LESTAT EL VAMPIRO
CRONICAS VAMPÍRICAS 2
Anne Rice
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Luchina me besó y contemplé su blanco cuello, sus manos como la leche. Vi las venas del rostro de
Jeannette y el suave cojín de su labio inferior cada vez más cerca. El champán, servido en decenas de
copas, corría por las gargantas. Renaud improvisaba una especie de discurso acerca de nuestra
«sociedad» y de que la pequeña farsa de aquella noche no era sino el principio y que pronto seríamos el
mejor teatro de los bulevares. Me vi a mí mismo representando el papel de Lelio y oí de nuevo la tonadilla
que le había cantado a Flaminia, hincado de rodillas.
Ante mí, unos pequeños mortales daban volteretas pesadamente y el público rugía cuando el jefe de
la trouppe hizo un gesto procaz con sus posaderas.
Sin darme tiempo a pensar en lo que hacía, me encontré en pleno escenario.
Estaba en el mismo centro, notando el calor de las luces y el escozor del humo en los ojos. Contemplé
las abarrotadas galerías, los palcos separados por mamparas, las filas y filas de espectadores hasta la
pared del fondo. Y escuché mi voz mascullando a los acróbatas la orden de que se marcharan.
Las risas me resultaron ensordecedoras: los comentarios jocosos y los gritos que acogieron mi
presencia eran espasmos y erupciones y detrás del rostro de cada espectador distinguí con toda claridad
una calavera sonriente. Mis labios tarareaban la cancioncilla que había interpretado en mi papel de Lelio,
sólo un fragmento de la tonada, el mismo que había repetido luego en mis expediciones por las calles,
«hermosa, hermosa Flaminia». Lo repetí una y otra vez, hasta que las palabras formaron un sonido
ininteligible.
Por encima del tumulto se oían insultos a voz en grito.
—¡Que siga la función! —dijo una voz—. ¡Veamos qué haces, además de enseñarnos tu linda cara!
Desde la galería, alguien arrojó una manzana mordisqueada que golpeó la tarima a poca distancia de
mis pies.
Me desabroché la capa violeta y la dejé caer. Hice lo mismo con la espada de plata.
La canción se había convertido en un murmullo incoherente tras mis labios cerrados, pero el frenético
verso seguía martilleándome en la cabeza. Vi las tierras vírgenes de la belleza con toda su rudeza brutal,
como las había percibido la noche anterior mientras Nicolás tocaba el violín, y el mundo moral me pareció
un desesperado sueño de racionalidad que no tenía la menor posibilidad en aquella jungla fétida y
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exuberante. Fue una visión y, más que entender, me limité a ver. Sólo pensé que yo formaba parte de
ello, tan natural como la gata con su expresión exquisita e impávida en el momento de clavar las uñas en
el lomo de la rata chillona.
—«Mi linda cara» es la de una Parca —medio murmuré— que puede apagar todas las «breves
velas», todas las almas palpitantes que llenan esta sala.
Pero las palabras ya quedaban, en realidad, fuera de mi alcance. Flotaban quizás en algún estrato
donde existía un dios que entendía los colores de los dibujos de la piel de una cobra y las siete gloriosas
notas que formaban la música que surgía del violín de Nicolás, pero nunca el principio más allá de la
fealdad o la belleza: «No matarás».
Cientos de rostros grasientos me miraban desde la penumbra. Pelucas andrajosas y falsas joyas y
sucios aderezos, pieles como el agua fluyendo sobre huesos torcidos. Una multitud de mendigos
harapientos, mancos y jorobados, lanzaba silbidos y abucheos desde la galería, con sus apestosas
muletas bajo el brazo y los dientes del mismo color que las piezas de las calaveras que uno encuentra
entre el polvo de las tumbas.
Extendí los brazos, doblé la rodilla y empecé a dar vueltas como saben hacer los acróbatas y los
bailarines, girando y girando sin esfuerzo sobre los dedos de un pie, cada vez más deprisa, hasta
detenerme en seco; entonces me doblé hacia atrás e inicié una serie de volteretas en círculo, seguidas
de varios saltos mortales, imitando todo lo que había visto hacer a los volatineros en las ferias.
De inmediato surgieron los aplausos. Me sentía tan ágil como lo había estado en el pueblo, y el
escenario me resultaba pequeño y engorroso. El techo parecía venírseme encima y el humo de las luces
del proscenio me cercaba. La tonadilla a Flaminia volvió a mis labios y empecé a cantarla en voz alta
mientras daba vueltas y saltos y giros de nuevo. Después, mirando al techo, ordené a mi cuerpo que se
levantara al tiempo que flexionaba las rodillas para saltar.
En un instante, rocé las vigas y volví a caer sobre las tablas grácilmente y sin hacer ruido.
Unos jadeos se alzaron entre el público. La pequeña muchedumbre que se apretaba en las alas del
teatro estaba asombrada. Los músicos del foso, que habían permanecido en silencio todo el tiempo, se
miraban entre ellos. Desde su posición, podían comprobar que no había cable alguno.
Pero yo volvía a elevarme otra vez para delicia del público, esta vez dando saltos mortales durante
todo el ascenso, de nuevo hasta más allá del arco pintado, para descender luego en giros todavía más
lentos y gráciles.
Gritos y vítores se alzaban sobre los aplausos, pero, tras los decorados, todo el mundo se había
quedado mudo. Nicolás estaba al borde mismo del escenario y sus labios pronunciaban en silencio mi
nombre.
«Tiene que ser un truco, una ilusión.» De todas partes me llegaban comentarios parecidos. Los
espectadores pedían a sus vecinos que mostraran su asentimiento. El rostro de Renaud brilló delante de
mí por un instante con la boca abierta y los ojos entrecerrados.
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Pero yo me había puesto a bailar de nuevo y, esta vez, la gracia de la danza ya no interesaba al
público. Lo advertí porque el baile se convirtió en una parodia, con cada gesto más amplio, más largo y
más lento de lo que podría haber ejecutado un bailarín humano.
Alguien lanzó un grito desde las bambalinas y una voz le mandó callar. Y entre los músicos y los
ocupantes de las primeras filas de butacas se alzaron unos gritos. Los espectadores se estaban poniendo
nerviosos y cuchicheaban entre ellos, pero la chusma de las galerías continuó batiendo palmas.
De pronto, corrí hacia el público como si fuera a recriminarle su falta de sensibilidad. Algunos
espectadores se sobresaltaron tanto que se incorporaron y trataron de escapar por los pasillos. Uno de
los cornos de la orquesta dejó caer el instrumento y salió gateando del foso.
Capté la agitación, la ira incluso, en sus rostros. ¿Qué eran todos aquellos trucos? De repente, habían
dejado de divertirles; no podían comprender cómo los hacía, y en mis ademanes serios había algo que
les daba miedo. Por un terrible instante, noté su desamparo.
Y percibí su destino.
Una gran horda de esqueletos rechinantes envueltos en carne y harapos, sólo eso eran; y, pese a ello,
hacían derroche de atrevimiento y me lanzaban gritos con irreprimible orgullo.
Levanté las manos lentamente para exigir su atención y me puse a cantar en voz muy alta y firme la
tonadilla de Flaminia, mi hermosa Flaminia, entonando un mal pareado tras otro y dejando que la voz se
hiciera más y más sonora, hasta que, de pronto, la gente empezó a ponerse en pie frente a mí, gritando,
pero seguí cantando todavía más alto hasta enmudecer cualquier otro sonido con un insoportable rugido
y verles a todos, a los cientos de espectadores, derribando los bancos de butacas y llevándose las manos
a los costados de la cabeza.
Sus bocas eran muecas, gritos mudos.
Se produjo un tumulto de gritos y maldiciones mientras todos Pugnaban por abrirse paso hacia las
puertas. Las cortinas fueron arrancadas de sus barras y algunos hombres se dejaron caer desde las
galerías para ganar la calle.
Detuve la terrible cantinela.
En un resonante silencio, me quedé contemplando los cuerpos débiles y sudorosos que escapaban
torpemente en todas direcciones. El viento soplaba por las puertas abiertas y noté una extraña frialdad en
las extremidades, junto a la impresión de tener los ojos de cristal.
Sin mirar, cogí la espada y me la coloqué al cinto otra vez; después, con un dedo, levanté la capa,
arrugada y llena de polvo, por el cuello de terciopelo. Estos gestos parecieron tan grotescos como todo lo
demás que había hecho y no le di ninguna importancia a que Nicolás estuviera luchando por desasirse de
dos de los actores, que le sujetaban temiendo por su vida mientras él pronunciaba una y otra vez mi
nombre.
Sin embargo, algo entre todo aquel caos captó mi atención. Me pareció importante —terriblemente
importante, en realidad— que en uno de los palcos abiertos hubiera una figura puesta en pie que no
hacía el menor intento por escapar, o ni siquiera por moverse.
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Me volví lentamente y le miré frente a frente, retándole, me pareció, a quedarse allí. Era un anciano, y
sus empañados ojos grises me taladraban con terca indignación; mientras le miraba fijamente, me oí a mí
mismo emitiendo un poderoso rugido con la boca muy abierta. El sonido parecía surgir del fondo de mi
alma y se hizo más y más potente hasta que los pocos espectadores que aún quedaban abajo volvieron
a cubrirse los oídos, paralizados; incluso Nicolás, que corría hacia mí, se encogió ante el doloroso sonido,
asiéndose la cabeza entre las manos.
Y, pese a todo, el anciano continuó inmóvil en el palco, terco e indignado y con una mirada colérica,
frunciendo el entrecejo bajo la peluca gris.
Di un paso atrás, crucé de un salto el vacío local y fui a aterrizar en el mismo palco, frente al hombre.
A pesar de sus esfuerzos, se quedó boquiabierto y con los ojos horriblemente desorbitados.
Parecía desfigurado por la edad, con los hombros hundidos y las manos deformes, pero la viveza de
sus ojos no reflejaba vanidad ni concesión alguna. Cerró la boca con fuerza, echando hacia adelante la
barbilla. Y sacó de debajo de la levita una pistola con la que me apuntó, sosteniéndola con ambas
manos.
—¡Lestat! —gritó Nicolás.
Pero el disparo sonó y la bala me dio de pleno. No me moví. Permanecí de pie, tan firme como antes
lo había estado el viejo, y el dolor me atravesó y cesó, dejando tras su estela una terrible tensión en todas
mis venas.
De la herida manó sangre. Manó como nunca la había visto hacerlo. Me empapó la camisa y noté que
también se derramaba por mi espalda. La tensión se hizo cada vez más fuerte y una especie de escozor
empezó a extenderse por la superficie de mi espalda y de mi tórax.
El anciano me observó, desconcertado. Le cayó la pistola de la mano, inclinó la cabeza hacia atrás
con los ojos cerrados y el cuerpo encogido como si le hubieran extraído el aire, y se derrumbó en el
suelo.
Nicolás había subido corriendo las escaleras y entraba en aquel instante en el palco. De su boca
surgía un murmullo histérico, convencido de haber sido testigo de mi muerte.
Y permanecí callado, escuchando mi cuerpo en esa terrible soledad que me había acompañado desde
que Magnus me hiciera un vampiro. Y supe que las heridas ya habían desaparecido.
La sangre estaba secándose en mi chaleco de seda y en la espalda de mis ropas desgarradas. El
cuerpo me latía donde me había atravesado la bala y mis venas seguían vivas con la misma tensión, pero
la herida ya se había cerrado.
Y Nicolás, volviendo a sus cabales al verme, advirtió que estaba ileso aunque la razón le decía que tal
cosa era imposible.
Le aparté a un lado y me dirigí a las escaleras. Nicolás se lanzó contra mí y le repelí de un empujón.
No podía soportar su olor ni su presencia.
—¡Aléjate de mí! —exclamé.
Pero él se acercó de nuevo y me pasó el brazo por el cuello. Tenía el rostro congestionado y un
horrible sonido surgía de su garganta.
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—¡Suéltame, Nicolás! —le amenacé. Si le sacudía con excesiva fuerza le desencajaría los brazos o le
rompería el espinazo.
Romperle el espinazo...
Nicolás soltó un gemido, tartamudeó y, durante una atormentadora fracción de segundo, los sonidos
que emitía fueron tan terribles como los de mi yegua en la montaña, mientras agonizaba aplastada en la
nieve como un insecto.
Apenas supe lo que hacía cuando me desasí de sus manos.
Cuando salí al bulevar, la multitud se dispersó gritando. Renaud se adelantó corriendo hacia mí, a
pesar de las manos que intentaban disuadirle.
—¡Monsieur! —Me tomó la mano para besarla y se detuvo al ver la sangre.
—No es nada, mi querido Renaud —le dije, muy sorprendido de la firmeza de mi voz y de su
suavidad. Sin embargo, cuando me disponía a hablar de nuevo, algo me distrajo. Algo a lo que, me dije
vagamente, debía prestar atención. Pese a ello, continué diciendo—: No le dé importancia, mi querido
Renaud. Es sangre falsa, nada más que una ilusión. Todo ha sido una ilusión, un truco teatral. El drama
de lo grotesco: sí, de lo grotesco.
Y de nuevo surgió aquella distracción, algo que podía percibir entre todo aquel tumulto de gente
apretándose para acercarse, pero no demasiado. Nicolás, desconcertado, me miraba con intensidad.
—Siga con sus obras —decía yo al empresario, casi incapaz de concentrarme en mis palabras—.
Siga con los acróbatas, las tragedias y sus representaciones más civilizadas, si lo prefiere.
Saqué del bolsillo un fajo de billetes y lo deposité en su mano vacilante. Arrojé unas monedas de oro
al pavimento. Los actores se lanzaron a recogerlas con cierto temor. Pasé la mirada por la multitud para
descubrir el origen de aquella extraña distracción, para saber qué era aquello. No se trataba de Nicolás,
que me contemplaba con el ánimo abatido desde la puerta del teatro desierto.
No, era algo a la vez familiar y desconocido, que tenía que ver con las tinieblas.
—Contrate los mejores actores —hablaba casi balbuciendo—, los mejores músicos, los grandes
pintores de decorados.
Más billetes. Mi voz recuperaba ya su firmeza, la voz de un vampiro; distinguí de nuevo las muecas y
las manos en alto, pero todos temían que les viera taparse los oídos. «¡No existe límite, NINGÚN LÍMITE,
a lo que puedes hacer aquí!»
Me alejé, arrastrando la capa y acompañado del desagradable sonido de la espada, mal envainada.
Algo surgido de las tinieblas.
Y, cuando me adentré apresuradamente en la primera calleja y empecé a correr, supe que lo que
había oído, lo que me había distraído, había sido sin la menor duda la familiar presencia, esta vez entre la
multitud.
Lo supe por una sencilla razón: Ahora estaba corriendo por las callejuelas poco concurridas más
deprisa de lo que podía hacerlo cualquier mortal, y la presencia mantenía las distancias. ¡Y la presencia
era más de una!
Hice un alto cuando estuve seguro de ello.
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Sólo estaba a una milla del bulevar, y la sinuosa calleja en la que me encontraba era más estrecha y
oscura que ninguna de las que había recorrido nunca. Entonces los escuché hasta que, brusca y
conscientemente, parecieron enmudecer.
Yo estaba demasiado nervioso y me sentía demasiado mal como para ponerme a jugar con ellos.
Estaba demasiado desconcertado y grité la vieja pregunta:
—¿Quién va? ¡Hablad! —En las ventanas próximas, los cristales vibraron. Los mortales se agitaron en
sus pequeñas alcobas. Allí no había ningún comentario—. Respondedme, hatajo de cobardes. ¡Hablad, si
tenéis voz, o apartaos de mí de una vez por todas!
Y entonces supe, aunque no sabría explicar cómo, que ellos podían oírme y responderme, si querían.
Y supe que aquello que había percibido repetidamente era la irreprimible evidencia de su proximidad y de
su intensidad, que no podían ocultar. En cambio, sí podían poner un velo sobre sus pensamientos, y así
lo habían hecho. Quiero decir con ello que poseían inteligencia, y también palabras.
Exhalé un largo y profundo suspiro.
Su silencio me atormentó, pero mil veces me afligía lo que acababa de suceder y, como tantas veces
había hecho en el pasado, les volví la espalda.
Las presencias me siguieron. Esta vez me siguieron y, por muy deprisa que yo avanzara, se
mantuvieron siempre a la misma prudente distancia.
Y no dejé de percibir su extraña, trémula y átona presencia hasta que llegué a la place de Gréve y
entré en la catedral de Notre Dame.
Pasé el resto de la noche en la catedral, acurrucado en un rincón en sombras junto al muro de la
derecha. Estaba hambriento debido a la sangre perdida, y cada vez que se acercaba un mortal sentía
una fuerte tensión y un intenso escozor donde había recibido la herida.
Sin embargo, esperé.
Y cuando se acercó una joven mendiga con su hijito, supe que había llegado el momento. La mujer vio
la sangre seca e insistió, casi frenética, en acompañarme al hospital cercano, el Hotel Dieu. Tenía el
rostro demacrado por el hambre, pero trató de incorporarme con sus débiles brazos.
La miré a los ojos hasta que vi helarse su mirada. Noté el calor de sus pechos sobresaliendo bajo los
harapos. Su cuerpo suave y apetitoso se apoyó contra el mío, ofreciéndoseme, y la envolví en mis
brocados manchados de sangre. La besé, aspirando su calor mientras apartaba las sucias ropas de su
garganta, y me incliné a beber con tal habilidad que el niño dormido no llegó a darse cuenta. Después
abrí con dedos temblorosos la sucia camisa del chiquillo. Aquel tierno cuellecito también fue mío.
El éxtasis fue imposible de describir. Hasta entonces había gozado todo el placer que podía
proporcionarme la fuerza. En cambio, aquellas víctimas habían sido mías en el acto más parecido a la
entrega amorosa. La misma sangre parecía más cálida en su inocencia, más rica en su bondad.
Después contemplé a mis víctimas, durmiendo juntas el sueño de la muerte. Aquella noche, la
catedral no había sido un santuario para ellas.
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Y supe que mi visión del jardín de belleza había sido una visión real. En el mundo había propósito, sí,
y leyes, e inevitabilidad, pero todo ello sólo tenía que ver con la estética. Y en aquel Jardín Salvaje, los
seres inocentes como mis víctimas estaban destinados a los brazos de un vampiro. Mil cosas más
pueden decirse del mundo, pero únicamente los principios estéticos pueden ser verificados, y sólo ellos
permanecen iguales.
Ahora ya estaba preparado para volver a casa. Y, cuando salí al aire de la madrugada, supe que
había caído la última barrera entre el mundo y mi apetito.
Ahora, ya nadie estaba a salvo de mí, por inocente que fuera. Y eso incluía a mis apreciados amigos
del teatro de Renaud. E incluía a mi querido Nicolás.
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13
Quise que se marcharan de París. Quise que desaparecieran los carteles y que las puertas cerraran;
quise que se hicieran el silencio y la oscuridad en el teatrillo donde había conocido la mayor y más
sostenida felicidad de mi vida mortal.
Ni siquiera una docena de víctimas inocentes en una noche podía hacerme dejar de pensar en ellos,
ni eliminar el dolor que sentía dentro. Todas las calles de París me conducían a su puerta.
Y me invadía una terrible vergüenza cuando pensaba en mi actuación ante ellos. ¿Cómo podía
haberles asustado de aquel modo? ¿Por qué necesitaba probarme a mí mismo con tal violencia que
jamás podría volver a ser parte de ellos?
No. Yo había comprado el local de Renaud. Y lo había convertido en el lugar de más éxito del bulevar.
Ahora, lo cerraría.
Con todo, no se trataba de que nadie sospechara nada. Ellos habían creído las excusas simples y
estúpidas que les había dado Roget, que si acababa de regresar de las calurosas colonias del trópico y
que si el buen vino de París se me había subido a la cabeza. De nuevo, mucho dinero para compensar
los perjuicios.
Sólo Dios sabe qué pensaron realmente, pero el hecho fue que la noche siguiente continuaron con el
espectáculo de costumbre. Y las hastiadas multitudes del boulevard du Temple encontraron, sin duda,
una docena de explicaciones lógicas a la confusión producida. Bajo los castaños había cola.
Únicamente Nicolás se negaba a aceptar todo aquello. Se había lanzado a beber y se negaba a volver
al teatro y a seguir estudiando música. Cuando Roget se presentaba de visita, le recibía con insultos.
Frecuentaba los peores cafés y tabernas y deambulaba solitario por las calles nocturnas más peligrosas.
Bueno, eso tenemos en común, me dije.
Roget me puso al corriente de todo esto mientras yo paseaba por la habitación a conveniente
distancia de la vela de su mesa. Mi rostro era una máscara que ocultaba mis auténticos pensamientos.
—El dinero no significa mucho para ese joven, monsieur —me dijo el abogado—. Él mismo me ha
recordado que ha tenido mucho en su vida. Dice cosas que me inquietan, monsieur. No me gustan sus
palabras.
Roget parecía un personaje de un cuento infantil con su gorro y su camisa de dormir, descalzo y con
las piernas al aire; porque, una vez más, le había despertado en plena noche y no le había dado tiempo
de peinarse o tan siquiera de ponerse las zapatillas.
—¿Qué palabras son ésas? —pregunté.
—Habla de brujería, monsieur. Dice que usted posee poderes extraordinarios. Habla de La Voisin y de
la Chambre Ardente, un viejo proceso de brujería de tiempos de El Rey Sol. Era una bruja que preparaba
hechizos y pócimas para miembros de la Corte.
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—¿Quién creería ahora semejante basura? —repliqué, aparentando absoluta incredulidad, aunque, a
decir verdad, se me había erizado el vello de la nuca.
—Murmura cosas amargas, monsieur —continuó Roget—. Que la especie de usted, como él dice,
siempre ha tenido acceso a grandes secretos. Habla repetidamente de un lugar de su pueblo, llamado el
lugar de las brujas.
—¡Mi especie!
—Dice que usted es un aristócrata, monsieur —añadió Roget con cierta incomodidad—. Cuando un
hombre está enfadado como lo está monsieur de Lenfent, estas cosas llegan a ser importantes. Sin
embargo, no comenta sus sospechas con otros. Sólo me las cuenta a mí. Dice que usted comprenderá
por qué le desprecia. ¡Por negarse a compartir con él sus descubrimientos! Sí, monsieur, sus
descubrimientos. No deja de hablar de La Voisin, de cosas entre el cielo y la tierra para las cuales no hay
explicaciones racionales. Y afirma saber ahora por qué gritaba y lloraba usted en ese lugar de las brujas.
Por un instante, no fui capaz de mirar a Roget. ¡Era una deliciosa perversión de todo el asunto! Y, sin
embargo, daba justo en la diana. Qué soberbio, y qué absolutamente irrelevante. A su modo, Nicolás
tenía razón.
—Monsieur, es usted el más amable de los hombres... —empezó a decir Roget.
—Ahórrese, por favor...
—Verá, monsieur de Lenfent dice cosas fantásticas, cosas que no debería mencionar ni siquiera en
estos tiempos. Dice que vio cómo una bala le atravesaba el cuerpo y que debería estar muerto.
—La bala no me alcanzó —repliqué—. Roget, no continúe con esto. Haga que se vayan de París
todos esos cómicos.
—¿Que se vayan? —preguntó el abogado—. ¡Pero si ha invertido muchísimo dinero en esa pequeña
empresa...!
—¿Y qué? ¿A quién le importa eso? Envíelos a Londres, a Drury Lane. Ofrezca a Renaud la cantidad
suficiente para comprar un teatro en Londres. Desde allí podrán viajar a América, actuar en Santo
Domingo, Nueva Orleans y Nueva York. Hágalo, monsieur. No me importa cuánto cueste. ¡Cierre de una
vez mi teatro y consiga que la compañía se marche de la ciudad!
Así desaparecería el dolor, ¿no era eso? Dejaría de verles a todos apiñados a mi alrededor tras las
bambalinas, dejaría de pensar en Lelio, el chico de provincias que se encargaba de vaciar los orinales y
disfrutaba con ello.
Roget parecía profundamente tímido. «¿Qué debería parecerle», me dije, «trabajar para un lunático
bien vestido que le pagaba el triple de lo que cualquiera le daría, para luego hacer caso omiso de sus
consejos y opiniones profesionales?».
«Nunca lo sabré» me respondí a mí mismo. «Jamás volveré a saber qué significa ser un humano
mortal.»
—En cuanto a Nicolás —añadí—, le convencerá usted de que viaje a Italia, y ahora voy a explicarle
cómo.
—Monsieur, resulta difícil persuadir a su amigo incluso de que se cambie de ropas.
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—Esto será más sencillo. Ya sabe usted que mi madre está muy enferma. Pues bien, convenza a
Nicolás de que la lleve a Italia. Es una idea perfecta: él podría muy bien estudiar música en los
conservatorios de Nápoles, y precisamente es allí donde debería ir mi madre.
—Es cierto que su amigo mantiene correspondencia con ella... Le tiene un gran afecto.
—Precisamente. Convénzale de que ella no podría hacer ese viaje sin su compañía. Ayúdele a
efectuar todos los preparativos, monsieur. Nicolás debe abandonar París y le encargo a usted que se
ocupe de ello. Le doy de plazo hasta final de semana y entonces volveré para tener noticias de su
marcha.
Naturalmente, aquello era exigir mucho del abogado, pero no se me ocurría nada más. Los
comentarios de Nicolás sobre actos de brujería no me preocupaban, desde luego, puesto que nadie los
creería, pero yo estaba convencido de que, si no abandonaba París, Nicolás iría perdiendo la razón poco
a poco.
Con el transcurso de las noches, tuve que luchar conmigo mismo todas las horas que pasaba en vela,
para reprimir el impulso de ir a verle, de arriesgarme a un último contacto con él.
Me limité, pues, a aguardar a la fecha marcada; sabía muy bien que estaba perdiendo para siempre a
Nicolás y que éste jamás averiguaría la causa de nada de cuanto había sucedido. Yo, que una vez había
elevado mi voz contra la insensatez de nuestra existencia, le expulsaba ahora de la ciudad sin la menor
explicación. Era una injusticia que tal vez le atormentaría hasta el final de sus días.
«Es mejor eso que la verdad» dije mentalmente a Nicolás. Quizás ahora comprendía un poco mejor
todas nuestras ilusiones. Y si Nicolás podía convencer a mi madre de viajar a Italia, si ella estaba todavía
a tiempo de emprender el camino...
Mientras, pude comprobar personalmente que la Casa de Tespis cerraba sus puertas. En un café
cercano, oí comentar la partida de la compañía con rumbo a Inglaterra. Esta parte de mis planes
quedaba, por tanto, cumplida.
Fue cerca ya del amanecer del octavo día cuando, finalmente, acudí de nuevo a la puerta de Roget y
llamé a la campanilla.
El abogado me abrió más pronto de lo que yo esperaba, con un aire nervioso y aturdido bajo su
acostumbrada camisa de dormir blanca de franela.
—Me empieza a gustar su indumentaria, monsieur —dije cansadamente—. Creo que no confiaría en
usted ni la mitad de lo que confío si me recibiera con camisa, calzones y levita...
—Monsieur —me interrumpió Roget—, ha sucedido algo totalmente inesperado...
—Antes de nada, respóndame: ¿Han llegado sin novedad a Inglaterra Renaud y los demás?
—Sí, monsieur. Ya se encuentran en Londres, pero...
—¿Y Nicolás? ¿Ha acudido junto a mi madre en la Auvernia? Dígame que sí, que ya se ha marchado.
—¡Déjeme explicar, monsieur! —exclamó el abogado. Tras esto, guardó silencio. Y, de forma
absolutamente inesperada, vi la imagen de mi madre en su mente.
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De haber reparado en ello, habría sabido a qué se refería Roget. Que yo supiera, el hombrecillo no
había puesto jamás sus ojos en mi madre. Entonces, ¿cómo podía tener su imagen en la cabeza? Sin
embargo, en aquellos momentos, yo no razonaba. De hecho, la razón me había abandonado.
—¿No habrá...? No me estará usted diciendo que ya es demasiado tarde, ¿verdad? —murmuré.
—Monsieur, permítame ir a por el abrigo... —dijo Roget sin aclarar nada, al tiempo que hacía sonar la
campanilla.
Y de nuevo capté en su mente la imagen de mi madre, su rostro enjuto y pálido, tan vividamente que
no pude soportarlo.
Agarré a Roget por los hombros.
—¡Usted la ha visto! ¡Está aquí!
—Sí, monsieur. Está en París. Lo llevaré hasta ella inmediatamente. El joven de Lenfent me informó
Us
ted. que venía, pero no he podido dar con usted, monsieur. Nunca sé cómo ponerme en contacto con
Su madre llegó ayer.
Yo estaba demasiado abrumado para responder. Me hundí en el sillón y las imágenes que guardaba
de mi madre resplandecieron en mi cabeza con un fuego tal que eclipsó todo cuanto emanaba del
hombrecillo. ¡Está viva y en París! ¡Y Nicolás aún seguía en la ciudad, y estaba con ella!
El abogado se acercó a mí y alargó el brazo como si fuera a tocarme:
—Adelántese usted mientras me visto, monsieur. Su madre está en la He de Saint Louis, tres puertas
a la derecha de monsieur Nicolás. Tiene que acudir enseguida.
Le dirigí una mirada estúpida. En realidad, ni siquiera le veía. Estaba viendo a mi madre. Quedaba
menos de una hora para el amanecer y el regreso a la torre me llevaría tres cuartos, por lo menos.
—Mañana..., mañana por la noche... —creo que murmuré. Me vino a la memoria un verso de
Macbeth, de Shakespeare—: «... Mañana y mañana y mañana...».
—¡Monsieur!, ¿no lo entiende? Su madre no hará ningún viaje a Italia. Ella ha hecho su último viaje
viniendo aquí a verle.
Al comprobar que no respondía, me asió con sus manos y probó a sacudirme. Nunca había visto al
abogado de aquella manera. En aquel instante, a sus ojos, yo era un muchacho y él era un adulto que
tenía que devolverme a mis cabales.
—Le he buscado alojamiento, enfermeras, médicos, todo lo que pudiera necesitar —explicó—. Pero
no consiguen que su estado mejore. Es usted quien la mantiene viva, monsieur. Quiere verle antes de
cerrar los ojos por última vez. Olvídese de la hora y acuda a su lado. Ni siquiera una voluntad tan fuerte
como la de su madre puede obrar milagros.
No le pude responder. Era incapaz de coordinar un pensamiento coherente.
Me puse en pie y fui hasta la puerta, arrastrando al hombrecillo conmigo.
—Vaya a verla ahora mismo —le ordené—. Dígale que estaré con ella esta próxima noche.
El abogado sacudió la cabeza, enojado y disgustado, y trató de volverme la espalda.
No dejé que se soltara.
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—Vaya inmediatamente, Roget —insistí—. Permanezca con ella todo el día, ¿entiende bien?, y
ocúpese de que espere..., ¡de que espere mi llegada! Esté atento a si se duerme. Si empieza a agonizar,
despiértela y háblele. ¡Pero no permita que muera antes de que yo me presente!
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Tercera parte
Viático para la marquesa
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1
n la jerga propia de los vampiros, yo soy un madrugador. Me levanto cuando el sol apenas se
ha hundido tras el horizonte y el cielo todavía está envuelto en el resplandor rojizo del
crepúsculo. Muchos vampiros no se levantan hasta que la oscuridad es total y, por tanto, tengo
una ventaja tremenda en este aspecto, y en que deben volver a sus tumbas una hora, o más, antes que
yo. No lo he mencionado hasta aquí porque entonces no lo sabía, ni sería un detalle de importancia hasta
mucho después.
Pero, la noche siguiente, yo cabalgaba ya camino de París cuando el cielo aún parecía arder.
Antes de introducirme en el sarcófago me había ataviado con las mejores galas que poseía, y, a
lomos de mi montura, perseguía ahora el sol poniente en dirección a París.
La ciudad parecía arder, tan aterradora y brillante era la luz para mí, hasta que por fin crucé al galope
el puente detrás de Notre Dame, entrando en la He de Saint Louis.
No había pensado qué haría o diría a mi madre, ni cómo le ocultaría mi secreto. Sólo sabía que tenía
que verla y estar con ella mientras aún tuviera tiempo. No me atrevía a pensar abiertamente en su
muerte. El hecho tenía la rotundidad de una catástrofe y pertenecía al cielo encendido. Y tal vez me
dominaba un impulso propio de un común mortal: la creencia de que, si podía satisfacer su último deseo,
de algún modo tendría el horror bajo mi control.
La noche absorbía ya las últimas gotas de sangre de la luz cuando encontré la casa en el quai.
Era una mansión bastante elegante. Roget había escogido bien. Un criado me esperaba a la puerta
para acompañarme al piso superior. En el rellano de éste salieron a mi encuentro dos doncellas y una
enfermera.
—Monsieur de Lenfent está con ella, monsieur —dijo ésta—. Su madre ha insistido en vestirse para
verle. Y ha querido sentarse junto a la ventana para contemplar las torres de la catedral. Le ha visto llegar
a caballo por el puente, monsieur.
—Apague todas las velas de la estancia, menos una —le ordené—. Y dígales a monsieur de Lenfent y
a mi abogado que salgan.
Roget salió al instante; luego, apareció Nicolás.
También él se había vestido especialmente para ella, con un brillante traje de terciopelo rojo, su
habitual camisa fina de lino y guantes blancos. Su reciente caída en la bebida le había dejado más
delgado, casi macilento, pero eso hacía más vivida su hermosura. Cuando nuestras miradas se
encontraron, la suya reflejaba un rencor que me destrozó el corazón.
—La marquesa se encuentra un poco más fuerte hoy, monsieur —me informó Roget—, pero tiene
fuertes hemorragias. El doctor dice que no...
132
Se detuvo y volvió el rostro a la alcoba de la enferma. Capté con claridad sus pensamientos. Mi madre
no pasaría de aquella noche.
—Hágala volver a la cama, monsieur. Lo antes posible.
—¿Por qué tengo que hacerlo? —repliqué con voz mortecina, casi en un murmullo—. Quizás ella
prefiera morir junto a la maldita ventana. ¿Por qué diablos no?
—¡Monsieur! —me imploró Roget en un cuchicheo.
Quise decirle que se marchara con Nicolás.
Pero algo me estaba sucediendo. Penetré en el pasillo y miré hacia la alcoba. Ella estaba allí dentro.
Noté un profundo cambio físico en mi interior y me vi incapaz de moverme o decir algo. Ella estaba allí
dentro y se estaba muriendo de verdad.
Todos los pequeños sonidos del piso se convirtieron en un zumbido. Vi, a través de la puerta de doble
hoja, una hermosa alcoba, una cama pintada de blanco con dosel dorado y unas cortinas del mismo
dorado en las ventanas y, en los cristales superiores de éstas, el firmamento con las últimas y levísimas
hebras rosadas de las nubes. Pero todo resultaba confuso y ligeramente horrible: tanto el lujo que yo
había querido proporcionarle como el hecho de que ella estuviera a punto de sentir que su cuerpo se
colapsaba. Me pregunté si tal cosa la enloquecía o si la hacía reír.
Apareció el doctor, y la enfermera se acercó a decirme que sólo quedaba una vela encendida, como
había dispuesto. El olor de las medicinas llegó hasta mí mezclado con un perfume a rosas y me di cuenta
de que estaba oyendo los pensamientos de mi madre.
Sentía yo como el sordo palpito de su mente mientras esperaba, de sus huesos doloridos y sus
músculos flacos. Para ella, estar allí sentada con las máximas comodidades en el mullido sillón tapizado
de terciopelo significaba un dolor insoportable.
¿Pero qué era lo que pensaba, bajo aquella desesperada expectación? «Lestat, Lestat, Lestat...»: eso
fue lo que escuché. Y, más profunda todavía, una súplica:
«Que el dolor sea aún más intenso, porque sólo cuando sea realmente insoportable desearé morir.
Ojalá el dolor se haga tan terrible que me alegre de morir y no sienta tanto miedo. Ojalá sea tan
insoportable que no sienta miedo.»
—Monsieur —el doctor me tocó en el brazo—, dice que no quiere recibir al sacerdote.
—No..., no lo recibirá.
Ella había vuelto el rostro hacia la puerta. Si no entraba inmediatamente, ella se levantaría para venir
hacia mí, por mucho que le doliera.
Me pareció estar paralizado, pero, pese a todo, me abrí paso entre el doctor y las enfermeras, penetré
en la estancia y cerré las puertas.
El olor de la sangre.
Estaba sentada a la pálida luz violácea de la ventana, bellamente vestida de tafetán azul marino, con
una mano en el regazo y la otra en el brazo del sillón, y con su espesa cabellera amarilla recogida detrás
de las orejas, con dos cintas rosas de modo que los rizos se desparramaban sobre sus hombros. En sus
mejillas había un levísimo toque de colorete.
133
Durante un espantoso momento, me pareció que la estaba viendo cuando yo era un chiquillo. Era muy
hermosa. Ni el tiempo ni la enfermedad habían alterado la simetría de su rostro ni la belleza de su
cabello. Una sobrecogedora sensación de felicidad se adueñó de mí en ese instante, la cálida ilusión de
que era mortal otra vez, de que había recuperado la inocencia y de que estaba de nuevo con ella, y de
que todo estaba bien, de que todo estaba real y verdaderamente bien.
La muerte y el miedo no existían, y sólo estábamos ella y yo en su alcoba, y ella me tomaría en sus
brazos. Me detuve.
Había llegado muy cerca de ella y la vi llorar cuando levantó la cabeza. El vestido parisino le apretaba
demasiado en la cintura y tenía una piel tan fina e incolora en el cuello y las manos que no pude soportar
su visión, mientras sus ojos se alzaban hacia mí desde una cara que parecía casi amoratada. Olí en ella
la muerte. Olí la putrefacción.
Pero estaba radiante, y era mía; era la misma de siempre, y así se lo dije en silencio con todas mi
fuerzas: que era tan hermosa como en mi primer recuerdo de ella, cuando todavía llevaba sus viejas
ropas finas y se vestía con sumo detalle y me llevaba encima de su regazo a la iglesia en el coche.
Y en aquel extraño momento en que le daba a conocer todo aquello, lo mucho que la quería, me di
cuenta de que ella me oía, y me respondía que ella me amaba y siempre me había amado.
Era la respuesta a una pregunta que no había llegado a hacer. Y ella se dio cuenta de la importancia
del hecho: sus ojos eran serenos, inalterados.
Si llegó a advertir lo extraño de la situación, de aquel poder hablarnos sin palabras, no lo exteriorizó
en absoluto. Seguramente no lo llegaba a comprender del todo. Debía haber notado únicamente una
efusión de amor.
—Ven aquí para que pueda verte como eres ahora —me dijo.
La vela estaba junto a su brazo, en el alféizar. Con gesto parsimonioso, la apagué con los dedos. Vi
que fruncía el entrecejo bajando sus rubias cejas, y sus ojos azules se abrieron un poco mas mientras
observaba mi figura, el brillante brocado de seda y el encaje que había escogido para lucir ante ella, y la
espada que llevaba al cinto con su empuñadura enjoyada, bastante imponente.
—¿Por qué no querías verme? —preguntó—. He venido a París para eso. Vuelve a encender la vela.
Pero en sus palabras no había ánimo de reprimenda. Yo estaba allí, a su lado, y eso le bastaba.
Me arrodillé a sus pies. Tenía pensada una vulgar conversación mortal sobre si debía viajar a Italia
con Nicolás, pero, antes de que pudiera hablar, con toda claridad, se adelantó a decir:
—Demasiado tarde, querido mío. No completaría jamás el viaje. Ya he hecho suficiente camino.
Una punzada de dolor la hizo detenerse, ciñéndola por el talle donde le apretaba el vestido y, para
ocultarme su sufrimiento, puso una cara muy inexpresiva. Cuando lo hizo, parecía una muchacha, y, de
nuevo, olí en ella la enfermedad, el deterioro de sus pulmones y los coágulos de sangre.
Su mente fue presa de un pánico desbocado. Quería decirme a gritos que tenía miedo. Quería
rogarme que la cogiera en mis brazos y me quedara con ella hasta que todo hubiera pasado, pero no
pudo hacerlo, y, para asombro mío, advertí que ella pensaba que la rechazaría. Que era demasiado joven
y atolondrado para comprender nada.
134
Aquello era la agonía.
Ni siquiera fui consciente de que me apartaba de ella, pero me había retirado al otro lado de la
estancia. Pequeños detalles estúpidos se me incrustaron en la conciencia: las ninfas jugando en la
pintura del techo, los elevados tiradores dorados de las puertas y la cera fundida de las blancas velas, en
forma de frágiles estalactitas que deseé desprender y estrujar en mis manos. El lugar me pareció horrible,
adornado con exceso. ¿Le desagradaría a ella? ¿Preferiría estar de nuevo en aquellas desiertas
estancias de piedra?
