», pero Vallabh había empezado a mover los brazos como un pájaro débil incapaz de volar, verás, baba, es Kasturba, nada más, no habrás olvidado a mi esposa, es sólo mi esposa. Mi ayah Kasturba, con la que yo jugaba entre los charcos de las rocas. Hasta que pude ir sin ella y, en una hondonada, un hombre con unas gafas con montura de marfil... «Por favor, baba, no es para enfadarse, es sólo que cuando la Begum murió, Changez Sahib regaló algunos vestidos a mi esposa, ¿no te importa? Tu madre era una mujer tan generosa, cuando vivía siempre daba con largueza.» Chamcha recobró el equilibrio y se sintió ridículo. «Pues claro que no me enfado, por Dios.» Una antigua rigidez volvió a Vallabh; el derecho del viejo criado a la libertad de expresión le permitió reprender: «Perdón, baba, pero no debes pronunciar el nombre de Dios en vano.»
«Mira cómo suda —cuchicheó Zeeny—. Parece muy asustado.» Kasturba entró en la habitación y, aunque su reunión con Chamcha fue bastante cariñosa, había cierta tensión en el aire. Vallabh se fue en busca de cerveza y «Thums Up», y cuando también Kasturba se excusó, Zeeny dijo inmediatamente: «Aquí hay algo raro. Esa mujer anda como si fuera el ama. No hay más que ver el aire que se da. Y el viejo estaba asustado. Apostaría a que esos dos se traen algo entre manos.» Chamcha trató de razonar. «Viven aquí solos casi siempre; probablemente duermen en el dormitorio principal y comen en la vajilla buena; deben de imaginar que esto les pertenece.» Pero pensaba qué asombroso parecido con su madre tenía el ayah Kasturba con aquel viejo sari.
«Estuviste ausente tanto tiempo —dijo a su espalda la voz de su padre—, que ahora no puedes distinguir a un ayah viva de tu difunta mamá.»
Saladin dio media vuelta para descubrir la triste imagen de un padre que se había arrugado como una manzana vieja pero que se empeñaba en usar los caros trajes italianos de sus años de opulenta corpulencia. Ahora que había perdido tanto los antebrazos de Popeye como el abdomen de Brutón, parecía estar vagando dentro de su ropa como el que busca algo que nunca llegó a identificar. Estaba en el umbral de la puerta mirando a su hijo con la nariz dilatada y los labios doblados en una mueca que la hechicería abrasadora de los años había convertido en débil simulacro de su antigua cara de ogro. Chamcha empezaba a advertir que su padre ya no podía asustar a nadie, que había perdido la magia, que no era más que un vejestorio que iba camino de la tumba, y Zeeny observaba con cierto desencanto que Changez Chamchawala llevaba un conservador corte de pelo y, puesto que calzaba relucientes zapatos modelo Oxford con cordones, tampoco parecía verosímil la historia de las uñas de palmo cuando el ayah Kasturba volvió, fumando un cigarrillo y pasando por delante de los tres, padre, hijo, amiga, se fue hacia un sofá Chesterfield tapizado de terciopelo azul y se instaló en él con la sensualidad de una starlet, a pesar de ser mujer entrada en años.
No bien hubo hecho Kasturba su escandalosa entrada, Ghangez se deslizó por el lado de su hijo y se colocó al lado de la antigua ayah. Zeeny Vakil, con chispitas de escándalo en los ojos, siseó a Chamcha: «Cierra la boca, cariño. Es de mal efecto.» Y Vallabh, el criado, empujaba por la puerta un carrito de bebidas observando impasible cómo su amo de muchos años largos ponía un brazo alrededor de su esposa, que lo aceptaba de buen grado.
Cuando el progenitor, el creador, se revela satánico, con frecuencia el hijo se pone severo. Chamcha se oyó preguntar; «¿Y mi madrastra, querido padre? ¿Está bien?»
El anciano dijo a Zeeny: «Espero que contigo no sea tan santurrón. O debes de aburrirte mucho.» Y a su hijo, en tono más áspero: «¿Ahora te interesas por mi esposa? Pues ella no se interesa por ti. No tiene deseos de verte. ¿Por qué había de perdonarte? Tú no eres hijo suyo. Ni mío ahora tal vez.»
No he venido a pelearme con él. Mira, el viejo chivo. No debo pelear. Pero esto, esto es intolerable. «En la casa de mi madre —exclamó Chamcha melodramáticamente, perdiendo la batalla consigo mismo—. El Gobierno piensa que hay corrupción en tus negocios, y ésta es la corrupción de tu alma. Mira lo que les has hecho a ellos. Vallabh y Kasturba. Con tu dinero. ¿Cuánto necesitaste? Para envenenarles la vida.
Eres un enfermo.» Miraba a su padre con irreprimible furor justiciero.
Inesperadamente, intervino Vallabh, el criado: «Baba, con todo respeto, perdona, pero ¿qué sabes tú? Tú te marchaste y ahora vienes a juzgarnos.» Saladin sintió que el suelo se hundía bajo sus pies; ante sus ojos se abría el infierno. «Es verdad que él nos paga —prosiguió Vallabh—. Por nuestro trabajo y también por lo que ves. Por esto.» Changez Chamchawala oprimió más estrechamente los dóciles hombros del ayah.
«¿Cuánto? — gritó. Chamcha—. ¿Cuánto convinisteis entre los dos hombres? ¿Cuánto por prostituir a tu esposa?»
«Qué tonto —dijo Kasturba con desdén—. Educado en Inglaterra y todo lo que quieras, pero todavía con la cabeza llena de paja. Vienes aquí haciendo aspavientos, en la casa de tu madre, etcétera, pero quizá no la querías tanto. Nosotros sí la queríamos, todos nosotros. Los tres. Y de esta manera podemos mantener vivo su espíritu.»
«Podrías decir que esto es pooja —dijo la voz suave de Vallabh—. Un acto de culto.»
«Y tú —Changez Chamchawala hablaba con la misma suavidad que su criado—, tú vienes a este templo. Con tu falta de fe. Mister, tienes una desfachatez...»
Y, por último, la traición de Zeenat Vakil. «Anda ya, Salad —dijo sentándose en el brazo del sofá Chesterfield, al lado del anciano—. ¿Por qué tienes que ser un aguafiestas? Tú no eres un ángel, tesoro, y estas personas parecen haber dispuesto muy bien las cosas.»
La boca de Saladin se abrió y se cerró. Changez dio a Zeeny unas palmadas en la rodilla. «Ha venido a acusar, hijita. Ha venido a vengar su juventud, pero se han vuelto las tornas y ahora está confuso. Hay que darle una oportunidad y tú serás el árbitro. No consiento en ser sentenciado por él, pero de ti aceptaré cualquier veredicto.»
El muy canalla. Viejo canalla. Quería hacerme caer y aquí estoy, mordiendo el polvo. No pienso hablar, y por qué, así no, esta humillación. «Había un billetero lleno de libras esterlinas —dijo Saladin Chamcha—, y había un pollo asado.»


*    *    *


¿De qué acusaba el hijo al padre? De todo: espionaje de un niño, robo de la olla del arco iris, exilio. De convertirle en lo que acaso no habría sido. De «hacer un hombre de». De «qué voy a decir a mis amigos». De irreparables rupturas y ofensivos perdones. De sucumbir a la adoración de Alá con la nueva esposa y también de culto blasfemo de la anterior. Sobre todo, de «adepto de lámpara maravillosa» de «abresesamista». Él todo lo consiguió con facilidad, donaire, mujeres, riqueza, poder, posición. Frotar, puf, genio, deseo, en seguida, amo, ya está. Era un padre que había prometido, y luego escamoteado, una lámpara maravillosa.


*    *    *


Changez, Zeeny, Vallabh y Kasturba permanecieron inmóviles y mudos hasta que Saladin Chamcha dejó de hablar, colorado y violento. «Tanta violencia de espíritu al cabo de tanto tiempo —dijo Changez después de un silencio—. Es triste. Al cabo de un cuarto de siglo, todavía reprocha los pecadillos del pasado. Ay, hijo. Tienes que dejar de acarrearme como a un loro en el hombro. ¿Qué soy yo? Ya nada. Yo no soy tu maestro. Afróntalo, mister: yo ya no soy la clave de tu vida.»
Por una ventana, Saladin Chamcha vio un nogal de cuarenta años. «Córtalo —dijo a su padre—. Córtalo, véndelo y mándame el dinero.»
Chamchawala se puso de pie y extendió la mano derecha. Zeeny se levantó a su vez y la tomó como una bailarina tomaría unas flores; en el acto, Vallabh y Kasturba se redujeron a criados como si un reloj hubiera dado en silencio la hora de las calabazas. «Ese libro suyo —dijo a Zeeny—. Tengo algo que le gustará.»
Los dos salieron del salón; el indefenso Saladin, después de un momento de titubeo, les siguió de mala gana. «Aguafiestas —gritó Zeeny alegremente por encima del hombro—. Vamos, olvídalo, déjate de niñerías.»
La colección de arte Chamchawala, que se guardaba en Scandal Point, comprendía una gran serie de las legendarias telas Hamzanama, parte de la secuencia del siglo XVI que representan escenas de la vida de un héroe que tal vez fuera o tal vez no el famoso Hamza, tío de Mahoma, cuyo hígado fue comido por Hind, la mujer de La Meca, cuando yacía muerto en el campo de batalla de Uhud. «Me gustan estas pinturas porque se permite fracasar al héroe —dijo Changez a Zeeny — . Mire cuántas veces tienen que sacarlo de apuros.» Los cuadros eran también prueba elocuente de la tesis de Zeeny Vakil acerca de la naturaleza ecléctica e híbrida de la tradición artística india. Los mogoles habían traído artistas de todas las partes de la India a trabajar en las pinturas; la identidad individual se sumergía en la creación de un Superartista de muchas cabezas y muchos pinceles que, literalmente era la pintura india. Una mano dibujaría los suelos de mosaico, otra las figuras, otra los cielos con nubes de aspecto chino. En el reverso de las telas estaban las historias que acompañaban las escenas. Los cuadros se mostraban como una película: sosteniéndolas en alto mientras alguien leía la historia del héroe. En Hamzanama podías ver la miniatura persa fundiéndose con los estilos de pintura kannada y keralan, podías ver la filosofía hindú y musulmana formando su síntesis característica de las postrimerías de la dominación mogol.
Un gigante estaba atrapado en un foso y sus verdugos humanos le clavaban lanzas en la frente. Un hombre hendido verticalmente desde la cabeza hasta la ingle todavía sostenía en alto la espada mientras caía. En todas partes, espumosa efusión de sangre. Saladin Chamcha se dominó. «El salvajismo —dijo en voz alta con su voz inglesa—, el puro bárbaro amor del dolor.»
Changez Chamchawala hacía caso omiso de su hijo, sólo tenía ojos para Zeeny, quien sostenía su mirada. «El nuestro es un Gobierno de filisteos, señorita, ¿no cree? Les he ofrecido toda la colección totalmente gratis, ¿lo sabía? A condición de que la alberguen debidamente, que construyan un local. El estado de las telas no es óptimo, como puede ver... Y no quieren. No les interesa. Mientras tanto, todos los meses recibo ofertas de Amrika. ¡Y qué ofertas! No lo creería. Yo no vendo. Nuestro patrimonio, hijita, día tras día, los Estados Unidos se lo están llevando. Pinturas de Ravi Varma, bronces de Chandela, celosías de Jaisalmer. Nos vendemos, ¿no? Ellos dejan caer el billetero al suelo y nosotros nos arrodillamos a sus pies. Nuestros toros de Nandi acaban en un patio de Texas. Pero todo esto usted ya lo sabe. Usted sabe que hoy la India es un país libre.» Guardó silencio, pero Zeeny esperaba; tenía que venir algo más. Y vino: «Un día, yo también aceptaré los dólares. No por el dinero. Por el placer de ser una puta. De convertirme en nada. Menos que nada.» Y ahora, por fin, el gran trueno, las palabras que siguieron a las palabras menos que nada. «Cuando yo muera —dijo Changez Chamchawala a Zeeny—, ¿qué seré? Un par de zapatos vacíos. Es mi destino, el destino que él me ha deparado. Este actor. Este simulador. Se ha convertido a sí mismo en imitador de hombres inexistentes. No tengo a nadie que me suceda, nadie a quien dar lo que yo he hecho. Ésta es su venganza: él me roba mi posteridad.» Sonrió, le palmeó una mano y la dejó al cuidado de su hijo. «Se lo he contado —dijo a Saladin—. Todavía llevas el pollo escondido en el pecho. Yo le he expuesto mis quejas. Ahora ella debe juzgar. Era lo convenido.»
Zeenat Vakil se acercó al anciano del traje grande, le puso las manos en las mejillas y le dio un beso en los labios.


*    *    *


Después de que Zeenat le traicionara en la casa de las perversiones paternas, Saladin Chamcha se negó a verla y a contestar los mensajes que ella le dejaba en la recepción del hotel. La millonaria acabó su temporada y la gira tocó a su fin. Hora de regresar a casa. Después de la fiesta de la noche de despedida, Chamcha se retiró a su habitación. En el ascensor, una pareja joven, evidentemente en luna de miel, escuchaba música por auriculares. El joven dijo a su esposa: «Dime, ¿todavía te parezco un extraño a veces?» Ella movió negativamente la cabeza con una sonrisa cariñosa, no te oigo, se quitó los auriculares. Él repitió muy serio: «¿Te parezco todavía a veces un extraño?» Ella, con sonrisa impasible, apoyó la mejilla un instante en el hombro alto y flaco de él. «Sí, una o dos veces», dijo, y volvió a ponerse los auriculares. Él, aparentemente satisfecho con la respuesta, la imitó. Sus cuerpos volvieron a seguir el ritmo de la música. Chamcha salió del ascensor. Zeenat estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la puerta de su habitación.


*    *    *


Dentro de la habitación, ella se sirvió un generoso whisky con soda. «Te portas como un niño —le dijo—. Vergüenza tendría que darte.»
Aquella tarde, él había recibido un paquete de su padre. Dentro había un trozo de madera y muchos billetes, no rupias, sino libras esterlinas: las cenizas, por así decir, de un nogal. Él estaba embargado de un confuso furor y, puesto que Zeenat estaba allí, la hizo blanco de él. «¿Te has creído que te quiero? —preguntó con deliberada crueldad—. ¿Te has creído que voy a quedarme por ti? Yo estoy casado.»
«Yo no quería que te quedaras por mí —dijo ella—. No sé por qué, yo lo deseaba por ti mismo.»
Hacía unos días, él había ido a ver la versión india de una obra teatral de Sartre que trataba del tema de la vergüenza. En el original, un marido sospecha que su mujer le es infiel y le tiende una trampa para sorprenderla. Él se arrodilla para mirar por el ojo de la cerradura de la puerta de la calle. Entonces siente que hay alguien detrás de él, se vuelve sin levantarse y la ve a ella, que le mira con rencor y repugnancia. El cuadro: él de rodillas y ella, mirándole desde arriba, es el arquetipo sartreano. Pero en la versión india el marido arrodillado no sentía ninguna presencia a su espalda, sino que era sorprendido por la esposa, se levantaba del suelo para enfrentarse a ella en un plano de igualdad, se defendía echando bravatas y vociferando hasta que ella se echaba a llorar, entonces la abrazaba y se reconciliaban.
«Dices que tendría que darme vergüenza —dijo Chamcha a Zeenat con amargura—. Tú, que desconoces la vergüenza. En realidad, ésta debe de ser una característica nacional. Empiezo a sospechar que los indios carecen del necesario refinamiento moral para poseer un verdadero sentido de la tragedia y, por consiguiente, son incapaces de comprender el concepto de la vergüenza.»
Zeenat Vakil terminó su whisky. «Está bien. No es preciso que digas más. —Levantó las manos—. Me rindo. Me marcho. Mr. Saladin Chamcha, yo pensé que todavía estabas vivo, por lo menos un poco, que aún respirabas, pero me equivocaba. Resulta que durante todo este tiempo has estado muerto.»
Y una última frase, antes de cruzar la puerta con los ojos lácteos. «No dejes que las personas se acerquen mucho a ti, Mr. Saladin. Les dejas cruzar tus defensas y los muy canallas te clavan un puñal en el corazón.»
Después de aquello, ya nada le retenía allí. El avión despegó y dio la vuelta sobre la ciudad. Allá abajo su padre disfrazaba de su difunta esposa a una criada. El nuevo plan circulatorio había convertido el centro de la ciudad en un gigantesco atasco. Los políticos trataban de medrar haciendo padyatras, peregrinaciones a pie por todo el país. Había pintadas que decían: Aviso a los políticos. La única salida: padyatra al infierno. O, también: a Assam.
Los actores empezaban a meterse en política: MGR, N. T. Rama Rao, Bachchan. Durga Khote denunciaba que una asociación de actores era un «frente rojo». Saladin Chamcha, en el vuelo 420, cerró los ojos; y entonces, con profundo alivio, sintió reveladores latidos y ajustes en la garganta que indicaban que su voz, espontáneamente, reasumía su carácter británico, serio y seguro.
El primer incidente inquietante que Mr. Chamcha experimentó en aquel vuelo fue reconocer entre el pasaje a la mujer de sus sueños.





































4



La mujer de sus sueños era más baja y menos grácil que la de verdad, pero en el momento en que Chamcha la vio pasear tranquilamente por los pasillos del Bostan, recordó la pesadilla. Cuando Zeenat Vakil se marchó, él cayó en un sueño atormentado y tuvo un presentimiento: la visión de una mujer-bombardero con una voz de acento canadiense, casi inaudible de tan suave, profunda y melodiosa como un océano lejano. La mujer del sueño iba tan cargada de explosivos que, más que el bombardero, era la bomba; la mujer que paseaba por el pasillo tenía en brazos a un niño de pecho que parecía dormir plácidamente, un niño tan bien envuelto y tan estrechamente abrazado que Chamcha no consiguió distinguir ni un solo rizo de pelo recién nacido. Influido por el sueño, Chamcha pensó que, en realidad, el niño era un manojo de cartuchos de dinamita o alguna especie de artefacto que hacía tictac, y ya iba a gritar cuando reaccionó y se reprendió severamente. Éstas eran precisamente las tontas supersticiones que ahora dejaba atrás. Él era un hombre correcto, con el traje bien abrochado, que iba camino de Londres y de una vida ordenada y feliz. Él formaba parte del mundo real.
Saladin viajaba solo, rehuyendo a los restantes miembros de la compañía Prospero Players, esparcidos por la clase turista, con camisetas del Pato Donald, que doblaban el cuello imitando a los danzarines de natyam, llevaban saris benarsi, bebían demasiado champán barato de avión e importunaban a las desdeñosas azafatas que, por ser indias, sabían que los actores eran gente de baja estofa; en suma, comportándose con la falta de discreción propia de los cómicos. La mujer que llevaba el niño en brazos tenía para los faranduleros blancos una mirada que los convertía en volutas de humo, en espejismos, en fantasmas. Para un hombre como Saladin Chamcha no había nada tan penoso como la degradación de lo inglés por los propios ingleses. Volvió a su periódico, en el que una manifestación del «rail roko» de Bombay era dispersada por cargas de policías armados de lathis. El reportero del periódico sufrió la fractura de un brazo y su cámara fue destrozada. La policía publicó una «nota». Ni el periodista ni ninguna otra persona fue atacada intencionadamente. Chamcha cayó en sopor de avión. La ciudad de las historias perdidas, los árboles talados y los ataques no intencionados se borró de su pensamiento. Cuando volvió a abrir los ojos, tuvo la segunda sorpresa de aquel macabro viaje. Un hombre pasó por su lado camino del aseo. Llevaba barba y unas gafas baratas con cristales de color, pero Chamcha lo reconoció: allí, viajando de incógnito en la clase turista del vuelo AI-420, estaba el superstar desaparecido, la leyenda viva Gibreel Farishta en persona.
«¿Ha dormido bien?» Saladin comprendió que la pregunta iba dirigida a él, y apartó la mirada del gran actor de cine para contemplar al personaje no menos extraordinario que iba sentado a su lado, un inefable americano con gorra de béisbol, gafas de montura metálica y una camisa verde neón sobre la que se retorcían las figuras entrelazadas de dos resplandecientes dragones chinos dorados. Chamcha había eliminado al ente de su campo visual, en un intento de envolverse en un capullo de intimidad, pero la intimidad no era posible.
«Eugene Dumsday, a sus órdenes. —El hombre dragón le tendió una enorme mano colorada—. A las suyas y a las de la Guardia Cristiana.»
Chamcha, atontado por el sueño, movió la cabeza: «¿Es militar?»
«¡Ja! ¡Ja! Sí, señor, podría decirse que sí. Un humilde soldado de a pie del ejército de la Guardia Todopoderosa.» Oh, todopoderosa guardia, pues claro, haberlo dicho. «Yo, señor, soy un hombre de ciencia y mi misión, mi misión y, permítame decirlo, mi privilegio, ha sido visitar su gran nación para combatir la aberración más perniciosa que jamás haya agarrado de los huevos a la imaginación popular.»
«No sé a qué se refiere.»
Dumsday bajó la voz. «Me refiero a la caca del mono, señor. El darwinismo. La herejía evolucionista de Mr. Charles Darwin.» Su tono hacía evidente que el nombre del atormentado Darwin, obsesionado por Dios, le resultaba tan repulsivo como el de cualquier demonio de cola hendida, Belcebú, Asmodeo o el propio Lucifer. «He prevenido a sus compatriotas contra Mr. Darwin y sus obras —le confió Dumsday—. Con mi exposición asistida de cincuenta y siete diapositivas personales. Últimamente, señor mío, hablé en el banquete del Día del Entendimiento Mundial del Rotary Club de Cochin, Kerala. Hablé de mi país, de su juventud. Yo la veo perdida, señor. La juventud de América; yo veo que, en su desesperación, recurre a los narcóticos e, incluso, porque yo soy un hombre que habla claro, a las relaciones sexuales prematrimoniales. Y yo lo dije entonces y se lo digo ahora. Si yo pensara que mi tatarabuelo había sido un chimpancé yo estaría también bastante deprimido.»
Gibreel Farishta estaba sentado al otro lado del pasillo, mirando por la ventanilla. Empezaba la película y se bajaban las luces. La mujer del niño seguía de pie, arriba y abajo, quizá para que el chiquitín no llorase. «¿Y cómo le fue?», preguntó Chamcha, comprendiendo que tenía que decir algo.
Su vecino titubeó. «Me parece que el sistema de sonido se averió —dijo al fin—. Es lo que yo pienso, o ¿por qué habían de ponerse esas buenas gentes a hablar entre sí, de no creer que yo había terminado?»
Chamcha se sintió un poco avergonzado. Él pensaba que, en un país de fervorosos creyentes, la idea de que la ciencia era la enemiga de Dios tenía que ejercer una fácil atracción; pero el aburrimiento de los rotarios de Cochin le demostraba que estaba equivocado. A la luz parpadeante de la película, Dumsday, con su voz de buey inocente, siguió poniéndose en evidencia, completamente ajeno a lo que hacía. Al término de un paseo por el magnífico puerto natural de Cochin, al que Vasco da Gama llegó en busca de especias, con lo que puso en marcha toda esa ambigua historia del Este y el Oeste, Mr. Dumsday fue abordado por un mocoso con pssts y hey-mister-okays. «¡Eh, usted, yes! ¿Quiere hachís, sahib? Eh, misteramérica, Yes, unclesam, ¿quiere opio, calidad insuperable, del más caro? Okay, ¿quiere cocaína?
Saladin empezó a reír por lo bajo, sin poder contenerse. Aquello debía de ser la venganza de Darwin: si Dumsday consideraba al pobre Charles, tan pacato y Victoriano él, responsable de la cultura americana de la droga, qué ironía que él fuera visto en todo el globo como representante de la misma ética contra la que tan denodadamente batallaba. Dumsday le miró con dolorido reproche. Duro sino el del americano en el extranjero que no sospecha por qué suscita tanta hostilidad.
Después de que aquella risita involuntaria escapara de labios de Saladin, Dumsday se sumió en un sopor, taciturno y ofendido, dejando a Chamcha con sus propios pensamientos. ¿Debía considerarse la película de a bordo como una mutación de la forma especialmente vil y casual, que al fin sería extinguida por la selección natural, o representaba el futuro del cine? Un futuro de películas de estrambóticas peripecias eternamente protagonizadas por Shelley Long y Chevy Chase era insoportable, una visión del infierno... Chamcha empezaba a cerrar los ojos otra vez cuando se encendieron las luces, la película se detuvo y la ilusión del cine fue sustituida por la de estar contemplando el telediario cuando cuatro figuras armadas empezaron a correr por los pasillos.


*    *    *


Los pasajeros fueron retenidos en el avión secuestrado durante ciento once días, encallados en una pista inundada de una luz trémula y rutilante, en torno a la cual se estrellaban las grandes olas de arena del desierto, porque uno de los cuatro secuestradores, tres hombres y una mujer, había obligado al piloto a aterrizar y nadie podía decidir qué había que hacer con ellos. No habían aterrizado en un aeropuerto internacional, sino en una pista para jumbos, capricho extravagante del jeque local, construida en su oasis favorito, al que ahora conducía también una autopista de seis carriles muy popular entre hombres y mujeres solteros, que paseaban por su ancha vastedad en coches lentos, mirándose por las ventanillas con ojos hambrientos..., pero una vez hubo aterrizado el 420, la autopista se llenó de vehículos acorazados, camiones y grandes coches negros con banderas. Y mientras los diplomáticos discutían lo que debía hacerse con el avión, si asaltar o no asaltar, mientras trataban de decidir entre transigir o mantenerse firmes a expensas de vidas ajenas, una gran quietud envolvió el avión y no tardaron en empezar los espejismos. Al principio había acción a un ritmo constante, mientras el cuarteto secuestrador se mostraba electrizado, frenético, ansioso de apretar el gatillo. Son los peores momentos, pensó Chamcha, mientras los niños gritaban y el miedo se extendía como una mancha; ahora es cuando todos podríamos saltar por los aires. Luego, la situación quedó controlada: eran tres hombres y una mujer, todos altos, ninguno enmascarado, todos guapos; ellos también eran actores, ahora eran estrellas, estrellas fugaces, y tenían nombres artísticos. Dara Singh Buta Singh Man Singh. La mujer era Tavleen. La mujer del sueño era anónima, como si la imaginación del sueño de Chamcha no tuviera tiempo para seudónimos; pero, al igual que ella, Tavleen hablaba con acento canadiense, meloso, con esas oes delatoras redondas. Cuando el avión hubo aterrizado en el oasis de Al-Zamzam los pasajeros, que observaban a sus captores con la atención obsesiva con que una mangosta pasmada mira a una cobra, comprendieron que en la belleza de los tres hombres había un algo narcisista, un romántico amor al peligro y a la muerte que les hacía aparecer con frecuencia en las puertas del avión, mostrando el cuerpo a los francotiradores profesionales que debían de estar apostados entre las palmeras del oasis. La mujer se abstenía de esta frivolidad y parecía hacer un esfuerzo para no reprender a sus colegas. Ella parecía ajena a su propia belleza, lo que la hacía la más peligrosa de los cuatro. Saladin tenía la impresión de que los chicos eran muy delicados, muy pagados de sí mismos, para estar dispuestos a mancharse las manos de sangre. Les costaría trabajo matar; ellos hacían esto para salir por televisión. Pero Tavleen estaba allí trabajando. Él no apartaba la mirada de ella. Los chicos no saben, pensó. Ellos quieren comportarse como los secuestradores del cine y de la televisión; en realidad, están imitando una imagen tosca de sí mismos, son gusanos que devoran su propia cola. Pero ella, la mujer, sabe... Mientras Dara, Buta y Man Singh se pavoneaban y hacían cabriolas, ella se quedó quieta, volvió la mirada hacia el interior, e hizo que los pasajeros se quedaran tiesos de miedo.
¿Qué querían? Nada nuevo. Una patria independiente, libertad religiosa, libertad de presos políticos, justicia, rescate y salvoconducto al país que ellos eligieran. Muchos de los pasajeros llegaron a simpatizar con ellos, a pesar de que se encontraban bajo constante amenaza de ejecución. Si vives en el siglo veinte, no te cuesta trabajo verte retratado en quienes, más desesperados que tú, tratan de modelarlo a su voluntad.
Después de aterrizar, los secuestradores liberaron a todos los pasajeros menos a cincuenta, que consideraban era el número máximo que podían vigilar cómodamente. Las mujeres, los niños y los sikhs pudieron marchar. Resultó que Saladin era el único miembro de la compañía Prospero Players que no recuperó la libertad; pero sucumbió a la lógica perversa de la situación y, en lugar de sentirse afligido por verse prisionero, se alegraba de perder de vista a sus mal educados colegas; a paseo la chusma, pensó.
Eugene Dumsday, el científico creacionista, se sintió incapaz de aceptar la idea de que los secuestradores no fueran a liberarlo a él. Se puso en pie, oscilando a su gran altura como un rascacielos en un huracán, y empezó a gritar incoherencias histéricamente. Un hilo de saliva le caía por las comisuras de los labios y él la lamía con lengua febril. Bueno, un momento, canallas, ya está bien, ya está bien, peroqué, peroaquién se le ocurre, etcétera; preso en su pesadilla de vigilia, siguió babeando y babeando hasta que uno de los cuatro, evidentemente la mujer, se le acercó y le partió la mandíbula con la culata del rifle. Y, lo que es peor, el baboso Dumsday en aquel momento se lamía los labios cuando se le cerraron violentamente los maxilares, cercenándole la lengua, que fue a parar al pantalón de Saladin Chamcha, seguida rápidamente de su antiguo propietario. Eugene Dumsday cayó deslenguado e inconsciente en brazos del actor.
Eugene Dumsday consiguió la libertad a trueque de perder la lengua; el persuasor consiguió persuadir a sus captores entregando su instrumento de persuasión. Ellos no estaban para cuidar a un herido, con riesgo de gangrena, etcétera, por lo que él siguió al éxodo del avión. En aquellas primeras horas de revuelo, Saladin Chamcha no hacía más que pensar en cuestiones de detalle, si son rifles automáticos o metralletas, cómo subieron todo ese material a bordo, en qué partes del cuerpo se puede recibir una bala sin morirse, qué asustados deben de estar esos cuatro, qué conscientes de su propia muerte... Una vez se marchó Dumsday, esperaba quedarse solo, pero en la butaca que había dejado el creacionista se sentó un hombre diciendo: con permiso, yaar, pero en estas circunstancias uno necesita compañía. Era la estrella de cine, Gibreel.


*    *    *


Después de los primeros días de nervios en tierra, durante los cuales los tres enturbantados secuestradores se acercaban peligrosamente a los límites de la locura, gritando a la noche del desierto canallas, venid a cogernos o, también, ay, dios, ay, dios, ahora nos mandan a los jodidos comandos, esos cabrones americanos, yaar, esos ingleses gilipollas —momentos durante los cuales los restantes rehenes cerraban los ojos y rezaban, porque cuando más miedo tenían era cuando los secuestradores daban señales de debilidad—, se instaló una cierta rutina que empezaba a parecer lo normal. Dos veces al día, un solitario vehículo llevaba comida y bebida al Bostan y la depositaba en la pista. Los mismos rehenes tenían que subir las cajas, mientras los secuestradores los observaban desde el avión. Aparte de esta visita diaria, no había contacto con el mundo exterior. La radio había enmudecido. Era como si el incidente hubiera sido olvidado, como si fuera tan vergonzoso que lo hubieran borrado. «¡Esos canallas nos dejan que nos pudramos!», exclamó Man Singh, y los rehenes le hicieron coro con brío: «¡Hijras! ¡Chootias! ¡Mierdas!» Estaban envueltos en calor y silencio y ahora, en los rincones, empezaban a brillar con luz trémula los espectros. El más nervioso de los rehenes, un joven con perilla y el pelo rizado y muy corto, se despertó un amanecer chillando de miedo porque había visto un esqueleto cabalgando en un camello por las dunas. Otros veían globos de colores suspendidos del aire u oían batir alas gigantescas. Los tres secuestradores varones cayeron en una sombría melancolía fatalista. Un día Tavleen los llamó a una conferencia al extremo del avión. Los rehenes oyeron voces airadas. «Ella les dice que tienen que presentar un ultimátum —dijo Gibreel Farishta a Chamcha—. Que uno de nosotros tiene que morir o algo así.» Pero cuando los tres hombres volvieron, Tavleen no iba con ellos, y ahora en su mirada, además de desánimo había bochorno. «Han perdido las agallas. Ya no pueden seguir adelante —susurró Gibreel—. ¿Y ahora qué puede hacer nuestra Tavleen bibi?. Nada. Se acabó la historia.» Lo que ella hizo:
A fin de demostrar a sus cautivos, y también a sus compañeros secuestradores, que la idea del fracaso, de la rendición, nunca debilitaría su decisión, salió de su momentáneo retiro en el salón de primera clase y se quedó de pie delante de ellos, como una azafata que fuera a hacer una demostración de medidas de seguridad. Pero en lugar de ponerse un chaleco salvavidas y levantar la boquilla del soplador, etcétera, se levantó rápidamente la chilaba negra, que era su única prenda de vestir, y les mostró su cuerpo desnudo convertido en verdadero arsenal para que todos pudieran ver las granadas que le colgaban como pechos extra, y la gelignita sujeta con adhesivo a sus muslos, como lo estaba en el sueño de Chamcha. Luego volvió a ponerse la túnica y dijo en su voz suave y oceánica: «Cuando una gran idea nace al mundo, una gran causa, se le formulan ciertas preguntas cruciales —murmuró—. La Historia nos pregunta: ¿qué clase de causa somos? ¿Somos inflexibles, absolutos, fuertes o nos mostraremos esclavos del tiempo, gentes que hacen concesiones y claudican?» Su cuerpo había dado la respuesta.
Pasaban los días. Las circunstancias de su cautiverio, en aquel espacio reducido y tórrido, a un tiempo íntimo y distante, hacían que Saladin Chamcha deseara discutir con la mujer; la inflexibilidad también puede ser monomanía, quería decirle, puede ser tiranía y también puede ser debilidad, mientras que lo flexible también puede ser humano y lo bastante fuerte para perdurar. Pero, desde luego, no dijo nada y se sumió en el torpor de los días. Gibreel Farishta descubrió en la bolsa del asiento de delante un folleto escrito por el ausente Dumsday. Para entonces, Chamcha había advertido el empeño con el que el astro de cine se resistía al sueño, por lo que no fue sorprendente verle recitar y aprender de memoria el folleto del creacionista, mientras sus pesados párpados se iban cerrando y cerrando hasta que él los obligaba a abrirse. El folleto argüía que incluso los científicos se afanaban en reinventar a Dios, que una vez hubieran demostrado la existencia de una fuerza única unificada de la que el electromagnetismo, la gravedad y las fuerzas grandes y pequeñas de la nueva física no eran sino aspectos, avatares, como si dijéramos, o ángeles, entonces qué tendríamos sino la cosa más antigua de todas, un ente supremo que controlaba toda la creación... «Mira, lo que nuestro amigo dice es que, puestos a elegir entre un tipo de campo de fuerza abstracto y el Dios vivo y real, ¿con cuál te quedarías? Interesante, ¿no? A una corriente eléctrica no puedes rezarle. No tiene objeto pedir a una onda la llave del paraíso. —Cerró los ojos y luego volvió a abrirlos con vehemencia—. Todo son malditas bobadas — dijo secamente—. Me pone enfermo.»
Después de los primeros días, Chamcha ya no notaba el mal aliento de Gibreel, porque en aquel mundo de sudor y miedo nadie olía mucho mejor. Pero era imposible no fijarse en su cara, en la que los grandes círculos púrpura de su vigilia rodeaban sus ojos como grandes tiznaduras de aceite. Hasta que, agotadas sus fuerzas, se derrumbó en el hombro de Saladin y durmió cuatro días de un tirón.
Cuando despertó, vio que Chamcha, con ayuda del rehén de la perilla y aspecto ratonil, un tal Jalandri, le había colocado en una fila de asientos del bloque central. Fue al aseo y estuvo orinando doce minutos. Al volver tenía mirada de terror. Se sentó otra vez al lado de Chamcha, pero no decía palabra. Dos noches después, Chamcha le oyó resistirse nuevamente al sueño. O, mejor dicho, a los sueños.
«El décimo pico más alto del mundo —le oyó murmurar Chamcha— es el Xixabangma Geng, ocho mil trece metros. El noveno, el Annapurna, ocho mil setenta y ocho. —O empezaba por el otro extremo—: Primero, el Chomolungma, ocho mil ochocientos cuarenta y ocho. Dos, el K2, ocho mil seiscientos once. Kanchenjunga, ocho mil quinientos noventa y ocho. Makalu, Dhaulagiri, Manaslu, Nanga Parbat, metros ocho mil ciento veintiséis.»
«¿Cuentas los picos de más de ocho mil metros para dormir? —preguntó Chamcha—. Son más grandes que las ovejas, pero menos numerosos.» Gibreel Farishta lo miró, furioso; luego, inclinó la cabeza; tomó una decisión. «No para dormir, amigo. Para estar despierto.»


