Anne Rice
con el pseudónimo
de
A.N.
Roquelaure
RESUMEN DE LO ACONTECIDO
En El despertar de
la Bella Durmiente:
Tras cien años de
sueño profundo, la Bella Durmiente abrió los ojos al recibir el beso del
príncipe.
Se despertó
completamente desnuda y sometida en cuerpo y alma a la voluntad de su
libertador, el príncipe, quien la reclamó de inmediato como esclava y la
trasladó a su reino.
De este modo, con
el consentimiento de sus agradecidos padres y ofuscada por el deseo que le
inspiraba el joven heredero, Bella fue llevada a la corte de la reina Eleanor,
la madre del príncipe, para prestar vasallaje como una más entre los cientos de
princesas y príncipes desnudos que servían de juguetes en la corte hasta el
momento en que eran premiados con el regreso a sus reinos de origen.
Deslumbrada por
los rigores de las salas de adiestramiento y de castigo, la severa prueba del
sendero para caballos y también gracias a su creciente voluntad de complacer,
Bella se convirtió en la favorita del príncipe y, ocasionalmente, también
servía a su ama, lady juliana.
No obstante, no
podía cerrar los ojos al deseo secreto y prohibido que le suscitaba el
exquisito esclavo de la reina, el príncipe Alexi, y más tarde el esclavo
desobediente, el príncipe Tristán.
Tras vislumbrar
por un instante al príncipe Tristán entre los proscritos del castillo, Bella,
en un momento de sublevación aparentemente inexplicable, se condenó al mismo
castigo destinado para Tristán: la expulsión de la voluptuosa corte y la
humillación de los arduos trabajos en el pueblo cercano.
En El castigo
de la Bella Durmiente:
Tras ser vendido
al amanecer en la plataforma de subastas del pueblo, Tristán se encontró
enseguida maniatado y enjaezado al carruaje de Nicolás, el cronista de la
reina, su nuevo, apuesto y joven señor.
Por su parte, Bella, que fue destinada a trabajar en el mesón de la
señora Lockley, se convirtió en el juguete del principal huésped de la posada,
el capitán de la guardia.
Poco después de su
separación y venta, tanto Bella como Tristán se sintieron seducidos por la
férrea disciplina del pueblo. Los gratos
horrores del lugar de escarnio público, el establecimiento de castigo, la
granja y el establo, el sometimiento a los soldados que visitaban la posada,
todo ello enardecía sus pasiones al tiempo que les infundía un gran terror,
hasta hacerles olvidar por completo sus antiguas personalidades.
El severo
correctivo que padeció el esclavo fugitivo, el príncipe Laurent, cuyo cuerpo
fue atado a una cruz de castigo para ser mostrado en público, sólo sirvió para
subyugarlos más.
Mientras Bella por
fin encontraba en los castigos un motivo de orgullo a la altura de su espíritu,
Tristán se había enamorado desesperadamente de su nuevo amo.
No obstante,
cuando la pareja apenas se había reencontrado y los dos se habían confiado su
desvergonzada felicidad, un grupo de soldados enemigos atacó el pueblo por
sorpresa. Bella, Tristán y otros
esclavos escogidos, entre los que se hallaba el príncipe Laurent, fueron
secuestrados y trasladados por mar hasta la tierra de un nuevo señor, el
sultán.
A las pocas horas
del ataque, los cautivos se enteraron de que no iban a ser rescatados. Según lo acordado entre sus soberanos, habían
sido condenados a servir en el palacio del sultán hasta que llegara el momento
de volver sanos y salvos junto a la reina Eleanor para someterse a nuevas
penalidades.
Los esclavos, a
quienes retienen en jaulas doradas y rectangulares en la bodega del barco del
sultán, aceptan su nuevo destino.
Nuestra historia
continúa.
Es de noche en el
tranquilo buque. El largo viaje llega a
su fin.
El príncipe
Laurent está a solas con sus pensamientos y reflexiona sobre su esclavitud...
CAUTIVOS EN EL MAR
Laurent:
Es noche cerrada.
Algo había
cambiado. En cuanto abrí los ojos supe
que nos acercábamos a tierra. Incluso en
la lóbrega bodega percibí el olor característico de tierra firme.
Así que el viaje
está llegando a su fin, pensé.
Finalmente sabremos lo que nos depara esta nueva cautividad en la que
estamos destinados a ser inferiores e incluso más abyectos que antes.
Experimenté miedo,
pero también cierto alivio. Sentí tanta
curiosidad como terror.
A la luz de un
farol, vi que Tristán yacía despierto en su jaula, con el rostro alerta y la
mirada perdida en la oscuridad. Él también sabía que el viaje casi había
concluido.
Sin embargo, las
princesas desnudas continuaban durmiendo.
Parecían bestias exóticas en sus jaulas doradas. La menuda y cautivadora Bella era como una
llama amarilla en la penumbra; el cabello negro y rizado de Rosalynd cubría su
blanca espalda, hasta la curva de las pequeñas nalgas redondeadas. Arriba, la grácil y delicada figura de Elena
permanecía tumbada de espaldas, con su lisa cabellera de color castaño
extendida sobre la almohada.
Qué carne tan
apetitosa la de estas tres tiernas compañeras de cautividad: los redondeados
bracitos y piernas de Bella pedían a gritos que la pellizcaran, allí acurrucada
entre las sábanas; la cabeza de Elena estaba reclinada hacia atrás, abandonada
por completo al sueño, con las largas y delgadas piernas muy separadas y una
rodilla apoyada contra los barrotes de la jaula; Rosalynd se puso de costado
mientras yo la miraba, y sus grandes pechos de rosados, oscuros y erectos
pezones cayeron apaciblemente hacia delante.
Más a la derecha,
el moreno Dimitri rivalizaba en belleza con el rubio Tristán. El rostro de Dimitri, sumido en un profundo
sueño, exhibía una frialdad peculiar pese a que cuando estaba despierto era el
más afable y tolerante de nuestro grupo. Probablemente los príncipes,
enjaulados con las mismas precauciones que las princesas, no parecíamos más
humanos ni menos exóticos que nuestras compañeras.
Todos llevábamos
entre las piernas nuestra correspondiente protección de malla dorada, lo que
prohibía hasta el más mínimo examen de nuestros ansiosos sexos.
Todos habíamos llegado a conocernos muy bien
durante las largas noches en alta mar, cuando los guardias no estaban lo
bastante cerca para oír nuestros susurros; y en las largas horas de silencio,
que ocupábamos en pensar y soñar, quizá llegamos a conocernos mejor a nosotros
mismos.
-¿Os habéis dado
cuenta, Laurent? -susurró Tristán-.
Estamos cerca de la costa.
Tristán era el más
angustiado. Lamentaba la pérdida de su
amo, Nicolás, aunque no por eso dejaba de observar todo lo que pasaba a su
alrededor.
-Sí -respondí en
voz baja, echándole un vistazo. Su mirada
azul lanzó un destello-. No puede estar
muy lejos.
-Sólo espero
que...
-¿Sí? -insistí
yo-. ¿Se puede esperar algo, Tristán?
-... que no nos
separen.
No respondí. Me recosté y cerré los ojos. ¿Qué sentido
tenía hablar si pronto nos revelarían nuestro destino y no podríamos hacer nada
para alterarlo?
-Pase lo que pase
-dije distraídamente-, me alegro de que el viaje haya finalizado y de que
pronto sirvamos para algo.
Tras las pruebas
iniciales que nuestras pasiones tuvieron que soportar, los secuestradores no
habían vuelto a hacernos caso. Durante
toda una quincena nos habíamos sentido torturados por nuestros propios
deseos. Los jóvenes criados que nos
cuidaban se limitaban a reírse quedamente de nosotros y se apresuraban a
atarnos las manos cada vez que nos atrevíamos a tocar los triángulos de malla
que aprisionaban nuestras partes íntimas.
Por lo visto,
todos habíamos sufrido por igual. No
teníamos nada con que distraernos en la bodega del barco aparte de la visión de
nuestras desnudeces.
No podía evitar
preguntarme si estos jóvenes cuidadores, tan atentos en todos los demás
aspectos se percataban del adiestramiento implacable que habíamos recibido en
los apetitos de la carne, si eran conscientes de que nuestros señores y amas
nos habían enseñado en la corte de la reina a anhelar hasta el chasquido de la
correa para aliviar el fuego interior que nos consumía.
Durante el
anterior vasallaje nunca había transcurrido más de medio día sin que hubieran
empleado por completo nuestros cuerpos; hasta los más obedientes habíamos
recibido castigos constantes, y los que habían sido enviados del castillo a la
penitencia del pueblo tampoco habían conocido un descanso mucho mayor.
Eran mundos
diferentes. Eso habíamos convenido
Tristán y yo durante nuestras susurrantes conversaciones nocturnas. Tanto en el pueblo como en el castillo se
esperaba que habláramos, aunque sólo fuera para decir «sí, mi señor» o «sí mi
señora”. Nos daban órdenes explícitas y nos enviaban de vez en cuando a hacer
recados sin ningún acompañante. Tristán
incluso había conversado largo y tendido con su apreciado amo, Nicolás.
Sin embargo, antes
de dejar el dominio de nuestra reina nos habían advertido que estos sirvientes
del sultán nos tratarían como si fuéramos animales. Aunque aprendiéramos su extraña lengua
extranjera, jamás nos hablarían. En la
sultanía, cualquier humilde esclavo del placer que intentara hablar se ganaba
un castigo inmediato y severo.
Las advertencias
se habían confirmado. A lo largo de todo
el viaje nos habían premiado con palmaditas y caricias, y nos habían conducido
de un lado a otro acompañados por el más tierno y condescendiente de los
silencios.
En una ocasión en
que la princesa Elena, llevada por la desesperación y el aburrimiento, habló en
voz alta para rogar que le permitieran salir de la jaula, los criados la
amordazaron de inmediato. Luego le
ataron los tobillos y las muñecas a la cintura por la espalda y colgaron su
cimbreante cuerpo de una cadena sujeta al techo de la bodega. Así estuvo mientras sus asistentes la miraban
con gesto ceñudo, indignados y escandalizados, hasta que sus vanas protestas
cesaron.
Después la
hicieron descender con extremados cuidados y atenciones. Besaron sus silenciosos labios y untaron con
aceite los doloridos tobillos y muñecas hasta que las marcas de los grilletes
de cuero desaparecieron.
Los muchachos de
las túnicas de seda incluso le cepillaron el liso y brillante cabello castaño y
masajearon las nalgas y la espalda con sus sabios dedos, como si
las bestias irascibles como nosotros debieran ser amansadas de esta
manera. Por supuesto, enseguida se
detuvieron al percatarse de que la suave sombra de rizado vello de la
entrepierna de Elena estaba húmeda y ella no podía mantener quietas las caderas
contra la seda del confortable colchón, de lo excitada que estaba al sentir su
contacto.
Con leves gestos
de enfado y movimientos de cabeza, la hicieron arrodillarse y la sujetaron otra
vez por las muñecas para ajustar a su pequeño sexo la inflexible protección de
metal, cuyas cadenas abrocharon firme y rápidamente alrededor de los
muslos. Luego la volvieron a introducir
en la jaula con los brazos y las piernas atados a las barras mediante
resistentes cintas de satén.
Sin embargo, esta
demostración de pasión no los había enfurecido.
Al contrario, antes de cubrir el húmedo sexo de la princesa lo habían
acariciado, sonriéndole como si aprobaran su ardor, su necesidad. Pero ni todos los quejidos del mundo hubieran
doblegado a los jóvenes sirvientes.
Nosotros, los
demás cautivos, tuvimos que contentarnos con observar sumidos en un silencio
lascivo, mientras nuestros propios órganos apetentes palpitaban en vano. Deseé encaramarme hasta el interior de la
jaula de Elena, despojarla del pequeño escudo de malla de oro e hincar mi verga
en el pequeño y húmedo nido. Quise
abrirle la boca con la lengua, apretar sus voluminosos pechos, chupar los
pequeños pezones sonrosados y verla sonrojada de palpitante placer mientras la
llevaba al éxtasis. Pero no eran más que
sueños dolorosos. Elena y yo sólo podíamos
mirarnos y esperar en silencio que tarde o temprano nos permitieran alcanzar el
éxtasis en brazos del otro.
La delicada Bella
era sumamente intrigante y la rolliza Rosalynd, con sus grandes y apenados
ojos, resultaba absolutamente voluptuosa, pero era Elena quien se mostraba más
ingeniosa, con un siniestro desdén por lo que nos había sobrevenido. Entre susurros se reía de nuestro destino y,
al hablar, sacudía su espesa melena de color castaño por encima del hombro.
-¿Quién puede
decir que ha disfrutado de tres opciones tan maravillosas, Laurent: el palacio
del sultán, el pueblo, el castillo? -preguntaba-. Os lo aseguro, en cualquiera de esos lugares
puedo encontrar deleites de mi agrado.
-Pero, querida, no
sabéis cómo van a ser las cosas en el palacio del sultán -objeté-. La reina tenía cientos de esclavos
desnudos. En el pueblo había cientos de
siervos trabajando. Pero ¿y si el sultán
tiene todavía más esclavos de todos los reinos de Oriente y Occidente, tantos
que incluso pueda utilizarlos como escabeles?
-¿Creéis que será
así? -preguntó, excitada. Su sonrisa
adquirió una insolencia encantadora.
Aquellos labios húmedos, la exquisita dentadura-. Entonces debemos encontrar alguna manera de
hacernos notar, Laurent. -Apoyó la barbilla en la mano-. No quiero ser una más entre un millar de
príncipes y princesas dolientes. Debemos
asegurarnos de que el sultán se entera de quiénes somos.
-Tenéis ideas
peligrosas, mi amor -Contesté yo-. No
olvidéis que no podemos hacer uso de la palabra y que nos cuidan y castigan
como si fuéramos simples bestias.
-Encontraremos la
manera, Laurent -replicó ella con un guiño malicioso-. Antes nada os asustaba, ¿no es cierto? Os escapasteis simplemente por saber cómo os
capturarían, ¿o no?
-Sois demasiado
perspicaz, Elena -dije-. ¿Qué os hace pensar que no huí por miedo?
-Sé que no fue
así. Nadie se escapa por miedo del
castillo de la reina. Lo que incita a
hacerlo es el espíritu de aventura. Yo
también lo hice, ya veis. Por eso me
sentenciaron al pueblo.
-¿Y mereció la
pena, querida mía? -pregunté. Oh, si al menos pudiera besarla, derramar su buen
humor en mi boca, pellizcarle los pezones.
Era una crueldad enorme que no me hubiera encontrado cerca de ella
durante nuestra estancia en el castillo.
-Sí, mereció la pena
-contestó con aire meditativo-. Cuando
se produjo el ataque sorpresa llevaba un año como esclava en la granja del
corregidor. Trabajaba en sus jardines
arrancando los hierbajos con los dientes, a cuatro patas, bajo la tutela del
jardinero, un hombre corpulento y severo que nunca soltaba la correa.
»Yo estaba
dispuesta a vivir algo nuevo -continuó.
Se tumbó boca arriba y separó las piernas en un gesto habitual en
ella. Yo no podía dejar de observar el
espeso vello castaño de su sexo bajo la malla de oro-. Luego, los soldados del sultán llegaron como
si los hubiera enviado con mi imaginación.
Recordad, Laurent, tenemos que hacer algo para distinguirnos ante la
corte del sultán.
Me reí para mis
adentros. Me gustaba su osadía. Por otro lado, también me gustaban los
demás. Tristán era una mezcla seductora
de fuerza y necesidad, que sobrellevaba en silencio su sufrimiento. Dimitri y Rosalynd, ambos arrepentidos, se
dedicaban a agradar, como si fueran esclavos desde siempre en lugar de haber
nacido en el seno de una familia real.
Dimitri apenas
controlaba su inquietud y su deseo. No
podía mantenerse quieto a la hora de recibir un castigo, aunque en su mente
sólo hubiera lugar para elevados pensamientos de amor y sumisión. Había pasado su corta condena en el pueblo
empicotado en el lugar de castigo público esperando los azotes de la plataforma
giratoria. Rosalynd tampoco lograba
controlarse a menos que la maniataran firmemente. Ambos habían esperado que el pueblo los
purgara de sus temores y les permitiera servir con la delicadeza que admiraban
en otros.
En cuanto a
Bella... junto con Elena era la más encantadora, la esclava más
excepcional. Parecía fría, pero su
dulzura era innegable; una princesa reflexiva y rebelde.
De vez en cuando,
durante las oscuras noches en alta mar, vi que me observaba a través de las
barras de su jaula con gesto perplejo en su expresiva carita, y cuando la
descubría sus labios se abrían dibujando una amplia sonrisa.
Cuando Tristán
lloraba, Bella, con su voz suave, decía en su defensa:
-Amaba a su señor.
-Y se encogía de hombros como si le pareciera triste pero
incomprensible.
-¿Y vos no amabais
a nadie? -le pregunté una noche.
-No, en realidad
no -respondió-. Sólo a otros esclavos,
de vez en cuando... -Entonces me dedicó aquella provocativa mirada que suscitó
en mí una inmediata erección. Había en
ella algo salvaje e intacto, pese a toda su aparente fragilidad.
Sin embargo, de
vez en cuando, parecía cavilar sobre su reticencia.
-¿Qué significaría
amarles? -me preguntó en una ocasión, casi como si hablara para sus adentros-.
¿Qué significaría rendir el corazón por completo? Anhelo los castigos, sí, pero amar a uno de
los señores o de las amas... -De pronto pareció asustada.
-Os inquieta -dije
yo comprensivamente. Las noches en alta
mar y el aislamiento nos afectaban a todos nosotros.
-Sí. Anhelo algo que no he tenido antes
-susurró-. Aunque no quiera admitirlo,
lo anhelo. Quizás aún no he encontrado
al amo o a la señora adecuados...
-El príncipe de la
Corona fue quien os trajo al reino.
Seguro que os pareció un amo verdaderamente magnífico.
-No, en absoluto
-respondió tajante-. Apenas me acuerdo
de él. Lo cierto es que no me
interesaba. ¿Qué sucedería si me rindiera a alguien que me interesara? -Sus
ojos adquirieron un extraño brillo, como si por primera vez hubiera descubierto
todo un nuevo universo de posibilidades.
-No sabría deciros
-le contesté, sintiéndome de repente totalmente perdido. Hasta aquel momento estaba seguro de que
había querido a mi ama, lady Elvira. Pero entonces no estaba del todo seguro. Quizá Bella hablaba de un amor más profundo,
más perfecto que el que yo había conocido.
El hecho era
que Bella me interesaba. Allí arriba,
más allá de mi alcance, en su cama de seda, con sus extremidades desnudas tan
perfectas como una escultura en la penumbra y los ojos llenos de secretos a
medio revelar.
No obstante, todos
nosotros, a pesar de nuestras diferencias y nuestras charlas de amor, éramos
auténticos esclavos. Eso era innegable.
Nuestra
servidumbre nos había hecho accesibles y nos había provocado cambios
permanentes. A pesar de los temores y
conflictos que nos embargaban, no éramos los mismos seres ruborizados y
avergonzados de otros tiempos.
Nadábamos, cada uno a su propio ritmo, en la corriente turbadora del
tormento erótico.
Mientras
permanecía tumbado pensando, me esforcé por comprender las principales
diferencias entre la vida del castillo y la del pueblo y por adivinar qué nos
depararía esta nueva cautividad en la sultanía.
RECUERDOS DEL CASTILLO
Y DEL PUEBLO
Laurent:
Había servido en
el castillo todo un año como esclavo de la estricta lady Elvira, quien cada
mañana ordenaba que me fustigaran mientras ella tomaba el desayuno. Era una mujer orgullosa y reservada, con el
pelo negro como el azabache y ojos de un gris pizarra, que pasaba las horas
bordando delicadas labores. Después de
los azotes, yo besaba sus pantuflas en señal de agradecimiento, con la
esperanza de recibir una mínima migaja de elogio ya fuera por lo bien que había
recibido los golpes o porque aún me encontraba de su agrado. Pero en muy contadas ocasiones me dedicaba
alguna palabra; raras veces levantaba la vista de la aguja.
Por las tardes se
llevaba la labor a los jardines y allí, para su divertimento, yo copulaba con
princesas. Primero tenía que atrapar a
mi linda presa, para lo cual tenía que emprender una ardua persecución a través
de los parterres de flores. Luego había
que llevar a la princesita sonrojada hasta donde se encontraba mi señora y
dejarla a sus pies para que la inspeccionara.
A partir de entonces comenzaba mi verdadero trabajo, que debía ejecutar
a la perfección.
Por supuesto, me
encantaba disfrutar de esos momentos, cuando vertía mi ardor en el cuerpo
tímido y tembloroso que tenía debajo.
Incluso la más frívola de las princesas quedaba sobrecogida tras la
persecución y captura, y ambos ardíamos bajo la atenta mirada de mi señora que,
con todo, continuaba con la costura.
Fue una lástima
que durante este tiempo no coincidiera con Bella en ninguna ocasión. Ella había sido la favorita del príncipe de
la Corona hasta que cayó en desgracia y la enviaron al pueblo. Sólo lady Juliana tenía permiso para
compartirla con él. Yo la había visto
fugazmente en el sendero para caballos y anhelaba tenerla jadeando bajo mis
embates. Qué esclava tan bien dispuesta
había sido incluso en los primeros días; la forma en que marchaba junto al
caballo de lady Juliana era absolutamente impecable. Su cabello, dorado como el trigo, caía junto
a aquel rostro en forma de corazón, y sus ojos azules centelleaban de encendido
orgullo e indisimulada pasión. Hasta la
gran reina sentía celos de ella.
Pero, al
recordarlo todo otra vez, no dudé ni por un momento de la veracidad de las
palabras de Bella cuando dijo que no había amado a quienes habían reclamado sus
afectos. De haber podido mirar en el
interior de su corazón, habría visto que estaba libre de ataduras.
¿Cuál había sido
la característica particular de mi vida en los salones del castillo? Mi corazón sí llevaba cadenas. Pero me preguntaba cuál había sido la esencia
de mi cautiverio.
Yo, pese a que
estaba obligado a servir, era un príncipe, nacido de ilustre cuna, pero privado
temporalmente de todo privilegio y obligado a pasar pruebas únicas en su género
que planteaban grandes dificultades al cuerpo y al alma. Sí, ésa era la naturaleza de la humillación:
que cuando finalizara y recuperara los privilegios sería como los que entonces
se divertían con mi desnudez y me recriminaban severamente por la menor muestra
de voluntad u orgullo.
Lo veía más
claramente en las ocasiones en que la corte recibía la visita de príncipes de
otras tierras que se maravillaban de esta costumbre de mantener esclavos reales
del placer. ¡Cómo me había mortificado que me presentaran ante estas visitas!
-¿Cómo conseguís
que sirvan? -preguntaban, medio asombrados, medio encantados. Nunca sabías si lo que anhelaban era servir o
dar órdenes. ¿Acaso conviven enfrentadas en todo ser vivo ambas inclinaciones?
La respuesta
inevitable a su tímida pregunta consistía en una mera demostración de nuestra
esmerada formación: debíamos arrodillarnos ante ellos, mostrar nuestros órganos
desnudos para que los examinaran y levantar nuestros traseros para recibir los
azotes.
-Es un juego de
placer -decía mi señora, sin
darle más importancia-. Éste de aquí, Laurent, un príncipe de exquisitos
modales, me entretiene especialmente. Un
día será el soberano de un próspero reino. -Entonces me pellizcaba lentamente
los pezones y luego levantaba su palma abierta bajo el pene y los testículos
para mostrarlos a sus embelesados invitados.
-Pero, de todos
modos, ¿por qué no lucha, por qué no se resiste? -acaso preguntaba el invitado,
posiblemente para disimular sus verdaderos sentimientos.
-Pensad en ello
-decía entonces lady Elvira-. Está
completamente libre de los ropajes que en el mundo exterior harían de él un
hombre, para que pueda exhibir mejor los atributos carnales que hacen de él mi
esclavo del placer. Imaginaos a vos
mismo tan desnudo, indefenso y completamente rendido. Quizá también decidierais servir, en vez de
arriesgaros a recibir una tanda de ignominiosos correctivos.
¿Algún recién
llegado había renunciado alguna vez a pedir su propio esclavo antes de que
cayera la noche?
En muchas
ocasiones me había visto obligado a gatear con el rostro enrojecido y
tembloroso para obedecer órdenes expresadas por voces poco familiares e
inexpertas. Se trataba de nobles a los
que algún día yo recibiría en mi propia corte. ¿Recordaríamos entonces esos momentos?
¿Se atrevería alguien a mencionarlos?
Lo mismo sucedía
con todos los príncipes y princesas desnudos del castillo. Se ofrecía la mayor calidad para esta
absoluta degradación.
-Creo que Laurent
servirá como mínimo otros tres años -explicaba lady Elvira con frivolidad. Qué distante y eternamente atolondrada
era-. Pero la reina es quien toma estas
decisiones. Cuando se vaya, lo sentiré
mucho. Creo que quizá sea su corpulencia
lo que más me fascina. Es más alto que
los demás, sus huesos son de mayor tamaño pero aun así su rostro es noble, ¿no
os parece?
Entonces
chasqueaba los dedos para que me acercara y, luego, me pasaba el pulgar por la
mejilla.
-Y su miembro
-decía- es extremadamente grueso, aunque no excesivamente largo. Eso es importante. La manera en que las princesas se retuercen
debajo de él. Simplemente, debo tener un
príncipe fuerte. Decidme, Laurent, ¿cómo
podría castigaros de alguna forma original, quizá de alguna manera en la que
aún no he pensado?
Sí, un príncipe
fuerte sometido a una subyugación temporal; el hijo de un monarca, con todas
sus facultades comprometidas, enviado aquí como alumno del placer y del dolor.
Pero, ¿para qué
provocar las iras de la corte y acabar condenado al pueblo? Eso era una experiencia enteramente
distinta. Una experiencia que, aunque
apenas saboreé, llegué a conocer en su mismísima quintaesencia.
Había huido de
lady Elvira y del castillo tan sólo dos días antes de ser capturado por los
secuestradores del sultán, y aún hoy ignoro por qué lo hice.
La verdad es que
adoraba a mi señora. Era cierto. No cabía duda de que admiraba su arrogancia,
sus interminables silencios. Sólo me
hubiera agradado más si me hubiera azotado con mayor frecuencia con sus propias
manos en vez de ordenárselo a otros príncipes.
Incluso cuando me
entregaba a sus invitados o a los demás nobles y damas sentía el regocijo
especial de volver a su lado, de que me llevara otra vez a su cama y me
permitiera lamer el estrecho triángulo de vello que se abría entre sus blancos
muslos mientras permanecía recostada contra los almohadones, con el pelo caído
y los ojos entornados e indiferentes.
Había sido todo un reto fundir su corazón glacial, hacerla gritar
echando la cabeza hacia atrás y verla expresando finalmente su placer como la
mayoría de princesitas lascivas del jardín.
Sin embargo, me
había escapado. Aquel impulso me
sobrevino de repente. Tenía que
atreverme a hacerlo, levantarme, adentrarme en el bosque y que me buscaran. Claro que iban a encontrarme. Nunca dudé que fueran a hacerlo. Siempre encontraban a los fugitivos.
Quizás hacía ya
demasiado tiempo que temía hacerlo, ser capturado por los soldados y enviado a
trabajos forzados al pueblo. De pronto,
me tentó la idea, como el impulso de saltar desde un precipicio.
Para entonces ya
había enmendado todos los demás defectos; mostraba una perfección bastante
aburrida. Nunca me protegía de la
correa. Había desarrollado tal necesidad
por el látigo que con sólo verlo mí carne temblaba con entusiasmo. Siempre atrapaba con rapidez a las
princesitas en las persecuciones del jardín, las alzaba bien arriba cogiéndolas
por las muñecas y las transportaba sobre el hombro, con sus calientes pechos
contra mi espalda. Había sido un reto
interesante dominar a dos e incluso a tres en una sola tarde y con idéntico
vigor.
Pero esta cuestión
de la huida... ¡Quizá quisiera conocer mejor a mis amos y mis señoras! Porque cuando me convirtiera en el fugitivo
capturado sentiría todo su poder en la mismísima médula de los huesos. Sentiría todo lo que ellos eran capaces de
hacerme sentir, por completo.
Fuera cual fuese
el motivo, esperé hasta que la dama se quedó dormida en la silla del jardín,
entonces me levanté, eché a correr hacia el muro y trepé por él para saltar al
otro lado. No escatimé esfuerzos para
atraer su atención. Aquello se convertía
en un intento inequívoco de fuga. Sin
volver la mirada atrás, corrí por los campos segados en dirección al bosque.
No obstante, nunca
me había sentido tan desnudo, tan completamente esclavo como en esos momentos
en los que mostraba mi rebelión.
Todas las hojas,
todas las altas briznas de hierba rozaban mi carne desprotegida. Mientras corría errante bajo los oscuros
árboles, y cuando me arrastraba en las proximidades de las torretas de
vigilancia del pueblo, me sorprendió sentir una vergüenza diferente.
Cuando se hizo de
noche, tuve la impresión de que mi piel desnuda relucía como un faro que el
bosque no podría ocultar. Pertenecía al
intrincado mundo del poder y la sumisión, y equivocadamente había intentado
escabullirme de sus obligaciones. El
bosque lo sabía. Las zarzas me arañaban
las pantorrillas. Mi verga se endurecía
al menor sonido procedente de la maleza.
Nunca olvidaré el
horror y la emoción finales de la captura, cuando los soldados me descubrieron
en la oscuridad y completaron progresivamente el cerco sin dejar de gritar
hasta tenerme totalmente rodeado.
Varios pares de
manos rudas cayeron sobre mis brazos y piernas.
Cuatro hombres me transportaron casi pegado al suelo, con la cabeza
colgando y las extremidades estiradas, como si fuera un simple animal que les
había proporcionado una buena cacería; así fui trasladado hasta el campamento
iluminado por antorchas entre vítores, abucheos y risas.
En el tremendo e
ineludible instante de ser juzgado, todo quedó un poco más claro. El príncipe de ilustre cuna se había
convertido en un ser inferior y testarudo que debía ser azotado y ultrajado
repetidamente por los fogosos soldados hasta que el capitán de la guardia
apareciera y ordenara que me ataran a la gruesa cruz de castigo de madera.
Fue durante esa
dura experiencia cuando volví a ver a Bella.
Para entonces ya la habían enviado al pueblo y el capitán de la guardia
la había escogido como su juguete particular.
Allí, de rodillas sobre la tierra del campamento, era la única mujer
presente. Su fresca piel, mezcla de rosa
y blanco lechoso, era mucho más deliciosa con el polvo que se pegaba a
ella. Bella magnificó con su intensa
mirada todo lo que me sucedía.
Sin duda, yo aún
la fascinaba; era un auténtico fugitivo y, de cuantos nos encontrábamos en el
barco del sultán, el único que se había merecido la cruz de castigos.
En los primeros
días que pasé en el castillo había tenido ocasión de echar un vistazo a varios
esclavos que habían sido atrapados y que también estaban subidos a la cruz, con
las piernas completamente estiradas en el madero transversal, la cabeza doblada
hacia atrás sobre lo alto de la cruz de tal manera que mirara de lleno al
cielo, la boca tensada por la tira de cuero negro que mantenía su cabeza en
esta posición. Había sentido terror por
ellos, pero me había admirado de que, en esta deshonra, sus penes estuvieran
tan duros como la madera a la que estaban atados sus cuerpos.
Luego fui yo el
condenado. Me había introducido
voluntariamente en la escena para atarme de la misma dolorosísima manera, con
los ojos mirando hacia el cielo los brazos doblados detrás de la áspera estaca,
los muslos separados, completamente estirados y doloridos, y la verga tan dura
como cualquiera de las que vi antes.
Bella era una más
entre miles de espectadores.
Me pasearon por
las calles del pueblo acompañado del lento doblar del tambor, para que la
multitud de lugareños que oía pero no podía ver me contemplara. Con cada nuevo giro de las ruedas de la
carreta, el falo de madera colocado en mi trasero se agitaba en mi interior.
Había sido
delicioso y a la vez extremado, la mayor de todas las degradaciones. Me descubrí a mí mismo deleitándome en todo
aquello, incluso mientras el capitán de la guardia me azotaba el pecho desnudo,
con las piernas separadas y el vientre al descubierto. Con qué facilidad tan sublime rogué con
gemidos y espasmos incontrolados, pues sabía con toda certeza que jamás
atenderían mis súplicas. Qué agradable
cosquilleo de excitación había sentido en el alma al saber que no había la
menor esperanza de clemencia para mí.
Sí, en aquellos
momentos había percibido todo el poder de mis secuestradores pero también había
descubierto mi propio poder; los que carecemos de todo privilegio aún podemos
incitar y guiar a nuestros castigadores hasta nuevos reinos de ardor y
atenciones amorosas.
Ya no me quedaban
deseos de agradar, ninguna pasión que colmar.
Sólo una entrega atormentada y divina.
Había balanceado desvergonzadamente las nalgas sobre el falo que
sobresalía de la cruz que penetraba en mí al tiempo que recibía los rápidos
azotes de la correa de cuero del capitán como si fueran besos. Había forcejeado y llorado a mis anchas sin
la menor dignidad.
Supongo que la
única tacha en aquel magnífico esquema era que no podía ver a mis torturadores
a menos que se situaran directamente encima de mí, lo cual sucedía con poca
frecuencia.
Por la noche,
instalado en la plaza del pueblo en lo alto de la cruz, oía cómo mis
torturadores se reunían en la plataforma que tenía debajo, sentía cómo me pellizcaban
el escocido trasero y me azotaban a verga.
Deseé poder apreciar el desprecio y el humor en sus rostros, su absoluta
superioridad al lado del ser tan ínfimo en que me habían convertido.
Me gustaba estar
condenado. Me deleitaba esta exhibición despiadada
y aterradora de insensatez y sufrimiento, aun cuando me estremecía con los
sonidos que anunciaban más latigazos, con el rostro surcado por lágrimas
incontrolables.
Aquello era
infinitamente más soberbio que ser el juguete tembloroso y abochornado de lady
Elvira. Mejor aún que el dulce
entretenimiento de copular con princesas en el jardín.
Finalmente,
también hubo compensaciones especiales, pese al doloroso ángulo desde el que
observaba. El joven soldado, después de
azotarme al compás de las campanadas de las nueve de la mañana, situó la
escalera a mi lado y, mirándome a los ojos, besó mi boca amordazada.
No pude mostrarle
cuánto lo adoraba. Fui incapaz de cerrar
los labios sobre la gruesa tira de cuero que me amordazaba y mantenía mi cabeza
inmóvil. Sin embargo, él me sujetó la
barbilla y chupó mi labio superior, luego el inferior y, por debajo del cuero,
desplazó su lengua hasta el interior de mi boca. Luego me prometió en un susurro que
a medianoche recibiría otra buena azotaina.
Él mismo iba a ocuparse de ello; le gustaba fustigar a los esclavos
malos.
-Tenéis un buen
tapiz de marcas rosadas en vuestro pecho y en el vientre -dijo-, pero aún
quedaréis más guapo. Luego, al amanecer,
os tocará la plataforma pública, donde os desatarán y os obligarán a doblaros
de rodillas para que el maestro de azotes haga su trabajo ante el gentío de la
mañana. Cómo van a disfrutar con un
príncipe grande y fuerte como
vos.
Volvió a besarme,
me chupó una vez más el labio inferior y recorrió mi dentadura con su
lengua. Me agité contra la madera, me
opuse a las ataduras mientras mi pene, tieso como una tranca, demostraba un más
que voraz apetito.
Intenté mostrar de
todas las maneras mudas que conocía mi amor por él, por sus palabras y por su
actitud cariñosa.
Qué extraño
resultaba todo, incluso el hecho de que tal vez él no me comprendiera.
Pero no importaba,
aunque me dejasen amordazado para siempre sin poder contárselo a nadie. Lo que sí importaba era que había encontrado
el lugar perfecto para mí y que nunca me levantaría. Debía convertirme en el emblema del peor de
los castigos. Si al menos mi verga, mi
pobre verga hinchada, conociera un momento de respiro, sólo un instante...
Como si hubiera
leído mis pensamientos, el joven soldado me dijo:
-Pues bien, ahora
te voy a hacer un regalito. Al fin y al
cabo, queremos que este hermoso órgano se mantenga en buena forma, y eso no se
consigue con holgazanerías -oí la risa de una mujer cerca de él-. Es una de las muchachas más encantadoras del
pueblo -continuó mientras me apartaba el pelo de los ojos-. ¿Te gustaría
echarle una buena ojeada primero?
Oooh, sí, intenté
responder. Entonces, por encima de mí,
vi un rostro de saltarines rizos rojizos, un par de dulces ojos azules,
mejillas sonrojadas y unos labios que descendieron para besarme.
-¿Veis lo guapa
que es? -me preguntó el soldado al oído.
Y a ella le dijo-: Podéis empezar, ricura.
Sentí sus piernas
que se enroscaban a las mías, sus enaguas almidonadas que me hacían cosquillas
en la carne, su húmeda entrepierna frotándose contra mi pene y luego la pequeña
vaina velluda que se abría al descender tan apretada sobre mí. Gemí con más fuerza de la que al parecer se
puede gemir. El joven soldado sonreía
por encima y volvió a bajar la cabeza para depositar sus besos húmedos, libadores.
Oh, qué pareja tan encantadora y ardorosa. Me
revolví inútilmente bajo las ligaduras de cuero pero ella imprimía el ritmo a
ambos, cabalgaba sobre mí, arriba y abajo, entre las sacudidas de la pesada
cruz, y recorrió mi verga hasta que hizo erupción dentro de la muchacha.
Después de aquello
no vi nada, ni siquiera el cielo.
Recordaba
vagamente que el joven soldado se había acercado para decirme que era
medianoche, la hora de mi siguiente azotaina.
También me dijo que, si era buen chico a partir de entonces y mi verga
permanecía en posición firme con cada zurra, haría que me trajeran otra
muchacha del pueblo la noche siguiente.
En su opinión, un fugitivo castigado debía disponer de una muchacha con
cierta frecuencia, aunque sólo fuera para agravar su sufrimiento.
Yo sonreí
agradecido bajo la mordaza de cuero negro.
Sí, cualquier cosa que agravara el sufrimiento. ¿Cómo podría ser un buen
chico? Pues contorsionándome y
forcejeando, haciendo ruido para expresar mi sufrimiento, extendiendo con
fuerza hacia la nada mi verga hambrienta.
Estaba más que dispuesto a ello.
Deseaba saber cuánto tiempo estaría expuesto de esta guisa. Me habría gustado permanecer así para
siempre, como símbolo perenne de bajeza, únicamente digno de desprecio.
De tanto en tanto pensaba, mientras la correa me
alcanzaba los pezones y el vientre, en el modo en que lady Elvira me había
mirado cuando me hicieron entrar empalado en la cruz por las puertas del
castillo.
Al alzar los ojos
la había avistado junto a la reina, en la ventana abierta. Entonces las lágrimas desbordaron mis ojos y
lloré desesperadamente. ¡Era tan guapa!
La veneraba precisamente porque sabía que entonces iba a imponerme el
peor de los castigos.
-Lleváoslo -había
dicho mi señora con aire casi hastiado, propagando su voz por el patio
vacío-. Comprobad que lo azotan a
conciencia y vendedlo en el pueblo a un amo o señora que sea especialmente
cruel.
Sí, se trataba de otro juego de disciplina
necesaria con nuevas normas, y en él descubrí una capacidad de sumisión con la
que no había soñado.
-Laurent, iré al
pueblo en persona para ver cómo os venden -dijo mi ama cuando me
llevaban-. Me aseguraré de que servís en
la ocupación más miserable.
Amor, un amor
verdadero por lady Elvira lo había acentuado todo. Pero las posteriores reflexiones de Bella en
la bodega del barco me confundieron.
¿Era la pasión por
lady Elvira todo lo que puede llegar a ser el amor? ¿O se trataba simplemente
del amor que uno puede sentir por cualquier dama perfecta? ¿Se podía aprender
aún más en el crisol del ardor y el dolor sublime? Quizá Bella era más perspicaz, más honesta...
más exigente.
Incluso con
Tristán y el amor que sentía por su amo, uno tenía la sensación de que lo había
entregado con demasiada rapidez, sin impedimentos. ¿Se lo había merecido
verdaderamente Nicolás, el cronista de la reina? Cuando Tristán hablaba de este hombre,
¿aclaraba algún pormenor? Lo que se
deducía de los lamentos de Tristán era el hecho de que el hombre había
incentivado su amor con momentos de notable intimidad. Me preguntaba si, para Bella, una invitación
así hubiera bastado.
Sin embargo, una
vez en el pueblo, mientras permanecía en la cruz de castigo estirándome y
retorciéndome bajo los azotes de la correa, el recuerdo de mi perdida lady
Elvira se había vuelto agridulce.
También era agridulce el recuerdo de la graciosa princesa Bella cuando
estábamos en el campamento de soldados y me miró fijamente, con sincero
asombro. ¿Acaso compartía ella el secreto que yo tanto había deseado? ¿Se
atrevería también ella a hacer algo así?
En el castillo se decía que se había buscado voluntariamente la condena
a servir en el pueblo. Sí, ya entonces
esa cosita atrevida y tierna me gustaba mucho.
Pero mi vida como
fugitivo castigado había finalizado nada más empezar. No llegué a ver nunca la plataforma de
subastas.
En cuestión de
segundos, durante aquellos últimos latigazos a medianoche, el ataque sorpresa
cayó sobre el pueblo. Los soldados del
sultán invadieron con estruendo las callejuelas adoquinadas.
Me cortaron la
mordaza de cuero y las ligaduras y mi cuerpo dolorido fue arrojado sobre un
caballo que salió al galope antes de que pudiera vislumbrar a mi secuestrador.
Luego, la bodega
del barco, este pequeño camarote con tapices enjoyados en el techo y faroles de
latón.
Embadurnaron mi
piel abrasada con aceite dorado, me untaron el cabello con perfumes, y
encadenaron la rígida protección de malla sobre mi pene y mis testículos de tal manera que era imposible
tocármelos. Luego fui confinado a la jaula.
A continuación, las preguntas tímidas y respetuosas de los demás esclavos
cautivos: ¿Por qué me había escapado y cómo había sobrellevado la cruz de
castigos?
El eco de la
advertencia del emisario de la reina antes de dejar el reino:
-En el palacio del
sultán... dejarán de trataros como seres inteligentes... os adiestrarán como a
valiosos animales, y jamás, Dios lo quiera, intentéis hablar ni mostréis
evidencias de otra cosa que el más simple de los entendimientos.
En estos instantes
me pregunté, mientras la corriente nos llevaba mar adentro, si en esa tierra
extraña los diversos tormentos del castillo y del pueblo se conciliarían.
Habíamos sido
abyectos por mandato real, y luego por condena real. A partir de entonces, en un mundo extranjero,
lejos de quienes conocían nuestra historia o condición, seríamos abyectos por
nuestra propia naturaleza.
Abrí los ojos y de
nuevo vi los faroles que colgaban de las horquillas de latón bajo los tapices
entoldados del techo. Habíamos echado
anclas.
Arriba se percibía
un gran movimiento. Parecía que toda la
tripulación estaba en pie. Se oían unos
pasos que se aproximaban...
A TRAVÉS DE LA CIUDAD
Y EN EL INTERIOR DE PALACIO
Bella abrió los
oíos. No había dormido pero no le hacía
falta mirar por una ventana para saber que era de día. El aire del interior del camarote era
inusualmente cálido.
Una hora antes
había oído que Tristán y Laurent susurraban en la oscuridad y se enteró por
ellos de que el barco había echado anclas.
Se había asustado un poco.
Después de
aquello, había entrado y salido de sueños eróticos poco profundos, despertando
todas las partes de su cuerpo como un paisaje al amanecer. Estaba impaciente por desembarcar, por
conocer en todo su alcance lo que le iba a suceder, por sentirse amenazada por
algo más tangible.
Cuando vio entrar
en tropel a los delgados y bien parecidos asistentes, supo con certeza que
habían llegado a la sultanía. En breve
todos sus anhelos se convertirían en experiencias reales.
Los graciosos
muchachos, que no debían de tener más de catorce o quince años pese a su
altura, iban siempre suntuosamente vestidos, pero aquella mañana llevaban
túnicas de seda con bordados y ceñidos fajines confeccionados en una exquisita
tela rayada. Su negro cabello, acicalado
con lociones, relucía y su inocente rostro estaba oscurecido por un aire
inhabitual de inquietud.
Despertaron al
instante a los demás esclavos reales, los sacaron de las jaulas y los
condujeron a sus correspondientes mesas de cuidados.
Bella se estiró
sobre la seda disfrutando de la repentina libertad, desembarazada de su
confinamiento, y sintió un hormigueo en los músculos de las piernas. Echó una ojeada a Tristán y luego a
Laurent. Tristán continuaba sufriendo
mucho. Laurent, como siempre parecía
ligeramente divertido. Pero entonces ya
no había ni siquiera tiempo para despedirse.
Rogó para que no les separaran, para que, ocurriera lo que ocurriese, lo
descubrieran juntos y que, de alguna manera, su nueva cautividad les
proporcionara momentos en los que pudieran hablar.
Los jóvenes
asistentes aplicaron con rapidez el aceite dorado sobre la piel de Bella, con
fuertes masajes que lo hacían penetrar en sus muslos y nalgas. Levantaron y cepillaron la larga melena con
polvo dorado y luego volvieron a la princesa boca arriba con suma suavidad.
Unos diestros
dedos le abrieron la boca, y con un suave paño, sacaron brillo a su
dentadura. Le aplicaron una cera dorada
sobre los labios y luego pintura, también dorada, sobre sus pestañas y cejas.
Desde el primer
día de viaje, a Bella no le habían vuelto a decorar de un modo tan exhaustivo,
ni tampoco a los demás esclavos. Su
cuerpo reaccionó con familiares sensaciones.
Pensó vagamente en
su capitán de la guardia y su divina rudeza, en los elegantes torturadores de
la corte de la reina, tan distantes en su recuerdo, y sintió una necesidad
desesperada de pertenecer otra vez a alguien, de ser castigada para alguien,
poseída a la vez que castigada.
Ser poseída por
otro merecía cualquier humillación.
Volviendo al pasado, tuvo la impresión de que únicamente había estado en
pleno florecimiento cuando era violada plenamente para satisfacer la voluntad
de otro. Al sufrir por voluntad ajena
era cuando había descubierto su verdadero yo.
Pero, durante la
travesía por alta mar, un nuevo sueño, cada vez más profundo, había empezado a
fulgurar en su mente: el sueño de que en esta tierra extranjera encontraría de
algún modo lo que no había encontrado antes, alguien a quien pudiera amar de
verdad. Se lo había confiado únicamente
a Laurent.
En el pueblo le
había dicho a Tristán que no era eso lo que quería, sino que lo que anhelaba
era recibir un trato duro y severo. Pero
en realidad el amor de Tristán por su amo la había afectado profundamente. Las palabras del príncipe habían influido en
su ánimo en el mismo momento en el que ella expresaba sus contradicciones.
Luego, en alta
mar, habían llegado esas noches solitarias, de anhelos insatisfechos y
excesivas consideraciones acerca de todos los designios del destino y la
fortuna. Había sentido una extraña
fragilidad al pensar en el amor. Al
pensar en entregar su alma secreta a un amo o a una ama, Bella se sintió más
desconcertada que nunca.
El asistente le
peinaba el vello púbico, le aplicaba pintura dorada y tiraba de cada rizo para
levantarlo.
Bella difícilmente
conseguía mantener las caderas quietas.
Luego vio un espléndido puñado de perlas que el muchacho le mostraba
para que las inspeccionara. Se las
colocó entre el vello púbico pegadas a la piel con un fuerte adhesivo. Qué adorno tan precioso. Bella sonrió.
La princesa cerró
los ojos durante un segundo; el sexo le dolía de vacío. Luego echó un vistazo a Laurent y comprobó
que el dorado rostro del príncipe había adquirido un aire oriental. Sus pezones estaban primorosamente erectos,
así como la gruesa verga. Estaban
decorando el cuerpo de él de acuerdo con su tamaño y fortaleza, con grandes
esmeraldas en vez de perlas.
Laurent sonreía al
muchacho que hacía el trabajo y, por su expresión, parecía que lo despojaba
mentalmente de sus lujosas ropas. Luego,
el príncipe se volvió a Bella, se llevó lánguidamente la mano a los labios y le
lanzó un beso sin que nadie más se percatara.
A continuación le
guiño un ojo y Bella sintió
crecer el deseo y la pasión que ardían en ella.
Era tan hermoso, Laurent.
«Oh, por favor, que no nos separen», imploró
ella. No porque pensara que alguna vez
poseería a Laurent, pues eso sería pedir demasiado, sino por que estaría
perdida sin los demás, perdida...
Entonces una duda
la asaltó con toda su fuerza: no tenía ni idea de lo que iba a sucederle en la
sultanía, no tenía el menor control sobre ello.
Sabía lo que era ir al pueblo, lo sabía.
Se lo habían contado. Incluso el
castillo, lo sabía. El príncipe de la
Corona la había preparado. Pero esto,
este lugar, iba más allá de lo imaginable.
Su cada vez mayor palidez se disimulaba bajo la pintura dorada que le
cubría el rostro.
Los criados hacían
gestos a los esclavos que tenían a su cargo para que se levantaran. Eran los mismos gestos exagerados y
apremiantes de siempre para que permanecieran en silencio, quietos y
obedientes, formando un corro los unos frente a los otros.
Bella sintió que
le cogían las manos y se las enlazaban a la espalda como si por sí misma fuera
incapaz hasta de hacer eso. El mozo tocó
su nuca y luego le besó suavemente la mejilla mientras ella inclinaba la cabeza
sumisamente.
La princesa
todavía veía a los otros con claridad.
Los genitales de Tristán también habían sido decorados con perlas. El príncipe relucía de pies a cabeza, sus
mechones rubios estaban aún más dorados que su brillante piel.
Al mirar a Dimitri
y a Rosalynd, descubrió que los habían decorado con rubíes rojos. Su pelo negro creaba un magnífico contraste
con su piel satinada. Los enormes ojos
azules de Rosalynd parecían adormilados bajo la orla de pestañas pintadas.
El amplio pecho de
Dimitri estaba tieso como el de una estatua, aunque sus muslos de fuerte
musculatura temblaban incontroladamente.
De repente, Bella
dio un respingo cuando el mozo añadió un poco mas de pintura dorada a sus
pezones. La princesa no podía apartar la
vista de los pequeños dedos marrones, hechizada por el esmero con que
trabajaban y por la forma en que sus propias tetillas se endurecían
insoportablemente. Sentía que cada una
de las perlas se adhería a su piel. Cada
hora de hambre sexual pasada en la travesía por mar acentuó su silencioso
anhelo.
Pero a los
cautivos les tenían reservada otra sorpresa.
Bella observó a hurtadillas, con la cabeza aún inclinada, cómo los mozos
extraían de sus profundos bolsillos ocultos otros juguetes terroríficos: varios
pares de abrazaderas de oro con largas cadenas de delicados eslabones
firmemente sujetas.
Bella ya conocía y
temía las abrazaderas, naturalmente.
Pero las cadenas... la inquietaban de verdad. Parecían traíllas, ya que tenían pequeñas
asas de cuero.
El criado le tocó
los labios para indicarle que permaneciera en silencio y luego, con presteza,
pellizcó con sus dedos el pezón derecho y agarró una buena porción de carne con
la pequeña y dorada abrazadera aconchada que cerró con un chasquido. Estaba forrada con un trozo de piel blanca
pero la presión era inflexible. Todo el
cuerpo de Bella pareció sentir el repentino y persistente tormento. Cuando le sujetaron la otra abrazadera con
idéntica presión, el asistente cogió las largas cadenas por las asas y les dio
un tirón. Era lo que Bella más
temía. Aquel gesto la obligó
abruptamente a moverse hacia delante entre jadeos.
El mozo le lanzó
de inmediato una mirada ceñuda, sumamente contrariado por el quejido que la
muchacha había proferido con la boca abierta, y le dio firmemente en los labios
con los dedos. Ella bajó aún más la
cabeza, admirada de las dos frágiles cadenas y de la sujeción que ejercían
sobre estas partes misteriosamente tiernas de su cuerpo. Parecían dominarla por completo.
La princesa
observó con el corazón encogido mientras la mano del asistente tiraba y sacudía
las cadenas otra vez arrastrando a Bella hacia delante una vez más. Esta vez gimió pero no se atrevió a abrir los
labios, y por ello recibió un beso de beneplácito que hizo que el deseo
renaciera dolorosamente en su interior.
«Oh, pero no
pueden llevarme a tierra de este modo», pensó.
Enfrente veía a Laurent, sujeto del mismo modo que ella, furioso y
sonrojado mientras el mozo tiraba de las odiosas cadenas y le obligaba a
avanzar. Laurent parecía aún más
desamparado que cuando estaba atado a la cruz de castigos en el pueblo.
Por un momento,
Bella recordó el cruel deleite de los castigos del pueblo. Sintió con más agudeza esta delicada condena,
el nuevo cariz de su servidumbre.
Vio que el joven
criado de Laurent besaba la mejilla del esclavo con aprobación. Laurent no jadeó ni gritó. Pero su verga se convulsionaba de un modo
descontrolado. Tristán se encontraba en
el mismo estado de desdicha, pero su aspecto, como siempre, era de una
tranquila majestuosidad.
Los pezones de
Bella palpitaban como si los estuvieran fustigando. El deseo brotaba a borbotones por sus
extremidades, la hacía estremecerse levemente sin mover los pies, y su mente de
pronto se animó otra vez con sueños de un nuevo y especial amor.
Las ocupaciones de
los jóvenes asistentes la distrajeron.
Estaban cogiendo de la pared largas tiras de cuero rígido. Como todos los demás objetos de este reino,
éstas también estaban tachonadas profusamente con joyas, lo cual las convertía
en pesados instrumentos de castigo aunque, como si se tratara de listas de
madera joven, eran absolutamente flexibles.
Sintió el ligero
picor en la parte posterior de sus pantorrillas y tiraron de nuevo de la
traílla doble. Debía seguir a Tristán, a
quien habían obligado a ponerse de cara a la puerta. Los demás se alineaban probablemente tras
ella.
Por primera vez en
quince días, iban a salir de la bodega del barco. Se abrieron las puertas. El mozo de Tristán lo guió escaleras arriba
jugueteando con la correa de cuero sobre sus pantorrillas para obligarle a
andar. Por un momento, la luz del sol,
que se derramaba desde la cubierta, les cegó.
Llegó con un aluvión de ruido formado por el sonido de la muchedumbre,
de gritos distantes, de un sinnúmero de gente.
Bella se apresuró
a subir las escaleras de madera que sentía calientes bajo sus pies, pero los
tirones de sus pezones la obligaron a gemir de nuevo. Era realmente ingenioso
que la condujeran con tal facilidad mediante unos instrumentos tan
refinados. Qué bien entendían estas
criaturas a sus cautivos. La princesa
apenas podía soportar ver las nalgas tersas y fuertes de Tristán ante
ella. Le pareció oír gemir a Laurent por detrás. Sintió miedo por Elena, Dimitri y Rosalynd.
Bella había salido
a cubierta y a ambos lados veía una multitud de hombres con sus largas túnicas
y turbantes. Más allá, el cielo abierto
y los altos edificios de ladrillos de barro cocido de la ciudad. De hecho, se encontraban en un puerto de gran
actividad y, por todos lados, a derecha e izquierda, se veían los mástiles de
otros barcos. El ruido, al igual que la
mismísima luz, era aturdidor.
«Oh, que no nos
lleven a tierra de este modo», se dijo la princesa una vez más. Pero la
apresuraron a seguir a Tristán a través de cubierta y a descender por una
escalerilla moderadamente inclinada. El
aire salado del mar se enturbió de pronto, cargado de calor y polvo, de olor a
animales, estiércol y cuerda de cáñamo, y de la arena del desierto.
De hecho, la arena
cubría las piedras sobre las que de repente Bella se encontraba. No pudo evitar alzar un poco la cabeza para
ver la enorme multitud, contenida por los miembros de la tripulación tocados
con turbantes. Cientos y cientos de
rostros oscuros la escudriñaban a ella y a los demás cautivos. Había camellos y asnos cargados con altas
pilas de mercancías, hombres de todas las edades ataviados con túnicas de lino,
la mayoría de ellos con turbantes o bien cubiertos por los ondeantes tocados
del desierto.
Por un momento
Bella perdió todo el coraje. Este no era
el pueblo de la reina, desde luego. Era
algo mucho más real, pese a ser extranjero.
No obstante, su
alma se recuperó en cuanto sintió un nuevo tirón en los pezones. Entonces vio aparecer a unos hombres vestidos
con llamativos ropajes quienes, en grupos de cuatro, sostenían sobre sus
hombros unas largas varas doradas de unas literas descubiertas y acolchadas.
Bajaron de
inmediato uno de estos cojines transportables para dejarlo ante ella. De nuevo sus pezones sufrieron el tirón de
las crueles traíllas al tiempo que la correa de cuero alcanzaba sus
rodillas. Bella comprendió. Se arrodilló sobre el cojín, un poco
deslumbrada por el espléndido diseño rojo y oro. Sintió que la empujaban para sentarla sobre
los talones obligándola a separar las piernas, y una cálida mano instalada
firmemente sobre su nuca le indicó que reclinara una vez más la cabeza.
«Esto es
insoportable -pensó gimiendo tan suavemente como pudo-, que nos lleven así por
toda la ciudad. ¿Por qué no nos llevan secretamente hasta su alteza el sultán?
¿No somos esclavos reales?»
Pero la princesa
conocía la respuesta. La veía en los
rostros oscuros que se apretujaban por doquier.
«Aquí no somos más
que esclavos. Ningún miembro de la
realeza nos acompaña. Simplemente somos
valiosos y exquisitos, como las demás mercaderías que sacan de la bodega de los
barcos. ¿Cómo ha podido permitir la reina que nos suceda esto?»
Sin embargo
aquella frágil sensación de indignación se disolvió instantáneamente, como por
efecto del calor de su propia carne desnuda.
El asistente empujó las piernas para que las abriera aún más y le separó
las nalgas apoyadas sobre los talones mientras ella se esforzaba por mostrarse
lo más dócil posible.
«Sí -pensó
mientras su corazón latía con fuerza y su piel absorbía la admiración de la
multitud-, una posición muy buena.
Pueden ver mi sexo y todas mis partes secretas.» Forcejeó con otra leve
muestra de alarma. Entonces ataron con
destreza las traíllas doradas a un gancho de oro que estaba dispuesto en la
parte delantera del cojín, lo que las dejaba totalmente tensas y sujetaban sus
pezones creando un agridulce estado de tensión.
El corazón de
Bella latía demasiado deprisa. Su joven
mozo la asustó aún más con aquellos desesperados gestos para que permaneciera
callada, para que fuera buena. Le tocó
los brazos con gesto exigente. No, no
debía moverlos. Ya lo sabía. ¿Acaso
había intentado alguna vez permanecer quieta con tal empeño? Cuando su sexo se convulsionó como una boca
luchando por respirar, ¿se daría también cuenta la multitud?
Levantaron
cuidadosamente la litera hasta apoyarla sobre los hombros de los portadores del
turbante. La constatación de su
exposición casi le provocó náuseas. Pero
ver a Tristán más adelante, arrodillado sobre su cojín, la consoló y le recordó
que no estaba sola en esto.
La ruidosa
muchedumbre les dejó paso. La pequeña
procesión avanzaba a través de un gran espacio abierto que partía desde el
puerto.
Bella, invadida
por cierto sentido del decoro, no se atrevía a mover ni un músculo. No obstante, veía a su alrededor el gran
bazar: mercaderes con sus brillantes piezas de cerámica esparcidas sobre
alfombras multicolores, rollos de seda y lino apilados, artículos de cuero y de
bronce y ornamentos de plata y oro, jaulas con aves agitadas, cloqueantes; y
alimentos cocinándose en cazuelas humeantes bajo polvorientos entoldados.
Sin embargo, el
mercado al completo dirigía su atención y comentarios a los cautivos que eran
transportados sobre las literas. Algunos
de los espectadores se quedaban mudos junto a sus camellos, limitándose a
observar. Otros, que parecían ser los
más jóvenes, con la cabeza al descubierto, corrían a la altura de Bella,
levantando la mirada para contemplarla, señalándola con el dedo y hablando
apresuradamente.
El criado se
mantenía a la izquierda de la princesa y, con la larga correa de cuero, hacía
algunos pequeños ajustes al largo pelo y de vez en cuando amonestaba ferozmente
al gentío, al que obligaba a retroceder.
Bella intentaba no
apartar la mirada de los altos edificios de ladrillos a los que cada vez se
aproximaban más.
La transportaban
por una pendiente ascendente, pero los portadores sostenían la litera en
posición horizontal. La princesa se
esforzó por mantener una postura perfecta pese a que su pecho se agitaba con
los tirones de las crueles abrazaderas y las largas cadenas de oro que
sostenían sus pezones temblaban bajo la luz del sol.
Se encontraban en
una calle empinada. A ambos lados las
ventanas se abrían, la gente señalaba y se quedaba mirando. La multitud se movía en tropel a lo largo de
las paredes y el griterío se hacía de pronto más ruidoso al reverberar contra
las piedras. Los mozos les obligaban a
retroceder con órdenes cada vez más estrictas.
«Ah, ¿qué sentirán
al mirarnos? -se preguntó Bella. Su sexo
desnudo latía entre las piernas. Parecía
sentirse tan deshonrosamente abierto-. Somos como bestias, ¿no? Toda esta gente miserable no se imagina ni
por un instante que también a ellos podría sobrevenirles un destino así, por
muy pobres que sean. Lo único que desean
es la oportunidad de poseernos.»
La pintura dorada
tiraba de su piel, sobre todo de sus pezones apretados.
Por más que lo
intentaba, no podía mantener las caderas completamente quietas. Su sexo parecía derretirse de deseo y
arrastraba todo su cuerpo con él. Las
miradas de la multitud la alcanzaban y atosigaban, la afligían por su propio
vacío.