En todo momento pensaba en ella como si hubiera «mañana y mañana y mañana...». Volví la vista a
ella, a su majestuosa figura sujeta al alféizar. El cielo había oscurecido tras ella, y una nueva luminosidad,
la de las lámparas de la casa, de los carruajes que transitaban y de las ventanas cercanas, rozó
suavemente el pequeño triángulo invertido de su fino rostro.
—¿No puedes contármelo? —dijo en voz baja—. ¿No puedes decirme cómo ha sucedido? Nos has
proporcionado a todos una gran felicidad, pero, ¿qué tal te va a ti? ¡A ti!
Incluso el mero hecho de hablar le causaba dolores.
Creo que estuve a punto de engañarla, de crear alguna potente emanación de contento y satisfacción
gracias a los poderes que había adquirido. Estaba dispuesto a contar mentiras mortales con una
habilidad inmortal, a hablar y hablar y a tratar de que cada palabra fuera la más perfecta. Sin embargo,
algo sucedió en el silencio.
No creo que permaneciera callado más de un instante, pero algo cambió dentro de mí. Se produjo un
cambio asombroso. En un instante, vi una vasta y aterradora posibilidad, y, en ese mismo momento, sin
titubeos, tomé una decisión.
Una decisión que carecía de palabras, planes o preparativos. Si alguien me hubiera preguntado en
aquel momento, habría negado tenerlos. Habría dicho: «No, nunca, nada más lejos de mis pensamientos.
¿Por quién me habéis tomado, qué clase de monstruo creéis que soy...?». Y, sin embargo, la elección
estaba hecha.
Entendí algo absoluto.
Las palabras de mi madre se habían desvanecido por completo; volvía a ser presa del miedo y de los
dolores, y, a pesar de éstos, se incorporó del sillón.
Vi cómo resbalaba de sus piernas el cobertor y me di cuenta de que venía hacia mí y que yo debía
evitarlo. Vi sus manos cerca de mí, extendidas adelante para tocarme, y lo siguiente que supe fue que
ella había saltado hacia atrás como si la arrastrara un viento impetuoso.
Tras retroceder unos pasos arrastrando los pies por la alfombra, chocó contra la pared más allá del
sillón. Sin embargo, rápidamente recobró la compostura como obligándose a ello, y en su rostro no hubo
ningún temor, aunque el corazón le latía aceleradamente. Su reacción fue más bien de asombro, y,
después, de desconcertada calma.
Si algo pensé en ese instante, no sé qué sería. Me acerqué a ella con la misma decisión que ella
había mostrado al avanzar hacia mí. Midiendo todas sus reacciones, me aproximé hasta quedar a la
135
misma distancia que nos separaba cuando ella había dado el salto hacia atrás. Mi madre me miraba la
piel y los ojos; de pronto, alargó la mano y me tocó el rostro.
«¡No estás vivo!» Tal fue la aterradora exclamación que surgió silenciosamente en su mente. «Estás
cambiado en otra cosa, pero NO ESTÁS VIVO.»
Sin palabras, respondí que no. No era como ella pensaba, y le envié un frío torrente de imágenes, una
sucesión de instantáneas de lo que había pasado a ser mi existencia. Escenas, cortes del tejido de la
noche parisina, la sensación de una cuchilla rajando el mundo sin el menor sonido.
Ella exhaló el aliento con un ligero siseo. El dolor descargó el puño en sus entrañas y abrió las garras.
Mi madre tragó saliva y apretó los labios para ocultar su agonía, mirándome con ojos verdaderamente
ardientes. Por fin había comprendido que aquella comunicación no eran meras sensaciones, sino
auténticos pensamientos.
—¿Cómo, entonces? —quiso saber.
Y, sin pensar muy bien lo que estaba haciendo, le expliqué la historia paso a paso: la ventana rota por
la que había sido arrebatado por la figura fantasmal que me había acechado en el teatro, los sucesos de
la torre y el intercambio de sangre. Le hablé de la cripta donde dormía, del tesoro, de mis andanzas, de
mis poderes y, sobre todo, de la naturaleza de mi sed. El sabor de la sangre, la sensación que producía,
lo que significaba que todas las pasiones y toda la voracidad se concentraran en aquel único deseo, y
que éste sólo obtuviera satisfacción, una y otra vez, bebiendo y matando.
La enfermedad la devoraba por dentro, pero mi madre ya no notaba el dolor. Me miraba fijamente, y
los ojos eran lo único que quedaba de ella. Y aunque yo no había tenido intención de revelar tales cosas,
descubrí que había tomado su frágil figura entre mis manos y que me estaba dando la vuelta de modo
que la luz de los carruajes que circulaban con estruendo por el quai me diera de pleno en el rostro.
Sin apartar los ojos de ella, extendí una mano para agarrar el candelabro de plata del alféizar, y,
levantándolo lentamente, doblé el metal con los dedos hasta dejarlo retorcido y lleno de bucles.
La vela cayó al suelo.
Mi madre puso los ojos en blanco un instante, se deslizó hacia atrás apartándose de mí, y, al tiempo
que se agarraba de las cortinas de la cama con la mano izquierda, escapó de sus labios, en un gran
acceso silencioso, un borbotón de sangre procedente de sus pulmones. Vi cómo sus fuerzas cedían
hasta quedar de rodillas mientras la sangre manchaba todo el costado del lecho adoselado.
Contemplé el objeto de plata retorcido que tenía yo en las manos, aquel metal retorcido que no
significaba nada. Lo dejé caer y observé a mi madre, la vi luchar contra la inconsciencia y el dolor,
limpiarse de pronto la boca con gestos torpes en las sábanas, como un borracho vomitando, mientras iba
derrumbándose hasta el suelo, incapaz de sostenerse.
Yo estaba de pie ante ella, contemplándola, y su pasajera angustia dejó de tener importancia frente a
la propuesta que le hice en aquel preciso instante. Una vez más, no hubo palabras sino sólo mudos
pensamientos, y una pregunta, más inmensa de lo que podría formularse nunca en voz alta: ¿Quieres
venir conmigo ahora? ¿QUIERES INTRODUCIRTE EN ESTO CONMIGO?
136
No te oculto nada, ni mi ignorancia ni mi miedo ni el simple pánico a fallar si lo intento. Y ni siquiera sé
si puedo trasmitir mi naturaleza más de una vez o cuál es el precio a pagar por hacerlo, pero correré el
riesgo por ti, y los dos lo descubriremos juntos, sean cuales sean el misterio y el terror que pueda
guardar, como he descubierto solo todo lo demás.
Y ella, con todo su ser, respondió que sí.
— ¡Sí! —exclamó de pronto en un grito casi ebrio, con una voz que quizás había sido siempre la suya,
pero que yo no había escuchado nunca. Sus párpados se cerraron con fuerza mientras volvía la cabeza a
derecha e izquierda—. ¡Sí!
Me incliné hacia adelante y besé la sangre que surgía de sus labios abiertos. El contacto me provocó
un hormigueo en las extremidades y la sed estalló impetuosa. Mis brazos se cerraron en torno a su
cuerpo liviano y la levantaron más y más, hasta que los dos estuvimos en pie, abrazados junto a la
ventana, y el cabello le caía por la espalda; un nuevo acceso de sangre brotó de sus pulmones, pero
ahora ya no tenía importancia.
Nos envolvieron todos los recuerdos de mi vida con ella, formando en torno a nosotros un velo que
nos aislaba del mundo: los tiernos poemas y canciones de la infancia, la sensación de su presencia sin
palabras cuando sólo había un parpadeo de luz en el techo sobre sus almohadas, y el aroma de su piel
embriagándome y su voz acallando mis sollozos, y luego el odio que había sentido por ella y la necesidad
de su presencia, y su alejamiento tras un millar de puertas cerradas, y sus crueles respuestas, y el terror
que me había producido y su complejidad y su indiferencia y su energía indefinible.
Y en todo instante, surgiendo con fuerza en el flujo de pensamientos, la sed. Una sed no abrasadora,
pero que daba calor a cada imagen de mi madre hasta convertirla en sangre, en madre, en amante, en
todas las cosas, en todo cuanto yo había deseado jamás, bajo la cruel presión de mis labios y mis dedos.
Hundí mis colmillos en ella, noté cómo jadeaba y se ponía tensa y advertí que mi boca se abría, glotona,
para recoger toda la sangre caliente cuando ésta manó de su cuello.
Su corazón y su alma se abrieron de par en par. En su interior no tenía edad alguna, no había un solo
instante. Mi razón se nubló Y parpadeó y dejaron de existir mi madre, mis triviales necesidades Y mis
despreciables temores; ella era, simplemente, quien era. Era Gabrielle.
Y toda su vida acudió en su defensa: los años y años de sufrimiento y soledad, la consunción en
aquellas cámaras húmedas y vacías a las que había sido condenada, los libros que eran su solaz, los
hijos que la habían devorado y abandonado, y el dolor y la enfermedad, sus últimos enemigos, que
simulaban ser sus amigos con la promesa de liberarla. Y más allá de palabras e imágenes surgían el
latido secreto de su pasión, su asomo de locura, su negativa a la desesperación.
Yo seguía sosteniéndola, manteniéndola en pie, con los brazos cruzados detrás de su fino cuello y
acunando su cabeza entregada en mi mano. Cada vez que la sangre brotaba de su garganta, yo emitía
un gemido estentóreo que formaba una canción al compás de los latidos de su corazón. No obstante,
éste estaba perdiendo fuerzas demasiado deprisa. La muerte se acercaba y la mujer se resistió a ella con
todas sus fuerzas, hasta que yo, en un último esfuerzo por contenerme, la aparté de mí sin soltarla y la
sostuve, inmóvil, frente a mí.
137
Me sentí desfallecer. La sed deseaba el corazón de mi presa. Aquella sed no era ningún invento de
algún alquimista. Y me quedé allí inmóvil, con los labios abiertos y los ojos borrosos mientras la sostenía
lejos de mí, como si en mi interior hubiera dos seres, uno que quisiera estrujarla y otro que deseara
cuidarla y protegerla.
Sus ojos, muy abiertos, parecían ciegos. Por un instante, se hallaba en algún lugar más allá de todo
sufrimiento, donde no existía más que dulzura e incluso algo que podía ser comprensión. Sin embargo, a
continuación, la oí llamarme por mi nombre.
Me llevé la muñeca derecha a los labios, me reventé una vena a mordiscos y apreté la herida contra
sus labios. Ella no se movió mientras la sangre se derramaba en su lengua.
—Bebe, madre —dije frenéticamente mientras apretaba el brazo con más fuerza todavía. Y noté como
si ya hubiera empezado a producirse algún cambio.
Sus labios vibraban, su boca se adhirió a mí y el dolor me sacudió de pronto, envolviendo mi corazón.
Su cuerpo se estiró, se puso en tensión, y su mano izquierda me asió la muñeca mientras tragaba el
primer sorbo. Y el dolor se hizo más y más intenso hasta casi hacerme soltar un alarido. Lo noté como un
chorro de metal fundido que corriera por mis vasos, extendiéndose por todas las fibras de mi cuerpo.
Pero sólo era ella que tiraba de mí, que me chupaba, que me quitaba la sangre que yo acababa de
sacarle. Ya volvía a mantenerse en pie por sí misma y su cabeza apenas se apoyaba en mi pecho. Me
invadió un profundo entumecimiento mientras ella seguía chupando con gran vehemencia y noté que el
corazón se me desbocaba ante esa sensación de aturdimiento, potenciando mi dolor al tiempo que
aumentaba su sed con cada nuevo latido.
Chupó y chupó cada vez con más ímpetu, cada vez más deprisa, y noté que me asía muy fuerte, con
un renovado vigor en su cuerpo. Pensé en obligarla a apartarse, pero no lo hice, y, cuando las piernas me
fallaron, fue ella quien tuvo que sostenerme. Me sentía mareado y la habitación me daba vueltas, pero
ella continuó con lo suyo, y un vasto silencio se extendió en todas direcciones a partir de mí hasta que,
sin ninguna voluntad ni convicción, la aparté de un empujón.
Dio unos pasos inseguros y se detuvo ante la ventana con sus largos dedos extendidos sobre la boca
abierta. Y antes de volverme y derrumbarme sobre un sillón cercano, contemplé con detalle por unos
instantes su cara pálida y me pareció ver cómo su cuerpo se hinchaba bajo la ligera tela de tafetán azul
marino. Sus ojos eran dos globos de cristal que captaban la luz.
Creo que en aquel instante murmuré «Madre», como un vulgar mortal, antes de cerrar los ojos.
138
2
Estaba sentado en el sillón. Me pareció que llevaba dormido toda una eternidad, pero no había
dormido un solo instante. Estaba en el castillo, en el hogar de mi padre.
Busqué a mi alrededor el atizador del fuego y mis perros, y si quedaba un poco de vino, y entonces
advertí las cortinas doradas a los lados de las ventanas y la parte de atrás de Notre Dame recortada
contra el cielo estrellado. Y la vi a ella.
Estábamos en París. E íbamos a vivir para siempre.
Ella tenía algo entre las manos. Otro candelabro. Un mechero de yesca. Estaba de pie, muy erguida, y
sus movimientos eran rápidos. Prendió una chispa y la aplicó a las velas una a una. Las llamitas se
avivaron y las flores de papel pintado de las paredes se alzaron hasta el techo y las bailarinas de éste se
movieron por un instante para, rápidamente, quedar paralizadas de nuevo formando un círculo.
Me volví hacia ella. Estaba frente a mí con un candelabro a su derecha y la cara blanca y
perfectamente tersa. Las bolsas oscuras bajo sus ojos habían desaparecido, y, de hecho, todos sus
pequeños defectos e imperfecciones se habían borrado, aunque no sabría deciros de qué defectos
podría tratarse. A mis ojos, ahora era perfecta.
Las arrugas que le había dado la edad se habían reducido, y, al mismo tiempo, curiosamente, se
habían hecho más profundas, de modo que tenía pequeñas arrugas gestuales en el rabillo de ambos ojos
y otra muy fina a cada lado de la boca. En los párpados conservaba sólo unas pequeñísimas bolsas —lo
cual realzaba su simetría, la sensación de que su rostro se componía de triángulos—, y sus labios
mostraban el tono rosa más pálido que se pueda imaginar. Tenía el aspecto delicado de un diamante
cuando atrapa un rayo de luz. Cerré los ojos y volví a abrirlos, y comprobé que todo aquello no era una
ilusión, igual que tampoco lo era el silencio de ella. Y advertí que su cuerpo había experimentado
cambios aún más profundos. Volvía a tener la plenitud de su juventud. Los pechos que la enfermedad
había marchitado, ahora abultaban sobre el tafetán azul marino del corsé, con una piel de un rosa tan
pálido y sutil que habría podido reflejar la luz. Pero su cabello resultaba aún más asombroso, porque
parecía tener vida propia. Eran tantos los colores que se movían en él, que casi parecía retorcerse;
millones de finísimas hebras agitándose en torno a su rostro y su garganta, de un blanco impoluto.
Las marcas de la garganta habían desaparecido.
Ya no quedaba nada por hacer, salvo el acto final de valor. Mirarla a los ojos.
Mirar con aquellos ojos de vampiro a otro ser como yo, por primera vez, desde que Magnus saltara a
la hoguera.
Debí hacer algún ruido, porque ella reaccionó ligeramente. Gabrielle. Desde ese instante, aquél era el
único nombre con que podría llamarla.
139
—Gabrielle —le dije. Jamás la había llamado así, salvo en alguno de mis pensamientos más íntimos,
y vi que me sonreía.
Me miré la muñeca. La herida había desaparecido, pero la sed gritaba en mi interior. Las venas me
respondían como si les hubiera hablado. Miré a Gabrielle y vi que movía los labios en una ligera mueca
de hambre. Y ella me dirigió una extraña expresión cargada de intención como si dijera «¿no me
entiendes?».
Pero no escuché nada. Silencio. Sólo la belleza de sus ojos mirándome de frente, y acaso el amor con
el que nos contemplábamos, pero acompañados de un silencio que se extendía en todas direcciones,
que no ratificaba nada. No podía entenderlo. ¿Estaba cerrándome su mente? La interrogué en silencio,
pero no pareció captar mi pregunta.
—¡Ahora! —exclamó, y su voz me sobresaltó. Era más suave y sonora que antes. Por un instante
volvimos a estar en la Auvernia, caía la nieve y ella me cantaba, y el eco repetía la nana como en una
gran cueva. Pero esto había muerto.
—Vamos... —dijo—. Acabemos con todo esto, deprisa... ¡Ahora! —Asintió con la cabeza para
persuadirme, se acercó y me tiró de la mano—. Mírate en el espejo —susurró por fin.
Pero yo sabía bien lo que vería. Le había dado más sangre de la que le había extraído a ella. Estaba
debilitado. Ni siquiera me había saciado antes de acudir a verla.
Con todo, estaba tan sorprendido por el sonido de sus palabras, la breve visión de la nieve cayendo y
el recuerdo de la canción infantil, que, por un instante, no respondí. Observé sus dedos que tocaban los
míos. Vi que nuestra carne era idéntica. Me incorporé del sillón y tomé sus dos manos, y luego toqué sus
brazos y su rostro. ¡Lo había hecho y seguía vivo! Y ella estaba conmigo ahora. Había llegado a aquella
terrible soledad y estaba allí, junto a mí. De pronto, no tuve otro pensamiento que abrazarla, estrecharla
contra mí y no permitir que nunca se fuera.
La levanté del suelo, la mecí en mis brazos y juntos dimos vueltas y vueltas.
Ella echó la cabeza hacia atrás y empezó a reír inconteniblemente, cada vez más alto, hasta que le
cubrí la boca con la mano.
—Con esa voz puedes hacer añicos todos los cristales de la estancia —le susurré, con la vista vuelta
hacia la puerta, tras la cual estaban Nicolás y Roget.
—¡Pues que se hagan añicos! —replicó, y en su expresión no había nada de humorístico. La deposité
de pie en el suelo. Creo que nos abrazamos una y otra vez, casi como dos tontos. No pude contenerme
de hacerlo.
Pero había otros mortales en el piso. El doctor y las enfermeras se hallaban también tras la puerta,
cavilando sobre si debían entrar o no.
Vi que Gabrielle miraba a la puerta. Ella también los oía. Entonces, ¿por qué no podía escucharme a
mí?
Se apartó de mi lado mientras pasaba su mirada de un objeto a otro. Asió de nuevo el candelabro y lo
acercó al espejo, donde se contempló a su luz.
140
Comprendí lo que le estaba sucediendo. Necesitaba tiempo para ver y calcular con su nueva visión.
Pero teníamos que salir del piso.
Escuché la voz de Nicolás a través de la pared, urgiendo al médico a que llamara a la puerta.
¿Cómo iba a hacer para salir de allí y librarme de ellos?
—No, por ahí no —dijo ella al ver que miraba hacia la puerta.
Sus ojos repasaban la cama, los objetos colocados sobre la mesa. Se acercó a la cama y sacó sus
joyas de debajo de la almohada. Las examinó y volvió a guardarlas en una gastada bolsa de terciopelo.
Después, ató la bolsa a la falda de modo que se perdiera entre los pliegues de la ropa.
Había un aire de importancia en aquellos pequeños gestos. Comprendí que aquello era lo único que le
importaba de la estancia, aunque su mente no me lo reveló ni por un instante. Estaba despidiéndose de
sus cosas, de los vestidos que había traído consigo, de su querido cepillo de plata y su peine, de los
libros manoseados de la mesilla junto a la cama.
Llamaban a la puerta.
—¿Por qué no por ahí? —me preguntó—, y, volviéndose hacia la ventana, abrió los cristales con
gesto enérgico. La brisa movió las cortinas doradas y le levantó el cabello junto a la nuca, y, cuando se
dio la vuelta, me estremecí al contemplar la cabellera enmarañada en torno al rostro, los ojos muy
abiertos y llenos de mil y un fragmentos de color y una luz casi trágica. Vi que no le tenía miedo a nada.
La tomé en mis brazos y, por un instante, no la dejé desasirse. Hundí el rostro en sus cabellos, y, de
nuevo, lo único que me pasó por la cabeza fue que estábamos juntos y que ya nada nos separaría jamás.
No entendía su silencio, la razón de que no la oyera, pero tuve la certeza de que no era cosa suya, y creí
que tal vez pasaría. Ella estaba conmigo. Y aquél era el mundo. La muerte era mi comandante y podía
entregarle mil víctimas, pero a ella se la había arrebatado de las manos. Lo dije en voz alta. Dije otras
cosas desesperadas y sin sentido. Los dos éramos idénticos seres terribles y mortíferos que vagábamos
por el Jardín Salvaje y traté de inculcarle con imágenes el sentido de aquel Jardín Salvaje, pero no
importaba que no lo entendiera.
—El Jardín Salvaje —repitió las palabras en tono reverencial, con una suave sonrisa en los labios.
Me retumbaba en la cabeza. Noté que me besaba y me murmuraba no sé qué cuchicheo como
acompañamiento de sus pensamientos.
—Pero ahora ayúdame —me dijo—. Quiero verte hacerlo. Ahora. Después nos queda la eternidad
para abrazarnos. Vamos.
La sed. Debía estar ardiendo. Yo necesitaba sangre imperiosamente y ella ansiaba probarla, de eso
estaba seguro. Porque recordé que yo lo había deseado desde la primera noche. En aquel instante, me
sorprendió que el dolor de su muerte física..., los fluidos evacuando su cuerpo..., pudiera aminorarse si
primero bebía.
Hubo nuevas llamadas a la puerta, que no estaba cerrada.
Trepé al alféizar de la ventana, le tendí la mano y, de inmediato, la tuve en mis brazos. No pesaba
nada, pero noté la firmeza, la tenacidad de su abrazo. Con todo, cuando vio la calleja a sus pies, la altura
de la pared y el quai al fondo, pareció titubear por un segundo.
141
—Échame los brazos al cuello —le dije— y agárrate fuerte.
Escalé las piedras llevándola colgada sobre el vacío, con su rostro levantado hacia el mío, hasta que
alcanzamos las resbaladizas pizarras del tejado.
Después la tomé de la mano y tiré de ella, corriendo más y más deprisa sobre los canalones y las
chimeneas, cruzando a saltos las estrechas callejas, hasta que alcanzamos el otro extremo de la isla.
Había esperado escuchar en cualquier momento un grito, o notar que me agarraba con más fuerza, pero
ella no tenía el menor miedo.
Al detenernos, permaneció erguida y silenciosa contemplando los tejados de la Rive Gauche y el río
salpicado de miles de oscuras barcas llenas de seres andrajosos; por un instante, pareció que gozaba
simplemente del viento que alborotaba sus cabellos. Habría podido caer extasiado contemplándola,
estudiando cada uno de los aspectos de su transformación, pero me dominaba una inmensa urgencia por
llevarla a recorrer la ciudad, por enseñarle todas las cosas que yo había aprendido. Ahora, ni ella ni yo
sabíamos qué era el agotamiento físico, y Gabrielle no estaba sobrecogida por ningún horror como había
sido mi caso cuando Magnus se había arrojado a la hoguera.
Un carruaje se acercaba a buena velocidad por el quai, muy escorado hacia el río y con el cochero
agachado hacia adelante, tratando de mantener el equilibrio sobre el elevado pescante. Tomé de nuevo
la mano de Gabrielle y le indiqué el vehículo cuando lo tuvimos cerca.
Saltamos cuando pasó por debajo y aterrizamos sin hacer ruido en la capota de cuero. El cochero,
atareado, ni siquiera se volvió. Sujeté a mi compañera, ofreciéndole apoyo, hasta que los dos estuvimos
bien colocados, dispuestos para saltar del vehículo cuando lo decidiéramos.
Hacer aquello con ella resultaba indescriptiblemente apasionante.
Atravesamos al galope el puente y dejamos atrás la catedral, abriéndonos paso entre la multitud en el
Pont Neuf. Escuché de nuevo la risa de Gabrielle y me pregunté qué pensaría la gente de los pisos
superiores si nos veía, dos figuras vistosamente ataviadas que se sostenían en el techo inestable del
carruaje como un par de chiquillos traviesos encima de una balsa.
El carruaje cambió de dirección y continuó su marcha apresurada hacia Saint Germain-des-Prés,
dispersando a la muchedumbre a nuestro paso y bordeando el cementerio de les Innocents, con su
insoportable hedor, hasta adentrarse por unas calles estrechas de elevados edificios de viviendas.
Por un instante, percibí el fulgor mortecino de la presencia, pero desapareció tan deprisa que dudé de
mí mismo. Volví la cabeza y no pude captar de nuevo el tenue resplandor. Entonces me di cuenta con
extraordinaria claridad de que Gabrielle y yo podríamos hablar juntos sobre aquella presencia, que
podríamos conversar juntos sobre cualquier cosa y que podríamos hacerlo todo juntos. Aquella noche
era, a su modo, tan cataclísmica como la noche en que Magnus me había transformado. Y apenas
acababa de empezar.
El barrio que cruzábamos ahora era perfecto. Volví a asir la mano de Gabrielle, tiré de ella para saltar
juntos del carruaje y aterrizamos en la calzada.
Mi compañera contempló desconcertada las ruedas del vehículo, que desaparecieron de la vista casi
al instante. La apariencia de Gabrielle, más allá de sus cabellos revueltos, resultaba imposible: una mujer
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arrancada de su tiempo y de su lugar, vestida solamente con unas chinelas y un vestido, libre de
cadenas, libre para ir y venir a su antojo.
Penetramos en un angosto callejón y corrimos juntos, cogidos por el talle. De vez en cuando, la
observaba, y veía que sus ojos recorrían las paredes que se alzaban sobre nosotros, la multitud de
ventanas cerradas por entre cuyas persianas se filtraban pequeños rayos de luz.
Yo sabía qué era lo que ella veía, qué eran los sonidos que captaban sus oídos. En cambio, seguí sin
oír nada procedente de ella y me asustó un poco la idea de que quizás estuviera cerrándose
deliberadamente a mis tanteos.
Gabrielle se detuvo. Por la expresión de su rostro comprendí que estaba sufriendo el primer espasmo
de su muerte.
La animé y le recordé en breves palabras la visión que le había mencionado antes.
—Será un dolor poco duradero, nada en comparación con el que has soportado hasta hoy.
Desaparecerá en cuestión de horas; tal vez menos, si podemos beber enseguida.
Ella asintió, más impaciente que asustada ante tal posibilidad.
Fuimos a salir a una plazoleta. En la verja de una vieja casa vi a un joven que parecía esperar a
alguien, con el cuello de su abrigo gris levantado para protegerse el rostro.
¿Sería Gabrielle lo bastante fuerte para reducirle? ¿Tendría ella tanta fuerza como yo? Era el
momento de comprobarlo.
—Si la sed no te empuja a hacerlo, es aún demasiado pronto para ti —le indiqué.
La miré de nuevo y me recorrió un escalofrío. Su mirada de concentración era tan fija, tan resuelta,
que resultaba casi puramente humana; y sus ojos estaban ensombrecidos por la misma sensación de
tragedia que ya había percibido antes. Gabrielle no se perdía un solo detalle. Sin embargo, cuando
avanzó hacia el hombre, no hubo en ella nada de humano. Se convirtió en un puro depredador, como
sólo puede serlo una fiera, aunque siguiera ofreciendo el aspecto de una simple mujer caminando
lentamente hacia un hombre; mejor aún, de una dama abandonada en plena calle, sin capa ni sombrero,
ni acompañantes, que se acercaba a un caballero como si se dispusiera a pedirle ayuda. Todo esto era
Gabrielle.
Me sobrecogió de espanto verla avanzar por los adoquines de la calle como si ni siquiera los rozara,
comprobar cómo todas las cosas, incluso los mechones de su cabello mecidos por la brisa en una
dirección y otra, parecían de algún modo sometidas a su dominio. Me dio la impresión de que, con aquel
paso inexorable, mi nueva congénere podría hasta haber atravesado las paredes.
Me retiré a un rincón en sombras.
El hombre se fijó en la mujer que se le aproximaba, se volvió hacia ella con un ligero crujido del tacón
de la bota sobre los adoquines, y la mujer se puso de puntillas como para cuchichearle algo al oído. Me
pareció verla vacilar por un instante. Tal vez se sentía ligeramente horrorizada. De ser así, ello indicaba
que la sed no había llegado a su punto culminante. Pero, si realmente tuvo alguna duda, ésta no duró
más de un segundo. Muy pronto, vi que tenía apresado al hombre que éste era impotente para resistirse.
También yo estaba demasiado fascinado como para hacer otra cosa que observar.
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Sin embargo, de pronto me vino a la cabeza que no había avisado a Gabrielle acerca de lo del
corazón, que no debía llegar hasta el extremo de dejar de latir. ¿Cómo podía haber olvidado algo así?
Corrí hacia ella, pero ya había soltado a su presa, y el joven se había derrumbado junto a la tapia con la
cabeza ladeada y el sombrero caído a sus píes. Estaba muerto.
Gabrielle se quedó mirándole y aprecié el efecto de la sangre en su interior, calentándola e
intensificando el rosado de su piel y el rojo de sus labios. Cuando me miró, sus ojos eran un destello
violeta, reflejo casi exacto del color que tenía el cielo cuando yo había entrado en su alcoba aquella
noche. Continué contemplándola en silencio mientras ella observaba con un aire de curiosidad y asombro
a su víctima, como si no terminara de aceptar lo que veía. Volvía a tener el cabello enredado, y lo aparté
de su rostro.
Se deslizó entre mis brazos y la conduje lejos de su víctima. Ella volvió la cabeza un par de veces y,
por fin, miró resueltamente hacia adelante.
—Por esta noche, es suficiente. Tenemos que regresar a la torre —le dije. Deseaba enseñarle el
tesoro y estar a solas con ella en aquel reducto seguro; deseaba estrecharla en mis brazos y consolarla si
empezaba a perder el dominio de sí misma. De nuevo, los espasmos agónicos la asaltaban. Allí, en la
torre, podría descansar a mi lado junto al fuego.
—No, no quiero ir todavía —replicó—. El dolor no durará mucho, tú me lo has prometido. Quiero que
pase pronto y luego seguir aquí. —Alzó la vista hacia mí y sonrió—. Vine a París para morir, ¿recuerdas?
—añadió en un susurro.
Todo a nuestro alrededor distraía su atención: el muerto envuelto en su abrigo gris y desplomado junto
a la tapia, el reflejo del cielo en la superficie de un charco, el paso de un gato por la parte superior de una
pared cercana. La sangre seguía moviéndose en el interior de Gabrielle, llenándola de una sensación de
calor.
Así su mano y la insté a seguirme.
—Tengo que beber —le expliqué.
—Sí, claro —susurró ella—. Esa presa debería haber sido para ti. Debería haberme dado cuenta...
Además, incluso en estas circunstancias, tú eres el hombre...
—El hombre famélico —añadí con una sonrisa—. No caigamos en el desatino de inventar unas
normas de urbanidad para monstruos.
Solté una carcajada. La habría besado, pero algo me distrajo de pronto y le apreté la mano con
demasiada fuerza.
A lo lejos, en la dirección de les Innocents, escuché la presencia con más nitidez que nunca.
Gabrielle permaneció tan muda como yo, y, ladeando lentamente la cabeza, se apartó el cabello del
oído.
—¿Oyes eso? —le pregunté. Ella levantó la vista hacia mí al instante.
—¡Es otro! —exclamó. Entrecerró los ojos y volvió a mirar en la dirección de la que procedía el
efluvio—. ¡Proscritos! —añadió en voz alta.
—¿Qué?
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Proscritos, proscritos, proscritos. Sentí una oleada de aturdimiento, como si recordara algo salido de
un sueño. Un fragmento de un sueño. Pero era incapaz de pensar con claridad, pues me había
desgastado mucho transformando a la mujer en uno de mi especie. Era necesario saciar mi sed.
—Eso nos ha llamado proscritos —dijo ella—. ¿No lo has oído?
Tras esto, volvió a prestar atención a las lejanas palabras, pero la presencia había desaparecido ya, y
ninguno de los dos volvimos a captarla; incluso dudé de si sería cierto que había captado aquel nítido
pensamiento, proscritos, ¡pero había parecido muy real!
—Sea lo que sea, no importa —afirmé—. Jamás se acerca a más de esta distancia. No obstante,
mientras pronunciaba estas palabras, me di cuenta de que en esta ocasión la presencia había resultado
más virulenta que nunca y deseé alejarme enseguida de les Innocents—. Sea lo que sea, eso vive en los
cementerios —murmuré—. Tal vez no pueda vivir en otro lugar... por mucho tiempo.
Antes de que pudiera terminar la frase, no obstante, volví a sentir de nuevo la presencia y me pareció
que se expandía y rezumaba más malevolencia de la que nunca antes había apreciado en ella.
—¡Está burlándose! —susurró Gabrielle.
Estudié su expresión y comprendí, sin la menor duda, que ella captaba la presencia con mucha más
claridad que yo.
—¡Desafíale! ¡Llámale cobarde! —indiqué a mi compañera—. ¡Exígele que salga!
Gabrielle me dirigió una mirada de sorpresa.
—¿De veras es eso lo que quieres? —me preguntó en un leve susurro. Vi que era presa de un ligero
temblor y la ayudé a sostenerse mientras se llevaba una mano al vientre como si sufriera un nuevo
espasmo.
—Dejémoslo entonces —respondí—. No es el momento adecuado. Ya volveremos a oír esa voz más
adelante, cuando casi nos hayamos olvidado de que existe.
—Ahora ha desaparecido —añadió ella—. Pero ese ser nos odia...
—Alejémonos de aquí —insistí en tono despectivo. Después, pasando el brazo en torno a su cintura,
la obligué a acelerar el paso.
Guardé para mí lo que estaba pensando, lo que me preocupaba mucho más que la presencia y sus
trucos de costumbre. Si Gabrielle podía escucharla igual que yo, o con más nitidez todavía, era que
poseía todos mis poderes, incluida la capacidad para emitir y recibir imágenes y pensamientos. ¡Y, sin
embargo, no podíamos oírnos entre nosotros!
145
3
Encontré una víctima no bien cruzamos el río y, tan pronto como la hube escogido, me di entera
cuenta de que todo cuanto había hecho a solas hasta entonces, lo seguiría haciendo en adelante con
Gabrielle. En esta ocasión, ella podría observar mi actuación y sacar enseñanzas de ella. Creo que la
intimidad de la experiencia hizo que me subiera la sangre al rostro.
Mientras atraía a mi presa a la salida de la taberna, mientras jugaba con el desgraciado hasta volverle
loco y luego daba cuenta de él, fui consciente de que estaba haciendo ostentación delante de mi madre,
añadiendo a la cacería un poco más de crueldad, un toque casi travieso. Y cuando saboreé la muerte,
ésta tuvo tal intensidad que me dejó exhausto durante un rato.
A ella le encantó la escena. Lo observó todo como si pudiera absorber la visión del mismo modo en
que absorbía la sangre. Nos abrazamos de nuevo y la tomé en mis brazos y noté su calor igual que ella
notó el mío. La sangre invadía mi cerebro y los dos nos quedamos apretados el uno contra el otro, como
dos estatuas ardientes en la oscuridad. Incluso la fina envoltura de nuestras ropas nos parecía extraña.
Tras esto, la noche perdió toda dimensión normal. De hecho, sigo recordándola como una de las
noches más largas que he pasado en toda mi vida inmortal.
Fue una noche interminable, vertiginosa e insoldable, y hubo momentos en los que deseé tener
alguna defensa contra sus placeres y sus sorpresas, pero no encontré ninguna.
Y, aunque repetí su nombre una y otra vez para acostumbrarme, ella ya no era realmente Gabrielle
para mí. Era, simplemente ella, la que había necesitado toda mi vida con todo mi ser. Era la única mujer a
la que había amado siempre.
Su muerte real no se prolongó mucho.
Buscamos un sótano vacío y nos quedamos en él hasta que todo hubo terminado. Y allí la sostuve
entre mis brazos y le hablé mientras sucedía. Volví a contarle, esta vez con palabras, todo lo que me
había sucedido.
Le hablé con detalle de la torre y repetí todo cuanto Magnus me había dicho. Le expliqué todas las
manifestaciones de la presencia y cómo casi me había acostumbrado a ella y el desprecio que me
inspiraba y mi decisión de no perseguirla. Probé una y otra vez a enviarle imágenes mentales, pero
resultó inútil. No hice ningún comentario al respecto. Ella tampoco, pero siguió mis explicaciones con
mucha atención.
Le comenté las sospechas de Nicolás, quien, por supuesto, no le había mencionado nada al respecto.
Añadí que ahora aún temía más por él. Otra ventana abierta, otra habitación vacía, y, esta vez, varios
testigos para corroborar lo extraño que resultaba todo el asunto.
Pero no importaba: ya me ocuparía de contarle a Roget algún cuento que resultara convincente. Ya
encontraría algún medio de engatusar a Nicolás, de romper la cadena de sospechas que le vinculaba a
mí.
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Ella pareció ligeramente fascinada por todo aquello, pero, en realidad, no le importaba. Lo único que le
interesaba era lo que se abría ante ella desde aquel momento.
Y, cuando el proceso de su muerte hubo concluido, no hubo modo de detenerla. No había muro que
no pudiera escalar, ni puerta que no quisiera abrir, ni tejados demasiado inclinados.
Era como si no creyese de veras que viviría eternamente, sino que pensara que se le había concedido
únicamente aquella noche de vitalidad sobrenatural y que debía conocer y llevar a cabo todas las cosas
antes de que la muerte viniera a reclamarla al amanecer.
Traté en múltiples ocasiones de convencerla para que volviéramos al refugio de la torre, y, con el
transcurso de las horas, se adueñó de mí un agotamiento espiritual. Necesitaba reposar allí, meditar
sobre lo sucedido aquella noche. Abriría los ojos y, por un instante, lo único que vería sería oscuridad.
Ella, en cambio, sólo deseaba experimentar, vivir aventuras.
Me propuso entrar en las viviendas privadas de los mortales a buscar la ropa que le hacía falta, y se
echó a reír cuando le confié que siempre había adquirido mi indumentaria como era debido.
—Podemos oír si una casa está vacía —replicó ella. Avanzaba con rapidez por las calles con la vista
puesta en las ventanas de las mansiones a oscuras—. Y también podemos oír si los criados están
despiertos.
Aunque nunca había probado una cosa semejante, me pareció muy coherente, y pronto me encontré
siguiéndola por las estrechas escaleras de servicio y los pasillos enmoquetados, sorprendido de lo fácil
que resultaba y fascinado por los detalles de las estancias informales en las que vivían los mortales.
Descubrí que me gustaba tocar los objetos personales: abanicos, cajitas de rapé, el periódico que había
estado leyendo el amo de la casa, sus botas junto al fuego. Era tan divertido como asomarse a las
ventanas.
Pero su propuesta tenía un fin concreto. En el vestidor de la señora de una gran casona de Saint
Germain, encontró una fortuna en ropas elegantes a la medida de sus renovadas y abundantes formas.
Le ayudé a despojarse del viejo vestido de tafetán y a ponerse otro de terciopelo rosa, tras lo cual
procedió a recogerse los rizos de su cabellera bajo un sombrero de plumas de avestruz. De nuevo, me
sorprendió su aspecto y la sensación extraña, fantasmal, de vagar junto a ella por la casa amueblada en
exceso y llena de aroma a mortales. La vi recoger unos objetos de la mesa del vestidor. Un frasco de
perfume y unas tijeritas de oro. Después, la vi mirarse en el espejo.
Le acerqué mis labios de nuevo y no me rechazó. Éramos unos amantes besándose. Y ésa era la
imagen que ofrecíamos juntos, dos pálidos amantes, mientras descendíamos a toda prisa la escalera de
servicio y nos perdíamos por las calles nocturnas.
Vagamos por la Opera y la Comedie antes de que cerraran, y luego acudimos al baile del Palais
Royal. A ella le encantó la manera como los mortales nos veían sin vernos, cómo se sentían atraídos por
nosotros y, a la vez, se engañaban por completo.
Más tarde, mientras explorábamos las iglesias, oímos la presencia con gran claridad; pero enseguida
la perdimos otra vez. Escalamos campanarios para contemplar nuestro reino, y, más tarde pasamos un
rato apretujados en abarrotadas cafeterías por el mero gusto de sentir y oler a los mortales que nos
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rodeaban, de intercambiar miradas secretas, de reírnos en voz baja, tete a tete, Gabrielle cayó en un
estado de ensoñación contemplando la columna de vapor que se alzaba del tazón de café y las capas de
humo de cigarrillo que flotaban alrededor de las lámparas.
Más que ninguna otra cosa, le gustaban las calles oscuras y vacías y el aire fresco. Quiso
encaramarse a las ramas de los árboles y subirse de nuevo a los tejados. Se maravilló que yo no
recorriera siempre la ciudad utilizando los tejados o cabalgando sobre las capotas de los carruajes, como
habíamos hecho un rato antes.