Fue entonces cuando Saladin Chamcha descubrió por qué Gibreel Farishta empezaba a tener miedo de quedarse dormido. Todo el mundo necesita a alguien con quien hablar, y Gibreel no había hablado con nadie de lo que ocurrió después de que comiera cerdos impuros. Los sueños empezaron aquella misma noche. En aquellas visiones, él estaba siempre presente, no como él mismo, sino como su homónimo, y no interpretando el papel, compa, sino que yo soy él y él es yo, yo soy el recondenado arcángel, Gibreel en persona, tamaño jodidamente natural.
Compa. Al igual que a Zeenat Vakil, a Gibreelle le hacía gracia que Chamcha se hubiera acortado el nombre. «Bhai, tú, qué risa. De verdad que tiene gracia. O sea que en inglés eres Chamcha. Pues muy bien. En lugar de mi compañero de viaje, serás mi compa. Será nuestro chistecito particular.» Gibreel Farishta poseía el don de no ver cuándo enfurecía a las personas. Saladin odiaba los motes. Pero no podía hacer nada. Odiar, lo único.
Tal vez fuera por el mote o tal vez no, lo cierto es que a Saladin las revelaciones de Gibreel le parecieron patéticas e incongruentes. ¿Qué tenía de particular que en sueños se viera como un arcángel? Los sueños pueden hacer cualquier cosa. ¿Revelaba algo más que una trivial especie de egomanía? Pero Gibreel sudaba de miedo. «La cuestión es que cada vez que me duermo el sueño continúa donde quedó. El mismo sueño en el mismo sitio. Como si alguien parase el vídeo mientras yo estoy fuera de la habitación. O, o... O como si el que estuviera despierto fuera el otro, y ésta es la verdadera pesadilla. Como si nosotros fuéramos su recondenado sueño. Aquí. Todo esto.» Chamcha le miraba fijamente. «Sí, es una locura, tienes razón», dijo. «Quién sabe si duermen los ángeles, y no digamos si sueñan. Esto parece una locura. ¿Tengo razón o no?»
«Sí; parece que estás loco.»
«Entonces, ¿qué diantre está pasando dentro de mi cabeza?


*    *    *


Cuanto más tiempo pasaba sin dormir, más locuaz se volvía. Empezó a obsequiar a los rehenes, los secuestradores y también a la maltrecha tripulación del vuelo 420 —aquellas azafatas antes tan desdeñosas y el flamante personal de la cabina de vuelo, que ahora estaban lúgubres y machucados en un rincón del avión y que incluso habían perdido su anterior entusiasmo por unas interminables partidas de rummy—, obsequiarles, decía, con sus teorías de la reencarnación a cual más excéntrica, comparando su estancia en la pista próxima al oasis de Al-Zamzam con un segundo período de gestación, diciendo a todo el mundo que estaban todos muertos para el mundo y en fase de ser regenerados, creados de nuevo. Esta idea parecía animarle bastante, pero hizo que muchos de los rehenes desearan darle una paliza, y se subió de pie a una butaca para explicar que el día de su liberación sería el día de su renacimiento, optimismo que tuvo la virtud de calmar a su auditorio. «Extraño pero cierto —exclamó—. Ése será el día cero y puesto que todos naceremos a la vez, a partir de entonces todos tendremos la misma edad para el resto de nuestra vida. ¿Cómo se llama a los cincuenta hijos que nacen de un solo parto? Sabe Dios. Cincuentillizos. ¡Maldición!»
Para el enloquecido Gibreel, la reencarnación era un término bajo el que se amalgamaban muchas ideas: el Ave Fénix que surge de las cenizas, la Resurrección de Jesucristo, la transmigración, en el instante de la muerte, del alma del Dalai Lama en el cuerpo de un recién nacido..., cosas que se confundían con los avatares de Vishnu, las metamorfosis de Júpiter, que imitó a Vishnu y adoptó la forma de un toro, etcétera, incluyendo, naturalmente, la progresión de los seres humanos por sucesivos ciclos de vida, ora como cucarachas, ora como reyes, hasta la dicha del no volver. Para volver a nacer, tienes que morir. Chamcha no se molestó en protestar que, en la mayoría de los ejemplos que ponía Gibreel en sus soliloquios, la metamorfosis no exigía la muerte; se había entrado en la nueva carne por otras vías. Gibreel, en su alto vuelo, moviendo los brazos como imperiosas alas, no soportaba interrupciones. «Lo viejo debe morir, atended al mensaje, o lo nuevo no podrá ser lo que sea.»
A veces, la perorata acababa con llanto. Farishta, extenuado, perdía la serenidad y apoyaba la cara, sollozando, en el hombro de Chamcha y éste —el cautiverio prolongado erosiona cierta reserva en el cautivo— le acariciaba la mejilla y le daba un beso en el pelo. Vamos, vamos, vamos. Otras veces, podía más la irritación. La séptima vez que Farishta citó al castaño de Gramsci, Saladin gritó indignado: Quizás eso mismo esté ocurriéndote a ti, bocazas; tu viejo yo se está muriendo y ese ángel de tus sueños trata de encarnarse en ti.


*    *    *


«¿Quieres saber algo realmente raro? —Gibreel, al cabo de ciento un días, ofrecía más confidencias a Chamcha—. ¿Quieres saber por qué estoy aquí? —De todos modos, se lo dijo—: Por una mujer. Sí, señor. Por el jodido gran amor de mi jodida vida. Con la que he pasado en total tres días y medio. ¿No demuestra eso que estoy realmente majareta? ¿Qué dices, compa, viejo Chamcha?»
Y: «¿Cómo explicártelo? Tres días y medio de eso, ¿cuánto tiempo necesitas para saber que ha ocurrido lo mejor de todo, la cosa más profunda, el momento de la verdad? Te lo juro, cuando la besé, saltaron condenadas chispas, yaar, créelo o no, ella dijo que era electricidad estática de la moqueta, pero yo he besado a muñecas en habitaciones de hotel antes y aquello fue lo auténtico, lo grande. Jodidas descargas eléctricas, tú, tuve que dar un salto atrás, con un calambre.»
No tenía palabras para describirla, aquella mujer de hielo de la montaña, para expresar lo que había sido aquel momento en que su vida quedó hecha pedazos a sus pies y ella se convirtió en el significado de su vida. «Tú no lo entiendes —renunció—. Será que tú nunca encontraste a una persona por la que cruzarías el mundo, por la que lo dejarías todo plantado y tomarías un avión. Ella subió al Everest, tú. Veintinueve mil dos pies, o quizá veintinueve mil ciento cuarenta y uno. Hasta la misma cima. ¿Imaginas que no había de subirme a un jumbo por una mujer como ella?»
Cuanto más se empeñaba Gibreel Farishta en explicar su obsesión por Alleluia Cone, la escaladora, con más empeño trataba Saladin de evocar el recuerdo de Pamela, pero ella se le resistía. Al principio quien le visitaba era Zeeny, su sombra, y, al cabo de un tiempo, nadie. La pasión de Gibreel empezó a poner a Chamcha frenético de indignación y frustración, pero Farishta no lo notaba, le daba palmadas en la espalda, anímate, compa, ya queda poco.


*    *    *


Al ciento décimo día, Tavleen se acercó a Jalandri, el pequeño rehén de barba de chivo, y le hizo una seña con el dedo. Nuestra paciencia se ha agotado, anunció; hemos enviado vanos ultimátums sin recibir respuesta, ha llegado la hora del primer sacrificio. Ella utilizó esta palabra: sacrificio. Miró a Jalandri a los ojos y pronunció su sentencia de muerte: «Tú serás el primero. Apóstata, traidor, infame.» Ordenó a la tripulación que se preparasen para despegar; no iba a exponerse a que asaltaran el avión después de la ejecución y, con la punta del rifle, empujó a Jalandri hacia la puerta abierta de delante, mientras él chillaba y pedía clemencia. «Esa mujer tiene buena vista —dijo Gibreel a Chamcha—. Es un cut-sird.» Jalandri era su primer objetivo por su decisión de descartar el turbante y cortarse el pelo, con lo cual se había convertido en traidor a su fe, un sirdarji tonsurado. Cut-Sird. Una sentencia de siete letras. Inapelable.
Jalandri se había puesto de rodillas, unas manchas se le extendían por el fondillo de los pantalones. Ella lo arrastraba hacia la puerta agarrándolo del pelo. Nadie se movió. Dura Buta Man Singh volvieron la espalda al cuadro. Él estaba arrodillado de espaldas a la puerta; Tavleen le dio la vuelta, le disparó en la nuca y él cayó al asfalto. La mujer cerró la puerta.
Man Singh, el más joven y nervioso del cuarteto, le gritó: «¿Y ahora adónde vamos? Allí donde vayamos seguro que nos mandan a los comandos. Estamos perdidos.»
«El martirio es un privilegio —dijo ella con suavidad—. Seremos como las estrellas; como el sol.»


*    *    *


La arena cedió paso a la nieve. Europa en invierno, bajo su alfombra blanca que la transformaba, su blancura fantasmagórica relucía en la noche. Los Alpes, Francia, la costa de Inglaterra, rocas blancas que se erguían hasta unos prados blanqueados. Mr. Saladin Chamcha, anticipando ansiosamente la llegada, se caló el bombín. El mundo había redescubierto el vuelo AI-420, el Boeing 747 Bostan. El radar lo seguía; crepitaba la radio. ¿Desean permiso para aterrizar? Pero no se solicitaba permiso. El Bostan volaba en círculo sobre las costas de Inglaterra como una gigantesca ave marina. Gaviota. Albatros. Los indicadores de combustible descendían hacia el cero.
Cuando estalló la pelea, pilló desprevenidos a todos los pasajeros, porque ahora los tres secuestradores masculinos no discutían con Tavleen, no hubo furiosos cuchicheos acerca del combustible ni qué coño te propones, sino un hosco silencio, ni siquiera hablaban entre sí, como si hubieran abandonado toda esperanza, y entonces fue cuando Man Singh perdió la cabeza y fue a por ella. Los rehenes miraban la lucha a muerte, incapaces de sentirse involucrados, porque un extraño distanciamiento de la realidad se había apoderado de todo el avión, una especie de indiferencia, un fatalismo podríamos decir. Los dos cayeron al suelo y ella le clavó el cuchillo en el estómago. Eso fue todo; la rapidez acrecentó la aparente intrascendencia del hecho. Luego, en el instante en que ella se levantó fue como si todo el mundo despertara; todos vieron con claridad que aquella mujer iba en serio, que pensaba llegar hasta el fin: en la mano tenía el cable que conectaba todas las espoletas de todas las granadas que llevaba debajo de la túnica, todos aquellos pechos fatídicos, y aunque en aquel momento Buta y Dura se le echaron encima, ella tiró del cable y las paredes saltaron.
No; muerte, no: nacimiento.






II

MAHOUND




Gibreel, cuando se somete a lo inevitable, cuando, con párpados pesados, se desliza hacia visiones de su peripecia angélica, se cruza con su amante madre que tiene para él un nombre diferente, Shaitan, le llama, Shaitan, ni más ni menos, porque él ha estado enredando con los tiffins que hay que llevar a la ciudad, para almuerzo de los oficinistas, chico travieso, ella corta el aire con la mano, el muy granuja ha puesto recipientes de carne destinados a los musulmanes en las bolsas de los hindúes no vegetarianos y los clientes se han indignado. Diablillo, le reprende, pero luego lo toma en brazos, mi pequeño farishta, los niños ya se sabe, y él la deja atrás mientras sigue hundiéndose en el sueño y creciendo a medida que va cayendo, y aquella caída empieza a parecer una huida, y la voz de su madre flota hasta él desde lo hondo, baba, mira cómo has crecido, qué enorme, ah, ah, palmadas. Él, gigantesco, sin alas, tiene los pies en el horizonte y los brazos alrededor del sol. En los primeros sueños, él ve comienzos: Shaitan, expulsado del cielo, extiende el brazo hacia una rama de la Cosa Suprema, el loto del último confín que está debajo del Trono, pero Shaitan no lo alcanza, cae, plaf. Pero siguió viviendo, no estaba, no podía estar muerto, cantaba desde las profundidades del infierno sus versos suaves y seductores. Oh, las dulces canciones que él cantaba y en las que sus hijas hacían coro diabólico, sí, las tres, Lat Manat Uzza, niñas sin madre que ríen con su abba, que esconden la risa con la mano mirando a Gibreel, ya verás la broma que te reservamos, a ti y al comerciante de la montaña. Pero antes del comerciante hay otras historias, aquí tenemos al arcángel Gibreel mostrando la fuente de Zamzam a Hagar, la egipcia, para que, cuando el profeta Ibrahim la abandone en el desierto con el hijo de ambos, ella pueda beber el agua fresca del manantial y salvar la vida. Y, después, cuando el jurhum ciegue la fuente de Zamzam con barro y gacelas doradas, por lo que estará perdida durante algún tiempo, él volverá a mostrarla, a Muttalib, el de las tiendas escarlata, padre del niño de pelo de plata que, a su vez, engendrará al comerciante. El comerciante: aquí viene ya.
A veces, mientras duerme, Gibreel se siente dormir, fuera del sueño, se siente soñar que sueña, y entonces llega el pánico. Oh, Dios, exclama, Oh, tododiós, aladiós, estoy perdido, pobre de mí. Tengo cascada la sesera, estoy completamente loco, un babuino chiflado, una cabra. Lo mismo que sintió él, el comerciante, la primera vez que vio al arcángel: pensó que estaba pirado, quiso tirarse desde una peña, desde una peña muy alta, una peña en la que crecía un loto desmedrado, una peña tan alta como el techo del mundo.
Ya viene, ya sube por el monte Cone, camino de la cueva. Feliz cumpleaños: hoy cumple cuarenta y cuatro. Pero, aunque allá abajo, a su espalda, la ciudad bulle en fiestas, él sube solo. No hubo para él traje nuevo de cumpleaños, bien planchado y doblado al pie de la cama. Hombre de gustos ascéticos. (¿Qué extraño tipo de comerciante es éste?)
Pregunta: ¿Qué es lo contrario de fe?
No es descreimiento. Excesivamente definitivo, cierto, terminante. En sí es una especie de creencia.
La duda.
En la condición humana; pero ¿y en la angélica? A medio camino entre Aladiós y el homosap, ¿dudaron alguna vez? Sí; un día, desafiando la voluntad de Dios, se escondieron debajo del Trono para murmurar, osaron preguntar cosas prohibidas: antipreguntas. Es lícito que. No podría cuestionarse. Libertad, la vieja anti. Él los calmó, naturalmente, utilizando artes empresariales a lo divino. Los halagó: vosotros seréis los instrumentos de mi voluntad en la tierra, de la salvacondenación del hombre y demás etcétera. Y, en un abrir y cerrar de ojos, fin de la protesta, adelante con las aureolas y vuelta al trabajo. A los ángeles se les apacigua con facilidad; conviértelos en instrumentos y tocarán la música que quieras. Los humanos son más duros de pelar, todo lo dudan, incluso lo que está delante de sus propios ojos. Y detrás de sus ojos. Aquello que, cuando les pesan los párpados, desfila por dentro... los ángeles lo que se dice mucha voluntad no tienen. Voluntad es discrepancia; no sumisión; disensión.
Ya lo sé; discurso de diablo, Shaitan que interrumpe a Gibreel.
¿Yo?


El comerciante: tiene el aspecto que debe tener, frente alta, nariz aguileña, hombros anchos, caderas estrechas. Estatura mediana, taciturno, vestido con dos trozos de lienzo, cada uno de cuatro varas, uno alrededor del cuerpo y el otro sobre el hombro. Ojos grandes, pestañas largas, como de muchacha. Sus pasos pueden parecer muy largos para sus piernas, pero es hombre de pie ligero. Los huérfanos aprenden a ser blancos móviles, andan de prisa, tienen reacciones rápidas, cautela. Sube por entre los espinos y los opabálsamos, saltando pedruscos, es hombre ágil y fuerte, no un usurero fofo. Y, sí, insisto: no abundan los comerciantes que se vayan al desierto, que suban al monte Cone, a veces un mes seguido, únicamente para estar solo.
Su nombre: nombre de sueño, cambiado por la visión. Correctamente pronunciado significa: «aquel para el que gracias deben ser dadas», pero él no atendería; tampoco, aunque él sabe cómo le llaman, cuál es el apodo que le dan en Jahilia, allá abajo —aquel que sube y baja el viejo Coney—. Aquí no es Muhammad ni es MoeHammered, sino que ha adoptado el mote que le colgaron los farangis. Insultos convertidos en blasón: whigs, tories, blacks, todos optaron con orgullo por el nombre que se les daba con desdén. Así también nuestro solitario escalador de montañas con vocación de profeta será el coco medieval que asusta a los niños, sinónimo del diablo: Mahound.
Éste es él. Mahound, el comerciante, que sube su tórrida montaña del Hijaz. A sus pies, brilla al sol el espejismo de una ciudad.


*    *    *


La ciudad de Jahilia está construida toda de arena, sus muros están formados por el desierto en el que se levanta. Es una visión extraña: amurallada, con cuatro puertas, toda ella un milagro realizado por sus ciudadanos que dominan el arte de transformar la fina arena blanca de estas remotas dunas —el mismo símbolo de la inconsistencia, la quintaesencia de lo inconstante, fluido, engañoso, efímero— y, por medio de la alquimia, han hecho de ella el material de su recién inventada permanencia. Este pueblo se encuentra sólo a tres o cuatro generaciones de su pasado nómada, de la época en la que tenía tan poco arraigo como las dunas o creía que el camino era el hogar.
— El emigrante, por el contrario, puede prescindir totalmente del viaje; no es más que un mal necesario; lo que importa es llegar—.
Bien, muy recientemente y como buenos comerciantes que son, los jahilianos se establecieron en la intersección de las rutas de las grandes caravanas y domeñaron las dunas. Ahora la arena sirve a los poderosos mercaderes urbanos. Prensada en adoquines, pavimenta las tortuosas calles de Jahilia; por la noche, llamas doradas arden en braseros de arena bruñida. Hay cristales en las ventanas, en las largas y estrechas ventanas abiertas en las altísimas paredes de arena de los palacios de los comerciantes; en los callejones de Jahilia los carros tirados por asnos avanzan sobre suaves ruedas de silicio. Yo, en mi maldad, a veces imagino que llega por el desierto una ola gigante, un alto muro de agua espumeante y rugiente, una catástrofe líquida llena de barcos crujientes y brazos náufragos, un maremoto que arrasaría estos orgullosos castillos de arena, reduciéndolos a los granos de los que salieron. Pero aquí no hay olas. El agua es la enemiga de Jahilia. Es transportada en cántaros de barro y no puede ser derramada (el código penal señala duros castigos para los infractores) porque dondequiera que cae una gota la ciudad se erosiona alarmantemente. Las casas se inclinan y vacilan. Los aguadores de Jahilia son una necesidad odiosa, parias imprescindibles y, por lo tanto, inexcusables. En Jahilia nunca llueve; en los jardines de silicio no hay fuentes. Unas cuantas palmeras crecen en patios cerrados y sus raíces han de recorrer gran trecho en busca de humedad. El agua de la ciudad procede de arroyos y fuentes subterráneas, una de ellas, la fabulosa Zamzam, situada en el corazón de la concéntrica ciudad de arena, junto a la Casa de la Piedra Negra. Aquí, en Zamzam, un behesti, un despreciado aguador, extrae el fluido vital y peligroso. El aguador tiene nombre: se llama Khalid.
Jahilia, ciudad de comerciantes. El nombre de la tribu es Shark.
En esta ciudad, Mahound, el comerciante-profeta, está fundando una de las grandes religiones del mundo; y en este día, el día de su cumpleaños, ha llegado a la encrucijada de su vida. Una voz le susurra al oído: ¿Qué clase de idea eres tú? ¿Hombre o ratón?
Nosotros conocemos la voz. Ya la oímos una vez.


*    *    *


Mientras Mahound trepa al Coney, Jahilia celebra otro aniversario. En los tiempos antiguos, el patriarca Ibrahim llegó a este valle con Hagar e Ismail, el hijo de ambos. Aquí, en este desierto, la abandonó. Ella le preguntó ¿puede ser esto voluntad de Dios? Y él respondió lo es. Y se marchó, el muy canalla. Desde el principio, los hombres han utilizado a Dios para justificar lo injustificable. Sus designios son insondables, dicen los hombres. No es de extrañar, entonces, que las mujeres se hayan vuelto hacia mí... Pero no nos desviemos; Hagar no era una pécora. Ella tenía confianza: pues entonces él no permitirá que yo muera. Cuando Ibrahim la dejó ella dio de mamar al niño hasta que se quedó sin leche. Luego subió dos montañas, Safa y Marwah, corriendo de una a otra en su desesperación, tratando de descubrir una tienda, un camello, un ser humano. No vio nada. Entonces fue cuando acudió a ella Gibreel y le mostró las aguas de Zamzam. Y Hagar sobrevivió; pero ¿por qué se congregan ahora los peregrinos? ¿Para celebrar que ella se salvara? No, no. Celebran el honor que fue otorgado al valle con la visita de, sí, lo han adivinado, Ibrahim. En el nombre de aquel amante esposo se reúnen, rezan y, sobre todo, gastan.
Hoy Jahilia es toda perfume. Los aromas de Arabia, de Arabia Odorífera, impregnan el aire: bálsamo, cassis, canela, incienso, mirra. Los peregrinos beben el vino de la datilera y pasean por la gran feria de la fiesta de Ibrahim. Y, entre ellos, deambula uno cuyo sombrío ceño se destaca entre la alegre muchedumbre: un hombre alto, con ropas anchas y blancas, casi toda una cabeza más alto que Mahound. Lleva la barba recortada, siguiendo el contorno de su cara de mejillas hundidas y pómulos pronunciados. Camina con el contoneo, con la elegancia terrible del poder. ¿Cómo se llama? Por fin, la visión da su nombre; también lo ha cambiado el sueño. Éste es Karim Abu Simbel, grande de Jahilia, esposo de la feroz Hind. Jefe del consejo de la ciudad, dueño de incalculables riquezas, de los lucrativos templos de las puertas de la ciudad y de muchos camellos, controlador de caravanas y esposo de la mujer más hermosa de la región. ¿Qué había de conmover las ideas de semejante hombre? No obstante, también Abu Simbel se acerca a una encrucijada. Un nombre le roe por dentro, y ya pueden ustedes imaginar cuál es, Mahound, Mahound, Mahound.
¡Qué esplendor el de la feria de Jahilia! Aquí, en amplias tiendas perfumadas, se exhiben especias, hojas de sena, maderas fragantes; aquí están los vendedores de perfume que compiten por las narices, y por las bolsas, de los peregrinos. Abu Simbel se abre paso entre la multitud. Los comerciantes, judíos, monofisitas y nabateos, compran y venden objetos de plata y oro, pesando y mordiendo monedas con diente experto. Aquí hay lino de Egipto y seda de la China; de Basra, armas y grano. Hay juego, y bebida, y baile. Hay esclavos en venta: nubios, anatolios, etíopes. Las cuatro ramas de la tribu de Shark controlan distintos sectores de la feria. Los perfumes y especias, en las Tiendas Escarlata, y los tejidos y cueros, en las Tiendas Negras. El grupo de Pelo de Plata se encarga de los metales preciosos y las espadas. La diversión —dados, danzarinas, vino de palma, hachís y afeem— compete a la cuarta rama, los Dueños de los Camellos Moteados, que también dirigen el mercado de esclavos. Abu Simbel mira al interior de una tienda de danza. Los peregrinos están sentados sosteniendo la bolsa del dinero con la mano izquierda; de vez en cuando una moneda pasa de la bolsa a la palma de la mano derecha. Las danzarinas mueven el vientre y sudan sin apartar la mirada de los dedos de los peregrinos; cuando dejan de correr las monedas, termina la danza. El gran hombre hace una mueca y deja caer el alerón de la tienda.
Jahilia está construida en una serie de desiguales círculos. Sus casas se esparcen hacia el exterior partiendo de la Casa de la Piedra Negra, aproximadamente por orden de riqueza y rango. El palacio de Abu Simbel está en el primer círculo, el más interno; él avanza por una de las sinuosas calles radiales barridas por el viento, por delante de los numerosos videntes de la ciudad que, a cambio del dinero de los peregrinos, trinan, rugen o silban, poseídos por djinnis de pájaros, fieras o serpientes. Le sale al paso, en cuclillas, una hechicera que no ha visto a quién aborda: «¿Quieres cautivar el corazón de una muchacha, mi bien? ¿Quieres tener a tu merced a un enemigo? ¡Prueba mis artes; prueba mis nuditos!» Y levanta una cuerda de nudos, haciéndola oscilar, captador de vidas humanas; pero, al ver a quien tiene delante, deja caer el brazo con desencanto y se aleja refunfuñando entre la arena.
Por todas partes, ruidos y codos. Los poetas declaman, subidos a cajas, y los peregrinos arrojan monedas a sus pies. Hay bardos que recitan versos rajaz cuyo metro tetrasílabo se inspira, según la leyenda, en el paso del camello; otros recitan qasidah, poemas de amantes ingratas, aventuras del desierto, la caza del onagro. Dentro de un día aproximadamente se celebrará el concurso anual de poesía, después del cual los siete mejores versos serán clavados en las paredes de la Casa de la Piedra Negra. Los poetas se preparan para el gran día; Abu Simbel ríe de los cantores que cantan sátiras malévolas y odas vitriólicas encargadas por un jefe contra otro, por una tribu contra su vecina. Y saluda inclinando la cabeza cuando uno de los poetas se sitúa a su lado acomodando el paso, un joven delgado y vivaz de dedos nerviosos. Este hombre, a pesar de su juventud, posee la lengua más temida de toda Jahilia, pero hacia Abu Simbel se muestra casi deferente. «¿Por qué tan preocupado, grande? Si no estuvieras perdiendo el pelo, yo te diría que te lo soltaras.» Abu Simbel esboza su sonrisa oblicua. «Qué reputación la tuya — murmura—. Cuánta fama, incluso antes de que se te caigan los dientes de leche. Cuidado no tengamos que arrancártelos.» Bromea, habla con ligereza, pero incluso la ligereza está aderezada de amenaza, por la magnitud de su poder. El muchacho no se inmuta. Acompasando perfectamente la marcha, responde: «Por cada uno que me arranquéis nacerá otro más fuerte que morderá mejor y hará brotar chorros de sangre más caliente.» El Grande asiente levemente. «Te gusta el sabor de la sangre», dice. El muchacho se encoge de hombros. «La misión del poeta es nombrar lo innombrable, denunciar el engaño, tomar partido, iniciar discusiones, dar forma al mundo e impedir que se duerma.» Y si de los cortes que infligen sus versos brotan ríos de sangre, de ellos se alimentará. Éste es Baal, el satírico.
Pasa una litera con cortinillas; una gran dama de la ciudad que va a ver la feria, transportada a hombros de ocho esclavos anatolios. Abu Simbel toma del brazo al joven Baal con el pretexto de apartarlo del paso y murmura: «Quería verte; permíteme una palabra.» Baal se admira de la habilidad del Grande. Cuando busca a un hombre puede hacer que su presa piense que ha cazado al cazador. Abu Simbel aumenta la presión de su mano; llevándolo del codo, lo conduce hasta el santo de los santos, situado en el centro de la ciudad.
«Tengo que darte un encargo —dice el Grande—. Asunto literario. Yo conozco mis limitaciones; las dotes para la malicia rimada, el arte del insulto métrico están fuera de mi alcance. Tú ya me entiendes.»
Pero Baal, orgulloso y arrogante, se yergue para defender su dignidad. «No está bien que el artista se convierta en servidor del Estado.» La voz de Simbel se suaviza y adquiere una entonación más dulce. «Ah, sí. Pero ponerte a la disposición de asesinos es cosa perfectamente honorable.» En Jahilia hace furor el culto de los muertos. Cuando un hombre muere, las plañideras alquiladas se golpean, se arañan el pecho y se mesan los cabellos. Sobre la tumba se deja morir a un camello desjarretado. Y si el hombre ha sido asesinado, su pariente más próximo hace votos de ascetismo y persigue al asesino hasta que la sangre es vengada con sangre; entonces es costumbre componer una poesía celebrándolo, pero pocos son los vengadores que poseen el don de la versificación. Muchos poetas se ganan la vida escribiendo cantos de asesinato, y existe la creencia general de que el mejor de estos cantores de la sangre es el precoz polemista Baal. Cuyo orgullo profesional le impide ahora sentirse herido por la ironía del Grande. «Es cuestión cultural», responde. Abu Simbel se hace más meloso todavía. «Quizá sí —musita a las puertas de la Casa de la Piedra Negra—. Pero, Baal, reconócelo, ¿no me debes cierta consideración? Los dos servimos, o así lo creía yo, a la misma señora.»
Ahora la sangre huye de las mejillas de Baal; su confianza se resquebraja, se desprende de él como una concha. El Grande, aparentemente ajeno a su confusión, lleva al satirista al interior de la Casa.
En Jahilia se dice que este valle es el ombligo de la tierra; que el planeta, cuando fue creado, empezó a girar en torno a este punto. Adán llegó y vio un milagro: cuatro columnas de esmeralda que sostenían un rubí gigantesco y, debajo de este dosel, una gran piedra blanca, que resplandecía también, como una visión de su propia alma. Adán construyó fuertes muros alrededor de la visión a fin de atarla para siempre a la tierra. Aquella fue la primera Casa. Fue reconstruida muchas veces —una vez, por Ibrahim, después de que Hagar e Ismail se salvaran gracias a la intervención del ángel— y poco a poco, la infinidad de manos de los peregrinos de los siglos oscurecieron la piedra blanca hasta hacerla negra. Luego llegó el tiempo de los ídolos; en los tiempos de Mahound, trescientos sesenta dioses de piedra se apiñaban alrededor de la auténtica piedra de Dios.
¿Qué habría pensado el viejo Adán? Sus propios hijos están aquí ahora: el coloso de Hubal, enviado por los amalecitas de Hit, se yergue sobre el pozo del tesoro, Hubal, el pastor, el pálido creciente de luna, y el torvo y peligroso Kain, que es el menguante, herrero y músico; también él tiene sus devotos.
Hubal y Kain contemplan desde su altura al Grande y al poeta que pasean. Y el protoDionisos nabateo, El-de-Shara; y Astarté, lucero del alba, y el saturnino Nakruh. Aquí está Manaf, el dios sol. ¡Mira, ahí aletea el gigantesco Nastr, el dios águila! Mira a Quzah, que sostiene el arco iris... No es esto una inundación de dioses, una riada de piedra, para alimentar la gula de los peregrinos, para saciar su sed profana. Estas deidades, para atraer a los viajeros, vienen —al igual que los peregrinos— de muy lejos. También los ídolos son delegados en una especie de feria internacional.
Aquí hay un dios llamado Alá (que significa, simplemente el dios). Pregunta a los jahilianos y ellos reconocerán que este sujeto tiene una especie de autoridad general, pero no es muy popular: un universalista en una época de imágenes especialistas.
Abu Simbel y Baal, que ha empezado a sudar, han llegado a los altares, colocados uno al lado del otro, de las tres diosas más amadas de Jahilia. Se inclinan delante de las tres: Uzza, la de rostro resplandeciente, diosa de la belleza y del amor; la oscura y sombría Manat, la que vuelve la cara, de misteriosos designios, que deja correr arena entre los dedos; la que rige el destino; y, por último, la más importante de las tres, la diosa-madre a la que los griegos llamaban Lato. Ilat la llaman aquí o, con frecuencia, Al-Lat. La diosa. Su mismo nombre la hace oponente e igual de Alá. Lat, la omnipotente. Con súbito alivio en la cara, Baal se arroja al suelo y se prosterna ante ella. Abu Simbel permanece de pie.
La familia de Abu Simbel, Grande de Jahilia —o, para ser exactos, de Hind, su esposa—, controla el célebre templo de Lat, situado en la puerta sur de la ciudad. (También perciben las rentas del templo de Manat, en la puerta este, y del templo de Uzza, en la puerta norte.) Estas concesiones son la base de las riquezas del Grande, por lo que, naturalmente, y Baal así lo comprende, él es siervo de Lat. Y la devoción del poeta por esta diosa es conocida en toda Jahilia. ¡Así que sólo a esto se refería! Temblando de alivio, Baal permanece postrado, dando gracias a su divina patrona. La cual le mira con benevolencia; pero no hay que fiarse de la expresión de una diosa. Baal acaba de equivocarse.
Insospechadamente, el Grande da al poeta un puntapié en los ríñones. Baal, atacado en el momento en que se creía a salvo, chilla y rueda, y Abu Simbel va tras él, sin dejar de dar puntapiés. Se oye el crujido de una costilla al partirse. «Canalla —comenta el Grande con voz suave y afable—. Truhán de voz chillona y testículos pequeños. ¿Pensabas que el sacerdote del templo de Lat se consideraría camarada tuyo por tu pasión de adolescente por la diosa?» Más puntapiés, acompasados, metódicos. Baal llora a los pies de Abu Simbel. La Casa de la Piedra Negra está muy concurrida, pero ¿quién se atrevería a interponerse entre el Grande y su ira? De pronto, el verdugo de Baal se inclina, agarra del pelo al poeta, le levanta la cabeza y le susurra al oído: «Baal, no era ella la señora a la que yo me refería», y entonces Baal profiere un aullido de horrísona autocompasión, porque sabe que su vida va a terminar, va a terminar cuando tiene todavía tanto por conseguir, el infeliz. Los labios del Grande le rozan la oreja. «Excremento de camello asustado —susurra Abu Simbel—, yo sé que tú te acuestas con mi esposa.» Observa con interés que Baal ha adquirido una perceptible erección, irónico monumento a su miedo.
Abu Simbel, el Grande burlado, se levanta, ordena: «De pie» y Baal, perplejo, le sigue al exterior.
Las tumbas de Ismail y de su madre Hagar, la egipcia, están en la fachada noroeste de la Casa de la Piedra Negra, en un recinto rodeado de un muro bajo. Abu Simbel se acerca a esta zona y se para a cierta distancia. En el recinto hay un pequeño grupo de hombres. Están Khalid, el aguador, un vagabundo persa que responde al curioso nombre de Salman y, completando esta trinidad de la escoria, Bilal, el liberado por Mahound, un enorme monstruo negro con una voz acorde con su tamaño. Los tres haraganes están sentados en el muro. «Ese hatajo de inútiles —dice Abu Simbel—, ésos son tus objetivos. Escribe sobre ellos, y también sobre su jefe.» Baal, a pesar del miedo, no puede disimular la incredulidad. «Grande, ¿esos idiotas, esos inmundos payasos? No debes preocuparte por ellos. ¿Piensas acaso que el solitario Dios de Mahound arruinará tus templos? ¿Trescientos sesenta contra uno y va a ganar el uno? Imposible.» Ríe, casi histérico. Abu Simbel permanece sereno: «Guarda tus insultos para tus versos.» Baal no puede contener la risa. «Una revolución de aguadores, inmigrantes y esclavos..., buáa, Grande. Qué miedo.» Abu Simbel mira fijamente al poeta, que no cesa de reír. «Sí — responde—, haces bien en tener miedo. Empieza a escribir, haz el favor, y espero que esos versos sean tu obra maestra.» Baal se derrumba y gime: «Pero será desperdiciar mi, mi pequeño talento...» Entonces ve que ha hablado demasiado.
«Obedece; no tienes elección», son las últimas palabras que le dice Abu Simbel.