Habían llegado al
final de la calle. La multitud salió en
torrentes a un espacio abierto en el que había varios miles más de personas
espectantes. El ruido de las voces
llegaba en oleadas. Bella no alcanzaba a
ver el final de esta multitud ya que cientos de ellos se apiñaban para ver más
de cerca la procesión. Sintió que su
corazón latía aún con más violencia mientras atisbaba las grandes cúpulas
doradas de un palacio que se alzaba ante ella.
El sol la
cegó. Centelleaba sobre muros de mármol
blanco, arcos morunos, gigantescas puertas que se cerraban con hojas doradas,
torres encumbradas tan delicadas que hacían que los oscuros y toscos castillos
de Europa parecieran en cierto modo chabacanos y vulgares.
La procesión
torció bruscamente a la izquierda. Durante un instante, Bella vislumbró a
Laurent a su lado, luego a Elena y su larga melena agitada por la brisa, y las
figuras oscuras e inmóviles de Dimitri y Rosalynd. Todos obedientes, sobre sus literas
acolchadas.
Los más jóvenes de
la multitud parecían los más frenéticos.
Vitoreaban y corrían arriba y abajo, como si la proximidad del palacio
intensificara en cierto modo su excitación.
Bella vio que la
procesión había llegado a un lado de la entrada y unos guardias con turbantes y
grandes alfanjes que colgaban de sus fajines hacían retroceder a la multitud
mientras se abría una pesada doble puerta.
«Oh, bendito
silencio», se dijo Bella. Vio que
llevaban a Tristán bajo el arco e inmediatamente ella lo siguió.
No habían entrado
en un patio, como había esperado, sino que más bien se encontraban en un gran
corredor con las paredes cubiertas de intrincados mosaicos. Incluso el techo formaba un tapiz de piedra
con motivos florales y espirales. Los
portadores se detuvieron. Las puertas de
la entrada, que quedaban mucho más atrás, ya se habían cerrado. Todos se vieron envueltos en sombras.
Sólo entonces,
Bella descubrió las antorchas de las paredes y las lámparas en los pequeños
nichos. Un grupo numerosísimo de
muchachos de rostro oscuro, vestidos exactamente igual que los mozos del barco,
inspeccionaba a los nuevos esclavos en silencio.
Hicieron descender
la litera de Bella. Al instante, el mozo
agarró las traíllas y tiró de ella para que se pusiera de rodillas sobre el
mármol. A toda prisa, portadores y literas
desaparecieron por unas puertas que Bella apenas había tenido tiempo de
descubrir. La obligaron a apoyarse
también sobre sus manos, y el pie del mozo le pisaba firmemente la nuca para
obligarla a bajar la frente hasta tocar el suelo de mármol.
Bella sintió un
estremecimiento. Percibió unos modales
diferentes en su asistente. Cuando el
pie apretó con más fuerza, casi con rabia, sobre su cuello, ella besó
apresuradamente el frío suelo, invadida por el temor de no saber lo que querían
de ella.
Pero este gesto
pareció aplacar al muchachito. La princesa sintió una palmadita de aprobación
en la nalga.
A continuación le
levantaron la cabeza y pudo ver a Tristán.
Le obligaban a ponerse a cuatro patas delante de ella. Aquel trasero bien formado la incomodó aún
más.
Pero mientras
observaba sobrecogida de asombro, pasaron las pequeñas cadenas con eslabones de
oro que apretaban sus pezones entre las piernas de Tristán y luego bajo el
vientre del príncipe.
« ¿Por qué?», se
preguntó Bella sintiendo la presión reavivada
con que las abrazaderas pellizcaban su carne.
De inmediato iba a conocer la respuesta. Notó que pasaban un par de cadenas entre sus
propios muslos importunándole sus labios púbicos. Entonces una mano firme la agarró por la
barbilla, le abrió la boca y le introdujo las asas de cuero como si se tratara
de una embocadura que debía sujetar entre los dientes con la debida firmeza.
Se percató de que
aquélla era la traílla de Laurent. Así
que entonces debía tirar de él mediante las abominables cadenas igual que
Tristán tiraba de ella. El menor gesto
involuntario de su cabeza aumentaría el tormento de Laurent igual que Tristán
haría con el suyo al tirar de las cadenas asignadas a él.
Pero lo que de
verdad abrumaba a Bella era la globalidad del espectáculo.
«Estamos amarrados
unos a otros como animalitos conducidos al mercado», pensó. Se sintió aun más confundida por las cadenas
que tocaban levemente sus muslos y el exterior de sus labios púbicos. El roce contra su tenso vientre la perturbó
todavía más.
« ¡Pequeño
diablillo!», se dijo y echó un vistazo a las vestimentas de seda de su
asistente. El criado le repasaba el pelo
hasta la saciedad, forzaba la espalda de la muchacha para que se doblara aún
más, de tal manera que elevara todavía más el trasero. Sintió las púas de un peine que acariciaban
el delicado vello que rodeaba su ano mientras el ardiente rubor que la inundaba
hacia enrojecer aún más su rostro.
¿Tenía que mover
Tristán la cabeza de ese modo, haciendo que sus pezones palpitaran así?
Oyó que uno de los
mozos daba una palmada. La correa de
cuero descendió sobre las pantorrillas de Tristán y contra las plantas de sus
pies desnudos. El príncipe comenzó a
avanzar y ella se apresuró tras él.
Cuando Bella alzó
la cabeza, lo justo para ver las paredes y el techo, la correa le dio en la
nuca. Luego fustigó la parte inferior de
sus pies igual que habían hecho con Tristán.
Las cadenas tiraban de sus pezones como si tuvieran vida
propia.
No obstante, las
tiras de cuero les golpeaban con mayor rapidez y fuerza, apremiándolos a darse
prisa. Una pantufla le propinó un
empujón en el trasero. Sí, debían
correr. A medida que Tristán cogía
velocidad, ella hacía lo mismo, mientras recordaba con turbación cómo había
corrido en una ocasión por el sendero para caballos de la reina.
«Sí, apresuraos
–pensó y mantened la cabeza correctamente baja. ¿Cómo pudisteis pensar que
entraríais en el palacio del sultán de otro modo?»
Las multitudes del
exterior podían mirar boquiabiertos a los esclavos, probablemente igual que
hacían ante la mayoría de prisioneros degradados, pero los esclavos del sexo de
aquel palacio tan magnífico tenían que mantener las bocas abiertas por
obligación.
A cada centímetro
de suelo que recorría, Bella se sentía más abyecta. Notaba cómo aumentaba el calor en su pecho al
quedarse sin aliento, y su corazón, como siempre, latía muy deprisa, demasiado
ruidoso.
El pasillo parecía
agrandarse, cada vez más ancho y más alto.
El numeroso grupo de mozos franqueaba a los esclavos. No obstante, Bella aún atisbaba varias
puertas arqueadas a izquierda y derecha, y salas cavernosas decoradas con los
mismos mármoles de hermoso colorido.
La grandiosidad y
solidez del lugar la sobrecogieron. Las
lágrimas escocían sus ojos. Se sentía
pequeña, totalmente insignificante.
Aun así, había
algo absolutamente maravilloso en esta sensación. No era más que una cosita pequeña en este
vasto mundo pero sí parecía tener su propio lugar, de un modo más inequívoco
que en el castillo o incluso en el pueblo.
Sus pezones
palpitaban ininterrumpidamente bajo la presión de las forradas abrazaderas. Algunos destellos ocasionales de luz solar la
distraían. Sintió un nudo en la garganta, una debilidad
general. El olor a incienso, madera de
cedro y perfumes orientales la envolvió de súbito. Cayó en la cuenta de que en este mundo de
opulencia y esplendor todo estaba en calma; el único sonido lo provocaban los
esclavos que correteaban de un lado a otro y el chasquido de las correas. Ni siquiera los mozos hacían ruido, excepto
el leve roce de sus túnicas de seda. El
silencio parecía formar parte del palacio, como una extensión del dramatismo
que les devoraba.
Pero a medida que
se adentraban más y más en el laberinto, mientras la escolta de mozos se
demoraba un poco para dejar solo al pequeño torturador con su activa correa y
la procesión doblaba esquinas y entraba en pasillos aún más anchos, Bella
empezó a descubrir por el rabillo del ojo una especie de extrañas estatuas
ubicadas en nichos que hacían las veces de adorno del corredor.
De pronto, cayó en
la cuenta de que no eran verdaderas estatuas, sino esclavos vivientes
instalados en nichos.
Finalmente tuvo
que echar una amplia ojeada y, esforzándose por no perder el paso, miró a
derecha e izquierda para observar a estas pobres criaturas.
Sí, hombres y
mujeres se alternaban a ambos lados del pasillo, donde permanecían mudos de pie
en los nichos. Cada una de las figuras
había sido envuelta de arriba abajo con el lino teñido de oro, a excepción de
la cabeza, sostenida muy erguida por un puntal sumamente ornamentado, y los
órganos sexuales que quedaban expuestos en su gloria dorada.
Bella bajó la
vista e intentó recuperar el aliento aunque no pudo evitar volver a levantar la
mirada. Entonces lo vio más claro. A los hombres los habían atado con las
piernas juntas y los genitales apuntando hacia delante, y las mujeres estaban
amarradas con las piernas separadas completamente envueltas y el sexo al
descubierto.
Todos permanecían
inmóviles, con los largos puntales para el cuello, de exquisitas formas
doradas, fijados a la pared posterior mediante una vara que parecía sujetarlos
firmemente. Algunos de los esclavos
parecían dormir con los ojos cerrados, otros tenían la vista fija en el suelo,
pese a que sus rostros estaban ligeramente levantados.
Muchos de ellos
tenían la piel oscura como la de los criados y sus abundantes pestañas negras
eran características de la gente del desierto.
No había casi ninguno tan rubio como Tristán y Bella. A todos les habían embadurnado de oro.
Bella, invadida
por un pánico silencioso, recordó las palabras del emisario de la reina que les
había hablado en el barco antes de partir hacia la sultanía: «Aunque el sultán
cuenta con muchos esclavos de su propia tierra, vosotros, los príncipes y
princesas cautivos, sois una especie de exquisitez especial y una gran
curiosidad.»
«Entonces seguro
que no nos atan y nos colocan en nichos como a estos pobres -pensó Bella-,
perdidos entre docenas y docenas de esclavos, sólo para servir de adorno en un
pasillo.»
Pero la princesa
también era consciente de la auténtica verdad.
Este sultán poseía una cantidad tan vasta de esclavos que podía
sucederle cualquier cosa, tanto a ella como a sus compañeros cautivos.
A medida que
avanzaba a paso apresurado, y sus rodillas y manos empezaban a irritarse debido
al roce con el mármol, continuó estudiando estas figuras.
Pudo distinguir
que a cada una de ellas le habían doblado los brazos a la espalda y que sus
pezones dorados estaban expuestos y algunas veces sujetos con abrazaderas;
todos llevaban el cabello peinado hacia atrás para dejar al descubierto los adornos
enjoyados de las orejas.
Qué tiernas
parecían aquellas orejas, ¡como penes!
Una nueva oleada
de terror invadió todo su cuerpo. Se
estremeció al pensar en lo que Tristán sentiría allí, sin el amor de un amo. ¿Y
qué sucedía con Laurent? ¿Qué le parecería todo esto después del singular
espectáculo que había ofrecido atado en la cruz de castigo en el pueblo?
Otro tirón de las
cadenas sacudió a la princesa. Le dolían los pezones. La correa jugueteaba entre sus piernas,
acariciaba su ano y los labios de su vagina.
«Pequeño
diablillo», se dijo otra vez. No
obstante, con aquellas cálidas sensaciones hormigueantes que recorrían todo su
cuerpo, arqueó aún más la espalda para que sus nalgas se elevaran y se arrastró
con movimientos todavía más animosos.
Estaban llegando
ante una puerta doble. Con gran
conmoción, vio que había un esclavo colocado a un lado de la puerta y una
esclava al otro. Estos dos cautivos no estaban envueltos, sino completamente
desnudos, aunque pegados a las puertas mediante unas bandas doradas que
rodeaban su frente, cuello, cintura, piernas, tobillos y muñecas, con las
rodillas muy separadas y las plantas de los pies pegadas una contra otra. Tenían los brazos estirados y levantados por
encima de la cabeza, con las palmas hacia fuera. Los rostros de ambos parecían serenos. Sostenían en sus bocas racimos de uvas
diestramente dispuestos y hojas doradas como la piel de ambos, de tal manera
que las criaturas parecían esculturas.
Pero la puerta se
había abierto. Los esclavos pasaron junto
a estos dos centinelas silenciosos en un visto y no visto.
Cuando la marcha
aminoró, Bella se encontró en un patio inmenso, lleno de palmeras plantadas en
macetas y parterres de flores bordeados de mármol veteado.
La luz del sol
salpicaba las baldosas que Bella tenía enfrente. De repente, el perfume de las flores la
reanimó. Vislumbró capullos de todas las
tonalidades y descubrió, en un instante, que el vasto jardín estaba lleno de
esclavos pintados de oro, enjaulados igual que otras hermosas criaturas, todos
ellos colocados en posturas espectaculares sobre pedestales de mármol. Se sintió paralizada.
La obligaron a
detenerse y le retiraron la traílla de la boca.
Su mozo la recogió y se colocó a su lado. La correa jugueteaba entre sus muslos, le
hacía cosquillas y la obligaba a separar las piernas. Luego, una mano alisó su pelo con
ternura. Vio a Tristán a su izquierda y
a Laurent a su derecha. Entonces
comprendió que habían situado a los eslavos formando un amplio círculo.
De repente, el
numeroso grupo de asistentes empezó a reírse y a hablar como si les hubieran
liberado de algún silencio impuesto.
Rodearon a los esclavos señalándolos con los dedos y gesticulando.
Una vez más, la
pantufla pisaba el cuello de Bella, obligándola a bajar la cabeza hasta que los
labios tocaron el mármol. Por el rabillo
del ojo podía distinguir que forzaban a Laurent y a los otros a doblarse en la
misma sumisa postura.
Un arco iris
multicolor formado por las túnicas de seda de los criados los rodeó. El alboroto de la conversación era peor que
el ruido de la multitud en las calles.
Bella permanecía de rodillas, temblando, y sintió unas manos en su
espalda y en el pelo, mientras la correa de cuero separaba aún más sus piernas. Varios mozos con túnicas de seda se situaron
delante y detrás de ella.
De repente se hizo
un silencio que acabó por destrozar la frágil compostura de la princesa.
Los criados se
retiraron como si algo los apartara a un lado con un barrido. No se oía ningún ruido aparte del cotorreo de
las aves y el tintineo de los carillones.
Luego Bella oyó el
suave sonido de unos pies envueltos en pantuflas que se aproximaban.
EXAMEN EN EL JARDÍN
No fue un hombre
quien entró en el jardín sino que fueron tres.
No obstante, dos de ellos permanecieron en segundo término por respeto
al que se adelantó lentamente en solitario
Había un tenso
silencio. Bella vio los pies y el bajo
de la túnica del personaje que se movía alrededor del círculo. El tejido era suntuoso y las pantuflas de
terciopelo tenían un rubí en la punta.
Aquel hombre se movía con pasos lentos, como si lo inspeccionara todo
minuciosamente.
Bella contuvo la
respiración cuando él se aproximó a ella.
La princesa miró de soslayo al sentir que la pantufla de color vino le
rozaba la mejilla y se apoyaba luego en su nuca, para seguir a continuación
toda la longitud de la columna vertebral.
Bella se
estremeció, incapaz de contenerse. El
gemido sonó fuerte e impertinente a sus propios oídos pero no hubo ninguna
reprimenda.
Le pareció oír una
risita. Luego, una frase pronunciada con suavidad hizo que le saltaran una vez
más las lágrimas. Qué voz tan sedante e
inusualmente musical. Quizás el idioma
ininteligible la hacía más lírica. No
obstante, lamentaba no comprender el significado de aquellas palabras.
Naturalmente,
nadie le había hablado. Aquellas
palabras estaban dirigidas a uno de los otros dos hombres, pero aun así la voz
la estimuló, casi la sedujo.
De súbito, sintió
que tiraban con fuerza de sus cadenas.
Sus pezones se endurecieron y sintió un picor que al instante extendió
sus tentáculos hasta la ingle.
La princesa,
insegura y asustada, se puso de rodillas, y luego notó que tiraban de ella para
que se levantara. Los pezones le ardían
y su rostro estaba al rojo vivo.
Por un momento, la
inmensidad del jardín la impresionó. Los
esclavos atados, la abundante floración, el cielo azul, de una claridad
pasmosa, en lo alto, la gran cantidad de criados que la observaban. Además, el hombre que se hallaba de pie ante
ella.
¿Qué debía hacer
con las manos? Se las puso detrás de la
nuca y fijó la vista en el suelo embaldosado.
En su mente sólo persistió una imagen sumamente vaga del amo que la
escrutaba.
Era mucho más alto
que los muchachos. De hecho, era un
hombre muy alto y delgado, de proporciones elegantes, que parecía de mayor edad
por su aire autoritario. Era él quien
había tirado de las cadenas que aún asía.
De forma
totalmente inesperada, se las pasó de la mano derecha a la izquierda y con la
mano libre dio un manotazo en la parte inferior de los pechos de Bella, lo cual
la sorprendió. La princesa se mordió el
labio para contener las lágrimas. Pero
el ardor que sintió en su cuerpo la desconcertó. Ansiaba que la tocaran, que volvieran a
golpearla; suspiraba por sufrir una violencia aún más aniquiladora.
Cuando intentaba
controlarse, vislumbró brevemente el oscuro cabello ondulado del hombre, que no
le llegaba a los hombros. Aquellos ojos
eran tan negros que parecían dibujados con tinta, y los iris grandes y relucientes,
cuentas de azabache.
«Qué encantadora
es esta gente del desierto» pensó Bella, y los sueños de la bodega del barco
volvieron de repente a ella como una burla. ¿Amarlo? ¿Amar a este hombre que no
es más que un sirviente como los demás?
De todos modos,
aquel rostro le provocó miedo y turbación.
De pronto le pareció una cara inverosímil, casi inocente.
De nuevo se oyeron
unas sonoras palmotadas y Bella, incapaz de dominarse retrocedió unos
pasos. Sus pechos se inundaron de
calor. Su joven asistente le fustigó las
piernas desobedientes con la correa.
Bella se mantuvo quieta, lamentando aquel error.
La voz volvió a
hablar, tan suave como antes, tan melodiosa, casi acariciadora. Pero sus palabras hicieron que los jóvenes
criados empezaran a actuar con toda presteza.
Bella sintió unos
dedos suaves, sedosos, que se enroscaban sobre sus tobillos y muñecas y, antes
de que pudiera comprender lo que sucedía, la habían levantado con las piernas
alzadas en ángulo recto respecto del cuerpo, separadas por los mozos que la
sostenían. También le estiraron los
brazos hacia arriba mientras la sujetaban firmemente por la espalda y la
cabeza.
La princesa
temblaba espasmódicamente. Le dolían los
muslos y el sexo estaba expuesto de un modo brutal. Luego sintió que otro par de manos le
levantaba la cabeza y se quedó mirando fijamente a los ojos del misterioso
gigante, su amo, que le dirigía una sonrisa radiante.
Oh, era demasiado
apuesto. Bella apartó la vista al
instante, con un pestañeo. Él tenía los ojos rasgados, lo cual le confería un
aspecto levemente diabólico, y su gran boca provocaba en ella unas ganas
tremendas de besarla. Pero, pese a lo
inocente de su expresión, de aquel hombre parecía emanar un espíritu
feroz. Bella percibía la amenaza en
él. Lo sentía con su contacto. En aquella posición, con las piernas tan
separadas, se sumió en un pánico silencioso.
Como si quisiera
confirmar su poder, el amo le propinó unas rápidas bofetadas en el rostro que
obligaron a Bella a gemir. La mano
volvió a alzarse, esta vez para abofetearle la mejilla derecha luego la
izquierda, hasta que de pronto Bella se puso a llorar de modo audible.
«Pero ¿qué he
hecho?», se preguntaba mientras a través de la cortina de lágrimas descubrió
que el rostro de él únicamente reflejaba curiosidad. La estaba estudiando. No era inocencia. Lo había juzgado erróneamente. Lo que en él fulguraba era sólo la
fascinación que sentía por lo que estaba haciendo.
«De modo que se
trata de una prueba -intentaba decirse la princesa a sí misma-. Pero ¿cómo puedo superarla o saber si
fracaso?» Vio que las manos volvían a alzarse y se estremeció.
El hombre le echó
la cabeza levemente hacia atrás y le abrió la boca para tocarle la lengua y los
dientes. Bella, en un escalofrío, sintió
que todo su cuerpo se convulsionaba asido por las manos de los criados. Los dedos exploradores le tocaron los
párpados, las cejas y le enjugaron las lágrimas que surcaban su rostro mientras
la princesa continuaba con la vista fija en el cielo.
Luego, Bella
sintió las manos en su sexo expuesto.
Los pulgares se introdujeron en su vagina y la abrieron de un modo
insufrible mientras las caderas se balanceaban hacia delante provocándole una
gran vergüenza.
Parecía que iba a
explotar en un orgasmo, que no podría contenerse. ¿Estaría esto prohibido? ¿Y
cómo la castigarían? Meneó la cabeza de
un lado a otro intentando dominarse. Los
dedos eran delicados, suaves, aunque firmes a la hora de abrirla. Si le tocaban el clítoris estaría perdida;
sería incapaz de reprimirse.
Pero, a Dios
gracias, el hombre tiró de su vello púbico, le pellizcó los labios, juntándolos
con un movimiento rápido, y la dejó en paz.
Completamente
aturdida, Bella giró la cabeza hacia abajo.
La visión de su desnudez la acobardó aún más. Vio que su nuevo señor daba media vuelta y
chasqueaba los dedos. A través de la
maraña de su propio cabello comprobó que al instante los mozos alzaban a Elena
como habían hecho antes con ella.
Elena se esforzaba
por mantener la compostura, pero el rosado y húmedo sexo abría la boca a través
de la corona de vello de color castaño y los músculos de los muslos empezaban a
contorsionarse. Bella observaba
aterrorizada mientras el amo procedía a examinar a Elena como antes hizo con
ella.
Los pechos
erguidos, elevados con un marcado ángulo, se agitaban mientras el amo jugaba
con la boca y los dientes de la muchacha.
Pero cuando llegó la hora de las palmotadas Elena guardó un silencio
absoluto. La mirada en el rostro del amo
confundió a Bella todavía más.
Qué interés tan
apasionado mostraba, qué concentrado estaba en lo que hacía. Ni siquiera el jefe de los penados del
castillo, con todo su encanto le pareció tan delicado como él. La suntuosa túnica de terciopelo se entallaba
perfectamente a su recta espalda y hombros.
Sus manos demostraban una gracia persuasiva de movimientos al abrir la
roja boca púbica de Elena; la pobre princesa movía las caderas, arriba y abajo,
con deshonrosas sacudidas.
El sexo de Elena,
abierto en toda su plenitud, húmedo y evidentemente hambriento, avivó
desesperadamente el prolongado apetito de Bella en alta mar. Cuando el amo sonrió al tiempo que alisaba el
largo pelo de Elena para apartárselo de la frente y examinaba los ojos de la
muchacha, Bella experimentó unos celos incontenibles.
«No, sería
espantoso amar a alguno de ellos», se dijo la princesa. No podía entregar su corazón. Intentó apartar la vista. Sus propias piernas palpitaban, aunque los
mozos las sostenían hacia atrás con la misma firmeza de antes. También su propio sexo se hinchaba de manera
inaguantable.
Sin embargo, aun quedaban
más espectáculos por presenciar. El amo
regresó hasta Tristán. Entonces lo
alzaron en el aire con las piernas separadas del mismo modo. Bella vio por el rabillo del ojo cómo se
esforzaban los jóvenes asistentes bajo el peso del príncipe esclavo, cuyo
rostro estaba como la grana por la humillación que padecía mientras el amo
examinaba a conciencia el órgano duro y enhiesto.
Los dedos del amo
juguetearon con el prepucio, luego con la reluciente punta y extrajeron una
única gota de humedad resplandeciente.
Bella percibía la tensión en los miembros de Tristán pero no se atrevió
a alzar la vista para observar el rostro de su compañero de cautiverio cuando
el amo se dispuso a examinarlo.
La princesa pudo
entrever el rostro del amo, los enormes ojos negros azabache y el cabello
peinado hacia atrás, sujeto por detrás de las orejas, de cuyo lóbulo perforado
colgaba un diminuto aro de oro.
Bella oyó cómo
abofeteaba a Tristán, y cerró con fuerza los ojos cuando finalmente el príncipe
gimió, entre los cachetes que parecían resonar por todo el jardín.
La princesa abrió
de nuevo los ojos cuando oyó que el señor se reía entre dientes al pasar
delante de ella. Entonces le vio
levantar la mano casi distraídamente para pellizcar ligeramente su pecho
izquierdo. Le saltaron las lágrimas; su
mente se esforzaba por entender el resultado de las exploraciones que
practicaba su señor; intentaba alejar el hecho de que él la atraía más que
cualquier otro ser que la hubiera reclamado como propia hasta la fecha.
Entonces fue
Laurent, a su derecha y ligeramente delante de ella, quien fue alzado para ser
sometido a la inspección minuciosa del amo.
Mientras
levantaban al enorme príncipe, Bella oyó que el señor soltaba un rápido
torrente de palabras que inmediatamente provocó la risa de los demás
asistentes. No hacía falta que lo
tradujeran. Laurent tenía una
constitución muy poderosa, su órgano era demasiado imponente.
La princesa
alcanzó a ver en ese instante que el miembro de Laurent estaba completamente
erecto; lo tenía bien adiestrado. La
visión de los muslos fuertemente musculados y tan separados le devolvió los
delirantes recuerdos de la cruz de castigo.
Intentó no mirar el enorme escroto pero no pudo evitarlo.
Al parecer, estos
atributos superiores habían provocado una nueva excitación en el amo, que
abofeteó con fuerza a Laurent en una sucesión asombrosamente rápida de golpes
con el revés de la mano. El enorme torso
se retorció mientras los mozos forcejeaban para mantenerlo quieto.
Luego el amo
retiró las abrazaderas, las dejó caer al suelo y apretó los pezones del esclavo
mientras éste gemía a voz en grito.
Pero había algo
más. Bella lo vio. Laurent había mirado fijamente al amo; más de
una vez. Sus miradas se encontraron. En ese instante, mientras el amo apretaba una
vez más sus pezones, al parecer con fuerza, el príncipe se quedó mirando a los
ojos de su señor.
«No, Laurent
-pensó Bella con desesperación-. No lo
provoquéis. No será como la gloria de la
cruz de castigo, sino esos pasillos y el olvido más miserable.» De todos modos,
el coraje de Laurent la fascinó por completo.
El amo rodeó al
príncipe y a los mozos que lo sostenían.
Entonces cogió la correa de cuero de uno de los criados y fustigó los
pezones de Laurent repetidas veces. El
príncipe no podía permanecer quieto pese a que ya había apartado la cabeza. Su
cuello exhibía las nervaduras provocadas por la tensión y las extremidades le
temblaban.
El amo parecía tan
interesado y absorto en el examen como siempre.
Hizo un gesto a uno de los otros dos hombres. Mientras Bella continuaba observando,
trajeron al señor un guante de fino cuero dorado.
La piel estaba
exquisitamente trabajada con diseños intrincados que decoraban toda la longitud
del brazo hasta el gran puño. Todo el
guante relucía como si estuviera embadurnado con algún bálsamo o ungüento.
Mientras el amo lo
estiraba para adaptarlo a la mano y al antebrazo, Bella sintió su propia
excitación y acaloramiento. Los ojos de
su dueño casi parecían aniñados en su aplicación, su boca resultaba irresistible
cuando sonreía, la gracia de su cuerpo en el momento de aproximarse a Laurent
le pareció cautivadora.
El hombre llevó la
mano izquierda hasta la nuca de Laurent para mecérsela y con los dedos le
enredó el pelo mientras el príncipe miraba fijamente al cielo. Con la mano derecha enguantada, empujó
lentamente hacia arriba entre las piernas abiertas de Laurent e hizo penetrar
primero dos de sus dedos en el cuerpo del esclavo, mientras Bella observaba
descaradamente.
La respiración de
Laurent se hizo más ronca y rápida. Su
rostro se oscureció. Los dedos habían
desaparecido dentro del ano y parecía que toda la mano se abría camino en su
interior.
Los mozos se
acercaron un poco desde todos los lados.
Bella advirtió que Tristán y Elena observaban con la misma atención.
Entretanto, el amo
parecía tener ojos únicamente para Laurent.
Lo miraba fijamente mientras su rostro se contraía de placer y dolor y
la mano continuaba adentrándose más y más en su cuerpo. La muñeca también estaba dentro y las
extremidades de Laurent habían dejado de estremecerse. Estaban paralizadas. Dejó escapar un suspiro prolongado y
sibilante entre los dientes apretados.
El amo alzó la
barbilla de Laurent con el pulgar de la mano izquierda. Se encorvó hasta que su rostro estuvo muy cerca
del esclavo. En medio de un largo y tenso silencio, el
brazo subió aún más por el interior de Laurent mientras el príncipe daba la
impresión de estar a punto de desvanecerse, con la verga erecta y quieta
rezumando una humedad diáfana en forma de diminutas gotitas.
Todo el cuerpo de
Bella se tensó, se relajó y, de nuevo, se sintió al borde del orgasmo. Mientras intentaba contenerlo, sintió una
creciente debilidad, un agotamiento extremo.
De hecho, todas las manos que la sostenían le hacían el amor, la
acariciaban.
El amo llevó su
brazo derecho hacia delante, sin retirarlo del interior de Laurent. Este movimiento alzó aún más la pelvis del
príncipe, dejando todavía más al descubierto los enormes testículos y el
reluciente cuero dorado que ensanchaba el anillo rosa del ano hasta lo
imposible.
Laurent soltó un
grito repentino, un ronco jadeo que parecía clamar piedad. El amo lo mantuvo inmóvil, tan cerca de él
que sus labios casi se tocaban. La mano
izquierda del señor liberó la cabeza del esclavo, recorrió su rostro y le
separó los labios con un dedo. Luego las
lágrimas brotaron de los ojos de Laurent.
El amo retiró el
brazo con gran rapidez, se desprendió del guante y lo arrojó a un lado mientras
el esclavo colgaba asido por los mozos, con la cabeza caída y el rostro
enrojecido.
El amo hizo un
breve comentario y los asistentes se rieron otra vez con beneplácito. Uno de los mozos volvió a colocar las
abrazaderas en los pezones del príncipe forzando una mueca en él. Al instante, el amo indicó con un gesto que
dejaran a Laurent en el suelo y, de repente, las cadenas de las correíllas
quedaron sujetas a una anilla de oro ubicada en la parte posterior de la
pantufla del amo.
« ¡Oh, no, esta
bestia no puede separarlo de nosotros!», pensó Bella. Pero esto no era lo que Bella temía. De hecho, lo que la aterrorizaba era que
fuera Laurent y sólo él el escogido por el amo.
Los estaban
bajando a todos al suelo. Bella se
encontró de pronto a cuatro patas con la suela de suave terciopelo de una
pantufla apretándole el cuello. Se
percató de que Tristán y Elena se encontraban a su lado. Los empujaron hacia delante mediante las
cadenas que les pinzaban los pezones, al tiempo que los azotaban con las
correas de cuero para que salieran del jardín.
La Princesa alcanzó
a ver el dobladillo de la túnica del amo a su derecha y tras él la figura de
Laurent, que se esforzaba por seguir el paso de su señor. Estaba anclado a los pies del amo por las
cadenas que tenía sujetas a los pezones y su pelo castaño le ocultaba el rostro
misericordiosamente.
¿Dónde estaban
Dimitri y Rosalynd? ¿Por qué los habían descartado? ¿Se quedaría con ellos
alguno de los otros hombres que habían venido con el amo?
No había forma de
saberlo. Aquel largo corredor parecía
interminable.
Sin embargo,
Dimitri y Rosalynd no le importaban realmente.
Lo único que le interesaba de verdad era que ella, Tristán, Laurent y
Elena estaban juntos. También, por
supuesto, el hecho de que él, este amo misterioso, esta criatura alta, de
elegancia increíble, se movía justo a su altura.
La túnica bordada
le rozaba el hombro al avanzar, mientras Laurent se esforzaba por mantener el
paso del amo.
La correa daba en
el trasero y el pubis de Bella mientras se apresuraba a seguir a los otros dos.
Por fin llegaron a
otra doble puerta y las correas de cuero les apremiaron a atravesarla y entrar
en una estancia iluminada por lámparas.
Una vez más, la firme presión de una pantufla sobre su cuello ordenó a
Bella que se detuviera y luego se percató de que todos los criados se habían
retirado y la puerta se había cerrado tras ellos.
El único sonido
audible era la respiración ansiosa de los príncipes y princesas. El señor pasó junto a Bella para acercarse a
la puerta. Se había corrido un cerrojo y
una llave había girado. De nuevo, silencio.
Luego, Bella volvió a oír la melodiosa, suave y
grave voz. Esta vez hablaba, vocalizando
con un encantador acento, en su propio idioma.
-Bien, queridos
míos, podéis adelantaros y quedaros de rodillas ante mí. Tengo muchas cosas que contaros.
MISTERIOSO AMO
Qué desconcertante
conmoción sintieron cuando les hablaron.
El grupo de
esclavos obedeció de inmediato y todos dieron media vuelta para arrodillarse
ante el amo, con las traíllas doradas sobre el suelo. Incluso Laurent pudo soltarse entonces de la
pantufla del amo para ocupar su puesto junto a los demás.
En cuanto
estuvieron todos quietos, arrodillados y con las manos enlazadas detrás del
cuello, el amo dijo:
-Miradme.
Bella no
vaciló. Alzó la vista hacia el rostro
del hombre y lo encontró tan atractivo y desconcertante como momentos antes en
el jardín. Era un rostro más
proporcionado de lo que le había parecido: la boca amplia y afable tenía una
forma perfecta, la nariz larga y delicada, los ojos, bien separados, irradiaban
autoridad. Pero, por supuesto, era el
espíritu lo que la atraía.
Mientras él pasaba
la mirada por el grupo de los cautivos, Bella detectó la excitación que se
apoderaba de todos y sentir su propio júbilo repentino.
«Oh, sí, es una
criatura espléndida», pensó la princesa.
De pronto, el recuerdo del príncipe de la Corona, que condujo a Bella al
reino de su señora, y el del rudo capitán de la guardia, que fue su amo en el
pueblo, estuvieron a punto de desaparecer por completo de su mente.
-Preciosos
esclavos -dijo el amo, y sus ojos se fijaron en ella durante un breve y
eléctrico momento-. Sabéis dónde estáis
y por qué. Los soldados os han traído a
la fuerza para servir a vuestro nuevo amo y señor. -Qué voz tan meliflua, qué
calidez tan inmediata en el rostro-. También
sabéis que siempre habréis de servir en silencio. Para los criados que se ocupan de vosotros
sólo seréis como delicados animalillos.
Sin embargo, yo, el mayordomo del sultán, no comparto la falsa idea de
que la sensualidad destruye la inteligencia.
«Por supuesto que
no», pensó Bella, pero no se atrevió a expresar en voz alta sus
pensamientos. Su interés por el hombre
se intensificaba rápida y peligrosamente.
-Los pocos
esclavos que escojo -dijo mientras sus ojos volvían a desplazarse-, los que
elijo para perfeccionar y ofrecerlos posteriormente a la corte del sultán,
están siempre enterados de mis propósitos, de mis exigencias y de los peligros
de mi carácter. Pero sólo en la
intimidad de estos aposentos, dentro de esta alcoba, quiero que mis métodos se
entiendan, que mis expectativas queden completamente claras.
Se acercó un poco
más, se elevó sobre Bella y estiró la mano para buscar su pecho. Se lo apretó como había hecho antes pero con
un poco más de fuerza, y un ardiente estremecimiento se propagó de inmediato
hasta el sexo de la muchacha. Con la
otra mano acarició la mejilla del príncipe Laurent y le rozó el labio con el
pulgar justo cuando Bella se volvía para mirar, completamente inconsciente de
lo que hacía.
-Eso es algo que
nunca haréis, princesa -dijo el servidor del sultán, y la abofeteó súbitamente,
con fuerza, obligándola a inclinar la cabeza con el rostro escocido-. Continuaréis mirándome hasta que os diga lo
contrario.
Las lágrimas
brotaron al instante de los ojos de Bella. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida?
Pero la voz del
señor no denotaba irritación, sólo una leve indulgencia. Levantó la barbilla de la muchacha con
ternura y ella se quedó mirándolo, a pesar de las lágrimas.
-¿Sabéis lo que
quiero de vos, Bella? Respondedme.
-No, amo -contestó
rápidamente. Su voz le resultó ajena.
-¡Que seáis
perfecta, para mí! -respondió con dulzura, con una voz que parecía
completamente repleta de razón, de lógica-.
Esto es lo que quiero de todos vosotros.
Que en esta vasta multitud de esclavos, en la que podríais perderos como
un puñado de diamantes en el océano, no haya ninguno comparable con
vosotros. Que brilléis no sólo por la
virtud de vuestra sumisión sino por vuestra intensa y particular pasión. Os elevaréis de entre las masas de esclavos
que os rodean. ¡Seduciréis a
vuestros amos y a vuestras señoras con un fulgor que eclipsará a los demás! ¿Me
entendéis?
Bella se esforzó por contener los sollozos en medio
de su inquietud. Mantuvo la mirada fija
en los ojos de él como si no pudiera apartarla aunque quisiera. Nunca había sentido un deseo tan abrumador de
obedecer. La urgencia de aquella voz era
completamente diferente al tono utilizado por los que la habían educado en el
castillo o la habían castigado en el pueblo.
Se sintió como si estuviera perdiendo incluso su personalidad. Se estaba derritiendo lentamente.
-Esto es lo que
haréis por mí -prosiguió con una voz que cada vez se hacía más suave,
persuasiva y resonante-. Lo haréis tanto
por mí como por vuestros reales amos.
Porque es lo que deseo de vosotros. -Cerró la mano en torno a la
garganta de Bella-. Permitidme oíros
hablar de nuevo, pequeña. En mis
habitaciones, me hablaréis para decirme que queréis complacerme.
-Sí, amo
-respondió Bella. De nuevo su voz le
resultó extraña, llena de sentimientos que no había conocido en toda su
dimensión en el pasado. Los cálidos dedos le acariciaron la garganta, parecían
rozar las palabras que ella pronunciaba, las extraía de ella con mimos y daba
forma a su tono.
-Sabed que hay cientos de criados -continuó el amo,
quien entornó los ojos para desplazar la vista a los otros, aunque continuaba
agarrándole la garganta-, cientos de sirvientes encargados de preparar
suculentas tortolitas para nuestro señor el sultán, o excelentes machos y potros
musculosos con quienes juguetear. Pero
yo, Lexius, soy el único mayordomo jefe de los criados. Yo debo escoger y presentar a la corte los
mejores entre todos los juguetes.
Ni siquiera esto
lo expresó con enojo o premura.
Pero cuando volvió
a mirar a Bella, sus ojos se agrandaron llenos de intensidad. La apariencia exterior de enfado aterrorizó a
la muchacha, pero los delicados dedos fraccionaron la nuca mientras el pulgar
acariciaba la piel de la garganta.
-Sí, amo -susurró
ella de pronto.
-sí, absolutamente,
querida -dijo él, en un tono casi musical.
Pero su voz era más grave e imponente, como si demandara mayor respeto
del que se desprendía de las propias palabras-.
Sí, es absolutamente imposible que no os distingáis, que después de una
sola ojeada a vosotros, los grandes señores de esta casa no estiren el brazo
para arrancaros como una fruta madura, que no me feliciten por vuestro encanto,
ardor, y silenciosa y voraz pasión.
Las lágrimas
surcaron de nuevo las mejillas de Bella.
El amo retiró
silenciosamente la mano. De repente, la
princesa se sintió fría, abandonada. Se
le atraganto un pequeño sollozo en la garganta pero él lo había oído.
Le sonrió
amorosamente, casi con tristeza. Su
rostro se había ensombrecido, mostraba una extraña vulnerabilidad.
-Divina princesita
-le susurró-. Estamos perdidos, sabéis,
a menos que se fijen en nosotros.
-Sí, amo -murmuró
ella. Hubiera hecho cualquier cosa para
que él volviera a tocarla, a sostenerla.
El modulado matiz
de tristeza en la voz de él la sorprendió, la rindió por completo. Oh, si al menos pudiera besarle los pies.
Lo hizo, en un
repentino impulso. Descendió hasta el
mármol y sus labios entraron en contacto con la pantufla del amo. Lo hizo una y otra vez. Se preguntaba por qué la palabra «perdidos»
la había deleitado tanto.
Cuando volvió a
incorporarse, con las manos enlazadas en la nuca, bajó la vista con
resignación. La castigarían por lo que
había hecho. La habitación, el mármol
blanco, las puertas doradas, eran como una luz con muchas facetas. ¿Por qué
este hombre producía este efecto en ella?
Por qué...
«Perdidos.» El eco
musical de la palabra le llegó al alma.
Los dedos largos y
oscuros de Lexius aparecieron para tocarle los labios. Le vio sonreír.
-Me encontraréis
severo. Resultaré de una dureza
insoportable -advirtió con amabilidad-.
Pero ahora sabréis por qué. Ahora
lo vais a entender. Pertenecéis a
Lexius, el mayordomo real. No debéis
fallarle. Hablad. Todos vosotros.
Le respondieron a
coro: «Sí, amo.» Bella oyó incluso la voz de Laurent, el fugitivo, que
respondía con la misma prontitud.
-Ahora os
explicaré otra verdad, pequeños -continuó él-.
Tal vez pertenezcáis al señor supremo, o tal vez a la sultana, o a las
hermosas y virtuosas esposas reales del harén... -Hizo una pausa como para
dejar caer sus palabras-. ¡Pero también es cierto que me pertenecéis a mí!
-exclamó-. ¡Así como a cualquiera! Yo me
recreo con cada castigo que impongo. Así
es. Es mi naturaleza, como la vuestra es
servir. Vuestra naturaleza consiste en
comer del mismo plato que el amo.
Decidme que lo comprendéis.
-¡Sí, amo!
Las palabras
brotaron de Bella como una explosión de aliento. Estaba deslumbrada por todo lo que les había
dicho.
Lo observó
fijamente mientras él se volvía entonces a Elena. Su alma se encogió pero no volvió la cabeza
ni un milímetro, ni apartó la mirada que tenía fija en él. No obstante, advirtió que el amo también
friccionaba los estupendos pechos de Elena. ¡Cómo envidiaba Bella aquellos
pechos erguidos, prominentes! Los
pezones eran de color albaricoque.
Todavía la hirió más que Elena gimiera con tal fascinación.
-Sí, sí,
exactamente -continuó el amo, con un tono de voz tan íntimo como cuando se
dirigía a Bella-. Os retorceréis nada
más sentir mi contacto. Os estremeceréis con el contacto de todos vuestros amos
y señoras. Entregaréis vuestra alma a
todos los que simplemente se detengan a miraros. ¡Arderéis como antorchas en la
oscuridad!
De nuevo sonó el
coro: «Sí, amo.»
-¿Habéis visto la
multitud de esclavos que sirven de adornos en esta casa?
-Sí, amo
-respondieron todos ellos.
-¿Os distinguiréis
de la multitud de esclavos dorados por vuestra pasión, obediencia, por aplicar
a vuestra sumisión silenciosa una tormenta ensordecedora de sentimiento?
-Sí, amo.
-Pues, ahora,
hemos de empezar. Os purificarán como es
debido. Luego, a trabajar de
inmediato. La corte sabe que han llegado
los nuevos esclavos. Os esperan. Una vez más, vuestros labios quedan
sellados. Ni siquiera bajo el más severo
de los castigos emitiréis un sonido con la boca abierta. A no ser que se os
indique lo contrario, os arrastraréis a cuatro patas, con los traseros bien
altos y la frente cerca del suelo, casi tocándolo.
Recorrió la
silenciosa hilera de esclavos reales.
Acarició y examinó otra vez a cada uno de ellos, demorándose algo más de
tiempo ante Laurent. Luego, con gesto
abrupto, ordenó a éste que fuera hasta la puerta. Laurent se arrastró como le habían indicado,
rozando el mármol con la frente. El
mayordomo real tocó el cerrojo con la correa de cuero y Laurent lo accionó al
instante.
El amo tiró del
cercano cordón de la campana.
RITOS DE PURIFICACIÓN
Los jóvenes
asistentes aparecieron al instante. En
silencio se hicieron cargo de los esclavos y, rápidamente, les obligaron a
ponerse a cuatro patas y atravesar otra puerta para entrar en una espaciosa y
calurosa sala de baños.
Entre delicadas y
floridas plantas tropicales y palmeras, Bella vio el vapor que se elevaba de
las someras piscinas y olió la fragancia a hierbas aromáticas y perfumes penetrantes.
Sin embargo, la
llevaron a través de estas instalaciones hasta una pequeña alcoba privada. Allí le ordenaron que se arrodillara con las
piernas separadas justo encima de una profunda pila redonda abierta en el suelo
a través de la cual corría continuamente el agua procedente de manantiales
ocultos, hasta llegar al desagüe.
De nuevo, le
hicieron bajar la frente al suelo y le enlazaron las manos en la nuca. A su alrededor, el aire era cálido y
húmedo. El agua caliente y los suaves
cepillos se pusieron de inmediato a trabajar sobre su cuerpo.
Todo se ejecutaba
con mayor rapidez que en el baño del castillo.
En cuestión de instantes, estaba perfumada y ungida con aceites, y su
sexo se estremecía a causa de la excitación provocada por las caricias de las
suaves toallas.
No le dijeron que
se levantara. Al contrario, una firme
palmadita sobre la cabeza le ordenó que se mantuviera quieta, mientras a su
alrededor se producían extraños sonidos.
Luego, sintió que
una boquilla de metal entraba en su vagina.
Sus jugos fluyeron de inmediato ante la tan esperada sensación de que
algo la penetraba, no importaba lo molesto que fuera. Aunque sabía que era simplemente una medida
de higiene, puesto que ya se lo habían hecho en anteriores ocasiones, recibió
complacida la fuente de agua constante que de repente entraba a borbotones en
ella con una presión deliciosa.
Lo que sí la
sorprendió fue el contacto menos familiar de unos dedos en su ano. Le estaban aplicando aceite y su cuerpo se
tensó al tiempo que su anhelo se duplicaba.
Las manos se apresuraron a sujetarle las plantas de los pies para
mantenerla firmemente apoyada en su puesto.
Oyó a los criados que se reían tranquilamente e intercambiaban
comentarios.
Luego, un objeto
pequeño y duro entró en su ano y se abrió camino hacia el interior provocándole
un jadeo y obligándola a apretar los labios púbicos con fuerza. Sus músculos se contrajeron para
contrarrestar esta pequeña invasión, pero sólo sirvió para que nuevas oleadas
de placer recorrieran su cuerpo. El
flujo de agua que entraba en su vagina se había interrumpido. Lo que sucedió a continuación era
inconfundible: le estaban vertiendo un chorro de agua caliente en el
recto. Pero, a diferencia de la
irrigación de la vagina, ésta no volvía a salir de su cuerpo. La llenaba con una fuerza cada vez mayor
mientras una mano le presionaba con fuerza las nalgas para mantenerlas juntas,
como si le prohibiera soltar el agua.
Parecía que una
nueva región de su cuerpo cobraba vida, una parte de ella que nunca había sido
castigada, ni tan siquiera examinada. El
chorro aumentó en cantidad y fuerza. Su
mente protestaba. No podían invadirla de este modo tan absoluto. No podían
dejarla tan impotente.
Bella sentía que
iba a reventar si no soltaba el líquido. Quería expulsar la pequeña boquilla y el
agua. Pero no se atrevió, no podía. Esto era algo por lo que debía pasar, y así
lo aceptaba. Formaba parte de este reino
de placeres y costumbres más refinados. ¿Cómo iba a atreverse a protestar? Empezó a gemir levemente, atrapada entre un
nuevo placer y un inédito sentido de la violación.
Pero lo más enervante y grave aun estaba por venir,
y lo temía. Justo cuando pensaba que ya no podía más, que estaba llena a
rebosar, la levantaron y le separaron aún más las piernas, con la pequeña
boquilla todavía en el ano, atormentándola.
Los asistentes le sonreían mientras la sostenían por los brazos. Ella alzó la vista llena de miedo y timidez,
temerosa de sufrir la vergüenza más absoluta que supondría la repentina
liberación, un proceso por otra parte inevitable. Entonces le extrajeron con habilidad la
boquilla y le separaron las nalgas, vaciando así con rapidez sus entrañas.
Cerró los ojos con
fuerza. Sintió que sobre sus partes
íntimas, por delante y por detrás, vertían agua caliente y oyó el ruidoso fluir
de abundante agua en la pila. Algo
parecido a la vergüenza se apoderó de ella.
Pero no era vergüenza. La habían
privado de toda intimidad y elección.
Comprendió que ni siquiera este acto iba a pertenecerle
nunca más. El escalofrío que estremeció
su cuerpo con cada espasmo del aligeramiento la dejó bloqueada, con una
delirante sensación de indefensión. Se
entregó a los que le daban órdenes, su cuerpo había perdido toda rigidez, todo
reparo. Flexionó los músculos para colaborar
con el vaciado, para completarlo.
«Sí, ser
purificada», pensó. Experimentó un
absoluto e innegable alivio. Ser
consciente de cómo su cuerpo se limpiaba se convirtió en algo exquisito, aunque
no pudo dejar de sentir un escalofrío que sacudió todo su ser.
El agua continuaba
fluyendo sobre su cuerpo, sobre las nalgas, el vientre, bajaba hasta la pila, se llevaba toda la suciedad. Bella se estaba disolviendo en un éxtasis
global que parecía una forma de clímax en sí misma. Pero no era así. El éxtasis quedaba fuera de su alcance. Mientras sentía que su boca se abría con un
jadeo grave, se balanceó al borde de la consumación, rogando en silencio y en
vano con su cuerpo a los que la sostenían.
De su espíritu desaparecieron todas las ligaduras invisibles. Era una criatura sin voluntad, totalmente
subordinada a los criados que la sostenían.
Le echaron el pelo
hacia atrás para despejarle la frente mientras el agua templada la lavaba una y
otra vez.
Cuando Bella se
atrevió a abrir los ojos, descubrió que Lexius en persona se encontraba en la
estancia, de pie junto a la puerta, sonriéndole. El jefe de los mayordomos se adelantó y la
levantó del suelo, sacándola de aquel momento de debilidad indescriptible.
La princesa lo
observó, admirada de que fuera él quien la sostenía mientras los demás se
apresuraban a envolverla en suaves toallas.
Se sentía más
indefensa que nunca. Parecía una
recompensa imposible que fuera él quien la condujera fuera de la pequeña
habitación. Si al menos pudiera
abrazarlo, encontrar la verga bajo la túnica, si... La exaltación de estar
cerca de él se intensificó de súbito hasta convertirse en pánico.
«Oh, por favor,
nos han hecho pasar tanta, tanta hambre», quería decir. Pero se limitó a bajar la vista
recatadamente, mientras sentía los dedos de él en el brazo. La que pronunciaba aquellas palabras en su
mente era la antigua Bella, ¿o no? La
nueva Bella sólo quería decir la palabra «amo».
Tan sólo unos
momentos antes había considerado la posibilidad de amarlo. Vaya, lo cierto era que ya lo amaba. Respiraba la fragancia de su piel, casi oía
los latidos de su corazón cuando le dio media vuelta para conducirla hacia
delante. La aferró por el cuello con la
misma fuerza de antes.
¿Adónde la
llevaba?
Los demás ya no
estaban allí. La colocaron encima de una
de las mesas. Temblaba de felicidad e
incredulidad cuando él mismo empezó a frotarle la piel con más loción
perfumada. Pero en esta ocasión no iban
a cubrirla con pintura dorada. Su piel
desnuda reluciría bajo el aceite. El amo
le pellizcó las mejillas con ambas manos para proporcionarles cierto color
mientras ella descansaba sobre los talones y lo observaba como en un ensueño,
con los ojos húmedos a causa del vapor y las lágrimas.
Lexius parecía
profundamente absorto en su trabajo, tenía las oscuras cejas fruncidas y la
boca entreabierta. Cuando le aplicó en
los pezones las pinzas con las traíllas de oro y las oprimió fuertemente por un
instante, apretó también los labios, lo que hizo que Bella sintiera aquel
ademán aún más profundamente. La
princesa arqueó la espalda y respiró hondo. Él le besó la frente, dejando que
sus labios se demoraran, que su cabello rozara la mejilla de la muchacha.
«Lexius», pensó Bella. Era un nombre
hermoso.
Cuando él le
cepilló el pelo con pasadas furiosas y crueles, los escalofríos la
consumieron. Luego se lo peinó hacia
arriba y se lo sujetó en lo alto de la cabeza.
Bella atisbó por un momento las horquillas con perlas que iba a utilizar
para sujetarle el peinado. Su cuello
había quedado desnudo, como el resto de su cuerpo.
Mientras él le
colocaba unas perlas en los lóbulos de las orejas, Bella estudió la tersa piel
oscura de su rostro, los aleteos de las negras pestañas. Parecía un objeto perfectamente pulimentado.
Tenía las uñas cuidadas para que parecieran de cristal, la dentadura era
perfecta. Con qué destreza y delicadeza
la manejaba.
Se acabó demasiado
deprisa, aunque no tanto. ¿Cuánto tiempo podría continuar contorsionándose,
soñando con el orgasmo? Imploró en
silencio por conseguir algún alivio y, cuando él la dejó en el suelo, Bella
arqueó el cuerpo como nunca lo hizo antes, al menos eso pareció.
El amo tiró con
suavidad de las traíllas. La princesa se
dobló, con la frente pegada al suelo, y comenzó a reptar. Le pareció que nunca antes había sido esclava
en un sentido más pleno.
Aunque
prácticamente ya no poseía capacidad alguna de pensar, mientras Bella seguía a
su amo fuera de los baños fue consciente de que ya no podía recordar un tiempo
en el que hubiera llevado ropa, caminado y hablado con sus semejantes o dando
órdenes a otros. Su desnudez e
indefensión eran un rasgo innato, más aquí, en estos espaciosos pasillos de
mármol que en cualquier otro sitio. Sabía,
sin lugar a dudas, que amaría enteramente a este dueño.
Podría haber dicho
que se trataba de un acto de voluntad, que después de hablar con Tristán
simplemente lo había decidido así. Pero
en este hombre había demasiadas peculiaridades, incluso en la delicada manera
en que la había preparado a ella.
El lugar en sí
ejercía en ella una influencia mágica. ¡Y creía que adoraba el rigor del
pueblo!
¿Por qué tenía que
desprenderse de ella en ese instante, y llevarla a otras personas? Pero no estaba permitido hacer preguntas...
Mientras avanzaban
juntos por el pasillo, Bella oyó por primera vez la suave respiración y los
suspiros de los esclavos que decoraban los nichos situados a ambos lados de su
recorrido. Parecía un coro mudo de
perfecta devoción.
Aquello, junto con
su propio estado de ánimo, le provocó tal confusión que perdió toda noción del
tiempo y del espacio.
LA PRIMERA PRUEBA
DE OBEDIENCIA
Cuando se
detuvieron ante una puerta, Bella se atrevió a besar la pantufla de su
amo. Por este gesto, él la premió
acariciándole el cabello y susurrándole en voz baja:
-Cariño, me agradáis
mucho. Pero ahora ha llegado el momento
de vuestra primera prueba. Aseguraos de
que deslumbráis a quien tengáis delante.
Por un instante,
el corazón de Bella dejó de latir, y contuvo la respiración cuando oyó que él
llamaba a la puerta que tenían delante.
Al cabo de un
momento la puerta se abrió. Dos
sirvientes les abrieron paso. Una vez
más, la princesa se apresuró a cruzar el suelo pulimentado, pero un sonido
confuso que se oía a lo lejos le llamó la atención.
Eran voces
femeninas y risas, que llegaban en oleadas, y de pronto le helaron el alma.
Con un ligero
tirón de las traíllas, el amo la había obligado a detenerse. Él charlaba
afablemente con los dos hombres. Qué
civilizado resultaba todo aquello. Daba
la impresión de que ella no estaba presente, con las abrazaderas en los
pezones, el pelo recogido en lo alto de la cabeza para mostrar su cuello
desnudo y el rostro al rojo vivo.
¿Cuántos esclavos
como ella habían visto ya estos hombres? ¿Qué era ella? ¿Una desconocida más,
destacable tal vez sólo por el inhabitual color rubio de su pelo?
La breve
conversación pronto concluyó. Su señor
sacudió las cadenas y guió a Bella hasta una pared donde la princesa descubrió
una abertura.
Era un pasadizo al
que sólo se podía acceder a gatas. A
otro extremo distinguió la brillante luz del sol. Las risas femeninas y la charla reverberaban
audiblemente a través del corredor.
Bella se retrajo,
asustada por el pasadizo y por las voces.
Era el harén. Tenía que serlo.
¿Cómo le había llamado, el harén de las hermosas y virtuosas esposas reales? ¿Y
era así como debía entrar, a solas, sin el amo? ¿Como una bestia a la que
sueltan en un ruedo?
¿Por qué él había
escogido esto para ella? ¿Por qué? De
pronto el miedo la paralizó. Temía a las
mujeres más de lo que se imaginaba. Al
fin y al cabo, no eran princesas de su propia clase, ni amas trabajadoras que la trataban severamente por
necesidad. No tenía ni idea de qué eran,
tan sólo sabía que eran diferentes a cualquier persona que hubiera conocido
antes. ¿Qué iban a hacerle? ¿Qué esperaban de ella?
Que la entregaran
a ellas le parecía una de las humillaciones más horrorosas. Eran mujeres que permanecían ocultas y
recluidas para el placer de su esposo.
No obstante, por algún motivo le parecían más peligrosas que los hombres
de palacio. No se sentía capaz de
desentrañar aquel enigma.
Se retrajo aún más
y oyó que los dos hombres se reían.
Entonces el amo se inclinó de inmediato y llevó los dos blandos mangos
de las traíllas a la boca de Bella. Le
arregló el cabello, le retocó un pequeño mechón y le pellizcó la mejilla.
Bella intentó no
gritar.
Luego él la empujó
por el trasero con firmeza y seguridad; su mano, en contacto con las delgadas
marcas provocadas por la delicada correa de cuero, le pareció a Bella fuerte y
cálida. La muchacha se esforzó por
obedecer, aunque sollozando silenciosamente con la pequeña mordaza de los
asideros de las traíllas en la boca.
No tenía otra
opción. ¿No le había dicho lo que esperaba de ella? En cuanto entrara en el pasadizo, no podría
pararse. Sería completamente deshonroso.
Pero justo cuando
el valor volvía a fallarle, cuando un torrente de ruido especialmente sonoro
llegó rodando como una bola por el corredor, Bella sintió los labios de él
contra su mejilla. El amo estaba de rodillas,
junto a ella. Le pasó la mano entre los
pechos y los recogió con ternura entre sus largos dedos. Entonces le susurró al oído.
-No me falléis,
querida mía.
Desprendiéndose
del calor del contacto de su mano, Bella se introdujo inmediatamente en la
abertura. Le escocían las mejillas a
causa de la humillación que sentía por llevar las correíllas en su propia boca,
por arrastrarse espontáneamente a través de este retumbante pasadizo de piedra
pulida, con toda certeza por las manos y las rodillas de otros esclavos, y
también sentía la humillación de tener que salir de este modo tan abyecto.
Pero se movió cada
vez más deprisa en dirección a la luz, a las voces. Abrigaba alguna débil esperanza de que,
independientemente de lo atroz que resultara la experiencia, tal vez pudiera
aprovechar la pasión que nacía inevitablemente en ella. Su sexo se hinchó y se convulsionó lleno de
vida. Si no fueran tantas, tantísimas...
¿Cuándo había sido entregada a tantas personas?
En cuestión de
segundos salió a la luz.
Emergió a gatas,
sobre el suelo, en medio del círculo aturdidor de charlas y risas.
De todas partes
una multitud de pares de pies se
aproximó a ella. Los largos velos que
caían alrededor de ellos eran finísimos, de un tenue resplandor. La luz del sol producía mil reflejos en las
tobilleras doradas y en los anillos de los dedos de los pies, con esmeraldas y
rubíes incrustados.
Bella se
agazapó aún más, asustada por el tumulto y el frenesí pero, en cuestión de
segundos, una docena de manos la agarraron y la alzaron hasta ponerla de
pie. A su alrededor se apiñaba un grupo
de espléndidas mujeres. Vislumbró
rostros de piel aceitunada con los ojos perfilados con oscuras líneas y trenzas
caídas sobre hombros desnudos. Los
bombachos ondulantes que vestían eran casi transparentes, sólo la parte
inferior de la entrepierna estaba cubierta por un tejido más tupido. Los ajustados corpiños de seda sólo
conseguían velar tenuemente los amplios pechos, los pezones oscuros. Pero las partes más sugerentes de sus ropajes
eran los anchos y apretados fajines que parecían aprisionar las breves
cinturas, refrenando toda la sensualidad que parecía arder, latente, bajo la
colorida y diáfana envoltura.
Tenían los brazos
bien formados y hermosos, realzados por sinuosos brazaletes en forma de
serpiente, llevaban anillos en los dedos de las manos y de los pies, y una
brillante joya centelleante adornaba también la delicada curva del diminuto
ombligo.
Qué encanto tan
delicioso el de estas criaturas que eran el complemento de mirada feroz para
los hombres delgados y salvajes que había visto hasta entonces. Sin embargo, esto contribuía a que las
mujeres le parecieran a Bella aún más alevosas y terroríficas. Su aspecto era de una voluptuosidad
desbordante en comparación con las mujeres europeas profusamente ataviadas con
ropajes. Estaban listas para el amor,
eso parecía, pero aun así, Bella se sintió asombrosa y completamente desnuda
mientras permanecía de pie a su merced.
Cerraron el
círculo en torno a ella.
Le ataron las
manos detrás de la espalda, le volvieron la cabeza a un lado y luego al otro, y
le separaron las piernas a la fuerza, entre estallidos de risas y
ensordecedores chillidos.
Allí donde miraba
veía grandes ojos negros, espesas pestañas y largos rizos que caían ensortijados
sobre hombros medio desnudos.
Bella ni siquiera
tuvo ocasión de intentar orientarse.