Poco después de medianoche, estábamos en el desierto mercado caminando cogidos de la mano.
Acabábamos de escuchar otra vez la presencia, pero ninguno de los dos pudo distinguir en ella un
estado de ánimo como la vez anterior. Aquello me tenía desconcertado.
No obstante, todo cuanto nos rodeaba resultaba asombroso todavía para mi compañera: la basura, los
gatos que cazaban ratas, la extraña quietud, el hecho de que los rincones más oscuros de la metrópoli no
representaran peligro alguno para nosotros. Sobre todo, esto último. Tal vez era eso lo que más le
agradaba, que pudiéramos pasar por delante de las guaridas de ladrones sin que nuestra presencia fuera
advertida, que pudiéramos derrotar fácilmente a cualquiera lo bastante estúpido como para molestarnos,
que fuéramos a la vez visibles e invisibles, palpables y absolutamente intangibles.
Yo no le daba prisas ni le hacía preguntas. Simplemente, me dejaba llevar por ella, me sentía
satisfecho, y, a veces, me descubría sumido en mis pensamientos acerca de aquel bienestar tan poco
familiar para mí.
Y cuando un joven agraciado, de constitución delgada, surgió a caballo entre los tenderetes cerrados
del mercado, lo contemplé como si fuera una aparición, alguien llegado de la tierra de los vivos a la tierra
de los muertos. El muchacho me recordó a Nicolás por su cabello oscuro y sus ojos pardos, y por la
expresión entre inocente y meditabunda de su rostro. No alcanzaba la edad de Nicolás y era un joven
muy estúpido, me dije, por andar a solas por el mercado a aquellas horas.
Sin embargo, no me di perfecta cuenta de lo estúpido que era hasta que Gabrielle se movió hacia
adelante como un gran felino de piel rosada y sin hacer ningún ruido, le derribó de la montura.
Me estremecí. La inocencia de las víctimas no le preocupaba en absoluto. Ella no padecía mis batallas
morales. Pero tampoco yo las libraba ya, de modo que, ¿cómo podía juzgarla? Con todo, la facilidad con
la que mató al joven, rompiéndole el cuello con gesto grácil cuando el pequeño sorbo de sangre que tomó
de él no le habría causado la muerte, me enfureció a pesar de la extrema excitación que me produjo
contemplar la escena.
Era más fría que yo. Era mejor en todo, me dije. «No muestres piedad», había dicho Magnus.
¿Significaba eso que matáramos aunque no tuviéramos necesidad de hacerlo?
Un instante después, quedó desvelado por qué había actuado de aquel modo. Allí mismo, se arrancó
el ceñidor de terciopelo rosa y los faldones para ponerse las ropas del joven. Lo había escogido por su
talla de ropa.
Y, para describirlo con precisión, diré que, al ponerse las prendas de su víctima, Gabrielle se convirtió
en el muchacho.
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Se puso sus medias de seda color crema y sus calzones escarlata, la camisa de encaje y el chaleco
amarillo y, por encima, la levita escarlata. Incluso cogió la cinta escarlata del cabello del joven.
Dentro de mí, algo se rebeló ante aquella transformación mágica al verla de pie, tan gallarda con su
nueva indumentaria y con su larga cabellera cayéndole todavía sobre los hombros, más parecida ahora a
la melena de un león que a los deliciosos y femeninos rizos que lucía momento antes. En aquel instante,
deseé destruirla. Cerré los ojos.
Cuando volví a mirarla, la cabeza me daba vueltas al pensar en todo lo que habíamos visto y hecho
juntos. No pude soportar por más tiempo estar tan cerca del cuerpo sin vida.
Ella se recogió toda su rubia melena con la cinta escarlata y dejó que sus largos bucles le colgaran a
la espalda. Extendió su vestido rosa sobre el cuerpo del joven para cubrirlo, y se puso al cinto su espada,
desenvainándola y volviéndola a guardar. Finalmente, se puso encima la capa de color crema de su
víctima.
—Vámonos ya, querido —me dijo, dándome un beso.
No pude moverme. Sólo quería volver a la torre y estar junto a ella. Me miró, me apretó la mano para
animarme y, casi al instante, la vi echar a correr.
Tenía que probar la libertad de sus nuevas piernas y me encontré corriendo tras ella a toda velocidad
para darle alcance.
Era algo que no me había sucedido, por supuesto, persiguiendo a ningún mortal. Parecía volar, y la
visión de su figura pasando como una centella entre los tenderetes cerrados y los montones de basura
me hizo casi perder el equilibrio. Me detuve de nuevo.
Ella volvió sobre sus pasos y me besó.
—No hay ninguna auténtica razón para que siga vistiéndome como antes, ¿no crees? —me preguntó,
como si estuviera dirigiéndose a un chiquillo.
—No, claro que no —respondí. Tal vez era una bendición que no pudiera leer mis pensamientos. Yo
no podía dejar de admirar sus piernas, tan perfectas bajo las medias de color crema. Ni el modo en que la
levita ceñía su cintura de avispa. Su rostro era una llama.
Recordad que en esa época nunca se le veían así las piernas a una mujer. Ni se le marcaban el
vientre y los muslos bajo los calzones de seda.
Pero ahora ya no era en realidad una mujer, como yo tampoco era un hombre. Por un mudo instante,
el horror de la situación me invadió de nuevo.
—Vamos, quiero subir otra vez a los tejados —me propuso—. Quiero ir al boulevard du Temple. Me
gustaría ver el teatro, ése que compraste y luego hiciste cerrar. ¿Me lo enseñarás? —Mientras lo
preguntaba, sus ojos me estudiaban.
—Claro que sí —respondí—. ¿Por qué no?
Nos quedaban un par de horas de aquella noche interminable cuando al fin volvimos a la He Saint
Louis y llegamos al quai bañado por el claro de luna. Al fondo de la calle empedrada vi a mi yegua, atada
donde la había dejado.
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Escuchamos con cuidado por si había algún rastro de Nicolás o de Roget, pero la casa parecía
desierta y a oscuras.
—Sin embargo, están cerca —cuchicheó ella—. Creo que un poco más allá...
—En casa de Nicolás —dije—. Y desde allí podría haber alguien atento a la yegua. Algún criado,
apostado para vigilar por si volvemos.
—Será mejor dejar esa montura y robar otra.
—No, ésa es mi yegua —repliqué, pero noté que su mano apretaba la mía con más fuerza.
Percibimos de nuevo a nuestra vieja amiga, la presencia, y esta vez se movía por el Sena, al otro lado
de la isla y en dirección a la Rive Gauche.
—Ya se ha ido —murmuró ella—. Vámonos. Robaremos otro caballo.
—Espera. Voy a intentar que la yegua me obedezca y venga aquí. Que rompa las bridas.
—¿Puedes hacerlo?
—Ya veremos.
Concentré toda mi voluntad en la yegua, ordenándole en silencio que se encabritara y se soltara de
sus ataduras y acudiera donde yo estaba.
En un segundo, la yegua corveteaba y tiraba de las bridas. Después, se incorporó sobre las patas
traseras, y la tirilla de cuero se rompió.
El animal se acercó a nosotros pateando los adoquines con estrépito y saltamos a su lomo
inmediatamente. Gabrielle fue la primera en montar y yo me coloqué detrás de ella, asiendo lo que
quedaba de las riendas al tiempo que azuzaba a la yegua, lanzándola a galope tendido.
Al cruzar el puente, percibí algo detrás de nosotros, una conmoción, un tumulto de mentes humanas.
Sin embargo, nosotros ya nos habíamos perdido en la oscura cámara de resonancia de la Ile de la
Cité.
Cuando llegamos a la torre, encendí la antorcha de resina y llevé a Gabrielle a las mazmorras. No
quedaba tiempo para mostrarle la cámara superior en aquel momento.
Mientras descendíamos por la escalera de caracol, sus ojos se pusieron vidriosos y miraron a su
alrededor con aire indolente. Sus ropas escarlata brillaban contra las piedras oscuras. Advertí un
ligerísimo gesto de desagrado cuando notó la humedad.
El hedor de las mazmorras inferiores la trastornó, pero le indiqué con suavidad que aquello no tenía
nada que ver con nosotros. Una vez estuvimos en la enorme cripta, el olor quedó aislado por la sólida
puerta claveteada de hierro.
La luz de la antorcha llenó la estancia y descubrió las arcadas bajas del techo y los tres grandes
sarcófagos con sus imágenes perfectamente talladas.
Ella no dio muestras de miedo. Le dije que debía comprobar si podía alzar la tapa del que escogiera
para ella. Tal vez necesitara mi ayuda.
Estudió las tres figuras esculpidas y, tras unos instantes de reflexión, se decidió no por el sarcófago de
la mujer, sino por el que tenía el caballero de armadura grabado en la tapa de piedra. Poco a poco, corrió
ésta hasta poder asomarse a su interior.
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No poseía la misma fuerza que yo, pero sí la suficiente.
—No tengas miedo —le dije.
—No, de eso no tienes que preocuparte —respondió ella con suavidad. En su voz había un delicioso
tonillo de irritación, junto a un matiz de tristeza. Mientras pasaba los dedos sobre la piedra, pareció
perdida en ensoñaciones.
—A estas horas —musitó—, tu madre ya habría muerto y la habitación estaría llena de malos olores y
del humo de cientos de velas. Piensa lo humillante que es la muerte. Unos extraños le habrían quitado la
ropa, la habrían bañado y vuelto a vestir...; unos extraños la habrían visto, demacrada e indefensa, en su
último sueño. Otros, en los pasillos, cuchichearían por lo bajo comentarios sobre su buena salud, sobre si
nunca había habido la más leve enfermedad en sus familias, no, ninguna tisis entre los suyos. «La pobre
marquesa», estarían diciendo. Y se preguntarían si había dejado algún dinero, para sus hijos tal vez. Y
cuando la vieja entrara a recoger las sábanas sucias, seguro que robaría una de las sortijas de la mano
de la muerta.
Asentí. «Y ahora» quise decirle, «estamos en cambio en esta cripta junto a las mazmorras y nos
disponemos a acostarnos en lechos de piedra sin otra compañía que las ratas. Pero esto es infinitamente
mejor que lo otro, ¿verdad? Vagar eternamente por el territorio de las pesadillas tiene su oscuro
esplendor».
La vi pálida y aterida. Con aire soñoliento, sacó algo del bolsillo.
Eran las tijeritas de oro que había cogido de la casa en la que habíamos entrado en el barrio de Saint
Germain. El objeto centelleó como una pequeña joya a la luz de la antorcha.
—No, madre —dije, y me sobresalté al oír mi propia voz, que rebotó con el eco en los arcos del techo,
demasiado aguda. Las figuras de los otros sarcófagos tomaron el aspecto de testigos implacables. El
dolor que sentí en el corazón me dejó aturdido.
Un sonido malsano, un chasquido de metal, un corte, y sus cabellos cayeron al suelo en grandes
mechones.
—¡Oh, madre!
Ella contempló su melena en el suelo, la esparció en silencio con la punta de la bota; luego alzó la
mirada hacia mí y me encontré ahora con un hombre joven cuyo cabello corto se rizaba contra su mejilla.
Sin embargo, los ojos se le estaban cerrando. Extendió la mano hacia mí, y las tijeras le cayeron de los
dedos.
—Ahora, a descansar —susurró.
—Sólo es el sol naciente —respondí para animarla. Advertí que perdía fuerzas antes que yo. Me dio la
espalda y se dirigió al sarcófago. La tomé en brazos y cerró los ojos. Empujando un poco más hacia un
lado la tapa del sarcófago, la deposité en su interior dejando que sus fláccidos miembros adoptaran una
postura natural y grácil.
Sus facciones ya dormidas se habían dulcificado, y los cabellos enmarcaban su rostro con los rizos de
un muchacho.
Muerta parecía; muerta, roto el hechizo.
151
Continué mirándola.
Hinqué los dientes en la punta de la lengua hasta sentir el dolor y probar la sangre caliente de la
herida. Después, inclinado sobre ella, dejé que la sangre cayera hasta sus labios en pequeñas gotas
brillantes. Sus ojos se abrieron. Añiles y brillantes, se alzaron hacia mí. La sangre fluyó a su boca
entreabierta y, muy despacio, levantó la cabeza al encuentro de mi beso. Mi lengua penetró en su boca.
Sus labios eran fríos. Los míos, también. La sangre, en cambio, era cálida y fluyó entre nosotros.
—Buenas noches, querida mía —dije—. Mi oscuro ángel Gabrielle.
Cuando me separé de ella, volvió a caer en el silencio y la inmovilidad. Corrí la piedra sobre ella.
152
4
No me gustó despertar en la negra cripta. No me gustó el frío del ambiente, aquel ligero hedor
procedente de las celdas inferiores, la sensación de que allí era donde yacía todo lo muerto.
Me embargó un temor. ¿Y si no despertaba? ¿Y si sus ojos no se volvían a abrir? ¿Qué sabía yo lo
que había hecho?
No obstante, me pareció un acto de soberbia, una obscenidad, mover otra vez la tapa del ataúd y
contemplarla mientras dormía como había hecho la noche anterior. Una sensación de vergüenza propia
de mortales se adueñó de mí. En nuestra vieja casa, jamás habría osado abrir su puerta sin llamar, o
apartar las cortinas de su lecho.
Despertaría. Era preciso que lo hiciera. Y era mejor que levantara la losa por sí misma, que supiera
despenarse sola y que la sed la empujara a hacerlo en el momento adecuado, como me había empujado
a mí.
Dejé para ella encendida la antorcha en la pared y salí un momento a respirar aire fresco. Después,
sin cuidarme de cerrar puertas y verjas que abría a mi paso, subí a la cámara de Magnus a contemplar
cómo se difuminaba el crepúsculo en el cielo.
La oiría al despertarse, me dije.
Debió transcurrir una hora. La luz azulada se desvaneció, aparecieron las estrellas, y la distante
ciudad de París encendió sus miles de pequeños reclamos luminosos. Dejé el alféizar donde había
estado sentado tras los barrotes de hierro, fui hasta el baúl y empecé a escoger joyas para ella.
Las joyas le seguían gustando. Al dejar su habitación mortuoria, se había llevado sus viejas joyas de
familia. Prendí las velas para rebuscar entre las piezas, aunque en realidad no necesitaba la luz. La
iluminación me resultaba hermosa. Era hermosa en las joyas. Y encontré algunas piezas muy delicadas
para ella: alfileres tachonados de perlas que podría lucir en las solapas de su levita masculina, y anillos
que parecerían varoniles en sus manos pequeñas, si era eso lo que deseaba.
De vez en cuando, me detenía a escuchar por si ella venía. Y luego me recorrió aquel escalofrío. ¿Y si
no despertaba? ¿Y si para ella todo se había reducido a aquella noche? El terror se desbocó dentro de
mí; y el mar de joyas del baúl, la luz de la vela danzando sobre las gemas talladas en facetas, los
engastes de oro, no significaron nada.
Pero seguí sin oírla. Escuché el viento en el exterior, el grave y suave rumor de los árboles, el silbido
débil y distante del mozo de cuadra, el piafar de los caballos.
A lo lejos sonó la campana de una iglesia.
Entonces, de improviso, me asaltó la sensación de que alguien me observaba. Era una sensación tan
extraña para mí que estuve a punto de ser presa del pánico. Me volví, casi tropezando con el baúl, y miré
hacia la boca del túnel secreto. Allí no había nadie.
153
Nadie en el pequeño cuarto privado a la luz de la vela, que hacía juegos de sombras en las piedras y
en la torva expresión de Magnus en la tapa del sarcófago.
Por fin, miré directamente delante de mí hacia la ventana cerrada por los barrotes.
Y la descubrí mirándome.
Parecía flotar en el aire, sujeta con ambas manos a los barrotes, y sonreía.
Estuve a punto de soltar un grito. Retrocedí unos pasos, al tiempo que todo mi cuerpo quedaba
bañado en sudor. De pronto, me avergoncé de que me hubiera pillado tan desprevenido, de haber
reaccionado con aquel sobresalto.
Ella permaneció inmóvil, sin dejar de sonreír, y su expresión fue pasando gradualmente de la
serenidad a la malevolencia. La luz de las velas hacía sus ojos demasiado brillantes.
—No está bien que andes asustando a otros inmortales de esta manera —le dije.
Ella respondió con una risa más franca y fácil de la que había tenido en vida.
Me recorrió una sensación de alivio al verla moverse y articular sonidos. Me di cuenta de que estaba
ruborizándome.
—¿Cómo has llegado ahí? —le pregunté. Me acerqué a la ventana, pasé las manos entre los barrotes
y la sujeté por las muñecas.
Su boquita era todo risa y dulzura. Su cabello, una gran melena resplandeciente en torno al rostro.
—Escalando la pared, naturalmente —respondió—. ¿Cómo pensabas?
—Bueno, vuelve a bajar. No puedes pasar entre los barrotes. Iré a tu encuentro.
—En eso tienes mucha razón —murmuró ella—. Me he asomado a todas las ventanas. Reunámonos
en las almenas de arriba. Será más rápido.
Se puso a escalar otra vez, colocando con agilidad las botas en los barrotes, y pronto desapareció.
Era toda exuberancia, como lo había sido la noche anterior mientras bajábamos juntos las escaleras.
—¿Por qué estamos aquí todavía? —me preguntó—. ¿Por qué no nos vamos ya a París?
En su deliciosa figura había algo extraño, algo que no encajaba... ¿Qué podía ser?
En aquel momento ella no quería besos, ni siquiera conversación, en realidad. Y aquello tenía algo de
doloroso para mí.
—Quiero enseñarte la cámara interior —le dije—. Y las joyas.
—¿Las joyas? —repitió ella.
Desde la ventana no las había visto, porque la tapa del baúl le había ocultado su contenido. Penetró
delante de mí en la sala donde se había inmolado Magnus y pronto gateaba por el túnel.
Cuando vio el baúl, quedó paralizada de asombro.
Se echó el cabello hacia atrás con gesto algo impaciente y se inclinó para estudiar los broches, los
anillos, los pequeños adornos tan parecidos a sus piezas heredadas, de las cuales se había ido
desprendiendo una a una mucho tiempo atrás.
—Vaya, debió estar siglos para acumularlas —comentó—. Y qué obras tan delicadas. Sabía escoger
lo que quería, ¿verdad? Vaya criatura debió ser.
154
De nuevo, con gesto casi de furia, apartó a un lado su melena. Sus cabellos parecían ahora más
pálidos, más luminosos, más vigorosos. Era una visión gloriosa.
—Las perlas, míralas —le dije—. Y esas sortijas.
Le mostré las que había escogido para ella. Cogí su mano y le puse los anillos en los dedos. Éstos se
movieron como si tuvieran vida propia, como si sintieran placer, y estalló de nuevo en risas.
—¡Ah!, qué magníficos demonios somos, ¿verdad?
—Cazadores del Jardín Salvaje —respondí.
—Entonces, vamos a París —propuso ella con una leve mueca de dolor en el rostro. La sed. Se pasó
la lengua por los labios. ¿Sería yo para ella la mitad de fascinante que lo que ella lo era para mí?
Se apartó el cabello de la frente una vez más, y sus ojos se hicieron más oscuros con la intensidad de
sus palabras.
—Esta noche querría saciarme rápidamente y luego salir de la ciudad, internarme en los bosques.
Salir donde no hubiera hombres ni mujeres cerca. Perderme donde sólo estuviera el viento y los árboles
en sombras y las estrellas en el cielo. Bendito silencio.
Acudió de nuevo a la ventana. Su espalda era erguida y estrecha, y sus manos, a los costados,
parecían vivas con las sortijas de piedras preciosas. Y, al surgir de los gruesos puños de una prenda de
hombre, aquellas delicadas manos suyas parecían aún más finas y exquisitas. Debía estar contemplando
las altas nubes envueltas en sombras y las estrellas que titilaban a través de la capa púrpura de niebla
vespertina.
—Tengo que ir a ver a Roget —dije con un suspiro—. Tengo que ocuparme de Nicolás, contarles
alguna mentira sobre lo sucedido ayer.
Ella se volvió y, de pronto, su rostro pareció pequeño y frío, con la expresión que a veces ponía en
casa cuando desaprobaba algo. Aunque, en realidad, nunca volvió a mirar de aquella manera.
—¿Para qué contarles nada de mí? —preguntó—. ¿Por qué molestarse en pensar en ellos un solo
instante más?
Aquello me dejó asombrado, aunque no fuera una completa sorpresa para mí. Quizá lo venía
esperando. Quizá lo había percibido en ella desde el primer momento, en sus preguntas no formuladas.
Quise preguntarle si no significaba nada para ella que Nicolás hubiera estado junto a su lecho
mientras agonizaba. Sin embargo, qué sentimental, que mortal sonaría aquello. Qué absolutamente
estúpido.
Pero no era estúpido.
—No pretendo juzgarte —continuó. Cruzó los brazos y se apoyó en la ventana—: Sencillamente, no lo
entiendo. ¿Por qué nos escribías? ¿Por qué nos mandabas regalos? ¿Por qué no cogías ese fuego
blanco de la luna y te ibas con él donde te apeteciera?
—¿Y dónde querría yo ir? —repliqué—. ¿Lejos de todos los que he conocido y amado? No quería
dejar de pensar en ti, en Nicolás, incluso en mi padre y mis hermanos. He hecho lo que quería —afirmé.
—Entonces, ¿la conciencia no tuvo nada que ver con ello?
155
—Si sigues tu conciencia, haces lo que quieres —sentencié—. Pero era algo más sencillo todavía.
Quería que tuvieras la riqueza que te entregaba. Quería... que fueras feliz.
Permaneció meditabunda un largo instante.
—¿Habrías preferido que me olvidara de ti? —exclamé. La pregunta sonó dolida, irritada.
Ella no respondió inmediatamente.
—No, claro que no —dijo al fin—. Y, de haber estado en tu lugar, yo tampoco te habría olvidado. Estoy
segura de ello. Pero, ¿y los demás? A mí no me importan absolutamente nada. Jamás volveré a cambiar
una palabra con ellos. Jamás volveré a ponerles los ojos encima.
Asentí con la cabeza, pero me repugnó lo que decía. Me daba miedo.
—No puedo superar la idea de que he muerto —añadió ella—. De que estoy absolutamente desligada
de todas las criaturas vivientes. Puedo ver, tocar, oler... Puedo beber sangre. Pero es como si fuera algo
que no se puede ver, que no puede afectar a las cosas.
—Pues no es así —repliqué—. ¿Y cuánto tiempo crees que te sostendrá ese ver, ese tocar, ese oler y
ese beber, si no hay amor, si no hay nadie contigo?
La misma mueca de incomprensión.
—¡Oh!, ¿por qué me molesto en decirte todo esto? —continué—. Estoy contigo. Estamos juntos. No
sabes lo que era esto cuando estaba solo. ¡No te lo puedes imaginar!
—Te perturbo y no es mi intención —dijo ella entonces—. Cuéntales lo que quieras. Tal vez seas
capaz de inventar una historia creíble. No sé. Si quieres que vaya contigo, iré. Haré lo que me pidas. Pero
tengo una pregunta más que hacerte. —Bajó la voz y añadió—: Supongo que no tendrás intención de
compartir el poder con ellos...
—No, jamás.
Moví la cabeza como para expresar que la idea era increíble. Mis ojos recorrían las joyas y pensé en
todos los regalos que había mandado, en la casa de muñecas. Les había enviado una casa de muñecas.
Pensé en los actores de Renaud, a salvo al otro lado del Canal.
—¿Ni siquiera con Nicolás?
—¡No! ¡Dios, no!
La miré. Ella asintió ligeramente, como aprobando mi respuesta. Y se apartó los cabellos de la frente
una vez más con gesto distraído.
—¿Por qué no con Nicolás?
Quise que aquello terminara de una vez.
—Porque es joven —contesté— y tiene una vida ante él. No está al borde de la muerte. —Ahora me
sentía más que inquieto. Me sentía desgraciado—. Con el tiempo, se olvidará de nosotros...
Quise decir: «... de nuestra conversación».
—Podría morir mañana —protestó ella—. Un carruaje podría arrollarle en cualquier calle...
—¿Acaso quieres que lo haga? —exclamé, lanzándole una mirada de rabia.
—No, no quiero que lo hagas. Pero, ¿quién soy yo para decirte qué hacer? Estoy tratando de
comprenderte.
156
Los cabellos largos y vigorosos le habían resbalado nuevamente de los hombros y, exasperada, los
asió con ambas manos.
Entonces, de pronto, lanzó un profundo sonido siseante y su cuerpo se quedó rígido. Tenía el cabello
recogido en dos largas colas y las contemplaba fijamente.
—Dios mío —susurró. Y luego, en un espasmo, soltó los cabellos y lanzó un grito.
El sonido me paralizó. Envió un destello de dolor blanco que me atravesó la cabeza. Jamás había
oído un grito igual. Y volvió a emitirlo como si estuviera ardiendo. Se había derrumbado contra la ventana
y seguía gritando aún más fuerte mientras se miraba el cabello. Hizo ademán de tocárselo, pero
rápidamente retiró los dedos, como si el contacto la quemara. Y se debatió contra la ventana, gritando y
retorciéndose a un lado y otro como si tratara de escapar de su propia cabellera.
—¡Basta! —grité. La así por los hombros y le di una sacudida. Ella jadeaba. Al instante, descubrí de
qué se trataba. ¡El cabello le había vuelto a crecer! Le había crecido de nuevo mientras dormía y lo tenía
tan largo como antes. Y hasta más tupido, y más lustroso. ¡Era aquello lo que no encajaba y que yo había
notado sin saber concretarlo! Y lo que ella acababa de advertir.
—¡Basta, basta ya! —volví a gritar en voz más alta. Su cuerpo se agitaba con tal violencia que yo
apenas podía sujetarla entre mis brazos—. ¡Te ha vuelto a crecer, eso es todo! —insistí—. Es una cosa
natural en tu nuevo estado, ¿no lo ves? ¡No sucede nada!
Ella jadeaba, tratando de calmarse; se llevó los dedos a los cabellos y emitió un nuevo grito como si
tuviera llagadas las yemas de los dedos. Intentó separarse de mí y luego se tiró de la melena con
expresión de puro terror.
Le di una nueva sacudida, esta vez más enérgica.
—¡Gabrielle! —exclamé—. ¿No lo entiendes? ¡Te ha vuelto a crecer y así sucederá cada vez que te lo
cortes. No hay nada de horrible en ello. ¡Detente ya, por el amor de Dios!
Me dije que, si no se calmaba pronto, yo también empezaría a desvariar. De hecho, ya casi estaba
temblando tanto como ella.
Sus gritos cesaron y se convirtieron en pequeños jadeos. Nunca la había visto de aquella manera en
todos los años que había vivido con ella en la Auvernia. Me dejó que la condujera hacia el banco junto a
la chimenea, donde la obligué a sentarse. Se llevó las manos a las sienes e intentó recuperar la
respiración normal mientras mecía el cuerpo lentamente hacia adelante y hacia atrás.
Eché un vistazo a mi alrededor en busca de unas tijeras, pero no encontré ninguna. Las tijerillas de
oro habían caído al suelo de la cripta subterránea. Saqué mi navaja.
Gabrielle sollozaba ahora en voz baja, con el rostro entre las manos.
—¿Quieres que te lo corte otra vez? —le pregunté.
No respondió.
—Escúchame, Gabrielle. —Le aparté las manos del rostro y añadí—: Si quieres, te lo volveré a cortar.
Te lo cortaré cada noche y lo quemaremos. Eso es todo.
157
De pronto, me dirigió una mirada tan perfectamente serena y controlada que no supe qué hacer.
Gabrielle tenía el rostro bañado en la sangre de sus lágrimas, que también le había salpicado las ropas.
Todas sus ropas estaban manchadas de sangre.
—¿Lo corto? —volví a preguntar.
Su aspecto era exactamente el de alguien a quien hubieran golpeado hasta hacerle sangrar. Tenía los
ojos muy abiertos y asombrados, y de ellos manaban lágrimas de sangre que corrían por sus tersas
mejillas. Y, mientras la miraba, las lágrimas cesaron de fluir y tomaron un color oscuro al secarse y formar
una costra sobre su piel blanquísima.
Le limpié el rostro meticulosamente con mi pañuelo de encaje. Luego fui por la ropa que guardaba en
la torre, las prendas que me había hecho confeccionar en París y que había llevado a la torre para
tenerlas a mano.
Le quité la chaqueta. Ella no hizo ningún movimiento para ayudarme o detenerme y le desabroché la
blusa de lino que llevaba.
Vi sus pechos, absolutamente blancos salvo los delicados pezones, de un levísimo tono rosado.
Tratando de no mirarlos, le puse una camisa limpia, y la abroché rápidamente. Después le cepillé el
cabello, lo cepillé largo rato, y, renunciando a cortarlo con la navaja, le hice una larga trenza y volví a
ponerle la levita.
Noté cómo iba recuperando las fuerzas y la compostura. No parecía avergonzada de lo sucedido, ni
yo quería que lo estuviera. Ella estaba sólo meditando sobre lo ocurrido, pero no dijo nada. Ni hizo ningún
movimiento.
Decidí entretenerla.
—Cuando era pequeño, solías hablarme de los lugares donde habías estado y me enseñabas
grabados y vistas de Nápoles y de Venecia. ¿Te acuerdas de aquellos libros de imágenes? Y también
tenías diversos objetos, pequeños recuerdos de Londres y San Petersburgo, de todos los lugares que
habías visitado.
Ella no respondió.
—Quiero que vayamos a todos esos sitios. Quiero verlos ahora.
Deseo verlos y vivir en ellos. Y quiero ir más lejos todavía, a lugares que, cuando era un vulgar mortal,
jamás había soñado visitar.
En su rostro hubo un pequeño cambio de expresión.
—¿Sabías que me volvería a crecer? —preguntó con un hilillo de voz.
—No. Quiero decir, sí. Quiero decir, no lo sé. Debería haber caído en la cuenta de lo que sucedería.
Tras esto, permaneció un largo instante mirándome con la misma expresión inmóvil y apática.
—¿No te.., no te da miedo nunca... nada de todo esto? —inquirió por fin. Su voz sonaba gutural,
extraña—. ¿No hay nunca... algo que te detenga?
Tenía la boca abierta, perfecta, con todo el aspecto de una boca humana.
—No lo sé —respondí en un suspiro, impotente—. No veo por qué.
158
Sin embargo, pese a mis palabras, me sentía confuso. Volví a proponerle que se cortara el cabello
cada noche y lo quemara. Así de sencillo.
—Sí, quemarlo —suspiró—. De lo contrario, llegaría un momento en que llenaría todas las estancias
de la torre, ¿no es eso? Sería como el cabello de Rapunzel del cuento infantil. Sería como el oro que la
hija del molinero tenía que hilar de entre la paja en el cuento de Rumpelstiltskin, el enano malvado.
—Escribiremos nuestros propios cuentos, amor mío —respondí—. La lección que debes aprender de
esto es que nada puede destruir lo que eres ahora. Todas las heridas que recibas sanarán. Eres una
diosa.
—Y la diosa tiene sed —añadió ella.
Horas más tarde, mientras caminábamos del brazo como dos estudiantes entre la muchedumbre de
los bulevares, el asunto ya había caído en el olvido. Nuestros rostros estaban sonrosados, y nuestra piel,
caliente.
Pero no la dejé para ir a ver al abogado, ni ella insistió en su deseo de salir a la tranquilidad y el
silencio del campo abierto, sino que permanecimos juntos en todo momento. De vez en cuando, un
ligerísimo indicio de la proximidad de la presencia nos hacía volver la cabeza.
159
5
Alrededor de las tres, cuando llegamos a las caballerizas, advertimos que nos acechaba la presencia.
Durante media hora o tres cuartos de hora, dejamos de sentirla otra vez. Después, el apagado
murmullo volvió de nuevo. Aquel juego me estaba poniendo furioso.
Y, aunque tratamos de captar algún pensamiento inteligible en aquella presencia, lo único que
logramos distinguir fue una sensación de malevolencia y algún esporádico tumulto como el espectáculo
de las hojas secas desintegrándose en el rugido de las llamas.
Gabrielle se alegraba de estar camino de la torre otra vez. No era que la extraña presencia la
inquietara, sino que se alegraba de poder disfrutar, como antes había dicho, de la quietud y el vacío de
los campos.
Cuando tuvimos ante nosotros el campo abierto, cabalgamos tan deprisa que el único sonido que nos
acompañó fue el del viento. Creí oírla reír, pero no estuve del todo seguro. A Gabrielle le gustaba la
caricia del viento tanto como a mí, le encantaba el nuevo brillo de las estrellas sobre las sombrías colinas.
A pesar de todo, me pregunté si durante la noche habría habido momentos en que llorara
interiormente sin que yo lo advirtiera. En ciertos momentos de nuestras correrías, se había mostrado
silenciosa y lúgubre, y sus ojos habían vibrado como si estuviera llorando, aunque no asomó a ellos la
más mínima lágrima.
Creo que estaba profundamente sumido en estos pensamientos cuando nos acercamos a un espeso
bosque que se extendía a lo largo de las orillas de un riachuelo poco profundo y, en el momento más
inesperado, la yegua se encabritó y se desvió hacia un lado.
Lo hizo tan de improviso que casi me arrojó de la silla. Gabrielle se sujetó con fuerza de mi brazo
derecho.
Yo atravesaba cada noche aquella arboleda, salvando el estrecho puente de madera que cruzaba la
corriente. Me encantaba el sonido de las herraduras de mi montura sobre la madera y la subida por la
inclinada ribera. Y la yegua conocía perfectamente el camino. Esta vez, sin embargo, el animal no quería
seguirlo de ninguna manera.
Relinchando y amenazando con encabritarse de nuevo, la yegua dio media vuelta por su propia
iniciativa y emprendió el galope en la dirección contraria a la que llevábamos, volviendo hacia París hasta
que, haciendo uso de toda la fuerza de mi voluntad, logré dominarla y obligarla a detenerse por fin.
Gabrielle tenía la cabeza vuelta hacia el pequeño bosque, hacia la masa de ramas oscuras mecidas
por el viento que ocultaba a la vista el riachuelo. Y en ese instante, tras el leve aullido del viento y el
suave rumor de las hojas susurrantes, se dejó sentir una vez más el nítido latir de la presencia entre los
árboles.
Los dos la captamos a la vez, sin duda, pues mis brazos rodearon a Gabrielle con más fuerza y ella
asintió, asiéndome la mano.
160
—¡No sigas avanzando hacia eso! —me gritó.
—¡Cómo que no! —respondí, tratando de dominar nuestra montura—. Quedan menos de dos horas
para el amanecer. ¡Desenvaina la espada!
Ella intentó volverse para decirme algo, pero yo espoleaba ya al animal para que siguiera avanzando y
Gabrielle sacó la espada como acababa de decirle, con su delicada mano cerrada en torno a la
empuñadura con la misma firmeza que un hombre.
Naturalmente, la presencia huiría tan pronto como alcanzáramos la arboleda, de eso estaba seguro.
Me refiero a que aquel ser infernal no había hecho jamás otra cosa que volver la espalda y escapar. Y
a mí me enfureció que hubiera espantado a mi yegua y que estuviera asustando a Gabrielle.
Con un seco picar de espuelas y toda mi fuerza de convicción mental, azucé a la montura a todo
galope hacia el puente.
Apreté el arma en mi mano. Me incliné hacia adelante cubriendo a Gabrielle. Vomitaba rabia como si
fuera un dragón y, cuando las pezuñas de la yegua golpearon la madera hueca sobre el agua, ¡vi por
primera vez aquellos demonios!
Unos rostros blancos y unos brazos lechosos encima de nosotros, entrevistos apenas un segundo, de
cuyas bocas surgían los chillidos más espantosos mientras sacudían las ramas mandándonos una lluvia
de hojas.
—¡Malditas seáis, jauría de arpías! —grité cuando alcanzamos la inclinada ladera del otro lado.
Gabrielle, sin embargo, lanzó un alarido.
Algo había caído sobre la yegua detrás de mí, y el animal estaba resbalando en la tierra húmeda, y el
ser me había cogido del hombro y del brazo con el que pretendía utilizar la espada.
Volteando ésta por encima de la cabeza de Gabrielle y descargándola por mi costado izquierdo, herí
con furia a la criatura y la vi salir volando, una confusa mancha blanquecina en la oscuridad, mientras otro
de aquellos seres saltaba hacia nosotros con manos como garras. La hoja de Gabrielle cortó de un tajo el
brazo extendido y vi cómo éste saltaba en el aire. La sangre manaba de él como de una fuente. Los gritos
se convirtieron en un gemido lacerante. Deseé hacerlos pedazos a todos con mi espada y obligué a la
yegua a dar la vuelta con demasiada brusquedad. El animal se encabritó y estuvo a punto de caer, pero
Gabrielle se había sujetado de su crin y la condujo de nuevo hacia el camino despejado.
Mientras galopábamos a toda prisa hacia la torre, pudimos oír los gritos de las criaturas
aproximándose y, cuando la yegua quedó exhausta, la abandonamos y continuamos corriendo, cogidos
de la mano, hacia las verjas.
Me di cuenta de que debíamos cruzar el pasadizo secreto hasta la cámara interior antes de que las
criaturas pudieran escalar el muro exterior. Era preciso que no nos vieran sacar la piedra de su sitio.
Cerrando las verjas y las puertas a nuestro paso lo más deprisa que pude, conduje a Gabrielle
escaleras arriba.
Cuando llegamos a la estancia secreta y hubimos colocado la losa de nuevo en su sitio, escuché sus
aullidos y chillidos y los primeros sonidos de sus zarpas al pie de la torre.
Tomé un haz de leña y lo coloqué bajo la ventana.
161
—Deprisa, la leña menuda —dije.
Pero ya había media docena de rostros blancos en los barrotes. Sus chillidos resonaban con un eco
monstruoso en la pequeña estancia. Por un instante sólo pude contemplarlos mientras retrocedía.
Se agarraban de la reja de hierro como murciélagos, pero no lo eran. Eran vampiros, y vampiros como
nosotros, con forma humana.
Unos ojos oscuros que nos miraban bajo unas greñas de cabello hirsuto. Unos aullidos cada vez más
potentes y feroces. Unos dedos con costras de suciedad adhiriéndose a la reja. Las ropas, hasta donde
podía ver, no eran más que harapos descoloridos. Y el hedor que despedían era el de las tumbas.
Gabrielle arrojó la leña menuda junto a la pared y se apartó de un salto mientras las manos intentaban
agarrarla. Las criaturas descubrieron sus colmillos y emitieron terribles chillidos. Las manos pugnaron por
asir la leña y lanzarla contra nosotros. Todas juntas tiraron de los barrotes como si pudieran arrancarlos
de la piedra.
—¡El mechero! —grité. Agarré uno de los pedazos de madera más recios y lancé con él una estocada
al rostro más cercano, arrancando a la criatura de la pared con facilidad. Eran seres débiles. Oí su grito
mientras caía, pero las demás habían cerrado sus manos en la madera y luchaban conmigo ahora
mientras yo desalojaba a otro de aquellos pequeños y sucios demonios. Para entonces, sin embargo,
Gabrielle había encendido ya la leña.
Las llamas se alzaron y los aullidos cesaron en un frenesí de lenguaje inteligible:
—¡Es fuego! ¡Atrás, abajo, alejaos, idiotas! Abajo, abajo. ¡Los barrotes están calientes! ¡Apartaos
enseguida!
¡Era francés, correcto y normal! En realidad, era una sarta cada vez mayor de maldiciones peculiares
de alguna región.
Estallé en carcajadas, adelantando el pie y señalando a las criaturas mientras miraba a Gabrielle.
—¡Caiga sobre ti una maldición, blasfemo! —gritó una de ellas. El fuego lamió sus manos en ese
instante y el ser aulló, cayendo hacia atrás.
—¡Caiga una maldición sobre los profanadores, sobre los proscritos! —escuché gritar desde abajo.
Los aullidos aumentaron rápidamente de intensidad hasta convertirse en un verdadero coro—. ¡Malditos
sean los proscritos que osan entrar en la Casa de Dios!
Pero todos aquellos seres se retiraban de la ventana, descendiendo hacia el suelo. Los troncos más
gruesos estaban ya encendidos y las llamas, con un rugido, se alzaban hasta el techo.
—¡Volved a la tumba de donde habéis salido, fantasmas de pacotilla! —exclamé, dispuesto a
arrojarles encima la leña encendida si volvían a acercarse a la ventana.
Gabrielle permaneció inmóvil con los ojos entrecerrados, visiblemente concentrada.
Los gritos y aullidos continuaron elevándose desde el pie de la torre, en un renovado coro de
maldiciones contra quienes quebrantaban las leyes sagradas y, con sus blasfemias, provocaban la ira de
Dios y de Satán. Las criaturas trataban de forzar las puertas y ventanas de la planta inferior, o
malgastaban inútilmente sus fuerzas arrojando piedras contra el muro.
