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sábado, 23 de noviembre de 2013

El rapto de la Bella Durmiente - Anne Rice



Anne Rice
Con el pseudónimo de
A. N. Roquelaure



A S. T. Roquelaure con amor




LA LLAMADA DEL PRÍNCIPE



Durante toda su juventud, el príncipe había oído la historia de la Bella Durmiente, condenada a dormir durante cien años, al igual que sus padres, el rey y la reina, y toda la corte, después de haberse pinchado el dedo con un huso.
Pero no creyó en la leyenda hasta que estuvo dentro del castillo.
Ni siquiera la había creído al ver los cuerpos de otros príncipes atrapados en las espinas de los rosales trepadores que cubrían los muros. Ellos sí habían acudidos movidos por un convencimiento, eso era cierto, pero él necesitaba ver con sus propios ojos el interior del castillo.
El príncipe, imprudente por efecto del dolor que sentía tras la muerte de su padre y demasiado poderoso bajo el reinado de una madre que lo favorecía en exceso, cortó de raíz las imponentes trepadoras, impidiendo de este modo que lo apresaran entre su maraña. No era el deseo de morir sino el de conquistar el que lo empujaba.
Avanzando con tiento entre los esqueletos de los que no habían logrado resolver el misterio, se introdujo a solas en la gran sala de banquetes.
El sol brillaba en lo alto del cielo y las enredaderas habían retrocedido permitiendo que la luz cayera en haces polvorientos desde las encumbradas ventanas.
Todavía instalados ante la mesa de banquetes y cubiertos por varias capas de polvo, el príncipe descubrió a los hombres y mujeres de la antigua corte que dormían con los rostros inanimados y rubicundos envueltos por telas de araña.
Se quedó boquiabierto al ver a los sirvientes dormidos contra las paredes, con las ropas consumidas y convertidas en andrajos.
Así que la antigua leyenda era cierta. Con la misma osadía de antes, inició la búsqueda de la Bella Durmiente, que debía hallarse en el centro de todo aquello.
La encontró en la alcoba más alta de la casa. Finalmente, tras sortear los cuerpos de doncellas y criados dormidos, y respirar el polvo y la humedad del lugar, se halló en el umbral de la puerta de su santuario.
Sobre el terciopelo verde oscuro de la cama, el cabello pajizo de la princesa se extendía largo y liso, y el vestido, que formaba holgados pliegues, revelaba los pechos redondeados y las formas de una joven.
Abrió las contraventanas cerradas. La luz del sol resplandeció sobre ella. El príncipe se acercó un poco más y soltó un ahogado suspiro al tocar la mejilla, los labios entreabiertos y los dientes y, después, los delicados párpados.
El rostro le pareció perfecto; y la túnica bordada, que se le había pegado al cuerpo y marcaba el pliegue entre sus piernas, permitía adivinar la forma de su sexo.
Desenvainó la espada con la que había cortado todas las enredaderas que cubrían los muros y, deslizando cuidadosamente la hoja entre sus pechos, rasgó con facilidad el viejo tejido del vestido que quedó abierto hasta el borde inferior. Él separó las dos mitades y la observó. Los pezones eran del mismo color rosáceo que sus labios, y el vello púbico era castaño y más rizado que la larga melena lisa que le cubría los brazos hasta llegar casi a las caderas por ambos costados.
Separó de un tajo las mangas y alzó con suma delicadeza el cuerpo de la joven para liberarlo de todas las ropas. El peso de la cabellera pareció tirar de la cabeza de ésta, que quedó apoyada en los brazos de él al tiempo que la boca se abría un poco más.
El príncipe dejó a un lado la espada. Se quitó la pesada armadura y a continuación volvió a alzar a la princesa sosteniéndola con el brazo izquierdo por debajo de los hombros y la mano derecha entre las piernas, el pulgar en lo alto del pubis.
Ella no profirió ningún sonido; pero si fuera posible gemir en silencio, la princesa gimió con la actitud de su cuerpo. Su cabeza cayó hacia él, quien sintió la caliente humedad del pubis contra su mano derecha. Al volver a tenderla, le apresó ambos pechos y los chupó suavemente, primero uno y luego el otro.
Eran éstos unos pechos llenos y firmes, pues la joven tenía quince años cuando la maldición se apoderó de ella. Él le mordisqueó los pezones, al tiempo que le meneaba los senos casi con brusquedad, como si quisiera sopesarlos; luego se deleitó palmeteándolos ligeramente hacia delante y atrás.
Al entrar en la estancia el deseo le había invadido con fuerza, casi dolorosamente, y ahora le incitaba de forma casi cruel.
Se subió sobre ella y le separó las piernas, mientras pellizcaba suave y profundamente la blanca carne interior de los muslos. Estrechó el pecho derecho en su mano izquierda e introdujo su miembro sosteniendo a la princesa erguida para poder llevar aquella boca hasta la suya y, mientras se abría paso a través de su inocencia, le separó la boca con la lengua y le pellizcó con fuerza el pecho.
Le chupó los labios, le extrajo la vida y la introdujo en él. Cuando el príncipe sintió que su simiente explotaba dentro del otro cuerpo, la joven gritó.
Luego sus ojos azules se abrieron.
—¡Bella! —le susurró.
Ella cerró los ojos, con las cejas doradas ligeramente fruncidas en un leve mohín mientras el sol centelleaba sobre su amplia frente blanca.
Le levantó la barbilla, besó su garganta y, al extraer su miembro del sexo comprimido de ella, la oyó gemir debajo de él.
La princesa estaba aturdida. La incorporó hasta dejarla sentada, desnuda, con una rodilla doblada sobre los restos del vestido de terciopelo esparcidos encima de la cama, que era tan lisa y dura como una mesa.
—Os he despertado, querida mía —le dijo—. Habéis dormido durante cien años, igual que todos los que os querían. ¡Escuchad, escuchad! Oiréis cómo este castillo vuelve a la vida, algo que nadie antes que vos oyó nunca.
Un agudo grito llegó desde el corredor, donde la sirvienta estaba de pie con las manos en los labios.
El príncipe se acercó hasta la puerta para hablar con ella.
—Id a buscar a vuestro amo, el rey. Decidle que el príncipe que había de liberar esta casa de la maldición ha llegado y también que ahora permaneceré reunido a puerta cerrada con su hija.
Cerró la puerta, echó el cerrojo y se volvió para observar a Bella.
Se tapaba los pechos con las manos. Su larga y lisa cabellera dorada, espesa e increíblemente sedosa, caía a su alrededor, abriéndose sobre la cama.
La princesa reclinó la cabeza de manera que el pelo cubriera su cuerpo. Pero miraba al príncipe, y éste se sorprendió al ver aquellos ojos carentes de miedo o malicia. Estaban abiertos de par en par, sin expresión alguna, como los de uno de esos tiernos animales del bosque instantes antes de caer abatidos en una cacería.
El seno de la princesa se agitaba al compás de su respiración anhelante. Él se echó a reír, se aproximó un poco más y le retiró el pelo del hombro derecho.
Ella alzó la mirada y la mantuvo fija en él. Un rubor novicio afluyó a sus mejillas y, de nuevo, el príncipe la besó.
Le abrió la boca con los labios y con la mano izquierda le sujetó las muñecas, bajándoselas hasta el regazo desnudo para poder así cogerle los pechos y examinarlos mejor.
—Beldad inocente —susurró. Sabía lo que ella estaba viendo: un joven sólo tres años mayor que la princesa cuando se convirtió en la Bella Durmiente. Él contaba dieciocho, apenas un hombre, pero no temía nada ni a nadie. Era alto, con el pelo negro; su figura delgada le daba un aspecto ágil.
Le gustaba pensar en sí mismo como en una espada: ligero, directo, muy preciso y absolutamente peligroso.
Había dejado a muchos tras él que podían corroborarlo.
En aquel momento, no albergaba orgullo sino una inmensa satisfacción. Había llegado hasta el centro del castillo maldito.
En la puerta se oían golpes y gritos. No se molestó en contestar. Volvió a tender a Bella sobre la cama.
—Soy vuestro príncipe —dijo—, así os dirigiréis a mí, y por este motivo me obedeceréis.
Al separarle otra vez las piernas, vio la sangre de su inocencia sobre la tela y, riéndose tranquilamente para sus adentros, volvió a entrar en ella con suma suavidad.
Bella soltó una suave sucesión de gemidos que en los oídos del príncipe sonaron como besos.
—Contestadme como corresponde —susurró.
—Mi príncipe —dijo.
—Ah —suspiró—, qué delicia.


Cuando abrió de nuevo la puerta, la habitación estaba casi a oscuras. Comunicó a los sirvientes que cenaría entonces y que recibiría al rey de inmediato. Le ordenó a Bella que cenara con él, que se quedara a su lado y, en tono firme, le dijo que no debía llevar ropa alguna.
—Es mi deseo que estéis desnuda y siempre disponible para mí —sentenció.
Podría haberle dicho que estaba inmensamente bonita cubierta sólo por su cabello dorado, por el rubor de sus mejillas y por sus manos, con las que intentaba en vano resguardar el sexo y los pechos. Pero aunque lo pensaba no lo dijo en voz alta.
En vez de esto, la cogió por las muñecas, se las sostuvo a la espalda mientras los sirvientes traían la mesa, y luego le ordenó que se sentara frente a él.
La anchura de la mesa le permitía alcanzar sin dificultad a Bella; podía tocarla y acariciar sus pechos si así le apetecía. Estiró el brazo y le levantó la barbilla para inspeccionarla a la luz de las velas que sostenían los criados.
Sirvieron asados de cerdo y ave, y frutas dispuestas en grandes y resplandecientes cuencos de plata. Al instante, el rey apareció en el umbral de la puerta. Ataviado con sus pesadas vestimentas ceremoniales y una corona de oro ceñida a la cabeza, se inclinó ante el príncipe y esperó la orden para entrar.
—Vuestro reino ha estado desatendido durante cien años —dijo el príncipe mientras levantaba su copa de vino—. Muchos de vuestros vasallos han escapado para irse con otros señores y buenas tierras están sin cultivar. Pero conserváis vuestra riqueza, vuestra corte y vuestros soldados. Es mucho lo que os queda por delante.
—Estoy en deuda con vos, príncipe —respondió el rey—. Pero ¿podéis decirme vuestro nombre, el de vuestra familia?
—Mi madre, la reina Eleanor, vive al otro lado del bosque —dijo el príncipe—. En vuestra época, era el reino de mi bisabuelo: él era el rey Heinrick, vuestro poderoso aliado.
El príncipe advirtió la sorpresa reflejada en el rostro del rey y luego su mirada de confusión. El príncipe lo comprendió perfectamente. Al ver el rubor que cubría la tez del soberano, le dijo:
—En aquella época, durante un tiempo prestasteis vasallaje en el castillo de mi bisabuelo, ¿no es cierto?, y quizá también vuestra reina, ¿no?
El rey apretó los labios con gesto de resignación y asintió lentamente:
—Sois descendiente de un poderoso monarca —susurró, y el príncipe se percató que el rey no levantaba los ojos para no ver a su hija desnuda.
—Me llevaré a Bella para que preste servidumbre —afirmó el príncipe—. Ahora ella es mía. —Con su largo cuchillo de plata cortó el caliente y suculento asado de cerdo y dispuso varios pedazos en su propio plato. Los sirvientes competían entre ellos para aproximarle más bandejas.
Bella estaba sentada con las manos de nuevo sobre los pechos; tenía las mejillas humedecidas por las lágrimas y temblaba levemente.
—Como deseéis —dijo el rey—. Estoy en deuda con vos.
—Habéis recuperado vuestra vida y vuestro reino —continuó el príncipe—. Y yo tengo a vuestra hija. Pasaré aquí la noche y mañana partiremos hacia el otro lado de las montañas para convertirla en mi princesa.
Se había servido algo de fruta y más pedazos de asado. A continuación, con un suave chasquido de los dedos, le dijo a Bella en un susurro que se acercara a él.
Advirtió la vergüenza que sentía ella ante los sirvientes.
Pero aun así le quitó la mano de su sexo.
—No volváis a taparos de este modo, nunca más —dijo. Pronunció estas palabras casi con ternura, al tiempo que le retiraba el pelo de la cara.
—Sí, mi príncipe —susurró ella. Tenía una vocecita encantadora—. Pero es tan difícil.
—Por supuesto que lo es —sonrió él—. Pero lo haréis por mí.
Entonces la cogió y la sentó sobre el regazo, abrigándola con su brazo izquierdo.
—Besadme —dijo, y al experimentar de nuevo la cálida boca sobre la suya, sintió que el deseo le invadía de nuevo, demasiado pronto para su gusto, pero decidió saborear este leve tormento.
—Podéis marcharos —le dijo al rey—. Ordenad a vuestros criados que tengan mi caballo preparado por la mañana. No necesitaré caballo para Bella. Sin duda habréis encontrado a mis soldados a las puertas de vuestro castillo —el príncipe se rió—. Les daba miedo entrar conmigo. Decidles que estén dispuestos al amanecer, entonces podréis despediros de vuestra hija, Bella.
El rey alzó la vista breve y rápidamente para acatar las órdenes del príncipe y con una cortesía inagotable retrocedió hasta salir por la puerta. El príncipe centró toda su atención en Bella. Levantó una servilleta y le enjugó las lágrimas. Ella mantenía obedientemente las manos sobre los muslos, mostrando su sexo, y él observó con aprobación que no intentaba esconder sus endurecidos pezones rosados con los brazos.
—A ver, no os asustéis —le dijo con dulzura mientras le acercaba un poco de comida a su boca temblorosa. Luego le palmeó los pechos que vibraron ligeramente—. Podría haber sido viejo y feo.
—Pero entonces yo podría sentir lástima por vos —dijo con voz dulce, tímida. Él se rió:
—Voy a castigaros por esto —le dijo con ternura—. Aunque de vez en cuando alguna pequeña impertinencia femenina resulta divertida.
Ella se sonrojó fuertemente y se mordió el labio.
—¿Tenéis hambre, hermosa? —le preguntó él.
Advirtió que le daba miedo responder.
—Cuando os pregunte diréis, «Sólo si os place, mi príncipe», y sabré que la respuesta es sí. O, «no, a menos que así os plazca, mi príncipe», y entenderé que la respuesta es no. ¿Me entendéis?
—Sí, mi príncipe —contestó ella—. Tengo hambre sólo si os place, mi príncipe.
—Muy bien, muy bien —dijo con sincera emoción. Cogió un pequeño racimo de brillantes uvas púrpuras y se las llevó a la boca una a una, sacando a continuación las pepitas y dejándolas a un lado.
Luego observó con evidente placer cómo ella bebía a grandes tragos de la copa de vino que le sostenía en los labios. Después le enjugó la boca y la besó.
Los ojos de Bella centelleaban pero había dejado de llorar. El príncipe palpó la suave carne de su espalda y sus pechos una vez más.
—Excelente —susurró—. ¿Así que antes estabais terriblemente consentida y os concedían todo lo que deseabais?
Ella, confundida, volvió a sonrojarse y luego asintió con cierta vergüenza.
—Sí, mi príncipe, creo que quizás...
—No tengáis miedo de contestarme con muchas palabras —le instó— siempre que sean respetuosas. No habléis nunca a menos que yo os hable antes, y aseguraos cuidadosamente de tener en cuenta qué es lo que me complace. Estabais muy malcriada y os lo concedían todo, pero ¿erais testaruda?
—No, mi príncipe, creo que no lo era —dijo—. Intentaba ser una alegría para mis padres.
—Y seréis una alegría para mí, querida mía —dijo cariñosamente.
Sin dejar de rodearla firmemente con el brazo izquierdo, el príncipe siguió cenando.
Comía con entusiasmo: cerdo, ave, algo de fruta y varias copas de vino. Luego les dijo a los sirvientes que lo retiraran todo y que salieran.
Habían puesto sábanas y colchas limpias sobre la cama, almohadas mullidas, rosas en un jarro próximo, y también varios candelabros.
—Y bien —dijo el príncipe mientras se levantaba y la colocaba ante él—. Tenemos que acostarnos puesto que mañana se presenta una larga jornada. Y aún tengo que castigaros por la impertinencia de antes.
Las lágrimas asomaron de inmediato a los ojos de Bella, que imploró al príncipe con su mirada. Casi alargó los brazos para cubrirse los pechos y el sexo, pero recordó las instrucciones anteriores y apretó con impotencia los pequeños puños a ambos lados del cuerpo.
—No os castigaré mucho —dijo él con ternura, levantándole la barbilla—. No fue más que una pequeña falta y, al fin y al cabo, la primera. Pero, Bella, para ser sinceros, os diré que me encantará castigaros.
Ella se mordía el labio y el príncipe se percató de que quería hablar; el esfuerzo por controlar la lengua y las manos era casi excesivo para ella.
—Está bien, preciosidad, ¿qué queréis decir? —preguntó.
—Por favor, mi príncipe —rogó—. Me dais tanto miedo.
—Descubriréis que soy más tolerante de lo que pensáis —le dijo.
Se quitó el largo manto, lo arrojó sobre una silla y echó el cerrojo a la puerta. Luego apagó casi todas las luces, a excepción de unas pocas velas.
Iba a dormir con la ropa puesta, como hacía la mayoría de noches que pasaba en los bosques, en las posadas del campo o en las casas de esos humildes campesinos en las que se detenía en ocasiones, puesto que eso no era un gran inconveniente para él.
Al acercarse a ella pensó que debía ser clemente y llevar a cabo el castigo con rapidez. Se sentó a un lado de la cama, se estiró para alcanzarla y, sujetándole las muñecas con la mano izquierda, atrajo su cuerpo desnudo y lo tumbó sobre su regazo de modo que las piernas pendían inútilmente sin tocar del suelo.
—Preciosa, preciosísima —dijo mientras recorría lánguidamente con su mano derecha las redondas nalgas, obligándolas a separarse ligeramente cada vez un poquito más.
Bella lloraba a viva voz pero amortiguaba el llanto contra la cama, con las manos sujetas ante sí por el largo brazo izquierdo del príncipe.
Entonces él, con la mano derecha, le dio un azote en el trasero y comprobó cómo el llanto subía de volumen. La verdad, no había sido un palmetazo tan fuerte, pero dejó una marca roja sobre la piel. Él volvió a zurrarle, sintió cómo la princesa se retorcía contra él, notó el calor y la humedad de su sexo contra la pierna y, una vez más, le propinó otro azote.
—Creo que sollozáis más por la humillación que por el dolor —le regañó con voz suave.
Ella forcejeaba por amortiguar el sonido de sus quejas.
Él príncipe abrió la palma derecha y, al sentir el calor de las nalgas enrojecidas, volvió a alzar la mano y soltó otra serie de palmetazos sonoros, fuertes, sonriendo mientras ella se resistía.
Podría haberla zurrado con mucha más fuerza, sólo para placer propio y sin hacerle demasiado daño. Pero se lo pensó mejor. Tenía tantas noches por delante para estos deleites...
Entonces la levantó para dejarla de pie ante él.
—Retiraos el pelo de la cara —le ordenó. El rostro manchado de lágrimas era de una belleza indescriptible. Los labios vibraban temblorosos, los ojos azules destellaban con la humedad de las lágrimas. Ella obedeció de inmediato.
—No creo que estuvierais tan mimada —dijo—. Me parecéis muy obediente y dispuesto a complacer, y esto es algo que me hace muy feliz.
Advirtió que ella se tranquilizaba.
—Ahora, unid las manos detrás del cuello —ordenó—, por debajo del pelo. Así es, muy bien —volvió a levantarle la barbilla—. Tenéis el hábito modesto de bajar la mirada con sumo encanto. Pero ahora quiero que me miréis directamente a la cara.
Ella obedeció tímidamente, con aire desdichado. En aquel instante, al mirarlo a él, sintió que era más consciente de su propia desnudez e indefensión. Tenía unas pestañas tupidas y oscuras, y sus ojos azules eran más grandes de lo que él había pensado.
—¿Me encontráis guapo? —le preguntó—. Ah, pero antes de contestarme, debéis saber que lo que me gustaría conocer es vuestra sincera opinión, no lo que vos creáis que desearía oír, o lo que os convendría contestar, ¿me entendéis?
—Sí, mi príncipe —susurró. Parecía más sosegada.
Él alargó la mano, le friccionó ligeramente el pecho derecho y luego le acarició las axilas vellosas, palpando la pequeña curvatura que formaba allí el músculo, bajo el menudo mechón de pelo dorado; y a continuación le acarició ese vello tupido y húmedo, entre las piernas, lo que obligó a la joven a suspirar y temblar.
—Y bien —dijo él—, responded a mi pregunta y describid lo que veis. Describidme como si me acabarais de conocer y estuvierais hablando confidencialmente con vuestra doncella.
Ella volvió a morderse el labio, lo que a él le encantaba, y luego, con voz un poco apagada por la incertidumbre, dijo:
—Sois muy apuesto, mi príncipe, nadie podría negarlo. Y para ser... para ser...
—Continuad —dijo. La atrajo un poco más hacia él de manera que el sexo de ella se apretara contra su rodilla. La rodeó con el brazo derecho, le meció el pecho con la izquierda y rozó con los labios la mejilla de la princesa.
—Y para ser tan joven sois muy dominante —dijo ella—, no es lo que cabría esperar.
—Y decidme, ¿cómo se detecta eso en mí, aparte de por mis actos?
—Vuestro talante, mi príncipe —dijo, su voz iba cobrando un poco de firmeza—. La mirada de vuestros ojos, tan oscuros... vuestro rostro. No exhibe ninguna de las dudas de la juventud.
Él sonrió y le besó la oreja. Se preguntaba por qué estaba tan caliente la pequeña y húmeda hendidura entre sus piernas. Sus dedos no podían dejar de tocarla. Aquel día ya la había poseído dos veces, y volvería a poseerla, pero estaba pensando que convendría actuar con más lentitud.
—¿Os gustaría si fuera más viejo? —le susurró.
—Había pensado —dijo ella— que sería más fácil. Recibir órdenes de alguien tan joven —siguió— significa sentir el propio desamparo.
Sus lágrimas habían vuelto a brotar y se derramaban por sus mejillas, así que el príncipe la empujó cuidadosamente hacia atrás para poder verle los ojos.
—Querida mía, os he despertado del sueño de todo un siglo y he restaurado el reino de vuestro padre. Sois mía. No os resultaré un amo tan duro, sólo un amo muy concienzudo. Cuando logréis pensar únicamente en complacerme, noche y día, y a cada momento, las cosas serán muy fáciles para vos.
Mientras ella trataba esforzadamente de no apartar la mirada, el príncipe apreció de nuevo cierto alivio en su rostro, y también que su persona le infundía un temor absoluto.
—Y ahora —dijo, y metió los dedos de la mano izquierda entre sus piernas, al tiempo que la atraía otra vez hacia él haciéndole soltar un pequeño jadeo que ella fue incapaz de contener—, quiero de vos más de lo que he tenido antes. ¿Sabéis a que me refiero, mi Bella Durmiente?
Ella sacudió la cabeza; en aquel momento estaba aterrorizada.
Él la levantó en brazos y, llevándosela hasta la cama, la tumbó allí.
Las velas desprendían una luz cálida, casi rosada, que iluminaba el cuerpo desnudo y el cabello que caía a ambos lados de la cama. Bella estaba a punto de ponerse a gritar, pero se esforzaban por mantener las manos quietas a los costados.
—Querida mía, hay una dignidad en vos que os escuda de mí, tanto como este precioso cabello dorado que os cubre y os ampara. Ahora quiero que os rindáis a mí. Lo comprenderéis y os sorprenderá haber llorado la primera vez que os lo he sugerido.
El príncipe se inclinó sobre ella. Le separó las piernas. Notaba cuánto le costaba no cubrirse con las manos o volverse a un lado. Le acarició los muslos. Luego, con el índice y el pulgar, exploró el sedoso vello húmedo, palpó aquellos pequeños labios tiernos e hizo que se separaran ampliamente.
Un terrible estremecimiento sacudió todo el cuerpo de Bella. Con la mano izquierda, él le tapó la boca y ella sollozó suavemente. Él pensó que al parecer le resultaba más fácil con la boca así tapada, de modo que, por el momento, aquello ya estaba bien. Habría que enseñarle todo a su debido tiempo.
Con los dedos de la mano derecha encontró aquel nódulo de carne entre los tiernos labios inferiores, y lo friccionó hacia delante y atrás hasta que ella levantó las caderas, arqueando la espalda a pesar suyo. Su carita, bajo la mano del príncipe, era el vivo retrato de la angustia. Él sonrió para sus adentros.
Pero mientras sonreía, sintió por primera vez el fluido caliente entre las piernas de la joven, el verdadero fluido que antes no había aparecido con su sangre virginal.
—Eso es, eso es, querida mía —dijo—. No debéis resistiros a vuestro amo y señor, ¿verdad?
Entonces se abrió la ropa y extrajo su sexo erecto, ansioso y, subiéndose sobre ella, lo posó en su cadera mientras continuaba acariciándola y friccionándola.
Ella se retorcía a uno y otro lado, agarrando y retorciendo las suaves sábanas a sus costados. Pareció que todo su cuerpo se volvía de color rosa y los pezones de sus pechos se veían tan duros como pequeñas piedras. Él no pudo contenerse ante ellos.
Los mordió con los dientes, juguetón, sin hacerle daño. Los chupó con la lengua y luego le lamió también el sexo. Y mientras ella forcejeaba, se sonrojaba y gemía, volvió a colocarse encima, lentamente.
Bella se arqueó de nuevo. Sus pechos se tiñeron de rojo. Y mientras él introducía su órgano en ella, sintió que se estremecía con un indeseado placer. La mano del príncipe sobre su boca amortiguó el grito que salió de su garganta mientras ella volvía a estremecerse de tal modo que casi parecía que lo levantara sobre la cama.
Luego se quedó quieta, húmeda, ruborizada, con los ojos cerrados, respirando profundamente mientras las lágrimas brotaban en silencio.
—Eso ha sido maravilloso, querida mía —dijo él—. Abrid los ojos.
Bella lo hizo tímidamente pero luego permaneció tumbada sin apartar la vista de él.
—Esto ha sido tan difícil para vos —susurró él—. No podíais ni imaginaros que estas cosas sucedieran. Estáis roja de vergüenza, tembláis de miedo y creéis que quizá sea uno de los sueños que soñasteis en vuestros cien años de hechizo. Pero es real, Bella —dijo el príncipe—. ¡Y no es más que el comienzo! Creéis que os he convertido en mi princesa, pero no he hecho más que comenzar. Llegará el día en que no veréis nada aparte de mí, como si yo fuera el sol y la luna; un día en el que yo lo seré todo para vos: comida, bebida, el aire que respiráis. Entonces seréis mía de verdad, y estas primeras lecciones... y placeres... —sonrió— no parecerán nada.
El príncipe se inclinó sobre la princesa, que permanecía sumamente quieta, con la mirada fija en él.
—Ahora besadme —le ordenó—. Quiero decir, de verdad..., besadme.