Cuando le sacudieron las orejas y le tocaron los pechos y el vientre dio
un respingo y se estremeció.
La princesa
sollozaba y jadeaba levemente mientras el grupo la apresuraba a moverse hacia
delante, haciéndole cosquillas en las piernas con los largos bombachos, hasta
que estuvo en el centro de la habitación, donde la luz del sol bañaba una gran
cantidad de cojines forrados de seda y los bajos de los numerosos canapés acolchados.
Esta habitación
era un opulento rincón del placer. ¿Por qué necesitaban atormentaría así?
Antes de que se
diera cuenta la habían arrojado de espaldas sobre uno de estos canapés, con los
brazos estirados por encima de la cabeza.
Las mujeres se agruparon, arrodilladas, a su alrededor. Una vez más, le separaron las piernas con
ímpetu y empujaron un cojín debajo de las nalgas para alzarla a fin de
examinarla más fácilmente.
Bella se sentía
tan impotente como cuando estuvo en manos de los criados en los baños, pero en
este caso los rostros femeninos que la observaban atentamente mostraban un
júbilo desbordante. Palabras llenas de
excitación iban y venían, a un ritmo vertiginoso. Los dedos se paseaban sobre sus pechos. Bella alzó la vista hacia aquellos ojos
expectantes, asolada por el pánico e incapaz de protegerse.
Mientras le abrían
completamente las piernas, con las rodillas pegadas al lecho, sintió que los
dedos tiraban de su sexo, volvían
a abrirlo, a dilatarlo.
La princesa se esforzó por permanecer quieta, pero
su sexo torturado estaba desbordante.
Mientras movía arriba y abajo las caderas sobre el cojín de color
escarlata, las mujeres seguían chillando cada vez con más fuerza. No podía contar las manos que se aferraban a
la parte interior de sus muslos; cada roce de un dedo la enardecía más. Largas melenas se derramaban sobre sus pechos
desnudos y su vientre.
Parecía que
incluso las livianas voces líricas la tocaban e intensificaban su sufrimiento.
Pero ¿por qué la
miraban a ella?, se preguntó. ¿No habían visto antes los órganos de una mujer?
¿Nunca antes habían presenciado sus propios orgasmos? Era inútil intentar comprenderlo. Las que no alcanzaban a mirar de cerca,
permanecían de pie y se asomaban por encima de los hombros de las otras.
Mientras Bella se
retorcía entre las manos que la sostenían, descubrió que alguna de ellas había
colocado un espejo ante su sexo, y la visión de sus partes más íntimas y
secretas la conmocionó.
Entonces una de
las mujeres se apartó de las otras y, mientras agarraba los labios inferiores
de Bella, los estiró con rudeza. Bella
se retorció y arqueó la espalda. Sintió
que la abrían por completo. Gimió cuando los dedos le pellizcaron el clítoris y
doblaron hacia atrás el pequeño capuchón de carne que lo cubría. Bella difícilmente podía controlarse
más. Sollozó y las caderas se despegaron
de la seda del canapé y continuaron suspendidas en el aire debido a la tensión.
La multitud de
mujeres pareció tranquilizarse; la fascinación las acallaba. De repente, una de ellas tomó el pecho
izquierdo de Bella en la mano, retiró la pequeña pinza de oro y raspó las
marcas que había dejado en la piel, luego jugueteó bruscamente con el pezón.
Bella cerró los
ojos. Su cuerpo era ingrávido. Se había convertido en una pura sensación. Movía las extremidades, suspendida en manos
de quienes la sujetaban. Pero no era un
movimiento auténtico, sino pura sensación.
Sintió que el
cabello de la mujer caía sobre su propio pecho desnudo. Luego otra mujer le retiró la abrazadera del
pecho derecho y Bella sintió los calientes y juguetones dedos que la
examinaban.
Entretanto, la
mano que le había dilatado la vagina continuaba sondeando, la palpaba por
debajo del clítoris, deteniéndose en él.
Los fluidos explotaban en el interior de Bella, que sentía cómo salían
con un cosquilleo, al igual que notaba los dedos que examinaban la humedad.
De repente, una
boca húmeda se pegó a su pecho izquierdo.
Luego, otra al derecho. Ambas
mujeres chupaban con fuerza mientras otros dedos pellizcaban los labios
púbicos. Bella ya no era consciente de
nada aparte del exquisito deseo que se acumulaba al aproximarse al tan esperado
orgasmo.
Finalmente, se
sintió en el punto culminante. Su rostro
y sus pechos palpitaban de ardor. Notó
que las caderas se tensaban en el aire, la vagina se convulsionaba en torno al
vacío e intentaba atrapar los dedos que acariciaban su clítoris mientras
experimentaba cómo éste aumentaba cada vez con más potencia.
Gritó. Fue un grito largo y ronco. El orgasmo continuaba, las bocas libaban, los
dedos la acariciaban.
Le pareció que iba
a flotar eternamente en ese mar de ternura, de violación delicada. Mientras Bella sollozaba impúdicamente,
inconsciente en ese momento de si recibía alguna amonestación para que
permaneciera callada, percibió una boca que se pegaba a la suya, y sintió que
sus gritos eran absorbidos por otra.
Sí, sí, decía en
silencio con todo su cuerpo, mientras la lengua de la mujer penetraba en su
boca, los pechos explotaban entre mordiscos y lametazos y las caderas se
abalanzaban como si quisieran apoderarse de los dedos que la exploraban.
Luego, cuando
estuvo rebosante, cuando el orgasmo se desvaneció de su cuerpo con mil
reverberaciones ondulantes, Bella se dejó abrazar por los brazos más suaves, se
dejó besar por los labios más tiernos, entre las largas y delicadas trenzas que
la cubrían.
Respiró
profundamente y susurró:
-Sí, sí, os amo,
os amo a todas.
Pero la boca aún
la besaba y nadie pudo oír estas palabras que, como lo demás, eran meras
reverberaciones gloriosas, sensuales.
Sin embargo, las
señoras no estaban satisfechas. No iban
a dejarla descansar.
Le quitaron las
horquillas del cabello y la levantaron.
-¿Adónde me
lleváis? -gritó en voz alta sin poder contenerse. Alzó la vista, intentando frenéticamente
atrapar los labios que acababan de retirarse de su boca. Pero sólo veía rostros sonrientes.
La llevaron a
través de la gran habitación. Su cuerpo
aún seguía sobresaltado, palpitante, los pechos anhelaban que los volvieran a
chupar.
Al cabo de un
momento, descubrió la respuesta a su pregunta.
Una estatua de
bronce delicadamente trabajada relucía en el centro del jardín: por lo visto,
era la imagen de un dios, con las rodillas dobladas, los brazos estirados a los
lados y la sonriente cabeza echada hacia atrás.
De la pelvis desnuda sobresalía una verga y Bella comprendió que las
mujeres pretendían empalarla allí.
La princesa casi
rió de felicidad. Sintió cómo la
situaban sobre el bronce duro, liso, bañado por el sol, mientras docenas de
manitas suaves la sostenían. Notó que el
falo entraba en su húmeda vagina, sus piernas se ensortijaban alrededor de los
muslos de bronce, los brazos se elevaban en torno al cuello de la deidad. La verga la llenó, perforó la boca del útero
y provocó una nueva contracción de placer en todo su cuerpo. Empujó hacia abajo y su vulva se quedó
herméticamente cerrada en contacto con el bronce; se balanceó sobre él y el
orgasmo emergió de nuevo.
-Sí, sí -gritó, y
por doquier veía los rostros arrebatados de ellas. Arrojó la cabeza totalmente hacia atrás-.
¡Besadme! -gritó, abriendo la boca con avidez.
Le respondieron al instante, como si comprendieran sus palabras. Los labios encontraron su boca, sus pechos. Los oscuros rizos volvían a provocarle
cosquillas, y Bella se arrojó otra vez a sus brazos apartándose del dios, unida
a él únicamente por el pubis. Sólo
necesitaba su verga mientras las mujeres la libaban.
El orgasmo fue
cegador, arrasador. Las manos de la
muchacha se aferraban a brazos suaves, sedosos, a cuellos cálidos y
tiernos. Los dedos se entrelazaban con
el pelo largo y fino. Estaba colmada de
carne y de felicidad.
Cuando concluyó,
cuando no pudo soportarlo más y la retiraron del dios, Bella se dejó caer sobre
almohadones de seda, con el cuerpo húmedo y febril, la visión nublada, mientras
las criaturas del harén ronroneaban y susurraban sin dejar de besarla y
acariciarla.
POR EL AMOR DEL SEÑOR
Laurent.-
Tristán y yo
habíamos visto cómo purgaban a Bella y a Elena, y pensé «no pueden hacernos
esto», pero por supuesto me equivocaba.
Después de
afeitarnos la cara y las piernas, nos llevaron a la sala de baños. Bella ya se había marchado, el amo se la
había llevado.
Tristán y yo
sabíamos lo que nos esperaba, aunque me pregunté si no les deleitaría más
atormentarnos a nosotros que a las mujeres.
Nos obligaron a
arrodillarnos uno frente al otro y abrazarnos, como si les gustara la imagen
que ofrecíamos, como si no hiciera falta separarnos por cuestiones de
intimidad. Sin embargo, no permitían que
nuestras vergas se tocaran. Cuando lo
intentamos, nos fustigaron con aquellas pequeñas tirillas humillantes que no
podían golpear decentemente ni a un mosquito. Lo único que conseguían aquellos instrumentos
era recordarme lo que significaba que a uno lo castigaran de verdad.
No obstante, ayudaban a mantener el fuego
encendido, como si agarrar a Tristán no fuera suficiente.
Por encima del
hombro de Tristán, vi que el criado bajaba el caño de cobre para insertar el
extremo en su trasero. En aquel mismo
instante sentí que otra boquilla penetraba en mi interior. Tristán se puso en tensión, sus entrañas se
llenaban como las mías, y yo me agarré a él, intentando sujetarlo firmemente.
Quería decirle que
ya me lo habían hecho antes, una vez en el castillo, a petición de un invitado
real como preludio a una larga noche de juegos todavía más humillantes y,
aunque había sido intimidatorio, no era tan terrible. Pero, naturalmente, no me atreví ni a
susurrarle al oído. Simplemente le
agarraba y esperaba. El agua caliente
entraba a chorros en mí mientras los mozos permanecían ocupados lavándonos el
resto del cuerpo como si esto otro, la purga, no estuviera sucediendo.
Acaricié el cuello
de Tristán con la mano y le besé debajo de la oreja cuando llegó el peor
momento, al retirarnos las boquillas y vaciarnos. Todo su cuerpo quedó rígido contra el mío,
pero él también me besaba en el cuello, me mordisqueaba levemente, nuestras
vergas se rozaban, acariciándose.
Los mozos estaban
tan atareados vertiendo agua caliente sobre nuestras espaldas y limpiando la
suciedad que durante un instante no se fijaron en lo que estábamos
haciendo. Apretujé a Tristán contra mí,
sentí su vientre pegado al mío, su verga abultada contra mi cuerpo, y casi
eyaculé, sin importarme lo que los demás quisieran de nosotros.
Pero nos
separaron. Nos obligaron a separarnos y
nos apartaron mientras el vaciado continuaba y el agua seguía chorreando por
nuestro cuerpo. Sentí una gran debilidad.
Les pertenecía por dentro y por fuera.
Estaba sometido al estrepitoso fluir del agua en esta cámara
reverberante que era la habitación.
Estaba en sus manos. Me debía a
todo el procedimiento y la forma en que trabajaban, como si se lo hubieran
hecho a miles de esclavos antes que a nosotros.
Si nos castigaban
por habernos tocado, pues bien, sería culpa mía. Deseé que hubiera alguna manera de
comunicarle a Tristán que lamentaba crearle problemas.
Pero, por lo
visto, los criados estaban demasiado ocupados como para castigarnos.
A diferencia de lo
que había sucedido con las mujeres, una purga no era suficiente, de modo que
tuvimos que soportar otra. Esta vez
también nos permitieron abrazarnos.
Introdujeron las boquillas y, de nuevo, el agua penetró a chorros en mi
interior.
Además, mientras
continuaba la purga, uno de los asistentes azotaba levemente mi verga con la
correa de cuero.
Mi boca estaba
cerca de la oreja de Tristán. Él volvía a besarme. Era una delicia.
«No puedo soportar
más esta privación. Es peor que
cualquier cosa que puedan hacernos», me dije.
Hubiera resultado fácil cometer alguna nueva indiscreción, como
presionar la verga contra su vientre o cualquier otra cosa.
Sin embargo, en
ese instante apareció nuestro nuevo amo y señor, Lexius, y al verle en el
umbral de la puerta sentí un pequeño sobresalto.
Miedo. ¿Cuándo había
conseguido alguien del castillo hacerme sentir el impacto del miedo de este
modo? Era enloquecedor. Nuestro señor permanecía en el umbral con las
manos enlazadas en la espalda, estudiándonos mientras los mozos acababan la
limpieza con las toallas. En su rostro
había una fría jovialidad, como si estuviera orgulloso de su selección.
Hubo un momento en
que me quedé mirándolo de frente y él no mostró la menor señal de
desaprobación. Le miré a los ojos y
pensé en aquel guante que había entrado en mi trasero, en la sensación de que
me dilataba, que quedaba empalado sobre su brazo mientras los otros escuchaban.
Esto, sumado a la
vergüenza de haber sido purgado, llegaba al límite de lo que podía soportar.
No sólo tenía
miedo de que se pusiera de nuevo el guante para repetir aquello, sino que
sentía un orgullo infame de que me hubiera hecho aquello únicamente a mí, que
sólo a mí me hubiera amarrado a su pantufla.
Quería agradar a
aquel demonio; eso era lo más horrible.
Aún empeoraba más las cosas el hecho de que había conjurado el mismo
hechizo sobre los otros. Había
convertido a Elena en una devota virgen temblorosa, y a Bella la había reducido
a una más que obvia adoración.
Ahora, si los
criados le decían que Tristán y yo nos habíamos tocado... pero no lo hicieron. Nos estaban secando. Nos frotaban el pelo con las toallas. El amo impartió una breve orden y entonces
nos obligaron a descender a cuatro patas para seguirle otra vez al baño
principal. Hizo un gesto para que nos
moviéramos de rodillas delante de él.
Podía sentir sus
ojos desplazándose sobre mi cuerpo, lo veía mirando a Tristán. Luego su voz alcanzó mi carne como un látigo; era otra orden que los asistentes se
apresuraron a obedecer. Sacaron el cuero
y los ornamentos de oro. Me levantaron
los testículos y me abrocharon una ancha anilla enjoyada alrededor de la verga
para mantener los testículos comprimidos hacia delante.
Me lo habían hecho antes en el castillo pero nunca
había padecido un deseo sexual tan voraz.
Luego, las
abrazaderas para los pezones, sólo que esta vez no llevaban las traíllas
sujetas. Eran pequeñas y comprimidas,
con diminutos pesos que colgaban de ellas.
No pude evitar dar
un respingo cuando me las pusieron.
Lexius lo vio, lo oyó. No me
atreví a alzar la vista pero atisbé que se volvía hacia mí y de repente sentí
sus manos sobre la cabeza. Me acarició
el pelo. Luego dio un golpecito al peso
que colgaba del pezón izquierdo e hizo que se balanceara desde la pinza. Volví a encogerme con un sobresalto. De nuevo recordé lo que había dicho sobre
mostrar nuestra pasión en silencio y me sonrojé.
No era
difícil. Me sentía limpio y reluciente
por dentro y por fuera; no tenía medios para combatir su poder sobre mí. La pasión consumía mis caderas y de repente
las lágrimas surcaron mi rostro.
Apretó contra mis
labios el dorso de su mano, que yo besé de inmediato. Cuando a continuación hizo lo mismo con
Tristán, pareció que él convertía el beso en un arte más delicado, que rendía
completamente su cuerpo a aquel contacto.
Sentí que mis lágrimas se hacían más abundantes, descendían más deprisa
y con más calor.
¿Qué me estaba
sucediendo en este extraño palacio? ¿Por qué en estos simples instantes
preliminares me veía rebajado de este modo?
Al fin y al cabo, yo era el fugitivo, el rebelde.
Sin embargo, ahí
estaba yo, arrojado a cuatro patas al lado de Tristán en cuanto percibía una
orden silenciosa, con la cabeza pegada al suelo. Ahora seguía a Lexius; abandonábamos los
baños y salíamos al corredor.
Nos encontramos en
un jardín lleno de higueras de poca altura y parterres de flores y, de
inmediato, vi lo que iba a sucedernos.
Pero para asegurarse de que lo entendíamos, Lexius nos tocó por debajo
de las mandíbulas con la correa para que levantáramos la cabeza y miráramos al
frente. Luego nos llevó, aún a cuatro
patas, a dar un pequeño paseo por el camino para que pudiéramos estudiar más a
fondo a los esclavos que decoraban el jardín.
Eran varones, y
había al menos una veintena, con el color de piel intacto. Cada uno de ellos estaba montado sobre una
cruz de madera lisa, plantada en la tierra entre las flores y la hierba, bajo
las ramas más bajas de los árboles.
Aquellas cruces no
se parecían a la cruz de castigo del pueblo.
Los altos travesaños pasaban por debajo de los brazos de los esclavos,
que estaban atados a la parte de atrás.
Unos amplios ganchos curvados, de bronce pulimentado, servían para
sostener los muslos y mantenerlos separados.
Cada esclavo tenía las plantas de los pies apretadas una contra la otra,
con los tobillos atados.
Sus cabezas
colgaban hacia delante de tal manera que podían ver sus vergas erectas, y las
muñecas estaban ligadas a la cruz por detrás de la madera, con cadenas
conectadas a los grandes falos dorados que sobresalían de sus traseros. Nadie levantó la vista ni se atrevió a
moverse mientras recorríamos el jardín.
Vi a los
silenciosos sirvientes, con pesadas vestimentas, que avanzaban a una velocidad
servil y extendían alfombras de brillantes colores sobre la hierba para
disponer luego unas mesas bajas sobre ellas, como si prepararan un banquete.
Estaban colgando lámparas de cobre de los árboles y antorchas a lo largo
de los muros que cercaban el lugar.
Había cojines repartidos por todas partes. Jarras de vino de plata y oro estaban ya
dispuestas en sus lugares y, encima de las mesas, había bandejas con
copas. Era evidente que al caer la noche
allí iba a servirse la cena.
Imaginaba el tacto
del travesaño de madera bajo los brazos, el liso y frío cobre de los ganchos
curvándose alrededor de las piernas, la penetración del falo. A la luz de
las lámparas, la visión de los esclavos montados sobre los falos debía de ser
asombrosa. Aquí era donde cenarían los
nobles, acompañados de estas esculturas para deleite propio si es que por
casualidad su mirada se posaba en ellas. ¿Qué sucedería más tarde? ¿Los
bajarían de las cruces, los violarían?
Aún faltaba mucho
para la noche.
Yo no quería estar
en esta cruz, sufriendo, esperando, viendo los torsos resplandecientes de los
otros esclavos y sus vergas hinchadas. No,
esto era demasiado, pensé. Sería
insoportable.
Nuestro alto señor
de elegante arrogancia nos guió hasta el mismísimo centro del jardín. El aire, una leve brisa, era caliente y
dulce. Dimitri ya estaba empalado;
también había otro esclavo europeo de piel clara y pelo rojo, probablemente un
príncipe arrebatado a nuestra benevolente reina; dos cruces vacías nos
esperaban a Tristán y a mí.
Aparecieron los
criados y levantaron a Tristán. Pude
observar cómo lo alzaban con eficacia y rapidez. No insertaron el falo hasta que sus muslos
estuvieron cómodamente instalados entre la curva de los ganchos de cobre. Cuando vi el tamaño del falo di un
respingo. Por un instante, le encadenaron
las muñecas al extremo de aquello, con el madero vertical de la cruz entre
ellas. Su verga no podía haber estado
más dura.
Mientras los
criados le peinaban el cabello y le ataban los pies en su sitio, comprendí que
sólo disponía de algunos segundos para hacer algo temerario si es que iba a
hacerlo. Alcé la vista hacia el rostro
de mi señor. Tenía los labios separados
mientras estudiaba a Tristán y las mejillas ligeramente arreboladas.
Yo continuaba en
el suelo a cuatro patas. Me acerqué más
a él, hasta que al final estuve pegado a su túnica y, entonces,
intencionadamente, me senté sobre los tobillos y levanté la mirada hacia él.
Por su rostro cruzó una extraña expresión, un preludio a la rabia que le había
provocado mi acción. Sin separar los
labios, susurré para que los criados no pudieran oírme:
-¿Qué tenéis
debajo de esa túnica -pregunté- para que nos atormentéis de este modo? ¿Sois un
eunuco, no es así? No veo vello en
vuestro bonito rostro. Eso es lo que
sois, ¿no?
Pensé que veía
cómo se le erizaban todos los cabellos de la cabeza. Los asistentes continuaban untando los
músculos de Tristán con un aceite claro y limpiaban con cuidado los restos que
la piel no absorbía. Pero aquello no
ocupaba más que una pequeña parte de mi visión.
Yo tenía la vista
fija en el amo.
-Y bien, ¿sois un
eunuco? -le susurré sin apenas mover los labios-. ¿O tenéis algo bajo esos
elegantes ropajes que podáis meterme a la fuerza? -Me reí con los labios
cerrados, una verdadera risa perversa.
Aquello resultaba sumamente divertido.
Sabía perfectamente que estaba cometiendo una terrible infracción. Pero la mirada de puro asombro que apareció
en su rostro mereció la pena.
Lexius adquirió un
exquisito rubor. Vi la cólera que se
encrespaba para luego fundirse una vez dominada. Entornó los ojos.
-¡Sois un
sinvergüenza muy apuesto, lo sabéis, eunuco o no! -siseé.
-¡Silencio!
-soltó, fulminante.
Los asistentes
estaban escandalizados. La palabra
reverberó por el jardín. Luego su voz
crepitó para dar unas órdenes rápidas.
Los asistentes, aterrorizados, acabaron con Tristán y se apresuraron a
salir en silencio.
Yo había inclinado
la cabeza pero volvía a levantar la mirada.
-¿Cómo osáis?
-susurró. Fue un momento interesante
porque comprobé que murmuraba del mismo modo que había hecho yo. Él tampoco se
atrevía a hablarme en voz alta.
Sonreí. Mi pene latía violentamente, con el fluido
listo para derramarse.
-¡Yo os montaré,
si así lo preferís! -le susurré-. Quiero
decir, si no funciona esa cosa que tenéis...
La bofetada me
alcanzó con tanta velocidad que no la vi.
Me hizo perder el equilibro. Me
quedé de nuevo a cuatro patas. Oí un
sonido silbante, algo que provocaba miedo por razones que no recordaba. Alcé la vista y vi que sacaba una larga
traílla de cuero de su faja. La llevaba
enrollada en la cintura, oculta entre los pliegues de terciopelo. Tenía un pequeño aro en el extremo, lo
suficientemente grande para abarcar una verga normal, no para la mía, pensé.
Me agarró por el
pelo y me levantó. Sentí el miedo como
una quemadura. Me azotó con fuerza dos
veces y vi el jardín entre centelleos de color mientras mi cabeza iba de un
lado a otro. Tumulto en el paraíso. Sentí que me removía los testículos, que los
elevaba, y la correa para la verga me rodeaba y se cerraba con firmeza. De hecho, quedaba muy bien ajustada. La traílla tiró de toda mi pelvis hacia
adelante. Me arañé las rodillas con la
hierba mientras intentaba recuperar el equilibrio.
El amo me obligó a
bajar la cabeza hasta que pudo poner la todopoderosa pantufla sobre mi
nuca. Una vez más volvía a tener la cara
pegada al suelo, aunque la traílla pasaba bajo mi pecho. Tiró de ella con brusquedad para obligarme a
corretear tras él a cuatro patas.
Hubiera deseado
volver la vista hacia Tristán. Me sentía
como si le hubiera traicionado. De
pronto pensé que había cometido un error espantoso, que iba a acabar en uno de
los pasillos, o tal vez algo peor. Pero
ya era demasiado tarde. La correa me
oprimía la verga mientras él estiraba de mí con fuerza en dirección a las
puertas de palacio.
LA VELADORA
Bella se despertó
medio desfallecida. Las esposas del
harén seguían congregadas a su alrededor, charlando despreocupadamente.
En las manos
sostenían largas y hermosas plumas, colas de pavo real y otros plumajes de gran
colorido que de vez en cuando pasaban por los pechos y los órganos sexuales de
la princesa.
Su húmedo sexo
palpitaba con un leve latido. Sentía las
plumas que se deslizaban sobre sus pechos y luego le recorrían el sexo con más
brusquedad pero lentamente.
¿No querían nada
para ellas, estas amables criaturas? De
nuevo le invadió el sueño, pero enseguida se despejó.
Bella abrió los
ojos. Vio el sol que se derramaba a
través de las altas ventanas enrejadas, los entoldados del techo con abundantes
bordados, cuentas brillantes e hiladuras de oro. Observó los rostros de las mujeres próximos a
ella, los dientes blancos, los suaves y rosados labios oscuros. Oyó su charla, rápida y en voz baja, y su
risa. De entre los pliegues de sus ropas
surgían perfumadas fragancias. Las
plumas continuaban entreteniéndose con Bella como si se tratara de un juguete,
algo a lo que podían importunar futilmente.
Gradualmente,
desde este bosque de hermosas criaturas, Bella desplazó la vista hasta una
figura majestuosa, una mujer que se mantenía apartada del resto y cuyo cuerpo
permanecía medio oculto por un biombo, agarrada con una mano al extremo de la
madera de cedro mientras miraba a Bella.
La princesa cerró
los ojos y se deleitó con el calor del sol, en el lecho de cojines, y las
plumas. Luego volvió a abrirlos.
La mujer
continuaba allí. ¿Quién era? ¿Había estado ahí todo el rato?
Era un rostro
extraordinario, que destacaba incluso entre la infinidad de rostros
extraordinarios. Boca sensual, nariz
pequeña y unos ojos llameantes que en cierto modo eran diferentes a los de las
demás. El pelo castaño oscuro, peinado
con raya en medio, caía por debajo de los hombros en masas de rizos que creaban
un triángulo de oscuridad alrededor de su rostro; sólo unos pequeños bucles
sobre la frente sugerían cierto desorden, imperfección humana. Una gruesa corona de oro rodeaba su frente
para sostener un largo velo de color rosa que parecía flotar sobre el pelo
oscuro, y que caía tras su figura como una sombra teñida de rosa.
La cara, que tenía
forma de corazón, era sin embargo severa, muy severa. Aquella expresión de aparente irritación era
casi amarga.
Algunos rostros
hubieran resultado feos con esta expresión pensó Bella, pero en este caso la
intensidad realzaba su cara. Los ojos...
¡vaya!, eran de un gris violeta. Eso era
lo que resultaba chocante. No eran negros. No obstante, tampoco eran claros; sino
vibrantes, penetrantes y, de pronto, cuando Bella alzó la mirada para mirarlos,
parecieron llenos de desasosiego.
La mujer
retrocedió un poco detrás del biombo, como si Bella la hubiera inducido a
retirarse. Pero aquel movimiento la
delató. Todas las cabezas se volvieron
hacia ella. Al principio nadie se
movió. Luego las mujeres se levantaron y
la saludaron con una reverencia. Todas
las presentes en la habitación, excepto Bella, que no se atrevía a moverse, se
inclinaron ante la dama que se hallaba de pie detrás del biombo.
«Debe de ser la
sultana», pensó Bella, y sintió que la garganta se le contraía al ver que los
ojos violetas se fijaban con tal concentración en ella. Sus ropajes eran suntuosos. Y los pendientes, dos inmensos adornos
ovalados copiosamente labrados con relieves de esmalte violeta, eran una
preciosidad.
La mujer no se
movió ni respondió a los murmullos de saludo pronunciados por las otras. Permaneció medio oculta tras el biombo,
observando a Bella.
Las mujeres
volvieron a acomodarse en los lugares que ocupaban anteriormente. Se sentaron al lado de Bella y posaron otra
vez las plumas sobre el cuerpo de la princesa para acariciarla. Una de las mujeres se apoyó contra Bella, con
la misma calidez y fragancia de un gato gigante, y dejó que sus dedos
juguetearan distraídamente con los pequeños y tupidos mechones púbicos de la
muchacha. Bella se sonrojó, sus ojos se
velaron mientras continuaba mirando a la distante mujer. Pero sus caderas se movían y, cuando las
plumas volvieron a acariciarla, comenzó a gemir, perfectamente consciente de
que aquella dama la observaba.
«Salid -quería
decirle Bella-. No seáis tímida.» La
mujer la atraía. Movió las caderas aún
más deprisa y la ancha pluma de pavo real se dilataba en sus pasadas. Sintió otras plumas que le hacían cosquillas
entre las piernas. Las delicadas
sensaciones se multiplicaban cada vez con mayor intensidad.
Luego una sombra
cruzó ante sus ojos. Sentía los labios
que volvían a besarla, y dejó de ver a la extraña y vigilante mujer.
Era la hora del
crepúsculo cuando Bella se despertó.
Sombras azules celestes y el temblor de la luz de las lámparas. Olor a cedro y a rosas. Las esposas continuaron acariciándola
mientras la levantaban del lecho para llevarla hasta el pasadizo. Entonces, cuando su cuerpo volvía a
despertar, no quería irse, pero luego pensó en Lexius. Seguro que le harían saber que les había agradado. Obedientemente, Bella se puso de rodillas.
Sin embargo, justo
antes de entrar en el pasaje, echó un vistazo atrás, a la umbría habitación, y
distinguió a la espectadora de pie en el rincón. Esta vez no había ningún biombo que la
ocultara.
Iba vestida de
seda violeta, del mismo color que sus ojos, y el alto fajín dorado y plateado
era como un trozo de armadura que encerraba su estrecha cintura. El velo rosa revoloteaba alrededor de ella
como si tuviera vida propia, como un aura.
« ¿Cómo
desabrocháis el fajín, cómo se quita?», se preguntaba Bella intrigada. La mujer tenía la cabeza un poco ladeada,
como si intentara disimular su fascinación por Bella. Sus pechos parecían hincharse visiblemente
bajo el ajustado corpiño de tela bordada que, también, en cierto modo,
recordaba a una pieza de armadura. Los
pendientes ovalados de sus orejas parecían temblar como si registraran la
excitación secreta y absolutamente privada que sentía la mujer.
Bella no lo sabía,
pero quizá fuera el efecto embellecedor de la luz lo que hacía que esta mujer
pareciera infinitamente más atrayente que las demás, como una gran florescencia
tropical de color púrpura situada entre azucenas atigradas.
Las mujeres
instaban a Bella a continuar, aunque la besaban al mismo tiempo. Debía irse.
Dobló la cabeza y se introdujo en el pasadizo, aún con el hormigueo del
contacto de las mujeres en la carne, y rápidamente salió al otro lado, donde
dos criados varones la esperaban.
Anochecía. En los
baños todas las antorchas estaban encendidas. Después de aplicarle aceites,
perfumarla y cepillarle el pelo, tres
asistentes condujeron a Bella hasta el pasillo más amplio que había visto
anteriormente, el que estaba decorado tan exquisitamente con esclavos atados y
mosaicos que conferían al lugar una atmósfera de tremenda importancia.
No obstante, Bella
estaba cada vez más asustada. ¿Dónde se encontraba Lexius? ¿Adónde la
llevaban? Los criados trasportaban un
cofrecito con ellos. Bella se temía que
sabía lo que había dentro.
Finalmente,
llegaron a una sala que tenía una monumental puerta doble a la derecha, una
especie de vestíbulo de techo descubierto.
Bella vio las estrellas, sintió el aire cálido.
Pero cuando
descubrió el nicho en la pared, el único nicho de la habitación, colocado
exactamente en frente de las puertas, sintió terror. Los asistentes dejaron el cofre en el suelo y
se apresuraron a sacar de él un collar de oro y una tela de seda.
Al comprobar el
miedo de ella se limitaron a sonreír. La
colocaron en el nicho, le doblaron los brazos tras la espalda y, rápidamente,
cerraron con un chasquido el alto collar forrado de piel que le rodeó el
cuello, abrigando su mandíbula con el amplio borde que levantaba ligeramente su
barbilla. No podía volver la cabeza ni
mirar hacia abajo. El collar estaba
enganchado al muro que tenía a su espalda.
Aunque levantara los pies del suelo aquel engarce la hubiera sostenido.
Pero no hizo
falta. Los mozos le estaban levantando
los pies para envolvérselos con largas tiras de seda. Continuaron trabajando piernas arriba,
apretando cada vez más la tela, pero dejaron el sexo al descubierto. En un momento, la seda le ceñía el estómago y
la cintura, le lacraba los brazos contra la espalda y cruzaba el pecho para
dejarlo al descubierto.
Con cada vuelta de
la seda, el vendaje la oprimía más. Tenía espacio suficiente para respirar pero
estaba completamente rígida, totalmente encerrada y acalorada. Se sentía comprimida y muy liviana. Tenía la impresión de flotar en el nicho,
como algo compacto, indefenso, incapaz de ocultar su sexo desnudo y sus pechos,
ni la franja de carne desnuda que comprendía sus nalgas estrujadas.
Sus pies habían
quedado bien separados, sujetos al suelo por medio de unas correas. Luego los criados dieron un último ajuste al
alto collar de metal y al gancho.
Bella temblaba de
pies a cabeza. Gemía. La atención que le prestaban los criados era
escasa. Tenían prisa. Le cepillaron el
pelo para que cayera sobre sus hombros y dieron un toque final con los
labios. Le peinaron el vello púbico haciendo
caso omiso a los gemidos de la princesa.
Luego, le dieron una última tanda de besos en los labios y otra de
silenciosas amonestaciones para que se mantuviera callada.
Los criados se
alejaron por el corredor. La dejaron en esta alcoba iluminada por antorchas,
como si fuera un mero accesorio, igual que los otros que había visto antes por
los pasillos.
Bella se quedó
quieta. Su cuerpo parecía crecer bajo
las envolturas, llenándolas y presionando contra éstas cada centímetro de su
cuerpo, tan opresivamente sujeto. El
silencio zumbaba en sus oídos.
Las antorchas que
llameaban frente a ella a ambos lados del corredor le parecieron seres vivos.
La princesa
intentó permanecer inmóvil pero perdió la batalla. De repente, todo su cuerpo se esforzó por
liberarse. Sacudió la cabeza e intentó
liberar sus miembros, pero no consiguió variar ni un ápice la posición de esta
pequeña escultura en la que la habían convertido.
Luego, mientras
las lágrimas surcaban su rostro, sintió un arrebato maravilloso, triste. Pertenecía al sultán, al palacio, a este
tranquilo e inevitable momento.
En realidad, era
un gran honor que le hubieran asignado este lugar especial en vez de colocarla
en una fila con los demás. Miraba hacia
las puertas. Estaba agradecida de que
allí no hubiera más esclavos maniatados como motivos decorativos. Sabía que cuando abrieran las puertas podría
bajar la vista y mostrarse totalmente servil, como se esperaba de ella.
Se deleitó en las
ataduras, pese a que era consciente de la frustración que la noche traería
consigo. Su sexo ya empezaba a recordar el contacto de las mujeres del
harén. Soñaba, pese a que aún estaba
despierta, con Lexius y aquella extraña mujer, la sultana tal vez, que había
estado observándola pero que no la había tocado.
Bella tenía los
ojos cerrados cuando oyó un débil sonido.
Alguien se acercaba. Alguien pasaría
junto a ella en medio de las sombras, sin percatarse de su presencia. Los pasos se aproximaban cada vez más. Bella respiró ansiosamente bajo la fuerte
contracción de las vendas.
Finalmente, las
figuras se hicieron visibles. Eran dos
señores del desierto elegantemente ataviados con relucientes tocados de lino
blanco, fruncidos en la frente con trenzas de oro que formaban pulcros pliegues
en torno a sus caras y por encima de sus hombros. Hablaban entre ellos. Ni siquiera le dirigieron una ojeada. Tras ellos venía un silencioso sirviente, con
las manos atadas a la espalda y la cabeza baja.
Parecía asustado, tímido.
El vestíbulo se
quedó una vez más en silencio y el corazón de Bella adoptó un ritmo más
pausado; su respiración se normalizó. Le
llegaban leves sonidos de risas y música que procedían de muy lejos, demasiado
distantes para inquietaría o calmarla.
Casi dormitaba
cuando un penetrante chasquido la despertó.
Fijó la vista hacia delante y vio que la puerta doble se había
movido. Alguien la había entreabierto y
la estaba observando desde allí. ¿Quién era aquella persona y por qué no se
dejaba ver?
Bella intentó
mantener la calma. Al fin y al cabo,
estaba indefensa, ¿no era así? Pero le
saltaron las lágrimas. Sentía un
desasosiego cada vez mayor en su cuerpo comprimido por las envolturas. Fuera quien fuese, podía salir y
atormentaría. Era tan sencillo tocar su
sexo desnudo e importunarlo del modo que le viniera en gana. Sus pechos expuestos se estremecieron. ¿Por
qué seguía ahí? Casi podía oír su respiración.
Por un instante creyó que quizá fuera uno de los sirvientes, y bien
podría pasar una hora jugando con ella sin que nadie se percatara.
Al comprobar que
nada sucedía, que la puerta continuaba entreabierta, sin más, Bella lloró quedamente,
a la luz de las antorchas que la deslumbraban.
La perspectiva de la larga noche que la esperaba era mucho peor que
cualquier azotaina. Las lágrimas cayeron
en silencio deslizándose por sus mejillas.
UNA LECCION DE SUMISIÓN
Laurent:
Nos encontrábamos
otra vez en el palacio, en la fresca oscuridad de los pasillos que olían al
aceite y la resina que quemaban en las antorchas, sin más sonidos que los
provocados por las pesadas pisadas de Lexius y por mis manos y rodillas al
gatear sobre el mármol.
Al oírle cerrar la
puerta de golpe y echar el cerrojo, supe que habíamos vuelto a sus
aposentos. Su cólera era indisimulada.
Respiré
profundamente y fijé la mirada en los motivos estrellados que decoraban el
mármol del suelo. No recordaba haber
visto esas preciosas estrellas rojas y verdes con círculos en su interior. La luz del sol calentaba el mármol, al igual
que el conjunto de la habitación, que estaba caldeada y silenciosa. Vi la cama por el rabillo del ojo. Tampoco la recordaba. Seda roja, cojines apilados, lámparas
suspendidas por cadenas a ambos lados del lecho.
Lexius había
cruzado la estancia para coger una larga correa de cuero de la pared. Bien.
Eso ya era algo. No las estúpidas
tirillas de cuero. Una vez más, me senté
sobre los talones y mi verga palpitó oprimida por el círculo de la correa que
la rodeaba.
El amo se volvió y
sostuvo la correa en sus manos. Era
pesada. Debía de doler que daba gusto.
Tal vez yo me arrepintiera antes incluso de que empezara la azotaina; me iba a
arrepentir de verdad.
Miré a Lexius a
los ojos. «Vas a sodomizarme, o yo a ti, antes de que salgamos de esta
habitación -pensé-. Te lo prometo, joven
y elegante señor del pico de oro.»
Pero me limité a
sonreírle.
Él se detuvo, me
observó fijamente con la cara inexpresiva, como si no se creyera que le estaba
sonriendo.
-¡No podéis hablar
en este palacio! -dijo apretando sus dientes-. ¡No os atreveréis a repetirlo!
-¿Sois un castrado
o no? -le pregunté levantando las cejas-.
Vamos, amo -de nuevo, lentamente se dibujó una sonrisa en mis
labios-. Me lo podéis decir. No se lo contaré a nadie.
Parecía que el amo
intentaba recuperar la compostura.
Respiró
profundamente. Tal vez pensara en algo
peor que los azotes, y yo me estaba pasando de listo. ¡Yo quería los azotes!
Alrededor de él,
la pequeña habitación parecía fulgurar bajo la luz oblicua del sol: el suelo
decorado, la cama de seda roja, el montón de cojines. Las ventanas estaban
cubiertas, protegidas por enrejados esmaltados y afiligranados que las
convertían en miles de diminutas ventanas.
En gran medida, él parecía formar parte de aquello, vestido con la
ajustada túnica de terciopelo, el cabello negro recogido detrás de las orejas y
los centelleantes pendientes.
-¿Creéis que
conseguiréis provocarme para que os posea? -susurró. Los labios le temblaban ligeramente,
revelaban la tensión que le dominaba. Los ojos destellaban de rabia o de
excitación. Resultaba difícil distinguir
la causa. Pero ¿qué diferencia hay,
realmente, si la fuente de energía es aceite o madera? Lo que importa es la luz.
No contesté. Pero mi cuerpo sí. Le miré de arriba abajo: su cuerpo delgado y
esbelto, el modo en que su fina y elástica piel se arrugaba con delicadeza en
las comisuras de la boca.
Movió la mano, la
desplazó hasta el fajín y lo desabrochó.
Cayó al suelo y la
túnica se abrió, el pesado tejido, las dos partes de la prenda se separaron y,
debajo, vi el pecho desnudo, el negro pelo rizado de la entrepierna, la verga
levantada como un asta, ligeramente curvada, y el escroto, bastante grande,
envuelto por delicados rizos oscuros.
-Venid aquí
-ordenó-. A cuatro patas.
Dejé que mi
corazón latiera un par de veces antes de responder. Entonces me puse a cuatro patas, con la vista
aún fija en él, y crucé la distancia que nos separaba.
Me senté otra vez
sobre los talones sin que él me dijera que podía hacerlo y olí el perfume a
cedro y las fragancias de su ropa, aspiré su olor varonil y levanté la vista
para observar los pezones de color vino que se asomaban bajo la solapa de la
prenda. Pensé en las abrazaderas que me
habían puesto los criados, y en la manera en que las correas tiraban de ellas.
-Ahora veremos si
vuestra lengua sabe hacer más cosas, aparte de soltar impertinencias -dijo. Él
no podía contener la agitación en su pecho, no era capaz de evitar que su
cuerpo le delatara, pese a que la voz sonaba inflexible-. Chupadla -dijo con suavidad.
Me reí para mis
adentros. Me incorporé otra vez sobre
mis rodillas y, con cuidado de no tocar sus ropas, me acerqué y empecé a lamer,
no la verga, sino el escroto. Lo repasé
a conciencia; por debajo, empujé un poco los testículos hacia arriba,
lanzándoles estocadas con la lengua, para luego chuparlos por debajo hasta
llegar a la carne que estaba justo detrás.
Sabía que él
quería que me metiera los testículos en la boca, o que arremetiera contra ellos
con más presión, pero hice exactamente lo que él me había dicho que
hiciera. Si quería más, tendría que
pedirlo.
-Introducíoslos en
la boca -dijo.
Volví a reírme
para mis adentros.
-Con mucho gusto,
amo -contesté yo. Se puso tenso al oír
aquella impertinencia. Pero yo tenía la
boca abierta pegada a su escroto y le lamía los testículos, primero uno, luego
el otro, intentando meterme los dos en la boca, pero eran demasiado
grandes. Mi propia verga estaba al
límite de la agonía. Retorcí las
caderas, las hice girar y el placer bombeó por todo mi cuerpo, rebotando con
dolor por las extremidades. Abrí aún más
la boca y tiré del escroto.
-La verga -susurró
él.
Entonces conseguí lo que quería. La empujó contra mi paladar y después
presionó cuanto pudo hacia el interior de mi garganta. Yo la chupé con largos y poderosos lametazos,
haciendo pasar la lengua por ella, permitiendo que mis dientes la arañaran ligeramente.
La cabeza me daba
vueltas. Tenía la pelvis rígida y mis
músculos estaban tan tensos que sabía que después tendría agujetas.
Lexius se adelantó
para apretar la entrepierna contra mi rostro, y sentí su mano en la parte
posterior de mi cabeza. Iba a eyacular
en cualquier instante.
Yo retrocedí un
poco y lamí la punta de la verga, para importunarle deliberadamente. Su mano me agarró con más fuerza pero no dijo
nada. Relamí su verga despacio, jugando
con la punta. Llevé mis manos al
interior de su túnica. El tejido era
fresco y suave, pero la verdadera seda era la piel de su trasero. Pegué mis manos a ella, le pellizqué la carne
y mis dedos se aproximaron ondulantes hasta su ano.
Bajó las manos
para sacar mis brazos de la túnica. Él dejó caer la correa.
Entonces yo me
puse de pie y le empujé hacia atrás, hacia la cama, poniéndole la zancadilla
para que perdiera el equilibrio.
Le tiré del brazo
derecho para darle la vuelta y que cayera de cara sobre el lecho y me apresuré
a despojarle de la túnica.
Era fuerte, muy
fuerte y forcejeó con violencia.
Pero yo era mucho
más fuerte y considerablemente más corpulento.
Tenía los brazos atrapados en la túnica y, en un momento, se la arranqué
y la arrojé a un lado.
-¡Maldito seáis!
¡Parad! ¡Maldito seáis! -exclamó y, a continuación, oí una sutil sucesión de
amenazas y juramentos en su propia lengua, aunque no se atrevía a gritar en voz
alta. El cerrojo de la puerta estaba
echado. ¿Cómo iba a entrar alguien a ayudarle?
Yo me reía. Lo apreté contra el colchón de seda y lo
sujeté con las manos y la rodilla doblada sobre él.
Lo observé: su
alargada y lisa espalda, la piel extremadamente pura y aquel trasero, aquel
musculoso trasero sin castigar, todo para mí.
Lexius forcejeaba
como un loco. Estuve a punto de
penetrarle en ese mismo instante. Pero
quería hacerlo de un modo diferente.
-Os castigarán por
esto, loco y estúpido príncipe -dijo, y hablaba con convencimiento. Me gustó cómo sonaba. Pero repliqué:
-¡No abráis la
boca! -y se calló con asombrosa facilidad.
Luego cobró fuerza de nuevo y forcejeó sobre la cama.
Yo me levanté lo
justo para darle la vuelta y obligarlo a yacer tumbado de espaldas. Me quedé a horcajadas sobre él y, cuando
intentó levantarse, le di unos sonoros manotazos, igual que él había hecho
conmigo. Durante unos segundos permaneció
echado, lleno de asombro, y yo aproveché para coger una de las almohadas y
rasgar la seda de la funda.
Era una pieza de
seda bien larga, lo suficiente para atarle las manos. Se las cogí, después de abofetearlo dos veces
más y se las até por las muñecas. La
seda era tan fina que permitía hacer unos nudos fuertes y ajustados que sus
forcejeos únicamente conseguían apretar más.
Rasgué otra funda
y lo amordacé. Cuando abrió la boca para
soltar otro torrente de juramentos e intentó pegarme con las manos atadas, yo
rechacé sus manos y le pasé la mordaza de seda por encima de la boca abierta y
luego la até por detrás de la cabeza.
La boca abierta
hacía más fácil apretar la mordaza para que quedara firmemente sujeta y cuando
intentó pegarme de nuevo le abofeteé lentamente, una y otra vez, hasta que se
detuvo.
Por supuesto, no
es que fueran unos golpes terriblemente fuertes. A mí no me hubieran afectado en
absoluto. Pero con él funcionaron a la
perfección. Yo sabía que la cabeza le
daba vueltas a causa de las bofetadas.
Al fin y al cabo, él me había azotado así a mí tan sólo unos momentos
antes en el jardín.
Lexius se quedó
quieto, con las manos ligadas por encima de la cabeza. Tenía el rostro como la grana; la mordaza de
seda era un corte rojo más claro sobre su cara, contra el que apretaba los
labios. Pero la parte verdaderamente
exquisita eran los ojos, sus inmensos ojos negros que me miraban fijamente.
-Sois una criatura
muy hermosa, ¿sabéis? -le dije. Sentía
su verga que tocaba ligeramente mis testículos.
Yo continuaba montado a horcajadas sobre él. Bajé la mano y palpé la dura y caliente
longitud del miembro, la humedad de la punta-.
Casi sois incluso demasiado hermoso continué-. Me entran ganas de escabullirme a hurtadillas
de este lugar, con vos desnudo, atado a mi silla, tal como los soldados de
vuestro sultán me secuestraron. Os
llevaría al desierto, os convertiría en mi esclavo, os golpearía con ese grueso
cinto vuestro, mientras vos daríais de beber al caballo, cuidaríais el fuego,
me prepararíais la cena...
Su cuerpo temblaba
de pies a cabeza. Sus mejillas estaban
encendidas a pesar del color oscuro de la piel.
Casi oía su corazón.
Descendí para
arrodillarme entre sus piernas. Él no movió ni un sólo músculo para
oponerse. Su verga se convulsionaba con
breves sacudidas. Pero ya estaba bien de
jugar con él. Tenía que poseerlo,
ya. Tal vez luego me concedería los
otros deleites, como castigar sus nalgas.
Le levanté los muslos enganchando mis brazos
por debajo y, luego, forcé sus piernas sobre mis hombros de tal manera que su
pelvis se levantaba por encima de la cama.
Lexius gimió y sus
ojos llamearon como dos fuegos mientras me miraban llenos de ferocidad. Palpé el pequeño ano, tan seco, y luego, por
primera vez en todos estos días de tortura, me toqué mi propio pene y unté por
toda la punta la humedad que rezumaba de él, hasta dejarlo muy lubrificado.
Entonces lo
penetre.
El amo estaba
tenso, pero no demasiado. No podía
evitar la penetración. Gimió otra vez
pero yo continué bombeando a través del anillo de músculo que me raspaba y me
enloquecía, hasta que estuve bien adentro.
Luego presioné contra él, empujé sus piernas hacia abajo contra su
cuerpo hasta que sus rodillas quedaron dobladas por encima de mis hombros y,
entonces, empecé a arremeter con fuerza.
Dejaba que mi verga se deslizara casi hasta fuera, luego me hundía hacia
delante, después casi volvía a salir, y él suspiraba contra la mordaza. La seda se mojaba, se le vidriaban los ojos,
el fascinante dibujo de sus cejas se contraía.
Con la mano busqué a tientas su falo, lo encontré y empecé a manosearlo
al ritmo de mis embestidas.
-Esto es lo que os
merecéis -le dije entre dientes-. Esto
es lo que verdaderamente os merecéis.
Sois mi esclavo, aquí y ahora, y al cuerno todo lo demás, al cuerno el
sultán y todo el palacio.
Su respiración era
cada vez más agitada, y entonces yo me corrí en su interior, mientras apretaba
con fuerza su verga entre mis dedos, sintiendo el líquido que salía a presión y
reventaba con chorros repentinos, sin que él dejara de gemir audiblemente. Parecía no acabarse; toda la miseria de las
noches en alta mar se vació en él. Con
mi dedo pulgar, apreté la punta de su miembro.
Cada vez con más fuerza hasta que la última gota de placer salió de mí,
hasta que estuve totalmente vacío. Sólo
entonces me retiré de él.
Me di media
vuelta, me quedé tumbado de espaldas y cerré los ojos durante un largo
instante. Aún no había acabado con él.
La habitación
estaba agradablemente caldeada. Ningún fuego puede lograr lo que consigue el
sol de la tarde en un lugar cerrado. Él permaneció echado con los ojos cerrados
y las manos quietas sobre la cabeza, respirando profunda y sosegadamente.
Había relajado las
piernas y me rozaba el muslo con el suyo.
Después de un
largo momento, le dije:
-Pues sí, sois un
buen esclavo -y solté una risita.
Lexius abrió los
ojos y miró al techo. De repente, empezó
a moverse otra vez, y en cuestión de segundos me encontré de nuevo sobre su
cuerpo para maniatarlo.
No se
resistió. Yo me levanté y me puse de pie
al lado de la cama. Le dije que se diera
media vuelta y se pusiera boca abajo. Él vaciló por un momento pero luego
obedeció.
Cogí la larga
correa. Contemplé sus nalgas y los
músculos se comprimieron con fuerza, como si él supiera que lo estaba
observando. Movió ligeramente las
caderas sobre la seda. Tenía la cabeza
vuelta hacia mí pero su mirada traspasaba mi cuerpo.
-Levantaos y poneos a cuatro patas -Ordené.
Él obedeció con
cierta gracia intencionada y se arrodilló con la cabeza levantada y las manos
aún atadas, creando una imagen verdaderamente fascinante. Era mucho más delgado que yo. Pero aquella gracia suya era maravillosa,
como un caballo perfecto para correr, no el corcel que puede llevar a un
caballero, sino un animal más nervioso, excelente para un mensajero.
La mordaza de seda
roja parecía un insulto delicioso. No
obstante, Lexius se arrodilló sin protestar ni resistirse. No intentó desprenderse de ella, a pesar de
que hubiera podido hacerlo aun con las muñecas atadas.
Doblé la correa y
le azoté las nalgas. Él se puso tenso.
Volví a azotarle. Juntó las piernas con fuerza, pero pensé que podía
permitírselo mientras se mostrara obediente.
Le fustigué con
fuerza una y otra vez, maravillándome de que su preciosa carne de tono aceitunado
continuara manteniendo el color. Lexius
no articulaba ni un sonido. Luego me
trasladé hasta los pies de la cama para poder blandir mejor la correa. En un momento, había conseguido que una
maraña de color rosa oscuro resaltara sobre la carne. Moví la correa con más
fuerza. Recordaba mis primeros latigazos
en el castillo, cómo me habían escocido, cómo había forcejeado y gemido sin
moverme lo más mínimo, cómo había intentado adivinar el sentido de aquel dolor:
debía permanecer en una posición humilde y ser azotado para placer de otro.
Azotarle producía
una sensación extasiante de libertad, no por la venganza ni nada tan ridículo o
premeditado.
Simplemente era un
círculo que se completaba. Me encantaba el sonido de la correa que le golpeaba,
la manera en que sus nalgas habían empezado a bailar un poco a pesar de sus
esfuerzos por mantenerse quieto.
Lexius estaba
empezando a cambiar en todo. Tras otra
tanda de golpes, bajó la cabeza y su espalda se arqueó como si intentara
retraer las nalgas. Era totalmente
inútil. Luego, volvieron a bailar hacia
fuera y a balancearse. Gimió. No podía controlarse más. Todo su cuerpo oscilaba, bailaba, con una
ondulación completa que respondía a la correa.
Supe que yo había
hecho lo mismo cuando me fustigaban, miles de veces, sin ser consciente de
ello. Siempre me había perdido en el
sonido, en las dulces y cálidas explosiones de dolor, con aquel repentino picor
previo al golpe de la correa. Solté una
rápida descarga de fuertes latigazos sobre él, y gimió puntualmente con cada
uno de ellos. De hecho, ni siquiera
intentaba refrenarse. Su cuerpo relucía
a causa de la humedad, la rojez parecía viva sobre la superficie de la piel,
todo él estaba en movimiento constante, lleno de elegancia.
Le oí sollozar
contra la mordaza. Eso estaba bien. Me detuve y fui hasta la cabecera de la cama
para mirarlo a la cara. Una buena
exhibición de lágrimas. Pero no había
insolencia en su rostro. Le desaté las
manos.
-Bajad al suelo,
colocad las manos delante del cuerpo con las piernas estiradas -ordené.
Lentamente, con la
cabeza inclinada, Lexius obedeció.
Me encantaba la
forma en que le caía el pelo sobre los ojos, la manera en que la mordaza
sujetaba el resto de su cabellera. Había
conseguido humillarlo. Su trasero tenía
un aspecto delicioso, caliente, ardía de calor.
Lo levanté por las
nalgas con ambas manos y le obligué a caminar a cuatro patas de esa forma, con
el trasero alzado y pegado a mi pelvis mientras yo caminaba detrás de él. Retrocedí un paso y empecé a azotarlo con
fuerza andando en círculo por toda la habitación, obligándole a marchar
deprisa. El sudor le caía por los
brazos. Su enrojecido trasero hubiera
merecido cumplidos en el castillo.
-Venid aquí,
permaneced quieto -le ordené. Otra vez,
me coloqué entre sus piernas y lo penetré, por sorpresa, provocando que soltara
un grito a través de la mordaza.
Estiré el brazo y
le desaté el nudo de la nuca, aunque sostuve las dos piezas de seda como si
fueran riendas, con las que tiré de su cabeza hacia arriba mientras le
penetraba con violencia, empujándole hacia delante e impidiendo mediante las
riendas que bajara el rostro. Él sollozaba pero yo no era capaz de distinguir
si era a causa de la humillación, del dolor o de ambas cosas. Su trasero resultaba delicioso pegado a mi
pelvis, caliente, y se apretaba con gran fuerza.
Me corrí una vez
más, con un repentino chorro que le inundó con sacudidas violentas. Él lo
aguantó sin atreverse a bajar la cabeza; la seda seguía tensa en mis manos.
Cuando acabé,
estiré la mano bajo su vientre y palpé su pene.
Estaba duro. Era un buen esclavo.
Me reí entre
dientes. Dejé caer al suelo la mordaza
de seda y di la vuelta para situarme delante de él.
-Levantaos -le
mandé-. Ya he acabado con vos.
Lexius
obedeció. Todo su cuerpo resplandecía de
sudor. Incluso su pelo negro como el
azabache relucía. Sus ojos tenían una
mirada tranquila y profunda, su boca parecía sensual. Nos miramos fijamente a los ojos.
-Ahora podéis
hacer conmigo todo lo que os plazca -dije yo-.
Supongo que os habéis ganado ese privilegio. -Pero la boca... ¿por qué
no lo había besado? Me incliné hacia
delante, teníamos la misma altura, y lo besé.
Lo besé con mucha ternura y él no se movió para oponerse. Abrió la boca.
Mi verga volvió a
enderezarse. De hecho, el placer
recorrió todo mi cuerpo y empezó a oprimirme.
Pero ya no dolía. Era dulce, cada
vez más y más poderoso, y yo continuaba besando a este hombre suave como la
seda.
Lo solté. Levanté la mano para pasarla por la línea de
su mandíbula en la que el vello bien afeitado empezaba a crecer como suele
hacer al final del día.
Sentí la pelusa
sobre el labio superior, en la barbilla.
Sus ojos brillaban
con un fulgor indescriptible. Pero era
el alma, el alma que se percibía a través del velo de belleza, lo que resultaba
perturbador.
Me crucé de
brazos, atravesé la habitación hasta llegar casi a la puerta y allí me
arrodillé.
Que se desaten los
infiernos, pensé. Le oí moverse por la
estancia y, por el rabillo del ojo, distinguí que se estaba vistiendo, que se
pasaba el peine por el pelo y se ordenaba la ropa con gestos rápidos,
irritados.
Sabía que él
estaba confundido. Pero yo también. Nunca antes había hecho cosas así y jamás
había sospechado cuánto iba a gustarme.
De repente quise llorar. Me
sentía aterrorizado y triste, y medio enamorado de él.
Lo odié por
haberme demostrado todo esto, y me sentí triunfante... todo al mismo tiempo.
MISTERIOSAS COSTUMBRES
Parecía que había
pasado un cuarto de hora pero aun así la doble puerta no se había cerrado. De vez en cuando se había movido y crujido un
poco en sus bisagras, y la abertura se estrechaba y luego se ampliaba. Bella temblaba y lloriqueaba bajo la
comprimida envoltura de oro; sabía que alguien la observaba. Intentó calmar su turbación pero le fue
imposible. Luego, cuando el pánico la
invadió, forcejeó violentamente contra las ligaduras que la sujetaban con
absoluta firmeza, pero fue inútil.
Cuando la puerta
se abrió aún más, su corazón pareció detenerse por completo. Bajó la vista cuanto pudo, pero sin bajar la
barbilla puesto que el collar se lo impedía.
Sus lágrimas enturbiaban la visión en un destello dorado a través del
cual distinguió a un señor suntuosamente vestido que se aproximaba hacia ella.
Una capucha de
terciopelo verde esmeralda, bordada de oro, le cubría la cabeza, y el manto que
llevaba puesto ocultaba el resto del cuerpo.
Su rostro permanecía completamente oculto en una sombra.
Súbitamente, Bella
sintió una mano sobre su sexo húmedo. Se
tragó un sollozo cuando la mano le tiró del vello púbico, le pellizcó los
labios y luego se los separó con dos dedos.
Sofocó un grito mordiéndose el labio, intentando mantenerse
callada. Los dedos le pellizcaron el clítoris
y tiraron de él como si pretendieran estirarlo.
Bella gimió en voz alta, olvidándose de cerrar los labios, y las
lágrimas se derramaron por sus mejillas con mayor rapidez, mientras ahogaba un
jadeo en la garganta.
La mano se
retiró. Bella cerró los ojos a la espera
de que el hombre siguiera andando.
Deseaba que se fuera por el pasillo como habían hecho los otros en
dirección al sonido distante de la música.
Pero seguía allí, justo delante de ella, observándola. Los suaves
grititos creaban un eco abominable en el nicho de mármol.
Bella nunca antes
había sido atada de un modo tan opresivo ni se había sentido tan indefensa. Jamás había conocido una
tensión tan silenciosa. Mientras,
aquella figura permanecía ante ella sin hacer nada.
De pronto, oyó un
susurro, una voz tímida, que le hablaba.
Decía palabras que no entendía y el nombre «Inanna». Con un sobresalto, Bella cayó en la cuenta de
que se trataba de una voz femenina. Era
una mujer que estaba pronunciando su propio nombre. Bella vio que aquella criatura de manto
esmeralda no era en absoluto un noble.
Más bien, parecía la mujer de ojos violetas del harén.
-Inanna -repitió
la mujer. Luego se llevó el dedo a los
labios para indicar a Bella que debía permanecer en silencio. No obstante, su expresión no era de temor,
sino de decisión.
La visión de la
mujer vestida con la espléndida capa verde subyugó a Bella y, para su
extrañeza, la excitó. «Inanna -pensó-.
Qué nombre tan bonito. Pero ¿qué
quiere esta criatura de mí?» Cuando Inanna alzó la vista hacia Bella, ésta le
devolvió la mirada con descaro. Unos
ojos feroces, pensó la princesa en esos momentos, y aquella boca agridulce y la
sangre que brincaba bajo la piel aceitunada como debía de danzar en su propio
rostro. El silencio que se hizo entre
ambas mujeres estaba cargado de emoción.
Luego Inanna se
llevó la mano al interior de sus ropajes y sacó un largo par de tijeras de
oro. Las abrió de inmediato, las deslizó
bajo las envolturas de seda que cruzaban el vientre de Bella y cortó la tela
con grandes y lentos tijeretazos, levantando poco a poco el frío metal por la carne
de Bella al tiempo que la tela caía con rapidez.