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El Grande de Jahilia está repantigado en su dormitorio mientras las concubinas le sirven. Aceite de coco para su pelo pobre, vino para su paladar, lenguas para su deleite. Tiene razón el chico. ¿Por qué temo yo a Mahound? Distraídamente, empieza a contar las concubinas y al llegar a quince abandona, agitando una mano. El chico. Hind seguirá viéndolo, desde luego; ¿qué posibilidades tiene él de resistírsele? Es una debilidad, lo sabe; ve demasiado y tolera demasiado. Él tiene sus apetitos; ¿por qué no va a tener ella los suyos? Mientras sea discreta, y mientras él lo sepa. Él debe saberlo; el conocimiento es su narcótico, su adicción. Él no puede tolerar lo que no conoce, y por esta razón, si no por otra, Mahound es su enemigo, Mahound, con su hatajo de desharrapados. El chico tenía razón al reírse. Él, el Grande de Jahilia, ríe más difícilmente. Al igual que su oponente, es hombre cauto, él camina sigilosamente. Recuerda al grandullón, el esclavo Bilal, al que su amo, a la puerta del templo de Lat, pidió que enumerara los dioses. «Uno», respondió él con su vozarrón musical. Blasfemia que puede castigarse con la muerte. Lo estiraron en la feria, con un pedrusco en el pecho. ¿Cuántos has dicho? Uno, repetía él, uno. Agregaron otro pedrusco al primero. Uno uno uno. Mahound pagó una gran suma al amo y liberó a Bilal.
No, piensa Abu Simbel, el joven Baal se equivoca: ocuparse de estos hombres no es perder el tiempo. ¿Por qué temo yo a Mahound? Por eso: uno uno uno, su aterradora singularidad. Mientras que yo estoy siempre dividido, siempre dos o tres o quince. Incluso puedo apreciar su punto de vista; él es tan rico y próspero como cualquiera de nosotros, como cualquiera de los consejeros, pero, puesto que carece de las adecuadas relaciones familiares, no le hemos ofrecido un lugar en nuestro grupo. Excluido por su orfandad de la buena sociedad mercantil, se siente marginado, cree que no ha recibido lo que merece. Siempre fue un tipo ambicioso. Ambicioso, pero también solitario. No se llega a lo más alto trepando a una montaña en soledad. A no ser, quizá, que allí encuentres un ángel..., sí, eso es. Ahora sé lo que se propone. Pero él a mí no me entendería. ¿Qué clase de idea soy yo? Yo me doblego. Yo me inclino. Yo calculo las probabilidades, arrío velas, manipulo, sobrevivo. Por ello no quiero acusar de adulterio a Hind. Formamos una buena pareja, hielo y fuego. El escudo de su familia, el fabuloso león rojo, la mantícora de muchos dientes. Que juegue con su poeta; entre nosotros nunca hubo relación sexual. Acabaré con él cuando ella haya acabado. Qué mentira tan grande, piensa el Grande de Jahilia mientras se duerme, aquello de que la pluma es más fuerte que la espada.


*    *    *


Las fortunas de la ciudad de Jahilia se hicieron gracias a la supremacía de la arena sobre el agua. En los viejos tiempos, se creía más seguro transportar las mercancías por el desierto que por los mares, en los que en cualquier momento podían atacar los monzones. En aquellos tiempos anteriores a la meteorología estas cosas eran imposibles de predecir. Por esta razón, los caravanserrallos prosperaban. Los productos del mundo iban de Zafar a Saba y de allí a Jahilia y al oasis de Ahrib y hasta Midian, donde vivía Moisés, y de allí a Aqabah y Egipto. De Jahilia partían otras rutas; al Este y Noreste, hacia Mesopotamia y el gran Imperio persa. A Petra y a Palmira, donde Salomón amó a la reina de Saba. Aquéllos eran días prósperos. Pero ahora las flotas que surcan las aguas que rodean la península son más osadas; sus tripulaciones, más diestras; sus instrumentos de navegación, más exactos. Las caravanas de camellos pierden clientela ante los barcos. La nave del desierto y la nave marina, la vieja rivalidad; ahora, la balanza del poder se decanta. Los gobernantes de Jahilia se irritan, pero poco pueden hacer. A veces, Abu Simbel piensa que sólo las peregrinaciones salvan a la ciudad de la ruina. El consejo busca por todo el mundo imágenes de dioses ajenos para atraer a nuevos peregrinos a la ciudad de arena; pero también en esto hay competencia. En Saba se ha construido un gran templo, un santuario que rivalizará con la Casa de la Piedra Negra. Muchos peregrinos son atraídos hacia el Sur, y en la feria de Jahilia disminuyen los visitantes.
Por recomendación de Abu Simbel, los gobernantes de Jahilia han añadido a las prácticas religiosas el tentador y picante aliciente de la disipación. La ciudad se ha hecho famosa por su depravación: antro de juego, burdel, un lugar en el que suenan canciones obscenas y música alocada y estrepitosa. Una vez, varios miembros de la tribu de los sharks fueron muy lejos impulsados por su codicia del dinero de los peregrinos. Los guardianes de la puerta de la Casa empezaron a exigir sobornos a los cansados viajeros; cuatro de ellos, furiosos por lo exiguo de la propina, arrojaron a dos peregrinos por las grandes y empinadas escaleras causándoles la muerte. Esta costumbre fue contraproducente, ya que desanimó a muchos a repetir el viaje... Hoy las peregrinas son raptadas para conseguir rescate o vendidas como concubinas. Pandillas de jóvenes sharks patrullan por la ciudad imponiendo su propia ley. Se dice que Abu Simbel se reúne en secreto con los jefes de las bandas para organizar sus actividades. Éste es el mundo al que Mahound ha traído su mensaje: uno uno uno. En medio de tanta multiplicidad, suena como una palabra peligrosa.
El Grande de Jahilia se incorpora y, de inmediato, las concubinas se acercan para reanudar los untes y masajes. Él las despide agitando la mano y da una palmada. Entra el eunuco. «Lleva un mensaje a casa del kahin Mahound», ordena Abu Simbel. Le pondremos una pequeña prueba. Una contienda justa: tres contra uno.


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Aguador inmigrante esclavo: los tres discípulos de Mahound se lavan en la fuente de Zamzam. En la ciudad de arena, su obsesión por el agua hace de ellos unos excéntricos. Abluciones y más abluciones: las piernas, hasta la rodilla; los brazos, hasta el codo; la cabeza, hasta el cuello. El tronco seco, las extremidades mojadas y el pelo húmedo, ¡qué tipos tan raros! Splish, splosh, lavar y rezar. De rodillas, hundiendo brazos, piernas y cabeza en la ubicua arena y, luego, vuelta a empezar el ciclo de agua y oración. Son blancos fáciles para la pluma de Baal. Su amor al agua es una especie de traición; el pueblo de Jahilia reconoce la omnipotencia de la arena. Se mete entre los dedos de las manos y de los pies, se deposita en las pestañas y se hace costra en los poros. Ellos se abren al desierto: ven, arena, inúndanos de aridez. Así son los jahilitas, desde el primero hasta el último. Son gente de silicio, y ahora entre ellos hay partidarios del agua.
Baal, a distancia —con Bilal no se puede jugar—, los provoca. «Si las ideas de Mahound tuvieran algún valor, ¿creéis que serían aceptadas únicamente por gentuza como vosotros?» Salman apacigua a Bilal: «Debemos sentirnos honrados de que el poderoso Baal se digne atacarnos», sonríe, y Bilal se relaja y desiste. Khalid, el aguador, está inquieto, y cuando ve acercarse la figura corpulenta de Hamza, tío de Mahound, corre ansiosamente hacia él. Hamza, a los sesenta años, todavía es el luchador y el cazador de leones más famoso de la ciudad. No obstante, la verdad es menos gloriosa que los elogios: muchas veces, Hamza ha sido vencido en el combate y salvado por los amigos o por la suerte; rescatado de las fauces de los leones. Él tiene dinero suficiente para hacer que estos detalles no trasciendan. Y la edad, y la supervivencia, imprimen una especie de refrendo en una leyenda marcial. Bilal y Salman se olvidan de Khalid y siguen a Baal. Los tres están nerviosos, son jóvenes.
Todavía no ha vuelto a casa, dice Hamza. Y Khalid, preocupado: Pero si hace horas. ¿Qué estará haciéndole ese canalla, torturándole, empulgueras, látigo? Salman, una vez más, es el más tranquilo: No es el estilo de Simbel, dice; debe de ser algo más taimado, podéis estar seguros. Y Bilal vocifera lealmente: Taimado o no, yo tengo fe en él, en el Profeta. Él no sucumbirá. Hamza se limita a reprochar ligeramente: Oh, Bilal, ¿cuántas veces habré de decírtelo? Conserva tu fe para Dios. El Mensajero sólo es un hombre. La tensión estalla en Khalid: se planta ante el viejo Hamza y pregunta: ¿Quieres decir que el Mensajero es débil? Por más tío que seas... Hamza golpea al aguador sobre una oreja. No le demuestres tu miedo, dice, ni aunque estés medio muerto.
Los cuatro están otra vez lavándose cuando llega Mahound; se arremolinan alrededor de él quiénquéporqué. Hamza se mantiene apartado. «Sobrino, esto no me gusta —dice con su áspera voz de soldado — . Cuando bajas de Coney, hay en ti un resplandor; hoy todo son sombras.»
Mahound se sienta en el brocal del pozo y sonríe. «Me han ofrecido un trato.» ¿Abu Simbel?, grita Khalid. Inconcebible. Recházalo. El leal Bilal le reprende: No sermonees al Mensajero. Naturalmente, él lo ha rechazado. Salman, el persa, pregunta: Qué trato. Mahound sonríe otra vez. «Por lo menos, uno de vosotros quiere enterarse.»
«Es una cosa pequeña —vuelve a empezar—. Un grano de arena. Abu Simbel pide a Alá que le conceda una pequeña gracia.» Hamza ve que está exhausto. Como si hubiera estado peleando con un demonio. El aguador grita: «¡Nada! ¡Ni un adarme!» Hamza le hace callar.
«Si nuestro gran Dios quisiera conceder... él usó esta palabra: conceder... que tres, sólo tres de los trescientos sesenta ídolos de la casa son dignos de adoración...»
«¡No hay más dios que Dios!», grita Bilal. Y sus compañeros hacen coro: «¡Ya, Alá!» Mahound parece enojado. «¿Quieren los fieles oír al Mensajero?» Ellos enmudecen, restregando los pies en el polvo.
«Él pide que Alá reconozca a Lat, Uzza y Manat. A cambio, él garantiza que nosotros seremos tolerados, incluso oficialmente reconocidos; en señal de lo cual yo voy a ser elegido miembro del consejo de Jahilia. Ésta es la oferta.»
Salman, el persa, dice: «Es una trampa. Si tú subes al Coney y luego bajas con semejante Mensaje, él te preguntará cómo conseguiste que Gibreel te hiciera la revelación precisa. Entonces podrá llamarte charlatán y farsante.» Mahound mueve la cabeza. «Tú sabes, Salman, que yo he aprendido a escuchar. Esta manera de escuchar es especial; es también una manera de preguntar. Muchas veces, cuando Gibreel viene, es como si él supiera lo que hay en mi corazón. Casi siempre me da la impresión de que él viene de dentro de mi corazón; de lo más profundo, de mi alma.»
«Puede ser una trampa diferente —insiste Salman—. •Cuánto tiempo hace que recitamos el credo que tú nos diste? No hay otro dios más que Dios. ¿Qué somos nosotros si ahora lo abandonamos? Esto nos debilita, nos hace absurdos. Dejamos de ser peligrosos. Nadie volverá a tomarnos en serio.»
Mahound se ríe, divertido de verdad. «Quizá tú no lleves aquí el tiempo suficiente —dice con amabilidad—. ¿No te has dado cuenta? La gente no nos toma en serio. Cuando yo hablo, nunca hay más de cincuenta personas y la mitad son forasteros. ¿No has leído los pasquines que Baal cuelga por toda la ciudad?» Recita:

Mensajero, escucha atentamente
Tu monofilia,
tu uno uno uno, no es para Jahilia.
Devolver al remitente.

«En todas partes se burlan de nosotros, y tú dices que somos peligrosos», exclama.
Ahora Hamza parece inquieto: «Tú nunca te habías preocupado por sus opiniones. ¿Por qué ahora sí? ¿Por qué, después de hablar con Simbel?»
Mahound mueve la cabeza. «A veces pienso que debo dar facilidades a la gente para que crea.»
Un silencio violento se hace entre los discípulos; intercambian miradas, se revuelven inquietos. Mahound vuelve a gritar: «Todos sabéis lo que ha pasado. Nuestra incapacidad para conseguir conversiones. La gente no quiere renunciar a sus dioses. No quiere, no quiere, no.» Se pone de pie, se aleja de ellos a grandes zancadas, se lava solo, al otro lado del Zam-zam, y se arrodilla para rezar.
«La gente está sumida en la oscuridad —dice Bilal tristemente—. Pero un día verá. Y oirá. Dios es uno.» La pena los embarga a los tres; hasta Hamza está desanimado. Mahound ha sido conmovido y sus seguidores tiemblan.
El se levanta, se inclina, suspira y se acerca a ellos. «Escuchadme todos —dice poniendo un brazo alrededor de los hombros de Bilal, y el otro alrededor de los de su tío—. Escuchad, es una oferta interesante.»
Khalid, que ha quedado fuera del abrazo, interrumpe con resentimiento: «Es una oferta tentadora.» Los otros se horrorizan. Hamza habla dulcemente al aguador: «¿No eras tú, Khalid, el que quería pelearse conmigo hace poco porque suponías erróneamente que cuando yo llamé hombre al Mensajero en realidad le llamaba débil? ¿Y bien? ¿Ahora me toca a mí retarte a pelear?»
Mahound suplica la paz. «Si peleamos no hay esperanza. —Trata de elevar la discusión al plano teológico—. No se trata de que Alá acepte a las tres diosas como iguales. Ni siquiera a Lat. Sólo que se les reconozca una categoría intermedia, menor.»
«De demonios», estalla Bilal.
«No. —Salman, el persa, ha comprendido—. De arcángeles. Simbel es hombre inteligente.»
«Ángeles y demonios —dice Mahound—, Shaitan y Gibreel. Todos nosotros, ya, aceptamos su existencia. Abu Simbel pide que reconozcamos a tres más de esta gran cohorte. Sólo tres, y dice él que todas las almas de Jahilia serán nuestras.»
«¿Y la Casa quedará limpia de imágenes?», pregunta Salman. Mahound responde que esto no fue especificado. Salman mueve la cabeza. «Hace esto para destruirte.» Y Bilal agrega: «Dios no puede ser cuadro.» Y Khalid, casi llorando: «Mensajero, ¿qué dices? Lat, Manat, Uzza... ¡todas son hembras! ¡Por piedad! ¿Es que ahora vamos a tener diosas? Viejas grullas, garzas, brujas?»
Pena tensión fatiga, marcadas profundamente en la cara del Profeta. La cual Hamza, como el soldado que consuela a un compañero herido en el campo de batalla, toma entre las manos. «Nosotros no podemos aclarar esto por ti, sobrino —dice—. Sube a la montaña. Ve a preguntar a Gibreel.»


*    *    *


Gibreel es el durmiente cuyo punto de vista es unas veces el de la cámara y otras el del espectador. Cuando es cámara, el objetivo está siempre en movimiento, él detesta las tomas estáticas, de manera que evoluciona sobre una alta grúa, mirando las figuras de los actores, en escorzo, o desciende bruscamente y se mezcla, invisible, con ellos, girando lentamente sobre los talones, para conseguir una panorámica de trescientos sesenta grados, o quizás intenta una toma móvil siguiendo a Baal y Abu Simbel mientras caminan, o, con la manual, con ayuda de un estabilizador, indaga en los secretos del dormitorio del Grande de Jahilia. Pero casi siempre permanece sentado en el monte Cone, como un espectador de anfiteatro, mirando a Jahilia, su pantalla. Él observa y juzga la acción como cualquier aficionado, goza con las luchas infidelidades crisis morales, pero no hay suficientes chicas para un auténtico éxito, tú, ¿y dónde están las malditas canciones? Hubieran tenido que alargar la escena de la feria, quizá con una actuación especial de Pimple Billimoria en una de las tiendas, moviendo sus famosas domingas.
Y entonces, de repente, Hamza dice a Mahound: «Ve a preguntar a Gibreel», y él, el durmiente, siente que el corazón le da un vuelco del susto, quién, ¿yo? ¿Yo tengo que saber la respuesta? Yo estaba aquí sentado, mirando la película, y ahora ese actor me señala, habráse visto, ¿quién pide al jodido público de una película teológica que les resuelva el condenado argumento? Pero el sueño cambia constantemente y él, Gibreel, ya no es un simple espectador, sino el protagonista, la estrella. Por su antigua debilidad de aceptar demasiados papeles: sí, sí, no sólo interpreta al arcángel, sino también al otro, el comerciante, el Mensajero, Mahound, que, a la que te descuidas, ya está subiendo la montaña. Hay que hacer un montaje primoroso en las escenas en que él hace papel doble. No pueden salir los dos en la misma toma, cada uno tiene que hablar al vacío, a la encarnación imaginaria del otro, y confiar en que la técnica, con tijeras y cinta adhesiva, hará aparecer al ausente o recurrir a una plataforma móvil, lo cual es más exótico, aunque no hay que confundirlo con una alfombra mágica, jaja.
Él ha comprendido: que tiene miedo del otro, del comerciante, ¿no es una tontería? El arcángel, temblando ante el simple mortal. Es verdad: pero es la clase de miedo que experimentas cuando estás en un plató por primera vez y ahí, a punto de entrar, está una de las leyendas vivas del cine; y piensas: voy a hacer el ridículo, me quedaré clavado, muerto, y deseas como un loco estar a la altura. Serás arrastrado por el vendaval de su genio, él puede hacerte quedar bien, como un actor de altos vuelos; pero, si no respondes, lo notarás y, lo que es peor, él también... El miedo de Gibreel, el miedo del personaje creado por su sueño, le hace resistirse a la llegada de Mahound, tratar de demorarla, pero ya viene, no hay duda, y el arcángel contiene la respiración.
Esos sueños en los que te empujan al escenario cuando no tienes que estar en él, no conoces el argumento, no has estudiado un papel, pero hay un teatro lleno que te mira, te mira: eso es lo que él sentía. O el caso verídico de la actriz blanca que interpretaba a una negra en una obra de Shakespeare y al salir a escena se dio cuenta de que llevaba puestos los lentes, ayyy, pero también se había olvidado de teñirse las manos y no podía alzarlas para quitárselos, ayyayyy: eso, también. Mahound viene a mí en busca de una revelación, a pedirme que elija entre alternativas monoteísta y henoteísta, y yo no soy más que un pobre actor idiota que tiene una pesadilla bhaemchud, qué carajo sé yo, yaar, qué puedo decirte, socorro. Socorro.


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Para llegar al monte Cone desde Jahilia tienes que caminar por oscuros desfiladeros en los que la arena no es blanca, no es la arena pura, filtrada hace tiempo por los cuerpos de las holoturias marinas, sino negra y áspera y absorbe la luz del sol. Coney se cierne sobre ti como una fiera imaginaria. Tú subes por su lomo. Dejando atrás los últimos árboles, de flores blancas y hojas gruesas y lechosas, trepas por entre las peñas que se hacen más y más grandes a medida que vas subiendo, hasta que parecen enormes murallas y empiezan a tapar el sol. Los lagartos son azules como sombras. Llegas a la cumbre, Jahilia está detrás de ti y, delante, la inmensidad del desierto. Bajas por el lado del desierto y, unos ciento cincuenta metros más abajo, encuentras la cueva que es lo bastante alta como para que puedas estar de pie y que tiene suelo de milagrosa arena albina. Mientras subes, oyes a las palomas del desierto llamarte por tu nombre, y a las peñas saludarte en tu propia lengua, gritando Mahound, Mahound. Cuando llegas a la cueva, estás cansado, te tiendes y te duermes.


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Pero, una vez ha descansado, él penetra en otra clase de sueño, un duermevela, ese estado que él llama de escucha, y siente un dolor en el vientre, como un tirón, como de algo que quisiera nacer, y ahora Gibreel, que estaba planeando y mirando desde las alturas, se siente confuso, yo quién soy, y en este momento empieza a parecer que el arcángel está realmente dentro del Profeta; yo soy el dolor sordo que le retuerce el vientre, yo soy el ángel que es extrusionado del ombligo del durmiente, yo, Gibreel Faríshta, emerjo mientras Mahound, mi otro yo, yace escuchando, en trance; estoy unido a él, ombligo con ombligo, por un reluciente cordón luminoso; no es posible decir cuál de nosotros sueña al otro. Los dos fluimos en ambas direcciones por el cordón umbilical.
Hoy Gibreel, además de la arrolladora vehemencia de Mahound, siente su propia desesperación: sus dudas. También, que sufre una gran necesidad, pero Gibreel todavía no se sabe el papel... él tiende el oído a la escucha-que-también-es-pregunta. Mahound pregunta: Se les mostraron milagros, pero ellos no creyeron. Ellos vieron que tú venías a mí, a la vista de toda la ciudad, y que me abrías el pecho; vieron cómo lavabas mi corazón en las aguas de Zamzam y volvías a ponerlo dentro de mi cuerpo. Muchos de ellos lo vieron, pero siguen adorando piedras. Y cuando tú viniste de noche y me llevaste volando a Jerusalén y yo planeé sobre la ciudad santa, ¿no volví y se la describí tal como es con toda precisión, hasta el último detalle, para que no pudiera dudarse del milagro, y aun así, ellos seguían acudiendo a Lat? ¿No hice cuanto estaba en mi mano para facilitarles las cosas? Cuando tú me subiste hasta el mismo Trono, Alá impuso a los fieles la dura obligación de rezar cuarenta oraciones al día. En el viaje de regreso, me encontré con Moisés y él dijo la carga es muy pesada, vuelve y pide que te sea reducida. Cuatro veces volví y cuatro veces Moisés dijo demasiadas todavía, vuelve. Pero la cuarta vez Alá había rebajado la obligación a cinco oraciones y yo me negué a volver. Me daba vergüenza suplicar más. En su bondad, Él pide cinco en lugar de cuarenta y aun así ellos aman a Manat, ellos quieren a Uzza. ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo decir?
Gibreel permanece en silencio, vacío de respuestas, canastos, bhai, a mí no me preguntes. La angustia de Mahound es espantosa. Él pregunta: ¿es posible que ellas sean ángeles? Mat, Manat, Uzza... ¿puedo llamarlas angélicas? Gibreel, ¿tú tienes hermanas? ¿Son ellas hijas de Dios? Y él se castiga: Oh, qué vanidad la mía, yo soy un hombre arrogante, ¿es esto debilidad, es un simple sueño de poder? ¿Debo yo traicionarme a mí mismo por un sillón en el consejo? ¿Es esto lo sensato y prudente o es trivial y egoísta? Ni siquiera sé si el Grande es sincero. ¿Lo sabe él? Quizá ni él mismo. Yo soy débil y él es fuerte, la oferta le proporciona muchas formas de arruinarme. Pero también yo tengo mucho que ganar. Las almas de la ciudad, del mundo, ¿no han de valer tres ángeles? ¿Es Alá tan inflexible que no puede acoger a otras tres para salvar a la especie humana? —Yo no sé nada—. ¿Debe ser Dios orgulloso o humilde, regio o sencillo, transigente o in...? ¿Qué clase de idea es Él? ¿Qué clase soy yo?


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A medio camino del sueño o a medio camino del despertar, Gibreel Farishta con frecuencia se siente lleno de resentimiento por la no aparición, en las visiones que le persiguen, de Aquel que se supone sabe todas las respuestas; Él nunca acude, el que se mantuvo alejado cuando yo me moría, cuando yo lo necesitaba necesitaba. Aquel del que siempre se trata, Alá Ishvar Dios. Ausente como siempre mientras nosotros nos retorcemos y sufrimos en su nombre.
El Ser Supremo se mantiene alejado; lo que vuelve constantemente es esta escena: el Profeta en trance, el extrusionado, el cordón luminoso, y luego Gibreel, en su doble papel, está tanto arriba-mirando-abajo como abajo-mirando-arriba. Y, los dos, locos de miedo por la trascendencia de todo ello. Gibreel se siente paralizado por la presencia del Profeta, por su grandeza, piensa no puedo emitir ni un sonido parecería un condenado imbécil. El consejo de Hamza: nunca muestres tu miedo; los arcángeles necesitan estos consejos tanto como los aguadores. Un arcángel tiene que aparentar serenidad, ¿qué pensaría el Profeta si los encumbrados por Dios empezaran a tartamudear de miedo escénico?
Se produce: la revelación. De esta manera: Mahound, todavía en su duermevela, se pone rígido, se le abultan las venas del cuello, se agarra el vientre. No, no es un ataque de epilepsia, no puede explicarse tan fácilmente; ¿qué ataque de epilepsia ha conseguido nunca hacer que el día se convierta en noche, que las nubes se amontonen en el cielo, que el aire se haga irrespirable mientras un ángel, muerto de miedo, planea sobre el doliente, sostenido como una cometa por un cordón de oro? Otra vez el tirón, el tirón y ahora el milagro empieza en sus mis nuestras entrañas, él tira de algo con todas sus fuerzas, obligando a algo, y Gibreel empieza a sentir ese poder, esa fuerza, aquí están, en mi propia mandíbula, moviéndola, abriendo cerrando; y el poder que sale de dentro de Mahound se eleva hasta mis cuerdas vocales y me viene la voz.
No es mi voz yo no conozco estas palabras no soy gran orador nunca lo fui ni lo seré pero no es mi voz es una Voz.
Los ojos de Mahound se abren desmesuradamente, ahora ve una visión, la mira sin pestañear, oh, sí, Gibreel recuerda, me ve a mí. Me ve a mí. Mis labios que se mueven, que son movidos por. ¿Qué, quién? No sé, no sabría decir. No obstante, aquí están ya, ya me salen por la boca, me suben por la garganta, cruzan por entre mis dientes; las Palabras.
Ser el cartero de Dios no es divertido, yaar.
Peroperopero: Dios no está en esta foto.
Sabe Dios de quién habré sido cartero.


*    *    *


En Jahilia esperan a Mahound junto al pozo. Khalid, el aguador, como siempre el más impaciente, corre a la puerta de la ciudad para verle venir. Hamza, como todos los viejos soldados, acostumbrado a la soledad, está en cuclillas, jugando con guijarros. No hay sensación de urgencia; a veces, está fuera varios días o, incluso, semanas. Y hoy la ciudad está casi desierta; todo el mundo ha ido a las grandes tiendas de la feria a oír a los poetas que han de concursar. En el silencio, sólo se oye el ruido de los guijarros de Hamza y el arrullo de una pareja de palomas torcaces, visitantes llegadas del monte Cone. Entonces oyen los pasos que corren.
Llega Khalid, sin aliento, desolado. El Mensajero ha regresado, pero no viene a Zamzam. Ahora todos están de pie, perplejos por este desvío de la costumbre. Los que esperaban con palmas y estelas preguntan a Hamza: ¿Entonces, no habrá Mensaje? Pero Khalid, que todavía no ha recobrado el aliento, mueve la cabeza. «Creo que lo habrá. Él tiene el aspecto de cuando recibe la Palabra. Pero no me ha hablado, sino que ha ido hacia la feria.»
Hamza toma el mando, anticipándose a la discusión, y abre la marcha. Los discípulos —se han reunido unos veinte— le siguen hacia los burdeles de la ciudad con expresiones de virtuosa repugnancia. Hamza es el único que parece contento de ir a la feria.
Encuentran a Mahound plantado delante de las tiendas de los Dueños de los Camellos Moteados, con los ojos cerrados, aprestándose a la tarea. Ellos preguntan con ansiedad; él no contesta. Al cabo de unos momentos, entra en la tienda de la poesía.


*    *    *


Dentro de la tienda, el auditorio saluda con burlas la llegada del impopular profeta y de sus tristes seguidores. Pero a medida que Mahound, con los ojos firmemente cerrados, avanza entre la gente, se apagan los abucheos y silbidos y se hace el silencio. Mahound no abre los ojos ni un momento, pero su paso es firme y llega al estrado sin tropezar ni chocar. Sube los pocos peldaños hacia la luz; todavía tiene los ojos cerrados. Los poetas líricos, autores de elegías de asesinatos, versificadores de relatos y comentaristas satíricos allí reunidos —Baal está presente, desde luego—, miran con sorna pero también con cierta inquietud al sonámbulo Mahound. Sus discípulos tratan de abrirse paso entre la muchedumbre. Los escribas pugnan entre sí por situarse cerca de él y escribir todo lo que diga.
El Grande Abu Simbel descansa sobre almohadones en una alfombra de seda colocada junto al estrado. A su lado, resplandeciente de áureos collares egipcios, está Hind, su esposa, la de famoso perfil griego y cabellera negra tan larga como su cuerpo. Abu Simbel se levanta y grita a Mahound: «Bien venido. —Es todo urbanidad—. Bien venido, Mahound, el vidente, el kahin.» Es una pública muestra de respeto e impresiona a la multitud. Los discípulos del Profeta ya no reciben empujones, sino que se les permite pasar. Desconcertados, complacidos sólo a medias, llegan a la primera fila. Mahound habla sin abrir los ojos.
«Ésta es una reunión de muchos poetas —dice con voz clara—, y yo no puedo pretender ser uno de ellos. Pero yo soy el Mensajero, y os traigo versos de Uno que es más grande que todos los que están aquí reunidos.»
El público se impacienta. La religión, para el templo; aquí tanto los jahilitas como los peregrinos han venido a divertirse. ¡Que se calle! ¡Fuera! Pero Abu Simbel vuelve a hablar: «Si tu Dios te ha hablado realmente, entonces todo el mundo debe escuchar.» Y al instante en la gran tienda se hace silencio absoluto.
«La Estrella —grita Mahound, y los escribas empiezan a escribir.
»¡En el nombre de Alá, el Misericordioso, el Compasivo!
»Por la Pléyade en su ocaso: Tu compañero no está en el error; tampoco se ha desviado.
«Tampoco hablan por él sus deseos. Es una revelación que ha sido hecha: un poderoso le ha hablado.
»Él estaba en el alto horizonte: el señor de la fuerza. Entonces se acercó, se acercó hasta una distancia menor que la longitud de dos arcos y reveló a su siervo lo que ha sido revelado.
»El corazón del siervo era sincero cuando vio lo que vio. ¿Os atreveréis vosotros a dudar de lo que fue visto?
»Yo lo vi también en el loto del último confín, cerca del cual se encuentra el Jardín del Reposo. Cuando el árbol fue cubierto por su manto, mi ojo no se apartó, ni mi mirada se desvió; y yo vi algunas de las grandes señales del Señor.»
Al llegar a este punto, sin asomo de vacilación ni duda, recita otros dos versos.
«¿Habéis pensado en Lat y Uzza, y en Manat, la tercera, la otra? —Después del primer verso, Hind se pone en pie; el Grande de Jahilia ya está muy erguido. Y Mahound, con ojos amordazados, recita—: Ellas son aves preeminentes, y su intercesión es verdaderamente deseable.»
Mientras la algarabía —exclamaciones, vivas, gritos de devoción a la diosa Al-Lat— crece y estalla dentro de la tienda, la congregación, atónita, contempla el doblemente sensacional espectáculo del Grande Abu Simbel que pone los pulgares sobre los lóbulos de las orejas, abre las manos y profiere en voz alta la fórmula: «Allahu Akbar.» Después de lo cual cae de rodillas y, deliberadamente, toca el suelo con la frente. Hind, su esposa, le imita inmediatamente.
Khalid, el aguador, lo ha visto todo desde la puerta de la tienda. Ahora mira con horror cómo todos los reunidos, tanto la multitud de la tienda como los que la rebosan, empiezan a arrodillarse, una fila tras otra, con una ondulación de agua que parte de Hind y el Grande, como si ellos fueran las piedras arrojadas a un lago; hasta que toda la congregación, los de fuera y los de dentro, están de rodillas, trasero al aire, ante el Profeta de los ojos cerrados que ha reconocido a las divinidades patronas de la ciudad. El mismo Mensajero permanece de pie, reacio a unirse al coro de devociones. El aguador rompe a llorar y huye hacia el desierto corazón de la ciudad de las arenas. Al correr, funde el suelo con sus lágrimas como si contuvieran poderoso ácido corrosivo.
Mahound permanece inmóvil. En las pestañas de sus ojos cerrados no se detecta ni rastro de humedad.


*    *    *


En aquella noche del desolador triunfo del comerciante en la tienda de los descreídos, se producen ciertos asesinatos para cuya terrible venganza la primera dama de Jahilia esperará años.
Hamza, el tío del Profeta, regresa a casa, solo, con la cabeza gris inclinada al crepúsculo de aquella triste victoria cuando oye un rugido y, al levantar la mirada, ve un gigantesco león escarlata que se dispone a saltar sobre él desde las altas almenas de la ciudad. Él conoce esta fiera, esta fábula. La iridiscencia de su anca escarlata se confunde con el resplandor trémulo de las arenas del desierto. Por sus fauces exhala el horror de los lugares solitarios de la tierra. Escupe pestilencia y cuando los ejércitos se aventuran por el desierto él los consume por completo. A la última luz azul de la tarde, él grita a la fiera, disponiéndose, inerme como está, a enfrentarse con la muerte: «Salta, bastardo, Mantícora. En mis tiempos, yo estrangulé gatos grandes con mis manos.» Cuando era más joven. Cuando era joven.
Suenan risas a su espalda, y risas lejanas resuenan, o así le parece, en las almenas. Mira en derredor; el Mantícora ha desaparecido de la muralla. Está rodeado por un grupo de jahilitas vestidos de fiesta que vuelven de la feria riendo. «Ahora que esos místicos han abrazado a nuestra Lat, en cada esquina descubren dioses nuevos, ¿no?» Hamza, al comprender que la noche estará llena de terrores, vuelve a casa y pide su espada de guerra. «Más que nada en el mundo —gruñe al apergaminado criado que le ha servido en la guerra y en la paz durante cuarenta y cuatro años— aborrezco reconocer que mis enemigos tienen razón. Es mucho mejor matar a los canallas, es lo que he pensado siempre. Es la mejor recondenada solución.» La espada ha permanecido en su vaina de piel desde el día en que su sobrino lo convirtió, pero esta noche dice en confianza al criado: «El león anda suelto. La paz tendrá que esperar.» Es la última noche de las fiestas de Ibrahim. Jahilia es carnaval y desenfreno. Los cuerpos gruesos y aceitados de los luchadores han dejado de retorcerse y las siete poesías han sido clavadas en las paredes de la Casa de la Piedra Negra. Ahora las prostitutas cantantes han sustituido a los poetas y las prostitutas danzantes, con el cuerpo reluciente de aceites, han empezado su trabajo; la lucha nocturna ha sustituido a la diurna. Las cortesanas bailan y cantan cubiertas con máscaras de oro en forma de cabeza de pájaro, y el oro se refleja en los ojos relucientes de sus clientes. Oro, oro en todas partes, en las manos de los avispados jahilitas y de sus libidinosos visitantes, en los llameantes braseros de arena, en las fosforescentes paredes de la ciudad nocturna. Hamza camina dolorido por las calles de oro, pasando por delante de peregrinos que yacen inconscientes mientras los ladrones se ganan la vida. Oye los cantos distorsionados por el vino en todas las puertas doradas y le parece que el canto y las carcajadas y el tintineo de las monedas le duelen como insultos mortales. Pero no encuentra lo que busca, aquí no, y se aleja de la algazara iluminada del oro y empieza a merodear por las sombras, acechando la aparición del león.
Y, al cabo de varias horas de búsqueda, encuentra lo que él sabía que estaría esperando, en un rincón oscuro de las murallas exteriores de la ciudad: su visión, el Mantícora rojo de triple dentadura. El Mantícora tiene ojos azules y cara humana y su voz es mitad trompeta y mitad flauta. Es veloz como el viento, sus garras son retorcidas como sacacorchos y de su cola se erizan púas envenenadas. Le gusta alimentarse de carne humana... Hay pelea. Silban cuchillos en el silencio y, de vez en cuando, se oye el choque de metal con metal. Hamza reconoce a los atacados: Khalid, Salman, Bilal. Hamza, convertido él en león, saca la espada y hace trizas el silencio.
Da un grito y acude corriendo con toda la rapidez que le permiten sus piernas de sesenta años. Los atacantes de sus amigos son irreconocibles detrás de las máscaras.
Ha sido noche de máscaras. Mientras recorría las calles licenciosas de Jahilia, con el corazón lleno de amargura, Hamza ha visto a hombres y mujeres disfrazados de águilas, chacales, caballos, grifos, salamandras, cerdos verrugueros, rocs; de la inmundicia de los callejones han salido amphisbaenae bicéfalos y los toros alados conocidos como esfinges asirías. Djinns, houris y demonios pueblan la ciudad esta noche de fantasmagoría y lujuria. Pero hasta ahora, en este lugar oscuro, no descubre las máscaras rojas que buscaba. Las máscaras de hombre-león: y corre hacia su destino.