162
—No pueden entrar —comentó Gabrielle con voz grave y monocorde y con la cabeza ladeada en
gesto de atención—. No pueden forzar la verja.
Yo no estaba tan seguro de ello. La verja estaba oxidada y era muy vieja. No quedaba otro remedio
que esperar.
Me dejé caer al suelo, apoyado en el costado del sarcófago con los brazos en torno al pecho y la
espalda doblada hacia adelante. Ya no me sentía con tantas ganas de reír.
Ella también se sentó con la espalda contra la pared y las piernas extendidas hacia adelante. Tenía la
respiración algo acelerada y se le estaba soltando la trenza. Era como el capuchón de una cobra en torno
a su rostro, con unos mechones sueltos que le caían en las blancas mejillas. Sus ropas estaban
llenándose de hollín.
El calor del fuego era insoportable. El humo despedía un leve resplandor en la estancia sin ventilación
y las llamas se alzaban hasta hacer desaparecer la noche. No obstante, Gabrielle y yo no teníamos
dificultades para respirar el escaso aire disponible y nuestros únicos padecimientos fueron el miedo y el
agotamiento.
Y entonces, poco a poco, me di cuenta de que ella tenía razón acerca de la verja. Las criaturas no
habían conseguido derribarla y las oí retirándose.
—¡Que la cólera de Dios castigue a los profanadores!
Cerca de los establos se produjo una leve conmoción, y vi mentalmente cómo mi pobre caballerizo,
aquel muchachito mortal de cortas luces, era arrancado de su escondite presa del terror. La rabia que
sentía se redobló. Las criaturas me enviaron imágenes de sus propios pensamientos mientras daban
muerte al desgraciado. ¡Malditos fueran!
—Quédate quieto —me dijo Gabrielle—. Es demasiado tarde.
Sus ojos se abrieron primero mucho, y volvieron a entrecerrarse. Enseguida, recuperó su aire
pensativo. El muchacho, aquel pobre mortal miserable, estaba muerto.
Percibí su muerte como si, de pronto, hubiera visto elevarse de los establos un pajarillo oscuro.
Gabrielle irguió la cabeza como si también ella lo estuviera viendo y volvió a dejarla caer como si hubiera
perdido la conciencia, aunque no era así. Escapó de su boca un murmullo que me sonó a algo así como
«terciopelo rojo», pero pronunció las palabras entre dientes y no capté bien las palabras.
—¡Os daré vuestro merecido por esto, pandilla de rufianes! —exclamé en voz alta, dirigiendo la
amenaza a las criaturas—. Estáis perturbando mi casa y pagaréis por ello.
Pero sentía mis brazos cada vez más pesados. El calor del fuego era casi narcotizante. Los
numerosos y extraños sucesos de la larga noche estaban cobrándose su tributo.
Entre el agotamiento y el resplandor del fuego, me fue imposible calcular la hora. Creo que caí
dormido por un instante y me desperté con un escalofrío, sin saber cuánto tiempo había transcurrido.
Alcé la vista y distinguí la figura de un joven no terrenal, de un muchacho exquisito, dando pasos por
la cámara.
Naturalmente, sólo se trataba de Gabrielle.
163
6
Mientras deambulaba arriba y abajo por la estancia, Gabrielle daba la impresión de una energía casi
desenfrenada. Sin embargo, toda esta energía quedaba contenida en una hermosura inalterada. Se
dedicó a pisotear los maderos y a contemplar los restos ennegrecidos de la pequeña pira durante unos
momentos, antes de recuperar el control de sí misma. Eché un vistazo al cielo. Nos quedaba una hora tal
vez.
—Pero, ¿quiénes son? —preguntó, plantada ante mí con las piernas separadas y las manos en dos
claros gestos de impaciencia—. ¿Por qué nos llaman proscritos y blasfemos? —exigió saber.
—Te he contado todo lo que sé —repliqué—. Hasta esta noche no creía que poseyeran caras, manos
ni voces de verdad.
Me puse en pie y me sacudí el polvo de la ropa.
—¡Nos maldecían por entrar en las iglesias! —insistió ella—. ¿No lo has captado en las imágenes que
surgían de ellos? Y no saben cómo es posible que entremos. Ninguna de esas criaturas se atrevería a
hacerlo.
Por primera vez, observé que estaba temblando. Había en ella otros pequeños signos de alarma: los
tics nerviosos de la piel en torno a sus ojos, el gesto con el que volvía a apartar de su frente los
mechones sueltos de su cabellera.
—Gabrielle —le dije, tratando de poner una voz autoritaria y tranquilizadora—, lo importante ahora es
salir de aquí enseguida. No sabemos cuándo se levantan esas criaturas, ni cuánto tiempo pasará desde
el ocaso hasta que se presenten de nuevo. Tenemos que encontrar otro escondite.
—La cripta de la mazmorra —propuso ella.
—Es una trampa peor aún que ésta, si consiguen pasar la puerta. —Miré de nuevo al cielo y saqué la
piedra que ocultaba el pasadizo—. Vamos —le dije.
—Pero, ¿adonde? —Era la primera vez que parecía casi frágil en toda la noche.
—A un pueblo al este de la torre. Es absolutamente obvio que el lugar más seguro para nosotros es la
propia iglesia del pueblo.
—¿Serías capaz? ¿En la iglesia?
—Naturalmente. ¡Como bien has dicho, esas pequeñas bestias jamás se atreverían a entrar! Y las
criptas bajo el altar serán profundas y oscuras como cualquier tumba.
—¡Pero, Lestat: descansar bajo el altar!
—Madre, me asombras —repliqué—. ¡Si hasta he dado cuenta de mis presas bajo el techo de la
mismísima Notre Dame!
Pero me vino a la cabeza otra idea más. Fui al baúl de Magnus y rebusqué en el tesoro. Saqué dos
rosarios, uno de perlas y otro de esmeraldas, ambos con el crucifijo de costumbre.
Gabrielle me observó con la cara pálida, contraída.
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—Mira, tú coge éste —le dije entregándole el de esmeraldas—. Llévalo encima. Y, si volvemos a
encontrarnos con esas criaturas, muéstrales el crucifijo. Si estoy en lo cierto, saldrán huyendo al verlo.
—Pero, ¿encontraremos un lugar seguro en la iglesia?
—¿Cómo diablos voy a saberlo? ¡Volveremos aquí!
Noté que el miedo se concentraba en su interior e irradiaba de ella, mientras, titubeante, observaba
las estrellas apagándose en el cielo. Había traspasado el velo que la conducía a la promesa de ser eterna
y ya volvía a estar en peligro.
Rápidamente, le quité el rosario de la mano, la besé y deslicé el objeto en el bolsillo de su levita.
—Las esmeraldas representan la vida eterna, madre —murmuré.
Volvía a parecerme el muchacho de antes, allí plantada con el último resplandor del fuego dibujando
apenas el perfil de la mejilla y de los labios.
—Tenía razón en lo que he dicho antes —susurró—. No le tienes miedo a nada, ¿verdad?
—¿Qué importa eso? —respondí, encogiéndome de hombros. La tomé del brazo y la llevé hacia el
pasadizo—. Nosotros somos aquellos a quienes temen los demás, recuérdalo.
Cuando llegamos a los establos, vi que el muchacho había recibido una muerte horrible. Su cuerpo
descoyuntado yacía retorcido en el suelo sucio de heno como si un titán lo hubiera arrojado allí. Tenía
una fractura en la nuca, y, para burlarse de él, al parecer, o tal vez para burlarse de mí, le habían vestido
con una elegante levita de terciopelo rojo propia de un caballero. Terciopelo rojo. Éstas eran las palabras
que ella había murmurado mientras las criaturas cometían el crimen. Yo sólo había visto la muerte.
Aparté la vista del muchacho. Todos los caballos habían desaparecido.
—Pagarán por esto —prometí.
Tomé de la mano a Gabrielle, pero ella contempló el cuerpo del desdichado muchacho como si le
atrajera contra su voluntad. Después me miró a mí.
—Siento frío —musitó—. Estoy perdiendo fuerza en los brazos y las piernas. Debo llegar enseguida a
un lugar oscuro, es preciso. Lo siento.
La conduje a toda prisa hacia el camino, subiendo la ladera de la colina cercana.
Por supuesto, en el cementerio del pueblo no había pequeños monstruos aulladores. Tampoco yo
había esperado encontrarlos. La tierra de las viejas tumbas no se había removido desde hacía mucho
tiempo.
Gabrielle no quiso seguir discutiendo el asunto conmigo.
La ayudé a llegar a la puerta lateral de la iglesia y rompí en silencio la cerradura.
—Estoy aterida y me escuecen los ojos —repitió en un susurro—. Un sitio oscuro...
Pero, cuando me dispuse a conducirla adentro, interrumpió la frase.
—¿Y si las criaturas tienen razón? —preguntó—. ¿Y si no debemos entrar en la Casa de Dios?
—Palabrerías y estupideces. Dios no está en la Casa de Dios.
—¡No...! —gimió ella.
Crucé la sacristía tirando de ella y la conduje ante el altar. Se cubrió el rostro con las manos y, cuando
alzó la vista, lo hizo hacia el crucifijo que remataba el sagrario. Dejó escapar un profundo jadeo. Sin
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embargo, no era de esa visión de lo que protegía sus ojos cuando volvía el rostro hacia mí, sino de las
cristaleras de vidrios de colores. ¡El sol que yo aún no podía notar en absoluto estaba ya quemándola a
ella!
La tomé en brazos como había hecho la noche anterior. Tenía que encontrar una antigua cripta que
no hubiera sido utilizada en muchos años. Corrí hacia el altar de la Santísima Virgen, donde las
inscripciones estaban casi borradas por el paso del tiempo, y, arrodillado, hundí las uñas en torno a una
losa y la levanté rápidamente para descubrir un profundo sepulcro ocupado por un único ataúd
carcomido.
La hice bajar al interior del sepulcro conmigo y coloqué de nuevo la losa en su lugar.
La oscuridad se hizo total, y el ataúd se hizo astillas bajo mi peso, de modo que mi mano derecha fue
a posarse sobre una calavera. Noté también la dureza de otros huesos bajo mi pecho. Gabrielle habló
como si estuviera en trance:
—Sí, lejos de la luz.
—Estamos a salvo —susurré yo.
Aparté los huesos e improvisé un nido con la madera podrida y el polvo, demasiado antiguo para
conservar olor alguno a cuerpo humano putrefacto.
Pero tardé una hora o tal vez más en conciliar el sueño.
No dejaba de pensar una y otra vez en el mozo de cuadra, hecho un guiñapo y arrojado allí en el
suelo con aquella elegante levita de terciopelo rojo. Yo había visto antes aquella levita, pero no lograba
recordar dónde. ¿Era tal vez una de las mías? ¿Habrían conseguido penetrar en la torre? No, eso era
imposible. Seguro que no habían entrado. ¿Se habrían procurado una prenda idéntica a una de las mías?
¿Hasta aquel punto habrían llegado para burlarse de mí? No, ¿cómo podrían hacer algo semejante
criaturas como aquéllas? Y, sin embargo, aquella levita... Había algo en ella que...
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Cuando abrí los ojos, escuché unos cantos dulcísimos y deliciosos. Como tantas veces sucede con la
música, incluso con los fragmentos más preciados, el cántico me devolvió a la infancia, a cierta noche de
invierno en que todos los miembros de la familia habíamos bajado a la iglesia del pueblo y habíamos
estado durante horas entre las velas encendidas, respirando el humo penetrante y sensual del incienso
mientras el sacerdote recorría el recinto con la custodia en alto.
Después de esa primera, un millar más de Bendiciones del Santísimo habían grabado en mi mente la
letra del viejo himno;
O Salutarís Hostia
Quae caeli pandis ostium
Bella premuní hostilia,
Da robur, fer auxilium...
Y allí tendido en los restos del ataúd destrozado bajo la losa de mármol blanco del altar lateral de
aquella gran iglesia de pueblo, con Gabrielle asida a mí, incluso en la quietud del sueño, me di cuenta
poco a poco de que encima de mí había cientos y cientos de humanos que entonaban aquel mismo
himno en aquel instante.
¡La iglesia estaba llena de gente! Y no podríamos salir de aquel maldito nido de huesos hasta que
todos los mortales la hubieran abandonado.
Noté cómo se movían algunos bichos en la oscuridad que me envolvía. Aprecié el olor del esqueleto
destrozado sobre el que yacía. Pude oler también la tierra, y notar la humedad y el rigor del frío.
Las manos de Gabrielle eran unas manos muertas que se agarraban a mí. Su rostro era inflexible
como el hueso.
Traté de no darle vueltas a todo aquello y quedarme absolutamente inmóvil.
Encima de mí, cientos de humanos respiraban y jadeaban. Tal vez un millar de ellos. Y ahora
entonaban el segundo himno.
«¿Qué viene ahora?» me dije desconsoladamente. «¿La letanía, las bendiciones?» Precisamente
aquella noche, de todas las noches, no disponía de tiempo para quedarme allí recordando. Era preciso
salir de allí. La imagen de la levita de terciopelo rojo volvió a mi mente con una irracional sensación de
urgencia y con un destello de dolor igualmente inexplicable.
Y, de repente —o eso me pareció—, Gabrielle abrió los ojos. Por supuesto, no lo vi, pues la oscuridad
era total. Lo noté. Aprecié que sus miembros volvían a la vida.
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Pero apenas se había movido, cuando se quedó otra vez rígida de alarma. Le tapé la boca con la
mano.
—Guarda silencio —le susurré. Noté cómo la dominaba el pánico.
Todos los horrores de la noche anterior debían estar volviendo a Gabrielle, y ahora se encontraba en
un sepulcro junto a un esqueleto destrozado, debajo de una losa que apenas podría levantar.
—¡Estamos en la iglesia! —le informé en un nuevo susurro—. Estamos a salvo.
Llegó a mis oídos el cántico. Tantum ergo Sacramentum, Veneremus cernui.
—¡No, es una Bendición del Santísimo! —dijo Gabrielle con un jadeo. Intentaba dominarse y seguir
quieta, pero, de pronto, perdió el control y tuve que asirla con fuerza por ambas muñecas.
—Es preciso que salgamos de aquí —suplicó—. ¡Lestat, por el amor de Dios, el Santísimo
Sacramento está expuesto en el altar!
Los restos del ataúd de madera crujieron y se quebraron sobre la losa del fondo haciéndome caer
encima de mi compañera y aplastándola bajo mi peso.
—Quédate quieta y callada, ¿me oyes? No tenemos más remedio que esperar.
Sin embargo, su pánico estaba contagiándome. Noté los fragmentos de hueso crujiendo bajo mis
rodillas y percibí el olor de la tela putrefacta. Parecía que el hedor a muerte penetraba por los muros del
sepulcro, y me di cuenta de que no soportaría seguir encerrado entre aquel olor.
—No podemos quedarnos aquí —jadeó—. No podemos. ¡Tengo que salir! —Me lo pedía casi
gimoteando—. ¡Lestat, no puedo!
Empezó a palpar las paredes, y luego la losa que nos cubría. Escuché un sonido puro, átono, que
escapaba de sus labios.
Encima de nosotros, el cántico había cesado. El sacerdote habría vuelto a subir los peldaños hasta el
altar y estaría elevando la custodia con ambas manos. Se volvería hacia los feligreses y alzaría la
Sagrada Hostia para bendecirlos. Gabrielle, por supuesto, lo sabía. Y, de pronto, Gabrielle se volvió como
loca, agitándose debajo de mí hasta casi arrojarme a un lado.
—¡Esta bien, escúchame! —susurré, incapaz de controlar aquello por más tiempo—. Vamos a salir,
pero lo haremos como verdaderos vampiros, ¿me oyes? En la iglesia hay un millar de personas y vamos
a darles un susto de padre y señor mío. Yo levantaré la piedra y apareceremos los dos a la vez. Cuando
lo hagamos, levanta los brazos y pon la mueca más horrible que se te ocurra y lanza alaridos si puedes.
Eso les hará retroceder en lugar de lanzarse sobre nosotros y conducirnos a la cárcel. Después,
echaremos a correr hacia la puerta.
A Gabrielle le faltó tiempo hasta para responder, pues ya estaba debatiéndose y golpeando con los
talones la madera podrida.
Me incorporé, di un fuerte empujón con ambas manos a la losa de mármol y salté del sepulcro como
acababa de decir que haría, levantando la capa en un enorme arco.
Fui a caer en el piso del coro, envuelto en el resplandor de las velas, y emití el grito más potente de
que fui capaz.
Cientos de mortales se pusieron en pie delante de mí. Cientos de bocas se abrieron para gritar.
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Emitiendo un nuevo alarido, así de la mano a Gabrielle y me lancé hacia ellos saltando la barandilla
del comulgatorio. Ella me acompañó con un delicioso gemido muy agudo, levantando la mano izquierda
como una zarpa mientras yo tiraba de ella por el pasillo central. El pánico se generalizó: hombres y
mujeres sujetaban a sus niños y lanzaban chillidos sin dejar de retroceder.
Las pesadas puertas cedieron al instante, abriéndose al cielo oscuro y al viento racheado. Empujé a
Gabrielle delante de mí y, volviéndome, lancé el aullido más agudo de que fui capaz. Puse al descubierto
mis colmillos ante la grey espantada y angustiada. Incapaz de determinar si parte de la feligresía se
lanzaba en nuestra persecución o si caía hacia mí debido al pánico, me llevé la mano al bolsillo y sembré
de monedas de oro el suelo de mármol.
—¡El demonio arroja monedas! —chilló alguien.
Gabrielle y yo huimos a toda velocidad, atravesando el cementerio y los campos. En cuestión de
segundos, ganamos el bosque y capté el olor de los establos de un caserón que se alzaba ante nosotros
más allá de los árboles.
Me quedé quieto y concentrado, casi doblado por la cintura, y llamé a los caballos. Después corrimos
hacia ellos y escuchamos el sordo golpeteo de sus herraduras contra los pesebres.
Salvando de un salto el seto bajo, con Gabrielle a mi lado, arranqué la puerta de sus goznes, al tiempo
que un caballo castrado de fina estampa salía al galope de su caballeriza destrozada. Saltamos a su
lomo. Gabrielle se acomodó delante de mí y le pasé el brazo en torno a su cintura.
Clavé los talones en el animal y nos perdimos en el bosque en dirección sur, hacia París.
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Intenté elaborar un plan mientras nos acercábamos a la ciudad, pero, para ser sinceros, no estaba
nada seguro de cómo proceder.
No había modo de evitar a aquellos pequeños monstruos repulsivos. Cabalgábamos hacia una batalla
y la situación no era muy distinta a la mañana en que saliera a matar los lobos, confiado en que mi rabia y
mi voluntad me ayudarían a vencerlos.
Apenas habíamos entrado entre las casas de campo que salpicaban Montmartre cuando escuchamos
durante una fracción de segundo su leve murmullo, nocivo como un vapor tóxico.
Gabrielle y yo nos dimos cuenta de que debíamos beber enseguida para estar preparados cuando se
produjera el encuentro.
Nos detuvimos en una de las pequeñas alquerías, cruzamos con sigilo el huerto hasta la puerta
trasera y encontramos en el interior al hombre y a su esposa, dormitando ante una chimenea.
Cuando hubimos terminado de beberlos, salimos de la casa al pequeño huerto, donde nos detuvimos
un instante a contemplar el cielo gris perla. No se oía la presencia de nadie más. Sólo la quietud, la
claridad de la sangre fresca y la amenaza de la lluvia en las nubes que se congregaban sobre nosotros.
Me volví y ordené en silencio al caballo que acudiera a mí. Mientras sujetaba las riendas, miré a
Gabrielle.
—No veo más solución que entrar en París —le dije— e ir directamente al encuentro de esas bestias.
Y hasta que aparezcan y estalle de nuevo la guerra, hay otras cosas que debo hacer. Tengo que pensar
en Nicolás y debo hablar con Roget.
—No es momento para esas tonterías de mortales —replicó ella.
Aún llevaba el polvo del sepulcro de la iglesia adherido a la tela de la capa y a sus rubios cabellos: le
daban el aspecto de un ángel arrastrado por la tierra, un ángel caído.
—No dejaré que se interpongan entre mí y lo que deseo hacer —declaré.
Ella exhaló un profundo suspiro.
—¿Quieres conducir a estas criaturas a tu querido monsieur Roget? —preguntó.
Era una posibilidad demasiado horrible para correr el riesgo.
Empezaban a caer las primeras gotas de lluvia y sentí frío a pesar de la sangre recién bebida. En un
momento empezaría a llover con fuerza.
—Está bien —reconocí—. No se puede hacer nada hasta que terminemos esto de una vez.
Monté de nuevo y tendí la mano a Gabrielle.
—Las heridas no hacen más que espolearte, ¿verdad? —comentó, estudiándome—. Intenten lo que
intenten esas criaturas, no conseguirán otra cosa que darte fuerzas.
—¡Vaya, esto sí que me parece una tontería propia de mortales! ¡Vamos allá! —repliqué.
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—Lestat —dijo ella entonces con voz seria—, al muchacho de la cuadra le pusieron aquella levita de
caballero después de matarle. ¿Te fijaste en la prenda? ¿No la habías visto antes?
Aquella maldita ropa de terciopelo rojo...
—Yo sí la había visto —continuó—. La vi durante horas en mi lecho de muerte en París. Era la levita
de Nicolás de Lenfent.
Me quedé mirándola un largo instante, pero creo que no la percibí en absoluto. La rabia que crecía
dentro de mí era absolutamente muda. Sería rabia hasta que tuviera pruebas de que debía ser pena,
pensé. Después, dejé de pensar.
Me di cuenta, difusamente, de que Gabrielle aún no tenía idea de lo fuertes que podían ser nuestras
emociones, del efecto paralizante que podían tener. Creo que moví los labios, pero no salió de ellos
sonido alguno.
—No creo que le hayan matado, Lestat —me dijo.
Intenté de nuevo decir algo. Quería preguntarle por qué lo pensaba así, pero no pude y seguí con la
vista fija en el huerto.
—Creo que está vivo y le tienen prisionero —continuó—. De lo contrario, habrían dejado ahí su
cuerpo, y no se habrían molestado con el mozo de cuadra.
—Es posible. Tal vez no... —Tuve que obligar a mis labios a formar las palabras.
—La ropa era un mensaje.
No pude soportarlo por más tiempo y estallé:
—Voy tras ellos. ¿Quieres regresar a la torre? Si fracaso en esto...
—No tengo ninguna intención de dejarte —contestó ella.
La lluvia caía con intensidad cuando llegamos al boulevard du Temple, cuyos adoquines mojados
reflejaban la luz de un millar de farolas.
Mis pensamientos se habían solidificado en estrategias que eran más producto del instinto que de la
razón. Me sentía más dispuesto que nunca para una lucha, pero era preciso conocer bien nuestra
situación. ¿Cuántas criaturas de aquéllas había? ¿Qué querían, en realidad? ¿Capturarnos y destruirnos,
o sólo asustarnos y ahuyentarnos? Era preciso que contuviera mi rabia; debía recordar que eran seres
infantiles, supersticiosos, y que fácilmente se dispersarían asustados ante mi presencia.
Cuando llegamos a los elevados edificios de viviendas próximos a Notre Dame, sentí y oí su presencia
en las cercanías. Sus vibraciones me llegaban como un destello plateado que se desvanecía casi con la
misma singular rapidez.
Gabrielle irguió el cuerpo, sentada sobre el caballo, y noté su mano zurda en torno a mi muñeca. Vi la
derecha en la empuñadura de su espada.
Habíamos entrado en una callejuela serpenteante que formaba un recodo ante nosotros antes de
perderse en las sombras. El martilleo de las herraduras hendía el silencio y traté de que no me pusiera
nervioso el reiterado sonido.
Los dos las vimos, al parecer, en el mismo instante.
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Gabrielle se apretó contra mí y reprimí un jadeo para que las criaturas no pudieran interpretarlo como
una demostración de miedo.
Encima de nosotros, a ambos lados del angosto callejón, aparecían sus rostros lechosos justo sobre
los aleros de los edificios, como un leve resplandor contra las nubes del cielo y el inaudible caer de la
lluvia plateada.
Azucé la montura hacia adelante en un estruendo de pezuñas arañando y golpeando los adoquines.
Arriba, las criaturas correteaban como ratas por los tejados. Sus voces se alzaban en un leve aullido que
los mortales no podían escuchar.
Gabrielle dejó escapar un grito cuando vio sus pálidos brazos y piernas descendiendo los muros
delante de nosotros; detrás, escuché el sordo rumor de sus pies sobre el empedrado.
—¡Adelante! —grité. Saqué la espada y la descargué sobre dos de las figuras harapientas, que habían
saltado a interceptarnos el paso—
¡Apartaos de mi camino, condenadas criaturas! —exclamé, escuchando sus gritos a mis pies.
Por un instante, observé unos rostros angustiados. Los que nos acechaban arriba desaparecieron y
los que llevábamos detrás parecieron cejar en su empeño. Continuamos adelante rápidamente, poniendo
metros entre nosotros y nuestros perseguidores, hasta que llegamos a la desierta place de Gréve.
Sin embargo, las criaturas se estaban reagrupando en los alrededores de la plaza, y esta vez pude
captar sus pensamientos inteligibles. Una de ellas preguntaba qué poder era aquél que poseíamos y por
qué debían tener miedo: otra insistía en seguir acercándose a nosotros.
En aquel instante, una especie de fuerza surgió de Gabrielle; no me cupo ninguna duda de ello, pues
vi claramente cómo retrocedían cuando ella les lanzó su mirada mientras cerraba la mano en la
empuñadura de su espada.
—¡Detente, mámenles a distancia! —me masculló en un susurro—. Esas criaturas están
aterrorizadas.
De inmediato, la oí soltar una maldición, pues, volando hacia nosotros desde las sombras del Hótel-
Dieu, venían por lo menos seis más de aquellos pequeños demonios, con sus delgadas extremidades
blancas apenas cubiertas por harapos, el cabello al viento y unos horribles gemidos surgiendo de sus
bocas. Los recién aparecidos instigaron a los demás, y la malevolencia que nos rodeaba se hizo más y
más intensa.
El caballo se encabritó y casi nos arrojó al suelo. Las criaturas le estaban ordenando detenerse, igual
que yo le mandaba seguir adelante.
Tomé a Gabrielle por la cintura, salté del caballo y corrí a toda velocidad hasta la puerta de Notre
Dame.
Un horrible barboteo irónico se alzó silencioso en mis oídos, lleno de gemidos y de gritos y de
amenazas:
—¡No te atreverás! ¡No lo harás!
Una malevolencia como el calor de un alto horno se abrió sobre nosotros mientras sus pies nos
cercaban, arrastrándose y chapoteando. Noté cómo sus manos luchaban por asir mi espada y mi capa.
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Sin embargo, yo estaba seguro de lo que sucedería cuando alcanzáramos la iglesia. Con un último
esfuerzo, empujé a Gabrielle delante de mí y juntos cruzamos las puertas del pórtico de la catedral para ir
a caer en sus losas cuan largos éramos.
Gritos. Unos gritos secos y horribles alzándose en el aire y luego un gran tumulto, como si la turba
entera hubiera sido dispersada por un cañonazo.
Me incorporé trabajosamente, riéndome de las criaturas. No obstante, no me quedé a oír más tan
cerca de la puerta. Gabrielle estaba también ya en pie y tiraba de mí; juntos, nos internamos corriendo en
la nave en sombras, pasando un arco tras otro hasta llegar cerca de las mortecinas velas del santuario.
Allí buscamos un rincón oscuro y vacío junto al altar lateral y nos arrodillamos codo con codo.
—¡Igual que los condenados lobos! —exclamé—. ¡Una maldita emboscada!
—Chist, cállate un momento —dijo Gabrielle, asiéndome a mí—. O mi corazón inmortal estallará.
173
9
Después de un largo rato, noté que se ponía tensa, con el rostro vuelto hacia la plaza.
—No pienses en Nicolás —me dijo—. Están esperando ahí fuera y nos oyen. Escuchan todo lo que
pasa por nuestras mentes.
—¿Pero qué están pensando? —susurré—. ¿Qué está pasando por las suyas?
Pude darme cuenta de su concentración.
La estreché contra mí y miré resueltamente hacia la luz plateada que entraba de las lejanas puertas
abiertas. Ahora, también yo podía oír a las criaturas, aunque sólo captaba un apagado murmullo que
procedía de toda la jauría reunida allí fuera.
Sin embargo, mientras contemplaba la lluvia, se adueñó de mí la sensación de paz más absoluta.
Resultaba casi sensual. Me pareció que podíamos rendirnos a aquellos seres, que era estúpido seguir
resistiéndose a ellos. Todo se resolvería si, simplemente, salíamos y nos entregábamos a ellos. No
torturarían a Nicolás, a quien tenían en su poder; no le arrancarían los miembros uno a uno.
Vi a Nicolás en sus manos. Sólo llevaba los calzones y la camisa, pues le habían quitado la levita. Y
escuché sus gritos mientras le descoyuntaban los brazos. Grité «¡No!», y me llevé la mano a la boca,
para no llamar la atención de los mortales que ocupaban la iglesia.
Gabrielle alzó la mano y me rozó los labios con los dedos.
—No sé lo que están haciendo —dijo en un susurro—. Sólo es una amenaza. No pienses en él.
—Entonces, todavía está vivo —cuchicheé.
—Eso quieren hacernos creer. ¡Escucha!
Surgió de nuevo la sensación de paz, la invitación —sí, eso era— de unirnos a ellos, la voz diciendo:
«Salid de la iglesia. Rendíos a nosotros, os acogeremos y no os haremos ningún daño si salís».
Me volví hacia la puerta y me puse en pie. Gabrielle me imitó con gesto nervioso, haciéndome una
nueva advertencia con la mano. Su cautela era tal que parecía no querer ni siquiera dirigirme la palabra
mientras mirábamos el gran arco de luz plateada.
«Estás mintiéndonos» dije mentalmente. «¡No tienes ningún poder sobre nosotros!» Era una
arrasadora corriente de desafío que se agitaba a través de la lejana puerta. «¿Rendirnos a vosotros? Si
lo hacemos, ¿qué os impedirá retenernos a los tres? ¿Por qué habríamos de salir? Dentro de la iglesia
estamos a salvo: podemos escondernos en sus sepulcros más profundos. Podríamos cazar entre los
fieles, beber su sangre en capillas y nichos tan habilidosamente que jamás nos descubrirían, mandando a
nuestras víctimas a morir un rato después en la calle, confundidas y sin saber qué les había sucedido.
¿Qué haríais entonces, vosotros que ni siquiera podéis cruzar la puerta? Además, no creemos que
tengáis a Nicolás. ¡Mostrádnoslo! Traedlo a la puerta para que hablemos.»
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Gabrielle estaba inmersa en un torbellino de confusión. Me miraba, desesperada por saber qué les
estaba diciendo. Ella, en cambio, captaba claramente los pensamientos de las criaturas, cosa que a mí
me resultaba imposible mientras les enviaba aquellos impulsos mentales.
Parecía que la intensidad de la voz se había reducido, pero no había cesado.
Y continuó como antes, como si yo no hubiera contestado y sólo fuera una salmodia que volvía a
prometernos una tregua. Y ahora parecía hablar también de una sensación de éxtasis, de que todos los
conflictos quedarían resueltos y desaparecerían en el inmenso placer de unirnos a ella y a las criaturas.
La voz volvía a ser sensual y hermosa.
—¡Sois todos unos miserables cobardes! —exclamé. Esta vez pronuncié las palabras en voz alta para
que Gabrielle pudiera oírlas también—. Traed a Nicolás a la iglesia.
El murmullo de las voces decreció en intensidad. Continué hablando, pero al otro lado de la puerta se
hizo un silencio hueco como si muchas de las voces se hubieran retirado y sólo quedara ahora un par de
ellas. A continuación, escuché unos leves y caóticos fragmentos de discusiones, unos indicios de
rebelión.
Gabrielle entrecerró los ojos.
Se hizo un silencio total. Ahora sólo quedaban en el exterior de la iglesia algunos mortales que
cruzaban la place de Gréve avanzando contra el viento. No me había pasado por la cabeza que las
criaturas pudieran retirarse. ¿Qué podíamos hacer ahora para salvar a Nicolás?
Parpadeé. De pronto me sentía muy cansado, casi abrumado de desesperación, y me dije
confusamente: «¡Esto es ridículo, yo nunca me desespero! Eso les sucede a los otros, no a mí. Yo sigo
luchando no importa lo que suceda. Siempre».
Y, en mi agotamiento y mi cólera, vi a Magnus saltando a la pira, y la mueca de su rostro antes de que
las llamas le consumieran, reduciéndole a cenizas. ¿Era aquello producto de la desesperación?
La idea me paralizó. Me causó el mismo horror que cuando el hecho se había producido en la
realidad. Y tuve la extrañísima sensación de que alguien más me estaba hablando de Magnus. ¡Por eso
me había venido a la mente su recuerdo!
—Muy listo... —susurró Gabrielle.
—No hagas caso. Está jugando con nuestros propios pensamientos —le advertí.
Pero cuando dejé de mirarla para observar la puerta abierta que tenía detrás, vi aparecer una
pequeña figura, perfectamente material. Pertenecía a un joven, no a un hombre maduro.
Deseé profundamente que fuera Nicolás, pero enseguida me di cuenta de que no era así. La figura
era más baja que Nicolás, aunque de constitución más robusta. Y no era humana.
Gabrielle emitió un leve murmullo de asombro que, en aquel lugar, sonó casi como una oración.
La criatura no vestía como los hombres de la época, sino que llevaba una túnica con cinto, muy
elegante, y medias en sus piernas bien torneadas. Las mangas, muy holgadas, le colgaban a los
costados. En realidad, iba vestido como Magnus, y, por un instante, tuve la loca impresión de que éste
había vuelto por algún arte de magia.
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Una idea estúpida. La criatura era, como ya he dicho, un muchacho que llevaba el cabello largo y
rizado. Le vi penetrar con paso resuelto y nada afectado en la catedral, a través de la luz plateada.
Titubeó un instante, y, por la inclinación de la cabeza, me pareció que miraba hacia arriba. Después, se
acercó a nosotros cruzando la nave sin que sus pies hicieran el menor ruido sobre las piedras.
Entró en el círculo de luz de los cirios del altar lateral en que nos hallábamos. Sus ropas de raso
negro, hermosas en otra época, estaban desgastadas por el paso del tiempo y salpicadas de suciedad.
Su rostro, en cambio, era radiante, pálido y perfecto, la imagen misma de un dios, de un Cupido pintado
por Caravaggio, seductor y etéreo, con el cabello castaño rojizo y los ojos de color pardo oscuro.
Abracé a Gabrielle con más fuerza, al tiempo que miraba al joven. Nada me desconcertó tanto de
aquella criatura inhumana como el modo como nos miraba. Estaba inspeccionando hasta el menor detalle
de nuestras personas. Después extendió el brazo con mucha delicadeza y tocó la piedra del altar que
tenía al lado. Contempló el altar, su crucifijo y sus santos, y volvió a concentrar la mirada en nosotros.
A sólo unos metros de nosotros, nos contempló tiernamente, con una expresión que era casi sublime.
Y surgió de los labios de aquella criatura la misma voz que había oído antes, invitándonos, incitándonos a
entregarnos, insistiendo con indescriptible dulzura en que debíamos amarnos todos, él y Gabrielle, a
quien no llamó por su nombre, y yo.
Había algo de infantil en su modo de enviarnos la invitación, allí plantado delante de nosotros.
Me mantuve firme ante él. Por puro instinto. Noté que mis ojos se volvían opacos como si se hubiera
levantado un muro que cegara las ventanas de mis pensamientos. Y, pese a todo, sentí tales deseos de
aquel ser, tales deseos de entregarme a él y de seguirle y de dejarme conducir por él, que todos mis
anhelos del pasado parecían reducidos a la nada. La criatura era un absoluto misterio para mí, como lo
había sido Magnus. Pero aquel ser, aquel joven, era indescriptiblemente hermoso y parecía guardar en
su interior una profundidad y una complejidad infinitas, de las que Magnus había carecido.
La angustia de mi vida inmortal me atenazó. «Ven a mí» dijo la voz. «Ven a mí porque sólo yo y ¿os
que son como yo pueden poner fin a la soledad que sientes.» La voz tocó un pozo de inexpresable
tristeza, sondeó las profundidades de la melancolía, y la garganta se me secó con un rígido nudo donde
debía tener la voz. Y, pese a todo, me mantuve firme.
«Nosotros dos estamos juntos» repliqué, cerrando mi abrazo en torno a Gabrielle. Luego pregunté al
ser: «.¿Dónde está Nicolás?». Hice la pregunta y me concentré en ella, sin hacer caso a nada de cuanto
oía o veía.
El joven se humedeció los labios; un gesto muy humano. Y, en silencio, se acercó aún más a nosotros
hasta quedar a no más de dos palmos, sin dejar de mirarnos alternativamente. Entonces, nos habló con
una voz muy diferente a una voz humana.
—Magnus —dijo. El tono era moderado, halagador—. ¿Se arrojó al fuego como dices?
—Nunca he dicho tal cosa —respondí. El sonido humano de mi propia voz me sobresaltó, pero me di
cuenta de que se refería a mis pensamientos de unos minutos antes—. Es cierto, se arrojó a la hoguera
—añadí. ¿Para qué engañar a nadie en ese detalle?
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Traté de penetrar en su mente. Él se dio cuenta de que lo hacía y lanzó contra mí unas imágenes tan
extrañas que solté un jadeo.
¿Qué era lo que había visto por un instante? No supe reconocerlo. El infierno y el paraíso, o ambos en
uno, vampiros bebiendo sangre de las propias flores que colgaban de los árboles, pendulantes y
palpitantes.
Sentí una oleada de disgusto. Era como si el ser hubiera penetrado en mis sueños más íntimos como
un súcubo.
Pero se había detenido. Cerró ligeramente los ojos y bajó la mirada con una vaga expresión de
respeto. Mi disgusto le dejaba atónito y abrumado. No había previsto tal respuesta, no había esperado
tal... ¿tal qué? ¿Tal fuerza?
Eso era, y me lo estaba haciendo saber de un modo casi cortés.
Le devolví la cortesía: dejé que me viera en la estancia de la torre junto a Magnus y recordé las
palabras de éste antes de arrojarse al fuego. Le permití conocer cuanto había sucedido allí.
Él asintió, y, cuando dije las palabras que Magnus había pronunciado, aprecié un ligero cambio en su
rostro, como si su frente se alisara o toda su piel se estirase. Pero no me ofreció un conocimiento similar
de sí mismo, en correspondencia.
Al contrario, para gran sorpresa mía, apartó la mirada de nosotros y la dirigió al altar mayor de la
catedral. Pasó por delante de nuestra posición, ofreciéndonos la espalda como si no tuviera nada que
temer de nosotros y nos hubiera olvidado por el momento.
Avanzó hacia el gran pasillo central y lo recorrió lentamente. No obstante, su modo de andar no
parecía humano; se movía de una sombra a la siguiente con tal rapidez que parecía desvanecerse y
reaparecer. En ningún momento quedaba visible a la luz. Y aquella multitud de almas congregada en la
iglesia sólo tenía que verle fugazmente para que, al instante, se esfumara de nuevo.
Me maravilló su habilidad, pues de eso se trataba. Sentí curiosidad por comprobar si podía moverme
como él y le seguí al coro. Gabrielle avanzó detrás de mí sin hacer el menor ruido.
Creo que a ambos nos resultó más sencillo de lo que habíamos imaginado. El joven, en cambio,
quedó visiblemente sobresaltado cuando nos vio a su lado.
Y su propio desconcierto me permitió entrever por un momento su gran debilidad: su orgullo. Se sentía
humillado por el hecho de que nos hubiéramos acercado a él con aquella rapidez y de que fuéramos
capaces, al propio tiempo, de ocultarle nuestros pensamientos.
Pero lo peor estaba aún por llegar. Cuando se dio cuenta de que yo había captado aquello..., cuando
vio que lo había revelado durante una fracción de segundo..., se sintió doblemente furioso. Un calor
fulminante, que no era en absoluto calor, emanó de él.
Gabrielle emitió un pequeño chasquido de desdén. Sus ojos centellearon en los de él por un instante,
en un destello de comunicación entre ellos que me excluía. El inhumano joven pareció de nuevo
desconcertado.
Sin embargo, por dentro estaba librando una batalla aún mayor, que yo trataba de entender.
Contempló a los fieles que le rodeaban, el altar y los símbolos del Todopoderoso y de la Virgen María que
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encontraba donde ponía la vista. Era un perfecto dios pagano sacado de Caravaggio. La luz jugaba en la
dura palidez de sus facciones inocentes.