EL VIAJE Y EL CASTIGO EN LA POSADA



A la mañana siguiente toda la corte estaba reunida en el gran vestíbulo para despedir al príncipe. La corte en pleno, incluido el agradecido rey y su reina, permaneció en pie con la mirada baja y la cintura reclinada mientras el príncipe descendía por los peldaños con la desnuda Bella Durmiente caminando tras él, quien le había ordenado que mantuviera las manos enlazadas detrás del cuello por debajo del pelo y que le siguiera justo un poco a su derecha para que pudiera verla por el rabillo del ojo. Ella obedeció sin que sus pies descalzos produjeran el más leve sonido al pisar los gastados escalones de piedra.
—Querido príncipe —dijo la reina cuando éste llegó a la puerta principal y vio que sus soldados lo esperaban a caballo sobre el puente levadizo—, estaremos eternamente en deuda con vos, pero es nuestra única hija.
El príncipe se volvió para mirarla. Todavía era hermosa, a pesar de que le doblaba la edad a Bella, y se preguntó si también ella habría servido a su bisabuelo.
—¿Cómo osáis preguntarme? —inquirió el príncipe pacientemente—. He restaurado vuestro reino y, bien sabéis, si recordáis algo de las costumbres de mi tierra, que Bella mejorará notablemente con su servidumbre allí.
Entonces, en la cara de la reina apareció el mismo rubor revelador que había mostrado antes el rey, y la soberana inclinó la cabeza en señal de aceptación.
—Pero con toda seguridad permitiréis que Bella se ponga algunas ropas —susurró—, como mínimo hasta que llegue al límite de vuestro reino.
—Todos los pueblos comprendidos entre este castillo y mi reino nos han sido leales durante un siglo. En cada uno de ellos proclamaré vuestra restauración y el nuevo gobierno, ¿queréis algo más? Esta primavera está siendo cálida; Bella no sufrirá ninguna enfermedad por servirme desde este mismo instante.
—Perdonadnos, alteza —se apresuró a decir el rey—, pero ¿sigue siendo igual en estos tiempos?, ¿el vasallaje de Bella no será para siempre?
—Nada ha cambiado. Bella será devuelta en su momento. Y habrá mejorado enormemente tanto en sabiduría como en belleza. Ahora, decidle que obedezca al igual que vuestros padres os ordenaron que os sometierais cuando os enviaron a nosotros.
—El príncipe está en lo cierto, Bella —dijo el rey en voz baja, sin querer mirar a su hija—. Obedecedle. Acatad también las órdenes de la reina. Y aunque vuestro vasallaje os parezca sorprendente y difícil en algunos momentos, confiad en que regresaréis, como él dice, habiendo cambiado para mejor.
El príncipe sonrió.
Los caballos se mostraban inquietos sobre el puente levadizo. El corcel del príncipe, un semental negro, era especialmente difícil de refrenar, así que, despidiéndose de todos ellos una vez más, el príncipe se volvió y cogió a Bella.
La alzó con facilidad situándola sobre su hombro derecho, estrechándola a su propia cintura por los tobillos. Cuando Bella cayó sobre la espalda del príncipe, él oyó un suave gemido y vio el largo cabello dorado que barría el suelo justo antes de subirse al corcel.
Todos los soldados se dispusieron en formación y el príncipe abrió la marcha para adentrarse en el bosque.
Los rayos de sol caían a través del tupido follaje verde. El cielo resplandecía todavía azul y luminoso sobre sus cabezas desvaneciéndose en una luz cambiante de tonalidades verdes a medida que el príncipe avanzaba a la cabeza de sus soldados, canturreando para sí y cantando de vez en cuando en voz alta.
El cuerpo elástico y cálido de Bella se balanceaba sobre el hombro del príncipe, que percibía sus temblores y turbación. Las nalgas desnudas de la princesa aún estaban rojas por la zurra que él le había propinado y se imaginaba perfectamente cuán suculenta debía ser aquella visión para los hombres que cabalgaban tras él.
Mientras guiaba su caballo al paso a través de un denso claro con abundantes hojas rojas y marrones, caídas a sus pies, el príncipe ató las riendas a la silla, palpó la piel suave y velluda situada entre las piernas de Bella y, apoyando la cara en la cálida cadera de la princesa, la besó con delicadeza.
Al cabo de un rato, la bajó del hombro y la posó sobre su regazo, dándole la vuelta igual que antes para que descansara contra su brazo izquierdo. Le besó la cara enrojecida y retiró los largos mechones del rostro. Luego chupó sus pechos casi ociosamente, como si bebiera de ellos.
—Apoyad la cabeza en mi hombro —dijo, y al instante ella se inclinó obedientemente hacia él.
Pero cuando fue a arrojarla otra vez sobre el hombro, Bella gimoteó. El príncipe no se detuvo, y en cuanto la princesa estuvo firmemente asida, con los tobillos sujetos a la propia cadera del príncipe, éste la regañó cariñosamente y le dio varias zurras con la mano izquierda hasta que oyó cómo Bella lloraba.
—Jamás debéis protestar —repitió—. Ni con voces, ni gesticulando. Sólo con lágrimas podéis mostrar a vuestro príncipe lo que sentís. Y no se os ocurra pensar que él no desea saberlo. Y ahora, contestadme con todo respeto.
—Sí, mi príncipe —gimoteó Bella.
Él se conmovió.


Cuando llegaron al pueblo situado en medio del bosque, la excitación era enorme ya que todo el mundo sabía que el encantamiento se había roto.
Mientras el príncipe avanzaba por las tortuosas callejuelas de altas casas entramadas que delineaban el cielo, la gente se agolpaba en las estrechas ventanas y puertas, y se apiñaba en las callejas empedradas.
Tras él, el príncipe oía a sus hombres que, en voz baja, explicaban a la gente del pueblo quién era él. Les decían que su señor había roto el encantamiento y que la muchacha que llevaba consigo era la Bella Durmiente.
Ésta sollozaba pausadamente, y forcejeaba con su cuerpo, pero el príncipe la asía con firmeza.
Finalmente, rodeados de una enorme multitud, llegaron a la posada y el caballo del príncipe entró en el patio haciendo sonar los cascos.
El escudero se apresuró a ayudarle a descender de la montura.
—Sólo nos detendremos para comer y beber —dijo el príncipe—. Aún podemos recorrer muchas millas antes de la puesta de sol.
El joven dejó a Bella de pie en el suelo y contempló con admiración la forma en que su cabellera volvía a cubrirla. Luego le hizo dar dos vueltas, y se complació al observar que la princesa mantenía las manos enlazadas en la nuca y la mirada baja mientras él la contemplaba.
La besó con devoción.
—¿Veis como todos os observan? —preguntó él—. ¿Os dais cuenta de cómo admiran vuestra belleza? Os adoran —le dijo. Una vez más, le sacó otro beso, mientras con la mano apretaba sus nalgas escocidas.
Los labios de ella parecían pegarse a los suyos como si tuviera miedo de que escapara; luego él le besó los párpados.
—Ahora todo el mundo querrá echar una ojeada a la princesa —dijo el príncipe al capitán de su guardia—. Atadle las manos sobre la cabeza con una cuerda que cuelgue del letrero de la entrada de la fonda y dejad que todo el mundo se harte de ella. Pero que nadie la toque. Pueden mirar todo lo que quieran pero haced guardia para vigilar que nadie pueda tocarla. Haré que os saquen la comida fuera.
—Sí, mi señor —dijo el capitán de la guardia.
Mientras el príncipe dejaba con sumo cuidado a Bella en manos del capitán, ésta se inclinó hacia delante ofreciendo sus labios al príncipe, quien recibió el beso con gratitud.
—Sois muy dulce, querida mía —dijo él—. Ahora comportaos humildemente y sed muy, muy buena. Me sentiría terriblemente desilusionado si toda esta adulación os envaneciera. —Volvió a besarla y la entregó al capitán.
El príncipe entró en la fonda, pidió carne y cerveza, y se dispuso a observar a través de las ventanas de paneles romboides.
El capitán de la guardia no se atrevió a tocar a Bella más que para atarle las muñecas. La condujo así hasta la puerta abierta del patio, lanzó la cuerda para hacerla pasar por la vara de hierro que sostenía el letrero de la fonda y le sujetó rápidamente las manos por encima de la cabeza, de manera que ella se quedó prácticamente de puntillas.
Luego ordenó a la gente que retrocediera y se apoyó en la pared con los brazos cruzados mientras los lugareños se apretujaban para mirarla.
Había mujeres rollizas con delantales manchados, hombres de tosco aspecto ataviados con pantalones y pesados zapatos de cuero, y también estaban allí los jóvenes prósperos del pueblo vestidos con sus capas de terciopelo y las manos apoyadas en la cintura mientras observaban a Bella a cierta distancia, sin querer codearse con el gentío. Varias jovencitas lucían elaborados tocados blancos recién confeccionados. Habían salido de sus casas para contemplar a Bella, y se levantaban con fastidio el bajo de las faldas para no ensuciarlos.
Al principio todo eran susurros, pero al cabo de un instante la gente empezó a hablar más libremente.
Bella había vuelto la cara para esconderla en su brazo. El pelo le resguardaba el rostro, pero un soldado no tardó en salir con un comunicado del príncipe para el capitán:
—Su alteza ha dicho que le deis la vuelta y levantéis su barbilla para que puedan verla mejor.
Se oyó un murmullo de aprobación entre la muchedumbre.
—Muy, muy hermosa —dijo uno de los jóvenes espectadores.
—Esto es por lo que tantos murieron —afirmó un viejo remendón.
El capitán de la guardia levantó la barbilla de Bella y le habló atentamente mientras sujetaba la cuerda que la sostenía.
—Debéis daros la vuelta, princesa.
—Oh, por favor, capitán —susurró ella.
—No se os ocurra ni hablar, princesa. Os lo ruego. Nuestro señor es muy estricto —dijo—. Y es su deseo que todo el mundo os admire.
Bella, con las mejillas encendidas, obedeció. Se dio la vuelta para que la multitud pudiera ver sus nalgas enrojecidas y, a continuación, se volvió de nuevo, para mostrar los pechos y el sexo mientras el capitán sujetaba su mandíbula.
Ella respiraba profundamente, como si intentara mantener la calma, mientras la piropeaban y elogiaban la magnificencia de sus pechos.
—Vaya trasero —susurró una vieja que se encontraba cerca—. Es evidente que la han azotado, pero dudo que la pobre princesa hiciera algo para merecer esto.
—No mucho —dijo un hombre próximo a ella—. Aparte de tener el trasero más hermoso y gracioso que se pueda imaginar.
Bella temblaba.
Finalmente el propio príncipe salió de la posada dispuesto a partir y, al ver que la multitud seguía observando a la princesa tan atenta como antes, bajó la cuerda y, sujetándola por encima de la cabeza de Bella como si fuera una traílla, la obligó a darse la vuelta. Parecía que le divertían los gestos de reconocimiento del gentío y los agradecimientos y reverencias que le dedicaban; se mostró muy gentil en su generosidad:
—Levantad la barbilla, Bella. No debería ser yo quien finalmente os la levante —le increpó frunciendo deliberadamente el entrecejo como muestra de decepción.
Bella obedeció. Tenía una cara tan roja que las cejas y las pestañas lanzaban destellos dorados al sol; el príncipe la besó.
—Venid aquí, viejo —dijo el príncipe al anciano remendón—. ¿Habéis visto alguna vez una preciosidad como ésta?
—No, alteza —dijo el viejo, que llevaba las mangas remangadas hasta los codos y mostraba unas piernas ligeramente dobladas. Su pelo era gris, pero sus ojos verdes brillaban con un deleite especial, casi nostálgico—. Es una princesa magnífica, alteza, digna de todas las muertes de los que intentaron pretenderla.
—Sí, supongo que sí, y de toda la valentía del príncipe que consiguió llevársela —sonrió él.
Todos se rieron cortésmente, aunque no ocultaban el temor reverente que el príncipe les inspiraba. Miraban atentamente su armadura, su espada, y sobre todo su joven rostro y el pelo negro que le caía hasta los hombros.
El príncipe le dijo al viejo remendón que se acercara un poco más.
—Mirad. Os doy permiso, si lo deseáis, para que palpéis sus tesoros.
El viejo sonrió con agradecimiento, casi inocentemente. Alargó el brazo y, dudando por un momento, tocó los pechos de Bella, quien se estremeció mientras, obviamente, intentaba reprimir un leve grito.
El viejo también le tocó el sexo.
Luego, el príncipe tiró del pequeño lazo obligando a Bella a quedarse de puntillas. Su cuerpo se estiró; parecía ponerse más tenso y al mismo tiempo más hermoso, con las nalgas y los pechos tiesos. Los músculos de sus pantorrillas se estiraron, la mandíbula y la garganta formaron una línea perfecta que descendía hasta su seno cimbreante.
—Eso es todo. Ahora debéis iros —dijo el príncipe.
Los espectadores se retiraron obedientemente aunque continuaron mirándolos mientras el príncipe montaba a caballo, instruía a Bella para que entrelazara sus manos en la nuca y le ordenaba que caminara delante de él.
Bella inició la marcha saliendo del patio de la posada mientras el príncipe guiaba su caballo tras ella.
La gente le abría paso, sin apartar la mirada de su encantador cuerpo vulnerable y apretujándose contra los estrechos muros de la ciudad para poder seguir el espectáculo hasta el límite del bosque.


En cuanto dejaron atrás la ciudad, el príncipe le ordenó a Bella que se acercara. La recogió del suelo y la sentó de nuevo ante él. Volvió a besarla y a regañarla:
—¿Tan duro os ha resultado? —susurró él— . ¿Por qué habéis sido tan orgullosa? ¿Os consideráis demasiado buena para mostraros a la gente?
—Lo siento, mi príncipe —musitó ella.
—No os dais cuenta de que si únicamente pensarais en contentarme y en complacer a la gente ante quien os muestro todo sería más sencillo para vos —le besó la oreja, estrechándola contra su pecho—. Deberíais haberos sentido orgullosa de vuestros pechos y de vuestras bien formadas caderas. Deberíais preguntaros: «¿estoy complaciendo a mi príncipe?, ¿me encuentra agradable la gente?»
—Sí, mi príncipe —respondió Bella dócilmente.
—Sois mía, Bella —dijo el príncipe con un tono más severo—. Y no debéis dejar de obedecer ninguna orden. Si os digo que agradéis al vasallo más humilde del campo, debéis esforzaros por obedecerme a la perfección. Entonces él será vuestro señor, porque yo así lo habré ordenado. Todos aquellos a los que yo os ofrezca se convertirán en vuestros señores.
—Sí, mi príncipe —repitió ella, sumamente afligida. Él le acarició los pechos, los pellizcó con firmeza y la besó hasta que notó que su cuerpo forcejeaba contra el suyo y que sus pezones se endurecían. Parecía que quería hablar.
—¿Qué pasa, Bella?
—Complaceros, mi príncipe, complaceros... —susurró, como si sus pensamientos se hubieran transformado en un delirio.
—Sí, complacerme, en eso consiste vuestra vida ahora. ¿Cuántos en el mundo poseen un objetivo tan claro, tan sencillo? Complacedme y yo siempre os diré exactamente el modo de hacerlo.
—Sí, mi príncipe —suspiro. Volvía a llorar.
—Os apreciaré mucho más por ello. La muchacha que encontré en el castillo no era nada para mí comparado con lo que ahora representáis, mi devota princesa.


Sin embargo, el príncipe no estaba del todo satisfecho del modo en que instruía a Bella.
Cuando llegaron a otro pueblo, al caer la noche, le informó de que se proponía despojarla de un poco más de dignidad para que todo le resultara más fácil.


Mientras los lugareños pegaban sus caras a las ventanas de vidrio emplomado de la fonda, el príncipe hizo que Bella le sirviera la cena.
La princesa, moviéndose a cuatro patas, se precipitó por las desiguales maderas del suelo de la posada para traer el plato de la cocina. Se le permitió volver caminando con el plato, pero tuvo que ir de nuevo a cuatro patas a buscar la jarra del príncipe. Los soldados devoraban la cena y la miraban en silencio a la luz del fuego.
Bella limpió la mesa del príncipe y cuando se cayó al suelo un pedazo de comida de su plato, él le ordenó que se lo comiera. La princesa obedeció con lágrimas en los ojos. Luego, mientras continuaba de rodillas, él la cogió y la abrazó premiándola con docenas de besos húmedos y cariñosos. Ella también le rodeó el cuello con los brazos.
Pero la caída de aquel pedazo de comida le había dado al príncipe una idea. De nuevo le ordenó que trajera a toda prisa un plato de la cocina y que lo dejara a sus pies en el suelo.
Allí, él depositó comida de su propio plato y le mandó a Bella que se echara la espesa cabellera detrás de los hombros y que comiera del plato con la boca.
—Sois mi gatito —se rió jovialmente—. Os prohibiría todas esas lágrimas si no fueran tan hermosas. ¿Queréis complacerme?
—Sí, mi príncipe —contestó. Él empujó con el pie varias veces el plato, alejándolo de ella, y le dijo que se volviera y le mostrara el trasero mientras él seguía comiendo. Al admirarlo, se percató de que las marcas rojas provocadas por la zurra ya casi se habían curado. Con la punta de la bota de cuero tocó suavemente el vello sedoso que veía entre sus piernas, frotó los húmedos labios que se hinchaban por debajo del vello y pensando en lo hermosa que era, suspiró.
Cuando acabó la comida, Bella empujó el plato con los labios hasta dejarlo junto a la silla del príncipe, como éste le había ordenado, y luego él mismo le limpió los labios y le dio un poco de vino de su propia copa.
Mientras bebía, el príncipe observó el largo y hermoso cuello de la princesa y le besó los párpados.
—Ahora, prestad mucha atención, quiero que aprendáis de esto —dijo él—. Todo el mundo aquí presente puede veros y contemplar vuestros encantos, seguro que sois consciente de ello. Pero quiero que seáis verdaderamente consciente. Detrás de vos, los lugareños, apiñados contra las ventanas, os admiran al igual que sucedió cuando os traje a través del pueblo. Esto debería haceros sentir orgullosa de vos misma. No vanidosa, sino orgullosa, por haberme complacido y por conseguir su admiración.
—Sí, mi príncipe —dijo cuando él hizo una pausa.
—Y ahora, pensad, estáis muy desnuda y muy indefensa, y sois completamente mía.
—Sí, mi príncipe —lloriqueó suavemente. —Ahora ésta es vuestra vida. No pensaréis en nada más, ni os lamentaréis. Quiero que esa dignidad se desprenda de vos como si se tratara de las múltiples capas de una cebolla. No quiero decir que tengáis que ser desvergonzada, eso nunca, sino que deberíais entregaros a mí. —Sí, mi príncipe —repitió Bella. El príncipe dirigió la mirada hacia el mesonero que se hallaba en la puerta de la cocina con su esposa y su hija. Los tres se cuadraron de inmediato. Después el príncipe se quedó mirando únicamente a la hija. Era una jovencita, muy guapa, aunque sin comparación con Bella. Su pelo era negro, tenía unas mejillas redondas y una cintura muy estrecha, e iba vestida como muchas campesinas, con una blusa escotada con volantes fruncidos y una amplia falda corta que revelaba sus vistosos y pequeños tobillos. Mostraba un rostro inocente, y contemplaba a Bella llena de intriga, sus grandes ojos marrones se desplazaban ansiosamente hasta el príncipe y luego volvían tímidamente a Bella, que estaba de rodillas a sus pies, a la luz del fuego. —Y bien, como os he dicho —el príncipe se dirigió atentamente a Bella—, aquí todos os admiran y disfrutan viéndoos, gozan de vuestro traserito relleno, de vuestras maravillosas piernas, de esos pechos que no puedo evitar besar. Pero ninguno de los aquí presentes, ni siquiera el más humilde, es peor que vos, mi princesa, cuando yo os ordeno que le sirváis.
Bella estaba asustada. Asintió con la cabeza rápidamente:
—Sí, mi príncipe —y luego se inclinó impulsivamente y besó su bota, aunque después pareció aterrorizada.
—No temáis, eso está muy bien, querida mía —el príncipe la tranquilizó acariciándole el cuello—. Eso está muy bien. Si hay un gesto que yo permito para que expreséis lo que sentís sin habéroslo pedido, éste es. Siempre me mostraréis respeto espontáneamente de esta manera.
Una vez más, Bella besó sus botas, aunque estaba temblando.
—Estos lugareños os desean, anhelan vuestros encantos —continuó el príncipe—. Y creo que se merecen probarlos, lo que les deleitará enormemente.
Bella besó otra vez la bota del príncipe y mantuvo sus labios pegados al cuero.
—Oh, no penséis que realmente les dejaría saciarse de vuestros encantos, oh, no —dijo el príncipe con aire pensativo—. Pero debo aprovechar esta oportunidad, tanto para recompensar sus leales atenciones como para enseñaros que el castigo os llegará siempre que yo lo desee, sin necesidad de que me desobedezcáis para merecerlo. Os castigaré cuando me apetezca. Habrá ocasiones en que éste será el único motivo.
Bella no podía contener sus gimoteos. El príncipe sonrió y le hizo una seña a la hija del mesonero. Pero éste le inspiraba tanto miedo que ella no se adelantó hasta que su padre la empujó.
—Querida —dijo el príncipe amablemente—, ¿en la cocina tendréis algún instrumento plano de madera para traspalar las cazuelas calientes dentro del horno, no es así?
En la estancia se produjo un leve murmullo al tiempo que los soldados se miraban unos a otros. Fuera la gente se apretujaba aún más contra las ventanas.
La muchacha asintió con la cabeza y regresó al cabo de un instante con una paleta de madera, muy plana y alisada por los muchos años de uso, y con un buen mango para asirla.
—Excelente— dijo el príncipe.
Bella lloraba desconsoladamente.
Rápidamente, el soberano dio instrucciones a la hija del mesonero para que se sentara en el borde del piso de la chimenea, que era de la altura de una silla, y le ordenó a Bella, que estaba a cuatro patas, que se acercara a ella.
—Querida mía —le dijo a la hija del mesonero—, esta buena gente se merece un poco de espectáculo; su vida es dura y aburrida. Mis hombres también se lo merecen, y mi princesa puede aprovechar muy bien este castigo.
Bella se arrodilló ante la muchacha que, al darse cuenta de lo que iba a hacer, se quedó fascinada.
—Poneos sobre su regazo, Bella —dijo el príncipe—, con las manos detrás del cuello, y apartad vuestro precioso pelo. ¡Inmediatamente! —ordenó, casi con severidad.
Incitada por su voz, Bella casi se precipitó a obedecer y todos los que estaban a su alrededor vieron su cara humedecida por las lágrimas.
—Mantened alta la barbilla, así; sí, encantador. Ahora, querida mía —dijo el príncipe mirando a la muchacha que sostenía a Bella sobre su regazo y la pala de madera en la mano—, quiero ver si podéis manejarla con tanta fuerza como un hombre. ¿Creéis que seréis capaz de hacerlo?
El príncipe no pudo contener una sonrisa ante el deleite y el deseo que mostró la muchacha por agradar. Ella asintió con un gesto y murmuró una respuesta respetuosa. Cuando el príncipe le dio la orden, bajó la pala con fuerza sobre las nalgas desnudas de Bella. La princesa no podía mantenerse quieta. Se esforzaba por permanecer inmóvil pero no lo conseguía y, finalmente, incluso se le escaparon varios lloriqueos y gemidos.
La muchacha de la taberna le zurró con más fuerza y el príncipe disfrutó de ello, saboreándolo muchísimo más que la paliza que él mismo le había propinado.
El motivo era que podía observar mucho mejor. Veía los pechos de Bella agitándose, las lágrimas que le corrían por la cara y su traserito que se estiraba como si Bella, sin moverse, pudiera escapar de algún modo o desviar los fuertes golpes que la muchacha le propinaba.
Finalmente, cuando las nalgas estuvieron muy rojas pero sin cardenales, el príncipe mandó a la muchacha que parara.
Sus soldados estaban encantados, al igual que todos los lugareños. Luego, el príncipe chasqueó los dedos y ordenó a Bella que se acercara.
—Ahora, todos vosotros, disfrutad de la cena, hablad, haced lo que os plazca.
Durante un instante nadie le obedeció, pero luego, los soldados se miraron unos a otros, y la gente reunida fuera, al ver que Bella se había recogido de rodillas a los pies del príncipe, con el pelo que le ocultaba la cara y las nalgas rojas y escocidas pegadas a sus tobillos, empezó a murmurar y a hablar desde las ventanas.
El príncipe le dio a Bella otro trago de vino. No estaba seguro de haberse quedado completamente satisfecho con ella. Le bullían demasiadas cosas en la cabeza.
Llamó a la hija del mesonero para que se acercara, le dijo que lo había hecho muy bien, le dio una moneda de oro y él se quedó con la pala.
Finalmente, llegó la hora de subir al dormitorio. Empujó a Bella para que se moviera ante él y le dio unos pocos azotes suaves pero enérgicos para que se apresurara escaleras arriba hasta la alcoba.