Bella no alcanzaba
a ver cómo se producía esto a causa del alto collar. Pero sentía con viveza la hoja de las tijeras
que avanzaba poco a poco por su pierna izquierda, luego por la derecha, y el
apretado tejido que se desprendía sin el menor sonido, para liberarla. En un instante se desembarazó de toda la
cubierta de seda y pudo mover los brazos; sólo la sujetaba el collar. A continuación Inanna se metió en el nicho,
la liberó del gancho y, soltándole el collar, ayudó a Bella a salir del hueco y
andar hacia la puerta.
Bella se volvió y
echó una rápida ojeada al collar abierto y la seda que había quedado
abandonada. Con toda seguridad, alguien
lo descubriría. Pero ¿qué podía hacer? La mujer era su ama, ¿O no? La princesa
vaciló pero Inanna abrió su manto, cubrió a Bella con él y pasando por la doble
puerta la llevó hasta el interior de una gran sala.
A través de un
enrejado de filigranas, Bella distinguió una cama y un baño, pero Inanna tiró
de ella para que pasara de largo. Luego
le hizo cruzar otra puerta y le indicó que continuara por un estrecho corredor,
tal vez un pasillo que sólo utilizaban los sirvientes. Mientras Bella se apresuraba rodeada por el
manto que colgaba de ella sin cubrirla, sintió el cuerpo de Inanna pegado al
suyo, el tupido tejido que tapaba sus pechos, las caderas y el brazo. Bella estaba excitada y asustada pero también
se sentía medio divertida por lo que estaba sucediendo.
Cuando llegaron a
otra puerta, Inanna la abrió y, una vez dentro, echó inmediatamente el cerrojo.
Estaban ante otra celosía y, más allá, había otro dormitorio. Todas las puertas estaban cerradas.
A Bella aquella
habitación le pareció espléndida. Era inmensa: las paredes cubiertas por
delicados mosaicos floreados, las ventanas enrejadas, con cortinajes de diáfana
tela dorada, y la gran cama blanca con almohadones de satén dorado esparcidos
sobre ella. Unas gruesas velas blancas
ardían sobre sus altos soportes. La luz
era uniforme y el aire cálido.
Toda la
habitación, a pesar de su grandiosidad, era relajante y acogedora.
Inanna dejó a
Bella y se adelantó hacia la cama. De
espaldas a la esclava, se quitó la capa y la capucha y a continuación se
arrodilló y las ocultó debajo de la cama, alisando con cuidado la colcha blanca
del lecho.
Se dio media
vuelta y las dos mujeres se miraron de frente.
Bella estaba asombrada del encanto de la mujer, del violeta oscuro de
sus ojos que entonces se intensificaba más a causa de las prendas violetas que
llevaba, y del ajustado corpiño de grueso tejido que revelaba perfectamente el
contorno de sus pezones. El fajín era de
metal dorado. Se ajustaba más arriba que el que llevaba antes, ascendía en
punta hasta debajo de sus pechos y descendía en punta casi hasta su sexo, que
estaba cubierto por unas estrechas calzas de tejido tan grueso como el del
corpiño. Los vaporosos bombachos
brillaban tenuemente, velando las piernas desnudas de Inanna hasta el fruncido
de los tobillos.
Bella asimiló todo
aquello, tomó nota del cabello oscuro de Inanna, de las joyas que lo adornaban
y de la manera en que aquella mujer tenía la vista fija en ella,
examinándola. Pero los ojos de Bella
volvían a fijarse una y otra vez en la faja.
Quería abrir la larga hilera de pequeños engarces metálicos y liberar el
cuerpo que había dentro. Qué terrible
era que las esposas del sultán fueran como esclavas, que llevaran este ornado
instrumento de represión y castigo.
Pensó en las
mujeres del harén: habían jugado con ella, le habían dado placer, la habían
manipulado como si fuera una muñeca articulada y, sin embargo, nunca habían
revelado nada de sí mismas. ¿Es que el placer les estaba negado?
Miró a Inanna y,
en silencio, le dijo con todo su cuerpo: «¿Qué es lo que queréis de mí?»
Su propio cuerpo
anhelante estaba lleno de curiosidad y de un vigor regenerado.
Inanna se adelantó
y miró a Bella contemplando su desnudez.
De repente, la esclava se sintió natural y libre. Estiró el brazo sin demasiada confianza y
palpó las duras bandas metálicas de la cintura.
Vaya, aquello estaba engoznado por los lados. El tejido que contenía los pechos y el sexo
de Inanna pareció de pronto insoportablemente caluroso y opresivo.
«Me habéis sacado
de la envoltura -pensó Bella-. ¿Debería sacaros yo de la vuestra?» Levantó la
mano y con los dedos índice y corazón hizo un gesto que imitaba el corte de las
tijeras. Señaló las prendas de Inanna y
levantó las cejas inquisitivamente, repitiendo el movimiento como si estuviera
cortando de un tijeretazo.
La mujer
comprendió y su rostro irradió un repentino deleite. Incluso se rió.
Pero luego el
rostro de la mujer se tornó serio, y de nuevo agridulce. «Qué terrible ser tan
guapa y estar triste -pensó Bella-. La
tristeza no debería ser guapa.»
No obstante,
Inanna cogió de repente la mano de Bella y la llevó hasta la cama. Se sentaron juntas. La mujer se quedó mirando los pechos de Bella
y, en un impulso, Bella los levantó con las manos como si se los ofreciera.
Al recoger sus
propios pechos entre sus manos y volverlos hacia Inanna, su cuerpo se
estremeció con una sensación placentera.
La mujer se sonrojó, sus labios temblaban y su lengua apareció
brevemente entre los dientes. Mientras
miraba los pechos de Bella, el pelo se le cayó sobre la cara. Cuando Bella observó a Inanna ligeramente
inclinada hacia delante, con el pelo caído como una cascada sobre sus hombros y
la opresiva faja metálica comprimiéndola, su cuerpo empezó a bullir
inexplicablemente de deseo.
Bella estiró el
brazo y tocó el cinto de metal. Inanna
se retiró un poco pero mantenía las manos quietas como si no pudiera
moverlas. Bella puso sus manos sobre
aquella dura faja e inexplicablemente esto también la excitó. Abrió las abrazaderas, una tras otra; cada
una de ellas provocó un pequeño chasquido.
Pero la faja ya estaba lista para soltarse. Sólo tenía que deslizar los dedos bajo ella y
abrirla.
Por fin lo
hizo. De repente, apretando los dientes,
el caparazón de metal liberó la fina tela arrugada que se acumulaba alrededor
de la cintura de Inanna, quien se estremeció.
Sus mejillas se pusieron como la grana.
Bella se acercó más y apartó la tela violeta del corpiño, hasta llegar a
las ajustadas calzas que la mujer llevaba bajo los bombachos. Inanna no movió ni un dedo para
detenerla. Luego, Bella liberó los pechos,
aquellos pechos magníficos, muy firmes y turgentes, con pezones de un oscuro
color rosa, ligeramente altos.
Inanna se había
ruborizado y temblaba descontroladamente.
Bella podía sentir su ardor, pero parecía inexplicablemente
inocente. Tocó con el dorso de su mano
la mejilla de Inanna, y ésta inclinó delicadamente la cabeza para recibir su
contacto. La caricia la elevó claramente en un paroxismo de pasión, pero la
mujer no parecía entenderlo.
Bella estiró la
mano buscando los pechos de la mujer pero luego cambió de idea y volvió a
apartar la tela, revelando de este modo la lisa curva del vientre de
Inanna. Entonces la mujer se levantó y
retiró también la tela hasta que las calzas y los bombachos cayeron alrededor
de sus tobillos. Aún tiritando, con las
manos temblorosas, apartó la maraña de prendas de sus pies y se quedó mirando
fijamente a Bella con el rostro colapsado por un terrible tumulto de emociones.
Bella se estiró
para cogerla de la mano, pero Inanna retrocedió. El acto de mostrarse a sí misma desnuda la había dejado
abrumada. La mujer movió los brazos como
si quisiera taparse los enormes pechos o el triángulo de vello púbico pero,
entonces, al percibir lo ridículo del gesto, enlazó las manos tras la espalda,
y de inmediato volvió a ponerlas delante, impotente. Imploró a Bella con los ojos.
La esclava se puso
en pie y se acercó a ella. La cogió por
los hombros e Inanna inclinó la cabeza. «Vaya, parecéis una virgen asustada»,
quiso decirle Bella. Besó su mejilla ardiente y los pechos de ambas
se tocaron. Inanna tendió sus brazos a
Bella. Sus labios encontraron el cuello
de la princesa y lo cubrieron de besos mientras Bella suspiraba y deseaba que
la sensación la atravesara con un delicioso murmullo, como un sonido
reverberante a través de un largo pasillo.
El hecho era que Inanna bullía de ardor.
Estaba más excitada que nadie que Bella hubiera tocado antes. La pasión la desbordaba aún con mayor
intensidad que a su señor, Lexius.
Bella no aguantaba
más. Agarró a Inanna por la cabeza y presionó
su boca contra la de la mujer.
Aunque ésta se
puso rígida, Bella no la soltó y finalmente la boca de Inanna cedió. «Eso es
-pensó la muchacha-, besadme, besadme de verdad.» La princesa absorbió el
aliento de Inanna mientras los pechos de ambas se apretujaban entre sí. Bella la rodeó con los brazos, apretó su
pubis contra el de la mujer y retorció las caderas, mientras su cintura
explotaba con una sensación que luego envolvió rápidamente todo su cuerpo. Inanna era toda suavidad y fuego, una
combinación absolutamente cautivadora.
-Querida, pequeña
inocente -le susurró Bella al oído.
Inanna gimió, sacudió el pelo hacia atrás y cerró los ojos, con la boca
abierta mientras Bella besaba su garganta y los cuerpos de ambas se
apretujaban. El espeso nido de vello de
Inanna cosquilleaba y arañaba a la esclava, y la presión de su sexo llevaba
todas las sensaciones a tal grado que Bella pensó que no podría seguir en pie.
Inanna estaba llorando. Era un llanto ronco, grave, al borde de la
liberación, acompañado de sollozos que surgían como pequeños estertores y
sacudidas de hombros. De repente se
soltó, se encaramó a la cama y dejó que el pelo le tapara el rostro mientras
sollozaba sobre la colcha.
-No, no tengáis
miedo -le dijo Bella situándose a su lado y volviéndola cara arriba, con
delicadeza. La mujer tenía unos pechos
absolutamente sensuales. Ni la princesa
Elena los tenía tan preciosos, pensó Bella.
Colocó uno de los almohadones bajo la cabeza de la mujer y la besó. Luego se encaramó sobre el cuerpo de ella y
su pelvis se empezó a frotar lentamente contra la de Inanna hasta que el rostro
de ésta volvió a enrojecer de rubor mientras suspiraba profundamente.
-Sí, eso está
mucho mejor, mi dulce amor -dijo Bella.
La princesa levantó el pecho izquierdo entre sus dedos y lo estudió
mientras aprisionaba el pequeño pezón entre el pulgar y el índice. Qué tierno era. Se inclinó y lo tocó con los dientes, sintió
cómo crecía y se endurecía, y oyó el doloroso gemido de Inanna. Luego Bella cerró la boca sobre él y lo lamió
con fuerza y amor. Deslizó el brazo
izquierdo bajo el cuerpo de Inanna para levantarla y con la mano derecha
contuvo y empujó la mano de la mujer que intentaba defenderse.
Las caderas de
Inanna se separaron de la cama y toda ella se agitó debajo de Bella, que seguía
sin soltar el pecho, deleitándose en él, lamiéndolo y besándolo.
Pero de repente,
Inanna apartó a Bella con ambas manos y se dio media vuelta, gesticulando
frenéticamente para que se detuviera, para hacerle entender que no podían continuar.
-Pero, ¿por qué?
-susurró Bella-. ¿Creéis que está mal sentir esto? -preguntó-. ¡Escuchadme!
-cogió a Inanna por los hombros y la obligó a alzar la vista.
Los ojos de la
mujer eran grandes y brillaban con las lágrimas adheridas a sus largas pestañas
negras. Su rostro estaba rasgado de
dolor, dolor genuino.
-No hay nada malo
en ello -proseguía Bella, y se inclinó para besar a Inanna pero la mujer no se
lo permitió.
Bella esperó. Se sentó sobre los talones con las manos en
los muslos y se quedó mirándola. Recordó
lo enérgico que había sido su primer amo, el príncipe de la Corona, cuando la
reclamó la primera vez.
Recordó cómo la
habían subyugado, azotado, obligado a ceder a sus propios sentimientos. No tenía autoridad para hacer esas cosas con
esta preciosidad voluptuosa, y además no quería hacerlas. Sin embargo, en este caso algo no iba
bien. Inanna estaba desesperada, pero se
sentía desgraciada.
En ese instante, como si quisiera dar
respuesta a Bella, Inanna se incorporó y se apartó el pelo del rostro
humedecido, sacudió la cabeza con la más triste de las expresiones, separó las
piernas, alcanzó su propio sexo y lo cubrió con ambas manos. Toda su actitud era de vergüenza, y a Bella
le dolió verlo. La princesa apartó las
manos de la mujer.
-Si no hay nada de
que avergonzarse -le dijo. Deseó que
Inanna entendiera sus palabras. Bella le
empujó las manos a un lado y separó las piernas antes de que la mujer pudiera
impedirlo. Inanna apoyó las manos sobre
la cama para mantenerse quieta.
-Sexo divino
-susurró Bella y acarició con devoción la entrepierna de Inanna provocando en
ella un suave estremecimiento y un grito desgarrado.
Luego Bella le
separó aún más las piernas para mirar aquel sexo y vio algo que la alarmó tanto
que tardó un momento en recuperarse. Era
incapaz de decir una palabra, de tranquilizar a Inanna.
Bella intentó
disimular su sobresalto. Quizá no era
más que un engaño provocado por el juego de luces y sombras. Pero Inanna sollozaba, no podía estarse
quieta, y cuando Bella se inclinó más de cerca y separó a la fuerza aquellas
piernas de hermosas formas, comprobó que no se había equivocado. ¡Tenía el sexo
mutilado!
Le habían
extirpado el clítoris; no había nada en su lugar, sólo una diminuta carnosidad
lisa y cicatrizada. Los labios púbicos
habían sido reducidos a la mitad de su tamaño, aunque también estaban
agrandados por el tejido cicatrizal.
Bella sintió tal
horror que por un instante no pudo hacer otra cosa para ocultar sus
sentimientos que observar fijamente esta evidencia horrorosa que tenía
delante. Luego se tragó la aversión que
le provocaba aquella acción y miró a la seductora criatura que tenía
delante. Impulsivamente, volvió a besar
los pechos temblorosos y la boca de Inanna sin permitir que la mujer se
intimidara. También le besó las lágrimas
que surcaban sus mejillas y finalmente la atrapó en un largo beso que la
subyugó.
-Sí, sí, querida
-dijo Bella-. Sí, mi preciosidad.
-Cuando Inanna se había calmado un poco, Bella miró otra vez el sexo mutilado y
lo estudió con más atención. El pequeño
nódulo de placer había sido extirpado, y también los labios. No quedaba nada aparte del portal del que
podía disfrutar el hombre. La bestia
inmunda, egoísta, el animal.
Inanna la
observaba. Bella se sentó y levantó las
manos para formular una pregunta con gestos.
Se indicó a sí misma, su pelo, su cuerpo, para referirse a «las
mujeres», luego hizo amplios movimientos a su alrededor para referirse a «las
mujeres de aquí», y luego señaló el sexo cicatrizado con gesto inquisitivo.
Inanna
asintió. Lo confirmó con otro gesto
general:
-Sí -dijo en la
propia lengua de Bella-. Todas...
todas...
-¿Todas las
mujeres de aquí?
-Sí -respondió
Inanna.
Bella
enmudeció. Entonces supo por qué a las
mujeres del harén ella les había parecido una rareza tan tremenda, por qué se
habían deleitado con las sensaciones de Bella.
Su odio al sultán
y a todos los señores de este palacio se convirtió en un sentimiento sombrío y
angustioso.
Inanna se secó las
lágrimas con el dorso de la mano. Se
quedó observando fijamente el sexo de Bella mientras su rostro se fundía en una
curiosidad silenciosa, infantil.
«Aquí sucede algo
extraño -murmuró Bella-. ¡Esta mujer siente!
Está tan excitada como yo -Le tocó los labios al pensar en los besos-.
Ha sido el deseo lo que la ha impulsado a venir a mí, a liberarme de las
ataduras, a traerme aquí. Pero ¿nunca se
ha consumado este deseo?» Miró los pechos de Inanna, los brazos exquisitamente
redondos y el largo y rizado cabello castaño que colgaba sobre sus hombros.
«No, seguro que se
le puede hacer sentir hasta llevarla a la culminación -pensó Bella-. Existe algo más que estas partes
externas. Debe de haberlo.» Acogió a
Inanna en sus brazos y la besó hasta obligarla de nuevo a abrir la boca.
Al principio,
Inanna estaba perpleja y se oponía a Bella con suaves gemidos. Pero la princesa le apretó los pechos
mientras introducía la lengua entre los labios.
Lentamente, provocó la pasión de la mujer hasta que el corazón de ésta
volvió a palpitar con violencia. Inanna
apretaba las piernas e imitó a Bella cuando se incorporó sobre sus
rodillas. Una vez más, sus cuerpos se
enlazaron, y las bocas quedaron selladas.
Toda la carne de Bella despertó con la de Inanna y su pubis quedó
electrizado mientras danzaba contra el de aquella otra mujer. Bella se nutrió otra vez de aquellos pechos
espléndidos, con avidez y fuerza, agarrando a Inanna por los brazos, sin
dejarla escapar aun cuando la sensación la puso frenética.
Finalmente, Bella
sintió que Inanna ya estaba preparada, la empujó con brusquedad hacia atrás
sobre los cojines, le separó las piernas y abrió el pequeño sexo que tan
sanguinariamente habían destrozado. La
humedad vital estaba allí. Bella lamió
los fluidos de delicioso sabor ahumado mientras las caderas de Inanna se elevaban
con espasmos vigorosos. «Sí, cariño», pensó Bella y su lengua se introdujo en
las profundidades del sexo para lamer la entrada de la vagina hasta que los
gritos de Inanna se volvieron roncos, sin modulación. «Sí, sí, cariño», se dijo
la princesa cerrando la boca sobre los labios cercenados para buscar los
músculos más profundos, más duros, de la pequeña cavidad y arrojarse contra
ellos con más furia.
Inanna se retorcía
y forcejeaba debajo de Bella. Sus manos
le tiraban del pelo pero no con suficiente voluntad como para alejar la cabeza
de la princesa, que seguía enfrascada en su tarea y obligaba a Inanna a subir
los muslos y a levantar el sexo para lamerlo con mayor desenfreno. «Sí, vamos,
sentidlo, mi pequeña -pensaba- sentidlo en lo más profundo», y enterró el
rostro en la húmeda carne hinchada y ahondó con mayor rapidez y profundidad,
raspando con los dientes la diminuta carnosidad de tejido cicatrizar donde
había estado el clítoris, hasta que Inanna levantó las caderas con toda su
fuerza y gritó a viva voz, y todo su sexo se convulsionó con violencia. Bella lo había conseguido. Había triunfado. Chupó la carne palpitante con más fuerza
hasta que los gritos de Inanna casi se convirtieron en chillidos y la mujer
tuvo que apartarse y hundir la cara en la almohada con el cuerpo tembloroso.
Bella se
incorporó. Se recostó otra vez sobre sus
talones. Su propio sexo estaba
preparado, latía como un corazón. Inanna
se había quedado quieta, con el rostro oculto, pero se incorporó lentamente con
aspecto asombrado, casi atontado, y se quedó mirando fijamente a Bella. Le echó los brazos alrededor del cuello y la
besó por todo el rostro, el cuello y los hombros.
Bella aceptó todas
estas muestras de agradecimiento y afecto.
Luego se tumbó sobre las almohadas y dejó que Inanna se tendiera a su
lado. Movió la mano entre las piernas de
Inanna y le metió los dedos en el sexo.
«Bien, ésta es más
importante que las otras –pensó-, y no ha habido nadie que la satisfaga.»
Sólo entonces,
mientras se arrimaba a Inanna, Bella cayó en la cuenta de que quizá las dos
estuvieran en peligro. Las esposas
debían tener prohibido estar desnudas, excepto con el sultán o para él.
Bella sintió un
profundo odio hacia el sultán y el deseo repentino de abandonar este país y
regresar a la tierra de la reina. Pero
luego intentó alejar aquellos pensamientos y disfrutar de la pura excitación de
estar echada junto a Inanna, así que empezó a besarle de nuevo los pechos.
De hecho, parecía
que éstos eran la parte más deliciosa de ella, y empezó a friccionarlos
mientras mordisqueaba los pezones. Una
nueva sensación de arrebato se apoderó de ella.
En esos instantes no intentaba tanto complacer a Inanna como perderse en
sus propios deseos, tirar del pezón con su boca, mientras su mente era vagamente
consciente de que Inanna se movía una vez más debajo de ella.
Bella separó las
piernas sobre el muslo de Inanna y empujo su sexo contra la lisa piel, entre
las ardientes palpitaciones de su clítoris.
Mientras chupaba el pecho de la mujer, cabalgó sobre el muslo, arriba y
abajo, y su cuerpo se puso tenso, estrechando a Inanna con sus piernas, hasta
que, de repente, el orgasmo la inundó.
Cuando concluyó,
no quiso dejar en paz a la mujer. Estaba
poseída por un frenesí. La exuberancia
del cuerpo de Inanna y la suavidad del suyo creaban una nueva sensación de
éxtasis ilimitado, un sueño confuso y demente de una noche de placeres que se
sucedían, de deseo que se intensificaba con más deseo.
Lamió la lengua de
Inanna y la dulzura la intoxicó y la elevó hasta sacarla de su
amodorramiento. Recordó vagamente el
espectáculo de Lexius empalando a Laurent en su puño enguantado y formó un
apretado nudo con su mano que luego desplazó hacia el interior de la chamuscada
boca de la entrepierna de Inanna.
La abertura, tan
húmeda como antes y deliciosamente comprimida, se aferró a su puño y a la parte
de su muñeca que también introdujo. Los
músculos latieron ávidamente contra la mano, lo cual la excitó aún más. Cuando sintió que el puño apretado de Inanna
entraba en ella, experimentó una vez más el conocido placer de sentirse llena y
su cuerpo abarcó todas esas sensaciones con una urgencia creciente. A su vez, Bella estimuló con su puño a
Inanna, así como Inanna hacía con ella moviendo el brazo de arriba abajo con
una rudeza casi castigadora.
Ambas alcanzaron
el orgasmo, esta vez lo hicieron juntas, gimiendo una contra la otra, con los
cuerpos empapados de sudor e ininterrumpidos temblores de puro éxtasis.
Finalmente, Bella
se echó sobre la almohada y descansó, rodeando aún con su brazo el de Inanna,
jugueteando con sus dedos. No abrió los
ojos cuando la mujer se incorporó. Sólo
fue vagamente consciente de que Inanna volvía a examinarla, que se tomaba su
tiempo para tocar los pechos y los labios púbicos de Bella, la abrazaba y la
acunaba entre sus brazos como si fuera algo precioso que nunca debía perder: la
llave de entrada a su nuevo reino secreto.
La mujer lloriqueo otra vez y las lágrimas se vertieron sobre el rostro
de Bella. Pero el llanto era suave y
estaba lleno de un inconfundible alivio y felicidad.
EL JARDÍN DE LAS DELICIAS
VARONILES
Laurent:
Me pareció que
llevaba así mucho rato. Estaba de
rodillas en silencio, con la cabeza inclinada y las manos apoyadas sobre los
muslos. Mi verga volvía a enderezarse. La iluminación había disminuido en la pequeña
habitación. Anochecía. Lexius, que una vez vestido parecía bastante
sereno, permanecía en pie y se limitaba a observarme. Yo era incapaz de determinar si era la rabia
o la perplejidad lo que lo tenía allí paralizado.
Pero, cuando
finalmente cruzó a zancadas la estancia, sentí de nuevo toda la fuerza de su
tenacidad, su capacidad para dirigirnos a ambos.
Me rodeó el pene
con la correa especial y dio un tirón a la traílla en cuanto abrió la
puerta. En cuestión de segundos, estuve
arrastrándome detrás de él. El pulso
latía precipitadamente en mi cabeza.
Cuando a través de
las puertas abiertas vi el jardín, tuve la débil esperanza de que quizá no
recibiría un castigo especial. Ya estaba
oscureciendo y acababan de encender las antorchas de los muros. Las luces que colgaban de los árboles
difundían su iluminación. Los esclavos,
primorosamente maniatados, con los torsos relucientes de aceite y las cabezas
inclinadas hacia abajo, como antes, eran tan tentadores como había imaginado.
No obstante, la
escena presentaba una diferencia. Todos
los esclavos tenían los ojos vendados; se los habían tapado con unas tiras de
cuero dorado. Todos ellos forcejeaban
bajo las ligaduras y gemían quedamente: se movían con más desenfreno que antes,
como si las vendas les incitaran a hacerlo.
A mí pocas veces
me habían vendado los ojos y no estaba en condiciones de opinar al
respecto. No sabía qué efecto causaría
en mí, si me provocaría más o
menos temor.
Los sirvientes que
trabajaban entonces en el jardín eran más numerosos. Repartían cuencos con frutas por el
lugar. El olor a vino de las garrafas
destapadas llegaba hasta mí.
Apareció un
pequeño grupo de criados. Lexius, cuyo
rostro no había visto desde el último beso, chasqueó los dedos y entonces nos
dirigimos hacia el centro de una arboleda de higueras, el mismo lugar en el que
habíamos estado anteriormente. Allí vi a
Dimitri y Tristán, atados a sus cruces tal como los habíamos dejado. Tristán estaba especialmente atractivo con la
venda sobre el rostro y el pelo dorado caído sobre ella.
Justo delante de
ellos habían extendido una alfombra.
Allí seguían la pequeña mesita con su círculo de copas y los cojines
esparcidos por el suelo. Cuando descubrí
la cruz vacía, que estaba a la derecha de Tristán, justo delante de la higuera,
la sangre pulsó con estruendo en mi cabeza.
El jefe de los
mayordomos dio una serie de rápidas órdenes en un tono de voz afable, que no
denotaba enfado alguno. Al instante me
levantaron, me pusieron boca abajo y me llevaron hasta la cruz. Sentí cómo me amarraban por los tobillos a
los extremos del madero transversal, y que mi cabeza quedaba colgando justo por
encima del suelo mientras que mi verga se golpeaba contra la lisa madera.
Ante mí vi el jardín
vuelto del revés y los sirvientes convertidos en meras manchas de color que se
movían entre el verdor de la vegetación.
En cuanto estuve
bien amarrado, me levantaron los brazos del suelo y me sujetaron las muñecas a
los ganchos de latón, que en el caso de los demás esclavos servían para
sostenerles los muslos. Luego sentí que
doblaban el miembro y lo separaban del tronco en dirección hacia arriba de mi
cuerpo invertido, para sujetarlo entre mis piernas mediante correíllas de cuero
que rodeaban los muslos, y lo ataron firmemente. La verdad es que no me dolía a pesar de estar
en esta posición antinatural, pero también es cierto que quedaba expuesto entre
las piernas separadas, sin nada que tocar.
Los criados
aseguraron todas las ligaduras con doble nudo y las correíllas de cuero
quedaron firmemente apretadas. A
continuación hicieron una nueva lazada alrededor de mi pecho y de la cruz para
mantenerme completamente firme e inmóvil.
En suma: estaba
cabeza abajo, atado fijamente con las piernas separadas, los brazos en cruz y
la verga señalando hacia arriba. La
sangre zumbaba en mis oídos y pulsaba violentamente en mi pene.
La venda, que
estaba forrada de piel, muy fresca, y se abrochaba con una hebilla en la parte
posterior de la cabeza, me rodeaba el rostro.
Oscuridad total. Todos los ruidos
del jardín se habían amplificado repentinamente.
Oí pisadas en la
hierba y, luego, la sensación intensificada de unas manos que aplicaban un
aceite en mi trasero y también
me masajeaban profundamente entre las piernas.
A lo lejos percibía los sonidos distantes de cazuelas y pucheros, y el
olor de los fuegos para cocinar.
Intenté no moverme, pero sentía un impulso
irresistible de luchar contra las ligaduras.
Forcejeé, pero no surtió ningún efecto, salvo que pude comprobar que
había sido más fácil decidirme a hacerlo por el hecho de tener los ojos
vendados. Como era incapaz de apreciar
el efecto visual, permití que todo mi cuerpo temblara y sentí la leve vibración
de la cruz bajo mi cuerpo, como había sucedido en la cruz de castigo del
pueblo.
Sin embargo, la
ignominia de estar boca abajo era terrible, así como la deshonra de tener los
ojos vendados.
Luego sentí el
primer latigazo en mi trasero. La correa
volvió a alcanzarme con suma rapidez, con un fuerte estallido, aunque era el
cuero más que la carne lo que producía el chasquido, y de nuevo sentí otro
golpe, esta vez acompañado de un fuerte escozor. Todo mi cuerpo se retorcía. Agradecí que por fin hubiera sucedido, aunque
tenía miedo de todo lo que pudiera sentir a partir de entonces. Lo más amargo era no saber si quien blandía
el látigo era Lexius. ¿Sería él o uno de los jóvenes criados?
En cualquier caso,
no estaban mal aquellos latigazos. Me
los propinaban con una correa gruesa de cuero, la sólida correa de castigo que
tanto necesitaba y que había añorado desde el momento en que abandonamos el
pueblo. Había soñado con esta paliza
cada vez que aquellas delicadas correíllas importunaban mi verga o las plantas
de mis pies. Esta azotaina era
espléndida. Los golpes se sucedían con
inusitada rapidez. Invadido por un alivio sublime, me abandoné a ella,
sin ofrecer ningún tipo de resistencia.
Ni siquiera en la
cruz de castigo me había sentido tan total e inmediatamente rendido. Eso sobrevenía únicamente con el aumento del dolor y, sin embargo,
en estos instantes, mientras permanecía colgado, indefenso y con la venda en
los ojos, sucedió de un modo instantáneo.
Mi verga tenía un tamaño colosal y se movía bajo la apretada atadura
mientras el látigo me fustigaba con fuerza sobre ambas nalgas al mismo tiempo,
con tal rapidez que apenas parecían existir intervalos entre golpes, únicamente
un castigo continuo y un sonido casi ensordecedor.
Me preguntaba qué sentirían los otros esclavos al
oír aquel ruido, si ansiarían el castigo, como tal vez me sucedería a mí, o si
les infundiría temor.
Poco importaba si
sabían lo deshonroso que era ser azotado así como si no, lo cierto era que el
sonido casi rompía la paz y tranquilidad del jardín.
Los latigazos
continuaban. El encargado de manejar la
correa lo hacía cada vez con más fuerza. Cuando se me escapó un grito, por
primera vez caí en la cuenta de que no estaba amordazado. Estaba atado y con los ojos vendados pero no
me habían amordazado.
Al instante
remediaron aquel descuido. Mientras
seguían azotándome con la correa, me metieron entre los dientes un rollo de
cuero blando y empujaron aquella mordaza hasta meterla bien en mi boca,
sujetándola firmemente mediante lazos que luego anudaron en la nuca.
No sé por qué
aquello me perturbó tanto. Quizás era la
restricción que faltaba y, con todas ellas, me puse frenético. Bajo los continuos latigazos forcejeé, me
sacudí violentamente y grité a viva voz contra la mordaza mientras seguía
colgado boca abajo inmerso en la total oscuridad. El interior
de la venda forrada de suave piel se quedó húmedo y caliente a causa de las
lágrimas. Aunque los gritos quedaban
amortiguados, aun así eran bien audibles.
Empecé a forcejear con movimientos
rítmicos. Podía levantar todo mi cuerpo
unos pocos centímetros y luego dejarlo caer.
Me di cuenta de que me elevaba para alcanzar los tremendos y rabiosos
azotes de la correa y luego me soltaba, alejándome de ellos para, de nuevo,
volver a subir una vez más.
«Sí -pensé-, así, con más fuerza. Azotadme bien fuerte por lo que he
hecho. Que la llamarada del dolor se
haga cada vez más viva, más caliente.» Pero mis pensamientos en realidad no
eran tan coherentes. Más bien, aquello
era una melodía que se repetía en mi cabeza, compuesta por diferentes rimas: la
correa, mis gritos, el crujido de la madera.
En algún instante,
cuando seguían golpeándome, me percaté de que aquella paliza se prolongaba más
que cualquier otra que me hubieran propinado antes. Los golpes ya no eran tan fuertes, aunque yo
estaba tan escocido que apenas me importaba; eran perezosos latigazos que me
dejaban convulso y lloroso.
El jardín se
estaba llenando de voces. Voces de
hombres. Les oía llegar entre risas y
charlas. Si escuchaba con atención podía
oír incluso cómo servían el vino en las copas.
Volví a sentir la fragancia del vino.
También olía la hierba verde justo debajo de mi cabeza y el aroma a
fruta mezclado con el fuerte olor a carne asada y dulces especias
aromáticas. Canela y volatería,
cardamomo y bovino.
De modo que el
banquete había comenzado, aunque los azotes continuaban si bien los golpes
llegaban cada vez más lentamente.
También empezó a
sonar la música. Oí el rasgueo de
cuerdas, el doblar de pequeños tambores y luego el repicar de arpas y sonidos
penetrantes, poco familiares, de cornetas que no era capaz de identificar. Una música disonante, de una tierra
extranjera, que sonaba deliciosamente extraña a mis oídos.
El trasero me
ardía de dolor y la correa seguía jugando con él. Había prolongados momentos en los que sentía
cada centímetro de mis posaderas abrasándose pero, luego, el látigo volvía a
estallar frenéticamente. Yo
lloriqueaba. Comprendí que aquello podía
prolongarse durante toda la velada sin que yo pudiera hacer otra cosa que
llorar desconsoladamente.
«Pues mejor así
-pensé- que ser uno de los demás cautivos.
Prefiero atraer las miradas mientras todos cenan, beben y se ríen,
quienesquiera que sean... que ser un mero motivo decorativo. Sí, una vez más el deshonrado, el castigado,
pero el esclavo con voluntad.»
Me sacudí
violentamente en la cruz encantado con la fuerza del movimiento, complacido por
no poder derribarla, mientras sentía que la correa me alcanzaba otra vez con
más ímpetu y mayor rapidez. Mis gritos eran cada vez más audibles
e indecentes.
Finalmente, redujeron de nuevo la intensidad de los
golpes hasta que éstos se volvieron fastidiosos. La correa jugueteaba con diversas marcas
pequeñas, con las erupciones y rasguños que había provocado en mi carne. Ya conocía esta canción.
Se fusionaba con
la otra música, la de los que ostentaban el poder, la sinfonía que inundaba los
sentidos. Me expandí mentalmente para
salir de este momento, por muy exquisito que fuera, y recogí otros momentos
para mí, uniendo el pasado inmediato al presente vertiginoso. El contacto con los labios de Lexius -¿por
qué no le había llamado Lexius, por qué no le obligué a llamarme amo? La próxima vez lo haría-, el contacto con su
comprimido y pequeño ano cuando lo violé.
Saboreé todo esto mientras la correa reanimaba holgazanamente mi carne
en ebullición y el banquete continuaba con gran estrépito.
No sabía cuánto
tiempo había pasado; sólo, igual que cuando estaba en la bodega del barco, que
algo había cambiado. Los hombres se
levantaban y se movían por el jardín. La
correa me sobresaltó de pronto. Me
dejaba en paz por un instante pero luego volvía a azuzarme. Estaba tan escocido que el rasguño de una uña
me hubiera obligado a gritar. Sentí la
sangre que rebosaba bajo las erupciones y mi verga que bailaba entre las
ataduras. Las voces del jardín eran cada
vez más fuertes, embriagadas y desenfrenadas.
Al pasar junto a
mí, la tela de las túnicas me rozaba la espalda y la cabeza. Luego, de repente, me levantaron la cabeza y
me retiraron la venda de los ojos. Sentí
que aflojaban simultáneamente las ataduras de los tobillos, muñecas y
pecho. Todo mi cuerpo se puso en
tensión, pues tenía miedo de caerme o de que me soltaran.
Pero los criados
me incorporaron rápidamente y enseguida me encontré de pie sobre la
hierba. Un señor del desierto estaba
ante mí. Naturalmente, ya no me quedaba
sentido común ni autodisciplina como para no mirarlo. El hombre llevaba un tocado árabe de lino
blanco y una túnica de color vino oscuro.
Sus ojos relucían y su rostro tostado por el sol esbozó una
sonrisa. Mi mirada de sorpresa le
divirtió. Había más señores apiñados en
torno a mí y de repente me dieron media vuelta con brusquedad. Una mano poderosa apretó mis nalgas
escocidas. Oí risas. Me propinaron unos manotazos en la verga, me
levantaron la barbilla y examinaron mi rostro.
Por todos lados
bajaban esclavos de las cruces. Dimitri,
aún con la venda en los ojos, estaba a cuatro patas, sobre la hierba, mientras
un joven noble lo violaba a conciencia, Tristán estaba arrodillado ante otro
amo y metiéndose la verga del hombre en la boca y chupándola con movimientos
vigorosos.
Pero aún más
interesante era la visión de Lexius, que estaba un poco más retrasado, de pie
bajo la higuera, observando.
Nuestras miradas
se encontraron durante una fracción de segundo antes de que volvieran a girarme
otra vez.
Estuve a punto de
sonreírle pero hubiera sido estúpido hacerlo.
Mis nalgas enrojecidas se estaban convirtiendo en el deleite de estos
nuevos amos. Todos ellos tenían que
estrujarlas, sentir su calor y comprobar cómo me retorcía yo. Me pregunté por qué no flagelaban también a
todos los demás esclavos. Pero en cuanto
esa idea me pasó por la cabeza oí que también los otros empezaban a recibir
latigazos.
El señor del
rostro moreno me empujó para que me pusiera de rodillas y friccionó con ambas
manos mi carne castigada, mientras otro me cogía los brazos para que le rodeara
las caderas. El hombre se abrió la
túnica. Su falo ya estaba listo para mi
boca y yo lo tomé, pensando en Lexius al hacerlo. Por mi retaguardia, un pene importunaba mis
nalgas, separándolas, y finalmente me penetró.
Me sentí lanceado
por ambos extremos y más excitado que nunca al pensar que Lexius lo estaba
presenciando. Mis labios trabajaron con
fuerza sobre la deliciosa verga que tenía en la boca, acoplándome al ritmo del
hombre que me penetraba por detrás. La
verga cada vez entraba más en mi boca, se adentraba más y más en mi garganta
mientras el hombre de detrás me embestía enérgicamente chocando contra mi
dolorido trasero hasta que finalmente vació su chorro en mí. Yo estreché mis brazos con más fuerza
alrededor del hombre cuyo pene chupaba.
Mamaba de él cada vez con mayor intensidad mientras volvían a separarme
las nalgas, me las masajeaban y pellizcaban antes de que otra verga, todavía
más grande, se deslizara dentro de mí.
Por fin sentí el
caliente fluido salado en mi boca, y el pene, después de los últimos lametones,
se retiró de entre mis labios húmedos y apretados, como si saboreara el
movimiento tanto como yo. De inmediato,
otra verga ocupó su lugar mientras el hombre de atrás continuaba meneando sus
caderas contra mí.
Por lo visto, tomé
a otro hombre más por delante y uno más por detrás antes de que me pusieran
derecho de nuevo y me empujaran hacia atrás, desde donde dos hombres me
cogieron por los hombros y presionaron mi cabeza hacia abajo para que no
pudiera ver nada aparte de sus túnicas.
Un tercero me separó las piernas para penetrarme sin más prolegómenos. Sus embestidas hicieron que mi cuerpo se
balanceara, y mi propia verga subía y bajaba, aunque en vano. De súbito una masa de fresca tela me cubrió
el pecho. Otro hombre se había colocado
a horcajadas sobre mí. Desde detrás, me
levantaron la cabeza y la balancearon para recibir su verga. Intenté liberar los brazos para agarrarme a
sus caderas pero los que me sostenían lo impidieron.
Yo continuaba
lamiendo la verga con avidez, con un hambre que para entonces era crítica y
dolorosa, cuando el hombre que me había estado violando se retiró, creo que
completamente satisfecho. Entonces sentí
que la correa me azotaba las nalgas mientras los otros continuaban
sosteniéndome las piernas separadas y levantadas. Me fustigaron con fuerza. Las antiguas erupciones volvieron a
abrasarme. Me puse a gemir y a retorcerme
sin dejar de lamer la verga, entre las risas que resonaban a mi alrededor. Lloré con amargura mientras el dolor
aumentaba. Las manos que me sostenían
por las piernas ejercieron más presión.
Yo me aferré al miembro, lo trabajé con frenesí hasta que eyaculó y
luego dejé que el fluido me llenara la boca antes de tragarlo lenta y
deliberadamente.
Una vez más me
volvieron boca abajo. Vislumbré la
hierba del jardín y las sandalias de los que me mantenían suspendido. Mis nalgas echaban humo con cada azote. Cuando otro pene entró en mi boca y uno más
en mi ano, me flagelaron desde un lado para que el cuero se enrollara sobre la
misma carne castigada. El siguiente
latigazo alcanzó la espalda y, por debajo, la verga y los pezones. Cuando el cuero alcanzó otra vez el pene me
sentí completamente fuera de mí. Impelí
mi trasero contra el hombre que me violaba y absorbí la otra verga en mi boca
aún más profundamente.
Ya no me quedaban
pensamientos reales. Ni siquiera soñaba
con otros momentos, ni tan sólo con Lexius.
En mí bullía la mezcla apropiada de dolor y excitación, y abrigaba la
inútil esperanza de que tal vez mis señores y amos quisieran ver actuar mi
verga en algún momento.
Pero ¿qué
necesidad tenían de ello?
Cuando por fin
estuvieron satisfechos, permitieron que me pusiera a cuatro patas y me enviaron
al centro de la cercana alfombra. Me
quedé allí, inmóvil, como un animal que ya no les fuera útil. Los señores volvieron
a acomodarse en un corro. Se sentaron
con las piernas cruzadas sobre los cojines y alzaron de nuevo las copas:
comieron, bebieron y murmuraron entre sí.
Yo permanecí de
rodillas con la cabeza baja, como me habían enseñado, e intenté
ignorarlos. Quería buscar a Lexius, ver
otra vez su figura entre los árboles, saber que observaba. Pero lo único que veía eran las sombras
confusas que me rodeaban. Veía el
relumbre de espléndidas túnicas y el fulgor penetrante de las miradas de los
hombres, cuyas voces oía cómo subían y bajaban de tono.
Yo jadeaba y mi
verga, tan viva que me hizo sentir humillado, se movía a pesar de mis esfuerzos
por impedirlo. Pero ¿qué importancia
podía tener eso en el jardín del sultán?
De vez en cuando, uno de los hombres estiraba el brazo para darme un
manotazo en el pene o estirarme los pezones.
Una gracia y una penitencia.
Podía oír la risita del grupo, algún comentario. La situación era tan íntima y controlada que
resultaba insoportable. Me puse en
tensión, incapaz de ocultarme. Cuando me
pellizcaron las ronchas, ahogué un grito con la boca cerrada.
Para entonces el
jardín se había tranquilizado pero todavía llegaba hasta mí el sonido de las
correas de castigo y de los gritos roncos y triunfantes de placer.
Finalmente
aparecieron dos criados con un nuevo esclavo y a mí me cogieron del pelo, me
sacaron del corro y empujaron a la nueva víctima hasta el lugar que había
ocupado yo. Luego chasquearon los dedos
ordenándome que les siguiera.
LA GRAN PRESENCIA REAL
Laurent:
Me moví tras ellos
por la hierba, aliviado de no ser ya el centro de las penetrantes miradas. Aunque, por otro lado, era enervante la
manera en que los criados murmuraban entre sí y a mí sólo ocasionalmente me
incitaban a continuar dándome una palmadita en la cabeza o un tirón de pelo.
El jardín aún
estaba lleno de quienes seguían disfrutando del festín y de esclavos jadeantes
exhibidos igual que yo momentos antes.
Algunos de los que vi aún continuaban en las cruces, o bien los habían
vuelto a colocar en ellas, y eran muchos los que se retorcían y forcejeaban
violentamente.
No vi a Lexius por
ningún lado.
Enseguida llegamos
a una sala brillantemente iluminada que daba al jardín. En ella había numerosos criados ocupándose de
cientos de esclavos. En las mesas que se
esparcían por la estancia había manillas, correas, cofres de joyas y otros
juguetes.
Me obligaron a
ponerme de pie y escogieron, especialmente para mí, un falo de bronce de buen
tamaño. Observé aturdido cómo lo
embadurnaban de aceite, maravillado por la minuciosa talla del objeto, la
hermosa factura de la punta circuncidada e incluso la superficie de la
piel. Llevaba incorporado un aro de
metal, un gancho en la base amplia y redonda del falo.
Los mozos no
levantaron la vista en ningún momento para mirarme mientras manipulaban el
objeto. Esperaban de mí una sumisión
completa y silenciosa. Me insertaron el
falo, lo introdujeron por completo y luego me colocaron unos alargados
grilletes de cuero en los brazos. Me
llevaron los brazos hacia atrás, obligándome a sacar pecho, y luego ataron
fuertemente los brazaletes al gancho que colgaba en la base del falo.
Tengo unos brazos
bastante largos incluso para un hombre de mi altura, pero si me hubieran atado
por las muñecas hubiera estado mucho más cómodo. Los brazaletes estaban colocados por encima
de las muñecas de modo que, cuando acabaron de fijármelos, mis hombros quedaron
echados muy hacia atrás, con la cabeza levantada.
Alcancé a ver a
otros esclavos musculosos y sudorosos en la habitación, a quienes estaban
atando del mismo modo. De hecho, sólo
había esclavos corpulentos, de constitución poderosa, nada de esclavos menudos
y más delicados. Además, todos tenían el
miembro más grande de lo normal. A
algunos de ellos les habían flagelado a conciencia y sus traseros estaban muy
rojos.
Intenté someterme
a esta posición, aceptar aquella postura en que mi pecho quedaba forzado hacia
fuera, pero me resultó doloroso. El falo
de metal parecía asombrosamente
duro y brutal, no tenía que ver en absoluto con los de madera o los forrados de
cuero. A continuación, me abrocharon
alrededor del cuello un collar rígido y grande del que colgaban varias
correíllas largas, estrechas y delicadas.
Aunque el collar quedaba flojo, era muy fuerte, rígido, y me obligaba a
levantar la barbilla muy arriba por encima de los hombros, en los que se
apoyaba firmemente. Inmediatamente
engancharon también la larga correa que colgaba y podía sentir por mi espalda a
la anilla del falo. Seguidamente
estiraron otras dos correas, que caían de un único gancho situado en la parte
delantera del collar, por encima de mi pecho y por debajo del tronco, las
pasaron por ambos lados de mis órganos y también las engancharon con fuerza al
gancho del falo.
Todo esto fue ejecutado mecánicamente, con tirones
eficaces y contundentes por parte de los criados, quienes a continuación me
dieron unas palmaditas en las nalgas y me obligaron a darme la vuelta para
realizar una rápida inspección. Aquello
me pareció infinitamente peor que la cómoda pasividad de la cruz.
Sus miradas se
desplazaron por todo mi cuerpo,
de modo impersonal aunque no indiferente, con lo cual la sensación de temor se
intensificó aún más.
Me volvieron a dar
más palmaditas en las nalgas y empecé a llorar, lo que curiosamente hizo que me
sintiera mejor. Un criado me dedicó una
breve sonrisa de consuelo y me acarició también la verga dándome unos rápidos golpecitos. El falo parecía balancearse dentro de mí cada
vez que yo respiraba. De hecho, cada
inspiración movía las correas que bajaban por mi pecho, lo cual agitaba
levemente el falo. Pensé en todas las
vergas que había tenido dentro de mí, en su calor, en el sonido resbaladizo que
producían al entrar y salir, y entonces el falo pareció expandirse, crecía
todavía más, se hacía más pesado, como para recordármelo todo, como para
castigarme por ello y prolongar el placer.
Volví a pensar en
Lexius, me preguntaba dónde estaría. ¿Sería la larga paliza que recibí durante
el banquete su única venganza? Contraje las nalgas y sentí el frío borde
redondo del falo y la carne escocida que se estremecía alrededor de éste.
Los criados
lubrificaron mi verga con movimientos rápidos, como si no quisieran estimularla
en exceso ni ofrecerle una satisfacción.
Cuando quedó reluciente, masajearon delicadamente el escroto con aceite. Luego, el más apuesto de los dos, el que
sonreía con más frecuencia, me presionó los muslos hasta hacerme doblar
ligeramente las piernas colocándome en una postura acuclillado bastante
mortificante. Hizo un gesto de
asentimiento y me dio una palmadita de beneplácito. Eché un vistazo a mi alrededor y vi a otros
esclavos en la misma postura que yo.
Cada uno de los cautivos que vi tenía el trasero terriblemente rojo, e
incluso a algunos de ellos también les habían azotado en los muslos.
Con una
clarividencia abrumadora, me convencí de que tenía el mismo aspecto que
ellos. Estaba en aquella misma postura
que ejemplificaba la disciplina y la humillación y, por un momento, me invadió
una terrible debilidad.
Entonces descubrí
que Lexius me observaba desde la puerta.
Tenía las manos enlazadas sobre el vientre y me miraba con ojos
entornados y expresión seria. La
excitación y la confusión que sentí se duplicó, se triplicó.
El rostro me ardía
cuando él se acercó. Yo continué en la
misma posición acuclillado, con la vista baja, pese a tener la cabeza alzada, y
me maravillé de lo difícil que era mantenerse así. El castigo en la cruz parecía algo fácil en
comparación con esto. Allí no era
necesaria mi intervención, pero en estos instantes tenía que cooperar. Y él estaba aquí.
Cuando movió su
mano hacia mí yo estaba convencido de que me abofetearía otra vez, pero me tocó
el pelo y luego me colocó la melena con delicadeza detrás de la oreja. Entonces los criados le entregaron algo. Pude distinguirlo con un solo vistazo: un par
de preciosas abrazaderas enjoyadas para los pezones unidas con tres delicadas
cadenas.
Mi pecho parecía
más vulnerable en aquella postura, impelido hacia delante, con los hombros
estirados dolorosamente hacia atrás.
Cuando me puso las abrazaderas me asaltó el pánico sólo por el hecho de
no poder verlas. El collar me mantenía
la barbilla erguida. No podía ver las
tres pequeñas cadenas que debían de temblar entre las abrazaderas; un adorno
humillante que registraría cada una de mis respiraciones ansiosas, tal como un
estandarte anuncia la brisa incluso cuando ésta es demasiado suave para poder
sentirla. Aquella cosa brilló en mi
imaginación: las abrazaderas, las cadenas.
La sensación de estar comprimido era exasperante.
Lexius estaba
conmigo y yo era otra vez su prisionero personal. Me tocó el brazo con una ternura que era
capaz de volverme loco y me guió hacia la puerta. Entonces vi a los demás esclavos maniatados y
acuclillados formando una hilera. Sus
rostros, que los rígidos collares mantenían en alto, exhibían una dignidad que
me pareció interesante. Pese a las
lágrimas que se derramaban por sus mejillas y los labios temblorosos, aquellas
caras presentaban una nueva complejidad.
Tristán estaba entre ellos, con la verga dura como la mía y las
abrazaderas y las cadenas tirantes sobre su pecho, como sabía que estarían
sobre el mío. El evidente poder de su
cuerpo quedaba realzado por el estilo de las trabas.
Lexius me empujó
para que me colocara en la fila, al lado de Tristán, a quien acarició
cariñosamente el cabello con la mano izquierda.
Cuando volvió a centrar en mí su atención y me peinó el cabello con una
pasada más general con el mismo peine que antes había usado, recordé la alcoba,
el calor de los dos juntos, el regocijo desconcertante que experimenté al ser
yo el amo.
Susurré entre dientes:
-¿No preferiríais
colocaros en la hilera con nosotros?
Sus ojos estaban a tan sólo unos centímetros de los
míos pero él continuó mirando mi pelo.
Siguió peinándome como si yo no hubiera dicho nada.
-Es mi destino ser
lo que soy -contestó con los labios
tan quietos que las palabras parecieron llegar directamente de sus
pensamientos-. ¡Y no puedo alterarlo más de lo que vos podéis alterar el
vuestro! -me miró directamente a los ojos.
-Yo ya he cambiado
el mío -dije con una débil sonrisa.
-¡No lo bastante,
diría yo! -apretó los dientes-. Preocupaos de agradarme a mí y al
sultán, de lo contrario os consumiréis en los muros del jardín durante un año,
os lo prometo.
-No seréis capaz
de hacerme eso -repliqué con seguridad.
Pero su amenaza me encogió el corazón.
Retrocedió un paso
antes de que yo tuviera ocasión de decir algo más, la hilera se puso en
movimiento y yo la seguí. Cada vez que
algún esclavo se olvidaba de doblar las piernas en
su postura acuclillado, lo reprendían con la correa. Era la más degradante de las formas en que se
podía caminar, cada paso requería una sumisión total.
Nos desplazamos hasta un sendero situado en la
parte central del jardín y continuamos por él en fila india. Todos los que se encontraban en el jardín se
levantaron para acercarse al camino.
Muchos nos miraban señalándonos con el dedo y gesticulando. Que nos exhibieran así y nos hicieran
desfilar de esta manera me pareció tan desagradable como cuando nos trasladaron
por la ciudad desde el barco.
De nuevo había
muchos esclavos montados en las cruces.
A algunos les habían pulimentado la piel con oro, a otros con
plata. Me pregunté si nos habrían
escogido por nuestro tamaño o por el grado de castigo que habíamos recibido.
Pero ¿qué
importaba?
En esta posición
humillante seguimos avanzando por el sendero mientras la multitud se agolpaba a
uno y otro lado. Hicimos un alto y
entonces nos dividieron para que nos alineáramos a ambos lados del camino,
mirándonos de cara unos a otros. Ocupé
mi posición, con Tristán enfrente. Veía
y oía a la multitud que nos rodeaba, pero nadie nos tocaba ni nos
atormentaba. Luego los criados llegaron
por el camino, nos golpearon ligeramente en los muslos y nos obligaron a
acuclillarnos un poco más. La multitud
parecía disfrutar del cambio.
A continuación nos
obligaron a agacharnos todo lo que podíamos sin perder el equilibrio. Me golpearon los muslos una y otra vez con la
correa y yo me esforcé por obedecer.
Aquello me parecía aún peor que el pequeño desfile. Además, las abrazaderas de los pezones me
estrujaban con cada estremecimiento que recorría mi cuerpo.
De repente, la
atmósfera de expectación se acentuó. El
gentío, que se elevaba sobre nosotros y empujaba cada vez más, hasta el punto
de que sus túnicas nos rozaban, miraba en dirección a las puertas del palacio,
que estaban situadas a mi izquierda. Los
esclavos seguíamos con la mirada fija ante nosotros.
De pronto sonó un
gong. Todos los nobles hicieron una
reverencia doblándose por la cintura.
Supe que alguien se acercaba por el sendero. Oí los gemidos, los suaves sonidos acallados
que obviamente provenían de los demás cautivos.
Esos sonidos también procedían de las partes más profundas del jardín. Los que estaban situados a mi izquierda
comenzaron a gemir y a retorcer sus cuerpos con ademanes suplicantes.
Sentí que no era
capaz de hacer lo mismo pero recordé las órdenes dadas por Lexius acerca de
cómo demostrar nuestra pasión. Sólo tuve
que pensar en sus palabras para encontrarme de súbito a merced de lo que de
verdad sentía: el deseo que palpitaba en mi verga, en toda mi alma y la
percepción de mi indefensión y mi abyecta postura. Con toda seguridad, quien se acercaba por el
camino era el sultán, el señor que había ordenado todo eso, había enseñado a
nuestra reina a mantener esclavos del placer y había creado este gran montaje
en el que nos retenían como víctimas impotentes de nuestros propios deseos así
como para complacer a otros. Aquí la
estructura se llevaba a la práctica con mayor plenitud, se ejecutaba con mucho
más dramatismo y eficacia que en el castillo.
Un orgullo
pavoroso se apoderó de mí, el orgullo por mi propia belleza, fuerza y
subyugación. Gemí con pasión genuina y
las lágrimas inundaron mis ojos. Sentí
los brazaletes que sujetaban mis brazos mientras dejaba que la sensación
avanzara por mis extremidades y que mi pecho se expandiera al tiempo que sentía
el pesado falo de bronce en mi interior.
Quería que se reconociera mi humillación y obediencia, aunque no fuera
más que por un instante. Había sido
obediente pese a mi pequeña conquista sobre Lexius. Había obedecido en todas las demás
cosas. Me asaltó una vergüenza deliciosa
así como una dulce desesperación por complacer, mientras gemía y me agitaba sin
ofrecer resistencia alguna.
Percibí la
proximidad creciente de él. En un rincón
de mi borrosa visión a causa de las lágrimas, se materializaron dos figuras que
portaban los postes de un alto dosel ribeteado con flecos bajo el cual pude
entrever una figura que caminaba lentamente.
Era un hombre joven, quizás unos pocos años
menor que Lexius, pero de la misma raza de delicada osamenta, miembros
estrechos, con el cuerpo muy tieso bajo los pesados ropajes y el largo manto
escarlata, y con el corto cabello oscuro al descubierto, sin ningún tocado.
Al pasar iba
mirando a derecha e izquierda del camino.
Los esclavos lloraban en voz baja pero audible, sin mover los
labios. Vi que hacía una pausa y
extendía el brazo para examinar a un esclavo, pero no alcancé a ver de quién se
trataba pues todo esto quedaba esbozado en tenues colores. Luego avanzó hasta el siguiente cautivo y a
éste sí que lo pude ver mejor: un esclavo de pelo negro con una inmensa verga,
que lloriqueaba con amargura. Volvió a
avanzar y en esta ocasión su mirada se desplazó al lado del camino en el que yo
me encontraba. Sentí mis propios
sollozos sofocados en mi garganta. ¿Y si no reparaba en nuestra presencia?
La ropa le quedaba
perfectamente entallada y ceñida.
Entonces ya podía advertirlo, y su pelo, mucho más corto que el de los
demás, parecía un halo oscuro que rodeaba la cabeza. Tenía una expresión vivaz y rápida pero,
aparte de esto, no pude advertir nada más.
No hacía falta que nadie me dijera que hubiera sido imperdonable alzar
la vista y observarlo directamente.
Aunque casi estaba
a mi altura, se volvió a mirar al otro lado del sendero. No escatimé lloros pero me di cuenta de que
observaba a Tristán. Entonces el sultán
habló pero no pude distinguir a quién se dirigía. Oí que Lexius, que iba detrás de él, se
adelantaba y le respondía. Conversaron
brevemente. Luego Lexius chasqueó los
dedos y Tristán, que aún seguía en aquella miserable postura acuclillado, fue
obligado a salirse de la fila y a avanzar detrás de su amo.
Al menos habían
escogido a Tristán. Eso estaba bien, o
así me lo parecía, hasta que pensé que tal vez no me elegirían a mí. Las lágrimas surcaban mi rostro cuando el
sultán se volvió a nosotros.
Inmediatamente vi que se aproximaba.
Sentí su mano sobre mi cabello y el simple contacto pareció encender en llamas mi ansiedad y
candente anhelo.
Un extraño pensamiento me sobrevino en este
terrible momento. El dolor de mis
muslos, el temblor de mis músculos escocidos, incluso el escozor irritante de
mi trasero, todo ello pertenecía a este hombre, al amo. Todo le correspondía y sólo alcanzaría su
significado completo si le agradaba. No
hacía falta que Lexius me lo dijera. La
multitud, aún reclinada, la fila de esclavos indefensos y atados, el opulento
dosel, los que lo sostenían, y todos los rituales del propio palacio, todo esto
lo corroboraba. En este momento, mi
desnudez parecía algo que iba absolutamente más allá de toda humillación. Mi embarazosa postura era perfecta para ser
exhibido en ese momento. La palpitación
de mis pezones y de mi verga eran completamente apropiadas.
La mano del sultán
no se separó de mí. Sus dedos me
quemaron la mejilla, recogieron mis lágrimas, me rozaron los labios. Se me escapó un sollozo pese a tener los
labios apretados. Sus dedos estaban
pegados a ellos. ¿Me atrevería a besarlos?
Lo único que veía era el color púrpura de la túnica, el destello de la
pantufla roja. Entonces le di un beso y
los dedos continuaron arrollados, ardiendo inmóviles contra mi boca.
Cuando la oí, su
voz me pareció un sueño. La queda
respuesta de Lexius siguió como un eco.
Luego la correa me golpeó ligeramente los muslos y una mano me agarró
por la cabeza para obligarme a volverme.
Yo me moví, manteniéndome en aquella postura tan acuclillado, y vi que
todo el jardín ardía con luz. El dosel
continuaba avanzando. Vi a los que portaban los postes detrás, a Lexius muy
cerca de nuestro señor y también vi la figura de Tristán que les seguía con una
dignidad pavorosa. Me colocaron a su
lado y continuamos andando los dos juntos.
Ya formábamos parte de la procesión.
LA ALCOBA REAL
Laurent:
Parecía que
habíamos estado una hora en el jardín pero no podía haber pasado ni una cuarta
parte de este tiempo. Cuando alcanzamos
otra vez las puertas del palacio, me quedé asombrado al constatar que no habían
escogido a ningún otro esclavo.
Naturalmente, nosotros dos éramos nuevos en palacio y tal vez fuera
inevitable que repararan en nosotros. No
lo sabía. Sin embargo, sentía un gran
alivio de que hubiera sucedido así.
Mientras seguíamos
a nuestro señor por el pasillo, con el dosel todavía sobre su cabeza y un gran
séquito tras él, la sensación de alivio fue ganando terreno al temor por lo que
pudieran exigirnos.