Luego me pasó el brazo por la cintura, deslizándolo bajo mi capa. Su contacto era muy extraño, muy
dulce y seductor, y la belleza de su rostro era tan hipnotizadora que no me moví. Con el otro brazo, tornó
por el talle a Gabrielle, y la visión de los dos juntos, ángel con ángel, me distrajo.
«Debéis venir» dijo.
—¿Por qué? ¿Adonde? —quiso saber Gabrielle. Noté una inmensa presión. El joven trataba de
obligarme a caminar contra mi voluntad, pero no podía. Me planté en el suelo de losas y vi cómo se
endurecía la expresión de Gabrielle al volverse hacia él. De nuevo, se hizo patente el asombro del
extraño desconocido. Se puso hecho una furia y no pudo ocultárnoslo.
Así que había subestimado nuestra fuerza física igual que nuestra fuerza mental... Muy interesante.
—Debéis venir ahora —insistió, dirigiéndome toda la gran fuerza de su voluntad, que identifiqué con
demasiada claridad como para dejarme engañar por ella—. Salid y mis seguidores no os harán daño.
—Nos estás mintiendo —repliqué—. Has enviado lejos a tus seguidores con la intención de hacernos
salir antes de que vuelvan, porque no quieres que te vean abandonando la iglesia. ¡No quieres que sepan
que puedes entrar en ella!
Gabrielle volvió a lanzar una de sus risas burlonas y despectivas.
Planté la mano en el pecho del extraño joven e intenté apartarle a un lado, pero descubrí que era tan
fuerte como Magnus. Sin embargo, me negué a sentir temor.
—¿Por qué no quieres que te vean? —susurré, mirándole fijamente.
El cambio que experimentó resultó tan inesperado y espantoso que me descubrí conteniendo la
respiración. Su rostro angelical pareció marchitarse, sus ojos se abrieron y en sus labios se formó una
mueca de consternación. Todo su cuerpo se puso totalmente deformado como si intentara no rechinar los
dientes ni apretar los puños.
Gabrielle se apartó de él y me eché a reír. No era mi intención hacerlo, pero no pude evitarlo. El
aspecto del joven era aterrador, pero también resultaba muy divertido.
Con asombrosa rapidez, aquel horroroso espejismo —si de tal cosa se trataba— se desvaneció, y
nuestro interlocutor recuperó su plácido aspecto anterior. Incluso volvió a mostrar la misma expresión
sublime. Mediante un sostenido flujo de pensamientos, me hizo saber que me consideraba infinitamente
más fuerte de lo que había supuesto en un principio, pero que las demás criaturas se asustarían al verle
salir de la iglesia y que, por tanto, debíamos abandonar ésta enseguida.
—Mientes otra vez —susurró Gabrielle.
Y me di cuenta de que aquel ser tan orgulloso no nos perdonaría nada. ¡Qué Dios amparara a Nicolás
si no conseguíamos engañarle!
Di media vuelta, así de la mano a Gabrielle y echamos a andar por el pasillo hacia las puertas
principales. Gabrielle miró al extraño ser y luego volvió los ojos hacia mí con aire inquisitivo y el rostro
tenso y pálido.
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—Paciencia —susurré. Al mirar atrás vi al joven lejos de nosotros, de espaldas al altar principal,
contemplándonos con unos ojos tan enormes que su aspecto me pareció horrible, repulsivo y fantasmal.
Cuando llegué al vestíbulo de la catedral, emplacé a las otras criaturas con toda la fuerza de mi mente
y, al tiempo que lo hacía, murmuré las palabras entre dientes para que Gabrielle supiera qué estaba
haciendo yo. Invité a las criaturas a regresar y entrar en el recinto sagrado si lo deseaban, les dije que
nadie ni nada les haría daño y que su líder estaba ya en el interior, junto al altar mayor, absolutamente
ileso.
Repetí las palabras en voz más alta, insistiendo en la invitación con mis pensamientos, y Gabrielle se
sumó a mis esfuerzos repitiendo las frases al unísono conmigo.
Noté que el joven se acercaba a nosotros desde el altar mayor, hasta que, de pronto, le perdí la pista.
No me di cuenta del momento en que reaparecía detrás de nosotros.
De improviso, se materializó a mi lado y, al tiempo que arrojaba al suelo a Gabrielle, me agarró e
intentó levantarme del suelo para lanzarme fuera de la iglesia.
Me resistí a ello, y, repasando desesperadamente cuanto podía recordar de Magnus —su rara manera
de andar y los extraños movimientos de la fantasmal figura—, logré lanzarle, no al suelo como sucedería
con un sólido y pesado mortal, sino directamente por los aires.
Como ya sospechaba, el extraño ser salió despedido en un salto mortal, estrellándose contra la pared.
Los humanos mortales se agitaron en los bancos. Vieron un movimiento y escucharon unos ruidos,
pero el causante ya había desaparecido una vez más. En cuanto a Gabrielle y a mí, en la penumbra no
nos distinguíamos de otros jóvenes caballeros.
Hice un gesto a Gabrielle para que se apartara de donde estaba. El joven reapareció entonces,
embistiendo directamente hacia mí, pero me di cuenta de lo que iba a suceder y salté a un lado.
A unos cinco metros de mí, caído en el suelo, le vi mirarme con auténtico temor reverencial, como si
yo fuera un dios. Sus largos cabellos castaños rojizos estaban revueltos y me contemplaba con sus
enormes ojos pardos abiertos como platos. Y, pese a la dulce inocencia de sus facciones, sus
pensamientos volvían a volcar sobre mí un ardiente chorro de órdenes, diciéndome que yo era débil,
imperfecto y estúpido, y que sus seguidores me arrancarían los miembros uno a uno tan pronto
reaparecieran. Capté imágenes de Nicolás y amenazas de que asarían a mi joven amante a fuego lento
hasta la muerte.
Solté una carcajada en silencio. Aquello era tan ridículo como las peleas en la vieja Commedia
dell'arte.
Gabrielle pasaba la mirada alternativamente de uno a otro.
Envié nuevas invitaciones a los demás, y esta vez, cuando lo hice, les oí responder, curiosos e
inquisitivos.
—Entrad en la iglesia —repetí una y otra vez, incluso cuando su líder se levantó y volvió a cargar
contra mí con una rabia ciega y torpe. Gabrielle le sujetó al mismo tiempo que yo, y, entre los dos, le
redujimos hasta inmovilizarle.
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En un momento de absoluto terror para mí, trató de clavarme los colmillos en el cuello. Vi sus ojos
redondos y vacíos mientras los afilados colmillos quedaban al descubierto al retirar los labios. Le repelí
de un empujón y volvió a desvanecerse.
Advertí que las demás criaturas se estaban acercando.
—¡Vuestro líder está aquí dentro! ¡Comprobadlo! —les grité—. Y cualquiera de vosotros puede
penetrar también en la iglesia. No sufriréis daño alguno.
Oí un grito de advertencia de Gabrielle. Demasiado tarde. Se alzó ante mí como si surgiera del propio
suelo y me golpeó en la mandíbula, llevando mi cabeza hacia atrás de modo que mis ojos miraron el
techo de la iglesia. Y, antes de que pudiera recuperarme, descargó un golpe preciso en mitad de mi
espalda que me envió por los aires a través de la puerta abierta hasta las piedras de la plaza.
180
Cuarta parte
Los Hijos de las Tinieblas
181
1
o pude ver otra cosa que la lluvia, pero capté las voces de las criaturas a mi alrededor. Y a su
líder dando la orden. —Esos dos no tienen ningún gran poder —les decía con unos
pensamientos que resultaban de una curiosa simplicidad, como si fueran dirigidos a niños
vagabundos—. Cogedles prisioneros.
—Lestat —dijo Gabrielle—, no te resistas. Es inútil tratar de prolongar esto.
Comprendí que tenía razón, pero yo jamás me había rendido a nadie y, arrastrándola conmigo frente
al Hótel-Dieu, me dirigí al puente.
Nos abrimos paso entre la multitud de capas húmedas y carruajes salpicados de barro, pero las
criaturas ganaban terreno detrás de nosotros. Corrían tan deprisa que resultaban casi invisibles para los
mortales y apenas mostraban ahora el menor temor a nuestra presencia.
La cacería terminó en las calles oscuras de la Rive Gauche.
Los blancos rostros aparecieron delante y detrás de nosotros como diabólicos querubines, y, cuando
traté de desenvainar la espada, noté sus manos en mis brazos.
—Acabemos ya —escuché decir a Gabrielle.
Conseguí agarrar con fuerza la espada, pero no pude impedir que las criaturas me levantaran del
suelo. Lo mismo hicieron con Gabrielle.
Y, en un torbellino ardiente de imágenes espantosas, supe adonde nos conducían. A les Innocents,
distante muy poco de allí. Ya podía distinguir el resplandor de las hogueras que ardían cada noche entre
las hediondas fosas comunes, de las llamas de las que se creía que dispersaban los efluvios.
Cerré el brazo en torno al cuello de Gabrielle y grité que no podía soportar aquel hedor, pero las
criaturas nos condujeron rápidamente a través de la oscuridad, cruzando las verjas y pasando ante las
blancas criptas de mármol.
—Seguro que vosotros tampoco podéis soportarlo —dije, pugnando por desasirme—. ¿Por qué, pues,
vivís entre los muertos cuando estáis hechos para alimentaros de los vivos?
Me entró tal repulsión, que no pude continuar mis esfuerzos por hablar ni por liberarme. A nuestro
alrededor había cuerpos en diversos estados de putrefacción, e incluso de los sepulcros más ricos surgía
aquel hedor.
Y, al internarnos en la parte más oscura del cementerio y penetrar en un enorme sepulcro, me di
cuenta de que también a las criaturas les repugnaba el olor tanto como a mí. Percibí su desagrado, y,
pese a ello, vi que abrían la boca y ensanchaban los pulmones como si lo quisieran devorar. Gabrielle, a
mi lado, estaba temblando con los dedos hundidos en mi cuello.
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Atravesamos otra puerta, y luego, a la mortecina luz de una antorcha, descendimos por unos peldaños
de tierra.
El hedor creció en intensidad, Parecía rezumar de las paredes de barro. Incliné la cabeza hacia
adelante y vomité un hilillo de sangre reluciente en los escalones excavados a mis pies. La sangre
desapareció mientras continuábamos adelante con rapidez.
—¡Vivís entre las tumbas! —exclamé, furioso—. Decidme, ¿por qué sufrís ya el infierno por propia
voluntad?
—¡Silencio! —cuchicheó muy cerca de mí una de las criaturas, una hembra de ojos oscuros con pelos
de bruja—. ¡Blasfemo! ¡Profanador maldito!
—No muestres tanto aprecio por el demonio, querida —repliqué en tono burlón. Estábamos frente a
frente—. ¡A menos que te ofrezca una visión más digna de contemplar que la del Altísimo!
La criatura se echó a reír. O más bien empezó a hacerlo, pero se detuvo como si la risa no le
estuviera permitida. ¡Qué reunión más alegre e interesante iba a ser aquélla!
Continuamos bajando y bajando a las entrañas de la tierra.
La luz vacilante, el ruido de los pies desnudos sobre el suelo, los sucios harapos rozándome la cara.
Por un instante vi una calavera sonriente, luego otra, y, tras ésta, un montón de cráneos que llenaban un
nicho en la pared.
Intenté desasirme y mi pie golpeó otro montón de huesos, que cayeron con estruendo escaleras
abajo. Los vampiros me sujetaron con más fuerza y trataron de sostenernos a los dos más en alto.
Pasamos ante el repugnante espectáculo de unos cadáveres putrefactos sujetos a las paredes como
estatuas, con los huesos cubiertos de telas también podridas.
—¡Esto es demasiado repulsivo! —mascullé con los dientes apretados.
Habíamos llegado al pie de las escaleras y nos conducían por una gran catacumba. Llegó a mis oídos
el grave y rápido batir de unos timbales.
Delante de nosotros ardían unas teas, y, por encima del coro de lastimeros gemidos, me llegaron
otros gritos, lejanos pero llenos de dolor. Y entonces, algo ajeno a aquellos lamentos misteriosos atrajo
mi atención.
Entre toda aquella fetidez, aprecié la proximidad de un mortal. Era Nicolás y estaba vivo, y pude
percibir la vulnerable corriente de sus pensamientos mezclada con su olor. Y en sus pensamientos había
algo terriblemente extraño. Era un caos.
No tuve modo de saber si Gabrielle lo había captado.
De pronto, las criaturas nos arrojaron juntos al suelo y se apartaron de nosotros.
Me puse en pie y ayudé a Gabrielle a incorporarse. Vi que estábamos en una gran cámara
abovedada, apenas iluminada por tres antorchas que sostenían otros tantos vampiros, dispuestas en un
triángulo cuyo centro ocupábamos.
Había algo grande y oscuro al fondo de la cámara: olía a madera y brea, a humedad, a ropa
enmohecida, a mortal vivo. Nicolás estaba allí.
183
A Gabrielle se le había soltado por completo el lazo del cabello y éste le caía sobre los hombros
mientras seguía clavando sus dedos en mí y miraba a nuestro alrededor con ojos que parecían tranquilos
y cautos.
De todas partes se alzaban lamentos, pero las súplicas más desgarradoras procedían de los otros
seres que habíamos oído antes, de unas criaturas enterradas en lo más profundo de la tierra.
Y comprendí entonces que eran vampiros sepultados que gritaban, que lanzaban alaridos suplicando
sangre, suplicando perdón y la libertad, suplicando incluso el fuego del infierno. El griterío era tan
insoportable como el olor.
No me llegaron verdaderos pensamientos de Nicolás, sólo el tenue brillo informe de su mente.
¿Estaría soñando? ¿Se habría vuelto loco?
El retumbar de los timbales sonaba muy fuerte y muy próximo; pese a ello, los gritos superaban a
veces su estruendo, una y otra vez, sin ritmo ni aviso. Los gemidos de los más próximos a nosotros
cesaron, pero los timbales continuaron batiendo y su sonido surgió de pronto del interior de mi cabeza.
Tratando desesperadamente de no llevarme las manos a los oídos, miré a mi alrededor.
Se había formado un gran círculo y ante nosotros estaba una decena, al menos, de aquellas criaturas.
Vi jóvenes, viejos, hombres y mujeres, un muchacho..., y todos ellos vestían restos de ropas humanas.
Estaba la mujer a la que había hablado en la escalera, con su cuerpo bien formado cubierto por una
túnica asquerosa y sus vivaces ojos negros brillando como gemas en el fango mientras nos estudiaban. Y
detrás de ellos, de aquella avanzada, había un par en las sombras golpeando los timbales.
Elevé una muda súplica pidiendo fuerzas. Traté de oír a Nicolás sin pensar realmente en él. Hice un
voto solemne: «Os sacaré a todos de aquí, aunque de momento no sé exactamente cómo».
El ritmo de los timbales se hizo más lento hasta convertirse en una desagradable cadencia que
convirtió mi extraña sensación de miedo en una garra que me atenazaba la garganta. Uno de los que
portaban antorchas se acercó a nosotros.
Aprecié la expectación de los demás, una patente excitación mientras las llamas se acercaban a mi
rostro.
Arranqué la tea de manos de la criatura, retorciéndole la derecha hasta que hincó las rodillas. Con una
seca patada, le envié rodando por el suelo y, cuando los demás se lanzaron contra mí, moví la antorcha
en un amplio arco obligándoles a retroceder.
Luego, desafiante, arrojé la antorcha al suelo.
Aquello les pilló por sorpresa y noté un súbito silencio. La expectación había desaparecido, o más bien
se había transformado en algo más paciente y menos volátil.
Los timbales sonaron insistentemente, pero parecía como si aquellos seres no hicieran caso de su
retumbar. Tenían la vista puesta en las hebillas de nuestros zapatos, en nuestro cabello y en nuestros
rostros, con tal expresión de inquietud que parecían amenazadores y feroces. Y el muchacho, con una
mueca atormentada, extendió la mano para tocar a Gabrielle.
—¡Vuelve atrás! —dije con un siseo. Y el muchacho obedeció, recogiendo la antorcha del suelo
mientras lo hacía.
184
Sin embargo, yo estaba seguro ya de una cosa: estábamos rodeados por la envidia y la curiosidad, y
ésa era la mejor ventaja que poseíamos.
Miré uno tras otro a aquellos seres, y, con gestos muy pausados, empecé a limpiarme el polvo y la
suciedad de la levita y de los calzones. Alisé la capa y enderecé los hombros. Luego me pasé una mano
por el pelo y crucé los brazos sobre el pecho, la imagen misma de la dignidad y la rectitud; y paseé la
mirada a mi alrededor.
Gabrielle me dirigió una ligera sonrisa. No había perdido la compostura y tenía la mano en la
empuñadura de la espada.
El efecto de todo esto en aquellos seres fue de general asombro. La mujer de ojos oscuros estaba
embelesada. Le hice un guiño. Habría quedado encantadora si alguien la hubiese metido bajo una
cascada durante media hora y así se lo dije sin palabras. Dio dos pasos atrás y se apretó los harapos
sobre los pechos. Interesante. Muy interesante; sí, señor.
—¿Qué explicación tiene todo esto? —inquirí, mirando a aquellos seres uno por uno como si fueran el
único. Gabrielle lanzó de nuevo su leve sonrisa.
—¿Qué representa que sois? —exigí saber—. ¿La imagen de unos fantasmas que arrastran las
cadenas por cementerios y antiguos castillos?
Las criaturas se miraron entre ellas con creciente inquietud. Los timbales habían dejado de sonar.
—La niñera que tuve me asustaba muchas veces con cuentos de seres así —dije—. Me decía que
podían saltar en cualquier instante de las armaduras del castillo para llevarme con ellos gritando. —Pisé
el suelo con energía y avancé hacia las criaturas—. ¿Es ESO LO QUE SOIS?
Todos se encogieron y retrocedieron.
Todos, menos la mujer de ojos negros, que no se movió.
Lancé una risa por lo bajo.
—Y vuestros cuerpos son como los nuestros, ¿no es eso? —pregunté pausadamente—. Finos, sin
defectos. Y en vuestros ojos percibo muestras de mis propios poderes. Muy extraño...
Surgía de ellos una gran confusión, y los aullidos procedentes de la tierra parecían más amortiguados,
como si los sepultados estuvieran escuchando a pesar de su dolor.
—¿Os divierte mucho vivir entre un hedor y una suciedad como éstos? —pregunté—. ¿Es por eso por
lo que lo hacéis?
Temor. De nuevo, envidia. ¿Cómo habíamos podido escapar a su destino?
—Nuestro amo es Satán —dijo la mujer de ojos oscuros con brusquedad. Su voz era cultivada.
Seguramente había sido una mujer de buena posición cuando era mortal—. Y servimos a Satán como es
nuestro deber.
—¿Por qué? —repliqué con cortesía.
A nuestro alrededor hubo muestras de consternación.
Una ligera imagen de Nicolás. Agitación sin orden ni concierto. ¿Habría oído mi voz?
—Traerás la cólera de Dios sobre todos nosotros con tu actitud desafiante —dijo el muchacho, el más
joven de todos, que no debía tener más de dieciséis años cuando fue convertido en lo que era—. En tu
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vanidad y tu perversidad, haces caso omiso de las Leyes Oscuras. ¡Vives entre mortales y vas a lugares
iluminados!
—¿Y por qué no lo hacéis vosotros? —pregunté—. ¿Acaso vais a subir al cielo con vuestras alitas
blancas cuando terminéis este período de penitencia? ¿Es eso lo que os promete Satán? ¿La salvación?
Yo, en lugar de vosotros, no confiaría en ello.
—¡Serás arrojado al fondo del infierno por tus pecados! —dijo otro miembro del grupo, una mujeruca
menuda con aspecto de bruja—. Perderás el poder para seguir haciendo el mal en la Tierra.
—¿Y cuándo se supone que ha de suceder eso? —repliqué—, ¡Llevo medio año siendo lo que soy y
ni Dios ni Satanás me han molestado! ¡Eres tú quien me importuna!
Se quedaron paralizados por un instante. ¿Cómo era posible que no hubiéramos caído fulminados al
entrar en las iglesias? ¿Cómo podíamos ser lo que éramos?
Era muy probable que pudiéramos dispersarles y derrotarles en aquel mismo instante, pero, ¿qué
sería de Nicolás? Si al menos sus pensamientos hubieran sido coherentes, habría podido hacerme una
imagen de qué había exactamente bajo el gran lienzo negro enmohecido del fondo.
Clavé la mirada en los vampiros.
Madera, brea...; una hoguera, sin duda. Y aquellas malditas antorchas...
La mujer de ojos oscuros se adelantó hacia nosotros. No había malevolencia en ella, sólo fascinación.
Pero el muchacho la empujó a un lado, enfureciéndola, y se aproximó tanto que noté su aliento en el
rostro.
—¡Bastardo! —exclamó—. Tú eres obra de Magnus, el proscrito, en desafío del pacto y de las Leyes
Oscuras. Y, llevado por la precipitación y la vanidad, le has dado el Don Oscuro a esta mujer, igual que te
fue dado a ti.
—Si no te castiga Satán —murmuró la mujer—, lo haremos nosotros, como es nuestro deber y
nuestro derecho.
El muchacho señaló la hoguera cubierta por el lienzo negro e hizo un gesto a los demás para que se
retiraran.
Los timbales volvieron a sonar, rápidos y potentes. El círculo se amplió y los portadores de las
antorchas se acercaron al lienzo.
Dos de entre los demás desgarraron la tela casi descompuesta, el gran lienzo de sarga negra del cual
se levantó una nube de polvo sofocante.
La pira era tan grande como la que había consumido a Magnus.
Y encima de ella, encerrado en una tosca jaula de madera, estaba Nicolás, arrodillado y caído contra
los barrotes. Nos miró sin vernos y no aprecié en su rostro ni en sus pensamientos señal alguna de que
nos reconociera.
Los vampiros sostuvieron en alto las teas para que le viéramos bien y noté que la expectación
aumentaba de nuevo a nuestro alrededor, como cuando nos habían llevado a aquella cámara.
Gabrielle me advertía con la presión de la mano que mantuviera la calma. Su expresión no había
cambiado un ápice.
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Noté unas marcas azuladas en el cuello de Nicolás. La pechera de encaje de su camisa estaba tan
sucia como los harapos de las criaturas, y en sus calzones podían verse diversos sietes y rozaduras. De
hecho, Nicolás estaba cubierto de magulladuras y consumido hasta el borde de la muerte.
El miedo estalló silencioso en mi corazón, pero me di cuenta de que era eso lo que querían ver
aquellos seres y sellé la emociones dentro de mí.
La jaula no era nada, me dije. Podía romperla. Y sólo había tres antorchas. La cuestión era saber en
qué momento moverse y cómo. No pereceríamos de aquella manera, desde luego que no.
Me descubrí, observé fríamente a Nicolás y estudié con la misma frialdad los haces de leña menuda y
los troncos grandes toscamente partidos. Surgió dentro de mí una gran cólera. El rostro de Gabrielle era
una perfecta máscara de odio.
El grupo pareció darse cuenta de ello y se apartó ligerísimamente de nosotros, para volver a
acercarse luego, lleno de confusión e incertidumbre.
No obstante, algo más estaba sucediendo. El círculo de las criaturas se estrechó aún más a nuestro
alrededor.
Gabrielle me tomó el brazo.
—Viene el amo —murmuró.
En algún lugar de la cámara se había abierto una puerta. El sonido de los timbales creció en
intensidad; dio la impresión de que los sepultados en la tierra entraban en un paroxismo de súplicas,
rogando el perdón y la liberación. Los vampiros que nos rodeaban reanudaron su frenético griterío y tuve
que hacer un gran esfuerzo para no llevarme las manos a los oídos.
Un poderoso instinto me dijo que no debía mirar al recién llegado, pero no pude resistirme y,
lentamente, volví la cabeza hacia él para medir sus poderes.
187
2
El amo de las criaturas avanzaba hacia el centro del gran círculo, de espaldas a la hoguera,
acompañado de una extraña mujer vampiro.
Y cuando lo miré a la luz de las antorchas, sentí la misma conmoción que había experimentado al
verle entrar en Notre Dame.
No era sólo su belleza, sino la sorprendente inocencia que reflejaba su rostro juvenil. Se movía con tal
rapidez y tal ligereza que era imposible determinar el momento en que sus pies daban un paso. Sus ojos
enormes nos miraron sin odio, mientras su pelo, pese a la suciedad, despedía unos leves destellos
rojizos.
Traté de leer su mente, de saber qué era aquel ser, por qué una criatura tan sublime mandaba sobre
aquellos tristes fantasmas cuando tenía todo el mundo a su disposición. Intenté de nuevo descubrir algo
que ya casi había averiguado cuando aquella criatura y yo habíamos estado cara a cara en el altar de la
catedral. Si lo descubría, tal vez podría derrotarle, y ésa era mi intención.
Creí verle responder, dirigirme una silenciosa contestación, un destello del paraíso en la misma boca
del infierno en su expresión inocente, como si el diablo aún conservase el rostro y la forma del ángel que
era antes de la caída.
Pero allí sucedía algo muy raro. El amo no pronunció una sola palabra. Los timbales retumbaron
ansiosamente, pero no se produjo una reacción unitaria entre las criaturas. La mujer de ojos oscuros no
se unió a los demás en el coro de lamentos, y otros de aquellos seres vampíricos habían enmudecido
también.
En ese instante, la mujer que había entrado con el amo, una extraña criatura ataviada como una reina
de la antigüedad con una túnica harapienta y un ceñidor bordado en la cintura, se echó a reír.
El aquelarre, o como quiera que llamaran a la reunión, quedó comprensiblemente desconcertado. Uno
de los timbales dejó de sonar.
La criatura de aspecto de reina se rió cada vez más fuerte. Su blanca dentadura brillaba tras el sucio
velo de sus cabellos enredados.
Había sido una mujer hermosa en su tiempo. Y no era su edad de mortal lo que la había ajado. Más
bien tenía el aspecto de una loca: su boca en una mueca horrible mientras sus ojos miraban
frenéticamente lo que tenía delante; su cuerpo arqueado súbitamente con las carcajadas, como había
hecho Magnus al danzar en torno a su pira funeraria.
—Os lo advertí, ¿verdad? —gritó—. ¿Sí o no?
Al fondo de la cámara, detrás de la mujer, Nicolás se agitó en su jaula. Noté que la risa se escarnecía
en él, y noté también que mi camarada me miraba fijamente y que en sus facciones asomaba un destello
de razón pese a su mueca distorsionada. El miedo pugnaba con la malevolencia dentro de él, y a esa
lucha se unía una maraña de asombro y de casi desesperación.
188
El joven de cabellos castaños rojizos miró a su acompañante, la reina vampiro, con expresión
inescrutable. El muchacho de la antorcha dio un paso adelante y gritó a la mujer que callara de una vez.
A pesar de sus andrajos, el porte del muchacho era ahora muy distinguido.
La mujer le volvió la espalda y nos miró cara a cara. Pronunció sus palabras en una especie de
cántico, con una voz ronca y asexuada que dio paso a otra risa restallante.
—Mil veces lo he dicho y no habéis querido escucharme —declaró. La túnica vibraba a su alrededor
como si estuviera temblando—. Y me habéis llamado loca, víctima de mi tiempo, Casandra errante
corrompida por una vigilia demasiado larga en esta Tierra. Pues bien, ya veis que mis predicciones se
han cumplido una por una.
El amo no hizo ademán alguno de responder.
—Y ha tenido que llegar esta criatura —prosiguió, acercándose a mí con una horrible mueca cómica
en el rostro, igual a la que había visto en Magnus—, este alocado caballero, para demostrároslo de una
vez por todas.
Emitió un siseo, hizo una profunda respiración y se quedó inmóvil, muy erguida. Y en aquel momento
de absoluta quietud, se transfiguró en una hermosa mujer. Deseé peinarle el cabello, lavárselo con mis
manos, vestirla con ropas modernas y verla en el espejo de mi época. De hecho, mi mente enloqueció
por un momento ante la idea de restituirle su belleza y de borrar todo rastro de su nefasto disfraz.
Creo que, por un instante, la noción de eternidad ardió dentro de mí, y supe qué era la inmortalidad.
Todo era posible en la eternidad, o, al menos, así me lo pareció en aquel momento.
Ella me observó y captó mis visiones y el encanto de su rostro se hizo aún más intenso, pero el
frenesí volvió a crecer y oí gritar al muchacho:
—¡Castiguémosles! ¡Apliquémosles el juicio de Satán! ¡Encendamos la hoguera!
Sin embargo, nadie se movió en la inmensa cámara.
La mujer emitió, con los labios cerrados, una salmodia misteriosa con la cadencia de unos versos. El
amo continuó impasible. El muchacho harapiento, en cambio, avanzó hacia nosotros, dejó los colmillos al
descubierto y alzó la mano como una zarpa.
Le quité la antorcha de la mano y, con gesto de indiferencia, le di un empujón en el pecho que le envió
más allá del círculo de andrajosos, resbalando hasta la leña menuda apilada junto a la hoguera. Apagué
la antorcha pisándola contra el suelo.
La reina vampiro soltó una carcajada estridente que pareció llenar de terror a los demás, pero la
expresión del amo no varió un ápice.
—¡No pienso quedarme a esperar ningún juicio de Satán! —declaré, pasando la mirada por el círculo
de criaturas—. ¡A menos que me traigáis aquí al propio Satán!
—¡Sí, hijo, díselo! ¡Oblígales a responder! —intervino la mujer con voz triunfal.
El muchacho se había incorporado nuevamente.
—Ya conocéis sus faltas —rugió mientras se adelantaba otra vez al círculo. Se le veía furioso y
rezumaba poder, y me di cuenta de que era imposible juzgar a ninguno de aquellos andrajosos por la
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forma mortal que conservaban. El muchacho, bien podía ser un anciano; la mujeruca, una joven
inexperta; y el aniñado líder, el más viejo de todos ellos.
—¡Ved aquí! —continuó, acercándose aún más con un intenso brillo en los ojos al notar la atención de
los demás—. Este maldito no ha sido novicio aquí ni en ninguna parte; no ha suplicado ser acogido ni ha
hecho votos a Satán. No ha entregado su alma en el lecho de muerte. ¡En realidad, no ha muerto nunca!
—Su voz se hizo más sonora y aguda—. ¡No ha sido enterrado ni se ha levantado de la tumba como un
Hijo de la Oscuridad! ¡Al contrario, se atreve a deambular por el mundo bajo la apariencia de un ser
viviente! ¡Y hace negocios en el propio centro de París como un mortal más!
Unos chillidos respondieron desde las paredes. Los vampiros del círculo, en cambio, permanecieron
callados mientras el muchacho les miraba; su mandíbula temblaba.
Alzó los brazos y emitió un alarido. Un par de criaturas le secundó. El rostro se le desfiguró de rabia.
La vieja reina vampiro estalló en otra carcajada, y me miró, mientras su sonrisa aparecía aún más
desquiciada.
El muchacho, no obstante, no se dio por vencido. Me señaló y dijo:
—Busca el calor del fuego: ¡rigurosamente prohibido! —me acusó a gritos, pateando el suelo y
tirándose de la ropa—. ¡Acude a los mismísimos emporios del placer carnal y se relaciona allí con
mortales al ritmo de la música! ¡Incluso baila con ellos!
—¡Basta ya de desvaríos! —le interrumpí. Aunque, en realidad, deseaba seguir escuchándole.
El muchacho se precipitó hacia mí, apuntándome con el dedo muy cerca de mi rostro.
—¡Ningún ritual puede purificarle! Ya es demasiado tarde para los Juramentos Oscuros, para las
Bendiciones Oscuras...
—¿Juramentos Oscuros? ¿Bendiciones Oscuras? —Me volví hacia la vieja reina—. ¿Qué dices tú a
todo esto? Tú eres tan vieja como Magnus cuando se arrojó a la hoguera... ¿Por qué padeces y toleras
que esto continúe?
Los ojos se movieron de pronto en su cabeza como si únicamente ellos tuvieran vida, y, de nuevo,
empezó a surgir de su garganta aquella risa loca.
—Nunca te causaré daño, joven mío —respondió al fin—. A ninguno de los dos —añadió, a la vez que
lanzaba una dulce mirada a Gabrielle—. Has tomado la Senda del Diablo hacia una gran aventura. ¿Qué
derecho tengo yo a intervenir en lo que te tienen reservado los siglos futuros?
La Senda del Diablo. Era la primera frase de alguno de aquellos seres que sonaba como un clarín en
lo más profundo de mi ser. Se adueñó de mí una rara euforia con sólo contemplar a la mujer. A su modo,
parecía la hermana melliza de Magnus.
—¡Oh, sí, soy de la misma edad que tu progenitor! —Al sonreír, sus blancos colmillos rozaron apenas
el labio inferior para desaparecer a continuación. Dirigió una mirada al amo, que la observó sin el menor
interés ni emoción—. Ya estaba aquí —prosiguió—, en este aquelarre, cuando Magnus, el alquimista, el
astuto Magnus, nos robó nuestros secretos..., cuando bebió la sangre que le daría la vida eterna de un
modo como el Mundo de las Tinieblas no había conocido jamás. Y ahora han transcurrido tres siglos, y
Magnus te ha concedido a ti, bello joven, su Don Oscuro, puro y concentrado.
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Su rostro se convirtió de nuevo en aquella máscara cómica, sonriente y burlona, tan parecida a la de
Magnus.
—Muéstramelo, hijo —añadió—, muéstrame la fuerza que él te dio. ¿Sabes qué significa ser
convertido en vampiro por alguien tan poderoso y que nunca había otorgado a nadie el Don Oscuro hasta
ese instante? ¡Aquí está prohibido, hijo, que alguien de su edad trasmita su poder! Pues, de hacerlo, el
neófito nacido de él podría vencer fácilmente a este hermoso amo y a todo su grupo.
—¡Basta ya de desvaríos mal concebidos! —interrumpió el muchacho.
Sin embargo, todo el mundo estaba atento a las palabras de la vieja reina vampiro. La mujer de ojos
oscuros se nos había aproximado para ver mejor a la anciana, olvidando por completo cualquier temor o
resentimiento hacia nosotros.
—Hace cien años, ya habrías dicho suficiente —rugió el muchacho a la vieja reina, levantando la
mano para exigirle silencio—. Estás loca como todos los viejos. Ésa es la muerte que sufres. Os repito
que este proscrito debe ser castigado. Cuando él y la mujer que ha creado sean destruidos delante de
todos nosotros, el orden quedará restaurado.
Con furia renovada, se volvió hacia las otras criaturas.
—Yo os digo que vagáis por esta Tierra como todos los engendros malignos, por la voluntad de Dios,
para hacer sufrir a los mortales por su Divina Gloria. Y la voluntad de Dios puede destruiros si blasfemáis,
y puede arrojaros a las calderas del infierno en este mismo instante, pues sois almas condenadas y
vuestra inmortalidad sólo os es concedida al precio del sufrimiento y el tormento.
Un coro de gemidos se alzó entre el grupo, sin mucha convicción.
—Aquí está por fin —intervine entonces—. Aquí tenemos toda vuestra filosofía... ¡y toda ella está
fundada en una mentira! ¿Así que os acobardáis como campesinos, sumidos ya en el infierno por vuestra
propia voluntad, atados con cadenas más fuertes que las de cualquier mortal, y ahora queréis castigarnos
porque no obramos igual? ¡Precisamente por eso, seguid nuestro ejemplo!
Parte de los vampiros nos contemplaba en silencio, mientras otros se volcaban en nerviosas
conversaciones que surgían a nuestro alrededor. Una y otra vez, miraban a su amo y a la vieja reina.
Pero su amo no decía nada.
El muchacho pidió orden a gritos:
—Y no le basta con profanar lugares sagrados o con vivir como un mortal. Esta misma noche, en un
pueblo de las afueras, ha aterrorizado a todos los fíeles de una iglesia. París entero comenta este horror,
habla de fantasmas que salen de las tumbas de debajo del altar. ¡Son él y esa mujer vampiro en la que
ha obrado el Rito Oscuro sin consentimiento ni ceremonia, del mismo modo en que él fue creado!
Se oyeron jadeos y nuevos murmullos, pero la vieja reina lanzó un grito de placer.
—¡Son faltas muy graves! —continuó el muchacho—. Insisto en que no pueden quedar sin castigo. ¿Y
quién de vosotros no ha oído hablar de sus burlas en el escenario de ese teatro del bulevar, del cual es
propietario como lo sería un mortal? ¡Allí mismo ha hecho ostentación de sus poderes como Hijo de las
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Tinieblas ante un millar de parisinos! ¡Así es como el secreto que hemos protegido durante siglos ha sido
violado para diversión suya y de una masa de gente vulgar!
La vieja reina se frotó las manos y ladeó la cabeza mientras me miraba.
—¿Es verdad todo eso, hijo? ¿Has ocupado un palco de la Opera? ¿Has estado ante las luces del
proscenio del Théàtre Francaise? ¿Has bailado con los reyes en el palacio de las Tullerías, llevando por
pareja a esta hermosura que has creado con tanta perfección? ¿Es cierto que has recorrido los bulevares
en una carroza dorada?
Continuó riéndose sin cesar mientras sus ojos observaban de vez en cuando a las otras criaturas,
dominándolas y subyugándolas como si emitiera un rayo de luz cálida.
—¡Ah, qué clase y qué dignidad! —continuó—. ¿Qué sucedió en la gran catedral cuando entraste?
¡Cuéntamelo!
—¡Absolutamente nada, señora! —declaré.
—¡Faltas gravísimas! —rugió el muchacho vampiro, ultrajado—. Alarmas como éstas bastan para
levantar contra nosotros a toda una ciudad, e incluso un reino. Durante siglos hemos cazado víctimas con
todo sigilo en esta metrópolis, sin dar lugar más que a vaguísimos rumores sobre nuestro gran poder.
¡Somos fantasmas, criaturas de la noche destinadas a alimentar los temores de los hombres, y no
demonios delirantes!
—¡Ah, esto es realmente sublime! —entonó la vieja reina mientras alzaba los ojos al techo
abovedado—. Desde mi lecho de piedra, he tenido sueños sobre el mundo mortal de ahí arriba. He oído
sus voces, sus nuevas músicas como canciones de cuna acompañándome en mi tumba. He imaginado
sus fantásticos descubrimientos y he conocido su valentía en lo más recóndito de mi mente. Y, aunque
ese mundo me excluye con sus formas deslumbrantes, añoro la existencia de alguien con la fuerza
suficiente como para deambular por él sin miedo, para recorrer la Senda del Diablo en su propio seno.
El muchacho de ojos grises estaba ya a mi lado.
—Prescindamos del juicio —propuso, lanzando una agria mirada a su amo—. Encendamos la hoguera
ahora.
La reina se apartó de mi camino con un gesto exagerado, al tiempo que el muchacho alargaba el
brazo para tomar la antorcha más próxima; salté sobre él, le arranqué la tea de la mano y le levanté del
suelo como un guiñapo, mandándole de un empujón hasta una de las paredes de la cámara. Luego,
apagué la antorcha a pisotones.
Sólo quedaba, pues, una tea encendida. La asamblea fue presa de un absoluto desorden: varias
criaturas corrieron a ayudar al muchacho, mientras otros hacían comentarios en voz baja, pero su amo
permaneció absolutamente inmóvil, como sumido en un sueño.
Y, mientras duraba la confusión, me lancé hacia adelante, escalé la pira y abrí la puerta de la jaula de
madera.
Nicolás tenía el aspecto de un cadáver viviente, con los ojos soñolientos y la boca retorcida como si
me sonriera, lleno de odio, desde el otro lado de la tumba. Le saqué a rastras de la jaula y le bajé al suelo
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de tierra. Se hallaba en un estado febril y, aunque no lo tuve en cuenta y lo habría ocultado de haber
podido, me apartó de un empujón mientras mascullaba unas maldiciones por lo bajo.
La vieja reina presenció con fascinación la escena. Miré a Gabrielle, que lo observaba todo sin un
ápice de temor. Saqué el rosario de perlas del chaleco y, dejando colgar el crucifijo, coloqué el rosario en
torno al cuello de Nicolás. Este miró con estupor la crucecita y luego rompió a reír. En su carcajada, grave
y metálica, eran patentes el desprecio y la malevolencia. Era un sonido totalmente opuesto al que emitían
los vampiros. Se apreciaba en él la sangre humana, la consistencia humana, rebotando con el eco en las
paredes. De pronto, Nicolás, el único mortal entre los presentes, parecía rubicundo, caliente y
extrañamente impoluto, como un niño arrojado entre muñecas de porcelana.
La asamblea estaba más revuelta que nunca. Las dos antorchas, apagadas, seguían en el suelo.
—Ahora, según vuestras leyes, no le podéis hacer daño —proclamé—. Y, sin embargo, ha sido un
vampiro quien le ha colocado esa protección sobrenatural. Decidme, ¿cómo se entiende eso?