BELLA



Bella permanecía al pie de la cama con las manos enlazadas en la nuca. Sus nalgas palpitaban con un dolor ardiente que en aquel instante casi resultaba placentero si lo comparaba con el que le produjo la zurra que había recibido poco antes.
Por un instante había dejado de llorar. Acababa de retirar con los dientes la colcha de la cama del príncipe mientras mantenía las manos a la espalda; luego, también con los dientes, llevó sus botas hasta un rincón de la habitación.
En ese momento se encontraba a la espera de nuevas órdenes y, pese a que mantenía la vista baja, intentaba observar al príncipe sin que él se diera cuenta.
Él había echado el cerrojo de la puerta, y estaba sentado a un lado de la cama.
Su pelo negro, suelto y ondulado hasta la altura de los hombros relucía a la luz de la vela de sebo. A ella su rostro le parecía muy hermoso, quizá porque su fisonomía tenía una forma delicada a pesar del tamaño de los rasgos; no lo sabía con seguridad.
Incluso sus manos la embelesaban. Los dedos eran tan largos, tan blancos, tan delicados.
Bella sintió un gran alivio al quedarse a solas con él. Los momentos transcurridos abajo, en la posada, habían supuesto una agonía terrible para ella y, aun cuando él todavía conservaba la pala de madera y ella sabía que podría recibir una zurra mucho más fuerte que la de aquella desagradable muchacha, estaba tan contenta de estar a solas con él que no sentía miedo. No obstante, le asustaba la idea de no haberle satisfecho.
Bella se preguntó en qué se habría equivocado. Obedeció todas sus órdenes; y él sabía lo difícil que esta era para ella. El príncipe tenía que ser absolutamente consciente de lo que significaba que la desnudaran y la mostraran así ante todo el mundo, públicamente, y Bella estaba segura de que él valoraba que esta sumisión de la que él hablaba surgiera de sus actos y de sus gestos mucho antes que de la propia mente del príncipe. Pero aun cuando ella se esforzaba en justificarse, no dejaba de preguntarse si hubiera podido hacerlo todavía mejor.
¿Acaso querría él que llorara más cuando la azotaba? No estaba segura. Sólo de pensar en aquella chica zurrándola delante de todo el mundo le entraban ganas de llorar de nuevo, pero no lo hizo porque sabía que el príncipe, al ver sus lágrimas, se preguntaría el motivo de sus lloros puesto que únicamente le había dicho que permaneciera inmóvil a los pies de la cama.
Sin embargo, el príncipe parecía sumido en sus propios pensamientos.
Ésta es mi vida, se decía Bella. Él me ha despertado y reclamado. Mis padres han recobrado su reino, que vuelve a ser suyo, y, lo que es más importante, su vida les pertenece otra vez, y yo a él. Pensar en estas cosas le supuso un gran descanso y un leve despertar en su interior que casi conseguía que sus nalgas doloridas y palpitantes se sintieran de pronto más reconfortadas. ¡El dolor le hacía sentir aquella parte del cuerpo con tanta vergüenza! Pero luego, mientras cerraba los ojos para impedir que brotaran estas lágrimas suaves y lentas, bajó la mirada en dirección a sus pechos hinchados, a los pequeños y duros pezones, y allí también fue consciente de sí misma, como si él le hubiera palmoteado los pechos, cosa que no había hecho desde hacía un buen rato. Todo ello le provocaba un apacible desconcierto.
La princesa se esforzaba por entender su vida. Recordó que por la tarde, en el acogedor bosque, al caminar delante del príncipe, que iba a caballo, sintió el roce de su propia melena sobre el trasero, y entonces se preguntó si a él le parecería hermosa. En aquel momento deseó que la subiera a su lado, que la besara y la acariciara. Por supuesto, no se atrevió a volver la vista. No se imaginaba lo que él habría hecho si hubiera sido tan necia, pero el sol había dibujado sus sombras por delante de ella y al ver su silueta Bella sintió tal placer que le dio vergüenza; sus piernas flaquearon y en su interior percibió la más extraña de las sensaciones, algo que nunca conoció en su vida anterior, aunque quizá sí en sueños.
En este instante, al pie de la cama, la despertó la orden que el príncipe le dio en voz baja pero con firmeza.
—Venid aquí, querida mía —dijo, e hizo un gesto para que se arrodillara ante él—. Esta camisa tiene que abrirse por delante. Aprenderéis a hacerlo con los labios y los dientes. Yo seré muy paciente con vos.
Bella pensaba que le tocaría sufrir la pala, así que al oír estas palabras se acercó con gran alivio, casi con demasiada prisa por obedecer, y tiró de la gruesa lazada que cerraba la camisa por la garganta. La carne del príncipe le pareció cálida y suave. Carne de hombre. «Tan diferente», pensó. Rápidamente soltó la segunda lazada y la tercera. Forcejeó con la cuarta, que estaba en la cintura, pero él no se movió y, luego, cuando acabó, inclinó la cabeza, mantuvo las manos, igual que antes, en la nuca y esperó. —Abridme los pantalones —le dijo él. Las mejillas se le encendieron; Bella lo intuía. Pero, una vez más, no vaciló. Tiró del tejido por encima del gancho hasta que se soltó. Entonces vio su sexo, allí abultado, dolorosamente torcido. De pronto quiso besarlo, pero no se atrevió y su propio impulso la escandalizó.
El príncipe había extraído su miembro. Estaba duro. Bella se lo imaginó entre sus propias piernas, turbulento y demasiado grande para su abertura virginal, llenándola de aquel tremendo placer que la noche anterior la inundó y la devastó. Sabía que se estaba sonrojando desesperadamente.
—Ahora, id al estante que hay en ese rincón y traed la palangana con agua.
Ella casi se precipitó por el suelo. En la fonda, él le había repetido en varias ocasiones que se moviera con rapidez y, aunque al principio le resultó odioso, ahora lo hacía instintivamente. Trajo la palangana con ambas manos y se la ofreció. En el agua había un paño.
—Escurrid bien el paño —dijo él— y lavadme, deprisa.
Bella obedeció al instante, sin dejar de observar maravillada aquel sexo, su longitud, su dureza y la punta con su pequeña abertura. El día anterior aquel miembro la había dejado escocida, aunque de todos modos el placer la había paralizado. Jamás hubiera imaginado que pudiera existir semejante placer secreto.
—Y ahora, ¿ sabéis lo que quiero de vos ? —preguntó el príncipe con voz tierna. Su mano le acarició cariñosamente la mejilla y le echó el pelo hacia atrás. Ella se moría de ganas de mirarle, deseaba tanto que le ordenara que lo mirara a los ojos. Era algo que la aterrorizaba pero tras el primer instante le resultaba tan maravilloso: su expresión, aquel rostro hermoso y casi delicado, y aquellos ojos negros que parecían no aceptar ningún compromiso.
—No, mi príncipe, pero sea lo que fuere... —empezó ella.
—Sí, querida mía... estáis siendo muy buena. Quiero que os la introduzcáis en la boca y que la frotéis suavemente con la lengua y los labios.
Ella se escandalizó. Nunca había imaginado algo así. De pronto, cruelmente, se dijo que ella había sido una princesa, y repasó mentalmente toda su existencia antes de quedarse dormida. Estuvo a punto de empezar a gemir, le estaba dando una orden su príncipe y no una persona desagradable a quien la hubieran entregado como esposa, así que cerró los ojos y se metió el miembro en la boca mientras notaba su enorme tamaño y su endurecimiento.
El pene le tocaba ligeramente la parte posterior de la garganta mientras ella empujaba la boca adelante y atrás, siguiendo las indicaciones del príncipe.
El sabor era casi delicioso; tuvo la impresión de que unas pequeñas gotitas de un líquido salado entraban en su boca. Luego, él dijo que era suficiente, y se detuvo.
La princesa abrió los ojos.
—Muy bien, Bella, muy bien —dijo el príncipe.
De pronto pudo advertir que él padecía por la necesidad, y esto la hizo sentirse orgullosa; en ella surgió, incluso en su desamparo, un sentimiento de poder.
Pero él ya se había incorporado y la ayudaba a levantarse. Mientras estiraba las piernas se dio cuenta de que aquel placer extenuante se había apoderado de ella. Por un instante sintió que no podía tenerse de pie, pero desobedecerlo era algo impensable. Rápidamente se puso firme, con las manos detrás del cuello, y evitó humillarse con cualquier movimiento de sus caderas. ¿Se habría dado cuenta él? Bella volvió a morderse el labio y sintió que estaba dolorido.
—Hoy os habéis comportado maravillosamente bien, habéis aprendido mucho —dijo el príncipe con ternura. Su voz resultaba sumamente dulce y tremendamente firme al mismo tiempo. Le hacía sentirse casi adormilada; aquel placer se fundía en su interior.
Luego se percató de que él se estiraba hacia atrás para coger la pala, y sin darse tiempo para contenerse Bella soltó un grito sofocado, y sintió que la mano de él la cogía por el brazo, le retiraba las manos de la nuca y le daba la vuelta. Bella quería gritar; «¿qué he hecho?», se preguntó.
Pero la voz del príncipe le susurraba al oído.
—Yo mismo he aprendido una lección muy importante: el dolor debilita vuestra resistencia, hace que todo os resulte más fácil. Ahora sois infinitamente más maleable que antes de que os propinaran aquella zurra en la posada.
Ella quiso negarlo con la cabeza pero no se atrevió. La atormentaba el recuerdo de todas aquellas personas que presenciaron cómo la azotaban: le habían dado la vuelta para que todos los que estaban en las ventanas vieran su trasero y su entrepierna, y para que los soldados observaran su cara. Fue terriblemente doloroso. Al menos ahora sólo estaría su príncipe. Si se lo pudiera decir: por él era capaz de hacer cualquier cosa, pero con todos los demás... era un castigo tan atroz...
Ella sabía que esto no estaba bien, que no era lo que él quería que pensara, lo que él intentaba enseñarle. Pero en ese momento era incapaz de pensar.
El príncipe se situó a su lado. Sostenía su barbilla con la mano izquierda. Le había ordenado que doblara los brazos en la espalda, algo que le resultaba difícil, pues era peor que enlazar las manos detrás del cuello. Esta posición le arqueaba el cuerpo, la obligaba a sacar el pecho y hacía que sintiera la penosa desnudez de sus senos y su cara. Bella gimió en silencio mientras él le echaba el pelo hacia atrás y colocaba la larga melena sobre el hombro derecho.
El pelo le cubría el brazo, pero él lo apartó de los pezones, que luego pellizcó con fuerza, con el índice y el pulgar, levantando ambos pechos y dejándolos caer por su propio peso.
Con toda seguridad, la cara de Bella estaba encendida, pero ella sabía que lo que vendría a continuación sería aún peor.
—Separad las piernas lentamente. Apoyaos firmemente en el suelo —dijo—, para aguantar los golpes de la pala.
Bella quiso ponerse a gritar, e incluso a través de sus labios apretados los sollozos le sonaron muy fuertes.
—Bella, Bella —ronroneó—. ¿Queréis complacerme?
—Sí, mi príncipe —lloró ella. El labio le temblaba espasmódicamente.
—Entonces, ¿por qué lloráis si ni siquiera habéis sufrido la pala? Vuestro trasero sólo está un poco dolorido. Hay que ver, la hija del mesonero tenía tan poca fuerza... Bella lloró casi con amargura, como si a su manera, sin palabras, quisiera decirle que tenía razón pero que era sumamente difícil.
En aquel instante él le sostenía la barbilla con firmeza, sujetándole todo el cuerpo, y entonces Bella sintió el primer y fuerte golpe de la pala.
Fue una explosión de dolor punzante en la caliente superficie de su carne. El segundo azote llegó mucho antes de lo que creía, y luego un tercero, un cuarto y, contra su voluntad, se puso a gritar con todas sus fuerzas.
El príncipe se detuvo y la besó con suavidad por toda la cara:
—Bella, Bella —suspiró—. Ahora os doy permiso para hablar... decidme qué queréis hacerme saber.
—Quiero complaceros, mi príncipe —ella luchaba en vano—, pero duele mucho, aunque he intentado complaceros con ahínco.
—Pero, querida mía, me complacéis soportando ese dolor. Ya os he explicado antes que el castigo no será siempre consecuencia de una falta. A veces simplemente sucederá para contentarme.
—Sí, mi príncipe —sollozó ella.
—Os diré un pequeño secreto sobre el dolor. Sois como una cuerda de arco tensada. El dolor os relaja, os ablanda, como a mí me gusta veros. Es digno de mil órdenes y reprimendas, y no debéis resistiros. ¿Comprendéis lo que os digo? Debéis entregaros al dolor. Con cada golpe estrepitoso de la pala tenéis que pensar en el siguiente y en el siguiente, y en que es vuestro príncipe quien os está pegando, provocándoos este dolor.
—Sí, mi príncipe —contestó ella con resignación.
De nuevo, él le levantó la barbilla y volvió a zurrarle en el trasero una y otra vez. Bella sentía cómo sus nalgas se calentaban más y más a causa del dolor. Los palazos le sonaban muy fuertes y casi demoledores, como si el propio sonido fuera tan espantoso como el dolor. No podía comprenderlo.
Cuando él volvió a detenerse, Bella estaba sin aliento y lloraba frenéticamente, como si aquel torrente de golpes la hubiera humillado más que el peor dolor jamás sufrido.
Entonces el príncipe la rodeó con sus brazos. Al notar la áspera ropa y la fuerza de sus hombros contra su firme pecho desnudo, Bella sintió un placer tan tranquilizador que mitigó los sollozos y su boca lánguida se fue abriendo cada vez más, apoyada en él.
Los ásperos pantalones del príncipe rozaban su sexo. Bella se apretaba cada vez más contra aquel cuerpo hasta que él la obligó a retroceder con un suave movimiento, como si la reprendiera en silencio.
—Besadme —dijo, y la sacudida de placer que recorrió su cuerpo cuando él cerró la boca sobre la suya fue tal que Bella casi se sintió incapaz de tenerse en pie, lo que la obligó a dejar caer su peso contra él.
El príncipe la volvió hacia la cama.
—Es suficiente por esta noche —dijo con ternura—. Mañana se nos presenta un duro viaje.
Él le dijo que se echara.
De repente, Bella se dio cuenta de que el príncipe no iba a poseerla. Le oyó desplazarse hasta la puerta y, de pronto, ese placer que Bella sentía entre las piernas se convirtió en una agonía. Todo cuanto podía hacer era llorar en silencio contra la almohada, e intentar impedir que las sábanas tocaran su sexo porque temía no poder evitar algún movimiento ondulante. Además, estaba segura de que él la observaba. Era evidente que el príncipe pretendía que ella sintiera placer, pero ¿sin su permiso?
Bella permaneció echada, rígida, llorando. Un momento después oyó voces a su espalda.
—Lavadla y ponedle un ungüento calmante en las nalgas —decía el príncipe— y si queréis podéis hablar con la princesa, y ella con vos. Tratadla con el mayor de los respetos —ordenó él. Luego Bella oyó cómo sus pasos se desvanecían.
Se quedó tumbada boca abajo, demasiado asustada para mirar hacia atrás. La puerta volvió a cerrarse. Oyó pasos, y el sonido de un paño en la palangana de agua.
—Soy yo, querida princesa —dijo una voz femenina. Era una mujer joven, de su misma edad, así que no podía ser otra que la hija del mesonero.
Bella hundió la cara en la almohada. «Esto es insoportable», pensó y de pronto odió al príncipe con toda su alma, aunque se sentía demasiado humillada para pensar en ello. Percibió el peso de la muchacha cuando se apoyó en la cama, a su lado y, a continuación, el roce de la tela del delantal contra su trasero avivó la irritación y el escozor de su carne.
La princesa tenía la impresión de que sus nalgas eran enormes, aunque sabía que no era cierto, o de que, debido a su rojez, desprendían algún tipo de luz espantosa. La muchacha tenía que sentir aquel calor. Precisamente esa muchacha, ella entre todas, era la que tanto se había esforzado en complacer al príncipe, azotándola con mucha más fuerza de lo que su alteza creía.
El paño húmedo le frotaba suavemente los hombros, los brazos, el cuello. Le friccionaba la espalda, luego los muslos, las piernas y los pies, mientras la muchacha evitaba con sumo cuidado tocar el sexo y la zona irritada de la princesa.
Luego, después de escurrir el paño, le tocó levemente las nalgas.
—Oh, ya sé que duele, queridísima princesa —le dijo en tono amistoso—. Lo siento, pero ¿qué podía hacer yo después de recibir las órdenes del príncipe? —El trapo era áspero al contacto con la irritación y Bella advirtió que, en esta ocasión, tenía un montón de ronchas. Gimió y, aunque detestaba a la muchacha con una repugnancia violenta que no había sentido por nadie más en su breve vida, tuvo que reconocer que el paño le produjo una agradable sensación.
Aquello conseguía calmarla; era como un delicado masaje aplicado a una picazón. Bella se serenó poco a poco mientras la muchacha continuaba lavándola con cuidadosos masajes circulares.
—Queridísima princesa —dijo la muchacha—, sé cómo sufrís, pero él es tan guapo, y siempre se sale con la suya, no se puede hacer nada al respecto. Por favor, habladme, decidme que no me despreciáis.
—No os desprecio —respondió Bella con una vocecita apocada—. ¿Cómo podría culparos o despreciaros?
—Tuve que hacerlo. Vaya espectáculo. Princesa, debo deciros algo. Quizás os enfadéis conmigo, pero tal vez os sirva de consuelo.
Bella cerró los ojos y posó la mejilla contra la almohada. No quería oírla pero aquella voz, el respeto y la delicadeza que transmitía, le gustaban. La muchacha no quería hacerle daño. La princesa sentía ese temor reverencial en la muchacha, esa humildad que Bella había reconocido en sus sirvientes durante toda su vida. En este momento no era diferente, ni siquiera con esta joven que la había sostenido sobre sus rodillas en una taberna y la había azotado en presencia de rudos hombres y pueblerinos. Bella la recordó como la había visto en la puerta de la cocina: su cabello oscuro y rizado formando bucles que le caían sobre la carita redonda, y esos grandes y recelosos ojos. ¡Qué feroz le habría parecido el príncipe! ¡Qué temor debió de sentir esperando que en cualquier momento el príncipe ordenara que la desnudaran y la humillaran a ella también! Bella, al pensar en esto, sonrió. Sintió ternura por la muchacha, y por sus dulces manos que en aquel momento le lavaban la carne caliente y dolorida con sumo cuidado.
—De acuerdo —dijo Bella—, ¿qué es lo que queréis decirme?
—Sólo que sois tan preciosa, querida princesa, que poseéis tanta belleza. Incluso cuando estabais allí, caray, ¿cuántas mujeres que aparentemente son hermosas podrían haber preservado su belleza en un trance semejante? Vos estuvisteis tan hermosa, princesa. —Una y otra vez repetía esta palabra, hermosa, aunque era evidente que buscaba otras palabras mejores que ella desconocía—. Estabais... tan graciosa, princesa —dijo—. Lo soportasteis tan bien, con tanta obediencia hacia su alteza, el príncipe.
Bella no dijo nada. Otra vez volvía a pensar en lo que debió de imaginar la muchacha. Pero hizo que Bella se sintiera tan consciente de sí misma que detuvo sus pensamientos. Esta muchacha la había visto tan de cerca... vio la rojez de la piel mientras era castigada y notó sus retortijones incontrolados.
Bella hubiera vuelto a llorar de nuevo, aunque no quería hacerlo.
Por primera vez, a través de una fina capa de ungüento, sintió sobre su piel los dedos desnudos de la muchacha que masajeaban los moratones. —¡Oooh! —gimió la princesa.
—Lo siento —dijo la muchacha—. Trato de hacerlo con cuidado.
—No, continuad. Haced que penetre bien —suspiró Bella—, de hecho, es agradable. Quizá sea el momento en el que retiráis los dedos... —cómo intentar explicarlo, sus nalgas colmadas de este dolor, picándole, las pequeñas sacudidas de intenso dolor, como de guijarros, en los moratones, y esos dedos pellizcándolas y soltándolas a continuación.
—Todo el mundo os adora, princesa —susurró la muchacha—. Todos han contemplado vuestra hermosura, sin nada que la disimule u oculte las imperfecciones. No tenéis defectos. Y se desmayan por vos, princesa.
—¿Es eso cierto o lo decís para consolarme? —preguntó Bella.
—Oh, claro que sí—dijo la muchacha—. Debíais haber oído a las mujeres ricas que estaban esta noche en el patio de la fonda. Fingían no sentir envidia, pero todas ellas sabían que desnudas no eran rivales para vos, princesa. Y, por supuesto, el príncipe estaba tan apuesto, tan guapo y tan... —Ah, sí—suspiró Bella. La muchacha ya había untado por completo las nalgas pero continuó añadiendo más ungüento para que penetrara en la carne. Esparció un poco más por los muslos. Detuvo sus dedos justo antes de llegar al vello del pubis y, una vez más, Bella sintió, con intenso malestar y vergüenza, que el placer volvía a ella. ¡Y con esta muchacha!
«Oh, si el príncipe se enterara», se le ocurrió de pronto. No le pareció que aquello fuera a agradarle y repentinamente pensó que podría castigarla en cualquier ocasión que sintiera este placer si no era él quien se lo daba. Bella intentó alejar de su mente estos pensamientos. Le hubiera gustado saber dónde se encontraba él en aquel momento.
—Mañana —dijo la muchacha—, cuando vayáis al castillo del príncipe, a lo largo de todo el recorrido, la calzada estará bordeada de gente que querrá veros. Corre la voz por todo el reino... Bella se sobresaltó al oír estas palabras. —¿Estáis segura de ello? —preguntó temerosa. Así, de repente, no podía asimilarlo. Recordó aquel momento apacible por la tarde en el bosque. Se hallaba sola delante del príncipe y casi consiguió olvidarse de los soldados que venían tras ellos. Pero de pronto, ¡la gente a lo largo del camino, esperando para verla! Recordó las calles concurridas del pueblo, aquellos momentos ineludibles cuando sus muslos desnudos o incluso sus pechos habían notado el roce de un brazo o del tejido de una falda; sintió que se le cortaba la respiración.
«Pero es lo que él quiere de mí —recapacitó—. No sólo que él me vea sino que todos me vean.» «A la gente le produce tanto placer contemplaros», le había dicho esa noche cuando entraban en la pequeña ciudad. La había empujado delante de él y ella lloró violentamente; lo único que veía a su alrededor eran los zapatos y las botas de los que no se atrevía a levantar la vista.
—Sois tan hermosa, princesa, que lo contarán a sus nietos —dijo la cantinera—. Están impacientes por regalarse la vista, y vos no les defraudaréis, no importa lo que les hayan contado antes. Imaginaos, no defraudar nunca a nadie... —la voz de la muchacha se apagó como si pensara: «Oh, me gustaría poder seguiros para verlo.»
—Pero, no lo entendéis —susurró Bella, repentinamente incapaz de contenerse—, no os dais cuenta...
—Sí, sí que me doy cuenta —dijo la muchacha—. Por supuesto... he visto a las princesas cuando pasan por aquí con sus magníficas capas cubiertas de joyas y me imagino lo que se debe sentir al verse expuesta al mundo como si fuerais una flor, mientras todos los ojos os fisgonean como dedos entrometidos, pero vos sois... tan espléndida, en definitiva, princesa, y tan única. Vos sois su princesa. Él os ha reclamado y todos saben que estáis en su poder y que le debéis obediencia. Eso no es ninguna vergüenza para vos, princesa. ¿Cómo podría serlo, con un príncipe tan admirable que os da órdenes? Oh, ¿creéis que no hay mujeres que renunciarían a todo para ocupar vuestro lugar, sólo por poseer vuestra belleza?
Bella se quedó admirada al oír esto. Pensó en ello. Mujeres que renunciarían a todo, que ocuparían su puesto. No se le había ocurrido. Volvió a recordar aquel momento en el bosque.
Pero luego también rememoró los azotes en la fonda mientras todos los demás la observaban. Recordó que había sollozado desesperadamente y que llegó a odiar su propio trasero colgado en el aire, y sus piernas separadas, así como esa pala que bajaba una y otra vez. En realidad, el dolor era lo de menos.
Pensó en la multitud que se agolpaba en el camino. Intentó imaginárselos. Todo eso iba a sucederle al día siguiente.
Ella sentiría esa inmensa humillación, ese dolor; y toda la gente estaría allí para verlo, para intensificar su deshonra.
La puerta se había abierto.
El príncipe entró en la alcoba. La joven cantinera se levantó de un brinco y le hizo una reverencia.
—Alteza —dijo la muchacha casi sin aliento.
—Habéis hecho un buen trabajo —fueron las palabras del príncipe.
—Ha sido un gran honor, alteza —contestó la muchacha.
El príncipe se acercó a la cama y, cogiendo a Bella por la muñeca derecha, la levantó y la puso de pie a un lado. Ella bajó la mirada obedientemente y, sin saber qué hacer con las manos, se las llevó rápidamente a la nuca.
Casi podía sentir la satisfacción del príncipe.
—Excelente, querida mía —dijo—. ¿No es preciosa, vuestra princesa? —le preguntó a la cantinera.
—Oh, sí, alteza.
—¿Le habéis hablado y consolado mientras la lavabais ?
—Oh, sí, alteza, le expliqué cuánto la admiraba todo el mundo y cuánto querían...
—Sí, verla —dijo el príncipe.
Se hizo una pausa. Bella se preguntaba si ambos estarían mirándola y, súbitamente, se sintió de nuevo desnuda, a la vista de los dos. Tenía la impresión de que soportaría a uno o al otro, pero los dos juntos, contemplando sus pechos y su sexo, era demasiado para ella.
El príncipe la abrazó como si comprendiera que lo necesitaba y palpó cuidadosamente la carne irritada, lo que provocó en Bella otra sacudida de placer deshonroso que le recorrió todo el cuerpo. Ella sabía que su cara se habría puesto roja; siempre se sonrojaba con facilidad. ¿Había otras maneras de que él pudiera darse cuenta de lo que sus manos le provocaban? Si no conseguía anular este creciente placer, no tendría otro remedio que gritar.
—De rodillas, querida mía —dijo el príncipe acompañando la orden con un leve chasquido de los dedos.
Bella obedeció asustada y ante sí vio las maderas rugosas del suelo. Distinguió las botas negras del príncipe y luego los toscos zapatos de la sirvienta.
—Ahora, acercaos a vuestra sirvienta y besadle los zapatos. Mostradle lo agradecida que estáis por su lealtad.
Bella no se detuvo a pensarlo, pero notó que se le saltaban las lágrimas mientras obedecía y besaba el cuero gastado de los zapatos de la muchacha con toda la gratitud que era capaz de expresar. Por encima, escuchó cómo la cantinera murmuraba las gracias al príncipe.
—Alteza —dijo la muchacha—, soy yo quien quiere besar a la princesa, os lo ruego.
El príncipe debió asentir con un gesto puesto que la joven se dejó caer de rodillas, acarició el pelo de Bella y besó su rostro con gran respeto.
—Y ahora, ¿veis los postes al pie de la cama? —preguntó el príncipe. Bella sabía que la cama tenía altos pilares que sostenían un techo artesonado sobre ella—. Atad a vuestra princesa a estos pilares, con las manos y las piernas suficientemente separadas, de modo que mientras esté echado pueda mirarla —explicó el príncipe—. Hacedlo con estas cintas de raso para que su piel no se lastime, pero atadla con firmeza porque deberá dormir en esta posición y el peso no debe hacer que se suelte.
Bella se quedó pasmada.
Sintió que deliraba mientras la muchacha la alzaba para que se quedara erguida al pie de la cama. Cuando la cantinera le dijo que separara las piernas, Bella obedeció dócilmente. Sintió el raso que le apretaba el tobillo derecho y que luego ligaba firmemente el tobillo izquierdo. Después, la muchacha, de pie ante ella sobre la cama, ligó las manos de la princesa en lo alto a cada uno de los lados del lecho.
Allí estaba, con las piernas y los brazos extendidos, la mirada clavada en la cama. Llena de terror, Bella se dio cuenta de que el príncipe veía cómo sufría; tenía que ver la vergüenza de la humedad entre las piernas, esos fluidos que ella no podía frenar ni disimular. Volvió el rostro para hundirlo en su brazo y gimoteó en silencio.
Pero lo peor de todo era que él no tenía intención de poseerla. La había atado ahí, fuera de su alcance, para que mientras él dormía ella pudiera verlo abajo.
El príncipe despidió a la cantinera, quien antes de salir depositó en secreto un beso en la cadera de Bella. Ésta, que lloraba en silencio, supo que se había quedado a solas con el príncipe, y no se atrevía a levantar la vista para mirarlo.
—Mi hermosa obediente —suspiró él.
Cuando el príncipe se acercó, Bella sintió horrorizada que el duro mango de la terrible pala de madera le tocaba levemente su lugar húmedo y secreto, tan cruelmente expuesto por sus piernas abiertas.
La princesa se esforzó por simular que esto no sucedía, pero sentía con toda certeza aquel fluido delator, y tuvo la certeza de que el príncipe estaba al corriente del placer que la atormentaba.
—Os he enseñado muchas cosas y estoy sumamente satisfecho de vos —dijo— pero ahora conocéis un nuevo sufrimiento, un sacrificio más que ofrecer a vuestro amo y señor. Yo podría calmar el ardiente anhelo que sentís entre vuestras piernas pero permitiré que lo padezcáis para que conozcáis su significado, para que sepáis que sólo vuestro príncipe puede daros el alivio que ansiáis.
Bella fue incapaz de reprimir un gemido, pese a que intentó amortiguarlo contra su brazo. Temía mover sus caderas en cualquier momento, en una súplica impotente, humillante.
El príncipe apagó las velas de un soplido. La habitación se quedó a oscuras. Bella percibió bajo sus pies que el colchón cedía con el peso del príncipe. Apoyó la cabeza en su propio brazo y cuando se dejó colgar de las cintas de raso se sintió firmemente sujeta a ellas. Pero ese tormento, esa tortura... y no había nada que ella pudiera hacer para aliviarlo.
Imploró para que cesara la hinchazón que crecía entre sus piernas, tal y como estaban cesando gradualmente y se aliviaban las palpitaciones en su trasero. Luego, cuando empezaba a quedarse dormida, pensó con calma, casi en un estado de ensoñación, en las multitudes que la esperaban a lo largo de los caminos que la llevarían hasta el castillo del príncipe.




EL CASTILLO Y EL GRAN SALÓN



Al dejar la fonda, Bella estaba sofocada y sonrojada. Pero el motivo no eran las multitudes que bordeaban las calles del pueblo, ni las que iban a encontrarse más adelante cuando siguieran la calzada durante el trayecto a través de los campos de trigo.
El príncipe envió mensajeros por delante de la comitiva y explicó a Bella, mientras le adornaban el pelo con flores blancas, que si se daban un poco de prisa llegarían al castillo por la tarde.
—En cuanto crucemos al otro lado de las montañas nos hallaremos en mi reino —anunció orgulloso.
Bella no sabía con certeza qué reacción debía mostrar ante esto.
Pero el príncipe, como si intuyera su extraña confusión, la besó en la boca antes de subir al caballo y le dijo en voz baja, para que sólo lo oyeran los que estaban alrededor:
—Cuando entréis en mi reino, seréis mía de un modo más completo que nunca. Seréis enteramente mía, sin tregua, y os resultará más fácil olvidar todo lo sucedido con anterioridad y entregar vuestra vida tan sólo a mí.
Y entonces partieron del pueblo. El príncipe llevaba su caballo al paso, justo detrás de Bella, que se dispuso a andar a buen ritmo sobre los adoquines recalentados.
El sol brillaba con más fuerza que antes y el gentío era numerosísimo: todos los granjeros se habían acercado a la calzada, la gente apuntaba hacia ella, observaba atentamente y se ponía de puntillas para ver mejor, mientras Bella sentía la gravilla suelta bajo sus pies y de vez en cuando pisaba algunos manojos de hierba sedosa o de flores silvestres.
La princesa caminaba con la cabeza erguida, como el príncipe le había ordenado, pero entrecerraba los ojos. El aire fresco sosegaba sus miembros desnudos y ella pensaba sin cesar en el castillo del príncipe.
De tanto en tanto, alguna murmuración procedente de la multitud la hacía sentirse repentina y dolorosamente consciente de su desnudez; incluso, una o dos veces, alguna mano se adelantó precipitadamente del grupo para tocarle la cadera antes que el príncipe, que iba tras ella, restallara inmediatamente el látigo.
Finalmente penetraron en el oscuro paso entre los árboles que les conduciría a través de las montañas. Allí los grupos de campesinos aparecían más diseminados, atisbaban desde los robles de tupido follaje, entre una bruma que flotaba a ras del suelo. Bella se sintió amodorrada y lánguida pese a que seguía caminando. Notaba sus pechos pesados y blandos, y su desnudez le parecía extrañamente natural.
Pero su corazón se aceleró cuando la luz del sol apareció a raudales y descubrió ante ellos un valle que se extendía completamente verde.
Los soldados que marchaban a su espalda, lanzaron una gran aclamación lo que le permitió adivinar que, en efecto, el príncipe había llegado a casa. Más adelante, al otro lado de la verde pendiente, en lo alto de un precipicio que colgaba sobre el valle, vio alzarse el castillo del príncipe. Era una mescolanza de torreones oscuros, y mucho mayor que el hogar de Bella. Daba la impresión de que encerraba todo un mundo, y sus puertas abiertas se desplegaban como una boca ante el puente levadizo.
En ese instante, empezaron a surgir por doquier los súbditos del príncipe, como meras manchas en la distancia que aumentaban poco a poco de tamaño; todos iban en dirección a la carretera que descendía serpenteante para luego volver a subir ante ellos.
Unos jinetes atravesaron el puente levadizo y se dirigieron al trote hacia la comitiva, haciendo sonar sus trompetas mientras sus numerosos estandartes ondeaban a sus espaldas.
El aire era más cálido, como si este lugar estuviera protegido de la brisa del mar. Tampoco era tan oscuro como los angostos pueblos y bosques por los que habían pasado. Bella advirtió que los atuendos de los campesinos eran más claros y brillantes.
Pero a medida que se acercaban al castillo Bella vio, a lo lejos, no sólo a los campesinos que habían mostrado su admiración a lo largo de todo el camino, sino también una gran multitud de nobles y damas ataviados con suntuosos ropajes.
Bella estaba segura de que articuló un grito ahogado, y es muy probable que bajara la cabeza de inmediato, porque el príncipe se adelantó para situarse a su lado, la acercó al caballo y le susurró al oído:
—Ahora, Bella, ya sabéis lo que espero de vos. Ya habían llegado al empinado camino de acceso al puente y Bella comprobó que se trataba precisamente de lo que ella más temía: allí había hombres y mujeres de su misma condición, todos ellos vestidos de terciopelo blanco con ribetes dorados, o de colores alegres y festivos. No se atrevió a mirar, notó de nuevo el rubor en sus mejillas y por primera vez se sintió tentada a abandonarse a la merced del príncipe y a suplicarle que la ocultara. Una cosa era ser mostrada ante los campesinos que la elogiaban y la convertirían en una leyenda, pero oír las risas, las murmuraciones y los comentarios arrogantes era muy distinto, y le resultaba insoportable.
Sin embargo, el príncipe desmontó, le ordenó que se pusiera a cuatro patas y le dijo con dulzura que así era como debía entrar en el castillo.
Bella se quedó petrificada. La cara le ardía, pero se dejó caer rápidamente para obedecer, y a su izquierda vislumbró las botas del príncipe mientras ella se esforzaba por mantener su ritmo al cruzar el puente levadizo.
Mientras la conducían a través del sombrío corredor, la princesa no se atrevió a alzar la vista, aunque reparó en las espléndidas capas y botas relucientes que la rodeaban. A ambos lados, nobles y damas se inclinaban ante el príncipe. Se oían susurros de bienvenida y le lanzaban besos mientras ella avanzaba desnuda a cuatro patas como si no fuera más que un pobre animal.
Cuando llegaron a la entrada del gran salón, una estancia mucho más vasta y sombría que cualquier sala de su propio palacio, en el hogar ardía un inmenso fuego crepitante, pese a que los cálidos rayos del sol se derramaban a través de las altas y estrechas ventanas. La princesa tenía la impresión de que los nobles y las damas pasaban apresuradamente a su lado y discurrían silenciosamente junto a las paredes en dirección a las largas mesas de madera. Sobre las mesas habían dispuesto ya platos y copas. El aire estaba impregnado del aroma de la cena.
Entonces Bella vio a la reina, que estaba sentada en el extremo más alto de una elevada tarima. Llevaba un velo en la cabeza, ceñida a su vez por una corona de oro, y las largas mangas de su túnica verde estaba ribeteadas de perlas y bordados de oro.
Un rápido chasquido de los dedos del príncipe instó a Bella a avanzar hacia delante. La reina se había puesto en pie y en aquel momento abrazaba a su hijo que se había colocado ante el estrado.
—Un tributo, madre, del otro lado de las montañas, el más hermoso que hayamos recibido en mucho tiempo, si no me falla la memoria. Mi primera esclava del amor, y estoy muy orgulloso de haberla reclamado.
—Tenéis motivos para ello —dijo la reina con una voz que sonaba a la vez joven y fría. Bella no se atrevió a alzar la vista en dirección a la soberana. Pero fue la voz del príncipe la que más la asustó: «mi primera esclava del amor.» Bella recordó la enigmática conmiseración que había mostrado ante sus padres, la mención de su vasallaje en la misma tierra, y sintió que el pulso se le aceleraba.
—Exquisita, absolutamente exquisita —dijo la reina—, pero debería echarle un vistazo toda la corte. ¡Lord Gregory! —llamó con un gesto gracioso.
Se oyó un gran murmullo procedente de los nobles y damas reunidos alrededor de ellos y seguidamente Bella vio que se aproximaba un hombre alto de pelo canoso, aunque no lo veía con claridad. Llevaba unas finas y ajustadas botas de cuero que se doblaban a la altura de la rodilla y mostraban un forro de piel del más delicado armiño.
—Enseñad a la muchacha...
—Pero, madre... —protestó el príncipe.
—Tonterías, si todos los plebeyos la han visto, nosotros también —dijo la reina.
—¿Habrá que amordazarla, majestad? —preguntó el extraño hombre alto con las botas forradas de piel.
—No, no hará falta. Aunque, por supuesto, la castigaréis si habla o empieza a gritar.
—Y el cabello, todo ese pelo la oculta... —dijo el hombre mientras levantaba a Bella y rápidamente la obligaba a enlazar las muñecas por encima de la cabeza. Al quedarse de pie, Bella sintió de nuevo la desesperación de ser exhibida y no pudo evitar llorar. Temió una reprimenda del príncipe. Entonces podía ver mucho mejor a la reina, aunque no quería mirarla. Bajo su velo diáfano distinguió el cabello negro de la soberana que caía en bucles sobre los hombros y unos ojos tan negros como los del príncipe.
—Dejad el pelo como está —intervino el príncipe casi celoso.
«¡Oh, va a defenderme!», pensó Bella. Pero luego oyó que él ordenaba:
—Subidla a la mesa para que todo el mundo la vea bien.
La mesa era rectangular y se hallaba en el centro de la estancia. A Bella le recordó un altar. La obligaron a subirse y a ponerse de rodillas, de frente a los tronos donde el príncipe ya había ocupado su puesto al lado de su madre.
El hombre de pelo canoso le colocó con movimientos rápidos un gran tarugo de madera lisa debajo del vientre. Podía descansar su peso sobre él y así lo hizo, mientras él le estiraba las piernas, separando las rodillas de modo que éstas no tocaran la mesa. Seguidamente le ligó los tobillos a los extremos de la mesa con unas tiras de cuero y luego hizo lo mismo con sus muñecas. Ella ocultaba la cara cuanto podía, sin dejar de lloriquear.
—Permaneced callada —le dijo el hombre con tono gélido— o me encargaré yo mismo de que no podáis estar de otra manera. No interpretéis erróneamente la indulgencia de la reina. Si no os amordaza es porque a la corte le divierte mirar vuestra boca tal y como es y veros luchar contra vuestra propia voluntad.
Entonces, para vergüenza de Bella, el noble le levantó el mentón y debajo de él colocó un largo y grueso descanso de madera para la barbilla. No podía bajarla, aunque sí la vista. De todos modos veía la habitación en la que se encontraba en toda su extensión.
Vio a los nobles y a las damas que se levantaban de las mesas de banquetes, el inmenso fuego, y luego vio también a ese hombre, con su delgado rostro angular y los ojos grises que no eran tan fríos como su voz; por un momento incluso le pareció que revelaban cierta ternura.
Cuando se imaginó a sí misma: estirada y elevada para que todos pudieran inspeccionar hasta su rostro si así lo querían, la recorrió un prolongado escalofrío. Intentó disimular los sollozos apretando los labios con fuerza, y ni siquiera le quedaba el consuelo de que el pelo la tapara, ya que caía uniformemente a ambos lados de la cara y no cubría parte alguna de su cuerpo.
—Joven, pequeña —susurró el hombre de pelo canoso— estáis muy asustada, pero es inútil —su voz parecía mostrar cierto afecto—¿Qué es el miedo después de todo? No es más que indecisión. Buscáis una forma de resistir, de escapar, pero no hay ninguna. No pongáis vuestros miembros en tensión. No sirve de nada.
Bella se mordió el labio y sintió las lágrimas que le caían por el rostro, pero sus palabras la calmaron un poco. Entonces le alisó el pelo hacia atrás desde la frente, con una mano ligera y fría, como si comprobara si tenía fiebre.
—Ahora, estaos quieta. Todo el mundo viene a veros.
Los ojos de Bella se nublaron aunque seguía viendo los tronos distantes donde el príncipe y su madre conversaban con toda naturalidad. Toda la corte se había levantado y avanzaba hacia el estrado. Los nobles y las damas se inclinaban ante la reina y el príncipe antes de darse la vuelta para aproximarse a Bella.
La princesa se retorció. Parecía que hasta el mismo aire le tocaba las nalgas desnudas y el vello púbico. Forcejeó para bajar la cara púdicamente pero el firme descanso de madera de la barbilla no cedía y lo único que pudo hacer fue volver a bajar la vista.
Los primeros nobles y damas estaban ya muy cerca. Oía el crujido de sus vestimentas y podía ver los destellos de sus brazaletes dorados, que captaban la luz del fuego y de las antorchas distantes; la débil imagen del príncipe y la reina parecía vacilante.
Bella gimió.
—Silencio, querida mía —dijo el hombre de ojos grises. De pronto su presencia le resultaba un gran alivio.
—Ahora levantad la vista a la izquierda —dijo en aquel momento, y a Bella le sorprendió ver que sus labios dibujaban una sonrisa—. ¿Veis?
Durante un instante, la joven princesa contempló lo que con toda certeza era algo imposible, pero antes de que pudiera volver a cerciorarse o aclararse las lágrimas de los ojos, una gran dama se interpuso entre ella y aquella visión distante y, con un sobresalto, notó que las manos de la dama se posaban sobre su cuerpo.
Sintió cómo los fríos dedos atenazaban sus pesados pechos y los retorcían casi dolorosamente. Empezó a temblar e intentó desesperadamente no gritar. Más personas se habían reunido a su alrededor y, un par de manos, muy lentas y pausadas, le separaban las piernas desde detrás. En aquel instante alguien le tocaba el rostro y otra mano le pellizcaba la pantorrilla casi con crueldad.
Tuvo la impresión de que su cuerpo se concentraba enteramente en los lugares más indecorosos y secretos. Los pezones le palpitaban y aquellas manos parecían frías, como si ella estuviera ardiendo. Entonces notó que unos dedos examinaban sus nalgas e inspeccionaban incluso la más pequeña y escondida de las aberturas.
No tuvo otra opción que gemir, aunque mantuvo los labios fuertemente cerrados mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
Por un instante pensó únicamente en lo que había vislumbrado un momento antes de que la procesión de nobles y damas interceptara su visión: en lo alto, a lo largo del muro del gran salón, sobre una ancha repisa de piedra, entrevió durante un instante, una fila de mujeres desnudas.
No parecía posible, pero la había visto. Eran todas jóvenes como ella, permanecían de pie con las manos enlazadas en la nuca, y también mantenían la vista baja como el príncipe le había enseñado. Distinguió el resplandor del fuego sobre el rizo de vello púbico entre cada par de piernas, y los pezones hinchados y rosados de sus senos.
No podía creerlo. No quería que fuera cierto pero, si de todos modos era verdad... bueno todo era tan confuso. ¿Estaba aún más aterrorizada o contenta de no ser la única que soportaba esta indecible humillación?
Ni siquiera pudo seguir pensando en ello, pese a la impresión que le había causado aquella imagen, ya que varias manos se movían sobre todo su cuerpo. Al sentir que le tocaban el sexo y le acariciaban el vello, soltó un grito agudo y a continuación, horrorizada, con la cara ardiendo y los ojos fuertemente apretados, notó cómo un par de largos dedos se escurrían dentro de la abertura vaginal y la abrían.
Estaba todavía irritada por las embestidas del príncipe y, aunque los dedos se movían delicadamente, sintió de nuevo aquel escozor.
Lo cierto era que en ese instante le abrían aquella parte tan mortificante, sin más, mientras oía cómo sus voces serenas hablaban de ella:
—Inocente, muy inocente —decía una, y otra comentaba que tenía unos muslos muy delgados y que su piel era demasiado elástica.
Eso pareció provocar nuevas risas, alegres y tintineantes, como si todo esto fuera la mayor de las diversiones. De pronto, Bella cayó en la cuenta de que estaba forcejeando con toda su alma para cerrar las piernas, aunque era completamente imposible.
Los dedos habían desaparecido de su vagina pero ahora alguien le daba unas palmaditas en el sexo y cerraba con un pellizco los pequeños labios ocultos. Bella volvió a retorcerse y de nuevo oyó las risas, que en esa ocasión provenían del hombre que estaba a su lado.
—Pequeña princesa—le dijo cariñosamente al oído y se inclinó rozándole el brazo desnudo con la capa de terciopelo—, no podéis ocultar a nadie vuestros encantos.
Bella gimió como si intentara pedir clemencia, pero él le tapó la boca con el dedo.
—Ahora tengo que sellaros los labios, si no el príncipe se enfurecerá. Debéis resignaros y aceptar. Es la lección más dura; comparado con esto el dolor ciertamente no es nada.
Bella percibió que él levantaba el brazo para que ella supiera que la mano que ahora le tocaba el pecho era la suya. Había aprisionado su pezón y lo apretaba rítmicamente.
Al mismo tiempo, alguien le acariciaba los muslos y el sexo y, para su vergüenza, Bella experimentó, incluso en esta degradación, aquel placer deshonroso.
—Eso es, eso es —la animó—. No os resistáis; haceos dueña de vuestros encantos, eso es: dejad que vuestra mente ocupe vuestro cuerpo.
»Estáis desnuda e indefensa. Todos se deleitarán con vos y, ¿qué otra cosa podéis hacer? Por cierto, os diré que con vuestros retortijones sólo conseguís mostraros más exquisita. Sería sumamente cautivador si no fuera un gesto tan rebelde. Ahora, volved a mirar, ¿habéis entendido lo que os he explicado?
Bella asintió con un gesto y levantó los ojos temerosa. Veía lo mismo que antes: la hilera de mujeres jóvenes con la vista baja y los cuerpos desnudos exhibidos tan vulnerablemente como el suyo.
Pero ¿qué sentía exactamente? ¿Por qué la sometían a sentimientos tan confusos? Había pensado que ella era la única persona expuesta y humillada de tal modo, como un gran trofeo para el príncipe, al que, por cierto, ya había dejado de ver. ¿Acaso no estaba aquí, al descubierto, en el mismo centro del salón?
Pero entonces, ¿quiénes eran estas prisioneras? ¿Sería ella tan sólo una de ellas? ¿Era éste el significado de la conversación que mantuvo el príncipe con sus padres ? No, ellos no podían haber servido de este modo. Sintió una rara mezcolanza de celos incontenibles y alivio.
Se trataba de un ritual; era un trato. Otros lo habían padecido antes. Estaba preestablecido. Entonces, todavía se sintió más indefensa, pero a pesar de ello, notó cierto alivio.
El noble de los ojos grises volvía a hablarle:
—Ahora vamos a por vuestra segunda lección. Ya habéis visto a las princesas aquí mostradas como tributos. Ahora mirad a vuestra derecha y veréis a los príncipes.
Bella dirigió como pudo la mirada al otro lado del salón, a través de las figuras en movimiento que la rodeaban, y allí, sobre otra alta repisa, bajo la luz y las sombras espectrales del fuego, se hallaba una fila de hombres jóvenes, todos ellos situados en la misma posición.
Sus cabezas estaban inclinadas, con las manos detrás del cuello, y todos eran muy guapos, tan hermosos, cada cual a su modo, como las jóvenes del otro lado, pero la gran diferencia residía en su sexo, ya que todos ellos mostraban sus órganos erectos y duros. Bella no pudo apartar los ojos de esta visión; le parecieron incluso más vulnerables y serviles que las muchachas.
Volvió a gemir y sintió el dedo de lord Gregory sobre sus labios. También percibió, casi en el aire, que los nobles y las damas se alejaban ya de ella.
Sólo quedaban un par de manos, que palpaban la carne más tierna que rodeaba su ano. Esto le provocó tanto miedo, porque casi nadie más la había tocado allí, que, una vez más, volvió a forcejear involuntariamente; lo único que consiguió fue que el noble de ojos grises volviera a pasarle lentamente la mano por el rostro.
En la estancia había un gran alboroto. Bella tan sólo percibía el aroma de la comida que estaban preparando y de los platos que servían, pero supuso que la mayoría de nobles y damas se sentaban a las mesas. La conversación era animada, alzaban las copas, y en algún lugar un grupo de músicos había empezado a tocar unos pausados y rítmicos sones. Se oían trompas, panderetas y el rasgar de múltiples cuerdas. Luego, Bella vio que las largas filas de muchachas y muchachos desnudos, que estaban situadas a ambos lados de la sala, empezaban a moverse.
«Pero ¿qué son? —quería preguntar—. «¿Con qué propósito los tienen ahí?» En ese instante vio aparecer al primero de ellos entre la multitud: los jóvenes transportaban jarras de plata con las que llenaban las copas de las mesas, haciendo siempre una reverencia al pasar ante la reina y el príncipe. Bella les observó abstraída, olvidándose por un momento de sí misma.
Los muchachos tenían el pelo ligeramente rizado, cortado a la altura de los hombros y peinado con esmero para que enmarcara sus rostros delgados. Nunca levantaban la mirada, aunque algunos de ellos parecían moverse con una gran incomodidad a causa de la dureza de sus penes. No estaba segura de cómo deducía esta incomodidad: era la manera, un modo de soportar la tensión y el deseo, sin expresarlo.
Cuando vio a la primera de las muchachas de cabello largo que se inclinaba sobre la mesa con la jarra, se preguntó si también ella sentía aquel mismo placer de leve agonía. Bella lo experimentaba sólo con mirar a aquellos esclavos, pero sintió un alivio sosegado al darse cuenta de que, por un momento, no era ella el objeto de sus miradas. O al menos eso pensó.
La verdad era que se podía percibir cierta animación en la estancia. Unos se levantaban y caminaban, quizás incluso bailaban al ritmo de la música. No podía estar muy segura. Otros se hallaban cerca de la reina, con las jarras en la mano, y, al parecer, recreaban al príncipe con historias.
El príncipe.
Por un instante pudo vislumbrarlo claramente, y vio cómo le sonreía. Qué regio era su aspecto: aquel pelo negro satinado y abundante, sus deslumbrantes botas blancas que se extendían sobre la alfombra azul, a sus pies. Asentía con gestos y sonreía a los que se dirigían a él, aunque de vez en cuando sus ojos se posaban en Bella.
Había tantas cosas que ver. De repente, Bella notó que alguien estaba muy cerca y que de nuevo la tocaban. A continuación se dio cuenta de que se formaba una fila de bailarines a uno de sus lados. Se percibía un aire frívolo en el ambiente. Corría abundante vino y se sucedían grandes risotadas.
Luego, súbitamente, a lo lejos y a su izquierda, vio que a un joven desnudo se le caía la jarra de vino y que el líquido rojo se derramaba por el suelo mientras otros se apresuraban a limpiarlo.
El noble que estaba al lado de Bella dio inmediatamente una palmada y aparecieron tres pajes exquisitamente vestidos, no mayores que los propios muchachos desnudos, que se apresuraron a acercarse, cogieron al muchacho y lo colgaron rápidamente boca abajo por los tobillos.
Esto provocó una sonora salva de aplausos entre los nobles y las damas más próximos al muchacho, y casi al instante apareció una pala, una hermosa pieza esmaltada en oro y tracería blanca con la que el transgresor fue azotado vigorosamente mientras todos lo miraban fascinados.
Bella sintió que su corazón se aceleraba. Si iban a humillarla de aquel modo, a castigarla de forma tan brusca e ignominiosa por sus torpezas, no sabía cómo podría soportarlo. Ser exhibida en público era una cosa; aún conservaba cierta elegancia, pero no soportaba la idea de que la colgaran por los tobillos como a aquel muchacho. Únicamente veía su espalda y la pala que descendía velozmente, una y otra vez, golpeando sus nalgas enrojecidas. Él mantenía las manos detrás del cuello obedientemente, y cuando lo bajaron se puso a cuatro patas. Un joven paje lo encaminó rápidamente con la pala hacia la reina, propinándole una serie de azotes ruidosos. Allí, el joven culpado, con las nalgas rojísimas, inclinó la cabeza y besó la pantufla de la soberana.
La reina era una mujer madura que ya había florecido, pero era obvio que el príncipe había heredado de ella su belleza. Instantes antes mantenía una viva conversación con el príncipe, y en ese momento se volvió, casi con indiferencia, sin dejar de dirigir rápidas miradas a su hijo, y tras indicarle al joven esclavo que se levantara un poco, le echó hacia atrás el cabello con gesto cariñoso.
Pero luego, con el mismo aire ausente y sin apartarse nunca del príncipe, le indicó al paje, mientras fruncía el ceño, que volvieran a castigar al muchacho.
La corte aplaudía y todos gesticulaban mofándose del joven. Luego, mostraron su enorme deleite cuando el paje apoyó el pie en el segundo peldaño del estrado situado ante el trono y alzó al esclavo desobediente sobre su rodilla. Una vez más, ante toda la corte, el esclavo recibió una sonora zurra.
Una larga fila de danzarines le ocultó la visión por un momento, pero una y otra vez la princesa pudo entrever al desafortunado muchacho y apreció cómo, mientras la pala arremetía de nuevo contra su trasero, al muchacho se le hacía cada vez más difícil soportarlo, y forcejeó levemente a su pesar. También era evidente que el paje que lo azotaba disfrutaba enormemente. Su joven rostro estaba colorado y se mordía un poco el labio. Lanzaba la pala con una fuerza innecesaria, o eso parecía, lo que provocó el odio de Bella.
La princesa oía las risas del noble que estaba a su lado y las charlas de un pequeño grupo de gente desperdigada, hombres y mujeres que bebían y hablaban ociosamente. Entretanto, los bailarines se movían en una larga cadena, ejecutando movimientos fluidos y graciosos.
—Así que os habéis dado cuenta de que no sois la única criaturita indefensa en este mundo —dijo lord Gregory—, ¿y os apacigua comprobar los tributos que reciben vuestros soberanos ? Vos sois el primer vasallo del príncipe y creo que tendríais que mostrar tenacidad y dar un buen ejemplo. El joven esclavo que veis, el príncipe Alexi, es ciertamente uno de los favoritos de la reina, por eso es tratado con tanta ligereza.
Bella advirtió que habían cesado los azotes. Una vez más, el esclavo estaba apoyado a cuatro patas y besaba los pies de su majestad mientras el paje permanecía a la espera.
Para entonces, el esclavo mostraba un trasero sumamente rojo. «Príncipe Alexi», se dijo Bella. Era un nombre encantador y, al parecer, él también tenía sangre real y era de alto linaje. Claro, por supuesto, todos ellos lo eran. La idea la cautivó. ¿Qué hubiera pasado si sólo ella lo hubiera sido?
Se quedó mirando aquellas nalgas. Era obvio que tenían moratones y pequeños fragmentos que parecían mucho más rojos que el resto. Mientras el príncipe esclavo besaba los pies de la reina, Bella también distinguió su escroto entre las piernas, oscuro, velludo y misterioso.
Se asombró al comprobar lo terriblemente vulnerable que parecía el joven, en aspectos que ella nunca había considerado. Pero lo habían liberado, o perdonado, puesto que se puso en pie y se apartó el pelo caoba rizado de los ojos y de las mejillas. Bella observó su rostro surcado de lágrimas, también enrojecido, se fijó en que a pesar de todo transmitía una dignidad impresionante. Sin protestar, cogió el jarro que le tendieron y se movió con garbo entre los invitados para llenar las copas de los nobles y damas que se habían levantado.
Él estaba ahora a tan sólo unos pasos de distancia de Bella, y se acercaba cada vez más. Alcanzó a oír las burlas de los hombres y mujeres a su alrededor.
—Otra zurra más, es que sois tan sumamente torpe —dijo una dama muy alta de pelo rubio, que lucía un largo manto verde y diamantes en los dedos, pellizcándole la mejilla enrojecida mientras él sonreía y mantenía la vista baja.
Mostraba el pene duro y erecto como antes, que sobresalía grueso e inmóvil desde un nido de vello oscuro y rizado entre sus piernas. Bella no podía dejar de mirarlo.
Cuando él se acercó aún más, Bella contuvo el aliento.
—Venid aquí, príncipe Alexi —dijo lord Gregory e hizo chasquear los dedos. Luego, sacó un pañuelo blanco e hizo que el muchacho se lo mojara en vino.
En aquel instante el joven estaba tan cerca que Bella podría haberlo tocado. El noble cogió el pañuelo mojado en vino y lo sostuvo contra los labios de Bella. Aquello le pareció a la princesa agradable, fresco y estimulante. Pero no podía evitar mirar al obediente principito que permanecía de pie esperando, y vio que él también la miraba a ella.
Su rostro seguía ligeramente enrojecido y en sus mejillas había restos de lágrimas, pero le dedicó a Bella una sonrisa.




LA ALCOBA DEL PRÍNCIPE



Cuando despertaron a Bella ésta se sintió aterrorizada.
Estaba oscureciendo. El festín se había acabado. Los nobles y damas que todavía permanecían allí eran muy bulliciosos y se movían desenfrenadamente en el frenesí de la tarde. Pero a ella la estaban desatando y no sabía lo que le pasaría a continuación.
En el transcurso del banquete, otros esclavos habían sido azotados ruidosamente, y la impresión final era que no hacía falta cometer ninguna falta, sino que bastaba sencillamente con la decisión de un noble o una dama para recibir una buena tanda de palazos, petición que era otorgada por la reina. Entonces el desafortunado era empujado sobre la rodilla del paje, con la cabeza inclinada y los pies colgando sobre el suelo, y la pala caía sobre él.
En dos ocasiones los castigos recayeron sobre muchachas. Una de ellas había estallado en sollozos mudos. Pero en sus maneras había algo que a Bella le indujo a sospechar. Después de que la zurráran, se escabulló con demasiada prisa hasta los pies de la reina. Bella abrigó la esperanza de que la siguieran azotando hasta que los sollozos fueran reales, así como todas sus escapadas, y se sorprendió deleitándose vagamente cuando la reina ordenó una nueva tanda de azotes.


En aquel instante, cuando la despertaban, pensó en todo esto como en un sueño; sintió un intenso temor y experimentó también una cierta sensación de drama.
¿La enviarían a algún lugar con todos esos esclavos? ¿O se la llevaría el príncipe con él?
Todavía estaba aturdida por la confusión cuando se dio cuenta de que el príncipe se había levantado y ordenado al lord de ojos grises que llevara a Bella junto a él.
La princesa estaba desatada y su cuerpo entumecido. El noble asía una de esas palas de oro, la probaba en su palma y, sin darle tiempo a estirar los músculos doloridos, le ordenó a Bella que se arrodillara y se echara hacia delante.
Cuando ella vaciló, le repitió la orden tajantemente, aunque no la golpeó.
Ella se apresuró a alcanzar al príncipe, que acababa de llegar a la escalera, y lo siguió escaleras arriba y a lo largo de un pasillo.
—Bella —él se apartó a un lado—, ¡abrid las puertas!
Incorporándose sobre sus rodillas, la princesa las abrió sin demora y las empujó para que pasara el príncipe, a quien siguió al interior de la alcoba.
En la chimenea ardía ya un vivo fuego. Las cortinas de las ventanas estaban corridas; habían deshecho la cama y Bella temblaba de excitación. —Mi príncipe, ¿debo empezar con su aprendizaje de inmediato? —preguntó lord Gregory.
—No, milord, los primeros días me encargaré personalmente de ello, posiblemente durante más tiempo —dijo el príncipe—, aunque, por supuesto, cada vez que surja la ocasión, podéis instruirla, enseñarle modales, las reglas generales que corresponden a todos los esclavos, y así sucesivamente. No baja la mirada como es debido, aunque sin duda ya lo habréis comprobado; es tan inquisitiva... —y al decir esto sonrió, aunque Bella bajó la vista de inmediato, a pesar de lo mucho que quería ver.
La princesa se arrodilló obedientemente, contenta de que el cabello la ocultara parcialmente, y luego se detuvo a pensar en aquello: no estaba aprendiendo mucho, si era eso lo que quería.
Se preguntó si el príncipe Alexi habría sentido vergüenza por su desnudez. Poseía unos grandes ojos marrones y una boca muy hermosa, pero era demasiado delgado para parecer angelical. Se preguntó dónde estaría él en aquel momento. ¿Lo estarían castigando otra vez por su torpeza?
—Muy bien, alteza —dijo el lord—, pero creo que comprendéis que la firmeza en los inicios es un favor para el esclavo, especialmente cuando se trata de una princesa tan orgullosa y consentida. Bella se sonrojó al oír esto. El príncipe soltó una risa serena y amortiguada.
—Mi Bella se parece mucho a una moneda sin acuñar —repuso el príncipe—, quiero abarcar la totalidad de su carácter. Será todo un placer instruirla. Me pregunto si vos mismo prestáis tanta atención a sus faltas como yo.
—¿Alteza? —lord Gregory pareció ponerse levemente rígido.
—Hoy, en el gran salón, no habéis sido tan estricto con ella para evitar que se regalara la vista con el joven príncipe Alexi. Más bien creo que disfrutó de su castigo tanto como sus amos y amas.
Bella se ruborizó intensamente. Ni siquiera había imaginado que el príncipe la hubiera sorprendido en esto.
—Alteza, sólo estaba aprendiendo lo que se espera de ella, o al menos eso pensé... —el noble respondió con gran humildad—. Fui yo quien dirigió su atención a los otros esclavos para que pudiera beneficiarse de su obediente ejemplo.
—Ah, bien —respondió el príncipe en tono cansado pero conforme—, quizá se trate únicamente de que estoy demasiado enamorado de ella. Al fin y al cabo, no me la enviaron como tributo, la gané yo mismo, la reclamé para mí, y parece ser que estoy demasiado celoso. Quizá busco algún motivo para castigarla. Podéis marcharos. Volved mañana a por ella, si así lo deseáis, y ya veremos qué pasa.
Lord Gregory, obviamente preocupado por la posibilidad de haberse equivocado, salió de la estancia a toda prisa.
Bella se quedó a solas con el príncipe, que estaba sentado junto al fuego en silencio, mirándola. Ella estaba muy turbada; era consciente de su sonrojo, como siempre, y de que sus pechos palpitaban. De pronto, se adelantó apresuradamente y posó sus labios sobre la bota del príncipe, que se movió como si recibiera el beso de modo aparentemente favorable: cada vez que ella la besaba repetidamente, la bota se levantaba un poco.
Bella gemía. Oh, ansiaba tanto que él le diera permiso para hablar. Pero cuando recordó su fascinación por el príncipe castigado, se sonrojó aún más.
Sin embargo, el príncipe se levantó. La cogió por la muñeca, la levantó y, llevándole las manos a la espalda para poder sujetarla firmemente, le zurró en ambos pechos con fuerza hasta que ella gritó al sentir la oscilación de la carne pesada y el escozor de sus manos en los pezones.
—¿Estoy enfadado con vos? ¿O no lo estoy? —le preguntó apaciblemente.
Ella gimió, suplicante. Entonces él la colocó sobre su rodilla, del mismo modo en que había visto que colocaban al joven príncipe cautivo sobre la rodilla del paje, y con su mano desnuda le propinó una estrepitosa avalancha de golpes que le hicieron llorar a voz en grito durante un buen rato.
—¿A quién pertenecéis? —preguntó en voz baja, pero enfadada.
—A vos, mi príncipe, ¡completamente! —gritó. Aquello era atroz. A continuación, de pronto, la princesa, incapaz de controlarse a sí misma, dijo—: Por favor, por favor, mi príncipe, no os enfurezcáis, no...
Pero al instante la mano izquierda del príncipe le cubrió la boca con fuerza y sintió otra terrible descarga de azotes violentos hasta que la carne le quemó y no pudo controlar su llanto.
Sentía los dedos del príncipe contra sus labios, sin embargo, esto apenas la satisfizo. Seguidamente, el príncipe la puso de pie y, asiéndola de las muñecas, la llevó hasta un rincón de la habitación, entre el fuego que ardía en la chimenea y la ventana cuyas cortinas estaban corridas. Allí había un alto taburete de madera tallada en el que él se sentó mientras la sostenía de pie a su lado. Ella lloraba quedamente, pero ya no se atrevía a suplicarle, no le importaba lo que sucediera. Él estaba furioso, su enfado era violento, y aunque ella podía aguantar cualquier dolor para complacerlo, aquello le resultaba insoportable. Debía satisfacerlo, hacer que volviera a ser cariñoso, y entonces ningún dolor sería inaguantable para ella.
El príncipe le dio la vuelta. Bella se quedó frente a él, que permanecía sentado observándola. La princesa no se atrevía a mirarlo a la cara. Entonces él se echó hacia atrás la capa, apoyó la mano en la hebilla dorada de su cinturón y dijo: —Soltad esto.
Al instante, ella se afanó en obedecerlo. Empezó a trabajar con los dientes, aunque no le había dicho cómo hacerlo. Tenía la esperanza de contentarlo y rogaba para que así fuera. Estiró el cuero, con la respiración acelerada, y luego echó hacia atrás la correa para que el cinturón se soltara.
—Ahora, sacadlo —ordenó el príncipe— y dádmelo.
Ella obedeció al instante, aun cuando ya sabía lo que sucedería a continuación. Era un cinturón de cuero ancho y grueso. Quizá no fuera peor que la pala.
Seguidamente él le dijo que levantara las manos y la vista, y vio por encima de ella un gancho de metal que colgaba de una cadena sujeta al techo justo sobre su cabeza.
—Como veis aquí no nos faltan recursos para los pequeños esclavos desobedientes —dijo con su apacible voz de siempre—. Ahora agarrad el gancho, aunque tendréis que poneros de puntillas, y no se os ocurra soltarlo, ¿me habéis entendido?
—Sí, mi príncipe —lloriqueó ella. La princesa se aferró al gancho, que dio la impresión de estirarla, y él retrocedió hasta el taburete, donde se sentó y pareció acomodarse. Tenía espacio suficiente para blandir la correa que había convertido en un lazo, y durante un momento permaneció en silencio.
Bella se maldijo por haber admirado al joven príncipe Alexi. Estaba avergonzada incluso de haber pensado en él, y cuando resonó el primer golpe del cinturón en sus muslos, soltó un gritito asustado pero se sintió complacida.
Se lo merecía. Nunca más cometería tamaño error, no importaba lo hermosos o tentadores que fueran los esclavos; su descaro al mirarlos había sido una falta imperdonable, y debía pagar por ello.
El ancho y pesado cinturón de cuero la golpeó con un sonido ruidoso y terrorífico. La carne de sus muslos, quizá más tierna que la del trasero, pese a lo irritado que estaba, pareció encenderse bajo los azotes. Bella tenía la boca abierta, no podía mantenerse quieta y, de pronto, el príncipe le ordenó que levantara las rodillas e iniciara una marcha sin moverse del sitio.
—¡Rápido, rápido, sí, sí, mantened el ritmo! —dijo enfadado. Bella, pasmada, se esforzó por obedecer y marchaba deprisa, mientras sus pechos se movían con el esfuerzo y el corazón le latía con violencia.
—Más arriba, más rápido —ordenó el príncipe.
Ella marchó como él le mandaba: los pies resonaban en el suelo de piedra, las rodillas subían muy alto, los pechos suponían un terrible y doloroso peso debido al balanceo y, una vez más, el cinturón la golpeó estrepitosamente y le quemó la piel.
El príncipe parecía colérico.
Los golpes llegaban cada vez más rápidos, tanto como el movimiento de sus piernas. Bella no tardó en retorcerse y forcejear para evitarlos. Lloraba a gritos, incapaz de contenerse, pero lo peor de todo, lo más duro de soportar, era el enfado del príncipe. Si al menos todo esto sirviera para contentarlo, si pudiera complacerlo con ella... Bella lloraba y hundía la cabeza en el brazo, las yemas de sus pies le ardían y los muslos parecían estar hinchados y llenos de ronchas dolorosas mientras él, una vez más, descargaba su ira en su trasero.
Los azotes llegaban muy deprisa. Bella había perdido la cuenta, sólo sabía que eran muchísimos más de los que le había propinado anteriormente, y al parecer cada vez estaba más alterado: su mano izquierda le empujaba la barbilla hacia arriba y le cerraba la boca para que no pudiera gritar, y no dejaba de ordenarle que marchara más deprisa y que levantara las piernas más arriba.
—¡Me pertenecéis! —dijo sin detener ni por un momento el sonoro ritmo del cinturón que la azotaba—. Aprenderéis a satisfacerme en todos los aspectos; nunca me contentaréis si dirigís vuestra mirada a los esclavos varones de mi madre. ¿Queda claro? ¿Lo habéis entendido?
—Sí, mi príncipe —se esforzó por decirle.
Él parecía desesperado por castigarla. De pronto, la detuvo levantándola por la cintura, la arrojó sobre el taburete que acababa de abandonar y la dejó balanceándose del gancho al que se sujetaba como si de ello dependiera su vida. A continuación la lanzó de un empujón encima del taburete, cuyo asiento le apretó el sexo desnudo, mientras las piernas sobresalían indefensas por detrás.
Entonces él le propinó la peor tunda de golpes, fuertes manotadas que hicieron que sus pantorrillas temblaran y le escocieran como antes le habían escocido sus muslos. Pero no importaba cuánto se entretuviera con las piernas, siempre volvía a golpear sus nalgas, castigándolas con toda su fuerza hasta que Bella se sofocaba en sus propios sollozos y tenía la impresión de que aquello se eternizaba.
De repente, se detuvo.
—Soltad el gancho —ordenó él, y luego la cogió, la puso sobre su hombro y la llevó al otro lado de la habitación, donde la arrojó en la cama.
Bella cayó de espaldas sobre la almohada e inmediatamente las nalgas y muslos, irritados e hinchados, notaron una picazón y cierta aspereza. En cuanto giró la cabeza a un lado, Bella vio las joyas que relucían sobre la colcha, y entonces supo cómo la torturarían en cuanto él se pusiera sobre ella.
Pero aún así, lo deseaba con tanta intensidad que cuando vio que se alzaba sobre ella, no sintió el dolor palpitante en su cuerpo sino un torrente de jugos que se deslizaba entre sus piernas y soltó un nuevo gemido mientras se abría a él.
No podía evitar levantar las caderas, mientras rogaba para no desagradarle.
El príncipe se arrodilló sobre ella y sacó su miembro erecto de los pantalones; a continuación, la levantó para ponerla de rodillas y empalarla sobre su miembro.
Ella gritó y la cabeza le cayó hacia atrás. Sentía una gran cosa dura que se movía dentro de su orificio irritado y tembloroso. Pero noto que el órgano se bañaba en sus jugos y, mientras el príncipe la penetraba más adentro y la empujaba sobre él, le pareció un espetón que restregaba contra algún núcleo misterioso en su interior enviando el éxtasis por todo su cuerpo y obligándola a soltar quejidos y gemidos en contra de su voluntad. Las embestidas del príncipe eran cada vez más rápidas; luego, él también gimió, y la sostuvo muy cerca, con el pecho contra sus doloridos senos, los labios sobre la nuca de Bella, su cuerpo relajándose lentamente.
—Bella, Bella —susurró él—. Ciertamente me habéis conquistado, como yo a vos. Nunca volváis a provocar mis celos. ¡No sé qué haría si eso pasara!
—Mi príncipe —gimió ella y lo besó en la boca; cuando vio la angustia en su rostro, lo cubrió de besos—. Soy vuestra esclava, mi príncipe.
Pero él sólo gemía, apretaba la cara contra su cuello, y parecía ausente.
—Os amo —imploró ella. Luego él la tendió sobre la cama y, acercándose a su lado, cogió el vino del estante situado junto a la cama. Durante un buen rato, mientras él contemplaba fijamente el fuego, pareció que estaba ausente.




EL PRÍNCIPE ALEXI



Bella soñó un sueño de hastío. Vagaba por el castillo en el que había vivido toda su vida, sin nada que hacer, y de tanto en tanto se detenía en un ancho asiento situado al pie de una ventana para observar las diminutas figuras de los campesinos en los campos que recogían la hierba recién cortada en almiares. En el cielo no había nubes y le disgustó su aspecto, su uniformidad y vastedad.
La princesa tenía la impresión de que no podía hacer nada que no hubiera hecho ya mil veces antes y luego, de pronto, llegó a sus oídos un sonido que no supo identificar.
Lo siguió, y a través de la puerta vio a una anciana, encorvada y fea, que estaba manejando un extraño artilugio, una gran rueda giratoria con un hilo que se enrollaba en un huso.
—¿Qué es? —preguntó Bella con gran interés.
—Venid a verlo vos misma —dijo la vieja, cuya voz era sumamente llamativa, ya que sonaba joven y fuerte, completamente ajena a su aspecto.
Al parecer, Bella acababa de tocar esta máquina prodigiosa con su rueda zumbante cuando sufrió un profundo desvanecimiento y oyó que todo el mundo se lamentaba a su alrededor.
—¡... dormid, dormid durante cien años!
Bella quiso gritar, «¡Insoportable, insoportable, esto es peor que la muerte!», porque aquello parecía una intensificación del tedio contra el que siempre había luchado desde que tenía uso de razón, el vagar de una habitación a otra...
Pero se despertó. No estaba en casa, sino echada en la cama del príncipe, y sintió debajo de ella la punzada de la colcha enjoyada.
Las sombras saltarinas del fuego iluminaban la estancia. Vio el relumbrar de los postes tallados de la cama, y los coloridos cortinajes que caían en torno a ella. Bella se sintió animada y exaltada por el deseo, y se levantó de tan ansiosa que estaba por despojarse del peso y la textura de su sueño. Entonces se dio cuenta que el príncipe no estaba a su lado, sino allí, junto al fuego, con el codo apoyado en la piedra de la que pendía un blasón con espadas cruzadas. Aún llevaba la capa de brillante terciopelo rojo y las altas y puntiagudas botas de cuero vueltas hacia abajo. Estaba absorto, el rostro endurecido por la contemplación.
La pulsación que latía entre las piernas de Bella se aceleró. Se agitó y soltó un débil suspiro que despertó al príncipe de sus pensamientos. Él se aproximó a ella. No podía ver su expresión en la oscuridad.
—Bien, sólo hay una respuesta —le dijo a Bella—. Deberéis acostumbraros a todas las vistas del castillo, y yo me habituaré a veros acostumbrada a ellas.
El príncipe tiró de la cuerda de la campana que estaba junto a la cama, luego levantó a Bella y la sentó en el extremo del lecho, de forma que las piernas le quedaron recogidas debajo del cuerpo.
Entró un paje, tan inocente como el muchacho que había castigado al príncipe Alexi con tanta diligencia. Era un paje extremadamente alto, como todos, y tenía unos brazos poderosos. Bella estaba convencida de que los habían escogido por estas cualidades. No cabía duda de que, si se lo ordenaban, podría sujetarla boca abajo por los tobillos, pero mostraba un rostro sereno, sin el menor indicio de mezquindad.
—¿Dónde está el príncipe Alexi? —preguntó el soberano. Parecía enfadado y decidido, y andaba a paso regular de un lado a otro mientras hablaba.
—Oh, esta noche tiene problemas muy serios, alteza. La reina está muy inquieta por su torpeza, puesto que debería ser un ejemplo para otros, así que ha ordenado que lo aten en el jardín, en una postura sumamente incómoda.
—Sí, bien, haré que esté aún más incómodo. Pedidle permiso a su majestad y traedlo a mi presencia. Y que venga el escudero Félix con él.
Bella se asombró al oír todo esto. Intentó mantener el rostro tan calmado como el del paje, pero sentía algo más que alarma. Iba a ver al príncipe Alexi otra vez y no se imaginaba cómo podría ocultar sus sentimientos ante su señor. Si al menos pudiera distraer su atención...
Pero cuando Bella soltó un leve susurro, el príncipe le ordenó de inmediato que permaneciera en silencio, que se quedara sentada donde estaba y que bajara la vista.
El cabello caía a su alrededor, le hacía cosquillas en los brazos y los muslos, y fue consciente, casi con placer, de que no podía hacer nada para escapar de ello.
El escudero Félix apareció casi de inmediato. Tal como ella sospechaba, se trataba del paje que anteriormente había azotado al príncipe Alexi con tanto vigor. Llevaba consigo la pala de oro, que colgó a un lado del cinturón cuando hizo una reverencia ante el príncipe.
«Todos los que sirven aquí son escogidos por sus atributos», pensó Bella mientras le observaba, ya que él también era rubio y su cabello ofrecía un marco excelente para su joven rostro, aunque en cierta forma era más ordinario que el de los príncipes cautivos.
—¿Y el príncipe Alexi? —preguntó el príncipe. Mostraba un color subido, sus ojos brillaban casi con malicia, y Bella se asustó aún más.
—Lo estamos preparando, alteza —respondió el escudero Félix.
—¿Y por qué os demoráis tanto? ¿Cuánto tiempo ha servido Alexi en esta casa para mostrar tanta falta de respeto ?
En aquel instante trajeron al príncipe Alexi.
Bella intentó disimular su turbación. Alexi estaba desnudo, como antes, por supuesto; Bella no esperaba menos, y a la luz del fuego advirtió su rostro sonrojado, y su cabello caoba que caía suelto sobre los ojos, que mantenía bajos como si no se atreviera a alzarlos ante el príncipe heredero. Ambos tenían más o menos la misma edad, ciertamente, y parecida altura, pero ahí estaba el príncipe Alexi, más moreno, indefenso y humilde, ante el heredero, que se movía a zancadas de uno a otro lado, con la expresión fría y despiadada, ligeramente perturbada. El príncipe Alexi mantenía las manos detrás del cuello, y su órgano rígido.
—¡Así que no estabais listo para mí! —exclamó su alteza. Se acercó un poco más al príncipe Alexi, inspeccionándolo. Miró el órgano tieso y, luego, con la mano, le dio un brusco manotazo, que hizo retroceder a su vasallo en contra de su voluntad.
»Quizá necesitéis un poco de instrucción para estar... siempre... preparado —susurró. Las palabras salieron lentamente, con una cortesía deliberada.
El heredero levantó la barbilla del príncipe Alexi y le miró a los ojos. Bella los observaba a ambos sin el menor atisbo de timidez.
—Aceptad mis disculpas, alteza —dijo el vasallo. Su voz sonó con un timbre bajo, calmado, sin mostrar rebelión ni vergüenza.
Los labios del heredero esbozaron lentamente una sonrisa. Los ojos del vasallo eran más grandes y poseían la misma serenidad que su voz. A Bella le pareció que incluso podrían disipar la furia de su señor, pero esto era imposible.
El príncipe pasó la mano por el órgano de su esclavo y le dio una palmetada juguetona, y luego otra.
El sumiso vasallo bajó de nuevo la vista pero conservó la gracia y la dignidad de las que Bella había sido testigo anteriormente.
«Así es como debo comportarme —pensó ella—. Debo tener estas maneras, esta fuerza, para aguantarlo todo con la misma dignidad.»
La princesa estaba maravillada. El príncipe cautivo se veía obligado a mostrar su deseo, su fascinación, a todas horas, mientras que ella podía ocultar su anhelo entre sus piernas; no pudo evitar dar un respingo al ver que su señor pellizcaba los pequeños pezones endurecidos del príncipe Alexi, y luego levantaba otra vez el mentón del joven cautivo para inspeccionar su rostro.
Detrás de ellos, el escudero Félix observaba la situación con indisimulado placer. Se había cruzado de brazos, permanecía de pie, con las piernas separadas, y los ojos se le movían, ávidos de deseo por el cuerpo del príncipe Alexi.
—¿Cuánto tiempo lleváis al servicio de mi madre? —requirió el príncipe.
—Dos años, alteza —dijo el humilde príncipe con tono pausado. Bella estaba verdaderamente asombrada. ¡Dos años! A ella le pareció que toda su vida anterior no había sido tan larga; pero aún se mostró más cautivada por el timbre de su voz que por las palabras que pronunció. Aquella voz hizo que él pareciera todavía más palpable y visible.
Su cuerpo era un poco más grueso que el de su señor, el príncipe heredero, y el vello marrón oscuro de su entrepierna era hermoso. Bella veía el escroto, apenas entre sombras.
—¿Fuisteis enviado aquí por vuestro padre para prestar vasallaje?
—Como exigió vuestra madre, alteza.
—¿Y para servir cuántos años?
—Tantos como le plazca a vuestra alteza, y a mi señora, la reina.
—¿Cuántos años tenéis? ¿Diecinueve? ¿Y sois un modelo entre los demás tributos?
El príncipe Alexi se sonrojó.
Con un fuerte golpe en la espalda. El príncipe le obligó a darse la vuelta propinándole un empujón para situarlo frente a Bella, y a continuación lo encaminó hacia la cama.
Bella se irguió, notó el rubor y el calor en su rostro.
—¿Acaso sois el favorito de mi madre? —requirió el príncipe.
—Esta noche no, alteza —repuso el vasallo sin el menor atisbo de sonrisa.
El príncipe heredero recibió estas palabras con una risa apacible y dijo:
—No, hoy no os habéis comportado muy bien, ¿cierto?
—Únicamente puedo suplicar perdón, alteza —respondió.
—Haréis más que eso —le dijo el soberano al oído mientras lo empujaba más cerca de Bella—. Sufriréis por ello. Y daréis a mi Bella una lección de buena voluntad y de perfecta sumisión.
En ese momento el príncipe había vuelto la mirada hacia Bella. La escrutaba despiadadamente. Ella bajó la vista, aterrorizada ante la posibilidad de contrariarlo.
—Mirad al príncipe Alexi —le ordenó, y cuando Bella alzó los ojos, vio al hermoso cautivo a tan sólo unos centímetros de distancia. Su pelo desgreñado le velaba parcialmente la cara, y la piel le pareció deliciosamente suave. Bella temblaba.
Tal como temía que sucedería, el príncipe levantó otra vez el mentón del esclavo, y cuando éste la miró con sus grandes ojos marrones, le sonrió por un instante, de forma muy lenta y serena, sin que el príncipe heredero se diera cuenta. Bella se sació de él con la vista, pues no tenía otra elección, y abrigaba la esperanza de que el príncipe advirtiera únicamente su apuro.
—Besad a mi nueva esclava y dadle la bienvenida a esta casa. Besadle los labios y los pechos —ordenó el soberano, y le retiró las manos de la nuca para que las posara silenciosa y obedientemente a los costados.
Bella jadeó. El príncipe Alexi volvió a sonreírle fugazmente mientras su sombra caía sobre ella, que sintió cómo sus labios se aproximaban a su boca y el impacto del beso que le recorría todo el cuerpo. La princesa notó cómo aquel padecimiento localizado entre sus piernas formaba un fuerte nudo y, cuando los labios del príncipe cautivo tocaron su pecho izquierdo, y el derecho también, se mordió el labio inferior con tanta fuerza que podría haber sangrado. El cabello del príncipe Alexi le rozó la mejilla y los pechos mientras él acataba la orden. Luego retrocedió, mostrando aquella ecuanimidad seductora.
Bella no pudo evitar llevarse las manos a la cara. Pero el príncipe se las retiró de inmediato.
—Miradlo bien, Bella. Estudiad este ejemplo del esclavo obediente. Acostumbraos de tal modo que no lo veáis a él, sino más bien al ejemplo que representa para vos —dijo su amo y señor. Y bruscamente volteó al príncipe Alexi para que Bella pudiera observar las marcas rojas en sus nalgas.
Era evidente que había recibido un castigo mucho peor que el de Bella: estaba magullado y sus muslos y pantorrillas cubiertos de ronchas blancas y rosadas. El príncipe observaba todo esto casi con indiferencia.
—No volváis a apartar la mirada —ordenó el príncipe—, ¿me habéis entendido, Bella?
—Sí, mi príncipe —respondió Bella al instante, demasiado ansiosa por demostrar su obediencia. En su dolorosa angustia, le invadió un extraño sentimiento de resignación. Debía mirar el joven cuerpo de exquisita musculatura; tenía que observar sus nalgas tensas y hermosamente moldeadas, pero era incapaz de ocultar su fascinación, de fingir tan sólo sumisión.
El príncipe había dejado de observarla. Asía las dos muñecas del esclavo en su mano izquierda y había tomado del escudero Félix, no la pala de oro, sino un largo bastón plano enfundado en cuero y de aspecto pesado con el que rápidamente propinó a Alexi varios golpes sonoros en las pantorrillas.
Arrastró al cautivo hasta el centro de la estancia. Puso el pie en el travesaño del taburete y empujó al vasallo sobre la rodilla al igual que había hecho antes con Bella. El príncipe Alexi estaba de espaldas a la princesa, de manera que ésta no sólo veía su trasero sino también su escroto entre las piernas. El bastón plano de cuero golpeaba de lleno las marcas rojas que surcaban la piel de Alexi en todas direcciones. El príncipe cautivo no oponía resistencia. Apenas profirió un sonido. Tenía los pies plantados en el suelo y en su actitud no mostraba ninguna tentativa de escapar al alcance del bastón, como seguramente hubiera hecho Bella.
Pero la princesa, mientras observaba, asombrada e intrigada por su control y aguante, percibió las señales de tensión en él. Se movía de forma sumamente leve, las nalgas se elevaban y descendían, las piernas temblaban; luego oyó un minúsculo gemido, un sonido susurrado que reprimía con los labios cerrados. El príncipe se enzarzó a golpes con él. La piel adquiría un rojo cada vez más oscuro con cada enérgico azote del bastón y, luego, cuando parecía que su deseo había alcanzado el punto máximo, ordenó al cautivo que se colocara ante él apoyado sobre sus manos y rodillas, a cuatro patas.
Entonces Bella vio el rostro surcado de lágrimas, aunque el príncipe Alexi no había perdido la compostura. Éste se arrodilló ante su soberano y esperó.
Su alteza levantó la bota puntiaguda y la empujó por debajo de su vasallo, alcanzándole el extremo del pene.
Luego cogió al joven cautivo por el pelo y le levantó la cabeza.
—Desabrochadlos —dijo tranquilamente, señalando sus pantalones.
Inmediatamente, el príncipe Alexi se movió para acercar sus labios a la bragueta de su señor. Con una habilidad que asombró a Bella, soltó los broches que escondían el sexo abultado del príncipe y lo dejó al descubierto. El órgano se había alargado y endurecido y el esclavo lo besó con ternura. Pero seguía padeciendo enormemente y cuando su alteza insertó su real miembro en su boca, el príncipe Alexi no estaba preparado para ello. Cayó ligeramente hacia atrás sobre sus rodillas y tuvo que estirarse para alcanzar al príncipe heredero, con sumo cuidado, y evitar caer. Inmediatamente después lamió el órgano de su señor, con grandes movimientos hacia atrás y hacia delante que maravillaron a Bella; lo hizo con los ojos cerrados, mientras sus manos permanecían a ambos lados, atentas a la orden del príncipe quien no tardó mucho en mandarle parar.
Era evidente que no quería llevar su pasión hasta el apogeo tan rápidamente. No sería tan sencillo.
—Id hasta el cofre del rincón —ordenó su alteza— y traedme la argolla que hay dentro.
El príncipe Alexi se dispuso a obedecer moviéndose a cuatro patas, pero era obvio que su señor no estaba satisfecho, así que chasqueó los dedos y al instante el escudero Félix condujo al cautivo con su pala. Lo guió hasta el arcón y continuó atormentándolo a golpes mientras Alexi lo abría, extraía, con los dientes una gran argolla de cuero y se la llevaba a su amo.
Sólo entonces el príncipe envió al escudero Félix de vuelta al rincón. El cautivo se mostraba tembloroso y sin aliento.
—Colocadla —dijo el príncipe.
Alexi sostenía la argolla por una pequeña pieza dorada y, sujetándola de este modo con los dientes, la deslizó por el pene del príncipe, aunque sin soltar la pieza.
—Servidme, seguidme adonde yo vaya —ordenó el príncipe, que en aquel instante empezó a andar lentamente por la habitación, con las manos en las caderas, mientras miraba a su esclavo que hacía un terrible esfuerzo para seguirlo de rodillas, con los dientes en la anilla de cuero.
Parecía que el vasallo besara a su señor o que estuviera trabado a él. Retrocedía en cuclillas, con las manos estiradas. Evitaba tocar al príncipe para que su acción no fuera considerada una irreverencia.
Su dueño y señor andaba a grandes zancadas sin tener en cuenta las dificultades de su esclavo. Se aproximó a la cama, luego se dio la vuelta y caminó de regreso hasta la chimenea, con su vasallo esforzándose ante él.
De pronto, giró bruscamente a la izquierda para quedarse de frente a Bella y el príncipe Alexi tuvo que agarrarse a él para mantener el equilibrio. Sólo se sujetó durante un instante, pero al hacerlo apretó la frente contra el muslo de su señor y éste le rozó el cabello distraídamente. Pareció casi un gesto cariñoso.
—¿Así que os desagrada esta postura ignominiosa, no es cierto? —le susurró. Pero antes de que el príncipe Alexi pudiera contestar, su alteza le asestó un fuerte golpe en la cara que lo envió hacia atrás y lo apartó de él. Luego lo empujó para que se quedara a cuatro patas.
—Recorre la habitación de un lado a otro —dijo, al tiempo que chasqueaba los dedos dándole una orden al escudero Félix.
Como siempre, el criado se mostró encantado de obedecer. Empujó al príncipe Alexi por el suelo hasta la pared más alejada y le hizo volver hasta la puerta. ¡Bella le detestaba!
—¡Más rápido! —dijo el príncipe en tono tajante.
El esclavo se movía lo más rápido que podía. Bella no soportaba oír el tono furioso de su amo y se llevó la manos a los labios para taparse la boca. Pero el príncipe quería más rapidez. La pala arremetía una y otra vez sobre las nalgas de Alexi y la orden llegó repetidamente hasta que el cautivo se retorcía para obedecer las órdenes. Bella percibía su terrible padecimiento, y vio cómo perdía toda su gracia y dignidad. Entonces entendió el sarcasmo del príncipe. La serenidad y la gracia del príncipe cautivo habían sido, obviamente, su consuelo.
Pero ¿realmente las había perdido? ¿O simplemente las entregaba también al príncipe con toda tranquilidad? Ella era incapaz de distinguirlo. Se estremecía con los golpes de la pala y cada vez que el príncipe Alexi se daba la vuelta para cruzar la estancia, Bella observaba perfectamente sus nalgas atormentadas.
Sin embargo, el escudero Félix se detuvo súbitamente.
—Le he hecho sangre, alteza.
El príncipe Alexi estaba de rodillas con la cabeza agachada, jadeando.
Su alteza lo miró y luego hizo un gesto de asentimiento.
Chasqueó los dedos para que el cautivo se levantara y una vez más le alzó la barbilla y le miró a la cara surcada de lágrimas.
—Por esta noche habéis logrado que suspenda el castigo en virtud de esa piel tan delicada —dijo.
Le dio la vuelta para ponerlo frente a Bella. El príncipe Alexi mantenía las manos en la nuca y su rostro, enrojecido y húmedo, le pareció a ella de una hermosura indescriptible. Rebosaba de una emoción indecible. Cuando se lo aproximaron de un empujón, incluso oía los fuertes latidos de su corazón.
«Si vuelve a besarme, me moriré —pensó Bella—. Nunca conseguiré disimular mis sentimientos ante el príncipe.»
«Y si la regla consiste en que me pueden azotar hasta que salga sangre...» No tenía una idea real de lo que esto podía significar, aparte de un dolor mucho mayor del que ya había sufrido. Pero incluso eso sería preferible a que su alteza descubriera lo fascinada que se sentía por el príncipe Alexi. «¿Por qué lo hace?», se preguntó con desesperación.
Pero el príncipe empujó al cautivo hacia delante.
—Pon tu cara en su regazo —dijo— y rodéala con tus brazos.
Bella se quedó boquiabierta y se incorporó, mientras el príncipe Alexi se apresuraba a obedecer. La princesa observó con la mirada baja el pelo caoba que cubría su propio sexo mientras sus brazos la rodeaban y sentía los labios de él contra sus muslos. Su cuerpo estaba caliente y palpitante; podía oír los latidos de su corazón y, sin pretenderlo, alargó las manos para cogerle por la cadera.
El príncipe separó de una patada las piernas del príncipe Alexi y, cogiendo bruscamente con la mano izquierda la cabeza de Bella para poder besarla, introdujo su órgano en el ano de su esclavo.
El príncipe Alexi gimió por la brutalidad y rapidez de las embestidas. Bella sentía la presión mientras el príncipe cautivo era impelido hacia ella cada vez más deprisa. Su alteza la había soltado y ella lloraba, pero seguía pegada al príncipe Alexi. Luego su señor dio la embestida final con un gemido, las manos pegadas a la espalda del cautivo, y permaneció quieto dejando que el placer le recorriera todo el cuerpo.
Bella intentaba mantenerse inmóvil.
El príncipe Alexi la soltó, pero no sin esbozar una pequeña sonrisa secreta entre sus piernas, justo en lo alto de su vello púbico y, en el momento en que lo apartaban de ella, sus ojos oscuros se estrecharon de nuevo para dedicarle una sonrisa.
—Montadlo en el pasaje —dijo el príncipe al escudero—. Comprobad que nadie le satisfaga. Mantened su tormento, y recordadle cada cuarto de hora su deber con su príncipe, pero no lo satisfagáis.
Se llevaron al príncipe Alexi de la estancia.
Bella permaneció sentada contemplando la puerta abierta. Pero el espectáculo no había terminado. El príncipe se estiró, la cogió por el cabello y le dijo que le siguiera.
—Poneos sobre vuestras manos y rodillas, querida mía. Ésa será siempre la forma en que os moveréis por el castillo —dijo—, a no ser que se os ordene lo contrario.
Bella se puso en movimiento a toda prisa y lo siguió afuera, hasta el borde de la escalera.
A mitad del descenso había un ancho rellano desde el cual se podía ver directamente el gran salón, y en el descansillo una estatua de piedra aterrorizó a Bella. Era alguna clase de dios pagano con un falo erecto.
En aquel instante estaban clavando al príncipe Alexi en este falo, con las piernas separadas sobre el pedestal de la estatua. Tenía la cabeza echada hacia atrás, sobre el hombro de la estatua. Soltó otro gemido cuando el falo lo empaló, y luego se quedó quieto mientras el escudero Félix le ligaba las manos a la espalda.
La estatua tenía el brazo derecho levantado, y los dedos de piedra de la mano formaban un círculo como si en otro tiempo hubieran sujetado un cuchillo o algún otro instrumento. El escudero colocaba en ese instante la cabeza del príncipe Alexi sobre el hombro de la estatua, justo debajo de la mano de piedra, y a través de ésta colocó un falo de cuero que dobló para que se ajustara perfectamente dentro de la boca del príncipe Alexi.
De este modo, amarrado a la estatua, parecía que ésta lo violaba por el ano y por la boca. Además, su propio órgano, tan tieso como antes, permanecía extendido y duro mientras el falo de la estatua seguía en su interior.
—Quizás ahora os acostumbraréis un poco más a vuestro príncipe Alexi —dijo el príncipe con absoluta tranquilidad.
«Pero es demasiado terrible —pensó Bella— que tenga que pasar la noche de un modo tan miserable.» La espalda del príncipe Alexi estaba dolorosamente arqueada, y sus piernas obligadas a permanecer muy separadas. La luz de la luna que entraba por la ventana situada a su espalda trazaba una larga línea que descendía por su garganta, por su pecho lampiño y su vientre plano.
El príncipe tiró dulcemente del cabello de Bella, sosteniéndolo en su mano derecha y, tras conducirla de vuelta a la cama, la tumbó sobre el lecho y le dijo que se durmiera, cosa que él mismo no tardó en hacer a su lado.




EL PRÍNCIPE ALEXI Y FÉLIX



Casi había amanecido. El príncipe estaba tumbado, profundamente dormido, y Bella, que estuvo esperando a que sus respiraciones delataran su sueño, se deslizó fuera de la cama. A cuatro patas, esta vez por cautela, no por obediencia, alcanzó el pasillo. La princesa había permanecido mucho rato echada en la cama mirando a la puerta y sabía que ésta en ningún momento se había cerrado por completo, y que podría intentar escaparse en silencio si reunía el suficiente valor para hacerlo.
Bella gateó por el corredor hasta llegar a lo alto de los escalones.
La luz de la luna caía de lleno sobre el príncipe Alexi, lo que le permitió ver que su órgano continuaba erecto, y que el escudero Félix hablaba con él tranquilamente. No podía oír lo que decía pero Bella se enfureció al ver al criado despierto puesto que esperaba que estuviera también dormido.
Desde su escondrijo, la princesa vio que el escudero se situaba delante del príncipe Alexi y volvía a atormentarle el órgano sexual propinándole una descarga de palmetazos que resonaron en la escalera vacía. El príncipe cautivo soltó un gemido y Bella alcanzó a ver su agitada respiración.
El criado caminaba inquieto de un lado a otro. Luego miró al príncipe y volvió la cabeza de izquierda a derecha como si tratara de descubrir a alguien. Bella, aterrada sólo de pensar en la posibilidad de ser descubierta contuvo la respiración.
El escudero se acercó al príncipe Alexi y, rodeándole la cadera con los brazos, introdujo el miembro erecto en su boca y empezó a chuparlo.
Bella estaba fuera de sí, llena de frustración y rabia. Esto era precisamente lo que ella pretendía hacer. Había desafiado todos los peligros para hacerlo, y en aquel instante sólo podía observar cómo el escudero Félix mortificaba al pobre príncipe. Sin embargo, pudo apreciar que el criado no sólo se limitaba a atormentar al príncipe Alexi, sino que daba la impresión de que se entregaba por completo. Devoraba con verdadero entusiasmo el miembro de Alexi y seguía un ritmo regular. Bella comprendió que el príncipe no gemía de dolor sino que lo hacía porque en aquel instante no podía reprimir su pasión desenfrenada.
El cuerpo tenso y cruelmente atado del príncipe se estremeció, soltó un quejido prolongado seguido de otro, y después permaneció inmóvil mientras el escudero se apartaba y retornaba a las sombras.
Parecía que ambos volvían a hablar. Bella, todavía atónita, apoyó la cabeza contra la balaustrada de piedra.
Al cabo de un rato, el escudero intentó despertar al príncipe Alexi y le volvió a torturar su miembro, pero éste no parecía muy dispuesto, y entonces el criado se temió que lo descubrirían y adoptó una actitud amenazadora. El príncipe Alexi no se había despertado sino que seguía profundamente dormido, atado con aquellas dolorosas ligaduras, de lo que Bella se alegró enormemente. La princesa se dio la vuelta e inició silenciosamente el camino de vuelta al dormitorio, pero de pronto reparó en que había alguien cerca de ella. Se asustó tanto que casi gritó, pero habría sido un error que con toda seguridad hubiera acabado con ella, así que se tapó la boca, levantó la vista y vio en las sombras distantes la figura de lord Gregory que la observaba. Era el noble de pelo gris que tanto se había empeñado en disciplinarla, el mismo que la había llamado malcriada.
Él ni se movió. Permaneció quieto, observándola.
Bella, cuando dejó de temblar, se apresuró cuanto pudo para volver a la cama y se deslizó bajo la colcha al lado del príncipe, que continuaba durmiendo profundamente.
La princesa, tumbada en la oscuridad, esperaba que lord Gregory apareciera, pero no lo hizo, y Bella dedujo que al noble señor ni se le pasaría por la imaginación despertar al príncipe, así que al cabo de un rato estaba medio adormecida.
En ese estado de semiconsciencia se imaginó al príncipe Alexi de mil formas diferentes, la rojez de su carne irritada después de la paliza con la pala, sus hermosos ojos marrones y su cuerpo fuerte, compacto. Recordaba su pelo satinado contra ella, el beso secreto que sintió en sus muslos y, después de la terrible humillación que él había padecido, Bella revivió aquella sonrisa, tan serena y cariñosa, que el príncipe le había dedicado.
El tormento que la princesa sentía entre sus piernas no era mayor que antes, pero no se atrevía a autocomplacerse por miedo a ser descubierta; era demasiado indecoroso pensar en cosas de ese tipo, y estaba segura que el príncipe nunca lo permitiría.




LA SALA DE LOS ESCLAVOS



Era media tarde cuando Bella se despertó. El príncipe y lord Gregory estaban enzarzados en una discusión, y Bella, aterrorizada, se quedó inmóvil. Sin embargo, no tardó en percibir que lord Gregory, obviamente, no le había contado al príncipe lo que había visto. Con toda seguridad, su castigo hubiera sido terrible. Más bien se trataba de que lord Gregory era partidario de llevar a Bella a la sala de esclavos, para que la prepararan debidamente.
—Alteza, estáis enamorado de ella —dijo lord Gregory—, pero sin duda recordaréis vuestra propia censura respecto a otros príncipes, especialmente con vuestro primo, lord Stefan, debido a su excesivo amor por su esclavo.
—No es un amor excesivo —respondió el príncipe con aspereza, pero luego se detuvo, como si lord Gregory hubiera dado en el clavo, y añadió—: Quizá deberíais llevarla a la sala de esclavos, aunque sólo por un día.
En cuanto lord Gregory sacó a Bella de la habitación, soltó la pala que llevaba sujeta al cinturón y empezó a propinarle crueles azotes mientras ella, a cuatro patas, gateaba a toda prisa por delante de él. —Mantened la cabeza y los ojos bajos —dijo él con frialdad—, y levantad las rodillas con gracia. La espalda debe ser en todo momento una línea recta, y no miréis a los lados, ¿queda claro?
—Sí, milord —respondió Bella tímidamente. Podía ver una gran extensión de piedra ante sí y, aunque los azotes de la pala no eran muy fuertes, la ofendían enormemente; puesto que no venían del príncipe. En aquel preciso instante, Bella se percató de que se encontraba a merced de lord Gregory. Quizá se había imaginado que él no la golpearía, que no se lo permitirían, pero obviamente no era éste el caso, y entonces supo que él podría contarle al príncipe que ella había sido desobediente aunque no fuera cierto, y que si así fuera ella no tendría ocasión de defenderse.
—Moveos más rápido —le dijo—. Adoptaréis siempre un paso rápido que demuestre afán por complacer a vuestros señores y damas —añadió, y una vez más la alcanzó uno de aquellos rápidos y precisos azotes degradantes, que de pronto, parecían mucho peores que las palizas más fuertes.
Habían llegado hasta una puerta estrecha y Bella distinguió que ante ella se extendía una rampa larga y curva. Aquello era ingenioso ya que ella no podría haber bajado la escalera a cuatro patas pero, en cambio, por allí podía continuar en la misma postura, y así lo hizo, con las puntiagudas botas de cuero justo a su costado.
Lord Gregory utilizó de nuevo varias veces la pala, así que cuando llegaron a la puerta de entrada a una vasta estancia del piso inferior las nalgas de Bella ardían ligeramente.
Sin embargo, lo que llamó la atención de la princesa fue que allí había gente.
No vio a nadie en el corredor de arriba, y sintió que la timidez la torturaba cuando cayó en la cuenta de que en esta sala había mucha gente que se movía y hablaba.
En aquel instante le dijeron que se sentara sobre los talones, con las manos enlazadas detrás del cuello.
—Ésta será siempre vuestra posición cuando os digan que descanséis —dijo lord Gregory— y debéis mantener la vista baja.
Bella obedeció, pero alcanzó a ver la estancia: a lo largo de tres paredes había unas repisas excavadas en el muro, en las cuales, sobre unos camastros, dormían numerosísimos esclavos, varones y mujeres.
No llegó a ver al príncipe Alexi, pero sí vio a una hermosa muchacha de pelo negro y traserito rollizo que parecía estar profundamente dormida, a un joven rubio que al parecer estaba atado por la espalda, aunque no podía distinguirlo con claridad, y a otros, todos ellos en un estado soñoliento, o más bien adormecido.
Ante ella se sucedía una hilera de muchas mesas y entre éstas había cuencos con agua humeante de los que surgía una deliciosa fragancia.
—Aquí es donde siempre os lavarán y acicalarán —informó lord Gregory con la misma voz seria— y cuando el príncipe haya dormido lo suficiente con vos, tanto como si fuerais su amor, éste será además el lugar donde dormiréis, a no ser que su alteza dé órdenes específicas respecto a vos. Vuestro criado se llama León. Él se ocupará de todos los detalles referentes a vuestra persona, y vos le mostraréis el mismo respeto y obediencia que a todos los demás.
Bella vio ante él la figura delgada de un hombre joven, justo al lado de lord Gregory. Cuando se acercó un poco más, lord Gregory chasqueó los dedos y le dijo a Bella que mostrara su respeto.
La princesa le besó las botas al instante.
—Debéis respeto hasta a la última fregona —dijo lord Gregory— y si alguna vez detecto la más mínima altanería en vos, os castigaré con toda severidad. No estoy tan... digamos, impresionado con vos como el príncipe.
—Sí, milord —respondió Bella con sumo respeto, aunque estaba furiosa puesto que creía que no había dado muestras de altanería.
Pero la voz de León la calmó de inmediato:
—Venid, querida —le dijo, y se acompañó de una palmadita contra el muslo para que ella lo siguiera. Al parecer, lord Gregory desapareció en cuanto León condujo a Bella al interior de un nicho revestido de ladrillo donde humeaba una gran bañera de madera. La fragancia a hierbas era intensa.
León le indicó que se incorporara, le cogió las manos, se las colocó detrás de la cabeza y le dijo que se arrodillara dentro de la bañera.
Bella se introdujo en la pila y sintió la deliciosa agua caliente que le llegaba casi hasta el pubis. León recogió su cabello en un rodete en la nuca y lo sujetó con varias horquillas. En aquel instante podía verle con claridad. Era de mayor edad que los pajes, pero igual de bello; tenía unos ojos almendrados que conmovían por su bondad. Le dijo a Bella que mantuviera las manos detrás del cuello mientras él procedía a hacerle un lavado general del que iba disfrutar.
—¿Estáis muy cansada? —le preguntó.
—No tanto, mi...
—Mi señor servirá —dijo con una sonrisa—. Incluso el más humilde mozo de establo es vuestro señor, Bella —explicó— y debéis contestar siempre respetuosamente.
—Sí, mi señor —susurró.
Él ya había empezado a bañarla, y el agua caliente que se escurría hacia abajo le sentaba sumamente bien. Le enjabonó el cuello y los brazos.
—¿Acabáis de despertaros?
—Sí, mi señor —dijo.
—Ya veo, pero seguro que estáis cansada del largo viaje. Los primeros días los esclavos siempre están sobreexcitados. No sienten su agotamiento. Luego, cuando se les pasa, duermen muchas horas. Pronto lo experimentaréis y notaréis también las agujetas en los brazos y las piernas. No me refiero a los castigos, sólo a la fatiga. Cuando esto suceda, os masajearé para calmaros el dolor.
Su voz era tan dulce que Bella simpatizó con él de inmediato. Llevaba las mangas subidas hasta los codos y un vello dorado le cubría los brazos; los dedos trabajaban con precisión mientras le lavaba las orejas y la cara, procurando que el jabón no le entrara en los ojos.
—Os habrán castigado con mucha severidad, ¿no es cierto?
Bella se sonrojó.
Él se rió tranquilamente.
—Muy bien, querida mía, estáis aprendiendo. Nunca respondáis a una pregunta así; podría interpretarse como una queja. Cuando os pregunten si os han castigado demasiado, si habéis sufrido mucho, u otra cosa por el estilo, lo más inteligente que podéis hacer es sonrojaros.
Mientras seguía hablando casi con cariño, empezó a lavarle los pechos, y Bella se ruborizó aún más. Notó que se endurecían sus pezones y, pese a que ella no veía nada más que el agua jabonosa que tenía delante, estaba segura de que él se daba cuenta, mientras sus manos se ralentizaban poco a poco para luego hacer una suave presión en la parte interior del muslo:
—Separad las piernas, queridísima—dijo él.
Bella obedeció y separó más las piernas, y luego aún más al ser empujada por León. Él se había quedado quieto y se secaba la mano en la toalla que llevaba en la cintura. Entonces procedió a tocarle el sexo, lo que provocó que Bella se estremeciera.
Tenía el sexo húmedo e hinchado de deseo y, para su horror, aquella mano le tocó una pequeña y dura protuberancia en la que se acumulaba buena parte de su anhelo. Bella retrocedió involuntariamente.
—Ah —él retiró los dedos y, dándose la vuelta, llamó a lord Gregory.
—Aquí tenemos una flor sumamente preciosa —dijo—. ¿Habéis observado?
Bella se puso como la grana. Los ojos se le inundaron de lágrimas, y necesitó todo su control para no bajar las manos y cubrirse el sexo mientras sentía que León le separaba aún más las piernas y le tocaba con delicadeza aquella protuberancia.
Lord Gregory soltó una risita.
—Sí, es un princesa verdaderamente destacable —dijo—. Debería haberla observado más minuciosamente.
Bella emitió un apagado sollozo de vergüenza pero el violento deseo que experimentaba entre sus piernas no cesaba.
Cuando lord Gregory le habló, Bella sintió que el rostro le quemaba:
—Los primeros días, la mayoría de nuestras princesitas están demasiado asustadas para demostrar tal voluntariedad por servir, Bella —dijo con el mismo tono frío—. Suele ser necesario despertarlas y educarlas, pero ya veo que vos sois muy apasionada y estáis sumamente encantada con vuestros nuevos señores y con todo lo que os quieren enseñar.
Bella se esforzó por contener las lágrimas. Ciertamente esto era más humillante que cualquier otra cosa que le hubiera sucedido antes.
Lord Gregory la cogió por la barbilla del mismo modo en que el príncipe levantó el mentón del príncipe Alexi, para forzarla a mirarle a la cara.
—Bella, poseéis una gran virtud. No es motivo de vergüenza, sólo significa que deberéis aprender otra forma más de disciplina. Estáis convenientemente despierta a los deseos de vuestro amo, pero debéis aprender a controlar ese deseo igual que veis que los esclavos varones lo controlan.
—Sí, milord —susurró Bella.
León se retiró y volvió al cabo de un momento con una pequeña bandeja blanca en la que había varios pequeños objetos que Bella no podía ver.
A continuación, lord Gregory le separó las piernas y aplicó a aquella pequeña pepita dura de carne atormentada una especie de emplasto que la cubría y que quedó adherido a ella. Lo modeló hábilmente con los dedos como si no quisiera que Bella disfrutara de esto.
Después de superar el horror inicial, Bella sintió un gran alivio. De haber alcanzado el placer final, se hubiera estremecido y ruborizado con la liberación total de ese tormento, y esto le hubiera supuesto sufrir la mayor de las vejaciones.
Sin embargo, el pequeño emplasto le produjo un tormento añadido. ¿Qué podría significar?
Lord Gregory pareció leer sus pensamientos.
—Esto evitará que os resulte demasiado fácil satisfacer vuestro indisciplinado y recién descubierto deseo, Bella. No lo aliviará, sino que simplemente evitará, digamos, el alivio accidental, hasta que adquiráis el debido control de vuestro cuerpo. No había previsto comenzar esta instrucción detallada tan pronto, pero ahora me veo en la obligación de deciros que nunca se os permitirá experimentar el pleno placer, salvo por capricho de vuestro amo o ama. Nunca, jamás, debéis tocaros vuestras partes íntimas con vuestras manos, ni tampoco debéis intentar aliviar vuestro obvio padecimiento de otro modo.
«Unas palabras muy bien escogidas —pensó Bella—, pese a toda su indiferencia para conmigo».
Lord Gregory desapareció de inmediato y León continuó bañándola.
—No os asustéis ni sintáis vergüenza —le dijo—. No os dais cuenta de que es una gran ventaja. Hubiera sido muy difícil que os enseñaran a sentir tal placer, y mucho más humillante. Vuestra pasión innata os dota de una frescura que de otro modo no puede conseguirse.
Bella lloró en silencio. El pequeño emplasto aplicado entre sus piernas la hacía mucho más consciente de sus sensaciones: carnales. No obstante, las manos y la voz de León la sosegaron.
El criado le dijo finalmente que se tumbara en el baño para que él pudiera lavarle su hermoso y largo cabello, y ella experimentó una sensación muy agradable cuando el agua caliente le recorrió el cuerpo.


Una vez aclarada y seca, Bella se tumbó en una de las camas próximas, boca abajo, para que León pudiera aplicarle un aceite aromático en la piel.
A ella le pareció una delicia.
—Y bien, con toda seguridad —dijo León mientras le masajeaba los hombros— querréis hacer algunas preguntas. Preguntad, si así os place. No es bueno para vos que os confundáis innecesariamente, ya hay bastante que temer sin necesidad de sufrir temores imaginarios.
—¿Entonces, puedo... hablaros? —preguntó Bella.
—Sí —dijo—. Soy vuestro criado. En cierto modo, os pertenezco. Cada esclavo, no importa su categoría, ni el agrado que provoca o no, tiene un criado, que se debe a ese esclavo, a sus necesidades y deseos, así como debe preparar al esclavo para el maestro. Pero bien, por supuesto, habrá veces en las que tendré que castigaros, no porque me plazca, pese a que no puedo imaginarme castigar a una esclava más bella que vos, sino por cumplir las órdenes de vuestro amo. Puede ordenar que se os castigue por desobediencia, o simplemente que se os prepare para él con algunos golpes. Yo sólo lo haré porque es mi obligación...
—Pero ¿eso... eso os produce placer? —preguntó Bella con timidez.
—Es difícil resistirse a una belleza como la vuestra —contestó mientras hacía penetrar el aceite en la parte posterior de los brazos y en las fisuras de los codos—. Y preferiría mucho más serviros y cuidaros.
Volvió a aplicarle aceite y de nuevo frotó enérgicamente su cabello con la toalla, ajustando a continuación la almohada que tenía bajo la cara.
Le resultaba tan agradable estar allí tumbada, con aquellas manos trabajando sobre ella.
—Pero, como decía antes, podéis preguntarme cuando os dé permiso. Recordad, sólo cuando os lo autorice, y acabo de hacerlo.
—No sé qué preguntar —susurró—. Hay tantas cosas que quisiera saber...
—Bueno, seguro que ahora ya debéis saber que aquí todos los castigos son para complacer a vuestros amos y damas...
—Sí.
—Y que nunca os harán algo que realmente os lastime. Nunca os quemarán, ni os cortarán, ni os lesionarán—dijo.
—Vaya, eso es un gran alivio —dijo Bella, aunque ya conocía estos límites antes de que se los explicaran—. Pero, los demás esclavos —preguntó— ¿están aquí por diversos motivos?
—En su mayoría han sido enviados como tributos —contestó León—. Nuestra reina es muy poderosa y gobierna a muchos aliados. Por supuesto, todos los tributos están bien alimentados, custodiados y bien tratados, exactamente igual que vos.
—Y... ¿qué les sucede a ellos? —preguntó Bella vacilante—. Quiero decir, todos ellos son jóvenes y...
—Regresan a sus reinos cuando la reina lo ordena y, obviamente, en mejores condiciones gracias a su servidumbre aquí. Dejan de ser tan vanidosos, muestran un gran autocontrol y, a menudo, poseen una visión diferente del mundo que les permite alcanzar una mayor capacidad de comprensión.
Bella difícilmente podía imaginar lo que esto quería decir. León seguía untando aceite en sus pantorrillas escocidas y en la tierna carne de la parte posterior de las rodillas. Se sintió amodorrada, La sensación era cada vez más deliciosa, aunque apenas se resistía, pues no quería permitir que aquel anhelo entre sus piernas la atormentara. Los dedos de León eran fuertes, casi un poquito demasiado fuertes. Se desplazaron hasta los muslos que el príncipe había enrojecido con su correa tanto como las pantorrillas y las nalgas. Bella se movió un poco para apretarse contra la cama blanda y firme, y sus pensamientos se fueron aclarando lentamente.
—Entonces, puede que me envíen a casa —comentó, aunque esto no representaba prácticamente nada para ella.
—Sí, pero esto nunca debéis mencionarlo y, ciertamente, nunca preguntaréis sobre ello. Sois propiedad de vuestro príncipe, su esclava por entero.
—Sí... —susurró.
—Rogar por vuestra liberación sería algo terrible —continuó León—. Aunque, de todos modos, con el tiempo os enviarán a casa. Hay pactos diferentes para cada esclavo. ¿Veis a aquella princesa de allí?
En un gran hueco en la pared, sobre una cama que parecía una especie de repisa, se hallaba tumbada una muchacha de pelo oscuro en la que Bella se había fijado anteriormente. Su piel era aceitunada, de un tono más subido que el del príncipe Alexi, que también era moreno, y su cabello era tan largo que se distribuía en mechones ondulados sobre su trasero. Dormía con la cara hacia la sala, con la boca ligeramente abierta sobre la almohada plana.
—Es la princesa Eugenia —dijo León— y según lo acordado debía ser devuelta al cabo de dos años. El plazo casi se ha cumplido y tiene el corazón destrozado. Quiere quedarse con la condición de que la prolongación de su esclavitud exima a dos esclavos de prestar vasallaje. Su reino podría acceder a estas condiciones para poder retener a otras dos princesas.
—¿Queréis decir que quiere quedarse?
—Oh, sí —dijo León—. Está loca por lord William, el primo mayor de la reina, y no puede soportar la idea de ser enviada a casa. Aunque hay otros que siempre se rebelan.
—¿Quiénes son? —preguntó, pero, rápidamente, antes de que León pudiera responder, añadió intentando sonar indiferente—. ¿Es el príncipe Alexi uno de los que se rebelan?
Podía sentir la mano de León que se acercaba a sus nalgas y, de repente, todas aquellas ronchas y puntos irritados volvieron a la vida cuando sus dedos los tocaron. El aceite le quemó ligeramente mientras León añadía más gotas generosamente. Luego, aquellos fuertes dedos comenzaron a masajear la carne, sin tener en cuenta la rojez. Bella dio un respingo, pero incluso este dolor escondía cierto placer. Sintió cómo las nalgas eran moldeadas por sus manos, que las levantaban, las separaban, y luego las volvían a calmar. Se ruborizó al pensar que León le hacía esto, porque antes le había hablado de un modo muy civilizado. Cuando su voz continuó, sintió una nueva variante de turbación. «Esto no tiene fin —pensó—; las formas de ser humillada.»
—El príncipe Alexi es el favorito de la reina —contestó León—. Su majestad no puede vivir separada de él mucho tiempo y, aunque es un modelo de buena conducta y entrega, él es, a su manera, un rebelde implacable.
—Pero ¿cómo puede ser eso? —preguntó Bella.
—Ah, debéis concentrar vuestra mente en complacer a los amos y a las damas —dijo León—, pero os diré esto: el príncipe Alexi parece haber sometido su voluntad como le corresponde a un buen esclavo, y sin embargo, hay un núcleo en él al que nadie llega.
Bella se sintió cautivada con esta respuesta. Recordó al príncipe Alexi apoyado en sus manos y rodillas, con su fuerte espalda y la curva de su trasero, y cómo le habían obligado a ir de un lado a otro de la alcoba del príncipe. También recordó la belleza de su rostro. «Un núcleo al que nadie llega», se dijo pensativa.
León la había vuelto boca arriba y cuando lo vio doblado sobre ella, tan próximo, sintió vergüenza y cerró los ojos. Él hacía penetrar el aceite friccionando su vientre y sus piernas, y Bella juntó las piernas con fuerza e intentó volverse de lado.
—Os acostumbraréis a mis servicios, princesa —dijo—. Con el tiempo, no pensaréis en nada cuando yo os acicale. —Le empujó los hombros contra el camastro, y sus dedos extendieron rápidamente el aceite por la garganta y los brazos.
Bella abrió los ojos con cautela para observar la dedicación a su trabajo. Los ojos claros de León se movían por su cuerpo sin pasión pero obviamente concentrados y absortos.
—¿Obtenéis placer... de ello? —preguntó en un susurro, asombrándose al oír que estas palabras salían de su propia garganta.
Él vertió un poco de aceite en la palma de su mano izquierda y, tras dejar la botella a su lado, frotó el aceite para hacerlo penetrar en los pechos, levantándolos y apretándolos como había hecho antes con sus nalgas. Bella volvió a cerrar los ojos y se mordió el labio. Sintió que le masajeaba los pezones con brusquedad. Casi soltó un lamento.
—Estaos quieta, querida mía —dijo él desapasionadamente—. Vuestros pezones son tiernos y es necesario endurecerlos un poco. Vuestro señor, enfermo de amor, todavía no los ha ejercitado demasiado, por el momento.
Bella se asustó al oír esto. Sentía sus pezones dolorosamente duros y sabía que su cara se había puesto muy colorada. Parecía que toda la sensibilidad de sus pechos se expandía y bombeaba en dirección a aquellos pequeños y duros pezones.
Gracias a Dios, León soltó sus pechos con un fuerte apretón. Pero entonces le separó las piernas y frotó con aceite la parte interior de los muslos, algo que le resultó incluso peor. Bella notaba cómo su sexo palpitaba. Se preguntaba si desprendería el suficiente calor como para que él pudiera sentirlo con sus manos.
Bella deseó que acabara pronto.
Pero mientras continuaba echada, con la cara roja y temblando, él le separó aún más las piernas, y para su horror, también le apartó los labios del pubis con los dedos, como si fuera a examinarla.
—Oh, por favor —susurró ella y giró la cara de un lado a otro con los ojos escocidos.
—Vamos, Bella —la regañó cariñosamente—, nunca, jamás debéis suplicar nada a nadie, ni siquiera a vuestro leal y devoto criado. Debo inspeccionaros para comprobar si estáis escocida y, como pensaba, lo estáis. Vuestro príncipe ha sido bastante... fiel.
Bella se mordió el labio y cerró los ojos mientras él ensanchaba el orificio y empezaba a untarlo. Bella sintió que iba a romperse en dos, e incluso bajo el emplasto, aquella pequeña protuberancia de sensibilidad palpitaba por encima de la abertura que los dedos de León habían ensanchado. «Si lo toca, me moriré», pensó, pero él fue lo bastante cuidadoso para no hacerlo, aunque Bella sintió cómo sus dedos entraban en ella y masajeaban los labios de su vagina.
—Pobrecita esclava encantadora —le susurró con ternura—. Ahora, incorporaos. Si fuera por mí, os dejaría descansar. Pero lord Gregory quiere que veáis la sala de adiestramiento y la de castigos. Os arreglaré el pelo rápidamente.
Cepilló el cabello de Bella y lo peinó formando rodetes en la nuca mientras ella permanecía sentada, todavía temblando, con las rodillas levantadas y la cabeza reclinada.




LA SALA DE ADIESTRAMIENTO



Bella no estaba segura de si odiaba a lord Gregory. Quizás había algo consolador en su porte autoritario. La princesa se preguntaba cómo podría ser su vida allí sin alguien que la dirigiera de un modo tan absoluto, y sin embargo, él sólo parecía estar obsesionado con su obligaciones.
En cuanto la apartó de las manos de León, lord Gregory le propinó palazos antes de ordenarle que se pusiera de rodillas y que lo siguiera. Tenía que mantenerse junto al tacón de su bota derecha y observar todo lo que estuviera a su alrededor.
—Pero nunca debéis mirar a las caras de vuestros amos y amas, nunca intentaréis encontrar su vista y de vos no saldrá ningún sonido —indicó—, salvo cuando me respondáis.
—Sí, lord Gregory —susurró. El suelo que se extendía bajo ella estaba muy bien barrido y pulimentado, pero de todos modos le dañaba las rodillas ya que era de piedra. No obstante, Bella se apresuró a seguirlo, pasando junto a las demás camas ocupadas por esclavos que recibían cuidados, y a los baños en los que dos jóvenes eran lavados, igual que lo habían hecho con ella; los ojos de ambos destellaron al mirarla con cierta curiosidad cuando Bella se arriesgó a echarles una rápida ojeada.
«Hermosos», se dijo.
Pero cuando una joven de sorprendente belleza se cruzó en su camino guiada por un paje, Bella sintió un intenso ataque de celos. Era una muchacha con una melena de pelo plateado mucho más espeso y rizado que el suyo, y estaba de rodillas, sus enormes y magníficos pechos colgaban mostrando perfectamente unos grandes pezones rosados. El paje que la conducía con la pala parecía entretenerse mucho con ella, se reía de cada uno de sus grititos, la obligaba a moverse más deprisa con la fuerza de sus golpes y se burlaba dándole órdenes alegremente.
Lord Gregory se detuvo como si él también disfrutara de la visión de esta muchacha mientras la alzaban y la introducían al baño y le separaban las piernas como habían hecho con Bella. Ésta no pudo evitar fijarse otra vez en sus pechos y en el gran tamaño de los pezones. Sus amplias caderas eran grandes para el tamaño de la muchacha, y ante el asombro de Bella, la muchacha no estaba realmente llorando cuando la introducían en el agua. Sus gemidos eran más bien quejas mientras la seguían zurrando con la pala.
Lord Gregory mostró su aprobación:
—Preciosa —dijo para que Bella pudiera oírle—. Hace tres meses era tan salvaje e indomable como una ninfa del bosque, pero la transformación es verdaderamente exquisita.
Lord Gregory giró bruscamente a su izquierda y, puesto que Bella no se dio cuenta a tiempo, recibió un sonoro azote, al que siguió otro.
—Veamos, Bella —dijo lord Gregory, mientras atravesaban una puerta que daba a una larga habitación—, ¿os intriga saber cómo se prepara a otros para que muestren la pasión que vos exhibís con tal desenfreno?
Bella sabía que sus mejillas estaban encendidas. No podía resignarse a responder.
La estancia estaba débilmente iluminada por un fuego situado no muy lejos, pero sus puertas estaban abiertas al jardín. Aquí Bella vio a muchos cautivos colocados sobre mesas, en la misma posición en la que ella había estado en el gran salón, cada uno de ellos con un paje de servicio. Éstos trabajaban diligentemente sin tener en cuenta los gritos o estremecimientos procedentes de las otras mesas.
Varios jóvenes estaban arrodillados con las manos amarradas a sus espaldas. Los azotaban regularmente al tiempo que les daban placer a sus miembros erectos. En una de las mesas un paje frotaba suavemente un pene congestionado mientras trabajaba con la pala. En otra, dos pajes asistían despiadadamente al mismo príncipe.
Bella comprendió lo que estaba pasando, aun cuando lord Gregory no se lo explicara. Vio la confusión y el padecimiento de los jóvenes príncipes, sus rostros que se debatían entre el esfuerzo y el abandono. El más próximo a ella estaba a cuatro patas, su sexo tieso era martirizado lentamente, pero en cuanto empezaron los azotes, se quedó fláccido. Como consecuencia, las zurras cesaron y las manos se ocuparon de nuevo de endurecerlo.
A lo largo de las paredes había otros príncipes con las extremidades extendidas, sus muñecas y tobillos ligados a los ladrillos mientras sus órganos aprendían a obedecer con caricias, besos y succiones.
«Oh, es peor para ellos, mucho peor», pensó Bella, aunque sus ojos y su mente se quedaron prendados de sus exquisitas dotes. La princesa miraba las nalgas redondeadas de los que permanecían arrodillados a la fuerza; le encantaron los pechos pulidos, la musculatura delgada de sus extremidades y, sobre todo, quizá, la nobleza con la que soportaban el sufrimiento en sus hermosos rostros. Pensó de nuevo en el príncipe Alexi y deseó comérselo a besos. Quería besarle los párpados y los pezones del pecho; quería relamer su miembro.
Entonces vio a un joven príncipe al que ponían a cuatro patas para que chupara el pene de otro. Mientras ejecutaba el acto con gran entusiasmo, era azotado a su vez por un paje, que parecía, como todos los demás, deleitarse en aquel tormento. Los ojos del príncipe estaban cerrados, se embebía del sexo poderoso de su compañero acariciándolo con sus labios; sus propias nalgas se encogían con cada lametazo y, cuando el pobre príncipe parecía a punto de culminar su pasión, el que chupaba era obligado por el paje a retirarse, que se llevaba a su obediente esclavo hasta otro pene erecto.
—Aquí, como podéis ver, se les enseñan hábitos a los jóvenes príncipes esclavos —dijo lord Gregory—, aprenden a estar siempre preparados para sus amos y amas. Una lección difícil de aprender y de la que vos, en términos generales, estáis exenta. No es que no se os exija esa prontitud, sino que a vos se os exime de tener que hacer tal exhibición de ella.
Lord Gregory la encaminó para que se acercara a las esclavas a las que se estimulaba de un modo diferente. Aquí Bella vio a una hermosa princesa pelirroja con las piernas separadas, sostenidas por dos pajes que efectuaban un masaje con las manos en el pequeño nódulo situado entre sus piernas. Sus caderas subían y bajaban, y evidentemente era incapaz de controlar su propio movimiento. Suplicaba para que no la molestaran más, y justo cuando su rostro se había enrojecido del modo más terrible y daba la impresión de que no podía controlarse más, la abandonaron, manteniendo sus piernas separadas para que gimiera miserablemente.
Otra muchacha de gran hermosura era azotada mientras un paje movía la mano izquierda entre sus piernas para estimularla.
Para horror de Bella, varias de las esclavas estaban de cara a la pared, montadas sobre falos con los que se estimulaban contorsionándose salvajemente mientras los pajes que se ocupaban de ellas les propinaban palazos despiadados.
—Podréis ver que cada esclavo recibe una enseñanza individualizada. Esta princesa tiene que estimularse a sí misma sobre el falo hasta que logre su completa satisfacción. Sólo entonces cesarán los azotes, no importa lo irritada que esté. Pronto aprenderá a asociar la pala y el placer como una misma cosa, y sólo así podrá alcanzar el placer a pesar de la pala. O cuando se le ordene, diría yo. Por supuesto que ocasionalmente sus señores o amas les permitirán obtener tal satisfacción.
Bella miró fijamente la fila de cuerpos que forcejeaban. Las muchachas tenían las manos atadas por encima de sus cabezas y los pies por debajo. Disponían de poco espacio para moverse sobre los falos de cuero. Se retorcían, intentaban ondularse lo mejor que podían, mientras inevitables lágrimas corrían por sus rostros. Bella sintió lástima de ellas, aunque deseó vehementemente cabalgar sobre el falo. Sabía que a ella no le hubiera llevado mucho tiempo complacer al paje que la azotaba, aunque se avergonzaba de pensarlo. Mientras miraba a la princesa que estaba más cerca, una muchacha con bucles rojizos, vio cómo ésta lograba finalmente su propósito, con la cara teñida de rojo y todo su cuerpo abandonado en un temblor violento. El paje la azotó con toda su fuerza. Finalmente se relajó, aunque estaba demasiado fatigada para sentir vergüenza; el paje le dio una suave palmada de aprobación y la dejó.
Allí donde Bella miraba, veía algún tipo de adiestramiento.
Más cerca, una muchacha con las manos enlazadas por encima de la cabeza aprendía a permanecer inmóvil de rodillas mientras le acariciaban las partes íntimas, sin bajar las manos para taparse.
A otra la obligaban a llevar sus pechos hasta la boca del paje que se los lamía, y a sostenérselos mientras otro paje la examinaba. Lecciones de control, de dolor y placer.
Las voces de los pajes eran severas en algunos casos, otras eran tiernas, mientras los monótonos vapuleos de las palas resonaban por todas partes. También había muchachas con los miembros extendidos que, de tanto en tanto, eran atormentadas para despertarlas y enseñarles lo que podían sentir, si es que todavía no lo sabían.
—Pero para nuestra pequeña Bella estas lecciones no son necesarias —dijo lord Gregory—. Es una alumna consumada que no necesita aprendizaje. Quizá debiera ver la sala de castigos y comprobar cómo se fustiga a los esclavos desobedientes utilizando ese mismo placer que aquí han aprendido a experimentar.




LA SALA DE CASTIGOS



Frente a la puerta de la nueva sala, lord Gregory hizo una indicación a uno de los atareados pajes.
—Traed aquí a la princesa Lizetta —dijo alzando ligeramente la voz—. Sentaos sobre los talones, Bella, con las manos en la nuca y observad, sacad algún provecho de todo esto.
Al parecer, la desgraciada princesa Lizetta acababa de llegar. Bella advirtió al instante que estaba amordazada aunque de un modo bastante simple. Llevaba en la boca un pequeño cilindro forrado de cuero, con forma de hueso para perros, que le habían colocado a la fuerza entre los dientes en la parte interior, como si fuera una embocadura. Aunque hubiera querido hacerlo caer con la lengua, daba la impresión de que no hubiera podido.
La princesa Lizetta lloraba y pataleaba furiosa, y el paje que le sujetaba las manos a la espalda hizo un gesto para que otro paje la cogiera por la cintura y la llevara hasta lord Gregory.
La colocaron de rodillas justo delante de Bella, su pelo negro por delante de la cara y sus pechos morenos cimbreantes.
—Tiene mal genio, milord —dijo el paje con aire bastante hastiado—, tenía que ser la presa de la caza en el laberinto y se negó a divertir a los nobles y damas; la terca necedad de siempre.
La princesa Lizetta se echó el pelo negro a la espalda con un movimiento brusco de la cabeza y a pesar de la mordaza soltó un gruñido de desprecio que asombró a Bella.
—Y descaro, también —dijo lord Gregory. Estiró la mano y le alzó la barbilla. Cuando levantó la mirada hacia el lord, sus ojos oscuros mostraron toda su furia. Volvió la cabeza tan repentinamente que en un instante se libró de él.
El paje le propinó varios fuertes azotes pero ella no dio muestras de arrepentimiento. De hecho, sus pequeñas nalgas parecían duras.
—Dobladla para el castigo —dijo lord Gregory—. Creo que es la hora de presenciar un verdadero tormento.
La princesa Lizetta soltó varios gemidos agudos. Parecían expresiones de rabia y también de protesta. Daba la impresión de que no contaba con esto y, mientras la llevaban por delante de Bella y lord Gregory hasta el interior de la sala de castigos, los pajes le colocaron unos grilletes de cuero en las muñecas y en los tobillos, cada uno de los cuales llevaba un pesado gancho de metal incrustado.
Luego la alzaron, entre forcejeos, hasta colgarla de una gran viga no muy alta que cruzaba toda la sala. Las muñecas pendían de un gancho que colgaba por encima de la cabeza, e izaron sus piernas directamente por delante de ella, de modo que los tobillos se sujetaban también al mismo gancho. De hecho, se quedó doblada en dos, con las piernas y los brazos hacia arriba. A continuación colocaron a la fuerza su cabeza entre las pantorrillas, de manera que Bella podía ver claramente su cara, y ataron una correa de cuero a su alrededor, que apretaba firmemente sus piernas contra el torso.
Pero, para Bella, el aspecto más cruel y terrorífico de aquella postura era que mostraba por completo las partes íntimas de la princesa, ya que estaba colgada de forma que su sexo era visible por entero para todo el mundo: los labios rosados y el vello oscuro, incluso el pequeño orificio marrón entre las nalgas. Todo esto sucedía justo encima del rostro escarlata de Bella, que no podía imaginarse una exhibición peor y tuvo que bajar la mirada tímidamente. De vez en cuando echaba un vistazo a la muchacha cuyo cuerpo suspendido se movía lentamente como si lo agitara una corriente de aire, haciendo crujir los eslabones de cuero de las muñecas y los tobillos.
Pero la muchacha no estaba sola. Bella se percató de que a tan sólo unos pocos metros de distancia otros cuerpos, también doblados e indefensos, colgaban de la misma viga.
La cara de la princesa Lizetta seguía colorada de rabia, pero en cierto modo se había tranquilizado; en aquel instante intentaba volverse para esconder su expresión contra la pierna, pero el paje más próximo a ella le ajustó la cara hacia delante.
Bella echó un vistazo a las demás.
No muy lejos, a la derecha, había un joven alzado exactamente en la misma posición. Parecía muy joven; no debía de tener más de dieciséis años, como mucho. Era rubio, con el pelo rizado, y tenía el vello púbico ligeramente rojizo. Su órgano estaba erecto, la punta brillante, y allí, expuestos a todo el mundo, mostraba su escroto y, cómo no, la pequeña abertura del ano.
Había otros más, varias jóvenes princesas y otro príncipe, pero estos dos primeros ocuparon toda la atención de Bella.
El príncipe rubio gemía dolorosamente. Tenía los ojos secos, pero parecía esforzarse por cambiar de posición allí colgado de los grilletes de cuero, aunque tan sólo conseguía que su cuerpo se volviera un poco a la izquierda.
Mientras tanto, un joven de aspecto en cierto modo más impresionante que el de los pajes y vestido de forma diferente, con terciopelo azul muy oscuro, recorría la hilera de esclavos doblados y esposados; al parecer inspeccionaba su cara y la configuración de sus órganos despiadadamente exhibidos.
El joven retiró hacia atrás el cabello de la frente del príncipe, que gimió. Parecía que intentaba darse impulso hacia delante, pero el hombre vestido de terciopelo azul le frotó suavemente el pene e hizo que aumentara el volumen de sus gemidos, que sonaron aún más suplicantes.
Bella inclinó la cabeza pero continuó observando al hombre vestido de terciopelo que se acercaba a la princesa Lizetta.
—Es una esclava testaruda, sumamente difícil —le dijo a lord Gregory.
—Un día y una noche de castigo la subyugarán —respondió el noble. Bella se sintió horrorizada con sólo pensar en permanecer así expuesta durante tanto tiempo. Al instante decidió que haría cualquier cosa para ahorrarse semejante castigo, pero no pudo evitar sentir un temor terrible a que, pese a todos sus esfuerzos, pudiera sucederle a ella. De pronto se imaginó a sí misma colgada en aquella posición y soltó un minúsculo gemido, aunque apretó los labios para contenerlo.
Para asombro de la princesa, el hombre vestido de terciopelo había empezado a acariciar el sexo de la princesa Lizetta con un pequeño instrumento que, como tantas otras cosas en este lugar, estaba cubierto de un fino cuero negro. Se trataba de un vara de tres puntas que tenía cierto parecido con una garra. En cuanto molestó a la indefensa princesa, ésta empezó a retorcerse en sus ataduras.
Bella comprendió de inmediato lo que sucedía. El sexo rosa de la esclava, cuya visión aterraba a la princesa debido a la desprotección que mostraba, pareció hincharse y madurar. Bella podía distinguir incluso las gotitas de humedad que aparecían allí.
Mientras continuaba observando, Bella sintió cómo su propio sexo también se humedecía. Advirtió el duro emplasto que le habían colocado allí, sobre la protuberancia de sensibilidad, y que aparentemente no hacía nada para evitar la creciente palpitación.
En cuanto la indefensa princesa despertó de esta manera, el hombre vestido de terciopelo dejó de molestarla, esbozó una sonrisa de aprobación y continuó su recorrido por la hilera de esclavos, deteniéndose de nuevo para molestar y atormentar al príncipe de pelo rubio cuyas súplicas exentas de orgullo y dignidad se oían a pesar de su mordaza de cuero.
La siguiente víctima, otra princesa, estaba incluso más entregada a sus ruegos mudos por autosatisfacerse. Su sexo era pequeño, de gruesos labios, como una boca entre una mata de rizos marrones. Todo su cuerpo se retorcía esforzándose por conseguir mayor contacto con el lord vestido de terciopelo, que en aquel instante la dejó para ir a molestar y atormentar a otro.
Lord Gregory chasqueó los dedos.
Bella volvió a apoyarse a cuatro patas y lo siguió.
—¿Es necesario que os diga que sois muy adecuada para este tipo de castigo, princesa? —preguntó.
—No, milord —susurró Bella, que se preguntaba si lord Gregory tendría poder para castigarla de este modo sin ningún motivo. Añoró al príncipe y los días en que él era el único que tenía poder sobre ella. No podía pensar en nada más que en él. ¿Cómo había osado contrariarlo al mirar al príncipe Alexi? Pero sólo de pensar en el príncipe Alexi, Bella se sumía en el más desvalido padecimiento, aunque si pudiera estar en los brazos de su alteza, no pensaría en nadie sino en él; ansiaba su tierno castigo.
—Sí, querida mía, ¿queríais hablar? —preguntó lord Gregory, pero en su tono había algo rudo.
—Decidme únicamente cómo obedecer, milord, cómo agradar, cómo evitar esta disciplina.
—Para empezar, preciosa mía —dijo con enfado—, dejad de admirar y de contemplar a los esclavos varones cada oportunidad que se os presenta. ¡No os recreéis tanto en todo lo que os muestro para asustaros!
Bella se quedó boquiabierta.
—Y nunca, nunca más, volváis a pensar en el príncipe Alexi.
Bella sacudió la cabeza:
—Haré lo que me digáis, milord —dijo con ansiedad.
—Recordad que la reina no está en absoluto complacida con la pasión que su hijo siente por vos. Desde que era un muchacho ha estado rodeado por un millar de esclavos y en ninguno de ellos ha encontrado un objeto de devoción como vos. A la reina no le gusta.
—Oh, pero ¿qué puedo hacer yo? —lloriqueó suavemente Bella.
—Podéis exhibir una obediencia intachable a todos vuestros superiores, y no hacer nada que parezca rebelde o inusual.
—Sí, milord —repitió Bella.
—Sabéis que anoche os vi observando al príncipe Alexi —dijo en un susurro amenazador.
Bella se encogió. Se mordió el labio e intentó no llorar.
—Podría explicárselo a la reina en este mismo instante.
—Sí, milord —susurró.
—Pero sois muy joven y encantadora. Por una ofensa así, sufriríais el tormento más terrible; os expulsarían del castillo y os enviarían al pueblo, y eso sería más de lo que podríais soportar...
Bella empezó a temblar. «El pueblo, ¿qué quería decir con esto?»
Lord Gregory continuó:
—No estaría bien que un esclavo particular de la reina o del príncipe de la corona fuera condenado a un castigo tan ignominioso, jamás un esclavo favorito sufrió tal condena —inspiró profundamente como para enfriar su furia—. Cuando estéis debidamente adiestrada, seréis una esclava espléndida, y no hay razón por la que finalmente el príncipe, y todo el mundo no deban disfrutar de vos. Estoy aquí, en definitiva, para hacer algo por vos, no para veros destruida.
—Sois sumamente amable y misericordioso —susurró Bella, pero las palabras «el pueblo», habían causado una impresión indeleble. Si al menos pudiera preguntar...
Una joven dama acababa de entrar en la estancia, y cruzó la puerta con mucho ímpetu. Su largo pelo rubio estaba recogido en gruesas trenzas y llevaba un vestido de color borgoña intenso ribeteado de armiño. Antes de que Bella volviera a bajar la vista, pudo ver a la dama por entero, sus mejillas rubicundas y los grandes ojos marrones que recorrían la sala de castigos como si buscaran a alguien.
—Oh, lord Gregory, qué placer veros —dijo, y mientras él se inclinaba, ella hizo una graciosa reverencia. Bella se quedó anonadada ante su encanto y a continuación se sintió avergonzada y vulnerable. Contempló las preciosas pantuflas plateadas de la dama y los anillos que llevaba en los dedos de la mano derecha, que recogían los faldones graciosamente.
—¿En qué podría serviros, lady Juliana? —preguntó lord Gregory. Bella se sentía desconsolada. Agradeció que la dama en ningún momento la mirara pero luego se sintió otra vez pésimamente. Ella no era nada para esta mujer que estaba vestida; ella, una dama, era libre de hacer todo lo que le apeteciera, mientras que a Bella, una abyecta esclava desnuda, sólo le permitían postrarse de rodillas ante ella.
—Oh, pero si está ahí, esa traviesa Lizetta —dijo la dama, y la jovialidad desapareció de su rostro mientras sus labios temblaban levemente. Cuando se acercó a la princesa, había dos pequeños puntos de color en sus mejillas—. Hoy ha sido tan consentida y mala.
—Bueno, está siendo castigada con toda severidad por ello, milady —dijo lord Gregory—. Treinta y seis horas aquí deberían mejorar su genio.
La dama dio varios pasos al frente con suma delicadeza para escudriñar el sexo que exhibía la princesa Lizetta. Y ésta, ante la estupefacción de Bella, no intentó esconder su rostro sino que continuó mirando fija y suplicantemente a los ojos de la dama. Profirió varios gemidos tan implorantes como los que anteriormente había emitido el príncipe que tenía a su lado. Y mientras se retorcía en el gancho, su cuerpo se meció ligeramente hacia delante.
—Sois una niña mala, eso es lo que sois —susurró la dama como si regañara a una criatura—. Me habéis decepcionado. Había preparado la cacería para diversión de la reina y os había escogido a vos especialmente.
Los gemidos de la princesa Lizetta se tornaron más insistentes. Parecía haber perdido la esperanza o el orgullo o la rabia. Mostraba el rostro contraído y rosado, la mordaza parecía sumamente dolorosa y sus enormes ojos destellantes suplicaban a la dama.
—Lord Gregory —dijo la dama—, pensad en algo especial.
Entonces, la dama alargó la mano con gran delicadeza y refinamiento y pellizcó con fuerza los labios púbicos, que exudaron humedad. Bella estaba horrorizada, pero la tortura continuaba puesto que ahora la dama pellizcaba consecutivamente el labio derecho y el izquierdo, lo que provocó que la muchacha mostrara una mueca de dolor y angustia.
Mientras tanto, lord Gregory chasqueó los dedos diciéndole al caballero que sostenía el instrumento de hierro parecido a una garra unas palabras de las que Bella sólo pudo oír: «intensificará el castigo.»
Al cabo de un instante apareció con un pequeño cántaro y un pincel y, mientras la dama retrocedía unos pasos, el lord cogió el pincel y empapó el sexo desnudo de la princesa Lizetta de un almíbar espeso. Unas pocas gotas cayeron al suelo. La princesa, a pesar de la mordaza, comunicó una vez más toda su miseria con sus sollozos apagados, pero la dama se limitó a sonreír inocentemente y a sacudir la cabeza.
—Atraerá cualquier mosca que tengamos por aquí —dijo lord Gregory—, y si no hay ninguna provocará la inevitable comezón cuando se seque. Es de lo más molesto.
La dama no parecía satisfecha. De todas formas su lindo e inocente rostro estaba sereno y suspiró:
—Supongo que por el momento servirá, pero preferiría que estuviera atada a una estaca en el jardín, con las piernas separadas, y dejar que las moscas y los pequeños insectos voladores encontraran su boca melosa. Se lo merece.
Volvió a expresar su agradecimiento a lord Gregory y Bella se asombró una vez más al ver su brillante cara rubicunda. Llevaba las trenzas peinadas con pequeñas perlas y finas cintas de banda azul.
Bella, perdida casi en su contemplación de todo esto, de repente se asustó al darse cuenta de que la dama la miraba.
—¡Oooooh, pero si es la preciosidad del príncipe! —Exclamó, y entonces avanzó hacia Bella que sintió que la mano de la dama le alzaba la cara—. Y qué dulce y hermosa es, ¿verdad?
Bella cerró los ojos e intentó refrenar el temblor de sus pechos cimbreantes. Creyó que no podría soportar el trato autoritario de esta joven dama, pero aun así no había nada que pudiera hacer.
—Oh, cuánto me gustaría que hubiera ocupado el lugar de Lizetta. Hubiera sido un reto para todo el mundo —dijo la dama.
—Eso es imposible, milady —dijo lord Gregory—. El príncipe es sumamente posesivo con ella. No puedo permitir que participe en semejante espectáculo.
—Pero, con toda seguridad, podremos volver a verla. ¿Le harán correr el sendero para caballos?
—Estoy seguro, en su momento —dijo lord Gregory—. Hasta ahí no llegan los caprichos del príncipe. Pero, aquí, sí podéis examinarla si así lo deseáis. No hay normas que lo prohíban.
Lord Gregory levantó a Bella por las muñecas y, con el mango de la pala, la obligó a adelantar las caderas.
—Abrid los ojos y mantenedlos bajos —susurró. Bella no podía soportar ver las manos de esta delicada dama que se movían hacia ella. Lady Juliana le tocó los pechos y a continuación le pasó la mano por su liso estómago.
—Pues sí, es deslumbrante y está tan llena de ternura.
Lord Gregory se rió tranquilamente:
—Cierto, y vos sois muy perspicaz al apreciarlo.
—Luego, gracias a esa ternura, resultan las mejores —dijo lady Juliana ciertamente admirada. Pellizcó la mejilla de Bella como lo había hecho con los labios ocultos de la princesa Lizetta—. ¡Vaya!, lo que daría por pasar una hora tranquila a solas con ella en mis aposentos.
—En su momento, en su momento —repitió lord Gregory.
—Sí, y apuesto a que rechaza la pala, con su espíritu tan tierno.
—Sólo con su espíritu —dijo lord Gregory—. Es obediente.
—Ya veo. Bien, mi niña. Ahora tengo que irme. Podéis creer que sois exquisita. Me encantaría teneros sobre mis rodillas. Os azotaría con la pala hasta el amanecer. Participarías en un montón de juegos escapando de mí en el jardín, seguro. —Entonces besó afectuosamente a Bella en la boca y se fue tan deprisa como había llegado, entre un revuelo de terciopelo borgoña y trenzas voladoras.


Justo antes de que Bella tomara la pócima para dormir que le tendía León, le rogó que le ayudara a entender el significado de lo que había oído.
—¿Qué es el sendero para caballos? —preguntó en un susurro—. Y el pueblo, milord, ¿qué significa ser enviado allí?
—No mencionéis nunca el pueblo —le advirtió León con calma—. Ese castigo es para los incorregibles, y vos sois la esclava del mismísimo príncipe de la corona. En cuanto al sendero para caballos, lo descubriréis muy pronto.
La tendió sobre la cama y ató sus tobillos y muñecas con correas, apartándolos del resto del cuerpo para que ni siquiera durmiendo pudiera tocarse.
—Soñad —le dijo—, porque esta noche el príncipe os requerirá.




OBLIGACIONES EN LA ALCOBA DEL PRÍNCIPE



El príncipe estaba acabando de cenar cuando llevaron a Bella a su presencia. El castillo bullía de vida. Las antorchas llameaban en los largos y altos pasillos abovedados. El príncipe estaba en una especie de biblioteca y comía solo, sentado en una mesa estrecha. A su alrededor se movían varios ministros con documentos para firmar, y sólo se oían sus pasos y el sonido de los rollos de pergamino.
Bella se arrodilló junto a la silla del príncipe, atenta al ruido del roce de su pluma, y cuando se cercioró de que no se daría cuenta, alzó la vista para mirarlo.
Le pareció que estaba resplandeciente. Llevaba un sobretodo de terciopelo azul ribeteado de plata, con su escudo de armas blasonado en una gruesa faja de seda. Los lazos laterales del sobretodo estaban aflojados y a través de ellos Bella podía ver su camisa blanca. También pudo admirar los músculos firmes de sus piernas enfundadas en unos largos y ajustados pantalones de franela.
El príncipe dio unos cuantos bocados más de aquella carne mientras a Bella le servían un plato sobre el suelo empedrado. La princesa bebió rápidamente con los labios el vino que el príncipe vertió en un cuenco para ella y comió la carne con toda la delicadeza que le permitía no hacer uso de los dedos. Tenía la impresión de que él la estaba observando. El príncipe le pasó unos pedazos de queso y fruta, y emitió un leve sonido de satisfacción. Al final, Bella limpió el plato con la lengua.
La princesa hubiera hecho cualquier cosa para demostrar lo contenta que se sentía de estar de nuevo con él, y súbitamente recordó que todavía no le había besado las botas por lo que se apresuró a hacerlo inmediatamente. El olor a cuero limpio, lustrado, le pareció delicioso. Sintió su mano en la parte posterior del cuello y, cuando levantó la vista, él le dio, una a una, un racimo de uvas, llevándoselas a la boca subiendo cada una de ellas un poco más para que al cogerla Bella tuviera que levantarse sobre sus talones.
El príncipe meneó la última uva en el aire. Bella se lanzó hacia arriba para cogerla en la boca y la alcanzó. Luego, vencida por la vergüenza, inclinó la cabeza. ¿Estaría él satisfecho? Después de todo lo que había presenciado a lo largo del día, él parecía su salvador. Ahora que estaba con él, la princesa hubiera llorado de felicidad.


Lord Gregory hubiese deseado que ella comiera con los esclavos, e incluso le mostró el comedor, donde había dos largas filas de príncipes y princesas, todos ellos arrodillados y con las manos atadas a la espalda, que comían con sus ávidas boquitas de los platos colocados en una mesa baja que tenían delante. Estaban reclinados de tal forma que, cuando ella pasó, se sintió aturdida al ver tal cantidad de traseros irritados. Eran todos parecidos pero cada cuerpo era diferente. Los príncipes mostraban menos su cuerpo si mantenían las piernas juntas, ya que de esta manera su escroto quedaba oculto, pero las muchachas no podían hacer nada para esconder sus labios púbicos, y aquello la alarmó.
El príncipe la reclamó de inmediato en su habitación, y al instante Bella estaba con él. León le retiró el pequeño sello de su centro secreto de placer y ella sintió el primer estremecimiento de deseo. No le importaba que los sirvientes se movieran a su alrededor o que el último ministro esperara, solícito, en las proximidades. La princesa besó de nuevo las botas de su alteza.
—Es muy tarde —dijo él—. Habéis descansado largo rato y veo que os ha sentado muy bien.
Bella esperó.
—Miradme —le dijo.
Cuando ella lo hizo, se sintió aturdida por la belleza y ferocidad de sus ojos negros. Tuvo la impresión de que se le cortaba la respiración.
—Venid —dijo él, levantándose y despidiendo al ministro—. Es la hora de la lección.
El príncipe se dirigió veloz a su alcoba y ella lo siguió andando a cuatro patas, apresurándose a adelantarse cuando él esperó a que ella abriera la puerta, para dejarlo pasar y entrar luego tras él.
«Si al menos pudiera dormir aquí y vivir aquí», pensó Bella. No obstante, sintió miedo cuando vio que él se volvía hacia ella con las manos en la cintura. Recordó los azotes que recibió con la correa la noche anterior y se estremeció.
Junto a él había un alto velador. El príncipe alargó la mano, la metió en un pequeño cofrecito cubierto por un paño y sacó lo que parecía un manojo de campanillas de cobre.
—Venid aquí, mi querida niña consentida —dijo amablemente—. Decidme, ¿habéis atendido alguna vez a un príncipe en su alcoba, lo habéis vestido y servido? —preguntó.
—No, mi príncipe —contestó Bella, y se apresuró a situarse a sus pies.
—Incorporaos sobre vuestras rodillas —ordenó él.
Ella obedeció colocándose las manos detrás del cuello, y entonces vio las campanillas de cobre que el príncipe sostenía en la mano. Cada una de ellas estaba sujeta a una abrazadera de resorte.
Antes de que Bella pudiera protestar, él le aplicó una al pezón derecho, con sumo cuidado. No apretaba lo suficiente como para hacerle daño pero se agarró al pezón y lo estrujó, endureciéndolo. Ella contemplaba cómo le aplicaba otra al pezón izquierdo y, sin querer, tomó aliento al sentir la presión de la campanilla, lo que provocó que ambas campanas sonaran muy débilmente. Eran pesadas, y tiraban de ella. Entonces se sonrojó, deseó desesperadamente sacudírselas. Hacían que sus pechos pesaran más y notaba que le dolían.
Él le dijo que se levantara y abriera las piernas.
El príncipe sacó del cofrecillo otro par de campanillas, éstas del tamaño de nueces. Bella, gimoteando levemente, sintió que las manos del príncipe se movían entre sus piernas al tiempo que sujetaba rápidamente estas campanas a sus labios púbicos.
La princesa tenía la impresión de que ahora sentía partes de sí misma de las que hasta ese momento no había sido consciente. Las campanas le tocaban los muslos, tiraban de los labios y se insertaban en la carne, apretándola.
—Vamos, no es tan horroroso, mi pequeña doncella —susurró él y la premió con un beso.
—Si os complace, mi príncipe... —balbuceó Bella.
—Ah, eso está muy bien —dijo—. Y ahora a trabajar, hermosa mía. Quiero veros trabajar deprisa, pero con gracia. Quiero que todo se haga correctamente, pero con cierta destreza. En mi alacena, en un colgador, veréis mi escapulario de terciopelo rojo y mi cinto de oro. Traédmelos, deprisa, y dejadlos sobre la mesa. Luego me vestiréis.
Bella se apresuró a obedecer.
Avanzando de rodillas, descolgó las prendas y se apresuró a llevarlas a la alcoba. Dejó la ropa al pie de la cama, se dio la vuelta y esperó.
—Ahora desvestidme —dijo el príncipe—. Debéis aprender a utilizar las manos únicamente cuando no consigáis hacer algo de otro modo.
Bella cogió obedientemente entre los dientes los cordones de cuero del sobretodo, aflojó el nudo y vio cómo se soltaban. El príncipe se sacó la prenda por la cabeza y se la dio a Bella. A continuación, mientras él se sentaba en un taburete junto al fuego, ella empezó a desatar los numerosos botones. Parecía que topaba con un obstáculo tras otro. Bella era consciente del cuerpo del príncipe, de su perfume y calidez, y de su extraño ensimismamiento. Al poco rato, con su ayuda, consiguió sacarle la camisa. Había llegado el turno de los largos pantalones.
Él la ayudaba de vez en cuando, pero la mayoría de tareas las ejecutaba por sí sola. La princesa mordió cuidadosamente la lengüeta superior de las botas forradas de terciopelo y tiró con las manos de los talones hasta que salieron sin dificultad.
Le pareció que trabajaba duro un largo rato y prestó atención a todos los detalles de su vestimenta. A continuación debía vestirlo.
Con ambas manos, le puso la camiseta de seda blanca mientras él introducía los brazos. Pero aunque ajustó correctamente la abertura de los ojales con sus manos, hizo pasar cada botón con la boca, lo que complació al príncipe, que la alabó por ello.
Bella estaba cada vez más cansada; sentía los pechos doloridos debido a las pesadas campanas de cobre y también notaba el peso de las que colgaban entre sus piernas así como aquel roce en los muslos que la sacaba de sus casillas. Además, el cascabeleo no dejaba de sonar. Cuando finalizó y él acabó de ponerse un nuevo par de botas para ayudarla, el príncipe la cogió entre sus brazos y la besó.
—A medida que pase el tiempo, aprenderéis a trabajar más deprisa. No os costará nada vestirme o desvestirme, ni ejecutar cualquier tarea que os pida. Dormiréis en mis aposentos y estaréis a cargo de todo.
—Mi príncipe —susurró ella apretando sus pechos contra él, deseándolo con ansia. Le besó las botas a toda prisa y le vinieron a la mente, para acosarla y mortificarla, las imágenes de todo lo que había visto aquel día: el cruel castigo de la princesa Lizetta, el adiestramiento de los príncipes, y también recordó a quien no había visto pero que nunca había olvidado, al príncipe Alexi. Todo ello reapareció revuelto en su mente, avivando su pasión y aumentando su miedo. «Oh, si tan siquiera pudiera dormir en los aposentos del príncipe a partir de ahora.» No obstante, cuando pensó en aquellos esclavos varones que había visto en la sala...
El príncipe, como si intuyera que su mente no le prestaba la debida atención, empezó a besarla con rudeza.
Luego le ordenó que volviera de nuevo a ponerse a cuatro patas y que pegara la frente al suelo para que pudiera ver sus nalgas. Bella obedeció mientras las campanillas le recordaban todas sus partes desnudas.
—Mi príncipe —susurró en voz muy baja. Notaba algún cambio en su corazón que no acababa de entender. De todos modos estaba asustada, como siempre.
Él le ordenó que se levantara y de nuevo la cogió en sus brazos, y esta vez le dijo:
—Besadme como deseáis hacerlo.
Bella, llena de alegría, besó la suavidad fría de su frente, los oscuros mechones de su cabello, los párpados y las largas pestañas. Le besó las mejillas y luego la boca abierta. La lengua de él pasó al interior de su propia boca, todo su cuerpo se estremeció y él tuvo que sostenerla.
—Mi príncipe, mi príncipe —murmuró Bella, pese a que sabía que desobedecía—. Me da tanto miedo todo esto.
—Pero ¿por qué, hermosa? ¿Todavía no lo veis claro? ¿No os parece simple?
—Oh, pero ¿cuánto tiempo os serviré? ¿Va a ser así toda mi vida a partir de ahora?
—Escuchadme —estaba serio, pero no enfadado. La cogió por los hombros y luego le miró los pechos hinchados. Las campanillas de cobre temblaban cuando respiraba. Bella sintió sus manos entre las piernas, y luego los dedos dentro de ella, tocándola suavemente con un movimiento ascendente que hizo que su cuerpo se estremeciera de placer.
—Esto es todo lo que podéis pensar, todo lo que vais a ser —dijo—. En alguna vida anterior erais muchas cosas: un rostro bonito, un voz bonita, una hija obediente... Habéis mudado esa piel como si se tratara de un manto de sueños, y ahora sólo debéis pensar en estas partes de vos —le frotó los labios púbicos, le ensanchó la vagina, y luego le apretó los pechos casi con crueldad—. Ahora esto es lo que sois, lo único que sois, además de vuestro encantador rostro, pero sólo porque es el rostro encantador de una esclava desnuda e indefensa.
Entonces, como si no pudiera contenerse, el príncipe la abrazó y la llevó hasta la cama.
—Dentro de un rato debo tomar vino con la corte, y vos me serviréis allí, demostraréis vuestra obediencia a todo el mundo. Pero eso puede esperar...
—Oh, sí, mi príncipe, si eso os complace —Bella pronunció estas palabras en voz tan baja que posiblemente el príncipe no las oyó. Estaba tumbada sobre la colcha enjoyada y, pese a que su trasero y las piernas no tenían la carne tan viva como la noche anterior, sintió las dolorosas punzadas de las piedras preciosas.
El príncipe se arrodilló sobre ella, se colocó a horcajadas, le abrió la boca con los dedos y, mostrándole su duro pene, lo introdujo en la boca con un rápido movimiento descendente. Ella lo chupó, se embebió de él. Pero lo único que tenía que hacer era permanecer tumbada sin hacer nada ya que él mismo daba fuertes embestidas en su interior; así que cerró los ojos y olió la deliciosa fragancia del vello púbico, saboreó la salinidad de su piel al tiempo que el miembro erecto tocaba ligeramente el paladar una y otra vez mientras todo él casi no rozaba más que sus labios.
Bella gemía siguiendo el ritmo de sus movimientos y cuando él se retiró repentinamente, continuó jadeando y levantó las manos para abrazarlo. Entonces el príncipe se tumbó encima del cuerpo de Bella y le separó las piernas. Cuando él le quitó las campanas de cobre ella sintió el dolor en los labios púbicos.
La penetró. Bella notó que explotaba de placer. Su espalda se arqueó tan rígidamente que levantó el peso del príncipe con ella, empapando todo su cuerpo de placer. Sus caderas empujaban con un movimiento vigoroso y cuando él, finalmente, eyaculó, le asestó varias embestidas crueles hasta quedarse tumbado, exhausto.
Parecía que Bella dormía; soñaba. Luego oyó al príncipe que le decía a alguien que se encontraba allí de pie:
—Llevaosla, lavadla y engalanadla. Luego enviádmela a la sala de recepciones del piso superior..



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