Cuando llegamos a
una gran alcoba espléndidamente decorada tenía los muslos doloridos y sentía
unos espasmos musculares incontrolables a causa de la posición
acuclillado. Nada más entrar, los
gemidos contenidos de los esclavos que decoraban la estancia resonaron a modo
de saludo al amo. Algunos cautivos
estaban colocados en nichos abiertos en las paredes, otros, atados a los postes
de la cama. Más allá, en el baño, sus
cuerpos circundaban el surtidor de piedra de una alta fuente.
Nos obligaron a
detenernos y a permanecer en el centro de la sala. Lexius se desplazó hasta el muro más alejado
y allí se detuvo, con las manos detrás de la espalda y la cabeza inclinada.
Los asistentes del
sultán despojaron a su señor del manto y las pantuflas y él, visiblemente
relajado, mandó salir a sus sirvientes con un ademán informal. Se dio media vuelta y empezó a pasear por la
habitación como para tomarse un respiro después de la presión de la procesión
ceremonial. No prestaba la más mínima
atención a los esclavos, cuyos gemidos se volvieron cada vez más tenues y
moderados, como si siguieran ciertas formalidades.
La cama que estaba
situada detrás de él se hallaba elevada sobre un estrado. De ella colgaban velos de color blanco y
púrpura, y estaba cubierta con colchas tapizadas profusamente adornadas. Los esclavos atados a los pilares estaban de
pie, con los brazos atados en alto por encima de sus cabezas, algunos de cara a
la habitación y otros mirando al lecho, desde donde obviamente podrían ver a su
amo durante su descanso. Desde mi visión
confusa, estos cautivos se parecían a los de los pasillos, como si fueran
estatuas. Puesto que no me atrevía a
volver la cabeza o mirar a algo en particular, no podía distinguir siquiera si
eran hombres o mujeres.
En cuanto al baño,
lo único que alcanzaba a ver era una inmensa pila de agua situada detrás de una
fila de delgadas columnas esmaltadas y el círculo de esclavos que estaban de
pie en la pila mientras el agua surgía en un chorro ascendente para descender
suavemente sobre sus hombros y vientres.
En aquel círculo había hombres y mujeres, eso sí que lo distinguía y sus
cuerpos húmedos reflejaban la luz de las antorchas.
Por detrás, las
ventanas arqueadas estaban abiertas a la luna, a suaves brisas y quedos sonidos
nocturnos.
Sentí un
acaloramiento en todo el cuerpo, que estaba tenso como una cuerda de arco. De hecho, poco a poco fui consciente de que
estaba completamente aterrorizado. Sabía
que este tipo de escenas íntimas siempre me habían espantado. Prefería el jardín, la cruz, incluso la
procesión y su horroroso escudriñamiento, no este silencio del dormitorio,
preliminar a los desastres más brutales experimentados por el alma, a la más
completa subyugación.
« ¿Y si no
comprendo las órdenes del amo, sus obvios deseos?», me pregunté. Oleadas de excitación me recorrieron de
arriba abajo acalorándome y confundiéndome aún más.
Entretanto,
nuestro señor hablaba con Lexius. Su voz
me sonó familiar y agradable. Lexius
respondía con evidente respeto pero con el mismo aire de agrado. Señaló en nuestra dirección pero yo no podía
saber a quién de nosotros se refería mientras, al parecer, explicaba alguna
cosa al sultán.
El soberano
pareció divertido y se acercó de nuevo a nosotros, tendió las manos y nos tocó
la cabeza simultáneamente. Me frotó el
cabello con vigor y cariño, como si fuera un buen animal que le contentaba. El dolor que sentía en mis muslos
empeoró. Tuve la impresión de que mi
corazón se abría a él. Permanecí inmóvil
y olí el perfume que surgía de sus vestiduras.
Aprecié intensamente la presencia de Lexius; él estaba allí y se sentía
complacido, pues todo estaba saliendo como él quería. Los demás juegos se volvieron insignificantes
hasta un punto desconcertante. Lexius
tenía razón en cuanto a mi destino, en cuanto a lo del destino en general, y yo
era afortunado por no haberlo echado a perder.
El mayordomo jefe
se había acercado hasta situarse detrás de mí y en cuanto el sultán lo ordenó,
me agarró por el collar y me levantó hasta dejarme de pie. Qué maravilloso alivio para mis piernas. Sin embargo, dejaron que Tristán permaneciera
como estaba y de repente me sentí más vulnerable y visible.
Me dieron media
vuelta y oí la risa del sultán que hablaba mientras con una mano tocaba mi
escocido trasero. Jugueteó con los dedos
por el borde redondo del amplio falo.
Sorprendentemente, me sobrecogió una sensación de vergüenza. Lexius fustigó la parte delantera de las
rodillas al tiempo que me obligaba a reclinar la cabeza. Mantuve las piernas completamente rígidas y
bajé la cabeza y el pecho todo lo que pude pero los brazos atados al falo me
impedían doblarme más abajo. Me quedé
simplemente encorvado hacia delante.
Las manos del
sultán continuaban inspeccionando las erupciones de mi piel y mi vergüenza se
intensificó. Me asaltó la duda de si
aquellas señales significarían que yo había sido desobediente. La rojez, la evidencia de los azotes... A
otros esclavos también los habían azotado simplemente por placer, y era obvio
que a él eso le complacía. ¿Por qué si no iba a tocarme y hacer
comentarios? De todos modos, me sentía
ínfimo y miserable. Las lágrimas me
saltaban de nuevo y al sentir un pequeño sollozo en mi interior mi pecho se
puso en tensión, todas las correas se apretaron y mis brazos atados tiraron del
falo. Esta acción me hizo sollozar un
poco más fuerte pero aún en silencio.
Estaba sobrecogido por todo aquello.
Mientras, los dedos separaban mis nalgas como si fueran a ver mi ano y
luego me tocaban y alisaban el vello que lo circundaba.
El sultán continuaba hablando deprisa y afablemente
con Lexius. Entonces pensé que en el
castillo el esclavo, como mínimo, se enteraba de lo que se decía. Sin embargo, esta lengua extranjera nos
descartaba por completo. Podíamos ser
perfectamente el tema de su conversación, aunque quizá se tratara de otra cosa
completamente diferente.
Fuera cual fuese
la cuestión, al instante Lexius me flageló la barbilla burlonamente con la
correa. Yo me enderecé. El jefe de los mayordomos me cogió por el
gancho del falo y me obligó a darme la vuelta hasta encararme de frente al
baño. Distinguí al sultán a mi derecha,
pese a que no lo estaba mirando.
Lexius me fustigó
las pantorrillas con cuatro o cinco golpes rápidos y enérgicos que me obligaron
a desfilar con la esperanza de que esto fuera lo correcto. Luego vi que señalaba con la correa la hilera
más alejada de columnas y me dirigí a toda prisa hacia éstas, sintiendo de
nuevo aquella extraña mezcla de dignidad y humillación que las correas y los
grilletes provocaban en mí.
Cuando llegué a
las columnas, oí el chasquido de los dedos de Lexius. Me volví con el rostro sonrojado y emprendí
la marcha de regreso, aunque apenas veía el perfil indistinto, borroso, de las
dos figuras ataviadas con túnicas que me observaban.
Avancé con pasos
altos y veloces y la actuación en su conjunto tuvo el efecto predecible. Me sentía incluso más esclavo que momentos
antes, más aún de lo que me había sentido en el sendero del jardín. Lexius me azotaba y me indicaba que me diera
la vuelta de nuevo y repitiera la marcha.
Así lo hice, lloriqueando abundante y silenciosamente, con la esperanza
de que aquello les complaciera. Cuando
volví a cruzar la estancia, se me ocurrió pensar lo terrible que sería que mis
lágrimas fueran consideradas una insolencia, una falta de sumisión. Esta idea me asustó tanto que lloré todavía
con más fuerza al detenerme ante ellos.
Miré al frente pero no vi nada aparte de tallas en los muros más
alejados, volutas, hojas y tracería de diseño y color.
El sultán alzó la
mano a mi rostro y palpó las lágrimas igual que había hecho en el sendero. Mi garganta temblaba bajo el alto collar a
causa de los sollozos repetidos. Percibí
cuán difícil me resultaba soportar la dulzura de aquello, el incremento
demencial de la tensión, mientras él tocaba mi pecho desnudo y luego apartaba
la mano de mis pezones escocidos para bajarla hasta el ombligo. Si me tocaba la verga, perdería el
control. Sólo pensarlo me provocó
quejidos de indefensión.
Pero un latigazo
me obligó rápidamente a hacerme a un lado.
Otra vez me indicaban que me pusiera en cuclillas y entonces obligaron a
Tristán a levantarse e inclinarse hacia delante.
Me quedé
ligeramente sorprendido al darme cuenta de que podía mirar directamente al
sultán sin que él se diera cuenta. El
collar me impedía bajar la cabeza. Allí
estaba él, de pie a mi izquierda, absorto en Tristán. Decidí estudiarlo o, más bien, no pude
resistir la tentación de hacerlo.
Descubrí un rostro
joven, como ya había sospechado, una cara exenta del misterio del rostro de
Lexius. Su poder no se manifestaba con
orgullo o altivez, eso era para hombres inferiores, sino que, más bien, él
rezumaba una presencia extraordinaria, irradiaba un resplandor. Sonreía al toquetear las nalgas de Tristán y
al juguetear con el falo de bronce, que hizo oscilar con el gancho mientras Tristán permanecía encorvado
hacia delante.
Luego Tristán recibió la orden de enderezarse y el
rostro del sultán adquirió un aire encantador de reconocimiento ante la belleza
del esclavo. En suma, el soberano
parecía un hombre agradable, apuesto, perspicaz, que disfrutaba de sus esclavos
de un modo informal. Su cabello corto y
abundante era hermoso, más brillante que el de la mayoría de hombres de esta
tierra, y crecía hacia atrás desde sus sienes con atractivas y espesas
ondas. Tenía los ojos marrones y una
mirada un poco reflexiva a pesar de toda su viveza.
Se trataba de un
ser que probablemente me habría caído bien al instante de habernos conocido en
cualquier otro lugar más inofensivo.
Pero en esta situación, su jovialidad, su buen talante, hizo que me
sintiera aún más débil y abandonado. No
lo comprendía del todo pero sabía que tenía que ver con su expresión, con el
hecho de que disfrutara de nosotros sin reservas y de un modo tan natural.
En el castillo,
todo lo que se hacía estaba dotado de un carácter intencionado. Éramos miembros
de la realeza y nuestra servidumbre allí tenía por objetivo
perfeccionarnos. Aquí éramos seres
anónimos, no éramos nada.
El rostro del
sultán se iluminó cuando Lexius obligó a Tristán a marchar. Me pareció que lo hacía infinitamente mejor
que yo. Sus hombros se doblaban hacia atrás
con más crueldad porque sus brazos eran un poco más cortos que los míos y
quedaban sujetos con mas firmeza al falo.
Yo intentaba no
mirarlo. Lo estaba haciendo demasiado
bien. Mi deseo se intensificaba y decaía
a un ritmo pavoroso, atormentador.
Tristán recibió
enseguida la indicación de acuclillarse a mi lado. Entonces nos obligaron a mirar de frente al
baño, en dirección a la distante hilera de columnas. A continuación nos mandaron arrodillarnos
juntos.
Mi corazón se
encogió cuando Lexius nos mostró una bola dorada. Comprendí el juego. Pero ¿cómo conseguiríamos
recogerla con las manos inutilizadas? Me
estremecí al pensar en nuestra torpeza.
Este juego extrañaba precisamente ese tipo de intimidad que yo había
temido al entrar en la alcoba. Ya era
bastante horrible que nos examinaran tan minuciosamente; entonces, además
debíamos procurarles diversión.
Al instante,
Lexius hizo rodar la bola por el suelo y Tristán y yo, de rodillas, fuimos tras
ella con sumo esfuerzo. Tristán se me
adelantó y se precipitó hacia delante para atraparla con los dientes. Lo consiguió sin caerse. Y de repente comprendí que yo había
fracasado. Tristán había ganado. No me quedaba más que hacer que regresar
penosamente junto a nuestros señores, donde Lexius ya recogía la bola de la
boca de Tristán y le acariciaba el cabello con gesto de aprobación.
El jefe de los
mayordomos me lanzó una mirada feroz y su correa alcanzó mi vientre desnudo
cuando me arrodillé ante él. Oí la risa
del sultán pero bajé la vista para no ver nada más que el suelo reluciente ante
mí. Lexius me azotó en el pecho y las
piernas. Di un respingo y las lágrimas
saltaron una vez más a mis ojos. Nos
obligó a darnos media vuelta y nos situamos de nuevo en posición para
competir. La pelota rodó otra vez. En esta ocasión me lancé en serio tras ella.
Tristán y yo
luchamos uno contra otro e intentamos derribarnos cuando la bola se detuvo ante
nosotros. Conseguí atraparla pero
Tristán me engañó, me la arrebató de la boca y al instante se dio la vuelta para
llevarla a nuestro amo.
Una rabia
silenciosa se apoderó de mí. Los dos
habíamos recibido la orden de agradar al sultán y teníamos que enfrentarnos
para hacerlo. Uno iba a ganar y el otro
perdería. Me pareció una injusticia
detestable.
No pude hacer otra
cosa que regresar al lado de nuestros señores y recibir otra vez los azotes de
aquella pequeña y odiosa correa, que en esa ocasión alcanzó la carne irritada
de la espalda mientras yo permanecía quieto de rodillas, lloriqueando.
La tercera vez fui
yo quien consiguió atrapar la bola y derribar a Tristán cuando intentó
arrebatármela. La cuarta vez, Tristán
volvió a conseguirla y yo me puse como un loco.
Pero en la quinta carrera, cuando los dos ya nos habíamos quedado sin
aliento y habíamos olvidado todo gracejo, oí que el sultán se reía levemente
mientras observaba cómo Tristán me arrebataba la pelota y yo me lanzaba dando
traspiés tras él. En esta ocasión la
correa me provocó verdadero pavor.
Alcanzó con saña mis erupciones, y lloriqueé desdichadamente cuando
volvió a descender silbante por el aire, con latigazos largos, fuertes y
rápidos, mientras Tristán permanecía de rodillas y recibía el beneplácito de
nuestros señores.
Sin embargo, el
sultán me sorprendió de repente al acercarse a mí y tocarme una vez más el
rostro. La correa se detuvo. En un momento de quietud exquisita, sus dedos
sedosos me volvieron a enjugar las lágrimas, como si le gustara la sensación
que aquello le producía. Luego me
sobrevino aquella impresión agradable de sentir que mi corazón se abría, como
en el sendero del jardín. Entonces sentí
que le pertenecía a él. Yo sabía que lo
había intentado, me había esforzado en complacerle. Simplemente era más lento, menos ágil que
Tristán. Los dedos de mi señor
permanecieron en mi rostro. Cuando oí su
voz, que hablaba rápidamente con Lexius, sentí que aquel sonido también me
tocaba, acariciaba, poseía y atormentaba con perfecta autoridad.
Con los ojos
llorosos, vi cómo la correa tocaba ligeramente a Tristán y le indicaba que se
girara y se aproximara de rodillas al lecho real. Yo recibí la orden de seguirle y el sultán
caminó también a mi lado, con la mano aún en mi cabello, jugueteando con él y
levantándolo por encima del collar.
Me sentí víctima
de una débil aflicción provocada por el deseo.
Mis facultades se ahogaban en ella.
Vi los cuerpos de los cautivos amarrados a los cuatro postes de la
cama. Todos ellos eran auténticas
bellezas: Las mujeres de cara al lecho, de frente a su señor cuando durmiera,
los hombres hacia fuera; todos se movían bajo las ataduras como si quisieran
reconocer la proximidad de su amo. Mi
visión pareció difuminarse aún más, con lo cual la cama dejó de parecer una
cama y más bien se asemejó a un altar.
Las colchas tapizadas fulguraban formando pequeñas configuraciones.
Nos arrodillamos
al pie del estrado de la cama con Lexius y el sultán a nuestras espaldas. Se oyó el suave sonido de la ropa que caía al
suelo, del tejido al aflojarse, de piezas de metal desabrochándose.
A continuación, la
figura desnuda del sultán apareció en mi visión. Subió al estrado. Su cuerpo, carente de toda marca, relucía de
limpieza y suavidad. Se sentó a un lado de
la cama, de frente a nosotros.
Intenté no mirarle
a la cara pero advertí que sonreía.
Tenía el pene erecto. Verlo así,
desnudo, me pareció algo de gran trascendencia, en este mundo donde había
tantos subordinados desnudos. La correa
golpeó ligeramente a Tristán para indicarle que se incorporara, que subiera al
estrado y se estirara sobre la cama. El
sultán se dio media vuelta para observarlo y yo sentí que la envidia y el
terror me consumían. Inmediatamente, la
correa me fustigó también a mí. Abandoné
mi posición arrodillada, me adelanté y luego bajé la vista a las colchas sobre
las que yacía Tristán aún maniatado como si fuera una encantadora víctima a
punto de ser ofrecida en sacrificio.
Podía oír cómo mi corazón latía con fuerza. Observé la verga de Tristán y dejé que mi
vista se desplazara tímidamente a la derecha, hasta el regazo desnudo del
sultán donde, desde la sombra de vello negro, se erguía el órgano de nuestro
señor, un atributo que no estaba nada mal.
La correa me dio
en el hombro, luego en la barbilla y me señaló la cama, en el punto que quedaba
justo delante de la verga de Tristán. Me
moví lentamente, vacilé, pero las indicaciones eran claras. Debía echarme al lado de Tristán, de cara a
él pero con la cabeza frente a su verga, y mi verga frente a su cabeza.
Mi corazón latía aceleradamente.
La colcha me pareció áspera al contacto con mi
cuerpo. Los tupidos bordados me
provocaron una sensación similar a la de la arena bajo la piel. Percibía los grilletes de un modo cruel. Tuve que forcejear como un ser sin brazos
para conseguir situarme en la posición correcta. Yacer de costado resultaba incómodo, entonces
era yo la víctima maniatada.
La verga de
Tristán quedaba justo al lado de mis labios.
Sabía que su boca también estaba cerca de mi miembro. Me retorcí para rechazar las manillas, la
colcha raspante, y noté que mi verga tocaba a Tristán pero, antes de que
pudiera apartarme, una mano me instó desde atrás a adelantarme. Metí la
reluciente verga en mi boca y en ese preciso instante sentí que los labios de
Tristán se cerraban sobre mi pene.
El placer me
absorbió por completo. Descendí por la
verga con los labios apretados y jugué por toda su longitud con mi lengua
saboreándola en la boca, mientras sentía la fuerte succión en mi propio órgano
que me elevaba y me sacaba de la penitencia divina de las últimas horas.
Era consciente del
modo en que mi cuerpo se retorcía al resistirse a los grilletes. Sabía que cada movimiento de mi cabeza sobre
la verga me convertía en un alma más perdida que forcejeaba en vano sobre el
altar de la cama, pero no importaba. Lo
que importaba era chupar la verga y que la firme y deliciosa boca de Tristán me
succionara, que extrajera todo mi espíritu.
Cuando por fin eyaculé, embistiendo incontrolablemente contra él, sentí
que sus fluidos también me llenaban y yo me nutría como si padeciera un hambre
eterna por ellos. Nuestra fuerza,
nuestros acallados gemidos, parecían sacudir el cuerpo del otro.
Luego sentí unas
manos que nos separaban. Me obligaron a
tumbarme de espaldas con los brazos atados por debajo del cuerpo, lo que
forzaba mi pecho hacia arriba y mi cabeza hacia abajo, con los ojos
entrecerrados. Naturalmente no podía ver
las abrazaderas en mis pezones pero las sentía, igual que notaba las cadenas
contra mi pecho como puntos culminantes de la exposición.
Luego me percaté
de que el sultán me sonreía. Los ojos marrones,
los labios lisos, se acercaban más y más.
Parecía una deidad que descendía hasta nosotros y que sólo
accidentalmente tenía cierto parecido con un hombre corriente. Se arrodilló a cuatro patas sobre mí.
Sus labios tocaron
los míos. 0, para ser más sincero, tocaron la humedad de mis labios. Luego me abrió la boca y su lengua se hundió
hacia dentro para lamer el semen de Tristán que aún seguía en mi lengua, en mi
garganta.
Comprendí lo que
quería y abrí mi boca para él. Besé y fui besado. Deseé sentir todo el peso de su cuerpo,
aunque hiriera mis pezones aprisionados.
Pero me negó este deseo y se mantuvo suspendido sobre mí.
Noté que Tristán
se movía, sabía que Lexius estaba cerca.
Pero no podía pensar en nada más que en estos besos, mientras el deseo
decaía como era habitual después del clímax y luego retornaba con una dolorosa
y exquisita rapidez.
Los besos dejaron
de ser besos. El sultán me abría cada
vez más la boca con la lengua y sacaba el semen a lametones. Por decirlo así, me limpiaba la boca con su
lengua, y cada arremetida que recibía de ella me excitaba.
Lentamente, a
través de la confusión de sensaciones reavivadas, vi a Tristán a su lado, sobre
él. Sentí la presión del sultán encima
de mí. Al igual que el cuerpo de Lexius,
el del sultán era sedoso y mimado al tacto, fuerte pero delgado. Movió sus dedos sobre mi pecho y soltó las
abrazaderas de los pezones que cayeron a un lado con las cadenas. Alguien se las llevó. Su pecho descansó sobre mi piel irritada y la
hizo palpitar de un modo delicioso.
Tristán, encima de
él, me miraba a la cara. Radiantes ojos
azules. Cuando el sultán gimió,
comprendí que Tristán le había penetrado.
Sentí el peso de ambos.
El sultán
continuaba hurgando en mi boca con su lengua, me obligaba a separar cada vez
más las mandíbulas. Tristán chocaba
pesadamente contra él, lo empujaba contra mí y mi verga se alzaba entre los
muslos del soberano percibiendo la dulce carne sin vello de esa zona
resguardada.
Cuando Tristán
eyaculó alcé repetidamente mi cuerpo
para rozar los tensos muslos del sultán con mis acometidas, forzando de nuevo
el clímax, y sentí que sus muslos se juntaban con fuerza para acogerme. Me corrí, gimiendo a pesar de la lengua del
sultán que continuaba con su labor, lamiéndome los dientes, debajo de la lengua
y mis labios con lentitud.
Luego nuestro señor descansó durante un instante
con su brazo debajo de mi cuello. Yo
yacía atado e indefenso debajo de él mientras permitía que el placer se
desvaneciera lentamente.
Después se
agitó. Se levantó, fresco y dispuesto a
más, y montó a horcajadas sobre mí. Su
rostro era casi aniñado cuando nos miramos el uno al otro. Un mechón de cabello oscuro caía sobre sus
ojos. Vi a Tristán que nos miraba
sentado a su izquierda. El sultán me
empujó con firmeza para hacerme entender que me volviera boca abajo. Me volví con esfuerzo.
Él se levantó para
dejarme espacio suficiente y sentí las manos de Lexius que venían a
asistirme. Luego el amo se situó sobre
mi pecho y retiró los brazaletes de cuero de mis brazos. Mis hombros se relajaron. Todo mi cuerpo se distendió contra la
colcha. Retiraron el duro falo de bronce
de mi ano y, mientras permanecía inmóvil y mi orificio ardía como un aro de
fuego, su verga, sumamente humana, se deslizó dentro de mí, avivando e
incrementando el ardor. Qué agradable
fue después del frío bronce, sentir aquel órgano humano en mi interior. Mantuve las manos pegadas a los costados y
cerré los ojos. Mi pene estaba
comprimido contra la áspera colcha tapizada pero mi escocido trasero se elevó
para sentir el peso del sultán y su cadencia oscilante.
Me sumí en un
ofuscamiento más absoluto que cualquier otro experimentado antes. Era una gracia tremendamente deliciosa que se
sirviera de mí, que fuera a vaciarse en mí.
Descubrí algo sobre él en esos instantes, algo interesante, aunque en
realidad no tenía mucha importancia: le gustaban los fluidos de otros
hombres. Era por eso por lo que había
permitido que los nobles del jardín se sirvieran de nosotros y por lo que los
criados no nos habían lavado antes de insertarnos los falos.
Aquello me
divertía. Me habían purgado y luego me
habían llenado de segregaciones masculinas, y en estos momentos él comía de mi
boca y se introducía lentamente en mi trasero mientras procuraba afanosamente alcanzar
la culminación, con su cuerpo pegado a mi carne rasgada y amoratada. Se tomó su tiempo y, otra vez, en medio de
encantadoras imágenes borrosas, se me apareció el jardín, la procesión, su
rostro sonriente, todos los fragmentos de este mosaico que constituía la vida
en el palacio del sultán.
Antes de que
acabara conmigo, Tristán volvió a montarle.
Sentí el peso añadido y oí gemir al sultán con un quedo sonido
suplicante.
NUEVAS ENSEÑANZAS SECRETAS
Laurent:
Tristán y el
sultán yacían abrazados, desnudos sobre la cama, y se besaban devorándose
mutuamente con lentitud.
Lexius me indicó
en silencio que me apartara del lecho.
Observé que corría las cortinas alrededor de la cama y reducía la luz de
las lámparas.
Luego procedí a salir a cuatro patas de la habitación
y me pregunté por qué me inspiraba tanto temor que Lexius quedara decepcionado
conmigo y que el sultán no me hubiera escogido para quedarme en lugar de
Tristán.
Parecía imposible.
Tanto a Tristán como a mí nos habían ordenado complacer a nuestro señor
y luego nos habían incitado a enfrentarnos. ¿Era posible escoger a dos para
permanecer junto al sultán?
Una vez en el
lúgubre corredor, Lexius chasqueó los dedos para que acelerara la marcha. Durante todo el recorrido de regreso a la
sala de baños, me azotó con fuerza y en silencio. Cada vez que girábamos por los pasillos, yo
tenía la esperanza de que aflojara la azotaina, pero no fue así. Para cuando volvió a dejarme en manos de los
criados, mi cuerpo volvía a palpitar de dolor y yo lloriqueaba quedamente.
Pero luego todo
fue dulzura, excepto la purga en sí, que me impusieron a conciencia. Mientras me aplicaban los aceites y
masajeaban mis brazos y piernas doloridos, poco a poco me quedé profundamente
dormido, alejado de todo sueño o pensamiento relacionado con el futuro.
Cuando me
desperté, estaba tumbado sobre un jergón en el suelo. Por toda la habitación había luces
encendidas. Reconocí la alcoba de
Lexius. Me di media vuelta, apoyé la cabeza en mis manos y
mire a mi alrededor. Él estaba de pie ante la ventana y miraba el jardín
oscurecido. Llevaba puesta la túnica
pero pude apreciar que estaba suelta, sin el fajín, y supuse que probablemente
estaría abierta por delante. Parecía
estar susurrando o murmurando enfrascado en sus pensamientos, pero no pude
discernir las palabras que pronunciaba.
También era posible que estuviera canturreando.
Cuando se volvió
se sorprendió de encontrarme mirándolo.
Yo apoyaba la cabeza en el codo derecho. Él llevaba la túnica abierta y,
bajo ella, su cuerpo estaba desnudo. Se
acercó un poco más, de espaldas a la pálida iluminación que se filtraba a
través de la ventana.
-Nadie me había
hecho jamás lo que vos hicisteis -susurró.
Me reí en voz
baja. Allí estaba yo, en su habitación,
sin manillas, y él, desnudo, hablándome de este modo.
-Qué desgracia
para vos -repliqué-. Si me lo pedís
quizá vuelva a hacerlo. -No quería esperar a que él me respondiera. Me puse de pie-. Pero, primero, decidme, ¿agradamos al
sultán?, ¿estáis satisfecho?
Dio un paso atrás. Comprendí que podría empujarle contra la
pared simplemente avanzando hacia él.
Era demasiado divertido.
-¡Le agradasteis!
-dijo casi sin aliento.
Era tan apuesto, a
su frágil manera: un hombre felino, algo como la espada con la que luchaba la
gente del desierto; de forma elegante, ligera, pero aun así mortífera.
-Y vos,
¿quedasteis satisfecho? -me acerqué un paso más y de nuevo él retrocedió.
-¡Qué preguntas
tan ridículas hacéis! -exclamó-. Había
cientos de esclavos nuevos en el sendero del jardín. Podría haber pasado de largo junto a
vosotros, pero lo cierto es que os escogió a ambos.
-Y ahora yo os
escojo a vos -dije-. ¿No os sentís halagado? -Estiré el brazo y le agarré un
mechón de cabello.
Lexius se
estremeció.
-Por favor...
-dijo en voz baja, y bajó la vista. Qué irresistible, pensé.
-Por favor, ¿qué?
-pregunté. Besé el hoyuelo de su mejilla
y luego sus ojos, obligándole a cerrarlos con mis besos. Era como si él estuviera atado y esposado y
no pudiera moverse.
-Por favor, con
suavidad -respondió. Luego abrió los
ojos y me rodeó con los brazos como si no pudiera controlarse. Me abrazó y me agarró con fuerza como si
fuera un niño perdido. Le besé el
cuello, los labios. Introduje las manos
bajo su túnica y recorrí su estrecha espalda, gozando del contacto de su piel,
su olor, su vello contra mi cuerpo.
-Por supuesto, lo
haré con suavidad -ronroneé a su oído-.
Seré muy dulce... si me
viene en gana.
Me Soltó, se
arrodilló y se llevó mi verga a la boca, demostrando con todo su cuerpo el
hambre que lo consumía. Me quedé
inmóvil. Permití que desplazara su boca
a lo largo de mi pene y que su
lengua y sus dientes hicieran su trabajo, con mi mano apoyada en sus hombros.
-No tan deprisa,
jovencito -le advertí amablemente. Era
una tortura echar su boca hacia atrás. Él besó la punta de mi pene. Yo le quité
la túnica y lo levanté-. Echadme
los brazos al cuello y sujetaos con firmeza -le ordené. Cuando él obedeció le alcé las piernas y las
coloqué alrededor de mi cintura. Mi
verga chocaba contra su trasero abierto así que la empujé hasta dentro de él,
atenazando sus nalgas con mis manos,
mientras Lexius me agarraba con más fuerza, con la cabeza reclinada en mi
hombro. Aguanté de pie con las piernas
separadas y arremetí contra él con toda mi fuerza. Su cuerpo cedía al impacto de las acometidas
mientras mis dedos le pellizcaban y se hincaban en la carne que yo antes había
azotado.
-En cuanto me corra -le susurré al oído, estrujando
su trasero-, voy a coger la correa y os azotaré otra vez, os azotaré con tal
fuerza que vais a sentir durante todo el día las marcas bajo esos hermosos
ropajes vuestros. Así descubriréis que
sois tan o más esclavo que esos seres a los que dais órdenes, y os enteraréis
de quién es vuestro señor.
Recibí otro
prolongado beso como única respuesta mientras yo me vaciaba en él.
No lo azoté con
tanta fuerza. Al fin y al cabo, él aún
era un novato. Pero le hice arrastrarse
por la habitación, le obligué a lavarme los pies con la lengua y le mandé
arreglar las almohadas de la cama. Una
vez acomodado en ella, le hice arrodillarse a mi lado con las manos en la nuca,
como enseñaban a los esclavos del castillo.
Inspeccioné los
resultados de la azotaina y jugueteé un poco con su verga, mientras me
preguntaba qué le parecería aquella provocación, aquel hambre. Le fustigué el pene con la correa. Lo tenía de un color encarnado, que a la luz
de la lámpara casi adquiría un tono púrpura.
Su rostro atormentado me pareció de gran belleza y los ojos, llenos de
sufrimiento, estaban absortos en lo que le estaba sucediendo. Al mirarlo a los ojos sentí una agitación
peculiar en mi interior, algo extraño y fuerte, diferente a la debilidad
general que había experimentado al mirar al sultán.
-Ahora, hablemos
-dije-. Antes que nada me diréis dónde
está Tristán.
Esto le
sorprendió, naturalmente.
-Durmiendo
-respondió-. El sultán le dejó ir hace
una hora más o menos.
-Mandadle
llamar. Quiero hablar con él y ver cómo
os posee.
-Oh, por favor,
no... -suplicó. Se agachó para besarme
los pies.
Doblé la correa en
mi mano y le azoté la cara con ella:
-¿Queréis que vean
marcas en vuestra cara, Lexius? -pregunté-.
Poned las manos en la nuca y mantened los modales cuando os hable.
-¿Por qué me
hacéis esto? -me susurró-. ¿Por qué os tomáis la revancha conmigo? -Tenía unos
ojos tan grandes, tan hermosos... No pude evitar inclinarme y besarle, sentir
su boca lamiendo la mía.
No era lo mismo
que besar a cualquier otro hombre. Con
sus besos arrojaba su espíritu derretido.
Decía cosas con ellos: más de lo que él sabía, sospeché. Podía haberle besado durante largo rato Y sólo con eso le hubiera provocado
oleadas de placer.
-No lo hago por
venganza -respondí-, sino porque me gusta y porque lo necesitáis. Sois vos quien indudablemente lo
requerís. Deseáis estar a cuatro patas
con nosotros. Sabéis que es así.
Estalló en
lágrimas silenciosas al tiempo que se mordía el labio.
-Si siempre
pudiera serviros a vos.
-Sí, lo sé. Pero no podéis escoger a quién servís. Ahí está el truco. Debéis entregaros a la idea de la servidumbre. Debéis entregaros a eso... y cada amo de
verdad que encontráis se convierte en todos los amos.
-No, no puedo
creer eso.
Me reí en voz
baja.
-Debería escaparme
y llevaros conmigo... Ponerme vuestros hermosos ropajes, oscurecerme el rostro
y el cabello y llevaros conmigo, desnudo sobre mi silla como os dije antes.
Lexius estaba
temblando, absorbía lo que oía y se sentía intoxicado por todo ello. Lo sabía todo sobre la formación, castigo y
disciplina y absolutamente nada acerca de cómo se siente quien se encuentra en
el otro extremo de ello.
Le levanté la
barbilla. Quería que le besara de nuevo
y así lo hice, esta vez tomándome mi tiempo, deseando no sentirme de repente
también su esclavo. Pasé la lengua por
el interior de su labio inferior.
-Traed a Tristán
-ordené-. Traédmelo aquí. En cuanto a vos, si decís una sola palabra
más de protesta, dejaré que Tristán os azote también.
Si no era capaz de
adivinar mi maniobra, no sólo era hermoso sino además estúpido.
Después de que
hiciera sonar la campana, se acercó a la puerta y esperó. Sin siquiera abrirla, dio la orden. Permaneció de pie con los brazos cruzados y
la cabeza inclinada, con aspecto perdido, como si necesitara algún príncipe
perfecto y fuerte que combatiera los dragones de su pasión y lo rescatara de la
destrucción. Qué enternecedor. Me senté en la cama, devorándolo con los
ojos. Adoraba la curva de sus pómulos,
la fina línea de su mandíbula, la forma en que cambiaba de actitud adoptando la
de un hombre, muchacho, mujer y ángel con gestos variables y pequeños cambios
en su expresión.
Cuando llamaron a
la puerta, él se sobresaltó. Habló otra
vez. Escuchó. Luego abrió la puerta, hizo una señal y
Tristán entró de rodillas, con la vista baja y mostrando gran recato. Lexius volvió a echar el cerrojo tras él.
-Ahora tengo dos
esclavos -dije yo, incorporándome-. 0 bien, tenéis dos amos, Lexius. Es difícil estimar la situación de una manera
u otra.
Tristán alzó la
vista, me vio desnudo sobre la cama y luego echó una ojeada a Lexius absolutamente
estupefacto.
-Venid aquí, venid
y sentaos conmigo Quiero hablar
con vos -le dije a Tristán-. Y vos,
Lexius, arrodillaos igual que antes y permaneced callado.
Eso sirvió para
recapitularlo todo, creí. Tristán, no
obstante, necesitó un momento para asimilarlo.
Observó el cuerpo desnudo de nuestro amo y luego me miró. Se levantó y se sentó en la cama, a mi lado.
-Besadme -le dije,
y alcé la mano para guiar su rostro. Un
beso delicioso, más vigoroso pero menos intenso que los besos de Lexius, que
permanecía de rodillas justo detrás de Tristán-. Ahora volveos y besad a
nuestro desatendido amo.
Tristán
obedeció. Deslizó el brazo alrededor de
Lexius y éste a su vez se entregó al beso, tal vez un poco en exceso para mi gusto. Quizá lo hacía para fastidiarme.
Cuando Tristán se dio media vuelta, sus ojos me
interrogaron abiertamente.
Yo pasé por alto
la pregunta.
-Contadme qué
sucedió después de que me despidieran de los aposentos del sultán.
¿Continuasteis complaciendo sus peticiones?
-Sí -respondió Tristán-. Fue casi como un sueño: ser el elegido, estar
finalmente allí tumbado en la cama con él.
Había algo tan tierno. Es nuestro
señor, indiscutiblemente. Nuestro
soberano. Se nota la diferencia.
-Cierto -dije yo
sonriendo.
Tristán quería
continuar hablando pero echó otra ojeada a Lexius.
-No te preocupes
por él -le animé-. Es mi esclavo y está
a la espera de que yo exprese mis deseos.
Os permitiré poseerlo en un instante.
Pero primero contadme, ¿estáis contento o aún estáis afligido por
vuestro antiguo amo del pueblo?
-Ya no estoy
afligido -respondió, y entonces se interrumpió-. Laurent, siento haber tenido que venceros.
-No seáis
ridículo, Tristán. Nos obligaron. Yo perdí porque no fui capaz de ganar. Así de simple.
Tristán miró otra
vez a Lexius.
-¿Por qué le
estáis atormentando, Laurent? -preguntó con tono ligeramente acusador.
-Me alegro de que
estéis contento -continué-. Yo no estoy
seguro todavía, pero ¿qué sucedería si el sultán no volviera a llamaros nunca
más?
-En realidad eso
no importa -contestó-. A menos, por
supuesto, que le importe a Lexius. Pero
Lexius no va a pedirnos un imposible.
Han reparado en nosotros y eso era lo que Lexius quería.
-¿Y seréis igual
de feliz? -pregunté.
Tristán reflexionó
un momento antes de contestar.
-En este lugar hay
una gran diferencia -dijo por fin-. La
atmósfera esta cargada de una percepción diferente del mundo. Ya no me siento perdido como en el castillo,
cuando servía a un tímido amo que no sabía cómo disciplinarme. Ni estoy condenado a la deshonra del pueblo,
donde necesitaba de mi amo Nicolás para que me rescatara del caos y definiera
mi sufrimiento por mí. Formo parte de un
orden más perfecto e inviolable -me estudió-. ¿Comprendéis a qué me refiero?
Hice un gesto de
asentimiento y le indiqué que continuara.
Estaba claro que tenía más cosas que decir, su expresión me demostraba
que hablaba con sinceridad. El
padecimiento que reflejaba su rostro durante el tiempo que permanecimos en el
mar se había esfumado por completo.
-Este palacio es absorbente
-me explicó igual que lo era el pueblo.
De hecho, es una infinidad de cosas más.
Pero aquí no somos los esclavos díscolos. Sencillamente, formamos parte de un mundo
inmenso en el que nuestro sufrimiento es ofrecido a nuestro señor y su corte aunque
él no se digne a aceptarlo. Encuentro
algo sublime en esto. Es como si hubiera
pasado a otra fase de entendimiento.
Una vez más, yo
mostré mi conformidad asintiendo con un gesto.
Recordé los sentimientos que me sobrevinieron en el jardín cuando el
sultán me escogió entre la
hilera de esclavos. Pero ésta era sólo
una de las muchas particularidades que este lugar y todo lo que nos había
sucedido me inspiraba y de hecho me hacía sentir. En esta habitación, con Lexius, estaba
ocurriendo algo diferente.
-Empecé a
comprenderlo al principio -continuó Tristán-, cuando nos sacaron del barco y
nos llevaron a través de las calles para que la gente nos observara. Se hizo completamente patente cuando me
pusieron la venda en los ojos y me ataron a la cruz en el jardín. En este lugar sólo somos cuerpos que ofrecen
placer, sólo cuenta nuestra capacidad para evidenciar sensaciones. Todo lo demás queda descartado. Es del todo imposible pensar en algo tan
personal como los azotes en la plataforma giratoria del pueblo o la constante
educación en la pasividad y la sumisión del castillo.
-Cierto
-afirmé-. Pero sin vuestro antiguo amo,
Nicolás, sin su amor, como vos lo describisteis, ¿no sentís una terrible
soledad...?
-No -contestó
candorosamente-. Puesto que aquí no
somos nada, todos formamos parte de un grupo.
En el pueblo y en el castillo, estábamos divididos por la vergüenza, por
las humillaciones y los castigos personales.
Aquí estamos unidos en la indiferencia del amo. Nos cuidan a todos dentro de esta pauta de la
indiferencia y se sirven de nosotros bastante bien, creo yo. Es como la decoración de las paredes de este
lugar. No hay retratos de hombres ni de
mujeres, como en Europa. Aquí sólo hay flores, espirales, diseños repetitivos
que sugieren un continuo. Nosotros
formamos parte de ese continuo. El hecho
de que el sultán haya reparado en nosotros una noche, sentirnos apreciados de
vez en cuando... es todo lo que podemos y debemos esperar. Es como si se detuviera en el pasillo y
tocara el mosaico de la pared. Habrá
tocado el diseño como si lo alcanzara un rayo de sol. Pero el diseño es igual que los demás y
cuando el sultán siga adelante volverá a integrarse en el conjunto del
decorado.
-Estáis hecho todo
un filósofo, Tristán -le susurré-. Me
habéis dejado sin aliento.
-¿No sentís lo
mismo? ¿Que este orden de cosas ya es en sí mismo bastante excitante?
-Sí.
El rostro de
Tristán se ensombreció.
-Entonces, ¿por
qué desbaratáis ese orden, Laurent? -preguntó.
Miró a Lexius-. ¿Por qué le habéis hecho esto a Lexius?
Sonreí.
-No desbarato
ningún orden -respondí-. Simplemente le
confiero una dimensión secreta que lo hace más interesante para mí. ¿Creéis que
nuestro señor no podría defenderse si así lo quisiera? Podría convocar a todo su ejército de criados,
pero no lo hace.
Bajé de la
cama. Tomé las manos de Lexius y le
retorcí los brazos hacia atrás hasta que lo tuve firmemente asido por las
muñecas. En resumen, le maniaté tanto
como antes nos habían atado a nosotros con los brazaletes y el falo. Le hice levantarse y le obligué a inclinarse
hacia delante. Fue completamente dócil
en todo momento, pese a que no dejaba de llorar. Le besé la mejilla y todo su cuerpo, excepto
el falo, se relajó lleno de agradecimiento.
-Ahora, nuestro
señor necesita que le castiguen -le dije a Tristán-. ¿Nunca habéis sentido esa
necesidad? Tened un poco de
compasión. No es más que un principiante
en este campo. Le resulta aún difícil.
La luz resaltaba
con primor las lágrimas que surcaban el rostro de Lexius. Pero el rostro de Tristán estaba bañado de
otra luz cuando alzó la vista en dirección al jefe de los mayordomos. Se puso de rodillas encima de la cama y
colocó sus manos a ambos lados de la cara de Lexius. Su expresión reflejaba amor y comprensión.
-Mirad su cuerpo -le
susurré-. Seguro que habéis visto
esclavos más fuertes y mejor musculados, pero mirad la calidad de su piel.
Los ojos de
Tristán se desplazaron lentamente sobre el cuerpo de Lexius y éste soltó unos
ahogados sollozos.
-Los pezones son
virginales -continué-. Nunca los han
azotado, ni pinzado con abrazaderas.
Tristán los
examinó.
-Sumamente
encantadores -convino. Observó a Lexius
con atención y jugueteó con sus pezones con cierta rudeza.
Percibí cómo se
disparaba la tensión por el cuerpo del jefe de los mayordomos y sus brazos se
tensaban bajo mi presión. Tiré de ellos
hacia atrás aún con más fuerza, obligándole a sacar pecho.
-Y la verga. Tiene un buen tamaño, una buena longitud,
¿qué opináis?
Tristán la
inspeccionó con los dedos igual que había hecho antes con los pezones. Le pellizcó la punta, la arañó un poco,
recorrió toda su longitud con su mano.
-Yo diría que él
es de una calidad tan buena como nosotros -murmuré, acercándome aún más al oído
de Lexius.
-Cierto convino
Tristán con entusiasmo-. Pero es
demasiado virginal. Cuando un esclavo ha
sido usado y violado a conciencia, el cuerpo mejora en cierta manera.
-Lo sé. Si nos dedicamos a él cada vez que surja la
ocasión, conseguiremos que sea perfecto.
Para cuando nos envíen de vuelta a casa, será tan buen esclavo como
nosotros.
Tristán sonrió:
-Qué idea tan
interesante. Qué dimensión secreta tan
encantadora desde la que considerar la situación -besó a Lexius en la
mejilla. Percibí la gratitud de éste en
su actitud, y vi que Tristán se sentía atraído por él; percibí y sentí la
corriente que circulaba entre ellos.
La verga de
Tristán estaba dura y su mirada un poco desasosegada cuando miró a Lexius.
-Me gustaría
azotarlo -dijo tranquilamente. -Por supuesto -respondí-. Daos la vuelta, Lexius -le solté los brazos.
-Inclinaos hacia
delante y poned las manos entre las piernas -ordenó Tristán, que se bajó de la
cama para situarse detrás de Lexius y darle la vuelta hasta colocarlo en la
posición correcta-. Cogéos los testículos y mantenedlos adelantados y cubiertos
con las manos.
Lexius obedeció y
se dobló por la cintura. Yo estaba a su
lado. Tristán corrigió la posición de su
trasero y luego le separó aún más las piernas. Tomó la correa, la blandió con
fuerza y descargó el primer azote justo en la hendidura del trasero. Lexius dio un respingo. Yo mismo me quedé un poco sorprendido por la
intención del golpe. Pero estaba claro que Tristán no iba a desperdiciar esta
oportunidad. Parecía exactamente lo
opuesto al débil amo que en otro tiempo fue incapaz de dominarlo.
Volvió a flagelar
a Lexius del mismo modo, haciendo oscilar el látigo aún más atrás y alcanzando
a Lexius en el ano, en la hendidura e incluso en los dedos que protegían su
escroto. El jefe de los mayordomos no
podía mantenerse quieto.
Pero los azotes continuaron, aunque
adquirieron una cadencia más agradable.
Lexius lloriqueaba, su trasero se elevaba y bajaba con los esfuerzos que
hacía, y la correa estallaba una y otra vez sobre la tierna carne situada entre
el ano y el escroto sostenido entre sus dedos.
Rodeé a Lexius
para situarme delante de él y levantarle la barbilla.
-Miradme a los
ojos -ordené. Los azotes continuaban con
un estilo consumado. Era mejor de lo que
yo pensaba. Lexius se mordía el labio y jadeaba. Sentí otra vez aquel despertar de los
sentidos, aquella fuente de afecto y amor, y de repente me asusté.
Me arrodillé y
volví a besarle, tan poderosamente como antes, mientras la correa difundía los
temblores por todo su cuerpo y sus lágrimas mojaban mi rostro.
-Tristán -dije. Eran besos húmedos, succionadores-. ¿No le
deseáis? ¿No queréis demostrarle cómo se hacen las cosas, sodomizarle como es
debido?
Tristán estaba más
que preparado.
-Enderezaos,
quiero que lo recibáis de pie -ordené.
Lexius obedeció
sosteniendo aún el escroto con las manos.
Yo seguía de rodillas y le observaba. Tristán rodeó a Lexius por el
pecho y encontró los pequeños pezones virginales con sus dedos.
-Separad las
piernas -ordené a Lexius. Le sujeté las
caderas mientras Tristán lo penetraba.
Dejé que mis labios tocaran la verga hambrienta, obediente, el pobre
miembro indefenso que tenía delante.
Luego continué
descendiendo hasta la base velluda y, justo antes de que Tristán eyaculara,
Lexius se corrió, completamente deshecho en gemidos, tan desvanecido por el
alivio que nos vimos obligados a sostenerlo.
Cuando finalizó y
desapareció hasta la última vibración del orgasmo, Lexius se dirigió
perezosamente hasta la cama sin esperar una orden ni que le diéramos permiso, y
se echó allí lloriqueando descontroladamente.
Yo me tumbé a un
lado y Tristán se echó al otro. Yo aún
tenía una erección pero podía reservarme hasta la mañana, hasta la siguiente
tanda de tormento. Era una delicia
simplemente estar junto a él y besarle el cuello.
-No lloréis,
Lexius -le consolé-. Sabéis que lo
necesitabais, lo queríais.
Tristán estiró las
manos entre las piernas y palpó la carne enrojecida de debajo del ano.
-Es cierto, amo
-respondió quedamente-. ¿Cuánto tiempo lo habíais deseado?
Lexius se fue
serenando. Movió su brazo por encima de
mi pecho y me atrajo aún más a él. Luego
extendió el otro brazo hacia Tristán del mismo modo.
-Estoy asustado
-susurró-. Desesperadamente asustado.
-Pues no tenéis
por qué -respondí - Nos tenéis a nosotros para mandaros, para enseñaros. Lo haremos con cariño cada vez que surja la
oportunidad.
Los dos le besamos
y le acariciamos hasta que se calmó. Se
volvió y yo le sequé las lágrimas.
-Son tantas las
cosas que pienso haceros -le dije-.
Tantas las cosas que pretendo enseñaros.
Asintió y bajo la
vista.
-¿Sentís...,
sentís amor por mí? -preguntó con timidez, pero sus ojos brillaban cuando
alzaron la vista hacia mí.
Yo estaba a punto
de responder que, naturalmente, así era, pero la voz se me entrecortó. Estaba mirándole y abrí la boca para hablar
pero no surgió ningún sonido. Luego me
oí a mí mismo responder:
-Sí, siento amor
por vos.
Entre nosotros
pasó algo silencioso, algo que nos vinculaba el uno al otro. Esta vez, cuando lo besé, lo reclamé
completamente para mí. Excluí a Tristán. Excluí a todo el palacio, y también a nuestro
distante señor, el sultán.
Cuando me aparté
estaba desconcertado. Entonces era yo
quien estaba asustado.
El rostro de
Tristán estaba sereno y pensativo.
Transcurrió un
largo momento.
-Vaya ironía -dijo
Lexius en voz baja.
-No, en realidad
no lo es. Hay señores en la corte de la
reina que se entregan a la esclavitud.
Sucede...
-No, no me refería
a eso, al hecho de que me dominarais con tal facilidad -respondió-. La ironía es que suceda con vos y que el sultán
a su vez os encontrara a ambos tan agradables.
Ha ordenado vuestra presencia para mañana en los juegos de su
jardín. Recogeréis la pelota y la
llevaréis hasta sus pies. Incitará
vuestro enfrentamiento en muchos juegos para divertirse y para que se diviertan
sus hombres. Nunca antes había escogido
a mis esclavos para eso. Él os escoge a vosotros y vosotros me escogéis a mí
para esto. Ahí está la ironía.
Sacudí la cabeza.
-Pues, de nuevo,
en realidad no hay ninguna ironía -me reí tranquilamente. Tristán y yo intercambiamos rápidas miradas.
-Ahora deberíamos
descansar para los juegos, ¿no creéis, señor? -preguntó Tristán.
-Sí -contestó
Lexius y se incorporó. Nos besó otra vez
a los dos-. Agradad al sultán e intentad
no ser muy crueles conmigo -se levantó, se puso la túnica y se abrochó el fajín
alrededor de la prenda.
Yo le acerqué las
pantuflas y se las puso. Se quedó de pie
esperando a que yo acabara y luego me pasó el peine. Le peiné el cabello desplazándome a su
alrededor mientras lo hacía. La idea de
poseerle, de ser su señor, se transmutó en un orgullo sobrecogedor.
-Sois mío -le
susurré.
-Sí, eso es verdad
-dijo-. Y ahora, tanto a vos como a
Tristán os atarán a las cruces del jardín para dormir.
Di un
respingo. Debí de sonrojarme. Tristán se limitó a sonreír y bajó la mirada
con rubor.
-Pero no os
preocupéis por la luz del sol -dijo Lexius-.
La venda os protegerá de él.
Podréis escuchar el canto de los pájaros en paz.
La consternación
pareció disolverse momentáneamente.
-¿Es ésta vuestra
venganza? -pregunté.
-No -dijo sin más,
mirándome-. Es una orden del sultán y
debe de estar a punto de despertarse.
Puede salir al jardín en cualquier momento.
-Entonces os puedo
confesar la verdad -dije pese al nudo que tenía en la garganta-. ¡Esas cruces
me encantan!
-¿Entonces por qué
me provocasteis ayer cuando intenté subiros a una de ellas? Creí que hubierais sido capaz de hacer
cualquier cosa para evitarla.
Me encogí de
hombros.
-Entonces no
estaba cansado. Ahora sí lo estoy. Las cruces son buenas para descansar.
Sin embargo, mi rostro continuaba sonrojándose de
un modo intolerable.
-Os hace estremeceros de miedo, y lo sabéis
-replicó. Su voz sonó gélida entonces,
llena de mando. Todos los temblores y el
apocamiento habían desaparecido.
-Cierto
-respondí. Le devolví el peine-. Supongo que es por eso por lo que me encanta.
Cuando nos
aproximábamos a la puerta del jardín, sentí que el valor me empezaba a
flaquear. La rápida transformación de
señor en esclavo me aturdió y me llenó de un extraño, nuevo y persistente dolor
que no podía definir con claridad ni asimilar en mi interior. Mientras avanzábamos a cuatro patas por el
pasillo, sentí una profunda vulnerabilidad, una necesidad abrumadora de pegarme
a Lexius, de buscar cobijo entre sus brazos, aunque sólo fuera por un momento.
No obstante,
hubiera sido una locura pedir algo así. Él volvía a ser el amo y señor y, pese
a la confusión que asolaba su alma, se había cerrado otra vez a mí. Sin embargo, continuaba arrastrando los pies
con aquellos peculiares andares suyos tan donairosos.
Cuando llegamos a
la arcada, se detuvo y sus ojos se desplazaron por el pequeño vergel de árboles
y flores, mirando a los esclavos que estaban amarrados a las cruces tal como
nosotros íbamos a estar dentro de muy poco.
«En cualquier
instante -pensé- llamará a los criados y lo harán.»
Pero Lexius seguía
inmóvil, sin hacer nada más que mirar.
Entonces me percaté de que tanto él como Tristán miraban en dirección al
sendero, por donde cuatro señores con pesadas túnicas se acercaban rápidamente,
ataviados con tocados de lino blanco cubriéndoles el rostro como si se
encontraran a la intemperie bajo la arena movida por el viento en vez de en
este jardín resguardado del palacio.
Su aspecto era
idéntico al de otros cientos de nobles como ellos, o eso parecía, a excepción
del hecho de que transportaban con ellos dos alfombras enrolladas, como si en
verdad se encaminaran a un campamento del desierto.
-Qué extraño
-pensé-. ¿Por qué no ordenarán a los sirvientes que les lleven las alfombras?
Siguieron
acercándose hasta que de repente Tristán exclamó «¡No!» con tal fuerza que
Lexius y yo nos sobresaltamos.
-¿Qué pasa? -quiso
saber Lexius.
Pero entonces
todos lo comprendimos. Nos obligaron a retroceder hasta el pasillo, donde nos rodearon
por completo.
EN LOS BRAZOS DEL DESTINO
Casi se había
hecho de día. Bella sintió el aire
fresco que llegaba a través del enrejado de la ventana antes incluso de ver la
luz del sol. Lo que la espabiló fue el
sonido de alguien que llamaba a la puerta.
Inanna estaba aún
entre sus brazos y la llamada, que no recibía respuesta, no cesaba. Bella se sentó en la cama, se quedó mirando
las puertas cerradas con pestillo y contuvo la respiración hasta que dejaron de llamar. Entonces despertó a Inanna.
La mujer se
asustó. Miró a su alrededor llena de
confusión, parpadeando molesta por los primeros rayos de sol de la mañana. Luego miró fijamente a Bella y su
preocupación se transformó en miedo.
Bella no estaba
preparada para este momento. Sabía qué tenía
que hacer: salir a escondidas del dormitorio de Inanna y regresar como pudiera
hasta donde estaban los criados sin meter en ningún lío a Inanna. Luchando contra el deseo de abrazar y besar a
Inanna, bajó de la cama, se acercó a la puerta y escuchó. Luego se volvió hacia la mujer, hizo un gesto
de despedida y le lanzó un beso. Inanna
estalló al instante en lágrimas silenciosas.
Luego cruzó a toda
prisa la estancia y se arrojó en los brazos de Bella. Durante un largo momento, se besaron una vez
más, con los besos largos y lascivos que a la princesa tanto le gustaban. El tierno y cálido sexo de Inanna se apretujó
contra las piernas de Bella y sus pechos temblaron en contacto con el cuerpo de
la muchacha. Luego inclinó la cabeza
para ocultar el rostro bajo su pelo caído y Bella le levantó la barbilla para
volver a abrirle la boca y beber toda su dulzura. Rodeada por los brazos de Bella, la mujer era
como un pajarillo en una jaula. Las
lágrimas resaltaban sus ojos violetas y sus labios húmedos quedaban
primorosamente enrojecidos por el llanto.
-Preciosa y tierna
criatura -susurró Bella sintiendo los brazos rollizos de Inanna. Presionó con el pulgar la barbilla redondeada
de la mujer, temblorosa a causa de sus anhelos.
Pero no había tiempo para juegos amorosos.
Bella gesticuló
para indicarle a Inanna que permaneciera en silencio y se quedara quieta
mientras ella volvía a escuchar a través de la puerta.
El rostro de la
sultana mostraba toda su aflicción. De
repente pareció frenética. Sin duda se
culpaba de lo que pudiera sucederle a Bella.
Pero la princesa sonrió una vez más para tranquilizarla y le indicó que
permaneciera donde estaba. Luego abrió
la puerta y se escabulló al exterior, al pasillo.
Inanna, con los
ojos inundados de lágrimas, salió cautelosamente
tras ella y le señaló una puerta alejada,
en dirección opuesta a la entrada por la que habían venido.
Cuando descorría
el cerrojo, Bella lanzó un último vistazo
hacia atrás y su corazón retrocedió hasta Inanna. Pensó en todas las cosas que le habían
sucedido desde el momento en que despertaron sus pasiones, pero esta última
noche parecía diferente a cualquier otra.
Deseó poder decirle que no sería la última vez, que, de alguna manera,
conseguirían estar juntas de nuevo, y le pareció que Inanna lo entendía. Bella detectó la determinación en los ojos de
la mujer. En el futuro habría noches que
emularían a ésta, fuera cual fuese el
peligro. La idea de que aquel
cuerpo incitante, con sus sensuales atributos, pertenecía a Bella de un modo
que nadie más había disfrutado, enardeció absolutamente a Bella. Tenía muchas más cosas que enseñarle...
Inanna se llevó la
mano a los labios y lanzó un beso apremiante a Bella y, cuando ésta le
respondió afirmativamente con la cabeza, Inanna imitó su ademán.
Luego Bella abrió la puerta y echó a correr en silencio por el pequeño
corredor vacío, dobló esquina tras esquina hasta que encontró la monumental
puerta doble que casi seguro le abriría paso al corredor principal del palacio.
Hizo una pausa
momentánea para recuperar el aliento. No
sabía adónde ir, desconocía la manera de entregarse a los que con toda
seguridad la estaban buscando. Pero era
un alivio saber que no podrían interrogarla.
Sólo Lexius podría hacerlo, y si no le mentía al instante y le decía que
un noble bruto la había arrebatado del nicho, el castigo de Lexius podía ser
tremendo.
La idea la
sobrecogió, pero por otro lado la excito.
No sabía si sería capaz de mentir, pero estaba convencida de que nunca
traicionaría a Inanna. Nunca la habían castigado por una falta grave de verdad,
jamás la habían interrogado por una desobediencia importante o secreta.
De repente se
encontraba sumida en esta intriga prodigiosa y en cuanto oyera la voz iracunda
de Lexius, cuando él enloqueciera con su silencio, conocería torturas con las
que nunca hubiera soñado.
No obstante, debía
permanecer en silencio. La deshonra y el
castigo era lo que se merecía. Y, desde
luego, él nunca se atrevería a suponer que...
No importaba. Bella estaba preparada. En esos momentos, su objetivo era atravesar
esas puertas y alejarse de ellas lo más rápido posible para que nadie pudiera
imaginarse dónde había estado durante tan larga ausencia.
Salió temblorosa a
aquel amplio vestíbulo de mármol iluminado por la luz de las antorchas, demasiado
familiar para su gusto, con los esclavos silenciosos atados en sus nichos. Sin tan siquiera mirar a los lados, corrió
hasta el mismísimo final del vestíbulo y entró en otro pasillo vacío.
Continuó corriendo
sin parar. Sabía con toda certeza que los
esclavos la veían, pero ¿quién iba a interrogarles sobre lo que habían
visto? Debía alejarse todo lo posible de
los aposentos de Inanna.
El silencio y el
vacío del palacio a primera hora de la mañana eran sus aliados.
El terror no
dejaba de aumentar. Dobló una esquina
más pero entonces aminoró la marcha.
Podía oír con toda nitidez los fuertes latidos de su corazón. Su desnudez le pareció más humillante que
nunca al vislumbrar por primera vez las miradas de los que se encontraban a
ambos lados del pasillo.
Inclinó la
cabeza. Si al menos supiera adónde ir.
Estaría dispuesta a arrojarse de inmediato a merced de los criados. Seguro que comprenderían que ella sola no
habría podido liberarse de las envolturas.
Alguien lo había
hecho en su lugar. ¿Cómo no iban a asumir lo obvio: que había sido un bruto
varón quien se la había llevado con él? ¿Quién iba a sospechar en algún momento
de Inanna?
Vaya, si al menos
se topara con los criados, todo estaría resuelto. Temía vislumbrar la ira en sus jóvenes
rostros pero, si tenía que pasar, mejor que sucediera cuanto antes. No importaba lo que le hiciera Lexius, ella
mantendría su silencio.
Todos estos
pensamientos rondaban por su cabeza, pero su cuerpo le recordaba constantemente
la calidez de Inanna y sus abrazos. De
repente, descubrió a varios nobles que habían aparecido al final del pasillo
que se prolongaba ante ella.
El peor de sus
temores, que otros la descubrieran antes que los criados, se volvía
realidad. Cuando vio que los hombres se
detenían por un instante y luego avanzaban decidida y rápidamente hacia ella,
el pánico la invadió. Se volvió y corrió
todo lo deprisa que pudo por temor a un encuentro humillante, aferrándose a la
esperanza de que los criados aparecerían para restaurar el orden.
