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sábado, 23 de noviembre de 2013

La Liberación de la Bella Durmiente - Anne Rice

 

 

Anne Rice

con el pseudónimo de
A.N. Roquelaure


RESUMEN DE LO ACONTECIDO




En El despertar de la Bella Durmiente:
Tras cien años de sueño profundo, la Bella Durmiente abrió los ojos al recibir el beso del príncipe.
Se despertó completamente desnuda y sometida en cuerpo y alma a la voluntad de su libertador, el príncipe, quien la reclamó de inmediato como esclava y la trasladó a su reino.
De este modo, con el consentimiento de sus agradecidos padres y ofuscada por el deseo que le inspiraba el joven heredero, Bella fue llevada a la corte de la reina Eleanor, la madre del príncipe, para prestar vasallaje como una más entre los cientos de princesas y príncipes desnudos que servían de juguetes en la corte hasta el momento en que eran premiados con el regreso a sus reinos de origen.
Deslumbrada por los rigores de las salas de adiestramiento y de castigo, la severa prueba del sendero para caballos y también gracias a su creciente voluntad de complacer, Bella se convirtió en la favorita del príncipe y, ocasionalmente, también servía a su ama, lady juliana.
No obstante, no podía cerrar los ojos al deseo secreto y prohibido que le suscitaba el exquisito esclavo de la reina, el príncipe Alexi, y más tarde el esclavo desobediente, el príncipe Tristán.
Tras vislumbrar por un instante al príncipe Tristán entre los proscritos del castillo, Bella, en un momento de sublevación aparentemente inexplicable, se condenó al mismo castigo destinado para Tristán: la expulsión de la voluptuosa corte y la humillación de los arduos trabajos en el pueblo cercano.



En El castigo de la Bella Durmiente:

Tras ser vendido al amanecer en la plataforma de subastas del pueblo, Tristán se encontró enseguida maniatado y enjaezado al carruaje de Nicolás, el cronista de la reina, su nuevo, apuesto y joven señor.  Por su parte, Bella, que fue destinada a trabajar en el mesón de la señora Lockley, se convirtió en el juguete del principal huésped de la posada, el capitán de la guardia.
Poco después de su separación y venta, tanto Bella como Tristán se sintieron seducidos por la férrea disciplina del pueblo.  Los gratos horrores del lugar de escarnio público, el establecimiento de castigo, la granja y el establo, el sometimiento a los soldados que visitaban la posada, todo ello enardecía sus pasiones al tiempo que les infundía un gran terror, hasta hacerles olvidar por completo sus antiguas personalidades.
El severo correctivo que padeció el esclavo fugitivo, el príncipe Laurent, cuyo cuerpo fue atado a una cruz de castigo para ser mostrado en público, sólo sirvió para subyugarlos más.
Mientras Bella por fin encontraba en los castigos un motivo de orgullo a la altura de su espíritu, Tristán se había enamorado desesperadamente de su nuevo amo.
No obstante, cuando la pareja apenas se había reencontrado y los dos se habían confiado su desvergonzada felicidad, un grupo de soldados enemigos atacó el pueblo por sorpresa.  Bella, Tristán y otros esclavos escogidos, entre los que se hallaba el príncipe Laurent, fueron secuestrados y trasladados por mar hasta la tierra de un nuevo señor, el sultán.
A las pocas horas del ataque, los cautivos se enteraron de que no iban a ser rescatados.  Según lo acordado entre sus soberanos, habían sido condenados a servir en el palacio del sultán hasta que llegara el momento de volver sanos y salvos junto a la reina Eleanor para someterse a nuevas penalidades.
Los esclavos, a quienes retienen en jaulas doradas y rectangulares en la bodega del barco del sultán, aceptan su nuevo destino.
Nuestra historia continúa.
Es de noche en el tranquilo buque.  El largo viaje llega a su fin.
El príncipe Laurent está a solas con sus pensamientos y reflexiona sobre su esclavitud...



CAUTIVOS EN EL MAR




Laurent:
Es noche cerrada.
Algo había cambiado.  En cuanto abrí los ojos supe que nos acercábamos a tierra.  Incluso en la lóbrega bodega percibí el olor característico de tierra firme.
Así que el viaje está llegando a su fin, pensé.  Finalmente sabremos lo que nos depara esta nueva cautividad en la que estamos destinados a ser inferiores e incluso más abyectos que antes.
Experimenté miedo, pero también cierto alivio.  Sentí tanta curiosidad como terror.
A la luz de un farol, vi que Tristán yacía despierto en su jaula, con el rostro alerta y la mirada perdida en la oscuridad. Él también sabía que el viaje casi había concluido.
Sin embargo, las princesas desnudas continuaban durmiendo.  Parecían bestias exóticas en sus jaulas doradas.  La menuda y cautivadora Bella era como una llama amarilla en la penumbra; el cabello negro y rizado de Rosalynd cubría su blanca espalda, hasta la curva de las pequeñas nalgas redondeadas.  Arriba, la grácil y delicada figura de Elena permanecía tumbada de espaldas, con su lisa cabellera de color castaño extendida sobre la almohada.
Qué carne tan apetitosa la de estas tres tiernas compañeras de cautividad: los redondeados bracitos y piernas de Bella pedían a gritos que la pellizcaran, allí acurrucada entre las sábanas; la cabeza de Elena estaba reclinada hacia atrás, abandonada por completo al sueño, con las largas y delgadas piernas muy separadas y una rodilla apoyada contra los barrotes de la jaula; Rosalynd se puso de costado mientras yo la miraba, y sus grandes pechos de rosados, oscuros y erectos pezones cayeron apaciblemente hacia delante.
Más a la derecha, el moreno Dimitri rivalizaba en belleza con el rubio Tristán.  El rostro de Dimitri, sumido en un profundo sueño, exhibía una frialdad peculiar pese a que cuando estaba despierto era el más afable y tolerante de nuestro grupo. Probablemente los príncipes, enjaulados con las mismas precauciones que las princesas, no parecíamos más humanos ni menos exóticos que nuestras compañeras.
Todos llevábamos entre las piernas nuestra correspondiente protección de malla dorada, lo que prohibía hasta el más mínimo examen de nuestros ansiosos sexos.
Todos habíamos llegado a conocernos muy bien durante las largas noches en alta mar, cuando los guardias no estaban lo bastante cerca para oír nuestros susurros; y en las largas horas de silencio, que ocupábamos en pensar y soñar, quizá llegamos a conocernos mejor a nosotros mismos.
-¿Os habéis dado cuenta, Laurent? -susurró Tristán-.  Estamos cerca de la costa.
Tristán era el más angustiado.  Lamentaba la pérdida de su amo, Nicolás, aunque no por eso dejaba de observar todo lo que pasaba a su alrededor.
-Sí -respondí en voz baja, echándole un vistazo.  Su mirada azul lanzó un destello-.  No puede estar muy lejos.
-Sólo espero que...
-¿Sí? -insistí yo-. ¿Se puede esperar algo, Tristán?
-... que no nos separen.
No respondí.  Me recosté y cerré los ojos. ¿Qué sentido tenía hablar si pronto nos revelarían nuestro destino y no podríamos hacer nada para alterarlo?
-Pase lo que pase -dije distraídamente-, me alegro de que el viaje haya finalizado y de que pronto sirvamos para algo.


Tras las pruebas iniciales que nuestras pasiones tuvieron que soportar, los secuestradores no habían vuelto a hacernos caso.  Durante toda una quincena nos habíamos sentido torturados por nuestros propios deseos.  Los jóvenes criados que nos cuidaban se limitaban a reírse quedamente de nosotros y se apresuraban a atarnos las manos cada vez que nos atrevíamos a tocar los triángulos de malla que aprisionaban nuestras partes íntimas.
Por lo visto, todos habíamos sufrido por igual.  No teníamos nada con que distraernos en la bodega del barco aparte de la visión de nuestras desnudeces.
No podía evitar preguntarme si estos jóvenes cuidadores, tan atentos en todos los demás aspectos se percataban del adiestramiento implacable que habíamos recibido en los apetitos de la carne, si eran conscientes de que nuestros señores y amas nos habían enseñado en la corte de la reina a anhelar hasta el chasquido de la correa para aliviar el fuego interior que nos consumía.
Durante el anterior vasallaje nunca había transcurrido más de medio día sin que hubieran empleado por completo nuestros cuerpos; hasta los más obedientes habíamos recibido castigos constantes, y los que habían sido enviados del castillo a la penitencia del pueblo tampoco habían conocido un descanso mucho mayor.
Eran mundos diferentes.  Eso habíamos convenido Tristán y yo durante nuestras susurrantes conversaciones nocturnas.  Tanto en el pueblo como en el castillo se esperaba que habláramos, aunque sólo fuera para decir «sí, mi señor» o «sí mi señora”. Nos daban órdenes explícitas y nos enviaban de vez en cuando a hacer recados sin ningún acompañante.  Tristán incluso había conversado largo y tendido con su apreciado amo, Nicolás.
Sin embargo, antes de dejar el dominio de nuestra reina nos habían advertido que estos sirvientes del sultán nos tratarían como si fuéramos animales.  Aunque aprendiéramos su extraña lengua extranjera, jamás nos hablarían.  En la sultanía, cualquier humilde esclavo del placer que intentara hablar se ganaba un castigo inmediato y severo.
Las advertencias se habían confirmado.  A lo largo de todo el viaje nos habían premiado con palmaditas y caricias, y nos habían conducido de un lado a otro acompañados por el más tierno y condescendiente de los silencios.
En una ocasión en que la princesa Elena, llevada por la desesperación y el aburrimiento, habló en voz alta para rogar que le permitieran salir de la jaula, los criados la amordazaron de inmediato.  Luego le ataron los tobillos y las muñecas a la cintura por la espalda y colgaron su cimbreante cuerpo de una cadena sujeta al techo de la bodega.  Así estuvo mientras sus asistentes la miraban con gesto ceñudo, indignados y escandalizados, hasta que sus vanas protestas cesaron.
Después la hicieron descender con extremados cuidados y atenciones.  Besaron sus silenciosos labios y untaron con aceite los doloridos tobillos y muñecas hasta que las marcas de los grilletes de cuero desaparecieron.
Los muchachos de las túnicas de seda incluso le cepillaron el liso y brillante cabello castaño y masajearon las nalgas y la espalda con sus sabios dedos, como si las bestias irascibles como nosotros debieran ser amansadas de esta manera.  Por supuesto, enseguida se detuvieron al percatarse de que la suave sombra de rizado vello de la entrepierna de Elena estaba húmeda y ella no podía mantener quietas las caderas contra la seda del confortable colchón, de lo excitada que estaba al sentir su contacto.
Con leves gestos de enfado y movimientos de cabeza, la hicieron arrodillarse y la sujetaron otra vez por las muñecas para ajustar a su pequeño sexo la inflexible protección de metal, cuyas cadenas abrocharon firme y rápidamente alrededor de los muslos.  Luego la volvieron a introducir en la jaula con los brazos y las piernas atados a las barras mediante resistentes cintas de satén.
Sin embargo, esta demostración de pasión no los había enfurecido.  Al contrario, antes de cubrir el húmedo sexo de la princesa lo habían acariciado, sonriéndole como si aprobaran su ardor, su necesidad.  Pero ni todos los quejidos del mundo hubieran doblegado a los jóvenes sirvientes.
Nosotros, los demás cautivos, tuvimos que contentarnos con observar sumidos en un silencio lascivo, mientras nuestros propios órganos apetentes palpitaban en vano.  Deseé encaramarme hasta el interior de la jaula de Elena, despojarla del pequeño escudo de malla de oro e hincar mi verga en el pequeño y húmedo nido.  Quise abrirle la boca con la lengua, apretar sus voluminosos pechos, chupar los pequeños pezones sonrosados y verla sonrojada de palpitante placer mientras la llevaba al éxtasis.  Pero no eran más que sueños dolorosos.  Elena y yo sólo podíamos mirarnos y esperar en silencio que tarde o temprano nos permitieran alcanzar el éxtasis en brazos del otro.
La delicada Bella era sumamente intrigante y la rolliza Rosalynd, con sus grandes y apenados ojos, resultaba absolutamente voluptuosa, pero era Elena quien se mostraba más ingeniosa, con un siniestro desdén por lo que nos había sobrevenido.  Entre susurros se reía de nuestro destino y, al hablar, sacudía su espesa melena de color castaño por encima del hombro.
-¿Quién puede decir que ha disfrutado de tres opciones tan maravillosas, Laurent: el palacio del sultán, el pueblo, el castillo? -preguntaba-.  Os lo aseguro, en cualquiera de esos lugares puedo encontrar deleites de mi agrado.
-Pero, querida, no sabéis cómo van a ser las cosas en el palacio del sultán -objeté-.  La reina tenía cientos de esclavos desnudos.  En el pueblo había cientos de siervos trabajando.  Pero ¿y si el sultán tiene todavía más esclavos de todos los reinos de Oriente y Occidente, tantos que incluso pueda utilizarlos como escabeles?
-¿Creéis que será así? -preguntó, excitada.  Su sonrisa adquirió una insolencia encantadora.  Aquellos labios húmedos, la exquisita dentadura-.  Entonces debemos encontrar alguna manera de hacernos notar, Laurent. -Apoyó la barbilla en la mano-.  No quiero ser una más entre un millar de príncipes y princesas dolientes.  Debemos asegurarnos de que el sultán se entera de quiénes somos.
-Tenéis ideas peligrosas, mi amor -Contesté yo-.  No olvidéis que no podemos hacer uso de la palabra y que nos cuidan y castigan como si fuéramos simples bestias.
-Encontraremos la manera, Laurent -replicó ella con un guiño malicioso-.  Antes nada os asustaba, ¿no es cierto?  Os escapasteis simplemente por saber cómo os capturarían, ¿o no?
-Sois demasiado perspicaz, Elena -dije-. ¿Qué os hace pensar que no huí por miedo?
-Sé que no fue así.  Nadie se escapa por miedo del castillo de la reina.  Lo que incita a hacerlo es el espíritu de aventura.  Yo también lo hice, ya veis.  Por eso me sentenciaron al pueblo.
-¿Y mereció la pena, querida mía? -pregunté. Oh, si al menos pudiera besarla, derramar su buen humor en mi boca, pellizcarle los pezones.  Era una crueldad enorme que no me hubiera encontrado cerca de ella durante nuestra estancia en el castillo.
-Sí, mereció la pena -contestó con aire meditativo-.  Cuando se produjo el ataque sorpresa llevaba un año como esclava en la granja del corregidor.  Trabajaba en sus jardines arrancando los hierbajos con los dientes, a cuatro patas, bajo la tutela del jardinero, un hombre corpulento y severo que nunca soltaba la correa.
»Yo estaba dispuesta a vivir algo nuevo -continuó.  Se tumbó boca arriba y separó las piernas en un gesto habitual en ella.  Yo no podía dejar de observar el espeso vello castaño de su sexo bajo la malla de oro-.  Luego, los soldados del sultán llegaron como si los hubiera enviado con mi imaginación.  Recordad, Laurent, tenemos que hacer algo para distinguirnos ante la corte del sultán.
Me reí para mis adentros.  Me gustaba su osadía.  Por otro lado, también me gustaban los demás.  Tristán era una mezcla seductora de fuerza y necesidad, que sobrellevaba en silencio su sufrimiento.  Dimitri y Rosalynd, ambos arrepentidos, se dedicaban a agradar, como si fueran esclavos desde siempre en lugar de haber nacido en el seno de una familia real.
Dimitri apenas controlaba su inquietud y su deseo.  No podía mantenerse quieto a la hora de recibir un castigo, aunque en su mente sólo hubiera lugar para elevados pensamientos de amor y sumisión.  Había pasado su corta condena en el pueblo empicotado en el lugar de castigo público esperando los azotes de la plataforma giratoria.  Rosalynd tampoco lograba controlarse a menos que la maniataran firmemente.  Ambos habían esperado que el pueblo los purgara de sus temores y les permitiera servir con la delicadeza que admiraban en otros.
En cuanto a Bella... junto con Elena era la más encantadora, la esclava más excepcional.  Parecía fría, pero su dulzura era innegable; una princesa reflexiva y rebelde.
De vez en cuando, durante las oscuras noches en alta mar, vi que me observaba a través de las barras de su jaula con gesto perplejo en su expresiva carita, y cuando la descubría sus labios se abrían dibujando una amplia sonrisa.
Cuando Tristán lloraba, Bella, con su voz suave, decía en su defensa:
-Amaba a su señor. -Y se encogía de hombros como si le pareciera triste pero incomprensible.
-¿Y vos no amabais a nadie? -le pregunté una noche.
-No, en realidad no -respondió-.  Sólo a otros esclavos, de vez en cuando... -Entonces me dedicó aquella provocativa mirada que suscitó en mí una inmediata erección.  Había en ella algo salvaje e intacto, pese a toda su aparente fragilidad.
Sin embargo, de vez en cuando, parecía cavilar sobre su reticencia.
-¿Qué significaría amarles? -me preguntó en una ocasión, casi como si hablara para sus adentros-. ¿Qué significaría rendir el corazón por completo?  Anhelo los castigos, sí, pero amar a uno de los señores o de las amas... -De pronto pareció asustada.
-Os inquieta -dije yo comprensivamente.  Las noches en alta mar y el aislamiento nos afectaban a todos nosotros.
-Sí.  Anhelo algo que no he tenido antes -susurró-.  Aunque no quiera admitirlo, lo anhelo.  Quizás aún no he encontrado al amo o a la señora adecuados...
-El príncipe de la Corona fue quien os trajo al reino.  Seguro que os pareció un amo verdaderamente magnífico.
-No, en absoluto -respondió tajante-.  Apenas me acuerdo de él.  Lo cierto es que no me interesaba. ¿Qué sucedería si me rindiera a alguien que me interesara? -Sus ojos adquirieron un extraño brillo, como si por primera vez hubiera descubierto todo un nuevo universo de posibilidades.
-No sabría deciros -le contesté, sintiéndome de repente totalmente perdido.  Hasta aquel momento estaba seguro de que había querido a mi ama, lady Elvira.  Pero entonces no estaba del todo seguro.  Quizá Bella hablaba de un amor más profundo, más perfecto que el que yo había conocido.
El hecho era que Bella me interesaba.  Allí arriba, más allá de mi alcance, en su cama de seda, con sus extremidades desnudas tan perfectas como una escultura en la penumbra y los ojos llenos de secretos a medio revelar.


No obstante, todos nosotros, a pesar de nuestras diferencias y nuestras charlas de amor, éramos auténticos esclavos.  Eso era innegable.
Nuestra servidumbre nos había hecho accesibles y nos había provocado cambios permanentes.  A pesar de los temores y conflictos que nos embargaban, no éramos los mismos seres ruborizados y avergonzados de otros tiempos.  Nadábamos, cada uno a su propio ritmo, en la corriente turbadora del tormento erótico.
Mientras permanecía tumbado pensando, me esforcé por comprender las principales diferencias entre la vida del castillo y la del pueblo y por adivinar qué nos depararía esta nueva cautividad en la sultanía.



RECUERDOS DEL CASTILLO
Y DEL PUEBLO




Laurent:
Había servido en el castillo todo un año como esclavo de la estricta lady Elvira, quien cada mañana ordenaba que me fustigaran mientras ella tomaba el desayuno.  Era una mujer orgullosa y reservada, con el pelo negro como el azabache y ojos de un gris pizarra, que pasaba las horas bordando delicadas labores.  Después de los azotes, yo besaba sus pantuflas en señal de agradecimiento, con la esperanza de recibir una mínima migaja de elogio ya fuera por lo bien que había recibido los golpes o porque aún me encontraba de su agrado.  Pero en muy contadas ocasiones me dedicaba alguna palabra; raras veces levantaba la vista de la aguja.
Por las tardes se llevaba la labor a los jardines y allí, para su divertimento, yo copulaba con princesas.  Primero tenía que atrapar a mi linda presa, para lo cual tenía que emprender una ardua persecución a través de los parterres de flores.  Luego había que llevar a la princesita sonrojada hasta donde se encontraba mi señora y dejarla a sus pies para que la inspeccionara.  A partir de entonces comenzaba mi verdadero trabajo, que debía ejecutar a la perfección.
Por supuesto, me encantaba disfrutar de esos momentos, cuando vertía mi ardor en el cuerpo tímido y tembloroso que tenía debajo.  Incluso la más frívola de las princesas quedaba sobrecogida tras la persecución y captura, y ambos ardíamos bajo la atenta mirada de mi señora que, con todo, continuaba con la costura.
Fue una lástima que durante este tiempo no coincidiera con Bella en ninguna ocasión.  Ella había sido la favorita del príncipe de la Corona hasta que cayó en desgracia y la enviaron al pueblo.  Sólo lady Juliana tenía permiso para compartirla con él.  Yo la había visto fugazmente en el sendero para caballos y anhelaba tenerla jadeando bajo mis embates.  Qué esclava tan bien dispuesta había sido incluso en los primeros días; la forma en que marchaba junto al caballo de lady Juliana era absolutamente impecable.  Su cabello, dorado como el trigo, caía junto a aquel rostro en forma de corazón, y sus ojos azules centelleaban de encendido orgullo e indisimulada pasión.  Hasta la gran reina sentía celos de ella.
Pero, al recordarlo todo otra vez, no dudé ni por un momento de la veracidad de las palabras de Bella cuando dijo que no había amado a quienes habían reclamado sus afectos.  De haber podido mirar en el interior de su corazón, habría visto que estaba libre de ataduras.
¿Cuál había sido la característica particular de mi vida en los salones del castillo?  Mi corazón sí llevaba cadenas.  Pero me preguntaba cuál había sido la esencia de mi cautiverio.
Yo, pese a que estaba obligado a servir, era un príncipe, nacido de ilustre cuna, pero privado temporalmente de todo privilegio y obligado a pasar pruebas únicas en su género que planteaban grandes dificultades al cuerpo y al alma.  Sí, ésa era la naturaleza de la humillación: que cuando finalizara y recuperara los privilegios sería como los que entonces se divertían con mi desnudez y me recriminaban severamente por la menor muestra de voluntad u orgullo.
Lo veía más claramente en las ocasiones en que la corte recibía la visita de príncipes de otras tierras que se maravillaban de esta costumbre de mantener esclavos reales del placer. ¡Cómo me había mortificado que me presentaran ante estas visitas!
-¿Cómo conseguís que sirvan? -preguntaban, medio asombrados, medio encantados.  Nunca sabías si lo que anhelaban era servir o dar órdenes. ¿Acaso conviven enfrentadas en todo ser vivo ambas inclinaciones?
La respuesta inevitable a su tímida pregunta consistía en una mera demostración de nuestra esmerada formación: debíamos arrodillarnos ante ellos, mostrar nuestros órganos desnudos para que los examinaran y levantar nuestros traseros para recibir los azotes.
-Es un juego de placer -decía mi señora, sin darle más importancia-. Éste de aquí, Laurent, un príncipe de exquisitos modales, me entretiene especialmente.  Un día será el soberano de un próspero reino. -Entonces me pellizcaba lentamente los pezones y luego levantaba su palma abierta bajo el pene y los testículos para mostrarlos a sus embelesados invitados.
-Pero, de todos modos, ¿por qué no lucha, por qué no se resiste? -acaso preguntaba el invitado, posiblemente para disimular sus verdaderos sentimientos.
-Pensad en ello -decía entonces lady Elvira-.  Está completamente libre de los ropajes que en el mundo exterior harían de él un hombre, para que pueda exhibir mejor los atributos carnales que hacen de él mi esclavo del placer.  Imaginaos a vos mismo tan desnudo, indefenso y completamente rendido.  Quizá también decidierais servir, en vez de arriesgaros a recibir una tanda de ignominiosos correctivos.
¿Algún recién llegado había renunciado alguna vez a pedir su propio esclavo antes de que cayera la noche?
En muchas ocasiones me había visto obligado a gatear con el rostro enrojecido y tembloroso para obedecer órdenes expresadas por voces poco familiares e inexpertas.  Se trataba de nobles a los que algún día yo recibiría en mi propia corte. ¿Recordaríamos entonces esos momentos? ¿Se atrevería alguien a mencionarlos?
Lo mismo sucedía con todos los príncipes y princesas desnudos del castillo.  Se ofrecía la mayor calidad para esta absoluta degradación.
-Creo que Laurent servirá como mínimo otros tres años -explicaba lady Elvira con frivolidad.  Qué distante y eternamente atolondrada era-.  Pero la reina es quien toma estas decisiones.  Cuando se vaya, lo sentiré mucho.  Creo que quizá sea su corpulencia lo que más me fascina.  Es más alto que los demás, sus huesos son de mayor tamaño pero aun así su rostro es noble, ¿no os parece?
Entonces chasqueaba los dedos para que me acercara y, luego, me pasaba el pulgar por la mejilla.
-Y su miembro -decía- es extremadamente grueso, aunque no excesivamente largo.  Eso es importante.  La manera en que las princesas se retuercen debajo de él.  Simplemente, debo tener un príncipe fuerte.  Decidme, Laurent, ¿cómo podría castigaros de alguna forma original, quizá de alguna manera en la que aún no he pensado?
Sí, un príncipe fuerte sometido a una subyugación temporal; el hijo de un monarca, con todas sus facultades comprometidas, enviado aquí como alumno del placer y del dolor.
Pero, ¿para qué provocar las iras de la corte y acabar condenado al pueblo?  Eso era una experiencia enteramente distinta.  Una experiencia que, aunque apenas saboreé, llegué a conocer en su mismísima quintaesencia.


Había huido de lady Elvira y del castillo tan sólo dos días antes de ser capturado por los secuestradores del sultán, y aún hoy ignoro por qué lo hice.
La verdad es que adoraba a mi señora.  Era cierto.  No cabía duda de que admiraba su arrogancia, sus interminables silencios.  Sólo me hubiera agradado más si me hubiera azotado con mayor frecuencia con sus propias manos en vez de ordenárselo a otros príncipes.
Incluso cuando me entregaba a sus invitados o a los demás nobles y damas sentía el regocijo especial de volver a su lado, de que me llevara otra vez a su cama y me permitiera lamer el estrecho triángulo de vello que se abría entre sus blancos muslos mientras permanecía recostada contra los almohadones, con el pelo caído y los ojos entornados e indiferentes.  Había sido todo un reto fundir su corazón glacial, hacerla gritar echando la cabeza hacia atrás y verla expresando finalmente su placer como la mayoría de princesitas lascivas del jardín.
Sin embargo, me había escapado.  Aquel impulso me sobrevino de repente.  Tenía que atreverme a hacerlo, levantarme, adentrarme en el bosque y que me buscaran.  Claro que iban a encontrarme.  Nunca dudé que fueran a hacerlo.  Siempre encontraban a los fugitivos.
Quizás hacía ya demasiado tiempo que temía hacerlo, ser capturado por los soldados y enviado a trabajos forzados al pueblo.  De pronto, me tentó la idea, como el impulso de saltar desde un precipicio.
Para entonces ya había enmendado todos los demás defectos; mostraba una perfección bastante aburrida.  Nunca me protegía de la correa.  Había desarrollado tal necesidad por el látigo que con sólo verlo mí carne temblaba con entusiasmo.  Siempre atrapaba con rapidez a las princesitas en las persecuciones del jardín, las alzaba bien arriba cogiéndolas por las muñecas y las transportaba sobre el hombro, con sus calientes pechos contra mi espalda.  Había sido un reto interesante dominar a dos e incluso a tres en una sola tarde y con idéntico vigor.
Pero esta cuestión de la huida... ¡Quizá quisiera conocer mejor a mis amos y mis señoras!  Porque cuando me convirtiera en el fugitivo capturado sentiría todo su poder en la mismísima médula de los huesos.  Sentiría todo lo que ellos eran capaces de hacerme sentir, por completo.
Fuera cual fuese el motivo, esperé hasta que la dama se quedó dormida en la silla del jardín, entonces me levanté, eché a correr hacia el muro y trepé por él para saltar al otro lado.  No escatimé esfuerzos para atraer su atención.  Aquello se convertía en un intento inequívoco de fuga.  Sin volver la mirada atrás, corrí por los campos segados en dirección al bosque.
No obstante, nunca me había sentido tan desnudo, tan completamente esclavo como en esos momentos en los que mostraba mi rebelión.
Todas las hojas, todas las altas briznas de hierba rozaban mi carne desprotegida.  Mientras corría errante bajo los oscuros árboles, y cuando me arrastraba en las proximidades de las torretas de vigilancia del pueblo, me sorprendió sentir una vergüenza diferente.
Cuando se hizo de noche, tuve la impresión de que mi piel desnuda relucía como un faro que el bosque no podría ocultar.  Pertenecía al intrincado mundo del poder y la sumisión, y equivocadamente había intentado escabullirme de sus obligaciones.  El bosque lo sabía.  Las zarzas me arañaban las pantorrillas.  Mi verga se endurecía al menor sonido procedente de la maleza.
Nunca olvidaré el horror y la emoción finales de la captura, cuando los soldados me descubrieron en la oscuridad y completaron progresivamente el cerco sin dejar de gritar hasta tenerme totalmente rodeado.
Varios pares de manos rudas cayeron sobre mis brazos y piernas.  Cuatro hombres me transportaron casi pegado al suelo, con la cabeza colgando y las extremidades estiradas, como si fuera un simple animal que les había proporcionado una buena cacería; así fui trasladado hasta el campamento iluminado por antorchas entre vítores, abucheos y risas.
En el tremendo e ineludible instante de ser juzgado, todo quedó un poco más claro.  El príncipe de ilustre cuna se había convertido en un ser inferior y testarudo que debía ser azotado y ultrajado repetidamente por los fogosos soldados hasta que el capitán de la guardia apareciera y ordenara que me ataran a la gruesa cruz de castigo de madera.
Fue durante esa dura experiencia cuando volví a ver a Bella.  Para entonces ya la habían enviado al pueblo y el capitán de la guardia la había escogido como su juguete particular.  Allí, de rodillas sobre la tierra del campamento, era la única mujer presente.  Su fresca piel, mezcla de rosa y blanco lechoso, era mucho más deliciosa con el polvo que se pegaba a ella.  Bella magnificó con su intensa mirada todo lo que me sucedía.
Sin duda, yo aún la fascinaba; era un auténtico fugitivo y, de cuantos nos encontrábamos en el barco del sultán, el único que se había merecido la cruz de castigos.
En los primeros días que pasé en el castillo había tenido ocasión de echar un vistazo a varios esclavos que habían sido atrapados y que también estaban subidos a la cruz, con las piernas completamente estiradas en el madero transversal, la cabeza doblada hacia atrás sobre lo alto de la cruz de tal manera que mirara de lleno al cielo, la boca tensada por la tira de cuero negro que mantenía su cabeza en esta posición.  Había sentido terror por ellos, pero me había admirado de que, en esta deshonra, sus penes estuvieran tan duros como la madera a la que estaban atados sus cuerpos.
Luego fui yo el condenado.  Me había introducido voluntariamente en la escena para atarme de la misma dolorosísima manera, con los ojos mirando hacia el cielo los brazos doblados detrás de la áspera estaca, los muslos separados, completamente estirados y doloridos, y la verga tan dura como cualquiera de las que vi antes.
Bella era una más entre miles de espectadores.
Me pasearon por las calles del pueblo acompañado del lento doblar del tambor, para que la multitud de lugareños que oía pero no podía ver me contemplara.  Con cada nuevo giro de las ruedas de la carreta, el falo de madera colocado en mi trasero se agitaba en mi interior.
Había sido delicioso y a la vez extremado, la mayor de todas las degradaciones.  Me descubrí a mí mismo deleitándome en todo aquello, incluso mientras el capitán de la guardia me azotaba el pecho desnudo, con las piernas separadas y el vientre al descubierto.  Con qué facilidad tan sublime rogué con gemidos y espasmos incontrolados, pues sabía con toda certeza que jamás atenderían mis súplicas.  Qué agradable cosquilleo de excitación había sentido en el alma al saber que no había la menor esperanza de clemencia para mí.
Sí, en aquellos momentos había percibido todo el poder de mis secuestradores pero también había descubierto mi propio poder; los que carecemos de todo privilegio aún podemos incitar y guiar a nuestros castigadores hasta nuevos reinos de ardor y atenciones amorosas.
Ya no me quedaban deseos de agradar, ninguna pasión que colmar.  Sólo una entrega atormentada y divina.  Había balanceado desvergonzadamente las nalgas sobre el falo que sobresalía de la cruz que penetraba en mí al tiempo que recibía los rápidos azotes de la correa de cuero del capitán como si fueran besos.  Había forcejeado y llorado a mis anchas sin la menor dignidad.
Supongo que la única tacha en aquel magnífico esquema era que no podía ver a mis torturadores a menos que se situaran directamente encima de mí, lo cual sucedía con poca frecuencia.
Por la noche, instalado en la plaza del pueblo en lo alto de la cruz, oía cómo mis torturadores se reunían en la plataforma que tenía debajo, sentía cómo me pellizcaban el escocido trasero y me azotaban a verga.  Deseé poder apreciar el desprecio y el humor en sus rostros, su absoluta superioridad al lado del ser tan ínfimo en que me habían convertido.
Me gustaba estar condenado.  Me deleitaba esta exhibición despiadada y aterradora de insensatez y sufrimiento, aun cuando me estremecía con los sonidos que anunciaban más latigazos, con el rostro surcado por lágrimas incontrolables.
Aquello era infinitamente más soberbio que ser el juguete tembloroso y abochornado de lady Elvira.  Mejor aún que el dulce entretenimiento de copular con princesas en el jardín.
Finalmente, también hubo compensaciones especiales, pese al doloroso ángulo desde el que observaba.  El joven soldado, después de azotarme al compás de las campanadas de las nueve de la mañana, situó la escalera a mi lado y, mirándome a los ojos, besó mi boca amordazada.
No pude mostrarle cuánto lo adoraba.  Fui incapaz de cerrar los labios sobre la gruesa tira de cuero que me amordazaba y mantenía mi cabeza inmóvil.  Sin embargo, él me sujetó la barbilla y chupó mi labio superior, luego el inferior y, por debajo del cuero, desplazó su lengua hasta el interior de mi boca.  Luego me prometió en un susurro que a medianoche recibiría otra buena azotaina.  Él mismo iba a ocuparse de ello; le gustaba fustigar a los esclavos malos.
-Tenéis un buen tapiz de marcas rosadas en vuestro pecho y en el vientre -dijo-, pero aún quedaréis más guapo.  Luego, al amanecer, os tocará la plataforma pública, donde os desatarán y os obligarán a doblaros de rodillas para que el maestro de azotes haga su trabajo ante el gentío de la mañana.  Cómo van a disfrutar con un príncipe grande y fuerte como vos.
Volvió a besarme, me chupó una vez más el labio inferior y recorrió mi dentadura con su lengua.  Me agité contra la madera, me opuse a las ataduras mientras mi pene, tieso como una tranca, demostraba un más que voraz apetito.
Intenté mostrar de todas las maneras mudas que conocía mi amor por él, por sus palabras y por su actitud cariñosa.
Qué extraño resultaba todo, incluso el hecho de que tal vez él no me comprendiera.
Pero no importaba, aunque me dejasen amordazado para siempre sin poder contárselo a nadie.  Lo que sí importaba era que había encontrado el lugar perfecto para mí y que nunca me levantaría.  Debía convertirme en el emblema del peor de los castigos.  Si al menos mi verga, mi pobre verga hinchada, conociera un momento de respiro, sólo un instante...
Como si hubiera leído mis pensamientos, el joven soldado me dijo:
-Pues bien, ahora te voy a hacer un regalito.  Al fin y al cabo, queremos que este hermoso órgano se mantenga en buena forma, y eso no se consigue con holgazanerías -oí la risa de una mujer cerca de él-.  Es una de las muchachas más encantadoras del pueblo -continuó mientras me apartaba el pelo de los ojos-. ¿Te gustaría echarle una buena ojeada primero?
Oooh, sí, intenté responder.  Entonces, por encima de mí, vi un rostro de saltarines rizos rojizos, un par de dulces ojos azules, mejillas sonrojadas y unos labios que descendieron para besarme.
-¿Veis lo guapa que es? -me preguntó el soldado al oído.  Y a ella le dijo-: Podéis empezar, ricura.
Sentí sus piernas que se enroscaban a las mías, sus enaguas almidonadas que me hacían cosquillas en la carne, su húmeda entrepierna frotándose contra mi pene y luego la pequeña vaina velluda que se abría al descender tan apretada sobre mí.  Gemí con más fuerza de la que al parecer se puede gemir.  El joven soldado sonreía por encima y volvió a bajar la cabeza para depositar sus besos húmedos, libadores.
Oh, qué pareja tan encantadora y ardorosa. Me revolví inútilmente bajo las ligaduras de cuero pero ella imprimía el ritmo a ambos, cabalgaba sobre mí, arriba y abajo, entre las sacudidas de la pesada cruz, y recorrió mi verga hasta que hizo erupción dentro de la muchacha.
Después de aquello no vi nada, ni siquiera el cielo.
Recordaba vagamente que el joven soldado se había acercado para decirme que era medianoche, la hora de mi siguiente azotaina.  También me dijo que, si era buen chico a partir de entonces y mi verga permanecía en posición firme con cada zurra, haría que me trajeran otra muchacha del pueblo la noche siguiente.  En su opinión, un fugitivo castigado debía disponer de una muchacha con cierta frecuencia, aunque sólo fuera para agravar su sufrimiento.
Yo sonreí agradecido bajo la mordaza de cuero negro.  Sí, cualquier cosa que agravara el sufrimiento. ¿Cómo podría ser un buen chico?  Pues contorsionándome y forcejeando, haciendo ruido para expresar mi sufrimiento, extendiendo con fuerza hacia la nada mi verga hambrienta.  Estaba más que dispuesto a ello.  Deseaba saber cuánto tiempo estaría expuesto de esta guisa.  Me habría gustado permanecer así para siempre, como símbolo perenne de bajeza, únicamente digno de desprecio.


De tanto en tanto pensaba, mientras la correa me alcanzaba los pezones y el vientre, en el modo en que lady Elvira me había mirado cuando me hicieron entrar empalado en la cruz por las puertas del castillo.
Al alzar los ojos la había avistado junto a la reina, en la ventana abierta.  Entonces las lágrimas desbordaron mis ojos y lloré desesperadamente. ¡Era tan guapa!  La veneraba precisamente porque sabía que entonces iba a imponerme el peor de los castigos.
-Lleváoslo -había dicho mi señora con aire casi hastiado, propagando su voz por el patio vacío-.  Comprobad que lo azotan a conciencia y vendedlo en el pueblo a un amo o señora que sea especialmente cruel.
Sí, se trataba de otro juego de disciplina necesaria con nuevas normas, y en él descubrí una capacidad de sumisión con la que no había soñado.
-Laurent, iré al pueblo en persona para ver cómo os venden -dijo mi ama cuando me llevaban-.  Me aseguraré de que servís en la ocupación más miserable.


Amor, un amor verdadero por lady Elvira lo había acentuado todo.  Pero las posteriores reflexiones de Bella en la bodega del barco me confundieron.
¿Era la pasión por lady Elvira todo lo que puede llegar a ser el amor? ¿O se trataba simplemente del amor que uno puede sentir por cualquier dama perfecta? ¿Se podía aprender aún más en el crisol del ardor y el dolor sublime?  Quizá Bella era más perspicaz, más honesta... más exigente.
Incluso con Tristán y el amor que sentía por su amo, uno tenía la sensación de que lo había entregado con demasiada rapidez, sin impedimentos. ¿Se lo había merecido verdaderamente Nicolás, el cronista de la reina?  Cuando Tristán hablaba de este hombre, ¿aclaraba algún pormenor?  Lo que se deducía de los lamentos de Tristán era el hecho de que el hombre había incentivado su amor con momentos de notable intimidad.  Me preguntaba si, para Bella, una invitación así hubiera bastado.


Sin embargo, una vez en el pueblo, mientras permanecía en la cruz de castigo estirándome y retorciéndome bajo los azotes de la correa, el recuerdo de mi perdida lady Elvira se había vuelto agridulce.  También era agridulce el recuerdo de la graciosa princesa Bella cuando estábamos en el campamento de soldados y me miró fijamente, con sincero asombro. ¿Acaso compartía ella el secreto que yo tanto había deseado? ¿Se atrevería también ella a hacer algo así?  En el castillo se decía que se había buscado voluntariamente la condena a servir en el pueblo.  Sí, ya entonces esa cosita atrevida y tierna me gustaba mucho.
Pero mi vida como fugitivo castigado había finalizado nada más empezar.  No llegué a ver nunca la plataforma de subastas.
En cuestión de segundos, durante aquellos últimos latigazos a medianoche, el ataque sorpresa cayó sobre el pueblo.  Los soldados del sultán invadieron con estruendo las callejuelas adoquinadas.
Me cortaron la mordaza de cuero y las ligaduras y mi cuerpo dolorido fue arrojado sobre un caballo que salió al galope antes de que pudiera vislumbrar a mi secuestrador.
Luego, la bodega del barco, este pequeño camarote con tapices enjoyados en el techo y faroles de latón.
Embadurnaron mi piel abrasada con aceite dorado, me untaron el cabello con perfumes, y encadenaron la rígida protección de malla sobre mi pene y mis testículos de tal manera que era imposible tocármelos.  Luego fui confinado a la jaula. A continuación, las preguntas tímidas y respetuosas de los demás esclavos cautivos: ¿Por qué me había escapado y cómo había sobrellevado la cruz de castigos?
El eco de la advertencia del emisario de la reina antes de dejar el reino:
-En el palacio del sultán... dejarán de trataros como seres inteligentes... os adiestrarán como a valiosos animales, y jamás, Dios lo quiera, intentéis hablar ni mostréis evidencias de otra cosa que el más simple de los entendimientos.
En estos instantes me pregunté, mientras la corriente nos llevaba mar adentro, si en esa tierra extraña los diversos tormentos del castillo y del pueblo se conciliarían.
Habíamos sido abyectos por mandato real, y luego por condena real.  A partir de entonces, en un mundo extranjero, lejos de quienes conocían nuestra historia o condición, seríamos abyectos por nuestra propia naturaleza.
Abrí los ojos y de nuevo vi los faroles que colgaban de las horquillas de latón bajo los tapices entoldados del techo.  Habíamos echado anclas.
Arriba se percibía un gran movimiento.  Parecía que toda la tripulación estaba en pie.  Se oían unos pasos que se aproximaban...



A TRAVÉS DE LA CIUDAD
Y EN EL INTERIOR DE PALACIO




Bella abrió los oíos.  No había dormido pero no le hacía falta mirar por una ventana para saber que era de día.  El aire del interior del camarote era inusualmente cálido.
Una hora antes había oído que Tristán y Laurent susurraban en la oscuridad y se enteró por ellos de que el barco había echado anclas.  Se había asustado un poco.
Después de aquello, había entrado y salido de sueños eróticos poco profundos, despertando todas las partes de su cuerpo como un paisaje al amanecer.  Estaba impaciente por desembarcar, por conocer en todo su alcance lo que le iba a suceder, por sentirse amenazada por algo más tangible.
Cuando vio entrar en tropel a los delgados y bien parecidos asistentes, supo con certeza que habían llegado a la sultanía.  En breve todos sus anhelos se convertirían en experiencias reales.
Los graciosos muchachos, que no debían de tener más de catorce o quince años pese a su altura, iban siempre suntuosamente vestidos, pero aquella mañana llevaban túnicas de seda con bordados y ceñidos fajines confeccionados en una exquisita tela rayada.  Su negro cabello, acicalado con lociones, relucía y su inocente rostro estaba oscurecido por un aire inhabitual de inquietud.
Despertaron al instante a los demás esclavos reales, los sacaron de las jaulas y los condujeron a sus correspondientes mesas de cuidados.
Bella se estiró sobre la seda disfrutando de la repentina libertad, desembarazada de su confinamiento, y sintió un hormigueo en los músculos de las piernas.  Echó una ojeada a Tristán y luego a Laurent.  Tristán continuaba sufriendo mucho.  Laurent, como siempre parecía ligeramente divertido.  Pero entonces ya no había ni siquiera tiempo para despedirse.  Rogó para que no les separaran, para que, ocurriera lo que ocurriese, lo descubrieran juntos y que, de alguna manera, su nueva cautividad les proporcionara momentos en los que pudieran hablar. 
Los jóvenes asistentes aplicaron con rapidez el aceite dorado sobre la piel de Bella, con fuertes masajes que lo hacían penetrar en sus muslos y nalgas.  Levantaron y cepillaron la larga melena con polvo dorado y luego volvieron a la princesa boca arriba con suma suavidad.
Unos diestros dedos le abrieron la boca, y con un suave paño, sacaron brillo a su dentadura.  Le aplicaron una cera dorada sobre los labios y luego pintura, también dorada, sobre sus pestañas y cejas.
Desde el primer día de viaje, a Bella no le habían vuelto a decorar de un modo tan exhaustivo, ni tampoco a los demás esclavos.  Su cuerpo reaccionó con familiares sensaciones.
Pensó vagamente en su capitán de la guardia y su divina rudeza, en los elegantes torturadores de la corte de la reina, tan distantes en su recuerdo, y sintió una necesidad desesperada de pertenecer otra vez a alguien, de ser castigada para alguien, poseída a la vez que castigada.
Ser poseída por otro merecía cualquier humillación.  Volviendo al pasado, tuvo la impresión de que únicamente había estado en pleno florecimiento cuando era violada plenamente para satisfacer la voluntad de otro.  Al sufrir por voluntad ajena era cuando había descubierto su verdadero yo.
Pero, durante la travesía por alta mar, un nuevo sueño, cada vez más profundo, había empezado a fulgurar en su mente: el sueño de que en esta tierra extranjera encontraría de algún modo lo que no había encontrado antes, alguien a quien pudiera amar de verdad.  Se lo había confiado únicamente a Laurent.
En el pueblo le había dicho a Tristán que no era eso lo que quería, sino que lo que anhelaba era recibir un trato duro y severo.  Pero en realidad el amor de Tristán por su amo la había afectado profundamente.  Las palabras del príncipe habían influido en su ánimo en el mismo momento en el que ella expresaba sus contradicciones.
Luego, en alta mar, habían llegado esas noches solitarias, de anhelos insatisfechos y excesivas consideraciones acerca de todos los designios del destino y la fortuna.  Había sentido una extraña fragilidad al pensar en el amor.  Al pensar en entregar su alma secreta a un amo o a una ama, Bella se sintió más desconcertada que nunca.
El asistente le peinaba el vello púbico, le aplicaba pintura dorada y tiraba de cada rizo para levantarlo.
Bella difícilmente conseguía mantener las caderas quietas.  Luego vio un espléndido puñado de perlas que el muchacho le mostraba para que las inspeccionara.  Se las colocó entre el vello púbico pegadas a la piel con un fuerte adhesivo.  Qué adorno tan precioso.  Bella sonrió.
La princesa cerró los ojos durante un segundo; el sexo le dolía de vacío.  Luego echó un vistazo a Laurent y comprobó que el dorado rostro del príncipe había adquirido un aire oriental.  Sus pezones estaban primorosamente erectos, así como la gruesa verga.  Estaban decorando el cuerpo de él de acuerdo con su tamaño y fortaleza, con grandes esmeraldas en vez de perlas.
Laurent sonreía al muchacho que hacía el trabajo y, por su expresión, parecía que lo despojaba mentalmente de sus lujosas ropas.  Luego, el príncipe se volvió a Bella, se llevó lánguidamente la mano a los labios y le lanzó un beso sin que nadie más se percatara.
A continuación le guiño un ojo y Bella sintió crecer el deseo y la pasión que ardían en ella.  Era tan hermoso, Laurent.
«Oh, por favor, que no nos separen», imploró ella.  No porque pensara que alguna vez poseería a Laurent, pues eso sería pedir demasiado, sino por que estaría perdida sin los demás, perdida...
Entonces una duda la asaltó con toda su fuerza: no tenía ni idea de lo que iba a sucederle en la sultanía, no tenía el menor control sobre ello.  Sabía lo que era ir al pueblo, lo sabía.  Se lo habían contado.  Incluso el castillo, lo sabía.  El príncipe de la Corona la había preparado.  Pero esto, este lugar, iba más allá de lo imaginable.  Su cada vez mayor palidez se disimulaba bajo la pintura dorada que le cubría el rostro.
Los criados hacían gestos a los esclavos que tenían a su cargo para que se levantaran.  Eran los mismos gestos exagerados y apremiantes de siempre para que permanecieran en silencio, quietos y obedientes, formando un corro los unos frente a los otros.
Bella sintió que le cogían las manos y se las enlazaban a la espalda como si por sí misma fuera incapaz hasta de hacer eso.  El mozo tocó su nuca y luego le besó suavemente la mejilla mientras ella inclinaba la cabeza sumisamente.
La princesa todavía veía a los otros con claridad.  Los genitales de Tristán también habían sido decorados con perlas.  El príncipe relucía de pies a cabeza, sus mechones rubios estaban aún más dorados que su brillante piel.
Al mirar a Dimitri y a Rosalynd, descubrió que los habían decorado con rubíes rojos.  Su pelo negro creaba un magnífico contraste con su piel satinada.  Los enormes ojos azules de Rosalynd parecían adormilados bajo la orla de pestañas pintadas.
El amplio pecho de Dimitri estaba tieso como el de una estatua, aunque sus muslos de fuerte musculatura temblaban incontroladamente.
De repente, Bella dio un respingo cuando el mozo añadió un poco mas de pintura dorada a sus pezones.  La princesa no podía apartar la vista de los pequeños dedos marrones, hechizada por el esmero con que trabajaban y por la forma en que sus propias tetillas se endurecían insoportablemente.  Sentía que cada una de las perlas se adhería a su piel.  Cada hora de hambre sexual pasada en la travesía por mar acentuó su silencioso anhelo.
Pero a los cautivos les tenían reservada otra sorpresa.  Bella observó a hurtadillas, con la cabeza aún inclinada, cómo los mozos extraían de sus profundos bolsillos ocultos otros juguetes terroríficos: varios pares de abrazaderas de oro con largas cadenas de delicados eslabones firmemente sujetas.
Bella ya conocía y temía las abrazaderas, naturalmente.  Pero las cadenas... la inquietaban de verdad.  Parecían traíllas, ya que tenían pequeñas asas de cuero.
El criado le tocó los labios para indicarle que permaneciera en silencio y luego, con presteza, pellizcó con sus dedos el pezón derecho y agarró una buena porción de carne con la pequeña y dorada abrazadera aconchada que cerró con un chasquido.  Estaba forrada con un trozo de piel blanca pero la presión era inflexible.  Todo el cuerpo de Bella pareció sentir el repentino y persistente tormento.  Cuando le sujetaron la otra abrazadera con idéntica presión, el asistente cogió las largas cadenas por las asas y les dio un tirón.  Era lo que Bella más temía.  Aquel gesto la obligó abruptamente a moverse hacia delante entre jadeos.
El mozo le lanzó de inmediato una mirada ceñuda, sumamente contrariado por el quejido que la muchacha había proferido con la boca abierta, y le dio firmemente en los labios con los dedos.  Ella bajó aún más la cabeza, admirada de las dos frágiles cadenas y de la sujeción que ejercían sobre estas partes misteriosamente tiernas de su cuerpo.  Parecían dominarla por completo.
La princesa observó con el corazón encogido mientras la mano del asistente tiraba y sacudía las cadenas otra vez arrastrando a Bella hacia delante una vez más.  Esta vez gimió pero no se atrevió a abrir los labios, y por ello recibió un beso de beneplácito que hizo que el deseo renaciera dolorosamente en su interior.
«Oh, pero no pueden llevarme a tierra de este modo», pensó.  Enfrente veía a Laurent, sujeto del mismo modo que ella, furioso y sonrojado mientras el mozo tiraba de las odiosas cadenas y le obligaba a avanzar.  Laurent parecía aún más desamparado que cuando estaba atado a la cruz de castigos en el pueblo.
Por un momento, Bella recordó el cruel deleite de los castigos del pueblo.  Sintió con más agudeza esta delicada condena, el nuevo cariz de su servidumbre.
Vio que el joven criado de Laurent besaba la mejilla del esclavo con aprobación.  Laurent no jadeó ni gritó.  Pero su verga se convulsionaba de un modo descontrolado.  Tristán se encontraba en el mismo estado de desdicha, pero su aspecto, como siempre, era de una tranquila majestuosidad.
Los pezones de Bella palpitaban como si los estuvieran fustigando.  El deseo brotaba a borbotones por sus extremidades, la hacía estremecerse levemente sin mover los pies, y su mente de pronto se animó otra vez con sueños de un nuevo y especial amor.
Las ocupaciones de los jóvenes asistentes la distrajeron.  Estaban cogiendo de la pared largas tiras de cuero rígido.  Como todos los demás objetos de este reino, éstas también estaban tachonadas profusamente con joyas, lo cual las convertía en pesados instrumentos de castigo aunque, como si se tratara de listas de madera joven, eran absolutamente flexibles.
Sintió el ligero picor en la parte posterior de sus pantorrillas y tiraron de nuevo de la traílla doble.  Debía seguir a Tristán, a quien habían obligado a ponerse de cara a la puerta.  Los demás se alineaban probablemente tras ella.
Por primera vez en quince días, iban a salir de la bodega del barco.  Se abrieron las puertas.  El mozo de Tristán lo guió escaleras arriba jugueteando con la correa de cuero sobre sus pantorrillas para obligarle a andar.  Por un momento, la luz del sol, que se derramaba desde la cubierta, les cegó.  Llegó con un aluvión de ruido formado por el sonido de la muchedumbre, de gritos distantes, de un sinnúmero de gente.
Bella se apresuró a subir las escaleras de madera que sentía calientes bajo sus pies, pero los tirones de sus pezones la obligaron a gemir de nuevo. Era realmente ingenioso que la condujeran con tal facilidad mediante unos instrumentos tan refinados.  Qué bien entendían estas criaturas a sus cautivos.  La princesa apenas podía soportar ver las nalgas tersas y fuertes de Tristán ante ella.  Le pareció oír gemir a Laurent por detrás.  Sintió miedo por Elena, Dimitri y Rosalynd.
Bella había salido a cubierta y a ambos lados veía una multitud de hombres con sus largas túnicas y turbantes.  Más allá, el cielo abierto y los altos edificios de ladrillos de barro cocido de la ciudad.  De hecho, se encontraban en un puerto de gran actividad y, por todos lados, a derecha e izquierda, se veían los mástiles de otros barcos.  El ruido, al igual que la mismísima luz, era aturdidor.
«Oh, que no nos lleven a tierra de este modo», se dijo la princesa una vez más. Pero la apresuraron a seguir a Tristán a través de cubierta y a descender por una escalerilla moderadamente inclinada.  El aire salado del mar se enturbió de pronto, cargado de calor y polvo, de olor a animales, estiércol y cuerda de cáñamo, y de la arena del desierto.
De hecho, la arena cubría las piedras sobre las que de repente Bella se encontraba.  No pudo evitar alzar un poco la cabeza para ver la enorme multitud, contenida por los miembros de la tripulación tocados con turbantes.  Cientos y cientos de rostros oscuros la escudriñaban a ella y a los demás cautivos.  Había camellos y asnos cargados con altas pilas de mercancías, hombres de todas las edades ataviados con túnicas de lino, la mayoría de ellos con turbantes o bien cubiertos por los ondeantes tocados del desierto.
Por un momento Bella perdió todo el coraje.  Este no era el pueblo de la reina, desde luego.  Era algo mucho más real, pese a ser extranjero.
No obstante, su alma se recuperó en cuanto sintió un nuevo tirón en los pezones.  Entonces vio aparecer a unos hombres vestidos con llamativos ropajes quienes, en grupos de cuatro, sostenían sobre sus hombros unas largas varas doradas de unas literas descubiertas y acolchadas.
Bajaron de inmediato uno de estos cojines transportables para dejarlo ante ella.  De nuevo sus pezones sufrieron el tirón de las crueles traíllas al tiempo que la correa de cuero alcanzaba sus rodillas.  Bella comprendió.  Se arrodilló sobre el cojín, un poco deslumbrada por el espléndido diseño rojo y oro.  Sintió que la empujaban para sentarla sobre los talones obligándola a separar las piernas, y una cálida mano instalada firmemente sobre su nuca le indicó que reclinara una vez más la cabeza.
«Esto es insoportable -pensó gimiendo tan suavemente como pudo-, que nos lleven así por toda la ciudad. ¿Por qué no nos llevan secretamente hasta su alteza el sultán? ¿No somos esclavos reales?»
Pero la princesa conocía la respuesta.  La veía en los rostros oscuros que se apretujaban por doquier.
«Aquí no somos más que esclavos.  Ningún miembro de la realeza nos acompaña.  Simplemente somos valiosos y exquisitos, como las demás mercaderías que sacan de la bodega de los barcos. ¿Cómo ha podido permitir la reina que nos suceda esto?»
Sin embargo aquella frágil sensación de indignación se disolvió instantáneamente, como por efecto del calor de su propia carne desnuda.  El asistente empujó las piernas para que las abriera aún más y le separó las nalgas apoyadas sobre los talones mientras ella se esforzaba por mostrarse lo más dócil posible.
«Sí -pensó mientras su corazón latía con fuerza y su piel absorbía la admiración de la multitud-, una posición muy buena.  Pueden ver mi sexo y todas mis partes secretas.» Forcejeó con otra leve muestra de alarma.  Entonces ataron con destreza las traíllas doradas a un gancho de oro que estaba dispuesto en la parte delantera del cojín, lo que las dejaba totalmente tensas y sujetaban sus pezones creando un agridulce estado de tensión.
El corazón de Bella latía demasiado deprisa.  Su joven mozo la asustó aún más con aquellos desesperados gestos para que permaneciera callada, para que fuera buena.  Le tocó los brazos con gesto exigente.  No, no debía moverlos.  Ya lo sabía. ¿Acaso había intentado alguna vez permanecer quieta con tal empeño?  Cuando su sexo se convulsionó como una boca luchando por respirar, ¿se daría también cuenta la multitud?
Levantaron cuidadosamente la litera hasta apoyarla sobre los hombros de los portadores del turbante.  La constatación de su exposición casi le provocó náuseas.  Pero ver a Tristán más adelante, arrodillado sobre su cojín, la consoló y le recordó que no estaba sola en esto.
La ruidosa muchedumbre les dejó paso.  La pequeña procesión avanzaba a través de un gran espacio abierto que partía desde el puerto.
Bella, invadida por cierto sentido del decoro, no se atrevía a mover ni un músculo.  No obstante, veía a su alrededor el gran bazar: mercaderes con sus brillantes piezas de cerámica esparcidas sobre alfombras multicolores, rollos de seda y lino apilados, artículos de cuero y de bronce y ornamentos de plata y oro, jaulas con aves agitadas, cloqueantes; y alimentos cocinándose en cazuelas humeantes bajo polvorientos entoldados.
Sin embargo, el mercado al completo dirigía su atención y comentarios a los cautivos que eran transportados sobre las literas.  Algunos de los espectadores se quedaban mudos junto a sus camellos, limitándose a observar.  Otros, que parecían ser los más jóvenes, con la cabeza al descubierto, corrían a la altura de Bella, levantando la mirada para contemplarla, señalándola con el dedo y hablando apresuradamente.
El criado se mantenía a la izquierda de la princesa y, con la larga correa de cuero, hacía algunos pequeños ajustes al largo pelo y de vez en cuando amonestaba ferozmente al gentío, al que obligaba a retroceder.
Bella intentaba no apartar la mirada de los altos edificios de ladrillos a los que cada vez se aproximaban más.
La transportaban por una pendiente ascendente, pero los portadores sostenían la litera en posición horizontal.  La princesa se esforzó por mantener una postura perfecta pese a que su pecho se agitaba con los tirones de las crueles abrazaderas y las largas cadenas de oro que sostenían sus pezones temblaban bajo la luz del sol.
Se encontraban en una calle empinada.  A ambos lados las ventanas se abrían, la gente señalaba y se quedaba mirando.  La multitud se movía en tropel a lo largo de las paredes y el griterío se hacía de pronto más ruidoso al reverberar contra las piedras.  Los mozos les obligaban a retroceder con órdenes cada vez más estrictas.
«Ah, ¿qué sentirán al mirarnos? -se preguntó Bella.  Su sexo desnudo latía entre las piernas.  Parecía sentirse tan deshonrosamente abierto-. Somos como bestias, ¿no?  Toda esta gente miserable no se imagina ni por un instante que también a ellos podría sobrevenirles un destino así, por muy pobres que sean.  Lo único que desean es la oportunidad de poseernos.»
La pintura dorada tiraba de su piel, sobre todo de sus pezones apretados.
Por más que lo intentaba, no podía mantener las caderas completamente quietas.  Su sexo parecía derretirse de deseo y arrastraba todo su cuerpo con él.  Las miradas de la multitud la alcanzaban y atosigaban, la afligían por su propio vacío.
Habían llegado al final de la calle.  La multitud salió en torrentes a un espacio abierto en el que había varios miles más de personas espectantes.  El ruido de las voces llegaba en oleadas.  Bella no alcanzaba a ver el final de esta multitud ya que cientos de ellos se apiñaban para ver más de cerca la procesión.  Sintió que su corazón latía aún con más violencia mientras atisbaba las grandes cúpulas doradas de un palacio que se alzaba ante ella.
El sol la cegó.  Centelleaba sobre muros de mármol blanco, arcos morunos, gigantescas puertas que se cerraban con hojas doradas, torres encumbradas tan delicadas que hacían que los oscuros y toscos castillos de Europa parecieran en cierto modo chabacanos y vulgares.
La procesión torció bruscamente a la izquierda. Durante un instante, Bella vislumbró a Laurent a su lado, luego a Elena y su larga melena agitada por la brisa, y las figuras oscuras e inmóviles de Dimitri y Rosalynd.  Todos obedientes, sobre sus literas acolchadas.
Los más jóvenes de la multitud parecían los más frenéticos.  Vitoreaban y corrían arriba y abajo, como si la proximidad del palacio intensificara en cierto modo su excitación.
Bella vio que la procesión había llegado a un lado de la entrada y unos guardias con turbantes y grandes alfanjes que colgaban de sus fajines hacían retroceder a la multitud mientras se abría una pesada doble puerta.
«Oh, bendito silencio», se dijo Bella.  Vio que llevaban a Tristán bajo el arco e inmediatamente ella lo siguió.
No habían entrado en un patio, como había esperado, sino que más bien se encontraban en un gran corredor con las paredes cubiertas de intrincados mosaicos.  Incluso el techo formaba un tapiz de piedra con motivos florales y espirales.  Los portadores se detuvieron.  Las puertas de la entrada, que quedaban mucho más atrás, ya se habían cerrado.  Todos se vieron envueltos en sombras.
Sólo entonces, Bella descubrió las antorchas de las paredes y las lámparas en los pequeños nichos.  Un grupo numerosísimo de muchachos de rostro oscuro, vestidos exactamente igual que los mozos del barco, inspeccionaba a los nuevos esclavos en silencio.
Hicieron descender la litera de Bella.  Al instante, el mozo agarró las traíllas y tiró de ella para que se pusiera de rodillas sobre el mármol.  A toda prisa, portadores y literas desaparecieron por unas puertas que Bella apenas había tenido tiempo de descubrir.  La obligaron a apoyarse también sobre sus manos, y el pie del mozo le pisaba firmemente la nuca para obligarla a bajar la frente hasta tocar el suelo de mármol.
Bella sintió un estremecimiento.  Percibió unos modales diferentes en su asistente.  Cuando el pie apretó con más fuerza, casi con rabia, sobre su cuello, ella besó apresuradamente el frío suelo, invadida por el temor de no saber lo que querían de ella.
Pero este gesto pareció aplacar al muchachito. La princesa sintió una palmadita de aprobación en la nalga.
A continuación le levantaron la cabeza y pudo ver a Tristán.  Le obligaban a ponerse a cuatro patas delante de ella.  Aquel trasero bien formado la incomodó aún más.
Pero mientras observaba sobrecogida de asombro, pasaron las pequeñas cadenas con eslabones de oro que apretaban sus pezones entre las piernas de Tristán y luego bajo el vientre del príncipe.
« ¿Por qué?», se preguntó Bella sintiendo la presión reavivada con que las abrazaderas pellizcaban su carne.
De inmediato iba a conocer la respuesta.  Notó que pasaban un par de cadenas entre sus propios muslos importunándole sus labios púbicos.  Entonces una mano firme la agarró por la barbilla, le abrió la boca y le introdujo las asas de cuero como si se tratara de una embocadura que debía sujetar entre los dientes con la debida firmeza.
Se percató de que aquélla era la traílla de Laurent.  Así que entonces debía tirar de él mediante las abominables cadenas igual que Tristán tiraba de ella.  El menor gesto involuntario de su cabeza aumentaría el tormento de Laurent igual que Tristán haría con el suyo al tirar de las cadenas asignadas a él.
Pero lo que de verdad abrumaba a Bella era la globalidad del espectáculo.
«Estamos amarrados unos a otros como animalitos conducidos al mercado», pensó.  Se sintió aun más confundida por las cadenas que tocaban levemente sus muslos y el exterior de sus labios púbicos.  El roce contra su tenso vientre la perturbó todavía más.
« ¡Pequeño diablillo!», se dijo y echó un vistazo a las vestimentas de seda de su asistente.  El criado le repasaba el pelo hasta la saciedad, forzaba la espalda de la muchacha para que se doblara aún más, de tal manera que elevara todavía más el trasero.  Sintió las púas de un peine que acariciaban el delicado vello que rodeaba su ano mientras el ardiente rubor que la inundaba hacia enrojecer aún más su rostro.
¿Tenía que mover Tristán la cabeza de ese modo, haciendo que sus pezones palpitaran así?
Oyó que uno de los mozos daba una palmada.  La correa de cuero descendió sobre las pantorrillas de Tristán y contra las plantas de sus pies desnudos.  El príncipe comenzó a avanzar y ella se apresuró tras él.
Cuando Bella alzó la cabeza, lo justo para ver las paredes y el techo, la correa le dio en la nuca.  Luego fustigó la parte inferior de sus pies igual que habían hecho con Tristán.  Las cadenas tiraban de sus pezones como si tuvieran vida propia.
No obstante, las tiras de cuero les golpeaban con mayor rapidez y fuerza, apremiándolos a darse prisa.  Una pantufla le propinó un empujón en el trasero.  Sí, debían correr.  A medida que Tristán cogía velocidad, ella hacía lo mismo, mientras recordaba con turbación cómo había corrido en una ocasión por el sendero para caballos de la reina.
«Sí, apresuraos –pensó y mantened la cabeza correctamente baja. ¿Cómo pudisteis pensar que entraríais en el palacio del sultán de otro modo?»
Las multitudes del exterior podían mirar boquiabiertos a los esclavos, probablemente igual que hacían ante la mayoría de prisioneros degradados, pero los esclavos del sexo de aquel palacio tan magnífico tenían que mantener las bocas abiertas por obligación.
A cada centímetro de suelo que recorría, Bella se sentía más abyecta.  Notaba cómo aumentaba el calor en su pecho al quedarse sin aliento, y su corazón, como siempre, latía muy deprisa, demasiado ruidoso.
El pasillo parecía agrandarse, cada vez más ancho y más alto.  El numeroso grupo de mozos franqueaba a los esclavos.  No obstante, Bella aún atisbaba varias puertas arqueadas a izquierda y derecha, y salas cavernosas decoradas con los mismos mármoles de hermoso colorido.
La grandiosidad y solidez del lugar la sobrecogieron.  Las lágrimas escocían sus ojos.  Se sentía pequeña, totalmente insignificante.
Aun así, había algo absolutamente maravilloso en esta sensación.  No era más que una cosita pequeña en este vasto mundo pero sí parecía tener su propio lugar, de un modo más inequívoco que en el castillo o incluso en el pueblo.
Sus pezones palpitaban ininterrumpidamente bajo la presión de las forradas abrazaderas.  Algunos destellos ocasionales de luz solar la distraían. Sintió un nudo en la garganta, una debilidad general.  El olor a incienso, madera de cedro y perfumes orientales la envolvió de súbito.  Cayó en la cuenta de que en este mundo de opulencia y esplendor todo estaba en calma; el único sonido lo provocaban los esclavos que correteaban de un lado a otro y el chasquido de las correas.  Ni siquiera los mozos hacían ruido, excepto el leve roce de sus túnicas de seda.  El silencio parecía formar parte del palacio, como una extensión del dramatismo que les devoraba.
Pero a medida que se adentraban más y más en el laberinto, mientras la escolta de mozos se demoraba un poco para dejar solo al pequeño torturador con su activa correa y la procesión doblaba esquinas y entraba en pasillos aún más anchos, Bella empezó a descubrir por el rabillo del ojo una especie de extrañas estatuas ubicadas en nichos que hacían las veces de adorno del corredor.
De pronto, cayó en la cuenta de que no eran verdaderas estatuas, sino esclavos vivientes instalados en nichos.
Finalmente tuvo que echar una amplia ojeada y, esforzándose por no perder el paso, miró a derecha e izquierda para observar a estas pobres criaturas.
Sí, hombres y mujeres se alternaban a ambos lados del pasillo, donde permanecían mudos de pie en los nichos.  Cada una de las figuras había sido envuelta de arriba abajo con el lino teñido de oro, a excepción de la cabeza, sostenida muy erguida por un puntal sumamente ornamentado, y los órganos sexuales que quedaban expuestos en su gloria dorada.
Bella bajó la vista e intentó recuperar el aliento aunque no pudo evitar volver a levantar la mirada.  Entonces lo vio más claro.  A los hombres los habían atado con las piernas juntas y los genitales apuntando hacia delante, y las mujeres estaban amarradas con las piernas separadas completamente envueltas y el sexo al descubierto.
Todos permanecían inmóviles, con los largos puntales para el cuello, de exquisitas formas doradas, fijados a la pared posterior mediante una vara que parecía sujetarlos firmemente.  Algunos de los esclavos parecían dormir con los ojos cerrados, otros tenían la vista fija en el suelo, pese a que sus rostros estaban ligeramente levantados.
Muchos de ellos tenían la piel oscura como la de los criados y sus abundantes pestañas negras eran características de la gente del desierto.  No había casi ninguno tan rubio como Tristán y Bella.  A todos les habían embadurnado de oro.
Bella, invadida por un pánico silencioso, recordó las palabras del emisario de la reina que les había hablado en el barco antes de partir hacia la sultanía: «Aunque el sultán cuenta con muchos esclavos de su propia tierra, vosotros, los príncipes y princesas cautivos, sois una especie de exquisitez especial y una gran curiosidad.»
«Entonces seguro que no nos atan y nos colocan en nichos como a estos pobres -pensó Bella-, perdidos entre docenas y docenas de esclavos, sólo para servir de adorno en un pasillo.»
Pero la princesa también era consciente de la auténtica verdad.  Este sultán poseía una cantidad tan vasta de esclavos que podía sucederle cualquier cosa, tanto a ella como a sus compañeros cautivos.
A medida que avanzaba a paso apresurado, y sus rodillas y manos empezaban a irritarse debido al roce con el mármol, continuó estudiando estas figuras.
Pudo distinguir que a cada una de ellas le habían doblado los brazos a la espalda y que sus pezones dorados estaban expuestos y algunas veces sujetos con abrazaderas; todos llevaban el cabello peinado hacia atrás para dejar al descubierto los adornos enjoyados de las orejas.
Qué tiernas parecían aquellas orejas, ¡como penes!
Una nueva oleada de terror invadió todo su cuerpo.  Se estremeció al pensar en lo que Tristán sentiría allí, sin el amor de un amo. ¿Y qué sucedía con Laurent? ¿Qué le parecería todo esto después del singular espectáculo que había ofrecido atado en la cruz de castigo en el pueblo?
Otro tirón de las cadenas sacudió a la princesa. Le dolían los pezones.  La correa jugueteaba entre sus piernas, acariciaba su ano y los labios de su vagina.
«Pequeño diablillo», se dijo otra vez.  No obstante, con aquellas cálidas sensaciones hormigueantes que recorrían todo su cuerpo, arqueó aún más la espalda para que sus nalgas se elevaran y se arrastró con movimientos todavía más animosos.
Estaban llegando ante una puerta doble.  Con gran conmoción, vio que había un esclavo colocado a un lado de la puerta y una esclava al otro. Estos dos cautivos no estaban envueltos, sino completamente desnudos, aunque pegados a las puertas mediante unas bandas doradas que rodeaban su frente, cuello, cintura, piernas, tobillos y muñecas, con las rodillas muy separadas y las plantas de los pies pegadas una contra otra.  Tenían los brazos estirados y levantados por encima de la cabeza, con las palmas hacia fuera.  Los rostros de ambos parecían serenos.  Sostenían en sus bocas racimos de uvas diestramente dispuestos y hojas doradas como la piel de ambos, de tal manera que las criaturas parecían esculturas.
Pero la puerta se había abierto.  Los esclavos pasaron junto a estos dos centinelas silenciosos en un visto y no visto.
Cuando la marcha aminoró, Bella se encontró en un patio inmenso, lleno de palmeras plantadas en macetas y parterres de flores bordeados de mármol veteado.
La luz del sol salpicaba las baldosas que Bella tenía enfrente.  De repente, el perfume de las flores la reanimó.  Vislumbró capullos de todas las tonalidades y descubrió, en un instante, que el vasto jardín estaba lleno de esclavos pintados de oro, enjaulados igual que otras hermosas criaturas, todos ellos colocados en posturas espectaculares sobre pedestales de mármol.  Se sintió paralizada.
La obligaron a detenerse y le retiraron la traílla de la boca.  Su mozo la recogió y se colocó a su lado.  La correa jugueteaba entre sus muslos, le hacía cosquillas y la obligaba a separar las piernas.  Luego, una mano alisó su pelo con ternura.  Vio a Tristán a su izquierda y a Laurent a su derecha.  Entonces comprendió que habían situado a los eslavos formando un amplio círculo.
De repente, el numeroso grupo de asistentes empezó a reírse y a hablar como si les hubieran liberado de algún silencio impuesto.  Rodearon a los esclavos señalándolos con los dedos y gesticulando.
Una vez más, la pantufla pisaba el cuello de Bella, obligándola a bajar la cabeza hasta que los labios tocaron el mármol.  Por el rabillo del ojo podía distinguir que forzaban a Laurent y a los otros a doblarse en la misma sumisa postura.
Un arco iris multicolor formado por las túnicas de seda de los criados los rodeó.  El alboroto de la conversación era peor que el ruido de la multitud en las calles.  Bella permanecía de rodillas, temblando, y sintió unas manos en su espalda y en el pelo, mientras la correa de cuero separaba aún más sus piernas.  Varios mozos con túnicas de seda se situaron delante y detrás de ella.
De repente se hizo un silencio que acabó por destrozar la frágil compostura de la princesa.
Los criados se retiraron como si algo los apartara a un lado con un barrido.  No se oía ningún ruido aparte del cotorreo de las aves y el tintineo de los carillones.
Luego Bella oyó el suave sonido de unos pies envueltos en pantuflas que se aproximaban.



EXAMEN EN EL JARDÍN




No fue un hombre quien entró en el jardín sino que fueron tres.  No obstante, dos de ellos permanecieron en segundo término por respeto al que se adelantó lentamente en solitario
Había un tenso silencio.  Bella vio los pies y el bajo de la túnica del personaje que se movía alrededor del círculo.  El tejido era suntuoso y las pantuflas de terciopelo tenían un rubí en la punta.  Aquel hombre se movía con pasos lentos, como si lo inspeccionara todo minuciosamente.
Bella contuvo la respiración cuando él se aproximó a ella.  La princesa miró de soslayo al sentir que la pantufla de color vino le rozaba la mejilla y se apoyaba luego en su nuca, para seguir a continuación toda la longitud de la columna vertebral.
Bella se estremeció, incapaz de contenerse.  El gemido sonó fuerte e impertinente a sus propios oídos pero no hubo ninguna reprimenda.
Le pareció oír una risita. Luego, una frase pronunciada con suavidad hizo que le saltaran una vez más las lágrimas.  Qué voz tan sedante e inusualmente musical.  Quizás el idioma ininteligible la hacía más lírica.  No obstante, lamentaba no comprender el significado de aquellas palabras.
Naturalmente, nadie le había hablado.  Aquellas palabras estaban dirigidas a uno de los otros dos hombres, pero aun así la voz la estimuló, casi la sedujo.
De súbito, sintió que tiraban con fuerza de sus cadenas.  Sus pezones se endurecieron y sintió un picor que al instante extendió sus tentáculos hasta la ingle.
La princesa, insegura y asustada, se puso de rodillas, y luego notó que tiraban de ella para que se levantara.  Los pezones le ardían y su rostro estaba al rojo vivo.
Por un momento, la inmensidad del jardín la impresionó.  Los esclavos atados, la abundante floración, el cielo azul, de una claridad pasmosa, en lo alto, la gran cantidad de criados que la observaban.  Además, el hombre que se hallaba de pie ante ella.
¿Qué debía hacer con las manos?  Se las puso detrás de la nuca y fijó la vista en el suelo embaldosado.  En su mente sólo persistió una imagen sumamente vaga del amo que la escrutaba.
Era mucho más alto que los muchachos.  De hecho, era un hombre muy alto y delgado, de proporciones elegantes, que parecía de mayor edad por su aire autoritario.  Era él quien había tirado de las cadenas que aún asía.
De forma totalmente inesperada, se las pasó de la mano derecha a la izquierda y con la mano libre dio un manotazo en la parte inferior de los pechos de Bella, lo cual la sorprendió.  La princesa se mordió el labio para contener las lágrimas.  Pero el ardor que sintió en su cuerpo la desconcertó.  Ansiaba que la tocaran, que volvieran a golpearla; suspiraba por sufrir una violencia aún más aniquiladora.
Cuando intentaba controlarse, vislumbró brevemente el oscuro cabello ondulado del hombre, que no le llegaba a los hombros.  Aquellos ojos eran tan negros que parecían dibujados con tinta, y los iris grandes y relucientes, cuentas de azabache.
«Qué encantadora es esta gente del desierto» pensó Bella, y los sueños de la bodega del barco volvieron de repente a ella como una burla. ¿Amarlo? ¿Amar a este hombre que no es más que un sirviente como los demás?
De todos modos, aquel rostro le provocó miedo y turbación.  De pronto le pareció una cara inverosímil, casi inocente.
De nuevo se oyeron unas sonoras palmotadas y Bella, incapaz de dominarse retrocedió unos pasos.  Sus pechos se inundaron de calor.  Su joven asistente le fustigó las piernas desobedientes con la correa.  Bella se mantuvo quieta, lamentando aquel error.
La voz volvió a hablar, tan suave como antes, tan melodiosa, casi acariciadora.  Pero sus palabras hicieron que los jóvenes criados empezaran a actuar con toda presteza.
Bella sintió unos dedos suaves, sedosos, que se enroscaban sobre sus tobillos y muñecas y, antes de que pudiera comprender lo que sucedía, la habían levantado con las piernas alzadas en ángulo recto respecto del cuerpo, separadas por los mozos que la sostenían.  También le estiraron los brazos hacia arriba mientras la sujetaban firmemente por la espalda y la cabeza.
La princesa temblaba espasmódicamente.  Le dolían los muslos y el sexo estaba expuesto de un modo brutal.  Luego sintió que otro par de manos le levantaba la cabeza y se quedó mirando fijamente a los ojos del misterioso gigante, su amo, que le dirigía una sonrisa radiante.
Oh, era demasiado apuesto.  Bella apartó la vista al instante, con un pestañeo. Él tenía los ojos rasgados, lo cual le confería un aspecto levemente diabólico, y su gran boca provocaba en ella unas ganas tremendas de besarla.  Pero, pese a lo inocente de su expresión, de aquel hombre parecía emanar un espíritu feroz.  Bella percibía la amenaza en él.  Lo sentía con su contacto.  En aquella posición, con las piernas tan separadas, se sumió en un pánico silencioso.
Como si quisiera confirmar su poder, el amo le propinó unas rápidas bofetadas en el rostro que obligaron a Bella a gemir.  La mano volvió a alzarse, esta vez para abofetearle la mejilla derecha luego la izquierda, hasta que de pronto Bella se puso a llorar de modo audible.
«Pero ¿qué he hecho?», se preguntaba mientras a través de la cortina de lágrimas descubrió que el rostro de él únicamente reflejaba curiosidad.  La estaba estudiando.  No era inocencia.  Lo había juzgado erróneamente.  Lo que en él fulguraba era sólo la fascinación que sentía por lo que estaba haciendo.
«De modo que se trata de una prueba -intentaba decirse la princesa a sí misma-.  Pero ¿cómo puedo superarla o saber si fracaso?» Vio que las manos volvían a alzarse y se estremeció.
El hombre le echó la cabeza levemente hacia atrás y le abrió la boca para tocarle la lengua y los dientes.  Bella, en un escalofrío, sintió que todo su cuerpo se convulsionaba asido por las manos de los criados.  Los dedos exploradores le tocaron los párpados, las cejas y le enjugaron las lágrimas que surcaban su rostro mientras la princesa continuaba con la vista fija en el cielo.
Luego, Bella sintió las manos en su sexo expuesto.  Los pulgares se introdujeron en su vagina y la abrieron de un modo insufrible mientras las caderas se balanceaban hacia delante provocándole una gran vergüenza.
Parecía que iba a explotar en un orgasmo, que no podría contenerse. ¿Estaría esto prohibido? ¿Y cómo la castigarían?  Meneó la cabeza de un lado a otro intentando dominarse.  Los dedos eran delicados, suaves, aunque firmes a la hora de abrirla.  Si le tocaban el clítoris estaría perdida; sería incapaz de reprimirse.
Pero, a Dios gracias, el hombre tiró de su vello púbico, le pellizcó los labios, juntándolos con un movimiento rápido, y la dejó en paz.
Completamente aturdida, Bella giró la cabeza hacia abajo.  La visión de su desnudez la acobardó aún más.  Vio que su nuevo señor daba media vuelta y chasqueaba los dedos.  A través de la maraña de su propio cabello comprobó que al instante los mozos alzaban a Elena como habían hecho antes con ella.
Elena se esforzaba por mantener la compostura, pero el rosado y húmedo sexo abría la boca a través de la corona de vello de color castaño y los músculos de los muslos empezaban a contorsionarse.  Bella observaba aterrorizada mientras el amo procedía a examinar a Elena como antes hizo con ella.
Los pechos erguidos, elevados con un marcado ángulo, se agitaban mientras el amo jugaba con la boca y los dientes de la muchacha.  Pero cuando llegó la hora de las palmotadas Elena guardó un silencio absoluto.  La mirada en el rostro del amo confundió a Bella todavía más.
Qué interés tan apasionado mostraba, qué concentrado estaba en lo que hacía.  Ni siquiera el jefe de los penados del castillo, con todo su encanto le pareció tan delicado como él.  La suntuosa túnica de terciopelo se entallaba perfectamente a su recta espalda y hombros.  Sus manos demostraban una gracia persuasiva de movimientos al abrir la roja boca púbica de Elena; la pobre princesa movía las caderas, arriba y abajo, con deshonrosas sacudidas.
El sexo de Elena, abierto en toda su plenitud, húmedo y evidentemente hambriento, avivó desesperadamente el prolongado apetito de Bella en alta mar.  Cuando el amo sonrió al tiempo que alisaba el largo pelo de Elena para apartárselo de la frente y examinaba los ojos de la muchacha, Bella experimentó unos celos incontenibles.
«No, sería espantoso amar a alguno de ellos», se dijo la princesa.  No podía entregar su corazón.  Intentó apartar la vista.  Sus propias piernas palpitaban, aunque los mozos las sostenían hacia atrás con la misma firmeza de antes.  También su propio sexo se hinchaba de manera inaguantable.
Sin embargo, aun quedaban más espectáculos por presenciar.  El amo regresó hasta Tristán.  Entonces lo alzaron en el aire con las piernas separadas del mismo modo.  Bella vio por el rabillo del ojo cómo se esforzaban los jóvenes asistentes bajo el peso del príncipe esclavo, cuyo rostro estaba como la grana por la humillación que padecía mientras el amo examinaba a conciencia el órgano duro y enhiesto.
Los dedos del amo juguetearon con el prepucio, luego con la reluciente punta y extrajeron una única gota de humedad resplandeciente.  Bella percibía la tensión en los miembros de Tristán pero no se atrevió a alzar la vista para observar el rostro de su compañero de cautiverio cuando el amo se dispuso a examinarlo.
La princesa pudo entrever el rostro del amo, los enormes ojos negros azabache y el cabello peinado hacia atrás, sujeto por detrás de las orejas, de cuyo lóbulo perforado colgaba un diminuto aro de oro.
Bella oyó cómo abofeteaba a Tristán, y cerró con fuerza los ojos cuando finalmente el príncipe gimió, entre los cachetes que parecían resonar por todo el jardín.
La princesa abrió de nuevo los ojos cuando oyó que el señor se reía entre dientes al pasar delante de ella.  Entonces le vio levantar la mano casi distraídamente para pellizcar ligeramente su pecho izquierdo.  Le saltaron las lágrimas; su mente se esforzaba por entender el resultado de las exploraciones que practicaba su señor; intentaba alejar el hecho de que él la atraía más que cualquier otro ser que la hubiera reclamado como propia hasta la fecha.
Entonces fue Laurent, a su derecha y ligeramente delante de ella, quien fue alzado para ser sometido a la inspección minuciosa del amo.
Mientras levantaban al enorme príncipe, Bella oyó que el señor soltaba un rápido torrente de palabras que inmediatamente provocó la risa de los demás asistentes.  No hacía falta que lo tradujeran.  Laurent tenía una constitución muy poderosa, su órgano era demasiado imponente.
La princesa alcanzó a ver en ese instante que el miembro de Laurent estaba completamente erecto; lo tenía bien adiestrado.  La visión de los muslos fuertemente musculados y tan separados le devolvió los delirantes recuerdos de la cruz de castigo.  Intentó no mirar el enorme escroto pero no pudo evitarlo.
Al parecer, estos atributos superiores habían provocado una nueva excitación en el amo, que abofeteó con fuerza a Laurent en una sucesión asombrosamente rápida de golpes con el revés de la mano.  El enorme torso se retorció mientras los mozos forcejeaban para mantenerlo quieto.
Luego el amo retiró las abrazaderas, las dejó caer al suelo y apretó los pezones del esclavo mientras éste gemía a voz en grito.
Pero había algo más.  Bella lo vio.  Laurent había mirado fijamente al amo; más de una vez.  Sus miradas se encontraron.  En ese instante, mientras el amo apretaba una vez más sus pezones, al parecer con fuerza, el príncipe se quedó mirando a los ojos de su señor.
«No, Laurent -pensó Bella con desesperación-.  No lo provoquéis.  No será como la gloria de la cruz de castigo, sino esos pasillos y el olvido más miserable.» De todos modos, el coraje de Laurent la fascinó por completo.
El amo rodeó al príncipe y a los mozos que lo sostenían.  Entonces cogió la correa de cuero de uno de los criados y fustigó los pezones de Laurent repetidas veces.  El príncipe no podía permanecer quieto pese a que ya había apartado la cabeza. Su cuello exhibía las nervaduras provocadas por la tensión y las extremidades le temblaban.
El amo parecía tan interesado y absorto en el examen como siempre.  Hizo un gesto a uno de los otros dos hombres.  Mientras Bella continuaba observando, trajeron al señor un guante de fino cuero dorado.
La piel estaba exquisitamente trabajada con diseños intrincados que decoraban toda la longitud del brazo hasta el gran puño.  Todo el guante relucía como si estuviera embadurnado con algún bálsamo o ungüento.
Mientras el amo lo estiraba para adaptarlo a la mano y al antebrazo, Bella sintió su propia excitación y acaloramiento.  Los ojos de su dueño casi parecían aniñados en su aplicación, su boca resultaba irresistible cuando sonreía, la gracia de su cuerpo en el momento de aproximarse a Laurent le pareció cautivadora.
El hombre llevó la mano izquierda hasta la nuca de Laurent para mecérsela y con los dedos le enredó el pelo mientras el príncipe miraba fijamente al cielo.  Con la mano derecha enguantada, empujó lentamente hacia arriba entre las piernas abiertas de Laurent e hizo penetrar primero dos de sus dedos en el cuerpo del esclavo, mientras Bella observaba descaradamente.
La respiración de Laurent se hizo más ronca y rápida.  Su rostro se oscureció.  Los dedos habían desaparecido dentro del ano y parecía que toda la mano se abría camino en su interior.
Los mozos se acercaron un poco desde todos los lados.  Bella advirtió que Tristán y Elena observaban con la misma atención.
Entretanto, el amo parecía tener ojos únicamente para Laurent.  Lo miraba fijamente mientras su rostro se contraía de placer y dolor y la mano continuaba adentrándose más y más en su cuerpo.  La muñeca también estaba dentro y las extremidades de Laurent habían dejado de estremecerse.  Estaban paralizadas.  Dejó escapar un suspiro prolongado y sibilante entre los dientes apretados.
El amo alzó la barbilla de Laurent con el pulgar de la mano izquierda.  Se encorvó hasta que su rostro estuvo muy cerca del  esclavo.  En medio de un largo y tenso silencio, el brazo subió aún más por el interior de Laurent mientras el príncipe daba la impresión de estar a punto de desvanecerse, con la verga erecta y quieta rezumando una humedad diáfana en forma de diminutas gotitas.
Todo el cuerpo de Bella se tensó, se relajó y, de nuevo, se sintió al borde del orgasmo.  Mientras intentaba contenerlo, sintió una creciente debilidad, un agotamiento extremo.  De hecho, todas las manos que la sostenían le hacían el amor, la acariciaban.
El amo llevó su brazo derecho hacia delante, sin retirarlo del interior de Laurent.  Este movimiento alzó aún más la pelvis del príncipe, dejando todavía más al descubierto los enormes testículos y el reluciente cuero dorado que ensanchaba el anillo rosa del ano hasta lo imposible.
Laurent soltó un grito repentino, un ronco jadeo que parecía clamar piedad.  El amo lo mantuvo inmóvil, tan cerca de él que sus labios casi se tocaban.  La mano izquierda del señor liberó la cabeza del esclavo, recorrió su rostro y le separó los labios con un dedo.  Luego las lágrimas brotaron de los ojos de Laurent.
El amo retiró el brazo con gran rapidez, se desprendió del guante y lo arrojó a un lado mientras el esclavo colgaba asido por los mozos, con la cabeza caída y el rostro enrojecido.
El amo hizo un breve comentario y los asistentes se rieron otra vez con beneplácito.  Uno de los mozos volvió a colocar las abrazaderas en los pezones del príncipe forzando una mueca en él.  Al instante, el amo indicó con un gesto que dejaran a Laurent en el suelo y, de repente, las cadenas de las correíllas quedaron sujetas a una anilla de oro ubicada en la parte posterior de la pantufla del amo.
« ¡Oh, no, esta bestia no puede separarlo de nosotros!», pensó Bella.  Pero esto no era lo que Bella temía.  De hecho, lo que la aterrorizaba era que fuera Laurent y sólo él el escogido por el amo.
Los estaban bajando a todos al suelo.  Bella se encontró de pronto a cuatro patas con la suela de suave terciopelo de una pantufla apretándole el cuello.  Se percató de que Tristán y Elena se encontraban a su lado.  Los empujaron hacia delante mediante las cadenas que les pinzaban los pezones, al tiempo que los azotaban con las correas de cuero para que salieran del jardín.
La Princesa alcanzó a ver el dobladillo de la túnica del amo a su derecha y tras él la figura de Laurent, que se esforzaba por seguir el paso de su señor.  Estaba anclado a los pies del amo por las cadenas que tenía sujetas a los pezones y su pelo castaño le ocultaba el rostro misericordiosamente.
¿Dónde estaban Dimitri y Rosalynd? ¿Por qué los habían descartado? ¿Se quedaría con ellos alguno de los otros hombres que habían venido con el amo?
No había forma de saberlo.  Aquel largo corredor parecía interminable.
Sin embargo, Dimitri y Rosalynd no le importaban realmente.  Lo único que le interesaba de verdad era que ella, Tristán, Laurent y Elena estaban juntos.  También, por supuesto, el hecho de que él, este amo misterioso, esta criatura alta, de elegancia increíble, se movía justo a su altura.
La túnica bordada le rozaba el hombro al avanzar, mientras Laurent se esforzaba por mantener el paso del amo.
La correa daba en el trasero y el pubis de Bella mientras se apresuraba a seguir a los otros dos.
Por fin llegaron a otra doble puerta y las correas de cuero les apremiaron a atravesarla y entrar en una estancia iluminada por lámparas.  Una vez más, la firme presión de una pantufla sobre su cuello ordenó a Bella que se detuviera y luego se percató de que todos los criados se habían retirado y la puerta se había cerrado tras ellos.
El único sonido audible era la respiración ansiosa de los príncipes y princesas.  El señor pasó junto a Bella para acercarse a la puerta.  Se había corrido un cerrojo y una llave había girado.  De nuevo, silencio.
Luego, Bella volvió a oír la melodiosa, suave y grave voz.  Esta vez hablaba, vocalizando con un encantador acento, en su propio idioma.
-Bien, queridos míos, podéis adelantaros y quedaros de rodillas ante mí.  Tengo muchas cosas que contaros.



MISTERIOSO AMO




Qué desconcertante conmoción sintieron cuando les hablaron.
El grupo de esclavos obedeció de inmediato y todos dieron media vuelta para arrodillarse ante el amo, con las traíllas doradas sobre el suelo.  Incluso Laurent pudo soltarse entonces de la pantufla del amo para ocupar su puesto junto a los demás.
En cuanto estuvieron todos quietos, arrodillados y con las manos enlazadas detrás del cuello, el amo dijo:
-Miradme.
Bella no vaciló.  Alzó la vista hacia el rostro del hombre y lo encontró tan atractivo y desconcertante como momentos antes en el jardín.  Era un rostro más proporcionado de lo que le había parecido: la boca amplia y afable tenía una forma perfecta, la nariz larga y delicada, los ojos, bien separados, irradiaban autoridad.  Pero, por supuesto, era el espíritu lo que la atraía.
Mientras él pasaba la mirada por el grupo de los cautivos, Bella detectó la excitación que se apoderaba de todos y sentir su propio júbilo repentino.
«Oh, sí, es una criatura espléndida», pensó la princesa.  De pronto, el recuerdo del príncipe de la Corona, que condujo a Bella al reino de su señora, y el del rudo capitán de la guardia, que fue su amo en el pueblo, estuvieron a punto de desaparecer por completo de su mente.
-Preciosos esclavos -dijo el amo, y sus ojos se fijaron en ella durante un breve y eléctrico momento-.  Sabéis dónde estáis y por qué.  Los soldados os han traído a la fuerza para servir a vuestro nuevo amo y señor. -Qué voz tan meliflua, qué calidez tan inmediata en el rostro-.  También sabéis que siempre habréis de servir en silencio.  Para los criados que se ocupan de vosotros sólo seréis como delicados animalillos.  Sin embargo, yo, el mayordomo del sultán, no comparto la falsa idea de que la sensualidad destruye la inteligencia.
«Por supuesto que no», pensó Bella, pero no se atrevió a expresar en voz alta sus pensamientos.  Su interés por el hombre se intensificaba rápida y peligrosamente.
-Los pocos esclavos que escojo -dijo mientras sus ojos volvían a desplazarse-, los que elijo para perfeccionar y ofrecerlos posteriormente a la corte del sultán, están siempre enterados de mis propósitos, de mis exigencias y de los peligros de mi carácter.  Pero sólo en la intimidad de estos aposentos, dentro de esta alcoba, quiero que mis métodos se entiendan, que mis expectativas queden completamente claras.
Se acercó un poco más, se elevó sobre Bella y estiró la mano para buscar su pecho.  Se lo apretó como había hecho antes pero con un poco más de fuerza, y un ardiente estremecimiento se propagó de inmediato hasta el sexo de la muchacha.  Con la otra mano acarició la mejilla del príncipe Laurent y le rozó el labio con el pulgar justo cuando Bella se volvía para mirar, completamente inconsciente de lo que hacía.
-Eso es algo que nunca haréis, princesa -dijo el servidor del sultán, y la abofeteó súbitamente, con fuerza, obligándola a inclinar la cabeza con el rostro escocido-.  Continuaréis mirándome hasta que os diga lo contrario.
Las lágrimas brotaron al instante de los ojos de Bella. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida?
Pero la voz del señor no denotaba irritación, sólo una leve indulgencia.  Levantó la barbilla de la muchacha con ternura y ella se quedó mirándolo, a pesar de las lágrimas.
-¿Sabéis lo que quiero de vos, Bella?  Respondedme.
-No, amo -contestó rápidamente.  Su voz le resultó ajena.
-¡Que seáis perfecta, para mí! -respondió con dulzura, con una voz que parecía completamente repleta de razón, de lógica-.  Esto es lo que quiero de todos vosotros.  Que en esta vasta multitud de esclavos, en la que podríais perderos como un puñado de diamantes en el océano, no haya ninguno comparable con vosotros.  Que brilléis no sólo por la virtud de vuestra sumisión sino por vuestra intensa y particular pasión.  Os elevaréis de entre las masas de esclavos que os rodean. ¡Seduciréis a vuestros amos y a vuestras señoras con un fulgor que eclipsará a los demás! ¿Me entendéis?
Bella se esforzó por contener los sollozos en medio de su inquietud.  Mantuvo la mirada fija en los ojos de él como si no pudiera apartarla aunque quisiera.  Nunca había sentido un deseo tan abrumador de obedecer.  La urgencia de aquella voz era completamente diferente al tono utilizado por los que la habían educado en el castillo o la habían castigado en el pueblo.  Se sintió como si estuviera perdiendo incluso su personalidad.  Se estaba derritiendo lentamente.
-Esto es lo que haréis por mí -prosiguió con una voz que cada vez se hacía más suave, persuasiva y resonante-.  Lo haréis tanto por mí como por vuestros reales amos.  Porque es lo que deseo de vosotros. -Cerró la mano en torno a la garganta de Bella-.  Permitidme oíros hablar de nuevo, pequeña.  En mis habitaciones, me hablaréis para decirme que queréis complacerme.
-Sí, amo -respondió Bella.  De nuevo su voz le resultó extraña, llena de sentimientos que no había conocido en toda su dimensión en el pasado. Los cálidos dedos le acariciaron la garganta, parecían rozar las palabras que ella pronunciaba, las extraía de ella con mimos y daba forma a su tono.
-Sabed que hay cientos de criados -continuó el amo, quien entornó los ojos para desplazar la vista a los otros, aunque continuaba agarrándole la garganta-, cientos de sirvientes encargados de preparar suculentas tortolitas para nuestro señor el sultán, o excelentes machos y potros musculosos con quienes juguetear.  Pero yo, Lexius, soy el único mayordomo jefe de los criados.  Yo debo escoger y presentar a la corte los mejores entre todos los juguetes.
Ni siquiera esto lo expresó con enojo o premura.
Pero cuando volvió a mirar a Bella, sus ojos se agrandaron llenos de intensidad.  La apariencia exterior de enfado aterrorizó a la muchacha, pero los delicados dedos fraccionaron la nuca mientras el pulgar acariciaba la piel de la garganta.
-Sí, amo -susurró ella de pronto.
-sí, absolutamente, querida -dijo él, en un tono casi musical.  Pero su voz era más grave e imponente, como si demandara mayor respeto del que se desprendía de las propias palabras-.  Sí, es absolutamente imposible que no os distingáis, que después de una sola ojeada a vosotros, los grandes señores de esta casa no estiren el brazo para arrancaros como una fruta madura, que no me feliciten por vuestro encanto, ardor, y silenciosa y voraz pasión.
Las lágrimas surcaron de nuevo las mejillas de Bella.
El amo retiró silenciosamente la mano.  De repente, la princesa se sintió fría, abandonada.  Se le atraganto un pequeño sollozo en la garganta pero él lo había oído.
Le sonrió amorosamente, casi con tristeza.  Su rostro se había ensombrecido, mostraba una extraña vulnerabilidad.
-Divina princesita -le susurró-.  Estamos perdidos, sabéis, a menos que se fijen en nosotros.
-Sí, amo -murmuró ella.  Hubiera hecho cualquier cosa para que él volviera a tocarla, a sostenerla.
El modulado matiz de tristeza en la voz de él la sorprendió, la rindió por completo.  Oh, si al menos pudiera besarle los pies.
Lo hizo, en un repentino impulso.  Descendió hasta el mármol y sus labios entraron en contacto con la pantufla del amo.  Lo hizo una y otra vez.  Se preguntaba por qué la palabra «perdidos» la había deleitado tanto.
Cuando volvió a incorporarse, con las manos enlazadas en la nuca, bajó la vista con resignación.  La castigarían por lo que había hecho.  La habitación, el mármol blanco, las puertas doradas, eran como una luz con muchas facetas. ¿Por qué este hombre producía este efecto en ella?  Por qué...
«Perdidos.» El eco musical de la palabra le llegó al alma.
Los dedos largos y oscuros de Lexius aparecieron para tocarle los labios.  Le vio sonreír.
-Me encontraréis severo.  Resultaré de una dureza insoportable -advirtió con amabilidad-.  Pero ahora sabréis por qué.  Ahora lo vais a entender.  Pertenecéis a Lexius, el mayordomo real.  No debéis fallarle.  Hablad.  Todos vosotros.
Le respondieron a coro: «Sí, amo.» Bella oyó incluso la voz de Laurent, el fugitivo, que respondía con la misma prontitud.
-Ahora os explicaré otra verdad, pequeños -continuó él-.  Tal vez pertenezcáis al señor supremo, o tal vez a la sultana, o a las hermosas y virtuosas esposas reales del harén... -Hizo una pausa como para dejar caer sus palabras-. ¡Pero también es cierto que me pertenecéis a mí! -exclamó-. ¡Así como a cualquiera!  Yo me recreo con cada castigo que impongo.  Así es.  Es mi naturaleza, como la vuestra es servir.  Vuestra naturaleza consiste en comer del mismo plato que el amo.  Decidme que lo comprendéis.
-¡Sí, amo!
Las palabras brotaron de Bella como una explosión de aliento.  Estaba deslumbrada por todo lo que les había dicho.
Lo observó fijamente mientras él se volvía entonces a Elena.  Su alma se encogió pero no volvió la cabeza ni un milímetro, ni apartó la mirada que tenía fija en él.  No obstante, advirtió que el amo también friccionaba los estupendos pechos de Elena. ¡Cómo envidiaba Bella aquellos pechos erguidos, prominentes!  Los pezones eran de color albaricoque.  Todavía la hirió más que Elena gimiera con tal fascinación.
-Sí, sí, exactamente -continuó el amo, con un tono de voz tan íntimo como cuando se dirigía a Bella-.  Os retorceréis nada más sentir mi contacto. Os estremeceréis con el contacto de todos vuestros amos y señoras.  Entregaréis vuestra alma a todos los que simplemente se detengan a miraros. ¡Arderéis como antorchas en la oscuridad!
De nuevo sonó el coro: «Sí, amo.»
-¿Habéis visto la multitud de esclavos que sirven de adornos en esta casa?
-Sí, amo -respondieron todos ellos.
-¿Os distinguiréis de la multitud de esclavos dorados por vuestra pasión, obediencia, por aplicar a vuestra sumisión silenciosa una tormenta ensordecedora de sentimiento?
-Sí, amo.
-Pues, ahora, hemos de empezar.  Os purificarán como es debido.  Luego, a trabajar de inmediato.  La corte sabe que han llegado los nuevos esclavos.  Os esperan.  Una vez más, vuestros labios quedan sellados.  Ni siquiera bajo el más severo de los castigos emitiréis un sonido con la boca abierta. A no ser que se os indique lo contrario, os arrastraréis a cuatro patas, con los traseros bien altos y la frente cerca del suelo, casi tocándolo.
Recorrió la silenciosa hilera de esclavos reales.  Acarició y examinó otra vez a cada uno de ellos, demorándose algo más de tiempo ante Laurent.  Luego, con gesto abrupto, ordenó a éste que fuera hasta la puerta.  Laurent se arrastró como le habían indicado, rozando el mármol con la frente.  El mayordomo real tocó el cerrojo con la correa de cuero y Laurent lo accionó al instante.
El amo tiró del cercano cordón de la campana.



RITOS DE PURIFICACIÓN




Los jóvenes asistentes aparecieron al instante.  En silencio se hicieron cargo de los esclavos y, rápidamente, les obligaron a ponerse a cuatro patas y atravesar otra puerta para entrar en una espaciosa y calurosa sala de baños.
Entre delicadas y floridas plantas tropicales y palmeras, Bella vio el vapor que se elevaba de las someras piscinas y olió la fragancia a hierbas aromáticas y perfumes penetrantes.
Sin embargo, la llevaron a través de estas instalaciones hasta una pequeña alcoba privada.  Allí le ordenaron que se arrodillara con las piernas separadas justo encima de una profunda pila redonda abierta en el suelo a través de la cual corría continuamente el agua procedente de manantiales ocultos, hasta llegar al desagüe.
De nuevo, le hicieron bajar la frente al suelo y le enlazaron las manos en la nuca.  A su alrededor, el aire era cálido y húmedo.  El agua caliente y los suaves cepillos se pusieron de inmediato a trabajar sobre su cuerpo.
Todo se ejecutaba con mayor rapidez que en el baño del castillo.  En cuestión de instantes, estaba perfumada y ungida con aceites, y su sexo se estremecía a causa de la excitación provocada por las caricias de las suaves toallas.
No le dijeron que se levantara.  Al contrario, una firme palmadita sobre la cabeza le ordenó que se mantuviera quieta, mientras a su alrededor se producían extraños sonidos.
Luego, sintió que una boquilla de metal entraba en su vagina.  Sus jugos fluyeron de inmediato ante la tan esperada sensación de que algo la penetraba, no importaba lo molesto que fuera.  Aunque sabía que era simplemente una medida de higiene, puesto que ya se lo habían hecho en anteriores ocasiones, recibió complacida la fuente de agua constante que de repente entraba a borbotones en ella con una presión deliciosa.
Lo que sí la sorprendió fue el contacto menos familiar de unos dedos en su ano.  Le estaban aplicando aceite y su cuerpo se tensó al tiempo que su anhelo se duplicaba.  Las manos se apresuraron a sujetarle las plantas de los pies para mantenerla firmemente apoyada en su puesto.  Oyó a los criados que se reían tranquilamente e intercambiaban comentarios.
Luego, un objeto pequeño y duro entró en su ano y se abrió camino hacia el interior provocándole un jadeo y obligándola a apretar los labios púbicos con fuerza.  Sus músculos se contrajeron para contrarrestar esta pequeña invasión, pero sólo sirvió para que nuevas oleadas de placer recorrieran su cuerpo.  El flujo de agua que entraba en su vagina se había interrumpido.  Lo que sucedió a continuación era inconfundible: le estaban vertiendo un chorro de agua caliente en el recto.  Pero, a diferencia de la irrigación de la vagina, ésta no volvía a salir de su cuerpo.  La llenaba con una fuerza cada vez mayor mientras una mano le presionaba con fuerza las nalgas para mantenerlas juntas, como si le prohibiera soltar el agua.
Parecía que una nueva región de su cuerpo cobraba vida, una parte de ella que nunca había sido castigada, ni tan siquiera examinada.  El chorro aumentó en cantidad y fuerza.  Su mente protestaba. No podían invadirla de este modo tan absoluto. No podían dejarla tan impotente.
Bella sentía que iba a reventar si no soltaba el líquido.  Quería expulsar la pequeña boquilla y el agua.  Pero no se atrevió, no podía.  Esto era algo por lo que debía pasar, y así lo aceptaba.  Formaba parte de este reino de placeres y costumbres más refinados. ¿Cómo iba a atreverse a protestar?  Empezó a gemir levemente, atrapada entre un nuevo placer y un inédito sentido de la violación.
Pero lo más enervante y grave aun estaba por venir, y lo temía. Justo cuando pensaba que ya no podía más, que estaba llena a rebosar, la levantaron y le separaron aún más las piernas, con la pequeña boquilla todavía en el ano, atormentándola.  Los asistentes le sonreían mientras la sostenían por los brazos.  Ella alzó la vista llena de miedo y timidez, temerosa de sufrir la vergüenza más absoluta que supondría la repentina liberación, un proceso por otra parte inevitable.  Entonces le extrajeron con habilidad la boquilla y le separaron las nalgas, vaciando así con rapidez sus entrañas.
Cerró los ojos con fuerza.  Sintió que sobre sus partes íntimas, por delante y por detrás, vertían agua caliente y oyó el ruidoso fluir de abundante agua en la pila.  Algo parecido a la vergüenza se apoderó de ella.  Pero no era vergüenza.  La habían privado de toda intimidad y elección.  Comprendió que ni siquiera este acto iba a pertenecerle nunca más.  El escalofrío que estremeció su cuerpo con cada espasmo del aligeramiento la dejó bloqueada, con una delirante sensación de indefensión.  Se entregó a los que le daban órdenes, su cuerpo había perdido toda rigidez, todo reparo.  Flexionó los músculos para colaborar con el vaciado, para completarlo.
«Sí, ser purificada», pensó.  Experimentó un absoluto e innegable alivio.  Ser consciente de cómo su cuerpo se limpiaba se convirtió en algo exquisito, aunque no pudo dejar de sentir un escalofrío que sacudió todo su ser.
El agua continuaba fluyendo sobre su cuerpo, sobre las nalgas, el vientre, bajaba hasta la pila, se llevaba toda la suciedad.  Bella se estaba disolviendo en un éxtasis global que parecía una forma de clímax en sí misma.  Pero no era así.  El éxtasis quedaba fuera de su alcance.  Mientras sentía que su boca se abría con un jadeo grave, se balanceó al borde de la consumación, rogando en silencio y en vano con su cuerpo a los que la sostenían.  De su espíritu desaparecieron todas las ligaduras invisibles.  Era una criatura sin voluntad, totalmente subordinada a los criados que la sostenían.
Le echaron el pelo hacia atrás para despejarle la frente mientras el agua templada la lavaba una y otra vez.
Cuando Bella se atrevió a abrir los ojos, descubrió que Lexius en persona se encontraba en la estancia, de pie junto a la puerta, sonriéndole.  El jefe de los mayordomos se adelantó y la levantó del suelo, sacándola de aquel momento de debilidad indescriptible.
La princesa lo observó, admirada de que fuera él quien la sostenía mientras los demás se apresuraban a envolverla en suaves toallas.
Se sentía más indefensa que nunca.  Parecía una recompensa imposible que fuera él quien la condujera fuera de la pequeña habitación.  Si al menos pudiera abrazarlo, encontrar la verga bajo la túnica, si... La exaltación de estar cerca de él se intensificó de súbito hasta convertirse en pánico.
«Oh, por favor, nos han hecho pasar tanta, tanta hambre», quería decir.  Pero se limitó a bajar la vista recatadamente, mientras sentía los dedos de él en el brazo.  La que pronunciaba aquellas palabras en su mente era la antigua Bella, ¿o no?  La nueva Bella sólo quería decir la palabra «amo».
Tan sólo unos momentos antes había considerado la posibilidad de amarlo.  Vaya, lo cierto era que ya lo amaba.  Respiraba la fragancia de su piel, casi oía los latidos de su corazón cuando le dio media vuelta para conducirla hacia delante.  La aferró por el cuello con la misma fuerza de antes.
¿Adónde la llevaba?
Los demás ya no estaban allí.  La colocaron encima de una de las mesas.  Temblaba de felicidad e incredulidad cuando él mismo empezó a frotarle la piel con más loción perfumada.  Pero en esta ocasión no iban a cubrirla con pintura dorada.  Su piel desnuda reluciría bajo el aceite.  El amo le pellizcó las mejillas con ambas manos para proporcionarles cierto color mientras ella descansaba sobre los talones y lo observaba como en un ensueño, con los ojos húmedos a causa del vapor y las lágrimas.
Lexius parecía profundamente absorto en su trabajo, tenía las oscuras cejas fruncidas y la boca entreabierta.  Cuando le aplicó en los pezones las pinzas con las traíllas de oro y las oprimió fuertemente por un instante, apretó también los labios, lo que hizo que Bella sintiera aquel ademán aún más profundamente.  La princesa arqueó la espalda y respiró hondo. Él le besó la frente, dejando que sus labios se demoraran, que su cabello rozara la mejilla de la muchacha. «Lexius», pensó Bella.  Era un nombre hermoso.
Cuando él le cepilló el pelo con pasadas furiosas y crueles, los escalofríos la consumieron.  Luego se lo peinó hacia arriba y se lo sujetó en lo alto de la cabeza.  Bella atisbó por un momento las horquillas con perlas que iba a utilizar para sujetarle el peinado.  Su cuello había quedado desnudo, como el resto de su cuerpo.
Mientras él le colocaba unas perlas en los lóbulos de las orejas, Bella estudió la tersa piel oscura de su rostro, los aleteos de las negras pestañas.  Parecía un objeto perfectamente pulimentado. Tenía las uñas cuidadas para que parecieran de cristal, la dentadura era perfecta.  Con qué destreza y delicadeza la manejaba.
Se acabó demasiado deprisa, aunque no tanto. ¿Cuánto tiempo podría continuar contorsionándose, soñando con el orgasmo?  Imploró en silencio por conseguir algún alivio y, cuando él la dejó en el suelo, Bella arqueó el cuerpo como nunca lo hizo antes, al menos eso pareció.
El amo tiró con suavidad de las traíllas.  La princesa se dobló, con la frente pegada al suelo, y comenzó a reptar.  Le pareció que nunca antes había sido esclava en un sentido más pleno.
Aunque prácticamente ya no poseía capacidad alguna de pensar, mientras Bella seguía a su amo fuera de los baños fue consciente de que ya no podía recordar un tiempo en el que hubiera llevado ropa, caminado y hablado con sus semejantes o dando órdenes a otros.  Su desnudez e indefensión eran un rasgo innato, más aquí, en estos espaciosos pasillos de mármol que en cualquier otro sitio.  Sabía, sin lugar a dudas, que amaría enteramente a este dueño.
Podría haber dicho que se trataba de un acto de voluntad, que después de hablar con Tristán simplemente lo había decidido así.  Pero en este hombre había demasiadas peculiaridades, incluso en la delicada manera en que la había preparado a ella.
El lugar en sí ejercía en ella una influencia mágica. ¡Y creía que adoraba el rigor del pueblo!
¿Por qué tenía que desprenderse de ella en ese instante, y llevarla a otras personas?  Pero no estaba permitido hacer preguntas...
Mientras avanzaban juntos por el pasillo, Bella oyó por primera vez la suave respiración y los suspiros de los esclavos que decoraban los nichos situados a ambos lados de su recorrido.  Parecía un coro mudo de perfecta devoción.
Aquello, junto con su propio estado de ánimo, le provocó tal confusión que perdió toda noción del tiempo y del espacio.



LA PRIMERA PRUEBA
DE OBEDIENCIA




Cuando se detuvieron ante una puerta, Bella se atrevió a besar la pantufla de su amo.  Por este gesto, él la premió acariciándole el cabello y susurrándole en voz baja:
-Cariño, me agradáis mucho.  Pero ahora ha llegado el momento de vuestra primera prueba.  Aseguraos de que deslumbráis a quien tengáis delante.
Por un instante, el corazón de Bella dejó de latir, y contuvo la respiración cuando oyó que él llamaba a la puerta que tenían delante.
Al cabo de un momento la puerta se abrió.  Dos sirvientes les abrieron paso.  Una vez más, la princesa se apresuró a cruzar el suelo pulimentado, pero un sonido confuso que se oía a lo lejos le llamó la atención.
Eran voces femeninas y risas, que llegaban en oleadas, y de pronto le helaron el alma.
Con un ligero tirón de las traíllas, el amo la había obligado a detenerse. Él charlaba afablemente con los dos hombres.  Qué civilizado resultaba todo aquello.  Daba la impresión de que ella no estaba presente, con las abrazaderas en los pezones, el pelo recogido en lo alto de la cabeza para mostrar su cuello desnudo y el rostro al rojo vivo.
¿Cuántos esclavos como ella habían visto ya estos hombres? ¿Qué era ella? ¿Una desconocida más, destacable tal vez sólo por el inhabitual color rubio de su pelo?
La breve conversación pronto concluyó.  Su señor sacudió las cadenas y guió a Bella hasta una pared donde la princesa descubrió una abertura.
Era un pasadizo al que sólo se podía acceder a gatas.  A otro extremo distinguió la brillante luz del sol.  Las risas femeninas y la charla reverberaban audiblemente a través del corredor.
Bella se retrajo, asustada por el pasadizo y por las voces.  Era el harén.  Tenía que serlo. ¿Cómo le había llamado, el harén de las hermosas y virtuosas esposas reales? ¿Y era así como debía entrar, a solas, sin el amo? ¿Como una bestia a la que sueltan en un ruedo?
¿Por qué él había escogido esto para ella? ¿Por qué?  De pronto el miedo la paralizó.  Temía a las mujeres más de lo que se imaginaba.  Al fin y al cabo, no eran princesas de su propia clase, ni amas trabajadoras que la trataban severamente por necesidad.  No tenía ni idea de qué eran, tan sólo sabía que eran diferentes a cualquier persona que hubiera conocido antes. ¿Qué iban a hacerle? ¿Qué esperaban de ella?
Que la entregaran a ellas le parecía una de las humillaciones más horrorosas.  Eran mujeres que permanecían ocultas y recluidas para el placer de su esposo.  No obstante, por algún motivo le parecían más peligrosas que los hombres de palacio.  No se sentía capaz de desentrañar aquel enigma.
Se retrajo aún más y oyó que los dos hombres se reían.  Entonces el amo se inclinó de inmediato y llevó los dos blandos mangos de las traíllas a la boca de Bella.  Le arregló el cabello, le retocó un pequeño mechón y le pellizcó la mejilla.
Bella intentó no gritar.
Luego él la empujó por el trasero con firmeza y seguridad; su mano, en contacto con las delgadas marcas provocadas por la delicada correa de cuero, le pareció a Bella fuerte y cálida.  La muchacha se esforzó por obedecer, aunque sollozando silenciosamente con la pequeña mordaza de los asideros de las traíllas en la boca.
No tenía otra opción. ¿No le había dicho lo que esperaba de ella?  En cuanto entrara en el pasadizo, no podría pararse.  Sería completamente deshonroso.
Pero justo cuando el valor volvía a fallarle, cuando un torrente de ruido especialmente sonoro llegó rodando como una bola por el corredor, Bella sintió los labios de él contra su mejilla.  El amo estaba de rodillas, junto a ella.  Le pasó la mano entre los pechos y los recogió con ternura entre sus largos dedos.  Entonces le susurró al oído.
-No me falléis, querida mía.
Desprendiéndose del calor del contacto de su mano, Bella se introdujo inmediatamente en la abertura.  Le escocían las mejillas a causa de la humillación que sentía por llevar las correíllas en su propia boca, por arrastrarse espontáneamente a través de este retumbante pasadizo de piedra pulida, con toda certeza por las manos y las rodillas de otros esclavos, y también sentía la humillación de tener que salir de este modo tan abyecto.
Pero se movió cada vez más deprisa en dirección a la luz, a las voces.  Abrigaba alguna débil esperanza de que, independientemente de lo atroz que resultara la experiencia, tal vez pudiera aprovechar la pasión que nacía inevitablemente en ella.  Su sexo se hinchó y se convulsionó lleno de vida.  Si no fueran tantas, tantísimas... ¿Cuándo había sido entregada a tantas personas?
En cuestión de segundos salió a la luz.
Emergió a gatas, sobre el suelo, en medio del círculo aturdidor de charlas y risas.
De todas partes una multitud de pares de pies se aproximó a ella.  Los largos velos que caían alrededor de ellos eran finísimos, de un tenue resplandor.  La luz del sol producía mil reflejos en las tobilleras doradas y en los anillos de los dedos de los pies, con esmeraldas y rubíes incrustados.
Bella se agazapó aún más, asustada por el tumulto y el frenesí pero, en cuestión de segundos, una docena de manos la agarraron y la alzaron hasta ponerla de pie.  A su alrededor se apiñaba un grupo de espléndidas mujeres.  Vislumbró rostros de piel aceitunada con los ojos perfilados con oscuras líneas y trenzas caídas sobre hombros desnudos.  Los bombachos ondulantes que vestían eran casi transparentes, sólo la parte inferior de la entrepierna estaba cubierta por un tejido más tupido.  Los ajustados corpiños de seda sólo conseguían velar tenuemente los amplios pechos, los pezones oscuros.  Pero las partes más sugerentes de sus ropajes eran los anchos y apretados fajines que parecían aprisionar las breves cinturas, refrenando toda la sensualidad que parecía arder, latente, bajo la colorida y diáfana envoltura.
Tenían los brazos bien formados y hermosos, realzados por sinuosos brazaletes en forma de serpiente, llevaban anillos en los dedos de las manos y de los pies, y una brillante joya centelleante adornaba también la delicada curva del diminuto ombligo.
Qué encanto tan delicioso el de estas criaturas que eran el complemento de mirada feroz para los hombres delgados y salvajes que había visto hasta entonces.  Sin embargo, esto contribuía a que las mujeres le parecieran a Bella aún más alevosas y terroríficas.  Su aspecto era de una voluptuosidad desbordante en comparación con las mujeres europeas profusamente ataviadas con ropajes.  Estaban listas para el amor, eso parecía, pero aun así, Bella se sintió asombrosa y completamente desnuda mientras permanecía de pie a su merced.
Cerraron el círculo en torno a ella.
Le ataron las manos detrás de la espalda, le volvieron la cabeza a un lado y luego al otro, y le separaron las piernas a la fuerza, entre estallidos de risas y ensordecedores chillidos.
Allí donde miraba veía grandes ojos negros, espesas pestañas y largos rizos que caían ensortijados sobre hombros medio desnudos.
Bella ni siquiera tuvo ocasión de intentar orientarse.  Cuando le sacudieron las orejas y le tocaron los pechos y el vientre dio un respingo y se estremeció.
La princesa sollozaba y jadeaba levemente mientras el grupo la apresuraba a moverse hacia delante, haciéndole cosquillas en las piernas con los largos bombachos, hasta que estuvo en el centro de la habitación, donde la luz del sol bañaba una gran cantidad de cojines forrados de seda y los bajos de los numerosos canapés acolchados.
Esta habitación era un opulento rincón del placer. ¿Por qué necesitaban atormentaría así?
Antes de que se diera cuenta la habían arrojado de espaldas sobre uno de estos canapés, con los brazos estirados por encima de la cabeza.  Las mujeres se agruparon, arrodilladas, a su alrededor.  Una vez más, le separaron las piernas con ímpetu y empujaron un cojín debajo de las nalgas para alzarla a fin de examinarla más fácilmente.
Bella se sentía tan impotente como cuando estuvo en manos de los criados en los baños, pero en este caso los rostros femeninos que la observaban atentamente mostraban un júbilo desbordante.  Palabras llenas de excitación iban y venían, a un ritmo vertiginoso.  Los dedos se paseaban sobre sus pechos.  Bella alzó la vista hacia aquellos ojos expectantes, asolada por el pánico e incapaz de protegerse.
Mientras le abrían completamente las piernas, con las rodillas pegadas al lecho, sintió que los dedos tiraban de su sexo, volvían a abrirlo, a dilatarlo.
La princesa se esforzó por permanecer quieta, pero su sexo torturado estaba desbordante.  Mientras movía arriba y abajo las caderas sobre el cojín de color escarlata, las mujeres seguían chillando cada vez con más fuerza.  No podía contar las manos que se aferraban a la parte interior de sus muslos; cada roce de un dedo la enardecía más.  Largas melenas se derramaban sobre sus pechos desnudos y su vientre.
Parecía que incluso las livianas voces líricas la tocaban e intensificaban su sufrimiento.
Pero ¿por qué la miraban a ella?, se preguntó. ¿No habían visto antes los órganos de una mujer? ¿Nunca antes habían presenciado sus propios orgasmos?  Era inútil intentar comprenderlo.  Las que no alcanzaban a mirar de cerca, permanecían de pie y se asomaban por encima de los hombros de las otras.
Mientras Bella se retorcía entre las manos que la sostenían, descubrió que alguna de ellas había colocado un espejo ante su sexo, y la visión de sus partes más íntimas y secretas la conmocionó.
Entonces una de las mujeres se apartó de las otras y, mientras agarraba los labios inferiores de Bella, los estiró con rudeza.  Bella se retorció y arqueó la espalda.  Sintió que la abrían por completo. Gimió cuando los dedos le pellizcaron el clítoris y doblaron hacia atrás el pequeño capuchón de carne que lo cubría.  Bella difícilmente podía controlarse más.  Sollozó y las caderas se despegaron de la seda del canapé y continuaron suspendidas en el aire debido a la tensión.
La multitud de mujeres pareció tranquilizarse; la fascinación las acallaba.  De repente, una de ellas tomó el pecho izquierdo de Bella en la mano, retiró la pequeña pinza de oro y raspó las marcas que había dejado en la piel, luego jugueteó bruscamente con el pezón.
Bella cerró los ojos.  Su cuerpo era ingrávido.  Se había convertido en una pura sensación.  Movía las extremidades, suspendida en manos de quienes la sujetaban.  Pero no era un movimiento auténtico, sino pura sensación.
Sintió que el cabello de la mujer caía sobre su propio pecho desnudo.  Luego otra mujer le retiró la abrazadera del pecho derecho y Bella sintió los calientes y juguetones dedos que la examinaban.
Entretanto, la mano que le había dilatado la vagina continuaba sondeando, la palpaba por debajo del clítoris, deteniéndose en él.  Los fluidos explotaban en el interior de Bella, que sentía cómo salían con un cosquilleo, al igual que notaba los dedos que examinaban la humedad.
De repente, una boca húmeda se pegó a su pecho izquierdo.  Luego, otra al derecho.  Ambas mujeres chupaban con fuerza mientras otros dedos pellizcaban los labios púbicos.  Bella ya no era consciente de nada aparte del exquisito deseo que se acumulaba al aproximarse al tan esperado orgasmo.
Finalmente, se sintió en el punto culminante.  Su rostro y sus pechos palpitaban de ardor.  Notó que las caderas se tensaban en el aire, la vagina se convulsionaba en torno al vacío e intentaba atrapar los dedos que acariciaban su clítoris mientras experimentaba cómo éste aumentaba cada vez con más potencia.
Gritó.  Fue un grito largo y ronco.  El orgasmo continuaba, las bocas libaban, los dedos la acariciaban.
Le pareció que iba a flotar eternamente en ese mar de ternura, de violación delicada.  Mientras Bella sollozaba impúdicamente, inconsciente en ese momento de si recibía alguna amonestación para que permaneciera callada, percibió una boca que se pegaba a la suya, y sintió que sus gritos eran absorbidos por otra.
Sí, sí, decía en silencio con todo su cuerpo, mientras la lengua de la mujer penetraba en su boca, los pechos explotaban entre mordiscos y lametazos y las caderas se abalanzaban como si quisieran apoderarse de los dedos que la exploraban.
Luego, cuando estuvo rebosante, cuando el orgasmo se desvaneció de su cuerpo con mil reverberaciones ondulantes, Bella se dejó abrazar por los brazos más suaves, se dejó besar por los labios más tiernos, entre las largas y delicadas trenzas que la cubrían.
Respiró profundamente y susurró:
-Sí, sí, os amo, os amo a todas.
Pero la boca aún la besaba y nadie pudo oír estas palabras que, como lo demás, eran meras reverberaciones gloriosas, sensuales.
Sin embargo, las señoras no estaban satisfechas.  No iban a dejarla descansar.
Le quitaron las horquillas del cabello y la levantaron.
-¿Adónde me lleváis? -gritó en voz alta sin poder contenerse.  Alzó la vista, intentando frenéticamente atrapar los labios que acababan de retirarse de su boca.  Pero sólo veía rostros sonrientes.
La llevaron a través de la gran habitación.  Su cuerpo aún seguía sobresaltado, palpitante, los pechos anhelaban que los volvieran a chupar.
Al cabo de un momento, descubrió la respuesta a su pregunta.
Una estatua de bronce delicadamente trabajada relucía en el centro del jardín: por lo visto, era la imagen de un dios, con las rodillas dobladas, los brazos estirados a los lados y la sonriente cabeza echada hacia atrás.  De la pelvis desnuda sobresalía una verga y Bella comprendió que las mujeres pretendían empalarla allí.
La princesa casi rió de felicidad.  Sintió cómo la situaban sobre el bronce duro, liso, bañado por el sol, mientras docenas de manitas suaves la sostenían.  Notó que el falo entraba en su húmeda vagina, sus piernas se ensortijaban alrededor de los muslos de bronce, los brazos se elevaban en torno al cuello de la deidad.  La verga la llenó, perforó la boca del útero y provocó una nueva contracción de placer en todo su cuerpo.  Empujó hacia abajo y su vulva se quedó herméticamente cerrada en contacto con el bronce; se balanceó sobre él y el orgasmo emergió de nuevo.
-Sí, sí -gritó, y por doquier veía los rostros arrebatados de ellas.  Arrojó la cabeza totalmente hacia atrás-. ¡Besadme! -gritó, abriendo la boca con avidez.  Le respondieron al instante, como si comprendieran sus palabras.  Los labios encontraron su boca, sus pechos.  Los oscuros rizos volvían a provocarle cosquillas, y Bella se arrojó otra vez a sus brazos apartándose del dios, unida a él únicamente por el pubis.  Sólo necesitaba su verga mientras las mujeres la libaban.
El orgasmo fue cegador, arrasador.  Las manos de la muchacha se aferraban a brazos suaves, sedosos, a cuellos cálidos y tiernos.  Los dedos se entrelazaban con el pelo largo y fino.  Estaba colmada de carne y de felicidad.
Cuando concluyó, cuando no pudo soportarlo más y la retiraron del dios, Bella se dejó caer sobre almohadones de seda, con el cuerpo húmedo y febril, la visión nublada, mientras las criaturas del harén ronroneaban y susurraban sin dejar de besarla y acariciarla.



POR EL AMOR DEL SEÑOR




Laurent.-
Tristán y yo habíamos visto cómo purgaban a Bella y a Elena, y pensé «no pueden hacernos esto», pero por supuesto me equivocaba.
Después de afeitarnos la cara y las piernas, nos llevaron a la sala de baños.  Bella ya se había marchado, el amo se la había llevado.
Tristán y yo sabíamos lo que nos esperaba, aunque me pregunté si no les deleitaría más atormentarnos a nosotros que a las mujeres.
Nos obligaron a arrodillarnos uno frente al otro y abrazarnos, como si les gustara la imagen que ofrecíamos, como si no hiciera falta separarnos por cuestiones de intimidad.  Sin embargo, no permitían que nuestras vergas se tocaran.  Cuando lo intentamos, nos fustigaron con aquellas pequeñas tirillas humillantes que no podían golpear decentemente ni a un mosquito.  Lo único que conseguían aquellos instrumentos era recordarme lo que significaba que a uno lo castigaran de verdad.
No obstante, ayudaban a mantener el fuego encendido, como si agarrar a Tristán no fuera suficiente.
Por encima del hombro de Tristán, vi que el criado bajaba el caño de cobre para insertar el extremo en su trasero.  En aquel mismo instante sentí que otra boquilla penetraba en mi interior.  Tristán se puso en tensión, sus entrañas se llenaban como las mías, y yo me agarré a él, intentando sujetarlo firmemente.
Quería decirle que ya me lo habían hecho antes, una vez en el castillo, a petición de un invitado real como preludio a una larga noche de juegos todavía más humillantes y, aunque había sido intimidatorio, no era tan terrible.  Pero, naturalmente, no me atreví ni a susurrarle al oído.  Simplemente le agarraba y esperaba.  El agua caliente entraba a chorros en mí mientras los mozos permanecían ocupados lavándonos el resto del cuerpo como si esto otro, la purga, no estuviera sucediendo.
Acaricié el cuello de Tristán con la mano y le besé debajo de la oreja cuando llegó el peor momento, al retirarnos las boquillas y vaciarnos.  Todo su cuerpo quedó rígido contra el mío, pero él también me besaba en el cuello, me mordisqueaba levemente, nuestras vergas se rozaban, acariciándose.
Los mozos estaban tan atareados vertiendo agua caliente sobre nuestras espaldas y limpiando la suciedad que durante un instante no se fijaron en lo que estábamos haciendo.  Apretujé a Tristán contra mí, sentí su vientre pegado al mío, su verga abultada contra mi cuerpo, y casi eyaculé, sin importarme lo que los demás quisieran de nosotros.
Pero nos separaron.  Nos obligaron a separarnos y nos apartaron mientras el vaciado continuaba y el agua seguía chorreando por nuestro cuerpo. Sentí una gran debilidad.  Les pertenecía por dentro y por fuera.  Estaba sometido al estrepitoso fluir del agua en esta cámara reverberante que era la habitación.  Estaba en sus manos.  Me debía a todo el procedimiento y la forma en que trabajaban, como si se lo hubieran hecho a miles de esclavos antes que a nosotros.
Si nos castigaban por habernos tocado, pues bien, sería culpa mía.  Deseé que hubiera alguna manera de comunicarle a Tristán que lamentaba crearle problemas.
Pero, por lo visto, los criados estaban demasiado ocupados como para castigarnos.
A diferencia de lo que había sucedido con las mujeres, una purga no era suficiente, de modo que tuvimos que soportar otra.  Esta vez también nos permitieron abrazarnos.  Introdujeron las boquillas y, de nuevo, el agua penetró a chorros en mi interior.
Además, mientras continuaba la purga, uno de los asistentes azotaba levemente mi verga con la correa de cuero.
Mi boca estaba cerca de la oreja de Tristán. Él volvía a besarme.  Era una delicia.
«No puedo soportar más esta privación.  Es peor que cualquier cosa que puedan hacernos», me dije.  Hubiera resultado fácil cometer alguna nueva indiscreción, como presionar la verga contra su vientre o cualquier otra cosa.
Sin embargo, en ese instante apareció nuestro nuevo amo y señor, Lexius, y al verle en el umbral de la puerta sentí un pequeño sobresalto.
Miedo. ¿Cuándo había conseguido alguien del castillo hacerme sentir el impacto del miedo de este modo?  Era enloquecedor.  Nuestro señor permanecía en el umbral con las manos enlazadas en la espalda, estudiándonos mientras los mozos acababan la limpieza con las toallas.  En su rostro había una fría jovialidad, como si estuviera orgulloso de su selección.
Hubo un momento en que me quedé mirándolo de frente y él no mostró la menor señal de desaprobación.  Le miré a los ojos y pensé en aquel guante que había entrado en mi trasero, en la sensación de que me dilataba, que quedaba empalado sobre su brazo mientras los otros escuchaban.
Esto, sumado a la vergüenza de haber sido purgado, llegaba al límite de lo que podía soportar.
No sólo tenía miedo de que se pusiera de nuevo el guante para repetir aquello, sino que sentía un orgullo infame de que me hubiera hecho aquello únicamente a mí, que sólo a mí me hubiera amarrado a su pantufla.
Quería agradar a aquel demonio; eso era lo más horrible.  Aún empeoraba más las cosas el hecho de que había conjurado el mismo hechizo sobre los otros.  Había convertido a Elena en una devota virgen temblorosa, y a Bella la había reducido a una más que obvia adoración.
Ahora, si los criados le decían que Tristán y yo nos habíamos tocado... pero no lo hicieron.  Nos estaban secando.  Nos frotaban el pelo con las toallas.  El amo impartió una breve orden y entonces nos obligaron a descender a cuatro patas para seguirle otra vez al baño principal.  Hizo un gesto para que nos moviéramos de rodillas delante de él.
Podía sentir sus ojos desplazándose sobre mi cuerpo, lo veía mirando a Tristán.  Luego su voz alcanzó mi carne como un látigo; era otra orden que los asistentes se apresuraron a obedecer.  Sacaron el cuero y los ornamentos de oro.  Me levantaron los testículos y me abrocharon una ancha anilla enjoyada alrededor de la verga para mantener los testículos comprimidos hacia delante.
Me lo habían hecho antes en el castillo pero nunca había padecido un deseo sexual tan voraz.
Luego, las abrazaderas para los pezones, sólo que esta vez no llevaban las traíllas sujetas.  Eran pequeñas y comprimidas, con diminutos pesos que colgaban de ellas.
No pude evitar dar un respingo cuando me las pusieron.  Lexius lo vio, lo oyó.  No me atreví a alzar la vista pero atisbé que se volvía hacia mí y de repente sentí sus manos sobre la cabeza.  Me acarició el pelo.  Luego dio un golpecito al peso que colgaba del pezón izquierdo e hizo que se balanceara desde la pinza.  Volví a encogerme con un sobresalto.  De nuevo recordé lo que había dicho sobre mostrar nuestra pasión en silencio y me sonrojé.
No era difícil.  Me sentía limpio y reluciente por dentro y por fuera; no tenía medios para combatir su poder sobre mí.  La pasión consumía mis caderas y de repente las lágrimas surcaron mi rostro.
Apretó contra mis labios el dorso de su mano, que yo besé de inmediato.  Cuando a continuación hizo lo mismo con Tristán, pareció que él convertía el beso en un arte más delicado, que rendía completamente su cuerpo a aquel contacto.  Sentí que mis lágrimas se hacían más abundantes, descendían más deprisa y con más calor.
¿Qué me estaba sucediendo en este extraño palacio? ¿Por qué en estos simples instantes preliminares me veía rebajado de este modo?  Al fin y al cabo, yo era el fugitivo, el rebelde.
Sin embargo, ahí estaba yo, arrojado a cuatro patas al lado de Tristán en cuanto percibía una orden silenciosa, con la cabeza pegada al suelo.  Ahora seguía a Lexius; abandonábamos los baños y salíamos al corredor.
Nos encontramos en un jardín lleno de higueras de poca altura y parterres de flores y, de inmediato, vi lo que iba a sucedernos.  Pero para asegurarse de que lo entendíamos, Lexius nos tocó por debajo de las mandíbulas con la correa para que levantáramos la cabeza y miráramos al frente.  Luego nos llevó, aún a cuatro patas, a dar un pequeño paseo por el camino para que pudiéramos estudiar más a fondo a los esclavos que decoraban el jardín.
Eran varones, y había al menos una veintena, con el color de piel intacto.  Cada uno de ellos estaba montado sobre una cruz de madera lisa, plantada en la tierra entre las flores y la hierba, bajo las ramas más bajas de los árboles.
Aquellas cruces no se parecían a la cruz de castigo del pueblo.  Los altos travesaños pasaban por debajo de los brazos de los esclavos, que estaban atados a la parte de atrás.  Unos amplios ganchos curvados, de bronce pulimentado, servían para sostener los muslos y mantenerlos separados.  Cada esclavo tenía las plantas de los pies apretadas una contra la otra, con los tobillos atados.
Sus cabezas colgaban hacia delante de tal manera que podían ver sus vergas erectas, y las muñecas estaban ligadas a la cruz por detrás de la madera, con cadenas conectadas a los grandes falos dorados que sobresalían de sus traseros.  Nadie levantó la vista ni se atrevió a moverse mientras recorríamos el jardín.
Vi a los silenciosos sirvientes, con pesadas vestimentas, que avanzaban a una velocidad servil y extendían alfombras de brillantes colores sobre la hierba para disponer luego unas mesas bajas sobre ellas, como si prepararan un banquete.  Estaban colgando lámparas de cobre de los árboles y antorchas a lo largo de los muros que cercaban el lugar.
Había cojines repartidos por todas partes.  Jarras de vino de plata y oro estaban ya dispuestas en sus lugares y, encima de las mesas, había bandejas con copas.  Era evidente que al caer la noche allí iba a servirse la cena.
Imaginaba el tacto del travesaño de madera bajo los brazos, el liso y frío cobre de los ganchos curvándose alrededor de las piernas, la penetración del falo.  A la luz de las lámparas, la visión de los esclavos montados sobre los falos debía de ser asombrosa.  Aquí era donde cenarían los nobles, acompañados de estas esculturas para deleite propio si es que por casualidad su mirada se posaba en ellas. ¿Qué sucedería más tarde? ¿Los bajarían de las cruces, los violarían?
Aún faltaba mucho para la noche.
Yo no quería estar en esta cruz, sufriendo, esperando, viendo los torsos resplandecientes de los otros esclavos y sus vergas hinchadas.  No, esto era demasiado, pensé.  Sería insoportable.
Nuestro alto señor de elegante arrogancia nos guió hasta el mismísimo centro del jardín.  El aire, una leve brisa, era caliente y dulce.  Dimitri ya estaba empalado; también había otro esclavo europeo de piel clara y pelo rojo, probablemente un príncipe arrebatado a nuestra benevolente reina; dos cruces vacías nos esperaban a Tristán y a mí.
Aparecieron los criados y levantaron a Tristán.  Pude observar cómo lo alzaban con eficacia y rapidez.  No insertaron el falo hasta que sus muslos estuvieron cómodamente instalados entre la curva de los ganchos de cobre.  Cuando vi el tamaño del falo di un respingo.  Por un instante, le encadenaron las muñecas al extremo de aquello, con el madero vertical de la cruz entre ellas.  Su verga no podía haber estado más dura.
Mientras los criados le peinaban el cabello y le ataban los pies en su sitio, comprendí que sólo disponía de algunos segundos para hacer algo temerario si es que iba a hacerlo.  Alcé la vista hacia el rostro de mi señor.  Tenía los labios separados mientras estudiaba a Tristán y las mejillas ligeramente arreboladas.
Yo continuaba en el suelo a cuatro patas.  Me acerqué más a él, hasta que al final estuve pegado a su túnica y, entonces, intencionadamente, me senté sobre los tobillos y levanté la mirada hacia él. Por su rostro cruzó una extraña expresión, un preludio a la rabia que le había provocado mi acción.  Sin separar los labios, susurré para que los criados no pudieran oírme:
-¿Qué tenéis debajo de esa túnica -pregunté- para que nos atormentéis de este modo? ¿Sois un eunuco, no es así?  No veo vello en vuestro bonito rostro.  Eso es lo que sois, ¿no?
Pensé que veía cómo se le erizaban todos los cabellos de la cabeza.  Los asistentes continuaban untando los músculos de Tristán con un aceite claro y limpiaban con cuidado los restos que la piel no absorbía.  Pero aquello no ocupaba más que una pequeña parte de mi visión.
Yo tenía la vista fija en el amo.
-Y bien, ¿sois un eunuco? -le susurré sin apenas mover los labios-. ¿O tenéis algo bajo esos elegantes ropajes que podáis meterme a la fuerza? -Me reí con los labios cerrados, una verdadera risa perversa.  Aquello resultaba sumamente divertido.  Sabía perfectamente que estaba cometiendo una terrible infracción.  Pero la mirada de puro asombro que apareció en su rostro mereció la pena.
Lexius adquirió un exquisito rubor.  Vi la cólera que se encrespaba para luego fundirse una vez dominada.  Entornó los ojos.
-¡Sois un sinvergüenza muy apuesto, lo sabéis, eunuco o no! -siseé.
-¡Silencio! -soltó, fulminante.
Los asistentes estaban escandalizados.  La palabra reverberó por el jardín.  Luego su voz crepitó para dar unas órdenes rápidas.  Los asistentes, aterrorizados, acabaron con Tristán y se apresuraron a salir en silencio.
Yo había inclinado la cabeza pero volvía a levantar la mirada.
-¿Cómo osáis? -susurró.  Fue un momento interesante porque comprobé que murmuraba del mismo modo que había hecho yo. Él tampoco se atrevía a hablarme en voz alta.
Sonreí.  Mi pene latía violentamente, con el fluido listo para derramarse.
-¡Yo os montaré, si así lo preferís! -le susurré-.  Quiero decir, si no funciona esa cosa que tenéis...
La bofetada me alcanzó con tanta velocidad que no la vi.  Me hizo perder el equilibro.  Me quedé de nuevo a cuatro patas.  Oí un sonido silbante, algo que provocaba miedo por razones que no recordaba.  Alcé la vista y vi que sacaba una larga traílla de cuero de su faja.  La llevaba enrollada en la cintura, oculta entre los pliegues de terciopelo.  Tenía un pequeño aro en el extremo, lo suficientemente grande para abarcar una verga normal, no para la mía, pensé.
Me agarró por el pelo y me levantó.  Sentí el miedo como una quemadura.  Me azotó con fuerza dos veces y vi el jardín entre centelleos de color mientras mi cabeza iba de un lado a otro.  Tumulto en el paraíso.  Sentí que me removía los testículos, que los elevaba, y la correa para la verga me rodeaba y se cerraba con firmeza.  De hecho, quedaba muy bien ajustada.  La traílla tiró de toda mi pelvis hacia adelante.  Me arañé las rodillas con la hierba mientras intentaba recuperar el equilibrio.
El amo me obligó a bajar la cabeza hasta que pudo poner la todopoderosa pantufla sobre mi nuca.  Una vez más volvía a tener la cara pegada al suelo, aunque la traílla pasaba bajo mi pecho.  Tiró de ella con brusquedad para obligarme a corretear tras él a cuatro patas.
Hubiera deseado volver la vista hacia Tristán.  Me sentía como si le hubiera traicionado.  De pronto pensé que había cometido un error espantoso, que iba a acabar en uno de los pasillos, o tal vez algo peor.  Pero ya era demasiado tarde.  La correa me oprimía la verga mientras él estiraba de mí con fuerza en dirección a las puertas de palacio.



LA VELADORA




Bella se despertó medio desfallecida.  Las esposas del harén seguían congregadas a su alrededor, charlando despreocupadamente.
En las manos sostenían largas y hermosas plumas, colas de pavo real y otros plumajes de gran colorido que de vez en cuando pasaban por los pechos y los órganos sexuales de la princesa.
Su húmedo sexo palpitaba con un leve latido.  Sentía las plumas que se deslizaban sobre sus pechos y luego le recorrían el sexo con más brusquedad pero lentamente.
¿No querían nada para ellas, estas amables criaturas?  De nuevo le invadió el sueño, pero enseguida se despejó.
Bella abrió los ojos.  Vio el sol que se derramaba a través de las altas ventanas enrejadas, los entoldados del techo con abundantes bordados, cuentas brillantes e hiladuras de oro.  Observó los rostros de las mujeres próximos a ella, los dientes blancos, los suaves y rosados labios oscuros.  Oyó su charla, rápida y en voz baja, y su risa.  De entre los pliegues de sus ropas surgían perfumadas fragancias.  Las plumas continuaban entreteniéndose con Bella como si se tratara de un juguete, algo a lo que podían importunar futilmente.
Gradualmente, desde este bosque de hermosas criaturas, Bella desplazó la vista hasta una figura majestuosa, una mujer que se mantenía apartada del resto y cuyo cuerpo permanecía medio oculto por un biombo, agarrada con una mano al extremo de la madera de cedro mientras miraba a Bella.
La princesa cerró los ojos y se deleitó con el calor del sol, en el lecho de cojines, y las plumas.  Luego volvió a abrirlos.
La mujer continuaba allí. ¿Quién era? ¿Había estado ahí todo el rato?
Era un rostro extraordinario, que destacaba incluso entre la infinidad de rostros extraordinarios.  Boca sensual, nariz pequeña y unos ojos llameantes que en cierto modo eran diferentes a los de las demás.  El pelo castaño oscuro, peinado con raya en medio, caía por debajo de los hombros en masas de rizos que creaban un triángulo de oscuridad alrededor de su rostro; sólo unos pequeños bucles sobre la frente sugerían cierto desorden, imperfección humana.  Una gruesa corona de oro rodeaba su frente para sostener un largo velo de color rosa que parecía flotar sobre el pelo oscuro, y que caía tras su figura como una sombra teñida de rosa.
La cara, que tenía forma de corazón, era sin embargo severa, muy severa.  Aquella expresión de aparente irritación era casi amarga.
Algunos rostros hubieran resultado feos con esta expresión pensó Bella, pero en este caso la intensidad realzaba su cara.  Los ojos... ¡vaya!, eran de un gris violeta.  Eso era lo que resultaba chocante.  No eran negros.  No obstante, tampoco eran claros; sino vibrantes, penetrantes y, de pronto, cuando Bella alzó la mirada para mirarlos, parecieron llenos de desasosiego.
La mujer retrocedió un poco detrás del biombo, como si Bella la hubiera inducido a retirarse.  Pero aquel movimiento la delató.  Todas las cabezas se volvieron hacia ella.  Al principio nadie se movió.  Luego las mujeres se levantaron y la saludaron con una reverencia.  Todas las presentes en la habitación, excepto Bella, que no se atrevía a moverse, se inclinaron ante la dama que se hallaba de pie detrás del biombo.
«Debe de ser la sultana», pensó Bella, y sintió que la garganta se le contraía al ver que los ojos violetas se fijaban con tal concentración en ella.  Sus ropajes eran suntuosos.  Y los pendientes, dos inmensos adornos ovalados copiosamente labrados con relieves de esmalte violeta, eran una preciosidad.
La mujer no se movió ni respondió a los murmullos de saludo pronunciados por las otras.  Permaneció medio oculta tras el biombo, observando a Bella.
Las mujeres volvieron a acomodarse en los lugares que ocupaban anteriormente.  Se sentaron al lado de Bella y posaron otra vez las plumas sobre el cuerpo de la princesa para acariciarla.  Una de las mujeres se apoyó contra Bella, con la misma calidez y fragancia de un gato gigante, y dejó que sus dedos juguetearan distraídamente con los pequeños y tupidos mechones púbicos de la muchacha.  Bella se sonrojó, sus ojos se velaron mientras continuaba mirando a la distante mujer.  Pero sus caderas se movían y, cuando las plumas volvieron a acariciarla, comenzó a gemir, perfectamente consciente de que aquella dama la observaba.
«Salid -quería decirle Bella-.  No seáis tímida.» La mujer la atraía.  Movió las caderas aún más deprisa y la ancha pluma de pavo real se dilataba en sus pasadas.  Sintió otras plumas que le hacían cosquillas entre las piernas.  Las delicadas sensaciones se multiplicaban cada vez con mayor intensidad.
Luego una sombra cruzó ante sus ojos.  Sentía los labios que volvían a besarla, y dejó de ver a la extraña y vigilante mujer.


Era la hora del crepúsculo cuando Bella se despertó.  Sombras azules celestes y el temblor de la luz de las lámparas.  Olor a cedro y a rosas.  Las esposas continuaron acariciándola mientras la levantaban del lecho para llevarla hasta el pasadizo.  Entonces, cuando su cuerpo volvía a despertar, no quería irse, pero luego pensó en Lexius.  Seguro que le harían saber que les había agradado.  Obedientemente, Bella se puso de rodillas.
Sin embargo, justo antes de entrar en el pasaje, echó un vistazo atrás, a la umbría habitación, y distinguió a la espectadora de pie en el rincón.  Esta vez no había ningún biombo que la ocultara.
Iba vestida de seda violeta, del mismo color que sus ojos, y el alto fajín dorado y plateado era como un trozo de armadura que encerraba su estrecha cintura.  El velo rosa revoloteaba alrededor de ella como si tuviera vida propia, como un aura.
« ¿Cómo desabrocháis el fajín, cómo se quita?», se preguntaba Bella intrigada.  La mujer tenía la cabeza un poco ladeada, como si intentara disimular su fascinación por Bella.  Sus pechos parecían hincharse visiblemente bajo el ajustado corpiño de tela bordada que, también, en cierto modo, recordaba a una pieza de armadura.  Los pendientes ovalados de sus orejas parecían temblar como si registraran la excitación secreta y absolutamente privada que sentía la mujer.
Bella no lo sabía, pero quizá fuera el efecto embellecedor de la luz lo que hacía que esta mujer pareciera infinitamente más atrayente que las demás, como una gran florescencia tropical de color púrpura situada entre azucenas atigradas.
Las mujeres instaban a Bella a continuar, aunque la besaban al mismo tiempo.  Debía irse.  Dobló la cabeza y se introdujo en el pasadizo, aún con el hormigueo del contacto de las mujeres en la carne, y rápidamente salió al otro lado, donde dos criados varones la esperaban.


Anochecía. En los baños todas las antorchas estaban encendidas. Después de aplicarle aceites, perfumarla y cepillarle el pelo, tres asistentes condujeron a Bella hasta el pasillo más amplio que había visto anteriormente, el que estaba decorado tan exquisitamente con esclavos atados y mosaicos que conferían al lugar una atmósfera de tremenda importancia.
No obstante, Bella estaba cada vez más asustada. ¿Dónde se encontraba Lexius? ¿Adónde la llevaban?  Los criados trasportaban un cofrecito con ellos.  Bella se temía que sabía lo que había dentro.
Finalmente, llegaron a una sala que tenía una monumental puerta doble a la derecha, una especie de vestíbulo de techo descubierto.  Bella vio las estrellas, sintió el aire cálido.
Pero cuando descubrió el nicho en la pared, el único nicho de la habitación, colocado exactamente en frente de las puertas, sintió terror.  Los asistentes dejaron el cofre en el suelo y se apresuraron a sacar de él un collar de oro y una tela de seda.
Al comprobar el miedo de ella se limitaron a sonreír.  La colocaron en el nicho, le doblaron los brazos tras la espalda y, rápidamente, cerraron con un chasquido el alto collar forrado de piel que le rodeó el cuello, abrigando su mandíbula con el amplio borde que levantaba ligeramente su barbilla.  No podía volver la cabeza ni mirar hacia abajo.  El collar estaba enganchado al muro que tenía a su espalda.  Aunque levantara los pies del suelo aquel engarce la hubiera sostenido.
Pero no hizo falta.  Los mozos le estaban levantando los pies para envolvérselos con largas tiras de seda.  Continuaron trabajando piernas arriba, apretando cada vez más la tela, pero dejaron el sexo al descubierto.  En un momento, la seda le ceñía el estómago y la cintura, le lacraba los brazos contra la espalda y cruzaba el pecho para dejarlo al descubierto.
Con cada vuelta de la seda, el vendaje la oprimía más. Tenía espacio suficiente para respirar pero estaba completamente rígida, totalmente encerrada y acalorada.  Se sentía comprimida y muy liviana.  Tenía la impresión de flotar en el nicho, como algo compacto, indefenso, incapaz de ocultar su sexo desnudo y sus pechos, ni la franja de carne desnuda que comprendía sus nalgas estrujadas.
Sus pies habían quedado bien separados, sujetos al suelo por medio de unas correas.  Luego los criados dieron un último ajuste al alto collar de metal y al gancho.
Bella temblaba de pies a cabeza.  Gemía.  La atención que le prestaban los criados era escasa. Tenían prisa.  Le cepillaron el pelo para que cayera sobre sus hombros y dieron un toque final con los labios.  Le peinaron el vello púbico haciendo caso omiso a los gemidos de la princesa.  Luego, le dieron una última tanda de besos en los labios y otra de silenciosas amonestaciones para que se mantuviera callada.
Los criados se alejaron por el corredor. La dejaron en esta alcoba iluminada por antorchas, como si fuera un mero accesorio, igual que los otros que había visto antes por los pasillos.
Bella se quedó quieta.  Su cuerpo parecía crecer bajo las envolturas, llenándolas y presionando contra éstas cada centímetro de su cuerpo, tan opresivamente sujeto.  El silencio zumbaba en sus oídos.
Las antorchas que llameaban frente a ella a ambos lados del corredor le parecieron seres vivos.
La princesa intentó permanecer inmóvil pero perdió la batalla.  De repente, todo su cuerpo se esforzó por liberarse.  Sacudió la cabeza e intentó liberar sus miembros, pero no consiguió variar ni un ápice la posición de esta pequeña escultura en la que la habían convertido.
Luego, mientras las lágrimas surcaban su rostro, sintió un arrebato maravilloso, triste.  Pertenecía al sultán, al palacio, a este tranquilo e inevitable momento.
En realidad, era un gran honor que le hubieran asignado este lugar especial en vez de colocarla en una fila con los demás.  Miraba hacia las puertas.  Estaba agradecida de que allí no hubiera más esclavos maniatados como motivos decorativos.  Sabía que cuando abrieran las puertas podría bajar la vista y mostrarse totalmente servil, como se esperaba de ella.
Se deleitó en las ataduras, pese a que era consciente de la frustración que la noche traería consigo. Su sexo ya empezaba a recordar el contacto de las mujeres del harén.  Soñaba, pese a que aún estaba despierta, con Lexius y aquella extraña mujer, la sultana tal vez, que había estado observándola pero que no la había tocado.
Bella tenía los ojos cerrados cuando oyó un débil sonido.  Alguien se acercaba.  Alguien pasaría junto a ella en medio de las sombras, sin percatarse de su presencia.  Los pasos se aproximaban cada vez más.  Bella respiró ansiosamente bajo la fuerte contracción de las vendas.
Finalmente, las figuras se hicieron visibles.  Eran dos señores del desierto elegantemente ataviados con relucientes tocados de lino blanco, fruncidos en la frente con trenzas de oro que formaban pulcros pliegues en torno a sus caras y por encima de sus hombros.  Hablaban entre ellos.  Ni siquiera le dirigieron una ojeada.  Tras ellos venía un silencioso sirviente, con las manos atadas a la espalda y la cabeza baja.  Parecía asustado, tímido.
El vestíbulo se quedó una vez más en silencio y el corazón de Bella adoptó un ritmo más pausado; su respiración se normalizó.  Le llegaban leves sonidos de risas y música que procedían de muy lejos, demasiado distantes para inquietaría o calmarla.
Casi dormitaba cuando un penetrante chasquido la despertó.  Fijó la vista hacia delante y vio que la puerta doble se había movido.  Alguien la había entreabierto y la estaba observando desde allí. ¿Quién era aquella persona y por qué no se dejaba ver?
Bella intentó mantener la calma.  Al fin y al cabo, estaba indefensa, ¿no era así?  Pero le saltaron las lágrimas.  Sentía un desasosiego cada vez mayor en su cuerpo comprimido por las envolturas.  Fuera quien fuese, podía salir y atormentaría.  Era tan sencillo tocar su sexo desnudo e importunarlo del modo que le viniera en gana.  Sus pechos expuestos se estremecieron. ¿Por qué seguía ahí? Casi podía oír su respiración.  Por un instante creyó que quizá fuera uno de los sirvientes, y bien podría pasar una hora jugando con ella sin que nadie se percatara.
Al comprobar que nada sucedía, que la puerta continuaba entreabierta, sin más, Bella lloró quedamente, a la luz de las antorchas que la deslumbraban.  La perspectiva de la larga noche que la esperaba era mucho peor que cualquier azotaina.  Las lágrimas cayeron en silencio deslizándose por sus mejillas.



UNA LECCION DE SUMISIÓN




Laurent:
Nos encontrábamos otra vez en el palacio, en la fresca oscuridad de los pasillos que olían al aceite y la resina que quemaban en las antorchas, sin más sonidos que los provocados por las pesadas pisadas de Lexius y por mis manos y rodillas al gatear sobre el mármol.
Al oírle cerrar la puerta de golpe y echar el cerrojo, supe que habíamos vuelto a sus aposentos.  Su cólera era indisimulada.
Respiré profundamente y fijé la mirada en los motivos estrellados que decoraban el mármol del suelo.  No recordaba haber visto esas preciosas estrellas rojas y verdes con círculos en su interior.  La luz del sol calentaba el mármol, al igual que el conjunto de la habitación, que estaba caldeada y silenciosa.  Vi la cama por el rabillo del ojo.  Tampoco la recordaba.  Seda roja, cojines apilados, lámparas suspendidas por cadenas a ambos lados del lecho.
Lexius había cruzado la estancia para coger una larga correa de cuero de la pared.  Bien.  Eso ya era algo.  No las estúpidas tirillas de cuero.  Una vez más, me senté sobre los talones y mi verga palpitó oprimida por el círculo de la correa que la rodeaba.
El amo se volvió y sostuvo la correa en sus manos.  Era pesada.  Debía de doler que daba gusto. Tal vez yo me arrepintiera antes incluso de que empezara la azotaina; me iba a arrepentir de verdad.
Miré a Lexius a los ojos. «Vas a sodomizarme, o yo a ti, antes de que salgamos de esta habitación -pensé-.  Te lo prometo, joven y elegante señor del pico de oro.»
Pero me limité a sonreírle.
Él se detuvo, me observó fijamente con la cara inexpresiva, como si no se creyera que le estaba sonriendo.
-¡No podéis hablar en este palacio! -dijo apretando sus dientes-. ¡No os atreveréis a repetirlo!
-¿Sois un castrado o no? -le pregunté levantando las cejas-.  Vamos, amo -de nuevo, lentamente se dibujó una sonrisa en mis labios-.  Me lo podéis decir.  No se lo contaré a nadie.
Parecía que el amo intentaba recuperar la compostura.
Respiró profundamente.  Tal vez pensara en algo peor que los azotes, y yo me estaba pasando de listo. ¡Yo quería los azotes!
Alrededor de él, la pequeña habitación parecía fulgurar bajo la luz oblicua del sol: el suelo decorado, la cama de seda roja, el montón de cojines. Las ventanas estaban cubiertas, protegidas por enrejados esmaltados y afiligranados que las convertían en miles de diminutas ventanas.  En gran medida, él parecía formar parte de aquello, vestido con la ajustada túnica de terciopelo, el cabello negro recogido detrás de las orejas y los centelleantes pendientes.
-¿Creéis que conseguiréis provocarme para que os posea? -susurró.  Los labios le temblaban ligeramente, revelaban la tensión que le dominaba. Los ojos destellaban de rabia o de excitación.  Resultaba difícil distinguir la causa.  Pero ¿qué diferencia hay, realmente, si la fuente de energía es aceite o madera?  Lo que importa es la luz.
No contesté.  Pero mi cuerpo sí.  Le miré de arriba abajo: su cuerpo delgado y esbelto, el modo en que su fina y elástica piel se arrugaba con delicadeza en las comisuras de la boca.
Movió la mano, la desplazó hasta el fajín y lo desabrochó.
Cayó al suelo y la túnica se abrió, el pesado tejido, las dos partes de la prenda se separaron y, debajo, vi el pecho desnudo, el negro pelo rizado de la entrepierna, la verga levantada como un asta, ligeramente curvada, y el escroto, bastante grande, envuelto por delicados rizos oscuros.
-Venid aquí -ordenó-.  A cuatro patas.
Dejé que mi corazón latiera un par de veces antes de responder.  Entonces me puse a cuatro patas, con la vista aún fija en él, y crucé la distancia que nos separaba.
Me senté otra vez sobre los talones sin que él me dijera que podía hacerlo y olí el perfume a cedro y las fragancias de su ropa, aspiré su olor varonil y levanté la vista para observar los pezones de color vino que se asomaban bajo la solapa de la prenda.  Pensé en las abrazaderas que me habían puesto los criados, y en la manera en que las correas tiraban de ellas.
-Ahora veremos si vuestra lengua sabe hacer más cosas, aparte de soltar impertinencias -dijo. Él no podía contener la agitación en su pecho, no era capaz de evitar que su cuerpo le delatara, pese a que la voz sonaba inflexible-.  Chupadla -dijo con suavidad.
Me reí para mis adentros.  Me incorporé otra vez sobre mis rodillas y, con cuidado de no tocar sus ropas, me acerqué y empecé a lamer, no la verga, sino el escroto.  Lo repasé a conciencia; por debajo, empujé un poco los testículos hacia arriba, lanzándoles estocadas con la lengua, para luego chuparlos por debajo hasta llegar a la carne que estaba justo detrás.
Sabía que él quería que me metiera los testículos en la boca, o que arremetiera contra ellos con más presión, pero hice exactamente lo que él me había dicho que hiciera.  Si quería más, tendría que pedirlo.
-Introducíoslos en la boca -dijo.
Volví a reírme para mis adentros.
-Con mucho gusto, amo -contesté yo.  Se puso tenso al oír aquella impertinencia.  Pero yo tenía la boca abierta pegada a su escroto y le lamía los testículos, primero uno, luego el otro, intentando meterme los dos en la boca, pero eran demasiado grandes.  Mi propia verga estaba al límite de la agonía.  Retorcí las caderas, las hice girar y el placer bombeó por todo mi cuerpo, rebotando con dolor por las extremidades.  Abrí aún más la boca y tiré del escroto.
-La verga -susurró él.
Entonces conseguí lo que quería.  La empujó contra mi paladar y después presionó cuanto pudo hacia el interior de mi garganta.  Yo la chupé con largos y poderosos lametazos, haciendo pasar la lengua por ella, permitiendo que mis dientes la arañaran ligeramente.
La cabeza me daba vueltas.  Tenía la pelvis rígida y mis músculos estaban tan tensos que sabía que después tendría agujetas.
Lexius se adelantó para apretar la entrepierna contra mi rostro, y sentí su mano en la parte posterior de mi cabeza.  Iba a eyacular en cualquier instante.
Yo retrocedí un poco y lamí la punta de la verga, para importunarle deliberadamente.  Su mano me agarró con más fuerza pero no dijo nada.  Relamí su verga despacio, jugando con la punta.  Llevé mis manos al interior de su túnica.  El tejido era fresco y suave, pero la verdadera seda era la piel de su trasero.  Pegué mis manos a ella, le pellizqué la carne y mis dedos se aproximaron ondulantes hasta su ano.
Bajó las manos para sacar mis brazos de la túnica. Él dejó caer la correa.
Entonces yo me puse de pie y le empujé hacia atrás, hacia la cama, poniéndole la zancadilla para que perdiera el equilibrio.
Le tiré del brazo derecho para darle la vuelta y que cayera de cara sobre el lecho y me apresuré a despojarle de la túnica.
Era fuerte, muy fuerte y forcejeó con violencia.
Pero yo era mucho más fuerte y considerablemente más corpulento.  Tenía los brazos atrapados en la túnica y, en un momento, se la arranqué y la arrojé a un lado.
-¡Maldito seáis! ¡Parad! ¡Maldito seáis! -exclamó y, a continuación, oí una sutil sucesión de amenazas y juramentos en su propia lengua, aunque no se atrevía a gritar en voz alta.  El cerrojo de la puerta estaba echado. ¿Cómo iba a entrar alguien a ayudarle?
Yo me reía.  Lo apreté contra el colchón de seda y lo sujeté con las manos y la rodilla doblada sobre él.
Lo observé: su alargada y lisa espalda, la piel extremadamente pura y aquel trasero, aquel musculoso trasero sin castigar, todo para mí.
Lexius forcejeaba como un loco.  Estuve a punto de penetrarle en ese mismo instante.  Pero quería hacerlo de un modo diferente.
-Os castigarán por esto, loco y estúpido príncipe -dijo, y hablaba con convencimiento.  Me gustó cómo sonaba.  Pero repliqué:
-¡No abráis la boca! -y se calló con asombrosa facilidad.  Luego cobró fuerza de nuevo y forcejeó sobre la cama.
Yo me levanté lo justo para darle la vuelta y obligarlo a yacer tumbado de espaldas.  Me quedé a horcajadas sobre él y, cuando intentó levantarse, le di unos sonoros manotazos, igual que él había hecho conmigo.  Durante unos segundos permaneció echado, lleno de asombro, y yo aproveché para coger una de las almohadas y rasgar la seda de la funda.
Era una pieza de seda bien larga, lo suficiente para atarle las manos.  Se las cogí, después de abofetearlo dos veces más y se las até por las muñecas.  La seda era tan fina que permitía hacer unos nudos fuertes y ajustados que sus forcejeos únicamente conseguían apretar más.
Rasgué otra funda y lo amordacé.  Cuando abrió la boca para soltar otro torrente de juramentos e intentó pegarme con las manos atadas, yo rechacé sus manos y le pasé la mordaza de seda por encima de la boca abierta y luego la até por detrás de la cabeza.
La boca abierta hacía más fácil apretar la mordaza para que quedara firmemente sujeta y cuando intentó pegarme de nuevo le abofeteé lentamente, una y otra vez, hasta que se detuvo.
Por supuesto, no es que fueran unos golpes terriblemente fuertes.  A mí no me hubieran afectado en absoluto.  Pero con él funcionaron a la perfección.  Yo sabía que la cabeza le daba vueltas a causa de las bofetadas.  Al fin y al cabo, él me había azotado así a mí tan sólo unos momentos antes en el jardín.
Lexius se quedó quieto, con las manos ligadas por encima de la cabeza.  Tenía el rostro como la grana; la mordaza de seda era un corte rojo más claro sobre su cara, contra el que apretaba los labios.  Pero la parte verdaderamente exquisita eran los ojos, sus inmensos ojos negros que me miraban fijamente.
-Sois una criatura muy hermosa, ¿sabéis? -le dije.  Sentía su verga que tocaba ligeramente mis testículos.  Yo continuaba montado a horcajadas sobre él.  Bajé la mano y palpé la dura y caliente longitud del miembro, la humedad de la punta-.  Casi sois incluso demasiado hermoso continué-.  Me entran ganas de escabullirme a hurtadillas de este lugar, con vos desnudo, atado a mi silla, tal como los soldados de vuestro sultán me secuestraron.  Os llevaría al desierto, os convertiría en mi esclavo, os golpearía con ese grueso cinto vuestro, mientras vos daríais de beber al caballo, cuidaríais el fuego, me prepararíais la cena...
Su cuerpo temblaba de pies a cabeza.  Sus mejillas estaban encendidas a pesar del color oscuro de la piel.  Casi oía su corazón.
Descendí para arrodillarme entre sus piernas. Él no movió ni un sólo músculo para oponerse.  Su verga se convulsionaba con breves sacudidas.  Pero ya estaba bien de jugar con él.  Tenía que poseerlo, ya.  Tal vez luego me concedería los otros deleites, como castigar sus nalgas.
Le levanté los muslos enganchando mis brazos por debajo y, luego, forcé sus piernas sobre mis hombros de tal manera que su pelvis se levantaba por encima de la cama.
Lexius gimió y sus ojos llamearon como dos fuegos mientras me miraban llenos de ferocidad.  Palpé el pequeño ano, tan seco, y luego, por primera vez en todos estos días de tortura, me toqué mi propio pene y unté por toda la punta la humedad que rezumaba de él, hasta dejarlo muy lubrificado.
Entonces lo penetre.
El amo estaba tenso, pero no demasiado.  No podía evitar la penetración.  Gimió otra vez pero yo continué bombeando a través del anillo de músculo que me raspaba y me enloquecía, hasta que estuve bien adentro.  Luego presioné contra él, empujé sus piernas hacia abajo contra su cuerpo hasta que sus rodillas quedaron dobladas por encima de mis hombros y, entonces, empecé a arremeter con fuerza.  Dejaba que mi verga se deslizara casi hasta fuera, luego me hundía hacia delante, después casi volvía a salir, y él suspiraba contra la mordaza.  La seda se mojaba, se le vidriaban los ojos, el fascinante dibujo de sus cejas se contraía.  Con la mano busqué a tientas su falo, lo encontré y empecé a manosearlo al ritmo de mis embestidas.
-Esto es lo que os merecéis -le dije entre dientes-.  Esto es lo que verdaderamente os merecéis.  Sois mi esclavo, aquí y ahora, y al cuerno todo lo demás, al cuerno el sultán y todo el palacio.
Su respiración era cada vez más agitada, y entonces yo me corrí en su interior, mientras apretaba con fuerza su verga entre mis dedos, sintiendo el líquido que salía a presión y reventaba con chorros repentinos, sin que él dejara de gemir audiblemente.  Parecía no acabarse; toda la miseria de las noches en alta mar se vació en él.  Con mi dedo pulgar, apreté la punta de su miembro.  Cada vez con más fuerza hasta que la última gota de placer salió de mí, hasta que estuve totalmente vacío.  Sólo entonces me retiré de él.
Me di media vuelta, me quedé tumbado de espaldas y cerré los ojos durante un largo instante.  Aún no había acabado con él.
La habitación estaba agradablemente caldeada. Ningún fuego puede lograr lo que consigue el sol de la tarde en un lugar cerrado. Él permaneció echado con los ojos cerrados y las manos quietas sobre la cabeza, respirando profunda y sosegadamente.
Había relajado las piernas y me rozaba el muslo con el suyo.
Después de un largo momento, le dije:
-Pues sí, sois un buen esclavo -y solté una risita.
Lexius abrió los ojos y miró al techo.  De repente, empezó a moverse otra vez, y en cuestión de segundos me encontré de nuevo sobre su cuerpo para maniatarlo.
No se resistió.  Yo me levanté y me puse de pie al lado de la cama.  Le dije que se diera media vuelta y se pusiera boca abajo. Él vaciló por un momento pero luego obedeció.
Cogí la larga correa.  Contemplé sus nalgas y los músculos se comprimieron con fuerza, como si él supiera que lo estaba observando.  Movió ligeramente las caderas sobre la seda.  Tenía la cabeza vuelta hacia mí pero su mirada traspasaba mi cuerpo.
-Levantaos y poneos a cuatro patas -Ordené.
Él obedeció con cierta gracia intencionada y se arrodilló con la cabeza levantada y las manos aún atadas, creando una imagen verdaderamente fascinante.  Era mucho más delgado que yo.  Pero aquella gracia suya era maravillosa, como un caballo perfecto para correr, no el corcel que puede llevar a un caballero, sino un animal más nervioso, excelente para un mensajero.
La mordaza de seda roja parecía un insulto delicioso.  No obstante, Lexius se arrodilló sin protestar ni resistirse.  No intentó desprenderse de ella, a pesar de que hubiera podido hacerlo aun con las muñecas atadas.
Doblé la correa y le azoté las nalgas. Él se puso tenso.  Volví a azotarle. Juntó las piernas con fuerza, pero pensé que podía permitírselo mientras se mostrara obediente.
Le fustigué con fuerza una y otra vez, maravillándome de que su preciosa carne de tono aceitunado continuara manteniendo el color.  Lexius no articulaba ni un sonido.  Luego me trasladé hasta los pies de la cama para poder blandir mejor la correa.  En un momento, había conseguido que una maraña de color rosa oscuro resaltara sobre la carne. Moví la correa con más fuerza.  Recordaba mis primeros latigazos en el castillo, cómo me habían escocido, cómo había forcejeado y gemido sin moverme lo más mínimo, cómo había intentado adivinar el sentido de aquel dolor: debía permanecer en una posición humilde y ser azotado para placer de otro.
Azotarle producía una sensación extasiante de libertad, no por la venganza ni nada tan ridículo o premeditado.
Simplemente era un círculo que se completaba. Me encantaba el sonido de la correa que le golpeaba, la manera en que sus nalgas habían empezado a bailar un poco a pesar de sus esfuerzos por mantenerse quieto.
Lexius estaba empezando a cambiar en todo.  Tras otra tanda de golpes, bajó la cabeza y su espalda se arqueó como si intentara retraer las nalgas.  Era totalmente inútil.  Luego, volvieron a bailar hacia fuera y a balancearse.  Gimió.  No podía controlarse más.  Todo su cuerpo oscilaba, bailaba, con una ondulación completa que respondía a la correa.
Supe que yo había hecho lo mismo cuando me fustigaban, miles de veces, sin ser consciente de ello.  Siempre me había perdido en el sonido, en las dulces y cálidas explosiones de dolor, con aquel repentino picor previo al golpe de la correa.  Solté una rápida descarga de fuertes latigazos sobre él, y gimió puntualmente con cada uno de ellos.  De hecho, ni siquiera intentaba refrenarse.  Su cuerpo relucía a causa de la humedad, la rojez parecía viva sobre la superficie de la piel, todo él estaba en movimiento constante, lleno de elegancia.
Le oí sollozar contra la mordaza.  Eso estaba bien.  Me detuve y fui hasta la cabecera de la cama para mirarlo a la cara.  Una buena exhibición de lágrimas.  Pero no había insolencia en su rostro.  Le desaté las manos.
-Bajad al suelo, colocad las manos delante del cuerpo con las piernas estiradas -ordené.
Lentamente, con la cabeza inclinada, Lexius obedeció.
Me encantaba la forma en que le caía el pelo sobre los ojos, la manera en que la mordaza sujetaba el resto de su cabellera.  Había conseguido humillarlo.  Su trasero tenía un aspecto delicioso, caliente, ardía de calor.
Lo levanté por las nalgas con ambas manos y le obligué a caminar a cuatro patas de esa forma, con el trasero alzado y pegado a mi pelvis mientras yo caminaba detrás de él.  Retrocedí un paso y empecé a azotarlo con fuerza andando en círculo por toda la habitación, obligándole a marchar deprisa.  El sudor le caía por los brazos.  Su enrojecido trasero hubiera merecido cumplidos en el castillo.
-Venid aquí, permaneced quieto -le ordené.  Otra vez, me coloqué entre sus piernas y lo penetré, por sorpresa, provocando que soltara un grito a través de la mordaza.
Estiré el brazo y le desaté el nudo de la nuca, aunque sostuve las dos piezas de seda como si fueran riendas, con las que tiré de su cabeza hacia arriba mientras le penetraba con violencia, empujándole hacia delante e impidiendo mediante las riendas que bajara el rostro. Él sollozaba pero yo no era capaz de distinguir si era a causa de la humillación, del dolor o de ambas cosas.  Su trasero resultaba delicioso pegado a mi pelvis, caliente, y se apretaba con gran fuerza.
Me corrí una vez más, con un repentino chorro que le inundó con sacudidas violentas. Él lo aguantó sin atreverse a bajar la cabeza; la seda seguía tensa en mis manos.
Cuando acabé, estiré la mano bajo su vientre y palpé su pene.  Estaba duro.  Era un buen esclavo.
Me reí entre dientes.  Dejé caer al suelo la mordaza de seda y di la vuelta para situarme delante de él.
-Levantaos -le mandé-.  Ya he acabado con vos.
Lexius obedeció.  Todo su cuerpo resplandecía de sudor.  Incluso su pelo negro como el azabache relucía.  Sus ojos tenían una mirada tranquila y profunda, su boca parecía sensual.  Nos miramos fijamente a los ojos.
-Ahora podéis hacer conmigo todo lo que os plazca -dije yo-.  Supongo que os habéis ganado ese privilegio. -Pero la boca... ¿por qué no lo había besado?  Me incliné hacia delante, teníamos la misma altura, y lo besé.  Lo besé con mucha ternura y él no se movió para oponerse.  Abrió la boca.
Mi verga volvió a enderezarse.  De hecho, el placer recorrió todo mi cuerpo y empezó a oprimirme.  Pero ya no dolía.  Era dulce, cada vez más y más poderoso, y yo continuaba besando a este hombre suave como la seda.
Lo solté.  Levanté la mano para pasarla por la línea de su mandíbula en la que el vello bien afeitado empezaba a crecer como suele hacer al final del día.
Sentí la pelusa sobre el labio superior, en la barbilla.
Sus ojos brillaban con un fulgor indescriptible.  Pero era el alma, el alma que se percibía a través del velo de belleza, lo que resultaba perturbador.
Me crucé de brazos, atravesé la habitación hasta llegar casi a la puerta y allí me arrodillé.
Que se desaten los infiernos, pensé.  Le oí moverse por la estancia y, por el rabillo del ojo, distinguí que se estaba vistiendo, que se pasaba el peine por el pelo y se ordenaba la ropa con gestos rápidos, irritados.
Sabía que él estaba confundido.  Pero yo también.  Nunca antes había hecho cosas así y jamás había sospechado cuánto iba a gustarme.  De repente quise llorar.  Me sentía aterrorizado y triste, y medio enamorado de él.
Lo odié por haberme demostrado todo esto, y me sentí triunfante... todo al mismo tiempo.



MISTERIOSAS COSTUMBRES




Parecía que había pasado un cuarto de hora pero aun así la doble puerta no se había cerrado.  De vez en cuando se había movido y crujido un poco en sus bisagras, y la abertura se estrechaba y luego se ampliaba.  Bella temblaba y lloriqueaba bajo la comprimida envoltura de oro; sabía que alguien la observaba.  Intentó calmar su turbación pero le fue imposible.  Luego, cuando el pánico la invadió, forcejeó violentamente contra las ligaduras que la sujetaban con absoluta firmeza, pero fue inútil.
Cuando la puerta se abrió aún más, su corazón pareció detenerse por completo.  Bajó la vista cuanto pudo, pero sin bajar la barbilla puesto que el collar se lo impedía.  Sus lágrimas enturbiaban la visión en un destello dorado a través del cual distinguió a un señor suntuosamente vestido que se aproximaba hacia ella.
Una capucha de terciopelo verde esmeralda, bordada de oro, le cubría la cabeza, y el manto que llevaba puesto ocultaba el resto del cuerpo.  Su rostro permanecía completamente oculto en una sombra.
Súbitamente, Bella sintió una mano sobre su sexo húmedo.  Se tragó un sollozo cuando la mano le tiró del vello púbico, le pellizcó los labios y luego se los separó con dos dedos.  Sofocó un grito mordiéndose el labio, intentando mantenerse callada.  Los dedos le pellizcaron el clítoris y tiraron de él como si pretendieran estirarlo.  Bella gimió en voz alta, olvidándose de cerrar los labios, y las lágrimas se derramaron por sus mejillas con mayor rapidez, mientras ahogaba un jadeo en la garganta.
La mano se retiró.  Bella cerró los ojos a la espera de que el hombre siguiera andando.  Deseaba que se fuera por el pasillo como habían hecho los otros en dirección al sonido distante de la música.  Pero seguía allí, justo delante de ella, observándola. Los suaves grititos creaban un eco abominable en el nicho de mármol.
Bella nunca antes había sido atada de un modo tan opresivo ni se había sentido tan indefensa. Jamás había conocido una tensión tan silenciosa.  Mientras, aquella figura permanecía ante ella sin hacer nada.
De pronto, oyó un susurro, una voz tímida, que le hablaba.  Decía palabras que no entendía y el nombre «Inanna».  Con un sobresalto, Bella cayó en la cuenta de que se trataba de una voz femenina.  Era una mujer que estaba pronunciando su propio nombre.  Bella vio que aquella criatura de manto esmeralda no era en absoluto un noble.  Más bien, parecía la mujer de ojos violetas del harén.
-Inanna -repitió la mujer.  Luego se llevó el dedo a los labios para indicar a Bella que debía permanecer en silencio.  No obstante, su expresión no era de temor, sino de decisión.
La visión de la mujer vestida con la espléndida capa verde subyugó a Bella y, para su extrañeza, la excitó. «Inanna -pensó-.  Qué nombre tan bonito.  Pero ¿qué quiere esta criatura de mí?» Cuando Inanna alzó la vista hacia Bella, ésta le devolvió la mirada con descaro.  Unos ojos feroces, pensó la princesa en esos momentos, y aquella boca agridulce y la sangre que brincaba bajo la piel aceitunada como debía de danzar en su propio rostro.  El silencio que se hizo entre ambas mujeres estaba cargado de emoción.
Luego Inanna se llevó la mano al interior de sus ropajes y sacó un largo par de tijeras de oro.  Las abrió de inmediato, las deslizó bajo las envolturas de seda que cruzaban el vientre de Bella y cortó la tela con grandes y lentos tijeretazos, levantando poco a poco el frío metal por la carne de Bella al tiempo que la tela caía con rapidez.
Bella no alcanzaba a ver cómo se producía esto a causa del alto collar.  Pero sentía con viveza la hoja de las tijeras que avanzaba poco a poco por su pierna izquierda, luego por la derecha, y el apretado tejido que se desprendía sin el menor sonido, para liberarla.  En un instante se desembarazó de toda la cubierta de seda y pudo mover los brazos; sólo la sujetaba el collar.  A continuación Inanna se metió en el nicho, la liberó del gancho y, soltándole el collar, ayudó a Bella a salir del hueco y andar hacia la puerta.
Bella se volvió y echó una rápida ojeada al collar abierto y la seda que había quedado abandonada.  Con toda seguridad, alguien lo descubriría.  Pero ¿qué podía hacer?  La mujer era su ama, ¿O no? La princesa vaciló pero Inanna abrió su manto, cubrió a Bella con él y pasando por la doble puerta la llevó hasta el interior de una gran sala.
A través de un enrejado de filigranas, Bella distinguió una cama y un baño, pero Inanna tiró de ella para que pasara de largo.  Luego le hizo cruzar otra puerta y le indicó que continuara por un estrecho corredor, tal vez un pasillo que sólo utilizaban los sirvientes.  Mientras Bella se apresuraba rodeada por el manto que colgaba de ella sin cubrirla, sintió el cuerpo de Inanna pegado al suyo, el tupido tejido que tapaba sus pechos, las caderas y el brazo.  Bella estaba excitada y asustada pero también se sentía medio divertida por lo que estaba sucediendo.
Cuando llegaron a otra puerta, Inanna la abrió y, una vez dentro, echó inmediatamente el cerrojo. Estaban ante otra celosía y, más allá, había otro dormitorio.  Todas las puertas estaban cerradas.
A Bella aquella habitación le pareció espléndida. Era inmensa: las paredes cubiertas por delicados mosaicos floreados, las ventanas enrejadas, con cortinajes de diáfana tela dorada, y la gran cama blanca con almohadones de satén dorado esparcidos sobre ella.  Unas gruesas velas blancas ardían sobre sus altos soportes.  La luz era uniforme y el aire cálido.
Toda la habitación, a pesar de su grandiosidad, era relajante y acogedora.
Inanna dejó a Bella y se adelantó hacia la cama.  De espaldas a la esclava, se quitó la capa y la capucha y a continuación se arrodilló y las ocultó debajo de la cama, alisando con cuidado la colcha blanca del lecho.
Se dio media vuelta y las dos mujeres se miraron de frente.  Bella estaba asombrada del encanto de la mujer, del violeta oscuro de sus ojos que entonces se intensificaba más a causa de las prendas violetas que llevaba, y del ajustado corpiño de grueso tejido que revelaba perfectamente el contorno de sus pezones.  El fajín era de metal dorado. Se ajustaba más arriba que el que llevaba antes, ascendía en punta hasta debajo de sus pechos y descendía en punta casi hasta su sexo, que estaba cubierto por unas estrechas calzas de tejido tan grueso como el del corpiño.  Los vaporosos bombachos brillaban tenuemente, velando las piernas desnudas de Inanna hasta el fruncido de los tobillos.
Bella asimiló todo aquello, tomó nota del cabello oscuro de Inanna, de las joyas que lo adornaban y de la manera en que aquella mujer tenía la vista fija en ella, examinándola.  Pero los ojos de Bella volvían a fijarse una y otra vez en la faja.  Quería abrir la larga hilera de pequeños engarces metálicos y liberar el cuerpo que había dentro.  Qué terrible era que las esposas del sultán fueran como esclavas, que llevaran este ornado instrumento de represión y castigo.
Pensó en las mujeres del harén: habían jugado con ella, le habían dado placer, la habían manipulado como si fuera una muñeca articulada y, sin embargo, nunca habían revelado nada de sí mismas. ¿Es que el placer les estaba negado?
Miró a Inanna y, en silencio, le dijo con todo su cuerpo: «¿Qué es lo que queréis de mí?»
Su propio cuerpo anhelante estaba lleno de curiosidad y de un vigor regenerado.
Inanna se adelantó y miró a Bella contemplando su desnudez.  De repente, la esclava se sintió natural y libre.  Estiró el brazo sin demasiada confianza y palpó las duras bandas metálicas de la cintura.  Vaya, aquello estaba engoznado por los lados.  El tejido que contenía los pechos y el sexo de Inanna pareció de pronto insoportablemente caluroso y opresivo.
«Me habéis sacado de la envoltura -pensó Bella-. ¿Debería sacaros yo de la vuestra?» Levantó la mano y con los dedos índice y corazón hizo un gesto que imitaba el corte de las tijeras.  Señaló las prendas de Inanna y levantó las cejas inquisitivamente, repitiendo el movimiento como si estuviera cortando de un tijeretazo.
La mujer comprendió y su rostro irradió un repentino deleite.  Incluso se rió.
Pero luego el rostro de la mujer se tornó serio, y de nuevo agridulce. «Qué terrible ser tan guapa y estar triste -pensó Bella-.  La tristeza no debería ser guapa.»
No obstante, Inanna cogió de repente la mano de Bella y la llevó hasta la cama.  Se sentaron juntas.  La mujer se quedó mirando los pechos de Bella y, en un impulso, Bella los levantó con las manos como si se los ofreciera.
Al recoger sus propios pechos entre sus manos y volverlos hacia Inanna, su cuerpo se estremeció con una sensación placentera.  La mujer se sonrojó, sus labios temblaban y su lengua apareció brevemente entre los dientes.  Mientras miraba los pechos de Bella, el pelo se le cayó sobre la cara.  Cuando Bella observó a Inanna ligeramente inclinada hacia delante, con el pelo caído como una cascada sobre sus hombros y la opresiva faja metálica comprimiéndola, su cuerpo empezó a bullir inexplicablemente de deseo.
Bella estiró el brazo y tocó el cinto de metal.  Inanna se retiró un poco pero mantenía las manos quietas como si no pudiera moverlas.  Bella puso sus manos sobre aquella dura faja e inexplicablemente esto también la excitó.  Abrió las abrazaderas, una tras otra; cada una de ellas provocó un pequeño chasquido.  Pero la faja ya estaba lista para soltarse.  Sólo tenía que deslizar los dedos bajo ella y abrirla.
Por fin lo hizo.  De repente, apretando los dientes, el caparazón de metal liberó la fina tela arrugada que se acumulaba alrededor de la cintura de Inanna, quien se estremeció.  Sus mejillas se pusieron como la grana.  Bella se acercó más y apartó la tela violeta del corpiño, hasta llegar a las ajustadas calzas que la mujer llevaba bajo los bombachos.  Inanna no movió ni un dedo para detenerla.  Luego, Bella liberó los pechos, aquellos pechos magníficos, muy firmes y turgentes, con pezones de un oscuro color rosa, ligeramente altos.
Inanna se había ruborizado y temblaba descontroladamente.  Bella podía sentir su ardor, pero parecía inexplicablemente inocente.  Tocó con el dorso de su mano la mejilla de Inanna, y ésta inclinó delicadamente la cabeza para recibir su contacto. La caricia la elevó claramente en un paroxismo de pasión, pero la mujer no parecía entenderlo.
Bella estiró la mano buscando los pechos de la mujer pero luego cambió de idea y volvió a apartar la tela, revelando de este modo la lisa curva del vientre de Inanna.  Entonces la mujer se levantó y retiró también la tela hasta que las calzas y los bombachos cayeron alrededor de sus tobillos.  Aún tiritando, con las manos temblorosas, apartó la maraña de prendas de sus pies y se quedó mirando fijamente a Bella con el rostro colapsado por un terrible tumulto de emociones.
Bella se estiró para cogerla de la mano, pero Inanna retrocedió.  El acto de mostrarse a sí misma desnuda la había dejado abrumada.  La mujer movió los brazos como si quisiera taparse los enormes pechos o el triángulo de vello púbico pero, entonces, al percibir lo ridículo del gesto, enlazó las manos tras la espalda, y de inmediato volvió a ponerlas delante, impotente.  Imploró a Bella con los ojos.
La esclava se puso en pie y se acercó a ella.  La cogió por los hombros e Inanna inclinó la cabeza. «Vaya, parecéis una virgen asustada», quiso decirle Bella.  Besó su mejilla ardiente y los pechos de ambas se tocaron.  Inanna tendió sus brazos a Bella.  Sus labios encontraron el cuello de la princesa y lo cubrieron de besos mientras Bella suspiraba y deseaba que la sensación la atravesara con un delicioso murmullo, como un sonido reverberante a través de un largo pasillo.  El hecho era que Inanna bullía de ardor.  Estaba más excitada que nadie que Bella hubiera tocado antes.  La pasión la desbordaba aún con mayor intensidad que a su señor, Lexius.
Bella no aguantaba más.  Agarró a Inanna por la cabeza y presionó su boca contra la de la mujer.
Aunque ésta se puso rígida, Bella no la soltó y finalmente la boca de Inanna cedió. «Eso es -pensó la muchacha-, besadme, besadme de verdad.» La princesa absorbió el aliento de Inanna mientras los pechos de ambas se apretujaban entre sí.  Bella la rodeó con los brazos, apretó su pubis contra el de la mujer y retorció las caderas, mientras su cintura explotaba con una sensación que luego envolvió rápidamente todo su cuerpo.  Inanna era toda suavidad y fuego, una combinación absolutamente cautivadora.
-Querida, pequeña inocente -le susurró Bella al oído.  Inanna gimió, sacudió el pelo hacia atrás y cerró los ojos, con la boca abierta mientras Bella besaba su garganta y los cuerpos de ambas se apretujaban.  El espeso nido de vello de Inanna cosquilleaba y arañaba a la esclava, y la presión de su sexo llevaba todas las sensaciones a tal grado que Bella pensó que no podría seguir en pie.
Inanna estaba llorando.  Era un llanto ronco, grave, al borde de la liberación, acompañado de sollozos que surgían como pequeños estertores y sacudidas de hombros.  De repente se soltó, se encaramó a la cama y dejó que el pelo le tapara el rostro mientras sollozaba sobre la colcha.
-No, no tengáis miedo -le dijo Bella situándose a su lado y volviéndola cara arriba, con delicadeza.  La mujer tenía unos pechos absolutamente sensuales.  Ni la princesa Elena los tenía tan preciosos, pensó Bella.  Colocó uno de los almohadones bajo la cabeza de la mujer y la besó.  Luego se encaramó sobre el cuerpo de ella y su pelvis se empezó a frotar lentamente contra la de Inanna hasta que el rostro de ésta volvió a enrojecer de rubor mientras suspiraba profundamente.
-Sí, eso está mucho mejor, mi dulce amor -dijo Bella.  La princesa levantó el pecho izquierdo entre sus dedos y lo estudió mientras aprisionaba el pequeño pezón entre el pulgar y el índice.  Qué tierno era.  Se inclinó y lo tocó con los dientes, sintió cómo crecía y se endurecía, y oyó el doloroso gemido de Inanna.  Luego Bella cerró la boca sobre él y lo lamió con fuerza y amor.  Deslizó el brazo izquierdo bajo el cuerpo de Inanna para levantarla y con la mano derecha contuvo y empujó la mano de la mujer que intentaba defenderse.
Las caderas de Inanna se separaron de la cama y toda ella se agitó debajo de Bella, que seguía sin soltar el pecho, deleitándose en él, lamiéndolo y besándolo.
Pero de repente, Inanna apartó a Bella con ambas manos y se dio media vuelta, gesticulando frenéticamente para que se detuviera, para hacerle entender que no podían continuar.
-Pero, ¿por qué? -susurró Bella-. ¿Creéis que está mal sentir esto? -preguntó-. ¡Escuchadme! -cogió a Inanna por los hombros y la obligó a alzar la vista.
Los ojos de la mujer eran grandes y brillaban con las lágrimas adheridas a sus largas pestañas negras.  Su rostro estaba rasgado de dolor, dolor genuino.
-No hay nada malo en ello -proseguía Bella, y se inclinó para besar a Inanna pero la mujer no se lo permitió.
Bella esperó.  Se sentó sobre los talones con las manos en los muslos y se quedó mirándola.  Recordó lo enérgico que había sido su primer amo, el príncipe de la Corona, cuando la reclamó la primera vez.
Recordó cómo la habían subyugado, azotado, obligado a ceder a sus propios sentimientos.  No tenía autoridad para hacer esas cosas con esta preciosidad voluptuosa, y además no quería hacerlas.  Sin embargo, en este caso algo no iba bien.  Inanna estaba desesperada, pero se sentía desgraciada.
En ese instante, como si quisiera dar respuesta a Bella, Inanna se incorporó y se apartó el pelo del rostro humedecido, sacudió la cabeza con la más triste de las expresiones, separó las piernas, alcanzó su propio sexo y lo cubrió con ambas manos.  Toda su actitud era de vergüenza, y a Bella le dolió verlo.  La princesa apartó las manos de la mujer.
-Si no hay nada de que avergonzarse -le dijo.  Deseó que Inanna entendiera sus palabras.  Bella le empujó las manos a un lado y separó las piernas antes de que la mujer pudiera impedirlo.  Inanna apoyó las manos sobre la cama para mantenerse quieta.
-Sexo divino -susurró Bella y acarició con devoción la entrepierna de Inanna provocando en ella un suave estremecimiento y un grito desgarrado.
Luego Bella le separó aún más las piernas para mirar aquel sexo y vio algo que la alarmó tanto que tardó un momento en recuperarse.  Era incapaz de decir una palabra, de tranquilizar a Inanna.
Bella intentó disimular su sobresalto.  Quizá no era más que un engaño provocado por el juego de luces y sombras.  Pero Inanna sollozaba, no podía estarse quieta, y cuando Bella se inclinó más de cerca y separó a la fuerza aquellas piernas de hermosas formas, comprobó que no se había equivocado. ¡Tenía el sexo mutilado!
Le habían extirpado el clítoris; no había nada en su lugar, sólo una diminuta carnosidad lisa y cicatrizada.  Los labios púbicos habían sido reducidos a la mitad de su tamaño, aunque también estaban agrandados por el tejido cicatrizal.
Bella sintió tal horror que por un instante no pudo hacer otra cosa para ocultar sus sentimientos que observar fijamente esta evidencia horrorosa que tenía delante.  Luego se tragó la aversión que le provocaba aquella acción y miró a la seductora criatura que tenía delante.  Impulsivamente, volvió a besar los pechos temblorosos y la boca de Inanna sin permitir que la mujer se intimidara.  También le besó las lágrimas que surcaban sus mejillas y finalmente la atrapó en un largo beso que la subyugó.
-Sí, sí, querida -dijo Bella-.  Sí, mi preciosidad. -Cuando Inanna se había calmado un poco, Bella miró otra vez el sexo mutilado y lo estudió con más atención.  El pequeño nódulo de placer había sido extirpado, y también los labios.  No quedaba nada aparte del portal del que podía disfrutar el hombre.  La bestia inmunda, egoísta, el animal.
Inanna la observaba.  Bella se sentó y levantó las manos para formular una pregunta con gestos.  Se indicó a sí misma, su pelo, su cuerpo, para referirse a «las mujeres», luego hizo amplios movimientos a su alrededor para referirse a «las mujeres de aquí», y luego señaló el sexo cicatrizado con gesto inquisitivo.
Inanna asintió.  Lo confirmó con otro gesto general:
-Sí -dijo en la propia lengua de Bella-.  Todas... todas...
-¿Todas las mujeres de aquí?
-Sí -respondió Inanna.
Bella enmudeció.  Entonces supo por qué a las mujeres del harén ella les había parecido una rareza tan tremenda, por qué se habían deleitado con las sensaciones de Bella.
Su odio al sultán y a todos los señores de este palacio se convirtió en un sentimiento sombrío y angustioso.
Inanna se secó las lágrimas con el dorso de la mano.  Se quedó observando fijamente el sexo de Bella mientras su rostro se fundía en una curiosidad silenciosa, infantil.
«Aquí sucede algo extraño -murmuró Bella-. ¡Esta mujer siente!  Está tan excitada como yo -Le tocó los labios al pensar en los besos-. Ha sido el deseo lo que la ha impulsado a venir a mí, a liberarme de las ataduras, a traerme aquí.  Pero ¿nunca se ha consumado este deseo?» Miró los pechos de Inanna, los brazos exquisitamente redondos y el largo y rizado cabello castaño que colgaba sobre sus hombros.
«No, seguro que se le puede hacer sentir hasta llevarla a la culminación -pensó Bella-.  Existe algo más que estas partes externas.  Debe de haberlo.» Acogió a Inanna en sus brazos y la besó hasta obligarla de nuevo a abrir la boca.
Al principio, Inanna estaba perpleja y se oponía a Bella con suaves gemidos.  Pero la princesa le apretó los pechos mientras introducía la lengua entre los labios.  Lentamente, provocó la pasión de la mujer hasta que el corazón de ésta volvió a palpitar con violencia.  Inanna apretaba las piernas e imitó a Bella cuando se incorporó sobre sus rodillas.  Una vez más, sus cuerpos se enlazaron, y las bocas quedaron selladas.  Toda la carne de Bella despertó con la de Inanna y su pubis quedó electrizado mientras danzaba contra el de aquella otra mujer.  Bella se nutrió otra vez de aquellos pechos espléndidos, con avidez y fuerza, agarrando a Inanna por los brazos, sin dejarla escapar aun cuando la sensación la puso frenética.
Finalmente, Bella sintió que Inanna ya estaba preparada, la empujó con brusquedad hacia atrás sobre los cojines, le separó las piernas y abrió el pequeño sexo que tan sanguinariamente habían destrozado.  La humedad vital estaba allí.  Bella lamió los fluidos de delicioso sabor ahumado mientras las caderas de Inanna se elevaban con espasmos vigorosos. «Sí, cariño», pensó Bella y su lengua se introdujo en las profundidades del sexo para lamer la entrada de la vagina hasta que los gritos de Inanna se volvieron roncos, sin modulación. «Sí, sí, cariño», se dijo la princesa cerrando la boca sobre los labios cercenados para buscar los músculos más profundos, más duros, de la pequeña cavidad y arrojarse contra ellos con más furia.
Inanna se retorcía y forcejeaba debajo de Bella.  Sus manos le tiraban del pelo pero no con suficiente voluntad como para alejar la cabeza de la princesa, que seguía enfrascada en su tarea y obligaba a Inanna a subir los muslos y a levantar el sexo para lamerlo con mayor desenfreno. «Sí, vamos, sentidlo, mi pequeña -pensaba- sentidlo en lo más profundo», y enterró el rostro en la húmeda carne hinchada y ahondó con mayor rapidez y profundidad, raspando con los dientes la diminuta carnosidad de tejido cicatrizar donde había estado el clítoris, hasta que Inanna levantó las caderas con toda su fuerza y gritó a viva voz, y todo su sexo se convulsionó con violencia.  Bella lo había conseguido.  Había triunfado.  Chupó la carne palpitante con más fuerza hasta que los gritos de Inanna casi se convirtieron en chillidos y la mujer tuvo que apartarse y hundir la cara en la almohada con el cuerpo tembloroso.
Bella se incorporó.  Se recostó otra vez sobre sus talones.  Su propio sexo estaba preparado, latía como un corazón.  Inanna se había quedado quieta, con el rostro oculto, pero se incorporó lentamente con aspecto asombrado, casi atontado, y se quedó mirando fijamente a Bella.  Le echó los brazos alrededor del cuello y la besó por todo el rostro, el cuello y los hombros.
Bella aceptó todas estas muestras de agradecimiento y afecto.  Luego se tumbó sobre las almohadas y dejó que Inanna se tendiera a su lado.  Movió la mano entre las piernas de Inanna y le metió los dedos en el sexo.
«Bien, ésta es más importante que las otras –pensó-, y no ha habido nadie que la satisfaga.»
Sólo entonces, mientras se arrimaba a Inanna, Bella cayó en la cuenta de que quizá las dos estuvieran en peligro.  Las esposas debían tener prohibido estar desnudas, excepto con el sultán o para él.
Bella sintió un profundo odio hacia el sultán y el deseo repentino de abandonar este país y regresar a la tierra de la reina.  Pero luego intentó alejar aquellos pensamientos y disfrutar de la pura excitación de estar echada junto a Inanna, así que empezó a besarle de nuevo los pechos.
De hecho, parecía que éstos eran la parte más deliciosa de ella, y empezó a friccionarlos mientras mordisqueaba los pezones.  Una nueva sensación de arrebato se apoderó de ella.  En esos instantes no intentaba tanto complacer a Inanna como perderse en sus propios deseos, tirar del pezón con su boca, mientras su mente era vagamente consciente de que Inanna se movía una vez más debajo de ella.
Bella separó las piernas sobre el muslo de Inanna y empujo su sexo contra la lisa piel, entre las ardientes palpitaciones de su clítoris.  Mientras chupaba el pecho de la mujer, cabalgó sobre el muslo, arriba y abajo, y su cuerpo se puso tenso, estrechando a Inanna con sus piernas, hasta que, de repente, el orgasmo la inundó.
Cuando concluyó, no quiso dejar en paz a la mujer.  Estaba poseída por un frenesí.  La exuberancia del cuerpo de Inanna y la suavidad del suyo creaban una nueva sensación de éxtasis ilimitado, un sueño confuso y demente de una noche de placeres que se sucedían, de deseo que se intensificaba con más deseo.
Lamió la lengua de Inanna y la dulzura la intoxicó y la elevó hasta sacarla de su amodorramiento.  Recordó vagamente el espectáculo de Lexius empalando a Laurent en su puño enguantado y formó un apretado nudo con su mano que luego desplazó hacia el interior de la chamuscada boca de la entrepierna de Inanna.
La abertura, tan húmeda como antes y deliciosamente comprimida, se aferró a su puño y a la parte de su muñeca que también introdujo.  Los músculos latieron ávidamente contra la mano, lo cual la excitó aún más.  Cuando sintió que el puño apretado de Inanna entraba en ella, experimentó una vez más el conocido placer de sentirse llena y su cuerpo abarcó todas esas sensaciones con una urgencia creciente.  A su vez, Bella estimuló con su puño a Inanna, así como Inanna hacía con ella moviendo el brazo de arriba abajo con una rudeza casi castigadora.
Ambas alcanzaron el orgasmo, esta vez lo hicieron juntas, gimiendo una contra la otra, con los cuerpos empapados de sudor e ininterrumpidos temblores de puro éxtasis.
Finalmente, Bella se echó sobre la almohada y descansó, rodeando aún con su brazo el de Inanna, jugueteando con sus dedos.  No abrió los ojos cuando la mujer se incorporó.  Sólo fue vagamente consciente de que Inanna volvía a examinarla, que se tomaba su tiempo para tocar los pechos y los labios púbicos de Bella, la abrazaba y la acunaba entre sus brazos como si fuera algo precioso que nunca debía perder: la llave de entrada a su nuevo reino secreto.  La mujer lloriqueo otra vez y las lágrimas se vertieron sobre el rostro de Bella.  Pero el llanto era suave y estaba lleno de un inconfundible alivio y felicidad.



EL JARDÍN DE LAS DELICIAS
VARONILES




Laurent:
Me pareció que llevaba así mucho rato.  Estaba de rodillas en silencio, con la cabeza inclinada y las manos apoyadas sobre los muslos.  Mi verga volvía a enderezarse.  La iluminación había disminuido en la pequeña habitación.  Anochecía.  Lexius, que una vez vestido parecía bastante sereno, permanecía en pie y se limitaba a observarme.  Yo era incapaz de determinar si era la rabia o la perplejidad lo que lo tenía allí paralizado.
Pero, cuando finalmente cruzó a zancadas la estancia, sentí de nuevo toda la fuerza de su tenacidad, su capacidad para dirigirnos a ambos.
Me rodeó el pene con la correa especial y dio un tirón a la traílla en cuanto abrió la puerta.  En cuestión de segundos, estuve arrastrándome detrás de él.  El pulso latía precipitadamente en mi cabeza.
Cuando a través de las puertas abiertas vi el jardín, tuve la débil esperanza de que quizá no recibiría un castigo especial.  Ya estaba oscureciendo y acababan de encender las antorchas de los muros.  Las luces que colgaban de los árboles difundían su iluminación.  Los esclavos, primorosamente maniatados, con los torsos relucientes de aceite y las cabezas inclinadas hacia abajo, como antes, eran tan tentadores como había imaginado.
No obstante, la escena presentaba una diferencia.  Todos los esclavos tenían los ojos vendados; se los habían tapado con unas tiras de cuero dorado.  Todos ellos forcejeaban bajo las ligaduras y gemían quedamente: se movían con más desenfreno que antes, como si las vendas les incitaran a hacerlo.
A mí pocas veces me habían vendado los ojos y no estaba en condiciones de opinar al respecto.  No sabía qué efecto causaría en mí, si me provocaría más o menos temor.
Los sirvientes que trabajaban entonces en el jardín eran más numerosos.  Repartían cuencos con frutas por el lugar.  El olor a vino de las garrafas destapadas llegaba hasta mí.
Apareció un pequeño grupo de criados.  Lexius, cuyo rostro no había visto desde el último beso, chasqueó los dedos y entonces nos dirigimos hacia el centro de una arboleda de higueras, el mismo lugar en el que habíamos estado anteriormente.  Allí vi a Dimitri y Tristán, atados a sus cruces tal como los habíamos dejado.  Tristán estaba especialmente atractivo con la venda sobre el rostro y el pelo dorado caído sobre ella.
Justo delante de ellos habían extendido una alfombra.  Allí seguían la pequeña mesita con su círculo de copas y los cojines esparcidos por el suelo.  Cuando descubrí la cruz vacía, que estaba a la derecha de Tristán, justo delante de la higuera, la sangre pulsó con estruendo en mi cabeza.
El jefe de los mayordomos dio una serie de rápidas órdenes en un tono de voz afable, que no denotaba enfado alguno.  Al instante me levantaron, me pusieron boca abajo y me llevaron hasta la cruz.  Sentí cómo me amarraban por los tobillos a los extremos del madero transversal, y que mi cabeza quedaba colgando justo por encima del suelo mientras que mi verga se golpeaba contra la lisa madera.
Ante mí vi el jardín vuelto del revés y los sirvientes convertidos en meras manchas de color que se movían entre el verdor de la vegetación.
En cuanto estuve bien amarrado, me levantaron los brazos del suelo y me sujetaron las muñecas a los ganchos de latón, que en el caso de los demás esclavos servían para sostenerles los muslos.  Luego sentí que doblaban el miembro y lo separaban del tronco en dirección hacia arriba de mi cuerpo invertido, para sujetarlo entre mis piernas mediante correíllas de cuero que rodeaban los muslos, y lo ataron firmemente.  La verdad es que no me dolía a pesar de estar en esta posición antinatural, pero también es cierto que quedaba expuesto entre las piernas separadas, sin nada que tocar.
Los criados aseguraron todas las ligaduras con doble nudo y las correíllas de cuero quedaron firmemente apretadas.  A continuación hicieron una nueva lazada alrededor de mi pecho y de la cruz para mantenerme completamente firme e inmóvil.
En suma: estaba cabeza abajo, atado fijamente con las piernas separadas, los brazos en cruz y la verga señalando hacia arriba.  La sangre zumbaba en mis oídos y pulsaba violentamente en mi pene.
La venda, que estaba forrada de piel, muy fresca, y se abrochaba con una hebilla en la parte posterior de la cabeza, me rodeaba el rostro.  Oscuridad total.  Todos los ruidos del jardín se habían amplificado repentinamente.
Oí pisadas en la hierba y, luego, la sensación intensificada de unas manos que aplicaban un aceite en mi trasero y también me masajeaban profundamente entre las piernas.  A lo lejos percibía los sonidos distantes de cazuelas y pucheros, y el olor de los fuegos para cocinar.
Intenté no moverme, pero sentía un impulso irresistible de luchar contra las ligaduras.  Forcejeé, pero no surtió ningún efecto, salvo que pude comprobar que había sido más fácil decidirme a hacerlo por el hecho de tener los ojos vendados.  Como era incapaz de apreciar el efecto visual, permití que todo mi cuerpo temblara y sentí la leve vibración de la cruz bajo mi cuerpo, como había sucedido en la cruz de castigo del pueblo.
Sin embargo, la ignominia de estar boca abajo era terrible, así como la deshonra de tener los ojos vendados.
Luego sentí el primer latigazo en mi trasero.  La correa volvió a alcanzarme con suma rapidez, con un fuerte estallido, aunque era el cuero más que la carne lo que producía el chasquido, y de nuevo sentí otro golpe, esta vez acompañado de un fuerte escozor.  Todo mi cuerpo se retorcía.  Agradecí que por fin hubiera sucedido, aunque tenía miedo de todo lo que pudiera sentir a partir de entonces.  Lo más amargo era no saber si quien blandía el látigo era Lexius. ¿Sería él o uno de los jóvenes criados?
En cualquier caso, no estaban mal aquellos latigazos.  Me los propinaban con una correa gruesa de cuero, la sólida correa de castigo que tanto necesitaba y que había añorado desde el momento en que abandonamos el pueblo.  Había soñado con esta paliza cada vez que aquellas delicadas correíllas importunaban mi verga o las plantas de mis pies.  Esta azotaina era espléndida.  Los golpes se sucedían con inusitada rapidez.  Invadido por un alivio sublime, me abandoné a ella, sin ofrecer ningún tipo de resistencia.
Ni siquiera en la cruz de castigo me había sentido tan total e inmediatamente rendido.  Eso sobrevenía únicamente con el aumento del dolor y, sin embargo, en estos instantes, mientras permanecía colgado, indefenso y con la venda en los ojos, sucedió de un modo instantáneo.  Mi verga tenía un tamaño colosal y se movía bajo la apretada atadura mientras el látigo me fustigaba con fuerza sobre ambas nalgas al mismo tiempo, con tal rapidez que apenas parecían existir intervalos entre golpes, únicamente un castigo continuo y un sonido casi ensordecedor.
Me preguntaba qué sentirían los otros esclavos al oír aquel ruido, si ansiarían el castigo, como tal vez me sucedería a mí, o si les infundiría temor.
Poco importaba si sabían lo deshonroso que era ser azotado así como si no, lo cierto era que el sonido casi rompía la paz y tranquilidad del jardín.
Los latigazos continuaban.  El encargado de manejar la correa lo hacía cada vez con más fuerza. Cuando se me escapó un grito, por primera vez caí en la cuenta de que no estaba amordazado.  Estaba atado y con los ojos vendados pero no me habían amordazado.
Al instante remediaron aquel descuido.  Mientras seguían azotándome con la correa, me metieron entre los dientes un rollo de cuero blando y empujaron aquella mordaza hasta meterla bien en mi boca, sujetándola firmemente mediante lazos que luego anudaron en la nuca.
No sé por qué aquello me perturbó tanto.  Quizás era la restricción que faltaba y, con todas ellas, me puse frenético.  Bajo los continuos latigazos forcejeé, me sacudí violentamente y grité a viva voz contra la mordaza mientras seguía colgado boca abajo inmerso en la total oscuridad.  El interior de la venda forrada de suave piel se quedó húmedo y caliente a causa de las lágrimas.  Aunque los gritos quedaban amortiguados, aun así eran bien audibles.  Empecé a forcejear con movimientos rítmicos.  Podía levantar todo mi cuerpo unos pocos centímetros y luego dejarlo caer.  Me di cuenta de que me elevaba para alcanzar los tremendos y rabiosos azotes de la correa y luego me soltaba, alejándome de ellos para, de nuevo, volver a subir una vez más.
«Sí -pensé-, así, con más fuerza.  Azotadme bien fuerte por lo que he hecho.  Que la llamarada del dolor se haga cada vez más viva, más caliente.» Pero mis pensamientos en realidad no eran tan coherentes.  Más bien, aquello era una melodía que se repetía en mi cabeza, compuesta por diferentes rimas: la correa, mis gritos, el crujido de la madera.
En algún instante, cuando seguían golpeándome, me percaté de que aquella paliza se prolongaba más que cualquier otra que me hubieran propinado antes.  Los golpes ya no eran tan fuertes, aunque yo estaba tan escocido que apenas me importaba; eran perezosos latigazos que me dejaban convulso y lloroso.
El jardín se estaba llenando de voces.  Voces de hombres.  Les oía llegar entre risas y charlas.  Si escuchaba con atención podía oír incluso cómo servían el vino en las copas.  Volví a sentir la fragancia del vino.  También olía la hierba verde justo debajo de mi cabeza y el aroma a fruta mezclado con el fuerte olor a carne asada y dulces especias aromáticas.  Canela y volatería, cardamomo y bovino.
De modo que el banquete había comenzado, aunque los azotes continuaban si bien los golpes llegaban cada vez más lentamente.
También empezó a sonar la música.  Oí el rasgueo de cuerdas, el doblar de pequeños tambores y luego el repicar de arpas y sonidos penetrantes, poco familiares, de cornetas que no era capaz de identificar.  Una música disonante, de una tierra extranjera, que sonaba deliciosamente extraña a mis oídos.
El trasero me ardía de dolor y la correa seguía jugando con él.  Había prolongados momentos en los que sentía cada centímetro de mis posaderas abrasándose pero, luego, el látigo volvía a estallar frenéticamente.  Yo lloriqueaba.  Comprendí que aquello podía prolongarse durante toda la velada sin que yo pudiera hacer otra cosa que llorar desconsoladamente.
«Pues mejor así -pensé- que ser uno de los demás cautivos.  Prefiero atraer las miradas mientras todos cenan, beben y se ríen, quienesquiera que sean... que ser un mero motivo decorativo.  Sí, una vez más el deshonrado, el castigado, pero el esclavo con voluntad.»
Me sacudí violentamente en la cruz encantado con la fuerza del movimiento, complacido por no poder derribarla, mientras sentía que la correa me alcanzaba otra vez con más ímpetu y mayor rapidez.  Mis gritos eran cada vez más audibles e indecentes.
Finalmente, redujeron de nuevo la intensidad de los golpes hasta que éstos se volvieron fastidiosos.  La correa jugueteaba con diversas marcas pequeñas, con las erupciones y rasguños que había provocado en mi carne.  Ya conocía esta canción.
Se fusionaba con la otra música, la de los que ostentaban el poder, la sinfonía que inundaba los sentidos.  Me expandí mentalmente para salir de este momento, por muy exquisito que fuera, y recogí otros momentos para mí, uniendo el pasado inmediato al presente vertiginoso.  El contacto con los labios de Lexius -¿por qué no le había llamado Lexius, por qué no le obligué a llamarme amo?  La próxima vez lo haría-, el contacto con su comprimido y pequeño ano cuando lo violé.  Saboreé todo esto mientras la correa reanimaba holgazanamente mi carne en ebullición y el banquete continuaba con gran estrépito.
No sabía cuánto tiempo había pasado; sólo, igual que cuando estaba en la bodega del barco, que algo había cambiado.  Los hombres se levantaban y se movían por el jardín.  La correa me sobresaltó de pronto.  Me dejaba en paz por un instante pero luego volvía a azuzarme.  Estaba tan escocido que el rasguño de una uña me hubiera obligado a gritar.  Sentí la sangre que rebosaba bajo las erupciones y mi verga que bailaba entre las ataduras.  Las voces del jardín eran cada vez más fuertes, embriagadas y desenfrenadas.
Al pasar junto a mí, la tela de las túnicas me rozaba la espalda y la cabeza.  Luego, de repente, me levantaron la cabeza y me retiraron la venda de los ojos.  Sentí que aflojaban simultáneamente las ataduras de los tobillos, muñecas y pecho.  Todo mi cuerpo se puso en tensión, pues tenía miedo de caerme o de que me soltaran.
Pero los criados me incorporaron rápidamente y enseguida me encontré de pie sobre la hierba.  Un señor del desierto estaba ante mí.  Naturalmente, ya no me quedaba sentido común ni autodisciplina como para no mirarlo.  El hombre llevaba un tocado árabe de lino blanco y una túnica de color vino oscuro.  Sus ojos relucían y su rostro tostado por el sol esbozó una sonrisa.  Mi mirada de sorpresa le divirtió.  Había más señores apiñados en torno a mí y de repente me dieron media vuelta con brusquedad.  Una mano poderosa apretó mis nalgas escocidas.  Oí risas.  Me propinaron unos manotazos en la verga, me levantaron la barbilla y examinaron mi rostro.
Por todos lados bajaban esclavos de las cruces.  Dimitri, aún con la venda en los ojos, estaba a cuatro patas, sobre la hierba, mientras un joven noble lo violaba a conciencia, Tristán estaba arrodillado ante otro amo y metiéndose la verga del hombre en la boca y chupándola con movimientos vigorosos.
Pero aún más interesante era la visión de Lexius, que estaba un poco más retrasado, de pie bajo la higuera, observando.
Nuestras miradas se encontraron durante una fracción de segundo antes de que volvieran a girarme otra vez.
Estuve a punto de sonreírle pero hubiera sido estúpido hacerlo.  Mis nalgas enrojecidas se estaban convirtiendo en el deleite de estos nuevos amos.  Todos ellos tenían que estrujarlas, sentir su calor y comprobar cómo me retorcía yo.  Me pregunté por qué no flagelaban también a todos los demás esclavos.  Pero en cuanto esa idea me pasó por la cabeza oí que también los otros empezaban a recibir latigazos.
El señor del rostro moreno me empujó para que me pusiera de rodillas y friccionó con ambas manos mi carne castigada, mientras otro me cogía los brazos para que le rodeara las caderas.  El hombre se abrió la túnica.  Su falo ya estaba listo para mi boca y yo lo tomé, pensando en Lexius al hacerlo.  Por mi retaguardia, un pene importunaba mis nalgas, separándolas, y finalmente me penetró.
Me sentí lanceado por ambos extremos y más excitado que nunca al pensar que Lexius lo estaba presenciando.  Mis labios trabajaron con fuerza sobre la deliciosa verga que tenía en la boca, acoplándome al ritmo del hombre que me penetraba por detrás.  La verga cada vez entraba más en mi boca, se adentraba más y más en mi garganta mientras el hombre de detrás me embestía enérgicamente chocando contra mi dolorido trasero hasta que finalmente vació su chorro en mí.  Yo estreché mis brazos con más fuerza alrededor del hombre cuyo pene chupaba.  Mamaba de él cada vez con mayor intensidad mientras volvían a separarme las nalgas, me las masajeaban y pellizcaban antes de que otra verga, todavía más grande, se deslizara dentro de mí.
Por fin sentí el caliente fluido salado en mi boca, y el pene, después de los últimos lametones, se retiró de entre mis labios húmedos y apretados, como si saboreara el movimiento tanto como yo.  De inmediato, otra verga ocupó su lugar mientras el hombre de atrás continuaba meneando sus caderas contra mí.
Por lo visto, tomé a otro hombre más por delante y uno más por detrás antes de que me pusieran derecho de nuevo y me empujaran hacia atrás, desde donde dos hombres me cogieron por los hombros y presionaron mi cabeza hacia abajo para que no pudiera ver nada aparte de sus túnicas.  Un tercero me separó las piernas para penetrarme sin más prolegómenos.  Sus embestidas hicieron que mi cuerpo se balanceara, y mi propia verga subía y bajaba, aunque en vano.  De súbito una masa de fresca tela me cubrió el pecho.  Otro hombre se había colocado a horcajadas sobre mí.  Desde detrás, me levantaron la cabeza y la balancearon para recibir su verga.  Intenté liberar los brazos para agarrarme a sus caderas pero los que me sostenían lo impidieron.
Yo continuaba lamiendo la verga con avidez, con un hambre que para entonces era crítica y dolorosa, cuando el hombre que me había estado violando se retiró, creo que completamente satisfecho.  Entonces sentí que la correa me azotaba las nalgas mientras los otros continuaban sosteniéndome las piernas separadas y levantadas.  Me fustigaron con fuerza.  Las antiguas erupciones volvieron a abrasarme.  Me puse a gemir y a retorcerme sin dejar de lamer la verga, entre las risas que resonaban a mi alrededor.  Lloré con amargura mientras el dolor aumentaba.  Las manos que me sostenían por las piernas ejercieron más presión.  Yo me aferré al miembro, lo trabajé con frenesí hasta que eyaculó y luego dejé que el fluido me llenara la boca antes de tragarlo lenta y deliberadamente.
Una vez más me volvieron boca abajo.  Vislumbré la hierba del jardín y las sandalias de los que me mantenían suspendido.  Mis nalgas echaban humo con cada azote.  Cuando otro pene entró en mi boca y uno más en mi ano, me flagelaron desde un lado para que el cuero se enrollara sobre la misma carne castigada.  El siguiente latigazo alcanzó la espalda y, por debajo, la verga y los pezones.  Cuando el cuero alcanzó otra vez el pene me sentí completamente fuera de mí.  Impelí mi trasero contra el hombre que me violaba y absorbí la otra verga en mi boca aún más profundamente.
Ya no me quedaban pensamientos reales.  Ni siquiera soñaba con otros momentos, ni tan sólo con Lexius.  En mí bullía la mezcla apropiada de dolor y excitación, y abrigaba la inútil esperanza de que tal vez mis señores y amos quisieran ver actuar mi verga en algún momento.
Pero ¿qué necesidad tenían de ello?
Cuando por fin estuvieron satisfechos, permitieron que me pusiera a cuatro patas y me enviaron al centro de la cercana alfombra.  Me quedé allí, inmóvil, como un animal que ya no les fuera útil.  Los señores volvieron a acomodarse en un corro.  Se sentaron con las piernas cruzadas sobre los cojines y alzaron de nuevo las copas: comieron, bebieron y murmuraron entre sí.
Yo permanecí de rodillas con la cabeza baja, como me habían enseñado, e intenté ignorarlos.  Quería buscar a Lexius, ver otra vez su figura entre los árboles, saber que observaba.  Pero lo único que veía eran las sombras confusas que me rodeaban.  Veía el relumbre de espléndidas túnicas y el fulgor penetrante de las miradas de los hombres, cuyas voces oía cómo subían y bajaban de tono.
Yo jadeaba y mi verga, tan viva que me hizo sentir humillado, se movía a pesar de mis esfuerzos por impedirlo.  Pero ¿qué importancia podía tener eso en el jardín del sultán?  De vez en cuando, uno de los hombres estiraba el brazo para darme un manotazo en el pene o estirarme los pezones.  Una gracia y una penitencia.  Podía oír la risita del grupo, algún comentario.  La situación era tan íntima y controlada que resultaba insoportable.  Me puse en tensión, incapaz de ocultarme.  Cuando me pellizcaron las ronchas, ahogué un grito con la boca cerrada.
Para entonces el jardín se había tranquilizado pero todavía llegaba hasta mí el sonido de las correas de castigo y de los gritos roncos y triunfantes de placer.
Finalmente aparecieron dos criados con un nuevo esclavo y a mí me cogieron del pelo, me sacaron del corro y empujaron a la nueva víctima hasta el lugar que había ocupado yo.  Luego chasquearon los dedos ordenándome que les siguiera.



LA GRAN PRESENCIA REAL




Laurent:
Me moví tras ellos por la hierba, aliviado de no ser ya el centro de las penetrantes miradas.  Aunque, por otro lado, era enervante la manera en que los criados murmuraban entre sí y a mí sólo ocasionalmente me incitaban a continuar dándome una palmadita en la cabeza o un tirón de pelo.
El jardín aún estaba lleno de quienes seguían disfrutando del festín y de esclavos jadeantes exhibidos igual que yo momentos antes.  Algunos de los que vi aún continuaban en las cruces, o bien los habían vuelto a colocar en ellas, y eran muchos los que se retorcían y forcejeaban violentamente.
No vi a Lexius por ningún lado.
Enseguida llegamos a una sala brillantemente iluminada que daba al jardín.  En ella había numerosos criados ocupándose de cientos de esclavos.  En las mesas que se esparcían por la estancia había manillas, correas, cofres de joyas y otros juguetes.
Me obligaron a ponerme de pie y escogieron, especialmente para mí, un falo de bronce de buen tamaño.  Observé aturdido cómo lo embadurnaban de aceite, maravillado por la minuciosa talla del objeto, la hermosa factura de la punta circuncidada e incluso la superficie de la piel.  Llevaba incorporado un aro de metal, un gancho en la base amplia y redonda del falo.
Los mozos no levantaron la vista en ningún momento para mirarme mientras manipulaban el objeto.  Esperaban de mí una sumisión completa y silenciosa.  Me insertaron el falo, lo introdujeron por completo y luego me colocaron unos alargados grilletes de cuero en los brazos.  Me llevaron los brazos hacia atrás, obligándome a sacar pecho, y luego ataron fuertemente los brazaletes al gancho que colgaba en la base del falo.
Tengo unos brazos bastante largos incluso para un hombre de mi altura, pero si me hubieran atado por las muñecas hubiera estado mucho más cómodo.  Los brazaletes estaban colocados por encima de las muñecas de modo que, cuando acabaron de fijármelos, mis hombros quedaron echados muy hacia atrás, con la cabeza levantada.
Alcancé a ver a otros esclavos musculosos y sudorosos en la habitación, a quienes estaban atando del mismo modo.  De hecho, sólo había esclavos corpulentos, de constitución poderosa, nada de esclavos menudos y más delicados.  Además, todos tenían el miembro más grande de lo normal.  A algunos de ellos les habían flagelado a conciencia y sus traseros estaban muy rojos.
Intenté someterme a esta posición, aceptar aquella postura en que mi pecho quedaba forzado hacia fuera, pero me resultó doloroso.  El falo de metal parecía asombrosamente duro y brutal, no tenía que ver en absoluto con los de madera o los forrados de cuero.  A continuación, me abrocharon alrededor del cuello un collar rígido y grande del que colgaban varias correíllas largas, estrechas y delicadas.  Aunque el collar quedaba flojo, era muy fuerte, rígido, y me obligaba a levantar la barbilla muy arriba por encima de los hombros, en los que se apoyaba firmemente.  Inmediatamente engancharon también la larga correa que colgaba y podía sentir por mi espalda a la anilla del falo.  Seguidamente estiraron otras dos correas, que caían de un único gancho situado en la parte delantera del collar, por encima de mi pecho y por debajo del tronco, las pasaron por ambos lados de mis órganos y también las engancharon con fuerza al gancho del falo.
Todo esto fue ejecutado mecánicamente, con tirones eficaces y contundentes por parte de los criados, quienes a continuación me dieron unas palmaditas en las nalgas y me obligaron a darme la vuelta para realizar una rápida inspección.  Aquello me pareció infinitamente peor que la cómoda pasividad de la cruz.
Sus miradas se desplazaron por todo mi cuerpo, de modo impersonal aunque no indiferente, con lo cual la sensación de temor se intensificó aún más.
Me volvieron a dar más palmaditas en las nalgas y empecé a llorar, lo que curiosamente hizo que me sintiera mejor.  Un criado me dedicó una breve sonrisa de consuelo y me acarició también la verga dándome unos rápidos golpecitos.  El falo parecía balancearse dentro de mí cada vez que yo respiraba.  De hecho, cada inspiración movía las correas que bajaban por mi pecho, lo cual agitaba levemente el falo.  Pensé en todas las vergas que había tenido dentro de mí, en su calor, en el sonido resbaladizo que producían al entrar y salir, y entonces el falo pareció expandirse, crecía todavía más, se hacía más pesado, como para recordármelo todo, como para castigarme por ello y prolongar el placer.
Volví a pensar en Lexius, me preguntaba dónde estaría. ¿Sería la larga paliza que recibí durante el banquete su única venganza? Contraje las nalgas y sentí el frío borde redondo del falo y la carne escocida que se estremecía alrededor de éste.
Los criados lubrificaron mi verga con movimientos rápidos, como si no quisieran estimularla en exceso ni ofrecerle una satisfacción.  Cuando quedó reluciente, masajearon delicadamente el escroto con aceite.  Luego, el más apuesto de los dos, el que sonreía con más frecuencia, me presionó los muslos hasta hacerme doblar ligeramente las piernas colocándome en una postura acuclillado bastante mortificante.  Hizo un gesto de asentimiento y me dio una palmadita de beneplácito.  Eché un vistazo a mi alrededor y vi a otros esclavos en la misma postura que yo.  Cada uno de los cautivos que vi tenía el trasero terriblemente rojo, e incluso a algunos de ellos también les habían azotado en los muslos.
Con una clarividencia abrumadora, me convencí de que tenía el mismo aspecto que ellos.  Estaba en aquella misma postura que ejemplificaba la disciplina y la humillación y, por un momento, me invadió una terrible debilidad.
Entonces descubrí que Lexius me observaba desde la puerta.  Tenía las manos enlazadas sobre el vientre y me miraba con ojos entornados y expresión seria.  La excitación y la confusión que sentí se duplicó, se triplicó.
El rostro me ardía cuando él se acercó.  Yo continué en la misma posición acuclillado, con la vista baja, pese a tener la cabeza alzada, y me maravillé de lo difícil que era mantenerse así.  El castigo en la cruz parecía algo fácil en comparación con esto.  Allí no era necesaria mi intervención, pero en estos instantes tenía que cooperar.  Y él estaba aquí.
Cuando movió su mano hacia mí yo estaba convencido de que me abofetearía otra vez, pero me tocó el pelo y luego me colocó la melena con delicadeza detrás de la oreja.  Entonces los criados le entregaron algo.  Pude distinguirlo con un solo vistazo: un par de preciosas abrazaderas enjoyadas para los pezones unidas con tres delicadas cadenas.
Mi pecho parecía más vulnerable en aquella postura, impelido hacia delante, con los hombros estirados dolorosamente hacia atrás.  Cuando me puso las abrazaderas me asaltó el pánico sólo por el hecho de no poder verlas.  El collar me mantenía la barbilla erguida.  No podía ver las tres pequeñas cadenas que debían de temblar entre las abrazaderas; un adorno humillante que registraría cada una de mis respiraciones ansiosas, tal como un estandarte anuncia la brisa incluso cuando ésta es demasiado suave para poder sentirla.  Aquella cosa brilló en mi imaginación: las abrazaderas, las cadenas.  La sensación de estar comprimido era exasperante.
Lexius estaba conmigo y yo era otra vez su prisionero personal.  Me tocó el brazo con una ternura que era capaz de volverme loco y me guió hacia la puerta.  Entonces vi a los demás esclavos maniatados y acuclillados formando una hilera.  Sus rostros, que los rígidos collares mantenían en alto, exhibían una dignidad que me pareció interesante.  Pese a las lágrimas que se derramaban por sus mejillas y los labios temblorosos, aquellas caras presentaban una nueva complejidad.  Tristán estaba entre ellos, con la verga dura como la mía y las abrazaderas y las cadenas tirantes sobre su pecho, como sabía que estarían sobre el mío.  El evidente poder de su cuerpo quedaba realzado por el estilo de las trabas.
Lexius me empujó para que me colocara en la fila, al lado de Tristán, a quien acarició cariñosamente el cabello con la mano izquierda.  Cuando volvió a centrar en mí su atención y me peinó el cabello con una pasada más general con el mismo peine que antes había usado, recordé la alcoba, el calor de los dos juntos, el regocijo desconcertante que experimenté al ser yo el amo.
Susurré entre dientes:
-¿No preferiríais colocaros en la hilera con nosotros?
Sus ojos estaban a tan sólo unos centímetros de los míos pero él continuó mirando mi pelo.  Siguió peinándome como si yo no hubiera dicho nada.
-Es mi destino ser lo que soy -contestó con los labios tan quietos que las palabras parecieron llegar directamente de sus pensamientos-. ¡Y no puedo alterarlo más de lo que vos podéis alterar el vuestro! -me miró directamente a los ojos.
-Yo ya he cambiado el mío -dije con una débil sonrisa.
-¡No lo bastante, diría yo! -apretó los dientes-.  Preocupaos de agradarme a mí y al sultán, de lo contrario os consumiréis en los muros del jardín durante un año, os lo prometo.
-No seréis capaz de hacerme eso -repliqué con seguridad.  Pero su amenaza me encogió el corazón.
Retrocedió un paso antes de que yo tuviera ocasión de decir algo más, la hilera se puso en movimiento y yo la seguí.  Cada vez que algún esclavo se olvidaba de doblar las piernas en su postura acuclillado, lo reprendían con la correa.  Era la más degradante de las formas en que se podía caminar, cada paso requería una sumisión total.
Nos desplazamos hasta un sendero situado en la parte central del jardín y continuamos por él en fila india.  Todos los que se encontraban en el jardín se levantaron para acercarse al camino.  Muchos nos miraban señalándonos con el dedo y gesticulando.  Que nos exhibieran así y nos hicieran desfilar de esta manera me pareció tan desagradable como cuando nos trasladaron por la ciudad desde el barco.
De nuevo había muchos esclavos montados en las cruces.  A algunos les habían pulimentado la piel con oro, a otros con plata.  Me pregunté si nos habrían escogido por nuestro tamaño o por el grado de castigo que habíamos recibido.
Pero ¿qué importaba?
En esta posición humillante seguimos avanzando por el sendero mientras la multitud se agolpaba a uno y otro lado.  Hicimos un alto y entonces nos dividieron para que nos alineáramos a ambos lados del camino, mirándonos de cara unos a otros.  Ocupé mi posición, con Tristán enfrente.  Veía y oía a la multitud que nos rodeaba, pero nadie nos tocaba ni nos atormentaba.  Luego los criados llegaron por el camino, nos golpearon ligeramente en los muslos y nos obligaron a acuclillarnos un poco más.  La multitud parecía disfrutar del cambio.
A continuación nos obligaron a agacharnos todo lo que podíamos sin perder el equilibrio.  Me golpearon los muslos una y otra vez con la correa y yo me esforcé por obedecer.  Aquello me parecía aún peor que el pequeño desfile.  Además, las abrazaderas de los pezones me estrujaban con cada estremecimiento que recorría mi cuerpo.
De repente, la atmósfera de expectación se acentuó.  El gentío, que se elevaba sobre nosotros y empujaba cada vez más, hasta el punto de que sus túnicas nos rozaban, miraba en dirección a las puertas del palacio, que estaban situadas a mi izquierda.  Los esclavos seguíamos con la mirada fija ante nosotros.
De pronto sonó un gong.  Todos los nobles hicieron una reverencia doblándose por la cintura.  Supe que alguien se acercaba por el sendero.  Oí los gemidos, los suaves sonidos acallados que obviamente provenían de los demás cautivos.  Esos sonidos también procedían de las partes más profundas del jardín.  Los que estaban situados a mi izquierda comenzaron a gemir y a retorcer sus cuerpos con ademanes suplicantes.
Sentí que no era capaz de hacer lo mismo pero recordé las órdenes dadas por Lexius acerca de cómo demostrar nuestra pasión.  Sólo tuve que pensar en sus palabras para encontrarme de súbito a merced de lo que de verdad sentía: el deseo que palpitaba en mi verga, en toda mi alma y la percepción de mi indefensión y mi abyecta postura.  Con toda seguridad, quien se acercaba por el camino era el sultán, el señor que había ordenado todo eso, había enseñado a nuestra reina a mantener esclavos del placer y había creado este gran montaje en el que nos retenían como víctimas impotentes de nuestros propios deseos así como para complacer a otros.  Aquí la estructura se llevaba a la práctica con mayor plenitud, se ejecutaba con mucho más dramatismo y eficacia que en el castillo.
Un orgullo pavoroso se apoderó de mí, el orgullo por mi propia belleza, fuerza y subyugación.  Gemí con pasión genuina y las lágrimas inundaron mis ojos.  Sentí los brazaletes que sujetaban mis brazos mientras dejaba que la sensación avanzara por mis extremidades y que mi pecho se expandiera al tiempo que sentía el pesado falo de bronce en mi interior.  Quería que se reconociera mi humillación y obediencia, aunque no fuera más que por un instante.  Había sido obediente pese a mi pequeña conquista sobre Lexius.  Había obedecido en todas las demás cosas.  Me asaltó una vergüenza deliciosa así como una dulce desesperación por complacer, mientras gemía y me agitaba sin ofrecer resistencia alguna.
Percibí la proximidad creciente de él.  En un rincón de mi borrosa visión a causa de las lágrimas, se materializaron dos figuras que portaban los postes de un alto dosel ribeteado con flecos bajo el cual pude entrever una figura que caminaba lentamente.
Era un hombre joven, quizás unos pocos años menor que Lexius, pero de la misma raza de delicada osamenta, miembros estrechos, con el cuerpo muy tieso bajo los pesados ropajes y el largo manto escarlata, y con el corto cabello oscuro al descubierto, sin ningún tocado.
Al pasar iba mirando a derecha e izquierda del camino.  Los esclavos lloraban en voz baja pero audible, sin mover los labios.  Vi que hacía una pausa y extendía el brazo para examinar a un esclavo, pero no alcancé a ver de quién se trataba pues todo esto quedaba esbozado en tenues colores.  Luego avanzó hasta el siguiente cautivo y a éste sí que lo pude ver mejor: un esclavo de pelo negro con una inmensa verga, que lloriqueaba con amargura.  Volvió a avanzar y en esta ocasión su mirada se desplazó al lado del camino en el que yo me encontraba.  Sentí mis propios sollozos sofocados en mi garganta. ¿Y si no reparaba en nuestra presencia?
La ropa le quedaba perfectamente entallada y ceñida.  Entonces ya podía advertirlo, y su pelo, mucho más corto que el de los demás, parecía un halo oscuro que rodeaba la cabeza.  Tenía una expresión vivaz y rápida pero, aparte de esto, no pude advertir nada más.  No hacía falta que nadie me dijera que hubiera sido imperdonable alzar la vista y observarlo directamente.
Aunque casi estaba a mi altura, se volvió a mirar al otro lado del sendero.  No escatimé lloros pero me di cuenta de que observaba a Tristán.  Entonces el sultán habló pero no pude distinguir a quién se dirigía.  Oí que Lexius, que iba detrás de él, se adelantaba y le respondía.  Conversaron brevemente.  Luego Lexius chasqueó los dedos y Tristán, que aún seguía en aquella miserable postura acuclillado, fue obligado a salirse de la fila y a avanzar detrás de su amo.
Al menos habían escogido a Tristán.  Eso estaba bien, o así me lo parecía, hasta que pensé que tal vez no me elegirían a mí.  Las lágrimas surcaban mi rostro cuando el sultán se volvió a nosotros.  Inmediatamente vi que se aproximaba.  Sentí su mano sobre mi cabello y el simple contacto pareció encender en llamas mi ansiedad y candente anhelo.
Un extraño pensamiento me sobrevino en este terrible momento.  El dolor de mis muslos, el temblor de mis músculos escocidos, incluso el escozor irritante de mi trasero, todo ello pertenecía a este hombre, al amo.  Todo le correspondía y sólo alcanzaría su significado completo si le agradaba.  No hacía falta que Lexius me lo dijera.  La multitud, aún reclinada, la fila de esclavos indefensos y atados, el opulento dosel, los que lo sostenían, y todos los rituales del propio palacio, todo esto lo corroboraba.  En este momento, mi desnudez parecía algo que iba absolutamente más allá de toda humillación.  Mi embarazosa postura era perfecta para ser exhibido en ese momento.  La palpitación de mis pezones y de mi verga eran completamente apropiadas.
La mano del sultán no se separó de mí.  Sus dedos me quemaron la mejilla, recogieron mis lágrimas, me rozaron los labios.  Se me escapó un sollozo pese a tener los labios apretados.  Sus dedos estaban pegados a ellos. ¿Me atrevería a besarlos?  Lo único que veía era el color púrpura de la túnica, el destello de la pantufla roja.  Entonces le di un beso y los dedos continuaron arrollados, ardiendo inmóviles contra mi boca.
Cuando la oí, su voz me pareció un sueño.  La queda respuesta de Lexius siguió como un eco.  Luego la correa me golpeó ligeramente los muslos y una mano me agarró por la cabeza para obligarme a volverme.  Yo me moví, manteniéndome en aquella postura tan acuclillado, y vi que todo el jardín ardía con luz.  El dosel continuaba avanzando. Vi a los que portaban los postes detrás, a Lexius muy cerca de nuestro señor y también vi la figura de Tristán que les seguía con una dignidad pavorosa.  Me colocaron a su lado y continuamos andando los dos juntos.  Ya formábamos parte de la procesión.



LA ALCOBA REAL




Laurent:
Parecía que habíamos estado una hora en el jardín pero no podía haber pasado ni una cuarta parte de este tiempo.  Cuando alcanzamos otra vez las puertas del palacio, me quedé asombrado al constatar que no habían escogido a ningún otro esclavo.  Naturalmente, nosotros dos éramos nuevos en palacio y tal vez fuera inevitable que repararan en nosotros.  No lo sabía.  Sin embargo, sentía un gran alivio de que hubiera sucedido así.
Mientras seguíamos a nuestro señor por el pasillo, con el dosel todavía sobre su cabeza y un gran séquito tras él, la sensación de alivio fue ganando terreno al temor por lo que pudieran exigirnos.
Cuando llegamos a una gran alcoba espléndidamente decorada tenía los muslos doloridos y sentía unos espasmos musculares incontrolables a causa de la posición acuclillado.  Nada más entrar, los gemidos contenidos de los esclavos que decoraban la estancia resonaron a modo de saludo al amo.  Algunos cautivos estaban colocados en nichos abiertos en las paredes, otros, atados a los postes de la cama.  Más allá, en el baño, sus cuerpos circundaban el surtidor de piedra de una alta fuente.
Nos obligaron a detenernos y a permanecer en el centro de la sala.  Lexius se desplazó hasta el muro más alejado y allí se detuvo, con las manos detrás de la espalda y la cabeza inclinada.
Los asistentes del sultán despojaron a su señor del manto y las pantuflas y él, visiblemente relajado, mandó salir a sus sirvientes con un ademán informal.  Se dio media vuelta y empezó a pasear por la habitación como para tomarse un respiro después de la presión de la procesión ceremonial.  No prestaba la más mínima atención a los esclavos, cuyos gemidos se volvieron cada vez más tenues y moderados, como si siguieran ciertas formalidades.
La cama que estaba situada detrás de él se hallaba elevada sobre un estrado.  De ella colgaban velos de color blanco y púrpura, y estaba cubierta con colchas tapizadas profusamente adornadas.  Los esclavos atados a los pilares estaban de pie, con los brazos atados en alto por encima de sus cabezas, algunos de cara a la habitación y otros mirando al lecho, desde donde obviamente podrían ver a su amo durante su descanso.  Desde mi visión confusa, estos cautivos se parecían a los de los pasillos, como si fueran estatuas.  Puesto que no me atrevía a volver la cabeza o mirar a algo en particular, no podía distinguir siquiera si eran hombres o mujeres.
En cuanto al baño, lo único que alcanzaba a ver era una inmensa pila de agua situada detrás de una fila de delgadas columnas esmaltadas y el círculo de esclavos que estaban de pie en la pila mientras el agua surgía en un chorro ascendente para descender suavemente sobre sus hombros y vientres.  En aquel círculo había hombres y mujeres, eso sí que lo distinguía y sus cuerpos húmedos reflejaban la luz de las antorchas.
Por detrás, las ventanas arqueadas estaban abiertas a la luna, a suaves brisas y quedos sonidos nocturnos.
Sentí un acaloramiento en todo el cuerpo, que estaba tenso como una cuerda de arco.  De hecho, poco a poco fui consciente de que estaba completamente aterrorizado.  Sabía que este tipo de escenas íntimas siempre me habían espantado.  Prefería el jardín, la cruz, incluso la procesión y su horroroso escudriñamiento, no este silencio del dormitorio, preliminar a los desastres más brutales experimentados por el alma, a la más completa subyugación.
« ¿Y si no comprendo las órdenes del amo, sus obvios deseos?», me pregunté.  Oleadas de excitación me recorrieron de arriba abajo acalorándome y confundiéndome aún más.
Entretanto, nuestro señor hablaba con Lexius.  Su voz me sonó familiar y agradable.  Lexius respondía con evidente respeto pero con el mismo aire de agrado.  Señaló en nuestra dirección pero yo no podía saber a quién de nosotros se refería mientras, al parecer, explicaba alguna cosa al sultán.
El soberano pareció divertido y se acercó de nuevo a nosotros, tendió las manos y nos tocó la cabeza simultáneamente.  Me frotó el cabello con vigor y cariño, como si fuera un buen animal que le contentaba.  El dolor que sentía en mis muslos empeoró.  Tuve la impresión de que mi corazón se abría a él.  Permanecí inmóvil y olí el perfume que surgía de sus vestiduras.  Aprecié intensamente la presencia de Lexius; él estaba allí y se sentía complacido, pues todo estaba saliendo como él quería.  Los demás juegos se volvieron insignificantes hasta un punto desconcertante.  Lexius tenía razón en cuanto a mi destino, en cuanto a lo del destino en general, y yo era afortunado por no haberlo echado a perder.
El mayordomo jefe se había acercado hasta situarse detrás de mí y en cuanto el sultán lo ordenó, me agarró por el collar y me levantó hasta dejarme de pie.  Qué maravilloso alivio para mis piernas.  Sin embargo, dejaron que Tristán permaneciera como estaba y de repente me sentí más vulnerable y visible.
Me dieron media vuelta y oí la risa del sultán que hablaba mientras con una mano tocaba mi escocido trasero.  Jugueteó con los dedos por el borde redondo del amplio falo.  Sorprendentemente, me sobrecogió una sensación de vergüenza.  Lexius fustigó la parte delantera de las rodillas al tiempo que me obligaba a reclinar la cabeza.  Mantuve las piernas completamente rígidas y bajé la cabeza y el pecho todo lo que pude pero los brazos atados al falo me impedían doblarme más abajo.  Me quedé simplemente encorvado hacia delante.
Las manos del sultán continuaban inspeccionando las erupciones de mi piel y mi vergüenza se intensificó.  Me asaltó la duda de si aquellas señales significarían que yo había sido desobediente.  La rojez, la evidencia de los azotes... A otros esclavos también los habían azotado simplemente por placer, y era obvio que a él eso le complacía. ¿Por qué si no iba a tocarme y hacer comentarios?  De todos modos, me sentía ínfimo y miserable.  Las lágrimas me saltaban de nuevo y al sentir un pequeño sollozo en mi interior mi pecho se puso en tensión, todas las correas se apretaron y mis brazos atados tiraron del falo.  Esta acción me hizo sollozar un poco más fuerte pero aún en silencio.  Estaba sobrecogido por todo aquello.  Mientras, los dedos separaban mis nalgas como si fueran a ver mi ano y luego me tocaban y alisaban el vello que lo circundaba.
El sultán continuaba hablando deprisa y afablemente con Lexius.  Entonces pensé que en el castillo el esclavo, como mínimo, se enteraba de lo que se decía.  Sin embargo, esta lengua extranjera nos descartaba por completo.  Podíamos ser perfectamente el tema de su conversación, aunque quizá se tratara de otra cosa completamente diferente.
Fuera cual fuese la cuestión, al instante Lexius me flageló la barbilla burlonamente con la correa.  Yo me enderecé.  El jefe de los mayordomos me cogió por el gancho del falo y me obligó a darme la vuelta hasta encararme de frente al baño.  Distinguí al sultán a mi derecha, pese a que no lo estaba mirando.
Lexius me fustigó las pantorrillas con cuatro o cinco golpes rápidos y enérgicos que me obligaron a desfilar con la esperanza de que esto fuera lo correcto.  Luego vi que señalaba con la correa la hilera más alejada de columnas y me dirigí a toda prisa hacia éstas, sintiendo de nuevo aquella extraña mezcla de dignidad y humillación que las correas y los grilletes provocaban en mí.
Cuando llegué a las columnas, oí el chasquido de los dedos de Lexius.  Me volví con el rostro sonrojado y emprendí la marcha de regreso, aunque apenas veía el perfil indistinto, borroso, de las dos figuras ataviadas con túnicas que me observaban.
Avancé con pasos altos y veloces y la actuación en su conjunto tuvo el efecto predecible.  Me sentía incluso más esclavo que momentos antes, más aún de lo que me había sentido en el sendero del jardín.  Lexius me azotaba y me indicaba que me diera la vuelta de nuevo y repitiera la marcha.  Así lo hice, lloriqueando abundante y silenciosamente, con la esperanza de que aquello les complaciera.  Cuando volví a cruzar la estancia, se me ocurrió pensar lo terrible que sería que mis lágrimas fueran consideradas una insolencia, una falta de sumisión.  Esta idea me asustó tanto que lloré todavía con más fuerza al detenerme ante ellos.  Miré al frente pero no vi nada aparte de tallas en los muros más alejados, volutas, hojas y tracería de diseño y color.
El sultán alzó la mano a mi rostro y palpó las lágrimas igual que había hecho en el sendero.  Mi garganta temblaba bajo el alto collar a causa de los sollozos repetidos.  Percibí cuán difícil me resultaba soportar la dulzura de aquello, el incremento demencial de la tensión, mientras él tocaba mi pecho desnudo y luego apartaba la mano de mis pezones escocidos para bajarla hasta el ombligo.  Si me tocaba la verga, perdería el control.  Sólo pensarlo me provocó quejidos de indefensión.
Pero un latigazo me obligó rápidamente a hacerme a un lado.  Otra vez me indicaban que me pusiera en cuclillas y entonces obligaron a Tristán a levantarse e inclinarse hacia delante.
Me quedé ligeramente sorprendido al darme cuenta de que podía mirar directamente al sultán sin que él se diera cuenta.  El collar me impedía bajar la cabeza.  Allí estaba él, de pie a mi izquierda, absorto en Tristán.  Decidí estudiarlo o, más bien, no pude resistir la tentación de hacerlo.
Descubrí un rostro joven, como ya había sospechado, una cara exenta del misterio del rostro de Lexius.  Su poder no se manifestaba con orgullo o altivez, eso era para hombres inferiores, sino que, más bien, él rezumaba una presencia extraordinaria, irradiaba un resplandor.  Sonreía al toquetear las nalgas de Tristán y al juguetear con el falo de bronce, que hizo oscilar con el gancho mientras Tristán permanecía encorvado hacia delante.
Luego Tristán recibió la orden de enderezarse y el rostro del sultán adquirió un aire encantador de reconocimiento ante la belleza del esclavo.  En suma, el soberano parecía un hombre agradable, apuesto, perspicaz, que disfrutaba de sus esclavos de un modo informal.  Su cabello corto y abundante era hermoso, más brillante que el de la mayoría de hombres de esta tierra, y crecía hacia atrás desde sus sienes con atractivas y espesas ondas.  Tenía los ojos marrones y una mirada un poco reflexiva a pesar de toda su viveza.
Se trataba de un ser que probablemente me habría caído bien al instante de habernos conocido en cualquier otro lugar más inofensivo.  Pero en esta situación, su jovialidad, su buen talante, hizo que me sintiera aún más débil y abandonado.  No lo comprendía del todo pero sabía que tenía que ver con su expresión, con el hecho de que disfrutara de nosotros sin reservas y de un modo tan natural.
En el castillo, todo lo que se hacía estaba dotado de un carácter intencionado. Éramos miembros de la realeza y nuestra servidumbre allí tenía por objetivo perfeccionarnos.  Aquí éramos seres anónimos, no éramos nada.
El rostro del sultán se iluminó cuando Lexius obligó a Tristán a marchar.  Me pareció que lo hacía infinitamente mejor que yo.  Sus hombros se doblaban hacia atrás con más crueldad porque sus brazos eran un poco más cortos que los míos y quedaban sujetos con mas firmeza al falo.
Yo intentaba no mirarlo.  Lo estaba haciendo demasiado bien.  Mi deseo se intensificaba y decaía a un ritmo pavoroso, atormentador.
Tristán recibió enseguida la indicación de acuclillarse a mi lado.  Entonces nos obligaron a mirar de frente al baño, en dirección a la distante hilera de columnas.  A continuación nos mandaron arrodillarnos juntos.
Mi corazón se encogió cuando Lexius nos mostró una bola dorada.  Comprendí el juego. Pero ¿cómo conseguiríamos recogerla con las manos inutilizadas?  Me estremecí al pensar en nuestra torpeza.  Este juego extrañaba precisamente ese tipo de intimidad que yo había temido al entrar en la alcoba.  Ya era bastante horrible que nos examinaran tan minuciosamente; entonces, además debíamos procurarles diversión.
Al instante, Lexius hizo rodar la bola por el suelo y Tristán y yo, de rodillas, fuimos tras ella con sumo esfuerzo.  Tristán se me adelantó y se precipitó hacia delante para atraparla con los dientes.  Lo consiguió sin caerse.  Y de repente comprendí que yo había fracasado.  Tristán había ganado.  No me quedaba más que hacer que regresar penosamente junto a nuestros señores, donde Lexius ya recogía la bola de la boca de Tristán y le acariciaba el cabello con gesto de aprobación.
El jefe de los mayordomos me lanzó una mirada feroz y su correa alcanzó mi vientre desnudo cuando me arrodillé ante él.  Oí la risa del sultán pero bajé la vista para no ver nada más que el suelo reluciente ante mí.  Lexius me azotó en el pecho y las piernas.  Di un respingo y las lágrimas saltaron una vez más a mis ojos.  Nos obligó a darnos media vuelta y nos situamos de nuevo en posición para competir.  La pelota rodó otra vez.  En esta ocasión me lancé en serio tras ella.
Tristán y yo luchamos uno contra otro e intentamos derribarnos cuando la bola se detuvo ante nosotros.  Conseguí atraparla pero Tristán me engañó, me la arrebató de la boca y al instante se dio la vuelta para llevarla a nuestro amo.
Una rabia silenciosa se apoderó de mí.  Los dos habíamos recibido la orden de agradar al sultán y teníamos que enfrentarnos para hacerlo.  Uno iba a ganar y el otro perdería.  Me pareció una injusticia detestable.
No pude hacer otra cosa que regresar al lado de nuestros señores y recibir otra vez los azotes de aquella pequeña y odiosa correa, que en esa ocasión alcanzó la carne irritada de la espalda mientras yo permanecía quieto de rodillas, lloriqueando.
La tercera vez fui yo quien consiguió atrapar la bola y derribar a Tristán cuando intentó arrebatármela.  La cuarta vez, Tristán volvió a conseguirla y yo me puse como un loco.  Pero en la quinta carrera, cuando los dos ya nos habíamos quedado sin aliento y habíamos olvidado todo gracejo, oí que el sultán se reía levemente mientras observaba cómo Tristán me arrebataba la pelota y yo me lanzaba dando traspiés tras él.  En esta ocasión la correa me provocó verdadero pavor.  Alcanzó con saña mis erupciones, y lloriqueé desdichadamente cuando volvió a descender silbante por el aire, con latigazos largos, fuertes y rápidos, mientras Tristán permanecía de rodillas y recibía el beneplácito de nuestros señores.
Sin embargo, el sultán me sorprendió de repente al acercarse a mí y tocarme una vez más el rostro.  La correa se detuvo.  En un momento de quietud exquisita, sus dedos sedosos me volvieron a enjugar las lágrimas, como si le gustara la sensación que aquello le producía.  Luego me sobrevino aquella impresión agradable de sentir que mi corazón se abría, como en el sendero del jardín.  Entonces sentí que le pertenecía a él.  Yo sabía que lo había intentado, me había esforzado en complacerle.  Simplemente era más lento, menos ágil que Tristán.  Los dedos de mi señor permanecieron en mi rostro.  Cuando oí su voz, que hablaba rápidamente con Lexius, sentí que aquel sonido también me tocaba, acariciaba, poseía y atormentaba con perfecta autoridad.
Con los ojos llorosos, vi cómo la correa tocaba ligeramente a Tristán y le indicaba que se girara y se aproximara de rodillas al lecho real.  Yo recibí la orden de seguirle y el sultán caminó también a mi lado, con la mano aún en mi cabello, jugueteando con él y levantándolo por encima del collar.
Me sentí víctima de una débil aflicción provocada por el deseo.  Mis facultades se ahogaban en ella.  Vi los cuerpos de los cautivos amarrados a los cuatro postes de la cama.  Todos ellos eran auténticas bellezas: Las mujeres de cara al lecho, de frente a su señor cuando durmiera, los hombres hacia fuera; todos se movían bajo las ataduras como si quisieran reconocer la proximidad de su amo.  Mi visión pareció difuminarse aún más, con lo cual la cama dejó de parecer una cama y más bien se asemejó a un altar.  Las colchas tapizadas fulguraban formando pequeñas configuraciones.
Nos arrodillamos al pie del estrado de la cama con Lexius y el sultán a nuestras espaldas.  Se oyó el suave sonido de la ropa que caía al suelo, del tejido al aflojarse, de piezas de metal desabrochándose.
A continuación, la figura desnuda del sultán apareció en mi visión.  Subió al estrado.  Su cuerpo, carente de toda marca, relucía de limpieza y suavidad.  Se sentó a un lado de la cama, de frente a nosotros.
Intenté no mirarle a la cara pero advertí que sonreía.  Tenía el pene erecto.  Verlo así, desnudo, me pareció algo de gran trascendencia, en este mundo donde había tantos subordinados desnudos.  La correa golpeó ligeramente a Tristán para indicarle que se incorporara, que subiera al estrado y se estirara sobre la cama.  El sultán se dio media vuelta para observarlo y yo sentí que la envidia y el terror me consumían.  Inmediatamente, la correa me fustigó también a mí.  Abandoné mi posición arrodillada, me adelanté y luego bajé la vista a las colchas sobre las que yacía Tristán aún maniatado como si fuera una encantadora víctima a punto de ser ofrecida en sacrificio.  Podía oír cómo mi corazón latía con fuerza.  Observé la verga de Tristán y dejé que mi vista se desplazara tímidamente a la derecha, hasta el regazo desnudo del sultán donde, desde la sombra de vello negro, se erguía el órgano de nuestro señor, un atributo que no estaba nada mal.
La correa me dio en el hombro, luego en la barbilla y me señaló la cama, en el punto que quedaba justo delante de la verga de Tristán.  Me moví lentamente, vacilé, pero las indicaciones eran claras.  Debía echarme al lado de Tristán, de cara a él pero con la cabeza frente a su verga, y mi verga frente a su cabeza.  Mi corazón latía aceleradamente.
La colcha me pareció áspera al contacto con mi cuerpo.  Los tupidos bordados me provocaron una sensación similar a la de la arena bajo la piel.  Percibía los grilletes de un modo cruel.  Tuve que forcejear como un ser sin brazos para conseguir situarme en la posición correcta.  Yacer de costado resultaba incómodo, entonces era yo la víctima maniatada.
La verga de Tristán quedaba justo al lado de mis labios.  Sabía que su boca también estaba cerca de mi miembro.  Me retorcí para rechazar las manillas, la colcha raspante, y noté que mi verga tocaba a Tristán pero, antes de que pudiera apartarme, una mano me instó desde atrás a adelantarme. Metí la reluciente verga en mi boca y en ese preciso instante sentí que los labios de Tristán se cerraban sobre mi pene.
El placer me absorbió por completo.  Descendí por la verga con los labios apretados y jugué por toda su longitud con mi lengua saboreándola en la boca, mientras sentía la fuerte succión en mi propio órgano que me elevaba y me sacaba de la penitencia divina de las últimas horas.
Era consciente del modo en que mi cuerpo se retorcía al resistirse a los grilletes.  Sabía que cada movimiento de mi cabeza sobre la verga me convertía en un alma más perdida que forcejeaba en vano sobre el altar de la cama, pero no importaba.  Lo que importaba era chupar la verga y que la firme y deliciosa boca de Tristán me succionara, que extrajera todo mi espíritu.  Cuando por fin eyaculé, embistiendo incontrolablemente contra él, sentí que sus fluidos también me llenaban y yo me nutría como si padeciera un hambre eterna por ellos.  Nuestra fuerza, nuestros acallados gemidos, parecían sacudir el cuerpo del otro.
Luego sentí unas manos que nos separaban.  Me obligaron a tumbarme de espaldas con los brazos atados por debajo del cuerpo, lo que forzaba mi pecho hacia arriba y mi cabeza hacia abajo, con los ojos entrecerrados.  Naturalmente no podía ver las abrazaderas en mis pezones pero las sentía, igual que notaba las cadenas contra mi pecho como puntos culminantes de la exposición.
Luego me percaté de que el sultán me sonreía.  Los ojos marrones, los labios lisos, se acercaban más y más.  Parecía una deidad que descendía hasta nosotros y que sólo accidentalmente tenía cierto parecido con un hombre corriente.  Se arrodilló a cuatro patas sobre mí.
Sus labios tocaron los míos. 0, para ser más sincero, tocaron la humedad de mis labios.  Luego me abrió la boca y su lengua se hundió hacia dentro para lamer el semen de Tristán que aún seguía en mi lengua, en mi garganta.
Comprendí lo que quería y abrí mi boca para él. Besé y fui besado.  Deseé sentir todo el peso de su cuerpo, aunque hiriera mis pezones aprisionados.  Pero me negó este deseo y se mantuvo suspendido sobre mí.
Noté que Tristán se movía, sabía que Lexius estaba cerca.  Pero no podía pensar en nada más que en estos besos, mientras el deseo decaía como era habitual después del clímax y luego retornaba con una dolorosa y exquisita rapidez.
Los besos dejaron de ser besos.  El sultán me abría cada vez más la boca con la lengua y sacaba el semen a lametones.  Por decirlo así, me limpiaba la boca con su lengua, y cada arremetida que recibía de ella me excitaba.
Lentamente, a través de la confusión de sensaciones reavivadas, vi a Tristán a su lado, sobre él.  Sentí la presión del sultán encima de mí.  Al igual que el cuerpo de Lexius, el del sultán era sedoso y mimado al tacto, fuerte pero delgado.  Movió sus dedos sobre mi pecho y soltó las abrazaderas de los pezones que cayeron a un lado con las cadenas.  Alguien se las llevó.  Su pecho descansó sobre mi piel irritada y la hizo palpitar de un modo delicioso.
Tristán, encima de él, me miraba a la cara.  Radiantes ojos azules.  Cuando el sultán gimió, comprendí que Tristán le había penetrado.  Sentí el peso de ambos.
El sultán continuaba hurgando en mi boca con su lengua, me obligaba a separar cada vez más las mandíbulas.  Tristán chocaba pesadamente contra él, lo empujaba contra mí y mi verga se alzaba entre los muslos del soberano percibiendo la dulce carne sin vello de esa zona resguardada.
Cuando Tristán eyaculó alcé repetidamente mi cuerpo para rozar los tensos muslos del sultán con mis acometidas, forzando de nuevo el clímax, y sentí que sus muslos se juntaban con fuerza para acogerme.  Me corrí, gimiendo a pesar de la lengua del sultán que continuaba con su labor, lamiéndome los dientes, debajo de la lengua y mis labios con lentitud.
Luego nuestro señor descansó durante un instante con su brazo debajo de mi cuello.  Yo yacía atado e indefenso debajo de él mientras permitía que el placer se desvaneciera lentamente.
Después se agitó.  Se levantó, fresco y dispuesto a más, y montó a horcajadas sobre mí.  Su rostro era casi aniñado cuando nos miramos el uno al otro.  Un mechón de cabello oscuro caía sobre sus ojos.  Vi a Tristán que nos miraba sentado a su izquierda.  El sultán me empujó con firmeza para hacerme entender que me volviera boca abajo.  Me volví con esfuerzo.
Él se levantó para dejarme espacio suficiente y sentí las manos de Lexius que venían a asistirme.  Luego el amo se situó sobre mi pecho y retiró los brazaletes de cuero de mis brazos.  Mis hombros se relajaron.  Todo mi cuerpo se distendió contra la colcha.  Retiraron el duro falo de bronce de mi ano y, mientras permanecía inmóvil y mi orificio ardía como un aro de fuego, su verga, sumamente humana, se deslizó dentro de mí, avivando e incrementando el ardor.  Qué agradable fue después del frío bronce, sentir aquel órgano humano en mi interior.  Mantuve las manos pegadas a los costados y cerré los ojos.  Mi pene estaba comprimido contra la áspera colcha tapizada pero mi escocido trasero se elevó para sentir el peso del sultán y su cadencia oscilante.
Me sumí en un ofuscamiento más absoluto que cualquier otro experimentado antes.  Era una gracia tremendamente deliciosa que se sirviera de mí, que fuera a vaciarse en mí.  Descubrí algo sobre él en esos instantes, algo interesante, aunque en realidad no tenía mucha importancia: le gustaban los fluidos de otros hombres.  Era por eso por lo que había permitido que los nobles del jardín se sirvieran de nosotros y por lo que los criados no nos habían lavado antes de insertarnos los falos.
Aquello me divertía.  Me habían purgado y luego me habían llenado de segregaciones masculinas, y en estos momentos él comía de mi boca y se introducía lentamente en mi trasero mientras procuraba afanosamente alcanzar la culminación, con su cuerpo pegado a mi carne rasgada y amoratada.  Se tomó su tiempo y, otra vez, en medio de encantadoras imágenes borrosas, se me apareció el jardín, la procesión, su rostro sonriente, todos los fragmentos de este mosaico que constituía la vida en el palacio del sultán.
Antes de que acabara conmigo, Tristán volvió a montarle.  Sentí el peso añadido y oí gemir al sultán con un quedo sonido suplicante.



NUEVAS ENSEÑANZAS SECRETAS




Laurent:
Tristán y el sultán yacían abrazados, desnudos sobre la cama, y se besaban devorándose mutuamente con lentitud.
Lexius me indicó en silencio que me apartara del lecho.  Observé que corría las cortinas alrededor de la cama y reducía la luz de las lámparas.
Luego procedí a salir a cuatro patas de la habitación y me pregunté por qué me inspiraba tanto temor que Lexius quedara decepcionado conmigo y que el sultán no me hubiera escogido para quedarme en lugar de Tristán.
Parecía imposible.  Tanto a Tristán como a mí nos habían ordenado complacer a nuestro señor y luego nos habían incitado a enfrentarnos. ¿Era posible escoger a dos para permanecer junto al sultán?
Una vez en el lúgubre corredor, Lexius chasqueó los dedos para que acelerara la marcha.  Durante todo el recorrido de regreso a la sala de baños, me azotó con fuerza y en silencio.  Cada vez que girábamos por los pasillos, yo tenía la esperanza de que aflojara la azotaina, pero no fue así.  Para cuando volvió a dejarme en manos de los criados, mi cuerpo volvía a palpitar de dolor y yo lloriqueaba quedamente.
Pero luego todo fue dulzura, excepto la purga en sí, que me impusieron a conciencia.  Mientras me aplicaban los aceites y masajeaban mis brazos y piernas doloridos, poco a poco me quedé profundamente dormido, alejado de todo sueño o pensamiento relacionado con el futuro.


Cuando me desperté, estaba tumbado sobre un jergón en el suelo.  Por toda la habitación había luces encendidas.  Reconocí la alcoba de Lexius.  Me di media vuelta, apoyé la cabeza en mis manos y mire a mi alrededor. Él estaba de pie ante la ventana y miraba el jardín oscurecido.  Llevaba puesta la túnica pero pude apreciar que estaba suelta, sin el fajín, y supuse que probablemente estaría abierta por delante.  Parecía estar susurrando o murmurando enfrascado en sus pensamientos, pero no pude discernir las palabras que pronunciaba.  También era posible que estuviera canturreando.
Cuando se volvió se sorprendió de encontrarme mirándolo.  Yo apoyaba la cabeza en el codo derecho. Él llevaba la túnica abierta y, bajo ella, su cuerpo estaba desnudo.  Se acercó un poco más, de espaldas a la pálida iluminación que se filtraba a través de la ventana.
-Nadie me había hecho jamás lo que vos hicisteis -susurró.
Me reí en voz baja.  Allí estaba yo, en su habitación, sin manillas, y él, desnudo, hablándome de este modo.
-Qué desgracia para vos -repliqué-.  Si me lo pedís quizá vuelva a hacerlo. -No quería esperar a que él me respondiera.  Me puse de pie-.  Pero, primero, decidme, ¿agradamos al sultán?, ¿estáis satisfecho?
Dio un paso atrás.  Comprendí que podría empujarle contra la pared simplemente avanzando hacia él.  Era demasiado divertido.
-¡Le agradasteis! -dijo casi sin aliento.
Era tan apuesto, a su frágil manera: un hombre felino, algo como la espada con la que luchaba la gente del desierto; de forma elegante, ligera, pero aun así mortífera.
-Y vos, ¿quedasteis satisfecho? -me acerqué un paso más y de nuevo él retrocedió.
-¡Qué preguntas tan ridículas hacéis! -exclamó-.  Había cientos de esclavos nuevos en el sendero del jardín.  Podría haber pasado de largo junto a vosotros, pero lo cierto es que os escogió a ambos.
-Y ahora yo os escojo a vos -dije-. ¿No os sentís halagado? -Estiré el brazo y le agarré un mechón de cabello.
Lexius se estremeció.
-Por favor... -dijo en voz baja, y bajó la vista. Qué irresistible, pensé.
-Por favor, ¿qué? -pregunté.  Besé el hoyuelo de su mejilla y luego sus ojos, obligándole a cerrarlos con mis besos.  Era como si él estuviera atado y esposado y no pudiera moverse.
-Por favor, con suavidad -respondió.  Luego abrió los ojos y me rodeó con los brazos como si no pudiera controlarse.  Me abrazó y me agarró con fuerza como si fuera un niño perdido.  Le besé el cuello, los labios.  Introduje las manos bajo su túnica y recorrí su estrecha espalda, gozando del contacto de su piel, su olor, su vello contra mi cuerpo.
-Por supuesto, lo haré con suavidad -ronroneé a su oído-.  Seré muy dulce... si me viene en gana.
Me Soltó, se arrodilló y se llevó mi verga a la boca, demostrando con todo su cuerpo el hambre que lo consumía.  Me quedé inmóvil.  Permití que desplazara su boca a lo largo de mi pene y que su lengua y sus dientes hicieran su trabajo, con mi mano apoyada en sus hombros.
-No tan deprisa, jovencito -le advertí amablemente.  Era una tortura echar su boca hacia atrás. Él besó la punta de mi pene.  Yo le quité la túnica y lo levanté-.  Echadme los brazos al cuello y sujetaos con firmeza -le ordené.  Cuando él obedeció le alcé las piernas y las coloqué alrededor de mi cintura.  Mi verga chocaba contra su trasero abierto así que la empujé hasta dentro de él, atenazando sus nalgas con mis manos, mientras Lexius me agarraba con más fuerza, con la cabeza reclinada en mi hombro.  Aguanté de pie con las piernas separadas y arremetí contra él con toda mi fuerza.  Su cuerpo cedía al impacto de las acometidas mientras mis dedos le pellizcaban y se hincaban en la carne que yo antes había azotado.
-En cuanto me corra -le susurré al oído, estrujando su trasero-, voy a coger la correa y os azotaré otra vez, os azotaré con tal fuerza que vais a sentir durante todo el día las marcas bajo esos hermosos ropajes vuestros.  Así descubriréis que sois tan o más esclavo que esos seres a los que dais órdenes, y os enteraréis de quién es vuestro señor.
Recibí otro prolongado beso como única respuesta mientras yo me vaciaba en él.


No lo azoté con tanta fuerza.  Al fin y al cabo, él aún era un novato.  Pero le hice arrastrarse por la habitación, le obligué a lavarme los pies con la lengua y le mandé arreglar las almohadas de la cama.  Una vez acomodado en ella, le hice arrodillarse a mi lado con las manos en la nuca, como enseñaban a los esclavos del castillo.
Inspeccioné los resultados de la azotaina y jugueteé un poco con su verga, mientras me preguntaba qué le parecería aquella provocación, aquel hambre.  Le fustigué el pene con la correa.  Lo tenía de un color encarnado, que a la luz de la lámpara casi adquiría un tono púrpura.  Su rostro atormentado me pareció de gran belleza y los ojos, llenos de sufrimiento, estaban absortos en lo que le estaba sucediendo.  Al mirarlo a los ojos sentí una agitación peculiar en mi interior, algo extraño y fuerte, diferente a la debilidad general que había experimentado al mirar al sultán.
-Ahora, hablemos -dije-.  Antes que nada me diréis dónde está Tristán.
Esto le sorprendió, naturalmente.
-Durmiendo -respondió-.  El sultán le dejó ir hace una hora más o menos.
-Mandadle llamar.  Quiero hablar con él y ver cómo os posee.
-Oh, por favor, no... -suplicó.  Se agachó para besarme los pies.
Doblé la correa en mi mano y le azoté la cara con ella:
-¿Queréis que vean marcas en vuestra cara, Lexius? -pregunté-.  Poned las manos en la nuca y mantened los modales cuando os hable.
-¿Por qué me hacéis esto? -me susurró-. ¿Por qué os tomáis la revancha conmigo? -Tenía unos ojos tan grandes, tan hermosos... No pude evitar inclinarme y besarle, sentir su boca lamiendo la mía.
No era lo mismo que besar a cualquier otro hombre.  Con sus besos arrojaba su espíritu derretido.  Decía cosas con ellos: más de lo que él sabía, sospeché.  Podía haberle besado durante largo rato Y sólo con eso le hubiera provocado oleadas de placer.
-No lo hago por venganza -respondí-, sino porque me gusta y porque lo necesitáis.  Sois vos quien indudablemente lo requerís.  Deseáis estar a cuatro patas con nosotros.  Sabéis que es así.
Estalló en lágrimas silenciosas al tiempo que se mordía el labio.
-Si siempre pudiera serviros a vos.
-Sí, lo sé.  Pero no podéis escoger a quién servís.  Ahí está el truco.  Debéis entregaros a la idea de la servidumbre.  Debéis entregaros a eso... y cada amo de verdad que encontráis se convierte en todos los amos.
-No, no puedo creer eso.
Me reí en voz baja.
-Debería escaparme y llevaros conmigo... Ponerme vuestros hermosos ropajes, oscurecerme el rostro y el cabello y llevaros conmigo, desnudo sobre mi silla como os dije antes.
Lexius estaba temblando, absorbía lo que oía y se sentía intoxicado por todo ello.  Lo sabía todo sobre la formación, castigo y disciplina y absolutamente nada acerca de cómo se siente quien se encuentra en el otro extremo de ello.
Le levanté la barbilla.  Quería que le besara de nuevo y así lo hice, esta vez tomándome mi tiempo, deseando no sentirme de repente también su esclavo.  Pasé la lengua por el interior de su labio inferior.
-Traed a Tristán -ordené-.  Traédmelo aquí.  En cuanto a vos, si decís una sola palabra más de protesta, dejaré que Tristán os azote también.
Si no era capaz de adivinar mi maniobra, no sólo era hermoso sino además estúpido.
Después de que hiciera sonar la campana, se acercó a la puerta y esperó.  Sin siquiera abrirla, dio la orden.  Permaneció de pie con los brazos cruzados y la cabeza inclinada, con aspecto perdido, como si necesitara algún príncipe perfecto y fuerte que combatiera los dragones de su pasión y lo rescatara de la destrucción.  Qué enternecedor.  Me senté en la cama, devorándolo con los ojos.  Adoraba la curva de sus pómulos, la fina línea de su mandíbula, la forma en que cambiaba de actitud adoptando la de un hombre, muchacho, mujer y ángel con gestos variables y pequeños cambios en su expresión.
Cuando llamaron a la puerta, él se sobresaltó.  Habló otra vez.  Escuchó.  Luego abrió la puerta, hizo una señal y Tristán entró de rodillas, con la vista baja y mostrando gran recato.  Lexius volvió a echar el cerrojo tras él.
-Ahora tengo dos esclavos -dije yo, incorporándome-. 0 bien, tenéis dos amos, Lexius.  Es difícil estimar la situación de una manera u otra.
Tristán alzó la vista, me vio desnudo sobre la cama y luego echó una ojeada a Lexius absolutamente estupefacto.
-Venid aquí, venid y sentaos conmigo Quiero hablar con vos -le dije a Tristán-.  Y vos, Lexius, arrodillaos igual que antes y permaneced callado.
Eso sirvió para recapitularlo todo, creí.  Tristán, no obstante, necesitó un momento para asimilarlo.  Observó el cuerpo desnudo de nuestro amo y luego me miró.  Se levantó y se sentó en la cama, a mi lado.
-Besadme -le dije, y alcé la mano para guiar su rostro.  Un beso delicioso, más vigoroso pero menos intenso que los besos de Lexius, que permanecía de rodillas justo detrás de Tristán-. Ahora volveos y besad a nuestro desatendido amo.
Tristán obedeció.  Deslizó el brazo alrededor de Lexius y éste a su vez se entregó al beso, tal vez un poco en exceso para mi gusto.  Quizá lo hacía para fastidiarme.
Cuando Tristán se dio media vuelta, sus ojos me interrogaron abiertamente.
Yo pasé por alto la pregunta.
-Contadme qué sucedió después de que me despidieran de los aposentos del sultán. ¿Continuasteis complaciendo sus peticiones?
-Sí -respondió Tristán-.  Fue casi como un sueño: ser el elegido, estar finalmente allí tumbado en la cama con él.  Había algo tan tierno.  Es nuestro señor, indiscutiblemente.  Nuestro soberano.  Se nota la diferencia.
-Cierto -dije yo sonriendo.
Tristán quería continuar hablando pero echó otra ojeada a Lexius.
-No te preocupes por él -le animé-.  Es mi esclavo y está a la espera de que yo exprese mis deseos.  Os permitiré poseerlo en un instante.  Pero primero contadme, ¿estáis contento o aún estáis afligido por vuestro antiguo amo del pueblo?
-Ya no estoy afligido -respondió, y entonces se interrumpió-.  Laurent, siento haber tenido que venceros.
-No seáis ridículo, Tristán.  Nos obligaron.  Yo perdí porque no fui capaz de ganar.  Así de simple.
Tristán miró otra vez a Lexius.
-¿Por qué le estáis atormentando, Laurent? -preguntó con tono ligeramente acusador.
-Me alegro de que estéis contento -continué-.  Yo no estoy seguro todavía, pero ¿qué sucedería si el sultán no volviera a llamaros nunca más?
-En realidad eso no importa -contestó-.  A menos, por supuesto, que le importe a Lexius.  Pero Lexius no va a pedirnos un imposible.  Han reparado en nosotros y eso era lo que Lexius quería.
-¿Y seréis igual de feliz? -pregunté.
Tristán reflexionó un momento antes de contestar.
-En este lugar hay una gran diferencia -dijo por fin-.  La atmósfera esta cargada de una percepción diferente del mundo.  Ya no me siento perdido como en el castillo, cuando servía a un tímido amo que no sabía cómo disciplinarme.  Ni estoy condenado a la deshonra del pueblo, donde necesitaba de mi amo Nicolás para que me rescatara del caos y definiera mi sufrimiento por mí.  Formo parte de un orden más perfecto e inviolable -me estudió-. ¿Comprendéis a qué me refiero?
Hice un gesto de asentimiento y le indiqué que continuara.  Estaba claro que tenía más cosas que decir, su expresión me demostraba que hablaba con sinceridad.  El padecimiento que reflejaba su rostro durante el tiempo que permanecimos en el mar se había esfumado por completo.
-Este palacio es absorbente -me explicó igual que lo era el pueblo.  De hecho, es una infinidad de cosas más.  Pero aquí no somos los esclavos díscolos.  Sencillamente, formamos parte de un mundo inmenso en el que nuestro sufrimiento es ofrecido a nuestro señor y su corte aunque él no se digne a aceptarlo.  Encuentro algo sublime en esto.  Es como si hubiera pasado a otra fase de entendimiento.
Una vez más, yo mostré mi conformidad asintiendo con un gesto.  Recordé los sentimientos que me sobrevinieron en el jardín cuando el sultán me escogió entre la hilera de esclavos.  Pero ésta era sólo una de las muchas particularidades que este lugar y todo lo que nos había sucedido me inspiraba y de hecho me hacía sentir.  En esta habitación, con Lexius, estaba ocurriendo algo diferente.
-Empecé a comprenderlo al principio -continuó Tristán-, cuando nos sacaron del barco y nos llevaron a través de las calles para que la gente nos observara.  Se hizo completamente patente cuando me pusieron la venda en los ojos y me ataron a la cruz en el jardín.  En este lugar sólo somos cuerpos que ofrecen placer, sólo cuenta nuestra capacidad para evidenciar sensaciones.  Todo lo demás queda descartado.  Es del todo imposible pensar en algo tan personal como los azotes en la plataforma giratoria del pueblo o la constante educación en la pasividad y la sumisión del castillo.
-Cierto -afirmé-.  Pero sin vuestro antiguo amo, Nicolás, sin su amor, como vos lo describisteis, ¿no sentís una terrible soledad...?
-No -contestó candorosamente-.  Puesto que aquí no somos nada, todos formamos parte de un grupo.  En el pueblo y en el castillo, estábamos divididos por la vergüenza, por las humillaciones y los castigos personales.  Aquí estamos unidos en la indiferencia del amo.  Nos cuidan a todos dentro de esta pauta de la indiferencia y se sirven de nosotros bastante bien, creo yo.  Es como la decoración de las paredes de este lugar.  No hay retratos de hombres ni de mujeres, como en Europa. Aquí sólo hay flores, espirales, diseños repetitivos que sugieren un continuo.  Nosotros formamos parte de ese continuo.  El hecho de que el sultán haya reparado en nosotros una noche, sentirnos apreciados de vez en cuando... es todo lo que podemos y debemos esperar.  Es como si se detuviera en el pasillo y tocara el mosaico de la pared.  Habrá tocado el diseño como si lo alcanzara un rayo de sol.  Pero el diseño es igual que los demás y cuando el sultán siga adelante volverá a integrarse en el conjunto del decorado.
-Estáis hecho todo un filósofo, Tristán -le susurré-.  Me habéis dejado sin aliento.
-¿No sentís lo mismo? ¿Que este orden de cosas ya es en sí mismo bastante excitante?
-Sí.
El rostro de Tristán se ensombreció.
-Entonces, ¿por qué desbaratáis ese orden, Laurent? -preguntó.  Miró a Lexius-. ¿Por qué le habéis hecho esto a Lexius?
Sonreí.
-No desbarato ningún orden -respondí-.  Simplemente le confiero una dimensión secreta que lo hace más interesante para mí. ¿Creéis que nuestro señor no podría defenderse si así lo quisiera?  Podría convocar a todo su ejército de criados, pero no lo hace.
Bajé de la cama.  Tomé las manos de Lexius y le retorcí los brazos hacia atrás hasta que lo tuve firmemente asido por las muñecas.  En resumen, le maniaté tanto como antes nos habían atado a nosotros con los brazaletes y el falo.  Le hice levantarse y le obligué a inclinarse hacia delante.  Fue completamente dócil en todo momento, pese a que no dejaba de llorar.  Le besé la mejilla y todo su cuerpo, excepto el falo, se relajó lleno de agradecimiento.
-Ahora, nuestro señor necesita que le castiguen -le dije a Tristán-. ¿Nunca habéis sentido esa necesidad?  Tened un poco de compasión.  No es más que un principiante en este campo.  Le resulta aún difícil.
La luz resaltaba con primor las lágrimas que surcaban el rostro de Lexius.  Pero el rostro de Tristán estaba bañado de otra luz cuando alzó la vista en dirección al jefe de los mayordomos.  Se puso de rodillas encima de la cama y colocó sus manos a ambos lados de la cara de Lexius.  Su expresión reflejaba amor y comprensión.
-Mirad su cuerpo -le susurré-.  Seguro que habéis visto esclavos más fuertes y mejor musculados, pero mirad la calidad de su piel.
Los ojos de Tristán se desplazaron lentamente sobre el cuerpo de Lexius y éste soltó unos ahogados sollozos.
-Los pezones son virginales -continué-.  Nunca los han azotado, ni pinzado con abrazaderas.
Tristán los examinó.
-Sumamente encantadores -convino.  Observó a Lexius con atención y jugueteó con sus pezones con cierta rudeza.
Percibí cómo se disparaba la tensión por el cuerpo del jefe de los mayordomos y sus brazos se tensaban bajo mi presión.  Tiré de ellos hacia atrás aún con más fuerza, obligándole a sacar pecho.
-Y la verga.  Tiene un buen tamaño, una buena longitud, ¿qué opináis?
Tristán la inspeccionó con los dedos igual que había hecho antes con los pezones.  Le pellizcó la punta, la arañó un poco, recorrió toda su longitud con su mano.
-Yo diría que él es de una calidad tan buena como nosotros -murmuré, acercándome aún más al oído de Lexius.
-Cierto convino Tristán con entusiasmo-.  Pero es demasiado virginal.  Cuando un esclavo ha sido usado y violado a conciencia, el cuerpo mejora en cierta manera.
-Lo sé.  Si nos dedicamos a él cada vez que surja la ocasión, conseguiremos que sea perfecto.  Para cuando nos envíen de vuelta a casa, será tan buen esclavo como nosotros.
Tristán sonrió:
-Qué idea tan interesante.  Qué dimensión secreta tan encantadora desde la que considerar la situación -besó a Lexius en la mejilla.  Percibí la gratitud de éste en su actitud, y vi que Tristán se sentía atraído por él; percibí y sentí la corriente que circulaba entre ellos.
La verga de Tristán estaba dura y su mirada un poco desasosegada cuando miró a Lexius.
-Me gustaría azotarlo -dijo tranquilamente. -Por supuesto -respondí-.  Daos la vuelta, Lexius -le solté los brazos.
-Inclinaos hacia delante y poned las manos entre las piernas -ordenó Tristán, que se bajó de la cama para situarse detrás de Lexius y darle la vuelta hasta colocarlo en la posición correcta-. Cogéos los testículos y mantenedlos adelantados y cubiertos con las manos.
Lexius obedeció y se dobló por la cintura.  Yo estaba a su lado.  Tristán corrigió la posición de su trasero y luego le separó aún más las piernas. Tomó la correa, la blandió con fuerza y descargó el primer azote justo en la hendidura del trasero.  Lexius dio un respingo.  Yo mismo me quedé un poco sorprendido por la intención del golpe. Pero estaba claro que Tristán no iba a desperdiciar esta oportunidad.  Parecía exactamente lo opuesto al débil amo que en otro tiempo fue incapaz de dominarlo.
Volvió a flagelar a Lexius del mismo modo, haciendo oscilar el látigo aún más atrás y alcanzando a Lexius en el ano, en la hendidura e incluso en los dedos que protegían su escroto.  El jefe de los mayordomos no podía mantenerse quieto.


Pero los azotes continuaron, aunque adquirieron una cadencia más agradable.  Lexius lloriqueaba, su trasero se elevaba y bajaba con los esfuerzos que hacía, y la correa estallaba una y otra vez sobre la tierna carne situada entre el ano y el escroto sostenido entre sus dedos.
Rodeé a Lexius para situarme delante de él y levantarle la barbilla.
-Miradme a los ojos -ordené.  Los azotes continuaban con un estilo consumado.  Era mejor de lo que yo pensaba.  Lexius se mordía el labio y jadeaba.  Sentí otra vez aquel despertar de los sentidos, aquella fuente de afecto y amor, y de repente me asusté.
Me arrodillé y volví a besarle, tan poderosamente como antes, mientras la correa difundía los temblores por todo su cuerpo y sus lágrimas mojaban mi rostro.
-Tristán -dije.  Eran besos húmedos, succionadores-. ¿No le deseáis? ¿No queréis demostrarle cómo se hacen las cosas, sodomizarle como es debido?
Tristán estaba más que preparado.
-Enderezaos, quiero que lo recibáis de pie -ordené.
Lexius obedeció sosteniendo aún el escroto con las manos.  Yo seguía de rodillas y le observaba. Tristán rodeó a Lexius por el pecho y encontró los pequeños pezones virginales con sus dedos.
-Separad las piernas -ordené a Lexius.  Le sujeté las caderas mientras Tristán lo penetraba.  Dejé que mis labios tocaran la verga hambrienta, obediente, el pobre miembro indefenso que tenía delante.
Luego continué descendiendo hasta la base velluda y, justo antes de que Tristán eyaculara, Lexius se corrió, completamente deshecho en gemidos, tan desvanecido por el alivio que nos vimos obligados a sostenerlo.


Cuando finalizó y desapareció hasta la última vibración del orgasmo, Lexius se dirigió perezosamente hasta la cama sin esperar una orden ni que le diéramos permiso, y se echó allí lloriqueando descontroladamente.
Yo me tumbé a un lado y Tristán se echó al otro.  Yo aún tenía una erección pero podía reservarme hasta la mañana, hasta la siguiente tanda de tormento.  Era una delicia simplemente estar junto a él y besarle el cuello.
-No lloréis, Lexius -le consolé-.  Sabéis que lo necesitabais, lo queríais.
Tristán estiró las manos entre las piernas y palpó la carne enrojecida de debajo del ano.
-Es cierto, amo -respondió quedamente-. ¿Cuánto tiempo lo habíais deseado?
Lexius se fue serenando.  Movió su brazo por encima de mi pecho y me atrajo aún más a él.  Luego extendió el otro brazo hacia Tristán del mismo modo.
-Estoy asustado -susurró-.  Desesperadamente asustado.
-Pues no tenéis por qué -respondí - Nos tenéis a nosotros para mandaros, para enseñaros.  Lo haremos con cariño cada vez que surja la oportunidad.
Los dos le besamos y le acariciamos hasta que se calmó.  Se volvió y yo le sequé las lágrimas.
-Son tantas las cosas que pienso haceros -le dije-.  Tantas las cosas que pretendo enseñaros.
Asintió y bajo la vista.
-¿Sentís..., sentís amor por mí? -preguntó con timidez, pero sus ojos brillaban cuando alzaron la vista hacia mí.
Yo estaba a punto de responder que, naturalmente, así era, pero la voz se me entrecortó.  Estaba mirándole y abrí la boca para hablar pero no surgió ningún sonido.  Luego me oí a mí mismo responder:
-Sí, siento amor por vos.
Entre nosotros pasó algo silencioso, algo que nos vinculaba el uno al otro.  Esta vez, cuando lo besé, lo reclamé completamente para mí.  Excluí a Tristán.  Excluí a todo el palacio, y también a nuestro distante señor, el sultán.
Cuando me aparté estaba desconcertado.  Entonces era yo quien estaba asustado.
El rostro de Tristán estaba sereno y pensativo.
Transcurrió un largo momento.
-Vaya ironía -dijo Lexius en voz baja.
-No, en realidad no lo es.  Hay señores en la corte de la reina que se entregan a la esclavitud.  Sucede...
-No, no me refería a eso, al hecho de que me dominarais con tal facilidad -respondió-.  La ironía es que suceda con vos y que el sultán a su vez os encontrara a ambos tan agradables.  Ha ordenado vuestra presencia para mañana en los juegos de su jardín.  Recogeréis la pelota y la llevaréis hasta sus pies.  Incitará vuestro enfrentamiento en muchos juegos para divertirse y para que se diviertan sus hombres.  Nunca antes había escogido a mis esclavos para eso. Él os escoge a vosotros y vosotros me escogéis a mí para esto.  Ahí está la ironía.
Sacudí la cabeza.
-Pues, de nuevo, en realidad no hay ninguna ironía -me reí tranquilamente.  Tristán y yo intercambiamos rápidas miradas.
-Ahora deberíamos descansar para los juegos, ¿no creéis, señor? -preguntó Tristán.
-Sí -contestó Lexius y se incorporó.  Nos besó otra vez a los dos-.  Agradad al sultán e intentad no ser muy crueles conmigo -se levantó, se puso la túnica y se abrochó el fajín alrededor de la prenda.
Yo le acerqué las pantuflas y se las puso.  Se quedó de pie esperando a que yo acabara y luego me pasó el peine.  Le peiné el cabello desplazándome a su alrededor mientras lo hacía.  La idea de poseerle, de ser su señor, se transmutó en un orgullo sobrecogedor.
-Sois mío -le susurré.
-Sí, eso es verdad -dijo-.  Y ahora, tanto a vos como a Tristán os atarán a las cruces del jardín para dormir.
Di un respingo.  Debí de sonrojarme.  Tristán se limitó a sonreír y bajó la mirada con rubor.
-Pero no os preocupéis por la luz del sol -dijo Lexius-.  La venda os protegerá de él.  Podréis escuchar el canto de los pájaros en paz.
La consternación pareció disolverse momentáneamente.
-¿Es ésta vuestra venganza? -pregunté.
-No -dijo sin más, mirándome-.  Es una orden del sultán y debe de estar a punto de despertarse.  Puede salir al jardín en cualquier momento.
-Entonces os puedo confesar la verdad -dije pese al nudo que tenía en la garganta-. ¡Esas cruces me encantan!
-¿Entonces por qué me provocasteis ayer cuando intenté subiros a una de ellas?  Creí que hubierais sido capaz de hacer cualquier cosa para evitarla.
Me encogí de hombros.
-Entonces no estaba cansado.  Ahora sí lo estoy.  Las cruces son buenas para descansar.
Sin embargo, mi rostro continuaba sonrojándose de un modo intolerable.
-Os hace estremeceros de miedo, y lo sabéis -replicó.  Su voz sonó gélida entonces, llena de mando.  Todos los temblores y el apocamiento habían desaparecido.
-Cierto -respondí.  Le devolví el peine-.  Supongo que es por eso por lo que me encanta.


Cuando nos aproximábamos a la puerta del jardín, sentí que el valor me empezaba a flaquear.  La rápida transformación de señor en esclavo me aturdió y me llenó de un extraño, nuevo y persistente dolor que no podía definir con claridad ni asimilar en mi interior.  Mientras avanzábamos a cuatro patas por el pasillo, sentí una profunda vulnerabilidad, una necesidad abrumadora de pegarme a Lexius, de buscar cobijo entre sus brazos, aunque sólo fuera por un momento.
No obstante, hubiera sido una locura pedir algo así. Él volvía a ser el amo y señor y, pese a la confusión que asolaba su alma, se había cerrado otra vez a mí.  Sin embargo, continuaba arrastrando los pies con aquellos peculiares andares suyos tan donairosos.
Cuando llegamos a la arcada, se detuvo y sus ojos se desplazaron por el pequeño vergel de árboles y flores, mirando a los esclavos que estaban amarrados a las cruces tal como nosotros íbamos a estar dentro de muy poco.
«En cualquier instante -pensé- llamará a los criados y lo harán.»
Pero Lexius seguía inmóvil, sin hacer nada más que mirar.  Entonces me percaté de que tanto él como Tristán miraban en dirección al sendero, por donde cuatro señores con pesadas túnicas se acercaban rápidamente, ataviados con tocados de lino blanco cubriéndoles el rostro como si se encontraran a la intemperie bajo la arena movida por el viento en vez de en este jardín resguardado del palacio.
Su aspecto era idéntico al de otros cientos de nobles como ellos, o eso parecía, a excepción del hecho de que transportaban con ellos dos alfombras enrolladas, como si en verdad se encaminaran a un campamento del desierto.
-Qué extraño -pensé-. ¿Por qué no ordenarán a los sirvientes que les lleven las alfombras?
Siguieron acercándose hasta que de repente Tristán exclamó «¡No!» con tal fuerza que Lexius y yo nos sobresaltamos.
-¿Qué pasa? -quiso saber Lexius.
Pero entonces todos lo comprendimos. Nos obligaron a retroceder hasta el pasillo, donde nos rodearon por completo.



EN LOS BRAZOS DEL DESTINO




Casi se había hecho de día.  Bella sintió el aire fresco que llegaba a través del enrejado de la ventana antes incluso de ver la luz del sol.  Lo que la espabiló fue el sonido de alguien que llamaba a la puerta.
Inanna estaba aún entre sus brazos y la llamada, que no recibía respuesta, no cesaba.  Bella se sentó en la cama, se quedó mirando las puertas cerradas con pestillo y contuvo la respiración hasta que dejaron de llamar.  Entonces despertó a Inanna.
La mujer se asustó.  Miró a su alrededor llena de confusión, parpadeando molesta por los primeros rayos de sol de la mañana.  Luego miró fijamente a Bella y su preocupación se transformó en miedo.
Bella no estaba preparada para este momento.  Sabía qué tenía que hacer: salir a escondidas del dormitorio de Inanna y regresar como pudiera hasta donde estaban los criados sin meter en ningún lío a Inanna.  Luchando contra el deseo de abrazar y besar a Inanna, bajó de la cama, se acercó a la puerta y escuchó.  Luego se volvió hacia la mujer, hizo un gesto de despedida y le lanzó un beso.  Inanna estalló al instante en lágrimas silenciosas.
Luego cruzó a toda prisa la estancia y se arrojó en los brazos de Bella.  Durante un largo momento, se besaron una vez más, con los besos largos y lascivos que a la princesa tanto le gustaban.  El tierno y cálido sexo de Inanna se apretujó contra las piernas de Bella y sus pechos temblaron en contacto con el cuerpo de la muchacha.  Luego inclinó la cabeza para ocultar el rostro bajo su pelo caído y Bella le levantó la barbilla para volver a abrirle la boca y beber toda su dulzura.  Rodeada por los brazos de Bella, la mujer era como un pajarillo en una jaula.  Las lágrimas resaltaban sus ojos violetas y sus labios húmedos quedaban primorosamente enrojecidos por el llanto.
-Preciosa y tierna criatura -susurró Bella sintiendo los brazos rollizos de Inanna.  Presionó con el pulgar la barbilla redondeada de la mujer, temblorosa a causa de sus anhelos.  Pero no había tiempo para juegos amorosos.
Bella gesticuló para indicarle a Inanna que permaneciera en silencio y se quedara quieta mientras ella volvía a escuchar a través de la puerta.
El rostro de la sultana mostraba toda su aflicción.  De repente pareció frenética.  Sin duda se culpaba de lo que pudiera sucederle a Bella.  Pero la princesa sonrió una vez más para tranquilizarla y le indicó que permaneciera donde estaba.  Luego abrió la puerta y se escabulló al exterior, al pasillo.
Inanna, con los ojos inundados de lágrimas, salió cautelosamente tras ella y le señaló una puerta alejada, en dirección opuesta a la entrada por la que habían venido.
Cuando descorría el cerrojo, Bella lanzó un último vistazo hacia atrás y su corazón retrocedió hasta Inanna.  Pensó en todas las cosas que le habían sucedido desde el momento en que despertaron sus pasiones, pero esta última noche parecía diferente a cualquier otra.  Deseó poder decirle que no sería la última vez, que, de alguna manera, conseguirían estar juntas de nuevo, y le pareció que Inanna lo entendía.  Bella detectó la determinación en los ojos de la mujer.  En el futuro habría noches que emularían a ésta, fuera cual fuese el  peligro.  La idea de que aquel cuerpo incitante, con sus sensuales atributos, pertenecía a Bella de un modo que nadie más había disfrutado, enardeció absolutamente a Bella.  Tenía muchas más cosas que enseñarle...
Inanna se llevó la mano a los labios y lanzó un beso apremiante a Bella y, cuando ésta le respondió afirmativamente con la cabeza, Inanna imitó su ademán.
Luego Bella abrió la puerta y echó a correr en silencio por el pequeño corredor vacío, dobló esquina tras esquina hasta que encontró la monumental puerta doble que casi seguro le abriría paso al corredor principal del palacio.
Hizo una pausa momentánea para recuperar el aliento.  No sabía adónde ir, desconocía la manera de entregarse a los que con toda seguridad la estaban buscando.  Pero era un alivio saber que no podrían interrogarla.  Sólo Lexius podría hacerlo, y si no le mentía al instante y le decía que un noble bruto la había arrebatado del nicho, el castigo de Lexius podía ser tremendo.
La idea la sobrecogió, pero por otro lado la excito.  No sabía si sería capaz de mentir, pero estaba convencida de que nunca traicionaría a Inanna. Nunca la habían castigado por una falta grave de verdad, jamás la habían interrogado por una desobediencia importante o secreta.
De repente se encontraba sumida en esta intriga prodigiosa y en cuanto oyera la voz iracunda de Lexius, cuando él enloqueciera con su silencio, conocería torturas con las que nunca hubiera soñado.
No obstante, debía permanecer en silencio.  La deshonra y el castigo era lo que se merecía.  Y, desde luego, él nunca se atrevería a suponer que...
No importaba.  Bella estaba preparada.  En esos momentos, su objetivo era atravesar esas puertas y alejarse de ellas lo más rápido posible para que nadie pudiera imaginarse dónde había estado durante tan larga ausencia.
Salió temblorosa a aquel amplio vestíbulo de mármol iluminado por la luz de las antorchas, demasiado familiar para su gusto, con los esclavos silenciosos atados en sus nichos.  Sin tan siquiera mirar a los lados, corrió hasta el mismísimo final del vestíbulo y entró en otro pasillo vacío.
Continuó corriendo sin parar.  Sabía con toda certeza que los esclavos la veían, pero ¿quién iba a interrogarles sobre lo que habían visto?  Debía alejarse todo lo posible de los aposentos de Inanna.
El silencio y el vacío del palacio a primera hora de la mañana eran sus aliados.
El terror no dejaba de aumentar.  Dobló una esquina más pero entonces aminoró la marcha.  Podía oír con toda nitidez los fuertes latidos de su corazón.  Su desnudez le pareció más humillante que nunca al vislumbrar por primera vez las miradas de los que se encontraban a ambos lados del pasillo.
Inclinó la cabeza.  Si al menos supiera adónde ir. Estaría dispuesta a arrojarse de inmediato a merced de los criados.  Seguro que comprenderían que ella sola no habría podido liberarse de las envolturas.
Alguien lo había hecho en su lugar. ¿Cómo no iban a asumir lo obvio: que había sido un bruto varón quien se la había llevado con él? ¿Quién iba a sospechar en algún momento de Inanna?
Vaya, si al menos se topara con los criados, todo estaría resuelto.  Temía vislumbrar la ira en sus jóvenes rostros pero, si tenía que pasar, mejor que sucediera cuanto antes.  No importaba lo que le hiciera Lexius, ella mantendría su silencio.
Todos estos pensamientos rondaban por su cabeza, pero su cuerpo le recordaba constantemente la calidez de Inanna y sus abrazos.  De repente, descubrió a varios nobles que habían aparecido al final del pasillo que se prolongaba ante ella.
El peor de sus temores, que otros la descubrieran antes que los criados, se volvía realidad.  Cuando vio que los hombres se detenían por un instante y luego avanzaban decidida y rápidamente hacia ella, el pánico la invadió.  Se volvió y corrió todo lo deprisa que pudo por temor a un encuentro humillante, aferrándose a la esperanza de que los criados aparecerían para restaurar el orden.
Pero para horror suyo, los hombres se lanzaron con un estruendo sordo en su persecución.
«Pero ¿por qué? -pensó desesperada- ¿Por qué no mandan llamar sencillamente a los criados? ¿Por qué son ellos mismos los que me persiguen?»
Casi gritó en el momento de sentirse agarrada, rodeada de súbito por las túnicas de los hombres, mientras arrojaban una pesada tela sobre ella.  La envolvieron con la tela como si se tratara de una mortaja y, para su horror, la levantaron y la lanzaron sobre un fuerte hombro.
-Pero ¿qué sucede? -gritó, con lo cual únicamente consiguió que acallaran su voz apretando aún más la tela.  Con toda seguridad, ésta no era la manera de aprehender a los esclavos fugitivos.  Algo raro pasaba, algo no iba bien.
Cuando se percató de que los hombres continuaban corriendo con su cuerpo rebotando indefenso sobre el hombro de su capturador, la princesa experimentó auténtico pánico, como el que había vivido la noche en que los soldados del sultán asaltaron el pueblo para llevarla a este reino.  Era secuestrada igual que aquella noche.  Bella pataleó, se resistió y chilló, pero sólo consiguió que apretaran más fuertemente la envoltura que la retenía irremediablemente.
En cuestión de momentos, estaban fuera del palacio.  Oyó el crujir de pisadas sobre la arena, luego sobre piedras, reverberando como si estuvieran en una calle.  A continuación, los ruidos inconfundibles de la ciudad a su alrededor.  Le llegaron incluso aromas conocidos. ¡Lo que sucedía era que estaban atravesando el mercado!
Una vez más, aulló y forcejeó, pero sólo oyó sus propios gritos sofocados bajo la apretada envoltura.  Vaya, probablemente, nadie se fijaría en estos hombres ataviados con túnicas que se abrían paso entre la multitud con un rollo de cualquier mercadería arrojado sobre el hombro.  Aunque supieran que llevaban a un ser indefenso en su interior, ¿qué les importaba? ¿No podría ser un esclavo al que trasladaban al mercado?
Bella lloriqueaba inconsolablemente cuando oyó que los pies resonaban contra la madera hueca, y en ese momento olió el mar salado. ¡La estaban trasladando a bordo de un barco!  Sus pensamientos se desbocaron.  Desesperadamente, pasaron de Inanna a Tristán, a Laurent, y a Elena, incluso a los pobres y olvidados Dimitri y Rosalynd. ¡Ni siquiera llegarían a enterarse de lo que le había sucedido!
« ¡Oh, por favor, ayudadme, ayudadme!», gimió.  Pero las pisadas no se detenían.  Estaban bajando por una escalerilla, sí, de eso estaba segura. Luego la metieron en la bodega.  El barco era un hervidero de gritos y pies que se movían a toda prisa. ¡Estaban alejándose del puerto!



UNA DECISIÓN PARA LEXIUS




Laurent:
-Pero ¿qué queréis decir con que nos estáis rescatando? -gritó Tristán-. ¡Yo no voy, os lo aseguro! ¡No quiero que me rescaten!
El hombre palideció de rabia.  Acababa de arrojar dos alfombras sobre el suelo del pasillo y nos había ordenado que nos echáramos en ellas para que pudieran enrollarlas y escondernos en su interior a fin de sacarnos del palacio.
-¡Cómo osáis! -escupió las palabras a Tristán mientras los otros sujetaban a Lexius, que estaba indefenso con una mano que atenazaba su boca y le impedía dar la alarma a los sirvientes nada recelosos que se movían fuera en el jardín.
No hice ningún movimiento, ni para obedecer ni para rebelarme.  En un instante lo había comprendido.  El más alto de los señores era el capitán de la guardia de la reina, y el hombre que lanzaba miradas furiosas a Tristán en aquellos instantes era su antiguo amo en el pueblo, Nicolás, el cronista de la reina.
Habían venido para llevarnos de nuevo con nuestra soberana.
Nicolás lanzó inmediatamente una cuerda alrededor de los brazos de Tristán, se los ató fuertemente ante el pecho y luego enlazó el extremo a sus muñecas, obligándole a ponerse de rodillas cerca del extremo de la alfombra.
-¡Os digo que no quiero ir! -protestó Tristán-.  No tenéis derecho a secuestrarnos y hacernos regresar. ¡Os lo ruego, os lo ruego, dejadnos aquí!
-¡Sois un esclavo y haréis lo que yo os diga! -siseó Nicolás lleno de rabia-. ¡Echaos de inmediato y quedaos quieto, no sea que nos descubran a todos! -Arrojó a Tristán boca abajo y rápidamente le dio varias vueltas a la alfombra hasta que nadie hubiera podido decir que había un hombre escondido dentro.
-¡Y a vos, también debo obligaros! -me exigió el cronista real mientras me indicaba la otra alfombra.  El capitán de la guardia, que sujetaba a Lexius con firmeza, me lanzaba miradas feroces.
-¡Echaos sobre la alfombra y permaneced quieto, Laurent! -ordenó el capitán-. ¡Estamos en peligro, todos nosotros!
-¿Ah, sí? -pregunté-. ¿Qué sucederá si descubren vuestro magnífico plan? -miré fijamente a Lexius.  Estaba fuera de sí. Jamás le había visto tan encantador y hermoso como en estos momentos, con la mano del capitán tapándole la boca, el cabello negro caído sobre los enormes ojos y el delgado cuerpo que forcejeaba bajo una espléndida túnica.  Así que no iba a volver a verlo.
Me pregunté si le culparían de esto. ¿Quién sabía lo que le sucedería si le culpaban?
-¡Haced inmediatamente lo que os ordeno, príncipe! -dijo el capitán con el rostro retorcido por la misma rabia desesperada que desfiguraba a Nicolás. Éste tenía otra cuerda lista para mí y los otros dos hombres esperaban dispuestos a ayudarle.  Pero lo cierto era que nunca hubieran podido atraparme si yo no lo hubiera permitido.  No estaba tan abrumado como Tristán.
-Hummm... dejar este lugar... -dije lentamente, estudiando a Lexius de arriba abajo- y volver al castigo del pueblo... -Yo parecía buscar una solución a aquello como si dispusiera de todo el tiempo del mundo.  Mientras tanto veía cómo aumentaba su nerviosismo.  Cada vez tenían más miedo de que nos descubrieran en cualquier momento.
Tras sus espaldas, el jardín continuaba tranquilo.  Detrás de mí se extendía el pasillo por el que cualquiera podría aproximarse en cualquier momento.
-Muy bien -dije-. ¡Vendré, pero sólo si este hombre me acompaña! -Estiré el brazo y abrí de un tirón la túnica de Lexius, lo cual dejó su pecho desnudo descubierto hasta la cintura.  Le aparté violentamente del capitán y le despojé completamente de la túnica.  Se quedó de pie, tembloroso, pero no movió un dedo para defenderse.
-¿Qué hacéis? -preguntó el capitán.
-Nos lo llevamos con nosotros -dije yo-. 0 no voy.
Empujé a Lexius hacia delante y lo arrojé sobre la alfombra.  El jefe de los mayordomos del sultán soltó un grito sofocado y se quedó quieto, con el pelo cubriéndole la cara y las manos apoyadas en la alfombra, como si en cualquier momento pudiera levantarse y salir corriendo.  Pero no lo hizo.  Las erupciones y marcas de su piel fulguraban en su trasero.
Esperé un segundo más, luego me eché a su lado y le rodeé los hombros con mi brazo, acomodándome para que la lana caliente y tupida nos envolviera.
-¡Muy bien! ¡Vámonos! -oí que decía Nicolás en tono desesperado-. ¡Deprisa! -Se dejó caer de rodillas y buscó los extremos de la alfombra.
Pero el capitán de la guardia avanzó un paso y apoyó el pie sobre mi espalda con decisión.
-Levantaos -ordenó a Lexius-.  De lo contrario os llevaremos con nosotros, os lo juro.
Yo me reí para mis adentros y vi a Lexius inmóvil, totalmente callado, incapaz de ponerse a salvo.
En un instante, nos envolvieron a ambos con la alfombra, fuertemente comprimidos y juntos, y echaron a correr con los pesados bultos.  Mi brazo rodeaba el cuello de Lexius, que lloraba suavemente contra mi hombro.
-¿Cómo podéis hacerme esto? -se quejaba suplicante pero con un grave tono de dignidad que me gustó.
-No interpretéis ese papel conmigo -le dije al oído-.  Venís de buen grado, mi melancólico señor.
-Laurent, tengo miedo -susurró.
-No temáis -dije yo, compadecido, lamentando un poco mi tono ominoso-.  Nacisteis para ser un esclavo, Lexius.  Lo sabéis, y ha llegado el momento de olvidar todo lo que habéis aprendido de sultanes, grilletes dorados, cueros enjoyados y espléndidos palacios.



REVELACIONES EN EL MAR




Bella estaba sentada, llorosa, en medio de una alfombra.  La bodega del barco era pequeña, el farolillo rechinaba en su horquilla, el barco avanzaba a toda prisa por alta mar, la espuma batía contra las ventanas, y toda la embarcación se escoraba levemente.
De vez en cuando, Bella alzaba la vista para mirar al desconcertado capitán de la guardia y al furioso Nicolás, quien por su parte también observaba a la princesa.
Tristán estaba sentado en un rincón con las piernas encogidas y la cabeza apoyada en las rodillas.
Laurent yacía en la litera, sonriente y observándolo todo como si aquella situación le resultara divertida.
Lexius, el pobre y hermoso Lexius, estaba apoyado contra la pared más alejada, con el rostro enterrado en el pliegue del codo.  Su cuerpo desnudo parecía infinitamente más vulnerable que el de la princesa.  No alcanzaba a comprender porqué lo había azotado ni por qué lo habían secuestrado.
-No diréis en serio, princesa, que en realidad deseabais permanecer en esta tierra extraña -trataba de convencerla Nicolás.
-Pero señor, ese lugar era muy elegante y lleno de deleites y nuevas intrigas. ¿Por qué tuvisteis que venir? ¿Por qué no rescatasteis a Dimitri o a Rosalynd, o a Elena?
-Porque no nos enviaron a rescatar a Rosalynd ni a Dimitri ni a Elena -replicó Nicolás sumamente airado-.  Según todos nuestros informes, ellos están contentos en la tierra del sultán, así que nos indicaron que les dejáramos allí.
-¡También yo estaba contenta en la tierra del sultán! -se encolerizó Bella-. ¿Por qué me hacéis esto a mí?
-Yo también estaba contento -intervino Laurent con tranquilidad-. ¿Por qué no nos dejasteis con los demás?
-Debo recordaros que sois los esclavos de la reina -bramó Nicolás, quien dirigió airadas miradas a Laurent y luego al silencioso Tristán-.  Es su majestad quien decide dónde y cómo le servirán sus esclavos. ¡Vuestra insolencia es intolerable!
Bella se deshizo de nuevo en desconsolados sollozos.
-Vamos -dijo finalmente el capitán-, tenemos que pasar una buena temporada en alta mar.  Será mejor que no os la paséis lloriqueando. -Ayudó a Bella a ponerse en pie.
La muchacha, incapaz de resistir la necesidad apremiante de apoyarse en él, apretujó el rostro contra el coleto sin mangas del oficial.
-Así, así, cielo mío -la tranquilizó el capitán-.  No habréis olvidado a vuestro amo, ¿verdad que no? -La ayudó a salir de la habitación y pasaron a un pequeño camarote.  El bajo techo de madera se inclinaba sobre la cama fija.  Un débil rayo de sol se filtraba por la húmeda y pequeña portilla.
El capitán se sentó a un lado de la cama y dejó a Bella sobre su regazo.  Inspeccionó el cuerpo de la princesa con los dedos: los pechos, el sexo, los muslos.
Bella tenía que admitir que sus caricias la serenaban.  Al apoyarse en el hombro del capitán, el contacto con su áspera barba y el olor de las prendas de cuero le parecieron una delicia.  Le pareció percibir en su cabello el aroma de los frescos vientos de las campiñas europeas e incluso la hierba recién cortada de los campos de las casas solariegas del pueblo.
No obstante, no podía dejar de llorar.  No volvería a ver a su querida Inanna. ¿Recordaría la mujer las lecciones que le había enseñado? ¿Descubriría alguna pasión compartida junto a las otras mujeres del harén?  Bella esperaba que se cumplieran sus deseos.  Guardaría para siempre lo que había aprendido de la dulzura e intensidad de un amor como aquél.
Pero, mientras permanecía en los brazos del capitán, pensó en otras clases de amor, en la áspera pala de madera de la señora Lockley que tan a conciencia la había castigado en el pueblo, en la correa de cuero del capitán, en su dura verga, que en esos instantes le presionaba el muslo desnudo, aprisionada cruelmente por el tosco tejido de los pantalones.  Bella acarició el miembro a través de la tela.  Sintió que se movía, como si se tratara de un ser con vida propia.
Sus pezones se transformaron en dos pequeños puntos erectos y, entre suspiros, miró boquiabierta al capitán. Él sonreía mientras la observaba.
Permitió que la princesa besara la incipiente barba del mentón y mordisqueara su labio inferior.  Bella se agitaba sobre el regazo del capitán y apretaba los pechos contra el coleto.  El oficial deslizó la mano bajo el trasero de la muchacha y estrujó la tierna carne.
-No hay marcas, ni erupciones -susurró al oído de Bella.
-No, mi señor -contestó ella.  Sólo la habían fustigado con aquellas delicadas correíllas.  Cómo las odiaba.  Echó los brazos alrededor del cuello de su capitán y se apretó contra él.  Le cubrió la boca con un beso y luego introdujo la lengua entre los labios.
-Nosotros somos mucho más severos -comentó el capitán.
-¿Os desagrada, mi señor? -susurró Bella, saboreando el labio inferior de él, lamiéndole la lengua y los dientes como había hecho con Inanna.
-No, no puedo decir que sea así -contestó-.  No sabéis cómo os he echado de menos. -Como respuesta la besó con intensidad y levantó su ancha y ruda mano para apretarle el pecho y tirar de él hacia sí.
El tamaño imponente de él excitó a Bella.
-Me gusta que vuestro traserito esté caliente y deliciosamente rosado cuando os poseo dijo él.
-Haré cualquier cosa por complaceros, mi señor -respondió Bella-.  Hace tanto tiempo.  Estoy... estoy un poco asustada.  Deseo satisfaceros.
-Por supuesto que sí -comentó él deslizando las manos entre las piernas de Bella y levantándola por el pubis.
Las piernas de la princesa flaquearon como si no pudieran sostenerla.  Para Bella, regresar al pueblo era como volver a un sueño del que no podía zafarse, del que era incapaz de despertar.  Iba a empezar otra vez a llorar si pensaba demasiado en aquello.  Encantadora Inanna.
El capitán le parecía un dios dorado a la luz del sol que atravesaba la pequeña ventana.  Su barba mal afeitada destacaba entre las sombras y sus ojos ardían en las profundas hendiduras bronceadas de su atractivo rostro.
Al darle él media vuelta sobre su regazo, algo se agitó en la cabeza de la princesa, un último resto de resistencia.  Pero cuando su enorme mano aferró el trasero de Bella, ésta lo levantó para adaptarse a la palma, y gimió al sentir el doloroso pellizco y los dedos que le frotaban la piel.
-Demasiado lisa, demasiado perfecta -susurró el capitán encima de ella-. ¿No saben estos infieles castigar como es debido?
Con los primeros golpes, el sexo de la princesa, pegado al muslo del capitán, se inundó de segregaciones y el corazón se le desbocó.  Los azotes reverberaron sonoramente en el diminuto camarote.  La carne escocía, luego quemaba y a continuación se colmó de un dolor delicioso.  Las lágrimas le saltaron a los ojos y empezaron a derramarse rápidamente.
-Soy vuestra, mi señor -susurró medio rendida, medio suplicante, al recibir los golpes cada vez más rápidos y severos sobre las nalgas.  El capitán le aferró la barbilla con la mano izquierda y le levantó la cabeza, mientras seguía castigándola-.  Oh, Dios mío, os pertenezco -gimoteó y lloró, como si todos los recuerdos del pueblo regresaran a ella-.  Seré vuestra de nuevo, ¿verdad que sí? ¡Os lo suplico! -gritó.
-Silencio, basta de impertinencias -reprendió él con suavidad, y enseguida la premió con una nueva tanda de fuertes azotes mientras ella se agitaba y retorcía debajo, sin pudor ni moderación alguna.
A medida que la azotaina seguía sin tregua, aquel castigo le pareció a la princesa el más duro de los que había recibido.  Se mordió el labio para no suplicar clemencia.  No obstante, presentía que era lo que ella necesitaba, lo que precisaba para despejar sus dudas y temores.
Cuando el capitán volvió a arrojarla sobre la cama, Bella ya estaba lista para recibir su verga y levantó las caderas para acogerla.  La pequeña litera parecía temblar bajo las potentes embestidas.  La muchacha botaba sobre la manta, sus irritadas nalgas saltaban sobre la basta tela, el peso del capitán la dominaba, la aplastaba, la verga la dilataba y la llenaba de un modo divino.  Finalmente, Bella alcanzó el clímax, gritando bajo sus labios sellados.  Entre ardorosos fogonazos de placer, no sólo vio al capitán sino también a Inanna.  Pensó en sus espléndidos pechos, en su pequeña vagina húmeda, y también en el grueso órgano del capitán y en el semen que derramaba en su interior con la más violenta de las embestidas; lloró de júbilo y de dolor, acallada por la mano del capitán que silenciaba sus gritos hasta que le permitió liberarlos de su ser.
Por fin concluyó y permaneció quieta y jadeante bajo el cuerpo de su apresador.  Cuando él la levantó, Bella estaba desfallecida.  El capitán se estaba quitando el cinturón.
-Pero ¿qué he hecho yo, mi señor? -protestó susurrante.
-Nada, amor mío.  Quiero que ese trasero y esas piernas adquieran un buen color, el mismo que tenían en el pasado. -El capitán la puso de pie ante él y volvió a sentarse junto a la cama, con los pantalones aún desabrochados y la verga erecta.
-Oh, mi señor -suplicó Bella, deshecha por la debilidad.  Las sacudidas posteriores al placer cobraban cada vez más fuerza en vez de disolverse. Él estaba doblando la correa.
-Y bien, cada día que pasemos en el mar, comenzaremos la jornada con una buena azotaina, ¿me oís, princesa?
-Sí, mi señor -respondió con un gemido.  Todo volvía a la rutina de siempre.  Así de simple.
Se llevó las manos a la nuca. ¿Y aquel sueño durante el anterior viaje en barco, aquel sueño sobre encontrar el amor?  Bien, lo había saboreado por un breve y celestial momento.  Volvería a suceder, pero por ahora tenía a su capitán.
-Separad las piernas -le ordenó-.  Ahora, quiero que bailéis al ritmo de los latigazos. ¡Moved esas caderas! -La correa descendió sobre su carne mientras ella gemía y meneaba el trasero, con movimientos que parecían aliviar el dolor, mientras su sexo palpitaba.  Sentía el corazón oprimido por el miedo y la felicidad.


Casi era de noche.  Bella estaba echada sobre la alfombra junto a Laurent y sus cabezas compartían almohada.  El capitán, Nicolás y los otros que habían participado en el «rescate» se habían ido a cenar juntos.  Ya habían dado de comer a los esclavos y Tristán estaba echado en el rincón.  Lo mismo que Lexius.  El barco era pequeño y estaba mal equipado.  No había jaulas ni grilletes.
Bella aún estaba perpleja de que sólo ella, Laurent y Tristán hubieran sido rescatados. ¿Habría planeado la reina algún servicio nuevo y especial para ellos?  Esta incógnita era toda una agonía, que se sumaba a la envidia que sentía por Dimitri, Elena y Rosalynd.
Además, Bella estaba preocupada por Tristán.  Nicolás, su antiguo amo, no le había dirigido una sola palabra desde que habían zarpado.
No le perdonaba que se hubiera resistido a ser rescatado.
«Bueno, ¿y por qué no castiga de una vez a Tristán y lo deja en paz?», pensaba Bella.  Durante toda la cena, la princesa había observado con admiración la severidad de Laurent con Lexius.  Laurent le había obligado a comer la cena y a beber un poco de vino, a pesar de la insistencia de Lexius en rechazar los alimentos.  Luego Laurent le hizo el amor lenta y deliberadamente, pese a la evidente vergüenza de Lexius por ser poseído delante de otras personas.  Lexius era el esclavo más cortés y púdico que Bella había visto jamás.
-Casi es demasiado bueno para vos -le susurró a Laurent mientras permanecían echados juntos sobre la alfombra, en medio del camarote cálido y silencioso-.  Es más indicado para servir como esclavo de una dama, creo yo.
-Podéis serviros de él si os apetece -dijo Laurent-.  Podéis azotarle, también, si creéis que lo requiere.
Bella se rió.  Nunca antes había azotado a otro esclavo, ni quería hacerlo... 0, bueno, tal vez...
-¿Cómo conseguisteis transformaros en amo con tal facilidad? -preguntó Bella.  Le complacía tener la ocasión de hablar con Laurent, un esclavo que siempre la había fascinado.  No podía borrar de su recuerdo la imagen de Laurent en el pueblo, amarrado con correas a la cruz de castigo.  Había algo insolente y admirable en él.  No sabría concretarlo.  Parecía poseer una capacidad de entendimiento ajena a los demás esclavos.
-Yo nunca he considerado dos papeles tan diferenciados -contestó Laurent-.  En mis sueños, siempre me han gustado los dos aspectos del drama.  Siempre que tengo oportunidad, me convierto en amo.  Pasar de una posición a otra consigue hacer más intensa toda la experiencia.
Bella sintió un leve torbellino en su pelvis al constatar la seguridad en el tono de su voz, la suave ironía, siempre al borde de la risa.  La muchacha se volvió para mirarlo en la penumbra.  Aquel cuerpo tan grande, tan repleto de poder latente, incluso allí echado en el pequeño camarote.  Era más alto que el capitán.  Su verga aún estaba un poco erecta, dispuesta para entrar en acción en cualquier instante.  Bella observó sus oscuros ojos castaños y vio que él la estaba mirando con una sonrisa.  Probablemente adivinaba sus pensamientos.
La princesa se ruborizó con una repentina timidez.  No podía enamorarse de Laurent.  No, eso era imposible, descartado.
Sin embargo, cuando sintió los labios de Laurent en la mejilla no se movió.
-Mi encantadora niña -susurró al oído de Bella-.  Ya sabéis que ésta puede ser nuestra única oportunidad. -Su voz se desvaneció hasta convertirse en un gruñido más grave, como el ronroneo de un león, y sus labios le rozaron el hombro con ardor.
-Pero el capitán...
-Sí, se enfadará tanto... -rió Laurent.  Se dio la vuelta sobre la alfombra y la cubrió con su cuerpo. Bella lo abrazó.  La gran corpulencia del príncipe la asombró y debilitó.  Si la besaba una vez más, no podría, no, no podría resistirse.
-Nos castigará -dijo Bella.
-¡Bueno, eso espero! -replicó Laurent con las cejas alzadas simulando indignación, y de pronto la besó.  Su boca era más ruda y exigente que la del capitán.
Aquel beso parecía querer abrir su alma más profundamente, de un modo más deliberado.  Se rindió.
Sus senos se convirtieron en dos corazones que latían contra el pecho de su compañero.  Sintió la descomunal verga que la poseía a un ritmo descontrolado, urgente.
El enorme miembro le levantaba las caderas del suelo y volvía a hundirlas hacia abajo; la anchura del pene era tan punitiva que enseguida la venció el calor de los espasmos; el clímax anuló enteramente su voluntad, y sus brazos y piernas se desplomaron debajo de Laurent.  Cuando eyaculó en su vagina, Bella sintió su propio cuerpo abatido, dominado por él y por su tempestuoso y enigmático carácter.
Después yacieron tranquilos, nadie los molestó.
En parte se arrepentía de haberío hecho. ¿Por qué no lograba amar a sus amos? ¿Por qué este extraño e irónico esclavo le interesaba tanto?  Sintió ganas de llorar en silencio. ¿Nunca encontraría a alguien a quien amar?
Había querido a Inanna, pero este amor ya quedaba fuera de su alcance; el capitán, por supuesto, era su preciado tesoro, el bruto grande, pero... lloraba.  Sus ojos se desplazaban de vez en cuando a la forma durmiente de Laurent, allí a su lado.
Permaneció en silencio.
Cuando el capitán vino para llevársela a la cama, Bella dio un pequeño apretujón a la mano de Laurent y el príncipe le respondió en silencio.


Bella permanecía echada junto al capitán y se preguntaba qué le sucedería cuando llegaran a las costas del territorio de la reina.  Con toda seguridad, tendría que trabajar una temporada en el pueblo, era lo más justo.  No podían obligarla a regresar al castillo.  Laurent y Tristán también se quedarían en el pueblo, sin duda.  Si la obligaran a volver al lado de la reina, siempre podría escaparse, como había hecho Laurent.  De nuevo apareció él en su recuerdo, sujeto a la cruz de castigo.


Los días en el mar pasaron como un desmayo.  El capitán era estricto con Bella y le dedicaba toda su atención y castigos.  Pero aun así, la princesa encontró oportunidades para copular otra vez con Laurent.  En todas las ocasiones lo hicieron a hurtadillas y en silencio, y cada vez le arrebató el alma.
Tristán, entretanto, insistía en no mostrarse afectado por el enfado de Nicolás.  Una vez de vuelta en el reino de su soberana, se entregaría al pueblo, tal como se había entregado al palacio del sultán.  Sostenía que su breve estancia en esta tierra extranjera le había enseñado cosas nuevas.
-Teníais razón, Bella, cuando afirmabais que sólo pedíais un severo castigo.
Pero Bella sabía muy bien que Laurent tenía completamente dominado a Tristán, tanto como a Lexius, y mantenía relaciones con ambos según le apeteciera.  Tristán sentía una adoración por Laurent que era claramente individual y personal.
En una ocasión, Laurent incluso cogió prestado el cinturón del capitán para azotar a sus dos esclavos, y ambos respondieron estupendamente al instrumento.  Bella se preguntaba cómo reaccionaría Laurent cuando llegaran al pueblo y tuviera que volver a vivir como un esclavo.  El sonido que provocaba con sus golpes a los otros dos cautivos llegaba hasta la habitación donde ella dormía con el capitán.  A veces no la dejaba conciliar el sueño.
Era un milagro que Laurent no dominara también al capitán.
En efecto, éste admiraba a Laurent, y eran buenos amigos, aunque el capitán le recordaba con frecuencia que era un fugitivo condenado y que cuando llegaran al pueblo podía esperar lo peor.
« ¡Qué distinto es este viaje! -pensó Bella con una sonrisa.  Palpó los moratones que el capitán le había ocasionado, los apretó con los dedos y sintió cómo palpitaban-.  Por mí puede durar eternamente, no me importa.»
Pero ésta no era realmente la expresión exacta de sus sentimientos.  Añoraba el mundo absorbente del pueblo.  Necesitaba ver la pequeña sociedad funcionando al completo, esforzándose en torno a ella.  Necesitaba encontrar el puesto que le correspondía en el esquema, rendirse a él, como decía Tristán.
Sólo entonces olvidaría la inmensidad y el artificio del palacio del sultán, y entonces la abandonaría el recuerdo de la fragancia de Inanna y de su amoroso abrazo.


Hacia el decimosegundo día, el capitán le comunicó a Bella que estaban a punto de arribar.  Harían escala en un puerto de un reino vecino y a la mañana siguiente desembarcarían en territorio de la reina.  Los anhelos y recelos inquietaban a la princesa.  Mientras Nicolás y el capitán bajaban a tierra para reunirse con los embajadores de su majestad, Tristán, Laurent y Bella permanecieron sentados, conversando en voz baja.
Todos abrigaban la esperanza de que los dejaran en el pueblo.  Tristán repitió una vez más que ya no amaba a Nicolás.
-Amo a quien me castiga -añadió tímidamente y echó una ojeada a Laurent con ojos brillantes.
-Nicolás tendría que haberos azotado con mano dura nada más subir a bordo -replicó Laurent-.  Entonces volveríais a pertenecerle.
-Sí, pero no lo hizo. Él es el amo, no yo.  Algún día amaré otra vez a un amo, pero tendrá que ser un señor poderoso capaz de tomar todas las decisiones por sí mismo y perdonar todas las flaquezas del esclavo en su formación.
Laurent asintió.
-Si alguna vez suspenden mi condena -dijo con voz suave, mirando a Tristán-, si alguna vez me conceden la ocasión de convertirme en miembro de la corte de la reina, os escogeré a vos como esclavo y os llevaré a experimentar sensaciones que nunca habéis soñado.
Tristán sonrió al oír estas palabras, se sonrojó de nuevo y sus ojos centellearon mientras bajaba la vista y volvía a alzarla para mirar a Laurent.
Lexius era el único que permanecía en silencio.  Pero Laurent le había instruido tan bien que Bella estaba convencida de que podría soportar cualquier dificultad que surgiera en su camino.  Le asustaba un poco imaginárselo sobre la plataforma de subastas.  Era demasiado grácil y digno, su mirada casi demasiado plena de inocencia.  Cómo le despojarían de todo ello.  Pero, de cualquier modo, ella y Tristán lo habían superado.


Era de madrugada cuando el barco zarpo para emprender la última etapa del viaje.  El capitán bajó los escalones, con el rostro sombrío y abstraído. Arrastraba con él un cofre de madera de magnífica factura, que dispuso ante Bella en el pequeño camarote.
-Es lo que me temía -dijo.  Su actitud había cambiado.  Daba la impresión de no querer mirar a la princesa.  Bella estaba sentada en la cama mirándolo fijamente.
-¿De qué se trata, mi señor? -preguntó.
Observó cómo abría el cofre.  En el interior había vestidos, velos, el alto cono puntiagudo de un sombrero, brazaletes y otras galas.
-Alteza -dijo con suavidad, y desvió la mirada-, llegaremos a puerto antes del amanecer.  Debéis vestiros y preparamos para reuniros con los emisarios del reino de vuestro padre.  Van a liberaros de vuestra servidumbre y os enviarán de regreso con vuestra familia.
-¡¿Qué?! -exclamó Bella con un grito agudo y brincó de la cama-. ¡No podéis hablar en serio! ¡Capitán!
-Princesa, por favor, ya es bastante -difícil dijo él.  Se ruborizó y desvió la mirada-.  Hemos recibido el mensaje de nuestra reina, es inevitable.
-¡No iré! -declaró Bella con voz entrecortada-. ¡No iré! ¡Primero el rescate y ahora esto! ¡Esto! -Estaba fuera de sí.  Se levantó y asestó una patada al cofre con el pie descalzo-.  Llevaos las ropas y arrojadlas al mar.  No me las pienso poner, ¿me oís? -Si aquella pesadilla no cesaba acabaría enloqueciendo.
-¡Bella, por favor! -susurró el capitán como si temiera levantar la voz-. ¿No lo entendéis?  Era a vos a quien nos enviaron rescatar del palacio del sultán.  Vuestros padres son los aliados más próximos de la reina.  Se enteraron enseguida de vuestro secuestro y se indignaron al descubrir que la reina había permitido que se os llevaran de su país.  Exigieron vuestro regreso inmediato.  Trajimos también a Tristán únicamente porque Nicolás lo solicitó, y a Laurent porque se nos presentó la ocasión y la reina nos había dicho que debía volver para cumplir su castigo como fugitivo.  Pero el verdadero objetivo de nuestra misión erais vos.  Ahora vuestros padres exigen que se suspenda vuestro vasallaje a cuenta del infortunio del que habéis sido víctima.
-¿Qué infortunio? -gritó Bella.
-La reina tiene que acceder.  Se avergüenza de que consiguieran secuestraros y os sacaran de su reino. -El capitán bajó la cabeza-.  Piensan casaros de inmediato -balbució-.  Al menos eso he oído.
-¡No! -chilló Bella-. ¡No iré! -Sollozaba y apretaba los puños-. ¡No iré, os lo aseguro!
El capitán se limitó a dar media vuelta y salir del camarote con aire apesadumbrado.
-Por favor, princesa, vestíos -dijo desde el otro lado de la puerta cerrada-.  No tenemos doncellas que puedan ayudaros.


Alboreaba.  Bella seguía echada en la litera, desnuda.  Se había pasado toda la noche llorando.  No consentía en mirar el cofre con las ropas.
Cuando oyó la puerta ni siquiera alzó la vista.  Laurent entró en silencio en el camarote y se inclinó sobre ella.  Era la primera vez que Bella lo veía en esa pequeña habitación y le pareció un gigante.  Le resultó insoportable mirarlo, ver los fuertes miembros que nunca más podría acariciar, ni su rostro de extraña sabiduría y paciencia.
Laurent tendió los brazos a la princesa y la levantó de la almohada.
-Vamos, tenéis que vestiros -dijo-.  Yo os ayudaré.
Tomó un cepillo de mango de plata del cofre y se lo pasó por la larga cabellera mientras ella continuaba lloriqueando.  Con un pañuelo limpio le secó los ojos y las mejillas.
A continuación, Laurent seleccionó un vestido violeta oscuro, un color que únicamente llevaban las princesas.  Al ver el tejido, Bella pensó en Inanna y lloró aún más desconsoladamente.  El palacio, el pueblo, el castillo, todo ello pasó por su mirada.  La aflicción la desbordó.
La prenda le pareció demasiado calurosa e incómoda.  Mientras Laurent le ataba las cintas de la parte de atrás, sintió que la introducían en una nueva clase de cautiverio.  Las pantuflas le estrujaron los pies cuando se las puso.  No podía soportar llevar el sombrero con forma de cono sobre la cabeza, y los velos que caían a su alrededor la confundían, le provocaban picores, la molestaban.
-¡Oh, esto es horrible! -gruñó finalmente.
-Lo siento, Bella -dijo él, con una voz que adquirió una ternura desconocida para la princesa. Lo miró a los oscuros ojos marrones y presintió que nunca volvería a conocer el ardor y la pasión, el dolor dulce y el verdadero arrebato.
-Besadme, Laurent, por favor -le pidió mientras se levantaba de la cama con los brazos tendidos a él.
-No puedo, Bella.  Ya es de día.  Si miráis por la ventana veréis a los hombres de vuestro padre que os esperan en el muelle.  Sed valiente, amor mío.  En menos de nada os habréis casado y olvidaréis...
-¡Oh, no me digáis eso!
Laurent parecía triste, sinceramente apenado.  El príncipe se apartó el pelo castaño de los ojos y varias lágrimas cayeron silenciosamente por sus mejillas.
-Mi querida Bella -dijo Laurent-, creedme, os comprendo.
El corazón le dio un vuelco al ver que Laurent se arrodillaba y le besaba la pantufla.
-¡Laurent! -le susurró, desesperada.
Pero, al instante, él ya había desaparecido dejando la puerta del camarote abierta para que ella saliera.
Bella se volvió y contempló la habitación vacía.  Luego vio la escalera que conducía a la luz del sol.
Se recogió las voluminosas faldas de terciopelo y subió por la escalerilla con los ojos arrasados en lágrimas.



EL DICTAMEN DE LA REINA




Laurent:
Me quedé mirando durante un largo rato a través de la pequeña ventana del camarote, mientras la princesa Bella se alejaba a caballo con los hombres de su padre.  Ascendieron por la colina y luego se adentraron en el bosque.  Sentí una punzada en mi corazón a pesar de no comprender del todo el motivo.  Había visto liberar a muchos esclavos.  La mayoría de ellos habían derramado lágrimas, igual que Bella, pero ella era diferente a todos los demás.  Había brillado con tal esplendor durante su servidumbre que para mí su fulgor rivalizaba con el sol.  Pero entonces la apartaban de nosotros con aquella brutalidad. ¿Cómo era posible que no dejara una cicatriz en su sensible e indómita alma?
Agradecí no disponer de tiempo para considerar los últimos acontecimientos.  El viaje había concluido y Tristán, Lexius y yo nos enfrentábamos en esos momentos a lo peor.
Estábamos a tan sólo unas pocas millas del temido pueblo y del gran castillo.  Mi amistoso camarada a bordo del barco, el capitán de la guardia, volvía a ser una vez más el comandante de los soldados de su majestad.  Estábamos a sus órdenes.
Aquí incluso el cielo parecía diferente, más nefasto.  Vi los oscuros bosques amenazadores, sentí la proximidad grave, vibrante de las antiguas costumbres que habían hecho de mí un esclavo amante de la sumisión y la autoridad.
Bella y sus escoltas se habían perdido de vista.  Oí pisadas en la escalerilla que descendía al camarote desde el que había contemplado la marcha de la princesa sin ser observado, a través de las portillas.  Me preparé para lo que tenía que suceder.
No obstante, por lo visto aún no estaba preparado para la forma fría y autoritaria con la que el capitán de la guardia se dirigió a nosotros en cuanto abrió la puerta y ordenó a sus soldados que nos ataran para ser trasladados al castillo y recibir allí la sentencia personal de la reina.
Nadie se atrevió a hacer ninguna pregunta.  Nicolás, el cronista de la reina, ya había bajado a tierra sin tan siquiera dirigir una mirada de despedida a Tristán.  El capitán era entonces nuestro señor y sus soldados se dispusieron a cumplir sus órdenes inmediatamente.
Nos obligaron a echarnos boca abajo y a continuación tiraron de nuestros brazos hacia atrás.  Nos doblaron las piernas por las rodillas para atarnos fuertemente las muñecas a nuestros tobillos, con un firme lazo que ligó al mismo tiempo nuestras cuatro extremidades.  Aquí no había grilletes dorados ni enjoyados, sino que utilizaron toscas tiras de cuero sin curtir que servían de sobra para atarnos de pies y manos y dejaban nuestros cuerpos ligeramente curvados por el amarre.  Luego nos amordazaron pasaron sobre nuestros labios abiertos un largo cinto de cuero, cuyos dos extremos extendieron luego hasta el nudo que ligaba nuestros tobillos y muñecas, y lo aseguraron también allí.  El cinto nos mantenía la boca abierta a la vez que tapada y levantaba nuestras cabezas del suelo obligándonos a mirar al frente.
En cuanto a nuestras vergas, las dejaron sueltas y duras para que pendieran ante nosotros.
Nos levantaron, primero los soldados que nos llevaron hasta el muelle y luego nos colgaron a cada uno de una pértiga larga y lisa que pasaron bajo nuestras muñecas y tobillos amarrados, con un soldado en cada extremo para transportarnos.
El sistema parecía más apropiado para unos cautivos fugitivos que para esclavos rescatados del palacio del sultán, pensé, confundido por tanta rudeza.  Pero luego caí en la cuenta, mientras nos llevaban colina arriba en dirección al pueblo, que en realidad éramos rebeldes.  Nos habíamos resistido al rescate y ahora debíamos rendir cuentas por ello.
Se me hizo patente de golpe que habíamos dejado atrás definitivamente toda la apacible elegancia de la sultanía.  Nos enfrentábamos al más brutal de los castigos.
Las campanas del pueblo repicaban, al parecer en honor de los hombres que habían conseguido traernos de vuelta.  Mientras me transportaban entre sacudidas y balanceos, suspendido de la pértiga, descubrí aún a lo lejos la muchedumbre que se apiñaba en las altas murallas.
El soldado que caminaba delante de mí de vez en cuando echaba ojeadas hacia atrás.  Al parecer, le gustaba ver el espectáculo de un esclavo amarrado y colgado de la pértiga.  Yo no podía ver ni a Lexius ni a Tristán ya que los llevaban detrás de mí. Pero me preguntaba si sentirían el mismo miedo que me embargaba en esos momentos; Un nuevo terror para mí.  Cuánto más cruel iba a resultar todo aquello después del refinamiento que habíamos conocido tan brevemente.  Volvíamos a ser príncipes, Tristán y yo.  Se había acabado el dulce anonimato del que tanto habíamos disfrutado en el palacio del sultán.
Naturalmente, sobre todo sufría por Lexius.  Pero siempre cabía la esperanza de que la reina le enviara de regreso a la sultanía, o que lo mantuviera en el castillo.  En cualquier caso, yo lo perdería de todos modos.  No volvería a palpar aquella piel sedosa.  Pero estaba preparado para ello.
La ignominiosa procesión entró en el pueblo como yo temía que iba a suceder.  Por las puertas meridionales salieron a nuestro encuentro multitudes de lugareños, gente ordinaria que se apretujaba y se empujaba para poder mirarnos más de cerca.  El lento doblar del tambor nos precedía también en esta ocasión mientras nos transportaban por las estrechas y sinuosas calles en dirección al mercado del pueblo.
Debajo veía los familiares adoquines, los altos gabletes, el basto calzado de cuero de la gente que se amontonaba a lo largo de los muros riéndose, señalándonos y disfrutando de la visión bastante inusual de unos esclavos atados como piezas de caza al espetón, mientras la comitiva avanzaba lentamente.
El ancho cinto de cuero me oprimía la dentadura pero dejaba espacio suficiente para que pasara el aire, aunque sabía que con cada profunda aspiración mi pecho se agitaba de un modo más perceptible.  Pese a mi visión borrosa, devolvía la mirada a los que me observaban y en sus rostros descubría la misma superioridad predecible que no había podido ver con suficiente claridad cuando era el fugitivo capturado y montado en la cruz de castigo.
Cuán extraño era todo aquello.  Estábamos en casa y aun así todo parecía absolutamente nuevo. Las variaciones descubiertas en el palacio del sultán habían conferido un destello inquietante al pueblo.  Mi mente seguía con detalle cada paso que daban los soldados, aunque el jardín del sultán invadía vertiginosamente mi visión con imágenes extrañas y cálidas.
A su debido tiempo, nos llevaron a través del mercado y luego volvimos a salir por la puerta norte del pueblo.  Las altas y puntiagudas torres del castillo aparecieron amenazantes sobre nosotros.  Los gritos de los lugareños no tardaron en quedar atrás mientras continuamos colina arriba, marchando a un ritmo bastante brioso bajo el cálido sol matinal.  Más adelante, los estandartes del castillo oscilaban movidos por la brisa como si quisieran darnos la bienvenida.
Por un instante recuperé un poco la calma.  Al fin y al cabo, sabía qué era lo podía esperar, ¿o no?
Sin embargo, en cuanto atravesamos el puente levadizo mi corazón se desbocó otra vez.  Los soldados estaban formados a ambos lados del patio para saludar al capitán de la guardia.  Las puertas del castillo estaban abiertas.  Todos los pertrechos del poder de la reina nos rodeaban.
Allí estaban los nobles y damas de la corte, con todas las galas reales a las que estábamos acostumbrados, que habían salido a ver cómo nos traían.  Sentí el sarcasmo de voces familiares, avisté rostros conocidos.  Noté un nudo en mi garganta al oír el idioma conocido y las risas.  De nuevo aparecía ante mí todo el ambiente de la corte: damas y señores aburridos nos inspeccionaban por el rabillo del ojo, hombres y mujeres que nos encontrarían totalmente encantadores de no ser por la desgracia que nos deshonraba.  Dentro de una hora volverían a estar ocupados en sus tareas habituales.
La procesión avanzó hasta entrar en el gran salón.  Maldije la correa que sostenía mi boca abierta y mi cabeza levantada.  Deseé poder bajar la cabeza pero era imposible.  No podía estirarme para mirar hacia abajo.  Vi la corte reunida en toda su gloria: pesados vestidos de terciopelo con largas mangas colgantes con formas puntiagudas, nobles vestidos con espléndidos coletos, el mismísimo trono y sobre él su majestad, ya sentada, con las manos apoyadas en los brazos del sillón, los hombros cubiertos por un manto ribeteado de armiño, el largo pelo negro rizándose como serpientes bajo el blanco velo, y su rostro duro como la porcelana.
Nos dejaron sin decir una palabra sobre el suelo de piedra, a los pies de su majestad.  Después de retirar las pértigas, los soldados retrocedieron hasta dejarnos solos: tres esclavos atados, apoyados sobre nuestros pechos, con las cabezas levantadas, a la espera de que nuestra sentencia fuese dictada.
-Veo que todo ha ido bien.  Habéis cumplido la misión -dijo la reina dirigiéndose obviamente al capitán de la guardia.
No me atreví a alzar la vista para mirarla pero no pude evitar echar una ojeada a izquierda y derecha y, con repentina conmoción descubrí a lady Elvira, de pie cerca del trono, que me observaba fijamente.  Como siempre, su belleza, parte integrante de su frialdad, me atemorizó.  Mientras observaba su figura de porte sereno dentro del ajustado vestido de terciopelo color melocotón, tuve una peculiar percepción de su vida fastuosa e inalterada, una vida de la que a mí me habían excluido.  Sentí que mi corazón latía en mi garganta.  Gemí sin pretenderlo.  Con la fría piedra del suelo oprimiendo mi vientre y mi pene, sentí que se avivaba en mí aquella conocida vergüenza, igual que sucedió después de mi fuga.  Ya no estaba en disposición de besar las pantuflas de mi señora ni de ser su juguete para el jardín.
-Sí, majestad -respondía el capitán de la guardia-.  La princesa Bella ha sido enviada a su reino con las compensaciones adecuadas, tal como decretasteis.  En este momento su destacamento ya habrá cruzado la frontera.
-Bien -dijo la reina.
Yo sabía en el fondo que el tono de su majestad divertía probablemente a muchos de los presentes en el salón.  La reina siempre había tenido celos del amor que sentía el príncipe de la Corona por la princesa Bella.  Princesa Bella... ah, cuánta confusión. ¿De verdad se lamentaba de no encontrarse atada aquí junto a nosotros, de no estar desnuda e indefensa ante la despreciativa corte de hombres y mujeres que algún día serían sus iguales?
El capitán continuó hablando.  Lentamente, retomé el hilo de la conversación:
... todos ellos mostraron una ingratitud brutal, suplicaron que les permitiéramos permanecer en tierras del sultán, se mostraron furibundos por el rescate.
-¡Qué impertinencia! -dijo la reina al tiempo que se levantaba del trono-.  Pagarán caro por ello.  Pero, éste, el de pelo oscuro que llora tan lastimosamente, ¿quién es?
-Lexius, el jefe de los mayordomos del sultán -respondió el capitán-.  Fue Laurent quien lo desnudó y obligó a venir con nosotros, aunque también es cierto que el hombre podría haberse salvado.  Escogió venir con nosotros y entregarse a la voluntad de su majestad.
-Muy interesante, capitán -sonrió la reina.  La vi descender varios peldaños del estrado.  Por el rabillo del ojo observé su figura que se dirigía hacia Lexius, que estaba atado en el suelo, justo a mi derecha.  Su majestad se inclinó para tocarle el pelo.
¿Qué pensaría Lexius de todo esto?  El vulgar edificio de piedra, el salón sin adornos, esta poderosa mujer, tan diferente de las delicadas bellezas del harén del sultán.  Oí los gemidos de Lexius, y percibí el movimiento que provocaba en él su forcejeo. ¿Suplicaba para que lo liberaran o para servir?
-Desatadlo -ordenó la reina-.  Ya veremos de qué madera está hecho.
Rápidamente, cortaron las ataduras de cuero.  Lexius juntó las rodillas bajo su cuerpo y apretó la frente contra el suelo.  Cuando aún estábamos a bordo del barco, yo le había explicado las diversas maneras en que podía mostrar aquí su respeto, muy parecidas a las que nosotros habíamos empleado en su tierra.  Sentí un siniestro orgullo al verle arrastrarse hacia delante y pegar los labios a las pantuflas de la reina.
-Su actitud es muy agradable, capitán -comentó la reina-.  Levantad la cabeza, Lexius. -Él obedeció-.  Ahora, decidme que únicamente deseáis servirme.
-Sí, majestad. -Su voz surgió suave y resonante como siempre-.  Os ruego que me permitáis serviros.
-Soy yo quien escoge a los esclavos, Lexius -replicó ella- y no ellos quienes eligen venir a mí.  Yo decidiré si podéis ser de alguna utilidad.  El primer paso será despojaros de esa vanidad, esa delicadeza y dignidad que os inculcan en vuestra tierra natal.
-Sí majestad-respondió él con tono angustiado.
-Bajadlo a las cocinas.  Servirá allí como hacen los esclavos castigados, de juguete para los sirvientes, rascando de rodillas cazuelas y sartenes, sufriendo sus exigencias y caprichos.  Que pase allí dos semanas, luego bañadlo bien y ungidlo con aceites para traerlo a mi alcoba.
Solté un grito sofocado desde detrás de la mordaza.  Aquello sería un calvario para Lexius.  Los esclavos de la cocina se reirían de él, lo punzarían con las cucharas de madera, lo azotarían con las palas sin motivo alguno, lo embadurnarían de grasa para cocinar antes de llevarlo a latigazos de un lado a otro de la cocina, sin otra razón que pasar una tarde de diversión.  Toda aquella experiencia serviría exactamente para lo que la reina pretendía: convertirlo en un esclavo espléndido.  Al fin y al cabo, todos sabíamos que así había entrenado a su propio esclavo, Alexi, un sirviente incomparable.
Se llevaron a Lexius.  Ni siquiera nos miramos para despedirnos.  Yo tenía cosas más importantes en que pensar.
-En cuanto a estos dos, estos rebeldes ingratos -continuó la reina, volviendo su atención a Tristán y a mí-. ¿Cuándo dejaré de oír informes desalentadores de Tristán y Laurent? -Su voz mostraba una irritación sincera-. ¡Esclavos malos, esclavos díscolos e ingratos, después de liberaros del cautiverio del sultán!
La sangre pulsaba en mi rostro.  Sentía las miradas de la corte sobre mí, las miradas de personajes conocidos, con los que había hablado, a los que había servido en el pasado.  Cuánto más seguro parecía el jardín del sultán y sus papeles preestablecidos que esta servidumbre intencionadamente temporal.  No obstante, ¡no había escapatoria!  Era igual de absoluto que el jardín.
La reina se nos acercó, vi sus faldas ante mis ojos.  Yo era incapaz incluso de moverme para besar su pantufla.
-Tristán es un esclavo joven dijo su majestad- pero vos, Laurent, servisteis a lady Elvira durante un año completo.  Estáis bien enseñado pero, aun así, habéis desobedecido. ¡Rebelde! -Su voz sonaba mordaz-.  Y para colmo os traéis al mayordomo del sultán con vos.  Es evidente que estáis totalmente decidido a haceros notar.
Oí mis propios gemidos como respuesta.  Mi lengua tocaba el cinto que me tapaba la boca y mis mejillas ardían bajo el mismo cuero.
La reina se acercó aún más.  El terciopelo de su falda me rozó el rostro y sentí que me tocaba el pezón con la pantufla.  Me eché a llorar.  No podía contenerme.  Me abandonaron todas las ideas previas referentes a cuanto había sucedido.  El fiero señor del barco que había aleccionado a Lexius durante la travesía se había esfumado de nuevo y no venía en mi ayuda.  Sólo sentía la opresión por la censura de la reina y mi propia ruindad.  Sin embargo, sabía que volvería a rebelarme, ¡en cuanto me dieran la menor oportunidad!  Era verdaderamente incorregible.  Lo único adecuado para alguien como yo era el castigo.
-Sólo hay un lugar para vosotros dos -dictaminó la reina-.  El lugar que contribuirá a fortalecer el alma voluble de Tristán y domará por completo vuestro carácter rebelde.  Os enviarán de regreso al pueblo pero no para venderos en la plataforma de subastas.  Seréis entregados directamente a los establos públicos.
Mi llanto se intensificó.  No podía detenerlo.  El cinto de cuero poco podía hacer para amortiguar el sonido.
-Allí serviréis noche y día durante todo un año -continuó-.  Serviréis estrictamente como corceles y os alquilarán para tirar de carruajes y carretas, y para otros trabajos de tiro.  Pasaréis la jornada enjaezados, entrenados y con los falos de cola de caballo convenientemente colocados en su sitio.  No se os suspenderá la pena para disfrutar de la atención o el afecto de ningún amo ni ninguna señora.
Cerré los ojos.  Mi mente regresó a la ocasión, que tan lejana parecía ya, en que me llevaron por el pueblo atado a la cruz de castigo, tirado por los corceles humanos que arrastraban la carreta, con Tristán entre ellos.  La imagen de las negras colas de caballo agitándose velozmente desde su ubicación en los traseros de los corceles y las cabezas estiradas hacia arriba por las embocaduras borró por un momento cualquier otro pensamiento.
Parecía infinitamente peor que marchar con las manos atadas al falo de bronce en el jardín del sultán.
Pero nada de aquello iba a realizarse en honor del sultán y sus invitados reales, sino que se llevaría a cabo únicamente para la gente ordinaria y trabajadora del pueblo.
-Sólo cuando haya concluido ese año, volveré a tener en cuenta vuestros nombres -dijo la reina- y os doy mi palabra de que, cuando finalice vuestra servidumbre como corceles de las cuadras, es más probable que os encontréis en la plataforma de subastas del pueblo que a mis pies.
-Un castigo excelente, majestad -dijo quedamente el capitán de la guardia-.  Además, son unos esclavos sumamente fuertes, con una buena musculatura.  Tristán ya ha probado la embocadura, y hará maravillas en Laurent.
-No deseo oír nada más del asunto -concluyó la reina-.  Estos dos no son príncipes aptos para mi servicio.  Son caballos a los que habrá que hacer trabajar duramente y fustigar a conciencia en el pueblo.  Sacadlos de mi vista de inmediato.


Tristán tenía el rostro rojo y surcado de lágrimas cuando por fin pude verlo.  Nos volvieron a levantar y nos colgaron de las pértigas, como antes.  A continuación nos sacaron apresuradamente del gran salón, dejando a la corte detrás de nosotros.
Antes de cruzar el puente levadizo, en el patio, nos colocaron unos toscos letreros alrededor del cuello; en ambos ponía una única palabra: CORCEL.
Después de eso nos apresuraron a cruzar el puente y a bajar la colina, una vez más, en dirección al temido pueblo.
Intenté no imaginarme los arreos de corcel.  Para mí eran completamente desconocidos.  Tenía la esperanza de que las ataduras fueran fuertes, que en las cuadras hubiera mozos severos que mantuvieran mi posición de servidumbre con rigor y que me enseñaran a aguantarla.
Un año... falos... embocaduras... Me zumbaban los oídos mientras nos hacían entrar otra vez a través de las puertas que llevaban al hervidero del mercado a las doce del mediodía.
Nuestra llegada provocó una gran conmoción.  Las multitudes se congregaban con la llamada de la trompeta que sonaba delante de la plataforma de subastas.  En esta ocasión, los lugareños se aproximaron más a nosotros a pesar de las órdenes de los soldados para que retrocedieran.  Sentí que varias manos tiraban de mis piernas y brazos desnudos y hacían que mi cuerpo se balanceara colgado de la pértiga.  Las lágrimas se me atragantaban.  Estaba maravillado de que mi comprensión de lo que allí estaba sucediendo no mermara la degradación que sentía por todo ello.
« ¿Qué significa comprensión?», me pregunté.  Saber que me lo había buscado yo solo, que la humillación y la entrega son elementos inevitables en cualquier fase de este juego... la verdad es que no me calmaba, ni me servía de defensa.  Las manos que tiraban de mis pezones expuestos y apartaban el pelo de mi cara se desplegaron por todas mis defensas que tan cuidadosamente había considerado anteriormente.
El barco, el sultán, el adiestramiento secreto de Lexius, todo estaba definitivamente suprimido.
-Dos buenos corceles que añadir de inmediato a las caballerizas del pueblo -gritó el heraldo-.  Dos buenos caballos que se podrán alquilar a una tarifa fija para que tiren de los mejores carruajes o de las vagonetas de carga más pesadas.
Los soldados alzaron las pértigas todo lo alto que pudieron.  Nos balanceábamos por encima de un mar de caras y manos que palmoteaban mi verga y se escurrían entre mis piernas para pellizcarme las nalgas.  El sol se reflejaba en las numerosas ventanas que rodeaban la plaza, en las veletas que giraban sobre los tejados con gabletes, encima del caliente y polvoriento panorama de la vida del pueblo... al que de nuevo nos habíamos incorporado.
La voz del heraldo continuó describiendo los detalles de nuestra servidumbre anual y explicó que todos deberían estar agradecidos a su graciosa majestad por los hermosos corceles mantenidos en la ciudad y por los precios razonables a los que se contrataban sus servicios.  Luego volvió a sonar la trompeta y nos sacaron de la plaza.  Los soldados sostenían las pértigas a menos altura entonces, y nuestros cuerpos oscilaban cerca del suelo de adoquines.  Los lugareños regresaban a sus faenas, y las casas de la tranquila calle se elevaron de repente a ambos lados del recorrido mientras los soldados nos transportaban hacia el misterio de una nueva existencia.



PRIMER DíA ENTRE
LOS CORCELES




Laurent:
Las cuadras eran enormes, como tantas otras, supongo, a excepción de que en éstas nunca había habido caballos de verdad.  El suelo de barro estaba cubierto de aserrín y heno esparcidos con el único fin de ablandarlo y no levantar polvo.  De las vigas del techo colgaban arneses ligeros y delicados, de los que sólo se usan para caballos humanos.  Había incontables embocaduras y riendas que pendían de las horquillas repartidas a lo largo de las paredes de áspera madera mientras en una gran zona abierta, inundada por el sol, que entraba por las puertas que daban a la calle, se situaba un círculo de picotas de madera vacías.  Eran lo suficientemente altas para que un hombre permaneciera arrodillado en ellas, y tenían agujeros para las manos y el cuello.  Les dirigí una ojeada y pensé que, antes de quererlo, sabría para qué servían.
Lo que más me interesaban eran las casillas situadas en el extremo más alejado de la cuadra y los hombres desnudos que estaban en su interior, dos y tres por cada casilla, con los traseros bien marcados por el cinto, sus piernas robustas plantadas firmemente en el suelo, los torsos encorvados sobre una gruesa viga de madera y los brazos atados a la espalda.  Se limitaban a permanecer allí en esta posición.  Salvo pocas excepciones, todos llevaban botas de cuero con herraduras incorporadas.  En dos de estas casillas había unos mozos trabajando.  Eran auténticos mozos de cuadra, vestidos de cuero y tela de elaboración casera, que restregaban a los esclavos que tenían a su cargo y les embadurnaban de aceite con una actitud indiferente y aplicada.
Esta visión me cortó el aliento.  Encontré una extraña hermosura en ella y a la vez me pareció absolutamente devastadora.  Me hizo comprender en un instante lo que nos deparaba el futuro.  Las palabras no habían sido suficientes por sí solas.
Después del mármol blanco y los tejidos hilados en oro del palacio del sultán, de la piel coloreada y el cabello perfumado, esto era espantosamente real, era el mundo al que había regresado como mínimo para retomar el hilo de una existencia a la que estaba vinculado mucho antes de la aparición de los asaltantes enviados por el sultán.
Nos dejaron a Tristán y a mí en el suelo y cortaron las ataduras.  Vi que se acercaba un alto mozo de cuadra, un joven de fuerte constitución, cabello rubio, de no más de veinte años, con pecas claras cubriéndole el rostro bronceado por el sol y ojos verdes brillantes y alegres.  Sonrió mientras daba una vuelta a nuestro alrededor con las manos apoyadas en las caderas.  Tristán y yo estiramos las extremidades pero no nos atrevimos a hacer ni un solo movimiento más.
Oí que uno de los soldados decía:
-Dos más, Gareth.  Los vais a tener aquí todo el año.  Restregadlos, dadles de comer y enjaezadlos de inmediato. Órdenes del capitán.
-Unas preciosidades, señor, auténticas preciosidades -dijo el muchacho lleno de júbilo-.  Muy bien, vosotros dos, en pie. ¿Habéis sido corceles anteriormente?  Quiero que asintáis o sacudáis la cabeza, nada de respuestas verbales. -Me propinó un manotazo en el trasero mientras yo me incorporaba-.  Los brazos tras la espalda, doblados, ¡eso es! -Vi que estrujaba a Tristán por la espalda. Éste seguía sobrecogido pero inclinó la cabeza con un gesto extrañamente regio y a la vez derrotado, una imagen que me resultó desconsoladora incluso a mí.
-¿Qué es todo esto? -preguntó el muchacho al tiempo que sacaba un pañuelo limpio de lino, secaba las lágrimas de Tristán y luego las mías.  El rostro del muchacho era sorprendente.  Esbozaba una gran sonrisa que resultaba muy atractiva-. ¿Lágrimas? ¿En un par de buenos corceles? -exclamó-.  Aquí no podemos permitirnos eso, ¿no lo sabíais?  Los corceles son criaturas orgullosas.  Cuando les castigan se lamentan.  De lo contrario, marchan con la cabeza alta.  Es así de sencillo. -Me propinó un buen cachete bajo la barbilla que me levantó de golpe la cabeza.  Tristán ya la había erguido convenientemente.
El muchacho volvió a describir un círculo a nuestro alrededor.  Mi verga se convulsionaba más brutalmente que nunca.  Nos imponían una nueva forma de degradación.  Allí no estaba ni la corte ni los lugareños para observarnos.  Nos encontrábamos bajo la custodia de este joven sirviente embrutecido, pero yo debía reconocer que incluso una sola ojeada a sus altas botas marrones y manos poderosas, que aún mantenía apoyadas en las caderas, me excitaba.
De repente, una sombra se extendió sobre el establo y caí en la cuenta de que había entrado mi viejo amigo, el capitán de la guardia.
-Gareth, me alegro mucho de encontramos aquí -dijo el capitán-.  Quiero que estos dos sean vuestra responsabilidad especial.  Sois el mejor mozo del pueblo.
-Me halagáis capitán -el muchacho se rió-, pero la verdad es que no creo que encontréis a nadie a quien le guste su trabajo más que a mí.  Y en cuanto a estos dos, ¡qué caballos tan espléndidos!  Observad la forma en que se mantienen en pie.  Tienen sangre de corcel.  Puedo verlo ahora mismo.
-Enjaezadlos juntos en cuanto sea posible -dijo el capitán.  Vi que levantaba la mano para pasarla sobre la cabeza de Tristán.  Le cogió el pañuelo blanco al muchacho y enjugó otra vez su rostro.
-Ya sabéis, éste es el mejor castigo que podíais haber recibido, Tristán -dijo el capitán en voz baja-.  Sabéis que lo necesitáis.
-Sí, capitán -susurró Tristán-.  Pero estoy asustado.
-Pues no lo estéis.  Muy pronto Laurent y vos seréis el orgullo de los establos.  Los lugareños que quieran alquilaros harán cola al otro lado de la puerta.
Tristán se estremeció.
-Necesito valor, capitán -confesó.
-No, Tristán -le animó él con voz seria-, lo que necesitáis es el arnés, la embocadura y una disciplina férrea, igual que la necesitabais antes.  Debéis entender algo acerca de lo que supone ser un corcel.  No es otra parte más de vuestro cautiverio, sino una forma de vida en sí misma.
Una forma de vida en sí misma.
Dio unos pasos para acercarse a mí y sentí que mi verga se endurecía, como si esto aún fuera posible.  El muchacho del establo retrocedió con los brazos cruzados y observó la escena.  Tenía el pelo un poco caído sobre la frente.  Su rostro salpicado de pecas resultaba muy atractivo bajo el sol.  Qué dientes tan blancos y tan bonitos.
-¿Y vos, Laurent? ¿También con lágrimas? -me preguntó el capitán en tono conciliador.  Me secó el rostro otra vez-. ¿No me digáis que tenéis miedo?
-No lo sé, capitán -respondí.  Quería decir que no podía saberlo hasta que me colocaran la embocadura, el arnés y el falo en sus respectivos sitios.  Pero con eso hubiera parecido que lo pedía.  No tenía valor para pedirlo, aunque de todas maneras no iba a tardar mucho en llegar.
-Eran muchas las posibilidades de que acabarais aquí si los soldados del sultán no hubieran atacado el pueblo por sorpresa. -Me rodeó por los hombros con el brazo y de repente todo pareció más real, el tiempo que habíamos pasado en el mar, cuando los dos habíamos azotado y jugado con Lexius y Tristán-.  Es perfecto para vos -me tranquilizó-.  Por vuestras venas circulan más voluntad y fuerza que por la mayoría de las de otros esclavos.  Eso es lo que Gareth llama sangre de corcel.  La vida en el establo lo simplificará todo; enjaezará vuestra fuerza, y hablo literal y simbólicamente.
-Sí, capitán -asentí.  Observé aturdido la larga hilera de compartimentos, los traseros de los esclavos corceles, las botas provistas de herraduras sobre la tierra cubierta de heno-.  Pero ¿podríais... podríais...?
-¿Sí, Laurent?
-¿Me haréis saber de vez en cuando cómo le va a Lexius? -Mi querido y elegante Lexius no tardaría en encontrarse entre los brazos de la reina-.  Y la princesa Bella... si tenéis alguna noticia.
-Nunca hablamos de quienes han abandonado el reino -dijo él-.  Pero os haré saber si circula algún rumor. -Vi la tristeza y la añoranza reflejadas en el rostro del capitán-.  En cuanto a Lexius, os contaré cómo le va.  Podéis estar seguros, los dos, de que nos veremos con frecuencia.  Si no os veo trotando cada día por las calles y vendré a buscaros.
Me volvió la cara hacia él y me besó con fuerza en la boca.  Luego besó a Tristán del mismo modo y yo estudié los dos rostros mal afeitados allí juntos, la fusión de pelo rubio, los ojos medio cerrados.
Dos hombres besándose.  Qué visión tan encantadora.
-Sed estrictos con ellos, Gareth -dijo al soltar a Tristán-.  Adiestradlos bien.  En caso de duda, usad el látigo.
Una vez que se hubo marchado, nos quedamos a solas con el joven mozo del establo que entonces era nuestro amo y que ya empezaba a hacer que mi corazón diera brincos.
-Muy bien, mis jóvenes caballos dijo con la misma voz llena de júbilo que antes-.  Con las barbillas bien altas, recorred la hilera hasta llegar a la última casilla.  Marchad como siempre hacen los corceles, a ritmo enérgico, con los brazos fuertemente doblados contra la espalda y las rodillas altas.  No quiero tener que recordaros esto nunca más.  Marcharéis en todo momento con brío, tanto si estáis calzados como si no, si vais por la calle u os encontráis en las cuadras, siempre orgullosos de la fuerza de vuestros cuerpos.
Obedecimos y nos desplazamos hacia el final de la larga hilera de casillas hasta llegar a la última, que estaba vacía.  Vi el abrevadero situado debajo de la ventana, con los cuencos de agua limpia y de comida, y las dos anchas vigas lisas que atravesaban la casilla, sobre las que teníamos que doblarnos por la cintura, una de ellas para sostener nuestros pechos y la otra para los vientres.  Gareth nos empujo a cada uno a un extremo de la casilla para poder quedarse entre los dos y nos ordenó inclinarnos hacia delante.  Obedecimos hasta quedarnos con los torsos sobre las vigas y las cabezas situadas encima de los cuencos de comida.
-Ahora lamed el agua y hacedlo con entusiasmo -dijo él-.  No quiero ver ni una pizca de vanidad o de reticencia.  Ahora sois corceles.
En este lugar no habían dedos delicados y sedosos, ungüentos perfumados, ni voces tiernas hablando en esa impenetrable lengua arábiga que parecía tan apropiada para la sensualidad.
El húmedo cepillo para restregar me alcanzó en la espalda e inició de inmediato el vigoroso fregado mientras el agua goteaba por mis piernas desnudas.  Sentí una oleada de vergüenza al lamer el agua del cuenco; la humedad que se pegaba a mi rostro me resultaba odiosa pero tenía sed.  Así que hice lo que me ordenaban, sorprendentemente ansioso por complacer, disfrutando del olor del coleto de cuero sin mangas de Gareth y su piel tostada por el sol.
Me restregó a conciencia.  Se agachaba desenvueltamente bajo las vigas y volvía a aparecer entre ellas o bien por delante cuando era necesario, con movimientos firmes y bruscos, así era como él desempeñaba sus tareas.  Su voz sonaba tranquilizadora. Cuando acabó conmigo se volvió a Tristán, justo en el momento en que nos traían la comida, un buen plato de denso cocido de carne, que dijo que teníamos que dejar limpio.
Yo sólo había dado los primeros bocados cuando Gareth me obligó a parar.
-No, ya veo que aquí hace falta adiestramiento de urgencia.  Os he dicho que os lo comáis, y cuando digo comer, quiero decir que lo devoréis a toda velocidad.  No voy a consentir modales refinados.  Ahora, a ver cómo lo hacéis.
De nuevo, me sonrojé de vergüenza por tener que coger la carne y las verduras con la boca, por tener el estofado delante de la cara, pero no me atreví a desobedecerle.  Ya sentía un afecto extraordinario por él.
-Bueno, eso está mejor -reconoció.  Vi que daba una palmadita a Tristán en el hombro-.  Voy a explicaros ahora mismo lo que significa ser un corcel.  Significa sentir orgullo por lo que sois y perder todo el falso orgullo por lo que ya habéis dejado de ser.  Hay que marchar con brío, con la cabeza alta, la verga dura, mostrando toda vuestra gratitud a la menor atención.  Obedeceréis con entusiasmo todas las órdenes, incluso las más sencillas.
Habíamos acabado nuestra comida pero continuábamos doblados sobre la barra mientras unos mozos nos ponían las botas y nos ataban fuertemente las lazadas alrededor de las pantorrillas.  Las pesadas herraduras cargaban nuestros pies de tal manera que me volvieron a saltar las lágrimas.  Había llevado estas botas con herraduras en el sendero para caballos por el que lady Elvira me hizo correr a latigazos junto a su montura.  Pero eso no era nada comparado con esto.  Nos encontrábamos en un mundo de austeros castigos y, abrumado por la confusión, empecé a lloriquear, sin esforzarme lo más mínimo por detenerme. Sabía cuál era el siguiente paso.
Permanecí en mi puesto.  Entretanto, me introdujeron el falo y enseguida noté el leve roce de la cola de caballo.  Tragué saliva deseando que no tardaran en amordazarme para que los gemidos fueran menos perceptibles y Gareth no se enfureciera.
Tristán también estaba pasando un mal rato, lo cual sólo servía para confundirme aún más.  Cuando volví la cabeza para echar un vistazo a la tupida cola de caballo que le habían metido, aquel espectáculo me encandiló.
Mientras tanto, empezaron a ajustarnos los arneses, unas excelentes correas que pasaban por encima de los hombros, bajaban hasta las piernas, subían hasta una anilla situada en la parte posterior del falo y continuaban hacia arriba para rodear las caderas, donde quedaban aseguradas con hebillas.  Eran unas piezas excelentes, aunque yo no experimenté verdadero pánico, auténtica indefensión, hasta que me ataron fuertemente los brazos con correas y me los ligaron al resto del arnés.
Comprendí con cierto alivio que mi voluntad ya no era un factor tan importante.  Se me escapó un sollozo cuando me metieron a la fuerza entre los dientes una rígida embocadura de cuero enrollado y sentí las riendas pegadas a ambos lados de mi cara.
-Arriba, Laurent -ordenó Gareth con un fuerte tirón de riendas.  Mientras yo me enderezaba y retrocedía un poco desequilibrado por las pesadas botas provistas de herraduras, sentí que él sujetaba unas abrazaderas con pesos que me rozaban la piel del tórax y tiraban de la delicada piel de mis pezones.  Las lágrimas corrían a mares por mi rostro.  Ni siquiera habíamos salido de los establos.
Tristán gemía mientras le aplicaban el mismo tratamiento.  De nuevo sentí aquella confusión que se acrecentó al volver a echarle una ojeada.  Pero en esta ocasión, Gareth tiró con fuerza de las riendas y me dijo que mirara delante si no quería que me pusieran un bonito collar para mantener fija mi cabeza al frente.
-¡Los corceles no echan miradas a su alrededor de esa manera, muchacho! -exclamó, y de repente me golpeó con la palma de la mano abierta a la vez que sacudía el falo en mi interior-.  Y si lo hacen, se llevan unos buenos azotes y luego les colocamos unas anteojeras.
Cuando me tocó la verga con los dedos para atarme los testículos con una apretada anilla que los pegaba al pene, apenas fui capaz de soportar la dulzura del toque, el ardor de aquella sensación.
-Bien, eso está mejor -dijo mientras caminaba de un lado a otro ante nosotros y observándonos.  Las mangas blancas remangadas mostraban el fino vello dorado de sus brazos bronceados y sus caderas se movían seductoramente bajo el chaleco de cuero sugiriendo un sosegado contoneo.
-Si no me queda otro remedio que soportar vuestros lloriqueos -continuo- quiero que levantéis bien la cara para que todo el mundo vea las lágrimas.  Si tenéis que llorar, al menos que vuestros amos y señoras disfruten de la visión.  Pero no me engañáis ninguno de los dos.  Sois corceles perfectos.  Vuestras lágrimas sólo os servirán para que os fustigue aún con más fuerza. ¡Ahora, marchad hasta la entrada de los establos!
Los dos obedecimos al instante.  Noté que Gareth cogía las riendas desde atrás y el falo penetró con fuerza en mi ano como si fuera un garrote, igual de duro e inflexible que el falo de bronce, muy grueso y sujeto firmemente por el arnés.  Los pesos tironeaban de los pezones.  De hecho, ninguna parte de mi cuerpo descansaba tranquila.  La anilla de la verga me comprimía el pene, las botas se ajustaban como guantes a las piernas y hacían que el resto de mi cuerpo sintiera su desnudez de un modo más humillante.  El arnés parecía gobernarme, me contenía y unificaba un millar de sensaciones y tormentos.
Creí disolverme en esas sensaciones pero de pronto me alcanzó el sonoro y rotundo chasquido de la correa de Gareth sobre la espalda.  Resonó otro golpe y oí que Tristán daba un respingo desde detrás de la embocadura.  Nos hicieron marchar al lado de las picotas y luego atravesamos una puerta doble para salir a un gran patio con carretas y carruajes en sus casillas y una entrada abierta que daba a la calzada este del pueblo.
De nuevo temí que nos hicieran salir al exterior, que nos vieran con este vergonzoso aspecto, y cuanto más temblaba con los angustiados sollozos y la respiración entrecortada, más oprimido me sentía por los arreos y los pesos que colgaban de mis pezones.
Gareth se colocó a mi lado y me dio unas rápidas pasadas por el pelo con un peine.
-¿Y ahora de qué tenéis miedo, Laurent? -preguntó con desdén.  Me dio un golpecito cariñoso en el trasero donde momentos antes me había golpeado con el látigo-.  No, no quiero atormentaros -dijo-.  Hablo completamente en serio.  Permitidme que os diga algo acerca del dolor: sólo es bueno cuando tenéis alguna posibilidad de elección.
Agitó el falo para comprobar si estaba bien metido.  Pareció oprimirme con más fuerza, mas a fondo; el ano me picaba y palpitaba a su alrededor.  No podía dejar de llorar.
-¿Pero tenéis vosotros alguna elección? -preguntó con franqueza-.  Pensad un poco. ¿Tenéis alguna opción?
Sacudí la cabeza para admitir que no la tenía.
-No, no es así como contesta un corcel -dijo afectuosamente-.  Quiero que sacudáis la cabeza como es debido.  Así.  Eso es.  Así.
Obedecí y cada sacudida de cabeza tensó los arneses, movió los pesos e hizo vibrar el falo.  Gareth me tocó el cuello con una amabilidad que me enloquecía.  Me entraron ganas de volverme a él y llorar contra su hombro.
-Entonces, como estaba diciendo -continuó-, escuchad también vos esto, Tristán, el miedo sólo es importante cuando tenéis alguna alternativa o algún control. Éste no es vuestro caso.  Dentro de breves momentos, el corregidor estará aquí con la carreta de carga de su granja.  Vendrá para devolver el tiro anterior y buscar otro nuevo, del que ambos formaréis parte, para llevarle de regreso a su casa solariega y recoger la carga de la tarde.  No tenéis otra elección.  Tendréis que marchar hacia allí amarrados a la carreta, tirar de ella toda la tarde y, mientras lo hacéis, os fustigarán vigorosamente.  No podéis hacer nada en absoluto para evitarlo.  Así que, si pensáis en ello, ¿de qué podéis tener miedo?  Haréis esto durante todo un año; nada va a cambiar.  Me entendéis, sabéis que es así.  Quiero ver cómo asentís con la cabeza.
Tristán y yo sacudimos la cabeza a la vez.  Para mi sorpresa, me sentí un poco más calmado.  El temor parecía transformarse, convertirse en otra cosa, en algo indefinible.  La sensación que me producía esta nueva vida que no hacía más que comenzar era difícil de explicar, quizás imposible... Todos los caminos que había seguido me llevaban a este lugar, a esta puerta, a este comienzo.
Gareth tomó un poco de aceite de un frasco próximo y me frotó en los testículos mientras murmuraba que aquello haría que «resplandecieran».  Luego, aplicó el mismo aceite al pene.  Me costaba enormemente dominar los estímulos que me producía, sentí escalofríos que hormigueaban por mi piel y huí asustado de su mano mientras él se reía y me pellizcaba el trasero.
-¿Cuándo cesarán estas lágrimas? -preguntó mientras me besaba la oreja-.  Morded con fuerza la embocadura cuando lloréis.  Mascad con fuerza. ¿No os produce una sensación agradable el blando cuero entre los dientes?  A los corceles suele gustarle.
Sí, producía una sensación agradable.  Tenía razón.  Servía de ayuda mascar contra la embocadura, manipularla entre las mandíbulas.  El rígido rollo de cuero tenía buen sabor y parecía fuerte, lo suficiente para aguantar la presión de los mordiscos.
Observé a Gareth por el rabillo del ojo mientras lustraba a Tristán.  Pensé, «en cualquier momento habremos salido a la calzada, estaremos marchando ante cientos de personas que nos verán... si se toman la molestia de observarnos, de prestarnos atención».
Gareth se volvió otra vez a mí.  Me colocó un pequeño aro de cuero negro justo debajo de la punta de la verga, adornado con una pequeña campanilla que producía un sonido discordante, grave y estridente con cada movimiento.  Parecía increíble que una cosa tan ínfima pudiera ser tan degradante.
Me invadieron recuerdos de los exquisitos adornos de la sultanía: joyas, oro, las alfombras multicolores esparcidas sobre el césped suave y verde, los sofisticados grilletes de cuero; y las lágrimas surcaron mi rostro. ¡Pero si yo no quería volver allí! ¡Simplemente era que el dramático cambio lo intensificaba todo!
A Tristán también le iban a obligar a llevar la campanilla; cada movimiento de nuestras vergas extraía un sonido pasmoso de aquellas cosas. Íbamos a acostumbrarnos, de eso estaba seguro, acabaríamos acostumbrándonos a todo esto. ¡En cosa de un mes, nos parecería natural!
Observé que Gareth cogía una tralla de largo mango que yo no había visto antes y que colgaba de un gancho de la pared.  Estaba compuesta por un manojo de tiras de cuero, tiesas pero flexibles, una especie de látigo de nueve colas, y nuestro mozo empezó a azotarnos a los dos con ella, con gran energía.
No dolía igual que el golpe de la correa pero las tiras eran pesadas y cubrían fácilmente toda la carne con cada azote.  Casi resultaban acariciadoras.  Envolvían la piel desnuda con incontables punzadas, pinchazos y rasguños.
Gareth tomó otra vez las riendas y nos hizo marchar hasta la entrada de las cuadras.  El corazón me subió hasta la boca.  Miré al otro lado de la amplia calzada, a la muralla del pueblo.  En lo alto de ella, los soldados iban y venían holgazanamente, no eran más que meras siluetas recortadas contra el cielo soleado.  Uno de ellos se detuvo para saludar con el brazo a Gareth y éste le devolvió el ademán.  Por el sur apareció un carruaje que se acercaba a buena velocidad tirado por ocho corceles humanos, todos ellos enjaezados como nosotros y con embocaduras iguales que las nuestras. Me quedé observando estupefacto.
-¿Veis eso? -preguntó Gareth.  Yo asentí con un movimiento de cabeza lo más vigoroso que pude-.  Ahora recordad: cuando marchéis ése debe ser vuestro aspecto.  Pertenecéis a los que os ven.  Avanzad con paso alto, con orgullo.  Puedo perdonar algunos errores pero la falta de brío no se encuentra entre ellos.
Todavía me dejaron más pasmado, petrificado, dos coches que pasaron con estruendo, con las cabriolas de los esclavos y el resonar de las herraduras sobre las piedras.
Íbamos a hacer esto durante todo un año, así serían nuestras vidas, y en cuestión de segundos comenzaría la primera prueba de verdad.
Continuaban cayéndome las lágrimas, sin reparo alguno, pero me tragué los sollozos.  Masqué contra la embocadura de cuero y me gustó la sensación que producía, tal y como Gareth había dicho.  Cuando flexioné los músculos, también me gustó la sacudida del arreo y saber que estaba lo suficientemente bien amarrado como para que dejara de preocuparme por la posibilidad de rebelarme.
Un instante después apareció la carreta del corregidor.  Llegó pesadamente hasta la puerta y bloqueó la visión de todo lo que quedaba al otro lado.  Venía cargada de artículos de lino, muebles y otras mercancías, por lo visto procedentes del mercado que había que llevar a la casa del corregidor.  Los mozos de los establos desenjaezaron a toda prisa a los seis esclavos polvorientos que habían tirado del carromato.  A continuación sacaron de las cuadras a cuatro corceles frescos y los enjaezaron en los puestos delanteros mientras nosotros esperábamos.
Me pregunté si alguna vez había experimentado una tensión así, tal sensación de terror y debilidad.  Por supuesto que la había experimentado un millar de ocasiones antes, pero ¿qué importaba?  El pasado no venía en mi ayuda.  Me encontraba en el borde hiriente del presente.  Gareth me agarró por el hombro.  Los otros mozos de cuadra se acercaron a ayudar.  Tristán y yo quedamos acomodados con bastante rudeza en nuestro sitio, situados tras los dos primeros pares de corceles.
Sentí que enlazaban unas correas alrededor de mis brazos atados, para luego pasarlos por el aro sujeto al falo.  Después levantaron las riendas por detrás de mí.
Antes de que pudiera resignarme o preparar mi espíritu para esta nueva realidad, tiraron de los arreos, el falo me levantó del suelo y todo el tiro se puso de súbito al galope.
Ni siquiera hubo un momento para rogar clemencia o tiempo para recibir un último toque de ánimo por parte de Gareth.  Nada.  Levantábamos las rodillas, nos movíamos deprisa sobre los adoquines de la calzada y nos introdujimos en el torrente de tráfico que antes habíamos observado con aprensión y horror.
En estos momentos desgarradores, me di cuenta de que tanto el arnés como la embocadura, las botas y el falo, eran diferentes a cualquier ingenio al que me hubieran sometido anteriormente. ¡Su propósito era claro y útil!  No servían meramente para torturarnos o humillarnos, para volvernos dóciles como objeto de diversión de otros, sino que habían sido ideados para tirar simple y eficazmente de este carromato a lo largo de la carretera.  Como la reina había dicho, éramos caballos de tiro.
¿Era más o menos rebajante que nos hubieran puesto a trabajar de un modo tan ingenioso, que nuestras tendencias como esclavos se hubieran canalizado con tal destreza?  No lo sabía.  Lo único que sabía, al tiempo que nos colocábamos estrepitosamente en el centro de la calzada, era que estaba colmado de vergüenza; cada paso de la marcha la intensificaba pero, aun así, me sentía como siempre que me encontraba en el centro del castigo: sobrevenía la tranquilidad, descubría un lugar apacible en medio del frenesí, donde podía rendir todas las partes de mi ser.
La correa del conductor me azotó en las piernas con un fuerte estallido.  La visión de los corceles por delante de mí me parecía asombrosa.  Las espesas colas de caballo oscilaban y bailaban desde sus traseros enrojecidos.  Las piernas pateaban violentamente contra el suelo y su cabello relucía tenuemente sobre sus hombros.
Nosotros compondríamos la misma imagen, pero además la larga correa del conductor nos alcanzaba por todo el cuerpo sin descanso.  Aquello no era el leve aguijón enloquecedor de las correíllas del sultán, sino que sentíamos un potente azote cada vez que la correa nos fustigaba.  Continuamos la marcha calzada abajo con un fuerte matraqueo de herraduras mientras el cielo brillaba sobre nuestras cabezas igual que había hecho un millar de cálidos días de verano, mientras otros carruajes se cruzaban con nosotros.


No podía decir que el camino comarcal resultara más fácil que la calzada del pueblo.  En todo caso, había más tráfico: esclavos trabajando en los campos, pequeñas carretas que pasaban traqueteando, una hilera de cautivos atados a una valla mientras un señor furioso los azotaba enérgicamente.
Cuando llegamos a la carretera de la granja, el breve descanso del arnés del que disfrutamos apenas sirvió de evasión a nuestro nueva situación. Los esclavos desnudos y polvorientos de la granja pasaban con indiferencia junto a nosotros para descargar laboriosamente la carreta y luego volverla a cargar hasta arriba de frutas y verduras para el mercado.  Una doncella nos observaba fútilmente desde la puerta de la cocina.
Los corceles experimentados escarbaban la tierra con las herraduras de sus botas, sacudían las cabezas de vez en cuando si se les acercaban las moscas y estiraban los músculos como si les satisficiera su propia desnudez.
En cambio, Tristán y yo nos habíamos quedado bastante quietos.  Cada diminuta variación de aquella escena campestre parecía arrebatar un poco más de mi corteza cerebral y hacía más profunda mi condición humilde.  Incluso los gansos que picoteaban a nuestros pies parecían formar parte de un mundo que nos había condenado a ser rudas bestias y a seguir así por mucho tiempo.
No nos correspondía saber si alguien disfrutaba con la visión de nuestras vergas erectas o de nuestros pezones torturados.  El conductor de la carreta aumentaba o aminoraba la marcha y cuando nos vapuleaba con la correa doblada por la mitad, lo hacía más bien por aburrimiento que por propio gusto.
En un momento en que dos de los corceles se restregaron uno contra el otro, el conductor les castigó muy disgustado pero sin ningún entusiasmo.
-No os toquéis -declaró. La doncella del fregadero le acercó una pala de madera.  El hombre se plantó delante de nosotros y buscó espacio suficiente para castigar a los infractores.  Repartió los azotes a un trasero y a otro y, con la mano izquierda, sacudió ambos falos agarrándolos por la anilla, sin dejar de vapulear impetuosamente las nalgas y las piernas de los corceles con la pala.
Tristán y yo observábamos petrificados a los dos esclavos que gemían bajo los fuertes azotes mientras los músculos de sus nalgas enrojecidas se contraían y se dilataban con impotencia.  Supe que jamás debía caer en el error de restregarme contra otro cuerpo enjaezado.  No obstante, estaba convencido de que algún día lo haría.
Finalmente, volvimos a ponernos en marcha. Trotábamos deprisa, con un hormigueo en los músculos, los traseros escocidos debajo de la correa y las embocaduras estiradas brutalmente hacia atrás, a un ritmo ligeramente rápido para nosotros, lo que enseguida nos hizo llorar.
Nos condujeron hasta el mercado y de nuevo nos permitieron descansar por unos instantes.  La multitud del mediodía nos prestaba tal vez un poco más de atención que los sirvientes de la granja. Alguien se detenía para dar un golpecito a un trasero por aquí o un manotazo a una verga por allá, y los corceles a quienes habían tocado sacudían levemente la cabeza y pateaban el suelo ¡como si les gustara!  Yo sabía que cuando finalmente algún transeúnte me tocara, haría lo mismo. Entonces, de pronto, me encontré sacudiendo el cabello y mascando con fuerza contra la embocadura cuando un jovencito con un saco colgado al hombro se detuvo para decirnos que éramos unos caballos bonitos y jugar con los pesos que colgaban de nuestros pezones.
«Nos asimilará por completo -pensé-.  Se convertirá en nuestra naturaleza arraigada.»
A medida que la tarde transcurría en una sucesión de trayectos de este tipo, podía decirse que, más que llegar a acostumbrarme, me resigné profundamente a ello.  No obstante, sabía que el verdadero entendimiento, la absoluta apreciación de la vida como corcel sólo vendría con el paso de los días y de las semanas.  No era capaz de aventurar cuál sería mi estado de ánimo en el curso de seis meses.  Sería una interesante revelación para mí.


Al caer la noche hicimos el último trayecto.  Ya no estábamos amarrados a la carreta del corregidor sino que tirábamos de la vagoneta de desperdicios que recorría el mercado desierto para recoger las basuras.  Tristán y yo nos movíamos perezosamente mientras varios esclavos desnudos llenaban la carreta, obligados a trabajar por sus groseros e impacientes supervisores.
Los lugareños, vestidos ya para la noche, pasaban junto a las tiendas y puestos vacíos en dirección al cercano lugar de castigo público.  Se oían los chasquidos de las palas y correas en plena actuación, los vítores y gritos de la multitud, el ruido general de celebración.  Para bien o para mal, también nos habían excluido de aquello.
A nosotros nos correspondía el mundo de las cuadras, los jóvenes y vigorosos mozos que nos desenjaezaban con palabras simples: «tranquilo», «calma» y «arriba la cabeza, buen chico», mientras nos conducían a latigazos hasta nuestras casillas y luego nos colocaban sobre las vigas para darnos de comer y beber.
Fue una sensación agradable que nos sacaran las botas, notar las plantas de los pies sobre el suelo blando y ligeramente húmedo, sentir que el cepillo me enjabonaba todo el cuerpo.  Tenía los brazos desatados y me permitieron estirarlos por un momento antes de doblármelos de nuevo a la espalda.
Esta vez no hizo falta que nadie nos dijera que debíamos comer o beber con entusiasmos ¡nos moríamos de hambre!  Pero el deseo también nos torturaba.  Más tarde, aún doblado sobre las vigas, mientras el mozo de cuadra me levantaba la cabeza para limpiarme la cara y los dientes, sentí mi verga como una lanza afilada de pura hambre.  No podía acercarse a ningún punto de la áspera madera que me sostenía.  Eran demasiado listos como para permitir eso.  Además, ya sabía lo que les sucedía a los que intentaban tocar a los demás.
Me aferraba a la esperanza de que nos proporcionaran cierto alivio.  Seguro que nos lo daban.  Pero cuando se llevaron los cuencos de agua y comida, colocaron una gran almohada plana en el abrevadero y empujaron mi cabeza para que la apoyara en ella.  El efecto que provocó en mí fue notable.  Comprendí que íbamos a dormir de esta manera, con nuestro peso abocado sobre las vigas y la cabeza apoyada en la almohada.  Podíamos estirar las piernas si así lo queríamos o simplemente dejar que los pies descansaran sobre el suelo.  Era una buena postura, completamente degradante.  Volví la cabeza hacia Tristán, que me estaba mirando. ¿Quién se daría cuenta si estiraba el brazo y le tocaba la verga?  Podía hacerlo.  Sus ojos eran dos esferas centelleantes en medio de las sombras.
Entretanto, los mozos hacían entrar y salir a otros corceles.  Oíamos los sonidos que producían al enjaezarlos y desenjaezarlos, las voces de los lugareños en el patio para pedir tal o cual caballo.  Aunque el establo estaba más oscuro que por la mañana, no por ello resultaba más tranquilo.  Los mozos silbaban mientras realizaban sus faenas y de vez en cuando molestaban a algún corcel con sus afectuosos vozarrones.
Continué mirando a Tristán, aunque era incapaz de ver su verga a causa de las vigas transversales.  De todos modos, ya era bastante malo ver su atractivo rostro apoyado en la almohada. ¿Cuánto tardarían en atraparme si me montaba sobre él, hundía mí verga bien adentro y...? Tendrían sistemas para castigarnos en los que yo ni había pensado...
Gareth apareció de repente.  Oí su voz y en ese mismo instante sentí que pasaba su mano por mi irritado trasero.
-Bien, los cocheros han hecho un buen trabajo con vosotros dos -dijo-.  Por los informes que me han llegado sois unos buenos corceles.  Estoy orgulloso de vosotros.
La oleada de placer que sentí se convirtió en otra extraordinaria humillación.
-Ahora, levantaos, los dos, con los brazos bien doblados tras la espalda y las cabezas altas como si llevarais la embocadura.  Afuera.  Moveos deprisa.
Nos hizo marchar hasta cruzar la puerta y salir al patio de carromatos.  Una vez allí, a un lado del establo vi otra puerta doble que estaba abierta.  Un madero que servía para cerrar la puerta cruzaba el vano de la abertura a media altura.  Un hombre hubiera tenido que agacharse bajo ella o encaramarse por encima para pasar; lo primero resultaba mucho más fácil.
-Aquí está el patio de recreo.  Pasaréis aquí una hora -explicó Gareth-.  Ahora, poneos a cuatro patas y no abandonéis esta postura mientras permanecéis en el patio.  Ningún corcel camina derecho salvo cuando marcha a las órdenes de su señor o cuando trota enjaezado.  Si desobedecéis, os encadenaré los codos a las rodillas para que no podáis poneros en pie.  No me obliguéis a hacerlo.
En cuanto nos pusimos a cuatro patas, Gareth nos propinó un repentino golpe en el trasero con la palma de la mano para empujarnos por la puerta.
Entramos de inmediato en un patio de tierra bien barrido, iluminado por antorchas y farolillos, con varios árboles grandes y viejos que se alzaban contra el muro más alejado y, por todas partes, corceles desnudos sentados o deambulando a cuatro patas.  El ambiente era tranquilo hasta que nos vieron y al instante los demás caballos se acercaron a nosotros.
Comprendí qué era lo que sucedería.  No intenté oponerme ni correr.  Allí donde miraba veía costados desnudos, largos mechones despeinados, caras sonrientes. Justo delante de mí, un joven y hermoso corcel de pelo rubio y ojos grises, sonrió al acercarse, me pasó la mano por la cara y abrió mi boca con el pulgar.
Me mantuve expectante, nada seguro de por cuanto tiempo iba yo a permitir que continuara esto pero, de pronto, noté a otro esclavo detrás de mí que ya me estaba metiendo la verga en el ano, y aun otro mas que me había pasado el brazo por los hombros y tironeaba con energía de mis pezones. Retrocedí y me sacudí violentamente, pero sólo conseguí que la verga penetrara en mí más profundamente y que el cautivo guapo me agarrara por delante, riéndose, mientras se apoyaba en los talones y me empujaba enérgicamente la cabeza hacia abajo, hacia su pene.  Otro corcel me obligó a apartar los brazos de debajo de mi cuerpo mientras yo abría la boca sobre la verga del cautivo rubio, aun sin estar seguro de quererlo.  Gemí a causa de la fuerte opresión que sentía por detrás pero también es verdad que bullía de excitación.  Estos corceles me gustarían si al menos...
Entonces sentí en mi propio órgano una boca húmeda y firme que lo lamía con fuerza mientras la lengua de otro corcel me chupaba impetuosamente los testículos.  Había dejado de importarme quién tomaba las decisiones.  Yo lamía al muchacho guapo y otros me chupaban a mí, me dilataban el ano con afán, pero era más feliz de lo que nunca me había sentido en el jardín del sultán.  En cuanto eyaculé me tumbaron de espaldas contra el suelo.  El chico guapo ya había tenido bastante de lametones y lo que deseaba entonces era poseerme. Sonreía mientras me penetraba aún con más fuerza que el primer corcel y yo levanté las piernas y le rodeé los hombros con ellas al tiempo que él me sostenía y me levantaba con sus manos.
-Sois una preciosidad, Laurent -me susurró entre resoplidos.
-Vos tampoco estáis nada mal -le respondí.  Otro corcel me aguantaba la cabeza y hacía danzar su verga justo encima de mí.
-No habléis tan alto -me susurró el chico guapo y entonces se corrió, con el rostro encarnado y los ojos cerrados con fuerza.  Uno de los otros esclavos le obligó a salir de mí antes de que hubiera acabado.  Yo tenía de nuevo una boca encima y unos brazos me rodeaban por las caderas.  Alguien estaba sentado a horcajadas sobre mi cabeza y una verga bailaba justo encima de ésta.  La lamí con la lengua obligándola a bailar aún más, luego descendió y yo abrí los labios para recibirla, la mordí un poco y lancé estocadas con la lengua al pequeño agujero antes de chuparlo.
Había perdido la cuenta de cuántos se valían de mí, pero no perdía de vista al guapo rubio.  Estaba de rodillas ante un abrevadero lavándose la verga con agua fresca y corriente.  Eso era lo que había que hacer después de pasar por el trasero de otro.  Había que lavársela antes de meterla en otra boca, me percaté de ello.  Pero decidí penetrar su trasero en aquel instante antes de que desapareciera de mi vista.
Se rió a carcajadas cuando deslicé mis brazos bajo los de él y le aparté del abrevadero.  Lo atravesé con fuerza y lo levanté sobre mi pelvis.
-¿Os gusta, no es así, diablillo? -le susurré al oído.
Estaba jadeando.
-¡Con calma!
¡Ni hablar! -contesté.  Oprimí sus pezones entre mis dedos índice y pulgar mientras embestía contra él obligándole a botar arriba y abajo.
Después de correrme, lo arrojé hacia delante a cuatro patas y lo golpeé con fuerza una y otra vez con la palma de la mano hasta que se escabulló a gatas bajo los árboles.  Lo perseguí.
-¡Por favor, Laurent! ¡Tened un poco de respeto con los más veteranos! -rogó y se echó sobre la blanda tierra mirando al cielo de la noche.  Percibí una fuerte agitación en su pecho.  Yo me tumbé a su lado apoyado en el codo.
-¿Cómo os llamáis, guapito? -le pregunté.
-Jerard -contestó.  Me miró y de nuevo se dibujó una sonrisa en su rostro.  Era absolutamente encantador-.  Os he visto enjaezado esta mañana.  Os he visto varias veces por la calzada.  Sois el mejor potro del lugar, vos y Tristán.
-No lo olvidéis -le dediqué una sonrisa-.  Y la próxima vez que nos veamos en este patio, os presentaréis a mí como es debido.  No tomaréis lo que se os antoje sin pedir permiso.
Deslicé mi mano bajo su espalda y le volví boca abajo.  Aún era visible la marca de mi mano sobre su trasero.  Apoyé mi pecho sobre su espalda y le zurré con todo mi ímpetu una y otra vez.
Se reía y gemía al mismo tiempo, pero la risa se extinguió poco a poco y los gritos se hicieron más audibles.  Forcejeaba y se retorcía sobre la tierra.  Tenía un trasero tan estrecho y delgado que lo cogí en mi mano en toda su envergadura cuando quise tomarme un descanso.  Pero no quería descansar mucho.  Probablemente le azoté con más fuerza que todas las correas con las que le habían fustigado los cocheros durante su vida de corcel.
-Laurent, por favor, por favor... -rogó con voz entrecortado.
-Pediréis debidamente lo que queráis.
-¡Os lo ruego!  Lo juro. ¡Os lo ruego! -gritó.
Yo me incorpore y me recosté contra el tronco del árbol.  Esta parecía ser la manera en que descansaban los demás.  Advertí que lo único que estaba prohibido era permanecer de pie.
Jerard levantó la cabeza con todo el pelo enmarañado sobre sus ojos y sonrió, con bastante valor, pensé, pero de buen humor.  Me gustaba.  Se llevó tímidamente la mano hacia atrás para tocarse las nalgas y masajeó la rojez.  Aquello era algo que no había visto hacer antes. «Qué agradable debía de ser poder disfrutar de un rato de descanso en el que poder hacer este tipo de cosas», pensé.  No recordaba haber tenido la oportunidad durante mi vida en el castillo, en el pueblo o en el palacio para frotarme el trasero después de recibir una paliza.
-¿Da gusto eso? -pregunté.
Jerard hizo un gesto afirmativo.
-¡Sois un granuja, Laurent! -susurró.  Se inclinó hacia delante y me besó la mano que tenía apoyada en la hierba-. ¿Tenéis que ser tan cruel como nuestros amos?
-Veo un cubo ahí junto al abrevadero -dije-.  Cogedlo con los dientes y volved aquí para lavarme la verga.  Luego la lavaréis otra vez con la boca.  Deprisa.
Mientras yo esperaba para que realizara lo que le había ordenado, eché un vistazo a mi alrededor.
Varios corceles más me sonreían mientras descansaban recostados.  Tristán estaba en brazos de un enorme corcel de pelo negro que le cubría el pecho de besos bastante tiernos.  Otro cautivo se acercó a ellos mientras yo observaba, pero el más mínimo gesto de amenaza del caballo de pelo negro bastó para que el intruso saliera corriendo.
Sonreí. Jerard ya había vuelto.  Me lavó la verga lenta y concienzudamente.  El agua caliente la estaba reanimando.
Y mientras jugueteaba con su pelo, me dije a mí mismo: «Esto es el paraíso.»



ESPLENDOROSA VIDA
CORTESANA




Bella, debidamente ataviada y enjoyada, caminaba arriba y abajo de la habitación comiendo una manzana.  De vez en cuando, se apartaba bruscamente la larga y lisa melena rubia por encima del hombro y lanzaba un vistazo al joven y robusto príncipe espléndidamente vestido que había venido al deprimente castillo de su padre para cortejarla.
Qué rostro tan inocente.
Con voz grave y fervorosa, el joven pronunciaba las predecibles palabras que todo enamorado le dice a su amada: que adoraba a Bella, que se sentiría sumamente feliz si pudiera convertirla en su reina, que sus familias recibirían con gran alegría aquella unión.
Media hora antes, la princesa había interrumpido la, para ella, nauseabunda diatriba para preguntar al joven si había oído hablar alguna vez de las extrañas costumbres y rituales del placer que se practicaban en el reino de la reina Eleanor.
El príncipe se había quedado observándola con ojos como platos.
-No, mi señora -fue su respuesta.
-Lástima -susurró ella con una sonrisa sardónica.
Bella se preguntaba por qué no había despedido al príncipe en ese mismo momento.  Había despedido a un príncipe tras otro desde su regreso al hogar paterno.  Pero su padre, pese a estar fatigado y decepcionado, continuaba escribiendo cartas para invitar a nuevos pretendientes y abrir las puertas a otros príncipes.
Por la noche, en la cama, Bella lloraba contra la almohada.  Despierta o dormida, sus sueños siempre estaban relacionados con los placeres perdidos del mundo que había conocido más allá de las fronteras del reino de sus padres, un tema que en la corte nadie se atrevía a comentar, y que ella misma no mencionaba en público ni en privado.
La princesa se detuvo, miró otra vez al joven príncipe y arrojó al suelo la manzana mordisqueada. El joven tenía algo que la atraía.  Por supuesto que era guapo.  Bella había dejado claro que sólo se casaría con un hombre apuesto, lo cual no extrañó a nadie dados los atributos de la princesa.
Pero había algo más.  Sus ojos eran de color azul violeta, bastante parecidos a los de Inanna o, incluso, más parecidos a los de Tristán.  Era rubio como él, con abundante pelo dorado oscuro alrededor del rostro y con la parte inferior del cuello al descubierto. «Qué incitante es ver ese cuello desnudo», pensó Bella.  El joven era corpulento, de amplios hombros, como los del capitán de la guardia, como Laurent.
¡Ah, Laurent!  Era en Laurent en quien más pensaba la princesa.  El capitán de la guardia era un confuso centinela sin rostro en sus sueños.  El sonido de su correa aumentaba de volumen y luego se desvanecía.  Pero lo que Bella siempre tenía presente era el rostro sonriente de Laurent, y lo que de verdad añoraba era su enorme verga. ¡Laurent!
Algo había cambiado en la habitación.
El príncipe ya no hablaba.  La miraba fijamente. Su ardor cortesano se había desvanecido para dar paso a un peculiar silencio, más sincero.  Permanecía en pie con las manos a la espalda, la capa colgada de un hombro, sobrecogido por un aire de tristeza.
-¿Vais a rechazarme también, no es así, milady? -preguntó con tranquilidad-.  Seréis mi obsesión cada noche a partir de ahora.
-¿Ah, sí? -preguntó ella.  Algo la animó.  No había sido un comentario sarcástico.  De pronto, aquel momento cobró importancia.
-Deseo complaceros con toda mi alma, princesa -susurró él.
Complaceros, complaceros, complaceros.  Las palabras la hicieron sonreír.  Cuántas veces las había oído pronunciar en el remoto castillo, en el pueblo y en el mundo fantástico aún más distante del sultán.  En cuántas ocasiones las había pronunciado ella misma.
-¿De verdad es lo que deseáis, príncipe? -preguntó ella con dulzura.  Bella era consciente de su propio cambio de actitud y él también lo había advertido.  El joven se quedó inmóvil, mirándola desde el otro extremo de la estancia.  El sol caía en amplios haces sobre el suelo de piedra que los separaba, destellaba sobre el cabello y las cejas del joven príncipe.
Cuando Bella se adelantó, le pareció ver que él retrocedía levemente.  Intuyó un temblor momentáneo de emoción indefinida en su rostro.
-Respondedme, príncipe -dijo ella con frialdad.  Sí, sí que lo había visto.  La oleada de rubor en las mejillas de él lo confirmaba.  Estaba desconcertado-.  Y luego cerrad las puertas con cerrojo -ordenó en voz baja-.  Todas.
El joven vaciló aunque sólo por un instante.  Qué virginal parecía. ¿Qué habría debajo de esos pantalones?  Bella lo recorrió de arriba abajo con la mirada y, una vez más, percibió aquel encogimiento interior, la vulnerabilidad que de pronto volvía completamente irresistible a aquel joven y la belleza que emanaba.
-Cerrad las puertas, príncipe -repitió Bella en tono amenazador.
Como si se moviera en un sueño, el joven obedeció, lanzando otra tímida mirada a Bella.
En el rincón había una banqueta, un ancho objeto de tres patas.  La doncella de Bella se sentaba allí cuando sus servicios no eran necesarios.
-Colocad la banqueta en el centro de la habitación -mandó Bella al tiempo que sentía un nudo en el pecho al ver que él la obedecía.  Una vez colocada la banqueta, el príncipe alzó la vista antes de enderezarse, con un ademán que agradó a la princesa: el cuerpo de él inclinado, los ojos levantados, el rubor en sus mejillas.  Qué divino color.
Bella se cruzó de brazos y se apoyo contra el flanco tallado de la chimenea.  Sabía que no era una postura femenina.  El vestido de terciopelo la fastidiaba.
-Quitaos las ropas -susurró-.  Todas.
Por un momento él se quedó demasiado asombrado como para responder.  Observó a Bella como si no hubiera entendido bien.
-Fuera esas ropas -insistió ella con tono monótono-.  Quiero ver vuestro cuerpo, ver qué aspecto tenéis.
Él vaciló otra vez y luego inclinó la cabeza.  El rubor de su rostro era aún más intenso, y procedió a desatarse el coleto sin mangas.  La visión de sus mejillas llameantes y la prenda que se abría descubriendo la camisa arrugada era encantadora.  El joven tiró de las cintas que enlazaban la camisa y mostró su pecho desnudo.  Sí, más, más.  Sí, los brazos desnudos.  Pero Bella lo quería desnudo del todo.
Excelentes pezones, quizás un poco demasiado pálidos.  Cada uno de ellos estaba rodeado por un leve vello rubio que se extendía hacia el centro del pecho y luego descendía hasta expandirse en rizos sobre el vientre.
Entonces fueron los pantalones los que cayeron.  El príncipe estaba desprendiéndose de las botas.  Buena verga.  Y muy dura, naturalmente. ¿Cuándo se había puesto tan dura? ¿Al ordenarle que cerrara las puertas, o cuando le mandó desnudarse?  En realidad no importaba.  El propio sexo de Bella estaba húmedo y excitado.
Cuando el príncipe volvió a alzar la vista estaba completamente desnudo.  Era el único hombre desnudo que ella había visto desde que abandonó el barco anclado en el muelle de la reina Eleanor.  La princesa sintió una picazón en el rostro y se dio cuenta de que sus labios dibujaban una impúdica sonrisa.
Sin embargo, no era conveniente sonreír tan pronto.  Entonces endureció ligeramente su expresión.  Bella notaba un gran calor en los pechos y odiaba cada vez más el vestido de terciopelo que la cubría.
-Subíos a la banqueta, príncipe, para que pueda echaros un buen vistazo.
Eso ya era demasiado, o, al menos, por un instante lo pareció. Él abrió la boca pero luego se limitó a tragar saliva. Oh, era muy guapo.  La reina Eleanor y su corte lo hubieran recibido con agrado. ¡Vaya experiencia para él!  Esa piel tan inmaculada era muy reveladora, corno la de Tristán.  Sin embargo, carecía de la astucia de Laurent.
El muchacho se volvió y observó la banqueta. Se había quedado paralizado.
-Subid a la banqueta, príncipe -repitió Bella adelantándose hacia él-, y poned las manos en la nuca.  De este modo os veré mejor.  No quiero ver vuestras manos y brazos por el medio.
Él la miró fijamente y ella le devolvió la mirada. Luego el príncipe se dio la vuelta y, con paso lento, casi somnoliento, se subió a la banqueta y apoyó las manos en la nuca tal como ella le había ordenado.
El príncipe parecía asombrado de haberlo hecho.
Cuando volvió a mirar a Bella, tenía el rostro más enrojecido que cualquier otro que hubiera visto antes la princesa.  El rubor hacía que le brillaran los ojos, que su pelo pareciera más dorado, igual que sucedía a menudo con el cabello de Tristán.
Él tragó saliva otra vez y bajó la vista, aunque probablemente ni siquiera se fijó en su verga erecta. Debió de pasarla por alto para adentrarse en su propia alma recién despierta, considerando con vergüenza su propia indefensión.
En realidad, a Bella no le importaba todo esto.  Ella sólo miraba la verga.  Serviría.  No era el órgano de Laurent pero tampoco había muchos penes tan gruesos como el de él, ¿Verdad?  De hecho era una buena verga, aunque tal vez curvada un poco excesivamente hacia arriba por encima del escroto. En estos instantes estaba muy roja, tanto como la cara del príncipe.
Cuanto más se acercaba la princesa, más roja se ponía la verga.  Bella estiró la mano y la tocó con el índice y el pulgar.  El príncipe se retrajo.
-Permaneced quieto, príncipe dijo ella-.  Quiero inspeccionaros, y eso requiere vuestra completa docilidad. -Qué tímido parecía mientras ella le pellizcaba la carne y lo miraba fijamente. Él era incapaz de encontrar su mirada.  El labio inferior del muchacho temblaba de una forma exquisita.  Si Bella le hubiera conocido en el castillo, se hubiera sentido atraída por él como le sucedió con Tristán.  Sí, una vez desnudo, era un excelente y joven ejemplar de príncipe que, según todos los pronósticos, sería perfecto para recibir los azotes de la tralla.
El látigo.  Miró a su alrededor.  El cinturón del príncipe serviría.  Pero aún no era el momento; primero, él tendría que bajar de la banqueta para dárselo.  Bella prefirió caminar hasta detrás de él y observar sus nalgas.  Palpó la piel virginal y sonrió al comprobar que él se estremecía apreciablemente. Su cabello vibraba también sobre la nuca desnuda de un modo conmovedor.
Bella tomó las nalgas firmemente y las separó. Estaba yendo casi demasiado lejos.  El tembló y todos sus músculos se pusieron en tensión.
-Abríos a mí.  Quiero estudiaros bien.
-¡Princesa! -exclamó él con voz entrecortada.
-Ya me habéis oído -replicó Bella con ternura pero autoritariamente-.  Relajad esos hermosos músculos para que pueda examinamos. -Le pareció oír un pequeño jadeo cuando él obedeció.  La carne bien moldeada se ablandó y Bella separó ambas nalgas para observar el ano circundado de vello.  Era tan pequeño y rosado, arrugado, tan recóndito. ¿Quién pensaría que podía acoger un grueso falo, una verga, un puño enfundado en cuero dorado?
Con este tierno principiante serviría algo más pequeño.  En realidad, serviría casi cualquier cosa.  Recorrió indolentemente la habitación con la mirada.  La vela era lo más adecuado y además había de sobra, algunas tan sólo tenían un par de centímetros de grosor.
Cuando se dirigió a coger una de su soporte, recordó cuando atravesó a Tristán de este modo mientras hacían el amor en casa de Nicolás, en el pueblo.  El recuerdo la incitó, y experimento una sensación de poder totalmente desconocida.
Bella se volvió y echó una ojeada al príncipe.  Al descubrir su rostro humedecido por las lágrimas se excitó aún más.  De hecho, le sorprendía la humedad que percibía en su propia entrepierna.
-No tengáis miedo, querido mío -dijo Bella-.  Mirad vuestra verga.  Sabe bien qué necesitáis y deseáis, lo sabe incluso mejor que yo. Vuestro pene está agradecido de que me hayáis encontrado.
La muchacha volvió a situarse detrás de él y, mientras separaba ampliamente con una mano las nalgas del joven, insertó lentamente el extremo de la mecha de la vela.  Poco a poco fue introduciendo la vara sin prestar atención a los profundos gemidos, hasta que el príncipe retuvo quince centímetros de vela. Ésta sobresalía creando una visión de espléndido efecto humillante, y cuando él empezó a contraer las nalgas otra vez, la vela registró el movimiento, acompañado de gemidos suaves pero resonantes y suplicantes.
Bella retrocedió embriagada por la sensación de poseerlo.  Vaya, podía hacer cualquier cosa con él, ¿a que sí?  A su debido momento.
-Retenedla -ordenó ella-.  Si la expulsáis o la dejáis caer, me sentiré muy decepcionada y enfadada con vos. La vela está ahí para recordaros que a partir de ahora me pertenecéis, sois mío.  Os tiene atravesado, reclama vuestra propiedad, os priva de todo poder.
Él asintió lentamente dejando a Bella absoluta y dulcemente admirada.  El príncipe no se resistió.
-Estamos hablando el idioma universal del placer, ¿no es cierto, príncipe? -dijo Bella en voz baja.
Una vez más, él asintió, pero era obvio que le resultaba muy difícil, tal era su sufrimiento.  El corazón de Bella acudió en socorro del muchacho.  Sus sentimientos eran una mezcla de compasión y terrible soledad.  Sentía una terrible envidia.  Esta sensación de poder era fuerte pero más poderosos aún eran sus recuerdos de esclava subyugada.  Mejor no pensar en ambas cosas simultáneamente.
-Y ahora, príncipe, quiero azotaros.  Bajad de la banqueta, coged vuestro cinturón del montón de ropa y traédmelo.
Mientras el joven se disponía a obedecer, lentamente, con un temblor incontrolado de manos y la vela saliendo por su trasero, Bella continuó hablando con voz tranquilizadora:
-No es que hayáis hecho algo mal.  Voy a azotaros simplemente porque me apetece -explicó. El príncipe regresó hasta Bella para darle el cinturón, pero cuando la princesa lo cogió él no se movió para alejarse.  Se quedó de pie temblando justo delante de la princesa.  Bella tocó el vello rizado de su pecho, tiró levemente de él y le pasó los dedos por el pezón izquierdo.
-¿Qué os pasa? -preguntó Bella.
-Princesa... -vaciló él.
-Hablad, querido mío -le animó Bella-.  Nadie os ha dicho que no podáis hablar, al fin y al cabo.
-Os amo, princesa.
-Por supuesto que sí -respondió ella-.  Y ahora, otra vez a la banqueta y después de azotaros os comunicaré si me habéis complacido.  Recordad que debéis mantener la vela bien sujeta.  Ahora, moveos, querido.  No debemos malgastar estos momentos íntimos.
La princesa le siguió mientras él obedecía sus órdenes.  Blandió la correa con fuerzas lo azotó y observó llena de fascinación la amplia impresión rosa que dejaba a un lado de la nalga derecha.  Volvió a azotarlo otra vez y se maravilló de la forma en que el príncipe se retorcía con la fuerza del golpe; incluso su cabello vibraba y sus manos continuaban temblando pese a tenerlas obedientemente enlazadas en la nuca.
Entonces le propinó el tercer golpe, más fuerte que los anteriores, y le alcanzó debajo de las nalgas, por debajo de la vela que sobresalía.  Esta visión le gustó más que las anteriores así que Bella descargó más y más azotes allí.  Hacía que la vela siguiera los movimientos de él, que él se pusiera de puntillas en un esfuerzo por permanecer quieto, lanzando gemidos que resultaban extrañamente elocuentes.
-¿Os había azotado alguien antes, príncipe? -preguntó Bella.
-No, princesa -respondió él con voz desgarrada, ronca.  Exquisito.
Como agradecimiento, Bella continuó golpeándole los muslos y pantorrillas, la carne de detrás de las rodillas y los tobillos.  Sus piernas parecían moverse pese a estar quietas.  Qué control tenía.  Bella intentó recordar si alguna vez había tenido ella tanto control. ¿Qué importaba?  Por ahora, todo aquello se había desvanecido.  En su lugar, era esto lo que tenía.  La princesa pensó una vez más, no en los golpes que ella había recibido, sino en las palizas que había presenciado en alta mar cuando Laurent azotaba a Lexius y a Tristán.
Rodeó al príncipe y se colocó delante de él.  Su rostro estaba más afligido de lo que había imaginado.
-Os estáis comportando a las mil maravillas, querido -le dijo-.  Estoy verdaderamente impresionada por vuestra conducta.
-Princesa, os adoro -le susurró el joven.  Su atractivo era extraordinario. ¿Por qué no había sido capaz de apreciarlo momentos antes?
Bella recogió en su mano toda la longitud del cinto.  Dejó tan sólo una buena lengua que sobresalía entre sus dedos, con la que azotó la verga con golpes vigorosos que sobresaltaron al príncipe provocándole un fuerte y patente susto.
-¡Princesa! -gimió con un grito sofocado.
Bella se limitó a sonreír.  Le pareció aun mejor azotar su firme y pequeño vientre, y así lo hizo, y luego el pecho, observando las marcas brillantes que se distinguían como una estela en el agua.  Lo golpeó en los pezones.
-Oh, princesa, os imploro... -susurraba él sin apenas separar los labios.
-Si tuviera tiempo os haría lamentar haber suplicado -replicó ella-.  Pero no hay tiempo.  Bajad aquí, príncipe, a cuatro patas.  Ahora, vais a darme placer a mí.
Mientras el Joven obedecía, Bella soltó los broches inferiores de la falda y echó el vestido hacia atrás por debajo de la cintura.  Eso era todo lo que él necesitaba ver, razonó.  Sintió que sus propios fluidos se disolvían y descendían por los muslos.  Chasqueó los dedos para indicarle que se acercara.
-La lengua, príncipe -dijo al tiempo que separaba las piernas y sentía el rostro de él aproximándose a su cuerpo y la lengua que le lamía.
¡Había sido una espera tan larga, tan extremadamente larga!  Su lengua era fuerte, rápida y voraz.  Se acurrucó contra ella.  El pelo del príncipe apartaba aún más las faldas y le producía un cosquilleo en el bajo vientre.  Bella suspiró y se escurrió unos pocos pasos hacia atrás. Él levantó los brazos y la sujetó.
-Tomadme, príncipe -dijo entonces ella.  No podía soportar más sus ropas. Las abrió con violencia y luego las dejó caer. Él la echó sobre el duro suelo de piedra.
-Oh, cariño, cariño mío -repetía el joven entre jadeos.  Separó ampliamente las piernas de Bella e introdujo el pene en su vagina.  Ella buscó la vela y la cogió con ambas manos incitando al príncipe con ella. Él apretaba los dientes y la penetraba con ímpetu, igual que ella lo penetraba con la vela.
-¡Más fuerte, mi príncipe, más fuerte, o prometo que azotaré cada centímetro de vuestro cuerpo con la correa! -susurraba Bella mientras le mordía una oreja, con el rostro cubierto por el cabello de él.  Entonces la princesa alcanzó el clímax con una explosión blanca de éxtasis demencial, apenas consciente de que los jugos de él la inundaban también en ese momento.
Tan sólo pasaron unos instantes de sopor.  Luego sacó la vela del cuerpo del joven y le besó la mejilla. ¿No había hecho esto mismo con Tristán, mucho tiempo atrás? ¡Qué importaba!
Se levantó, volvió a ponerse el vestido y se lo abrochó con brusquedad e impaciencia. Él también intentaba incorporarse.
-Vestíos -dijo ella- y marchad, príncipe.  Abandonad el reino.  No tengo intención de casarme con vos.
-Pero, princesa -Protestó él.  Aún estaba de rodillas y se arrojó sobre ella, cogiéndola por las faldas.
-No, príncipe.  Ya os lo he dicho, rechazo vuestra proposición.  Dejadme.
-Pero, princesa.  Seré vuestro esclavo, ¡vuestro esclavo secreto! -le imploró-.  En la intimidad de vuestros aposentos...
-Lo sé, cariño.  Sois un buen esclavo, sin lugar a dudas -respondió-.  Pero, comprendedme, en realidad no quiero un esclavo.  Soy yo quien quiere ser la esclava.
Durante un largo instante, él la miró fijamente.
Bella era consciente de la tortura que estaba soportando el príncipe.  Pero en realidad no importaba lo que él pensara.  Nunca podría dominarla. De eso sí estaba segura y si él lo sabía o no, no tenía importancia.
-¡Vestíos! -repitió.
Esta vez él obedeció.  Su cara seguía muy roja, y continuaba temblando cuando estuvo completamente vestido y con la capa sobre los hombros.
Bella lo estudió durante un prolongado instante.  Luego empezó a hablar con voz grave y rápida.
-Si deseáis ser un esclavo del placer –dijo dirigíos al este cuando partáis de aquí, a la tierra de la reina Eleanor.  Cruzad la frontera y, cuando tengáis el pueblo a la vista, quitaos toda la ropa, metedla en vuestra bolsa de cuero y enterradla.  Enterradla bien para que nadie la encuentre.  Luego acercaos al pueblo y cuando os vean los lugareños, salid corriendo.  Pensarán que sois un esclavo fugitivo y os atraparán enseguida para llevaros a presencia del capitán de la guardia, quien os castigará debidamente.  Contadle a él la verdad, decidle que suplicáis servir a la reina Eleanor.  Y ahora, marchad, amor mío.  Confiad en mi palabra: merece la pena.
El príncipe la miró fijamente, más admirado por sus palabras quizá que por ninguna otra cosa.
-Iría con vos si pudiera, pero acabo de volver de allá -continuó ella-.  No serviría de nada.  Ahora, marchad.  Podéis llegar a la frontera antes de que anochezca.
El joven no respondió.  Se ajustó ligeramente la espada y el cinturón.  Luego se acercó a Bella y la miró.
Bella se dejó besar y agarró la mano de él con firmeza durante un momento.
-¿Vais a ir? -le susurró.  Pero no esperaba la respuesta-.  Si lo hacéis y veis al príncipe esclavo Laurent, decidle que no lo olvido y que lo amo. Decídselo también a Tristán...
Mensaje vano, conexión fútil con todo lo que había sido arrebatado de ella.
Pero el joven pareció considerar cuidadosamente aquellas palabras.  Un momento después ya se había ido.  Salió de la habitación y continuó escaleras abajo.  A la tenue luz del sol de la tarde, Bella volvía a estar sola.
« ¿Qué voy a hacer? -gritó suavemente para sus adentros-. ¿Qué Voy a hacer?» Lloró amargamente.  Pensó en Laurent y en lo fácil que había ascendido de esclavo a señor.  Ella era incapaz.  El dolor que ella infligía le provocaba demasiados celos.  Estaba demasiado impaciente por someterse a la subyugación.  No podía seguir los pasos de Laurent.  No podía imitar el ejemplo de la fiera lady Juliana que había pasado de esclava desnuda a señora, aparentemente sin un solo parpadeo.  Quizá carecía de cierta dimensión espiritual que Laurent y Juliana poseían.
Pero ¿habría sido capaz Laurent de integrarse de nuevo entre los esclavos con tal sencillez?  Seguro que él y Tristán se habían encontrado con un castigo espantoso.
¿Cómo le habría ido a Laurent?  Si al menos ella participara de una mínima parte de la disciplina que él sufría entonces.


Al atardecer, Bella salió del castillo.  Cuando sus cortesanos y damas se rezagaron, caminó por las calles del pueblo.  La gente se detenía para hacerle reverencias.  Las amas de casa salían a la puerta de su casa para presentarle sus respetos en silencio.
La princesa miraba los rostros de los que se cruzaban con ella, a los granjeros impasibles, a las lecheras y a los ricos comerciantes del pueblo y se preguntaba qué pasaría por las profundidades de sus almas.
¿Ninguno de ellos soñaba con reinos sensuales donde las pasiones se encendían hasta niveles frenéticos de excitación, con apremiantes rituales exóticos que ponían al descubierto el mismísimo misterio del amor erótico? ¿Nadie entre estas gentes sencillas deseaba a sus amos o esclavos en lo más secreto de su corazón?
Vida normal, vida ordinaria.  La princesa se preguntó si la trama no escondía mentiras entretejidas que ella podría descubrir si se arriesgaba a hacerlo.
Pero, al estudiar a la muchacha en la puerta del mesón o al soldado que desmontaba para hacerle una reverencia, sólo vio máscaras, con las actitudes y disposiciones normales, como las que veía en los rostros de sus cortesanos, de sus doncellas.  Todos ellos estaban obligados a mostrarle respeto, así como ella, por tradición y ley, estaba obligada a cuidar su posición eminente y digna.
Sufriendo en silencio, Bella emprendió el camino de vuelta a sus solitarios aposentos.
Una vez allí, se sentó junto a la ventana y apoyó la cabeza en los brazos doblados sobre el alféizar, soñando con Laurent y todos los que había dejado atrás, con la intensa y valiosísima educación del cuerpo y del alma que se había interrumpido y perdido para siempre.
«Querido joven príncipe -suspiró mientras recordaba a su pretendiente rechazado-, espero que consigáis entrar en los dominios de la reina.  Ni siquiera se me ocurrió preguntar vuestro nombre.»



VIVIR ENTRE CORCELES




Laurent:
Aquel primer día entre los corceles había ofrecido revelaciones importantes, pero las verdaderas lecciones de esta nueva vida vendrían con el tiempo, con la disciplina cotidiana en el establo y los numerosos aspectos de menor importancia que mi rigurosa y prolongada servidumbre allí iba a depararme.
Antes había pasado por muchas experiencias difíciles pero no por ninguna prueba especial que se hubiera mantenido durante tanto tiempo como esta nueva existencia.  Necesité tiempo para asimilar lo que significaba que nos hubieran condenado a Tristán y a mí a pasar doce meses en las cuadras, sin salir de allí para llevarnos a la plataforma de castigo público, o a pasar una noche con los soldados en la posada ni gozar de ninguna otra diversión.
Dormitábamos, trabajábamos, comíamos, bebíamos, soñábamos y amábamos como corceles.  Como había dicho Gareth, los corceles eran bestias orgullosas, y no tardamos en descubrir este orgullo así como una profunda adicción a las largas galopadas al aire fresco, al firme contacto con nuestros arneses y embocaduras, y al rápido forcejeo con nuestros compañeros en el patio de recreo.
Sin embargo, la rutina no facilitaba las cosas.  Nunca se suavizaba la disciplina.  Cada día era una aventura de logros y fracasos, de conmociones y humillaciones, de recompensas o castigos severos.
Dormíamos, como he descrito, en nuestros compartimentos, doblados por la cintura, con la cabeza apoyada en las almohadas.  Esta posición, aunque era bastante cómoda, contribuía a reforzar la sensación de que habíamos dejado atrás el mundo de los seres humanos.  Al amanecer nos alimentaban apresuradamente, nos aplicaban aceites y nos sacaban al patio para que nos alquilara el populacho que esperaba nuestra salida.  Era relativamente frecuente que los lugareños quisieran palparnos los músculos antes de escogernos, o incluso que nos pusieran a prueba dándonos unos pocos correazos para ver si respondíamos con premura y buena forma.
No pasaba un día sin que solicitaran nuestros servicios una docena de veces.  También era frecuente que ataran a Jerard al mismo tiro que nosotros, ya que él había pedido a Gareth disfrutar de este privilegio.  Me acostumbré a tener cerca a Jerard, igual que me había pasado con Tristán, y naturalmente me habitué a susurrarle pequeñas amenazas al oído.
En los períodos de recreo, Jerard me pertenecía por completo.  Nadie se atrevía a desafiarme, mucho menos el propio Jerard.  Le flagelaba el trasero vigorosamente y él no tardó en estar tan bien entrenado que adoptaba la posición apropiada sin esperar a que yo se lo ordenara.  Ya sabía lo que le esperaba cuando se acercaba a cuatro patas y me besaba las manos.  El hecho de que yo lo azotara con más fuerza que cualquiera de los cocheros y que estuviera el doble de rojo que cualquier otro caballo siempre era motivo de chanzas entre los corceles de la cuadra.
Pero estos pequeños interludios de recreo eran breves.  Lo que en realidad constituía nuestra verdadera vida era el trabajo diario.  A medida que pasaban los meses conocí todas las clases de carretas, carruajes o vagonetas.  Tirábamos de los elegantes carruajes dorados de los ricos nobles rurales, que dividían su tiempo entre el castillo y sus casas solariegas.  Arrastrábamos los carros con las cruces de los fugitivos para su exhibición pública y castigo.  También con la misma frecuencia, nos encontrábamos delante de arados en los campos o bien éramos escogidos para realizar la tarea solitaria de tirar de una pequeña canasta con ruedas e ir al mercado.
Estos recorridos en solitario, aunque físicamente requerían menos esfuerzo, a menudo resultaban especialmente degradantes.  Descubrí que odiaba que me separaran de los demás corceles para enjaezarme en solitario a un carrito del mercado.  Me provocaba un miedo y agitación incontenibles encontrarme a solas con un granjero fastidioso que me conducía a pie, entreteniéndose siempre con la correa por mucho calor que hiciera. Aún fue peor hacerme popular entre los granjeros porque entonces empezaban a solicitar mis servicios llamándome por mi nombre y me hacían saber lo mucho que apreciaban mi tamaño y fuerza, y lo divertido que era llevarme a latigazos hasta el mercado.
Siempre era un alivio volver a galopar junto a Tristán, Jerard y los demás, delante de un gran coche, aun cuando no acababa de acostumbrarme a que los lugareños señalaran el excelente tiro de caballos y murmuraran su aprobación.  Los habitantes del pueblo podían ser todo un tormento.  Había jóvenes cuya principal diversión era descubrir un tiro enjaezado a un lado de la carretera mientras esperaba muda y desamparadamente a su señor o a su ama.
Entonces nos martirizaban cruelmente a todos.  Tiraban de nuestras colas, sacudían el tupido pelo que nos rozaba las piernas con aquel fuerte picor, y luego nos golpeaban las vergas para que sonaran las degradantes campanillas.
Pero el peor momento era cuando alguno de estos jovencitos decidía menear la verga de un corcel para hacerle eyacular.  Por mucho que los corceles nos quisiéramos unos a otros, el apuro de la víctima provocaba las risas amortiguadas por la embocadura de los demás, pues sabíamos cómo se esforzaba la víctima para no correrse mientras las manos le acariciaban y jugueteaban con él.  Por supuesto, eyacular y ser descubierto significaba recibir un severo castigo, y los lugareños que jugaban con nosotros lo sabían.  Durante el día, la verga de un corcel tenía que estar dura.  Cualquier satisfacción estaba prohibida.
La primera vez que fui víctima de este lamentable manoseo estábamos amarrados al carruaje del corregidor, al que habíamos llevado de regreso desde la granja a su excelente casa en la calle mayor del pueblo.  Estábamos esperando en la calle a que salieran él y su esposa cuando de repente nos rodeó un grupo de muchachos revoltosos y uno de ellos empezó a manosearme la verga despiadadamente.  Retrocedí de un brinco en el arnés intentando escapar a sus manos, incluso imploré desde detrás de la embocadura, aunque está estrictamente prohibido, pero la fricción era demasiado intensa, y finalmente me corrí en la mano del mocoso, que además empezó a reprenderme como si yo hubiera cometido alguna falta.  Luego tuvo el descaro de llamar al cochero.
Pensé ingenuamente que me permitirían hablar en mi defensa, pero los corceles no hablan; son criaturas mudas, con el freno en la boca.
Al regresar a los establos me desenjaezaron y me llevaron hasta una de las picotas de la cuadra.  Después de ponerme de rodillas sobre el heno, me doblé hacia delante para que me inmovilizaran las manos y la cabeza en el tablero de madera y allí me quedé hasta que Gareth apareció y me reprendió furiosamente. Él era tan hábil dando reprimendas como mostrando cariño.
Rogué con gemidos y lágrimas para que me permitieran explicarme, aunque tenía que haber sabido que todo sería en vano.  Gareth preparó una mezcla de harina y miel y me explicó lo que estaba haciendo.  A continuación me pintó el trasero, la verga, los pezones y el vientre con aquel preparado.  Aquella sustancia se adhirió a mi piel como una desfiguración espantosa en comparación con la belleza de los arreos.  Gareth acabó su trabajo describiendo sobre mi pecho la letra C con la misma mezcla, para simbolizar la palabra «castigo».
Después me amarraron al pesado y viejo arnés de una carretilla de barrendero callejero, el único lugar adecuado para un esclavo a quien han marcado de este modo.  No tardé en descubrir el significado real del castigo.  Incluso cuando avanzaba a trote rápido, algo extraño en una maltrecha carretilla de barrendero, las moscas venían a probar la miel.  Se movían sobre las zonas más sensibles y en el trasero, torturándome despiadadamente.
El castigo se prolongó durante horas.  Todos mis logros en cuanto a resignación y compostura como corcel quedaron reducidas a nada.  Cuando finalmente me llevaron de vuelta a los establos, me empicotaron otra vez y permitieron a los esclavos que se dirigían al recreo que me penetraran por la boca o el trasero, según les pareciera más conveniente, mientras yo continuaba allí indefenso.
Era una odiosa combinación de degradación e incomodidad pero lo peor de todo era mi arrepentimiento, la profunda deshonra que sentía por haber sido un mal corcel.  Aquella falta no encerraba ningún humor secreto ni satisfacción maliciosa.  Había sido malo, y juré no volver a cometer ningún error; un propósito que, pese a toda su dificultad, no era del todo imposible.
Por supuesto, no lo conseguí.  En los siguientes meses hubo muchas ocasiones en las que los muchachos o las chicas del pueblo se aprovecharon de mí, y yo no fui capaz de controlarme.  Como mínimo la mitad de las veces me pillaron y me castigaron.
Me llevé un castigo aún más severo cuando me atraparon besando a Tristán, arrimado a él en el establo.  Esta vez la falta fue intencionada por pura debilidad.  Nos encontrábamos en nuestro compartimento y estaba convencido de que nadie nos descubriría.  Pero un mozo de la cuadra nos vislumbró brevemente al pasar y de pronto apareció Gareth y me molió a golpes.  Me sacó de mi establo y me azotó con el cinto con absoluta crueldad.
Me quedé sobrecogido de vergüenza cuando Gareth exigió saber cómo me había atrevido a comportarme de aquel modo. ¿Es que no quería complacerle?  Yo asentí con un gesto, con el rostro surcado de lágrimas.  No creo que haya deseado complacer a alguien con tal empeño en toda mi existencia.  Mientras Gareth me enjaezaba, yo me preguntaba cuál sería el castigo esta vez.  No iba a tardar mucho en obtener una respuesta.
Tendría que llevar un falo que Gareth había Sumergido en un espeso líquido de color ambarino que desprendía una deliciosa fragancia y que nada más insertarlo en el ano me provocó un picor atroz.  Gareth esperó a que yo lo sintiera y empezara a retorcer las caderas y a llorar.
-Este recurso lo reservamos para los corceles vagos -dijo mientras volvía a golpearme sonoramente-.  Los reanima al instante.  Van por la calzada y no dejan de menear las caderas intentando calmar la picazón.  Vos no lo necesitáis porque estéis desanimado, guapo, sino por desobediente.  No volveréis a caer en pecados de este tipo con Tristán.
Me obligaron a salir apresuradamente al patio y me amarraron a un carruaje que se dirigía a una casa solariega.  Mi rostro estaba bañado en deshonrosas lágrimas mientras intentaba no agitar las caderas, pero perdí la batalla.  Casi de inmediato, los otros corceles empezaron a burlarse y a susurrar desde detrás de sus embocaduras: «¿Te gusta eso, Laurent?» y «¡Qué gusto da!» No utilicé las amenazas que me venían a la mente para responderles.  En el patio de recreo nadie podía escaparse de mí, pero ¿qué tipo de amenaza era ésa cuando la mayoría de ellos no pretendían huir?
Cuando nos pusimos en marcha y salimos de las cuadras, ya no pude soportar más la tensión.  Meneé las caderas arriba y abajo, las hice girar, intentando aliviar la picazón.  Aquella sensación aumentaba y disminuía con oleadas palpitantes que me recorrían todo el cuerpo.
La picazón marcó cada minuto de cada hora de la jornada.  No empeoraba ni mejoraba.  Mis movimientos a veces aliviaban el picor, pero a veces lo intensificaban.  Más de un lugareño se reía al observarme pues sabía perfectamente cuál era la causa de mis ignominiosos movimientos.  No había conocido nunca una tortura tan denigrante, tan agotadora.
Para cuando regresé a los establos estaba exhausto.  Me desenjaezaron y aún con el falo firmemente sujeto, me eché a cuatro patas y gemí a los pies de Gareth, con la embocadura colocada, arrastrando las riendas detrás de mí.
-¿Vas a ser un buen chico? -preguntó con las manos en jarras.  Yo respondí con un apasionado gesto de asentimiento.
-Poneos en pie en la entrada de ese establo -ordenó- y agarraos a los ganchos que cuelgan de la viga.
Yo obedecí y me estiré para cogerme a las dos horquillas con los brazos muy extendidos.  Me puse de puntillas para no soltar los ganchos.  Gareth permanecía a mi espalda.  Cogió las riendas que colgaban sueltas de mi embocadura y me las ató firmemente en la nuca.  Entonces sentí que aflojaba el falo.  Sólo aquel leve movimiento me provocó una exquisita sensación en todo el cuerpo que alivió aquel picor insoportable.  Cuando me lo extrajo del todo, abrió el frasco de aceite y embadurnó el objeto.  Yo masqué con fuerza contra la embocadura sin poder contener los gemidos que brotaban de mí.
Entonces volví a sentir el falo que me penetraba deslizándose entre la carne consumida por el picor, y estuve a punto de morir de puro éxtasis. Adentro y afuera.  Gareth impulsaba el falo y calmaba la comezón, la debilitaba progresivamente y a mí me ponía frenético.  Grité igual que antes pero esta vez de gratitud.  Mientras agitaba violentamente las caderas, el falo se balanceaba en mi interior y, de repente, me corrí con sacudidas impetuosas e incontrolables en el aire.
-Eso es -dijo él, y sus palabras disolvieron inmediatamente todo mi miedo-, eso es.
Apoyé la cabeza en un brazo.  Era su devoto y entregado esclavo, sin ninguna reserva.  Le pertenecía a él, a los establos y al pueblo.  No había ninguna discordia en mí y él lo sabía.
Cuando volvió a colocarme en la picota, yo ni siquiera era capaz de gemir.
Aquella noche, cuando los demás corceles me poseyeron en el patio de recreo, me quedé medio dormido, consciente y enmudecido por lo mucho que disfrutaba de sus palmaditas amistosas, de que me alborotaran el pelo, me dieran un repentino cachete en el trasero y me dijeran lo buen caballo que era, lo que habían sufrido también ellos con el atroz falo picante y lo bien que yo lo había llevado, teniendo en cuenta las circunstancias.
De vez en cuando, mientras me violaban, me llegaba un eco intenso de picor enloquecedor, pero por lo visto no quedaba suficiente líquido perfumado en mi ano como para desalentar a los demás corceles.
« ¿Qué sucedería si lo aplicaran a nuestras vergas? -me pregunté-.  Mejor no pensar en eso», me dije a mí mismo.
Una de mis principales preocupaciones era mejorar mi forma, marchar mejor que los demás corceles, decidir qué cocheros eran mis preferidos, dé qué carruajes me gustaba más tirar.  Llegué a querer a los otros caballos y a entender su estado mental.
Los corceles se sentían seguros con sus arreos. Podían tolerar cualquier clase de abuso siempre que fuera dentro de los límites de su papel asignado. Lo que les aterrorizaba más que ninguna otra cosa era la intimidad, la perspectiva de que les retiraran del arnés y les llevaran a un dormitorio en el pueblo donde algún hombre o mujer solitario tal vez les hablara o jugara con ellos a sus anchas.  Incluso la plataforma de castigo público era demasiado intima para ellos.  Se estremecían al ver a los esclavos allí subidos y azotados con la pala para deleite de la multitud.  Por eso suponía un tormento tan enorme que los muchachos y muchachas del pueblo jugaran con ellos.  No obstante, no había nada que adorasen más que tirar de los vehículos de carreras el día de feria, cuando todo el pueblo los observaba.  Habían «nacido» para aquello.
Yo también me adapté a este estado mental sin compartirlo por entero.  Al fin y al cabo, podía decirse que yo adoraba también los otros castigos, aunque no los echaba de menos.  Me sentía más feliz con el arnés y la embocadura que sin ellos, y si bien estos otros castigos de la vida en el castillo y en el pueblo tendían a aislar al esclavo, la existencia como corcel nos unía al grupo.  Nos aumentábamos el placer y el dolor mutuos.
Me fui acostumbrando a todos los mozos de las cuadras, a sus joviales saludos y características reacciones.  De hecho, ellos formaban parte de la camaradería incluso cuando nos azotaban con la pala o nos atormentaban.  No era ningún secreto que les encantaba su trabajo.
Durante este tiempo, Tristán parecía tan contento como yo; se le notaba sobre todo en el patio de recreo.  Pero las cosas eran más duras para él puesto que, por naturaleza, era más benévolo que yo.
No obstante, la verdadera prueba y el cambio real le llegaron cuando su antiguo amo, Nicolás, empezó a rondar por las cuadras.
Al principio, veíamos al cronista de la reina pasar ocasionalmente por el patio de vagonetas.  Aunque durante nuestro viaje desde la sultanía yo no me había sentido muy interesado por él, empecé a percatarme de que era un joven aristocrático con bastante encanto.  El pelo blanco le proporcionaba una distinción especial y siempre vestía de terciopelo como si fuera un noble.  La expresión de su rostro provocaba terror entre los corceles, especialmente entre los que habían tirado de su carruaje.
Después de unas pocas semanas de tranquilas idas y venidas empezamos a verlo a diario en la entrada de las cuadras.  Estaba allí por la mañana para observarnos cuando partíamos trotando y al anochecer cuando regresábamos.  Aunque pretendía disimular mirando todo lo que sucedía a su alrededor, sus ojos se posaban sobre Tristán una y otra vez.
Finalmente, una tarde mandó llamar a Tristán para que tirara de un pequeño carrito del mercado, precisamente la clase de tarea que a mí me helaba el alma.  Sentí miedo por Tristán.  Nicolás caminaría a su lado y lo atormentaría.  No soporté ver a mi amigo enjaezado y amarrado al carrito.  El amo estaba muy cerca de él con una tralla larga y rígida en la mano, del tipo que deja profundas marcas en las piernas, y estudiaba a Tristán mientras le colocaban el bocado y lo preparaban para salir.  Una vez listo, Nicolás le flageló los muslos con fuerza para que se pusiera en marcha.
« ¡Qué terrible para Tristán! -pensé-.  Es demasiado tierno para estas cosas.  Si tuviera una faceta cruel, como yo, sabría cómo manejar a ese canalla arrogante.  Pero él no es así.»
No obstante, yo estaba al parecer bastante equivocado.  No en cuanto a la falta de un rasgo perverso en Tristán, sino en que aquello fuera a resultar tan terrible para él.
Tristán no regresó a los establos hasta casi medianoche, y, después de que lo alimentaran y le aplicaran un masaje y aceites, me contó en susurros lo que había sucedido:
-Ya sabéis el miedo que tenía de su mal genio, de su decepción conmigo -explicó.
-Sí, continuad.
-Durante las primeras horas me azotó despiadadamente, por todo el mercado.  Yo intenté permanecer indiferente, pensar sólo en ser un buen corcel y mantenerle a él dentro del esquema de las cosas, como una estrella en una constelación.  No quería pensar en quién era en realidad.  Pero no dejaba de recordar el tiempo en que fuimos amantes.  Para el mediodía, yo volvía a sentirme agradecido simplemente por el hecho de estar cerca de él. ¡Qué sensación tan miserable!  Y él no paraba de fustigarme, por muy bien que yo trotara, sin dirigirme una sola palabra.
-¿Y luego? -pregunté.
-Bien, a media tarde, después de haber descansado y bebido agua en un extremo del mercado, me ha conducido por la calzada principal hasta la puerta de su casa que, por supuesto, yo recordaba.  La reconozco cada vez que paso ante ella.  Cuando he visto que me estaba desatando de la carreta, me ha dado un vuelco el corazón.  Me ha dejado la embocadura y los arreos puestos y me ha llevado a latigazos al interior de la casa y luego a su habitación.
Me pregunté si esto no estaría prohibido pero, ¿qué importaba? ¿Qué podía hacer un corcel cuando ocurrían cosas así?
-Bien, allí estaba la cama donde nos habíamos amado, en la habitación donde habíamos conversado.  Me ha obligado a ponerme de cuclillas sobre el suelo, de cara al escritorio y entonces él se ha sentado al escritorio y se ha quedado mirándome mientras yo continuaba expectante.  Podéis imaginaros cómo me sentía.  Esta posición es la peor, permanecer en cuclillas.  Tenía la verga increíblemente dura, aún llevaba puesto el arnés, tenía los brazos fuertemente atados a la espalda y llevaba la embocadura colocada con las riendas caídas sobre los hombros. ¡Y él ha cogido su maldita pluma para ponerse a escribir!
»"Soltad la embocadura -me ha dicho- y responded a mis preguntas tal como las contestasteis en aquella ocasión." He hecho lo que me ordenaba y luego él ha empezado a interrogarme sobre todos los aspectos de nuestra existencia: qué comíamos, qué cuidados recibíamos, cuáles eran las experiencias más difíciles.  Yo he respondido con toda la calma posible a cada una de sus preguntas pero al final me he puesto a llorar.  No podía controlarme. Él se ha limitado a escribir mis respuestas.  Poco importaba que mi voz cambiara ni el esfuerzo que hacía, él continuaba escribiendo. He confesado que me gustaba la vida de corcel pero que la encontraba muy dura.  He admitido que no tenía la misma fuerza que vos, Laurent.  Le he dicho que vos erais mi ídolo en todo, que erais perfecto, pero yo seguía añorando un amo severo, un amo riguroso y amoroso.  Lo he confesado todo, cosas que ni siquiera yo sabía que aún sentía.
Quise decirle, «Tristán, no teníais que haberle dicho eso.  Podíais haber protegido vuestra alma, haberle provocado, insultado».  Pero sabía que eso, esta línea de pensamiento, no iba a hacer ningún bien a Tristán.
Opté por callar y Tristán continuó con su relato.
-Entonces ha pasado algo realmente extraordinario -explicó-.  Nicolás ha dejado la pluma.  Durante un momento no ha dicho ni hecho nada, únicamente me ha indicado con un gesto que permaneciera en silencio.  Luego se ha acercado, se ha arrodillado ante mí, me ha abrazado y se ha desmoronado por completo.  Ha dicho que me amaba, que no había dejado de amarme en ningún momento y que todos estos meses han sido una agonía para él...
-Pobrecito -le susurré.
-Laurent, no bromeéis con esto.  Es serio.
-Lo siento, Tristán, continuad.
-Me ha besado y me ha abrazado.  Luego ha dicho que cuando escapamos de la sultanía me había fallado.  Ha reconocido que tenía que haberme azotado por la confusión que yo sufría, por no querer que me rescataran, y que su obligación hubiera sido aconsejarme para salir del trance.
-Lástima que se haya dado cuenta tan tarde.
-Ahora quiere remediarlo.  No les permiten quitarnos el arnés, la multa es muy severa y tiene que respetar la ley; pero eso no nos impedía hacer el amor, ha dicho.  Y lo hemos hecho.  Nos hemos echado juntos en el suelo, como hicimos vos y yo en el dormitorio del sultán, y he tomado su verga en mi boca mientras él tomaba la mía.  Laurent, nunca he sentido tanto placer.  Vuelve a ser mi amante secreto, mi amo secreto.
-¿Qué ha sucedido después?
-Me ha sacado otra vez a la calle, pero desde ese momento no ha retirado su mano de mi hombro.  Cada vez que me azotaba, yo sabía que le producía placer.  Todo quedaba realzado.  Me he sentido exaltado de nuevo.  Más tarde, en el bosque próximo a su casa de campo, hemos hecho el amor una segunda vez, yantes de que volviera a ponerme la embocadura entre los dientes la ha besado amorosamente.  Me ha dicho que había que mantener en secreto todo esto, que las normas que rigen la vida de los corceles son sumamente estrictas.
-Mañana nos colocarán al frente de su tiro cuando vaya al campo.  Nos amarrarán a su carruaje casi cada día, y él y yo disfrutaremos de nuestros momentos privados cuando se nos presente la ocasión.
-Me alegro por vos, Tristán -dije.
-Pero va a ser un suplicio esperar las oportunidades de estar con él.  Sí, es emocionante, ¿no creéis?, no saber nunca cuándo puede surgir el momento...
Después de eso nunca volví a preocuparme por Tristán.  Si alguien más estaba al corriente de su amor revivificado por Nicolás, no debía de importarle.  Cuando el capitán de la guardia se acercaba por los establos a hablar conmigo, no mencionaba el asunto y trataba a Tristán con el mismo afecto que antes.  Nos contó que a Lexius le habían sacado casi inmediatamente de las cocinas del castillo y que estaba sirviendo a la reina en el sendero para caballos.  La feroz lady Juliana también se había aficionado a él y echaba una mano en su formación.  Se estaba convirtiendo en un esclavo perfecto.
«Así que ya no tengo que preocuparme ni por Lexius ni por Tristán», pensé.
No obstante, todo esto me hizo pensar otra vez en el amor. ¿Había amado yo a alguno de mis amos? ¿O sólo me inspiraban amor mis esclavos?  Era indiscutible que había sentido un amor alarmante por Lexius la vez que lo azoté en su alcoba.  Actualmente sentía amor, un amor profundo, por Jerard.  De hecho, cuanto más golpeaba a Jerard, más lo amaba.  Tal vez, en mi caso siempre sería así.  Los momentos en que mi alma se rendía, en los que todo se integraba en un patrón general, era cuando yo estaba al mando.
Sin embargo, todo esto presentaba una extraña contradicción que me inquietaba.  Se trataba de Gareth, mi apuesto mozo de cuadra y amo.  A medida que transcurrían los meses, había llegado a amarlo demasiado.
Cada noche, él pasaba un rato en nuestro establo, me pellizcaba las erupciones de la piel, las arañaba con las uñas mientras hacía cumplidos sobre mi aprendizaje o lo bien que lo había hecho aquel día, o bien me transmitía los elogios de algún lugareño magnánimo.
Si Gareth pensaba que no nos habían azotado lo suficiente a Tristán y a mí a lo largo del día, y esto era algo habitual cuando no éramos la última pareja de corceles de un tiro, nos mandaba salir marchando al patio de adiestramiento, un lugar espacioso situado al otro extremo del establo y de los demás patios.  Una vez allí nos flagelaba a los dos, junto a los corceles que también habían sido desatendidos, hasta que quedábamos bien escocidos después de correr ante él en un pequeño círculo.
Gareth se ocupaba personalmente de todos los pormenores del cuidado de nosotros dos.  Nos restregaba los dientes, nos afeitaba la cara, lavaba y peinaba nuestro pelo, nos cortaba las uñas, arreglaba nuestro vello púbico y le aplicaba aceites.  También nos masajeaba los pezones con ungüentos para aliviarlos después del pellizco de las abrazaderas.
La primera vez que tuvimos que participar en las carreras del día de feria, Gareth fue el encargado de tranquilizarnos ante los aullidos y vítores de la muchedumbre.  Se ocupó también de engancharnos a los carros de competición de los que teníamos que tirar y de repetirnos que debíamos sentirnos orgullosos mientras luchábamos por alcanzar el triunfo.
Él siempre estaba cerca.
En aquellas raras ocasiones en las que tenían que usar con nosotros alguna nueva clase de arreos o guarniciones, era él mismo quien nos los colocaba y nos lo explicaba.
Por ejemplo, cuando ya llevábamos en los establos unos cuatro meses, nos colocaron unos altos collares muy parecidos a los que habíamos llevado brevemente en el jardín del sultán.  Eran muy rígidos, para mantener los mentones en alto, e impedían que volviéramos la cabeza.  A Gareth le gustaban mucho.  Opinaba que añadían estilo y mejoraban la disciplina.
Según pasaba el tiempo, nos ponían estos collares cada vez con mayor frecuencia.  Nos pasaban las riendas de las embocaduras a través de unos aros insertados a los lados y así podían tirar de la cabeza de un modo más eficaz.  Al principio era más difícil hacer virajes con estos collares puesto que no podíamos volver la cabeza como estábamos acostumbrados, pero enseguida aprendimos a hacerlo, al estilo de los caballos de verdad.
En los calurosos días de sol deslumbrante nos sujetaban anteojeras que en parte protegían nuestros ojos, pero sólo nos permitían ver parcialmente lo que había ante nosotros.  En cierta forma era un consuelo.  No obstante, las anteojeras nos obligaban a correr a un ritmo más torpe e insistente, Ya que dependíamos por completo de las órdenes del cochero para guiarnos.
Las jornadas festivas o los días de feria nos sacaban con nuestros arneses de gala.  El día del aniversario de la coronación de la reina, adornaron las guarniciones de todos los corceles con hebillas de fantasía, pesados medallones de bronce y campanas discordantes, que añadían un gran peso y hacían que fuéramos conscientes de nuestra servidumbre de una manera diferente, como si a estas alturas todavía nos hiciera falta.
Pero, en esencia, las guarniciones eran todas muy parecidas y el menor cambio podía servir como castigo.  Si yo mostraba la más mínima pereza o enfurruñamiento con Gareth, me obligaba a llevar una embocadura más larga y más gruesa que me desfiguraba la boca y me hacía padecer miserablemente.  Además, como mínimo dos veces a la semana, nos ponían falos de un grosor y largura inusuales que nos recordaban la suerte que teníamos al llevar los falos pequeños los demás días.
Otro recurso frecuente era cubrir la cabeza de los corceles más asustadizos e inquietos con una capucha de cuero y taponarles las orejas con algodón. Únicamente les dejaban la nariz y la boca al descubierto, para poder respirar, y asi trotaban en silencio, y en la más completa oscuridad.  Al parecer era un excelente correctivo.
Sin embargo, cuando me sometieron a este castigo me pareció completamente desmoralizante. No paré de llorar en todo el día, aterrorizado al sentirme incapaz de oír o ver, y no podía evitar gemir cada vez que me tocaba una mano.  En mi ciego aislamiento, creo que era más consciente que nunca de mi propia apariencia.
Según pasó el tiempo, los castigos fueron menos frecuentes.  No obstante, cuando me tocaba, cada castigo era una catástrofe más terrible para mi corazón.  Gareth no escatimaba mal genio ni dejaba de mostrar su decepción.  Yo estaba demasiado enamorado de él, lo sabía.  Me encantaba su voz, su manera de ser, su mera presencia silenciosa. Por Gareth exhibía mi mejor forma, el mejor trote, soportaba castigos severos con arrepentimiento sincero, obedecía con rapidez e incluso con regocijo.
Gareth me felicitaba a veces por la manera en que manejaba a Jerard.  Solía venir al patio de recreo a observarnos.  Decía que los azotes de propina que yo le daba le volvían un corcel más animado y vivaracho.  A mí me encantaba el halago.
Pero, por muy intenso que fuera este amor por Gareth, el que sentía por Jerard también aumentaba.
Después de las palizas, me volvía cada vez más tierno con Jerard; lo besaba, lo lamía y jugueteaba con él de una forma poco frecuente en el patio de recreo de los corceles.  Gozaba de su cuerpo durante una hora completa y los días en que no lo sacaban y me quedaba sin jugar con él tenía dificultades para encontrar sustitutos obedientes.  Era asombroso el dolor que yo podía provocar con la mano desnuda.
De hecho, había ocasiones en las que me intrigaba mi pasión por azotar a otros.  Me gustaba tanto hacerlo como que me azotaran.  En lo más profundo de mi corazón soñaba con fustigar a Gareth.
Sabía que si lo azotaba, el amor que sentía por él sería excesivo, que iría más allá de mi control, sería irrevocable.
De todos modos, eso nunca llegó a suceder.
De momento, tenía a Gareth.  Quizás él tuviera un amante durante aquellos primeros meses, nunca lo sabría.  Pero al finalizar la primera mitad del año, Gareth se dejaba caer por mi establo y pasaba largos ratos allá, comportándose de un modo extraño e inquieto.
-¿Qué os preocupa, Gareth? -le pregunté finalmente, cobrando valor para susurrarle en la oscuridad.  Si él hubiera querido, podría haberme azotado por hablar, pero no lo hizo.  Me había colocado las manos en la nuca y así podía apoyarse sobre mi espalda con los brazos cruzados y reposar la cabeza.  Me gustaba que se apoyara en mí de este modo, pues disfrutaba al sentirlo sobre mí.  Me acarició el pelo perezosamente.  De vez en cuando me rozaba ligeramente la verga con la rodilla.
-Los corceles humanos sois los únicos esclavos de verdad -murmuró él como en un sueño-.  Prefiero un corcel a la más delicada de las princesas.  Los corceles son magníficos.  Todos los hombres deberían tener la oportunidad de servir como corceles durante un año de su vida.  La reina debería disponer de un buen establo en el castillo.  Los nobles y las damas ya lo han solicitado repetidas veces.  Podrían salir a cabalgar por el campo con corceles humanos con espléndidas guarniciones.  Debería haber una buena academia para corceles y más competiciones, ¿no os parece?
No respondí.  Me aterrorizaban las carreras. Con frecuencia yo quedaba ganador, pero las competiciones me asustaban más que cualquier otra cosa que me obligaran a hacer.  De nuevo, se trataba de actuar para divertir a otros, en vez de trabajar.  A mí me gustaba la disciplina férrea y el trabajo.
Otra vez su rodilla se pegaba a mi verga.
-¿Qué queréis de mí, guapo? -le pregunté en voz baja, empleando la expresión que tan a menudo él usaba conmigo.
-Sabéis qué quiero, ¿no? -susurró.
-No.  Si lo supiera, no hubiera preguntado.
-Los demás se burlarán de mí si lo hago.  Se supone que me aprovecho de los corceles cuando me place, ya sabéis...
-¿Por qué no hacéis lo que deseáis en vez de preocuparos por los demás?
No precisó nada más.  Se dejó caer de rodillas, tomó mi verga entre sus labios y al instante me encontré aproximándome vertiginosamente a una culminación que era pura dicha. «Es Gareth, mi hermoso Gareth», no dejaba de pensar.  Luego, todos mis pensamientos quedaron anulados. Él se arrimó a mí sin dejar de repetir lo perfecto que yo era y cuánto le gustaba el sabor de mis jugos.  Cuando introdujo suavemente su verga en mi trasero, sentí que otra vez me acercaba al paraíso.
Aunque esto se repitió con cierta frecuencia y su deliciosa boca me proporcionaba a menudo satisfacción, después seguía siendo un amo riguroso y yo era el triple de buen corcel, el esclavo estremecido que lloraba ante la menor palabra de desaprobación.  A partir de entonces, cada vez que se enfurecía, yo pensaba no sólo en su hermoso rostro y agradable voz, sino en su boca lamiendo vigorosamente mi miembro en la oscuridad.  Cada vez que me increpaba, me ponía a llorar como un loco.
Una vez tropecé mientras tiraba de un precioso carruaje, y Gareth se enteró.  Entonces ordenó que me sujetaran al muro del establo con las extremidades estiradas y me fustigó con una ancha correa de cuero hasta que se aburrió.  Yo temblaba de dolor, no me atrevía ni a frotar la verga contra las piedras por temor a correrme.  Cuando me soltó, me arroje a sus pies y le besé repetidamente las botas.
-No cometáis más torpezas como ésa, Laurent -advirtió-.  Cada vez que falláis, yo quedo desprestigiado. -Luego me permitió besarle las manos y yo lloré de gratitud.
Cuando llegó de nuevo la primavera, casi no podía creer que hubieran transcurrido nueve meses.  Tristán y yo estábamos echados en el patio de recreo confesándonos nuestros temores.
-Nicolás va a ir a ver a la reina -dijo Tristán-.  Le pedirá que le permita comprarme una vez concluido este año.  Pero a la reina no le complace su pasión. ¿Qué vamos a hacer cuando se acaben estos días?
-No lo sé.  Quizá decidan vendernos otra vez a los establos -respondí-.  Somos buenos caballos.
No obstante, era como todas nuestras conversaciones de este tipo: pura especulación.  Sólo sabíamos que la reina consideraría nuestros casos al finalizar el año.
Cuando vi al capitán de la guardia en una ocasión en que entró en las cuadras, me mandó llamar y me permitió hablar con él, le dije que Tristán estaba desesperado por volver junto a Nicolás y que yo estaba en la misma situación por permanecer donde me encontraba.
Después de la vida de caballo, ¿cómo podría soportar cualquier otra cosa?
Me escuchó con evidente compasión.
-Dais buena reputación a las cuadras, los dos -dijo el capitán-.  Os ganáis dos y tres veces vuestro pan.
«Más que eso», pensé yo pero no lo dije.
-Es posible que la reina conceda a Nicolás su deseo y, en cuanto a vos, lo natural sería que os dejaran permanecer un año más.  La reina está sumamente complacida de que ambos os hayáis calmado y por fin sepáis comportaros.  En el castillo no le faltan juguetes nuevos que la satisfagan.
-¿Sigue Lexius aún con ella? -pregunté.
-Sí, se muestra inflexible con él, pero es lo que necesita -dijo el capitán-.  Y también hay un joven príncipe que apareció misteriosamente por estas tierras y pidió clemencia a la reina para que lo acogiera.  Cuentan que oyó hablar de las costumbres de la reina a través de la princesa Bella.  Imaginaos.  Suplicó que no le obligáramos a marcharse.
-Ah, Bella. -Sentí una repentina estocada de dolor.  Creo que no había pasado un solo día en el que no pensara en ella, con su vestido de terciopelo y una flor en la mano enguantada, cuyos pétalos adquirían un aspecto aún más delicado con el tejido que los apretaba.  Había vuelto para siempre a las convenciones sociales, pobre y querida Bella...
-Para vos, princesa Bella, Laurent -me corrigió el capitán.
-Por supuesto, princesa Bella -dije yo en tono suave y respetuoso.
-En cuanto a lo que pueda suceder -continuó el capitán volviendo a la cuestión que nos ocupaba-, está lady Elvira, que pregunta por vos constantemente...
-Capitán, soy tan feliz aquí... -protesté.
-Lo sé.  Haré lo que esté en mi mano.  Pero continuad siendo obedientes, Laurent.  Os quedan tres años por delante para servir en algún puesto, de eso no me cabe duda.
-Capitán, hay una cosa más -dije.
-¿De qué se trata?
-La princesa Bella... ¿Os llegan noticias suyas?
Su rostro se entristeció denotando cierta nostalgia.
-Sólo sé que a estas alturas ya debe de estar casada.  Tenía más pretendientes de los que alcanzaba a atender.
Aparté la vista pues no quería revelar mis sentimientos.  Bella casada.  El tiempo no había mitigado mis sentimientos.
-Ahora es una gran princesa, Laurent -dijo el capitán tomándome el pelo-.  Tenéis ideas irreverentes, ¡lo veo!
-Sí, capitán -dije yo.  Los dos sonreímos. Pero no me resultaba fácil-.  Capitán, concededme un favor.  Cuando sepáis con certeza que se ha casado, no me lo digáis.  Prefiero no saberlo.
-No es propio de vos, Laurent –respondió el capitán.
-Lo sé. ¿Cómo podría explicároslo?  Apenas tuve ocasión de conocerla.
La recordé mientras hacíamos el amor en la oscuridad de la bodega del barco, su pequeño rostro enrojecido en el momento de correrse debajo de mí.  Agitaba las caderas entregada al éxtasis y casi levantaba mi peso del suelo con ella.  Por supuesto, el capitán desconocía esta parte de la historia. ¿O no?  Intenté sacármelo de la cabeza.


Pasaron semanas.  Era incapaz de llevar la cuenta. No quería saber lo deprisa que transcurría el tiempo.
Luego, una noche, Tristán me confió llorando de dicha que la reina iba a entregarlo a Nicolás cuando finalizara el año.  Sería el corcel particular de Nicolás y volvería a dormir en su alcoba.  Estaba extasiado.
-Me alegro por vos -le dije de nuevo.
¿Y qué sucedería conmigo cuando llegara el momento? ¿Me subirían a la plataforma de subastas para que algún viejo y degenerado zapatero remendón me comprara y me obligara a barrer su taller mientras los corceles pasaban ante su puerta trotando en todo su esplendor? ¡Oh! ¡No podía soportar la idea! ¡Esto era lo único en lo que creía!  Y los días pasaban...
En el patio de recreo, devoraba a Jerard como si cada momento juntos fuera el último.  Luego, un día al anochecer, cuando acababa de terminar con él y lo acurrucaba entre mis brazos para gozar de un rato de tiernos arrullos, vi un par de botas ante mis ojos.  Al alzar la vista, me di cuenta de que era el capitán de la guardia.
Nunca venía por allí.  Me quedé pálido.
-Majestad -dijo-.  Por favor, levantaos, traigo un mensaje de gran importancia.  Debo pediros que vengáis conmigo.
-¡No! -exclamé yo.  Lo observé con horror pensando enloquecido cómo podría detener sus labios para que las palabras no anunciaran aquel maligno presagio. «¡No puede haber llegado el momento! ¡Se supone que tengo que servir tres años más!»
Todos habíamos oído los gritos de Bella en el momento de comunicarle la suspensión de su vasallaje.  Yo quería rugir con igual desesperación en ese instante.
-Me temo que es cierto, majestad -dijo, y extendió la mano para ayudarme a incorporarme.
La torpeza que demostramos en aquel momento fue asombrosa. Justo allí, en las cuadras, había unas ropas preparadas para mí y dos muchachos jóvenes que, con las cabezas agachadas para no ser testigos de mi desnudez, iban a ayudarme a vestirme.
-¿Hay que hacerlo aquí? -pregunté.  Yo estaba colérico.  Pero intentaba ocultar mi pesar, mi total conmoción.  Miré fijamente a Gareth mientras los muchachos me abotonaban la túnica y me ataban las lazadas de los pantalones.  Bajé la vista para mirar las botas, los guantes, en silencio, pero lleno de furia-. ¿No podíais haber tenido la decencia de llevarme al castillo para este ritual denigrante?  Es la primera vez que veo hacerlo aquí, en medio del suelo cubierto de heno.
-¡Perdonadme, majestad! -dijo el capitán-, pero estas noticias no podían esperar.
Dirigió una mirada a la puerta abierta.  Allí, de pie, también con las cabezas inclinadas, vi a dos de los consejeros más importantes de la reina, los cuales se habían servido de mí en numerosas ocasiones en el castillo.  Yo estaba a punto de echarme a llorar.  Miré a Gareth otra vez. Él también estaba al borde de las lágrimas.
-Adiós, mi hermoso príncipe -dijo, se arrodilló en el heno y me besó la mano.
-«Príncipe» ya no es el tratamiento adecuado para el gracioso aliado de nuestra reina -dijo uno de los consejeros dando un paso adelante-.  Majestad, debo comunicaros la triste noticia de la muerte de vuestro padre.  Ahora sois el soberano de vuestro reino.  El rey ha muerto, ¡larga vida al rey!
-Maldito aguafiestas -susurré yo-. ¡Siempre fue un completo canalla y ha tenido que elegir este momento para pasar a mejor vida!



EL MOMENTO DE LA VERDAD




Laurent:
No había tiempo para demorarse en el castillo.  Tenía que cabalgar a casa de inmediato.  Sabía que encontraría mi reino al borde de la anarquía.
Mis dos hermanos eran idiotas y el capitán del ejército, pese a ser leal a mi padre, intentaría hacerse con el poder.
De modo que, tras conferenciar con la reina durante una hora, en la que discutimos básicamente acuerdos de guerra y pactos diplomáticos, partí a caballo.  Llevaba conmigo un gran tesoro que ella misma me había entregado y algunas lindas baratijas y recuerdos del pueblo y del castillo.
Aún me asombraba que aquellas ropas engorrosas me siguieran a todas partes.  Era un fastidio no estar desnudo, pero tenía que continuar mi camino.  Ni siquiera eché un vistazo al pueblo cuando pasé cabalgando junto a él.
Por supuesto, antes que yo miles de príncipes habían sufrido una suspensión tan repentina del vasallaje, el trauma de volver a vestirse y toda la ceremonia, pero pocos habían tenido que tomar al instante las riendas del reino al que regresaban.  No había tiempo para lamentaciones, para demorarme en una posada de camino a casa y beber para quedarme aletargado mientras me acostumbraba al mundo real.
Llegué al castillo tras dos noches de cabalgada al límite de las fuerzas y en el plazo de tres días puse todo en orden.  Ya habían enterrado a mi padre. Mi madre había muerto años atrás.  El país necesitaba una mano enérgica al mando del gobierno y enseguida dejé claro a todo el mundo que ésa era mi mano.
Mandé azotar a los soldados que habían abusado de las muchachas del pueblo durante los pocos días de anarquía.  Sermoneé a mis hermanos y les hice volver a sus obligaciones con graves amenazas.  Reuní al ejército para pasar revista y concedí recompensas generosas a los que habían amado a mi padre y ahora se presentaban ante mí con la misma lealtad.
En realidad, nada de esto resultó difícil, pero sabía que más de un reino europeo había caído porque el nuevo monarca no había sido capaz de tomar las riendas.  Vi la mirada de alivio en los rostros de mis súbditos que comprendían que su joven rey ejercía la autoridad de un modo natural, con facilidad, y se ocupaba personalmente de todos los asuntos del gobierno, grandes y pequeños, con gran atención y energía.  El tesorero mayor se alegraba de tener a alguien que le ayudara y el capitán del ejército retomó el mando con fuerza revitalizada sabiendo que contaba con mi apoyo.
Pero, una vez pasadas las primeras semanas de actividad frenética, en cuanto se serenaron las cosas en el castillo y pude dormir toda la noche sin interrupciones de los sirvientes ni de la familia, empecé a pensar en cuanto había sucedido.  Ya no me quedaban marcas en el cuerpo pero me atormentaba un deseo infinito.  Cuando comprendí que nunca volvería a ser un esclavo desnudo, casi no pude soportarlo.  No quería mirar las baratijas que me había regalado la reina; los juguetes de cuero habían perdido todo significado.
Pero después me sentí avergonzado.
No era mi destino, como hubiera dicho Lexius, seguir siendo un esclavo.  Tenía que ser un soberano bueno y poderoso, y lo cierto era que me encantaba ser rey.
Ser un príncipe era espantoso, pero ser rey no estaba nada mal.
Cuando mis consejeros vinieron a verme y me dijeron que debía buscar una esposa y tener descendencia para garantizar la sucesión, asentí mostrando mi conformidad.  La vida cortesana iba a consumirme, así que por lo visto debía entregar todo lo que tenía.  Mi antigua existencia era tan insustancial como un sueño.
-¿Y quiénes son las princesas que consideráis aptas? -pregunte a mis consejeros.  Estaba firmando unas leyes importantes y ellos se hallaban de pie en torno a mi escritorio-. ¿Bien? -Alcé la vista-. ¡Hablad!
Pero antes de que alguno de ellos tuviera tiempo de decir algo, me vino un nombre de pronto a la mente.
-¡La princesa Bella! -susurré. ¡Era posible que aún no se hubiera casado!  No me atreví a preguntar.
-Oh, sí, majestad -dijo el primer canciller-.  Sería la elección más inteligente, sin lugar a dudas, pero rechaza a todos los pretendientes.  Su padre está desesperado.
-¿Es eso cierto? -pregunté.  Intenté disimular mi nerviosismo-.  Me pregunto por qué los rechaza -comenté inocentemente-.  Ensillad mi caballo de inmediato.
-Pero deberíamos enviar una carta oficial a su padre.
-No.  Ensillad mi caballo -Insistí y me levanté de la mesa.  Fui a la alcoba real para vestirme con mis mejores galas y coger algunas cosas.
Estaba a punto de salir precipitadamente cuando me detuve.
Sentí un repentino puñetazo invisible en el pecho, como si me hubieran dejado sin aliento de un golpe, y me hundí en la silla del escritorio.
Bella, mi querida Bella.  La vi en el camarote del barco con los brazos tendidos, suplicándome.  Sentí una oleada de añoranza que me dejó desnudo como no había estado nunca.  Volvieron a mí otros pensamientos dementes: mi dominación sobre Lexius en la alcoba del palacio del sultán, Jerard abandonado totalmente en mis manos, la ternura que nacía en mí cuando miraba la carne enrojecida bajo la palma de mi mano, el peligroso despertar al amor de las víctimas de mis despiadados castigos, de aquellos que me pertenecían.
¡Bella!
Necesité una dosis sorprendente de coraje para levantarme de la silla. ¡Y aun así estaba impaciente!  Toqué ligeramente el bolsillo donde había guardado las baratijas que le llevaba.  Luego me observé brevemente en el distante espejo: su majestad vestido de terciopelo púrpura y botas negras, con el manto ribeteado de armiño resplandeciente tras él; y guiñé el ojo a mi reflejo.
-Laurent, sinvergüenza -dije con una sonrisa maliciosa.


Llegamos al castillo sin previo aviso, como era mi deseo, y el padre de Bella se mostró entusiasmado mientras nos acompañaba al gran salón. Últimamente no había recibido a demasiados pretendientes, y estaba ansioso por firmar una alianza con nuestro reino.
-Pero, majestad, debo advertimos de un inconveniente -dijo con amabilidad-.  Mi hija es orgullosa y caprichosa, y se niega a recibir a nadie.  Se pasa todo el día sentada ante la ventana, soñando.
-Majestad, complacedme, por favor -le respondí-.  Sabéis que mis intenciones son honorables.  Limitaos a indicarme la puerta de sus aposentos y yo me ocuparé de todo.


Estaba sentada ante la ventana, de espaldas a la habitación, canturreando en voz baja.  Su cabello, que atraía la luz del sol, parecía oro hilado.
Mi dulce tesoro.  El vestido que llevaba era de terciopelo rosa ribeteado con hojas de plata cuidadosamente bordadas.  Con qué perfección se ajustaba a sus magníficos hombros y brazos.  Unos brazos tan suculentos como toda ella, pensé.  Esos pequeños brazos tan dulces de estrujar.  Permitidme ver los pechos, por favor, ahora mismo... y ¡esos ojos, esa vivacidad!
Otra vez volví a sentir aquel puñetazo invisible y completamente imaginario en el pecho.
Me acerqué cautelosamente por detrás y, justo cuando ella se sobresaltó, le cubrí firmemente los ojos con las manos enguantadas.
-¿Quién osa hacer esto? -susurró en tono asustado, suplicante.
-Tranquila, princesa -contesté-.  Ha llegado vuestro amo y señor, ¡el pretendiente que no os atreveréis a rechazar!
-¡Laurent! -exclamó con un grito sofocado. La solté, se levantó, dio media vuelta y se arrojó en mis brazos.  La besé mil veces, rozándole los labios apenas.  Estaba tan maravillosa y dócil como en la bodega del barco, igual de apetecible, ardiente y desenfrenada.
-Laurent, ¿no habréis venido de verdad con una proposición de matrimonio?
-¿Proposición, princesa, proposición? -contesté-.  Vengo con una orden. -La obligué a abrir ampliamente los labios con la lengua, mientras le apretaba los pechos a través del terciopelo-.  Os casareis conmigo, princesa.  Seréis mi reina y mi esclava.
-¡Oh, Laurent, no me atrevía a soñar con este momento! -dijo ella.  Su rostro se cubrió de un atractivo rubor, sus ojos fulguraban.  Percibí su excitación a través de la falda pegada a mi pierna. La oleada de amor volvió a invadirme con una fuerza abrumadora, mezclada con un sentido demencial de posesión y poder que me obligó a estrecharla con fuerza.
-Id a comunicar a vuestro padre que seréis mi esposa y que partiremos de inmediato hacia mi reino. ¡Y luego volved conmigo!
Obedeció al instante y, cuando regresó, cerró la puerta a sus espaldas.  Se quedó observándome con una mirada de incertidumbre, apoyada en la madera con aire huidizo.
-Echad el cerrojo ordené-.  Partiremos enseguida.  Reservaré para mi lecho real el acto de poseeros pero antes de irnos quiero prepararos para el viaje como es debido.  Haced lo que os digo.
Bella echó el cerrojo.  Cuando se acercó a mí era la pura imagen de la hermosura.  Metí la mano en el bolsillo y saqué un par de regalos que había traído conmigo de la reina Eleanor: dos pequeñas abrazaderas de oro.  Bella se llevó la palma de la mano a los labios.  Un gesto encantador, pero inútil.  Sonreí.
-No me digáis que voy a tener que enseñároslo todo desde el principio otra vez -le dije, guiñándole un ojo y dándole un rápido beso.  Deslicé la mano por debajo del ajustado corpiño y atrapé el pezón con firmeza.  Luego el otro.
Un estremecimiento recorrió su torso y se propagó hasta su boca abierta.  Qué zozobra tan deliciosa.
Saqué el otro par de abrazaderas de mi bolsillo.
-Separad las piernas -dije.  Me arrodillé, le subí la falda y deslicé la mano hasta encontrar el húmedo sexo desnudo.  Cuán hambriento y predispuesto estaba.  Oh, qué encanto tan espléndido.  Una sola oleada a su rostro radiante que me escudriñaba desde arriba y me volvería loco.  Apliqué las abrazaderas cuidadosamente a los húmedos labios secretos.
-Laurent -susurró-, no tenéis compasión. -Sufría ya medio asustada, medio aturdida, el padecimiento oportuno, y yo conseguía a duras penas resistirme a ella.
Entonces saqué del bolsillo un pequeño frasco de líquido de color ambarino, uno de los obsequios más preciados de la reina Eleanor.  Lo abrí y olí el fragante aroma.  Pero esto había que usarlo en contadas ocasiones.  Al fin y al cabo mi tierno y pequeño encanto no era un corcel fuerte y musculoso acostumbrado a tales suplicios.
-¿Qué es?
-¡Chist! -le toqué los labios-.  No me obliguéis a azotaros hasta que os tenga en mi alcoba y pueda hacerlo adecuadamente.  Permaneced en silencio.
Di un golpecito al frasco, vertí unas gotas en mi dedo enguantado y luego levanté la falda una vez más para esparcir el fluido por el pequeño clítoris y los labios temblorosos de la princesa.
-Oh, Laurent, es... -se arrojó a mis brazos y yo la sostuve.  Cuánto sufría intentando no apretar las piernas, completamente temblorosa.
-Sí -afirmé agarrándola con firmeza.  Era pura gloria-.  Y picará de la misma manera durante todo el trayecto hasta mi castillo.  Una vez allí lo retiraré con la lengua, hasta la última gota, y os poseeré como merecéis.
La princesa gimió.  Sus caderas se retorcían en contra de su voluntad mientras la poción urticante surtía efecto.  Con su boca pegada a la mía, frotó sus senos contra mi pecho como si yo pudiera salvarla de algún modo.
-Laurent, no puedo soportarlo -dijo susurrando las palabras entre besos-.  Laurent, me muero por vos.  No me hagáis sufrir mucho rato, por favor, Laurent, no debéis...
-Chist, no podéis hacer nada -advertí amorosamente.  Una vez más, me llevé la mano a los bolsillos y extraje un pequeño y delicado arnés unido a un falo.  Mientras lo desenvolvía, Bella se llevó las manos a los labios y juntó las cejas en un pequeño gesto de terror.  Pero no opuso resistencia cuando me arrodillé para introducirle suavemente el falo en su apretado trasero.  Lo aseguré firmemente en el ano y le até el arnés alrededor de las caderas y cintura.  Naturalmente, también podía haber aplicado el fluido urticante al falo pero eso hubiera sido demasiado cruel.  Sólo era el principio, ¿o no?  Ya habría tiempo para eso.
-Vamos, preciosa, en marcha -dije al tiempo que me levantaba.  Ella estaba radiante, completamente sumisa.  La alcé en mis brazos, la saqué de la habitación y luego seguí escaleras abajo hasta el patio, donde su caballo esperaba ensillado.  Pero no la dejé en su caballo.
La instalé sobre mi montura delante de mí.  Cuando nos alejábamos para introducirnos en el bosque, deslicé la mano bajo su falda para acariciar las correas del pequeño arnés y el húmedo y tierno sexo que ahora me pertenecía.  Era toda mía, oprimida por aquella comezón de deseo, preparada para mí.  Sabía que poseía una esclava que ninguna reina, noble, ni capitán de la guardia podrían arrebatarme otra vez.


El mundo real era éste: Bella y yo libres para tenernos el uno al otro, sin los demás.  Sólo los dos en mi alcoba, donde yo podría envolver su alma desnuda con rituales y pruebas rigurosas que superarían nuestras experiencias anteriores, nuestros sueños.  Nadie podría salvarla de mí.  Nadie me salvaría de ella.  Mi esclava, mi pobre esclava indefensa...
Me detuve de repente.  Otra vez sentí aquel puñetazo en el pecho.  Sabía que me había quedado pálido.
-¿Qué sucede, Laurent? -preguntó Bella llena de inquietud.  Se agarró a mí con fuerza.
-Pánico -le susurré.
-¡No! -gritó.
-Oh, no os preocupéis, mi tierno amor.  Os golpearé lo bastante fuerte cuando lleguemos a casa, y adoraré cada uno de los azotes.  Haré que os olvidéis del capitán de la guardia, del príncipe de la Corona y de todos los que os poseyeron en el pasado, los que se sirvieron de vos y que os satisficieron.  Pero, lo que sucede es que... voy a amaros cada vez más. -Miré su rostro vuelto hacia mí, sus ojos salvajes, su pequeño cuerpo contorsionándose bajo el suntuoso vestido.
-Sí, lo sé -contestó en voz baja y temblorosa. Me besó ardientemente.  Con un susurro suave, entregado, dijo lenta y reflexivamente-: Soy vuestra, Laurent, aunque todavía ignoro el significado de estas palabras. ¡Enseñadme vos!  No es más que el principio.  Va a ser el peor y más irremediable de los cautiverios.
Si no dejaba de besarla nunca llegaríamos al castillo.  El bosque era tan hermoso y oscuro... y ella estaba sufriendo, mi tesoro...
-Y seremos felices para siempre -le dije entre mis besos- como en los cuentos.
-Sí, siempre felices -contestó-, mucho más felices, creo, de lo que nadie podría imaginar.




FIN

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