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Bajo los efectos de una infelicidad autodestructiva, los tres discípulos habían empezado a beber, y a causa de la falta de familiaridad con el alcohol, pronto estuvieron no ya intoxicados, sino embrutecidos. Estaban en una plazuela y empezaron a insultar a los transeúntes y, al cabo de un rato, Khalid, el aguador, empezó a blandir el pellejo de agua, jactancioso. Él podía destruir la ciudad, él llevaba el arma definitiva. El agua: el agua limpiaría la inmunda Jahilia, la disolvería para que pudiera empezarse de nuevo con la blanca arena purificada. Fue entonces cuando los hombres-león empezaron a perseguirlos y, después de larga carrera, los acorralaron, haciendo que, del miedo, se les pasara la borrachera, y los perseguidos estaban mirando las máscaras rojas de la muerte cuando, al punto, llegó Hamza.
... Gibreel planea sobre la ciudad contemplando la pelea. Ésta, una vez entra en escena Hamza, acaba pronto. Dos atacantes enmascarados huyen, otros dos yacen muertos. Bilal, Khalid y Salman han sido heridos, pero no de gravedad. Más grave que sus heridas es la visión que se esconde detrás de las máscaras de león de los muertos. «Los hermanos de Hind —dice Hamza—. Ahora sí que todo acabará para nosotros.»
Matadores de Mantícoras y terroristas del agua: los seguidores de Mahound se sientan a llorar a la sombra de la muralla de la ciudad.


*    *    *


Y, en cuanto a él, Profeta Mensajero Comerciante: ahora tiene los ojos abiertos. Pasea por el patio interior de su casa, de la casa de su esposa, pero a ella no quiere entrar a verla. Ella tiene casi setenta años y ahora se siente más madre que. Ella era rica y hace mucho tiempo lo contrató para que se encargara de sus caravanas. Sus dotes de administrador en seguida le gustaron y, después de un tiempo, los dos se enamoraron. No es fácil ser una mujer brillante y próspera en una ciudad en la que los dioses son femeninos pero las mujeres son simple mercancía. Los hombres, o la temían o la creían tan fuerte que no necesitaba su consideración. Él no la temía y parecía poseer la firmeza que ella necesitaba. A su vez, él, el huérfano, halló en ella muchas mujeres en una sola: madre hermana amante sibila amiga. Cuando él mismo temía estar loco, ella creyó en sus visiones: «Es el arcángel —le dijo—; no es una ilusión de tu cabeza. Él es Gibreel y tú eres el Mensajero de Dios.»
Él no puede ni quiere verla ahora. Ella le observa desde una ventana con celosía de piedra. Él no puede dejar de pasear, camina por el patio en una secuencia casual de geometría inconsciente. Sus pasos dibujan una serie de elipses, trapecios, rombos, óvalos y circunferencias. Y, mientras, ella lo recuerda al volver de las caravanas, lleno de historias oídas en los oasis de la ruta. Como la de Isa, profeta, hijo de una mujer llamada Maryam, no engendrada por varón y nacido bajo una palmera del desierto. Historias que hacían que sus ojos brillaran y luego se perdieran en la lejanía. Ella recuerda su excitabilidad: el apasionamiento con que él discutía, toda la noche si era necesario, afirmando que los viejos tiempos nómadas eran mejores que esta ciudad de oro, en la que la gente abandonaba a sus hijas en el desierto. En las tribus de antaño, hasta las huérfanas más pobres eran amparadas. Dios está en el desierto, decía, no aquí, en este aborto de ciudad. Y ella respondía: Nadie te lo discute, amor, es tarde y mañana hay que hacer las cuentas.
Ella tiene el oído fino, ya está enterada de lo que él ha dicho de Lat, Uzza y Manat. ¿Y qué? En los viejos tiempos, él quería proteger a las niñas de Jahilia; ¿por qué no había de tomar bajo su tutela también a las hijas de Alá? Pero, después de hacerse esta pregunta, ella sacude la cabeza y se apoya pesadamente en la fría pared, al lado de la ventana con celosía de piedra. Mientras, abajo, su marido pasea en pentágonos, paralelogramos, estrellas de seis puntas y, después, en formas abstractas y cada vez más laberínticas, para las que no hay nombre, como si fuera incapaz de encontrar una línea simple.
Pero cuando, a los pocos momentos, mira al patio, él ya se ha ido.


*    *    *


El Profeta despierta entre sábanas de seda, con un dolor como si le estallara la cabeza, en una habitación que nunca ha visto. Fuera de la ventana, el sol está cerca de su furibundo cenit y, perfilándose sobre la blancura, hay una figura alta, con una capa negra, con capucha, que canta suavemente con voz fuerte y grave. La canción es la que entonan a coro las mujeres de Jahilia acompañándose de tambores, cuando despiden a los hombres que van a la guerra.

Avanzad y nosotras os abrazaremos,
abrazaremos, abrazaremos.
Avanzad y os abrazaremos
y extenderemos suaves alfombras.

Retroceded y nosotras os dejaremos,
dejaremos, dejaremos.
Retroceded y no os querremos
en el lecho del amor.

Él reconoce la voz de Hind, se incorpora y se encuentra desnudo bajo la sábana cremosa. Él le grita: «¿Fui atacado?» Hind se vuelve a mirarle con su sonrisa de Hind: «¿Atacado?» le imita y da unas palmadas para pedir el desayuno. Entran criados que traen, sirven, retiran y desaparecen. Han puesto a Mahound una bata de seda negra y oro; Hind desvía la mirada con exagerada modestia. «Mi cabeza —dice él—. ¿Fui golpeado?» Ella está en la ventana, con la cabeza inclinada, fingiendo recato. «Oh, Mensajero, Mensajero —dice, burlona—. No eres galante, Mensajero. ¿No podrías haber venido a mis habitaciones conscientemente, por tu propia voluntad? No; claro que no, yo te inspiro aversión, seguro.» Él no le sigue el juego. «¿Estoy prisionero?», pregunta. Y, nuevamente, ella se ríe. «No seas necio —entonces, encogiéndose de hombros, se ablanda—. Esta noche, yo paseaba por las calles de la ciudad, enmascarada, para ver los festejos, y ¿con qué crees que tropecé sino con tu cuerpo inconsciente? ¡Como un borracho en el arroyo, Mahound! Yo envié a mis criados en busca de una litera y te traje a casa. Di gracias.»
«Gracias.»
«No creo que te reconocieran —dice ella—. O quizás estarías muerto. Ya sabes cómo estaba anoche la ciudad. La gente pierde la mesura. Mis propios hermanos todavía no han vuelto a casa.
Él recuerda ahora su angustiado y frenético paseo por la ciudad corrompida, contemplando las almas que supuestamente había salvado, mirando las efigies de simurgh, las máscaras de diablo, los behemoths y los hipogrifos. La fatiga de aquel día larguísimo, en el que bajó del monte Cone, se encaminó a la ciudad, sufrió la angustia de los acontecimientos en la tienda de la poesía —y, después, la cólera de los discípulos, la duda—, todo ello le había abrumado. «Me desmayé», recuerda.
Ella se aproxima y se sienta en la cama, cerca de él, extiende un dedo, encuentra la abertura de la bata y le acaricia el pecho. «Te desmayaste —murmura—. Eso es debilidad, Mahound. ¿Es que te vuelves débil?»
Antes de que él pueda responder, Hind le pone sobre los labios el dedo con el que le acariciara. «No digas nada, Mahound. Yo soy la esposa del Grande y ninguno de nosotros es amigo tuyo. Pero mi marido es débil. En Jahilia creen que es astuto, pero yo sé que no. Él sabe que yo tengo amantes y no hace nada, porque los templos están bajo el cuidado de mi familia. El de Lat, el de Uzza y el de Manat. Las... ¿puedo llamarlas mezquitas?, de tus nuevos ángeles.» Ella toma cubitos de melón de una fuente y trata de dárselos en la boca. Él no consiente y los coge con la mano y come. Ella prosigue: «El último de mis amantes fue el joven Baal. —Ve la cólera en su cara—. Sí —dice, satisfecha—. Ya sabía que te gustaba. Pero él no importa. Ni él ni Abu Simbel son iguales a ti. Yo lo soy.»
«Debo marcharme», dice él. «Es pronto», responde ella, volviendo a la ventana. En las afueras de la ciudad están desmontando las tiendas, las largas caravanas de camellos se disponen a partir, por el desierto ya se alejan filas de carretas; el carnaval ha terminado. Ella se vuelve de nuevo hacia él. «Yo soy tu igual —repite—, y también tu oponente. No quiero que te vuelvas débil. No debiste hacer lo que hiciste.» «Pero tú te beneficiarás —responde Mahound con amargura—. Ahora ya no peligran tus ingresos del templo.»
«Se te escapa lo esencial —dice ella suavemente, acercándose, arrimándole la cara—. Si tú estás a favor de Alá yo estoy a favor de Al-Lat. Y ella no cree en tu Dios cuando Él la reconoce a ella. Su antagonismo es implacable, irrevocable, avasallador. La guerra entre nosotros no puede tener tregua. ¡Y qué tregua! El tuyo es un amo paternalista y condescendiente. Al-Lat no tiene el menor deseo de ser hija suya. Ella es su igual como yo lo soy de ti. Pregunta a Baal: él la conoce. Como me conoce a mí.»
«Entonces, ¿el Grande no cumplirá su compromiso?», dice Mahound.
«¡Quién sabe! —responde Hind con desdén—. Ni él mismo se conoce. Tiene que calcular los pros y los contras. Es débil, como te digo. Pero tú sabes que digo la verdad. Entre Alá y las Tres no puede haber paz. Yo no la quiero. Yo quiero pelear. A muerte; ésta es la clase de idea que soy yo. ¿Qué clase eres tú?»
«Tú eres arena y yo soy agua —dice Mahound—. El agua arrastra la arena.»
«Y el desierto absorbe el agua —responde Hind—. Mira a tu alrededor.»
Poco después de la marcha de Mahound, los heridos llegan al palacio del Grande, después de hacer acopio de valor para informar a Hind de que el viejo Hamza ha matado a sus hermanos. Pero entonces ya no se encuentra al Mensajero en ningún sitio; una vez más, lentamente, se encamina hacia el monte Cone.


*    *    *


Gibreel, cuando está cansado, de buena gana asesinaría a su madre por haberle puesto un mote tan condenadamente ridículo, ángel, qué palabra, él ruega ¿a qué? ¿a quién? ser librado de la ciudad soñada de castillos de arena que se desmoronan y leones de tres dentaduras, basta de limpieza de corazones de profetas, de instrucciones que recitar y promesas de paraíso, basta de revelaciones, finito, khattamshud. Lo que él ansia: dormir y no soñar. Los jodidos sueños, causa de todos los males de la Humanidad, y las películas también; si yo fuera Dios, le quitaría la imaginación a la gente y entonces quizá los pobres infelices como yo podrían dormir por la noche. Luchando contra el sueño, él obliga a sus ojos a permanecer abiertos, sin parpadear, hasta que la púrpura visual se borra de las retinas y le ciega, pero al fin y al cabo no es más que humano y acaba por caer en la madriguera y ya está otra vez en el País de las Maravillas, subiendo la montaña, y el comerciante despierta y, una vez más su necesidad, su afán, se hace sentir, no en mi boca y en mi voz esta vez, sino en todo mi cuerpo; él me reduce a su propio tamaño y me atrae hacia sí, su campo de gravedad es increible, tan poderoso como una condenada megaestrella ... y entonces Gibreel y el Profeta luchan, desnudos los dos, rodando y rodando, en la cueva de la fina arena blanca que se eleva alrededor de ellos como un velo. Como si él estuviera estudiándome, registrándome, como si yo estuviera sometido al examen. En una cueva situada a ciento cincuenta metros de la cima del monte Cone, Mahound lucha con el arcángel arrojándolo de un lado al otro y permitan que les diga que está llegando a todas partes, su lengua a mi oído, su puño a mis huevos, nunca hubo persona con tanta rabia dentro, él quiere saber, quiere SABER y yo no tengo nada que decirle, físicamente es dos veces más fuerte que yo y, por lo menos, cuatro veces más sabio, quizá los dos hayamos aprendido mucho escuchando, pero es evidente que él escucha mejor que yo; y así rodamos pateamos arañamos, él empieza a tener cortes, pero, naturalmente, mi piel sigue tan suave como la de un recién nacido, no puedes arañar a un ángel con un condenado espino, no puedes magullarlo con una piedra. Y tienen público, hay djinns y afreets y toda clase de duendes sentados en las peñas mirando la pelea y, en el cielo, las tres criaturas con alas que parecen grullas, o cisnes o, simplemente, mujeres, según el efecto de la luz... Mahound le pone fin... Él se da por vencido. Después de haber luchado durante horas o, incluso, semanas, Mahound quedó aprisionado debajo del ángel, tal como él deseaba; era su voluntad la que me invadió y me dio la fuerza para sujetarlo, porque los arcángeles no pueden perder estas peleas, no estaría bien. Sólo los demonios pueden ser derrotados en estas circunstancias, así que en el mismo momento en que yo me quedé encima, él empezó a llorar de alegría y entonces hizo su viejo truco, hizo que mi boca se abriera y que la voz, la Voz, saliera de mí otra vez y se derramara sobre él, como un vómito.


*    *    *


Al término de su combate de lucha libre con el arcángel Gibreel, el profeta Mahound cae exhausto en su sueño habitual, revelador, pero en esta ocasión despierta antes de lo normal. Cuando recobra el conocimiento, en aquella desolación de las alturas, no hay nadie a la vista, no hay criaturas aladas posadas en las rocas. Se pone en pie de un salto, embargado por la angustia de su descubrimiento. «Era el demonio —dice en voz alta al aire, haciéndolo verdad al darle voz—. La última vez era Shaitan.» Esto es lo que él ha oído en su escucha, que ha sido engañado, que le ha visitado el diablo bajo la forma de un arcángel, de manera que los versos que aprendió de memoria, los que recitó en la tienda de la poesía no eran lo verdadero, sino su diabólica antítesis, no divinos sino satánicos. Él vuelve a la ciudad lo más de prisa que puede, para tachar los versos inmundos que huelen a azufre y sulfuro, a borrarlos para siempre por los siglos de los siglos, de manera que sólo subsistan en una o dos colecciones dudosas de viejas tradiciones que los intérpretes ortodoxos tratarán de eliminar, pero Gibreel, que planea y vigila desde el ángulo de la cámara más alto, conoce un pequeño detalle, sólo una cosita que resulta que es todo un problema: que las dos veces era yo, baba, el primero yo y el segundo, también yo. De mi boca, la afirmación y la negación, versos y conversos, universos y reversos, toda la historia, y todos sabemos cómo me movían la boca.
«Primero fue el diablo —murmura Mahound mientras corre hacia Jahilia—. Pero esta vez ha sido el ángel, indiscutiblemente. Él me hará morder el polvo.


*    *    *


Los discípulos lo paran en los desfiladeros próximos al pie del monte Cone, para prevenirle de la cólera de Hind, que lleva blancas ropas de luto y se ha soltado el negro cabello, dejando que la envuelva como una tormenta o arrastre por el polvo, borrando las huellas de sus pies, de manera que parece la encarnación del espíritu de la venganza. Todos han huido de la ciudad y el mismo Hamza se esconde; pero se dice que Abu Simbel todavía no ha accedido a la demanda de su esposa, que pide sangre para lavar la sangre. Todavía está calculando los pros y los contras en el asunto de Mahound y las diosas... Mahound, desoyendo los consejos de sus seguidores, regresa a Jahilia, y va directamente a la Casa de la Piedra Negra. Los discípulos le siguen, a pesar de su temor. Se congrega una muchedumbre ante la perspectiva de un nuevo escándalo, descuartizamiento o diversión por el estilo. Mahound no les defrauda.
Él está delante de las imágenes de las Tres y anuncia la abrogación de los versos que Shaitan le susurró al oído. Estos versos fueron suprimidos del verdadero texto, al-qur'án. En su lugar se rugen nuevos versos.
«¿Él ha de tener hijas y tú, hijos? —recita Mahound—. ¡Bonito reparto sería!
»Éstos no son sino nombres que habéis soñado vosotros, tú y tus antepasados. Alá no les concede autoridad.»
Mahound abandona la atónita Casa antes de que a alguien se le ocurra recoger, o arrojar, la primera piedra.


*    *    *


Después del repudio de los versos satánicos, el profeta Mahound vuelve a su casa donde encuentra esperándole una especie de castigo. Una especie de venganza —¿de quién? ¿Luz o tinieblas? ¿Bueno o malo?— infligida, como suele ocurrir, a un inocente. La esposa del Profeta, setenta años, está sentada al pie de una ventana con celosía de piedra, erguida, con la espalda apoyada en la pared, muerta.
Mahound, abrumado por la pena, se retrae, apenas dice palabra durante semanas. El Grande de Jahilia instaura una política de persecución que, para Hind, avanza demasiado despacio. El nombre de la nueva religión es Sumisión; ahora Abu Simbel decreta que sus adeptos deben someterse a ser confinados en el barrio más mísero de la ciudad, todo tugurios; a un toque de queda; a una prohibición de trabajar. Y hay muchos ataques físicos, se escupe a las mujeres en las tiendas, los fieles son golpeados por bandas de jóvenes bárbaros controladas en secreto por el Grande; por las noches se arroja fuego por una ventana sobre los que duermen confiados, y, por una de las habituales paradojas de la Historia, el número de los fieles se multiplica como una cosecha que, milagrosamente, prosperara a medida que empeora el clima.
Se recibe una oferta de los moradores del poblado del oasis de Yathrib, al Norte: Yathrib acogerá a «los que se sometan», si desean abandonar Jahilia. Hamza opina que deben marchar. «Aquí nunca terminarás tu Mensaje, sobrino, créeme. Hind no descansará hasta que te haya arrancado la lengua y a mí los huevos, con perdón.» Mahound, solo y lleno de ecos en la casa de su dolor, da su consentimiento y los fieles parten para hacer sus planes. Khalid, el aguador, se queda atrás y el Profeta de ojos hundidos espera que hable. Con turbación, dice: «Mensajero, yo dudé de ti, pero tú eras más sabio de lo que nosotros pensábamos. Al principio, dijimos: Mahound nunca transigirá y tú transigiste. Entonces dijimos: Mahound nos ha traicionado, pero tú nos traías una verdad más profunda. Tú nos trajiste al mismo diablo para que nosotros pudiéramos ser testigos de las artes del Maligno y su derrota por la Bondad. Tú has enriquecido nuestra fe. Yo te pido perdón por lo que pensé.»
Mahound se aparta del sol que entra por la ventana. «Sí. —Amargura, cinismo—. Fue algo maravilloso lo que hice. Una verdad más profunda. Traeros al diablo. Sí, suena propio de mí.»


*    *    *


Desde lo alto del monte Cone, Gibreel mira cómo los fieles escapan de Jahilia, dejando la ciudad de la aridez por el lugar de las palmeras frescas y el agua, agua, agua. Pequeños grupos, casi con las manos vacías, se mueven por el imperio del sol, en este primer día del primer año del nuevo comienzo del Tiempo que también ha vuelto a nacer, mientras lo viejo muere a su espalda y lo nuevo espera delante. Y un día el propio Mahound se marcha. Cuando se descubre su huida, Baal compone una oda de despedida:

¿Qué clase de idea
parece hoy «Sumisión»?
Una idea llena de miedo.
Una idea que escapa.

Mahound ha llegado a su oasis; Gibreel no es tan afortunado. Ahora con frecuencia se encuentra solo en lo alto del monte Cone, lavado por las frías estrellas fugaces, y entonces del cielo de la noche caen sobre él las tres criaturas aladas, Lat Uzza Manat, que baten alas junto a su cabeza, le clavan las garras en los ojos, le muerden y le azotan con su cabello y con sus alas. Él levanta las manos para protegerse, pero su venganza es incansable y prosigue siempre que él descansa, cuando él baja la guardia. Él lucha pero ellas son más rápidas, más ágiles, tienen alas.
Él no tiene diablo que repudiar. Está soñando y no puede ahuyentarlas.







III

ELEOENE DEERREEESE






1



Yo sé lo que es un fantasma, afirmó silenciosamente la anciana. Se llamaba Rosa Diamond, tenía ochenta y ocho años y bizqueaba, aguileña, a través de las ventanas de su dormitorio cubiertas de fina capa de sal, contemplando el mar de luna llena. Y yo sé, también, lo que no lo es, agregó. No es el gemido horripilante ni es la sábana que se agita, eso son bobadas. ¿Qué es un fantasma? Un asunto no concluido, eso... Y la anciana, de metro ochenta, espalda recta y pelo corto como un hombre, dobló hacia abajo las comisuras de los labios en satisfecha mueca de máscara de tragedia, se ciñó a los flacos hombros una toquilla de punto azul, y cerró un momento sus ojos sin sueño, para rezar por la vuelta del pasado. Venid, naves normandas, rogaba, ven acá, Guille-el-Conquis.
Novecientos años atrás, todo esto estaba debajo del agua, esta costa parcelada, esta playa de guijarros privada, que se empina hacia la hilera de chalets despintados, con sus cobertizos desconchados, llenos de tumbonas, marcos vacíos, viejos baúles repletos de paquetes de cartas atados con cintas, lencería de seda y encaje con bolas de naftalina, lacrimógenas lecturas de jovencitas de antaño, palos de lacrosse, álbumes de sellos y demás cofres del tesoro enterrados, llenos de recuerdos y tiempo perdido. El perfil de la costa había cambiado, había avanzado más de un kilómetro hacia el mar, dejando el primer castillo normando varado lejos del agua, lamido ahora por unas tierras pantanosas que castigaban con toda clase de afecciones reumáticas a los pobres que vivían allí en sus cómosedice propiedades. Ella, la anciana, veía en el castillo la ruina de un pez traicionado por una antigua bajamar, un monstruo marino petrificado por el tiempo. ¡Novecientos años! Nueve siglos atrás, la flota normanda había navegado a través de la casa de esta señora inglesa. Y ahora, en las noches claras de luna llena, ella aguardaba la vuelta de su reluciente fantasma.
Es el sitio mejor para verles venir, se tranquilizaba, vista de tribuna. Las repeticiones se habían convertido en el consuelo de su vejez: las frases gastadas, asunto no concluido, vista de tribuna, la hacían sentirse sólida, inmutable, perdurable, en lugar de la criatura de achaques y ausencias que ella se sabía... Cuando la luna se pone, en la oscuridad que precede al amanecer, ése es el momento. Ondear de velas, relucir de remos y el Conquistador en persona, en la proa de la nave insignia, navegaría por la playa entre los rompeolas de madera cubiertos de escaramujo y los botes volcados... Oh, yo he visto muchas cosas en mi vida, siempre tuve el don, la visión fantasmal... El Conquistador, con su casco puntiagudo de nariz metálica, pasa por su puerta principal, deslizándose por entre las mesitas y los sofás con antimacasar, como un eco que resonara levemente por la casa de recuerdos y añoranzas; y luego enmudece; como una tumba.
...Una vez, en Battle Hill, siendo niña —le gustaba narrar, siempre con las mismas palabras pulidas por el tiempo—, una vez, siendo una niña solitaria, me encontré de pronto y sin sensación de extrañeza en medio de una guerra. Arcos, mazas, picas. Mozos sajones de pelo albino, segados en la flor de la edad. Harold Arroweye y Guillermo, con la boca llena de arena. Sí, siempre el don, siempre la visión fantasmal... La historia del día en que la pequeña Rosa tuvo una visión de la batalla de Hastings se convirtió, para la anciana, en uno de los hitos que definían su ser, aunque había sido contada tantas veces que nadie, ni siquiera la narradora, hubiera podido jurar que fuera cierta. A veces, los añoro, decían los pensamientos habituados de Rosa. Les beaux jours: los días queridos, muertos. Volvió a cerrar sus ojos reminiscentes. Cuando los abrió, vio, en la orilla del agua, innegablemente, algo que empezaba a moverse.
Esto dijo ella, en voz alta, emocionada: «¡No puedo creerlo!» «¡No es verdad!» «¡Él no puede haber venido!» Con pie inseguro y pecho alborotado, Rosa fue en busca del sombrero, la capa y el bastón. Mientras, en la playa invernal, Gibreel Farishta despertaba con la boca llena de, no, no de arena.
Nieve.


*    *    *


¡Pfui!
Gibreel escupió; se levantó de un salto, como propulsado por la nieve expectorada, deseó a Chamcha —como ya se ha dicho— un feliz cumpleaños, y empezó a sacudir la nieve de las mangas púrpura, «Dios, yaar —gritaba, saltando sobre uno y otro pie—, no es de extrañar que esta gente tenga el corazón de jodido hielo».
Después, empero, la pura delicia de estar rodeado de tanta nieve venció su primer cinismo —porque él era hombre tropical— y empezó a hacer cabriolas, moreno y empapado, y bolas de nieve que arrojaba a su yacente compañero, y ya pensaba en un muñeco de nieve y cantaba una alocada y arrolladora versión del villancico «Jingle Bells». En el cielo se insinuaba la primera luz del día, y en esta abrigada playa bailaba Lucifer, la estrella de la mañana.
Su aliento, así hay que consignarlo, por lo que fuere, había dejado de oler...
«Vamos, chico —gritó el invencible Gibreel, en cuya conducta el lector advertirá, no sin razón, el delirio y trastorno de su reciente caída—. ¡Levántate y luce! Tomaremos este lugar por asalto. —Volviendo la espalda al mar, borrando el mal recuerdo para dejar sitio a lo que vendría a continuación, apasionado como siempre por la novedad, habría plantado (de haberla tenido) una bandera, para reclamar en nombre de quiensabequién esta tierra blanca, su tierra nueva—. Compa —suplicó—, muévete, baba, ¿o estás jodidamente muerto? — Palabras que, una vez proferidas, tuvieron la virtud de hacer reaccionar al que las dijo. Se inclinó sobre la figura postrada, sin atreverse a tocarla—. Ahora no, viejo Chumch —rogaba—. No, después de llegar tan lejos.»
Saladin: no estaba muerto, sino llorando. Las lágrimas del trauma se le helaban en la cara. Y todo su cuerpo estaba estuchado en fina capa de hielo, liso como el cristal, una pesadilla hecha realidad. En el marasmo de semiinconsciencia inducida por la baja temperatura de su cuerpo, sentía el temor de resquebrajarse como en la pesadilla, de ver cómo la sangre le salía burbujeando por las grietas del hielo, de que su carne siguiera a las astillas. Estaba lleno de preguntas, realmente nosotros, me refiero a que tú movías las manos aleteando, y luego las aguas, no me dirás que realmente, nosotros, como en las películas cuando Charlton Heston levantaba la vara para que nosotros pudiéramos cruzar, por el fondo marino, eso no pudo ocurrir, imposible, pero si no entonces cómo, o acaso nosotros, de alguna manera, por debajo del agua, escoltados por las sirenas y el mar pasaba a través de nosotros como si fuéramos peces o fantasmas, eso era la verdad, sí o no, yo necesito saber... pero cuando abrió los ojos las preguntas adquirieron la vaguedad de los sueños, de manera que ya no pudo asirlas, sus colas se ondulaban ante él y desaparecían como aletas submarinas. Estaba de cara al cielo y observó que tenía el color completamente equivocado, naranja sanguina, con manchas verdes, y la nieve, azul como la tinta. Parpadeó con fuerza, pero los colores no querían cambiar, e hicieron nacer en él la idea de que del cielo había caído en mal lugar, en otro sitio, no en Inglaterra, o quizás en antiInglaterra, una zona maltrecha, un barrio degenerado, un estado alterado. ¿Quizá, pensó fugazmente, el infierno? No, no, se tranquilizó mientras le amenazaba la inconsciencia, no puede ser, todavía no, aún no estás muerto; sólo muriéndote. Bueno, pues, si no: una sala de espera para viajeros en tránsito.
Empezó a tiritar; la vibración se hizo tan intensa que se le ocurrió que, con la tensión, podía estallar como un, como un, avión.
Y entonces todo había dejado de existir. Él estaba en un vacío y, si quería sobrevivir, tendría que construirlo todo empezando desde cero, tendría que inventar la tierra bajo sus pies antes de poder dar un paso, sólo que ahora no había necesidad de preocuparse por esas cosas, porque aquí, delante de él, estaba lo inevitable: la figura alta y huesuda de la Muerte, con sombrero de paja de ala ancha y una capa oscura ondeando a la brisa. La Muerte, que se apoyaba en un bastón de puño de plata y calzaba botas altas verde aceituna.
«¿Se puede saber qué hacen ustedes aquí? —inquiría la Muerte—. Esto es propiedad privada. Ahí está el letrero», dijo con voz de mujer un poco trémula y más que un poco emocionada.
Momentos después, la Muerte se inclinó sobre él —para darme el beso, se dijo con pánico. Para extraer el aliento de mi cuerpo. Hizo pequeños e inútiles movimientos de protesta.
«Vive —dijo la Muerte a, quién era el otro, Gibreel—. Pero, hijo, menudo aliento; qué peste. ¿Cuánto hace que no se lava los dientes?»


*    *    *


El aliento del uno se purificó mientras el del otro, por un misterio análogo y contrario, se corrompió. ¿Qué esperaban? Caer así del cielo: ¿imaginaban que no habría efectos secundarios? Los Poderes Superiores se interesaban por ellos, eso tenían que haberlo notado, y esos Poderes (naturalmente, hablo de mí mismo) tienen una actitud traviesa, casi caprichosa, hacia las moscas llovidas del cielo. Y, otra cosa, que quede claro: las grandes caídas cambian a la gente. ¿Y a ustedes les parece que ellos cayeron de muy alto? En cuestión de caídas, yo no me inclino ante nadie, ni mortal ni inmortal. De nubes a cenizas, por la chimenea, como quien dice, de la luz celestial al fuego del infierno... con el esfuerzo de una caída larga, como les decía, son de esperar mutaciones, no todas casuales. Selecciones antinaturales. Tampoco es tan alto precio a cambio de la supervivencia, del renacimiento, de la renovación, y, por si fuera poco, a su edad.
¿Qué? ¿Tengo que enumerar los cambios?
Buen aliento/mal aliento.
Y alrededor de la cabeza de Gibreel Farishta, que estaba de espaldas al amanecer, Rosa Diamond creyó divisar un resplandor tenue pero francamente dorado.
¿Y no eran unos bultitos lo que Chamcha tenía en las sienes, debajo del bombín empapado y todavía encasquetado?
Y, y, y.


*    *    *


Cuando vislumbró la estrafalaria y satírica figura de Gibreel Farishta, exuberante y dionisíaca en la nieve, Rosa Diamond no pensó en, digámoslo, ángeles. Al divisarlo desde su ventana, a través de un cristal empañado por la sal, con unos ojos empañados por la edad, sintió que el corazón le daba dos patadas tan dolorosas que temió que pudiera parársele; porque, en aquella figura borrosa, ella creyó reconocer la encarnación del más íntimo deseo de su alma. Se olvidó de los conquistadores normandos como si nunca hubieran existido y bajó trabajosamente por una pendiente de traidores guijarros, con excesiva rapidez para la integridad de sus piernas poco menos que nonagenarias, a fin de poder hacer como que reprendía al increíble desconocido por allanamiento de propiedad.
Generalmente, ella era implacable en la defensa de su adorado fragmento de costa, y cuando los excursionistas veraniegos pasaban de la línea de la marea alta, ella se abatía sobre ellos como lobo en el aprisco, según su propia expresión, para explicar y exigir: «Esto es mi jardín, saben ustedes.» Y, si ellos se ponían impertinentes —quésehacreídolavieja lajodidaplayaesdetodos—, ella volvía a su casa, sacaba una larga manguera verde de jardín y la dirigía implacablemente sobre sus mantas escocesas, palos de criquet de plástico, frascos de aceite solar, destruía los castillos de arena de los niños y empapaba sus bocadillos de salchicha sin dejar de sonreír dulcemente: ¿No les molestaría que riegue mi jardín...? Oh, buena era ella, todo el pueblo la conocía, no pudieron encerrarla en una residencia de ancianos, echó a cajas destempladas a toda su familia cuando se atrevieron a proponérselo, no volváis a aparecer por aquí si no queréis que os deje sin un penique ni un ahí te pudras. Ahora estaba sola, sin recibir ni una visita, semana tras bendita semana, ni siquiera la de Dora Shufflebotham, que durante tantos años le hizo la limpieza. Dora había muerto en setiembre, que en paz descanse, de todos modos, es fantástico cómo se apaña el viejo loro a sus años, con tantas escaleras, desde luego quizás esté un poco pirada, pero hay que reconocer que estando tan solos más de cuatro perderían la chaveta.
Para Gibreel no hubo ni manguera ni amonestación. Rosa profirió unos reproches simbólicos, se tapó la nariz mientras examinaba al caído y sulfuroso Saladin (que todavía no se había quitado el sombrero hongo) y luego, con un acceso de timidez que recibió con nostálgico asombro, tartamudeó una invitación, vvale mmás que traiga a su ammmigo a la cccasa, que hace ffrío, y echó a andar sobre los guijarros, para poner agua a calentar, agradeciendo al cortante aire invernal que le enrojecía las mejillas, que le disimulara el sonrojo.


*    *    *


De joven, Saladin Chamcha tenía una cara de excepcional inocencia, una cara que no parecía haber encontrado el desengaño ni la maldad, con una piel tan suave y delicada como la palma de la mano de una princesa. Le había sido útil en sus tratos con las mujeres y, en realidad, fue una de las primeras razones que Pamela Lovelace, su futura esposa, adujo por haberse enamorado de él. «Tan redonda y angelical —se admiraba tomándola entre las manos—. Como una pelota de goma.»
Él se ofendió. «Tengo huesos —protestó—. Estructura ósea.»
«Sí, por ahí dentro estará —concedió ella—. Todos la tenemos.»
Después de aquello, durante un tiempo, él no podía librarse de la idea de que tenía aspecto de medusa amorfa, y fue en buena medida para contrarrestar esta sensación por lo que decidió desarrollar aquella actitud estirada y altiva que ahora era como una segunda naturaleza. Por lo tanto, fue cuestión de cierta importancia cuando, al levantarse de un largo letargo, agitado por una serie de sueños intolerables entre los que destacaba la figura de Zeeny Vakil transformada en sirena que le cantaba desde un iceberg en tono de angustiosa dulzura, lamentando no poder reunirse con él en tierra firme, llamándole, llamándole; pero cuando él se acercó, ella lo encerró rápidamente en las entrañas de su montaña de hielo y su dulce canto se trocó en himno de triunfo y venganza... fue, como digo, algo serio cuando Saladin Chamcha, al despertar y mirarse a un espejo con marco de laca «Japonaiserie» azul y oro, vio reflejada en él la antigua cara angelical con un par de bultos en las sienes, alarmantes y descoloridos, señal de que, durante sus recientes aventuras, debía de haber recibido dos fuertes golpes. Mientras miraba en el espejo su cara alterada, Chamcha trataba de recordarse de sí mismo. Yo soy un hombre de verdad, dijo al espejo, con una historia de verdad y un futuro bien trazado. Soy un hombre para el que ciertas cosas tienen importancia: el rigor, la autodisciplina, la razón, la búsqueda de lo noble sin recurso a la vieja muleta de Dios. El ideal de la belleza, la posibilidad de la exaltación del pensamiento. Yo soy: un hombre casado. Pero, a pesar de su letanía, perversos pensamientos le visitaban con insistencia. Por ejemplo, el de que el mundo no existía más allá de aquella playa de allá fuera y, ahora, de esta casa. De que, si no tenía cuidado, si se precipitaba, caería por el borde, a las nubes. Todas las cosas tenían que hacerse. O que: si llamaba a su casa, ahora mismo, como era su obligación, si informaba a su amante esposa de que no estaba muerto, de que no había sido desmenuzado en el aire sino que estaba aquí, en tierra firme, si hacía este acto eminentemente sensato, la persona que contestara al teléfono no reconocería su nombre. O, en tercer lugar: que el ruido de pasos que sonaba en sus oídos, unos pasos lejanos pero que se acercaban, no era una resonancia temporal causada por la caída sino el sonido de una catástrofe inminente que se acercaba letra a letra, eleoene deerreeese, Londres. Aquí estoy, en la casa de la abuela. La de ojos, manos, dientes grandes.
Había un teléfono supletorio en su mesita de noche. Venga ya, se exhortó él. Descuelga, marca y tu equilibrio será restablecido. Estas letanías de pusilánime no son propias ni dignas de ti. Piensa en su dolor; llámala ya.
Era de noche. Él no sabía la hora. En la habitación no había reloj y el suyo de pulsera había desaparecido durante los últimos acontecimientos. ¿Debía, no debía? Marcó las nueve cifras. A la cuarta llamada, le contestó una voz de hombre. «¿Qué puñeta?» Soñolienta, inidentificable, familiar. «Perdón —dijo Saladin Chamcha—. Disculpe, me equivoqué de número.»
Se quedó mirando fijamente el teléfono mientras recordaba una comedia que había visto en Bombay, basada en un original inglés, una obra de, de, no daba con el nombre. ¿Tennyson? No, no. ¿Somerset Maugham? «A hacer puñetas.» En el original, ahora de autor anónimo, un hombre al que se creía muerto, regresa, al cabo de muchos años de ausencia, como un fantasma viviente, a su mundo anterior. Visita la que fuera su casa, por la noche, subrepticiamente, y mira por una ventana abierta. Descubre que su esposa, que se creía viuda, ha vuelto a casarse. En el alféizar ve el juguete de un niño. Se queda un rato allí de pie, en la oscuridad, luchando con sus sentimientos; luego coge el juguete del alféizar; y se marcha para siempre, sin hacer notar su presencia. En la versión india, el argumento había sido modificado un poco. La esposa se había casado con el mejor amigo de su marido. El marido regresa y entra en la casa, sin esperar nada. Al encontrar a su esposa y a su viejo amigo sentados juntos, no sospecha que se hayan casado. Da las gracias a su amigo por consolar a su esposa; pero él ya ha vuelto a casa y todo está bien. El matrimonio no sabe cómo decirle la verdad; al fin, es una criada la que lo descubre. El marido, cuya larga ausencia se debió a un ataque de amnesia, al oír la noticia, les anuncia que, seguramente, él también debe de haber vuelto a casarse durante su larga ausencia del hogar; desgraciadamente, sin embargo, ahora que ha recobrado el recuerdo de su vida anterior, ha olvidado lo ocurrido durante los años de su desaparición. Va a la policía, a pedir que busque a su nueva esposa, a pesar de que no puede recordar nada de ella, ni sus ojos ni el mero hecho de su existencia. Caía el telón.
Saladin Chamcha, solo, en un dormitorio desconocido, con un pijama extraño a rayas rojas y blancas, lloraba boca abajo en una cama estrecha. «Malditos sean todos los indios», gritaba ahogando la voz con la ropa de la cama golpeando con los puños unas fundas de almohada de puntillas compradas en Harrods de Buenos Aires, con tanto furor que la tela de cincuenta años quedó hecha trizas. «Qué puñeta. Pero qué ordinariez, qué puta, puta falta de delicadeza. Qué puñeta. Ese cochino, esos cochinos, qué falta de cochino gusto.»
Fue en aquel momento cuando llegó la policía que venía a arrestarle.