Pero para horror
suyo, los hombres se lanzaron con un estruendo sordo en su persecución.
«Pero ¿por qué?
-pensó desesperada- ¿Por qué no mandan llamar sencillamente a los criados? ¿Por
qué son ellos mismos los que me persiguen?»
Casi gritó en el
momento de sentirse agarrada, rodeada de súbito por las túnicas de los hombres,
mientras arrojaban una pesada tela sobre ella.
La envolvieron con la tela como si se tratara de una mortaja y, para su
horror, la levantaron y la lanzaron sobre un fuerte hombro.
-Pero ¿qué sucede?
-gritó, con lo cual únicamente consiguió que acallaran su voz apretando aún más
la tela. Con toda seguridad, ésta no era
la manera de aprehender a los esclavos fugitivos. Algo raro pasaba, algo no iba bien.
Cuando se percató
de que los hombres continuaban corriendo con su cuerpo rebotando indefenso
sobre el hombro de su capturador, la princesa experimentó auténtico pánico,
como el que había vivido la noche en que los soldados del sultán asaltaron el
pueblo para llevarla a este reino. Era
secuestrada igual que aquella noche.
Bella pataleó, se resistió y chilló, pero sólo consiguió que apretaran
más fuertemente la envoltura que la retenía irremediablemente.
En cuestión de
momentos, estaban fuera del palacio. Oyó
el crujir de pisadas sobre la arena, luego sobre piedras, reverberando como si
estuvieran en una calle. A continuación,
los ruidos inconfundibles de la ciudad a su alrededor. Le llegaron incluso aromas conocidos. ¡Lo que
sucedía era que estaban atravesando el mercado!
Una vez más, aulló
y forcejeó, pero sólo oyó sus propios gritos sofocados bajo la apretada
envoltura. Vaya, probablemente, nadie se
fijaría en estos hombres ataviados con túnicas que se abrían paso entre la
multitud con un rollo de cualquier mercadería arrojado sobre el hombro. Aunque supieran que llevaban a un ser
indefenso en su interior, ¿qué les importaba? ¿No podría ser un esclavo al que
trasladaban al mercado?
Bella lloriqueaba
inconsolablemente cuando oyó que los pies resonaban contra la madera hueca, y
en ese momento olió el mar salado. ¡La estaban trasladando a bordo de un
barco! Sus pensamientos se
desbocaron. Desesperadamente, pasaron de
Inanna a Tristán, a Laurent, y a Elena, incluso a los pobres y olvidados
Dimitri y Rosalynd. ¡Ni siquiera llegarían a enterarse de lo que le había
sucedido!
« ¡Oh, por favor,
ayudadme, ayudadme!», gimió. Pero las
pisadas no se detenían. Estaban bajando
por una escalerilla, sí, de eso estaba segura. Luego la metieron en la bodega. El barco era un hervidero de gritos y pies
que se movían a toda prisa. ¡Estaban alejándose del puerto!
UNA DECISIÓN PARA LEXIUS
Laurent:
-Pero ¿qué queréis
decir con que nos estáis rescatando? -gritó Tristán-. ¡Yo no voy, os lo
aseguro! ¡No quiero que me rescaten!
El hombre
palideció de rabia. Acababa de arrojar
dos alfombras sobre el suelo del pasillo y nos había ordenado que nos echáramos
en ellas para que pudieran enrollarlas y escondernos en su interior a fin de
sacarnos del palacio.
-¡Cómo osáis!
-escupió las palabras a Tristán mientras los otros sujetaban a Lexius, que
estaba indefenso con una mano que atenazaba su boca y le impedía dar la alarma
a los sirvientes nada recelosos que se movían fuera en el jardín.
No hice ningún
movimiento, ni para obedecer ni para rebelarme.
En un instante lo había comprendido.
El más alto de los señores era el capitán de la guardia de la reina, y
el hombre que lanzaba miradas furiosas a Tristán en aquellos instantes era su
antiguo amo en el pueblo, Nicolás, el cronista de la reina.
Habían venido para
llevarnos de nuevo con nuestra soberana.
Nicolás lanzó
inmediatamente una cuerda alrededor de los brazos de Tristán, se los ató
fuertemente ante el pecho y luego enlazó el extremo a sus muñecas, obligándole
a ponerse de rodillas cerca del extremo de la alfombra.
-¡Os digo que no
quiero ir! -protestó Tristán-. No tenéis
derecho a secuestrarnos y hacernos regresar. ¡Os lo ruego, os lo ruego,
dejadnos aquí!
-¡Sois un esclavo
y haréis lo que yo os diga! -siseó Nicolás lleno de rabia-. ¡Echaos de
inmediato y quedaos quieto, no sea que nos descubran a todos! -Arrojó a Tristán
boca abajo y rápidamente le dio varias vueltas a la alfombra hasta que nadie
hubiera podido decir que había un hombre escondido dentro.
-¡Y a vos, también
debo obligaros! -me exigió el cronista real mientras me indicaba la otra
alfombra. El capitán de la guardia, que
sujetaba a Lexius con firmeza, me lanzaba miradas feroces.
-¡Echaos sobre la
alfombra y permaneced quieto, Laurent! -ordenó el capitán-. ¡Estamos en
peligro, todos nosotros!
-¿Ah, sí? -pregunté-.
¿Qué sucederá si descubren vuestro magnífico plan? -miré fijamente a
Lexius. Estaba fuera de sí. Jamás le
había visto tan encantador y hermoso como en estos momentos, con la mano del
capitán tapándole la boca, el cabello negro caído sobre los enormes ojos y el
delgado cuerpo que forcejeaba bajo una espléndida túnica. Así que no iba a volver a verlo.
Me pregunté si le
culparían de esto. ¿Quién sabía lo que
le sucedería si le culpaban?
-¡Haced inmediatamente lo que os ordeno, príncipe!
-dijo el capitán con el rostro retorcido por la misma rabia desesperada que
desfiguraba a Nicolás. Éste tenía otra cuerda lista para mí y los otros dos
hombres esperaban dispuestos a ayudarle.
Pero lo cierto era que nunca hubieran podido atraparme si yo no lo
hubiera permitido. No estaba tan
abrumado como Tristán.
-Hummm... dejar
este lugar... -dije lentamente, estudiando a Lexius de arriba abajo- y volver
al castigo del pueblo... -Yo parecía buscar una solución a aquello como si
dispusiera de todo el tiempo del mundo.
Mientras tanto veía cómo aumentaba su nerviosismo. Cada vez tenían más miedo de que nos
descubrieran en cualquier momento.
Tras sus espaldas,
el jardín continuaba tranquilo. Detrás
de mí se extendía el pasillo por el que cualquiera podría aproximarse en cualquier
momento.
-Muy bien -dije-.
¡Vendré, pero sólo si este hombre me acompaña! -Estiré el brazo y abrí de un
tirón la túnica de Lexius, lo cual dejó su pecho desnudo descubierto hasta la
cintura. Le aparté violentamente del
capitán y le despojé completamente de la túnica. Se quedó de pie, tembloroso, pero no movió un
dedo para defenderse.
-¿Qué hacéis?
-preguntó el capitán.
-Nos lo llevamos
con nosotros -dije yo-. 0 no voy.
Empujé a Lexius
hacia delante y lo arrojé sobre la alfombra.
El jefe de los mayordomos del sultán soltó un grito sofocado y se quedó
quieto, con el pelo cubriéndole la cara y las manos apoyadas en la alfombra,
como si en cualquier momento pudiera levantarse y salir corriendo. Pero no lo hizo. Las erupciones y marcas de su piel fulguraban
en su trasero.
Esperé un segundo
más, luego me eché a su lado y le rodeé los hombros con mi brazo, acomodándome
para que la lana caliente y tupida nos envolviera.
-¡Muy bien!
¡Vámonos! -oí que decía Nicolás en tono desesperado-. ¡Deprisa! -Se dejó caer
de rodillas y buscó los extremos de la alfombra.
Pero el capitán de
la guardia avanzó un paso y apoyó el pie sobre mi espalda con decisión.
-Levantaos -ordenó
a Lexius-. De lo contrario os llevaremos
con nosotros, os lo juro.
Yo me reí para mis
adentros y vi a Lexius inmóvil,
totalmente callado, incapaz de ponerse a salvo.
En un instante,
nos envolvieron a ambos con la alfombra, fuertemente comprimidos y juntos, y
echaron a correr con los pesados bultos.
Mi brazo rodeaba el cuello de Lexius, que lloraba suavemente contra mi
hombro.
-¿Cómo podéis
hacerme esto? -se quejaba suplicante pero con un grave tono de dignidad que me
gustó.
-No interpretéis
ese papel conmigo -le dije al oído-.
Venís de buen grado, mi melancólico señor.
-Laurent, tengo
miedo -susurró.
-No temáis -dije
yo, compadecido, lamentando un poco mi tono ominoso-. Nacisteis para ser un esclavo, Lexius. Lo
sabéis, y ha llegado el momento de olvidar todo lo que habéis aprendido de
sultanes, grilletes dorados, cueros enjoyados y espléndidos palacios.
REVELACIONES EN EL MAR
Bella estaba
sentada, llorosa, en medio de una alfombra.
La bodega del barco era pequeña, el farolillo rechinaba en su horquilla,
el barco avanzaba a toda prisa por alta mar, la espuma batía contra las
ventanas, y toda la embarcación se escoraba levemente.
De vez en cuando,
Bella alzaba la vista para mirar al desconcertado capitán de la guardia y al
furioso Nicolás, quien por su parte también observaba a la princesa.
Tristán estaba
sentado en un rincón con las piernas encogidas y la cabeza apoyada en las
rodillas.
Laurent yacía en
la litera, sonriente y observándolo todo como si aquella situación le resultara
divertida.
Lexius, el pobre y
hermoso Lexius, estaba apoyado contra la pared más alejada, con el rostro enterrado
en el pliegue del codo. Su cuerpo
desnudo parecía infinitamente más vulnerable que el de la princesa. No alcanzaba a comprender porqué lo había
azotado ni por qué lo habían secuestrado.
-No diréis en
serio, princesa, que en realidad deseabais permanecer en esta tierra extraña
-trataba de convencerla Nicolás.
-Pero señor, ese
lugar era muy elegante y lleno de deleites y nuevas intrigas. ¿Por qué
tuvisteis que venir? ¿Por qué no rescatasteis a Dimitri o a Rosalynd, o a
Elena?
-Porque no nos
enviaron a rescatar a Rosalynd ni a Dimitri ni a Elena -replicó Nicolás
sumamente airado-. Según todos nuestros
informes, ellos están contentos en la tierra del sultán, así que nos indicaron
que les dejáramos allí.
-¡También yo
estaba contenta en la tierra del sultán! -se encolerizó Bella-. ¿Por qué me
hacéis esto a mí?
-Yo también estaba
contento -intervino Laurent con tranquilidad-. ¿Por qué no nos dejasteis con
los demás?
-Debo recordaros
que sois los esclavos de la reina -bramó Nicolás, quien dirigió airadas miradas
a Laurent y luego al silencioso Tristán-.
Es su majestad quien decide dónde y cómo le servirán sus esclavos.
¡Vuestra insolencia es intolerable!
Bella se deshizo
de nuevo en desconsolados sollozos.
-Vamos -dijo
finalmente el capitán-, tenemos que pasar una buena temporada en alta mar. Será mejor que no os la paséis lloriqueando.
-Ayudó a Bella a ponerse en pie.
La muchacha,
incapaz de resistir la necesidad apremiante de apoyarse en él, apretujó el
rostro contra el coleto sin mangas del oficial.
-Así, así, cielo
mío -la tranquilizó el capitán-. No
habréis olvidado a vuestro amo, ¿verdad que no? -La ayudó a salir de la
habitación y pasaron a un pequeño camarote.
El bajo techo de madera se inclinaba sobre la cama fija. Un débil rayo de sol se filtraba por la
húmeda y pequeña portilla.
El capitán se
sentó a un lado de la cama y dejó a Bella sobre su regazo. Inspeccionó el cuerpo de la princesa con los
dedos: los pechos, el sexo, los muslos.
Bella tenía que
admitir que sus caricias la serenaban.
Al apoyarse en el hombro del capitán, el contacto con su áspera barba y
el olor de las prendas de cuero le parecieron una delicia. Le pareció percibir en su cabello el aroma de
los frescos vientos de las campiñas europeas e incluso la hierba recién cortada
de los campos de las casas solariegas del pueblo.
No obstante, no
podía dejar de llorar. No volvería a ver
a su querida Inanna. ¿Recordaría la mujer las lecciones que le había enseñado?
¿Descubriría alguna pasión compartida junto a las otras mujeres del harén? Bella esperaba que se cumplieran sus
deseos. Guardaría para siempre lo que
había aprendido de la dulzura e intensidad de un amor como aquél.
Pero, mientras
permanecía en los brazos del capitán, pensó en otras clases de amor, en la
áspera pala de madera de la señora Lockley que tan a conciencia la había
castigado en el pueblo, en la correa de cuero del capitán, en su dura verga,
que en esos instantes le presionaba el muslo desnudo, aprisionada cruelmente
por el tosco tejido de los pantalones.
Bella acarició el miembro a través de la tela. Sintió que se movía, como si se tratara de un
ser con vida propia.
Sus pezones se
transformaron en dos pequeños puntos erectos y, entre suspiros, miró
boquiabierta al capitán. Él sonreía mientras la observaba.
Permitió que la
princesa besara la incipiente barba del mentón y mordisqueara su labio
inferior. Bella se agitaba sobre el
regazo del capitán y apretaba los pechos contra el coleto. El oficial deslizó la mano bajo el trasero de
la muchacha y estrujó la tierna carne.
-No hay marcas, ni
erupciones -susurró al oído de Bella.
-No, mi señor
-contestó ella. Sólo la habían fustigado
con aquellas delicadas correíllas. Cómo
las odiaba. Echó los brazos alrededor
del cuello de su capitán y se apretó contra él.
Le cubrió la boca con un beso y luego introdujo la lengua entre los
labios.
-Nosotros somos
mucho más severos -comentó el capitán.
-¿Os desagrada, mi
señor? -susurró Bella, saboreando el labio inferior de él, lamiéndole la lengua
y los dientes como había hecho con Inanna.
-No, no puedo
decir que sea así -contestó-. No sabéis
cómo os he echado de menos. -Como respuesta la besó con intensidad y levantó su
ancha y ruda mano para apretarle el pecho y tirar de él hacia sí.
El tamaño
imponente de él excitó a Bella.
-Me gusta que
vuestro traserito esté caliente y deliciosamente rosado cuando os poseo dijo
él.
-Haré cualquier
cosa por complaceros, mi señor -respondió Bella-. Hace tanto tiempo. Estoy... estoy un poco asustada. Deseo satisfaceros.
-Por supuesto que
sí -comentó él deslizando las manos entre las piernas de Bella y levantándola
por el pubis.
Las piernas de la
princesa flaquearon como si no pudieran sostenerla. Para Bella, regresar al pueblo era como
volver a un sueño del que no podía zafarse, del que era incapaz de
despertar. Iba a empezar otra vez a
llorar si pensaba demasiado en aquello.
Encantadora Inanna.
El capitán le
parecía un dios dorado a la luz del sol que atravesaba la pequeña ventana. Su barba mal afeitada destacaba entre las
sombras y sus ojos ardían en las profundas hendiduras bronceadas de su
atractivo rostro.
Al darle él media
vuelta sobre su regazo, algo se agitó en la cabeza de la princesa, un último
resto de resistencia. Pero cuando su
enorme mano aferró el trasero de Bella, ésta lo levantó para adaptarse a la
palma, y gimió al sentir el doloroso pellizco y los dedos que le frotaban la
piel.
-Demasiado lisa,
demasiado perfecta -susurró el capitán encima de ella-. ¿No saben estos
infieles castigar como es debido?
Con los primeros
golpes, el sexo de la princesa, pegado al muslo del capitán, se inundó de
segregaciones y el corazón se le desbocó.
Los azotes reverberaron sonoramente en el diminuto camarote. La carne escocía, luego quemaba y a
continuación se colmó de un dolor delicioso.
Las lágrimas le saltaron a los ojos y empezaron a derramarse
rápidamente.
-Soy vuestra, mi
señor -susurró medio rendida, medio suplicante, al recibir los golpes cada vez
más rápidos y severos sobre las nalgas.
El capitán le aferró la barbilla con la mano izquierda y le levantó la
cabeza, mientras seguía castigándola-.
Oh, Dios mío, os pertenezco -gimoteó y lloró, como si todos los
recuerdos del pueblo regresaran a ella-.
Seré vuestra de nuevo, ¿verdad que sí? ¡Os lo suplico! -gritó.
-Silencio, basta
de impertinencias -reprendió él con suavidad, y enseguida la premió con una
nueva tanda de fuertes azotes mientras ella se agitaba y retorcía debajo, sin
pudor ni moderación alguna.
A medida que la
azotaina seguía sin tregua, aquel castigo le pareció a la princesa el más duro
de los que había recibido. Se mordió el
labio para no suplicar clemencia. No
obstante, presentía que era lo que ella necesitaba, lo que precisaba para
despejar sus dudas y temores.
Cuando el capitán
volvió a arrojarla sobre la cama, Bella ya estaba lista para recibir su verga y
levantó las caderas para acogerla. La
pequeña litera parecía temblar bajo las potentes embestidas. La muchacha botaba sobre la manta, sus irritadas
nalgas saltaban sobre la basta tela, el peso del capitán la dominaba, la
aplastaba, la verga la dilataba y la llenaba de un modo divino. Finalmente, Bella alcanzó el clímax, gritando
bajo sus labios sellados. Entre
ardorosos fogonazos de placer, no sólo vio al capitán sino también a
Inanna. Pensó en sus espléndidos pechos,
en su pequeña vagina húmeda, y también en el grueso órgano del capitán y en el
semen que derramaba en su interior con la más violenta de las embestidas; lloró
de júbilo y de dolor, acallada por la mano del capitán que silenciaba sus
gritos hasta que le permitió liberarlos de su ser.
Por fin concluyó y
permaneció quieta y jadeante bajo el cuerpo de su apresador. Cuando él la levantó, Bella estaba
desfallecida. El capitán se estaba
quitando el cinturón.
-Pero ¿qué he
hecho yo, mi señor? -protestó susurrante.
-Nada, amor
mío. Quiero que ese trasero y esas
piernas adquieran un buen color, el mismo que tenían en el pasado. -El capitán
la puso de pie ante él y volvió a sentarse junto a la cama, con los pantalones
aún desabrochados y la verga erecta.
-Oh, mi señor
-suplicó Bella, deshecha por la debilidad.
Las sacudidas posteriores al placer cobraban cada vez más fuerza en vez
de disolverse. Él estaba doblando la correa.
-Y bien, cada día
que pasemos en el mar, comenzaremos la jornada con una buena azotaina, ¿me oís,
princesa?
-Sí, mi señor
-respondió con un gemido. Todo volvía a
la rutina de siempre. Así de simple.
Se llevó las manos
a la nuca. ¿Y aquel sueño durante el anterior viaje en barco, aquel sueño sobre
encontrar el amor? Bien, lo había
saboreado por un breve y celestial momento.
Volvería a suceder, pero por ahora tenía a su capitán.
-Separad las
piernas -le ordenó-. Ahora, quiero que
bailéis al ritmo de los latigazos. ¡Moved esas caderas! -La correa descendió
sobre su carne mientras ella gemía y meneaba el trasero, con movimientos que
parecían aliviar el dolor, mientras su sexo palpitaba. Sentía el corazón oprimido por el miedo y la
felicidad.
Casi era de
noche. Bella estaba echada sobre la
alfombra junto a Laurent y sus cabezas compartían almohada. El capitán, Nicolás y los otros que habían
participado en el «rescate» se habían ido a cenar juntos. Ya habían dado de comer a los esclavos y
Tristán estaba echado en el rincón. Lo
mismo que Lexius. El barco era pequeño y
estaba mal equipado. No había jaulas ni
grilletes.
Bella aún estaba
perpleja de que sólo ella, Laurent y Tristán hubieran sido rescatados. ¿Habría
planeado la reina algún servicio nuevo y especial para ellos? Esta incógnita era toda una agonía, que se
sumaba a la envidia que sentía por Dimitri, Elena y Rosalynd.
Además, Bella
estaba preocupada por Tristán. Nicolás,
su antiguo amo, no le había dirigido una sola palabra desde que habían zarpado.
No le perdonaba
que se hubiera resistido a ser rescatado.
«Bueno, ¿y por qué
no castiga de una vez a Tristán y lo deja en paz?», pensaba Bella. Durante toda la cena, la princesa había
observado con admiración la severidad de Laurent con Lexius. Laurent le había obligado a comer la cena y a
beber un poco de vino, a pesar de la insistencia de Lexius en rechazar los
alimentos. Luego Laurent le hizo el amor
lenta y deliberadamente, pese a la evidente vergüenza de Lexius por ser poseído
delante de otras personas. Lexius era el
esclavo más cortés y púdico que Bella había visto jamás.
-Casi es demasiado
bueno para vos -le susurró a Laurent mientras permanecían echados juntos sobre
la alfombra, en medio del camarote cálido y silencioso-. Es más indicado para servir como esclavo de
una dama, creo yo.
-Podéis serviros
de él si os apetece -dijo Laurent-.
Podéis azotarle, también, si creéis que lo requiere.
Bella se rió. Nunca antes había azotado a otro esclavo, ni
quería hacerlo... 0, bueno, tal vez...
-¿Cómo
conseguisteis transformaros en amo con tal facilidad? -preguntó Bella. Le complacía tener la ocasión de hablar con
Laurent, un esclavo que siempre la había fascinado. No podía borrar de su recuerdo la imagen de
Laurent en el pueblo, amarrado con correas a la cruz de castigo. Había algo insolente y admirable en él. No sabría concretarlo. Parecía poseer una capacidad de entendimiento
ajena a los demás esclavos.
-Yo nunca he
considerado dos papeles tan diferenciados -contestó Laurent-. En mis sueños, siempre me han gustado los dos
aspectos del drama. Siempre que tengo
oportunidad, me convierto en amo. Pasar
de una posición a otra consigue hacer más intensa toda la experiencia.
Bella sintió un
leve torbellino en su pelvis al constatar la seguridad en el tono de su voz, la
suave ironía, siempre al borde de la risa.
La muchacha se volvió para mirarlo en la penumbra. Aquel cuerpo tan grande, tan repleto de poder
latente, incluso allí echado en el pequeño camarote. Era más alto que el capitán. Su verga aún estaba un poco erecta, dispuesta
para entrar en acción en cualquier instante.
Bella observó sus oscuros ojos castaños y vio que él la estaba mirando
con una sonrisa. Probablemente adivinaba
sus pensamientos.
La princesa se
ruborizó con una repentina timidez. No
podía enamorarse de Laurent. No, eso era
imposible, descartado.
Sin embargo,
cuando sintió los labios de Laurent en la mejilla no se movió.
-Mi encantadora
niña -susurró al oído de Bella-. Ya
sabéis que ésta puede ser nuestra única oportunidad. -Su voz se desvaneció
hasta convertirse en un gruñido más grave, como el ronroneo de un león, y sus
labios le rozaron el hombro con ardor.
-Pero el
capitán...
-Sí, se enfadará
tanto... -rió Laurent. Se dio la vuelta
sobre la alfombra y la cubrió con su cuerpo. Bella lo abrazó. La gran corpulencia del príncipe la asombró y
debilitó. Si la besaba una vez más, no
podría, no, no podría resistirse.
-Nos castigará
-dijo Bella.
-¡Bueno, eso
espero! -replicó Laurent con las cejas alzadas simulando indignación, y de
pronto la besó. Su boca era más ruda y
exigente que la del capitán.
Aquel beso parecía
querer abrir su alma más profundamente, de un modo más deliberado. Se rindió.
Sus senos se
convirtieron en dos corazones que latían contra el pecho de su compañero. Sintió la descomunal verga que la poseía a un ritmo descontrolado,
urgente.
El enorme miembro le levantaba las caderas del
suelo y volvía a hundirlas hacia abajo; la anchura del pene era tan punitiva
que enseguida la venció el calor de los espasmos; el clímax anuló enteramente
su voluntad, y sus brazos y piernas se desplomaron debajo de Laurent. Cuando eyaculó en su vagina, Bella sintió su
propio cuerpo abatido, dominado por él y por su tempestuoso y enigmático
carácter.
Después yacieron
tranquilos, nadie los molestó.
En parte se
arrepentía de haberío hecho. ¿Por qué no lograba amar a sus amos? ¿Por qué este
extraño e irónico esclavo le interesaba tanto?
Sintió ganas de llorar en silencio. ¿Nunca encontraría a alguien a quien
amar?
Había querido a
Inanna, pero este amor ya quedaba fuera de su alcance; el capitán, por
supuesto, era su preciado tesoro, el bruto grande, pero... lloraba. Sus ojos se desplazaban de vez en cuando a la
forma durmiente de Laurent, allí a su lado.
Permaneció en
silencio.
Cuando el capitán
vino para llevársela a la cama, Bella dio un pequeño apretujón a la mano de
Laurent y el príncipe le respondió en silencio.
Bella permanecía
echada junto al capitán y se preguntaba qué le sucedería cuando llegaran a las
costas del territorio de la reina. Con
toda seguridad, tendría que trabajar una temporada en el pueblo, era lo más
justo. No podían obligarla a regresar al
castillo. Laurent y Tristán también se
quedarían en el pueblo, sin duda. Si la
obligaran a volver al lado de la reina, siempre podría escaparse, como había
hecho Laurent. De nuevo apareció él en
su recuerdo, sujeto a la cruz de castigo.
Los días en el mar
pasaron como un desmayo. El capitán era
estricto con Bella y le dedicaba toda su atención y castigos. Pero aun así, la princesa encontró
oportunidades para copular otra vez con Laurent. En todas las ocasiones lo hicieron a
hurtadillas y en silencio, y cada vez le arrebató el alma.
Tristán,
entretanto, insistía en no mostrarse afectado por el enfado de Nicolás. Una vez de vuelta en el reino de su soberana,
se entregaría al pueblo, tal como se había entregado al palacio del
sultán. Sostenía que su breve estancia
en esta tierra extranjera le había enseñado cosas nuevas.
-Teníais razón,
Bella, cuando afirmabais que sólo pedíais un severo castigo.
Pero Bella sabía
muy bien que Laurent tenía completamente dominado a Tristán, tanto como a
Lexius, y mantenía relaciones con ambos según le apeteciera. Tristán sentía una adoración por Laurent que
era claramente individual y personal.
En una ocasión,
Laurent incluso cogió prestado el cinturón del capitán para azotar a sus dos
esclavos, y ambos respondieron estupendamente al instrumento. Bella se
preguntaba cómo reaccionaría Laurent cuando llegaran al pueblo y tuviera que volver a vivir como un
esclavo. El sonido que provocaba con sus
golpes a los otros dos cautivos llegaba
hasta la habitación donde ella dormía con el capitán. A veces no la dejaba conciliar el sueño.
Era un milagro que
Laurent no dominara también al capitán.
En efecto, éste
admiraba a Laurent, y eran buenos amigos, aunque el capitán le recordaba con
frecuencia que era un fugitivo condenado y que cuando llegaran al pueblo podía
esperar lo peor.
« ¡Qué distinto es
este viaje! -pensó Bella con una sonrisa.
Palpó los moratones que el capitán le había ocasionado, los apretó con
los dedos y sintió cómo
palpitaban-. Por mí puede durar
eternamente, no me importa.»
Pero ésta no era realmente la expresión exacta de
sus sentimientos. Añoraba el mundo
absorbente del pueblo. Necesitaba ver la
pequeña sociedad funcionando al completo, esforzándose en torno a ella. Necesitaba encontrar el puesto que le
correspondía en el esquema, rendirse a él, como decía Tristán.
Sólo entonces
olvidaría la inmensidad y el artificio del palacio del sultán, y entonces la
abandonaría el recuerdo de la fragancia de Inanna y de su amoroso abrazo.
Hacia el
decimosegundo día, el capitán le comunicó a Bella que estaban a punto de
arribar. Harían escala en un puerto de
un reino vecino y a la mañana siguiente desembarcarían en territorio de la
reina. Los anhelos y recelos inquietaban
a la princesa. Mientras Nicolás y el
capitán bajaban a tierra para reunirse con los embajadores de su majestad,
Tristán, Laurent y Bella permanecieron sentados, conversando en voz baja.
Todos abrigaban la
esperanza de que los dejaran en el pueblo.
Tristán repitió una vez más que ya no amaba a Nicolás.
-Amo a quien me
castiga -añadió tímidamente y echó una ojeada a Laurent con ojos brillantes.
-Nicolás tendría
que haberos azotado con mano dura nada más subir a bordo -replicó
Laurent-. Entonces volveríais a
pertenecerle.
-Sí, pero no lo
hizo. Él es el amo, no yo. Algún día
amaré otra vez a un amo, pero tendrá que ser un señor poderoso capaz de tomar
todas las decisiones por sí mismo y perdonar todas las flaquezas del esclavo en
su formación.
Laurent asintió.
-Si alguna vez
suspenden mi condena -dijo con voz suave, mirando a Tristán-, si alguna vez me
conceden la ocasión de convertirme en miembro de la corte de la reina, os
escogeré a vos como esclavo y os llevaré a experimentar sensaciones que nunca
habéis soñado.
Tristán sonrió al
oír estas palabras, se sonrojó de nuevo y sus ojos centellearon mientras bajaba
la vista y volvía a alzarla para mirar a Laurent.
Lexius era el
único que permanecía en silencio. Pero
Laurent le había instruido tan bien que Bella estaba convencida de que podría
soportar cualquier dificultad que surgiera en su camino. Le asustaba un poco imaginárselo sobre la
plataforma de subastas. Era demasiado grácil
y digno, su mirada casi demasiado plena de inocencia. Cómo le despojarían de todo ello. Pero, de cualquier modo, ella y Tristán lo
habían superado.
Era de madrugada
cuando el barco zarpo para emprender la última etapa del viaje. El capitán bajó los escalones, con el rostro
sombrío y abstraído. Arrastraba con él un cofre de madera de magnífica factura,
que dispuso ante Bella en el pequeño camarote.
-Es lo que me
temía -dijo. Su actitud había
cambiado. Daba la impresión de no querer
mirar a la princesa. Bella estaba
sentada en la cama mirándolo fijamente.
-¿De qué se trata,
mi señor? -preguntó.
Observó cómo abría
el cofre. En el interior había vestidos,
velos, el alto cono puntiagudo de un sombrero, brazaletes y otras galas.
-Alteza -dijo con
suavidad, y desvió la mirada-, llegaremos a puerto antes del amanecer. Debéis vestiros y preparamos para reuniros
con los emisarios del reino de vuestro padre.
Van a liberaros de vuestra servidumbre y os enviarán de regreso con
vuestra familia.
-¡¿Qué?! -exclamó
Bella con un grito agudo y brincó de la cama-. ¡No podéis hablar en serio!
¡Capitán!
-Princesa, por
favor, ya es bastante -difícil dijo él.
Se ruborizó y desvió la mirada-.
Hemos recibido el mensaje de nuestra reina, es inevitable.
-¡No iré! -declaró
Bella con voz entrecortada-. ¡No iré! ¡Primero el rescate y ahora esto! ¡Esto!
-Estaba fuera de sí. Se levantó y asestó
una patada al cofre con el pie descalzo-.
Llevaos las ropas y arrojadlas al mar.
No me las pienso poner, ¿me oís? -Si aquella pesadilla no cesaba
acabaría enloqueciendo.
-¡Bella, por
favor! -susurró el capitán como si temiera levantar la voz-. ¿No lo
entendéis? Era a vos a quien nos
enviaron rescatar del palacio del sultán.
Vuestros padres son los aliados más próximos de la reina. Se enteraron enseguida de vuestro secuestro y
se indignaron al descubrir que la reina había permitido que se os llevaran de
su país. Exigieron vuestro regreso
inmediato. Trajimos también a Tristán
únicamente porque Nicolás lo solicitó, y a Laurent porque se nos presentó la
ocasión y la reina nos había dicho que debía volver para cumplir su castigo
como fugitivo. Pero el verdadero
objetivo de nuestra misión erais vos.
Ahora vuestros padres exigen que se suspenda vuestro vasallaje a cuenta
del infortunio del que habéis sido víctima.
-¿Qué infortunio?
-gritó Bella.
-La reina tiene
que acceder. Se avergüenza de que
consiguieran secuestraros y os sacaran de su reino. -El capitán bajó la
cabeza-. Piensan casaros de inmediato
-balbució-. Al menos eso he oído.
-¡No! -chilló
Bella-. ¡No iré! -Sollozaba y apretaba los puños-. ¡No iré, os lo aseguro!
El capitán se
limitó a dar media vuelta y salir del camarote con aire apesadumbrado.
-Por favor,
princesa, vestíos -dijo desde el otro lado de la puerta cerrada-. No tenemos doncellas que puedan ayudaros.
Alboreaba. Bella seguía echada en la litera,
desnuda. Se había pasado toda la noche
llorando. No consentía en mirar el cofre
con las ropas.
Cuando oyó la
puerta ni siquiera alzó la vista.
Laurent entró en silencio en el camarote y se inclinó sobre ella. Era la primera vez que Bella lo veía en esa
pequeña habitación y le pareció un gigante.
Le resultó insoportable mirarlo, ver los fuertes miembros que nunca más
podría acariciar, ni su rostro de extraña sabiduría y paciencia.
Laurent tendió los
brazos a la princesa y la levantó de la almohada.
-Vamos, tenéis que
vestiros -dijo-. Yo os ayudaré.
Tomó un cepillo de
mango de plata del cofre y se lo pasó por la larga cabellera mientras ella
continuaba lloriqueando. Con un pañuelo
limpio le secó los ojos y las mejillas.
A continuación,
Laurent seleccionó un vestido violeta oscuro, un color que únicamente llevaban
las princesas. Al ver el tejido, Bella
pensó en Inanna y lloró aún más desconsoladamente. El palacio, el pueblo, el castillo, todo ello
pasó por su mirada. La aflicción la
desbordó.
La prenda le
pareció demasiado calurosa e incómoda.
Mientras Laurent le ataba las cintas de la parte de atrás, sintió que la
introducían en una nueva clase de cautiverio.
Las pantuflas le estrujaron los pies cuando se las puso. No podía soportar llevar el sombrero con
forma de cono sobre la cabeza, y los velos que caían a su alrededor la
confundían, le provocaban picores, la molestaban.
-¡Oh, esto es
horrible! -gruñó finalmente.
-Lo siento, Bella
-dijo él, con una voz que adquirió una ternura desconocida para la princesa. Lo
miró a los oscuros ojos marrones y presintió que nunca volvería a conocer el
ardor y la pasión, el dolor dulce y el verdadero arrebato.
-Besadme, Laurent,
por favor -le pidió mientras se levantaba de la cama con los brazos tendidos a
él.
-No puedo,
Bella. Ya es de día. Si miráis por la ventana veréis a los hombres
de vuestro padre que os esperan en el muelle.
Sed valiente, amor mío. En menos
de nada os habréis casado y olvidaréis...
-¡Oh, no me digáis
eso!
Laurent parecía
triste, sinceramente apenado. El
príncipe se apartó el pelo castaño de los ojos y varias lágrimas cayeron
silenciosamente por sus mejillas.
-Mi querida Bella
-dijo Laurent-, creedme, os comprendo.
El corazón le dio
un vuelco al ver que Laurent se arrodillaba
y le besaba la pantufla.
-¡Laurent! -le susurró, desesperada.
Pero, al instante,
él ya había desaparecido dejando la puerta del camarote abierta para que ella saliera.
Bella se volvió y
contempló la habitación vacía. Luego
vio la escalera que conducía a la luz del sol.
Se recogió las
voluminosas faldas de terciopelo y
subió por la escalerilla con los ojos arrasados en lágrimas.
EL DICTAMEN DE LA REINA
Laurent:
Me quedé mirando
durante un largo rato a través de la pequeña ventana del camarote, mientras la
princesa Bella se alejaba a caballo con los hombres de su padre. Ascendieron por la colina y luego se
adentraron en el bosque. Sentí una
punzada en mi corazón a pesar de no comprender del todo el motivo. Había visto liberar a muchos esclavos. La mayoría de ellos habían derramado
lágrimas, igual que Bella, pero ella era diferente a todos los demás. Había brillado con tal esplendor durante su
servidumbre que para mí su fulgor rivalizaba con el sol. Pero entonces la apartaban de nosotros con
aquella brutalidad. ¿Cómo era posible que no dejara una cicatriz en su sensible
e indómita alma?
Agradecí no
disponer de tiempo para considerar los últimos acontecimientos. El viaje había concluido y Tristán, Lexius y
yo nos enfrentábamos en esos momentos a lo peor.
Estábamos a tan
sólo unas pocas millas del temido pueblo y del gran castillo. Mi amistoso camarada a bordo del barco, el
capitán de la guardia, volvía a ser una vez más el comandante de los soldados
de su majestad. Estábamos a sus órdenes.
Aquí incluso el
cielo parecía diferente, más nefasto. Vi
los oscuros bosques amenazadores, sentí la proximidad grave, vibrante de las
antiguas costumbres que habían hecho de mí un esclavo amante de la sumisión y
la autoridad.
Bella y sus
escoltas se habían perdido de vista. Oí
pisadas en la escalerilla que descendía al camarote desde el que había
contemplado la marcha de la princesa sin ser observado, a través de las
portillas. Me preparé para lo que tenía
que suceder.
No obstante, por
lo visto aún no estaba preparado para la forma fría y autoritaria con la que el
capitán de la guardia se dirigió a nosotros en cuanto abrió la puerta y ordenó
a sus soldados que nos ataran para ser trasladados al castillo y recibir allí
la sentencia personal de la reina.
Nadie se atrevió a
hacer ninguna pregunta. Nicolás, el
cronista de la reina, ya había bajado a tierra sin tan siquiera dirigir una
mirada de despedida a Tristán. El
capitán era entonces nuestro señor y sus soldados se dispusieron a cumplir sus
órdenes inmediatamente.
Nos obligaron a
echarnos boca abajo y a continuación tiraron de nuestros brazos hacia
atrás. Nos doblaron las piernas por las
rodillas para atarnos fuertemente las muñecas a nuestros tobillos, con un firme
lazo que ligó al mismo tiempo nuestras cuatro extremidades. Aquí no había grilletes dorados ni enjoyados,
sino que utilizaron toscas tiras de cuero sin curtir que servían de sobra para
atarnos de pies y manos y dejaban nuestros cuerpos ligeramente curvados por el
amarre. Luego nos amordazaron pasaron
sobre nuestros labios abiertos un largo cinto de cuero, cuyos dos extremos
extendieron luego hasta el nudo que ligaba nuestros tobillos y muñecas, y lo
aseguraron también allí. El cinto nos
mantenía la boca abierta a la
vez que tapada y levantaba nuestras cabezas del suelo obligándonos a mirar al
frente.
En cuanto a
nuestras vergas, las dejaron sueltas y
duras para que pendieran ante nosotros.
Nos levantaron, primero los soldados que nos
llevaron hasta el muelle y luego nos colgaron a cada uno de una pértiga larga y
lisa que pasaron bajo nuestras muñecas y tobillos amarrados, con un soldado en
cada extremo para transportarnos.
El sistema parecía
más apropiado para unos cautivos fugitivos que para esclavos rescatados del
palacio del sultán, pensé, confundido por tanta rudeza. Pero luego caí en la cuenta, mientras nos
llevaban colina arriba en dirección al pueblo, que en realidad éramos
rebeldes. Nos habíamos resistido al rescate y ahora debíamos
rendir cuentas por ello.
Se me hizo patente
de golpe que habíamos dejado atrás
definitivamente toda la apacible elegancia
de la sultanía. Nos enfrentábamos
al más brutal de los castigos.
Las campanas del
pueblo repicaban, al parecer en honor
de los hombres que habían conseguido traernos
de vuelta. Mientras me transportaban
entre sacudidas y balanceos,
suspendido de la pértiga, descubrí aún a lo lejos la muchedumbre que se apiñaba
en las altas murallas.
El soldado que
caminaba delante de mí de vez en cuando echaba ojeadas hacia atrás. Al parecer, le gustaba ver el espectáculo de
un esclavo amarrado y colgado de la pértiga.
Yo no podía ver ni a Lexius ni a Tristán ya que los llevaban detrás de
mí. Pero me preguntaba si sentirían el mismo miedo que me embargaba en esos
momentos; Un nuevo terror para mí.
Cuánto más cruel iba a resultar todo aquello después del refinamiento
que habíamos conocido tan brevemente.
Volvíamos a ser príncipes, Tristán y yo.
Se había acabado el dulce anonimato del que tanto habíamos disfrutado en
el palacio del sultán.
Naturalmente,
sobre todo sufría por Lexius. Pero
siempre cabía la esperanza de que la reina le enviara de regreso a la sultanía,
o que lo mantuviera en el castillo. En
cualquier caso, yo lo perdería de todos modos.
No volvería a palpar aquella piel sedosa. Pero estaba preparado para ello.
La ignominiosa
procesión entró en el pueblo como yo temía que iba a suceder. Por las puertas meridionales salieron a
nuestro encuentro multitudes de lugareños, gente ordinaria que se apretujaba y
se empujaba para poder mirarnos más de cerca.
El lento doblar del tambor nos precedía también en esta ocasión mientras
nos transportaban por las estrechas y sinuosas calles en dirección al mercado
del pueblo.
Debajo veía los
familiares adoquines, los altos gabletes, el basto calzado de cuero de la gente
que se amontonaba a lo largo de los muros riéndose, señalándonos y disfrutando
de la visión bastante inusual de
unos esclavos atados como piezas de caza
al espetón, mientras la
comitiva avanzaba lentamente.
El ancho cinto de
cuero me oprimía la dentadura pero
dejaba espacio suficiente para que pasara
el aire, aunque sabía que con
cada profunda aspiración mi
pecho se agitaba de un modo más perceptible. Pese a mi visión borrosa, devolvía la
mirada a los que me observaban y en sus rostros descubría la misma superioridad predecible que no había podido ver con suficiente
claridad cuando era el fugitivo
capturado y montado en la cruz de
castigo.
Cuán extraño era
todo aquello. Estábamos en casa y aun así todo parecía
absolutamente nuevo. Las variaciones
descubiertas en el palacio del sultán habían
conferido un destello inquietante al pueblo. Mi
mente seguía con detalle cada paso que daban
los soldados, aunque el jardín del sultán invadía vertiginosamente mi visión con imágenes extrañas y cálidas.
A su debido tiempo, nos
llevaron a través del mercado y
luego volvimos a salir por la puerta norte
del pueblo. Las altas y
puntiagudas torres del castillo aparecieron amenazantes sobre nosotros. Los
gritos de los lugareños no tardaron en quedar
atrás mientras continuamos colina arriba, marchando a un ritmo bastante
brioso bajo el cálido sol matinal. Más adelante, los estandartes del castillo oscilaban movidos por la
brisa como si quisieran darnos
la bienvenida.
Por
un instante recuperé un poco la calma.
Al fin y al cabo, sabía qué era lo podía esperar, ¿o no?
Sin embargo, en
cuanto atravesamos el puente levadizo mi corazón se desbocó otra vez. Los soldados estaban formados a ambos lados
del patio para saludar al capitán de la guardia. Las puertas del castillo estaban
abiertas. Todos los pertrechos del poder
de la reina nos rodeaban.
Allí estaban los
nobles y damas de la corte, con todas las galas reales a las que estábamos
acostumbrados, que habían salido a ver cómo nos traían. Sentí el sarcasmo de voces familiares, avisté
rostros conocidos. Noté un nudo en mi
garganta al oír el idioma conocido y las risas.
De nuevo aparecía ante mí todo el ambiente de la corte: damas y señores
aburridos nos inspeccionaban por el rabillo del ojo, hombres y mujeres que nos
encontrarían totalmente encantadores de no ser por la desgracia que nos
deshonraba. Dentro de una hora volverían
a estar ocupados en sus tareas habituales.
La procesión
avanzó hasta entrar en el gran salón.
Maldije la correa que sostenía mi boca abierta y mi cabeza
levantada. Deseé poder bajar la cabeza
pero era imposible. No podía estirarme
para mirar hacia abajo. Vi la corte
reunida en toda su gloria: pesados vestidos de terciopelo con largas mangas
colgantes con formas puntiagudas, nobles vestidos con espléndidos coletos, el
mismísimo trono y sobre él su majestad, ya sentada, con las manos apoyadas en
los brazos del sillón, los hombros cubiertos por un manto ribeteado de armiño,
el largo pelo negro rizándose como serpientes bajo el blanco velo, y su rostro
duro como la porcelana.
Nos dejaron sin
decir una palabra sobre el suelo de piedra, a los pies de su majestad. Después de retirar las pértigas, los soldados
retrocedieron hasta dejarnos solos: tres esclavos atados, apoyados sobre
nuestros pechos, con las cabezas levantadas, a la espera de que nuestra
sentencia fuese dictada.
-Veo que todo ha
ido bien. Habéis cumplido la misión
-dijo la reina dirigiéndose obviamente al capitán de la guardia.
No me atreví a
alzar la vista para mirarla pero no pude evitar echar una ojeada a izquierda y
derecha y, con repentina conmoción descubrí a lady Elvira, de pie cerca del
trono, que me observaba fijamente. Como
siempre, su belleza, parte integrante de su frialdad, me atemorizó. Mientras observaba su figura de porte sereno
dentro del ajustado vestido de terciopelo color melocotón, tuve una peculiar
percepción de su vida fastuosa e inalterada, una vida de la que a mí me habían
excluido. Sentí que mi corazón latía en
mi garganta. Gemí sin pretenderlo. Con la fría piedra del suelo oprimiendo mi
vientre y mi pene, sentí que se avivaba en mí aquella conocida vergüenza, igual
que sucedió después de mi fuga. Ya no
estaba en disposición de besar las pantuflas de mi señora ni de ser su juguete
para el jardín.
-Sí, majestad
-respondía el capitán de la guardia-. La
princesa Bella ha sido enviada a su reino con las compensaciones adecuadas, tal
como decretasteis. En este momento su
destacamento ya habrá cruzado la frontera.
-Bien -dijo la
reina.
Yo sabía en el
fondo que el tono de su majestad divertía probablemente a muchos de los
presentes en el salón. La reina siempre
había tenido celos del amor que sentía el príncipe de la Corona por la princesa
Bella. Princesa Bella... ah, cuánta
confusión. ¿De verdad se lamentaba de no encontrarse atada aquí junto a
nosotros, de no estar desnuda e indefensa ante la despreciativa corte de
hombres y mujeres que algún día serían sus iguales?
El capitán
continuó hablando. Lentamente, retomé el
hilo de la conversación:
... todos ellos
mostraron una ingratitud brutal, suplicaron que les permitiéramos permanecer en
tierras del sultán, se mostraron furibundos por el rescate.
-¡Qué
impertinencia! -dijo la reina al tiempo que se levantaba del trono-. Pagarán caro por ello. Pero, éste, el de pelo oscuro que llora tan
lastimosamente, ¿quién es?
-Lexius, el jefe
de los mayordomos del sultán -respondió el capitán-. Fue Laurent quien lo desnudó y obligó a venir
con nosotros, aunque también es cierto que el hombre podría haberse salvado. Escogió venir con nosotros y entregarse a la
voluntad de su majestad.
-Muy interesante,
capitán -sonrió la reina. La vi
descender varios peldaños del estrado.
Por el rabillo del ojo observé su figura que se dirigía hacia Lexius,
que estaba atado en el suelo, justo a mi derecha. Su majestad se inclinó para tocarle el pelo.
¿Qué pensaría
Lexius de todo esto? El vulgar edificio
de piedra, el salón sin adornos, esta poderosa mujer, tan diferente de las
delicadas bellezas del harén del sultán.
Oí los gemidos de Lexius, y percibí el movimiento que provocaba en él su
forcejeo. ¿Suplicaba para que lo liberaran o para servir?
-Desatadlo -ordenó la reina-. Ya veremos de qué madera está hecho.
Rápidamente,
cortaron las ataduras de cuero. Lexius
juntó las rodillas bajo su cuerpo y apretó la frente contra el suelo. Cuando aún estábamos a bordo del barco, yo le
había explicado las diversas maneras en que podía mostrar aquí su respeto, muy
parecidas a las que nosotros habíamos empleado en su tierra. Sentí un siniestro orgullo al verle
arrastrarse hacia delante y pegar los labios a las pantuflas de la reina.
-Su actitud es muy
agradable, capitán -comentó la reina-.
Levantad la cabeza, Lexius. -Él obedeció-. Ahora, decidme que únicamente deseáis
servirme.
-Sí, majestad. -Su
voz surgió suave y resonante como siempre-.
Os ruego que me permitáis serviros.
-Soy yo quien
escoge a los esclavos, Lexius -replicó ella- y no ellos quienes eligen venir a mí. Yo decidiré si podéis ser
de alguna utilidad. El primer paso será
despojaros de esa vanidad, esa delicadeza y dignidad que os inculcan en vuestra
tierra natal.
-Sí
majestad-respondió él con tono angustiado.
-Bajadlo a las
cocinas. Servirá allí como hacen los
esclavos castigados, de juguete para los sirvientes, rascando de rodillas
cazuelas y sartenes, sufriendo sus exigencias y caprichos. Que pase allí dos semanas, luego bañadlo bien
y ungidlo con aceites para traerlo a mi alcoba.
Solté un grito
sofocado desde detrás de la mordaza.
Aquello sería un calvario para Lexius.
Los esclavos de la cocina se reirían de él, lo punzarían con las
cucharas de madera, lo azotarían con las palas sin motivo alguno, lo
embadurnarían de grasa para cocinar antes de llevarlo a latigazos de un lado a
otro de la cocina, sin otra razón que pasar una tarde de diversión. Toda aquella experiencia serviría exactamente
para lo que la reina pretendía: convertirlo en un esclavo espléndido. Al fin y al cabo, todos sabíamos que así había
entrenado a su propio esclavo, Alexi, un sirviente incomparable.
Se llevaron a
Lexius. Ni siquiera nos miramos para
despedirnos. Yo tenía cosas más
importantes en que pensar.
-En cuanto a estos
dos, estos rebeldes ingratos -continuó la reina, volviendo su atención a
Tristán y a mí-. ¿Cuándo dejaré de oír informes desalentadores de Tristán y
Laurent? -Su voz mostraba una irritación sincera-. ¡Esclavos malos, esclavos
díscolos e ingratos, después de liberaros del cautiverio del sultán!
La sangre pulsaba
en mi rostro. Sentía las miradas de la
corte sobre mí, las miradas de personajes conocidos, con los que había hablado,
a los que había servido en el pasado.
Cuánto más seguro parecía el jardín del sultán y sus papeles
preestablecidos que esta servidumbre intencionadamente temporal. No obstante, ¡no había escapatoria! Era igual de absoluto que el jardín.
La reina se nos
acercó, vi sus faldas ante mis ojos. Yo
era incapaz incluso de moverme para besar su pantufla.
-Tristán es un
esclavo joven dijo su majestad- pero vos, Laurent, servisteis a lady Elvira
durante un año completo. Estáis bien
enseñado pero, aun así, habéis desobedecido. ¡Rebelde! -Su voz sonaba
mordaz-. Y para colmo os traéis al
mayordomo del sultán con vos. Es
evidente que estáis totalmente decidido a haceros notar.
Oí mis propios
gemidos como respuesta. Mi lengua tocaba
el cinto que me tapaba la boca y mis mejillas ardían bajo el mismo cuero.
La reina se acercó
aún más. El terciopelo de su falda me
rozó el rostro y sentí que me tocaba el pezón con la pantufla. Me eché a llorar. No podía contenerme. Me abandonaron todas las ideas previas
referentes a cuanto había sucedido. El
fiero señor del barco que había aleccionado a Lexius durante la travesía se
había esfumado de nuevo y no venía en mi ayuda.
Sólo sentía la opresión por la censura de la reina y mi propia
ruindad. Sin embargo, sabía que volvería
a rebelarme, ¡en cuanto me dieran la menor oportunidad! Era verdaderamente incorregible. Lo único adecuado para alguien como yo era el
castigo.
-Sólo hay un lugar
para vosotros dos -dictaminó la reina-.
El lugar que contribuirá a fortalecer el alma voluble de Tristán y
domará por completo vuestro carácter rebelde.
Os enviarán de regreso al pueblo pero no para venderos en la plataforma
de subastas. Seréis entregados
directamente a los establos públicos.
Mi llanto se
intensificó. No podía detenerlo. El cinto de cuero poco podía hacer para
amortiguar el sonido.
-Allí serviréis
noche y día durante todo un año -continuó-.
Serviréis estrictamente como corceles y os alquilarán para tirar de
carruajes y carretas, y para otros trabajos de tiro. Pasaréis la jornada enjaezados, entrenados y
con los falos de cola de caballo convenientemente colocados en su sitio. No se os suspenderá la pena para disfrutar de
la atención o el afecto de ningún amo ni ninguna señora.
Cerré los
ojos. Mi mente regresó a la ocasión, que
tan lejana parecía ya, en que me llevaron por el pueblo atado a la cruz de
castigo, tirado por los corceles humanos que arrastraban la carreta, con
Tristán entre ellos. La imagen de las
negras colas de caballo agitándose velozmente desde su ubicación en los
traseros de los corceles y las cabezas estiradas hacia arriba por las
embocaduras borró por un momento cualquier otro pensamiento.
Parecía
infinitamente peor que marchar con las manos atadas al falo de bronce en el
jardín del sultán.
Pero nada de
aquello iba a realizarse en honor del sultán y sus invitados reales, sino que
se llevaría a cabo únicamente para la gente ordinaria y trabajadora del pueblo.
-Sólo cuando haya
concluido ese año, volveré a tener en cuenta vuestros nombres -dijo la reina- y
os doy mi palabra de que, cuando finalice vuestra servidumbre como corceles de
las cuadras, es más probable que os encontréis en la plataforma de subastas del
pueblo que a mis pies.
-Un castigo
excelente, majestad -dijo quedamente el capitán de la guardia-. Además, son unos esclavos sumamente fuertes,
con una buena musculatura. Tristán ya ha
probado la embocadura, y hará maravillas en Laurent.
-No deseo oír nada
más del asunto -concluyó la reina-.
Estos dos no son príncipes aptos para mi servicio. Son caballos a los que habrá que hacer
trabajar duramente y fustigar a conciencia en el pueblo. Sacadlos de mi vista de inmediato.
Tristán tenía el
rostro rojo y surcado de lágrimas cuando por fin pude verlo. Nos volvieron a levantar y nos colgaron de
las pértigas, como antes. A continuación
nos sacaron apresuradamente del gran salón, dejando a la corte detrás de
nosotros.
Antes de cruzar el
puente levadizo, en el patio, nos colocaron unos toscos letreros alrededor del
cuello; en ambos ponía una única palabra: CORCEL.
Después de eso nos
apresuraron a cruzar el puente y a bajar la colina, una vez más, en dirección
al temido pueblo.
Intenté no
imaginarme los arreos de corcel. Para mí
eran completamente desconocidos. Tenía
la esperanza de que las ataduras fueran fuertes, que en las cuadras hubiera
mozos severos que mantuvieran mi posición de servidumbre con rigor y que me
enseñaran a aguantarla.
Un año... falos...
embocaduras... Me zumbaban los oídos mientras nos hacían entrar otra vez a
través de las puertas que llevaban al hervidero del mercado a las doce del
mediodía.
Nuestra llegada
provocó una gran conmoción. Las
multitudes se congregaban con la llamada de la trompeta que sonaba delante de
la plataforma de subastas. En esta
ocasión, los lugareños se aproximaron más a nosotros a pesar de las órdenes de
los soldados para que retrocedieran.
Sentí que varias manos tiraban de mis piernas y brazos desnudos y hacían
que mi cuerpo se balanceara colgado de la pértiga. Las lágrimas se me atragantaban. Estaba maravillado de que mi comprensión de
lo que allí estaba sucediendo no mermara la degradación que sentía por todo
ello.
« ¿Qué significa
comprensión?», me pregunté. Saber que me
lo había buscado yo solo, que la humillación y la entrega son elementos
inevitables en cualquier fase de este juego... la verdad es que no me calmaba,
ni me servía de defensa. Las manos que
tiraban de mis pezones expuestos y apartaban el pelo de mi cara se desplegaron
por todas mis defensas que tan cuidadosamente había considerado anteriormente.
El barco, el
sultán, el adiestramiento secreto de Lexius, todo estaba definitivamente
suprimido.
-Dos buenos
corceles que añadir de inmediato a las caballerizas del pueblo -gritó el
heraldo-. Dos buenos caballos que se
podrán alquilar a una tarifa fija para que tiren de los mejores carruajes o de
las vagonetas de carga más pesadas.
Los soldados
alzaron las pértigas todo lo alto que pudieron.
Nos balanceábamos por encima de un mar de caras y manos que palmoteaban
mi verga y se escurrían entre mis piernas para pellizcarme las nalgas. El sol se reflejaba en las numerosas ventanas
que rodeaban la plaza, en las veletas que giraban sobre los tejados con
gabletes, encima del caliente y polvoriento panorama de la vida del pueblo...
al que de nuevo nos habíamos incorporado.
La voz del heraldo
continuó describiendo los detalles de nuestra servidumbre anual y explicó que
todos deberían estar agradecidos a su graciosa majestad por los hermosos
corceles mantenidos en la ciudad y por los precios razonables a los que se
contrataban sus servicios. Luego volvió
a sonar la trompeta y nos sacaron de la plaza.
Los soldados sostenían las pértigas a menos altura entonces, y nuestros
cuerpos oscilaban cerca del suelo de adoquines.
Los lugareños regresaban a sus faenas, y las casas de la tranquila calle
se elevaron de repente a ambos lados del recorrido mientras los soldados nos
transportaban hacia el misterio de una nueva existencia.
PRIMER DíA ENTRE
LOS CORCELES
Laurent:
Las cuadras eran
enormes, como tantas otras, supongo, a excepción de que en éstas nunca había
habido caballos de verdad. El suelo de
barro estaba cubierto de aserrín y heno esparcidos con el único fin de
ablandarlo y no levantar polvo. De las
vigas del techo colgaban arneses ligeros y delicados, de los que sólo se usan
para caballos humanos. Había incontables
embocaduras y riendas que pendían de las horquillas repartidas a lo largo de
las paredes de áspera madera mientras en una gran zona abierta, inundada por el
sol, que entraba por las puertas que daban a la calle, se situaba un círculo de
picotas de madera vacías. Eran lo
suficientemente altas para que un hombre permaneciera arrodillado en ellas, y
tenían agujeros para las manos y el cuello.
Les dirigí una ojeada y pensé que, antes de quererlo, sabría para qué
servían.
Lo que más me
interesaban eran las casillas situadas en el extremo más alejado de la cuadra y
los hombres desnudos que estaban en su interior, dos y tres por cada casilla,
con los traseros bien marcados por el cinto, sus piernas robustas plantadas
firmemente en el suelo, los torsos encorvados sobre una gruesa viga de madera y
los brazos atados a la espalda. Se
limitaban a permanecer allí en esta posición.
Salvo pocas excepciones, todos llevaban botas de cuero con herraduras
incorporadas. En dos de estas casillas
había unos mozos trabajando. Eran
auténticos mozos de cuadra, vestidos de cuero y tela de elaboración casera, que
restregaban a los esclavos que tenían a su cargo y les embadurnaban de aceite
con una actitud indiferente y aplicada.
Esta visión me
cortó el aliento. Encontré una extraña
hermosura en ella y a la vez me pareció absolutamente devastadora. Me hizo comprender en un instante lo que nos
deparaba el futuro. Las palabras no
habían sido suficientes por sí solas.
Después del mármol
blanco y los tejidos hilados en oro del palacio del sultán, de la piel
coloreada y el cabello perfumado, esto era espantosamente real, era el mundo al
que había regresado como mínimo para retomar el hilo de una existencia a la que
estaba vinculado mucho antes de la aparición de los asaltantes enviados por el
sultán.
Nos dejaron a
Tristán y a mí en el suelo y cortaron las ataduras. Vi que se acercaba un alto mozo de cuadra, un
joven de fuerte constitución, cabello rubio, de no más de veinte años, con
pecas claras cubriéndole el rostro bronceado por el sol y ojos verdes
brillantes y alegres. Sonrió mientras
daba una vuelta a nuestro alrededor con las manos apoyadas en las caderas. Tristán y yo estiramos las extremidades pero
no nos atrevimos a hacer ni un solo movimiento más.
Oí que uno de los
soldados decía:
-Dos más,
Gareth. Los vais a tener aquí todo el
año. Restregadlos, dadles de comer y
enjaezadlos de inmediato. Órdenes del capitán.
-Unas
preciosidades, señor, auténticas preciosidades -dijo el muchacho lleno de
júbilo-. Muy bien, vosotros dos, en pie.
¿Habéis sido corceles anteriormente?
Quiero que asintáis o sacudáis la cabeza, nada de respuestas verbales.
-Me propinó un manotazo en el trasero mientras yo me incorporaba-. Los brazos tras la espalda, doblados, ¡eso
es! -Vi que estrujaba a Tristán por la espalda. Éste seguía sobrecogido pero
inclinó la cabeza con un gesto extrañamente regio y a la vez derrotado, una
imagen que me resultó desconsoladora incluso a mí.
-¿Qué es todo
esto? -preguntó el muchacho al tiempo que sacaba un pañuelo limpio de lino,
secaba las lágrimas de Tristán y luego las mías. El rostro del muchacho era sorprendente. Esbozaba una gran sonrisa que resultaba muy
atractiva-. ¿Lágrimas? ¿En un par de buenos corceles? -exclamó-. Aquí no podemos permitirnos eso, ¿no lo
sabíais? Los corceles son criaturas
orgullosas. Cuando les castigan se
lamentan. De lo contrario, marchan con
la cabeza alta. Es así de sencillo. -Me
propinó un buen cachete bajo la barbilla que me levantó de golpe la
cabeza. Tristán ya la había erguido
convenientemente.
El muchacho volvió
a describir un círculo a nuestro alrededor.