Ayudé a Nicolás a avanzar y Gabrielle extendió enseguida los brazos para sostenerle entre ellos.
Nicolás aceptó el gesto, aunque miró a Gabrielle como si no la reconociera. Incluso alzó los dedos
para tocarle el rostro. Ella le apartó la mano como habría hecho con la manita de un bebé, y mantuvo la
vista fija en el líder y en mí.
—Si vuestro amo no tiene nada que deciros, yo sí —continué entonces—. Id a lavaros en las aguas
del Sena y a vestiros como humanos si aún recordáis cómo se hace, y haced presas entre los hombres
como es vuestro evidente destino.
El derrotado muchacho vampiro volvió al círculo dando trompicones y apartando con aspereza a los
que le habían ayudado a incorporarse.
—¡Armand! —imploró al silencioso amo de cabellos castaño rojizos—. ¡Pon orden en la asamblea!
¡Armand, sálvanos!
Mi exclamación silenció las suyas:
—¿Para qué, por todos los infiernos, os concedió el diablo belleza, agilidad, ojos que ven visiones,
mentes que pueden hacer hechizos?
Los ojos de las criaturas, de todas ellas, estaban fijos en mí. El muchacho gritó de nuevo el nombre de
Armand, pero fue en vano.
—¡Desperdiciáis vuestros dones! —insistí—. ¡Pero aún, desperdiciáis vuestra inmortalidad! No existe
en el mundo nada más contradictorio y carente de sentido, salvo los propios mortales que viven
dominados por las supersticiones del pasado.
Se hizo un absoluto silencio. Pude oír la lenta respiración de Nicolás. Noté su calor. Aprecié su
aturdida fascinación, luchando con la propia muerte.
—¿No tenéis astucia? —pregunté a los presentes, con voz atronadora en el silencio—. ¿No tenéis
habilidad? ¿Cómo he podido yo, un huérfano, tropezar con tantas posibilidades cuando vosotros, nutridos
como estáis por esos maléficos padres —hice una breve pausa para mirar al amo y al furioso
muchacho—, vais a tientas como seres ciegos, recluidos bajo tierra?
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—¡El poder de Satán te arrastrará al infierno! —gritó el muchacho con todas las fuerzas que le
quedaban.
—¡No haces más que repetir eso! —repliqué—. ¡Y, como todos pueden ver, sigue sin suceder!
¡Audibles murmullos de asentimiento!
—Si realmente pensaras que pudiera suceder —añadí—, no os habríais molestado en traerme aquí.
Voces más altas mostrando su acuerdo.
Eché una mirada a la pequeña figura solitaria del joven a quien llamaban amo. Todos los ojos se
volvieron de mí a él. Incluso la desquiciada reina vampiro le miró.
Y, en el silencio, le oí susurrar:
—La asamblea ha terminado.
Hasta los atormentados seres encerrados tras las paredes callaron.
Y el amo habló de nuevo.
—Idos todos. Id ahora. La reunión ha terminado.
—¡Armand, no! —suplicó el muchacho.
Pero los demás retrocedían ya, oculto el rostro tras las manos y murmurando. Los timbales fueron
dejados a un lado, y la única antorcha encendida fue colgada en la pared.
Observé al líder de las criaturas, convencido de que sus órdenes no estaban destinadas a dejarnos en
libertad.
Y después de obligar en silencio al muchacho a marcharse con los demás, cuando sólo quedó a su
lado la vieja reina, volvió una vez más la mirada hacia mí.
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Vacía e iluminada por el débil y lóbrego resplandor de la única antorcha, la gran cámara bajo la
inmensa cúpula parecía aún más sobrenatural, ocupada sólo por los dos vampiros que nos miraban.
En silencio, estudié la situación: ¿Abandonarían el cementerio aquellas criaturas, o aguardarían en lo
alto de las escaleras? ¿Me permitirían sacar con vida a Nicolás de aquel lugar? El muchacho no se
alejaría, pero era un ser débil. La vieja reina no nos haría nada. El único obstáculo real era, pues, el
llamado «amo». Sin embargo, ahora tenía que contenerme y no ser impulsivo.
Mi oponente seguía mirándome sin decir nada.
—¿Armand? —dije en tono respetuoso—. ¿Puedo dirigirme a ti por ese nombre? —Me acerqué un
poco más, buscando el menor cambio en su expresión—. Evidentemente, tú eres el líder de estas gentes
y quien puede explicarnos todo esto.
No obstante, las palabras no lograron enmascarar mis sentimientos. Estaba apelando a él, le estaba
pidiendo que me explicara cómo había conducido a las pobres criaturas a todo aquello. Precisamente él,
que parecía tan anciano como la vieja reina y dotado de una profundidad que las criaturas no alcanzaban
a entender. Le recordé plantado ante el altar de Notre Dame con aquella expresión etérea en el rostro. Y
me descubrí perfectamente reflejado en él, en la posibilidad que representaba, en aquel anciano que
había permanecido en silencio durante toda la escena.
Creo que en ese instante busqué en él, por un segundo, un hálito de sentimientos humanos. Era
aquello lo que pensaba que el conocimiento me revelaría; y el mortal que había en mí, el ser vulnerable
que había gritado en la posada ante la visión del caos, preguntó:
—Armand, ¿qué significa todo esto?
Pareció que sus ojos pardos vacilaban, pero, a continuación, su rostro se transformó sutilmente en
una expresión de rabia y retrocedí unos pasos.
No podía aceptar lo que me decían mis sentidos. Los súbitos cambios que el ser había sufrido en
Notre Dame no eran nada en comparación con éstos. Y yo jamás había conocido una encarnación tan
absoluta de la malevolencia. Incluso Gabrielle se apartó de él y levantó un brazo para proteger a Nicolás.
Volví atrás hasta que estuve a su lado, y nuestros brazos se rozaron.
Pero, de modo igualmente milagroso, la expresión de odio se borró de su rostro, y éste volvió a ser el
de un tierno y lozano joven mortal.
La vieja reina vampiro lanzó una sonrisa casi lánguida y se mesó los cabellos con sus blancas zarpas.
—¿Recurres a mí en busca de explicaciones? —preguntó.
Dirigió una mirada a Gabrielle y a la ofuscada figura de Nicolás, apoyado en su hombro, y volvió a
concentrarse en mí.
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—Podría hablar hasta el fin de los tiempos —murmuró— y no me bastaría para explicarte lo que
acabas de destruir aquí.
Me pareció que la vieja reina emitía alguna risita burlona, pero estaba demasiado concentrado en él,
en su suavidad al hablar y en la gran rabia que se agitaba tras las palabras.
—Estos misterios han existido desde que el mundo es mundo. —Armand parecía empequeñecido en
la inmensa cámara; la voz surgía de su boca sin esfuerzo y los brazos le colgaban a los costados—.
Desde los tiempos más remotos, nuestra especie ha vivido rondando las ciudades de los hombres,
haciendo nuestras víctimas entre ellos durante la noche, como Dios y el diablo nos ordenaron hacer.
Somos elegidos de Satán, y los admitidos en nuestras filas han de someterse a prueba primero, a través
de un centenar de crímenes, para que se les conceda el Don Oscuro de la inmortalidad.
Se acercó un poco más a mí y vi brillar la luz de la antorcha en sus pupilas.
—Todos ellos han aparentado morir delante de sus seres queridos —continuó—, y sólo gracias a una
pequeña infusión de nuestra sangre han podido soportar el terror del ataúd mientras aguardaban nuestra
llegada. Entonces, y sólo entonces, han recibido el Don Oscuro, para volver a ser sellados en la tumba
inmediatamente, hasta que la sed les da la fuerza necesaria para escapar de su angosta caja mortuoria y
revivir.
Su voz se hizo un poco más potente, más resonante.
—Lo que conocían esas criaturas en sus cámaras tenebrosas era la muerte. La muerte y el poder del
mal; eso es lo que más claro tenían en la cabeza cuando se alzaban, cuando rompían el ataúd y las
puertas de hierro que mantenían cerradas sus cámaras. Y ay del débil, del que no podía salir de su
tumba, de esos cuyos lamentos atraían mortales al día siguiente..., pues nadie respondía por la noche.
Con ellos no mostrábamos piedad.
»Pero los que se alzaban... ¡Ah!, ésos eran los vampiros que recorrían la Tierra, sometidos a prueba y
purificados, Hijos de las Tinieblas nacidos de la sangre de un novicio, nunca del gran poder de un
anciano maestro, con el objeto de que el tiempo proporcionara a cada uno la sabiduría necesaria para
utilizar los Dones Oscuros antes de que éstos se desarrollen por completo. Y sobre estos Hijos de las
Tinieblas se establecieron las Leyes de la Oscuridad: vivir entre los muertos, pues somos cosas muertas,
regresar cada noche a la propia tumba o a una muy próxima, huir de los lugares iluminados, atraer a las
víctimas lejos de la compañía de otros para darles muerte en lugares hechizados y profanos. Y honrar
siempre el poder de Dios, el crucifijo en el cuello y los sacramentos. Y nunca jamás entrar en la Casa de
Dios, so pena de que Él le prive a uno de sus poderes y le envíe al infierno y ponga fin entre ardientes
tormentos a su reinado en la Tierra.
Hizo una pausa. Miró por primera vez a la vieja reina y dio la impresión, aunque no pude cerciorarme
por completo, de que la visión de su rostro le ponía furioso:
—Tú te burlas de estas cosas —le dijo—. ¡Magnus también se burlaba ! —Se puso a temblar y
continuó—: ¡Una actitud propia de su locura, como lo es de la tuya, pero te aseguro que no entiendes
estos misterios! ¡Los haces añicos como si fueran de cristal, pero no tienes ninguna fuerza, ningún poder,
salvo la ignorancia! ¡Los quebrantas, y eso es todo!
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Apartó los ojos de ella, vacilando como si quisiera añadir algo, y paseando la mirada por la inmensa
cripta.
Escuché una levísima cantinela en los labios de la vieja reina.
Estaba canturreando algo para sí y empezó a mecerse adelante y atrás con la cabeza ladeada y los
ojos soñadores. Una vez más, parecía hermosa.
—Para mis hijos, es el final —susurró el amo—. Todo está hecho y terminado, pues ahora saben que
pueden desobedecer cualquier mandato; acabó todo lo que nos unía, todo lo que nos daba fuerzas para
soportar la existencia como seres malditos, terminaron todos los misterios que nos protegían aquí.
Me miró una vez más.
—¡Y tú me pides explicaciones como si fuera algo inexplicable! ¡Tú, para quien la ejecución del Rito
Oscuro es un acto de insolente codicia! ¡Tú, que lo has efectuado con el mismo vientre que te llevó! ¿Por
qué no también a éste, al violinista del diablo, a quien adoras de lejos cada noche?
—¿No te lo había dicho? —cantó la reina vampiro—. ¿No lo habíamos sabido siempre? No hay nada
que temer de la señal de la Cruz, ni del agua bendita, ni de la mismísima Hostia... —Repitió las palabras
cambiando la melodía que susurraba, y añadió a continuación—: Y los viejos ritos, y el incienso, el fuego,
los juramentos pronunciados, cuando creíamos ver al Maligno en la oscuridad, susurrando...
—¡Silencio! —la interrumpió el amo, bajando la voz y llevándose casi las manos a los oídos en un
gesto extrañamente humano. Tenía el aspecto de un chiquillo, casi perdido. ¡Oh, Señor, que nuestros
cuerpos inmortales pudieran ser prisiones tan diversas para nosotros, que nuestros rostros inmortales
fueran tales máscaras de nuestras verdaderas almas...!
Cuando volvió a fijar sus ojos en mí, pensé por un instante en que iba a producirse otra de aquellas
espantosas transformaciones o en que estallaría en otro incontrolable episodio de violencia, y me
preparé.
Pero advertí que estaba implorándome en silencio.
¿Por qué se había producido aquello? Se esforzaba en que su voz saliera de su garganta al repetirlo
en voz alta, mientras intentaba dominar la ira.
—¡Explícamelo tú! ¿Por qué tú, con la fuerza de diez vampiros y la osadía de un infierno lleno de
diablos, abriéndote paso por el mundo con tu camisa de brocado y tus botas de cuero? ¡Lelio, el actor de
la Casa de Tespis, representándose sobre el escenario en el bulevar! ¡Dímelo tú! ¡Dime por qué!
—Fue la fuerza de Magnus, su genio —cantó la vieja mujer vampiro con la sonrisa más melancólica.
—¡No! —replicó su compañero sacudiendo la cabeza—. Te dijo que va más allá de cuanto se pueda
decir. No conoce límites y, por tanto, carece de ellos. Pero, ¿por qué?
Se acercó un poco más a mí. No pareció andar, sino que aparentó quedar enfocado con más claridad,
como sucedería con una aparición.
—¿Por qué tú —preguntó—, con tu osadía al recorrer sus calles, al forzar sus cerraduras, al llamarles
por el nombre? ¡Vistes como ellos, te peinas como ellos! ¡Hasta juegas en sus mesas! Vives
engañándoles, abrazándoles, bebiéndoles la sangre apenas unos metros de donde otros mortales ríen y
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bailan. ¡Tú, que rehuyes los cementerios y apareces en las criptas de las iglesias! ¿Por qué tú?
Irreflexivo, arrogante, ignorante y desdeñoso... ¡Dame tú la explicación! ¡Respóndeme!
El corazón me latía a toda prisa. Tenía el rostro ardiendo, latiéndome con la sangre. Ahora no le tenía
ningún miedo, pero sentía una rabia incomparable con la de cualquier mortal y no entendí muy bien la
razón.
Su mente...; había deseado romperle en pedazos la mente..., y ahora oía, surgiendo de él, aquella
superstición, aquel absurdo. El amo no era ningún espíritu sublime que comprendiera lo que sus
seguidores eran incapaces de entender. No se trataba de creer, sino de algo mil veces peor: ¡Él había
confiado en que las cosas fueran así!
Y entonces me di perfecta cuenta de qué era aquel ser: no era un ángel ni un demonio, sino una
entidad forjada en una época oscura, cuando los primigenios planetas del Sol recorrían la bóveda
celeste, y las estrellas no eran más que pequeñas linternas que representaban dioses y diosas en la
noche cerrada. Una época en que el hombre era el centro de este gran mundo en el que deambulamos,
un tiempo en que para cada pregunta había habido una respuesta. Eso era aquel ser, un hijo de tiempos
antiguos en que las brujas bailaban a la luz de la Luna y los caballeros combatían contra los dragones.
Ah, pobre niño perdido, merodeando en las catacumbas bajo la gran ciudad en un siglo
incomprensible. Tal vez su forma mortal era más adecuada de lo que había supuesto.
Pero no había tiempo de lamentarse por él, por hermoso que fuera. Los enclaustrados tras las
paredes sufrían por orden suya. Y en cualquier momento podía hacer volver a los que había ordenado
abandonar la cámara.
Yo tenía que pensar una respuesta que él pudiera aceptar. No bastaba con la verdad. Tenía que
presentar ésta poéticamente, como lo habrían hecho los pensadores de la antigüedad, de una época
anterior al advenimiento de la era de la razón.
—¿Quieres una respuesta? —dije en un susurro. Mientras ponía orden en mis pensamientos, casi
pude percibir una advertencia de Gabrielle y el temor de Nicolás—. No soy experto en misterios ni dado a
filosofías, pero es bastante evidente qué ha sucedido aquí.
Me estudió con franca extrañeza.
—Si tanto temes el poder de Dios —continué—, no te serán desconocidas las enseñanzas de la
Iglesia. Debes saber que las formas de la bondad cambian con las eras y que en el cielo hay santos de
todas las épocas.
Vi que prestaba manifiesta atención a mis palabras, animado por los términos que yo estaba usando.
—En la antigüedad —proseguí—, había mártires que apagaban las llamas que pretendían quemarles,
místicos que levitaban por los aires mientras escuchaban la voz de Dios. Pero el mundo ha cambiado,
igual que cambian los santos. ¿Qué santos hay ahora, salvo obedientes curas y monjas? Construyen
hospitales y orfanatos, pero no invocan a los ángeles para que arrasen al enemigo o domen a la bestia
feroz.
No advertí el menor cambio en él, pero continué mi argumentación.
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—Lo mismo sucede con el mal, evidentemente. Cambia de forma. ¿Cuántos hombres de esta época
creen en la Cruz que tanto asusta a tus seguidores? ¿Crees que los mortales de la superficie hablan
entre ellos del cielo y del infierno? ¡Sus conversaciones son sobre filosofía y sobre ciencia! ¿Qué les
importa a ellos si los fantasmas rondan un cementerio cuando cae la oscuridad? ¿Qué importa un puñado
más de muertes en una retahíla de asesinatos? ¿Qué interés puede tener eso para Dios, para el demonio
o para el propio hombre?
Escuché de nuevo la risa de la reina vampiro.
Armand, en cambio, permaneció callado e inmóvil.
—Incluso vuestro territorio está a punto de seros arrebatado —proseguí—. El cementerio en el que os
ocultáis va a ser eliminado de las calles de París. Ni siquiera los huesos de vuestros ancestros han
perdido su carácter sagrado de esta época secularizada.
De pronto, el rostro de Armand perdió su hieratismo, incapaz de ocultar su desconcierto...
—¿Les Innocents destruido? —susurró—. ¡Estás mintiendo...!
—Jamás miento —respondí sin pensarlo mucho—. Al menos, no le miento a la gente que no quiero.
Los parisinos no desean seguir soportando el hedor de los camposantos en sus proximidades. Los
símbolos de los muertos no les importan tanto como a vosotros. En unos cuantos años, mercados, calles
y viviendas ocuparán este terreno. Comercio. Sentido práctico. Así es el mundo del siglo XVIII.
—¡Basta! —susurró él—. ¡Les Innocents lleva existiendo tanto tiempo como yo!
En sus facciones juveniles se reflejaba la tensión. La vieja reina parecía inalterada.
—¿No te das cuenta? —dije con voz tranquila—. Estamos en una nueva era que requiere una nueva
maldad. Y yo soy esa nueva maldad. —Hice una pausa observándole—. Yo soy el vampiro adecuado a
esta época.
Armand no había previsto un argumento semejante y, por primera vez, vi en él un destello de terrible
comprensión. Era el primer asomo de verdadero miedo.
Efectué un leve gesto de aceptación y continué mi exposición, midiendo muy bien las palabras.
—Comparto tu opinión de que el incidente de anoche en la iglesia del pueblo fue más bien vulgar. Y
peores aun fueron mis acciones en el escenario. Pero todo eso fueron desatinos causados por la
ignorancia, y sabes muy bien que no son el origen de tu rencor. Olvídalos por un momento y trata de
hacerte una idea de mi belleza y de mi poder. Intenta verme como el ser maléfico que soy. Recorro el
mundo al acecho con mi disfraz de mortal y soy el peor de los enemigos, el monstruo que tiene el mismo
aspecto que cualquier hombre corriente.
La mujer emitió una larga risotada y percibí una cálida emanación de amor procedente de ella. De
Armand sólo me llegó una sensación de dolor.
—Piensa en eso, Armand —insistí con cautela—. ¿Por qué debería la Muerte acechar siempre en las
sombras? ¿Por qué debería la Muerte aguardar al otro lado de la verja? No existe alcoba o salón de baile
en los que no pueda entrar. Soy la Muerte junto al fuego del hogar, la Muerte de puntillas por el corredor,
eso es lo que soy. Háblame de los Dones Oscuros, pues los estoy utilizando. Soy el Caballero de la
Muerte vestido con sedas y encajes, llegado para apagar las velas. Soy el cancro en el seno de la rosa.
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Nicolás emitió un leve gemido.
Creo que oí suspirar a Armand.
—No hay rincón donde puedan ocultarse de mí —afirmé— esos hombres descreídos e ineptos que se
proponen destruir les Innocents. No existe ninguna cerradura que pueda impedirme el paso.
Armand me miró en silencio, con aspecto triste y calmado. Sus ojos se habían oscurecido un poco,
pero no estaban nublados por la rabia o la malevolencia. Permaneció un instante sin hablar, y al fin
murmuró:
—Una espléndida misión, esa de acosarles sin piedad mientras vives entre ellos. Pero sigues siendo
tú quien no lo entiende.
—¿A qué te refieres? —quise saber.
—No podrás soportar el mundo, la vida entre los hombres mortales. No conseguirás sobrevivir mucho
tiempo.
—Claro que sí —repliqué—. Los viejos misterios han dado paso a un nuevo estilo. ¿Quién sabe qué
vendrá a continuación? No existe ningún romanticismo en lo que tú eres. ¡En cambio, cuánto hay de
romántico en mi modo de vida!
—Es imposible que seas tan fuerte —dijo él—. No sabes lo que estás diciendo. Acabas de nacer a
esta nueva existencia y eres aún muy joven.
—A pesar de ello —terció la vieja reina—, este hijo nuestro es muy fuerte, como también lo es su
hermosa acompañante recién renacida. Son dos seres diabólicos con grandes aspiraciones y
posibilidades.
—¡Pero no pueden vivir entre los mortales! —insistió Armand.
Su rostro enrojeció por un instante. Sin embargo, ahora no era mi oponente, sino más bien un anciano
dubitativo y curioso que pugnaba por comunicarme alguna verdad fundamental. Y, al mismo tiempo,
parecía un niño que me implorara. Y en esa lucha radicaba su esencia, padre e hijo, suplicándome que
atendiera a lo que tenía que decirme.
—¿Por qué no? Repito que mi lugar está entre los hombres. Es su sangre lo que me hace inmortal.
—¡Ah, sí, inmortal! Lo eres, pero todavía no has empezado a comprender qué significa eso —
comentó—. No es más que una palabra. Estudia el destino de tu creador. ¿Por qué se arrojó Magnus a
las llamas? Se trata de una verdad ancestral entre nosotros, y tú ni siquiera la has intuido. Vive entre los
hombres, y el transcurso de los años te conducirá a la locura. Ver a los demás envejecer y morir, ver el
ascenso y la decadencia de los reinos, perder todo lo que uno entiende y aprecia..., ¿quién puede
soportar todo eso? El tiempo te conducirá a una desquiciada desesperación, a una furia sin sentido. ¿No
lo entiendes? Tu protección, tu salvación, está entre tu propia raza inmortal, en el comportamiento de
siempre, que permanece inmutable.
Hizo un alto, sorprendido de haber utilizado aquella palabra, «salvación», que reverberó en la
estancia, modulada de nuevo por sus labios.
—Armand —intervino la vieja reina con su suave cantinela—, la locura puede afectar a los ancianos
que conocemos, tanto si siguen las viejas costumbres como si las abandonan. —Hizo un gesto como si
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fuera a atacarle con sus blancas zarpas y emitió una risotada chillona mientras él la contemplaba
fríamente—. Yo me he regido por las viejas costumbres el mismo tiempo que tú y estoy loca, ¿no es así?
¡Tal vez sea por eso por lo que las he observado tan escrupulosamente!
Armand sacudió la cabeza en un airado gesto de protesta. ¿No era él la prueba viviente de que las
cosas no tenían que terminar necesariamente como ella decía?
Pero la vieja reina se acercó a mí y me asió por el brazo, haciéndome volver el rostro para mirarla.
—¿Magnus no te contó nada, hijo? —me preguntó. Noté que surgía de ella un inmenso poder.
—Mientras los demás merodeaban por este lugar sagrado —continuó—, yo crucé sola los campos
nevados en busca de Magnus. Ahora poseo una fuerza tan extraordinaria que es como si tuviera alas.
Subí hasta su ventana para encontrarle en su cámara y paseamos juntos por las almenas, invisibles a
todos salvo a las lejanas estrellas.
Se acercó aún más a mí y aumentó la presión de su mano.
—Magnus conocía muchas cosas. Y eso de que la locura es tu enemiga no es cierto, si eres
realmente fuerte. El vampiro que abandona su grupo para habitar entre humanos, tiene que hacer frente
a un infierno horrible mucho antes de que llegue la locura: ¡Poco a poco, inevitablemente, desarrolla un
irresistible amor por los seres humanos! ¡Llega a comprenderlo todo por el amor!
—Suéltame —repliqué en un susurro. Su mirada me sujetaba con la misma firmeza que su mano.
—Con el paso del tiempo, llega a conocer a los mortales más de lo que éstos puedan conocerse entre
ellos —prosiguió ella, impávida, levantando las cejas—, hasta que al fin llega el momento en que no
puede soportar seguir quitando vidas, seguir causando sufrimientos, y únicamente la locura o la muerte
pueden calmar su dolor. Éste fue el destino de los antiguos de quienes me habló Magnus. ¡Magnus, que
padeció todas las aflicciones imaginables en sus últimos tiempos!
Me soltó por fin y se apartó, retrocediendo como si fuera una imagen vista por un catalejo invertido.
—No puedo creer lo que dices —susurré, pero el sonido se pareció más a un siseo—. ¿Magmas?
¿Amor por los mortales?
—Claro que no lo entiendes —dijo ella con su sonrisa esculpida de bufón.
También Armand la observaba como si no la comprendiera.
—Mis palabras no tienen senado para ti en este momento —añadió—, ¡pero tienes todo el tiempo del
mundo para descubrírselo!
La risa, una risa aulladora, arañó el techo de la cripta. Del interior de los muros surgieron nuevos
gritos. La vieja reina echó la cabeza hacia atrás sin detener sus risotadas.
Armand la miraba con expresión horrorizada. Era como si viera surgir de ella aquellas risas como un
chorro de luz deslumbradora.
—¡No! ¡Todo eso es mentira, es una repugnante simplificación! —repliqué. De pronto, la cabeza había
empezado a latirme—. ¡Quiero decir que esa idea de amar es una noción nacida de una moralidad idiota!
Me llevé las manos a las sienes. Dentro de mí estaba creciendo un dolor letal que nublaba mi visión y
aguzaba mis recuerdos de la mazmorra de Magnus, de los prisioneros mortales que habían muerto entre
los cuerpos putrefactos de los condenados que les habían precedido en la hedionda cripta.
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Me dio la impresión de estar torturando a Armand igual que lo hacía la vieja reina con su risa. Una risa
que continuó sin pausas, alzándose y descendiendo de volumen. Armand levantó las manos hacia mí,
como si quisiera tocarme pero no se atreviera.
Todo el éxtasis y todo el dolor que había conocido en los últimos meses se juntaron dentro de mí. De
pronto me sentí a punto de estallar en rugidos como hiciera aquella noche en el escenario del teatro de
Renaud. Aquellas sensaciones me llenaron de espanto y me encontré de nuevo murmurando en voz alta
balbuceos sin sentido.
—¡Lestat! —me susurró Gabrielle.
—¿Amar a los mortales? —repetí. Miré fijamente el rostro inhumano de la vieja reina, lleno de súbito
horror al observar sus negras pestañas, como púas en torno a sus ojos brillantes, y su carne como
mármol animado—. ¿Amar a los mortales? ¿Y tú has tardado trescientos años en llegar a ello? —Dirigí
una mirada iracunda a Gabrielle y añadí—: Yo les he amado desde la primera noche que pasé cerca de
ellos. Mientras bebo su vida, su muerte, siento amor por ellos. Dios santo, ¿no es ésta la esencia misma
del Don Oscuro?
Mi voz iba aumentando de volumen como la noche de mi actuación en el teatro.
—¡Ah!, ¿qué sois vosotros para no sentir lo mismo? ¿Qué seres abominables sois para que el
compendio de vuestro saber sea la mera capacidad de sentir?
Retrocedí unos pasos apartándome de ellos y contemplé la tumba gigante en que nos hallábamos, la
tierra húmeda que formaba la bóveda sobre nuestras cabezas. La cámara estaba transformándose de un
lugar material en una alucinación.
—¡Dios! —añadí—, ¿perdéis la razón con el Rito Oscuro, con vuestras ceremonias y con la manía de
encerrar a los novicios en sus tumbas, o ya erais monstruos cuando estabais vivos? ¿Cómo es posible
que uno sólo de nosotros no quiera a los mortales cada vez que respira?
No hubo respuesta, salvo los gritos inconexos de los hambrientos seres enterrados. Ninguna
respuesta. Salvo el mortecino latido del corazón de Nicolás.
—Bien, sea lo que sea, escuchadme —dije, señalando con el dedo a Armand primero, y luego a la
vieja reina.
—¡Yo no le he prometido mi alma al diablo para que me hiciera lo que soy! Y cuando creé a ésta, fue
para salvarla de los gusanos que devoran los cadáveres en lugares como éste. Si amar a los mortales es
el infierno de que hablas, ya estoy en él. He encontrado mi destino. Me he abandonado a él y todas las
cuentas están saldadas.
La voz se me había quebrado. Estaba jadeando. Me pasé las manos por los cabellos. Armand pareció
brillar tenuemente al acercarse a mí. Su rostro era un milagro de aparente pureza y asombro.
—Seres muertos, cosas muertas... —dije—. No os acerquéis más. ¡Hablar de locura y de amor en
este lugar hediondo! Y ese viejo monstruo, Magnus, encerrándoles en la mazmorra. ¿Cómo podía amar a
sus cautivos? ¡Igual que quiere un niño a las mariposas mientras les arranca las alas!
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—No, hijo, crees que lo entiendes, pero no es así —dijo la vieja reina con su imperturbable cantinela—
. Apenas acabas de iniciar ese amor. Sientes lástima por ellos, eso es todo —añadió con una leve risa
cadenciosa—. Y también por ti, por no poder ser a la vez humano e inhumano, ¿no es eso?
—¡Es mentira! —repliqué. Me acerqué más a Gabrielle y le pasé el brazo por la cintura.
—Ya lo entenderás todo del amor —continuó la vieja reina— cuando seas un ser depravado y
repulsivo. Esto es tu inmortalidad, hijo. Una comprensión cada vez más profunda de su naturaleza.
Y, alzando los brazos hacia el techo, emitió un nuevo aullido.
—¡Malditos seáis! —exclamé. Agarré a Gabrielle y a Nicolás y les conduje hacia la puerta del fondo—.
Los dos estáis ya en el infierno y ahora me propongo dejaros en él.
Tomé a Nicolás de brazos de Gabrielle y corrimos por las catacumbas hacia las escaleras.
La vieja reina lanzaba agudas y frenéticas carcajadas a nuestra espalda.
Y, humano como Orfeo tal vez, me detuve y volví la cabeza.
—¡Apresúrate, Lestat! —me cuchicheó Nicolás al oído, mientras Gabrielle gesticulaba
desesperadamente para que la siguiera.
Armand no se había movido y la vieja seguía a su lado, sin dejar de reír.
—¡Adiós, hijo valiente! —exclamó—. ¡Recorre con audacia la Senda del Mal! ¡Cabalga por ella todo el
tiempo que puedas!
El aquelarre de pálidas criaturas se dispersó como fantasmas asustados bajo la lluvia fría cuando
aparecimos de improviso, surgiendo del sepulcro. Y, desconcertados, nos vieron pasar a toda prisa hasta
dejar atrás les Innocents y perdernos por las calles de París.
Al cabo de unos minutos, en un carruaje robado, abandonábamos la ciudad y nos internábamos en el
campo.
Conduje el carruaje sin dar un respiro a los caballos, pero me sentía tan mortalmente agotado que mis
fuerzas sobrenaturales parecían una mera entelequia. Tras cada arboleda y cada recodo del nuevo
camino esperaba encontrar a los repulsivos demonios rodeándonos de nuevo.
De algún modo, conseguí en una posada la comida y la bebida que Nicolás necesitaría, y unas
mantas para que no se enfriara.
Nicolás cayó inconsciente mucho antes de que llegáramos a la torre y le conduje escaleras arriba a la
celda de alto techo donde Magnus me había tenido primero.
Vi su garganta hinchada y amoratada todavía tras el festín que se habían dado con él. Y, aunque
dormía profundamente cuando le dejé en el lecho de paja, noté en él la sed, la terrible ansia que me
había embargado después de que Magnus bebiera de mí.
En fin, tenía vino en abundancia para él cuando despertara, y comida en abundancia. Y supe, aunque
no podría explicar cómo, que Nicolás no moriría.
Apenas pude imaginar cómo pasaría las horas diurnas, pero estaría a salvo una vez mi mano diera la
vuelta a la llave en la cerradura. Y, pese a lo mucho que Nicolás había representado para mí en el
pasado o lo que pudiera significar en el futuro, no podía permitir que ningún mortal deambulara
libremente en mi guarida mientras dormía.
203
Estos fueron los únicos pensamientos que pude ordenar en mi cabeza. Me sentía como un mortal
caminando en sueños.
Estaba contemplando todavía a Nicolás, escuchando sus vagos y confusos sueños —sueños sobre
los horrores de les Innocents—, cuando entró Gabrielle. Había terminado de enterrar al desgraciado
mozo de cuadra y parecía otra vez un ángel lleno de polvo, con el cabello tieso y enredado y lleno de una
delicada luz irisada.
Tras contemplar a Nicolás un instante, me arrastró fuera de la estancia. Cuando hube cerrado la
puerta, me condujo a la cripta junto a las mazmorras. Una vez allí, me estrechó entre sus brazos y se
apoyó en mí, como si también estuviera al borde del colapso.
—Escúchame —dijo por fin, apartándose y levantando las manos para acariciarme el rostro—. Le
sacaremos de Francia tan pronto como despertemos. Nadie dará crédito a sus desquiciadas historias.
No respondí. Apenas podía entender sus razonamientos ni sus intenciones. La cabeza me daba
vueltas.
—Juega al titiritero con él —insistió Gabrielle—. Mueve los hilos como hiciste con los actores de
Renaud. Puedes enviarle al Nuevo Mundo.
—Duerme —musité. Besé su boca abierta. La sostuve con los ojos cerrados. Vi la cripta de nuevo,
escuché las voces extrañas, inhumanas. Y aquello no tendría fin.
—Cuando se haya ido, podremos hablar de esos otros desgraciados —añadió ella con calma—. O si
abandonamos inmediatamente París por un tiempo...
Dejé de sostenerla, me alejé de ella hasta topar con el sarcófago y descansé un instante apoyado en
su tapa. Por primera vez en mi vida inmortal, añoré el silencio de la tumba, la sensación de que todas las
cosas estaban fuera de mi control.
En ese instante, me pareció que Gabrielle añadía algo más: «¡No hagas eso!».
204
4
Cuando desperté, escuché sus gritos. Estaba golpeando la puerta de roble, maldiciéndome por tenerle
prisionero. El estruendo llenó la torre, y su olor me llegó a través de los muros de piedra: un aroma
apetitoso, muy apetitoso, un olor a carne y sangre vivas, a su carne y a su sangre.
Gabrielle dormía, inmóvil.
«A/o hagas eso.»
Una sinfonía de malevolencia, una sinfonía de locura atravesando las paredes, una filosofía
esforzándose por abarcar las imágenes horrendas, las torturas, por envolverlas de lenguaje...
Cuando salí a la escalera, fue como quedar prendido en el torbellino de sus gritos, de su olor humano.
Y, confundidos con él, todos los olores que recordaba: el sol de la tarde en una mesa de madera, el
vino tinto, el humo del pequeño hogar.
—¡Lestat! ¿Me oyes? ¡Lestat!
Un tronar de puños contra la puerta.
El recuerdo de un cuento de hadas de la infancia: el gigante dice que huele a sangre humana en su
guarida. Horror. Yo sabía que el gigante iba a encontrar al humano. Podía oírle avanzar tras el humano,
paso a paso. Yo era el humano.
Pero ya no.
Humo y sal y carne y sangre bombeada.
—¡Esto es el lugar de las brujas! ¿Me oyes, Lestat? ¡Esto es el lugar de las brujas!
El mortecino temblor de los viejos secretos entre los dos, el amor, las cosas que sólo nosotros
habíamos conocido y sentido. Bailamos en el lugar de las brujas, ¿puedes negarlo? ¿Puedes negar algo
de lo que ocurrió entre nosotros?
Sacarle de Francia, enviarle al Nuevo Mundo... Y luego, ¿qué? ¿A pasar el resto de su vida como uno
de esos mortales ligeramente interesantes, pero en general aburridos, que han visto algún espíritu y
hablan incesantemente de ello, sin que nadie les crea? ¿A sumirse progresivamente en la locura? ¿A
terminar siendo uno de esos chiflados que resultan cómicos, de esos que dan lástima incluso a rufianes y
matones, cubierto con un sucio gabán y tocando el violín para la gente de las calles de Puerto Príncipe?
«Vuelve a jugar al titiritero con él», recordé que había dicho Gabrielle. ¿Eso era yo, un titiritero?
«Nadie dará crédito a sus desquiciadas historias.»
Pero él conoce el lugar donde reposamos, madre. Conoce nuestros nombres, el nombre de nuestra
raza...; sabe demasiado de nosotros. Y jamás aceptará por las buenas viajar a otro país. Y ellos le
perseguirán; ellos jamás permitirán que siga con vida.
¿Dónde estarían ahora?
Subí las escaleras envuelto en el torbellino de los atronadores gritos de Nicolás y, desde una de las
ventanas aseguradas con barrotes, eché un vistazo a la tierra que se abría a mis pies. Ellos vendrían otra
205
vez. Tenían que hacerlo. Al principio yo estaba solo, luego la tuve a ella a mi lado... ¡y ahora les tenía a
ellos!
Pero, ¿cuál era el quid del asunto? ¿Que él lo quería? ¿Que había gritado una y otra vez sobre que yo
le había negado el poder?
¿O era, más bien, que ahora tenía en mis manos la excusa que necesitaba para traerle a mí como
había deseado desde el primer momento? Nicolás mío, mi amor. La eternidad espera. Todos los grandes
y espléndidos tesoros de estar muerto esperan.
Continué subiendo las escaleras hacia él y la sed empezó a cantar dentro de mí. Al infierno con sus
gritos. La sed cantaba y yo era un instrumento de su canto.
Y los gritos de Nicolás se habían vuelto inarticulados, reducidos a la pura esencia de sus maldiciones,
a un sordo insistir en el sufrimiento que llegaba hasta mí sin necesidad de sonido alguno. Las sílabas
inconexas que surgían de sus labios tenían algo de divinamente carnal, como el lento paso de la sangre
por su corazón.
Levanté la llave, la introduje en la cerradura y Nicolás calló. Sus pensamientos retrocedieron y se
recogieron en su interior como si un océano fuera aspirado y concentrado en las delicadas y misteriosas
espirales de una única concha.
Mi amor por él, los meses dolientes y torturadores de añoranza de él, la terrible e inconmovible
necesidad humana de su presencia, la lujuria... Entre las sombras de la estancia traté de verle a él, y no
al ser enloquecido que era ahora. Traté de ver al mortal que no sabía lo que se decía mientras él me
lanzaba una mirada de odio.
—¡Tanto hablar de la bondad! —decía con voz ronca y agitada—. ¡Tanto hablar del bien y del mal, de
lo que era correcto y lo que era equivocado! ¡Tanto hablar de la muerte, oh, sí, de la muerte, del horror,
de la tragedia...!
Palabras. Transportadas por la corriente cada vez más crecida de su odio. Palabras como flores
abriéndose en la corriente, con los pétalos cada vez más separados, hasta desprenderse.
—... y lo has compartido con ella. El hijo del noble concedió a la esposa del noble su gran regalo, el
Don Oscuro. Quienes viven en el castillo comparten el Don Oscuro; ellos nunca fueron arrastrados al
lugar de las brujas donde se ven los charcos de sebo humano en el suelo, al pie de la estaca quemada.
No, mata al anciano que ya no puede ver y al muchacho idiota incapaz de arar un campo. ¿Y qué nos da
a nosotros ese hijo del noble, ese matalobos, ese que se echó a gritar en el lugar de las brujas? ¡Una
moneda del reino! ¡Con eso nos debemos contentar!
Estaba tembloroso, con la camisa empapada en sudor. Entre el desgarrado encaje de la pechera, un
destello de carne firme. Una visión tentadora la de su torso, menudo pero lleno de fuertes músculos como
los que tanto gustan de representar los escultores, con las tetillas sonrosadas destacando en la piel
oscura.
—Ese poder... —Farfullaba como si se hubiera pasado el día entero repitiendo aquellas palabras con
la misma intensidad, como si no tuviera importancia, en realidad, que yo estuviera presente en aquel
206
momento—. Ese poder que hacía inútil cualquier mentira, ese poder oscuro que se cernía sobre todas las
cosas, esa verdad que arrasaba...
No. Ninguna verdad. Palabras.
Las botellas de vino estaban vacías; los platos de comida, también. Me fijé en sus brazos enjutos,
tensos y preparados para la lucha —pero, ¿qué lucha?—, en los mechones de cabello castaño
escapados de su coleta, en sus ojos enormes y nublados.
De repente, le vi aplastarse contra la pared como si quisiera atravesarla para apartarse de mí, llevado
por un vago recuerdo de las criaturas bebiendo de él, de la parálisis y el éxtasis que había
experimentado; sin embargo, inmediatamente, volvió a adelantarse, tambaleándose y extendiendo las
manos para sostenerse, asido a objetos que no estaban allí realmente.