*    *    *


La noche después de recogerlos a los dos en la playa, Rosa Diamond estaba otra vez en la ventana nocturna de su insomnio de anciana, contemplando el mar de novecientos años. El que olía había estado durmiendo desde que lo acostaron rodeado de botellas de agua caliente, lo mejor que se podía hacer por él, a ver si recobraba la fuerza. Los había puesto a los dos en el piso de arriba, a Chamcha, en la habitación de los invitados, y a Gibreel, en el estudio de su difunto marido, y mientras contemplaba la inmensa y reluciente llanura del mar, podía oírle moverse allá arriba, entre los grabados ornitológicos y los silbatos de reclamo del difunto Henry Diamond, las bolas y el látigo y las fotografías aéreas de la estancia de Los Álamos, allá lejos, hacía ya tanto tiempo, pisadas de hombre en aquella habitación, qué tranquilidad. Farishta paseaba arriba y abajo, rehuyendo el sueño por sus propios motivos. Y, debajo de sus pisadas, Rosa miraba al techo y le llamaba en susurros con un nombre no pronunciado en mucho tiempo. Martín, decía. Y, de apellido, el nombre de la serpiente más venenosa de su país. La víbora de la Cruz.
De pronto, ella vio los bultos que se movían por la playa, como si el nombre prohibido hubiera conjurado a los muertos. Otra vez no, pensó, y fue en busca de sus gemelos. Cuando volvió encontró la playa llena de sombras y esta vez se asustó, porque, mientras que la flota normanda, cuando venía, venía navegando ufana y abiertamente, sin recurso a subterfugios, estas sombras eran solapadas, emitían imprecaciones ahogadas y alarmantes, gañidos y ladridos sordos, parecían decapitadas, agazapadas, con brazos y piernas bamboleantes, como cangrejos gigantes sin caparazón. Se escurrían de costado y los guijarros rechinaban bajo pesadas botas. Había cantidad de ellas. Las vio llegar al cobertizo en cuya pared la figura descolorida de un pirata tuerto sonreía blandiendo un sable, y eso ya fue demasiado, eso sí que no lo aguanto, decidió ella, y bajó la escalera dando traspiés en busca de ropa de abrigo y cogió el arma preferida de su desquite: un gran rollo de manguera verde. Desde la puerta de la casa, gritó con voz clara: «Os veo claramente. Salid, salid, quienquiera que seáis.»
Ellos encendieron siete soles cegándola y entonces ella sintió pánico, iluminada por los siete focos azulados alrededor de los cuales, como luciérnagas o satélites, se movían legión de luces más pequeñas: faroles linternas cigarrillos. Empezó a darle vueltas la cabeza y, por un momento, perdió la facultad de distinguir entre entonces y ahora y, en su consternación, empezó a decir Apaguen esa luz, es que no saben que hay alarma aérea, como sigan así vamos a tener encima a los alemanes. «Estoy desvariando», descubrió ella con irritación, y golpeó el felpudo con el bastón. Y entonces, como por arte de magia, unos policías aparecieron en el deslumbrante círculo de luz.
Alguien había denunciado la presencia de una persona sospechosa en la playa, usted se acordará de cuando llegaban en barcos de pesca, los inmigrantes ilegales, y, gracias a aquella única llamada telefónica anónima, cincuenta y siete policías de uniforme peinaban ahora la playa, con linternas que oscilaban alocadamente en la oscuridad, agentes llegados de Hastings Eastbourne Bexhill-upon-Sea e, incluso, una delegación de Brighton, porque nadie quería perderse la diversión, la emoción de la caza. Cincuenta y siete agentes en una expedición playera, acompañados de trece perros que olfateaban el aire marino y levantaban la pata con alegría. Arriba, en la casa, lejos del pelotón de hombres y perros, Rosa Diamond miraba a los cinco agentes que guardaban las salidas, puerta principal, ventanas de la planta baja, la puerta del fregadero, por si el presunto maleante intentaba una presunta huida; y a los tres hombres de paisano, con americanas de paisano, sombreros de paisano y caras a juego; y, delante de todos, sin atreverse a mirarla a los ojos, el joven inspector Lime, que frotaba el suelo con las suelas de los zapatos, se tocaba la nariz y parecía más viejo y más colorado que lo que justificaban sus cuarenta años. Ella le apoyó la punta del bastón en el pecho, a estas horas de la noche, Frank, qué es esto, pero él no iba a consentir que ella le gritara, no esta noche, no con los de inmigración observando todos sus movimientos, de manera que se irguió y metió el doble mentón.
«Usted nos perdonará, Mrs. D... ciertas denuncias..., informaciones que nos han sido facilitadas..., existen fundados motivos para creer..., justifican la investigación..., obligados a registrar su..., obtenido el mandamiento.»
«No sea ridículo, Frank, amigo mío», empezó Rosa, pero en aquel momento los tres hombres con cara de paisano se irguieron como si se pusieran rígidos, con una pierna un poco levantada, como perros poínter; el primero empezó a lanzar un extraño siseo que parecía de placer, mientras que de los labios del segundo se escapaba un leve gemido y el tercero empezaba a poner los ojos en blanco con una curiosa expresión de contento. Luego, los tres señalaron al recibidor situado a la espalda de Rosa Diamond, iluminado por los focos, donde se hallaba Mr. Saladin Chamcha, sujetándose el pijama con la mano izquierda porque cuando se arrojó sobre la cama se le saltó un botón. Con la derecha, se frotaba un ojo. «Bingo», dijo el del siseo, mientras que el del gemido juntó las manos debajo de la barbilla para indicar que sus oraciones habían sido escuchadas y el de los ojos en blanco pasó junto a Rosa Diamond sin más cumplidos que un: «Con su permiso, señora.»
Luego vino la inundación, y Rosa fue acorralada en un rincón de su propia sala de estar por aquel mar encrespado de cascos, de manera que no podía distinguir a Saladin Chamcha ni oír lo que decía. No le oyó explicar lo de la explosión del Bostan; es un error, gritaba él, yo no soy un inmigrante ilegal de los barcos de pesca, yo no soy uno de sus ugando-kenyatas. Los policías empezaban a sonreír, comprendo, señor, desde diez mil metros y luego nadó hasta la costa. Tiene derecho a guardar silencio, dijeron con voz temblona de regocijo, y en seguida estallaron en estruendosas carcajadas, vaya pájaro, desde luego. Pero Rosa no oía las protestas de Saladin, los policías que reían se lo impedían, tienen que creerme, soy ciudadano británico, con permiso de residencia, pero al no poder presentar pasaporte ni otro documento identificativo, ellos empezaron a llorar de risa, las lágrimas resbalaban por las caras pálidas de los hombres de paisano de inmigración. Desde luego, ni que decir tiene, reían, los papeles se le cayeron del bolsillo durante el descenso, ¿o a lo mejor las sirenas le birlaron la cartera en el fondo del mar? Rosa no podía ver, en aquel tumulto de hombres agitados por la risa y perros, lo que unos brazos de uniforme podían hacer a los brazos de Chamcha, ni unos puños a su estómago, ni unas botas a sus espinillas; ni podía estar segura de si eran gritos de él o ladridos de los perros. Por fin sí oyó su voz que se alzaba en un último grito desesperado. «¿Es que ninguno de ustedes mira la televisión? ¿No me conocen? Yo soy Maxim. Maxim Alien.»
«Desde luego —dijo el funcionario de los ojos en blanco—. Y yo, la Rana Kermit.»
Lo que Saladin Chamcha no dijo, ni siquiera cuando comprendió que había un grave error es: «Aquí tienen un número de Londres —omitió informar a los policías que le arrestaban—. Al otro extremo del hilo encontrarán a una persona que responderá por mí, que les confirmará que lo que les digo es cierto: mi encantadora esposa blanca e inglesa.» No, señor. Qué puñeta.
Rosa Diamond reunió energías. «Un momento, Frank Lime —dijo con voz sonora—. Un momento.» Pero los tres de paisano habían empezado otra vez su extraño número de siseo gemido ojos en blanco, y en el súbito silencio de la habitación, el de los ojos en blanco señalaba a Chamcha con un dedo tembloroso diciendo: «Señora, si lo que quiere es una prueba, no encontrará otra mejor que eso.»
Saladin Chamcha, siguiendo la dirección del dedo de Ojos en Blanco, levantó las manos a la frente y entonces comprendió que había despertado a la más espantosa de las pesadillas, una pesadilla que no había hecho más que empezar, porque allí, en sus sienes, desarrollándose por momentos y lo bastante agudos como para hacer sangrar, había dos cuernos nuevos, caprinos, incuestionables.


*    *    *


Antes de que el ejército de policías se llevaran a Saladin Chamcha a su nueva vida, hubo otro hecho inesperado. Gibreel Farishta, al ver el fuerte resplandor de las luces y oír la risa delirante de los funcionarios de la ley, bajó vestido con una chaqueta de smoking color burdeos y pantalón de montar, elegidos del guardarropa de Henry Diamond. Envuelto en un leve olor a bolas de naftalina, desde el rellano del primer piso, observaba los hechos sin hacer comentarios. Permaneció allí sin que se advirtiera su presencia hasta que Chamcha, cuando iba a salir, esposado, hacia el furgón, descalzo y todavía sujetándose el pijama, lo vio y gritó: «Gibreel, por amor de Dios, diles lo que ha pasado.»
Siseo Gemido Ojos en Blanco se volvieron rápidamente hacia Gibreel. «¿Y éste quién es? —preguntó el inspector Lime—. ¿Otro llovido del cielo?»
Pero la voz se le murió en la garganta, porque en aquel momento se apagaron los focos, ya que se había dado la orden para ello cuando Chamcha fue esposado y reducido, y, al extinguirse los siete soles, todos pudieron ver que una pálida luz dorada emanaba del hombre del smoking, concretamente, de un punto situado inmediatamente detrás de su cabeza. El inspector Lime nunca mencionó aquel resplandor y, si le hubieran preguntado, habría negado haber visto en su vida semejante cosa, una aureola, a finales del siglo veinte, pues no faltaba más.
Pero cuando Gibreel preguntó: «¿Qué quieren esos hombres?», todos los presentes sintieron el deseo de contestar su pregunta sin omitir detalle, de revelarle sus secretos, como si él fuera, como si, pero no, es ridículo, ellos moverían la cabeza durante semanas, hasta que se convencieran de que hicieron lo que hicieron por motivos puramente lógicos, él era un viejo amigo de Mrs. Diamond, los dos habían encontrado al granuja de Chamcha medio ahogado en la playa y le habían acogido por razones humanitarias, no había por qué seguir molestando a Rosa ni a Mr. Farishta, imposible encontrar caballero de mejor aspecto, con su smoking y sus, en fin, la excentricidad nunca fue un crimen.
«Gibreel —dijo Saladin Chamcha—, socorro.» Pero los ojos de Gibreel estaban fijos en Rosa Diamond. Él la contemplaba sin poder apartar la mirada. Entonces movió afirmativamente la cabeza y volvió al piso de arriba. Nadie trató de impedírselo.
Cuando Chamcha llegó al furgón vio al traidor, Gibreel Farishta, mirándole desde el balconcito del dormitorio de Rosa, y no había ninguna luz en la cabeza del sinvergüenza.
















2


Kan ma kan/Fi qadim azzaman... Tal vez sí o tal vez no, vivían en tiempos remotos en la tierra de plata de la Argentina un tal don Enrique Diamond que sabía mucho de pájaros y poco de mujeres y Rosa, su esposa, que sabía poco de hombres y mucho del amor. Y sucedió que cierto día en que la señora había salido a montar, cabalgando a la amazona y tocada con un sombrero adornado con una pluma, llegó a las grandes puertas de piedra de la estancia Diamond que se alzaban, incongruentemente, en medio de la vacía pampa, encontró un avestruz que corría hacia ella tan aprisa como podía, corría por su vida, usando todas las mañas y fintas que podía imaginar, porque el avestruz es un ave astuta, difícil de cazar. Detrás del avestruz había una nube de polvo llena de los ruidos de hombres que cazan, y cuando el avestruz estuvo a dos metros de Rosa, la nube lanzó unas bolas que se enredaron en las patas del animal y lo hicieron caer al suelo, a los pies de la yegua torda. El hombre que echó pie a tierra para matar el ave no apartaba los ojos de la cara de Rosa. Sacó un cuchillo con puño de plata de una funda que llevaba en el cinturón y lo hundió hasta la empuñadura en el cuello del ave, sin mirar al avestruz agonizante ni una sola vez, mirando sin pestañear los ojos de Rosa Diamond, mientras se arrodillaba en la vasta tierra amarilla. Aquel hombre se llamaba Martín de la Cruz.


Después de que se llevaran a Chamcha, Gibreel Farishta se asombraba de su propio comportamiento. En aquel momento irreal en el que se sintió prendido en los ojos de la anciana inglesa, le pareció que ya no mandaba en su voluntad, que otra persona había asumido el poder sobre ella. Debido a la índole desconcertante de recientes acontecimientos así como a su decisión de permanecer despierto el mayor tiempo posible, tardó varios días en relacionar aquellos hechos con el mundo de detrás de sus párpados, y sólo entonces comprendió que tenía que marcharse, porque el universo de sus pesadillas empezaba a penetrar en su vigilia y, si no tenía cuidado, nunca conseguiría empezar otra vez, renacer con ella, a través de ella, de Alleluia, la mujer que había visto el techo del mundo.
Gibreel se sorprendió al darse cuenta de que no había intentado ponerse en contacto con Allie; ni ayudar a Chamcha en su momento de necesidad. Ni se había alarmado ante la aparición de un par de hermosos cuernos nuevecitos en la cabeza de Saladin, circunstancia que, indudablemente, debiera ocasionarle cierta preocupación. Debía de estar en una especie de trance, y cuando preguntó a la vieja lo que pensaba de todo aquello, ella sonrió de un modo extraño y le dijo que no había nada nuevo bajo el sol, que ella había visto cosas, apariciones de hombres con cascos cornudos, que en una tierra vieja como Inglaterra no cabían historias nuevas, que hasta la última brizna de hierba había sido pisada cien mil veces. Durante largos períodos del día su charla se hacía divagatoria y difusa, pero en otros momentos se empeñaba en prepararle grandes comilonas, pastel de carne, ruibarbo picado con espesa crema, suculentos estofados y potajes. Y en todo momento mostraba una expresión de inexplicable contento, como si la presencia de Gibreel le produjera una profunda e insospechada alegría. Él iba con ella al pueblo, de compras; la gente miraba; ella, indiferente, andaba agitando imperiosamente el bastón. Pasaban los días. Gibreel no se iba.
«¡Maldita abuela inglesa!  —se decía—. Reliquia de una especie extinta. ¿Qué puñeta hago yo aquí?» Pero se quedaba, sujeto por cadenas no vistas. Y ella, a la menor oportunidad, cantaba una vieja canción en español de la que él no entendía ni palabra. ¿Sería algo de brujería? ¿Era ella una anciana Morgan Le Fay que cantaba para atraer a su cueva de cristal a un joven Merlin? Gibreel iba hacia la puerta; Rosa se ponía a cantar; él se paraba. «¿Por qué no, al fin y al cabo? —se decía él encogiéndose de hombros—. La vieja necesita compañía. Grandeza venida a menos, ¡por vida de! Hay que ver a lo que ha venido a parar. De todos modos, el descanso no me vendrá mal. Repondré fuerzas. Sólo un par de días.» Al anochecer, se sentaban en aquel salón repleto de adornos de plata, entre los que figuraba un cuchillo con puño de este metal, colocado debajo del busto de escayola de Henry Diamond que miraba desde lo alto de la vitrina del rincón, y cuando el reloj de pie daba las seis, él servía dos copas de jerez y ella se ponía a hablar, pero no sin antes decir indefectiblemente, con la regularidad de un reloj: El abuelo siempre llega cuatro minutos tarde, por cortesía, no le gusta ser excesivamente puntual. Y entonces ella empezaba, sin preocuparse del éraseunavez, y, tanto si era verdad como mentira, él podía advertir la fiera energía que ella ponía en el relato, las últimas desesperadas reservas de su voluntad que ella vertía en su historia, el único tiempo feliz que yo recuerde le dijo, de manera que él comprendía que aquel talego de retazos revuelto por la memoria era en realidad el corazón de la mujer, su autorretrato, la forma en que ella se miraba al espejo cuando estaba sola, y que aquella tierra plateada del pasado era su morada predilecta, no esta casa ruinosa en la que siempre estaba tropezando con las cosas —tirando mesitas o golpeándose con los picaportes — , llorando y exclamando: Todo se encoge.
Cuando, en 1935, Rosa zarpó para la Argentina, recién casada con el anglo-argentino don Enrique, de Los Álamos, él dijo eso es la pampa, señalando el océano. Sólo con mirarla no puedes darte cuenta de lo grande que es. Tienes que recorrerla, tienes que sentir su inmutabilidad día tras día. Hay lugares en los que el viento es tan fuerte como un puño, pero completamente silencioso, te tumba pero tú no oyes nada. Y es que no hay árboles: ni un ombú, ni un álamo, nada. Y, por cierto, mucho cuidado con las hojas del ombú. Veneno mortal. El viento no te mata, pero el jugo de las hojas, sí. Ella palmoteó como una niña. Vamos, vamos, Henry, vientos silenciosos, hojas venenosas. Haces que parezca un cuento de hadas. Henry, de cabello rubio, cuerpo blando, ojos grandes y mente lenta, la miró consternado. Oh, no, dijo. Tampoco es tan malo.
Ella se trasladó a aquella inmensidad cubierta por una infinita bóveda azul, porque Henry le hizo la pregunta trascendental y ella le dio la única respuesta que puede dar una soltera de cuarenta años. Pero, cuando llegó, se hizo a sí misma una pregunta más trascendental todavía: ¿de qué sería ella capaz en todo aquel espacio? ¿Hasta dónde le alcanzaría el valor, cómo podría ella extenderse? Sería buena o mala, se decía, lo importante era ser nueva. Nuestro vecino, el doctor Jorge Babington, dijo a Gibreel, me tenía atragantada, comprende, me contaba cuentos de los ingleses en América del Sur, todos, unas buenas piezas, decía con desdén, espías, bandidos y saqueadores. ¿Tan exóticos son en su fría Inglaterra? le preguntaba y luego contestaba su propia pregunta: No lo creo, señora. Apretujados en ese ataúd de isla, tienen que buscar más anchos horizontes para expresar su personalidad secreta.
El secreto de Rosa Diamond era un ansia de amor tan grande que nunca podría ser satisfecha por su pobre y prosaico Henry, eso era evidente, porque todo el romanticismo que cabía en aquel cuerpo fofo estaba reservado para los pájaros, halcones de pantano, vencejos, agachadizas. Él pasaba sus días más felices en un pequeño bote de remos, en las lagunas, entre los juncos, con los prismáticos en los ojos. Una vez, en el tren de Buenos Aires, avergonzó a Rosa al hacerle una demostración de sus cantos favoritos en el vagón restaurante, haciendo bocina con la mano: dormilón, ibis vanduria, trupial. ¿Por qué no puedes quererme a mí de esa manera?, deseaba preguntar ella, pero nunca se lo preguntó, porque para Henry ella era una buena muchacha, y la pasión era una excentricidad propia de otras razas. Ella se convirtió en el generalísimo de la estancia, y hacía lo posible para sofocar los malos pensamientos y deseos. Se acostumbró a salir de noche a pasear por la pampa, y se tendía en el suelo para mirar la galaxia de lo alto y, a veces, bajo la influencia de aquella brillante cascada de belleza, empezaba a temblar, a estremecerse de un profundo deleite y a tararear una música desconocida, y esta música estelar fue lo único que ella llegó a conocer del goce.
Gibreel Farishta: él sentía que los relatos de la mujer le envolvían como una telaraña reteniéndolo en aquel mundo perdido en el que todas las noches se sentaban a la mesa cincuenta hombres, y qué hombres, nuestros gauchos, nada serviles, muy bravos y orgullosos, mucho. Puros carnívoros; puede verlo en las fotos. Durante las largas noches de sus insomnios, ella le hablaba de la bruma de calor que se extendía por la pampa y los pocos árboles destacaban como islas y un jinete parecía un ser mitológico que galopara por la superficie del océano. Era como el fantasma del mar. Ella le contaba cuentos de fogata de campamento, como el del gaucho ateo que, cuando murió su madre, demostró que no existía el paraíso llamando a su espíritu todas las noches, siete noches seguidas. A la octava noche, anunció que, evidentemente, ella no le había oído, o habría vuelto para consolar a su amado hijo; por lo tanto, la muerte tenía que ser el fin de todo. Rosa le cautivaba con descripciones de los días en que llegaron los peronistas, con sus trajes blancos y su pelo planchado, y los peones los echaron, le contaba cómo los anglos construyeron los ferrocarriles para comunicar sus estancias, y los diques, también, la historia, por ejemplo, de su amiga Claudette, «una auténtica mujer fatal, amigo mío, que se casó con un ingeniero llamado Granger, desilusionando a la mitad del Hurlingham. Y se fueron a una presa que él construía y entonces se enteraron de que los rebeldes iban a volarla. Granger se fue a proteger la presa, llevándose a todos los hombres, y dejó a Claudette sola con la criada, y a que no lo adivina, a las pocas horas, la criada vino corriendo, señora, en la puerta hay un hombre tan grande como una casa. ¿Y quién si no? Un capitán rebelde. "¿Y su esposo, madame?" "Esperándole en la presa, como es su obligación." "Entonces, puesto que él no ha creído oportuno protegerla, la revolución la protegerá." Y puso guardias en la puerta, amigo mío, ¿qué le parece? Pero en la lucha murieron los dos, marido y capitán, y Claudette se empeñó en que les hicieran un funeral conjunto, vio bajar a la fosa los dos féretros, uno al lado del otro, y los lloró a los dos. Después de aquello, todos supimos que era peligrosa, trop fatale, ¿eh? ¡Y cómo! Trop recondenadamente fatale». En la extravagante historia de la bella Claudette, Gibreel oía la música de los propios anhelos de Rosa. En aquellos momentos, él la sorprendía mirándole por el rabillo del ojo y sentía un tirón en la región del ombligo, como si algo tratara de salir. Entonces ella desviaba la mirada, y la sensación se desvanecía. Quizá fuera sólo efecto secundario de la tensión.
Una noche él le preguntó si había visto los cuernos que habían salido a Chamcha en la cabeza, pero ella se quedó sorda y, en lugar de contestar, le explicó que solía sentarse en un taburete de lona, junto al galpón, o corral de los toros en Los Álamos, y los toros bravos se le acercaban y apoyaban la testuz en su regazo. Una tarde, una muchacha llamada Aurora del Sol, la novia de Martín de la Cruz, hizo un comentario descarado: creí que sólo les hacían eso a las vírgenes, dijo con audible susurro a sus amigas que contenían la risa, y Rosa se volvió hacia ella con una dulce sonrisa y respondió: Entonces, guapa, ¿te gustaría probar? Desde aquel día, Aurora del Sol, la mejor bailarina de la estancia y la más bonita de todas las criadas, se convirtió en enemiga mortal de la mujer del otro lado del mar, demasiado alta y demasiado delgada.
«Usted es idéntico a él —dijo Rosa Diamond, mientras los dos estaban en su ventana nocturna, uno al lado del otro, mirando al mar—. Su doble. Martín de la Cruz.» Al oír el nombre del gaucho, Gibreel sintió un dolor tan fuerte en el ombligo, un tirón, como si alguien le clavara un garfio en el vientre, que de su garganta se escapó un grito. Rosa Diamond no pareció oírlo. «Mire —gritó muy contenta—. Mire allí.»
Corriendo por la playa a medianoche, en dirección a la atalaya y la zona de acampada, por la misma orilla, de manera que la marea que estaba subiendo borraba sus huellas, zigzagueando y fintando, corriendo por su vida, venía un avestruz adulto de tamaño natural. Huyó por la playa, y los ojos de Gibreel le siguieron, admirados, hasta que se perdió en la oscuridad.


*    *    *


Lo que vino después ocurrió en el pueblo.  Habían ido a recoger un pastel y una botella de champán porque Rosa había recordado que aquel día cumplía ochenta y nueve años. Su familia había sido expulsada de su vida, por lo que no hubo tarjetas de felicitación ni llamadas telefónicas. Gibreel insistió en que había que celebrarlo, y le mostró el secreto que guardaba dentro de la camisa: un ancho cinturón lleno de libras esterlinas adquiridas en el mercado negro antes de salir de Bombay. «También, tarjetas de crédito en profusión —dijo—. Yo no soy un indigente. Vamos, yo invito.» Ahora estaba tan hechizado por el embrujo narrativo de Rosa que de día en día olvidaba que tenía una vida a la que volver, una mujer a la que sorprender con el simple hecho de estar vivo, y demás pensamientos por el estilo. Caminaba sumiso detrás de Mrs. Diamond, cargado con las bolsas de la compra.
Gibreel estaba esperando en una esquina mientras Rosa charlaba con el panadero cuando volvió a sentir el garfio en el vientre y se apoyó en un farol, jadeando. Oyó ruido de cascos y, por la esquina, vio llegar una carreta llena de gente joven vestida como para un baile de máscaras: los hombres, con pantalón negro ceñido a la pantorrilla por botones de plata y camisa blanca abierta hasta casi la cintura, y las mujeres, con anchas faldas de volantes de colores chillones, escarlata, esmeralda, oro. Cantaban en lengua extranjera, y su alegría hacía que la calle pareciera oscura y triste, pero Gibreel comprendió que allí ocurría algo extraño, porque en la calle nadie más parecía fijarse en el carro. Entonces Rosa salió de la pastelería con el paquete suspendido del dedo índice de la mano izquierda y exclamó: «Oh, ahí vienen ya para el baile. A menudo había bailes, ¿sabe? A ellos les gusta, lo llevan en la sangre.» Y, después de una pausa, agregó: «Fue el baile en el que él mató al buitre.»
Fue el baile en el que un tal Juan Julia, apodado El Buitre por su cadavérico semblante, bebió demasiado e insultó el honor de Aurora del Sol, y no paró hasta que Martín no tuvo más remedio que pelear, eh, Martín, por qué te gusta tanto follar con ésa. Yo creía que era muy sosa. «Vámonos del baile», dijo Martín y, en la oscuridad, recortando sus siluetas sobre el resplandor de los farolillos colgados de los árboles alrededor de la pista de baile, los dos hombres se envolvieron el antebrazo con el poncho, sacaron el cuchillo, dieron vueltas y lucharon. Juan murió. Martín de la Cruz tomó el sombrero del muerto y lo arrojó a los pies de Aurora del Sol. Ella recogió el sombrero y siguió con la mirada al hombre que se alejaba.
Rosa Diamond, a los ochenta y nueve años, con un vestido plateado ceñido al cuerpo, boquilla en una enguantada mano y un turbante de plata en la cabeza, bebía gin-and-sin en una copa cónica verde y hablaba de los viejos buenos tiempos. «Quiero bailar —dijo de pronto—. Es mi cumpleaños y no he bailado ni una sola vez.»


*    *    *


El esfuerzo de aquella noche en la que Rosa y Gibreel bailaron hasta el amanecer resultó excesivo para la anciana, que al día siguiente tuvo que quedarse en la cama con unas décimas de fiebre que provocaron nuevas apariciones delirantes: Gibreel vio a Martín de la Cruz y Aurora del Sol bailar flamenco en el tejado de dos aguas de la casa Diamond, y a peronistas vestidos de blanco que hablaban del futuro a una concentración de peones en el cobertizo: «Con Perón, estas tierras serán expropiadas y repartidas entre el pueblo. Los ferrocarriles ingleses también pasarán a ser propiedad del Estado. Vamos a echar a esos bandidos, a esos piratas...» El busto de escayola de Henry Diamond flotaba en el aire, observando la escena, y un agitador vestido de blanco gritó, señalándolo con el dedo: Ahí está vuestro opresor; ahí está el enemigo. A Gibreel le dolía tanto el vientre que temía por su vida, pero en el mismo instante en que su razón le sugería la posibilidad de una úlcera o una apendicitis, el resto de su cerebro le susurraba la verdad: que la voluntad de Rosa lo tenía prisionero y lo manipulaba, del mismo modo que el ángel Gibreel había sido obligado a hablar por la irresistible necesidad de Mahound, el Profeta.
«Se muere —pensó—. No durará mucho.» Rosa Diamond, revolviéndose en las garras de la fiebre, hablaba del veneno del ombú y de la antipatía de su vecino, el doctor Babington, que preguntó a Henry ¿su esposa es quizá lo bastante pacífica para la vida pastoral? y (cuando ella se recuperó del tifus) le regaló un ejemplar de los relatos de los viajes de Americo Vespucci. «Este hombre era un gran imaginativo, desde luego —sonrió Babington—. Pero la imaginación puede ser más fuerte que los hechos; después de todo, le pusieron su nombre a continentes.» Cuanto más se debilitaba más energías vertía ella en sus sueños de la Argentina, y Gibreel sentía como si el ombligo le ardiera. Estaba derrumbado en una butaca, al lado de la cama, y, según transcurrían las horas, se multiplicaban las apariciones. Llenaba el aire una música de instrumentos de viento de madera y, lo más maravilloso, muy cerca de la orilla, apareció una pequeña isla blanca que se mecía en las olas como una balsa; era tan blanca como la nieve, con una playa de arena blanca que se elevaba hasta un grupo de árboles albinos, blancos como el hueso, blancos como el papel hasta las puntas de las hojas.
Después de la aparición de la isla blanca, Gibreel cayó en un profundo letargo. Repantigado en la butaca del dormitorio de la moribunda, se le cerraban los párpados, sentía cómo el peso de su cuerpo aumentaba hasta que todo movimiento resultó imposible. Entonces se vio en otra habitación, con pantalón negro con botones de plata en las pantorrillas y una gran hebilla en la cintura. ¿Me mandó usted llamar, don Enrique?, decía al hombre corpulento y blando que tenía la cara blanca como un busto de escayola, pero él sabía quién le había mandado llamar, y no apartaba los ojos de la cara de la mujer, ni siquiera cuando la vio sonrojarse sobre el cuello de encaje fruncido.
Henry Diamond se negó a permitir a las autoridades que intervinieran en el asunto de Martín de la Cruz, esta gente son responsabilidad mía, dijo a Rosa, es cuestión de honor. No contento con ello, se esforzaba por demostrar su confianza en el homicida De la Cruz, por ejemplo, nombrándole capitán del equipo de polo de la estancia. Pero don Enrique nunca volvió a ser el mismo después de que Martín matara al Buitre. Cada vez se cansaba más fácilmente y se le veía inquieto y distraído y hasta perdió el interés por los pájaros. Las cosas empezaron a decaer en Los Álamos, imperceptiblemente al principio y luego con más claridad. Volvieron los hombres del traje blanco y esta vez no fueron expulsados. Cuando Rosa Diamond contrajo el tifus, había muchos en la estancia que lo consideraron señal de la decadencia de la hacienda.
Qué hago yo aquí, pensó Gibreel con viva alarma, al verse de pie delante de don Enrique, en el despacho del estanciero, mientras doña Rosa se sonrojaba en su rincón, éste es el lugar de otra persona. Gran confianza en ti —decía Henry, no en inglés, pero, no obstante, Gibreel le entendía—. Mi esposa tiene que hacer una excursión en coche, aún está convaleciente, y tú la acompañarás... En Los Álamos hay responsabilidades que me impiden ir a mí. Ahora tengo que hablar yo, pero qué digo, y cuando abrió la boca salieron palabras extrañas, será un honor para mí, don Enrique, taconazo, inedia vuelta, mutis.
Rosa Diamond, con su debilidad de ochenta y nueve años, había empezado a soñar la más importante de sus historias que había reservado durante más de medio siglo, y Gibreel iba a caballo detrás de su Hispano-Suiza, de estancia en estancia, por un bosque de arrayanes, a los píes de la alta cordillera, llegando a estancias pintorescas, construidas al estilo de castillos escoceses o palacios indios, visitando las tierras de Mr. Cadwallader Evans, el de las siete esposas que estaban encantadas por tener sólo una noche de servicio a la semana, y los territorios del tristemente célebre MacSween, que se había enamorado de las ideas que llegaban a la Argentina desde Alemania y empezaba a hacer ondear del asta de su estancia una bandera roja en cuyo centro, dentro de un círculo blanco, bailaba una cruz negra y retorcida. Fue en la estancia de MacSween donde cruzaron la laguna y Rosa vio por primera vez la isla blanca de su destino, y se empeñó en almorzar allí, pero sin que la acompañaran ni la doncella ni el chófer, llevándose sólo a Martín de la Cruz para que remara y extendiera una manta escarlata en la arena blanca y le sirviera la carne y el vino.
Blanco como la nieve, rojo como la sangre y negro como el ébano. Cuando ella, con su falda negra y su blusa blanca, se hallaba sentada sobre el escarlata que, a su vez, estaba extendido sobre el blanco, y él (también de blanco y negro) echaba vino rojo en una copa que ella sostenía con su mano enguantada en blanco, entonces, para asombro de sí mismo, él, maldición y condenación, él le tomó la mano y empezó a besarla, algo ocurrió, la escena se difuminó y al minuto estaban tendidos en la manta escarlata, rodando sobre los quesos, los fiambres y las ensaladas y patés, que quedaron aplastados bajo el peso de su deseo, y cuando volvieron al Hispano-Suiza fue imposible ocultar nada al chófer y a la doncella, por las manchas de comida de sus ropas; pero al minuto siguiente ella se apartaba de él no con crueldad sino con tristeza, retirando la mano y moviendo ligeramente la cabeza, no, y él, de pie, se inclinó y retrocedió, dejándola con la virtud y el almuerzo intactos, las dos posibilidades se alternaban mientras Rosa se moría dando vueltas en la cama, ¿lo hizo, no lo hizo?, elaborando la última versión de la historia de su vida, incapaz de decidir cuál de las dos quería que fuera cierta.


*    *    *


«Me vuelvo loco —pensaba Gibreel—. Ella se muere, pero yo pierdo el juicio.» Había salido la luna y la respiración de Rosa era el único sonido de la habitación: roncaba, al inhalar y al exhalar el aire penosamente, con un leve gruñido. Gibreel trató de levantarse de la butaca y descubrió que no podía. Incluso en aquellos intervalos entre visiones, su cuerpo seguía estando increíblemente pesado. Como si tuviera un pedrusco en el pecho. Y las imágenes, cuando llegaban, seguían siendo confusas, de manera que en un momento estaba en un granero de Los Álamos con ella en brazos, que susurraba su nombre una y otra vez, Martín de la Cruz, y al momento siguiente ella le trataba con indiferencia ante los ojos atentos de una cierta Aurora del Sol, de manera que no era posible distinguir el recuerdo del deseo, ni las rememoranzas culpables de las verdades confesables, porque ni en su lecho de muerte Rosa Diamond sabía cómo contemplar su pasado.
La luna entraba en la habitación. Cuando dio a Rosa en la cara, parecía que la atravesaba, y Gibreel incluso empezaba a distinguir la muestra del encaje de la almohada. Entonces vio a don Enrique y a su amigo, el puritano y severo doctor Babington, de pie en el balcón, tan sólidos como puedas desear. Gibreel creyó advertir que, a medida que las apariciones ganaban consistencia, Rosa quedaba más y más desdibujada, diluyéndose como si se intercambiara por los fantasmas. Y, puesto que él también había comprendido que las manifestaciones dependían de él, de aquel dolor de su vientre, del peso de la piedra en su pecho, empezó a temer por su propia vida.
«Querías que falsificara el certificado de defunción de Juan Julia —decía el doctor Babington—. Lo hice por nuestra amistad. Pero estuvo mal y ahora veo el resultado. Has amparado a un homicida y quizás es tu propia conciencia la que te consume. Vuelve a casa, Enrique, vuelve a casa, y llévate a esa mujer tuya, antes de que ocurra algo peor.»
«Ésta es mi casa —dijo Henry Diamond—. Y no me gusta que hables de mi esposa en ese tono.»
«Dondequiera que los ingleses se instalen, nunca salen de Inglaterra —dijo el doctor Babington, mientras se deshacía en el claro de luna—. A no ser que, como doña Rosa, se enamoren.»
Una nube pasó sobre la luna y, ahora que el balcón estaba vacío, Gibreel Farishta consiguió por fin dejar la butaca y ponerse de pie. Caminar era como arrastrar por el suelo una bola y una cadena, pero llegó a la ventana. En todas las direcciones y hasta donde alcanzaba la vista, había unos cardos gigantes que se mecían en la brisa. Donde antes estuviera el mar había ahora un océano de cardos que llegaba hasta el horizonte, tan altos como un hombre. Entonces Gibreel oyó la voz incorpórea del doctor Babington que murmuraba a su oído: «La primera plaga de cardos en cincuenta años. Al parecer, el pasado vuelve.» Vio a una mujer correr entre la espesa maleza, descalza, con el negro pelo suelto. «Lo hizo ella —la voz de Rosa dijo claramente a su espalda—. Después de engañarle con el Buitre y de convertirle en asesino. Él no quería ni mirarla después de aquello. Oh, es muy peligrosa esa mujer. Mucho.» Gibreel perdió a Aurora del Sol entre los cardos; un espejismo borró al otro.
Sintió que algo le agarraba por la espalda, le hacía girar y lo tumbaba de espaldas. Allí no había nadie, pero Rosa Diamond estaba sentada en la cama, muy erguida, mirándole con ojos muy abiertos, haciéndole comprender que había abandonado la esperanza de aferrarse a la vida y que le necesitaba para ayudarle a completar la última revelación. Como le ocurriera con el comerciante de su sueño, él se sentía inerme, ignorante... ella, empero, parecía saber cómo extraer de él las imágenes. Él vio un reluciente cordón que los unía ombligo con ombligo.
Él estaba ahora al lado de un estanque en la inmensidad de los cardos, abrevando el caballo, y ella llegaba cabalgando en su yegua. Ahora él la abrazaba, le soltaba la ropa y el pelo, y luego yacían juntos. Ella le susurraba cómo es posible que te guste si soy mucho más vieja que tú y él le decía palabras tranquilizadoras.
Ahora ella se levantaba, se vestía y se alejaba en su yegua, y él se quedaba allí, con el cuerpo lánguido y caliente, sin advertir que una mano de mujer salía de los cardos y agarraba el cuchillo de puño de plata.
¡No! ¡No! ¡Así no!
Ahora ella llegaba cabalgando hasta la orilla del estanque y en el momento en que desmontaba, mirándole nerviosamente, él se abalanzaba sobre ella, le decía que no podía seguir soportando su desprecio y caían juntos al suelo, ella gritaba, él le arrancaba la ropa, y las manos de ella, que le arañaban, tropezaban con el mango del cuchillo.
¡No! ¡No, nunca, no! Así, ¡ahora!
Los dos estaban tiernamente abrazados, con muchas caricias lentas; y entonces un tercer jinete entraba en el claro junto al estanque, y los amantes se separaban; y entonces don Enrique sacaba su pequeña pistola y apuntaba al corazón de su rival, y él sintió que Aurora le clavaba el cuchillo en el corazón, una y otra vez, ésta por Juan y ésta por dejarme, y ésta por tu distinguida puta inglesa, y él sentía en el corazón el cuchillo de su víctima que Rosa le clavaba una vez y otra, y otra, y después de que la bala de Henry le matara, el inglés tomaba el puñal del muerto y se lo clavaba muchas veces en la herida sangrante.
Entonces, Gibreel, con un alarido, perdió el conocimiento.
Cuando volvió en sí, la anciana de la cama hablaba consigo misma, con una voz tan débil que él casi no podía distinguir las palabras. «Llegó el pampero, el viento del Suroeste, que doblaba los cardos. Entonces lo encontraron, o quizás antes.» El fin de la historia. Cómo Aurora del Sol escupió a la cara a Rosa Diamond en el funeral de Martín de la Cruz. Cómo se acordó que nadie fuera acusado del asesinato, a condición de que don Enrique se llevara cuanto antes a doña Rosa a Inglaterra. Cómo subieron al tren en la estación de Los Álamos y los hombres del traje blanco estaban en el andén con sus sombreros borsalino, para asegurarse de que se marchaban. Cómo, una vez arrancó el tren, Rosa Diamond abrió el maletín de mano en el asiento y dijo en tono de desafío: Me he llevado una cosa, un pequeño recuerdo. Y de un hato sacó un cuchillo de gaucho con mango de plata.
«Henry murió durante el primer invierno de nuestro regreso. Después, no ocurrió nada más. La guerra. El fin. — Hizo una pausa—. Tener que reducirse a esto, habiendo conocido aquella inmensidad. No se soporta. —Y, después de otro silencio—: Todo se encoge.»
El claro de luna fluctuó, y Gibreel sintió que le quitaban un peso de encima, tan bruscamente que le dio la impresión de que se elevaría hasta el techo. Rosa Diamond yacía quieta, con los ojos cerrados y los brazos descansando en la colcha de retazos. Estaba normal. Gibreel comprendió que ya nada le impediría salir por la puerta.
Bajó las escaleras con cuidado, todavía con piernas un poco inseguras; encontró una pesada gabardina de Henry Diamond y un sombrero flexible de fieltro gris, dentro del cual el nombre de don Enrique había sido bordado por la mano de su esposa, y salió sin mirar atrás. En cuanto cruzó el umbral, el viento le arrancó el sombrero y se lo llevó rodando por la playa. Él corrió tras él, lo cogió y se lo encasquetó. Londres, shareef, allá voy. Tenía la ciudad en el bolsillo: Geographers' London, la guía de la metrópoli, muy sobada, de la A a la Z.
«¿Qué hago? —pensaba—. ¿Llamo o no llamo? No; me presento sin más, toco el timbre y digo nena, tu sueño se ha hecho realidad, del fondo del mar a tu cama, hace falta algo más que una catástrofe aérea para mantenerme lejos de ti... Bueno, quizá no exactamente así sino algo por el estilo. Sí. La sorpresa es la mejor táctica. Allie Bibi, ay de ti.»
Entonces oyó el canto. Venía del cobertizo del pirata tuerto pintado en la pared, y la canción era extraña pero familiar: era una canción que Rosa Diamond tarareaba con frecuencia, y la voz también era familiar, aunque un poco diferente, menos temblona; más joven. Inexplicablemente, la puerta del cobertizo estaba abierta y el viento la batía. Él fue hacia la canción.
«Quítate la gabardina», dijo. Ella vestía como el día de la isla blanca: falda y botas negras y blusa de seda blanca, sin sombrero. Él extendió la gabardina en el suelo del cobertizo. Su forro escarlata relucía en aquel pequeño espacio iluminado por el claro de luna. Ella se tendió entre el revoltijo de una vida inglesa, palos de criquet, una pantalla amarillenta, jarrones desportillados, una mesita plegable, baúles, y extendió un brazo hacia él. Él se tendió a su lado.
«¿Cómo puedo gustarte? —murmuró—. Soy mucho mayor que tú.»























3



Cuando le quitaron el pijama, en el furgón sin ventanas de la policía y él vio el vello espeso y rizado que le cubría los muslos, Saladin Chamcha se derrumbó por segunda vez aquella noche; pero ahora empezó a reír histéricamente, contagiado quizá por la persistente hilaridad de sus captores. Los tres funcionarios de inmigración estaban muy animados, y fue uno de ellos —el tipo que ponía los ojos en blanco y que resultó llamarse Stein— quien «desenfundó» a Saladin al grito de «¡Hora de abrir los regalos, "paki"; vamos a ver de qué estás hecho!» Arrancaron las rayas rojas y blancas a Chamcha que protestaba echado en el suelo del furgón con dos gruesos policías sujetándole cada brazo y la bota de un quinto agente firmemente plantada en el pecho, pero sus protestas quedaron ahogadas por la festiva algarabía. Sus cuernos tropezaban con las cosas, las paredes y el suelo del furgón o la espinilla de un policía —en cuyo caso era sacudido contundentemente por el agente de la ley, comprensiblemente furioso— y estaba, en suma, de un humor más negro que nunca en la vida. No obstante, al ver lo que había debajo del pijama prestado, no pudo impedir que una risita de incredulidad se le escapara entre los dientes.
Sus muslos se habían vuelto mucho más anchos y robustos, además de peludos. Debajo de las rodillas terminaba el vello y sus piernas se afinaban en unas pantorrillas duras y casi descarnadas, rematadas por un par de relucientes pezuñas como las de cualquier carnero. Saladin también quedó asombrado al ver el pene, considerablemente aumentado y bochornosamente erecto, un órgano que no pudo reconocer como propio sino con gran dificultad. «¿Y qué es esto? —bromeó Novak, anteriormente llamado "Siseos", dándole un pellizquito—. ¿Te gusta alguno de nosotros?» A lo que "Gemidos", el funcionario de inmigración Joe Bruno, se descargó una palmada en un muslo, dio a Novak un codazo en el costado y gritó: «Na, no es eso. Es que, por fin, le hemos cabreado.»
«¡Ya lo pesqué!», gritó Novak mientras accidentalmente golpeaba con el puño los desarrollados testículos de Saladin. «¡Je! ¡Je! —gargarizó Stein con lágrimas en los ojos—. Ésta es todavía mejor... ¡No es de extrañar que esté tan jodidamente cachondo!»
A lo que los tres, repitiendo muchas veces «Cabreado... cachondo...», se abrazaron dando alaridos de hilaridad. Chamcha quería decir algo, pero temía averiguar que su voz se había transformado en balido y, además, la bota del agente estaba oprimiéndole el pecho con más fuerza que nunca y le costaba trabajo articular palabras. Lo que desconcertaba a Chamcha era que una circunstancia que le parecía totalmente insólita y sin precedentes —es decir, su metamorfosis en criatura sobrenatural— fuera tratada por los otros como si fuera lo más trivial y normal que pudieran imaginar. «Esto no es Inglaterra», pensó y no por primera ni por última vez. ¿Cómo podía ser, después de todo; dónde, en aquel país moderado y lleno de sentido común, cabía un furgón como aquél, en cuyo interior semejantes hechos podían ser tratados como cosas plausibles? Se sentía impulsado hacia la conclusión de que, en realidad, había muerto cuando el avión estalló y todo lo que había seguido era una especie de más allá. En tal caso, su rechazo de tantos años de la vida eterna empezaba a resultar bastante ridículo. Pero, ¿en dónde, en todo esto, había un atisbo de un Ser Supremo, ya fuera benévolo o maligno? ¿Por qué el purgatorio, o el infierno, o lo que fuera este lugar, se parecía tanto a aquel Sussex de premios y hadas que todo colegial conocía? Quizá, pensó, no había muerto en la catástrofe del Bostan sino que se encontraba gravemente enfermo en algún hospital, aquejado de delirio. Esta explicación le atraía, especialmente porque restaba significado a cierta llamada telefónica nocturna y a una voz masculina que en vano él trataba de olvidar... Sintió un fuerte puntapié en las costillas, lo bastante doloroso y real como para hacerle dudar de la verdad de tales teorías de la alucinación. Concentró su atención en el presente, un presente en el que figuraba un furgón de policía que contenía tres funcionarios de inmigración y cinco policías y que, por lo menos de momento, era todo el universo que él poseía. Un universo de miedo.
Novak y los demás habían perdido bruscamente la alegría. «Animal», le insultó Stein administrándole una serie de puntapiés, y Bruno se sumó a él: «Todos sois iguales. No se puede esperar de los animales que observen normas civilizadas. ¿Eh?» Y Novak tomó el hilo: «Estamos hablando de jodida higiene personal, cerdo.»
Chamcha estaba perplejo. Luego, observó que en el suelo del furgón había aparecido un gran número de cositas blandas y redondas. Se sintió abrumado por la mortificación y la vergüenza. Al parecer, hasta sus procesos naturales eran caprinos. ¡Qué humillación! ¡Él, que era —que tanto se había esforzado por ser— un hombre sofisticado! Semejante degradación podía ser propia de la chusma de las aldeas de Sylhet o de los talleres de reparación de bicicletas de Gujranwala, pero él era de otra madera. «Miren ustedes, señores míos —empezó tratando de adoptar un tono de autoridad que era bastante difícil de conseguir en aquella postura tan poco digna, tendido de espaldas esparrancado, entre montones de bolitas de su propio excremento—, señores míos, les conviene reparar su error antes de que sea tarde.»
Novak puso una mano detrás de la oreja. «¿Qué ha sido ese ruido?», preguntó, mirando en derredor, y Stein dijo: «A mí que me registren.» «Ha sonado así —describió Joe Bruno que, haciendo bocina con las manos, bramó—: ¡Maa-aa-aa!» Entonces los tres volvieron a reír, de manera que Saladin no pudo saber si estaban insultándole o si sus cuerdas vocales habían sido infectadas, como temía él, por aquella macabra demoniasis que le había acometido sin el menor aviso. Estaba tiritando otra vez. La noche era muy fría.
El funcionario Stein, que parecía ser el jefe de la trinidad o, por lo menos, primus inter pares, volvió bruscamente al tema de las bolitas que rodaban por el suelo del furgón. «En este país —informó a Saladin—, cada cual limpia lo que ensucia.»
El policía dejó de mantenerle echado y tiró de él obligándole a arrodillarse. «Eso es —dijo Novak—. Límpialo.» Joe Bruno puso una mano grande en la nuca de Chamcha y le empujó la cabeza hacia el suelo. «Empieza —dijo en tono coloquial—. Cuanto antes empieces, antes acabarás.»


*    *    *


Mientras realizaba (por no tener alternativa) el ritual último y más inmundo de su humillación injustificada —o, dicho con otras palabras, mientras las circunstancias de su vida milagrosamente salvada se hacían más infernales y escandalosas—, Saladin Chamcha empezó a advertir que los tres funcionarios de inmigración ya no se conducían de un modo tan extraño como al principio. En primer lugar, ya no se parecían entre sí en nada. El oficial Stein, a quien sus colegas llamaban «Mack» o «Jockey», resultó un hombre corpulento con una narizota en forma de montañas rusas y un acento exageradamente escocés. «Así se hace —observó con aprobación mientras Chamcha masticaba tristemente—. ¿Actor has dicho? A mí me gusta ver trabajar a un buen cómico.»
Esta observación indujo al oficial Novak —es decir, «Kim»—, que había adquirido una coloración alarmantemente pálida, una cara ascética y delgada que recordaba un icono medieval, y un pliegue en el entrecejo que sugería un profundo tormento interior, le indujo, decía, a lanzarse a una breve perorata acerca de los artistas de las series de telefilmes y presentadores de concursos de televisión que más le gustaban, mientras que el oficial Bruno, que, según observó Chamcha con cierta sorpresa, se había convertido en un sujeto extraordinariamente bien parecido, con el pelo brillante y engominado, peinado con raya en medio y una barba rubia que contrastaba dramáticamente con el tono más oscuro del cabello, Bruno, el más joven de los tres, preguntó lascivamente qué había de las mujeres, que eso era lo bueno. Este nuevo enfoque animó a los tres a rivalizar en la narración de anécdotas de la más diversa especie que dejaban sin terminar, cuajadas de frases de doble significado, pero cuando los cinco policías trataron de meter baza, los tres funcionarios cerraron filas, adoptaron un aire severo y pusieron a los policías en su lugar. «Los niños —les reprendió Mr. Stein— son para vistos y no para oídos.»
Para entonces Chamcha sufría violentas arcadas provocadas por su comida y se obligaba a no vomitar, porque sabía que semejante error no haría sino prolongar sus desdichas. Gateaba por el suelo del furgón, buscando las bolitas de su tortura que rodaban de un lado al otro, y los policías, que necesitaban una válvula de escape para la frustración engendrada por el rapapolvo del oficial de inmigración, empezaron a insultar rotundamente a Saladin y a tirar del pelo de su anca, para aumentar su incomodidad y su bochorno. Luego, los cinco policías, con acento de desafío, iniciaron su propia versión de la conversación de los funcionarios de inmigración y se pusieron a analizar los méritos de diversas artistas de cine, jugadores de dardos, luchadores profesionales y similares; pero, puesto que la arrogancia de «Jockey» Stein les había puesto de mal humor, no conseguían mantener el tono abstracto e intelectual de sus superiores y empezaron a pelearse acerca de los respectivos méritos del equipo del Tottenham Hotspur que consiguió el «doblete» en los años sesenta y el poderoso Liverpool de la actualidad, conversación en la que los partidarios del Liverpool provocaron a los fans del Tottenham diciendo que el gran Danny Blanchflower era un jugador «de lujo», un bollito de crema, flor por el apellido y por naturaleza, a lo que la afición ofendida respondió gritando que, en el Liverpool, los sarasas eran los seguidores, que los del Tottenham podían despedazarlos con los brazos atados a la espalda. Desde luego, todos los policías estaban familiarizados con las técnicas de los hooligans futboleros, ya que habían pasado muchos sábados de espaldas al campo, vigilando a los espectadores en los diversos estadios del país, y a medida que la discusión se acaloraba, llegaron al extremo de desear demostrar a sus colegas oponentes exactamente lo que quería decir aquello de «despedazar», «zumbar», «embotellar» y demás. Los coléricos bandos se miraban con ojos llameantes y de repente, todos a la vez, se volvieron contra la persona de Saladin Chamcha. Bien, el barullo en el furgón era cada vez mayor —y es cierto que Chamcha en parte era responsable, porque él había empezado chillando como un cerdo— y los jóvenes bobbies pateaban y sacudían diversas partes de su anatomía utilizándolo al mismo tiempo de conejo de Indias y de válvula de escape, procurando, eso sí, a pesar de su excitación, limitar los golpes a las partes más blandas y carnosas, a fin de reducir al mínimo el riesgo de fracturas y hematomas; y cuando Jockey, Kim y Joey vieron lo que hacían sus subordinados, optaron por la tolerancia, porque hay que dejar que los chicos se diviertan.
Además, aquella conversación acerca del espectáculo indujo a Stein, Bruno y Novak al examen de asuntos de más trascendencia y ahora, con expresión solemne y voces graves, hablaban de la necesidad, en este día y época, de aumentar la observación, no simplemente en el sentido de «mirar», sino en el de «vigilar». La experiencia de los jóvenes policías era extraordinariamente importante, declaró Stein: mirar al público, no al juego. «La vigilancia permanente es el precio de la libertad», proclamó.
«Eech —gritó Chamcha, incapaz de evitar la interrupción—. Aaaj, unnnch, ouoooo.»


*    *    *


Al cabo de un tiempo, invadió a Saladin una extraña abulia. No tenía la menor idea de cuánto tiempo llevaban viajando en el furgón de sus desdichas, ni hubiera podido aventurar una suposición acerca de la proximidad de su destino, a pesar de que en sus oídos repicaba con más y más fuerza el sonsonete de eleoene, deerreeese, Londres. Los golpes que llovían sobre él los sentía suaves como caricias de enamorada; la grotesca visión de su cuerpo transformado ya no le horrorizaba; incluso las últimas bolitas de cabra habían dejado de remover su martirizado estómago. Aturdido, se acurrucó en su pequeño mundo, tratando de hacerse lo más pequeño posible, con la esperanza de que al fin conseguiría desaparecer del todo y así recobrar la libertad.
La conversación acerca de técnicas de vigilancia había reunido a funcionarios de inmigración y policías, limando la aspereza de las palabras de severa reprimenda de Stein. Chamcha, el insecto en el suelo del furgón, oía, lejanas, como a través de un auricular telefónico, las voces de sus captores que hablaban animadamente de la necesidad de aumentar el material de vídeo en los espectáculos públicos y de las ventajas de la informática y, lo que parecía ser una contradicción, de la eficacia de dar un pienso enriquecido a los caballos de la policía la noche antes de un partido importante, porque cuando los desarreglos digestivos de la caballería rociaban de mierda a las masas siempre las provocaban a la violencia, y entonces nosotros podemos entrar a modo. Chamcha, incapaz de conseguir que este universo de telefilmes, partidodelajornada, policías y ladrones formara un conjunto coherente, cerró los oídos a la cháchara y se quedó escuchando la palabra que era deletreada en su cerebro.
Entonces saltó la chispa.
«¡Pregunten al ordenador!»
Tres funcionarios de inmigración enmudecieron cuando la hedionda criatura se irguió y les chilló. «¿Qué dice? —preguntó el más joven de los policías, uno de los hinchas del Tottenham por cierto, con aire dubitativo—. ¿Le atizo?»
«Yo me llamo Salahuddin Charnchawala, nombre artístico Saladin Chamcha —gimió el semichivo—. Soy miembro de Actors' Equity, la Asociación Automovilística y el Garrick Club. El número de matrícula de mi coche es talytal. Pregunten al ordenador. Por favor.»
«¿A quién se la quieres dar? —preguntó uno de los hinchas del Liverpool, pero parecía inseguro—. Mírate, tú eres un "paki" de mierda. ¿Sally-qué? ¿Qué nombre es ése para un inglés?»
Chamcha encontró en algún sitio un punto de indignación. «¿Y ellos? —preguntó señalando con un movimiento de cabeza a los funcionarios de inmigración—. Por el nombre, no me parecen muy anglosajones.»
Durante un momento, dio la impresión que todos iban a echársele encima y descuartizarlo por su temeridad, pero al fin el oficial Novak, cara de calavera, se limitó a darle varios cachetes mientras respondía: «Yo soy de Weybridge, capullo. Fíjate bien: Weybridge, donde vivían los jodidos Beatles.»
«Vale más que lo comprobemos», dijo Stein. Tres minutos y medio después, el furgón se detenía y los tres funcionarios de inmigración, los cinco agentes de policía y un conductor celebraban una conferencia de urgencia —estamos en un atolladero de mierda— y Chamcha observó que ahora los nueve volvían a parecerse, que la tensión y el miedo los igualaban. No tardó en comprender que la llamada al Ordenador Central de la Policía, que prestamente lo había identificado como Ciudadano Británico de Primera, lejos de mejorar su situación, le había colocado en una situación más peligrosa todavía.
«Podríamos decir que lo encontramos en la playa, sin sentido», dijo uno de los nueve. «No vale —fue la respuesta—, a causa de la vieja y el fulano.» «Bien, pues se resistió al arresto, se puso violento y, en el altercado, se desmayó.» «O la vieja chocheaba y no había manera de entenderla y el otro tío, comosellame, no dijo ni mu, y en cuanto a este fulano, no hay más que verlo, tiene la mismísima pinta del diablo, ¿qué podíamos pensar nosotros?» «Y entonces va y se nos desmaya, de manera que qué podíamos hacer nosotros, pregunto yo, Señoría, sino llevarlo a la enfermería del Centro de Detenidos, para que lo atendieran y tuvieran en observación e interrogaran, según las normas para estos casos. ¿Qué os parece algo por el estilo?» «Somos nueve contra uno, pero la vieja y el otro fulano lo lían todo.» «Mira, luego lo pensamos, ahora lo primero, insisto, es dejarlo inconsciente.» «De acuerdo.»


*    *    *


Chamcha despertó en una cama de hospital sacando una especie de lodo verde de los pulmones. Sentía los huesos como si alguien se los hubiera metido en un frigorífico durante mucho tiempo. Empezó a toser y, cuando se le pasó la tos, al cabo de diecinueve minutos y medio, volvió a aletargarse, sin haber reparado en ningún detalle de su actual paradero. Cuando volvió otra vez a la superficie, una cara de mujer le miraba cordialmente con una sonrisa de aliento. «Pronto estará bien —dijo dándole una palmada en un hombro—. Un poco de pulmonía y nada más. —Se presentó, era Hyacinth Phillis, su fisioterapeuta. Y agregó—: Yo nunca juzgo a las personas por su aspecto. No, señor. No vaya usted a creer.»
Con estas palabras, le puso de lado, le colocó una cajita de cartón al lado de la boca, se levantó la bata blanca, se quitó los zapatos y, de un atlético salto, se subió a la cama, a horcajadas de Chamcha, ni más ni menos que si él fuera un caballo y ella pensara hacerle cruzar los biombos que rodeaban su cama para llevarlo por sabe Dios qué paisajes encantados. «Órdenes del doctor —explicó ella—. Sesiones de treinta minutos, dos veces al día.» Sin más preámbulos, empezó a sacudirle el tórax con puños blandos, briosos y, evidentemente, expertos.
Para el pobre Saladin, con la paliza del furgón tan reciente, este nuevo asalto fue la gota que hace rebosar el vaso. Empezó a revolverse bajo los puños de la enfermera, gritando: «Quiero salir de aquí. ¿Han avisado a mi esposa?» El esfuerzo de los gritos le provocó otro acceso de tos que le duró diecisiete minutos y tres cuartos y le valió un rapapolvo de Hyacinth, la fisioterapeuta: «Me hace perder el tiempo —le dijo—. Ahora ya tendría que haber terminado con su pulmón derecho y no he hecho más que empezar. ¿Va a portarse bien o no?» Seguía en la cama, montada sobre él, saltando con las convulsiones de su cuerpo, como un jinete de rodeo que espera la campana que anuncia los nueve segundos. Él dejó de resistirse, derrotado, y consintió que ella le extrajera, a golpes, el fluido verde de sus inflamados pulmones. Cuando hubo terminado, él fue obligado a reconocer que se sentía mucho mejor. Ella retiró la cajita que estaba medio llena de lodo y dijo alegremente: «Dentro de nada estará como nuevo, otra vez firme sobre sus pies. —Entonces se sonrojó y se disculpó—. Ay, perdone» y salió huyendo, sin acordarse de correr los biombos.
«Es hora de considerar la situación», se dijo él. Un rápido examen físico le informó de que su nueva condición subsistía. Ello le entristeció y entonces advirtió que había alimentado la esperanza de que la pesadilla terminara mientras dormía. Ahora llevaba otro pijama, éste verde manzana, liso, a juego con la tela de los biombos y lo que podía ver de las paredes de aquel misterioso y anónimo pabellón. Sus piernas terminaban todavía en aquellas lamentables pezuñas, y los cuernos de su frente eran tan agudos como antes... Fue a distraerle de este triste inventario la voz de un hombre que gritaba muy cerca con una aflicción que partía el corazón: «¡Oh, cómo sufre este pobre cuerpo!»
«¿Qué canastos?», pensó Chamcha, y decidió investigar. Pero entonces empezaba a advertir otros muchos sonidos, tan alarmantes como el primero. Le parecía oír toda clase de ruidos animales: mugidos de bueyes, chillidos de monos, incluso el parloteo de loros o periquitos. Luego, de otra dirección, oyó a una mujer que profería gruñidos y gritos al final de lo que parecía un parto doloroso; seguidos del chillido de un recién nacido. Pero los gritos de la mujer no cesaron cuando empezaron los del niño; al contrario, redoblaron su intensidad, y unos quince minutos después Chamcha oyó claramente que la voz de otro niño se unía a la del primero. Pero la agonía natal de la mujer no terminó y, a intervalos de quince a treinta minutos, durante un período interminable, siguió sumando niños al ya improbable número de los salidos de su vientre, como un ejército invasor.
Su nariz le informó de que el sanatorio, o como se llamara aquel sitio, empezaba a apestar; olores de selva y de corral se mezclaban a un aroma rico, como de especias exóticas que estuvieran friendo en mantequilla clarificada: coriandro, jengibre, canela, cardamomo, clavo. «Esto pasa de la raya —se dijo él con firmeza—. Ya es hora de empezar a aclarar las cosas.» Sacó las piernas de la cama, trató de levantarse e inmediatamente cayó al suelo, por la falta de costumbre de usar aquellas nuevas extremidades. Tardó alrededor de una hora en resolver el problema; aprendió a andar sujetándose a la cama y dando traspiés hasta adquirir confianza. Al fin, y tambaleándose, llegó hasta el biombo más próximo; y entonces, entre dos de los biombos de su derecha apareció la cara del oficial Stein, con una sonrisa sardónica, seguida rápidamente del resto del individuo, que volvió a juntar los biombos a su espalda con sospechosa rapidez.
«¿Se encuentra mejor», preguntó Stein con su amplia sonrisa.
«¿Cuándo vendrá el doctor? ¿Cuándo podré ir al water? ¿Cuándo podré marcharme?», preguntó Chamcha de un tirón. Stein respondió sosegadamente: el médico llegaría en seguida; la enfermera Phillips le daría un orinal; podría marcharse en cuanto estuviera restablecido. «Por cierto, fue usted muy amable al contraer esa pulmonía —agregó Stein con la gratitud del autor cuyo personaje, inesperadamente, le resuelve un peliagudo problema técnico—. Hace mucho más verosímil la historia. Al parecer, estaba usted tan enfermo que perdió el conocimiento. Somos nueve que lo recordamos perfectamente. Gracias. —Chamcha no pudo encontrar palabras—. Y, otra cosa —prosiguió Stein—, a la vieja chiflada de Mrs. Diamond resulta que la encontraron muerta en la cama, completamente fiambre, y el otro caballero se esfumó. No se descarta la posibilidad de un hecho delictivo.»
«En suma —dijo, antes de desaparecer para siempre de la nueva vida de Saladin—, yo le sugiero, ciudadano Saladin, que no incordie con una denuncia. Perdone la franqueza, pero con esos cuernos y esas pezuñas no resultaría un testigo muy fidedigno. Que usted lo pase bien.»
Saladin Chamcha cerró los ojos y, cuando volvió a abrirlos, su verdugo se había convertido en la enfermera fisioterapeuta Hyacinth Phillips. «¿Por qué ese afán de echar a andar? —preguntó—. Lo que desee no tiene más que pedírmelo a mí, Hyacinth, y veremos lo que puede hacerse.»


*    *    *


«Ssst.»
Aquella noche, a la luz verdosa de la misteriosa institución, despertó a Saladin un siseo salido de un bazar indio.
«Ssst. Tú, Belcebú. Despierta.»
Delante de él había una figura tan imposible que Chamcha sintió el deseo de taparse la cabeza con la sábana; pero no pudo, porque, ¿acaso no estaba él mismo...? «Eso es —dijo la criatura—, ya ves que no era el único.»
Tenía un cuerpo perfectamente humano, pero cabeza de tigre feroz, con tres hileras de dientes. «Los guardianes de noche se duermen a veces —explicó—. Y nosotros podemos hablar.»
En aquel momento, una voz de una de las otras camas —cada cama, ahora lo sabía Chamcha, tenía su propia cerca de biombos— gimió con fuerza: «¡Oh, cómo sufre este pobre cuerpo!» Y el hombre-tigre, o Mantícora, como él se llamaba, gruñó de irritación. «Ese lloricas —exclamó—. Y, total, lo único que le han hecho es dejarle ciego.»
«¿Quién ha hecho el qué?» Chamcha estaba confuso.
«La cuestión es —prosiguió el Mantícora—: ¿vas a soportarlo?»
Saladin seguía perplejo. El otro parecía sugerir que aquellas mutaciones eran obra de... ¿de quién? ¿Cómo podía nadie? «No sé cómo se puede culpar a nadie...»
El Mantícora rechinó sus tres hileras de dientes con manifiesta frustración. «En ese lado hay una mujer que ya es casi búfalo de agua —dijo—. Hay empresarios nigerianos a los que les han salido gruesas colas. Y un grupo de turistas del Senegal que, simplemente, al cambiar de avión, fueron convertidos en viscosas serpientes. Yo estoy en el ramo de la confección; desde hace años, soy un modelo masculino muy cotizado con base en Bombay y presento una amplia gama de sastrería y camisería. Pero ¿quién va a querer contratarme ahora?» Prorrumpió en súbito e inesperado llanto. «Vamos, vamos —dijo Saladin Chamcha automáticamente—. Todo se arreglará, estoy seguro. Ten valor.»
La criatura se dominó. «La cuestión es que algunos de nosotros no queremos seguir tolerándolo —dijo con vehemencia—. Saldremos de aquí antes de que nos conviertan en algo peor. Noche tras noche, siento que otra parte de mí empieza a cambiar. Por ejemplo, últimamente no hago más que peer... con perdón... ¿te das cuenta? A propósito, pruébalos —pasó a Chamcha un paquete de chicle de menta extra fuerte—. Disimulan el aliento. He sobornado a un guardián para que me surta.»
«Pero, ¿cómo lo hacen?», inquirió Chamcha.
«Nos describen —susurró el otro solemnemente—. Eso es todo. Tienen el poder de la descripción, y nosotros sucumbimos a las imágenes que ellos trazan.»
«Cuesta creerlo —argumentó Chamcha—. Yo he vivido aquí muchos años y nunca me había ocurrido...» Su voz se extinguió porque el Mantícora le miraba entornando los ojos con suspicacia. «¿Muchos años? —preguntó—. ¿No serás un confidente? Sí, eso es: ¿un espía?»
En un rincón apartado del pabellón sonó entonces un lamento. «Dejadme ir —aullaba una voz de mujer—. Oh, Jesús, yo quiero irme. Jesús, María, tengo que irme, dejadme ir. Ay, Dios. Ay, Jesús, Dios mío.» Un lobo con aspecto de crápula asomó la cabeza entre los biombos de Saladin y habló ansiosamente al Mantícora. «Los guardianes no tardarán —siseó—. Es ella otra vez, Berta Cristal.»
«¿Cristal...?», empezó Saladin. «La piel se le volvió de cristal —explicó el Mantícora con impaciencia, ignorando que estaba dando vida a la peor de las pesadillas de Chamcha—. Y esos hijos de puta se lo hicieron añicos. Ahora ella no puede ni ir al tocador.»
Una voz nueva siseó en la noche verdosa. «Por el amor de Dios, mujer. Hazlo en el jodido orinal.»
El lobo se llevaba el Mantícora. «¿Está o no está con nosotros?», preguntó. El Mantícora se encogió de hombros. «Está indeciso —respondió—. No se cree lo que está viendo, y eso es lo malo.»
Huyeron al oír crujir las pesadas botas de los guardianes.


*    *    *


Al día siguiente, el médico seguía sin aparecer, y también Pamela, y Chamcha, desconcertado, se dormía y despertaba como si ambos estados ya no tuvieran que ser considerados contrarios, sino complementarios para crear un perenne delirio de los sentidos. Soñó con la reina, que la abrazaba tiernamente en el acto del amor. Ella era el cuerpo de la Gran Bretaña, el avatar del Estado, y él la había elegido, había copulado con ella; era su Amada, la luna de sus delicias.
Hyacinth venía a horas fijas a montarle y sacudirle y él se sometía sin rechistar. Pero, al terminar, ella le susurró al oído: «¿Usted está de acuerdo con los demás?», y él comprendió que estaba implicada en la gran conspiración. «Si lo está usted, cuenten conmigo», dijo él. Ella asintió, satisfecha. Chamcha sintió que le invadía un dulce calor y empezó a pensar en coger uno de los puños pequeñitos, pero fuertes, de la fisioterapeuta, pero en aquel momento, de la dirección del ciego llegó una voz: «Mi bastón, he perdido el bastón.» «Pobre infeliz», dijo Hyacinth, y bajándose de Chamcha se acercó corriendo al invidente, recogió el bastón, se lo puso en la mano a su dueño y volvió a Saladin. «Hasta esta tarde —le dijo—. ¿De acuerdo? ¿No hay problemas?»
Él quería que se quedara, pero la mujer se movía con rapidez. «Soy una mujer muy ocupada, Mr. Chamcha. Cosas que hacer, gente que atender.»
Cuando ella se fue, él se recostó en la almohada y, por primera vez en mucho tiempo, sonrió. No se le ocurrió que su metamorfosis debía de continuar, porque tenía ideas románticas acerca de una mujer negra; y, antes de que tuviera tiempo de pensar cosas tan complejas, el ciego del rincón volvió a hablar:
«Me he fijado en usted —le oyó decir Chamcha— y agradezco su amabilidad y comprensión. —Saladin advirtió que estaba haciendo un discurso de agradecimiento al aire, al espacio donde creía que seguía la fisioterapeuta—. Yo no soy hombre que olvide la amabilidad. Quizás un día pueda recompensarla, pero por el momento quiero que sepa que aprecio lo que hace, y con cariño... —Chamcha no tuvo valor para gritar ella no está, se marchó hace rato, y se quedó escuchando tristemente, hasta que al fin el ciego hizo una pregunta al aire—: Confío en que usted también se acuerde de mí. ¿Un poquito? ¿De vez en cuando?» Luego vino un silencio, una risa seca; el ruido de un hombre que, de pronto, se sentaba pesadamente. Y, al fin, después de una pausa insoportable, un brusco cambio de tono: «¡Oh! —se lamentó el ciego en su soliloquio—. ¡Cómo sufre este pobre cuerpo!»
Aspiramos a lo sublime pero nuestra naturaleza nos traiciona, pensó Chamcha; payasos en busca de coronas. Le invadió la amargura. Antaño yo era más alegre, más feliz, amable. Ahora en mis venas está el agua negra.
Pamela seguía sin aparecer. Qué puñeta. Aquella noche dijo al Mantícora y al lobo que estaba con ellos, hasta el fin.


*    *    *


La gran fuga tuvo lugar varias noches después, cuando los pulmones de Saladin ya estaban casi limpios de lodo verde, gracias a los cuidados de Miss Hyacinth Phillips. Resultó un asunto bastante bien organizado en una escala más bien grande, que afectaba no sólo a los internos del sanatorio sino también a los detenus, como los llamaba el Mantícora, que estaban recluidos tras cercas de alambre en el contiguo Centro de Detención. Puesto que Chamcha no era uno de los grandes estrategas de la fuga, él se limitó a esperar al lado de la cama, tal como le habían ordenado, hasta que Hyacinth fue a avisarle, y entonces salieron corriendo del pabellón de las pesadillas a la claridad de un cielo frío y bañado por la luna, por delante de varios hombres atados y amordazados: sus guardianes. Había muchas sombras que corrían por la noche incandescente, y Chamcha vislumbró criaturas que nunca hubiera imaginado, hombres y mujeres que tenían algo de plantas, o de insectos gigantes e, incluso, algunos eran en parte de ladrillo o de piedra; había hombres con cuernos de rinoceronte en lugar de nariz y mujeres con cuello de jirafa. Los monstruos corrieron en silencio hasta la cerca del complejo del Centro de Detención, donde el Mantícora y otros mutantes de buena dentadura les esperaban junto a los grandes agujeros que habían abierto a dentelladas en la tela metálica, y en seguida estuvieron fuera, libres, yendo cada cual por su lado,  sin esperanza pero también sin vergüenza.  Saladin Chamcha y Hyacinth Phillips corrían juntos, los cascos de chivo repicaban en el duro pavimento: al Este, dijo ella cuando él oyó que sus propias pisadas sustituían el zumbido de sus oídos, al Este, al Este, al Este corrían por carreteras de tercer orden, camino de la ciudad de Londres.












































4



Jumpy Joshi se convirtió en amante de Pamela Chamcha «por pura casualidad», como ella diría después, la noche en que ella se enteró de la muerte de su esposo en la explosión del Bostan, de manera que el sonido de la voz de su antiguo condiscípulo Saladin que le hablaba desde ultratumba a medianoche, murmurando las cinco palabras mágicas perdón, lo siento, número equivocado —lo que era más, que le hablaba menos de dos horas después de que Jumpy y Pamela formaran la bestia de dos espaldas, con ayuda de dos botellas de whisky— le sobrecogió. «¿Quién era?», se volvió a preguntar Pamela, más dormida que despierta, con un antifaz negro sobre los ojos. «Nadie, un bromista, no te preocupes», decidió responder él, lo cual estaba muy bien, salvo por la circunstancia de que ahora tenía que preocuparse él solo, sentado en la cama, desnudo y chupándose el dedo de la mano derecha, para consolarse, como siempre.
Era una persona pequeña, con hombros de percha de alambre y una enorme capacidad para la agitación nerviosa, evidenciada por su cara pálida, de ojos hundidos; por su pelo, más bien pobre —todavía completamente negro y rizado—, mesado tan a menudo por sus manos frenéticas que ya no le hacían el menor efecto los cepillos ni los peines sino que se disparaba en todas las direcciones, dando a su dueño en todo momento el aire de que acababa de levantarse de la cama, tarde y con prisas; y por su risa alta, tímida, contrita y simpática, pero hiposa y excesivamente nerviosa; todo ello había contribuido a convertir su nombre, Jamshed, en el Jumpy, o «Asustadizo», que todo el mundo utilizaba automáticamente, incluso los que acababan de conocerle; todos salvo Pamela Chamcha. La esposa de Saladin, pensaba él, chupando furiosamente. ¿O la viuda? O. Dios me asista, la esposa, a fin de cuentas. Descubrió un sordo rencor hacia Chamcha. El retorno de una tumba en el mar: un hecho tan espectacular, incluso para esta época, resultaba casi una indecencia, un acto de mala fe.
En cuanto se enteró de la noticia, corrió a casa de Pamela, y la encontró tranquila y con los ojos secos. Ella le hizo pasar a su estudio de partidaria del desorden, en cuyas paredes se alternaban las acuarelas de rosaledas con los carteles de puños cerrados con inscripciones de Partido Socialista, fotografías de amigos y un montón de máscaras africanas, y mientras él avanzaba con cautela por entre ceniceros, números del diario Voice y novelas de ciencia-ficción feminista, ella le dijo, con naturalidad: «Lo más sorprendente es que cuando me lo dijeron pensé, bien, qué se le va a hacer, su muerte dejará en mi vida un agujero realmente pequeño.» Jumpy, que tenía ganas de llorar y reventaba de recuerdos, se quedó parado y agitó los brazos, con su gran abrigo negro y su cara pálida y aterrorizada, como un vampiro sorprendido por una repentina y abominable luz diurna. Entonces vio las botellas de whisky vacías. Pamela había empezado a beber, dijo, hacía varias horas, y desde entonces había continuado regular, rítmicamente, con la persistencia de un corredor de fondo. Él se sentó a su lado en el sofá-cama bajo y blando y se ofreció a actuar de liebre. «Como quieras», dijo ella pasándole la botella.
Ahora, sentado en la cama, con el pulgar en lugar de la botella, con su secreto y la resaca martillándole la cabeza de forma igualmente dolorosa (él nunca fue aficionado a la bebida ni a los secretos), Jumpy volvió a sentir que las lágrimas acudían a sus ojos y decidió levantarse y andar un poco por la casa. Se fue al piso de arriba, a la habitación que Saladin se empeñaba en llamar su «guarida», una gran extensión de buhardilla con claraboyas y ventanas que daban a unos jardines mancomunados salpicados de hermosos árboles, roble, arce, e incluso el último de los olmos, superviviente de los años de plaga. Antes,  los olmos,  ahora,  nosotros,  pensó Jumpy. Quizá lo de los árboles fue un aviso. Agitó la cabeza para ahuyentar el morbo del amanecer y se sentó en el canto del escritorio de caoba de su amigo. Una vez, en una fiesta de la Universidad, él se había sentado en una mesa que chorreaba vino y cerveza, al lado de una chica cadavérica con minivestido de blonda negra, un boa de plumas púrpura y unos párpados que eran como dos cascos plateados, sin atreverse a decirle hola. Por fin, la miró y tartamudeó una trivialidad; ella le lanzó una mirada de absoluto desprecio y, sin mover sus labios lacados de negro, dijo: la conversación ha muerto, tío. Él se mosqueó, tanto se mosqueó que le dijo: me gustaría que me explicaras por qué todas las chicas de esta ciudad son tan antipáticas, a lo que ella respondió sin pararse a pensar: porque la mayoría de los chicos son como tú. Instantes después, llegó Chamcha, oliendo a pachulí, vestido con kurta blanca, el consabido símbolo de los misterios de Oriente, y la chica se fue con él antes de cinco minutos. El muy cerdo, pensaba Jumpy Joshi mientras volvía a inundarle la vieja amargura, no tenía escrúpulos, él estaba dispuesto a ser lo que ellos quisieran, el Hare-Krishna quiromántico envuelto en una colcha y rezumando dharma, a mí ni muerto. Esto le detuvo, esa palabra. Muerto. Reconócelo, Jamshed, a ti nunca se te dieron bien las chicas, ésa es la verdad y todo lo demás es envidia. Bueno, quizá, concedió y otra vez: Quizá muerto, agregó, o quizá no.
Al intruso sin sueño la guarida de Chamcha le parecía artificial y, por consiguiente, triste: la caricatura de un camerino, con fotos de colegas firmadas, carteles, programas enmarcados, fotos de representaciones, diplomas, premios, tomos de memorias de artistas de cine, una habitación convencional, comprada de confección, una imitación de la vida, máscara de una máscara. En todas las superficies, chucherías: ceniceros en forma de piano, pierrots de porcelana que atisbaban desde el fondo de una librería. Y, en todas partes, en las paredes, en los carteles de películas, en el resplandor de la lámpara sostenida por un Eros de bronce, en el espejo en forma de corazón, rezumando de la alfombra rojo sangre, goteando del techo, el ansia de amor de Saladin. En el teatro todo el mundo se besa y todo el mundo es un amor. La vida del actor ofrece a diario el simulacro del amor; una máscara puede ser satisfecha o, por lo menos, consolada, por el eco de lo que anhela. Aquella desesperación, así lo comprendía Jumpy, estaba dentro de él, él habría hecho cualquier cosa, se habría puesto cualquier maldito traje de idiota, habría adoptado cualquier forma con tal de recibir una palabra de amor. A pesar de que Saladin no era desafortunado con las mujeres, ni mucho menos, como ya se ha dicho. El pobre idiota. Ni la misma Pamela, con toda su hermosura y su inteligencia, había sido suficiente.
Era evidente que también él empezaba a no ser suficiente para ella, ni de mucho. Al llegar al fondo de la segunda botella de whisky, ella apoyó la cabeza en su hombro y dijo con lengua torpe: «No tienes idea del descanso que supone estar con alguien con quien no tengo que pelearme cada vez que doy una opinión. Alguien que está del lado de los recondenados ángeles. —Él esperó; después de una pausa, llegó algo más—. Él y su Familia Real, es increíble. Cricket, el Parlamento, la Reina. Esto para él nunca dejó de ser una postal en color. No podías conseguir que viera lo realmente real.» Cerró los ojos y dejó descansar una mano en la de él, como por casualidad. «Era un auténtico Saladin —dijo Jumpy—. Un hombre con una tierra santa que conquistar, su Inglaterra, 1a Inglaterra en la que él creía. Tú formabas parte de ella.» Ella se apartó de su lado girando sobre sí misma y se tendió sobre revistas, bolas de papel, desorden. «¿Parte de ella? Yo era 1a mismísima jodida Britannia. Cerveza tibia, pastel de frutas, sentido común y yo. Pero yo también soy realmente real, J.J.; realmente, realmente. —Extendió los brazos hacia él y lo atrajo hasta donde su boca le esperaba, besándolo con un gran sorbetón impropio de Pamela—. ¿Ves lo que quiero decir?» Sí; lo veía.
«Habrías tenido que oírle hablar de la guerra de las islas Falkland —dijo ella después, desasiéndose y jugando con su pelo—. "Pamela, imagina que una noche oyes un ruido en la planta baja y, cuando vas a investigar, te encuentras a un hombrón en la sala con una escopeta que te dice: Vuelve arriba. ¿Qué harías?" Yo volvería arriba, le contesté. "Pues es eso, ni más ni menos. Intrusos en la casa. Es intolerable." —Jumpy observó que apretaba los puños y se le blanqueaban los nudillos—. Yo le dije: si te empeñas en usar metáforas trasnochadas, por lo menos, úsalas con propiedad. ¿Qué ocurre cuando dos personas dicen que son dueños de una casa y uno está ocupándola y el otro se presenta con una escopeta. Porque es así.» Jumpy asintió, muy serio: «Eso es lo realmente real.» «Justo —ella le dio una palmada en la rodilla—. Lo realmente justo, Mr. Jam... es real y verdaderamente así. Realmente. Otro trago.» Ella se inclinó hacia el cassette y oprimió un botón. Jesús, pensó Jumpy, ¿Boney M? Dame un respiro. A pesar de su actitud progre en cuestión de razas, la señora tenía mucho que aprender en música. Ya empezaba el bumchicabum. Y, de pronto, sin más, él se echó a llorar, le hizo llorar de verdad la emoción fingida, la imitación del dolor a base de música discotequera. Era el salmo ciento treinta y siete, «Super río». El rey David que hacía oír su voz a través de los siglos. Cómo cantaremos la canción del Señor en un país extranjero.
«Cuando iba al colegio me obligaban a aprender de memoria los salmos —dijo Pamela Chamcha, sentada en el suelo, con la cabeza apoyada en el sofá-cama y los párpados apretados. Junto a los ríos de Babilonia, nos sentábamos, llorábamos oh, oh... Paró la cinta, volvió a recostarse y recitó—: Si yo me olvidara de ti, Jerusalén, olvidada sea mi diestra. Péguese mi lengua al paladar si no me acordara de ti, si no pusiera a Jerusalén por encima de mi alegría.»
Después, en la cama, soñaba con su colegio de monjas, con maitines y vísperas y con el canto de los salmos cuando Jumpy entró corriendo y la despertó gritando: «No puedo seguir callando, tengo que decírtelo. Él no ha muerto. Saladin está recondenadamente vivo.»


*    *    *


Ella despertó de golpe, hundiendo las manos en su cabello espeso rizado y alheñado en el que empezaban a asomar las primeras hebras blancas; se arrodilló en la cama, desnuda, con las manos en la cabeza, sin poder moverse, hasta que Jumpy acabó de hablar, y entonces, sin avisar, empezó a pegarle puñetazos en el pecho, los brazos y los hombros y hasta en la cara, con todas sus fuerzas. Él estaba sentado en la cama, a su lado, ridículo con el camisón de puntillas de ella, mientras ella le pegaba; él dejaba el cuerpo inerte, recibiendo los golpes, sometiéndose. Cuando a ella se le acabaron los golpes, tenía el cuerpo sudoroso y él pensó que tal vez le había roto un brazo. Ella se sentó a su lado jadeando y los dos permanecieron callados.
En la habitación entró el perro de Pamela, con cara de preocupado, y se acercó a ella para darle la pata y lamerle la pierna izquierda. Jumpy se movió con cautela. «Creí que lo habían robado», dijo al fin. Pamela movió la cabeza en un sí, pero. «Los ladrones me llamaron y pagué el rescate. Ahora se llama Glenn. No importa. De todos modos, nunca llegué a pronunciar Sher Khan como es debido.»
Al cabo de un rato, Jumpy observó que ella tenía ganas de hablar. «Lo que hiciste antes...», empezó. «Oh, Dios.»
«No. Es como lo que yo hice una vez. Quizá la cosa más sensata que haya hecho en mi vida.» En el verano de 1967, había arrastrado al «apolítico» Saladin, que tenía veintiún años, a una manifestación pacifista. «Una vez en la vida, Mister Remilgos, voy a rebajarte a mi nivel.» Harold Wilson venía a la ciudad y, a causa del apoyo del gobierno laborista a la intervención estadounidense en el Vietnam, se organizó una protesta masiva. Chamcha fue «por curiosidad», según dijo él. «Yo fui para ver cómo personas autodenominadas inteligentes se convertían en masa.»
Aquel día llovía a mares. Los manifestantes congregados en Market Square quedaron calados. Jumpy y Chamcha, arrastrados por la multitud, se encontraron subiendo las escaleras del Ayuntamiento; localidad de tribuna, dijo Chamcha con tosca ironía. A su lado había dos estudiantes disfrazados de asesinos rusos, con sombrero negro de ala ancha, abrigo y gafas negras, que llevaban debajo del brazo unas cajas de zapatos llenas de tomates embadurnados de tinta, con una etiqueta en la que en letras grandes se leía bombas. Poco antes de la llegada del Primer Ministro, uno de ellos tocó en el hombro a un policía y dijo: «Perrdon, favor. Cuando llega Mr. Wilson autodenominado Primer Ministro en coche largo, favor pedirle bajar ventana para que aquí mi amigo poder arrojar bombas.» El policía contestó: «Jo, jo, muy bueno. Ahora escuche. Usted puede tirarle huevos, por mí no hay inconveniente. Y también puede tirarle tomates, como los que tiene en esa caja pintados de negro y etiquetados bombas, por mí no hay inconveniente. Pero si le tira algo duro, señor, aquí mi compañero le disparará a usted con su pistola.» Oh, días de inocencia, cuando el mundo era joven... Cuando llegó el coche hubo una avalancha y Chamcha y Jumpy fueron separados. Luego apareció Jumpy, se subió al capó del coche negro de Harold Wilson y empezó a dar saltos, abollándolo, brincando como un loco al ritmo del estribillo que cantaba la gente: Lucharemos, venceremos, que viva Ho Chi Minh.
«Saladin empezó a gritarme que me bajara, en parte porque entre la gente había cantidad de tipos de las Brigadas Especiales que iban hacia el coche desde todas las direcciones, pero principalmente porque se sentía recondenadamente violento.» Pero él seguía saltando, subiendo más arriba y cayendo con más fuerza, calado hasta los huesos, agitando la larga melena: Jumpy el saltarín, saltando hacia la mitología de los viejos tiempos. Y Wilson y Marcia, encogidos en el asiento de atrás. ¡Ho! ¡Ho! ¡Ho Chi Minh! En el último momento, Jumpy se llenó los pulmones de aire y se zambulló de cabeza en un mar de caras mojadas y amigas; y desapareció. No pudieron dar con él: negrata de mierda. «Saladin estuvo una semana sin dirigirme la palabra —rememoró Jumpy—. Y, cuando me habló, fue para decirme: "Espero que te darás cuenta de que esos policías hubieran podido acribillarte, y no te acribillaron."»
Seguían sentados en el borde de la cama, uno al lado del otro. Jumpy oprimió el antebrazo de Pamela. «Sólo quiero decir que sé lo que es eso. ¡Pumba, bam! Aquello fue increíble. Y parecía necesario.»
«Ay, Dios mío —dijo ella, volviéndose a mirarle—. Ay, Dios mío, perdona, pero así ha sido.»
Por la mañana, le costó una hora comunicar con la Compañía Aérea, a causa del volumen de llamadas que seguía generando la catástrofe, más de veinticinco minutos de insistir —pero él me llamó, era su voz — , mientras, al otro extremo del hilo telefónico, una voz femenina, adiestrada especialmente para tratar con seres humanos en estado de crisis, comprendía sus sentimientos, se identificaba con ella en este momento de dolor y derrochaba paciencia, pero evidentemente, no le creía ni una palabra. Lo siento, señora, no quiero ser brutal, pero el avión estalló a diez mil metros de altura. Al final de la conversación, Pamela Chamcha, habitualmente la más serena de las mujeres, que para llorar se encerraba en el cuarto de baño, gritaba al teléfono: por Dios, mujer, ¿por qué no se guarda sus discursos bondadosos y presta atención a lo que le digo? Finalmente, colgó con fuerza el auricular y se revolvió contra Jumpy Joshi, que al ver la expresión de sus ojos derramó el café de la taza que le llevaba, porque empezaron a temblarle las manos de miedo. «Gusano de mierda —le acusó—. Conque todavía está vivo, ¿eh? Seguramente bajó del cielo volando y se metió en la primera cabina de teléfono, para quitarse el jodido traje de Superman y llamar a su mujercita.» Estaban en la cocina y Jumpy reparó en una serie de cuchillos suspendidos de una cinta magnética en la pared situada a la izquierda de Pamela. Él abrió la boca para decir algo pero ella no le dejó. «Sal de aquí antes de que haga algo. No me explico cómo pude picar. Tú y tus jodidas voces telefónicas: debí figurármelo.»
A principio de los años setenta, Jumpy tenía una discoteca ambulante instalada en su minifurgoneta amarilla. La llamaba «El Pulgar de Finn» en honor de Finn MacCool, el legendario gigante dormido de Irlanda, otro capullo, como decía Chamcha. Un día, Saladin gastó una broma a Jumpy. Le llamó por teléfono adoptando un acento vagamente mediterráneo y solicitando los servicios del Pulgar musical en la isla de Skorpios en nombre de Mrs. Jacqueline Kennedy Onassis, por unos honorarios de diez mil dólares y traslado a Grecia en avión privado para hasta seis personas. Era algo terrible que hacer a una persona tan inocente y tan íntegra como Jamshed Joshi. «Necesito una hora para pensarlo», dijo, y entonces sufrió un calvario del espíritu. Cuando Saladin llamó al cabo de una hora y oyó que Jumpy rehusaba la oferta de Mrs. Onassis por razones políticas, comprendió que su amigo iba para santo y de nada servía tratar de tomarle el pelo. «Mrs. Onassis se sentirá muy apenada sin duda», concluyó, y Jumpy respondió, preocupado: «Por favor, dígale que no es cuestión personal. En realidad, personalmente yo la admiro mucho.»
Hace demasiado que nos conocemos, pensó Pamela cuando Jumpy se fue. Podemos mortificarnos el uno al otro con recuerdos de dos décadas.


*    *    *


Sobre el tema de las confusiones a que pueden dar lugar las voces, pensaba aquella tarde mientras conducía a excesiva velocidad por la M4 en su viejo MG, lo cual le producía un placer que, según había confesado siempre alegremente, era «ideológicamente del todo malsano»; sobre ese tema, precisamente yo debería ser más caritativa.
Pamela Chamcha, née Lovelace, era poseedora de una voz que, durante toda su vida, ella había tratado de contrarrestar por todos los medios. Era una voz que sugería trajes de tweed, pañuelos a la cabeza, pudding, palos de hockey, tejados de paja, jaboncillo para limpiar botas de montar, fines de semana en el campo, monjas, bancos de propiedad en la iglesia, perros grandes y materialismo y, pese a sus esfuerzos por reducir su volumen, era sonora y llamaba tanto la atención como un borracho vestido de smoking que arrojara panecillos en un Club. Fue la tragedia de su juventud que, gracias a aquella voz, fuera asediada por los terratenientes y los galanes y los buenos partidos de la City, a los que ella despreciaba de corazón, mientras que los ecologistas y los pacifistas y los revolucionarios con los que ella instintivamente se encontraba a gusto la trataban con suspicacia rayana en la aversión. ¿Cómo podía ella estar del lado de los ángeles, si en cuanto abría la boca sonaba como un parásito? Al pasar por Reading, Pamela aceleró y rechinó los dientes. Una de las razones por las que, reconozcámoslo, había decidido poner fin a su matrimonio antes de que el destino lo deshiciera por ella, era la de que una mañana al despertar se había dado cuenta de que Chamcha no estaba enamorado de ella sino de su voz que apestaba a pudding de Yorkshire y a madera de roble, esa voz cordial y rubicunda de la vieja Inglaterra soñada en la que con tanto afán deseaba habitar él. Fue un matrimonio contrariado porque cada uno de ellos buscaba en el otro lo que el otro trataba de descartar.
No hay supervivientes. Y, a medianoche, el idiota de Jumpy con su estúpida falsa alarma. Quedó tan impresionada por la noticia que no tuvo tiempo de impresionarse por haberse acostado con Jumpy y haber copulado de una forma, reconozcámoslo, bastante satisfactoria, déjate de disimulos, se reprendió a sí misma, ¿cuánto tiempo hacía que no te divertías tanto? Ella tenía mucho que afrontar y aquí estaba ahora, afrontándolo por el procedimiento de escapar a la mayor velocidad. Unos cuantos días de recreo en un hotel campestre caro y el mundo puede empezar a parecer un agujero infernal menos jodido. Lujoterapia; deacuerdodeacuerdo, reconoció, ya lo sé: una recaída en el sistema de clases. A hacer puñetas. Si alguien tiene objeciones, que se joda.
Después de Swindon se puso a cien millas por hora, y el tiempo empeoró bruscamente. Súbitas nubes negras, rayos, aguaceros; ella mantenía el pie en el acelerador. No hay supervivientes. Siempre se le moría la gente dejándola con la boca llena de palabras y nadie a quien escupírselas. Su padre, el especialista en Lenguas Clásicas, que podía hacer frases de doble sentido en griego antiguo y del que ella heredó la voz, su legado y su maldición; y su madre, que sufrió por él durante la guerra, cuando era piloto explorador —ciento once veces regresó de Alemania, de noche, volando en un avión lento, iluminado por sus propias balizas, lanzadas para guiar a los bombarderos— y que, cuando él volvía a casa con el ruido de los antiaéreos en los oídos, le juraba que nunca le dejaría, y por eso le siguió a todas partes, incluso al callejón sin salida de la depresión y de las deudas, porque él no tenía cara de póquer y, cuando acabó su propio dinero, echó mano del de ella, y, finalmente, a la azotea de un edificio alto a la que al fin se encaminaron los dos. Pamela nunca los perdonó, especialmente, por hacerle imposible decirles que les negaba el perdón. Para desquitarse, se impuso la tarea de desterrar todo lo que conservaba de ellos. Por ejemplo, la inteligencia: se negó a estudiar. Y, ya que no podía cambiarse la voz, le hizo expresar ideas que los suicidas conservadores de sus padres habrían reprobado. Se caso con un indio. Y, puesto que él resultó igual que ellos, le hubiera dejado. Había decidido dejarle. Cuando, una vez más,    fue burlada por la muerte.
Estaba adelantando a un camión-remolque de congelados, cegada por las salpicaduras que levantaban las ruedas, cuando se metió en un gran charco de agua que se había formado en una pequeña depresión del asfalto y que estaba esperándola, y el MG patinó a una velocidad escalofriante, se salió del carril rápido y giró en redondo de manera que ella vio los faros del camión-remolque que la miraban sin pestañear como los ojos de Azrael, el ángel exterminador. «Telón», pensó ella; pero su coche derrapó saliéndose del camino del mastodonte, cruzando los tres carriles de la carretera, que milagrosamente estaban vacíos, y fue a incrustarse con menos violencia de la que cabía esperar en la barrera del arcén, después de hacer otro giro de ciento ochenta grados, quedando, una vez más, cara al Oeste, donde con el cursi romanticismo de la vida real, el sol disipaba las nubes de tormenta.


*    *    *


El hecho de estar vivo te compensa de las cosas que te hace la vida. Aquella noche, en un comedor de paredes de roble, decorado con banderas medievales, Pamela Chamcha, con su traje más deslumbrante, comió un asado de caza y se bebió una botella de Château Talbot, sentada a una mesa cargada de plata y cristal, celebrando un nuevo comienzo, el escape de las fauces de, la otra oportunidad, para volver a nacer antes tienes que: bueno, casi, de todos modos. Bebió y comió sola, ante la mirada lasciva de americanos y viajantes, y se retiró temprano a una habitación de princesa en una torre de piedra, donde tomó un largo baño y estuvo viendo películas viejas en televisión. Ahora, después de haber visto a la muerte tan cerca, sentía que se desprendía del pasado: por ejemplo, de su adolescencia bajo la tutela del malvado tío Harry Higham, que vivía en una mansión del siglo XVII que había sido propiedad de un pariente lejano, Matthew Hopkins, el Descubridor de Brujas General, que con macabro sentido del humor le puso el nombre de Cremlins. Ahora, al recordar al juez Higham a fin de olvidarlo, Pamela murmuró, dirigiéndose al ausente Jumpy, que también ella tenía su historia de Vietnam. Después de la gran manifestación celebrada en Grosvenor Square, en la que mucha gente lanzó canicas bajo los cascos de los caballos de la policía que cargaba, se produjo el único caso en la historia jurídica británica en el que la canica fue considerada arma letal y muchos jóvenes fueron encarcelados e, incluso, deportados por posesión de las pequeñas esferas de vidrio. El juez que presidía el tribunal del caso de las Canicas de Grosvenor era el mismo Henry Higham (al que en adelante se apodó «Hang'em», es decir «Colgadlos»), y ser su sobrina fue muy dura carga para una joven aquejada ya de una voz de derechas. Ahora, en la tibia cama de su castillo temporal, Pamela Chamcha se libró de este viejo demonio, adiós, Hang'em, no tengo tiempo para ti; y de los fantasmas de sus padres; y se dispuso a liberarse del más reciente de todos sus fantasmas.
Mientras degustaba un coñac, Pamela contemplaba vampiros en televisión y se permitía sentirse satisfecha, en fin, satisfecha de sí misma. ¿No se había inventado a sí misma a su propia imagen? Yo soy lo que soy, brindó por sí misma con coñac Napoleón. Yo trabajo en el consejo de asistencia a la comunidad del barrio de Brickhall, Londres, NE1; encargada de la asistencia a la comunidad y muy buena en mi trabajo, aunquemestémaleldecirlo. ¡Salud! Acabamos de elegir a nuestro primer presidente negro, y todos los votos emitidos contra él eran blancos. ¡Adentro! Hace una semana, un respetado comerciante asiático, por el que habían intercedido parlamentarios de todos los partidos, fue deportado, después de haber vivido en Inglaterra dieciocho años porque hace quince echó al correo determinado impreso con cuarenta y ocho horas de retraso. ¡Chin-chin! La semana próxima, en la audiencia de Brickhall, la policía tratará de ajustarle las cuentas a una nigeriana de cincuenta años, acusándola de asalto, después de haberla molido a palos. ¡Skol! Ésta es mi cabeza, ¿la ven? Lo que yo llamo mi trabajo consiste en romperme la cabeza contra Brickhall.
Saladin estaba muerto y ella estaba viva.
Bebió por eso. Había muchas cosas que yo quería decirte, Saladin. Cosas importantes: sobre el rascacielos de oficinas de la Brickhall High Street, frente al McDonald's; lo insonorizaron completamente, pero el silencio agobiaba a los empleados y ahora ponen cintas de ruido ambiental blanco en el sistema de altavoces... Esto te habría gustado, ¿eh? Y esa mujer parsi conocida mía, Bapsy se llama, que vivió una temporada en Alemania y se enamoró de un turco. Lo malo es que el único idioma que tenían en común era el alemán; ahora Bapsy ha olvidado casi todo el alemán que sabía mientras que él lo habla cada vez mejor; él le escribe unas cartas cada vez más poéticas y ella casi no puede contestarle ni con canciones infantiles. El amor que muere por causa de un desfase lingüístico, ¿qué te parece? El amor que muere. Un tema que nos va, ¿eh, Saladin? ¿Qué dices tú?
Y  un par de cosillas más. Hay un asesino suelto en mi demarcación que está especializado en matar viejas; por lo tanto, no te apures, estoy segura. Hay muchas más viejas que yo.
Y  otra cosa: te dejo. Se acabó. Hemos terminado.
Yo no podía decirte nada, ni lo más mínimo. Si te decía que estabas engordando, te pasabas una hora gritándome, como si eso pudiera cambiar lo que veías en el espejo, lo que te decía la tirantez del pantalón. Me interrumpías en público. La gente se daba cuenta de lo que pensabas de mí. Yo te perdonaba, ése fue mi error; yo podía ver el centro de tu ser esa cosa tan terrible que tenías que proteger con todo tu aplomo y afectación. Ese espacio vacío.
Adiós, Saladin. Vació la copa y la dejó a su lado. La lluvia que volvía a caer azotaba los cristales emplomados de sus ventanas; ella corrió las cortinas y apagó la luz.
Tendida en la cama, deslizándose hacia el sueño, Pamela pensó en las últimas cosas que necesitaba decir a su difunto marido. «En la cama —así le vinieron las palabras— nunca parecías interesado en mí; no en mi placer ni en lo que yo deseaba, nunca. Llegué a pensar que lo que tú deseabas no era una esposa sino una criada. Ya lo sabes. Ahora descansa en paz.»
Soñó con él, su cara llenaba todo el sueño. «Las cosas se acaban —le decía—. Esta civilización; los desastres se acercan. Ha sido toda una cultura, brillante e inmunda, caníbal y cristiana, la gloria del mundo. Deberíamos celebrarla mientras podamos; hasta que llegue la noche.»
Ella no estaba de acuerdo, ni siquiera en el sueño, pero soñando comprendió que no serviría de nada decírselo ahora.


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Cuando Pamela lo echó, Jumpy Joshi se fue al Café Shaandaar de Mr. Sufyan, situado en Brickhall High Street, y se sentó a tratar de averiguar si era idiota. Era temprano y el local estaba casi vacío, exceptuando a una señora gruesa que compraba una caja de pista barfi y jalebis, un par de jóvenes trabajadores de la industria de la confección que bebían cha-loo chai y una mujer polaca de los viejos tiempos cuando los que regentaban las confiterías del barrio eran los judíos, que se pasaba el día sentada en un rincón con dos sarnosas vegetales, un puri y un vaso de leche, participando a todo el que entraba que si ella estaba allí era porque allí se servía «lo más parecido al kosher y hoy en día tienes que arreglártelas como buenamente puedas». Jumpy se sentó con su café debajo de una chillona pintura de una mujer mítica de pechos desnudos y varias cabezas, con nubecillas que le velaban los pezones, pintada de tamaño natural en rosa salmón, verde neón y oro, y dado que aún no había empezado la aglomeración, Mr. Sufyan observó que estaba mustio.
«Eh, San Jumpy —gritó—, ¿por qué traes tu mal tiempo a mi casa? ¿Es que no hay bastantes nubes en esta tierra?» Jumpy se puso colorado cuando Sufyan se acercó a él contoneándose, con su gorrita blanca de devoción bien puesta, y la barba, porque bigote no tenía, alheñada tras la reciente peregrinación de su dueño a La Meca. Muhammad Sufyan era un sujeto fornido y barrigudo, de gruesos antebrazos, creyente más devoto y exento de fanatismo no encontrarían, y Joshi veía en él a una especie de pariente mayor. «Escúchame, tío —dijo cuando el dueño del café estuvo delante de él—, ¿te parezco un auténtico idiota o qué?»
«¿Tú has hecho dinero en tu vida?», preguntó Sufyan.
«Yo no, tío.»
«¿Negocios? ¿Importación y exportación? ¿Mercancía liberalizada? ¿Tenderete?»
«Los números nunca fueron mi fuerte.»
«¿Y dónde está tu familia?»
«No tengo familia, tío. Estoy solo.»
«Entonces, debes de estar siempre rogando a Dios que te guíe en tu soledad, ¿no?»
«Tú me conoces, tío. Yo no rezo.»
«Entonces, no cabe duda —dictaminó Safyan—. Eres un idiota mayor de lo que piensas.»
«Gracias, tío —dijo Jumpy apurando el café—. Me has ayudado mucho.»
Sufyan, advirtiendo que su broma animaba al otro, a pesar de que mantenía la cara larga, llamó al asiático de tez clara y ojos azules que acababa de entrar con un elegante abrigo a cuadros, de grandes solapas. «Eh, Hanif Johnson —llamó—, ven a resolver un misterio.» Johnson, abogado sagaz y chico del vecindario que había prosperado y que tenía su bufete encima del Shaandaar Café, se apartó de las dos hermosas hijas de Sufyan y se acercó a la mesa de Jumpy. «A ver si me explicas lo que es este hombre —dijo Sufyan—. No lo entiendo. No bebe, el dinero le parece una enfermedad, posee a lo sumo dos camisas, no tiene vídeo, a los cuarenta años sigue soltero, trabaja por una miseria en el centro deportivo enseñando artes marciales y qué sé yo, vive del aire, se comporta como un rishi o un pir pero no tiene fe, no va a ningún sitio y parece conocer un secreto. Y, además, ha estudiado en la universidad. A ver si me lo explicas.»
Hanif Johnson golpeó a Joshi en el hombro. «Oye voces», dijo. Sufyan levantó las manos con fingido asombro. «¡Voces, oooh baba! ¿Voces de dónde? ¿Del teléfono? ¿Del cielo? ¿Tiene un Walkman Sony escondido en la chaqueta?»
«Voces interiores —dijo Hanif con solemnidad—. Arriba, en su escritorio, hay un papel que tiene escritos unos versos. Y un título: El río de sangre.»
Jumpy saltó, tirando la taza vacía. «Te mataré», gritó a Hanif, que cruzó rápidamente el local cantando: «Tenemos a un poeta entre nosotros, Sufyan Sahib. Trátalo con respeto Manéjalo con cuidado. Dice que una calle es un río y nosotros somos la corriente; la humanidad es un río de sangre ésta es la imagen del poeta. También el individuo. —Se interrumpió mientras corría hasta una mesa para ocho y Jumpy fue tras él, muy colorado, moviendo los brazos como aspas—. En nuestro propio cuerpo, ¿no corre también el río de sangre?» Al igual que el romano, dijo el inquieto Enoch Powell yo creo ver el río Tíber espumeante de sangre. Recupera la metáfora, se dijo Jumpy Joshi. Dale la vuelta; haz de ella algo que podamos aprovechar. «Esto es como una violación —suplicó a Hanif—. Por Dios, déjalo ya.»
«Las voces que oye uno están en el exterior —rumiaba el dueño del café — . Juana de Arco, na. O ése del gato, cómo se llama: Whittington, el que vuelve. Pero con las voces uno se hace grande o, por lo menos, rico. Y este chico no tiene nada de grande, y es pobre.»
«Basta —Jumpy levantó las manos sobre su cabeza sonriendo sin ganas de sonreír—. Me rindo.»
Después de aquello, durante tres días, a pesar de los esfuerzos de Mr. Sufyan, Mrs. Sufyan, sus hijas Mishal y Anahita, y el abogado Hanif Johnson, Jumpy Joshi no era el de siempre. Estaba «mustio», como decía Sufyan. Hacía su trabajo en los clubs juveniles, en las oficinas de la cooperativa cinematográfica a la que pertenecía y en las calles, distribuyendo folletos, vendiendo determinados periódicos, paseando; pero caminaba pesadamente. Hasta que, a la cuarta noche, detrás del mostrador del Shaandaar Café, sonó el teléfono.
«Mr. Jamshed Joshi —entonó Anahita Safyan imitando un elegante acento inglés—. Se ruega a Mr. Joshi que acuda al aparato. Tiene una llamada personal.»
El padre, al ver la alegría que estallaba en la cara de Jumpy, dijo en voz baja a su mujer: «Señora, la voz que este chico está deseando oír no es interior de ninguna de las maneras.»


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Lo imposible se produjo entre Pamela y Jamshed después de q«e estuvieran siete días en la cama amándose con inagotable entusiasmo, infinita ternura y una frescura de espíritu que cualquiera hubiera podido pensar que acababan de inventar el procedimiento. Siete días estuvieron desnudos con la calefacción a tope, fingiendo ser amantes tropicales, en un país cálido y luminoso del Sur. Jamshed, que siempre había sido patoso con las mujeres, dijo a Pamela que no se había sentido tan maravillosamente desde el día en que, a los dieciocho años, por fin aprendió a ir en bicicleta. Apenas lo hubo dicho temió haberlo estropeado todo, que esta comparación del gran amor de su vida con la vieja bicicleta de sus días de estudiante sería tomada por el insulto que era indiscutiblemente; pero no tenía por qué preocuparse, porque Pamela le besó en los labios y le dio las gracias por haberle dicho lo más hermoso que un hombre podía decir a una mujer. En aquel momento, él comprendió que nunca podría hacer nada malo y, por primera vez en su vida, empezó a sentirse verdaderamente seguro, seguro como una casa, seguro como un ser humano que es amado: y lo mismo le ocurrió a Pamela Chamcha.
A la séptima noche, el ruido inconfundible de alguien que trataba de entrar por la fuerza en la casa los despertó de un plácido sueño. «Debajo de la cama tengo un palo de hockey», susurró Pamela, aterrorizada. «Dámelo», respondió Jumpy, no menos asustado. «Bajo contigo», dijo Pamela con voz quebrada, y Jumpy tartamudeó: «Oh, no, no.» Al fin, bajaron los dos, cada uno con una de las vaporosas négligés de Pamela, cada uno con una mano en el palo de hockey que ninguno de los dos se atrevería a usar. Y si es un hombre con una escopeta, pensaba Pamela, que me dice: Vuelva arriba... Llegaron al pie de la escalera. Alguien encendió las luces.
Pamela y Jumpy chillaron al unísono, dejaron caer el palo y corrieron escaleras arriba con toda la rapidez de que eran capaces; mientras abajo, en el vestíbulo, de pie, bien iluminada junto a la puerta de entrada con el panel de cristal que había roto para hacer girar el picaporte (Pamela, en la efervescencia de su pasión, olvidó echar los cerrojos de seguridad), había una figura que parecía salida de una pesadilla o de una película de terror de la televisión, una figura cubierta de barro, hielo y sangre, la criatura más peluda que hayan visto ustedes, con las patas y pezuñas de un macho cabrío gigante, brazos humanos y una cabeza armada de cuernos pero, por lo demás, humana, cubierta de tizne y mugre y un poco de barba. Aquella cosa imposible, sola y sin ser observada, cayó de bruces y se quedó inmóvil.
Arriba, en la habitación más alta de la casa, es decir, la «guarida» de Saladin, Mrs. Pamela Chamcha se retorcía en los brazos de su amante, llorando desconsoladamente y berreando: «No es verdad. Mi marido explotó. No hubo supervivientes. ¿Me has oído? Yo soy la viuda Chamcha y mi marido está jodidamente muerto.»








































5



Mr. Gibreel Farishta, en el tren que lo llevaba a Londres fue acometido nuevamente y quién no por el temor de que Dios había decidido castigarlo por su pérdida de fe haciéndole perder el juicio. Se había sentado al lado de la ventanilla de un compartimiento de primera no fumadores, de espaldas a la máquina, porque por desgracia en el otro sitio iba sentado un individuo, y con el sombrero bien calado, hundía los puños en los bolsillos de su gabardina de forro escarlata y sentía pánico. El terror de perder la razón por una paradoja, de ser destruido por algo en lo que ya no creía que existiera, de convertirse, en su locura, en el avatar de un arcángel quimérico, era tan fuerte que le resultaba imposible contemplar siquiera durante mucho tiempo tal eventualidad; sin embargo, cómo si no podía explicar los milagros, metamorfosis y apariciones de los últimos días. «Es una elección sencilla —se decía temblando en silencio—. Es A, yo he perdido el juicio, o B, baba, alguien ha ido y cambiado las reglas.»
Pero ahora, sin embargo, estaba el refugio de aquel compartimiento del tren que, afortunadamente, no tenía nada de milagroso: los apoyabrazos estaban deshilachados, la lamparita de lectura de encima de su hombro no funcionaba, el espejo faltaba del marco, y, por si no fuera suficiente, estaba el reglamento: las pequeñas señales circulares rojas y blancas prohibiendo fumar, los rótulos que penalizaban el uso indebido de la alarma, las flechas que indicaban los puntos hasta los cuales —y no más allá— se permitía abrir las pequeñas ventanas correderas. Gibreel hizo una visita al aseo y también allí una pequeña serie de prohibiciones e instrucciones le alegraron el corazón. Cuando llegó el revisor, con la autoridad de su máquina de taladrar medias lunas en los billetes, Gibreel, tranquilizado por estas manifestaciones de la ley, empezó a animarse e inventar explicaciones racionales. Había tenido mucha suerte al escapar de la muerte, luego había sufrido una especie de delirio y ahora volvía a ser él mismo, podía esperar que, de un modo u otro, retomaría el hilo de su vieja vida, es decir, de su vieja vida nueva, la vida nueva que él planeara antes de la, hum, interrupción. Mientras el tren lo alejaba y alejaba de la zona crepuscular de su llegada y subsiguiente misterioso cautiverio, transportándolo por unas vías metálicas paralelas halagüeñamente previsibles, sintió que la atracción de la gran ciudad empezaba a ejercer su mágico efecto en él, y renació su antiguo don de esperanza, su talento para acoger el cambio, para volver la espalda a las penalidades pasadas y encarar el futuro. Bruscamente, se levantó y se dejó caer en una butaca del lado opuesto del compartimiento, volviendo la cara simbólicamente hacia Londres, aun a costa de renunciar a la ventanilla. ¿Qué le importaban a él las ventanillas? Todo lo que él deseaba ver de Londres lo tenía allí, ante los ojos de la imaginación. Pronunció su nombre en voz alta: «Alleluia.»
«Aleluya, hermano —dijo el único otro ocupante del compartimiento—. Hosanna, señor, y amén.»


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«Aunque debo agregar, caballero, que mis creencias se sustraen enteramente a cualquier denominación —prosiguió el desconocido—. Si usted hubiera dicho "La-ilaha" yo le habría contestado con un rotundo "illallah".»
Gibreel comprendió que su cambio de asiento y su inadvertido enunciamiento del poco corriente nombre de Allie habían sido erróneamente interpretados por su compañero como manifestaciones de carácter social y teológico. «John Maslama —exclamó el individuo poniendo en la mano de Gibreel una tarjeta que había sacado de una maletita de piel de cocodrilo—. Personalmente, yo sigo mi propia variante de la fe universal inventada por el emperador Akbar. Dios, diría yo, es algo similar a la Música de las Esferas.»
Era evidente que Mr. Maslama reventaba de ganas de hablar y, ahora que se había destapado, no cabía sino aguantar el chaparrón hasta que agotara su sentenciosa verborrea. Puesto que el sujeto tenía complexión de campeón de lucha libre, parecía desaconsejable hacerle enfadar. Farishta descubrió en sus ojos el brillo del Verdadero Creyente, una luz que hasta hacía poco había visto todos los días en el espejo al afeitarse. «He conseguido situarme bastante bien —se jactaba Maslama con su bien modulado acento de Oxford—. Para un hombre de color, excepcionalmente bien, habida cuenta de las peregrinas circunstancias en las que estamos inmersos como sin duda reconocerá.» Con una manaza que recordaba un jamón hizo un pequeño pero elocuente movimiento indicando la opulencia de su atuendo: temo de raya fina con muy buena hechura, reloj de oro con su colgante y su cadena, zapatos italianos, corbata de seda con escudo y gemelos de orfebrería en blancos puños almidonados. Encima de esta indumentaria propia de un milord inglés había una cabeza de asombroso tamaño, cubierta de espeso y planchado pelo, dotada de cejas de increíble frondosidad debajo de las que relampagueaban los ojos feroces de los que Gibreel ya había tomado buena nota. «Muy elegante», concedió, puesto que comprendía que algo había que decir. Maslama asintió. «Yo siempre me he inclinado hacia el ornato», reconoció.
Había hecho lo que él llamaba su primer montón con la producción de cancioncitas publicitarias, «la música del diablo» que arrastra a las mujeres a la lencería y el rojo de labios, y a los hombres, a la tentación. Ahora poseía tiendas de discos en toda la ciudad, un próspero club nocturno llamado «Cera Caliente» y un almacén lleno de relucientes instrumentos musicales que era su orgullo y alegría. Era indio de la Guayana, «pero allí ya no queda nada. La gente se marcha más aprisa de lo que vuelan los aviones. —Se hizo rico en poco tiempo— ... por la gracia de Dios Todopoderoso. A mí me gusta santificar el domingo, confieso que tengo debilidad por los himnos ingleses y cuando yo canto tiemblan las tejas.»
La autobiografía terminó con una breve mención de la existencia de una esposa y una docena de niños. Gibreel le dio la enhorabuena, confiando en que se haría el silencio, pero entonces Maslama soltó la bomba: «No tiene usted que contarme nada de sí mismo —dijo jovialmente—. Naturalmente, yo sé quién es usted, a pesar de que no espera uno encontrar a semejante personaje en la línea Eastbourne-Victoria. —Guiñó un ojo con una amplia sonrisa y puso Un dedo al lado de la nariz—. Chitón. Yo respeto la intimidad de las personas, desde luego, ni que decir tiene.»
«¿Yo? ¿Quién soy yo?» La sorpresa hizo reaccionar a Gibreel de un modo absurdo. El otro movió pesadamente la cabeza, ondulando las cejas como suaves antenas. «La pregunta clave, en mi opinión. Éstos son tiempos difíciles para un hombre moral. Cuando un hombre abriga dudas respecto a su esencia, ¿cómo va a saber si es bueno o malo? Pero usted debe de encontrarme pesado. Yo respondo mis propias preguntas por mi fe en Ello. —Maslama señaló el techo del compartimiento— y, por supuesto, usted no siente la menor confusión acerca de su identidad, ya que es el famoso, podría decirse el legendario, Mr. Gibreel Farishta, estrella de la pantalla y, últimamente, cada vez más, siento mencionarlo, del vídeo pirata; mis doce hijos, mi esposa y yo somos viejos e incondicionales admiradores de sus divinas hazañas.» Agarró y comprimió la mano derecha de Gibreel.
«Dado que yo personalmente me inclino por la idea panteísta —siguió rugiendo Maslama—, mi propia simpatía hacia su trabajo se debe a su buena disposición para encarnar a deidades de toda índole imaginable. Usted, señor mío, es una coalición arco iris de lo celestial; una ONU de dioses ambulante. Usted es, en suma, el futuro. Permítame saludarle. —Aquel hombre empezaba a despedir el tufo del loco auténtico y, a pesar de que hasta el momento no había dicho ni hecho todavía algo que se apartara de lo puramente propio del tipo, Gibreel empezaba a alarmarse y a medir la distancia hasta la puerta con rápidas miraditas de ansiedad—. Yo sustento la opinión —decía Maslama— de que comoquiera que uno lo llame, el nombre no es más que un código, una clave, Mr. Farishta, detrás de la cual se esconde el verdadero nombre.» Gibreel guardaba silencio, y Maslama, sin disimular su decepción, se vio obligado a hablar por él. «Cuál es ese nombre verdadero, me parece oírle preguntar», dijo, y entonces Gibreel dejó de dudar: aquel hombre era un desequilibrado, y probablemente su autobiografía era tan falsa como su fe. Gibreel pensó que, dondequiera que fuera, le perseguían las ficciones, ficciones que se simulaban seres humanos. «Yo lo he atraído sobre mí —Se acusó—. Al temer por mi propia razón, he despertado, sabe Dios en qué oscuro recoveco, a este loco parlanchín y acaso peligroso.»
«¿No lo sabe? —gritó de pronto Maslama, levantándose de un salto—. ¡Charlatán! ¡Embustero! ¡Farsante! ¿Pretende ser el inmortal de la pantalla, avatar de ciento y un dioses y no tiene ni la más remota? ¿Cómo es posible que yo, un pobre chico de Bartica en Essequibo, que ha triunfado por su propio trabajo, sepa estas cosas y Gibreel Farishta, no? ¡Me río yo!»
Gibreel se puso en pie, pero el otro ocupaba casi todo el espacio disponible para estar de pie y él, Gibreel, tuvo que ladear el cuerpo grotescamente para escapar de los brazos de Maslama, que se movían como aspas de molino, uno de los cuales le hizo caer el sombrero de fieltro gris. Inmediatamente, Maslama se quedó con la boca abierta. Pareció que se encogía varios centímetros y, después de unos momentos de petrificación, cayó de rodillas con un golpe sordo.
¿Qué hace ahora en el suelo?, se preguntó Gibreel. ¿Irá a recoger el sombrero? Pero el loco le pedía perdón. «Nunca dudé que vendrías —decía—. Perdona mi torpe indignación.» El tren entró en un túnel y Gibreel vio que estaban envueltos en una cálida luz dorada que procedía de un punto situado mismamente detrás de su cabeza. En el cristal de la puerta corredera vio el reflejo de la aureola que partía de su pelo. Maslama estaba manoseando los cordones de los zapatos. «Señor, toda mi vida supe que había sido elegido —decía con una voz que era ahora tan humilde como antes amenazadora—. Lo sabía ya cuando era niño, allá en Bartica. —Se quitó el zapato del pie derecho y empezó a enrollar el calcetín—. Me fue dada una señal —dijo. Se quitó el calcetín, dejando al descubierto un pie completamente normal, aunque de gran tamaño. Entonces Gibreel contó y contó, del uno al seis—. El otro pie, igual —dijo Maslama con orgullo—. Yo nunca dudé del significado.» Él se nombró a sí mismo ayudante del Señor, el sexto dedo del pie de la Cosa Universal. Algo se ha torcido en la vida espiritual del planeta, pensó Gibreel Farishta. Demasiados demonios dentro de la gente que declaraban creer en Dios.
El tren salió del túnel. Gibreel tomó una decisión. «Levanta, Seisdedos —declamó con su mejor entonación de película hindi—. Levanta, Maslama.»
El hombre se puso en pie y se tiraba de los dedos de las manos, con la cabeza inclinada. «Lo que yo quiero saber, señor —murmuró—, es qué va a ser, ¿aniquilación o salvación? ¿Por qué has vuelto?»
Gibreel pensó con rapidez. «Para juzgar —dijo al fin—. Hay que examinar los hechos y sopesar debidamente pros y contras. Aquí es la raza humana lo que se juzga, y el acta de acusación es tremenda, el acusado es un infame, un huevo podrido. Deben hacerse cuidadosas evaluaciones. Por el momento, se reserva el veredicto, el cual será revelado oportunamente. Mientras, mi presencia debe permanecer en secreto, por vitales razones de seguridad.» Volvió a ponerse el sombrero, satisfecho de sí mismo.
Maslama asentía briosamente. «Puedes fiarte de mí —prometió—. Yo soy un hombre que respeta profundamente la intimidad de las personas. Lo dicho: chitón.»
Gibreel huyó del compartimiento, perseguido por los himnos del loco. Cuando llegó al extremo del tren, los cánticos de Maslama seguían oyéndose claramente a su espalda. «¡Aleluya! ¡Aleluya!» Al parecer, su nuevo discípulo la había emprendido con fragmentos de El Mesías de Haendel.
Ahora bien: Gibreel no fue perseguido y, afortunadamente, en la cola del tren había un vagón de primera clase. Éste era de tipo salón, con cómodos sillones naranja dispuestos en grupos de cuatro alrededor de las mesas, y Gibreel se instaló junto a una ventana, de cara a Londres, con el corazón desbocado y el sombrero encasquetado. Trató de asumir la innegable presencia de la aureola pero no lo consiguió porque, con el desequilibrio de John Maslama a su espalda y la ilusión de Alleluia Cone en perspectiva, costaba trabajo ordenar los pensamientos. Y entonces, con desesperación, vio a Mrs. Rekha Merchant flotando al lado de su ventanilla, sentada en su Bokhara voladora, evidentemente impasible a la tormenta de nieve que estaba preparándose allá arriba y que daba a Inglaterra el aspecto de un estudio de televisión cuando ya ha terminado el programa del día. Ella le saludó con la mano y Gibreel sintió que la esperanza le abandonaba. El castigo, en alfombra voladora: cerró los ojos y se concentró en tratar de no temblar.


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«Yo sé lo que es un fantasma —decía Allie Cone a una clase de jovencitas que la miraban con caras iluminadas por la suave luz interior de la adoración—. En el Himalaya, con frecuencia se da el caso de que los escaladores son acompañados por los espíritus de los que fracasaron en el intento o por los espíritus, más tristes pero también más ufanos, de los que consiguieron llegar a la cumbre y perecieron durante el descenso.»
Fuera, en el parque, la nieve se posaba en los altos árboles desnudos y en el suelo llano. Entre las nubes de nieve bajas y oscuras y la ciudad alfombrada de blanco, la luz tenía un feo color amarillo, era una luz empañada que deprimía el ánimo y ahuyentaba el ensueño. Allá arriba, recordaba Allie, allá arriba, a ocho mil metros, la luz tenía una claridad que parecía vibrar y resonar como la música. Aquí, en la tierra llana, la luz también era llana y terrena. Aquí no volaba nada, el junco estaba seco y no se oía cantar ningún pájaro. Pronto sería de noche.
«¿Ms Cone? —Las manos de las niñas que se agitaban en el aire la hicieron regresar a la clase—. ¿Fantasmas, señorita? ¿Allí arriba? Nos toma el pelo, ¿verdad?» En sus caras, el escepticismo luchaba con la adoración. Ella sabía cuál era la pregunta que realmente querían hacerle y, probablemente, no le harían: la pregunta acerca del milagro de su tez. Ella las oyó cuchichear al entrar en clase, es verdad, fíjate, qué palidez, es increíble. Alleluia Cone, cuya blancura de hielo resistía el sol de los ocho mil metros. Allie, la doncella de nieve, la reina de hielo. Señorita, ¿cómo es que usted no se broncea? Cuando subió al Everest con la afortunada expedición Collingwood, los periódicos los llamaban Blancanieves y los Siete Enanitos, por más que ella no tenía nada de muñequita de Disney: sus labios eran pálidos y no rojo sangre; su cabello, rubio de escarcha en vez de azabache, y sus ojos no grandes e inocentes sino entornados, por la costumbre de mirar el reverbero de la nieve. Acudió de pronto el recuerdo de Gibreel Farishta, pillándola desprevenida: Gibreel, en un momento de sus tres días y medio, vociferando con su habitual falta de reserva: «Nena, digan lo que digan, tú no tienes nada de iceberg. Tú eres una dama apasionada, bibi. Más caliente que una kachori» y se soplaba las yemas de los dedos y agitaba la mano enfáticamente. Oh, qué caliente. Echen agua. Gibreel Farishta. Ella se dominó: eh, eh, a trabajar.
«Fantasmas —repitió con firmeza—. Durante la ascensión al Everest, cuando dejé atrás la cascada de hielo, vi a un hombre sentado en un saliente en la postura del loto, con los ojos cerrados y una boina escocesa que entonaba la vieja mantra: Om mani padmé hum.» Ella adivinó en seguida, por su arcaica indumentaria y sorprendente conducta, que se trataba del espectro de Maurice Wilson, el yogi que, allá por 1934, se preparó para una ascensión al Everest en solitario ayunando durante tres semanas, a fin de crear una unión tan íntima entre su cuerpo y su alma que la montaña no fuera lo bastante fuerte para separarlos. En una avioneta fue lo más arriba que pudo, estrelló el aparato en la nieve, continuó la ascensión a pie y no volvió. Cuando Allie se acercaba, Wilson abrió los ojos y saludó con un ligero movimiento de cabeza. Durante el resto del día caminaba a su lado o se mantenía suspendido en el aire mientras ella escalaba una pared. En un momento dado, se lanzó en plancha sobre la nieve que cubría una pronunciada pendiente y se deslizó hacia arriba como si viajara en un invisible funicular. Allie, por razones que después no sabría explicarse, se comportaba con toda naturalidad, como quien acaba de tropezarse con un viejo conocido. Wilson le daba conversación. «Últimamente, en realidad, no tengo mucha compañía», y expresó, entre otras cosas, su profunda irritación porque la expedición china de 1960 hubiera descubierto su cuerpo. «Esos pequeños capullos amarillos tuvieron el descaro de filmar mi cadáver.» Alleluia Cone estaba impresionada por los espectaculares cuadros amarillo y negro de su inmaculado pantalón bombacho. Contaba estas cosas a las niñas de la escuela de Brickhall Fields que le habían escrito tantas cartas para pedirle que les diera una charla que no pudo negarse. «Tienes que venir —le rogaban—. Si hasta vives aquí.» Por la ventana de la clase, se veía su piso, al otro lado del parque, ahora velado por la nevada que arreciaba.
Lo que no dijo a la clase fue esto: mientras el fantasma de Maurice Wilson describía con minucioso detalle su propia ascensión —y también sus descubrimientos póstumos, por ejemplo, el ritual nupcial lento, tortuoso, infinitamente delicado e invariablemente improductivo del yeti, que él había presenciado recientemente en el Collado Sur—, ella pensó que su visión del excéntrico de 1934, el primer ser humano que intentara escalar el Everest en solitario, una especie de abominable hombre de las nieves también él, no fue casual sino una señal, una declaración de parentesco. Una profecía, quizá, porque fue en aquel momento cuando nació su sueño secreto, el imposible: el sueño de una ascensión en solitario. También era posible que Maurice Wilson fuera el ángel de su muerte. «Yo quería hablaros de fantasmas —decía— porque la mayoría de los montañeros, cuando bajan de las cumbres, se callan estas cosas por vergüenza. Pero existen, tengo que reconocerlo, a pesar de que yo soy de la clase de personas que siempre mantienen los pies bien asentados en tierra.»
Esto era una broma. Sus pies. Ya antes de subir al Everest había empezado a tener fuertes dolores, y su médico, la doctora Mistry, una mujer de Bombay poco amiga de rodeos, le dijo que tenía arcos caídos. «Lo que vulgarmente se llama pies planos.» Sus arcos, que siempre fueron débiles, se habían debilitado más aún por el uso prolongado durante años de zapatillas y calzado perjudicial. La doctora Mistry no pudo proponer grandes soluciones: ejercitar los dedos aprisionando objetos, subir corriendo las escaleras descalza, usar calzado apropiado. «Todavía es joven —le dijo—. Tiene que cuidarse. Si no, a los cuarenta años será una inválida.» Cuando Gibreel —¡maldita sea!— se enteró de que había subido al Everest como si pisara puntas de lanza, él empezó a llamarla su silkie. Él había leído un libro de cuentos de hadas en el que encontró la historia de la sirena que dejaba el océano y tomaba forma humana por el amor de un hombre. Ahora tenía pies en lugar de cola, pero cada paso era un martirio, como si caminara sobre cristales rotos; a pesar de todo, ella seguía andando, alejándose del mar, tierra adentro. Tú lo hiciste por una puñetera montaña, le dijo. ¿Lo harías por un hombre?
Ella había ocultado el dolor a sus compañeros de expedición porque la atracción del Everest era arrolladora. Pero ahora el dolor continuaba y era cada día más fuerte. El azar, un defecto congénito, le ataba los pies. Fin de la aventura, pensó Allie; traicionada por los pies. La obsesionaba la imagen de los pies vendados. Condenados chinos, pensaba, haciendo eco al fantasma de Wilson.
«Para algunas personas es tan fácil la vida —sollozó en brazos de Farishta—. ¿Por qué a ellas no les fallan sus condenados pies?» Él le dio un beso en la frente. «Para ti siempre será una lucha —dijo él—. Lo deseas demasiado.»
La clase esperaba, impaciente toda aquella charla de fantasmas. Las chicas querían que les explicara el caso, su caso. Querían encontrarse en la cumbre. Ella deseaba preguntar: ¿Vosotras sabéis lo que es que toda tu vida se concentre en un momento, en un par de horas? ¿Sabéis lo que es cuando no puedes ir más que hacia abajo? «Yo estaba en la segunda cordada, con el sherpa Pemba —dijo—. El tiempo era perfecto, perfecto. Tan claro que te parecía que podrías ver a través del cielo lo que hubiera más allá. La primera cordada ya debe de estar arriba, dije a Pemba. El tiempo se mantiene y podemos subir. Pemba se puso muy serio, lo cual era una novedad, ya que era uno de los más bromistas de la expedición. Él tampoco había estado en la cumbre. Hasta entonces yo no había pensado en subir sin oxígeno, pero al ver que Pemba se disponía a intentarlo, pensé: de acuerdo, yo también. Fue un capricho estúpido, de aficionado, pero de repente quise ser una mujer sentada en lo alto de la condenada montaña,  un ser humano, no una máquina que respira. Pemba dijo: Allie Bibi, no hacer, pero yo eché a andar. Al poco rato, nos cruzamos con los que bajaban y yo vi la expresión de sus ojos. Estaban tan contentos, tan eufóricos, que ni se dieron cuenta de que yo no llevaba el equipo de oxígeno. Mucho cuidado, nos gritaron. Cuidado con los ángeles. Pemba respiraba a buen ritmo y yo acompasé la respiración aspirando y expulsando el aire al unísono con él. Sentía la cabeza ligera y sonreía de oreja a oreja, y cuando Pemba me miraba veía que él estaba igual que yo. Parecía una mueca, como de dolor, pero era una alegría loca. —Era una mujer que había alcanzado la trascendencia, los milagros del alma, por el duro esfuerzo físico de subirse por una alta roca cubierta de hielo—. En aquel momento —dijo a las chicas que subían con ella, siguiendo cada paso de la ascensión—, lo creí todo: que el universo tiene un sonido, que puedes levantar un velo y ver la faz de Dios, todo. Vi los Himalayas a mis pies, y aquello también era la faz de Dios. Pemba debió de ver en mi expresión algo que le alarmó, porque me gritó: Cuidado, Allie Bibi, la altura. Recuerdo que floté por el último repecho y llegué arriba, y allí estábamos, y por todos los lados el suelo bajaba. Qué luz; el universo purificado en luz. Yo quería arrancarme la ropa y dejar que me empapara la piel. —En la clase, ni una risita; todas estaban bailando desnudas con ella en el techo del mundo—. Entonces empezaron las visiones, los arco iris que se ondulaban y danzaban en el cielo, el resplandor que caía como una cascada del sol, y había ángeles, los otros no bromeaban. Yo los vi, y el sherpa Pemba los vio. Los dos estábamos de rodillas. Sus pupilas tenían un blanco puro y las mías también, estoy segura. Probablemente, habríamos muerto allí, seguro, cegados por la nieve y enloquecidos por la montaña, pero entonces oí un ruido, una detonación seca como el disparo de un rifle. Aquello me despertó. Tuve que gritar a Pem hasta que también él reaccionó y empezamos a bajar. El tiempo cambiaba rápidamente; se acercaba una ventisca. Ahora el aire estaba denso, ahora, en lugar de aquella levedad, aquella ligereza, había pesadez. Apenas llegamos al punto de reunión los cuatro nos metimos en la pequeña tienda del Campamento Seis, a ocho mil doscientos metros. Allá arriba no hablas mucho. Cada cual tenía su propio Everest que escalar una y otra vez, durante toda la noche. Pero sí pregunté: "¿Qué fue aquel ruido? ¿Alguien disparó una escopeta?" Me miraron como si estuviera desquiciada. ¿Quién haría una estupidez semejante a esta altitud, dijeron; además, Allie, sabes perfectamente que no hay ni un arma en toda la montaña. Tenían razón, naturalmente, pero yo lo oí, de eso estoy segura: bang, bing, el disparo y el eco. Y eso es todo —dijo, terminando bruscamente—. Fin. La Historia de mi vida.» Agarró un bastón con puño de plata y se dispuso a marchar. Mrs. Bury, la maestra, se adelantó para pronunciar las frases de ritual. Pero las chicas no se dejaban distraer. «¿Y qué fue, Allie?», insistieron; y ella, que de repente parecía tener diez años más de sus treinta y tres, se encogió de hombros. «No lo sé —dijo—. A lo mejor, el fantasma de Maurice Wilson.»
Salió de la clase apoyándose pesadamente en el bastón.


*    *    *


La City —el mismo Londres, yaar, nada menos— estaba vestida de blanco, como una plañidera en un funeral. «A ver de quién, el funeral, mister —se preguntaba Gibreel Farishta, frenético— ; no será el mío, puñeta, espero y deseo.» Cuando el tren entró en la estación Victoria, él saltó sin esperar a que se parase del todo, se torció un tobillo y cayó de bruces entre las carretillas de equipaje y las risas burlonas de los londinenses que esperaban el tren, agarrándose en su caída a su sombrero cada vez más maltrecho. A Rekha Merchant no se la veía por ninguna parte y, aprovechando el momento, Gibreel corrió entre la gente que se apartaba a su paso, como un poseso, sólo para encontrarla en la puerta de billetes, flotando pacientemente en su alfombra, invisible para todos los ojos menos los suyos, a un metro del suelo.
«¿Qué es lo que quieres? —le apostrofó él—. ¿Qué buscas aquí?» «He venido a ver tu caída —repuso ella al instante—. Mira —agregó—, ya he conseguido que hicieras el ridículo.»
La gente se apartaba de Gibreel, aquel tipo raro de la gabardina grande y el sombrero aplastado, ese hombre habla solo, dijo una voz infantil, y la madre respondió shhh, cariño, no hay que burlarse de las desgracias de la gente. Bien venido a Londres. Gibreel Farishta corrió hacia las escaleras del Metro. Rekha, en su alfombra, le dejó marchar.
Pero cuando él, atropelladamente, llegó al andén de la dirección Norte de la Línea Victoria, volvió a verla. Ahora estaba en un cartel publicitario de la pared del otro lado que anunciaba el sistema telefónico automático internacional. Envíe su voz hasta la India en una alfombra mágica —instaba—. Sin djinns y sin lámparas maravillosas. Él lanzó un alarido que nuevamente hizo que sus compañeros de viaje dudaran de su cordura y huyó al andén de la dirección Sur, por cuya vía entraba un tren. Saltó al interior del coche y allí estaba Rekha Merchant, delante de él, con la alfombra arrollada en el regazo. Las puertas se cerraron estrepitosamente a su espalda.
Aquel día Gibreel Farishta huyó en todas las direcciones, en el Metro de la ciudad de Londres y, dondequiera que iba, Rekha Merchant daba con él; en las interminables escaleras mecánicas de Oxford Circus se sentaba a su lado, y en los atestados ascensores de Tufnell Park se le apretaba por detrás de un modo que, en vida, hubiera considerado escandaloso. En los confines de la Metropolitan Line, arrojó los fantasmas de sus hijos desde lo alto de unos árboles que parecían garras y, cuando él salió a respirar delante del Banco de Inglaterra, se lanzó histriónicamente desde la cúspide de su frontón neoclásico. Y, aunque él no tenía la menor idea de la verdadera forma de aquélla, la más proteica y camaleónica de las ciudades, estaba seguro de que, mientras él circulaba por sus entrañas, constantemente cambiaba de forma, de manera que las estaciones cambiaban de línea y se sucedían en una secuencia aparentemente casual. Más de una vez emergió, medio asfixiado, de aquel mundo subterráneo en el que ya no regían las leyes del espacio y del tiempo, y trató de parar un taxi; pero ninguno se detenía, y él tenía que volver a sumirse en aquel laberinto infernal, aquel laberinto sin salida, y proseguir su huida épica. Por fin, exhausto y sin esperanza, se rindió a la lógica fatal de su locura y salió al azar en la que supuso debía de ser última fútil estación de su prolongado e inútil viaje en busca de la quimera de la renovación. Salió a la amarga indiferencia de una calle de desperdicios esparcidos por el viento, próxima a un cinturón infestado de camiones. Ya había oscurecido y él, con paso inseguro, utilizando sus últimas reservas de optimismo, entró en un parque al que las ectoplásmicas luces de tungsteno daban un aire espectral. Cuando cayó de rodillas en la soledad de la noche de invierno, vio una figura de mujer que avanzaba lentamente hacia él a través de la hierba cubierta de nieve, y supuso que era su némesis, Rekha Merchant, que venía a darle el beso de la muerte, a arrastrarle a un submundo más profundo que aquel en el que ella le había enloquecido. Ya no le importaba, y cuando llegó la mujer, él había caído de bruces sobre los antebrazos, con la gabardina colgando alrededor de él, dándole el aspecto de un gran escarabajo moribundo que, por misteriosas razones, llevara un sucio sombrero de fieltro gris.
Como a mucha distancia, oyó que de la garganta de aquella mujer partía un grito en el que se mezclaban la incredulidad, la alegría y cierto resentimiento, y, poco antes de perder el sentido, comprendió que, por el momento, Rekha le permitía hacerse la ilusión de que había llegado a lugar seguro, para que, al fin, su victoria fuera aún más dulce.
«Estás vivo —dijo la mujer, repitiendo las palabras que le dijo la primera vez que lo vio—. Has recobrado la vida. Eso es lo que importa.»
Sonriendo, él se quedó dormido ante los pies planos de Allie mientras caía la nieve.

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