Mi verga se convulsionaba más brutalmente que nunca. Nos imponían una nueva forma de
degradación. Allí no estaba ni la corte
ni los lugareños para observarnos. Nos
encontrábamos bajo la custodia de este joven sirviente embrutecido, pero yo
debía reconocer que incluso una sola ojeada a sus altas botas marrones y manos
poderosas, que aún mantenía apoyadas en las caderas, me excitaba.
De repente, una sombra se extendió sobre el
establo y caí en la cuenta de que había entrado mi viejo amigo, el capitán de
la guardia.
-Gareth, me alegro
mucho de encontramos aquí -dijo el capitán-.
Quiero que estos dos sean vuestra responsabilidad especial. Sois el mejor mozo del pueblo.
-Me halagáis
capitán -el muchacho se rió-, pero la verdad es que no creo que encontréis a
nadie a quien le guste su trabajo más que a mí.
Y en cuanto a estos dos, ¡qué caballos tan espléndidos! Observad la forma en que se mantienen en
pie. Tienen sangre de corcel. Puedo verlo ahora mismo.
-Enjaezadlos
juntos en cuanto sea posible -dijo el capitán.
Vi que levantaba la mano para pasarla sobre la cabeza de Tristán. Le cogió el pañuelo blanco al muchacho y
enjugó otra vez su rostro.
-Ya sabéis, éste
es el mejor castigo que podíais haber recibido, Tristán -dijo el capitán en voz
baja-. Sabéis que lo necesitáis.
-Sí, capitán
-susurró Tristán-. Pero estoy asustado.
-Pues no lo
estéis. Muy pronto Laurent y vos seréis
el orgullo de los establos. Los
lugareños que quieran alquilaros harán cola al otro lado de la puerta.
Tristán se
estremeció.
-Necesito valor,
capitán -confesó.
-No, Tristán -le
animó él con voz seria-, lo que necesitáis es el arnés, la embocadura y una
disciplina férrea, igual que la necesitabais antes. Debéis entender algo acerca de lo que supone
ser un corcel. No es otra parte más de
vuestro cautiverio, sino una forma de vida en sí misma.
Una forma de vida
en sí misma.
Dio unos pasos
para acercarse a mí y sentí que mi verga se endurecía, como si esto aún fuera
posible. El muchacho del establo
retrocedió con los brazos cruzados y observó la escena. Tenía el pelo un poco caído sobre la frente. Su rostro salpicado de pecas resultaba muy
atractivo bajo el sol. Qué dientes tan
blancos y tan bonitos.
-¿Y vos, Laurent?
¿También con lágrimas? -me preguntó el capitán en tono conciliador. Me secó el rostro otra vez-. ¿No me digáis
que tenéis miedo?
-No lo sé, capitán
-respondí. Quería decir que no podía
saberlo hasta que me colocaran la embocadura, el arnés y el falo en sus
respectivos sitios. Pero con eso hubiera
parecido que lo pedía. No tenía valor
para pedirlo, aunque de todas maneras no iba a tardar mucho en llegar.
-Eran muchas las
posibilidades de que acabarais aquí si los soldados del sultán no hubieran
atacado el pueblo por sorpresa. -Me rodeó por los hombros con el brazo y de
repente todo pareció más real, el tiempo que habíamos pasado en el mar, cuando
los dos habíamos azotado y jugado con Lexius y Tristán-. Es perfecto para vos -me tranquilizó-. Por vuestras venas circulan más voluntad y
fuerza que por la mayoría de las de otros esclavos. Eso es lo que Gareth llama sangre de corcel. La vida en el establo lo simplificará todo;
enjaezará vuestra fuerza, y hablo literal y simbólicamente.
-Sí, capitán
-asentí. Observé aturdido la larga
hilera de compartimentos, los traseros de los esclavos corceles, las botas
provistas de herraduras sobre la tierra cubierta de heno-. Pero ¿podríais... podríais...?
-¿Sí, Laurent?
-¿Me haréis saber
de vez en cuando cómo le va a Lexius? -Mi querido y elegante Lexius no tardaría
en encontrarse entre los brazos de la reina-.
Y la princesa Bella... si tenéis alguna noticia.
-Nunca hablamos de
quienes han abandonado el reino -dijo él-.
Pero os haré saber si circula algún rumor. -Vi la tristeza y la añoranza
reflejadas en el rostro del capitán-. En
cuanto a Lexius, os contaré cómo le va.
Podéis estar seguros, los dos, de que nos veremos con frecuencia. Si no os veo trotando cada día por las calles
y vendré a buscaros.
Me volvió la cara
hacia él y me besó con fuerza en la boca.
Luego besó a Tristán del mismo modo y yo estudié los dos rostros mal
afeitados allí juntos, la fusión de pelo rubio, los ojos medio cerrados.
Dos hombres
besándose. Qué visión tan encantadora.
-Sed estrictos con
ellos, Gareth -dijo al soltar a Tristán-.
Adiestradlos bien. En caso de
duda, usad el látigo.
Una vez que se
hubo marchado, nos quedamos a solas con el joven mozo del establo que entonces
era nuestro amo y que ya empezaba a hacer que mi corazón diera brincos.
-Muy bien, mis
jóvenes caballos dijo con la misma voz llena de júbilo que antes-. Con las barbillas bien altas, recorred la
hilera hasta llegar a la última casilla.
Marchad como siempre hacen los corceles, a ritmo enérgico, con los
brazos fuertemente doblados contra la espalda y las rodillas altas. No quiero tener que recordaros esto nunca
más. Marcharéis en todo momento con
brío, tanto si estáis calzados como si no, si vais por la calle u os encontráis
en las cuadras, siempre orgullosos de la fuerza de vuestros cuerpos.
Obedecimos y nos
desplazamos hacia el final de la larga hilera de casillas hasta llegar a la última,
que estaba vacía. Vi el abrevadero
situado debajo de la ventana, con los cuencos de agua limpia y de comida, y las
dos anchas vigas lisas que atravesaban la casilla, sobre las que teníamos que
doblarnos por la cintura, una de ellas para sostener nuestros pechos y la otra
para los vientres. Gareth nos empujo a
cada uno a un extremo de la casilla para poder quedarse entre los dos y nos
ordenó inclinarnos hacia delante. Obedecimos
hasta quedarnos con los torsos sobre las vigas y las cabezas situadas encima de
los cuencos de comida.
-Ahora lamed el
agua y hacedlo con entusiasmo -dijo él-.
No quiero ver ni una pizca de vanidad o de reticencia. Ahora sois corceles.
En este lugar no
habían dedos delicados y sedosos, ungüentos perfumados, ni voces tiernas
hablando en esa impenetrable lengua arábiga que parecía tan apropiada para la
sensualidad.
El húmedo cepillo
para restregar me alcanzó en la espalda e inició de inmediato el vigoroso
fregado mientras el agua goteaba por mis piernas desnudas. Sentí una oleada de vergüenza al lamer el
agua del cuenco; la humedad que se pegaba a mi rostro me resultaba odiosa pero
tenía sed. Así que hice lo que me
ordenaban, sorprendentemente ansioso por complacer, disfrutando del olor del
coleto de cuero sin mangas de Gareth y su piel tostada por el sol.
Me restregó a
conciencia. Se agachaba desenvueltamente
bajo las vigas y volvía a aparecer entre ellas o bien por delante cuando era
necesario, con movimientos firmes y bruscos, así era como él desempeñaba sus
tareas. Su voz sonaba tranquilizadora.
Cuando acabó conmigo se volvió a Tristán, justo en el momento en que nos traían
la comida, un buen plato de denso cocido de carne, que dijo que teníamos que
dejar limpio.
Yo sólo había dado
los primeros bocados cuando Gareth me obligó a parar.
-No, ya veo que
aquí hace falta adiestramiento de urgencia.
Os he dicho que os lo comáis, y cuando digo comer, quiero decir que lo
devoréis a toda velocidad. No voy a
consentir modales refinados. Ahora, a
ver cómo lo hacéis.
De nuevo, me sonrojé
de vergüenza por tener que coger la carne y las verduras con la boca, por tener
el estofado delante de la cara, pero no me atreví a desobedecerle. Ya sentía un afecto extraordinario por él.
-Bueno, eso está
mejor -reconoció. Vi que daba una palmadita
a Tristán en el hombro-. Voy a
explicaros ahora mismo lo que significa
ser un corcel. Significa sentir
orgullo por lo que sois y perder todo el falso orgullo por lo que ya habéis
dejado de ser. Hay que marchar con brío,
con la cabeza alta, la verga dura, mostrando toda vuestra gratitud a la menor
atención. Obedeceréis con entusiasmo
todas las órdenes, incluso las más sencillas.
Habíamos acabado
nuestra comida pero continuábamos doblados sobre la barra mientras unos mozos
nos ponían las botas y nos ataban fuertemente las lazadas alrededor de las
pantorrillas. Las pesadas herraduras
cargaban nuestros pies de tal manera que me volvieron a saltar las
lágrimas. Había llevado estas botas con
herraduras en el sendero para caballos por el que lady Elvira me hizo correr a
latigazos junto a su montura. Pero eso
no era nada comparado con esto. Nos
encontrábamos en un mundo de austeros castigos y, abrumado por la confusión,
empecé a lloriquear, sin esforzarme lo más mínimo por detenerme. Sabía cuál era
el siguiente paso.
Permanecí en mi
puesto. Entretanto, me introdujeron el
falo y enseguida noté el leve roce de la cola de caballo. Tragué saliva deseando que no tardaran en
amordazarme para que los gemidos fueran menos perceptibles y Gareth no se
enfureciera.
Tristán también
estaba pasando un mal rato, lo cual sólo servía para confundirme aún más. Cuando volví la cabeza para echar un vistazo
a la tupida cola de caballo que le habían metido, aquel espectáculo me
encandiló.
Mientras tanto,
empezaron a ajustarnos los arneses, unas excelentes correas que pasaban por
encima de los hombros, bajaban hasta las piernas, subían hasta una anilla
situada en la parte posterior del falo y continuaban hacia arriba para rodear
las caderas, donde quedaban aseguradas con hebillas. Eran unas piezas excelentes, aunque yo no
experimenté verdadero pánico, auténtica indefensión, hasta que me ataron
fuertemente los brazos con correas y me los ligaron al resto del arnés.
Comprendí con
cierto alivio que mi voluntad ya no era un factor tan importante. Se me escapó un sollozo cuando me metieron a
la fuerza entre los dientes una rígida embocadura de cuero enrollado y sentí
las riendas pegadas a ambos lados de mi cara.
-Arriba, Laurent
-ordenó Gareth con un fuerte tirón de riendas.
Mientras yo me enderezaba y retrocedía un poco desequilibrado por las
pesadas botas provistas de herraduras, sentí que él sujetaba unas abrazaderas
con pesos que me rozaban la piel del tórax y tiraban de la delicada piel de mis pezones. Las lágrimas corrían a mares por mi
rostro. Ni siquiera habíamos salido de
los establos.
Tristán gemía
mientras le aplicaban el mismo tratamiento.
De nuevo sentí aquella confusión que se acrecentó al volver a echarle
una ojeada. Pero en esta ocasión, Gareth
tiró con fuerza de las riendas y me dijo que mirara delante si no quería que me pusieran un bonito
collar para mantener fija mi cabeza al frente.
-¡Los corceles no echan miradas a su alrededor de
esa manera, muchacho! -exclamó, y de repente me golpeó con la palma de la mano
abierta a la vez que sacudía el falo en mi interior-. Y si lo hacen, se llevan unos buenos azotes y
luego les colocamos unas anteojeras.
Cuando me tocó la
verga con los dedos para atarme los testículos con una apretada anilla que los
pegaba al pene, apenas fui capaz de soportar la dulzura del toque, el ardor de
aquella sensación.
-Bien, eso está
mejor -dijo mientras caminaba de un lado a otro ante nosotros y
observándonos. Las mangas blancas
remangadas mostraban el fino vello dorado de sus brazos bronceados y sus
caderas se movían seductoramente bajo el chaleco de cuero sugiriendo un
sosegado contoneo.
-Si no me queda
otro remedio que soportar vuestros lloriqueos -continuo- quiero que levantéis
bien la cara para que todo el mundo vea las lágrimas. Si tenéis que llorar, al menos que vuestros
amos y señoras disfruten de la visión.
Pero no me engañáis ninguno de los dos.
Sois corceles perfectos. Vuestras
lágrimas sólo os servirán para que os fustigue aún con más fuerza. ¡Ahora,
marchad hasta la entrada de los establos!
Los dos obedecimos
al instante. Noté que Gareth cogía las
riendas desde atrás y el falo penetró con fuerza en mi ano como si fuera un
garrote, igual de duro e inflexible que el falo de bronce, muy grueso y sujeto
firmemente por el arnés. Los pesos
tironeaban de los pezones. De hecho,
ninguna parte de mi cuerpo descansaba tranquila. La anilla de la verga me comprimía el pene,
las botas se ajustaban como guantes a las piernas y hacían que el resto de mi
cuerpo sintiera su desnudez de un modo más humillante. El arnés parecía gobernarme, me contenía y
unificaba un millar de sensaciones y tormentos.
Creí disolverme en
esas sensaciones pero de pronto me alcanzó el sonoro y rotundo chasquido de la
correa de Gareth sobre la espalda.
Resonó otro golpe y oí que Tristán daba un respingo desde detrás de la
embocadura. Nos hicieron marchar al lado
de las picotas y luego atravesamos una puerta doble para salir a un gran patio
con carretas y carruajes en sus casillas y una entrada abierta que daba a la
calzada este del pueblo.
De nuevo temí que
nos hicieran salir al exterior, que nos vieran con este vergonzoso aspecto, y
cuanto más temblaba con los angustiados sollozos y la respiración entrecortada,
más oprimido me sentía por los arreos y los pesos que colgaban de mis pezones.
Gareth se colocó a
mi lado y me dio unas rápidas pasadas por el pelo con un peine.
-¿Y ahora de qué
tenéis miedo, Laurent? -preguntó con desdén.
Me dio un golpecito cariñoso en el trasero donde momentos antes me había
golpeado con el látigo-. No, no quiero
atormentaros -dijo-. Hablo completamente
en serio. Permitidme que os diga algo
acerca del dolor: sólo es bueno cuando tenéis alguna posibilidad de elección.
Agitó el falo para
comprobar si estaba bien metido. Pareció
oprimirme con más fuerza, mas a fondo; el ano me picaba y palpitaba a su
alrededor. No podía dejar de llorar.
-¿Pero tenéis
vosotros alguna elección? -preguntó con franqueza-. Pensad un poco. ¿Tenéis alguna opción?
Sacudí la cabeza
para admitir que no la tenía.
-No, no es así
como contesta un corcel -dijo afectuosamente-.
Quiero que sacudáis la cabeza como es debido. Así.
Eso es. Así.
Obedecí y cada
sacudida de cabeza tensó los arneses, movió los pesos e hizo vibrar el
falo. Gareth me tocó el cuello con una amabilidad
que me enloquecía. Me entraron ganas de
volverme a él y llorar contra su hombro.
-Entonces, como
estaba diciendo -continuó-, escuchad también vos esto, Tristán, el miedo sólo
es importante cuando tenéis alguna alternativa o algún control. Éste no es
vuestro caso. Dentro de breves momentos,
el corregidor estará aquí con la carreta de carga de su granja. Vendrá para devolver el tiro anterior y
buscar otro nuevo, del que ambos formaréis parte, para llevarle de regreso a su
casa solariega y recoger la carga de la tarde.
No tenéis otra elección. Tendréis
que marchar hacia allí amarrados a la carreta, tirar de ella toda la tarde y,
mientras lo hacéis, os fustigarán vigorosamente. No podéis hacer nada en absoluto para
evitarlo. Así que, si pensáis en ello,
¿de qué podéis tener miedo? Haréis esto
durante todo un año; nada va a cambiar.
Me entendéis, sabéis que es así.
Quiero ver cómo asentís con la cabeza.
Tristán y yo
sacudimos la cabeza a la vez. Para mi
sorpresa, me sentí un poco más calmado.
El temor parecía transformarse, convertirse en otra cosa, en algo
indefinible. La sensación que me
producía esta nueva vida que no hacía más que comenzar era difícil de explicar,
quizás imposible... Todos los caminos que había seguido me llevaban a este
lugar, a esta puerta, a este comienzo.
Gareth tomó un
poco de aceite de un frasco próximo y me frotó en los testículos mientras
murmuraba que aquello haría que «resplandecieran». Luego, aplicó el mismo aceite al pene. Me costaba enormemente dominar los estímulos
que me producía, sentí escalofríos que hormigueaban por mi piel y huí asustado
de su mano mientras él se reía y me pellizcaba el trasero.
-¿Cuándo cesarán
estas lágrimas? -preguntó mientras me besaba la oreja-. Morded con fuerza la embocadura cuando
lloréis. Mascad con fuerza. ¿No os
produce una sensación agradable el blando cuero entre los dientes? A los corceles suele gustarle.
Sí, producía una
sensación agradable. Tenía razón. Servía de ayuda mascar contra la embocadura,
manipularla entre las mandíbulas. El
rígido rollo de cuero tenía buen sabor y parecía fuerte, lo suficiente para
aguantar la presión de los mordiscos.
Observé a Gareth
por el rabillo del ojo mientras lustraba a Tristán. Pensé, «en cualquier momento habremos salido
a la calzada, estaremos marchando ante cientos de personas que nos verán... si
se toman la molestia de observarnos, de prestarnos atención».
Gareth se volvió
otra vez a mí. Me colocó un pequeño aro
de cuero negro justo debajo de la punta de la verga, adornado con una pequeña
campanilla que producía un sonido discordante, grave y estridente con cada
movimiento. Parecía increíble que una
cosa tan ínfima pudiera ser tan degradante.
Me invadieron
recuerdos de los exquisitos adornos de la sultanía: joyas, oro, las alfombras
multicolores esparcidas sobre el césped suave y verde, los sofisticados
grilletes de cuero; y las lágrimas surcaron mi rostro. ¡Pero si yo no quería
volver allí! ¡Simplemente era que el dramático cambio lo intensificaba todo!
A Tristán también
le iban a obligar a llevar la campanilla; cada movimiento de nuestras vergas
extraía un sonido pasmoso de aquellas cosas. Íbamos a acostumbrarnos, de eso
estaba seguro, acabaríamos acostumbrándonos a todo esto. ¡En cosa de un mes,
nos parecería natural!
Observé que Gareth
cogía una tralla de largo mango que yo no había visto antes y que colgaba de un
gancho de la pared. Estaba compuesta por
un manojo de tiras de cuero, tiesas pero flexibles, una especie de látigo de
nueve colas, y nuestro mozo empezó a azotarnos a los dos con ella, con gran
energía.
No dolía igual que
el golpe de la correa pero las tiras eran pesadas y cubrían fácilmente toda la
carne con cada azote. Casi resultaban
acariciadoras. Envolvían la piel desnuda
con incontables punzadas, pinchazos y rasguños.
Gareth tomó otra
vez las riendas y nos hizo marchar hasta la entrada de las cuadras. El corazón me subió hasta la boca. Miré al otro lado de la amplia calzada, a la
muralla del pueblo. En lo alto de ella,
los soldados iban y venían holgazanamente, no eran más que meras siluetas
recortadas contra el cielo soleado. Uno
de ellos se detuvo para saludar con el brazo a Gareth y éste le devolvió el
ademán. Por el sur apareció un carruaje
que se acercaba a buena velocidad tirado por ocho corceles humanos, todos ellos
enjaezados como nosotros y con embocaduras iguales que las nuestras. Me quedé
observando estupefacto.
-¿Veis eso?
-preguntó Gareth. Yo asentí con un
movimiento de cabeza lo más vigoroso que pude-.
Ahora recordad: cuando marchéis ése debe ser vuestro aspecto. Pertenecéis a los que os ven. Avanzad con paso alto, con orgullo. Puedo perdonar algunos errores pero la falta
de brío no se encuentra entre ellos.
Todavía me dejaron
más pasmado, petrificado, dos coches que pasaron con estruendo, con las
cabriolas de los esclavos y el resonar de las herraduras sobre las piedras.
Íbamos a hacer
esto durante todo un año, así serían nuestras vidas, y en cuestión de segundos
comenzaría la primera prueba de verdad.
Continuaban
cayéndome las lágrimas, sin reparo alguno, pero me tragué los sollozos. Masqué contra la embocadura de cuero y me
gustó la sensación que producía, tal y como Gareth había dicho. Cuando flexioné los músculos, también me
gustó la sacudida del arreo y saber que estaba lo suficientemente bien amarrado
como para que dejara de preocuparme por la posibilidad de rebelarme.
Un instante
después apareció la carreta del corregidor.
Llegó pesadamente hasta la puerta y bloqueó la visión de todo lo que
quedaba al otro lado. Venía cargada de
artículos de lino, muebles y otras mercancías, por lo visto procedentes del
mercado que había que llevar a la casa del corregidor. Los mozos de los establos desenjaezaron a
toda prisa a los seis esclavos polvorientos que habían tirado del
carromato. A continuación sacaron de las
cuadras a cuatro corceles frescos y los enjaezaron en los puestos delanteros
mientras nosotros esperábamos.
Me pregunté si
alguna vez había experimentado una tensión así, tal sensación de terror y
debilidad. Por supuesto que la había
experimentado un millar de ocasiones antes, pero ¿qué importaba? El pasado no venía en mi ayuda. Me encontraba en el borde hiriente del
presente. Gareth me agarró por el
hombro. Los otros mozos de cuadra se
acercaron a ayudar. Tristán y yo quedamos
acomodados con bastante rudeza en nuestro sitio, situados tras los dos primeros
pares de corceles.
Sentí que
enlazaban unas correas alrededor de mis brazos atados, para luego pasarlos por
el aro sujeto al falo. Después
levantaron las riendas por detrás de mí.
Antes de que
pudiera resignarme o preparar mi espíritu para esta nueva realidad, tiraron de
los arreos, el falo me levantó del suelo y todo el tiro se puso de súbito al
galope.
Ni siquiera hubo
un momento para rogar clemencia o tiempo para recibir un último toque de ánimo
por parte de Gareth. Nada. Levantábamos las rodillas, nos movíamos
deprisa sobre los adoquines de la calzada y nos introdujimos en el torrente de
tráfico que antes habíamos observado con aprensión y horror.
En estos momentos
desgarradores, me di cuenta de que tanto el arnés como la embocadura, las botas
y el falo, eran diferentes a cualquier ingenio al que me hubieran sometido
anteriormente. ¡Su propósito era claro y útil!
No servían meramente para torturarnos o humillarnos, para volvernos
dóciles como objeto de diversión de otros, sino que habían sido ideados para
tirar simple y eficazmente de este carromato a lo largo de la carretera. Como la reina había dicho, éramos caballos de
tiro.
¿Era más o menos
rebajante que nos hubieran puesto a trabajar de un modo tan ingenioso, que
nuestras tendencias como esclavos se hubieran canalizado con tal destreza? No lo sabía.
Lo único que sabía, al tiempo que nos colocábamos estrepitosamente en el
centro de la calzada, era que estaba colmado de vergüenza; cada paso de la
marcha la intensificaba pero, aun así, me sentía como siempre que me encontraba
en el centro del castigo: sobrevenía la tranquilidad, descubría un lugar
apacible en medio del frenesí, donde podía rendir todas las partes de mi ser.
La correa del
conductor me azotó en las piernas con un fuerte estallido. La visión de los corceles por delante de mí
me parecía asombrosa. Las espesas colas
de caballo oscilaban y bailaban desde sus traseros enrojecidos. Las piernas pateaban violentamente contra el
suelo y su cabello relucía tenuemente sobre sus hombros.
Nosotros
compondríamos la misma imagen, pero además la larga correa del conductor nos
alcanzaba por todo el cuerpo sin descanso.
Aquello no era el leve aguijón enloquecedor de las correíllas del
sultán, sino que sentíamos un potente azote cada vez que la correa nos
fustigaba. Continuamos la marcha calzada
abajo con un fuerte matraqueo de herraduras mientras el cielo brillaba sobre
nuestras cabezas igual que había hecho un millar de cálidos días de verano,
mientras otros carruajes se cruzaban con nosotros.
No podía decir que
el camino comarcal resultara más fácil que la calzada del pueblo. En todo caso, había más tráfico: esclavos
trabajando en los campos, pequeñas carretas que pasaban traqueteando, una
hilera de cautivos atados a una valla mientras un señor furioso los azotaba
enérgicamente.
Cuando llegamos a
la carretera de la granja, el breve descanso del arnés del que disfrutamos
apenas sirvió de evasión a nuestro nueva situación. Los esclavos desnudos y
polvorientos de la granja pasaban con indiferencia junto a nosotros para
descargar laboriosamente la carreta y luego volverla a cargar hasta arriba de
frutas y verduras para el mercado. Una
doncella nos observaba fútilmente desde la puerta de la cocina.
Los corceles
experimentados escarbaban la tierra con las herraduras de sus botas, sacudían
las cabezas de vez en cuando si se les acercaban las moscas y estiraban los
músculos como si les satisficiera su propia desnudez.
En cambio, Tristán
y yo nos habíamos quedado bastante quietos.
Cada diminuta variación de aquella escena campestre parecía arrebatar un
poco más de mi corteza cerebral y hacía más profunda mi condición humilde. Incluso los gansos que picoteaban a nuestros
pies parecían formar parte de un mundo que nos había condenado a ser rudas
bestias y a seguir así por mucho tiempo.
No nos
correspondía saber si alguien disfrutaba con la visión de nuestras vergas
erectas o de nuestros pezones torturados.
El conductor de la carreta aumentaba o aminoraba la marcha y cuando nos
vapuleaba con la correa doblada por la mitad, lo hacía más bien por
aburrimiento que por propio gusto.
En un momento en
que dos de los corceles se restregaron uno contra el otro, el conductor les
castigó muy disgustado pero sin ningún entusiasmo.
-No os toquéis
-declaró. La doncella del fregadero le acercó una pala de madera. El hombre se plantó delante de nosotros y
buscó espacio suficiente para castigar a los infractores. Repartió los azotes a un trasero y a otro y,
con la mano izquierda, sacudió ambos falos agarrándolos por la anilla, sin
dejar de vapulear impetuosamente las nalgas y las piernas de los corceles con
la pala.
Tristán y yo
observábamos petrificados a los dos esclavos que gemían bajo los fuertes azotes
mientras los músculos de sus nalgas enrojecidas se contraían y se dilataban con
impotencia. Supe que jamás debía caer en
el error de restregarme contra otro cuerpo enjaezado. No obstante, estaba convencido de que algún
día lo haría.
Finalmente,
volvimos a ponernos en marcha. Trotábamos deprisa, con un hormigueo en los
músculos, los traseros escocidos debajo de la correa y las embocaduras
estiradas brutalmente hacia atrás, a un ritmo ligeramente rápido para nosotros,
lo que enseguida nos hizo llorar.
Nos condujeron
hasta el mercado y de nuevo nos permitieron descansar por unos instantes. La multitud del mediodía nos prestaba tal vez
un poco más de atención que los sirvientes de la granja. Alguien se detenía
para dar un golpecito a un trasero por aquí o un manotazo a una verga por allá,
y los corceles a quienes habían tocado sacudían levemente la cabeza y pateaban
el suelo ¡como si les gustara! Yo sabía
que cuando finalmente algún transeúnte me tocara, haría lo mismo. Entonces, de
pronto, me encontré sacudiendo el cabello y mascando con fuerza contra la
embocadura cuando un jovencito con un saco colgado al hombro se detuvo para
decirnos que éramos unos caballos bonitos y jugar con los pesos que colgaban de
nuestros pezones.
«Nos asimilará por
completo -pensé-. Se convertirá en
nuestra naturaleza arraigada.»
A medida que la
tarde transcurría en una sucesión de trayectos de este tipo, podía decirse que,
más que llegar a acostumbrarme, me resigné profundamente a ello. No obstante, sabía que el verdadero
entendimiento, la absoluta apreciación de la vida como corcel sólo vendría con
el paso de los días y de las semanas. No
era capaz de aventurar cuál sería mi estado de ánimo en el curso de seis meses. Sería una interesante revelación para mí.
Al caer la noche
hicimos el último trayecto. Ya no
estábamos amarrados a la carreta del corregidor sino que tirábamos de la
vagoneta de desperdicios que recorría el mercado desierto para recoger las
basuras. Tristán y yo nos movíamos
perezosamente mientras varios esclavos desnudos llenaban la carreta, obligados
a trabajar por sus groseros e impacientes supervisores.
Los lugareños,
vestidos ya para la noche, pasaban junto a las tiendas y puestos vacíos en
dirección al cercano lugar de castigo público.
Se oían los chasquidos de las palas y correas en plena actuación, los
vítores y gritos de la multitud, el ruido general de celebración. Para bien o para mal, también nos habían
excluido de aquello.
A nosotros nos
correspondía el mundo de las cuadras, los jóvenes y vigorosos mozos que nos
desenjaezaban con palabras simples: «tranquilo», «calma» y «arriba la cabeza,
buen chico», mientras nos conducían a latigazos hasta nuestras casillas y luego
nos colocaban sobre las vigas para darnos de comer y beber.
Fue una sensación
agradable que nos sacaran las botas, notar las plantas de los pies sobre el
suelo blando y ligeramente húmedo, sentir que el cepillo me enjabonaba todo el
cuerpo. Tenía los brazos desatados y me
permitieron estirarlos por un momento antes de doblármelos de nuevo a la
espalda.
Esta vez no hizo
falta que nadie nos dijera que debíamos comer o beber con entusiasmos ¡nos
moríamos de hambre! Pero el deseo
también nos torturaba. Más tarde, aún
doblado sobre las vigas, mientras el mozo de cuadra me levantaba la cabeza para
limpiarme la cara y los dientes, sentí mi verga como una lanza afilada de pura
hambre. No podía acercarse a ningún
punto de la áspera madera que me sostenía.
Eran demasiado listos como para permitir eso. Además, ya sabía lo que les sucedía a los que
intentaban tocar a los demás.
Me aferraba a la
esperanza de que nos proporcionaran cierto alivio. Seguro que nos lo daban. Pero cuando se llevaron los cuencos de agua y
comida, colocaron una gran almohada plana en el abrevadero y empujaron mi
cabeza para que la apoyara en ella. El
efecto que provocó en mí fue notable.
Comprendí que íbamos a dormir de esta manera, con nuestro peso abocado
sobre las vigas y la cabeza apoyada en la almohada. Podíamos estirar las piernas si así lo queríamos
o simplemente dejar que los pies descansaran sobre el suelo. Era una buena postura, completamente
degradante. Volví la cabeza hacia
Tristán, que me estaba mirando. ¿Quién se daría cuenta si estiraba el brazo y
le tocaba la verga? Podía hacerlo. Sus ojos eran dos esferas centelleantes en
medio de las sombras.
Entretanto, los
mozos hacían entrar y salir a otros corceles.
Oíamos los sonidos que producían al enjaezarlos y desenjaezarlos, las
voces de los lugareños en el patio para pedir tal o cual caballo. Aunque el establo estaba más oscuro que por
la mañana, no por ello resultaba más tranquilo.
Los mozos silbaban mientras realizaban sus faenas y de vez en cuando
molestaban a algún corcel con sus afectuosos vozarrones.
Continué mirando a
Tristán, aunque era incapaz de ver su verga a causa de las vigas
transversales. De todos modos, ya era
bastante malo ver su atractivo rostro apoyado en la almohada. ¿Cuánto tardarían
en atraparme si me montaba sobre él, hundía mí verga bien adentro y...?
Tendrían sistemas para castigarnos en los que yo ni había pensado...
Gareth apareció de
repente. Oí su voz y en ese mismo
instante sentí que pasaba su mano por mi irritado trasero.
-Bien, los
cocheros han hecho un buen trabajo con vosotros dos -dijo-. Por los informes que me han llegado sois unos
buenos corceles. Estoy orgulloso de
vosotros.
La oleada de
placer que sentí se convirtió en otra extraordinaria humillación.
-Ahora, levantaos,
los dos, con los brazos bien doblados tras la espalda y las cabezas altas como si
llevarais la embocadura. Afuera. Moveos deprisa.
Nos hizo marchar
hasta cruzar la puerta y salir al patio de carromatos. Una vez allí, a un lado del establo vi otra
puerta doble que estaba abierta. Un
madero que servía para cerrar la puerta cruzaba el vano de la abertura a media
altura. Un hombre hubiera tenido que
agacharse bajo ella o encaramarse por encima para pasar; lo primero resultaba
mucho más fácil.
-Aquí está el
patio de recreo. Pasaréis aquí una hora
-explicó Gareth-. Ahora, poneos a cuatro
patas y no abandonéis esta postura mientras permanecéis en el patio. Ningún corcel camina derecho salvo cuando
marcha a las órdenes de su señor o cuando trota enjaezado. Si desobedecéis, os encadenaré los codos a
las rodillas para que no podáis poneros en pie.
No me obliguéis a hacerlo.
En cuanto nos
pusimos a cuatro patas, Gareth nos propinó un repentino golpe en el trasero con
la palma de la mano para empujarnos por la puerta.
Entramos de
inmediato en un patio de tierra bien barrido, iluminado por antorchas y
farolillos, con varios árboles grandes y viejos que se alzaban contra el muro
más alejado y, por todas partes, corceles desnudos sentados o deambulando a
cuatro patas. El ambiente era tranquilo
hasta que nos vieron y al instante los demás caballos se acercaron a nosotros.
Comprendí qué era
lo que sucedería. No intenté oponerme ni
correr. Allí donde miraba veía costados
desnudos, largos mechones despeinados, caras sonrientes. Justo delante de mí,
un joven y hermoso corcel de pelo rubio y ojos grises, sonrió al acercarse, me
pasó la mano por la cara y abrió mi boca con el pulgar.
Me mantuve
expectante, nada seguro de por cuanto tiempo iba yo a permitir que continuara
esto pero, de pronto, noté a otro esclavo detrás de mí que ya me estaba metiendo
la verga en el ano, y aun otro mas que me había pasado el brazo por los hombros
y tironeaba con energía de mis pezones. Retrocedí y me sacudí violentamente,
pero sólo conseguí que la verga penetrara en mí más profundamente y que el
cautivo guapo me agarrara por delante, riéndose, mientras se apoyaba en los
talones y me empujaba enérgicamente la cabeza hacia abajo, hacia su pene. Otro corcel me obligó a apartar los brazos de
debajo de mi cuerpo mientras yo abría la boca sobre la verga del cautivo rubio,
aun sin estar seguro de quererlo. Gemí a
causa de la fuerte opresión que sentía por detrás pero también es verdad que
bullía de excitación. Estos corceles me
gustarían si al menos...
Entonces sentí en
mi propio órgano una boca húmeda y firme que lo lamía con fuerza mientras la
lengua de otro corcel me chupaba impetuosamente los testículos. Había dejado de importarme quién tomaba las
decisiones. Yo lamía al muchacho guapo y
otros me chupaban a mí, me dilataban el ano con afán, pero era más feliz de lo
que nunca me había sentido en el jardín del sultán. En cuanto eyaculé me tumbaron de espaldas
contra el suelo. El chico guapo ya había
tenido bastante de lametones y lo que deseaba entonces era poseerme. Sonreía
mientras me penetraba aún con más fuerza que el primer corcel y yo levanté las
piernas y le rodeé los hombros con ellas al tiempo que él me sostenía y me
levantaba con sus manos.
-Sois una
preciosidad, Laurent -me susurró entre resoplidos.
-Vos tampoco
estáis nada mal -le respondí. Otro
corcel me aguantaba la cabeza y hacía danzar su verga justo encima de mí.
-No habléis tan
alto -me susurró el chico guapo y entonces se corrió, con el rostro encarnado y
los ojos cerrados con fuerza. Uno de los
otros esclavos le obligó a salir de mí antes de que hubiera acabado. Yo tenía de nuevo una boca encima y unos
brazos me rodeaban por las caderas.
Alguien estaba sentado a horcajadas sobre mi cabeza y una verga bailaba
justo encima de ésta. La lamí con la
lengua obligándola a bailar aún más, luego descendió y yo abrí los labios para
recibirla, la mordí un poco y lancé estocadas con la lengua al pequeño agujero
antes de chuparlo.
Había perdido la
cuenta de cuántos se valían de mí, pero no perdía de vista al guapo rubio. Estaba de rodillas ante un abrevadero lavándose
la verga con agua fresca y corriente.
Eso era lo que había que hacer después de pasar por el trasero de
otro. Había que lavársela antes de
meterla en otra boca, me percaté de ello.
Pero decidí penetrar su trasero en aquel instante antes de que desapareciera
de mi vista.
Se rió a
carcajadas cuando deslicé mis brazos bajo los de él y le aparté del
abrevadero. Lo atravesé con fuerza y lo
levanté sobre mi pelvis.
-¿Os gusta, no es
así, diablillo? -le susurré al oído.
Estaba jadeando.
-¡Con calma!
¡Ni hablar!
-contesté. Oprimí sus pezones entre mis
dedos índice y pulgar mientras embestía contra él obligándole a botar arriba y
abajo.
Después de
correrme, lo arrojé hacia delante a cuatro patas y lo golpeé con fuerza una y
otra vez con la palma de la mano hasta que se escabulló a gatas bajo los
árboles. Lo perseguí.
-¡Por favor,
Laurent! ¡Tened un poco de respeto con los más veteranos! -rogó y se echó sobre
la blanda tierra mirando al cielo de la noche.
Percibí una fuerte agitación en su pecho. Yo me tumbé a su lado apoyado en el codo.
-¿Cómo os llamáis,
guapito? -le pregunté.
-Jerard
-contestó. Me miró y de nuevo se dibujó
una sonrisa en su rostro. Era
absolutamente encantador-. Os he visto
enjaezado esta mañana. Os he visto
varias veces por la calzada. Sois el
mejor potro del lugar, vos y Tristán.
-No lo olvidéis
-le dediqué una sonrisa-. Y la próxima
vez que nos veamos en este patio, os presentaréis a mí como es debido. No tomaréis lo que se os antoje sin pedir
permiso.
Deslicé mi mano
bajo su espalda y le volví boca abajo.
Aún era visible la marca de mi mano sobre su trasero. Apoyé mi pecho sobre su espalda y le zurré
con todo mi ímpetu una y otra vez.
Se reía y gemía al
mismo tiempo, pero la risa se extinguió poco a poco y los gritos se hicieron
más audibles. Forcejeaba y se retorcía
sobre la tierra. Tenía un trasero tan
estrecho y delgado que lo cogí en mi mano en toda su envergadura cuando quise
tomarme un descanso. Pero no quería
descansar mucho. Probablemente le azoté
con más fuerza que todas las correas con las que le habían fustigado los
cocheros durante su vida de corcel.
-Laurent, por
favor, por favor... -rogó con voz entrecortado.
-Pediréis
debidamente lo que queráis.
-¡Os lo
ruego! Lo juro. ¡Os lo ruego! -gritó.
Yo me incorpore y
me recosté contra el tronco del árbol.
Esta parecía ser la manera en que descansaban los demás. Advertí que lo único que estaba prohibido era
permanecer de pie.
Jerard levantó la
cabeza con todo el pelo enmarañado sobre sus ojos y sonrió, con bastante valor,
pensé, pero de buen humor. Me
gustaba. Se llevó tímidamente la mano
hacia atrás para tocarse las nalgas y masajeó la rojez. Aquello era algo que no había visto hacer
antes. «Qué agradable debía de ser poder disfrutar de un rato de descanso en el
que poder hacer este tipo de cosas», pensé.
No recordaba haber tenido la oportunidad durante mi vida en el castillo,
en el pueblo o en el palacio para frotarme el trasero después de recibir una
paliza.
-¿Da gusto eso?
-pregunté.
Jerard hizo un
gesto afirmativo.
-¡Sois un granuja,
Laurent! -susurró. Se inclinó hacia
delante y me besó la mano que tenía apoyada en la hierba-. ¿Tenéis que ser tan
cruel como nuestros amos?
-Veo un cubo ahí
junto al abrevadero -dije-. Cogedlo con los dientes y volved aquí
para lavarme la verga. Luego la lavaréis
otra vez con la boca. Deprisa.
Mientras yo
esperaba para que realizara lo que le había
ordenado, eché un vistazo a mi alrededor.
Varios corceles más me sonreían mientras
descansaban recostados. Tristán estaba
en brazos de un enorme corcel de pelo negro que le cubría el pecho de besos
bastante tiernos. Otro cautivo se acercó
a ellos mientras yo observaba, pero el más mínimo gesto de amenaza del caballo
de pelo negro bastó para que el intruso saliera corriendo.
Sonreí. Jerard ya
había vuelto. Me lavó la verga lenta y
concienzudamente. El agua caliente la
estaba reanimando.
Y mientras
jugueteaba con su pelo, me dije a mí mismo: «Esto es el paraíso.»
ESPLENDOROSA VIDA
CORTESANA
Bella, debidamente
ataviada y enjoyada, caminaba arriba y abajo de la habitación comiendo una
manzana. De vez en cuando, se apartaba
bruscamente la larga y lisa melena rubia por encima del hombro y lanzaba un
vistazo al joven y robusto príncipe espléndidamente vestido que había venido al
deprimente castillo de su padre para cortejarla.
Qué rostro tan
inocente.
Con voz grave y
fervorosa, el joven pronunciaba las predecibles palabras que todo enamorado le
dice a su amada: que adoraba a Bella, que se sentiría sumamente feliz si
pudiera convertirla en su reina,
que sus familias recibirían con gran alegría
aquella unión.
Media hora antes,
la princesa había interrumpido la, para ella, nauseabunda diatriba para
preguntar al joven si había oído hablar alguna vez de las extrañas costumbres y rituales del placer que se practicaban en el reino de la reina
Eleanor.
El príncipe se había quedado observándola con ojos
como platos.
-No, mi señora
-fue su respuesta.
-Lástima -susurró
ella con una sonrisa sardónica.
Bella se
preguntaba por qué no había despedido al príncipe en ese mismo momento. Había despedido a un príncipe tras otro desde
su regreso al hogar paterno. Pero su
padre, pese a estar fatigado y decepcionado, continuaba escribiendo cartas para
invitar a nuevos pretendientes y abrir las puertas a otros príncipes.
Por la noche, en
la cama, Bella lloraba contra la almohada.
Despierta o dormida, sus sueños siempre estaban relacionados con los
placeres perdidos del mundo que había conocido más allá de las fronteras del
reino de sus padres, un tema que en la corte nadie se atrevía a comentar, y que
ella misma no mencionaba en público ni en privado.
La princesa se
detuvo, miró otra vez al joven príncipe y arrojó al suelo la manzana
mordisqueada. El joven tenía algo que la atraía. Por supuesto que era guapo. Bella había dejado claro que sólo se casaría
con un hombre apuesto, lo cual no extrañó a nadie dados los atributos de la
princesa.
Pero había algo
más. Sus ojos eran de color azul
violeta, bastante parecidos a los de Inanna o, incluso, más parecidos a los de
Tristán. Era rubio como él, con
abundante pelo dorado oscuro alrededor del rostro y con la parte inferior del
cuello al descubierto. «Qué incitante es ver ese cuello desnudo», pensó Bella. El joven era corpulento, de amplios hombros,
como los del capitán de la guardia, como Laurent.
¡Ah, Laurent! Era en Laurent en quien más pensaba la
princesa. El capitán de la guardia era
un confuso centinela sin rostro en sus sueños.
El sonido de su correa aumentaba de volumen y luego se desvanecía. Pero lo que Bella siempre tenía presente era
el rostro sonriente de Laurent, y lo que de verdad añoraba era su enorme verga.
¡Laurent!
Algo había
cambiado en la habitación.
El príncipe ya no
hablaba. La miraba fijamente. Su ardor
cortesano se había desvanecido para dar paso a un peculiar silencio, más
sincero. Permanecía en pie con las manos
a la espalda, la capa colgada de un hombro, sobrecogido por un aire de
tristeza.
-¿Vais a
rechazarme también, no es así, milady? -preguntó con tranquilidad-. Seréis mi obsesión cada noche a partir de
ahora.
-¿Ah, sí?
-preguntó ella. Algo la animó. No había sido un comentario sarcástico. De pronto, aquel momento cobró importancia.
-Deseo complaceros
con toda mi alma, princesa -susurró él.
Complaceros,
complaceros, complaceros. Las palabras
la hicieron sonreír. Cuántas veces las
había oído pronunciar en el remoto castillo, en el pueblo y en el mundo
fantástico aún más distante del sultán.
En cuántas ocasiones las había pronunciado ella misma.
-¿De verdad es lo
que deseáis, príncipe? -preguntó ella con dulzura. Bella era consciente de su propio cambio de
actitud y él también lo había advertido.
El joven se quedó inmóvil, mirándola desde el otro extremo de la
estancia. El sol caía en amplios haces
sobre el suelo de piedra que los separaba, destellaba sobre el cabello y las
cejas del joven príncipe.
Cuando Bella se
adelantó, le pareció ver que él retrocedía levemente. Intuyó un temblor momentáneo de emoción
indefinida en su rostro.
-Respondedme,
príncipe -dijo ella con frialdad. Sí, sí
que lo había visto. La oleada de rubor
en las mejillas de él lo confirmaba.
Estaba desconcertado-. Y luego
cerrad las puertas con cerrojo -ordenó en voz baja-. Todas.
El joven vaciló
aunque sólo por un instante. Qué
virginal parecía. ¿Qué habría debajo de esos pantalones? Bella lo recorrió de arriba abajo con la
mirada y, una vez más, percibió aquel encogimiento interior, la vulnerabilidad
que de pronto volvía completamente irresistible a aquel joven y la belleza que
emanaba.
-Cerrad las
puertas, príncipe -repitió Bella en tono amenazador.
Como si se moviera
en un sueño, el joven obedeció, lanzando otra tímida mirada a Bella.
En el rincón había
una banqueta, un ancho objeto de tres patas.
La doncella de Bella se sentaba allí cuando sus servicios no eran
necesarios.
-Colocad la
banqueta en el centro de la habitación -mandó Bella al tiempo que sentía un
nudo en el pecho al ver que él la obedecía.
Una vez colocada la banqueta, el príncipe alzó la vista antes de
enderezarse, con un ademán que agradó a la princesa: el cuerpo de él inclinado,
los ojos levantados, el rubor en sus mejillas.
Qué divino color.
Bella se cruzó de
brazos y se apoyo contra el flanco tallado de la chimenea. Sabía que no era una postura femenina. El vestido de terciopelo la fastidiaba.
-Quitaos las ropas
-susurró-. Todas.
Por un momento él
se quedó demasiado asombrado como para responder. Observó a Bella como si no hubiera entendido
bien.
-Fuera esas ropas
-insistió ella con tono monótono-.
Quiero ver vuestro cuerpo, ver qué aspecto tenéis.
Él vaciló otra vez
y luego inclinó la cabeza. El rubor de
su rostro era aún más intenso, y procedió a desatarse el coleto sin
mangas. La visión de sus mejillas
llameantes y la prenda que se abría descubriendo la camisa arrugada era
encantadora. El joven tiró de las cintas
que enlazaban la camisa y mostró su pecho desnudo. Sí, más, más.
Sí, los brazos desnudos. Pero
Bella lo quería desnudo del todo.
Excelentes
pezones, quizás un poco demasiado pálidos.
Cada uno de ellos estaba rodeado por un leve vello rubio que se extendía
hacia el centro del pecho y luego descendía hasta expandirse en rizos sobre el
vientre.
Entonces fueron
los pantalones los que cayeron. El
príncipe estaba desprendiéndose de las botas.
Buena verga. Y muy dura,
naturalmente. ¿Cuándo se había puesto tan dura? ¿Al ordenarle que cerrara las
puertas, o cuando le mandó desnudarse?
En realidad no importaba. El
propio sexo de Bella estaba húmedo y excitado.
Cuando el príncipe
volvió a alzar la vista estaba completamente desnudo. Era el único hombre desnudo que ella había
visto desde que abandonó el barco anclado en el muelle de la reina
Eleanor. La princesa sintió una picazón
en el rostro y se dio cuenta de que sus labios dibujaban una impúdica sonrisa.
Sin embargo, no
era conveniente sonreír tan pronto.
Entonces endureció ligeramente su expresión. Bella notaba un gran calor en los pechos y
odiaba cada vez más el vestido de terciopelo que la cubría.
-Subíos a la
banqueta, príncipe, para que pueda echaros un buen vistazo.
Eso ya era
demasiado, o, al menos, por un instante lo pareció. Él abrió la boca pero luego
se limitó a tragar saliva. Oh, era muy guapo.
La reina Eleanor y su corte lo hubieran recibido con agrado. ¡Vaya
experiencia para él! Esa piel tan inmaculada
era muy reveladora, corno la de Tristán.
Sin embargo, carecía de la astucia de Laurent.
El muchacho se
volvió y observó la banqueta. Se había quedado paralizado.
-Subid a la
banqueta, príncipe -repitió Bella adelantándose hacia él-, y poned las manos en
la nuca. De este modo os veré
mejor. No quiero ver vuestras manos y
brazos por el medio.
Él la miró
fijamente y ella le devolvió la mirada. Luego el príncipe se dio la vuelta y,
con paso lento, casi somnoliento, se subió a la banqueta y apoyó las manos en
la nuca tal como ella le había ordenado.
El príncipe
parecía asombrado de haberlo hecho.
Cuando volvió a
mirar a Bella, tenía el rostro más enrojecido que cualquier otro que hubiera
visto antes la princesa. El rubor hacía
que le brillaran los ojos, que su pelo pareciera más dorado, igual que sucedía
a menudo con el cabello de Tristán.
Él tragó saliva
otra vez y bajó la vista, aunque probablemente ni siquiera se fijó en su verga
erecta. Debió de pasarla por alto para adentrarse en su propia alma recién
despierta, considerando con vergüenza su propia indefensión.
En realidad, a
Bella no le importaba todo esto. Ella
sólo miraba la verga. Serviría. No era el órgano de Laurent pero tampoco
había muchos penes tan gruesos como el de él, ¿Verdad? De hecho era una buena verga, aunque tal vez
curvada un poco excesivamente hacia arriba por encima del escroto. En estos
instantes estaba muy roja, tanto como la cara del príncipe.
Cuanto más se
acercaba la princesa, más roja se ponía la verga. Bella estiró la mano y la tocó con el índice
y el pulgar. El príncipe se retrajo.
-Permaneced
quieto, príncipe dijo ella-. Quiero
inspeccionaros, y eso requiere vuestra completa docilidad. -Qué tímido parecía
mientras ella le pellizcaba la carne y lo miraba fijamente. Él era incapaz de
encontrar su mirada. El labio inferior
del muchacho temblaba de una forma exquisita.
Si Bella le hubiera conocido en el castillo, se hubiera sentido atraída
por él como le sucedió con Tristán. Sí,
una vez desnudo, era un excelente y joven ejemplar de príncipe que, según todos
los pronósticos, sería perfecto para recibir los azotes de la tralla.
El látigo. Miró a su alrededor. El cinturón del príncipe serviría. Pero aún no era el momento; primero, él
tendría que bajar de la banqueta para dárselo.
Bella prefirió caminar hasta detrás de él y observar sus nalgas. Palpó la piel virginal y sonrió al comprobar
que él se estremecía apreciablemente. Su cabello vibraba también sobre la nuca
desnuda de un modo conmovedor.
Bella tomó las
nalgas firmemente y las separó. Estaba yendo casi demasiado lejos. El tembló y todos sus músculos se pusieron en
tensión.
-Abríos a mí. Quiero estudiaros bien.
-¡Princesa!
-exclamó él con voz entrecortada.
-Ya me habéis oído
-replicó Bella con ternura pero autoritariamente-. Relajad esos hermosos músculos para que pueda
examinamos. -Le pareció oír un pequeño jadeo cuando él obedeció. La carne bien moldeada se ablandó y Bella
separó ambas nalgas para observar el ano circundado de vello. Era tan pequeño y rosado, arrugado, tan
recóndito. ¿Quién pensaría que podía acoger un grueso falo, una verga, un puño
enfundado en cuero dorado?
Con este tierno
principiante serviría algo más pequeño.
En realidad, serviría casi cualquier cosa. Recorrió indolentemente la habitación con la
mirada. La vela era lo más adecuado y
además había de sobra, algunas tan sólo tenían un par de centímetros de grosor.
Cuando se dirigió
a coger una de su soporte, recordó cuando atravesó a Tristán de este modo
mientras hacían el amor en casa de Nicolás, en el pueblo. El recuerdo la incitó, y experimento una
sensación de poder totalmente desconocida.
Bella se volvió y
echó una ojeada al príncipe. Al
descubrir su rostro humedecido por las lágrimas se excitó aún más. De hecho, le sorprendía la humedad que
percibía en su propia entrepierna.
-No tengáis miedo,
querido mío -dijo Bella-. Mirad vuestra
verga. Sabe bien qué necesitáis y
deseáis, lo sabe incluso mejor que yo. Vuestro pene está agradecido de que me
hayáis encontrado.
La muchacha volvió
a situarse detrás de él y, mientras separaba ampliamente con una mano las
nalgas del joven, insertó lentamente el extremo de la mecha de la vela. Poco a poco fue introduciendo la vara sin
prestar atención a los profundos gemidos, hasta que el príncipe retuvo quince
centímetros de vela. Ésta sobresalía creando una visión de espléndido efecto
humillante, y cuando él empezó a contraer las nalgas otra vez, la vela registró
el movimiento, acompañado de gemidos suaves pero resonantes y suplicantes.
Bella retrocedió
embriagada por la sensación de poseerlo.
Vaya, podía hacer cualquier cosa con él, ¿a que sí? A su debido momento.
-Retenedla -ordenó
ella-. Si la expulsáis o la dejáis caer,
me sentiré muy decepcionada y enfadada con vos. La vela está ahí para
recordaros que a partir de ahora me pertenecéis, sois mío. Os tiene atravesado, reclama vuestra
propiedad, os priva de todo poder.
Él asintió
lentamente dejando a Bella absoluta y dulcemente admirada. El príncipe no se resistió.
-Estamos hablando
el idioma universal del placer, ¿no es cierto, príncipe? -dijo Bella en voz
baja.
Una vez más, él
asintió, pero era obvio que le resultaba muy difícil, tal era su
sufrimiento. El corazón de Bella acudió
en socorro del muchacho. Sus
sentimientos eran una mezcla de compasión y terrible soledad. Sentía una terrible envidia. Esta sensación de poder era fuerte pero más
poderosos aún eran sus recuerdos de esclava subyugada. Mejor no pensar en ambas cosas
simultáneamente.
-Y ahora,
príncipe, quiero azotaros. Bajad de la
banqueta, coged vuestro cinturón del montón de ropa y traédmelo.
Mientras el joven
se disponía a obedecer, lentamente, con un temblor incontrolado de manos y la
vela saliendo por su trasero, Bella continuó hablando con voz tranquilizadora:
-No es que hayáis
hecho algo mal. Voy a azotaros
simplemente porque me apetece -explicó. El príncipe regresó hasta Bella para
darle el cinturón, pero cuando la princesa lo cogió él no se movió para
alejarse. Se quedó de pie temblando
justo delante de la princesa. Bella tocó
el vello rizado de su pecho, tiró levemente de él y le pasó los dedos por el
pezón izquierdo.
-¿Qué os pasa?
-preguntó Bella.
-Princesa...
-vaciló él.
-Hablad, querido
mío -le animó Bella-. Nadie os ha dicho
que no podáis hablar, al fin y al cabo.
-Os amo, princesa.
-Por supuesto que
sí -respondió ella-. Y ahora, otra vez a
la banqueta y después de azotaros os comunicaré si me habéis complacido. Recordad que debéis mantener la vela bien sujeta. Ahora, moveos, querido. No debemos malgastar estos momentos íntimos.
La princesa le
siguió mientras él obedecía sus órdenes.
Blandió la correa con fuerzas lo azotó y observó llena de fascinación la
amplia impresión rosa que dejaba a un lado de la nalga derecha. Volvió a azotarlo otra vez y se maravilló de
la forma en que el príncipe se retorcía con la fuerza del golpe; incluso su
cabello vibraba y sus manos continuaban temblando pese a tenerlas
obedientemente enlazadas en la nuca.
Entonces le
propinó el tercer golpe, más fuerte que los anteriores, y le alcanzó debajo de
las nalgas, por debajo de la vela que sobresalía. Esta visión le gustó más que las anteriores
así que Bella descargó más y más azotes allí.
Hacía que la vela siguiera los movimientos de él, que él se pusiera de
puntillas en un esfuerzo por permanecer quieto, lanzando gemidos que resultaban
extrañamente elocuentes.
-¿Os había azotado
alguien antes, príncipe? -preguntó Bella.
-No, princesa
-respondió él con voz desgarrada, ronca.
Exquisito.
Como
agradecimiento, Bella continuó golpeándole los muslos y pantorrillas, la carne
de detrás de las rodillas y los tobillos.
Sus piernas parecían moverse pese a estar quietas. Qué control tenía. Bella intentó recordar si alguna vez había
tenido ella tanto control. ¿Qué importaba?
Por ahora, todo aquello se había desvanecido. En su lugar, era esto lo que tenía. La princesa pensó una vez más, no en los
golpes que ella había recibido, sino en las palizas que había presenciado en
alta mar cuando Laurent azotaba a Lexius y a Tristán.
Rodeó al príncipe
y se colocó delante de él. Su rostro
estaba más afligido de lo que había imaginado.
-Os estáis
comportando a las mil maravillas, querido -le dijo-. Estoy verdaderamente impresionada por vuestra
conducta.
-Princesa, os
adoro -le susurró el joven. Su atractivo
era extraordinario. ¿Por qué no había sido capaz de apreciarlo momentos antes?
Bella recogió en
su mano toda la longitud del cinto. Dejó
tan sólo una buena lengua que sobresalía entre sus dedos, con la que azotó la
verga con golpes vigorosos que sobresaltaron al príncipe provocándole un fuerte
y patente susto.
-¡Princesa! -gimió
con un grito sofocado.
Bella se limitó a
sonreír. Le pareció aun mejor azotar su
firme y pequeño vientre, y así lo hizo, y luego el pecho, observando las marcas
brillantes que se distinguían como una estela en el agua. Lo golpeó en los pezones.
-Oh, princesa, os
imploro... -susurraba él sin apenas separar los labios.
-Si tuviera tiempo
os haría lamentar haber suplicado -replicó ella-. Pero no hay tiempo. Bajad aquí, príncipe, a cuatro patas. Ahora, vais a darme placer a mí.
Mientras el Joven
obedecía, Bella soltó los broches inferiores de la falda y echó el vestido
hacia atrás por debajo de la cintura.
Eso era todo lo que él necesitaba ver, razonó. Sintió que sus propios fluidos se disolvían y
descendían por los muslos. Chasqueó los
dedos para indicarle que se acercara.
-La lengua,
príncipe -dijo al tiempo que separaba las piernas y sentía el rostro de él
aproximándose a su cuerpo y la lengua que le lamía.
¡Había sido una
espera tan larga, tan extremadamente larga!
Su lengua era fuerte, rápida y voraz.
Se acurrucó contra ella. El pelo
del príncipe apartaba aún más las faldas y le producía un cosquilleo en el bajo
vientre. Bella suspiró y se escurrió
unos pocos pasos hacia atrás. Él levantó los brazos y la sujetó.
-Tomadme, príncipe
-dijo entonces ella. No podía soportar
más sus ropas. Las abrió con violencia y luego las dejó caer. Él la echó sobre
el duro suelo de piedra.
-Oh, cariño,
cariño mío -repetía el joven entre jadeos.
Separó ampliamente las piernas de Bella e introdujo el pene en su
vagina. Ella buscó la vela y la cogió
con ambas manos incitando al príncipe con ella. Él apretaba los dientes y la
penetraba con ímpetu, igual que ella lo penetraba con la vela.
-¡Más fuerte, mi
príncipe, más fuerte, o prometo que azotaré cada centímetro de vuestro cuerpo
con la correa! -susurraba Bella mientras le mordía una oreja, con el rostro
cubierto por el cabello de él. Entonces
la princesa alcanzó el clímax con una explosión blanca de éxtasis demencial,
apenas consciente de que los jugos de él la inundaban también en ese momento.
Tan sólo pasaron
unos instantes de sopor. Luego sacó la
vela del cuerpo del joven y le besó la mejilla. ¿No había hecho esto mismo con
Tristán, mucho tiempo atrás? ¡Qué importaba!
Se levantó, volvió
a ponerse el vestido y se lo abrochó con brusquedad e impaciencia. Él también
intentaba incorporarse.
-Vestíos -dijo
ella- y marchad, príncipe. Abandonad el
reino. No tengo intención de casarme con
vos.
-Pero, princesa
-Protestó él. Aún estaba de rodillas y
se arrojó sobre ella, cogiéndola por las faldas.
-No,
príncipe. Ya os lo he dicho, rechazo
vuestra proposición. Dejadme.
-Pero,
princesa. Seré vuestro esclavo, ¡vuestro
esclavo secreto! -le imploró-. En la
intimidad de vuestros aposentos...
-Lo sé,
cariño. Sois un buen esclavo, sin lugar
a dudas -respondió-. Pero, comprendedme,
en realidad no quiero un esclavo. Soy yo
quien quiere ser la esclava.
Durante un largo
instante, él la miró fijamente.
Bella era
consciente de la tortura que estaba soportando el príncipe. Pero en realidad no importaba lo que él
pensara. Nunca podría dominarla. De eso
sí estaba segura y si él lo sabía o no, no tenía importancia.
-¡Vestíos!
-repitió.
Esta vez él obedeció. Su cara seguía muy roja, y continuaba
temblando cuando estuvo completamente vestido y con la capa sobre los hombros.
Bella lo estudió
durante un prolongado instante. Luego
empezó a hablar con voz grave y rápida.
-Si deseáis ser un
esclavo del placer –dijo dirigíos al este cuando partáis de aquí, a la tierra
de la reina Eleanor. Cruzad la frontera
y, cuando tengáis el pueblo a la vista, quitaos toda la ropa, metedla en
vuestra bolsa de cuero y enterradla.
Enterradla bien para que nadie la encuentre. Luego acercaos al pueblo y cuando os vean los
lugareños, salid corriendo. Pensarán que
sois un esclavo fugitivo y os atraparán enseguida para llevaros a presencia del
capitán de la guardia, quien os castigará debidamente. Contadle a él la verdad, decidle que
suplicáis servir a la reina Eleanor. Y
ahora, marchad, amor mío. Confiad en mi
palabra: merece la pena.