Pero su voz había callado.
Y algo se quebró en su rostro.
—¡Cómo pudiste ocultármelo! —susurró.
Percibí pensamientos de viejas leyendas mágicas y luminosas, de un gran estrato sobrenatural en el
que vivían todos los seres oscuros e incorpóreos, de una borrachera de conocimientos prohibidos en la
que las cosas naturales habían perdido toda importancia. Ya no había milagro alguno en la caída otoñal
de las hojas de los árboles, en el sol iluminando el huerto.
No.
El aroma surgía de él como un incienso, como el humo y el calor de los cirios de una iglesia. El
corazón latía bajo la piel de su pecho desnudo. El vientre duro y plano brillaba de sudor, de un sudor que
impregnaba el grueso cinto de cuero. La sangre salada. Apenas podía controlar mi respiración.
Pero los dos respirábamos. Respirábamos y percibíamos sabores y olores y éramos presa de la sed.
—No has entendido nada. —¿Era Lestat quien hablaba? Parecía el susurro de otro demonio, de otro
ser repulsivo para el cual la voz era una imitación de la voz humana—. No has comprendido nada de lo
que has visto y oído.
—¡Yo habría compartido contigo todo cuanto tuviera! —Con un nuevo acceso de rabia, alargó el brazo
hacia mí y susurró—: ¡Fuiste tú quien no entendió nunca nada!
—Toma tu vida y huye con ella. Vete.
—¿No ves que ésta es la confirmación de todas las cosas? ¡Esa maldad pura, sublime...! ¡Su
existencia es la confirmación!
En sus ojos había una expresión de triunfo. De pronto, adelantó aún más el brazo y cerró la mano
sobre mi rostro.
—¡No te burles de mí! —respondí. Le golpeé con tal fuerza que retrocedió unos pasos, ofendido y
silencioso—. Cuando me fue ofrecida, la rechacé. Te aseguro que la rechacé. Hasta mi último aliento, la
rechacé.
—Siempre has sido un estúpido —replicó—. Ya te lo decía.
Pero advertí que estaba desmoronándose. Estaba temblando, y su rabia se trasmutaba rápidamente
en desesperación. Levantó los brazos una vez más y luego se detuvo.
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—Creías en cosas que no eran importantes —dijo en tono casi calmado—. Entonces había algo que
no supiste ver. ¡Es imposible que ahora sigas sin darte cuenta de lo que posees!
La nube que cubría sus ojos se condensó en lágrimas al instante. Bajo su expresión ceñuda, surgían
de él unas mudas palabras de amor.
Y se adueñó de mí una terrible timidez. Me sentí embargado por el poder, silencioso y letal, que tenía
sobre él, y por la certeza de que él reconocía tal poder. Y el amor que sentía por él aumentó aún más esa
sensación de poder, convirtiéndola en turbación y bochorno, que súbitamente se transformaron en otra
cosa.
Estábamos otra vez tras las bambalinas del teatro; estábamos en el pueblo de la Auvernia, en la
pequeña posada. Olí en él no sólo la sangre, sino su repentino terror. Nicolás había retrocedido un paso,
y aquel simple movimiento avivó en mí las llamas en igual medida que la visión de su rostro contraído.
Se hizo más pequeño, más frágil. Y, pese a ello, jamás había parecido más fuerte, más atractivo, que
en aquel instante.
Cuando acorté la distancia que nos separaba, desapareció de su rostro toda expresión. Sus ojos
adquirieron una prodigiosa claridad y su mente empezó a abrirse como lo había hecho la de Gabrielle;
por un instante, como una llamarada, surgió un recuerdo de los dos juntos en la buhardilla, hablando y
hablando a la claridad del reflejo de la luna en los tejados cubiertos de nieve, o deambulando por las
calles de París, pasándonos el vino con la cabeza agachada contra las primeras ráfagas de viento
invernal, siempre tan alegres, incluso en la miseria, incluso en el misterio —la verdadera eternidad, el
auténtico infinito—, en aquel misterio mortal.
No obstante, el momento se desvaneció en la expresión trémula de su rostro.
—Ven a mí, Nicolás —susurré. Adelanté ambas manos para atraerlo—. Si lo quieres, tienes que
venir...
Vi a un ave planeando frente a una ensenada, sobre el mar abierto. Y había algo aterrador en el ave y
en las olas interminables que sobrevolaba. La vi remontar el vuelo más y más arriba, y el cielo se volvió
de plata, y luego, gradualmente, la plata se desvaneció y el firmamento quedó oscuro. La oscuridad de la
tarde, ya nada que temer, nada en absoluto. Bendita oscuridad. Pero ésta sólo caía, gradual e
inexorablemente, sobre aquella única y pequeña criatura que graznaba al viento sobre el gran páramo
que era el mundo. Ensenadas vacías, arenas vacías, mares vacíos.
Todo cuanto alguna vez había contemplado, escuchado o sostenido con placer en mis manos, había
desaparecido o no había existido jamás, y el ave, planeando en círculos, continuó su vuelo alzándose
lejos de mí, o, para ser más exactos, lejos de nadie, abarcando todo el paisaje, sin historia ni sentido, en
la lisa negrura de uno de sus ojillos.
Lancé un grito sin articular vocablos. Noté la boca llena de sangre y aprecié cada trago deslizándose
por mi garganta y calmando aquella sed insondable. Y quise decir «sí, ahora lo entiendo, ahora
comprendo lo terrible, lo insoportable, de esta oscuridad». No lo sabía. No podía saberlo. El ave volando
sin reposo a través de la oscuridad sobre la costa desierta, sobre el mar sin límites. Dios santo, basta.
208
Era peor que los horrores entrevistos en la posada. Peor que el desesperado relincho de la yegua caída
en la nieve. Pero la sangre era sangre, al fin y al cabo, y el corazón —aquel corazón delicioso que era
todos los corazones— estaba allí, de puntillas contra mis labios.
Ahora, amor mío, ahora es el momento. Puedo engullir la vida que late en tu corazón y mandarte al
olvido en el que nada puede ser nunca comprendido o perdonado, o puedo traerte a mí.
Le aparté de mí. Le estreché contra mí como un amante apasionado. Pero la visión no cesó.
Sus brazos me rodearon el cuello. Vi su rostro mojado, sus ojos en blanco. Entonces sacó la lengua y
lamió con ansia el corte que había preparado para él en mi garganta. Sí, con ansia, con avidez.
Pero basta, por favor, que cese esta visión. Que se detenga ese remontar el vuelo, esa gran
panorámica de la tierra descolorida, ese graznido que no significa nada frente al aullido del viento. El
dolor no es nada comparado con esta oscuridad. No quiero..., no quiero...
Pero se iba disolviendo. Desaparecía lentamente.
Y, por último, todo quedó consumado. El velo de silencio había caído sobre él, como sucediera con
Gabrielle. Silencio. Se separó de mí, pero tuve que sostenerle, pues casi no se mantenía en pie, con las
manos en la boca y la sangre derramándose por la barbilla. Tenía la boca abierta, y de ella surgió un
sonido seco; a pesar de la sangre, un sonido seco.
Entonces, detrás de él y más allá de la visión del mar metálico y del ave solitaria que era su único
espectador, vi a Gabrielle en el umbral de la estancia, su cabello era el velo de oro en torno a los
hombros de una Virgen María, cuando, con la expresión de más infinita tristeza en el rostro, musitó:
—El desastre, hijo mío.
A medianoche, quedó evidenciado que Nicolás no hablaba ni respondía a voz alguna, ni hacía el
menor movimiento por sí mismo. Permanecía inmóvil e inexpresivo allí donde le dejábamos. Si la muerte
le causaba daño, no dio ninguna muestra de ello. Si su nueva visión le complacía, se lo guardó para él. Ni
siquiera la sed le impulsó a actuar.
Y fue Gabrielle quien, después de observarle en silencio durante horas, le tomó de la mano, le aseó y
le puso ropas limpias. Escogió un gabán negro de lana, una de las pocas prendas oscuras de mi
vestuario, y una camisa blanca de lino que le daba el extraño aspecto de un joven clérigo, un poco
demasiado serio, algo ingenuo.
Y, al contemplarles en el silencio de la cripta, tuve la absoluta certeza de que los dos podían escuchar
sus mutuos pensamientos. Sin una palabra, ella le guió en el trance. Sin una palabra, le mandó a
sentarse en el banco junto al fuego.
Finalmente, Gabrielle anunció:
—Ahora debe salir de caza.
Y, cuando volvió los ojos hacia él, Nicolás se levantó sin mirarla, como tirado de una cuerda.
Aturdido, los vi alejarse y escuché sus pasos en los peldaños de la escalera. Luego salí tras ellos
furtivamente y, asido a los barrotes de la verja principal, los vi alejarse a campo traviesa como dos
espíritus felinos.
209
El vacío de la noche era un frío permanente que se adueñaba de mí, que me atenazaba. Ni siquiera el
fuego del hogar logró calentarme cuando regresé a él.
Allí tenía el vacío y la quietud que me había dicho a mí mismo que deseaba: sí, estar solo después de
la espantosa lucha que había sostenido en París. Y, con la quietud, llegó la comprensión de algo que me
estaba dando zarpazos en las entrañas como un animal furioso: me di cuenta de que ahora no podía
soportar la presencia de Nicolás.
210
5
La noche siguiente, cuando abrí los ojos, supe lo que debía hacer. No importaba si podía soportar su
presencia o no. Yo le había convertido en lo que ahora era, y tenía que encontrar el modo de despertarlo
de su estupor.
La cacería no le había cambiado, aunque, aparentemente, había bebido y matado bastante bien.
Ahora dependía de mí protegerle de la repulsión que sentía por él: era preciso que fuera a París y le
trajera la única cosa que podía hacerle reaccionar.
Lo único que Nicolás había amado mientras estaba vivo era su violín. Tal vez el instrumento sirviera
para despertarle. Se lo colocaría en las manos y él querría tocarlo de nuevo, querría tocarlo con su nueva
habilidad, y todo cambiaría y el hielo de mi corazón se derretiría de algún modo.
Tan pronto como Gabrielle despertó, le conté lo que me proponía hacer.
—Pero, ¿y los demás? No puedes volver a París tú solo.
—Claro que puedo —respondí—. Tú eres necesaria aquí, a su lado. Si esas molestas criaturas
aparecieran por aquí, podrían atraerle a campo abierto, en el estado en que se encuentra. Y además,
quiero saber qué sucede bajo les Innocents. Quiero asegurarme de si realmente gozamos de una tregua.
—No me gusta que vayas —dijo ella sacudiendo la cabeza—. Te aseguro que si no creyera que
debemos hablar otra vez con Armand, que tenemos cosas que aprender de él y de la vieja dama, me
inclinaría por abandonar París esta noche.
—¿Y qué es lo que nos pueden enseñar? —repliqué con frialdad—. ¿Que es cierto que el Sol gira en
torno a la Tierra? ¿Que la Tierra es plana?
Con todo, la amargura de mis palabras me hizo sentir avergonzado. Una de las cosas que podían
revelarme era por qué los vampiros que yo creaba podían escuchar sus mutuos pensamientos y a mí me
resultaba imposible. Sin embargo, me sentía demasiado abrumado por mi aversión hacia Nicolás para
pensar en todo aquello.
Me limité a contemplar a Gabrielle y pensar en lo espléndido que había resultado ver cómo se obraba
en ella el Rito Oscuro, verla recuperar su belleza juvenil, convertirse de nuevo en la diosa que había sido
para mí cuando era un niño. Ver cambiar a Nicolás había sido también verle morir.
Quizá sin leer las palabras en mi mente, ella comprendió perfectamente mis pensamientos.
Nos abrazamos dulcemente.
—Ten cuidado —musitó.
Debería haber acudido directamente al piso a buscar el violín, y aún me quedaba ir a ver a mi pobre
Roget y contarle una sarta de mentiras. Y aquello de abandonar París..., cada vez parecía el plan más
adecuado para nosotros.
211
Pero, durante horas, lo único que hice fue vagar. Cacé por las Tullerías y los bulevares,
comportándome como si la asamblea bajo les Innocents no existiera, como si Nicolás estuviera todavía
vivo y a salvo en alguna parte, como si París entero fuera mío de nuevo.
Con todo, ni un solo instante dejé de estar atento a la presencia de las criaturas. Pensaba en la vieja
reina. Y, por fin, les oí donde menos lo esperaba, en el boulevard du Temple, cuando me acercaba al
teatro de Renaud.
Me extrañó que estuvieran en los lugares de luz, como ellos los denominaban. Sin embargo, en
cuestión de segundos, identifiqué a varios de ellos ocultos detrás del teatro. Y en esta ocasión no había
en ellos malevolencia, sino sólo una desesperada animación al percibir mi proximidad.
Entonces vi el rostro lechoso de la mujer vampiro, la mujer hermosa de ojos oscuros y cabellos de
bruja. Estaba en el callejón junto a la puerta de artistas y se asomó por un instante, llamándome por
señas.
A lomos de mi montura, titubeé por unos instantes. El bulevar mostraba su habitual actividad en una
noche de primavera: cientos de paseantes entre el tráfico de carruajes, grupos de músicos callejeros,
prestidigitadores y saltimbanquis, los teatros iluminados con sus puertas abiertas para invitar a la
multitud. ¿Por qué habría de dejarlo todo para hablar con aquellas criaturas? Presté atención. En realidad
eran cuatro y estaban aguardando desesperadamente mi aparición. Eran presa de un miedo terrible.
Muy bien, pues. Tiré de las riendas de la yegua y penetré en el callejón hasta llegar al fondo, donde
encontré a los cuatro acurrucados juntos contra la pared de piedra.
El muchacho de ojos grises estaba allí, cosa que me sorprendió, y mostraba una expresión de
desconcierto. Detrás de él distinguí a un hombre vampiro alto y rubio junto a una mujer hermosa, ambos
cubiertos de harapos como dos leprosos.
Fue la mujer de ojos oscuros, la que se había reído de mi pequeña broma en la escalera de la cripta
de les Innocents, quien rompió el silencio:
—¡Tienes que ayudarnos! —susurró.
—¿Yo? —Intenté dominar a la yegua, que mostraba su disgusto por la compañía—. ¿Por qué habría
de ayudaros?
—El amo está destruyendo la asamblea —dijo ella.
—Está destruyéndonos... —añadió el muchacho, sin mirarme. Tenía los ojos fijos en las piedras del
muro y capté de su mente imágenes de lo que estaba sucediendo, de la hoguera encendida y de Armand
arrojando al fuego a sus seguidores.
Traté de quitarme aquello de la cabeza, pero las imágenes me llegaban ahora de todos aquellos
seres. La mujer de ojos oscuros clavó éstos en los míos en un intento de hacer más detalladas las
imágenes: Armand enarbolando un gran madero chamuscado y conduciendo a los demás hacia las
llamas, para luego empujarles a la pira con el propio madero mientras sus víctimas pugnaban por huir.
—¡Dios santo, si vosotros erais doce! ¿No podíais defenderos?
—Lo hemos hecho y aquí estamos —expuso la mujer—. Armand echó al fuego a seis de nosotros y
los demás pudimos huir. Aterrorizados, buscamos lugares de descanso extraños para pasar el día. Es
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algo que no habíamos hecho nunca, esto de dormir lejos de nuestras tumbas sagradas. No sabíamos qué
nos sucedería. Y, cuando hemos despertado, le hemos encontrado allí. Ha conseguido destruir a dos
más, de modo que sólo quedamos nosotros. Incluso ha abierto las cámaras profundas y ha quemado a
los hambrientos. Después ha provocado derrumbamientos para cegar los túneles que conducen a
nuestro lugar de reunión.
El muchacho alzó los ojos lentamente.
—Tú nos has hecho todo esto —susurró—. Tú nos has destruido a todos.
La mujer se colocó delante de él.
—Tienes que ayudarnos —suplicó—. Forma una nueva asamblea con nosotros. Ayúdanos a existir
como lo haces tú —añadió, mientras dirigía una mirada impaciente al muchacho.
—¿Pero y la anciana, la gran dama? —inquirí.
—Fue ella quien lo empezó todo —respondió el muchacho con voz amarga—. Se arrojó a la hoguera
voluntariamente. Dijo que iba a reunirse con Magnus. No dejaba de reírse, y fue entonces cuando el amo
echó a los otros a las llamas mientras los demás huíamos.
Incliné la cabeza. De modo que la vieja reina ya no estaba. Y todo lo que había conocido y
presenciado se había ido con ella, y lo único que había dejado era aquel joven perverso, vengativo y
necio que creía a pies juntillas en lo que ella había sabido falso.
—Tienes que ayudarnos —repitió la mujer de ojos oscuros—. Armand está en su derecho, como amo
de la asamblea, de destruir a los débiles, a los que no pueden sobrevivir.
—No podía permitir que la asamblea cayera en el caos —añadió la otra mujer vampiro, que
permanecía detrás del muchacho—. Sin la fe en las Leyes Oscuras, los otros habrían vagado por el
mundo sin saber qué hacer, despertando la alarma entre el populacho mortal. Pero si tú nos ayudas a
formar una nueva asamblea, a perfeccionarnos de nuevas maneras...
—El amo nos destruirá —murmuró el muchacho—. Nunca nos dejará en paz. Esperará el momento en
que nos separemos y...
—No es invencible —intervino el otro vampiro—. Y ha perdido toda convicción, recordad eso.
—Y tú tienes la torre de Magnus, un lugar seguro... —añadió el muchacho con voz desesperada, al
tiempo que alzaba los ojos hacia mí.
—No, no puedo compartirla con vosotros —respondí—. Tenéis que ganar esta batalla vosotros solos.
—Pero seguramente podrás guiarnos... —propuso su compañero.
—No me necesitáis —insistí—. ¿Qué habéis aprendido ya de mi ejemplo? ¿Qué habéis aprendido de
las cosas que dije anoche?
—Aprendimos más de lo que hablaste después con él —replicó la mujer de ojos oscuros—. Te oímos
hablarle de una nueva maldad, de una maldad para estos tiempos, destinada a moverse por el mundo
bajo un perfecto disfraz mortal.
—Entonces, adoptad el disfraz —dije—. Tomad las ropas de vuestras víctimas y quedaos el dinero
que lleven en los bolsillos. Entonces podréis moveros entre los humanos como yo. Con el tiempo, podéis
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acumular suficiente riqueza como para adquirir vuestra propia pequeña fortaleza, vuestro santuario
secreto. Entonces dejaréis de ser mendigos o fantasmas.
Pude observar la desesperación en sus rostros. Sin embargo, seguían mis palabras con atención.
—Pero nuestra piel, nuestro timbre de voz... —protestó la mujer.
—Podéis engañar a los mortales. Es muy fácil. Sólo es preciso un poco de habilidad.
—¿Y cómo empezamos? —preguntó el muchacho, cabizbajo, como si sólo tomara en consideración
todo aquello a regañadientes—. ¿Qué clase de mortales podemos fingir ser?
—¡Escoge tú mismo! Mirad a vuestro alrededor. Disfrazaos de gitanos, si queréis; eso no debería
costaros demasiado... O, mejor aún, de mimos —añadí, volviendo los ojos hacia las luces del bulevar.
—¡Mimos! —repitió la mujer de ojos oscuros con una pequeña chispa de excitación.
—Sí, actores. Artistas callejeros. Acróbatas. Haceos acróbatas. Seguro que los habéis visto alguna
vez. Podéis pintaros la cara con maquillaje para artistas y así pasarán desapercibidos vuestros gestos y
expresiones faciales extravagantes. No podríais escoger otro disfraz más perfecto que ése. En el bulevar
encontraréis todo tipo de mortales que habitan en la ciudad. Aprenderéis todo cuanto necesitáis saber.
La mujer se echó a reír y miró a los otros. El hombre estaba sumido en profundos pensamientos, la
otra mujer meditaba y el muchacho parecía inseguro.
—Con vuestros poderes, podéis haceros prestidigitadores y saltimbanquis con facilidad —insistí—.
Para vosotros, no sería nada. Podríais tener miles de espectadores sin que nadie adivinara nunca lo que
sois.
—No fue eso lo que sucedió contigo en el escenario de este pequeño teatro —replicó con frialdad el
muchacho—. Tú llenaste de terror sus corazones.
—Porque así lo decidí —expliqué con una punzada de dolor—. Ésta es mi tragedia. Pero puedo
engañar a cualquiera cuando me lo proponga, y vosotros también.
Me llevé una mano al bolsillo y saqué un puñado de coronas de oro, que entregué a la mujer de ojos
oscuros. Ella tomó las monedas entra ambas manos y las contempló como si le quemaran. Después
levantó la vista y vi en sus ojos la imagen de mí mismo en el escenario del teatro de Renaud, realizando
aquellas descomunales proezas que habían hecho escapar al público del local.
Pero la mujer tenía otra idea en la cabeza, pues sabía que el teatro estaba abandonado y que me
había ocupado de enviar lejos a la compañía.
Y, por un instante, estudié su muda petición. Dejé que mi dolor se redoblara y me atravesara, al
tiempo que me preguntaba si mis interlocutores lo advertirían. Aunque, en fin de cuentas, ¿qué importaba
eso en realidad?
—Sí, por favor —dijo la mujer. Levantó su mano y tocó la mía con sus dedos blancos y helados —.
¡Déjanos entrar en el teatro! ¡Por favor! —Volvió la cabeza y miró en dirección a la entrada de artistas del
local.
Dejarles entrar. Dejarles bailar sobre mi tumba.
Sin embargo, allí debían quedar todavía viejos trajes y disfraces, restos del vestuario de una trouppe
que había pasado a disponer de todo el dinero del mundo para renovar su indumentaria escénica. Aún
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debía haber viejos cubos de pintura blanca, y agua en los barreños. Mil y un tesoros abandonados con
las prisas de la partida.
Me sentí aturdido, incapaz de pensar en todo aquello. Me resistía a rememorar todo lo que había
sucedido en aquel teatro.
—Está bien —asentí, y aparté la vista como si algo me hubiera distraído—. Podéis entrar en el teatro
si queréis. Podéis utilizar todo lo que hay dentro.
La mujer se me acercó aún más y, de pronto, apretó sus labios sobre el revés de mi mano.
—No olvidaremos esto —musitó—. Me llamo Eleni, este muchacho es Laurent, el hombre de ahí es
Félix y la mujer que está junto a él, Eugénie. Si Armand intenta algo contra ti, será como si nos lo hiciera
a nosotros.
—Espero que os vaya bien y prosperéis —respondí y, cosa extraña, mis palabras eran sinceras. Me
pregunté si alguno de ellos, con todas sus Leyes Oscuras y sus Ritos Oscuros, había deseado realmente
aquella pesadilla que todos compartíamos. En realidad, habían sido arrastrados a ella igual que me había
sucedido a mí. Y ahora, para bien o para mal, todos éramos Hijos de las Tinieblas.
—Pero sed cautos en vuestro comportamiento —les advertí—. No traigáis nunca aquí a vuestras
víctimas, ni cacéis en las inmediaciones del teatro. Actuad con cautela y proteged la seguridad de vuestro
refugio.
Eran las tres pasadas cuando crucé el puente de la Ile de Saint Louis. Ya había perdido demasiado
tiempo. Ahora debía encontrar el violín.
Pero, no bien me acerqué a la casa de Nicolás en el quai, vi que algo iba mal. Las ventanas estaban
desnudas. Todas las cortinas habían sido arrancadas y, sin embargo, el lugar estaba lleno de luz, como si
en el interior ardieran cientos de velas. Era muy extraño. Roget no podía todavía haber tomado posesión
del piso, pues no había transcurrido el tiempo suficiente para dar por hecho que Nicolás había tenido
algún mal encuentro.
Me encaramé rápidamente al techo y descendí por la pared hasta la ventana del patio; comprobé que
allí también habían quitado las cortinas.
Y vi encendidas todas las velas de los candelabros y de los brazos de luz de las paredes. Incluso las
había sujetas con su propia cera sobre el piano y escritorio. La sala estaba completamente revuelta.
Todos los libros habían sido sacados de los estantes, y algunos volúmenes estaban hechos pedazos;
sus páginas rotas. Incluso los libros de música habían sido esparcidos hoja por hoja sobre la alfombra, y
todos los cuadros estaban colocados sobre las mesas junto con otros pequeños objetos: monedas,
billetes, llaves...
Tal vez las criaturas diabólicas habían arrasado la casa al llevarse a Nicolás. Pero entonces, ¿quién
había encendido las velas? Aquello no encajaba.
Presté atención. No había nadie en el piso, o eso parecía. Pero en ese instante escuché algo; no
pensamientos, sino un leve sonido. Fruncí el entrecejo, concentrándome, y me di cuenta de que estaba
oyendo pasar unas páginas. Luego oí caer algo al suelo y nuevos ruidos de pasar páginas; un ruido
áspero, de hojas apergaminadas. Después, el estruendo del presunto volumen arrojado al suelo.
215
Entreabrí con todo sigilo la ventana. Los ruidos continuaron, pero no capté ningún olor a humano, ni
asomo alguno de pensamientos.
Sin embargo, allí había sin duda un olor extraño. Un olor más penetrante que el del tabaco y el de la
cera de las velas. Era el mismo hedor de la tierra del cementerio que impregnaba a los vampiros.
Más velas en el pasillo. Velas en la alcoba, y el mismo desorden: libros abiertos y arrojados al suelo
en descuidados montones, ropa de cama hecha un revoltijo, cuadros apilados sin ningún orden, armarios
vaciados, cajones arrancados de las cómodas...
Pero no logré dar con el violín por ninguna parte.
De otra de las habitaciones seguía surgiendo el sonido de unas manos que pasaban hojas a toda
prisa.
Fuera quien fuese —y, por supuesto, supe enseguida de quién tenía que tratarse—, no le importaba
un comino mi presencia. No se había detenido ni para tomar un aliento.
Avancé por el pasillo, me detuve a la puerta de la biblioteca y me encontré mirándole mientras él
seguía su trabajo.
Era Armand, por supuesto, pero yo no estaba preparado para la imagen que presentaba allí.
La cera de las velas caía por el busto de mármol de César y se derramaba sobre los brillantes colores
de los diferentes países en el globo terráqueo. Y los libros formaban montañas sobre la alfombra, salvo
los del último estante del rincón, donde ahora se encontraba Armand vestido todavía con sus viejos
harapos y con el cabello lleno de polvo, sin hacerme el menor caso mientras su mano pasaba página tras
página, sus ojos fijos en las palabras que tenía delante, sus labios entreabiertos; su expresión, la de un
insecto concentrado en masticar la hoja en la que se ha posado.
Un aspecto absolutamente horrible el suyo. ¡Estaba absorbiendo todo cuanto contenían los
volúmenes!
Finalmente, dejó caer el que tenía en las manos y tomó otro, lo abrió y empezó a devorarlo de la
misma manera, moviendo los dedos de una frase a otra con sobrenatural celeridad.
Advertí que Armand había examinado todo cuanto contenía el piso con aquella misma voracidad,
incluidas la ropa de cama y las cortinas, los cuadros descolgados de sus ganchos, el contenido de
armarios y cómodas, pero que era en los libros donde estaba adquiriendo más conocimientos. Por el
suelo había obras de todo tipo, desde La guerra de las Gaitas de Julio César a novelas inglesas
contemporáneas.
Con todo, no era su aspecto el único horror. Estaba también el caos que estaba dejando a su paso, el
absoluto desprecio por las cosas que tocaba.
Y su absoluto desprecio hacia mí.
Terminó de revisar el último libro, o dejó de prestarle atención, y empezó a revolver los viejos
periódicos apilados en un estante bajo.
Me descubrí retrocediendo, retirándome de la estancia y apartándome de él con la vista fija en su
pequeña y sucia figura. Su cabellera castaña rojiza despedía tenues reflejos a pesar del polvo, y sus ojos
brillaban como dos llamas.
216
Aquel ser extraviado del inframundo tenía un aspecto grotesco entre las velas y el vertiginoso colorido
de la vivienda, pero, aun así, su hermosura era patente. No necesitaba las sombras de Notre Dame ni la
luz de las teas de la cripta para que resaltara su belleza y, bajo aquella brillante luminosidad, había en él
un aire de ferocidad que no le había observado nunca.
Me sentí presa de una abrumadora confusión. Armand era a la vez peligroso y apremiante. Podría
haberme quedado mirándolo eternamente, pero un instinto imperioso me dijo: «Vete, déjale este sitio si lo
quiere. ¿Qué importa ya eso?».
El violín. Traté desesperadamente de pensar en el violín para dejar de contemplar el movimiento de
sus dedos sobre las palabras, la incansable concentración de sus ojos.
Le volví la espalda y fui al salón. Me temblaban las manos. Apenas podía soportar la idea de saberle
allí. Busqué por todas partes, pero no logré encontrar el violín. ¿Qué podía haber hecho Nicolás con él?
No se me ocurrió nada.
El paso de las páginas, el crujido del papel, el leve ruido del periódico al caer a suelo.
Decidí volver de inmediato a la torre.
Me disponía a pasar rápidamente ante la biblioteca, cuando, sin previo aviso, su mensaje sin sonido
habló en mi mente. Me detuve. Era como si una mano me asiera del cuello. Me volví y le encontré
mirándome.
«¿Qué hay de esos silenciosos hijos tuyos? ¿Les amas? ¿Te aman ellos?»
Ésa fue su pregunta, y su significado fue desentrañándose trabajosamente en mi cabeza entre ecos
interminables.
Hasta el último libro de los estantes se hallaba ahora por el suelo. Armand era un espectro entre las
ruinas, un visitante del diablo en quien él creía. Y, con todo, su rostro seguía siendo muy tierno, muy
juvenil.
«El Rito Oscuro nunca trae amor, ¿entiendes?, sólo trae silencio.» Sus conceptos parecían más
suaves en su insonoridad, más claros; el eco terminó de disiparse. «Nosotros decíamos que era la
voluntad de Satán que el maestro y el novicio no buscaran consuelo el uno en el otro. Al fin y al cabo, era
a Satán a quien servíamos.»
Cada una de sus palabras penetró en mí. Cada una de sus palabras fue acogida por un secreto y
humillante sentimiento de curiosidad y de vulnerabilidad. Pero me negué a permitir que se diera cuenta
de ello y, furioso, exclamé:
—¿Qué quieres de mí?
Al hablar, fue como si se rompiera algo. Sentí más miedo de Armand en aquel momento que en
ningún instante de nuestras anteriores discusiones y enfrentamientos, y siempre he odiado a aquellos
que me hacen sentir miedo, a aquellos que conocen cosas que yo preciso saber, a aquellos que tienen
tal poder sobre mí.
—Es como no saber leer, ¿verdad? —dijo en voz alta—. Y a tu creador, a ese proscrito de Magnus,
¿le importó para algo tu ignorancia? No te explicó ni siquiera las cosas más simples, ¿verdad?
No hubo el menor cambio en su expresión al hablar.
217
—¿No han sido siempre así las cosas? ¿Alguna vez has tenido a alguien que te enseñara algo?
—Estás sacando esos argumentos de mis recuerdos... —repliqué. Estaba pasmado. Vi el monasterio
donde había estado de chiquillo, las filas y filas de volúmenes que no sabía leer, la figura de Gabrielle
inclinada sobre sus libros, de espaldas a todos nosotros—. ¡Basta!
Me pareció como si hubiese transcurrido muchísimo tiempo. Me sentía desorientado. Y Armand
continuó lanzando mensajes, esta vez en silencio.
«Esos que has creado nunca te dan satisfacción. En el silencio sólo crecen la desavenencia y el
resentimiento.»
Quise moverme, pero permanecí inmóvil. No podía hacer otra cosa que mirarle mientras continuaba.
«Tú me deseas, y yo a ti, y sólo nosotros dos en todo este mundo nos merecemos mutuamente. ¿No
te das cuenta de ello?»
Sus mudos mensajes parecieron extenderse, ampliarse, como una nota de violín sostenida por toda la
eternidad.
—Esto es una locura —susurré. Recordé todas las cosas que me había dicho, las acusaciones que
había formulado contra mí, los horrores que las otras criaturas me habían descrito sobre los desgraciados
a los que había arrojado a la hoguera.
—¿Lo es? ¿Es una locura? —inquirió él—. Ve entonces con tus silenciosos hijos. En este preciso
instante se estarán diciendo lo que no pueden decirte a ti.
—Mientes... —murmuré.
—Y el paso del tiempo sólo acrecentará su independencia. Pero aprende por ti mismo. Cuando
quieras venir a mí, me encontrarás fácilmente. Al fin y al cabo, ¿dónde podría ir? ¿Qué podría hacer? Tú
me has vuelto a convertir en un huérfano.
—Yo no... —protesté.
—Sí, tú —insistió él—. Tú has sido el causante, tú diste con todo al traste. —Pese a las
recriminaciones, no aprecié cólera alguna en su voz—. Pero puedo esperar a que vengas a mí, a que
acudas a plantearme las preguntas que sólo yo puedo responder.
Le contemplé durante un instante. No sé cuánto tiempo estuve así. Era como si no pudiera moverme,
como si no pudiera ver otra cosa que su figura, y comprendí que estaba envolviéndome de nuevo la
profunda sensación de paz que había conocido en Notre Dame, el hechizo que ya había utilizado Armand
contra mí. Sólo quedó una luz que le envolvía, y fue como si se acercara a mí y yo a él, aunque ninguno
de los dos nos movimos. Armand estaba atrayéndome, arrastrándome hacia él.
Di media vuelta tambaleándome, perdiendo el equilibrio, pero logré salir de la sala. Corrí por el pasillo,
y pronto me escabullí de nuevo por la ventana para escalar la pared hasta el techo.
Instantes después, cabalgaba al galope por la Ile de la Cité como si Armand me persiguiera. Mi
corazón no moderó su frenético latir hasta que hube dejado atrás la ciudad.
El tañido de las campanas del infierno.
La torre se alzaba en la oscuridad contra las primeras luces del alba. Mi pequeño grupo ya se había
retirado a descansar en su cripta de las mazmorras.
218
No abrí los sepulcros para mirarles aunque sentía unos desesperados deseos de hacerlo, de ver otra
vez a Gabrielle y tocar su mano.
Subí solo hacia las almenas para contemplar el milagro ardiente del amanecer que se aproximaba, de
aquel momento que jamás volvería a ver completo. El tañido de las campanas del infierno, mi música
secreta...
Pero me llegaba también otro sonido. Lo advertí mientras subía la escalera y me maravilló su
capacidad para alcanzarme. Era una especie de canción suave y dulce, que llegaba a mí como si salvara
una distancia inmensa.
Una vez, hacía años, había escuchado a un joven campesino que venía cantando por la carretera que
partía del pueblo hacia el norte. El muchacho no se había fijado en si alguien lo escuchaba, se había
creído a solas en el campo abierto y su voz había poseído una fuerza interna y una pureza que le habían
conferido una belleza sobrenatural. Las letras de la vieja tonada eran lo de menos.
Era ésta la voz que ahora me llamaba. Era la misma voz solitaria, alzándose sobre la distancia que
nos separaba para recoger en sí misma todos los sonidos.
Volví a sentir miedo, pero aun así, abrí la puerta de lo alto de la escalera y salí al exterior. Percibí la
brisa sedosa de la mañana y el parpadeo ensoñador de las últimas estrellas. El cielo no era ya un dosel,
sino más bien una neblina que se alzaba interminable sobre mí, y las estrellas escapaban hacia arriba,
haciéndose todavía más pequeñas entre la niebla.
Como una nota emitida en las altas montañas, la voz lejana se hizo más aguda, tocándome el pecho
en el lugar donde había posado mi mano.
La voz me traspasó como un rayo de luz rasga la oscuridad, canturreando: «Ven a mí. Todo quedará
olvidado sólo con que vuelvas a mí. Estoy más sólo de lo que he estado nunca».
Y, acompañando a la voz, llegó hasta mí una sensación de posibilidades sin límite, de asombro y
expectación, que traía consigo la visión de Armand plantado en solitario ante las puertas abiertas de
Notre Dame. El tiempo y el espacio eran meras ilusiones. Le vi envuelto en una luz lechosa ante el altar
principal, una figura ágil y veloz envuelta en regios harapos y sin otra expresión en sus ojos que la
paciencia, hasta desvanecerse en un leve resplandor. En aquel instante no existía ninguna cripta secreta
bajo les Innocents. No existía la visión espantosa de aquel fantasma andrajoso bajo la radiante
luminosidad de la biblioteca de Nicolás, arrojando los libros al suelo como si fueran cáscaras vacías al
terminar de hojearlos.
Creo que me arrodillé y apoyé la cabeza contra las melladas losas del suelo. Vi la Luna como un
fantasma desvaneciéndose y el Sol debió tocarla, porque su brillo me hizo daño y me obligó a cerrar los
ojos.
Sin embargo, sentí al mismo tiempo una gran exaltación, un éxtasis. Era como si mi espíritu pudiera
saborear la gloria del Rito Oscuro, sin necesidad de derramar sangre, en la intimidad de aquella voz que
me hendía y buscaba la parte más tierna y más secreta de mi alma.
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«¿Qué deseas de mí?» quise decirle. «¿Cómo puedes ofrecerme el perdón y el olvido cuando hace
tan poco sólo sentías por mí el rencor más profundo? Tu asamblea, destruida. Esos horrores que no
quiero imaginar...»
Todo esto quise decirle, pero, como antes, me resultó imposible articular las palabras. Y esta vez me
di cuenta de que, si me atrevía a intentarlo, la sensación de felicidad desaparecería y me abandonaría, y
que la angustia sería peor aún que la sed de sangre.
Con todo, aunque permanecí callado, envuelto en el misterio de aquel sentimiento, reconocí imágenes
y pensamientos extraños que no me pertenecían.
Me vi a mí mismo regresando a las mazmorras y tomando en mis brazos los cuerpos inanimados de
los dos monstruos de mi propia raza a los que tanto amaba. Me vi transportándolos a la azotea de la torre
y dejándolos allí, impotentes, a merced del sol naciente. Las campanas del infierno repicaban en vano por
ellos: tocaban alarma. Y el sol les consumía y les reducía a cenizas con cabello humano.
Mi mente retrocedió ante todo aquello, se replegó en sí misma, presa del más desgarrador
desengaño.
—Basta, Armand —susurré. ¡Ah, cuánto me dolía aquella decepción, aquella reducción de
posibilidades...!—. Qué estúpido has sido al pensar que yo podría hacer tal cosa...
La voz se desvaneció, se apartó de mí y sentí la soledad en cada poro de mi piel. Era como si me
hubieran privado para siempre de cualquier cobijo y, en adelante, fuera a sentirme siempre tan desnudo y
desdichado como en aquel instante.
Y sentí en la lejanía una convulsión de energía, como si el espíritu que había creado la voz estuviera
enroscándose sobre sí mismo con una gran lengua.
—¡Traición! —exclamé en voz más alta—. Pero, ¡ah!, qué tristeza, qué error de cálculo. ¡Cómo
puedes decir que me deseas!
Pero se había ido. Había desaparecido por completo. Y, presa de la desesperación, deseé que
volviera aunque fuera para luchar contra mí. Anhelé gozar de nuevo de aquella sensación de posibilidad,
de aquella deliciosa llamarada.
Y vi su rostro en Notre Dame, juvenil y casi dulce, como el de un santo pintado por Leonardo.
Me invadió una terrible sensación de fatalidad.
220
6
Tan pronto como Gabrielle despertó, la conduje lejos de Nicolás y le expliqué todo lo que había tenido
lugar la noche anterior. Le conté todo cuanto Armand había sugerido y dicho. Con cierta incomodidad,
mencioné el silencio que existía entre ella y yo, y le aseguré saber ahora que tal situación no iba a
cambiar.
—Debemos dejar París lo antes posible —dije por fin—. Esa criatura es demasiado peligrosa. Y esas
otras a las que he cedido el teatro...; ninguna de ellas sabe nada, salvo lo que él les ha enseñado.
Propongo que les dejemos París y tomemos la Senda del Mal, por usar las palabras de la vieja reina.
Había esperado de ella una reacción de furia contra mí, y de malevolencia hacia Armand, pero
permaneció serena durante toda mi exposición.
—Quedan demasiadas preguntas por responder, Lestat —dijo al fin—. Quiero saber cómo nació su
asamblea. Y quiero conocer todo lo que Armand sabe de nosotros.
—Madre, estoy tentado de volver la espalda a todo eso. No me importa cómo se inició y dudo que él
mismo lo sepa.
—Te entiendo, Lestat —respondió ella con calma—. Créeme, te entiendo. Cuando todo quede
aclarado, estas criaturas me importarán menos que los árboles de este bosque o que las estrellas que
lucen ahí arriba. Preferiría estudiar las corrientes del viento o los dibujos de las hojas al caer...
—Exacto.
—Pero no debemos precipitarnos. Ahora, lo importante es que los tres permanezcamos juntos.
Debemos ir juntos a la ciudad y prepararnos con tranquilidad para marcharnos juntos más adelante. Y
juntos también debemos trazar el plan para despertar a Nicolás con el violín.
Quise preguntarle por Nicolás, saber qué había tras su silencio, qué podía ella adivinar en su mente.
Sin embargo, las palabras se me secaron en la garganta y recordé, como lo había hecho en todo
instante, el comentario que Gabrielle había hecho en aquellos primeros instantes: «El desastre, hijo mío».
Me pasó el brazo por la cintura y me condujo de nuevo hacia la torre.
—No tengo que leer tus pensamientos —dijo— para saber lo que dice tu corazón. Llevémosle a París
y busquemos el Stradivarius. —Se puso de puntillas para darme un beso y añadió—: Ya estábamos
juntos en la Senda del Mal antes de que sucediera todo esto, y pronto volveremos a tomarla.
Conducir a Nicolás a París resultó tan fácil como llevarle a cualquier otra parte. Como un fantasma,
montó a caballo y cabalgó a nuestro lado; únicamente su oscura melena y su capa, batidas por el viento,
parecían tener vida.
Cuando cobramos nuestras víctimas en la Ile de la Cité, advertí que no verle cazar y matar me
resultaba insoportable.
221
Y no me daba ninguna esperanza verle hacer aquellas cosas sencillas con la torpeza y lentitud de un
sonámbulo. Tal cosa sólo demostraba que podía continuar en aquel estado para siempre, como nuestro
silencioso cómplice, poco más que un cadáver resucitado.
Sin embargo, mientras recorríamos juntos las callejas, se adueñó de mí una sensación inesperada.
Ahora éramos tres, no dos. Éramos un grupo, una asamblea. Y si conseguía reanimarle...
No obstante, lo primero era la visita a Roget. Tenía que presentarme solo ante el abogado, de modo
que les dejé esperando a unas cuantas puertas de la casa y, mientras golpeaba el picaporte, tomé
fuerzas para acometer la actuación más horrorosa de mi carrera teatral.
Pues bien, muy pronto iba a aprender una importante lección acerca de los humanos y de su
disposición a convencerse de que el mundo es un lugar seguro. Roget se mostró encantado de verme.
Estaba tan aliviado de encontrarme «vivo y en buen estado de salud» y de comprobar que seguía
requiriendo sus servicios, que, con grandes aspavientos de cabeza, aceptó mis disparatadas
explicaciones sin apenas darme tiempo a empezarlas.
(Y esta lección sobre la tranquilidad de los mortales no iba a olvidarla nunca. Aunque un espíritu esté
haciendo pedazos una casa, aunque haga volar los platos y las ollas, derrame agua sobre los cojines o
haga que los relojes suenen a todas horas, los mortales aceptarán prácticamente cualquier «explicación
natural» que se les ofrezca, por absurda que sea, antes que la obvia explicación sobrenatural del
suceso.)
También quedó claro casi desde el primer momento que el abogado creía que Gabrielle y yo
habíamos abandonado la alcoba de la casa por la puerta de servicio, una posibilidad en la que yo no
había caído hasta entonces. Así, pues, respecto a los candelabros retorcidos, lo único que hice fue
murmurar unas frases sobre si me había vuelto loco de dolor al ver a mi madre en el lecho de muerte.
Roget lo comprendió enseguida.
En cuanto a la razón de que me la llevara... En fin, Gabrielle había insistido en que la alejara de todos
y la llevara a un convento, donde ahora se encontraba.
—¡Ah, señor abogado, su mejoría es un milagro! —exclamé—. Si pudiera verla... Pero no importa.
Nos vamos de inmediato a Italia con Nicolás de Lenfent y necesitamos dinero en efectivo, letras de
crédito, lo que sea. Y un carruaje, uno grande para viajes largos, y un buen tiro de seis caballos. Ocúpese
de esto, que esté todo preparado para primera hora de la noche del viernes. Y escríbale a mi padre
diciéndole que nos llevamos a mi madre a Italia. Supongo que mi padre se encuentra bien, ¿verdad?
—Sí, sí. Por supuesto, únicamente le he hecho llegar las noticias más tranquilizadoras...
—Muy prudente por su parte. Sabía que podía confiar en usted. ¿Qué haría yo sin su colaboración?
¿Y qué me dice ahora de estos rubíes? ¿Podría convertirlos en dinero inmediatamente? También tengo
unas monedas españolas para vender. Bastante antiguas, creo.
Tomó nota de todo como un poseso, mientras todas sus dudas y sospechas se fundían bajo el calor
de mis sonrisas. ¡Estaba tan contento de tener algo que hacer!
—Conserve vacío mi local del boulevard du Temple —le ordené—. Y, naturalmente, quiero que se
encargue de todo.
222
El local del boulevard du Temple, el escondrijo de un grupo de vampiros harapientos y desesperados,
a menos que Armand los hubiera descubierto y los hubiera quemado como viejos trajes de atrezo. Muy
pronto encontraría la respuesta a aquel interrogante.
Bajé los peldaños hasta la calle silbando para mí de la manera más humana, satisfecho de haber
cumplido con aquella desagradable obligación. Entonces advertí que Nicolás y Gabrielle no aparecían por
ninguna parte.
Me detuve y observé con atención la calle.
Vi a Gabrielle en el preciso instante de escuchar su voz: una figura joven y varonil surgiendo
impetuosa de una callejuela, como si se acabara de materializar allí mismo.
—¡Lestat, se ha ido..., ha desaparecido! —exclamó.
No supe qué responder. Dije alguna estupidez, algo así como «¿Qué quieres decir, desaparecido?»,
pero mis pensamientos casi ahogaban las palabras antes de que surgieran de mi cabeza. Si hasta aquel
instante había dudado de mi amor por él, me había estado mintiendo a mí mismo.
—Le he dado la espalda y todo ha sido así de rápido, te lo aseguro —explicó ella, entre apenada y
furiosa.
—¿Has oído a alguien más...?
—No. A nadie. Sencillamente, todo ha sido demasiado rápido.
—Sí, siempre que se haya movido por sí mismo, que no se lo haya llevado...
—¿Armand? Habría notado su miedo si él hubiera intervenido —insistió.
—Pero, ¿estás segura de que Nicolás tenga miedo, de que sienta algo?
Yo estaba absolutamente aterrado y exasperado. Nicolás se había desvanecido en una oscuridad que
se extendía alrededor de nosotros como una rueda gigante en torno a su eje. Creo que apreté los puños
y debí hacer algún vago gesto de pánico.
—Escúchame —dijo—. Sólo hay dos cosas que dan vueltas y vueltas en su mente...
—¡Dímelas!
—Una es la hoguera de la cripta bajo les Innocents donde estuvo a punto de ser quemado. La otra es
un pequeño teatro..., unas luces, un proscenio, un escenario...
—El teatro de Renaud —murmuré.
Juntos, ella y yo éramos arcángeles. No tardamos un cuarto de hora en llegar al ruidoso bulevar y,
entre la animada multitud, pasamos ante la abandonada fachada del local de Renaud para dirigirnos a la
puerta de artistas.
Los tablones estaban astillados, y las cerraduras, rotas. Sin embargo, no capté sonido alguno de Eleni
y de las demás criaturas mientras avanzábamos con sigilo por el pasillo que rodeaba los bastidores. Allí
no había nadie.
Quizás Armand había devuelto al redil a sus hijos, después de todo, y la culpa era mía por no haberles
acogido a mi lado.
223
No había nada, salvo la jungla de utillería, los grandes decorados pintados con el día y la noche y la
montaña y el valle, y los camerinos abiertos, aquellos abigarrados cuartuchos donde, aquí y allá, un
espejo reflejaba la luz que se filtraba por la puerta abierta que habíamos dejado atrás.
Entonces, la mano de Gabrielle se cerró en mi manga. Con un gesto, señaló el escenario y, por la
expresión de su rostro, supe que no eran los otros. Quien estaba allí era Nicolás.
Me acerqué al lateral del escenario. El telón de terciopelo estaba corrido a ambos lados, y distinguí
claramente su figura en el foso de la orquesta. Estaba sentado en su lugar habitual, con las manos
cruzadas sobre los muslos. Tenía el rostro vuelto hacia mí, pero no advertía mi presencia. Seguía con la
mirada perdida, como siempre.
Y evoqué las extrañas palabras de Gabrielle la noche después de que la creara, respecto a que no
podía sobreponerse a la sensación de haber muerto y de no poder influir en nada en el mundo mortal.
Su aspecto era translúcido, carente de vida. Era el aspecto mudo e inexpresivo con que uno casi
tropieza en las sombras de la casa encantada, casi fundido con el mobiliario polvoriento; era, tal vez, el
espanto más horrible de todos cuantos existen.
Miré si tenía el violín en el suelo apoyado en la silla y, al ver que no era así, me dije que aún tenía una
oportunidad.
—Quédate aquí y vigila —indiqué a Gabrielle. Sin embargo, el corazón se me desbocó cuando alcé la
mirada al teatro a oscuras, cuando me dejé embriagar por los viejos olores. «¡Oh, Nicolás!» pensé. «¿Por
qué has tenido que traernos aquí, a este lugar hechizado? Aunque, ¿quién soy yo para preguntarlo?
También yo volví, ¿no es cierto?»
Encendí la única vela que encontré en el camerino de la primera actriz. Por todas partes había botes
de pintura de teatro abiertos, y en las perchas colgaban aún numerosos trajes desechados. Todos los
camerinos por los que pasé estaban llenos de vestuario abandonado, peines y cepillos olvidados, flores
marchitas todavía en los jarrones y polvos de maquillaje derramados por el suelo.
Volví a pensar en Eleni y los demás, y advertí que se apreciaba allí un levísimo aroma a les Innocents.
Distinguí unas huellas de pisadas de pies desnudos muy claras en el polvo. Sí, las criaturas habían
entrado. Y habían encendido velas, sin duda, pues el olor a cera parecía muy reciente.
Fuera como fuese, no había entrado en mi antiguo camerino, la estancia que Nicolás y yo
compartíamos antes de cada actuación. Todavía estaba cerrada y, cuando la abrí por la fuerza, me llevé
una desagradable sorpresa. Todo seguía exactamente como lo había dejado.
Estaba limpia y ordenada, incluso el espejo estaba libre de polvo, y encontré todas mis pertenencias
tal como las dejara la última noche que había pasado allí. Vi mi vieja capa colgada de la percha, las viejas
ropas que había traído del campo y un par de botas arrugadas. Encontré también mis tarros de maquillaje
para la escena en perfecto orden, y la peluca —que sólo había lucido en el teatro— en su cabeza de
madera. Las cartas de Gabrielle formaban un pequeño montón; los ejemplares de periódicos ingleses y
franceses en los que se mencionaba la obra y una botella de vino aún medio llena, con el tapón seco,
completaban el inventario.
224
Y allí, en la oscuridad bajo el tocador de mármol, cubierta en parte por un gabán negro hecho un
fardo, había una brillante caja de violín. No era la del instrumento que habíamos traído del pueblo. No. En
su interior debía estar el preciado regalo que le había comprado después, con la «moneda del reino»: el
violín Stradivarius.
Me agaché y abrí la tapa. Efectivamente, contenía el bello instrumento, delicado y dotado de un
oscuro brillo, abandonado allí entre todas aquellas cosas sin valor.
Me pregunté si Eleni y los demás se lo habrían quedado en el caso de haber entrado en el camerino.
¿Habrían sabido reconocer su posible utilidad y su valor?
Dejé la vela por un instante, saqué con cuidado el violín y tensé las cerdas de crin del arco como le
había visto hacer mil veces a Nicolás. Luego llevé el instrumento y la vela otra vez al escenario, me
agaché y empecé a encender la larga serie de velas que formaba la batería de luces del proscenio.
Gabrielle me contempló, impasible. Luego acudió a ayudarme.
Fue encendiendo una vela tras otra y prendió a continuación los candelabros de las paredes.
Pareció que Nicolás se agitaba, pero tal vez fue sólo la creciente iluminación de su perfil, la suave luz
que emanaba del escenario y se extendía por la sala vacía. Los profundos pliegues del terciopelo
cobraron vida por doquier y los ornados espejuelos incrustados en el frontis del anfiteatro y de los palcos
se convirtieron en otras tantas luces.
Qué bello era aquel rincón, nuestro rincón. Había sido la puerta al mundo, cuando éramos mortales. Y,
finalmente, habría resultado la puerta del infierno.
Cuando terminé de encender las velas, me detuve un momento sobre el escenario y admiré los
pasamanos dorados, la nueva araña de luces que colgaba del techo y, arriba de todo, las máscaras de la
comedia y de la tragedia como dos caras surgiendo del mismo cuello.
El local parecía mucho más pequeño cuando estaba vacío. En cambio, ningún teatro de París parecía
más grande cuando estaba lleno.
Llegaba del exterior el ronco rumor del tráfico en el bulevar, finas voces humanas alzándose de vez en
cuando como chispas sobre el murmullo de fondo. Debía estar pasando un carruaje pesado, porque todo
cuanto contenía el teatro vibró ligeramente: la llama de las velas en los reflectores, el enorme telón
recogido a izquierda y derecha, el decorado con un jardín bellamente dibujado y unas nubes en el cielo.
Pasé delante de Nicolás, que no me había dirigido la mirada un solo instante, y descendí la escalerilla
situada tras él hasta el foso de la orquesta. Me acerqué a su silla con el violín.
Gabrielle se quedó de nuevo tras las bambalinas con una expresión fría pero paciente en su rostro
menudo. Se apoyó contra una columna próxima, con el gesto fácil de un extraño joven de largos cabellos.
Por detrás de él, bajé el violín sobre el hombro de Nicolás y lo deposité en su regazo. Noté que se
movía, como si exhalara un suspiro, y apretaba la nuca contra mí. Luego, lentamente, alzó la mano
izquierda para sujetar el puente del violín, al tiempo que, con la diestra, tomaba el arco.
Me arrodillé y apoyé las manos en sus hombros. Le besé la mejilla. No capté ningún olor humano,
ningún calor de mortal. Era una escultura de mi Nicolás.
—Toca —susurré—. Toca ahora, para nosotros solos.
225
Se volvió lentamente hasta quedar frente a mí y, por primera vez desde el instante del Rito Oscuro,
me miró a los ojos y emitió un leve sonido, tan forzado que me pareció como si hubiera perdido la
capacidad de hablar. Como si se le hubieran atrofiado los órganos de fonación.
Finalmente, se pasó la lengua por los labios y, en una voz tan baja que apenas logré oírle, dijo:
—Es el instrumento del diablo.
—Sí —respondí. «Si es lo que tienes que creer» añadí para mí, «que así sea. Pero toca».
Sus dedos se posaron sobre las cuerdas. Tanteó la madera de la caja hueca con la yema de los
dedos, y, por fin, tembloroso, pulsó las cuerdas para afinarlas y ajustó con gran parsimonia las clavijas,
como si, sumamente concentrado, realizara por primera vez aquella maniobra.
En el bulevar, unos niños se reían. Unas ruedas de madera traqueteaban con estruendo en los
adoquines. Las notas entrecortadas eran irritantes, discordantes, y agudizaban la tensión.
Nicolás apretó el instrumento contra su oído por un instante y me dio la impresión de que volvía a
quedarse inmóvil durante una eternidad, hasta que se puso en pie con lentitud. Dejé el foso de la
orquesta y salí a la platea, donde me quedé de pie contemplando su negra silueta recortada contra el
fulgor del escenario.
Se volvió hacia el patio de butacas vacío como tantas veces había hecho en el intermedio de la
representación, y se colocó el violín bajo el mentón. Y, con un movimiento veloz como el rayo ante mis
ojos, bajó el arco sobre las cuerdas.
Los primeros arpegios, graves y potentes, latieron en el silencio y se alargaron y profundizaron,
arañando el fondo mismo del sonido. Luego, las notas se alzaron, ricas y oscuras y penetrantes, como si
fueran extraídas del violín por obra de magia, hasta que un desbordado torrente de melodías inundó de
pronto la sala.
La música pareció traspasar mi cuerpo, atravesar mis mismísimos huesos.
No podía ver el movimiento de sus dedos ni el ir y venir del arco; lo único que distinguía era la
agitación de su cuerpo, su postura torturada mientras dejaba que la música le retorciera, le doblara hacia
adelante y le arrojara hacia atrás.
Las notas se hicieron más agudas, más chillonas, más rápidas, pero seguían conservando el tono a la
perfección. Era una ejecución sin esfuerzo, con un virtuosismo más allá de cualquier sueño mortal. Y el
violín hablaba; no se limitaba a cantar, sino que era insistente en su tonada. El violín contaba una historia.
La música era un lamento, un futuro de terror enroscándose en hipnóticos ritmos de danza,
sacudiendo a Nicolás de un lado a otro con más fuerza todavía. Su cabello era una greña reluciente ante
las luces del proscenio. Su piel estaba perlada de sudor ensangrentado. Llegó hasta mí el olor de la
sangre.
Pero yo también estaba doblándome, y retrocedía, agachado tras los asientos como si quisiera
ocultarme de la música, igual que una multitud de aterrorizados mortales se había puesto a cubierto de
mí en aquel mismo local.
226
Y supe, de alguna manera plena y simultánea, que el violín estaba contando todo cuanto le había
sucedido a Nicolás. La música era el estallido de la oscuridad, era la oscuridad fundida, y su belleza era
como el fulgor de las ascuas: daba la luz suficiente para mostrar cuánta oscuridad había en realidad.
También Gabrielle pugnaba por mantener quieto en cuerpo bajo aquel torbellino. Tenía el rostro
contraído y las manos en la cabeza; la melena leonina se le había soltado en torno a la cara, y advertí
que había cerrado los ojos.
Sin embargo, otro sonido se abrió paso entre la pura inundación de la música. Las criaturas estaban
allí. El cuarteto había acudido al teatro y avanzaban hacia nosotros entre bastidores.
La música alcanzó cimas imposibles, el sonido tomaba fuerzas y siguió ascendiendo. La mezcla de
sentimientos y de pura lógica traspasó los límites de lo tolerable y, sin embargo, continuó y continuó...
Y el cuarteto apareció lentamente detrás del telón: primero, la majestuosa figura de Eleni, seguida de
Laurent, el muchacho, y de Félix y Eugénie. Se habían convertido en acróbatas, en artistas callejeros, y
llevaban la ropa de los de su oficio, los hombres con medias blancas bajo los calzones de arlequín con
colgantes, y las mujeres con grandes bombachos, vestidos de volantes y zapatillas de baile en los pies.
El carmín brillaba en sus inmaculadas caras blancas y el kohl trazaba el contorno de sus deslumbrantes
ojos de vampiro.
Se acercaron a Nicolás como atraídos por un imán, y su belleza destacó aún más al quedar a la luz de
las velas del escenario; sus cabellos brillaban, sus movimientos eran ágiles y felinos, sus expresiones
eran arrebatadas.
Nicolás se volvió lentamente hacia ellos mientras seguía agitándose, y la música se convirtió en una
súplica frenética, bamboleándose y ascendiendo y lanzando rugidos en su carrera melódica.
Eleni contempló a Nicolás con los ojos muy abiertos, entre horrorizada y encantada. Después, levantó
los brazos por encima de la cabeza con un gesto lento y teatral y puso el cuerpo en tensión; su cuello
resultaba aún más largo y grácil. La otra mujer pivotó sobre un pie, y levantó la rodilla; los dedos del pie
apuntaban hacia abajo en el primer paso de una danza. No obstante, fue el hombre alto quien cogió de
pronto el ritmo de la música de Nicolás, sacudiendo la cabeza a un lado y moviendo brazos y piernas
como si fuera una gran marioneta tirada de cuatro cuerdas colgadas de las vigas del techo.
Los demás lo vieron. Ya conocían las marionetas del bulevar y, de pronto, todos adoptaron aquella
gesticulación mecánica, con bruscos movimientos como espasmos y con el rostro como máscaras de
madera absolutamente en blanco.
Me atravesó una gran oleada fría de placer, como si de pronto pudiera aspirar el calor radiante de la
música, y gemí de gozo viéndoles sacudirse y agitarse, lanzar las piernas a lo alto, con los dedos hacia el
techo, y dar vueltas con sus cuerdas invisibles.
Pero la situación empezó a cambiar. Ahora, Nicolás tocaba para ellos, al tiempo que las criaturas
bailaban para él.
Avanzó hacia el escenario, dio un salto por encima de la humeante batería de luces del proscenio y
fue a caer en medio de los cuatro. La luz se reflejó en el instrumento y ocultó por un instante su rostro
resplandeciente.
227
Un nuevo elemento burlón impregnó la interminable melopea, una melodía sincopada que hacía
tambalear la tonada y le daba una carga aún más amarga y, al propio tiempo, aún más dulce.
Las marionetas de articulaciones rígidas lo rodearon, arrastrando los pies y meneando la cabeza
sobre las tablas. Con los dedos abiertos y bamboleando la cabeza a un lado y a otro, se retorcieron y
agitaron, hasta que, uno por uno, fueron perdiendo la rigidez a la vez que la melodía de Nicolás se fundía
en una desgarradora tristeza. La danza se hizo de inmediato viscosa, acongojada y lenta.
Era como si una mente los controlara, como si danzaran al son de los pensamientos de Nicolás,
además de al de su música. Y Nicolás se puso a bailar con ellos sin dejar de tocar, acelerando el ritmo
hasta convertirse en el violinista rural de la hoguera de Carnaval, y las criaturas saltaron por parejas
como amantes de aldea, las mujeres haciendo volar las faldas y los hombres doblando las piernas, al
tiempo que alzaban a las mujeres, creando en todo momento posturas del más tierno amor.
Paralizado, contemplé la escena: los bailarines sobrenaturales, el violinista monstruoso, brazos y
piernas moviéndose con inhumana lentitud, con gracia hechizadora. La música era como un fuego que
nos consumía a todos.
Y de nuevo lanzó un grito de dolor, de horror, de pura rebelión del alma contra todas las cosas. Y, una
vez más, las criaturas le dieron expresión visual con rostros retorcidos de tormento, como la máscara de
la tragedia grabada en el techo.
Me di cuenta de que, si no volvía la espalda a aquello, terminaría llorando.
No quería oír ni ver nada más. Nicolás se estaba moviendo adelante y atrás como si el violín fuera una
bestia a la que ya no dominara. Y descargaba sobre las cuerdas golpes breves y ásperos con el arco.
Los bailarines pasaron delante de él, por detrás, le abrazaron y se cogieron a él mientras Nicolás
levantaba las manos y sostenía el violín por encima de la cabeza.
Una carcajada estridente surgió de la boca del músico. Se reía a mandíbula batiente, agitando brazos
y piernas sin control. Al cabo de unos instantes, bajó la cabeza y clavó los ojos en mí. Por último, con su
tono de voz más estentóreo, exclamó:
— ¡YO OS HE DADO EL TEATRO DE LOS VAMPIROS! ¡EL TEATRO DE LOS VAMPIROS! ¡EL MAYOR ESPECTÁCULO
DEL BULEVAR!
Desconcertados, los demás le miraron. Sin embargo, una vez más, todos al unísono batieron palmas y
lanzaron vítores. Dieron saltos en el aire y, con gritos de alegría, pasaron sus brazos en torno al cuello de
Nicolás y le besaron. Después, danzando en torno a él en un círculo, le hicieron dar vueltas impulsándole
con los brazos. Se alzaron las risas en todas las gargantas cuando él los estrechó a todos en sus brazos
y respondió a sus besos mientras las criaturas lamían, con sus largas lenguas rosadas, el sudor
ensangrentado de su rostro.
—¡El Teatro de los Vampiros!
Las criaturas se separaron de Nicolás y vocearon el nombre al público inexistente, al mundo entero.
Hicieron una reverencia a las luces del proscenio y, retozando y lanzando alaridos, saltaron a las vigas y
se dejaron caer desde ellas con un eco atronador de las tablas.
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Desapareció la música, reemplazada por la cacofonía de gritos y golpes y risas, insistente como el
tañido de las campanas.
No recuerdo que les diera la espalda ni que subiera los peldaños del escenario y cruzara éste
dejándoles atrás, pero debí hacerlo, ya que, de pronto, me encontré sentado en la mesilla baja y estrecha
de mi reducido camerino, con la espalda apoyada en el rincón, las rodillas encogidas y la cabeza contra
el frío cristal del espejo. Gabrielle estaba allí.
Mi respiración era jadeante y su sonido me desgarró. Vi cosas —la peluca que había lucido en
escena, el escudo de cartón piedra—, que me hicieron evocar emociones extraordinarias. Pero sentía
que me ahogaba. Y era incapaz de pensar.
Entonces apareció Nicolás a la puerta y apartó a Gabrielle a un lado con una fuerza que nos
sorprendió a ella y a mí.
—Y bien: ¿no te gusta, mi señor empresario? —me preguntó, a la vez que me apuntaba con el dedo y
avanzaba hacia mí. Su voz era un torrente sin pausas que parecía una sola e inmensa palabra—. ¿No
admiras su esplendor, su perfección? ¿No dotarás al Teatro de los Vampiros de esas monedas del reino
que posees en tal abundancia? ¿Cómo era eso, «la nueva maldad, el centro en el capullo de la rosa, la
muerte en el centro mismo de las cosas»...?
De la mudez había pasado al parloteo obsesivo e, incluso cuando cesó de hablar, los inaudibles
sonidos frenéticos y carentes de sentido continuaron brotando de sus labios como el agua de una fuente.
Tenía el rostro contraído, duro y brillante de las gotitas de sangre que bañaban su piel y manchaban el
lino blanco de su cuello.
Y detrás de él se produjo la risa casi inocente de los demás, salvo de Eleni, que se quedó mirando por
encima del hombro de Nicolás, esforzándose en tratar de entender qué estaba sucediendo realmente
entre nosotros.
Nicolás se acercó aún más, sonriendo con una media risa, y me dio unos golpecitos en el pecho con
el dedo muy rígido.
—Bien, habla. ¿No ves qué espléndida burla, qué genialidad? —Se golpeó a sí mismo en el pecho
con el puño y continuó—: Vendrán a nuestras representaciones, llenarán de oro nuestras arcas y no
adivinarán nunca qué acogen, qué florece justo en el rabillo del ojo parisiense. Nos alimentamos de ellos
en las callejas y ellos vienen a aplaudirnos ante el escenario...
Oí la risa del muchacho a su espalda, el tintineo de la pandereta, el leve murmullo de la otra mujer
cantando. Una larga risa del hombre como una cinta desenrollándose, trazando sus movimientos en
rápidos círculos entre ruidosos juncos.
Nicolás se acercó tanto, que la luz desapareció detrás de él. Dejé de ver a Eleni.
—¡Una maldad espléndida! —exclamó. Su voz estaba llena de amenazas, y sus blancas manos
parecían las zarpas de una criatura marina dispuesta a saltar en cualquier momento para
despedazarme—. Servir al dios del bosque oscuro como no ha sido servido nunca, ¡y justo aquí, en el
centro mismo de la civilización! ¡Para esto has salvado tu teatro! ¡Y de tu gentil patronazgo ha nacido esta
sublime ofrenda!
229
—No hay para tanto —respondí—. Sólo es una idea hermosa e inteligente, y nada más.
Mi réplica no había sido en voz muy alta, pero le hizo callar, como hizo callar a los demás. Y la
sorpresa que me embargaba dio paso lentamente a otra emoción, no menos dolorosa, sino sólo más fácil
de contener.
De nuevo, no hubo otro sonido que el procedente del bulevar. Una rabia sorda brotaba de Nicolás. Las
pupilas le bailaban al mirarme.
—Eres un mentiroso, un falso despreciable —masculló.
—Tu plan no posee el menor esplendor —repliqué—. No tiene nada de sublime. Sólo se trata de
engañar a esos indefensos mortales, de burlarse de ellos, para luego salir del teatro por la noche y, con la
misma sencillez, quitarles la vida (muerte tras muerte, con toda su inevitable crueldad y vileza) para
seguir viviendo. ¡Cualquier hombre puede matar a otro! Sigue tocando el violín eternamente, baila como
gustes. ¡Compénsales el dinero que paguen, si eso te mantiene ocupado y te ayuda a pasar la eternidad!
Es, simplemente, una idea hermosa e inteligente. Una arboleda en el Jardín Salvaje. Nada más.
—¡Vil mentiroso! —repitió entre dientes—. Eres un bendito necio, eso es lo que eres. Tú poseías el
secreto oscuro que se alzaba por encima de todas las cosas, que hacía comprensible todo lo
inexplicable, ¿y qué hiciste con él durante los meses que pasaste a solas, yendo y viniendo de la torre de
Magnus? ¡Tratar de vivir como un buen hombre! ¡Como un buen mortal!
Acercó su rostro al mío lo suficiente para besarme; la sangre de su saliva me salpicaba la cara.
—¡Mecenas de las artes! —exclamó en tono burlón—. ¡Tú que ofreces regalos a tu familia, que nos
ofreces regalos a nosotros!
Retrocedió unos pasos mientras me dirigía una mirada de desprecio. Luego, continuó hablando:
—Pues bien, nos haremos cargo de este teatro que pintaste de dorado y que llenaste de cortinajes de
terciopelo; con él, serviremos al diablo, mejor y más espléndidamente que lo que lo hizo nunca la vieja
asamblea. —Se dio la vuelta y miró a Eleni. Después, observó de nuevo a los demás—. Haremos burla
de todo lo sagrado. Conduciremos al público a una vulgaridad y a una irreverencia cada vez mayores. Le
asombraremos. Le seduciremos. Pero, por encima de todo, nos apropiaremos de su oro igual que de su
sangre, y nos haremos fuertes en medio de ellos.
—Sí —le apoyó el muchacho, detrás de él—. Nos haremos invencibles. —En su rostro había un aire
desquiciado, y en sus ojos, vueltos hacia Nicolás, brillaba el fanatismo—. Tendremos nombres y lugares
en su propio mundo.
—Y tendremos poder sobre ellos —añadió la otra mujer—, y una atalaya desde la cual estudiarles y
conocerles y perfeccionar nuestros métodos para destruirlos cuando queramos.
—Quiero este teatro —me dijo Nicolás—. Quiero que me lo des. Quiero la escritura y dinero para
reabrirlo. Mis ayudantes, estos que aquí ves, están dispuestos a seguirme.
—Si lo deseas, quédatelo —respondí—. Es tuyo, si con eso quedo liberado de tu malevolencia y de tu
quebrantada razón.
Me incorporé de la mesilla y avancé hacia él, y creo que, por un instante, Nicolás trató de cerrarme el
paso. Sucedió entonces algo inexplicable: cuando vi que no se movía, la cólera surgió de mi interior y le
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golpeó como si fuera un puño invisible. Le vi retroceder tambaleándose, como si el puño le hubiera dado
de lleno, hasta ir a dar con súbita fuerza contra el tabique.
Habría podido abandonar el lugar al instante, y sabía que Gabrielle sólo estaba esperando a que lo
hiciera para seguirme, pero no me marché. Me detuve y volví la vista hacia Nicolás, que seguía aún
aplastado contra la pared como si no pudiera moverse. Me estaba mirando, y su expresión de odio
seguía siendo tan pura, tan poco moderada por el recuerdo de nuestro viejo amor, como lo había sido
desde que el violín le hiciera revivir.
No obstante, yo deseaba comprender, conocer realmente qué había sucedido. De nuevo, me acerqué
a él en silencio y, esta vez, fui yo quien ofreció un aspecto amenazador, con mis manos como zarpas.
Pude captar el miedo en Nicolás. Todos, salvo Eleni, estaban llenos de temor.
Cuando estuve muy cerca de Nicolás, me detuve y le miré directamente a los ojos; fue como si él
comprendiera perfectamente lo que le estaba preguntando.
—No lo has entendido nunca, amor mío —murmuró con voz cáustica. Volvía a sudar gotitas
sanguinolentas y le brillaban mucho los ojos, como si los tuviera acuosos—. Si allá en el pueblo tocaba el
violín, era para herir a los demás, para irritarles, para procurarme una isla donde los demás no pudieran
mandar. Quería que fueran testigos de mi ruina, incapaces de hacer nada por evitarla.
No respondí. Deseaba que siguiera hablando.
—Y cuando decidimos venir a París, creí que íbamos a pasar hambre, que caeríamos cada vez más
bajo. Esto era lo que yo buscaba, mientras que ellos deseaban que yo, el hijo más dotado, contribuyera a
enaltecerlos. ¡Y yo que pensaba que nos hundiríamos! Se suponía que debíamos caer cada vez más
bajo.
—¡Oh, Nicolás...! —exclamé en un susurro.
—Pero tú no te hundiste, Lestat —continuó, enarcando las cejas—. El hambre, el frío..., nada
consiguió detenerte. ¡Eras un triunfo! —La rabia le espesó la voz una vez más—. No terminaste
alcoholizado en el arroyo, sino que lo volviste todo al revés. Y en cada aspecto de nuestra presunta
condenación, tú encontraste una nueva alegría. La pasión y el entusiasmo que irradiabas no tenían fin...
Y la luz, siempre esa luz... Y, en la misma medida exacta en que surgía de ti esa luz, aumentaba en mí la
oscuridad. ¡Cada muestra de alegría me desgarraba y creaba su calco exacto de tinieblas y
desesperación! Y entonces vino la magia; cuando poseíste la magia, ironía de ironías, ¡decidiste
protegerme de ella! ¡Y no se te ocurrió otra cosa que utilizar tus poderes satánicos para fingir un
comportamiento de caballero mortal!
Di media vuelta y vi a las criaturas dispersándose en las sombras y, más allá, la figura de Gabrielle. Vi
la luz de su mano cuando la alzó para llamarme a su lado con un gesto.
Nicolás extendió los brazos y me tocó los hombros. Pude notar el odio que me transmitía con el
contacto. Ser tocado por aquel odio me resultó repugnante.
—¡Como un descuidado rayo de sol, desperdigaste a los vampiros de la vieja asamblea! —añadió en
un susurro—. ¿Con qué propósito? ¿Qué significa este monstruo asesino lleno de luz?
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Me di la vuelta, le solté un bofetón y le mandé rodando al otro extremo del camerino. Su mano
derecha rompió el espejo mientras la cabeza golpeaba el tabique del fondo.
Por un instante, quedó entre el amasijo de viejas ropas como un juguete roto; después, sus ojos
recuperaron el brillo de la determinación, y sus facciones se relajaron en una leve sonrisa. Se enderezó y,
lentamente, como haría un indignado mortal, se arregló la ropa y se atusó el cabello desgreñado.
Sus gestos fueron parecidos a los míos bajo les Innocents, cuando mis captores me arrojaron al suelo.
Luego, Nicolás avanzó hacia mí con similar dignidad, y su sonrisa era la más espantosa que había visto
nunca.
—Te desprecio —declaró—. Pero he terminado contigo. Tengo el poder que tú mismo me has dado y
sé utilizarlo, al contrario que tú. ¡Por fin estoy en un reino donde yo escojo el triunfo! Ahora, en las
tinieblas, somos iguales. Y me vas a dar el teatro, porque me lo debes y porque te gusta dar cosas,
¿verdad?, te gusta dar monedas de oro a los niños hambrientos... Y cuando lo tenga, nunca más volveré
a dirigir una mirada a tu luz.
Pasó a mi lado, y luego abrió los brazos hacia las otras criaturas:
—Venid, hermosos míos, tenemos obras que escribir y negocios que atender. Tenéis que aprender
muchas cosas de mí. Yo sé cómo son de verdad los mortales. Tenemos que ponernos a trabajar en el
perfeccionamiento de nuestro oscuro y espléndido arte. Formaremos una asamblea que rivalice con
todas las demás. Haremos lo que nadie ha hecho hasta hoy.
El cuarteto me miró, asustado y titubeante, y, en aquel instante de tensión y silencio, me oí a mí
mismo tomando aire profundamente. La visión se me amplió. Volví a ver las bambalinas a nuestro
alrededor, las altas vigas, las cortinas de los decorados cortando la oscuridad y, más allá, el pequeño
resplandor al pie del escenario cubierto de polvo. Vi el local envuelto en sombras, y comprendí, en un
único e ilimitado segundo, todo lo que había sucedido allí. Y vi cómo una pesadilla daba a luz otra
pesadilla, y vi cómo una historia llegaba a su final.
—El Teatro de los Vampiros —susurré—. Hemos obrado el Rito Oscuro sobre este lugar.
Ninguna de las criaturas se atrevió a responder. Nicolás apenas mostró una sonrisa.
Y, al tiempo que daba media vuelta para abandonar el teatro, alcé las manos en un gesto de invitación
al cuarteto para que se acercaran a él. Fue mi despedida.
No estábamos lejos de las luces del bulevar cuando me detuve en seco. Mil horrores acudieron a mí
sin palabras: que Armand se presentaba para destruirle, que sus nuevos hermanos y hermanas se
cansaban de su frenesí y lo abandonaban, que la mañana lo sorprendía dando tumbos por las calles,
incapaz de encontrar un lugar donde ocultarse del sol. Levanté los ojos al cielo. No era capaz de hablar o
de respirar siquiera.
Gabrielle me pasó los brazos alrededor de la cintura y me apreté contra ella, hundiendo el rostro en
sus cabellos. Su piel, su cara, sus labios, eran como frío terciopelo, y su amor me envolvió con una
monstruosa pureza que no tenía nada que ver con los corazones humanos, con la carne humana.
La levanté del suelo sin dejar de abrazarla y, en la oscuridad, fuimos dos amantes tallados en la
misma piedra, que no guardaban recuerdo de una vida anterior separados.
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—Nicolás ha tomado una decisión, hijo mío —comentó—. Lo hecho, hecho está, y ahora estás libre de
responsabilidades para con él.
—¿Cómo puedes decir eso, madre? —repliqué en un susurro—. El no sabía... Aún no sabe que...
—Déjale, Lestat —insistió ella—. Ya se ocuparán de él.
—Pero ahora tengo que encontrar a ese diablo de Armand, ¿no es eso? —añadí, abatido—. Tengo
que lograr que les deje en paz.
La noche siguiente, cuando volví a París, supe que Nicolás ya había visitado a Roget.
Se había presentado una hora antes golpeando la puerta como un poseso, y, gritando desde las
sombras, había exigido el título de propiedad del teatro y una cantidad de dinero que, según él, le había
prometido. Había amenazado a Roget y a su familia y también le había dicho al abogado que escribiera a
Renaud y su compañía, instalados en Londres, diciéndoles que volvieran, que había un nuevo teatro
aguardándoles y que les esperaba enseguida. Ante la negativa de Roget, exigió la dirección de los
artistas en Londres y empezó a registrar el escritorio de Roget.
Al enterarme de esto, monté en silenciosa cólera. Así que aquel demonio inexperto, aquel monstruo
temerario y furioso, quería convertirles a todos en vampiros, ¿no era eso?
No toleraría que hiciera tal cosa.
Dije a Roget que enviara un correo a Londres con la advertencia de que Nicolás de Lenfent había
perdido la razón. La compañía no debía regresar.
Después volví al boulevard du Temple y le encontré ensayando, más excitado y loco de lo que le
había visto nunca. Volvía a lucir las ropas elegantes y las viejas alhajas de la época en que aún era el hijo
predilecto de su padre, pero llevaba el lazo torcido, las medias arrugadas y el cabello más desgreñado y
desaseado que un prisionero de la Bastilla que llevara veinte años sin mirarse a un espejo.
Delante de Eleni y los demás, le advertí que no conseguiría nada de mí a menos que me prometiera
que la nueva asamblea de vampiros, el nuevo aquelarre, no mataría o seduciría jamás a ningún actor o
actriz parisinos, que Renaud y su compañía no serían llevados nunca al Teatro de los Vampiros, ni
entonces ni en los años futuros, y que Roget, quien se encargaría de las finanzas del teatro, no debía
recibir nunca el menor daño.
Nicolás se rió de mí, ridiculizándome como hiciera la noche anterior, pero Eleni le hizo callar. La mujer
estaba horrorizada al enterarse de sus impulsivos proyectos. Fue ella quien primero formuló la promesa y
quien la arrancó a los demás. También fue ella quien intimidó a Nicolás y le dejó confuso con su
atropellado lenguaje antiguo y quien le obligó a aceptar.
Y fue a Eleni a quien concedí finalmente el control del Teatro de los Vampiros, junto con los ingresos,
revisados por Roget, que le permitieran hacer lo que quisiera con el local.
Esa noche, antes de dejar su compañía, pedí a la mujer que me contara lo que supiera de Armand.
Gabrielle estaba con nosotros. Nos hallábamos de nuevo en el callejón, cerca de la puerta de artistas.
—Armand observa —respondió Eleni—. A veces deja que le vean.
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Su rostro me resultó muy confuso, pesaroso. A continuación, la mujer añadió con voz temerosa:
—Pero sólo Dios sabe qué hará cuando descubra lo que está sucediendo aquí de verdad.
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