El príncipe la
miró fijamente, más admirado por sus palabras quizá que por ninguna otra cosa.
-Iría con vos si
pudiera, pero acabo de volver de allá -continuó ella-. No serviría de nada. Ahora, marchad. Podéis llegar a la frontera antes de que
anochezca.
El joven no
respondió. Se ajustó ligeramente la
espada y el cinturón. Luego se acercó a
Bella y la miró.
Bella se dejó
besar y agarró la mano de él con firmeza durante un momento.
-¿Vais a ir? -le
susurró. Pero no esperaba la
respuesta-. Si lo hacéis y veis al
príncipe esclavo Laurent, decidle que no lo olvido y que lo amo. Decídselo
también a Tristán...
Mensaje vano,
conexión fútil con todo lo que había sido arrebatado de ella.
Pero el joven
pareció considerar cuidadosamente aquellas palabras. Un momento después ya se había ido. Salió de la habitación y continuó escaleras
abajo. A la tenue luz del sol de la
tarde, Bella volvía a estar sola.
« ¿Qué voy a
hacer? -gritó suavemente para sus adentros-. ¿Qué Voy a hacer?» Lloró
amargamente. Pensó en Laurent y en lo
fácil que había ascendido de esclavo a señor.
Ella era incapaz. El dolor que
ella infligía le provocaba demasiados celos.
Estaba demasiado impaciente por someterse a la subyugación. No podía seguir los pasos de Laurent. No podía imitar el ejemplo de la fiera lady
Juliana que había pasado de esclava desnuda a señora, aparentemente sin un solo
parpadeo. Quizá carecía de cierta
dimensión espiritual que Laurent y Juliana poseían.
Pero ¿habría sido
capaz Laurent de integrarse de nuevo entre los esclavos con tal sencillez? Seguro que él y Tristán se habían encontrado
con un castigo espantoso.
¿Cómo le habría
ido a Laurent? Si al menos ella
participara de una mínima parte de la disciplina que él sufría entonces.
Al atardecer,
Bella salió del castillo. Cuando sus
cortesanos y damas se rezagaron, caminó por las calles del pueblo. La gente se detenía para hacerle reverencias. Las amas de casa salían a la puerta de su
casa para presentarle sus respetos en silencio.
La princesa miraba
los rostros de los que se cruzaban con ella, a los granjeros impasibles, a las
lecheras y a los ricos comerciantes del pueblo y se preguntaba qué pasaría por
las profundidades de sus almas.
¿Ninguno de ellos
soñaba con reinos sensuales donde las pasiones se encendían hasta niveles
frenéticos de excitación, con apremiantes rituales exóticos que ponían al
descubierto el mismísimo misterio del amor erótico? ¿Nadie entre estas gentes
sencillas deseaba a sus amos o esclavos en lo más secreto de su corazón?
Vida normal, vida
ordinaria. La princesa se preguntó si la
trama no escondía mentiras entretejidas que ella podría descubrir si se
arriesgaba a hacerlo.
Pero, al estudiar
a la muchacha en la puerta del mesón o al soldado que desmontaba para hacerle
una reverencia, sólo vio máscaras, con las actitudes y disposiciones normales,
como las que veía en los rostros de sus cortesanos, de sus doncellas. Todos ellos estaban obligados a mostrarle
respeto, así como ella, por tradición y ley, estaba obligada a cuidar su
posición eminente y digna.
Sufriendo en
silencio, Bella emprendió el camino de vuelta a sus solitarios aposentos.
Una vez allí, se
sentó junto a la ventana y apoyó la cabeza en los brazos doblados sobre el
alféizar, soñando con Laurent y todos los que había dejado atrás, con la
intensa y valiosísima educación del cuerpo y del alma que se había interrumpido
y perdido para siempre.
«Querido joven
príncipe -suspiró mientras recordaba a su pretendiente rechazado-, espero que
consigáis entrar en los dominios de la reina.
Ni siquiera se me ocurrió preguntar vuestro nombre.»
VIVIR ENTRE CORCELES
Laurent:
Aquel primer día
entre los corceles había ofrecido revelaciones importantes, pero las verdaderas
lecciones de esta nueva vida vendrían con el tiempo, con la disciplina
cotidiana en el establo y los numerosos aspectos de menor importancia que mi
rigurosa y prolongada servidumbre allí iba a depararme.
Antes había pasado
por muchas experiencias difíciles pero no por ninguna prueba especial que se hubiera mantenido durante tanto
tiempo como esta nueva existencia.
Necesité tiempo para asimilar lo que significaba que nos hubieran
condenado a Tristán y a mí a pasar doce meses en las cuadras, sin salir de allí
para llevarnos a la plataforma de castigo público, o a pasar una noche con los
soldados en la posada ni gozar de ninguna otra diversión.
Dormitábamos,
trabajábamos, comíamos, bebíamos, soñábamos y amábamos como corceles. Como había dicho Gareth, los corceles eran
bestias orgullosas, y no tardamos en descubrir este orgullo así como una
profunda adicción a las largas galopadas al aire fresco, al firme contacto con
nuestros arneses y embocaduras, y al rápido forcejeo con nuestros compañeros en
el patio de recreo.
Sin embargo, la
rutina no facilitaba las cosas. Nunca se
suavizaba la disciplina. Cada día era
una aventura de logros y fracasos, de conmociones y humillaciones, de
recompensas o castigos severos.
Dormíamos, como he
descrito, en nuestros compartimentos, doblados por la cintura, con la cabeza
apoyada en las almohadas. Esta posición,
aunque era bastante cómoda, contribuía a reforzar la sensación de que habíamos
dejado atrás el mundo de los seres humanos.
Al amanecer nos alimentaban apresuradamente, nos aplicaban aceites y nos
sacaban al patio para que nos alquilara el populacho que esperaba nuestra
salida. Era relativamente frecuente que
los lugareños quisieran palparnos los músculos antes de escogernos, o incluso
que nos pusieran a prueba dándonos unos pocos correazos para ver si
respondíamos con premura y buena forma.
No pasaba un día
sin que solicitaran nuestros servicios una docena de veces. También era frecuente que ataran a Jerard al
mismo tiro que nosotros, ya que él había pedido a Gareth disfrutar de este
privilegio. Me acostumbré a tener cerca
a Jerard, igual que me había pasado con Tristán, y naturalmente me habitué a
susurrarle pequeñas amenazas al oído.
En los períodos de
recreo, Jerard me pertenecía por completo.
Nadie se atrevía a desafiarme, mucho menos el propio Jerard. Le flagelaba el trasero vigorosamente y él no
tardó en estar tan bien entrenado que adoptaba la posición apropiada sin
esperar a que yo se lo ordenara. Ya
sabía lo que le esperaba cuando se acercaba a cuatro patas y me besaba las
manos. El hecho de que yo lo azotara con
más fuerza que cualquiera de los cocheros y que estuviera el doble de rojo que
cualquier otro caballo siempre era motivo de chanzas entre los corceles de la
cuadra.
Pero estos
pequeños interludios de recreo eran breves.
Lo que en realidad constituía nuestra verdadera vida era el trabajo
diario. A medida que pasaban los meses
conocí todas las clases de carretas, carruajes o vagonetas. Tirábamos de los elegantes carruajes dorados
de los ricos nobles rurales, que dividían su tiempo entre el castillo y sus
casas solariegas. Arrastrábamos los
carros con las cruces de los fugitivos para su exhibición pública y castigo. También con la misma frecuencia, nos encontrábamos
delante de arados en los campos o bien éramos escogidos para realizar la tarea
solitaria de tirar de una pequeña canasta con ruedas e ir al mercado.
Estos recorridos
en solitario, aunque físicamente requerían menos esfuerzo, a menudo resultaban
especialmente degradantes. Descubrí que
odiaba que me separaran de los demás corceles para enjaezarme en solitario a un
carrito del mercado. Me provocaba un
miedo y agitación incontenibles encontrarme a solas con un granjero fastidioso
que me conducía a pie, entreteniéndose siempre con la correa por mucho calor
que hiciera. Aún fue peor hacerme popular entre los granjeros porque entonces
empezaban a solicitar mis servicios llamándome por mi nombre y me hacían saber
lo mucho que apreciaban mi tamaño y fuerza, y lo divertido que era llevarme a
latigazos hasta el mercado.
Siempre era un
alivio volver a galopar junto a Tristán, Jerard y los demás, delante de un gran
coche, aun cuando no acababa de acostumbrarme a que los lugareños señalaran el
excelente tiro de caballos y murmuraran su aprobación. Los habitantes del pueblo podían ser todo un
tormento. Había jóvenes cuya principal
diversión era descubrir un tiro enjaezado a un lado de la carretera mientras
esperaba muda y desamparadamente a su señor o a su ama.
Entonces nos
martirizaban cruelmente a todos. Tiraban
de nuestras colas, sacudían el tupido pelo que nos rozaba las piernas con aquel
fuerte picor, y luego nos golpeaban las vergas para que sonaran las degradantes
campanillas.
Pero el peor
momento era cuando alguno de estos jovencitos decidía menear la verga de un
corcel para hacerle eyacular. Por mucho
que los corceles nos quisiéramos unos a otros, el apuro de la víctima provocaba
las risas amortiguadas por la embocadura de los demás, pues sabíamos cómo se
esforzaba la víctima para no correrse mientras las manos le acariciaban y
jugueteaban con él. Por supuesto,
eyacular y ser descubierto significaba recibir un severo castigo, y los
lugareños que jugaban con nosotros lo sabían.
Durante el día, la verga de un corcel tenía que estar dura. Cualquier satisfacción estaba prohibida.
La primera vez que
fui víctima de este lamentable manoseo estábamos amarrados al carruaje del
corregidor, al que habíamos llevado de regreso desde la granja a su excelente
casa en la calle mayor del pueblo.
Estábamos esperando en la calle a que salieran él y su esposa cuando de
repente nos rodeó un grupo de muchachos revoltosos y uno de ellos empezó a
manosearme la verga despiadadamente.
Retrocedí de un brinco en el arnés intentando escapar a sus manos,
incluso imploré desde detrás de la embocadura, aunque está estrictamente
prohibido, pero la fricción era demasiado intensa, y finalmente me corrí en la
mano del mocoso, que además empezó a reprenderme como si yo hubiera cometido
alguna falta. Luego tuvo el descaro de
llamar al cochero.
Pensé ingenuamente
que me permitirían hablar en mi defensa, pero los corceles no hablan; son
criaturas mudas, con el freno en la boca.
Al regresar a los
establos me desenjaezaron y me llevaron hasta una de las picotas de la
cuadra. Después de ponerme de rodillas
sobre el heno, me doblé hacia delante para que me inmovilizaran las manos y la
cabeza en el tablero de madera y allí me quedé hasta que Gareth apareció y me
reprendió furiosamente. Él era
tan hábil dando reprimendas como mostrando cariño.
Rogué con gemidos
y lágrimas para que me permitieran explicarme, aunque tenía que haber sabido que todo sería en vano. Gareth preparó una mezcla de harina y miel y
me explicó lo que estaba haciendo. A continuación
me pintó el trasero, la verga, los pezones y el vientre con aquel
preparado. Aquella sustancia se adhirió
a mi piel como una desfiguración espantosa en comparación con la belleza de los
arreos. Gareth acabó su trabajo
describiendo sobre mi pecho la letra C con la misma mezcla, para simbolizar la
palabra «castigo».
Después me
amarraron al pesado y viejo arnés de una carretilla de barrendero callejero, el
único lugar adecuado para un esclavo a quien han marcado de este modo. No tardé en descubrir el significado real del
castigo. Incluso cuando avanzaba a trote
rápido, algo extraño en una maltrecha carretilla de barrendero, las moscas
venían a probar la miel. Se movían sobre
las zonas más sensibles y en el trasero, torturándome despiadadamente.
El castigo se
prolongó durante horas. Todos mis logros
en cuanto a resignación y compostura como corcel quedaron reducidas a
nada. Cuando finalmente me llevaron de
vuelta a los establos, me empicotaron otra vez y permitieron a los esclavos que
se dirigían al recreo que me penetraran por la boca o el trasero, según les
pareciera más conveniente, mientras yo continuaba allí indefenso.
Era una odiosa
combinación de degradación e incomodidad pero lo peor de todo era mi
arrepentimiento, la profunda deshonra que sentía por haber sido un mal
corcel. Aquella falta no encerraba
ningún humor secreto ni satisfacción maliciosa.
Había sido malo, y juré no volver a cometer ningún error; un propósito
que, pese a toda su dificultad, no era del todo imposible.
Por supuesto, no
lo conseguí. En los siguientes meses
hubo muchas ocasiones en las que los muchachos o las chicas del pueblo se
aprovecharon de mí, y yo no fui capaz de controlarme. Como mínimo la mitad de las veces me pillaron
y me castigaron.
Me llevé un castigo
aún más severo cuando me atraparon besando a Tristán, arrimado a él en el
establo. Esta vez la falta fue
intencionada por pura debilidad. Nos
encontrábamos en nuestro compartimento y estaba convencido de que nadie nos
descubriría. Pero un mozo de la cuadra
nos vislumbró brevemente al pasar y de pronto apareció Gareth y me molió a
golpes. Me sacó de mi establo y me azotó
con el cinto con absoluta crueldad.
Me quedé
sobrecogido de vergüenza cuando Gareth exigió saber cómo me había atrevido a
comportarme de aquel modo. ¿Es que no quería complacerle? Yo asentí con un gesto, con el rostro surcado
de lágrimas. No creo que haya deseado
complacer a alguien con tal empeño en toda mi existencia. Mientras Gareth me enjaezaba, yo me
preguntaba cuál sería el castigo esta vez.
No iba a tardar mucho en obtener una respuesta.
Tendría que llevar
un falo que Gareth había Sumergido en un espeso líquido de color ambarino que
desprendía una deliciosa fragancia y que nada más insertarlo en el ano me
provocó un picor atroz. Gareth esperó a
que yo lo sintiera y empezara a retorcer las caderas y a llorar.
-Este recurso lo
reservamos para los corceles vagos -dijo mientras volvía a golpearme
sonoramente-. Los reanima al
instante. Van por la calzada y no dejan
de menear las caderas intentando calmar la picazón. Vos no lo necesitáis porque estéis
desanimado, guapo, sino por desobediente.
No volveréis a caer en pecados de este tipo con Tristán.
Me obligaron a
salir apresuradamente al patio y me amarraron a un carruaje que se dirigía a
una casa solariega. Mi rostro estaba
bañado en deshonrosas lágrimas mientras intentaba no agitar las caderas, pero
perdí la batalla. Casi de inmediato, los
otros corceles empezaron a burlarse y a susurrar desde detrás de sus
embocaduras: «¿Te gusta eso, Laurent?» y «¡Qué gusto da!» No utilicé las
amenazas que me venían a la mente para responderles. En el patio de recreo nadie podía escaparse
de mí, pero ¿qué tipo de amenaza era ésa cuando la mayoría de ellos no
pretendían huir?
Cuando nos pusimos
en marcha y salimos de las cuadras, ya no pude soportar más la tensión. Meneé las caderas arriba y abajo, las hice
girar, intentando aliviar la
picazón. Aquella sensación aumentaba y
disminuía con oleadas palpitantes que me recorrían todo el cuerpo.
La picazón marcó cada minuto de cada hora de la
jornada. No empeoraba ni mejoraba. Mis movimientos a veces aliviaban el picor,
pero a veces lo intensificaban. Más de
un lugareño se reía al observarme pues sabía perfectamente cuál era la causa de
mis ignominiosos movimientos. No había
conocido nunca una tortura tan denigrante, tan agotadora.
Para cuando
regresé a los establos estaba exhausto.
Me desenjaezaron y aún con el falo firmemente sujeto, me eché a cuatro
patas y gemí a los pies de Gareth, con la embocadura colocada, arrastrando las
riendas detrás de mí.
-¿Vas a ser un
buen chico? -preguntó con las manos en jarras.
Yo respondí con un apasionado gesto de asentimiento.
-Poneos en pie en
la entrada de ese establo -ordenó- y agarraos a los ganchos que cuelgan de la
viga.
Yo obedecí y me
estiré para cogerme a las dos horquillas con los brazos muy extendidos. Me puse de puntillas para no soltar los
ganchos. Gareth permanecía a mi espalda. Cogió las riendas que colgaban sueltas de mi
embocadura y me las ató firmemente
en la nuca. Entonces sentí que aflojaba
el falo. Sólo aquel leve movimiento me
provocó una exquisita sensación en todo el cuerpo que alivió aquel picor
insoportable. Cuando me lo extrajo del
todo, abrió el frasco de aceite y embadurnó el objeto. Yo masqué con fuerza contra la embocadura sin poder contener
los gemidos que brotaban de mí.
Entonces volví a sentir el falo que me penetraba
deslizándose entre la carne consumida por el picor, y estuve a punto de morir
de puro éxtasis. Adentro y afuera.
Gareth impulsaba el falo y calmaba la comezón, la debilitaba
progresivamente y a mí me ponía
frenético. Grité igual que antes pero esta vez de gratitud. Mientras agitaba violentamente las caderas, el falo se
balanceaba en mi interior y, de
repente, me corrí con sacudidas impetuosas
e incontrolables en el aire.
-Eso es -dijo él,
y sus palabras disolvieron inmediatamente todo mi miedo-, eso es.
Apoyé la cabeza en
un brazo. Era su devoto y entregado
esclavo, sin ninguna reserva. Le
pertenecía a él, a los establos y al pueblo.
No había ninguna discordia en mí y él lo sabía.
Cuando volvió a
colocarme en la picota, yo ni siquiera era capaz de gemir.
Aquella noche,
cuando los demás corceles me poseyeron en el patio de recreo, me quedé medio
dormido, consciente y enmudecido por lo mucho que disfrutaba de sus palmaditas
amistosas, de que me alborotaran el pelo, me dieran un repentino cachete en el
trasero y me dijeran lo buen caballo que era, lo que habían sufrido también
ellos con el atroz falo picante y lo bien que yo lo había llevado, teniendo en
cuenta las circunstancias.
De vez en cuando,
mientras me violaban, me llegaba un eco intenso de picor enloquecedor, pero por
lo visto no quedaba suficiente líquido perfumado en mi ano como para desalentar
a los demás corceles.
« ¿Qué sucedería
si lo aplicaran a nuestras vergas? -me pregunté-. Mejor no pensar en eso», me dije a mí mismo.
Una de mis
principales preocupaciones era mejorar mi forma, marchar mejor que los demás
corceles, decidir qué cocheros eran mis preferidos, dé qué carruajes me gustaba
más tirar. Llegué a querer a los otros
caballos y a entender su estado mental.
Los corceles se
sentían seguros con sus arreos. Podían tolerar cualquier clase de abuso siempre
que fuera dentro de los límites de su papel asignado. Lo que les aterrorizaba
más que ninguna otra cosa era la intimidad, la perspectiva de que les retiraran
del arnés y les llevaran a un dormitorio en el pueblo donde algún hombre o
mujer solitario tal vez les hablara o jugara con ellos a sus anchas. Incluso la plataforma de castigo público era
demasiado intima para ellos. Se
estremecían al ver a los esclavos allí subidos y azotados con la pala para
deleite de la multitud. Por eso suponía
un tormento tan enorme que los muchachos y muchachas del pueblo jugaran con
ellos. No obstante, no había nada que
adorasen más que tirar de los vehículos de carreras el día de feria, cuando
todo el pueblo los observaba. Habían
«nacido» para aquello.
Yo también me
adapté a este estado mental sin compartirlo por entero. Al fin y al cabo, podía decirse que yo
adoraba también los otros castigos, aunque no los echaba de menos. Me sentía más feliz con el arnés y la
embocadura que sin ellos, y si bien estos otros castigos de la vida en el
castillo y en el pueblo tendían a aislar al esclavo, la existencia como corcel
nos unía al grupo. Nos aumentábamos el
placer y el dolor mutuos.
Me fui
acostumbrando a todos los mozos de las cuadras, a sus joviales saludos y
características reacciones. De hecho,
ellos formaban parte de la camaradería incluso cuando nos azotaban con la pala
o nos atormentaban. No era ningún
secreto que les encantaba su trabajo.
Durante este
tiempo, Tristán parecía tan contento como yo; se le notaba sobre todo en el
patio de recreo. Pero las cosas eran más
duras para él puesto que, por naturaleza, era más benévolo que yo.
No obstante, la
verdadera prueba y el cambio real le llegaron cuando su antiguo amo, Nicolás,
empezó a rondar por las cuadras.
Al principio,
veíamos al cronista de la reina pasar ocasionalmente por el patio de
vagonetas. Aunque durante nuestro viaje
desde la sultanía yo no me había sentido muy interesado por él, empecé a
percatarme de que era un joven aristocrático con bastante encanto. El pelo blanco le proporcionaba una distinción
especial y siempre vestía de terciopelo como si fuera un noble. La expresión de su rostro provocaba terror
entre los corceles, especialmente entre los que habían tirado de su carruaje.
Después de unas
pocas semanas de tranquilas idas y venidas empezamos a verlo a diario en la
entrada de las cuadras. Estaba allí por
la mañana para observarnos cuando partíamos trotando y al anochecer cuando
regresábamos. Aunque pretendía disimular
mirando todo lo que sucedía a su alrededor, sus ojos se posaban sobre Tristán
una y otra vez.
Finalmente, una
tarde mandó llamar a Tristán para que tirara de un pequeño carrito del mercado,
precisamente la clase de tarea que a mí me helaba el alma. Sentí miedo por Tristán. Nicolás caminaría a su lado y lo
atormentaría. No soporté ver a mi amigo
enjaezado y amarrado al carrito. El amo
estaba muy cerca de él con una tralla larga y rígida en la mano, del tipo que
deja profundas marcas en las piernas, y estudiaba a Tristán mientras le
colocaban el bocado y lo preparaban para salir.
Una vez listo, Nicolás le flageló los muslos con fuerza para que se
pusiera en marcha.
« ¡Qué terrible
para Tristán! -pensé-. Es demasiado
tierno para estas cosas. Si tuviera una
faceta cruel, como yo, sabría cómo manejar a ese canalla arrogante. Pero él no es así.»
No obstante, yo
estaba al parecer bastante equivocado.
No en cuanto a la falta de un rasgo perverso en Tristán, sino en que
aquello fuera a resultar tan terrible para él.
Tristán no regresó
a los establos hasta casi medianoche, y, después de que lo alimentaran y le
aplicaran un masaje y aceites, me contó en susurros lo que había sucedido:
-Ya sabéis el
miedo que tenía de su mal genio, de su decepción conmigo -explicó.
-Sí, continuad.
-Durante las
primeras horas me azotó despiadadamente, por todo el mercado. Yo intenté permanecer indiferente, pensar
sólo en ser un buen corcel y mantenerle a él dentro del esquema de las cosas,
como una estrella en una constelación.
No quería pensar en quién era en realidad. Pero no dejaba de recordar el tiempo en que
fuimos amantes. Para el mediodía, yo
volvía a sentirme agradecido simplemente por el hecho de estar cerca de él.
¡Qué sensación tan miserable! Y él no
paraba de fustigarme, por muy bien que yo trotara, sin dirigirme una sola
palabra.
-¿Y luego?
-pregunté.
-Bien, a media
tarde, después de haber descansado y bebido agua en un extremo del mercado, me
ha conducido por la calzada principal hasta la puerta de su casa que, por
supuesto, yo recordaba. La reconozco
cada vez que paso ante ella. Cuando he
visto que me estaba desatando de la carreta, me ha dado un vuelco el
corazón. Me ha dejado la embocadura y
los arreos puestos y me ha llevado a latigazos al interior de la casa y luego a
su habitación.
Me pregunté si
esto no estaría prohibido pero, ¿qué importaba? ¿Qué podía hacer un corcel
cuando ocurrían cosas así?
-Bien, allí estaba
la cama donde nos habíamos amado, en la habitación donde habíamos
conversado. Me ha obligado a ponerme de
cuclillas sobre el suelo, de cara al escritorio y entonces él se ha sentado al
escritorio y se ha quedado mirándome mientras yo continuaba expectante. Podéis imaginaros cómo me sentía. Esta posición es la peor, permanecer en cuclillas. Tenía la verga increíblemente dura, aún
llevaba puesto el arnés, tenía los brazos fuertemente atados a la espalda y
llevaba la embocadura colocada con las riendas caídas sobre los hombros. ¡Y él
ha cogido su maldita pluma para ponerse a escribir!
»"Soltad la
embocadura -me ha dicho- y responded a mis preguntas tal como las contestasteis
en aquella ocasión." He hecho lo que me ordenaba y luego él ha empezado a
interrogarme sobre todos los aspectos de nuestra existencia: qué comíamos, qué
cuidados recibíamos, cuáles eran las experiencias más difíciles. Yo he respondido con toda la calma posible a
cada una de sus preguntas pero al final me he puesto a llorar. No podía controlarme. Él se ha limitado a
escribir mis respuestas. Poco importaba
que mi voz cambiara ni el esfuerzo que hacía, él continuaba
escribiendo. He confesado que me gustaba la vida de corcel pero que la
encontraba muy dura. He admitido que no
tenía la misma fuerza que vos, Laurent.
Le he dicho que vos erais mi ídolo en todo, que erais perfecto, pero yo
seguía añorando un amo severo, un amo riguroso y amoroso. Lo he confesado todo, cosas que ni siquiera
yo sabía que aún sentía.
Quise decirle,
«Tristán, no teníais que haberle dicho eso.
Podíais haber protegido vuestra alma, haberle provocado,
insultado». Pero sabía que eso, esta
línea de pensamiento, no iba a hacer ningún bien a Tristán.
Opté por callar y
Tristán continuó con su relato.
-Entonces ha
pasado algo realmente extraordinario -explicó-.
Nicolás ha dejado la pluma.
Durante un momento no ha dicho ni hecho nada, únicamente me ha indicado
con un gesto que permaneciera en silencio.
Luego se ha acercado, se ha arrodillado ante mí, me ha abrazado y se ha
desmoronado por completo. Ha dicho que
me amaba, que no había dejado de amarme en ningún momento y que todos estos
meses han sido una agonía para él...
-Pobrecito -le
susurré.
-Laurent, no
bromeéis con esto. Es serio.
-Lo siento,
Tristán, continuad.
-Me ha besado y me
ha abrazado. Luego ha dicho que cuando
escapamos de la sultanía me había fallado.
Ha reconocido que tenía que haberme azotado por la confusión que yo
sufría, por no querer que me rescataran, y que su obligación hubiera sido
aconsejarme para salir del trance.
-Lástima que se
haya dado cuenta tan tarde.
-Ahora quiere
remediarlo. No les permiten quitarnos el
arnés, la multa es muy severa y tiene que respetar la ley; pero eso no nos
impedía hacer el amor, ha dicho. Y lo
hemos hecho. Nos hemos echado juntos en
el suelo, como hicimos vos y yo en el dormitorio del sultán, y he tomado su
verga en mi boca mientras él tomaba la mía.
Laurent, nunca he sentido tanto placer.
Vuelve a ser mi amante secreto, mi
amo secreto.
-¿Qué ha sucedido
después?
-Me ha sacado otra
vez a la calle, pero desde ese momento no ha retirado su mano de mi
hombro. Cada vez que me azotaba, yo
sabía que le producía placer. Todo
quedaba realzado. Me he sentido exaltado
de nuevo. Más tarde, en el bosque
próximo a su casa de campo, hemos hecho el amor una segunda vez, yantes de que volviera a ponerme
la embocadura entre los dientes la ha besado amorosamente. Me ha dicho que había que mantener en secreto
todo esto, que las normas que rigen la vida de los corceles son sumamente
estrictas.
-Mañana nos colocarán al frente de su tiro cuando
vaya al campo. Nos amarrarán a su
carruaje casi cada día, y él y yo disfrutaremos de nuestros momentos privados
cuando se nos presente la ocasión.
-Me alegro por
vos, Tristán -dije.
-Pero va a ser un
suplicio esperar las oportunidades de estar con él. Sí, es emocionante, ¿no creéis?, no saber
nunca cuándo puede surgir el momento...
Después de eso
nunca volví a preocuparme por Tristán.
Si alguien más estaba al corriente de su amor revivificado por Nicolás,
no debía de importarle. Cuando el
capitán de la guardia se acercaba por los establos a hablar conmigo, no
mencionaba el asunto y trataba a Tristán con el mismo afecto que antes. Nos contó que a Lexius le habían sacado casi
inmediatamente de las cocinas del castillo y que estaba sirviendo a la reina en
el sendero para caballos. La feroz lady
Juliana también se había aficionado a él y echaba una mano en su
formación. Se estaba convirtiendo en un
esclavo perfecto.
«Así que ya no
tengo que preocuparme ni por Lexius ni por Tristán», pensé.
No obstante, todo
esto me hizo pensar otra vez en el amor. ¿Había amado yo a alguno de mis amos?
¿O sólo me inspiraban amor mis esclavos?
Era indiscutible que había sentido un amor alarmante por Lexius la vez
que lo azoté en su alcoba. Actualmente
sentía amor, un amor profundo, por Jerard.
De hecho, cuanto más golpeaba a Jerard, más lo amaba. Tal vez, en mi caso siempre sería así. Los
momentos en que mi alma se rendía, en los
que todo se integraba en un patrón general, era cuando yo estaba al
mando.
Sin embargo, todo esto presentaba una extraña
contradicción que me inquietaba. Se
trataba de Gareth, mi apuesto mozo de cuadra y amo. A medida que transcurrían los meses, había
llegado a amarlo demasiado.
Cada noche, él
pasaba un rato en nuestro establo, me pellizcaba las erupciones de la piel, las
arañaba con las uñas mientras hacía cumplidos sobre mi aprendizaje o lo bien
que lo había hecho aquel día, o bien me transmitía los elogios de algún
lugareño magnánimo.
Si Gareth pensaba
que no nos habían azotado lo suficiente a Tristán y a mí a lo largo del día, y
esto era algo habitual cuando no éramos la última pareja de corceles de un
tiro, nos mandaba salir marchando al patio de adiestramiento, un lugar
espacioso situado al otro extremo del establo y de los demás patios. Una vez allí nos flagelaba a los dos, junto a
los corceles que también habían sido desatendidos, hasta que quedábamos bien
escocidos después de correr ante él en un pequeño círculo.
Gareth se ocupaba
personalmente de todos los pormenores del cuidado de nosotros dos. Nos restregaba los dientes, nos afeitaba la
cara, lavaba y peinaba nuestro pelo, nos cortaba las uñas, arreglaba nuestro
vello púbico y le aplicaba aceites.
También nos masajeaba los pezones con ungüentos para aliviarlos después
del pellizco de las abrazaderas.
La primera vez que
tuvimos que participar en las carreras del día de feria, Gareth fue el
encargado de tranquilizarnos ante los aullidos y vítores de la
muchedumbre. Se ocupó también de
engancharnos a los carros de competición de los que teníamos que tirar y de
repetirnos que debíamos sentirnos orgullosos mientras luchábamos por alcanzar
el triunfo.
Él siempre estaba
cerca.
En aquellas raras
ocasiones en las que tenían que usar con nosotros alguna nueva clase de arreos
o guarniciones, era él mismo quien nos los colocaba y nos lo explicaba.
Por ejemplo,
cuando ya llevábamos en los establos unos cuatro meses, nos colocaron unos
altos collares muy parecidos a los que habíamos llevado brevemente en el jardín
del sultán. Eran muy rígidos, para
mantener los mentones en alto, e impedían que volviéramos la cabeza. A Gareth le gustaban mucho. Opinaba que añadían estilo y mejoraban la
disciplina.
Según pasaba el
tiempo, nos ponían estos collares cada vez con mayor frecuencia. Nos pasaban las riendas de las embocaduras a
través de unos aros insertados a los lados y así podían tirar de la cabeza de
un modo más eficaz. Al principio era más
difícil hacer virajes con estos collares puesto que no podíamos volver la
cabeza como estábamos acostumbrados, pero enseguida aprendimos a hacerlo, al
estilo de los caballos de verdad.
En los calurosos días
de sol deslumbrante nos sujetaban anteojeras que en parte protegían nuestros
ojos, pero sólo nos permitían ver parcialmente lo que había ante nosotros.
En cierta forma era un consuelo. No obstante, las anteojeras nos obligaban a
correr a un ritmo más torpe e insistente, Ya que dependíamos por completo de
las órdenes del cochero para guiarnos.
Las jornadas festivas o los días de feria nos
sacaban con nuestros arneses de gala. El
día del aniversario de la coronación de la reina, adornaron las guarniciones de
todos los corceles con hebillas de fantasía, pesados medallones de bronce y
campanas discordantes, que añadían un gran peso y hacían que fuéramos
conscientes de nuestra servidumbre de una manera diferente, como si a estas
alturas todavía nos hiciera falta.
Pero, en esencia,
las guarniciones eran todas muy parecidas y el menor cambio podía servir como
castigo. Si yo mostraba la más mínima
pereza o enfurruñamiento con Gareth, me obligaba a llevar una embocadura más
larga y más gruesa que me desfiguraba la boca y me hacía padecer
miserablemente. Además, como mínimo dos
veces a la semana, nos ponían falos de un grosor y largura inusuales que nos
recordaban la suerte que teníamos al llevar los falos pequeños los demás días.
Otro recurso
frecuente era cubrir la cabeza de los corceles más asustadizos e inquietos con
una capucha de cuero y taponarles las orejas con algodón. Únicamente les
dejaban la nariz y la boca al descubierto, para poder respirar, y asi trotaban
en silencio, y en la más completa oscuridad.
Al parecer era un excelente correctivo.
Sin embargo,
cuando me sometieron a este castigo me pareció completamente desmoralizante. No
paré de llorar en todo el día, aterrorizado al sentirme incapaz de oír o ver, y
no podía evitar gemir cada vez que me tocaba una mano. En mi ciego aislamiento, creo que era más
consciente que nunca de mi propia apariencia.
Según pasó el
tiempo, los castigos fueron menos frecuentes.
No obstante, cuando me tocaba, cada castigo era una catástrofe más
terrible para mi corazón. Gareth no
escatimaba mal genio ni dejaba de mostrar su decepción. Yo estaba demasiado enamorado de él, lo
sabía. Me encantaba su voz, su manera de
ser, su mera presencia silenciosa. Por Gareth exhibía mi mejor forma, el mejor
trote, soportaba castigos severos con arrepentimiento sincero, obedecía con
rapidez e incluso con regocijo.
Gareth me
felicitaba a veces por la manera en que manejaba a Jerard. Solía venir al patio de recreo a
observarnos. Decía que los azotes de
propina que yo le daba le volvían un corcel más animado y vivaracho. A mí me encantaba el halago.
Pero, por muy
intenso que fuera este amor por Gareth, el que sentía por Jerard también
aumentaba.
Después de las
palizas, me volvía cada vez más tierno con Jerard; lo besaba, lo lamía y jugueteaba
con él de una forma poco frecuente en el patio de recreo de los corceles. Gozaba de su cuerpo durante una hora completa
y los días en que no lo sacaban y me quedaba sin jugar con él tenía
dificultades para encontrar sustitutos obedientes. Era asombroso el dolor que yo podía provocar
con la mano desnuda.
De hecho, había
ocasiones en las que me intrigaba mi pasión por azotar a otros. Me gustaba tanto hacerlo como que me
azotaran. En lo más profundo de mi
corazón soñaba con fustigar a Gareth.
Sabía que si lo
azotaba, el amor que sentía por él sería excesivo, que iría más allá de mi
control, sería irrevocable.
De todos modos,
eso nunca llegó a suceder.
De momento, tenía
a Gareth. Quizás él tuviera un amante
durante aquellos primeros meses, nunca lo sabría. Pero al finalizar la primera mitad del año,
Gareth se dejaba caer por mi establo y pasaba largos ratos allá, comportándose
de un modo extraño e inquieto.
-¿Qué os preocupa,
Gareth? -le pregunté finalmente, cobrando valor para susurrarle en la oscuridad. Si él hubiera querido, podría haberme azotado
por hablar, pero no lo hizo. Me había
colocado las manos en la nuca y así podía apoyarse sobre mi espalda con los
brazos cruzados y reposar la cabeza. Me
gustaba que se apoyara en mí de este modo, pues disfrutaba al sentirlo sobre
mí. Me acarició el pelo
perezosamente. De vez en cuando me
rozaba ligeramente la verga con la rodilla.
-Los corceles
humanos sois los únicos esclavos de verdad -murmuró él como en un sueño-. Prefiero un corcel a la más delicada de las
princesas. Los corceles son
magníficos. Todos los hombres deberían
tener la oportunidad de servir como corceles durante un año de su vida. La reina debería disponer de un buen establo
en el castillo. Los nobles y las damas
ya lo han solicitado repetidas veces.
Podrían salir a cabalgar por el campo con corceles humanos con
espléndidas guarniciones. Debería haber
una buena academia para corceles y más competiciones, ¿no os parece?
No respondí. Me aterrorizaban las carreras. Con frecuencia
yo quedaba ganador, pero las competiciones me asustaban más que cualquier otra
cosa que me obligaran a hacer. De nuevo,
se trataba de actuar para divertir a otros, en vez de trabajar. A mí me gustaba la disciplina férrea y el
trabajo.
Otra vez su rodilla
se pegaba a mi verga.
-¿Qué queréis de mí, guapo? -le pregunté en voz
baja, empleando la expresión que tan a menudo él usaba conmigo.
-Sabéis qué
quiero, ¿no? -susurró.
-No. Si lo supiera, no hubiera preguntado.
-Los demás se
burlarán de mí si lo hago. Se supone que
me aprovecho de los corceles cuando me place, ya sabéis...
-¿Por qué no
hacéis lo que deseáis en vez de preocuparos por los demás?
No precisó nada
más. Se dejó caer de rodillas, tomó mi verga entre sus labios y al instante
me encontré aproximándome vertiginosamente a una culminación que era pura
dicha. «Es Gareth, mi hermoso Gareth», no dejaba de pensar. Luego, todos mis pensamientos quedaron
anulados. Él se arrimó a mí sin dejar de repetir lo perfecto que yo era y
cuánto le gustaba el sabor de mis jugos.
Cuando introdujo suavemente su verga en mi trasero, sentí que otra vez
me acercaba al paraíso.
Aunque esto se
repitió con cierta frecuencia y su deliciosa boca me proporcionaba a menudo
satisfacción, después seguía siendo un amo riguroso y yo era el triple de buen
corcel, el esclavo estremecido que lloraba ante la menor palabra de
desaprobación. A partir de entonces,
cada vez que se enfurecía, yo pensaba no sólo en su hermoso rostro y agradable
voz, sino en su boca lamiendo vigorosamente mi miembro en la oscuridad. Cada vez que me increpaba, me ponía a llorar
como un loco.
Una vez tropecé
mientras tiraba de un precioso carruaje, y Gareth se enteró. Entonces ordenó que me sujetaran al muro del
establo con las extremidades estiradas y me fustigó con una ancha correa de
cuero hasta que se aburrió. Yo temblaba
de dolor, no me atrevía ni a frotar la verga contra las piedras por temor a
correrme. Cuando me soltó, me arroje a
sus pies y le besé repetidamente las botas.
-No cometáis más
torpezas como ésa, Laurent -advirtió-.
Cada vez que falláis, yo quedo desprestigiado. -Luego me permitió
besarle las manos y yo lloré de gratitud.
Cuando llegó de
nuevo la primavera, casi no podía creer que hubieran transcurrido nueve
meses. Tristán y yo estábamos echados en
el patio de recreo confesándonos nuestros temores.
-Nicolás va a ir a
ver a la reina -dijo Tristán-. Le pedirá
que le permita comprarme una vez concluido este año. Pero a la reina no le complace su pasión.
¿Qué vamos a hacer cuando se acaben estos días?
-No lo sé. Quizá decidan vendernos otra vez a los
establos -respondí-. Somos buenos
caballos.
No obstante, era
como todas nuestras conversaciones de este tipo: pura especulación. Sólo sabíamos que la reina consideraría
nuestros casos al finalizar el año.
Cuando vi al
capitán de la guardia en una ocasión en que entró en las cuadras, me mandó
llamar y me permitió hablar con él, le dije que Tristán estaba desesperado por
volver junto a Nicolás y que yo estaba en la misma situación por permanecer
donde me encontraba.
Después de la vida
de caballo, ¿cómo podría soportar cualquier otra cosa?
Me escuchó con
evidente compasión.
-Dais buena
reputación a las cuadras, los dos -dijo el capitán-. Os ganáis dos y tres veces vuestro pan.
«Más que eso», pensé
yo pero no lo dije.
-Es posible que la
reina conceda a Nicolás su deseo y, en cuanto a vos, lo natural sería que os
dejaran permanecer un año más. La reina
está sumamente complacida de que ambos os hayáis calmado y por fin sepáis comportaros. En el castillo no le faltan juguetes nuevos
que la satisfagan.
-¿Sigue Lexius aún
con ella? -pregunté.
-Sí, se muestra
inflexible con él, pero es lo que necesita -dijo el capitán-. Y también hay un joven príncipe que apareció
misteriosamente por estas tierras y pidió clemencia a la reina para que lo
acogiera. Cuentan que oyó hablar de las
costumbres de la reina a través de la princesa Bella. Imaginaos.
Suplicó que no le obligáramos a marcharse.
-Ah, Bella. -Sentí
una repentina estocada de dolor. Creo
que no había pasado un solo día en el que no pensara en ella, con su vestido de
terciopelo y una flor en la mano enguantada, cuyos pétalos adquirían un aspecto
aún más delicado con el tejido que los apretaba. Había vuelto para siempre a las convenciones
sociales, pobre y querida Bella...
-Para vos,
princesa Bella, Laurent -me corrigió el capitán.
-Por supuesto,
princesa Bella -dije yo en tono suave y respetuoso.
-En cuanto a lo
que pueda suceder -continuó el capitán volviendo a la cuestión que nos
ocupaba-, está lady Elvira, que pregunta por vos constantemente...
-Capitán, soy tan
feliz aquí... -protesté.
-Lo sé. Haré lo que esté en mi mano. Pero continuad siendo obedientes,
Laurent. Os quedan tres años por delante
para servir en algún puesto, de eso no me cabe duda.
-Capitán, hay una
cosa más -dije.
-¿De qué se trata?
-La princesa
Bella... ¿Os llegan noticias suyas?
Su rostro se
entristeció denotando cierta nostalgia.
-Sólo sé que a
estas alturas ya debe de estar casada.
Tenía más pretendientes de los que alcanzaba a atender.
Aparté la vista
pues no quería revelar mis sentimientos.
Bella casada. El tiempo no había
mitigado mis sentimientos.
-Ahora es una gran
princesa, Laurent -dijo el capitán tomándome el pelo-. Tenéis ideas irreverentes, ¡lo veo!
-Sí, capitán -dije
yo. Los dos sonreímos. Pero no me
resultaba fácil-. Capitán, concededme un
favor. Cuando sepáis con certeza que se
ha casado, no me lo digáis. Prefiero no
saberlo.
-No es propio de
vos, Laurent –respondió el capitán.
-Lo sé. ¿Cómo
podría explicároslo? Apenas tuve ocasión
de conocerla.
La recordé
mientras hacíamos el amor en la oscuridad de la bodega del barco, su pequeño
rostro enrojecido en el momento de correrse debajo de mí. Agitaba las caderas entregada al éxtasis y
casi levantaba mi peso del suelo con ella.
Por supuesto, el capitán desconocía esta parte de la historia. ¿O
no? Intenté sacármelo de la cabeza.
Pasaron
semanas. Era incapaz de llevar la
cuenta. No quería saber lo deprisa que transcurría el tiempo.
Luego, una noche,
Tristán me confió llorando de dicha que la reina iba a entregarlo a Nicolás
cuando finalizara el año. Sería el
corcel particular de Nicolás y volvería a dormir en su alcoba. Estaba extasiado.
-Me alegro por vos
-le dije de nuevo.
¿Y qué sucedería
conmigo cuando llegara el momento? ¿Me subirían a la plataforma de subastas
para que algún viejo y degenerado zapatero remendón me comprara y me obligara a
barrer su taller mientras los corceles pasaban ante su puerta trotando en todo
su esplendor? ¡Oh! ¡No podía soportar la idea! ¡Esto era lo único en lo que
creía! Y los días pasaban...
En el patio de
recreo, devoraba a Jerard como si cada momento juntos fuera el último. Luego, un día al anochecer, cuando acababa de
terminar con él y lo acurrucaba entre mis brazos para gozar de un rato de
tiernos arrullos, vi un par de botas ante mis ojos. Al alzar la vista, me di cuenta de que era el
capitán de la guardia.
Nunca venía por
allí. Me quedé pálido.
-Majestad
-dijo-. Por favor, levantaos, traigo un
mensaje de gran importancia. Debo
pediros que vengáis conmigo.
-¡No! -exclamé
yo. Lo observé con horror pensando
enloquecido cómo podría detener sus labios para que las palabras no anunciaran
aquel maligno presagio. «¡No puede haber llegado el momento! ¡Se supone que
tengo que servir tres años más!»
Todos habíamos
oído los gritos de Bella en el momento de comunicarle la suspensión de su
vasallaje. Yo quería rugir con igual
desesperación en ese instante.
-Me temo que es
cierto, majestad -dijo, y extendió la mano para ayudarme a incorporarme.
La torpeza que
demostramos en aquel momento fue asombrosa. Justo allí, en las cuadras, había
unas ropas preparadas para mí y dos muchachos jóvenes que, con las cabezas
agachadas para no ser testigos de mi desnudez, iban a ayudarme a vestirme.
-¿Hay que hacerlo
aquí? -pregunté. Yo estaba
colérico. Pero intentaba ocultar mi
pesar, mi total conmoción. Miré
fijamente a Gareth mientras los muchachos me abotonaban la túnica y me ataban
las lazadas de los pantalones. Bajé la
vista para mirar las botas, los guantes, en silencio, pero lleno de furia-. ¿No
podíais haber tenido la decencia de llevarme al castillo para este ritual
denigrante? Es la primera vez que veo
hacerlo aquí, en medio del suelo cubierto de heno.
-¡Perdonadme,
majestad! -dijo el capitán-, pero estas noticias no podían esperar.
Dirigió una mirada
a la puerta abierta. Allí, de pie,
también con las cabezas inclinadas, vi a dos de los consejeros más importantes
de la reina, los cuales se habían servido de mí en numerosas ocasiones en el
castillo. Yo estaba a punto de echarme a
llorar. Miré a Gareth otra vez. Él
también estaba al borde de las lágrimas.
-Adiós, mi hermoso
príncipe -dijo, se arrodilló en el heno y me besó la mano.
-«Príncipe» ya no
es el tratamiento adecuado para el gracioso aliado de nuestra reina -dijo uno
de los consejeros dando un paso adelante-.
Majestad, debo comunicaros la triste noticia de la muerte de vuestro
padre. Ahora sois el soberano de vuestro
reino. El rey ha muerto, ¡larga vida al
rey!
-Maldito aguafiestas
-susurré yo-. ¡Siempre fue un completo canalla y ha tenido que elegir este
momento para pasar a mejor vida!
EL MOMENTO DE LA VERDAD
Laurent:
No había tiempo
para demorarse en el castillo. Tenía que
cabalgar a casa de inmediato. Sabía que
encontraría mi reino al borde de la anarquía.
Mis dos hermanos
eran idiotas y el capitán del ejército,
pese a ser leal a mi padre, intentaría hacerse con el poder.
De modo que, tras conferenciar con la reina durante
una hora, en la que discutimos básicamente acuerdos de guerra y pactos
diplomáticos, partí a caballo. Llevaba
conmigo un gran tesoro que ella misma me había entregado y algunas lindas
baratijas y recuerdos del pueblo y del castillo.
Aún me asombraba
que aquellas ropas engorrosas me siguieran a todas partes. Era un fastidio no estar desnudo, pero tenía
que continuar mi camino. Ni siquiera
eché un vistazo al pueblo cuando pasé cabalgando junto a él.
Por supuesto,
antes que yo miles de príncipes habían sufrido una suspensión tan repentina del
vasallaje, el trauma de volver a vestirse y toda la ceremonia, pero pocos habían tenido que tomar al
instante las riendas del reino al que regresaban. No había tiempo para lamentaciones, para
demorarme en una posada de camino a casa y beber para quedarme aletargado
mientras me acostumbraba al mundo real.
Llegué al castillo
tras dos noches de cabalgada al límite de las fuerzas y en el plazo de tres
días puse todo en orden. Ya habían
enterrado a mi padre. Mi madre había muerto años atrás. El país necesitaba una mano enérgica al mando
del gobierno y enseguida dejé claro a todo el mundo que ésa era mi mano.
Mandé azotar a los
soldados que habían abusado de las muchachas del pueblo durante los pocos días
de anarquía. Sermoneé a mis hermanos y
les hice volver a sus obligaciones con graves amenazas. Reuní al ejército para pasar revista y
concedí recompensas generosas a los que habían amado a mi padre y ahora se
presentaban ante mí con la misma lealtad.
En realidad, nada
de esto resultó difícil, pero sabía que más de un reino europeo había caído
porque el nuevo monarca no había sido capaz de tomar las riendas. Vi la mirada de alivio en los rostros de mis
súbditos que comprendían que su joven rey ejercía la autoridad de un modo
natural, con facilidad, y se ocupaba personalmente de todos los asuntos del
gobierno, grandes y pequeños, con gran atención y energía. El tesorero mayor se alegraba de tener a
alguien que le ayudara y el capitán del ejército retomó el mando con fuerza
revitalizada sabiendo que contaba con mi apoyo.
Pero, una vez
pasadas las primeras semanas de actividad frenética, en cuanto se serenaron las
cosas en el castillo y pude dormir toda la noche sin interrupciones de los
sirvientes ni de la familia, empecé a pensar en cuanto había sucedido. Ya no me quedaban marcas en el cuerpo pero me
atormentaba un deseo infinito. Cuando
comprendí que nunca volvería a ser un esclavo desnudo, casi no pude
soportarlo. No quería mirar las
baratijas que me había regalado la reina; los juguetes de cuero habían perdido
todo significado.
Pero después me
sentí avergonzado.
No era mi destino,
como hubiera dicho Lexius, seguir siendo un esclavo. Tenía que ser un soberano bueno y poderoso, y
lo cierto era que me encantaba ser rey.
Ser un príncipe
era espantoso, pero ser rey no estaba nada mal.
Cuando mis
consejeros vinieron a verme y me dijeron que debía buscar una esposa y tener
descendencia para garantizar la sucesión, asentí mostrando mi conformidad. La vida cortesana iba a consumirme, así que
por lo visto debía entregar todo lo que tenía.
Mi antigua existencia era tan insustancial como un sueño.
-¿Y quiénes son
las princesas que consideráis aptas? -pregunte a mis consejeros. Estaba firmando unas leyes importantes y
ellos se hallaban de pie en torno a mi escritorio-. ¿Bien? -Alcé la vista-.
¡Hablad!
Pero antes de que
alguno de ellos tuviera tiempo de decir algo, me vino un nombre de pronto a la
mente.
-¡La princesa
Bella! -susurré. ¡Era posible que aún no se hubiera casado! No me atreví a preguntar.
-Oh, sí, majestad -dijo
el primer canciller-. Sería la elección
más inteligente, sin lugar a dudas, pero rechaza a todos los
pretendientes. Su padre está
desesperado.
-¿Es eso cierto?
-pregunté. Intenté disimular mi
nerviosismo-. Me pregunto por qué los
rechaza -comenté inocentemente-.
Ensillad mi caballo de inmediato.
-Pero deberíamos
enviar una carta oficial a su padre.
-No. Ensillad mi caballo -Insistí y me levanté de
la mesa. Fui a la alcoba real para
vestirme con mis mejores galas y coger algunas cosas.
Estaba a punto de
salir precipitadamente cuando me detuve.
Sentí un repentino
puñetazo invisible en el pecho, como si me hubieran dejado sin aliento de un
golpe, y me hundí en la silla del escritorio.
Bella, mi querida
Bella. La vi en el camarote del barco
con los brazos tendidos, suplicándome.
Sentí una oleada de añoranza que me dejó desnudo como no había estado
nunca. Volvieron a mí otros pensamientos
dementes: mi dominación sobre Lexius en la alcoba del palacio del sultán,
Jerard abandonado totalmente en mis manos, la ternura que nacía en mí cuando
miraba la carne enrojecida bajo la palma de mi mano, el peligroso despertar al
amor de las víctimas de mis despiadados castigos, de aquellos que me
pertenecían.
¡Bella!
Necesité una dosis
sorprendente de coraje para levantarme de la silla. ¡Y aun así estaba
impaciente! Toqué ligeramente el
bolsillo donde había guardado las baratijas que le llevaba. Luego me observé brevemente en el distante
espejo: su majestad vestido de terciopelo púrpura y botas negras, con el manto
ribeteado de armiño resplandeciente tras él; y guiñé el ojo a mi reflejo.
-Laurent,
sinvergüenza -dije con una sonrisa maliciosa.
Llegamos al
castillo sin previo aviso, como era mi deseo, y el padre de Bella se mostró
entusiasmado mientras nos acompañaba al gran salón. Últimamente no había
recibido a demasiados pretendientes, y estaba ansioso por firmar una alianza
con nuestro reino.
-Pero, majestad,
debo advertimos de un inconveniente -dijo con amabilidad-. Mi hija es orgullosa y caprichosa, y se niega
a recibir a nadie. Se pasa todo el día
sentada ante la ventana, soñando.
-Majestad,
complacedme, por favor -le respondí-.
Sabéis que mis intenciones son honorables. Limitaos a indicarme la puerta de sus
aposentos y yo me ocuparé de todo.
Estaba sentada
ante la ventana, de espaldas a la habitación, canturreando en voz baja. Su cabello, que atraía la luz del sol,
parecía oro hilado.
Mi dulce
tesoro. El vestido que llevaba era de
terciopelo rosa ribeteado con hojas de plata cuidadosamente bordadas. Con qué perfección se ajustaba a sus
magníficos hombros y brazos. Unos brazos
tan suculentos como toda ella, pensé.
Esos pequeños brazos tan dulces de estrujar. Permitidme ver los pechos, por favor, ahora
mismo... y ¡esos ojos, esa vivacidad!
Otra vez volví a
sentir aquel puñetazo invisible y completamente imaginario en el pecho.
Me acerqué
cautelosamente por detrás y, justo cuando ella se sobresaltó, le cubrí
firmemente los ojos con las manos enguantadas.
-¿Quién osa hacer
esto? -susurró en tono asustado, suplicante.
-Tranquila,
princesa -contesté-. Ha llegado vuestro
amo y señor, ¡el pretendiente que no os atreveréis a rechazar!
-¡Laurent!
-exclamó con un grito sofocado. La solté, se levantó, dio media vuelta y se
arrojó en mis brazos. La besé mil veces,
rozándole los labios apenas. Estaba tan
maravillosa y dócil como en la bodega del barco, igual de apetecible, ardiente
y desenfrenada.
-Laurent, ¿no
habréis venido de verdad con una proposición de matrimonio?
-¿Proposición,
princesa, proposición? -contesté-. Vengo
con una orden. -La obligué a abrir ampliamente los labios con la lengua,
mientras le apretaba los pechos a través del terciopelo-. Os casareis conmigo, princesa. Seréis mi reina y mi esclava.
-¡Oh, Laurent, no me atrevía a soñar con este momento!
-dijo ella. Su rostro se cubrió de un
atractivo rubor, sus ojos fulguraban.
Percibí su excitación a través de la falda pegada a mi pierna. La oleada
de amor volvió a invadirme con una fuerza abrumadora, mezclada con un sentido
demencial de posesión y poder que me obligó a estrecharla con fuerza.
-Id a comunicar a
vuestro padre que seréis mi esposa
y que partiremos de inmediato hacia mi reino. ¡Y luego volved conmigo!
Obedeció al instante y, cuando regresó, cerró la
puerta a sus espaldas. Se quedó
observándome con una mirada de incertidumbre, apoyada en la madera con aire
huidizo.
-Echad el cerrojo
ordené-. Partiremos enseguida. Reservaré para mi lecho real el acto de
poseeros pero antes de irnos quiero prepararos para el viaje como es debido. Haced lo que os digo.
Bella echó el
cerrojo. Cuando se acercó a mí era la
pura imagen de la hermosura. Metí la
mano en el bolsillo y saqué un par de regalos que había traído conmigo de la
reina Eleanor: dos pequeñas abrazaderas de oro.
Bella se llevó la palma de la mano a los labios. Un gesto encantador, pero inútil. Sonreí.
-No me digáis que
voy a tener que enseñároslo todo desde el principio otra vez -le dije,
guiñándole un ojo y dándole un rápido beso.
Deslicé la mano por debajo del ajustado corpiño y atrapé el pezón con
firmeza. Luego el otro.
Un estremecimiento
recorrió su torso y se propagó hasta su boca abierta. Qué zozobra tan deliciosa.
Saqué el otro par
de abrazaderas de mi bolsillo.
-Separad las
piernas -dije. Me arrodillé, le subí la
falda y deslicé la mano hasta encontrar el húmedo sexo desnudo. Cuán hambriento y predispuesto estaba. Oh, qué encanto tan espléndido. Una sola oleada a su rostro radiante que me
escudriñaba desde arriba y me volvería loco.
Apliqué las abrazaderas cuidadosamente a los húmedos labios secretos.
-Laurent
-susurró-, no tenéis compasión. -Sufría ya medio asustada, medio aturdida, el
padecimiento oportuno, y yo conseguía a duras penas resistirme a ella.
Entonces saqué del
bolsillo un pequeño frasco de líquido de color ambarino, uno de los obsequios
más preciados de la reina Eleanor. Lo
abrí y olí el fragante aroma. Pero esto
había que usarlo en contadas ocasiones.
Al fin y al cabo mi tierno y pequeño encanto no era un corcel fuerte y
musculoso acostumbrado a tales suplicios.
-¿Qué es?
-¡Chist! -le toqué
los labios-. No me obliguéis a azotaros
hasta que os tenga en mi alcoba y pueda hacerlo adecuadamente. Permaneced en silencio.
Di un golpecito al
frasco, vertí unas gotas en mi dedo enguantado y luego levanté la falda una vez
más para esparcir el fluido por el pequeño clítoris y los labios temblorosos de
la princesa.
-Oh, Laurent,
es... -se arrojó a mis brazos y yo la sostuve.
Cuánto sufría intentando no apretar las piernas, completamente
temblorosa.
-Sí -afirmé
agarrándola con firmeza. Era pura
gloria-. Y picará de la misma manera
durante todo el trayecto hasta mi castillo.
Una vez allí lo retiraré con la lengua, hasta la última gota, y os
poseeré como merecéis.
La princesa
gimió. Sus caderas se retorcían en
contra de su voluntad mientras la poción urticante surtía efecto. Con su boca pegada a la mía, frotó sus senos
contra mi pecho como si yo pudiera salvarla de algún modo.
-Laurent, no puedo
soportarlo -dijo susurrando las palabras entre besos-. Laurent, me muero por vos. No me hagáis sufrir mucho rato, por favor,
Laurent, no debéis...
-Chist, no podéis
hacer nada -advertí amorosamente. Una
vez más, me llevé la mano a los bolsillos y extraje un pequeño y delicado arnés
unido a un falo. Mientras lo desenvolvía,
Bella se llevó las manos a los labios y juntó las cejas en un pequeño gesto de
terror. Pero no opuso resistencia cuando
me arrodillé para introducirle suavemente el falo en su apretado trasero. Lo aseguré firmemente en el ano y le até el
arnés alrededor de las caderas y cintura.
Naturalmente, también podía haber aplicado el fluido urticante al falo
pero eso hubiera sido demasiado cruel.
Sólo era el principio, ¿o no? Ya
habría tiempo para eso.
-Vamos, preciosa,
en marcha -dije al tiempo que me levantaba.
Ella estaba radiante, completamente sumisa. La alcé en mis brazos, la saqué de la
habitación y luego seguí escaleras abajo hasta el patio, donde su caballo
esperaba ensillado. Pero no la dejé en
su caballo.
La instalé sobre
mi montura delante de mí. Cuando nos
alejábamos para introducirnos en el bosque, deslicé la mano bajo su falda para
acariciar las correas del pequeño arnés y el húmedo y tierno sexo que ahora me
pertenecía. Era toda mía, oprimida por
aquella comezón de deseo, preparada para mí.
Sabía que poseía una esclava que ninguna reina, noble, ni capitán de la
guardia podrían arrebatarme otra vez.
El mundo real era
éste: Bella y yo libres para tenernos el uno al otro, sin los demás. Sólo los dos en mi alcoba, donde yo podría
envolver su alma desnuda con rituales y pruebas rigurosas que superarían
nuestras experiencias anteriores, nuestros sueños. Nadie podría salvarla de mí. Nadie me salvaría de ella. Mi esclava, mi pobre esclava indefensa...
Me detuve de
repente. Otra vez sentí aquel puñetazo
en el pecho. Sabía que me había quedado
pálido.
-¿Qué sucede,
Laurent? -preguntó Bella llena de inquietud.
Se agarró a mí con fuerza.
-Pánico -le
susurré.
-¡No! -gritó.
-Oh, no os
preocupéis, mi tierno amor. Os golpearé
lo bastante fuerte cuando lleguemos a casa, y adoraré cada uno de los
azotes. Haré que os olvidéis del capitán
de la guardia, del príncipe de la Corona y de todos los que os poseyeron en el
pasado, los que se sirvieron de vos y que os satisficieron. Pero, lo que sucede es que... voy a amaros
cada vez más. -Miré su rostro vuelto hacia mí, sus ojos salvajes, su pequeño
cuerpo contorsionándose bajo el suntuoso vestido.
-Sí, lo sé
-contestó en voz baja y temblorosa. Me besó ardientemente. Con un susurro suave, entregado, dijo lenta y
reflexivamente-: Soy vuestra, Laurent, aunque todavía ignoro el significado de
estas palabras. ¡Enseñadme vos! No es
más que el principio. Va a ser el peor y
más irremediable de los cautiverios.
Si no dejaba de
besarla nunca llegaríamos al castillo.
El bosque era tan hermoso y oscuro... y ella estaba sufriendo, mi
tesoro...
-Y seremos felices
para siempre -le dije entre mis besos- como en los cuentos.
-Sí, siempre
felices -contestó-, mucho más felices, creo, de lo que nadie podría imaginar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario