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sábado, 23 de noviembre de 2013

Anne Rice - Entrevista Con El Vampiro - Tercera parte

Anne Rice 



Tercera parte






Creo reinició su relato el vampiro que el mismo nombre de París me trajo un soplo de placer que fue extraordinario, un alivio tan próximo al bienestar que me sorprendí no sólo de poder sentirlo sino de haberme olvidado casi de esa sensación.
»Me pregunto si puedes comprender lo que significó. Mis palabras no lo pueden expresar ahora porque lo que París implica para mí es muy diferente de entonces, de aquellos días, de aquella época; pero aun ahora, cuando lo recuerdo, siento algo parecido a la felicidad. Y ahora tengo más razones que nunca para decir que la felicidad no es lo que jamás llegaré a conocer ni lo que mereceré conocer. No obstante, el nombre de París me hace sentirla.
»A menudo la belleza mortal me duele y la grandeza mortal me puede llenar con esa añoranza que sentí con tanta desesperación en el Mediterráneo. Pero París me acercó a su corazón, y me olvidé por completo de mí mismo. Me olvidé de esa cosa condenada y sobrenatural que andaba con una piel mortal y unas vestimentas mortales. París me abrumó y me iluminó y me recompensó con más riquezas que cualquier promesa.
»Era la madre de Nueva Orleans: comprende eso primero; le había dado su vida a Nueva Orleans, y era lo que Nueva Orleans había tratado de ser durante mucho tiempo. Pero Nueva Orleans, aunque hermosa y desesperadamente viva, era también desesperadamente frágil. Había algo salvaje y primitivo para siempre, algo que amenazaba su vida exótica y refinada tanto desde adentro como desde afuera. Ni un centímetro de esas calles de madera, ni un ladrillo de esas atestadas casas españolas habían sido traídos de la fiera intemperie que rodeaba eternamente a la ciudad, lista para tragársela. Los huracanes, las inundaciones, las fiebres, la plaga y los pantanos de Luisiana trabajaban, incesantes, en cada tabla martilleada, en cada fachada de piedra, de modo que Nueva Orleans siempre parecía como un sueño en la imaginación de su populacho ansioso, un sueño mantenido intacto por una voluntad colectiva y tenaz, aunque inconsciente.
»Pero París, París era en sí misma una totalidad, pulida y modelada por la Historia; así parecía en aquella época de NapoleóIII, con los edificios con sus torres, sus imponentes catedrales, sus grandes avenidas y sus antiguas callejuelas medievales: tan vasta e indestructible como la misma naturaleza. Ella todo lo abarcaba. Su población volátil y encantada llenaba las galerías, los teatros, los cafés, dando vida, una y otra vez, al genio y la santidad, la filosofía y la guerra, la frivolidad y el arte más bello; de modo que parecía que todo el mundo fuera de ella estuviera a punto de hundirse en la oscuridad y todo lo que era hermoso y esencial podía llegar allí a dar su mejor fruto. Incluso los árboles majestuosos que agraciaban y protegían sus calles estaban a tono con ella. Y las aguas del Sena, contenidas y hermosas mientras pasaban por su corazón. Y la tierra en ese lugar, tan formada por la sangre y la conciencia, parecía haber dejado de ser la tierra y haberse convertido en París.
»Nuevamente estábamos con vida. Estábamos enamorados, y tan eufórico estaba yo después de esas noches sin esperanza vagabundeando por el este de Europa, que me entregué por completo cuando Claudia nos instaló en el Hotel Saint-Gabriel, en el boulevard des Capucines. Se decía que era uno de los hoteles más grandes de Europa; sus habitaciones inmensas empequeñecían el recuerdo de nuestra vieja casona, pero, al mismo tiempo, lo invocaban con un agradable esplendor, íbamos a tener una de las mejores suites. Nuestras ventanas daban al boulevard iluminado con lámparas de gas, y allí, a primera hora del atardecer, las aceras se llenaban de paseantes y una hilera interminable de carruajes pasaban llevando a damas lujosamente ataviadas, junto a sus caballeros, camino de la Opera o la Opera Comique, los teatros, las fiestas y las recepciones infinitas de las Tullerías.
»Claudia dio sus razones para ese gasto de un modo amable y lógico, pero pude darme cuenta de que se impacientaba teniendo que pedir todo por mi intermedio; le era irritante. Dijo que el hotel nos permitiría una libertad completa; nuestros hábitos nocturnos pasarían inadvertidos con la continua afluencia de turistas europeos; nuestras habitaciones serían mantenidas inmaculadas por un equipo anónimo, mientras que el elevadísimo precio que pagábamos nos garantizaría la intimidad y la seguridad. Pero había algo más en sus palabras. Había un propósito frenético en sus compras.
»—Éste es mi mundo me explicó, sentada en una sillita de terciopelo delante del gran balcón y contemplando la larga fila de carruajes que se detenían a la puerta del hotel. Debo tenerlo según mis deseos dijo, como hablando consigo misma.
»Y entonces arreglamos las habitaciones como a ella le gustaba, con un llamativo empapelado rosa y dorado en las paredes, y abundancia de damasco y de muebles aterciopelados, cojines bordados y colgaduras de seda para la cama con dosel. Todos los días aparecían docenas de rosas en los estantes de mármol de la chimenea y en las mesas que llenaban la alcoba acortinada de su cuarto, reflejándose de forma interminable en los espejos. Y, por último, llenó las altas ventanas con un verdadero jardín de camelias y helechos.
»—Extraño las flores; es lo que más extrañmurmuró. Y las buscó incluso en las pinturas que comprábamos en las tiendas y galerías, una telas magníficas como yo jamás había visto en Nueva Orleans: desde los clásicos ramos que parecían tener vida, y que te tentaban a tocar sus pétalos, que caían sobre un mantel tridimensional, hasta un estilo nuevo y perturbador en el cual los colores parecían irradiar tal intensidad que destruían las líneas antiguas, la vieja solidez, para lograr una visión como cuando estoy en el estado más próximo al delirio y las flores crecen ante mis ojos y se deshacen como las llamas de una lámpara. París inundaba aquellas habitaciones.
»Allí me encontré en mi propia casa, una vez más abandonándome a sueños de una simplicidad etérea, porque el aire era dulce como el aire de nuestro patio en la rué Royale; y todo estaba vivo con una sorprendente profusión de luz de gas que llegaba incluso a los altos techos ornamentados y les sacaba todas las sombras. La luz corría por los adornos dorados, chispeaba en los candelabros. La oscuridad no existía. Los vampiros no existían.
» Aunque estaba empeñado en mi búsqueda, era agradable pensar que, durante una hora, padre e hija subían al cabriolé y dejaban ese lujo civilizado, únicamente para pasear por las riberas del Sena, pasar el puente del Barrio Latino y vagabundear por esas calles más angostas, más oscuras, a la búsqueda de la Historia y no de víctimas. Luego retornábamos al reloj palpitante y a los morillos de latón y a las cartas de azar sobre la mesa. Libros de poetas, el programa de una obra de teatro y, alrededor de todo, el zumbido suave del gran hotel, los distantes violines, una mujer que hablaba con una voz rápida y animada por encima del sonido de un cepillo de pelo; y un hombre, allá arriba, en el piso más alto, repetía una y otra vez al aire nocturno:
»—Comprendo, estoy empezando a comprender, estoy empezando a comprender...
»—¿Te gusta de este modo? preguntó Claudia, quizá para hacerme saber que no se había olvidado de mí porque ahora pasase las horas en silencio; no se hablaba más de vampiros.
»Pero algo estaba mal. No se trataba de la antigua serenidad, el ánimo pensativo que es el recogimiento. Era una meditación intranquila, una insatisfacción latente. Y aunque desaparecía de sus ojos cuando yo la llamaba o le contestaba, la furia parecía acumularse muy cerca de la superficie.
»—Oh, tú sabes cómo me gustaríle contesté, persistiendo en el mito de mi propia voluntad alguna buhardilla cerca de la Sorbona, lo bastante cerca del alboroto de la rué St. Michel, lo suficientemente distante. Pero fundamentalmente me gusta esto, que te gusta a ti.
»Pude ver que se crispaba mirando por encima de mí, como diciendo: "No tienes remedio; no te me acerques demasiado; no me preguntes lo que yo te pregunto: ¿estás contento?".
»Mis recuerdos son demasiado claros, demasiado agudos; las cosas debieran gastarse en los bordes y lo irresoluto debería suavizarse. De ese modo, hay escenas tan cerca de mi corazón como fotos en un marco; sin embargo, son retratos monstruosos que ningún artista ni ninguna cámara jamás lograrán; y, una y otra vez, veo a Claudia al borde del piano, la última noche en que Lestat tocaba, preparándose a morir; y la cara de Claudia cuando él la provocaba, esa contorsión que de inmediato se convertía en una máscara; la atención le podría haber salvado la vida a Lestat si, de hecho, estaba muerto de verdad.
»Algo se acumulaba en Claudia, algo que se revelaba lentamente al testigo menos predispuesto del mundo. Tenía una nueva pasión por los anillos y brazaletes, nada propia de una niña. Su espalda pequeña y derecha no era la de una niña y, a menudo, ella entraba delante de mí en pequeñas boutiques y señalaba con un dedo imperioso un perfume o unos guantes, y los pagaba ella misma. Nunca me alejaba mucho y siempre me sentía incómodo, no porque temiera algo en esa inmensa ciudad, sino porque le tenía miedo a ella. Siempre había sido la "niña perdida" para sus víctimas, la "huérfana", y ahora parecía algo diferente, algo corrompido y sorprendente a los transeúntes que sucumbían ante ella. Pero esto frecuentemente era privado; yo me quedaba una hora rastreando alrededor de la esculpida mole de Notre-Dame o sentado en el carruaje junto al parque.
»entonces, una noche, cuando me desperté en la cama lujosa del hotel, sobre un libro aplastado incómodamente debajo de mí, descubrí que se había ido. No me animé a preguntar a los criados si la habían visto. Nuestra costumbre era no prestarles atención; no teníamos nombre para ellos. La busqué por los corredores, por las calles adyacentes, incluso en el salón de fiestas, donde me dio un miedo inexplicable cuando pensé que estaba allí sola. Pero, por último, la vi llegar al recibidor, con su cabello brillando bajo su bonete debido a la lluvia, una niña que aparecía corriendo como después de una picara escapada, encendiendo los rostros de los hombres y mujeres mientras subía por la gran escalera y me pasaba como si no me hubiera visto. Una imposibilidad, una extraña y graciosa pose.
»Cerré la puerta cuando se quitaba la capa con un revoloteo de gotas doradas, y se sacudía el pelo. Las cintas de su bonete cayeron a los costados y sentí gran alivio al ver el vestido infantil, aquellas cintas y algo maravillosamente agradable en sus brazos, una pequeña muñeca. Unida quizá con alambres debajo de su vestido flotante, sus pequeños pies sonaron como una campana.
»—Es una señora muñeca me dijo mirándome¿Ves? Una señora muñeca. Y la puso en el armario.
»—Así parece susurré.
»—La hizo una mujer dijo ella. Hace muñecas infantiles, todas iguales; tiene una tienda de muñecas y yo le dije que quería una muñeca adulta.
»Sus palabras eran provocadoras, misteriosas. Tomó asiento con los rizos empapados mojándole la frente mientras hablaba de esa muñeca.
»—¿Sabes por qué la hizo para míme preguntó.
»Deseé que la habitación estuviera en sombras para poder retirarme de aquel círculo cálido de juego superfluo, hacia la oscuridad; deseé no estar sentado en la cama como en un escenario iluminado, mirándola delante de mí y en los espejos, con sus mangas anchas.
»—Porque eres una niña hermosa y ella quiso hacerte feliz
dije con una voz extraña hasta para mí mismo.
»Se rió en silencio.
»—Una niña hermosa dijo mirándome¿Todavía piensas que lo soy? preguntó; y se le volvió a oscurecer el rostro y volvió a juguetear con la muñeca; sus dedos empujaron el pequeño borde del vestido hasta los pechos de porcelana. Sí, me parezco a sus muñecas; yo soy su muñeca. La deberías ver en esa tienda, agachada sobre sus muñecas, cada una con la misma cara, los mismos labios.
»Se tocó los labios. Algo pareció moverse de repente, algo dentro de las mismas paredes de la habitación y los espejos temblaron con su imagen como si la tierra hubiera suspirado debajo de sus cimientos. Los carruajes temblaron en las calles, pero estaban demasiado distantes. Y entonces vi lo que estaba haciendo su figura aún infantil: en una mano tenía a la muñeca; la otra, en sus labios. Y la mano que tenía la muñeca la estaba aplastando, aplastando y rompiendo, hasta que quedó hecha un montón de porcelana que cayó de su mano abierta y sangrante sobre la alfombra. Movió el diminuto vestido y produjo una lluvia de partículas rotas y yo desvié la mirada y luego la vi en el espejo inclinado frente al fuego, con sus ojos estudiándome de arriba abajo. Se movió por ese espejo en mi dirección y yo me encogí en la cama.
»—¿Por qué desvías la mirada? ¿Por qué no me miras?
me preguntó con la voz cristalina como una campana. Pero
entonces lanzó una débil carcajada y dijo¿Pensaste que sería tu hija para siempre? ¿Eres tú el padre de los tontos, el tonto de los padres?
»—Tu tono es cruel conmigo dije.
»—Hmmm... Cruel comentó. Creo que sacudió la cabeza. Era una llamarada a un costado de mi mirada; llamas azules, llamas doradas.
»—¿Y qué piensan ellos de ti allí fuera? pregunté con la mayor amabilidad posible.
»Y señalé la ventana abierta.
»—Muchas cosas se sonrió—. Muchas cosas. Los hombres son maravillosos con las explicaciones. ¿Has visto a "los pequeños" en los parques, en los circos; los monstruos a quienes los hombres pagan para reírse de ellos?
»—¡Yo sólo fui un aprendiz de brujo! exclamé de improviso¡Un aprendiz! dije. Quise tocarla, acariciarle el pelo, pero me quedé sentado, temeroso de ella, y su furia fue como una cerilla a punto de encenderse.
»Volvió a sonreír y me tomó una mano, se la puso en la falda y la cubrió como pudo con las suyas.
»—Un aprendiz, sí dijo riéndose. Pero dime una cosa, una sola cosa desde tu elevada posición. ¿Cómo era... hacer el amor?
»Me alejé de ella antes de pensarlo siquiera, y busqué mi capa y mis guantes como un hombre aturdido.
»—¿No te acuerdas? me preguntó con perfecta calma cuando puse la mano en el picaporte.
»Me detuve, sintiendo sus ojos en mi espalda, avergonzado, y me di vuelta e hice como que pensaba: ¿Adonde voy? ¿Qué haré¿Por qué estoy aquí?
»—Fue algo efímero dije, tratando de encontrar su mirada; cuan perfecta, fríamente azules eran esos ojos, y qué decididos. Y... fue muy pocas veces saboreado... Algo agudo que se perdía rápidamente. Pienso que era la sombra pálida del asesinato.
»—Aaah... murmuró ella. Como herir tal como lo hago ahora yo... Esa es también la pálida sombra del asesinato.
»—Sí, madame le dije. Tiendo a creer que es lo correcto.
»Y haciendo una leve reverencia, le di las buenas noches.
Tras una pausa, el vampiro prosiguió:
Largo rato después de haberla dejado, aminoré el paso. Había cruzado el Sena. Quería la oscuridad. Esconderme de ella y de los sentimientos que me agobiaban y del gran miedo consumidor ante la evidencia de que yo era absolutamente inadecuado para hacerla feliz, o para hacerme feliz a mí mismo haciéndola feliz a ella.
»Hubiera dado el mundo para satisfacerla, el mundo que ahora poseíamos, que al mismo tiempo parecía vacío y eterno. No obstante, me sentía ofendido por sus palabras y sus ojos, y ninguna explicacióque me pasaban y pasaban por la cabeza, incluso formándose en mis labios con susurros desesperados cuando dejé la rué St. Michel y entré más y más profundamente en las callejas más oscuras y antiguas del Barrio Latino, ninguna explicación parecía calmarme cuando imaginé su propia insatisfacción o mi propio tormento.
»Por último dejé las palabras, excepto un cántico extraño. Estaba en el silencio negro de una calleja medieval, y ciegamente seguí sus bruscos giros, reconfortado por la altura de sus angostos edificios que parecían capaces de caerse en cualquier momento, cerrando la calleja bajo las estrellas indiferentes.
»Me dije: "No la puedo hacer feliz, no la hago feliz y su infelicidad crece cada día".
»Ese era mi cántico, que repetía como un rosario, un encantamiento para cambiar los hechos; su desilusión inevitable con nuestra búsqueda, que nos dejara en este limbo donde yo sentía que ella se alejaba de mí, empequeñeciéndome con su inmensa necesidad. Incluso concebí unos celos salvajes de la fabricante de muñecas a quien ella había confiado sus ganas de tener esa diminuta mujer de porcelana, porque esa fabricante, en un momento, le había dado algo que ella apretó contra sí en mi presencia como si yo no existiera.
»¿Qué importancia tenía? ¿Adonde nos podía llevar?
»Desde que llegara a París unos meses antes, jamás había sentido de esa manera el tamaño enorme de la ciudad; cómo podía pasar de esa callejuela retorcida y oscura de mi elección a un mundo de deleites; y jamás había sentido tan profundamente su inutilidad. Inútil para Claudia si no lograba atemperar su furia, si ella no podía de algún modo asir los límites de lo que parecía tan furiosa y amargamente consciente. Yo estaba indefenso. Ella estaba indefensa. Pero ella era más fuerte que yo. Y yo sabía, había sabido incluso en el momento en que me alejé de ella en el hotel, que detrás de sus ojos había un amor continuo por mí.
»Y mareado, cansado y ahora perdido, advertí, con los sentidos inextinguibles del vampiro, que alguien me seguía.
»Mi primer pensamiento fue irracional. Ella había salido detrás de mí. Y, más avispada que yo, me había seguido a gran distancia. Pero con tanta seguridad como se me ocurriera eso, se me presentó otra idea, una idea bastante cruel a la luz de todo lo que había pasado entre nosotros. Los pasos eran demasiado pesados para ser de ella. Simplemente se trataba de un mortal que caminaba por el mismo callejón, que caminaba, ignorante, hacia la muerte.
«Entonces proseguí mi camino, casi dispuesto a caer en mi propio dolor, porque me lo merecía, cuando mi mente me dijo: "Eres un tonto; escucha". Y se me ocurrió que esos pasos, haciendo eco a gran distancia allá atrás de mí, sonaban al mismo tiempo que los míos. Una casualidad. Porque si eran mortales, estaban lejos del oído mortal. Pero cuando me detuve para considerar eso, se detuvieron. Y cuando me di vuelta diciendo: "Louis, te engañas a ti mismo", y volví a empezar, ellos también lo hicieron. Paso con paso, hasta cuando aumenté la velocidad. Y entonces ocurrió algo innegable, notable. En garde como estaba con los pasos que me seguían, tropecé en unas piedras y caí sobre la pared. Y, detrás de mí, aquellos pasos hicieron un eco perfecto del súbito ritmo de mi caída.
»Me quedé atónito. Y en un estado de alarma superior al miedo. A mi derecha e izquierda, la calle estaba a oscuras. Ni siquiera una luz mortecina brillaba en la ventana de alguna buhardilla. Y la única seguridad que tenía era la gran distancia que me separaba de esos pasos, y la garantía de que no eran humanos. No supe qué hacer. Sentí el deseo casi irresistible de llamar a ese ser y darle la bienvenida, hacerle saber lo más rápida y completamente posible que lo esperaba, que lo había buscado, que lo enfrentaría. Pero tuve miedo. Lo que me pareció sensato fue seguir caminando, esperar a que se aproximara; y, cuando lo hice, volvió a imitar mis pasos y la distancia siguió siendo la misma. Aumentó mi tensión y la oscuridad a mí alrededor se hizo cada vez más amenazante. Me pregunté una y otra vez, midiendo aquellos pasos: "¿Por qué me sigues? ¿Por qué me haces saber que estás allí?"
»Entonces doblé una esquina y un rayo de luz apareció delante de mí, en la siguiente calle. Ésta subía en cuesta, y avancé muy lentamente; el corazón me aturdía los oídos, renuente a mostrarme en esa luz.
»Y, cuando vacilé de hecho, me detuve, justo antes de la curva siguiente, algo resonó encima como si el techo de la casa se hubiera derrumbado. Salté hacia atrás justo a tiempo de evitar que una carga de piedras cayera sobre mí. Todo quedó en silencio. Miré las piedras escuchando, esperando. Y entonces, lentamente, di la vuelta hacia la luz para ver, debajo de la lámpara de gas, la figura inequívoca de un vampiro.
»Era de una enorme estatura, aunque tan delgado como yo; su rostro largo y blanco brillaba bajo la luz; sus ojos negros y grandes me miraban con lo que me pareció una franca curiosidad. Tenía la pierna izquierda ligeramente doblada, como si se hubiera quedado petrificado en medio de un paso. Y entonces, de repente, me di cuenta de que no sólo tenía el largo pelo negro peinado exactamente como el mío, y que no sólo estaba vestido con un abrigo y una capa idénticos a los míos, sino que imitaba mi mirada y mi expresión facial a la perfección. Tragué saliva y dejé que mi mirada lo recorriera lentamente, mientras trataba de ocultarle el ritmo rápido de mi pulso cuando sus ojos me recorrieron del mismo modo. Y, cuando lo vi parpadear, me percaté de que yo acababa de parpadear, y cuando abrí los brazos y los crucé lentamente sobre mi pecho, él hizo lo mismo. Era una locura, peor que una locura. Porque, cuando apenas moví los labios, él también lo hizo, y encontré muertas las palabras y no pude encontrar otras para decirle que se detuviera. Y, entretanto, seguían fijos allí esa estatura desmesurada, esos negros ojos agudos y esa atención poderosa que, sin duda, era una burla perfecta, pero de cualquier manera clavada en míÉera el vampiro; yo parecía el espejo.
»—Muy hábil le dije, breve y desesperadamente, y, por supuesto, él repitió la palabra con tanta rapidez como yo la había dicho. Y furioso como estaba, más por eso que por cualquier otra cosa, me esforcé por mostrar una lenta sonrisa que desafió el sudor que me había aparecido en cada poro y el temblor violento de mis piernas. El también sonrió, pero sus ojos tenían una ferocidad animal, diferente de la mía, y la sonrisa era siniestra en su pura cualidad mecánica.
»Di un paso adelante y él hizo lo mismo, y, cuando me detuve, él también lo hizo. Pero entonces, lentamente, muy lentamente, levantó el brazo derecho aunque el mío seguía inmóvil y, crispando el puño, se golpeó el pecho imitando el ritmo de mi corazón. Lanzó una carcajada. Echó la cabeza hacia atrás mostrando sus dientes caninos y la risa pareció llenar el callejón. Lo detesté. Por completo.
»—¿Quieres molestarme? pregunté, sólo para escuchar mis propias palabras repetidas¡Payaso! grité—¡Bufón!
»Esas palabras lo detuvieron. Se desvanecieron en sus labios cuando las estaba diciendo, y el rostro se le congestionó.
»Lo que entonces hice fue puro impulso. Le di la espalda y empecé a alejarme, quizá para obligarlo a seguirme y preguntarme quién era. Pero, en un movimiento tan rápido que no me fue posible verlo, volvió a ponerse delante de mí como si se hubiera materializado allí. Le volví a dar la espalda, sólo para volver a enfrentarme con él bajo el farol, y el movimiento de su pelo fue la única indicación de que se había movido.
»—¡Te he estado buscando! ¡He venido a París a buscarte! me obligué a pronunciar esas palabras y vi que sus modales y su cuerpo recuperaban su auténtico ser, y extendió una mano como para pedir la mía, pero, de repente, me empujó hacia atrás haciéndome perder el equilibrio. Pude sentir la camisa empapada y pegada al cuerpo cuando me enderecé con una mano tiznada, porque me había apoyado en la pared húmeda.
»Cuando me di la vuelta para enfrentarme a él, me arrojó al suelo.
»Ojalá pudiera describirte su fortaleza. Si yo te atacara, sabrías lo que es recibir el golpe de un brazo al que ni siquiera ves moverse.
«Pero algo en mi interior me dijo: "Muéstrale tu propio poder", y me puse de pie de un salto y me abalancé contra él con los dos brazos extendidos. Le pegué a la noche, la noche vacía girando debajo de ese farol, y me quedé mirando a mi alrededor, solitario y hecho un perfecto idiota. Esto era una prueba de alguna clase, lo supe entonces, aunque conscientemente fijé mi atención en la calleja oscura, en el vacío de los portales, en cualquier sitio donde pudiera haberse escondido. Yo no tenía la menor gana de pasar esa prueba, pero no vi ninguna escapatoria. Estaba pensando alguna manera de dejar en claro, desdeñosamente, ese punto cuando, de pronto, volvió a aparecer, me agarró, me hizo girar y me arrojó en el empedrado donde antes había caído. Sentí sus botas en mis costillas. Enfurecido, le agarré un pie y apenas pude creerlo cuando sentí la tela y los huesos. Cayó contra la pétrea pared y dejó escapar un rugido de furia irrefrenable.
»Lo que entonces sucedió fue pura confusión. Me aferré a esa pierna, aunque la bota trataba de patearme. Y, en un momento, después de haberme atropellado y haber liberado su pierna, me sentí lanzado al aire por dos manos fortísimas. Bien me puedo imaginar lo que me podría haber pasado. Me habría arrojado a varios metros de distancia, porque tenía fuerza suficiente para ello; y golpeado, severamente castigado, yo podría haber quedado inconsciente. Me perturbó mucho el hecho de que en la pelea no pude saber si podía perder el sentido o no. Pero eso nunca se puso a prueba. Porque, aunque yo estaba confundido, estuve seguro de que alguien se nos había interpuesto, alguien que peleaba con gran fortaleza y que le hizo desprenderse de mí.
»Cuando levanté la mirada, estaba en la calle y vi dos figuras sólo por un instante, como el contorno parpadeante de una imagen después de haber cerrado los ojos. Sólo vi un revoloteo de vestimentas, una bota que golpeó las piedras y la noche quedó vacía. Me senté, jadeante, con la cara empapada de sudor, mirando a mí alrededor y luego arriba, a la angosta cinta del cielo desfallecido. Una sola figura, porque mis ojos se concentraron de forma total en ella, salió de la oscuridad del muro. Agachada en las piedras salientes del dintel, se dio vuelta de modo que vislumbré un débil rayo de luz sobre el pelo y luego el rostro blanco, tieso. Un rostro extraño, más ancho y no tan delgado como el anterior; sólo uno de sus grandes ojos negros era visible, y me miraba fijamente. Un susurro salió de sus labios, aunque en ningún momento parecieron moverse.
»—¿Está usted bien?
»Yo estaba más que bien. De pie, listo para el ataque. Pero la figura siguió agachada, como si fuera parte del muro. Pude ver la mano blanca hurgando en lo que pareció ser un bolsillo de abrigo. Apareció una tarjeta blanca como los dedos que me la ofrecieron. No me moví para aceptarla.
»—Venga a vernos mañana por la noche me dijo con el mismo susurro la cara pulida e inexpresiva que aún mostraba sólo un ojo a la luz. No le haré daño. Tampoco lo hará el otro. No se lo permitiré.
»Y su mano hizo aquello que los vampiros pueden hacer; es decir, dejó su cuerpo en la oscuridad para depositar la tarjeta en mis manos y la escritura púrpura brilló de inmediato a la luz. Y la figura, subiendo por el muro como un gato, desapareció rápidamente entre las buhardillas.
»Entonces supe que me encontraba definitivamente a solas; pude sentirlo. Los latidos de mi corazón parecieron llenar la calleja desierta cuando me puse, bajo el farol, a leer la tarjeta. Conocía la dirección, porque había ido a los teatros de esa calle. Pero el nombre era sorprendente: "Théàtre des Vampires", y la hora de la cita era a las nueve de la noche.
»Di la vuelta a la tarjeta y allí descubrí que habían escrito una nota: "Traiga a su pequeña belleza consigo. Serán bienvenidos. Armand".
»No había dudas de que la figura que me la había entregado era quien había escrito el mensaje. Tenía muy poco tiempo para regresar al hotel y contarle a Claudia lo que había sucedido. Corrí a toda velocidad y la gente que pasé en las avenidas no vio la sombra que pasaba rozándoles.
»Al Théàtre des Vampires sólo se asistía por invitación, y a la noche siguiente el portero examinó la mía un momento mientras la lluvia caía suavemente a nuestro alrededor: sobre el hombre y la mujer delante de la taquilla cerrada; sobre los carteles arrugados de vampiros baratos con los brazos extendidos y las capas parecidas a alas de murciélagos, listos para caer sobre los hombros desnudos de una víctima mortal; sobre las parejas que nos pasaban en el recibidor, donde con toda facilidad pude percibir que el público era enteramente humano; no había vampiros en su seno, ni siquiera el muchacho que nos admitió por último en la muchedumbre llena de conversaciones y lana húmeda y dedos enguantados de damas que tocaban sus sombreros y sus rizos mojados. Me fui a las sombras con una excitación frenética. Nos habíamos alimentado más pronto para que en la calle concurrida del teatro nuestra piel no resultara tan blanca ni nuestros ojos demasiado brillantes. Y el sabor de la sangre que no había saboreado me había dejado intranquilo; pero no tenía tiempo para preocuparme de ello. Esta no era una noche para matar. Ésta sería una noche de revelaciones, no importa cómo terminara. Estaba seguro de ello.
»Y allí estábamos con todo ese gentío de mortales; las puertas del auditorio se abrieron y un joven se nos acercó y señaló las escaleras por encima de los hombros de la gente. Teníamos un palco, uno de los mejores, y si la sangre no había oscurecido por completo mi piel ni había convertido a Claudia en una niña humana, este ujier no pareció percatarse de ello o no le importó. De hecho, sonrió con mucha amabilidad cuando abrió las cortinas que daban a las dos sillas delante de la barandilla de metal.
»—¿Crees que tienen esclavos humanos? me preguntó Claudia.
»—Lestat nunca confió en los esclavos humanos le contesté. Observé que se llenaban los asientos; contemplé los sombreros maravillosamente floreados que navegaban ahí debajo, por las filas de butacas de seda. Los hombros blancos brillaban en la amplia curva de los palcos, alejándose de nosotros; los diamantes centelleaban a la luz de las lámparas.
»—Recuerda: sé astuto esta vez me susurró Claudia con su rubia cabeza gacha. Eres demasiado caballeroso.
»Se apagaban las luces, primero en los palcos y luego a lo largo de las paredes de la planta baja. Un grupo de músicos se habían colocado ya frente al escenario. Y al pie del largo telón de terciopelo, el gas parpadeó, luego ganó intensidad y la audiencia retrocedió como envuelta por una nube gris en la cual sólo brillaban los diamantes sobre las muñecas, los cuellos y los dedos. Y un murmullo descendió como una nube gris hasta que todo el sonido se concentró en una única tos persistente. Luego, el silencio. Y el ritmo lento de una pandereta. A la vez, se oyó la aguda melodía de una flauta de madera que parecía seleccionar el agudo toque metálico de la pandereta y que la conjugaba en una melodía fantasmagórica y medieval. Entonces, el sonido de las cuerdas subrayó a la pandereta. Y la flauta subió y, en esa melodía, expresó algo melancólico, triste. Esa música tenía encanto, y toda la audiencia pareció acallada y en comunión, como si la música de esa flauta fuera una cinta luminosa que se desenrollaba en la oscuridad. Ni siquiera cuando se levantó el telón se rompió el silencio. Las luces se encendieron y el escenario no pareció un escenario sino un lugar en un denso bosque; la luz relumbraba sobre los troncos naturales de los árboles y en la espesura de las hojas, debajo del arco de oscuridad que reinaba más arriba, y a través de los árboles se podía ver lo que parecía una ribera baja y de piedra y, más allá, las aguas luminosas del río. Ese mundo tridimensional estaba creado por una pintura en una fina pantalla de seda que se movía suavemente debido a una débil ráfaga de aire.
»Unos aplausos recibieron a la ilusión, reuniendo adherentes de todas partes del auditorio hasta que consumó su breve crescendo y desapareció. Una figura oscura y arropada avanzaba por el escenario de árbol en árbol, tan rápidamente que, cuando salió a las luces dio la sensación de aparecer mágicamente en el centro; un brazo salió relampagueante de su capa para mostrar una guadaña de plata y el otro una máscara en la punta de un fino palo sobre el rostro invisible, una máscara que mostraba el rostro deslumbrante de la Muerte, una calavera pintada.
»Hubo murmullos entre el público. Era la Muerte de pie ante la audiencia, con la guadaña en alto; la Muerte al borde de un bosque tenebroso. Y algo en mí reaccionó de igual manera que en la audiencia, no con miedo sino de una manera humana, ante la magia de ese frágil decorado pintado, ante el misterio del mundo allí iluminado, el mundo en el que se movía aquella figura con su ondulante capa negra, con la gracia de una gran pantera, provocando esos murmullos, esos gemidos, esos susurros reverentes.
»Y entonces, detrás de esa figura cuyos mismos gestos parecían poseer un poder cautivante como el ritmo de la música con que se movía, aparecieron otras figuras por los costados. Primero, una anciana, muy encorvada y gacha, con su pelo gris como el musgo, sus brazos colgando con el peso de una gran canasta llena de flores. Sus pasos lentos se arrastraban por el suelo y su cabeza se sacudía con el ritmo de la música y los pasos saltarines del Maldito Segador. Y entonces retrocedió cuando lo vio y, lentamente, depositó su canasta y puso las manos juntas como si estuviera en oración. Parecía muy cansada. Poco a poco, fue dejando caer la cabeza hasta apoyarla sobre las manos, como si durmiera y las extendió hacia él, en súplica. Pero cuando él se le acercó y se agachó para mirarla directamente a la cara, que estaba ensombrecida debajo de sus cabellos, dio un paso atrás y movió las manos como para refrescar el aire. De forma vacilante, se produjeron algunas risas tímidas entre la concurrencia. Pero cuando la anciana se levantó y salió atrás de la Muerte, las risas resonaron abiertamente.
»La música aceleró su ritmo mientras la anciana perseguía a la Muerte por todo el escenario hasta que, al final, se apoyó en la oscuridad de un viejo tronco metiendo su máscara bajo un brazo como un pájaro. Y la anciana, perdida, derrotada, recogió su canasta mientras la música se ajustaba a sus pasos lentos. Y ella se fue del escenario.
»No me gustó. Ni me gustaron las risas. Pude ver que entraban otras figuras en el escenario, que la música orquestaba sus gesticulaciones y que un montón de mendigos y mutilados, con muletas y vestidos con trapos grises, se acercaban a la Muerte, quien giró y escapó de uno con un súbito arqueamiento de la espalda, del otro con un gesto femenino de disgusto, de todos ellos finalmente con una cansada muestra de aburrimiento y apatía.
»Fue entonces cuando me di cuenta de que la mano blanca y lánguida que hacía esos gestos cómicos no estaba pintada. Era una mano de vampiro la que hacía reír al público. Una mano de vampiro fue la que levantó entonces la calavera sonriente, cuando el escenario quedó vacío. Y entonces ese vampiro, todavía con la máscara tapándole el rostro, adoptó de forma maravillosa la posición de descansar su peso contra un árbol pintado en la seda, como si se estuviera durmiendo plácidamente. La música lo acompañó como el canto de los pájaros, lo arrulló como el paso del agua; y el foco, que lo centraba en un círculo amarillo, se hizo más pálido y casi se desvaneció mientras él dormía.
»Otro rayo de luz traspasó el telón de fondo y pareció fundirlo para revelar a una joven de pie y solitaria al fondo del escenario. Era majestuosamente alta y estaba coronada por una voluminosa masa de cabellos dorados. Pude sentir el temor de la audiencia cuando pareció flotar en la luz y el bosque lúgubre creció y ella pareció perdida entre los árboles. Estaba perdida, y no era una vampira. Las manchas de su camisa y de su falda sucia no eran de pintura de decorado, nada había tocado su cara perfecta, que ahora miraba a la luz, tan hermosa y finamente cincelada como la cara de una virgen de mármol. Su pelo era un velo aureolado. No podía ver en la luz, aunque todos la podíamos ver a ella. Y el gemido que dejaron escapar sus labios pareció emitir un eco por encima del cántico agudo y romántico de la flauta, que era un tributo a su belleza. La figura de la Muerte se despertó de pronto en su pálido rayo de luz y se dio vuelta para contemplarla tal como la había visto el público. Y estiró su mano libre con reverencia.
»El sonido de la risa desapareció antes de llegar a consumarse. Ella era demasiado hermosa, sus ojos estaban demasiado compungidos. La actuación era perfecta. Y, súbitamente, la máscara fue arrojada a un costado y la Muerte mostró al público su rostro de un blanco brillante; sus manos rápidas se retocaron el pelo negro, enderezaron su abrigo, se limpió unas pelusas imaginarias en las solapas. La Muerte enamorada. Y el público aplaudió las facciones luminosas, las mejillas relumbrantes, los agudos ojos negros, como si todo fuera una magistral ilusión, cuando, en realidad, se trataba simplemente, y sin duda alguna, del rostro de un vampiro, el mismo vampiro que me había atacado en el Barrio Latino, ese vampiro de sonrisa maligna, brutalmente iluminado por el foco amarillo.
»Mi mano buscó las de Claudia en la oscuridad y se las presioné suavemente. Pero ella se quedó inmóvil, fascinada. El bosque del escenario, a través del cual esa indefensa muchacha miraba ciegamente hacia donde oía las risas, se dividía en dos mitades fantasmagóricas, alejándose del centro, dejando espacio libre al vampiro para que se pudiera acercar a ella.
»Y ella, que había avanzado hacia los focos, lo vio de improviso y se detuvo en seco, gimiendo como una niña. Por cierto, era muy parecida a una niña, aunque claramente ya era una mujer. Únicamente una mínima arruga bajo los ojos denunciaba su verdadera edad. Sus pechos, aunque pequeños, tenían una bella forma bajo la blusa; y sus caderas, delgadas, daban a su falda sucia y arrugada una angularidad sensual y pronunciada. Mientras quería alejarse del vampiro, vi que tenía lágrimas en los ojos a la luz de los focos. Y sentí miedo por ella. Su belleza era sobrecogedora.
»Detrás de ella, de pronto surgieron de la oscuridad unos cráneos pintados; y las figuras que llevaban las máscaras, invisibles en sus trajes negros, sólo mostraban las blancas manos agarradas al borde de una capa, a los pliegues de una falda. Allí había vampiras y avanzaron junto a sus compañeros sobre la víctima. Y entonces, todos ellos, uno por uno, se quitaron las máscaras, que cayeron en una pila, donde las calaveras siguieron sonriendo a la oscuridad del techo. Y allí se quedaron, siete vampiros; ellas eran tres, y sus pechos asomaban, de un blanco brillante, sobre el traje ajustado y negro; sus rostros eran duros y luminosos, y miraban con ojos negros debajo de rizos de pelo negro. Sorprendentemente hermosas, parecieron flotar alrededor de la rosada figura humana; eran pálidas y frías comparadas con aquel reluciente cabello rubio, y aquella piel como los pétalos. Pude oír la respiración del público, los suspiros entrecortados, suaves.
»Era un espectáculo ese círculo de rostros blancos acercándose cada vez más a la bella; y la figura principal, esa Muerte, dirigiéndose entonces a la audiencia con las manos cruzadas sobre el pecho, la cabeza inclinada solicitando su simpatía: ¿Acaso ella no era irresistible? Hubo un murmullo de risas cortadas de suspiros.
»Pero la joven fue quien rompió el mágico silencio:
»—No quiero morir... murmuró. Su voz fue como una campana.
»—Nosotros somos la muerte respondió él.
»Y a su alrededor resonó una palabra:
»—Muerte.
»Ella se dio vuelta y su pelo se convirtió en una verdadera lluvia de oro, algo lujurioso y vivo sobre el polvo de sus pobres vestimentas.
»—¡Ayudadme! imploró, pero suavemente, como si temiera levantar la voz. Alguien... dijo a la multitud, pues debía saber que estaba allí.
»Claudia lanzó una leve carcajada. La chica en el escenario apenas comprendía dónde se hallaba, o lo que le estaba sucediendo, pero sabía infinitamente más que la gente que la miraba asombrada desde la platea.
»—¡No quiero morir! ¡No quiero morir!
»Se le entrecortó la voz y fijó los ojos en el jefe alto y malévolo, el vampiro, ese demonio juguetón que ahora salió del círculo de los demás para acercarse a ella.
»—Todos morimos le dijo él. Lo único que compartes con todos los demás mortales es la muerte. Su mano señaló los rostros distantes de la platea, de los palcos, de las gradas.
»—No protestó ella, incrédula. Me quedan tantos años, tantos años... Su voz enmudeció en su dolor. Eso la hizo irresistible, al igual que el movimiento de su garganta desnuda y las manos que temblaban en el aire.
»—¡Años! dijo el vampiro principal¿Cómo sabes que tienes tantos años? ¡La muerte no respeta las edades! Ahora
puede haber una enfermedad en tu cuerpo, algo que ya te está devorando desde adentro. O, afuera, ¡un hombre puede acechar para matarte simplemente debido a tu pelo rubio! y sus dedos se extendieron en su dirección y resonó el sonido de su voz profunda, sobrenatural¿Necesito decirte ahora lo que te depara el destino?
»—No me importa... No tengo miedo protestó ella con una voz frágil. Correría riesgos...
»—Y si corres riesgos y vives durante años, ¿cuál sería tu destino? ¿El aspecto maltrecho y desdentado de la vejez?
»Y entonces le levantó el cabello dorado y mostró la garganta pálida. Y lentamente tiró de la cinta que ataba el frente de la camisa. La tela barata se abrió, las mangas cayeron de sus hombros delicados y sonrosados y ella levantó las manos, pero él la agarró de las muñecas y se las separó violentamente. La audiencia pareció dar un suspiro al unísono; las mujeres detrás de sus binoculares, los hombres inclinándose hacia adelante en sus butacas. Pude ver caer la ropa, ver la piel pálida y palpitante y los pequeños pezones que dejaron caer precariamente el género, y el vampiro aferrado a su muñeca izquierda, y las lágrimas bajando por las mejillas, los dientes mordiendo los labios.
»—Con la misma seguridad con que ahora esta piel es sonrosada, se volverá gris y arrugada con el tiempo dijo él.
»—Déjeme vivir rogó ella, y su rostro evitó el de él. No me importa... no me importa lo que dice.
»—Pero, entonces, ¿qué te importa si te mueres ahora mismo? ¿Esas cosas acaso no te aterrorizan, esos horrores?
»Ella sacudió la cabeza, sorprendida, vencida, indefensa. Sentí en las venas tanta furia como pasión. Con la cabeza gacha, ella había asumido toda la responsabilidad de defender su vida. Era injusto, monstruosamente injusto que ella tuviera que enfrentar su lógica a la de él para defender lo que era obvio y sagrado y tan hermosamente corporizado por ella misma. Pero él la dejó ahora sin palabras; hizo que su instinto abrumador pareciera pequeño, confundido. Pude sentir que ya se moría interiormente y odié a ese vampiro.
»La blusa cayó hasta la cintura. Un murmullo resonó entre la multitud fascinada cuando quedaron a la vista sus pechos pequeños y redondos. Ella trató de liberar su muñeca, pero él se la mantuvo agarrada.
»—Y supongamos que te dejamos ir... Supongamos que el Maldito Segador tiene un corazón que no puede resistir tu belleza... ¿A quién entonces debería dirigir su pasión? Alguien debe morir en tu lugar. ¿Elegirías tú misma a la persona indicada? La persona que vendría aquí y sufriría tal como tú sufres ahora. Señaló a la audiencia; la confusión de la joven era terrible¿Tienes una hermana..., una madre..., una hija?
»—No respondió ella. No... y sacudió los cabellos.
»—Sin duda alguien debe tomar tu lugar. ¿Una amiga? ¡Elige!
»—No puedo. No lo haría... respondió, mientras se contorsionaba tratando de liberarse. Los vampiros a su alrededor la observaban, inmóviles, sus rostros seguían sin mostrar la menor emoción, como si la carne sobrenatural estuviera hecha de máscaras.
»—¿No puedes? se burló él; y supe que si ella decía que síél la condenaría, diría que era pérfida por sentenciar a alguien a la muerte, diría que ella se merecía su suerte. La muerte te espera en todas partes aseguró él entonces, y suspiró como si, de repente, se sintiera frustrado. La audiencia no lo pudo percibir, pero yo sí. Pude ver que se le estiraban los músculos de la cara pulida. Trataba de que ella fijara sus ojos en los suyos, pero ella pareció estar desesperada, aunque esperanzadamente distante de él. En el aire cálido y ascendente pude oler el polvo y el perfume de la piel de la muchacha, oír el latido suave de su corazón.
»—La muerte inconsciente: el destino de todos los mortales. Se acercó a ella, agachado, enloquecido por ganarla pero receloso. Humm, ¡pero nosotros somos la muerte consciente!  Eso te transformaría en una novia. ¿Sabes lo que significa ser amada por la Muerte? preguntó, y casi la besó en el rostro, que resplandecía por las lágrimas¿Sabes lo que significa que la Muerte conozca tu nombre?
»Ella lo miró, aturdida por el terror. Y entonces sus ojos parecieron humedecerse, sus labios parecieron perder fuerza. Miraba detrás de él a la figura de otro vampiro que había aparecido lentamente de las sombras. Durante largo rato, había permanecido apartado del grupo, con las manos cerradas y los grandes ojos negros inmóviles. Su actitud no era una actitud de hambre. No parecía estar en trance. Pero ella lo miraba a los ojos y su dolor la bañaba con una luz hermosa, una luz que la hacía irresistiblemente atractiva. Eso era lo que mantenía en suspenso al público, ese dolor terrible. Yo podía sentir la piel de ella, sentir sus pequeños pechos erectos, sentir que mis brazos la acariciaban. Entrecerré los ojos y la vi deslumbrado contra esa oscuridad privada. Era lo que sentían todos los que estaban a su alrededor, esa comunidad de vampiros. Ella no tenía la menor oportunidad de salvación.
»Y entonces, volviendo a abrir bien los ojos, la vi brillar a la luz humosa de las lámparas, vi sus lágrimas como oro cuando, suaves, resonaron las palabras que pronunció el vampiro que se mantenía a distancia:
»—Nada de dolor.
»Pude ver que el actor se ponía rígido, pero nadie más podía verlo. Ellos únicamente verían el rostro suave e infantil de la muchacha, esos labios entreabiertos, paralizados por la sorpresa inocente mientras miraba al vampiro distante; escucharon que ella repetía sus palabras:
»—¿Nada de dolor?
»—Tu belleza es un regalo para nosotros. Su voz sonora y rica llenó sin esfuerzo la sala y pareció fijar y reducir la creciente ola de excitación.
»El actor retrocedió y se transformó en uno de aquellos rostros blancos, pacientes, cuya hambre y ecuanimidad era extrañamente unánime. Ella estaba lánguida, olvidada ya su desnudez, con los párpados en movimiento, y un suspiro escapó de sus labios húmedos:
»—Nada de dolor repitió.
»Yo apenas podía soportar la visión de su entrega, verla morir ahora ante el poder del vampiro. Quise avisarle a gritos, romper el hechizo. Y la deseé. La deseé mientras él se le acercaba, con su mano extendida hacia la falda, y ella inclinada ante él, con la cabeza ladeada y la ropa negra resbalando por sus caderas, sobre el brillo dorado del pelo entre sus piernas una niña agachada, con aquel vello delicado y cayendo finalmente a sus pies. El vampiro abrió los brazos, de espaldas a las luces centelleantes, y su pelo negro pareció temblar cuando el dorado de ella cayó sobre su abrigo negro.
»—Nada de dolor..., nada de dolor murmuraba él, y ella se entregaba.
»Y entonces, moviéndola lentamente a un costado para que todos pudieran contemplar su cara serena, él la levantó; ella arqueó la espalda cuando sus pechos tocaron los botones del abrigo, y sus pálidos brazos rodearon el cuello del vampiro. Ella se crispó y gritó cuando él le hundió los dientes, y su cara quedó inmóvil mientras el teatro reverberaba con esa pasión compartida. Su mano blanca relumbró sobre las nalgas rosadas, y el cabello de ella lo acaricióÉl la levantó del suelo mientras bebía, y la garganta brilló contra la mejilla blanca. Me sentí débil, mareado, hambriento; mi corazón y mis venas se hicieron un nudo. Sentí que mi mano se aferraba a la barandilla metálica del palco y que el metal crujía en las junturas. Y ese sonido suave, estremecedor, que ningún mortal podía oír, pareció clavarme en el sitio donde estaba.
»Bajé la cabeza; quise cerrar los ojos. El aire pareció fragante con la piel salada; e íntimo y caliente con su aroma dulce. A su alrededor, se acercaron los demás vampiros; la mano que la abrazaba tembló y el vampiro de pelo negro la dejó ir, haciéndola girar, mostrándola, con su cabeza caída, cuando él la entregó a una de aquellas vampiras de sorprendente belleza que, detrás de ella, se puso a acariciarla mientras bebía. Ahora todos la rodeaban y ella pasó de uno en uno delante de la audiencia fascinada, con su cabeza inclinada sobre el hombro de un vampiro, y su cuello tan atractivo como las pequeñas nalgas o la piel impecable de sus largos muslos, o la piel tierna detrás de sus rodillas lánguidamente dobladas.
»Yo estaba apoyado en el respaldo, y sentía mi boca llena de su sabor, y mis venas atormentadas. Y en el rabillo de mi ojo estaba ese vampiro moreno que la había conquistado, apartado como antes; sus ojos negros parecieron fijos en mí por encima de las corrientes de aire caliente.
»Uno por uno, los vampiros retrocedieron. Retornó el bosque pintado, deslizándose silencioso. Hasta que la chica mortal, frágil y muy blanca, quedó desnuda en ese bosque misterioso, anidada en una sedosa raíz negra, como si se hallara sobre el suelo del mismo bosque; y la música había vuelto a escucharse, fantasmagórica y alarmante, subiendo de volumen mientras se oscurecían las luces. Todos los vampiros desaparecieron salvo el actor que había recogido su guadaña y su máscara de las sombras. Se puso de cuclillas al lado de la muchacha durmiente mientras las luces se apagaban lentamente, y sólo la música tenía poder y fuerza en la oscuridad reinante. Y luego también dejó de oírse...
»Durante unos instantes, toda la gente se quedó absolutamente en silencio.
»Luego se oyeron aplausos aquí y allá y, de repente, todos se unieron y aplaudieron a nuestro alrededor. Las luces se encendieron a ambos lados y las cabezas giraron en todas direcciones y se desató la conversación. Una mujer se puso de pie en medio de una fila para sacar su abrigo de zorro del asiento, aunque todavía nadie le había abierto camino; alguien se apresuraba por el pasillo central, y toda la audiencia se levantó como empujada hacia la salida.
»Pero entonces los murmullos se convirtieron en el cómodo y cansado rumor de conversación de la multitud refinada y perfumada que antes había llenado la entrada del teatro. Se rompió el sortilegio. Las puertas se abrieron a la lluvia fragante, al ruido de los cascos de los caballos y las voces que llamaban a los coches. Allá en el océano de las sillas apenas inclinadas, brillaba un guante blanco sobre un cojín de seda verde.
»Me quedé sentado, observando, escondiendo con una mano mi cara de los demás, con el codo en la barandilla y el sabor de la muchacha en los labios. Fue como si el aroma de la lluvia aún perdurara en su perfume, y en el teatro vacío pude oír los latidos de su corazón. Retuve la respiración, saboreé la lluvia y miré a Claudia, sentada e infinitamente inmóvil, con sus manos enguantadas sobre las rodillas.
»Yo tenía un sabor amargo en la boca. Y confusión. Vi a un acomodador solitario que avanzaba por el pasillo de abajo, enderezando las sillas, recogiendo los programas abandonados que ensuciaban la sala. Tomé conciencia de que ese dolor, esa confusión, esa pasión enceguecedora que se alejaba de mí con una terca lentitud, sólo podrían calmarse si me ponía al acecho en uno de esos arcos encortinados y arrastraba a la oscuridad a aquel empleado y lo poseía tal como había sido poseída la muchacha del escenario. Quería hacerlo y, al mismo tiempo, no quería nada. Claudia dijo cerca de mi oído:
»—Paciencia, Louis, paciencia.
»Abrí los ojos. Alguien estaba cerca, en la periferia de mi visión; alguien que había burlado mis oídos, mi aguda anticipación; que penetró, como una antena afilada, en mis distraídos pensamientos. Pero allí estaba, silencioso, detrás de las cortinas de la entrada al palco, aquel vampiro moreno, el distante, de pie sobre el pasillo alfombrado, mirándonos. Yo entonces ya sabía, como había sospechado, que se trataba del vampiro que me había dado la tarjeta de admisión al teatro: Armand.
»Me hubiera sorprendido a no ser por su silencio y la cualidad remota y ensoñadora de su expresión. Parecía que había estado contra esa pared durante muchísimo tiempo. No evidenció ninguna señal de cambio cuando lo miramos y nos acercamos a él. De no haberme absorbido de forma tan absoluta, me habría sentido aliviado de que no fuera el vampiro alto y de pelo negro, pero ni lo pensé. Entonces sus ojos se movieron lánguidamente sobre Claudia sin el menor tributo al hábito humano de reconocer las miradas. Puse una mano sobre el hombro de Claudia.
»—Hace mucho tiempo que lo buscamos dije, y me empecé a calmar como si su serenidad me liberara de todo nerviosismo o ansiedad, como cuando el mar se lleva algo de la arena de la playa.
»No puedo exagerar esa cualidad suya. No obstante, tampoco puedo describirla, como no lo pude entonces. Y el hecho de que mi mente tratara de formar una descripción era algo que ya me perturbaba. Me dio la profunda sensación de que sabía lo que yo estaba haciendo, y su postura quieta y sus ojos castaños y profundos parecían decir que era inútil lo que yo pensaba, o, en especial, las palabras que entonces trataba de formar. Claudia, a su vez, no dijo nada.
»Se apartó de la pared y empezó a bajar las escaleras y, al mismo tiempo, hizo un ademán de bienvenida y de que lo siguiéramos; pero todo esto fue fluido y veloz. Comparados con los suyos, mis gestos eran caricaturas de los humanos. Abrió una puerta en la pared inferior y nos admitió en las habitaciones debajo del teatro; sus pies apenas rozaban la escalera de piedra cuando descendíamos; él iba delante, dándonos la espalda, con una confianza total.
»Entramos en lo que pareció ser una gran sala subterránea, excavada en un sótano más antiguo que el mismo edificio de arriba. La puerta que él había abierto se cerró y las luces se apagaron antes de que yo tuviera tiempo de tener una impresión exacta del recinto. Oí el roce suave de su ropa en la oscuridad y, de pronto, el más agudo de una cerilla al ser raspada. Su rostro apareció como una inmensa llamarada encima del fósforo. Y entonces se puso a su lado un jovencito que le alcanzó un candelabro. La visión del muchacho me trajo de nuevo la desnudez incitante de la mujer en el escenario, con la sangre palpitante. Dio media vuelta y me miró de forma muy parecida a la del vampiro moreno, que había encendido el candelabro y le susurraba:
»—Vete.
»La luz se expandió hasta las distantes paredes y el vampiro levantó el candelabro y caminó al lado de un muro, haciendo un gesto para que lo siguiéramos.
»Pude ver que nos rodeaba un mundo de murales; sus colores se mostraban, profundos y vibrantes, a la luz danzarina de la llama, y poco a poco el tema y el contenido a nuestro lado se hizo claro. Era el terrible Triunfo de la Muerte, de Brueghel, pintado en una escala tan colosal que toda la multitud de figuras fantasmales quedaba encima de nosotros en la semioscuridad; esos esqueletos indecentes transportando a los muertos indefensos en fétidas camillas o empujando un carro lleno de calaveras humanas, descabezando un cadáver o colgando a otros seres humanos de la horca. Una campana repicaba por encima del infierno infinito de tierra calcinada y humeante, hacia los cuales avanzaban los grandes ejércitos de los hombres con la marcha penosa e inconsciente de los soldados que se encaminan a la matanza. Desvié la mirada, pero el vampiro moreno me tocó la mano y me llevó más adelante a ver La caída de los ángeles, que se materializó lentamente, con los condenados echados desde las alturas celestiales y cayendo en un caos de monstruos festivos. Era tan vivido, tan perfecto, que me puse a temblar. La mano que me había tocado hizo lo mismo nuevamente y me quedé inmóvil pese a ello, mirando deliberadamente a lo más alto del mural, donde pude distinguir, entre las sombras, a dos ángeles hermosos con trompetas en los labios. Y, por un segundo, se rompió el encantamiento. Tuve la profunda impresión del primer atardecer en que había entrado en Notre-Dame; pero luego eso desapareció como algo preciado y precioso que me era arrebatado.
»La vela subió. Y los horrores se multiplicaron a mí alrededor: los condenados oscuramente pasivos y degradados del Bosco; los cuerpos sanguinolentos y metidos en ataúdes de Traini; los jinetes monstruosos de Durero. Y en una escala imposible de soportar apareció un desfile de emblemas medievales grabados. El mismo techo estaba ahíto de esqueletos y muertos, de demonios e instrumentos de tortura, como si ésa fuera la mismísima catedral de la Muerte.
»Cuando nos detuvimos en el centro de la habitación, la vela pareció vivificar a todas las imágenes a nuestro alrededor. Me amenazó el delirio y empecé a sentir como una desagradable oscilación en el salón, una sensación de caída. Busqué la mano de Claudia. Ella me miraba, con su rostro pasivo y sus ojos distantes, como si quisiera que la dejara en paz. Y entonces sus pies se alejaron de mí con unos pasos rápidos que repiquetearon en el suelo de piedra y resonaron en las paredes, como dedos que golpearan mis sienes y mi cerebro. Me llevé las manos a los costados y miré, atontado, al suelo, como buscando refugio, como si mis ojos levantados me obligaran a mirar un sufrimiento cruel que no quería ni podía soportar. Entonces vi de nuevo el rostro del vampiro flotando encima de la llama, con sus ojos eternos envueltos en oscuros pliegues. Tenía los labios inmóviles, pero cuando lo miré parecieron sonreír sin hacer el más mínimo movimiento. Lo miré más fijamente, convencido de que se trataba de una poderosa ilusión en la que yo no podía penetrar. Y, cuanto más miraba, más parecía sonreír y, por último, se animó con un susurro, un murmullo, un cántico mudo. Lo podía oír como algo doblándose en las tinieblas, como papel retorciéndose en las llamas o como pintura de la cara de una muñeca ardiendo. Sentí la necesidad de tocarlo, de sacudirlo violentamente para que se le moviera esa cara inmóvil y admitiera ese suave canto; y, de improviso, lo encontré abrazado a mí, con sus brazos en mi pecho, sus pestañas tan próximas que las pude ver, espesas y brillando, por encima del orbe incandescente de sus ojos, y percibí su respiración suave e inodora contra mi piel. Fue el delirio.
»Me iba a mover para apartarme de él y, no obstante, me sentí atraído hacia él y no me moví; su brazo ejerció una presión firme; su vela relumbraba contra mi ojo, de modo que sentí su calor; toda mi carne fría ansió ese calor, pero súbitamente hice un gesto para apartarla pero no la pude encontrar. Lo único que vi fue su cara radiante como jamás había visto la cara de Lestat; blanca, sin poros, y nervuda y varonil. El otro vampiro. Todos los demás vampiros. Una procesión infinita de mi propia especie.
»La visión desapareció.
»Me encontré con la mano estirada y tocando su cara; pero él estaba a una distancia de mí como si jamás se me hubiera acercado y sin hacer el menor intento de retirar mi mano.
»Di un paso atrás, perplejo.
»A lo lejos, en la noche de París, dobló una campana; los círculos opacos y dorados del sonido parecieron traspasar las paredes y las maderas, que conducían ese sonido a la tierra y que fueron como tubos de órgano. Una vez más volvió el susurro, ese canto desarticulado. Y a través de la penumbra, vi que un muchacho mortal me observaba y olí el aroma caliente de su carne. La mano del vampiro lo llamó y él se me acercó, con sus ojos sin miedo y excitados, y se puso a mi lado a la luz del candelabro y me pasó los brazos por los hombros.
»Jamás había sentido eso, jamás había experimentado esta entrega consciente de un mortal. Pero antes de poder rechazarlo por su propio bien, vi la herida azulada en su garganta tierna. Me la ofrecía. Apretaba todo su cuerpo contra mis piernas y sentí la firme fortaleza de su sexo debajo de las ropas. Se me escapó un gemido de los labios, pero él se apretó aún más, presionando sus labios contra lo que debe haberle resultado frío y exánime. Hundí mis dientes en su piel, y sentí su cuerpo rígido, ese duro sexo apretado contra mi cuerpo, y lo levanté del suelo con pasión. Ola tras ola de su corazón palpitante entró en mí, sin peso. Lo mecí, lo devoré con su éxtasis, su placer consciente.
»Luego, débil y jadeante, lo vi alejado de mí, con los brazos vacíos. Mi boca estaba aún inundada con el sabor de su sangre. Se apoyó contra el vampiro moreno, pasó su brazo alrededor de la cintura del vampiro y me miró de la misma forma tranquila del vampiro; sus ojos se veían húmedos y débiles por la pérdida de vida. Recuerdo que me adelanté sin pronunciar palabra, atraído por él, y sin poder dominarme ante esa mirada que me provocaba, esa vida consciente que me desafiaba; él moriría y no moriría; ¡continuaría viviendo, comprendiendo, sobreviviendo esa intimidad! Me di media vuelta. El grupo de vampiros se movió en la oscuridad. Sus velas temblaron y se movieron en el aire frío. Y arriba de ellos apareció un inmenso paisaje de figuras dibujadas en tinta: el cuerpo dormido de una mujer, coronado por un cuervo con rostro humano; un hombre atado de pies y manos a un árbol, a cuyo lado colgaba el torso de otro, y, sobre una pica, estaba la cabeza cortada del muerto.
»Volvió el canto, ese canto etéreo, suave. Lentamente se calmó mi hambre, pero mi cabeza palpitaba y las llamas de las velas parecieron fundirse en pulidos círculos de luz. De improviso, alguien me tocó, me empujó con fuerza de modo que casi perdí el equilibrio y, cuando me enderecé, vi el rostro delgado y angular del vampiro al que detestaba. Me acercó sus blancas manos. Pero el otro, el distante, se adelantó y, súbitamente, se interpuso entre los dos. Pareció golpear al otro vampiro pues lo vi moverse y, entonces, ya no vi más movimientos; ambos estaban inmóviles como estatuas, con los ojos fijos en los del otro, y el tiempo pasó como ola tras ola de agua desde una playa silenciosa. No puedo decir cuánto tiempo estuvimos allí, los tres, en aquellas sombras, y cuan absolutamente quieto me pareció todo; únicamente las llamas trémulas detrás de ellos parecían tener vida. Luego recuerdo haber avanzado a tropezones a lo largo de una pared hasta encontrar una silla de roble en la que me desplomé. Claudia pareció estar en las proximidades hablando con alguien en voz baja y contenta. Mi frente transpiraba sangre, calor.
»—Ven conmigo dijo el vampiro moreno.
»Busqué en su rostro ese movimiento de labios que debía haber precedido el sonido, pero fue en vano. Y luego caminamos, los tres, bajando una escalera de piedra que iba a las profundidades de la ciudad. El aire se enfrió y refrescó con la fragancia del agua y pude ver las gotas que resbalaban por la piedra como abalorios de oro a la luz de la vela del vampiro.
»Entramos en una pequeña cámara donde ardía el fuego en una chimenea empotrada en la pared. Al otro lado había una cama también en la piedra y cerrada por dos puertas enrejadas. Al principio vi claramente todas estas cosas y vi la larga pared llena de libros frente a la chimenea y el escritorio de madera en medio y el ataúd al otro lado. Pero entonces el cuarto empezó a esfumarse y el vampiro moreno me puso las manos en los hombros y me llevó a un sillón de cuero. El fuego era intensamente fuerte cerca de mis piernas, pero eso me hizo bien; fue algo claro y agudo, algo que me sacaría de la confusión. Tomé asiento, con los ojos entreabiertos, y traté de ver de nuevo lo que había a mi alrededor. Era como si esa cama distante fuera un escenario, y sobre las almohadas de ese escenario estaba ese chico, con su cabello negro partido al medio y con rizos sobre las orejas, de modo que ahora parecía en el estado febril y ensoñador de una de esas criaturas andróginas de las pinturas de
Botticelli; y a su lado, la mano blanca desnuda contra su piel rosada, estaba Claudia, con el rostro hundido en su cuello. El vampiro moreno los contempló con las manos cruzadas; y cuando Claudia se levantó y el muchacho se estremeció, el vampiro la levantó con la misma suavidad con que la podría levantar yo; las manos de Claudia se agarraron de su cuello, con los ojos entrecerrados, y los labios enrojecidos de sangre. El la depositó sobre el escritorio y ella se apoyó en los libros forrados de cuero y sus manos cayeron con gracia sobre su falda rosada. Las puertas se cerraron tras el chico y él, hundiendo el rostro en las almohadas, se quedó dormido.
»Había algo que me perturbaba en ese cuarto y no sabía de qué se trataba. No sabía realmente lo que me sucedía; únicamente que me había visto obligado a caer en dos estados febriles y feroces: mi concentración ante esos cuadros espantosos y la muerte a la que me había entregado, obscenamente, ante los ojos de todos.
»Ahora no sabía qué era lo que me amenazaba, qué era aquello de lo que mi mente quería escapar. Seguí mirando a Claudia, el modo en que se apoyaba contra los libros, la manera en que se sentaba entre los objetos del escritorio: la pulida calavera blanca, el candelabro, el libro abierto de pergamino cuya escritura a mano brillaba a la luz; y entonces, arriba de ella, apareció la imagen lacada y trémula de un demonio medieval, con cuernos y cascos, y su figura bestial presidía un aquelarre de brujas adoradoras. Claudia tenía la cabeza apenas debajo de él; los rizos libres de su cabello acaso lo tocaban; y ella miraba al vampiro de ojos castaños con los ojos muy abiertos y maravillados. De pronto quise recogerla; y, en forma horripilante, la vi caer en mi imaginación asustada como una muñeca. Yo contemplaba al demonio, ese rostro monstruoso que era preferible a Claudia en su fantasmagórica inmovilidad.
»—No despertaréis al niño si habláis dijo el vampiro de ojos castaños. Habéis venido de tan lejos..., habéis viajado tanto...
»Y gradualmente desapareció mi confusión, como si el humo se elevara y se alejara en una corriente de aire frío. Y me quedé muy despierto y muy calmo mirándolo mientras él se sentaba en una silla frente a mí. Claudia también lo miraba. Y él miró al uno y al otro; su pulido rostro y sus ojos pacíficos se mostraban como si hubieran sido así desde siempre, como si jamás hubiera habido un cambio en ellos.
»—Me llamo Armand dijo. Envié a Santiago a que os diera la invitación. Conozco vuestros nombres. Os doy la bienvenida a mi casa.
»Junté fuerzas para hablar y sentí extraña mi voz cuando le dije que nosotros habíamos temido estar solos.
»—¿Cómo habéis venido a la existencia? nos preguntó.
»Claudia apenas levantó la mano de su falda y sus ojos se movieron mecánicamente de mi rostro al suyo. Yo lo vi y supe que el otro también debía haber visto el gesto, pero no se dio por enterado.
»—No queréis contestar dijo Armand, con voz más baja y más medida que la de Claudia, mucho menos humana que la mía.
»Sentí que volvía a caer en la contemplación de esa voz y de esos ojos, de los que tuve que separarme con un gran esfuerzo.
»—¿Eres el jefe del grupo? le pregunté.
»—No de la forma en que dices jefe contestó—. Pero de haber aquí un jefe, sería yo.
»—Yo no he venido..., perdóname..., a hablar de cómo pasé a esta existencia. Porque eso no representa ningún misterio para mí, no me presenta ningún interrogante. Por tanto, si no tienes un poder al que yo me vea obligado a rendir pleitesía, preferiría no hablar de esas cosas.
»Ojalá pudiera describir su manera de hablar, cómo, cada vez que hablaba, parecía salir de un estado contemplativo parecido al que a mí me inducía y que tanto esfuerzo me costaba evitar; y, sin embargo, jamás se movía y parecía siempre alerta. Esto me distrajo al mismo tiempo que me atrajo con fuerza, y del mismo modo en que atraía esa habitación, su simpleza, su rica y cálida combinación de elementos esenciales: los libros, el escritorio, las dos sillas al lado del fuego, el ataúd, los cuadros. El lujo de las habitaciones del hotel me pareció vulgar, peor aún, absurdo al lado de esa habitación. Yo lo comprendí todo, salvo el chico mortal, a quien no entendí en absoluto.
»—No estoy seguro dije, incapaz de quitar los ojos del horrible Satán medieval. Tendría que saber de qué provienes..., de quién provienes. Si vienes de otros vampiros... o de otra parte.
»—De otra parte... dijo¿Qué significa de otra parte?
»—¡Eso! dije señalando el cuadro medieval.
»—Eso es un cuadro dijo.
»—¿Nada más?
»—Nada más.
»—Entonces, Satán... ¿Algún poder satánico te ha dado el poder como jefe o como vampiro?
»—No respondió con calma, con tanta calma que me fue imposible saber lo que pensaba de mis preguntas; si es que las consideraba en absoluto; si las pensaba del modo en que yo consideraba que lo haría.
»—¿Y los otros vampiros?
»—No dijo.
»—Entonces, ¿nosotros no somos... me agaché hacia adelante, no somos las criaturas de Satán?
»—¿Cómo podríamos ser las criaturas de Satán? preguntó—¿Crees que Satán creó al mundo?
»—No, creo que lo creó Dios, si es que lo creó alguien. Pero Él debe haber creado también a Satán y quiero saber si somos sus criaturas.
»—Exacto, y, en consecuencia, si crees que Dios creó a Satán, debes percatarte de que todo el poder de Satán proviene de Dios, y que Satán es simplemente una criatura de Dios, por lo que nosotros también somos criaturas de Dios. En realidad, no existen las criaturas de Satán.
»No pude ocultar mis sentimientos ante sus palabras. Me apoyé en el respaldo de cuero, contemplé ese pequeño grabado del demonio, liberado por el momento de cualquier sensación de obligación por la presencia de Armand, perdido en mis propios pensamientos, en las implicaciones irrefutables de su lógica.
»—Pero, ¿por qué te preocupa eso? Seguramente lo que te digo no te sorprende dijo¿Por qué permites que te afecte?
»—Permíteme que te lo explique empecé a decir. Sé que eres un vampiro maestro. Te respeto. Pero soy incapaz de igualar tu serenidad. Sé lo que es, pero no la poseo y dudo de que jamás la logre. Lo acepto.
»—Comprendo dijo. Lo observé en el teatro; tu sufrimiento, tu simpatía por aquella muchacha. Vi tu simpatía por Denis cuando te lo ofrecí; te mueres cuando matas, como si sintieras que se merezca morir, y te refrenas en todo. Pero ¿por qué, con esa pasión y ese sentido de la justicia, quieres llamarte hijo de Satán?
»—Soy un demonio contesté—, tan demonio como cualquier otro vampiro. He matado una y otra vez y lo haré nuevamente. Acepté a ese chico, Denis, cuando me lo ofreciste, aunque no pude saber si iba a sobrevivir o no.
»—¿Por qué crees que eso te hace tan demonio como cualquier otro vampiro? ¿Acaso no hay categorías del mal? ¿Es acaso el mal una gran sima peligrosa en la que uno cae con el primer pecado y se desploma a las profundidades?
»—Sí, creo que sí le dije. No es lógico, tal como tú lo enuncias. Es oscuro, es vacío. Y no tiene ningún consuelo.
»—Pero tú no estás siendo justo dijo con una primera señal de expresión en la voz. Sin duda alguna, atribuyes muchos niveles y gradaciones al bien. Existe el bien de la inocencia de un niño y está el bien del monje que ha abandonado todo a los demás y vive una vida de privaciones y servicio. El bien de los santos, el bien de las amas de casa. ¿Es todo lo mismo?
»—No, pero se iguala en que es infinitamente diferente del mal le contesté.
»Yo no sabía que pensaba esas cosas. Las dije entonces como si fueran mis pensamientos. Y eran mis sentimientos más profundos que tomaban una forma que jamás podrían haber tomado de no haberlos dicho de esa manera en una conversación con un tercero. Pensé que tenía una mente pasiva, en cierto sentido. Quiero decir que mi mente sólo podía expresarse, formular ideas, sobre esa base de nostalgias y de dolor cuando era tocada por otra mente; fertilizada por otra, profundamente excitada por otra mente y llevada a formar conclusiones. Entonces sentí el más raro y agudo alivio de la soledad. Con facilidad, pude imaginar y sufrir ese momento de años antes, en otro siglo, cuando estuve al pie de la escalera de Babette; sentí la frustración perpetua y metálica de todos los años con Lestat; y luego ese cariño perdido y apasionado por Claudia que había hecho retroceder a la soledad detrás de la suave indulgencia de los sentidos, los mismos sentidos que añoraban el crimen. Y vi la cima desolada de la montaña del este de Europa donde me había enfrentado con aquel vampiro sin inteligencia y lo había matado en las ruinas del monasterio. Y fue como si la gran nostalgia femenina de mi mente volviera a despertarse para ser satisfecha. Y la sentí, pese a mis propias palabras:
»—Pero es oscuro, es vacío. Y no tiene ningún consuelo.
»Miré a Armand, a sus grandes ojos castaños en ese rostro rígido y eterno que me miraba como a un cuadro; y sentí la lenta oscilación del mundo físico que había sentido en el salón de los murales, el empuje de mi antiguo delirio, el despertar de una necesidad tan terrible que la misma promesa de su satisfacción acarreaba la insoportable posibilidad de la desilusión. Y, no obstante, allí estaba la cuestión, la cuestión horrible, antigua y obsesionante del mal.
»Creo que me llevé las manos a la cabeza como hacen los mortales cuando tienen una gran preocupación y se cubren instintivamente la cara y acarician el cráneo como si pudieran penetrar los huesos y masajear el órgano viviente y aliviarle su dolor.
»—¿Y cómo se logra ese mal? me preguntó—¿Cómo cae uno en desgracia y en un instante es tan violento como los tribunales de la Revolución o el más cruel de los emperadores romanos? Simplemente, ¿se debe perder un domingo de misa o morder la hostia consagrada? ¿O robar un pedazo de pan... o dormir con la esposa del vecino?
»—No... dije, no.
»—Pero si el mal no tiene gradaciones y existe, ese estado de maldad sólo necesita un único pecado. ¿No es eso lo que aseguras? Que Dios existe y...
»—No sé si Dios existe. Y, por lo que sé..., no existe.
»—Entonces el pecado no tiene importancia dijo él. Ningún pecado alcanza el mal.
»—Eso no es verdad. Porque si Dios no existe, nosotros somos las criaturas de mayor conciencia del universo. Sólo nosotros comprendemos el paso del tiempo y el valor de cada minuto de vida humana. Y lo que constituye el mal, el verdadero mal, es el asesinato de una sola vida humana. No tiene la menor importancia que un hombre pueda morir mañana o pasado mañana o con el tiempo... Porque si Dios no existe, esta vida..., cada segundo de la misma..., es lo único que tenemos.
»Se recostó en el respaldo y guardó silencio por el momento; sus grandes ojos se entornaron y fijaron en las profundidades del fuego. Ésa fue la primera vez, desde que se había acercado a mí, en que desviaba la mirada, y me encontré observándolo sin que me viese. Durante largo rato, se sentó de ese modo, y pude sentir sus pensamientos, como si fueran palpables en el aire como humo. No los leía, ¿comprendes?, pero sentía su poder. Parecía tener una aureola, y, aunque su rostro era muy joven, yo sabía que eso no significaba nada, parecía ser infinitamente viejo y sabio. No lo podría definir, porque no podría describir de qué modo las líneas juveniles de su cara y sus ojos expresaban inocencia y, al mismo tiempo, edad y experiencia.
»Se puso de pie y miró a Claudia, con las manos a la espalda. El silencio de Claudia durante todo este tiempo me había resultado comprensible. Éstos no eran sus interrogantes; no obstante, se sentía fascinada por él y yo escuchaba y aprendía sin duda de él. Pero comprendí otra cosa cuando se miraron. El se hallaba ahora de pie, con un cuerpo absolutamente dominado, la necesidad, el rito, el flujo de la mente; y entonces su inmovilidad fue sobrenatural. Y ella, como jamás la había visto, poseía la misma inmovilidad. Se miraban con una comprensión sobrenatural de la que yo estaba simplemente excluido.
»Yo era algo vibrante y movedizo para ellos, igual que los mortales lo eran para mí. Y supe, cuando de nuevo se dirigió a mí, que él había comprendido que ella no creía ni compartía mi concepto del mal.
»Sus palabras salieron sin el más mínimo aviso:
»—Éste es el único mal dijo a las llamas.
»Sí contesté, sintiendo que revivía ese tema consumidor, que sacudía todas mis preocupaciones.
»—Es verdad dijo, sorprendiéndome, profundizando mi tristeza, mi desesperación.
»—Entonces, Dios no existe... ¿No tienes conocimiento de su existencia?
»—Ninguno dijo.
»—Ningún conocimiento repetí, indiferente a mi simplicidad, a mi miserable dolor humano.
»—Ninguno.
»—¿Y ningún vampiro de aquí ha tenido contacto con Dios o con el demonio?
»—Ningún vampiro que yo haya conocido dijo, pensativo, y el fuego danzaba en sus ojos. Y, por lo que sé, después de cuatrocientos años, soy el vampiro más viejo del mundo.
»Lo miré, atónito.
Entonces empecé a comprender. Era como siempre me había temido, y era ya un solitario, sin la menor esperanza. Las cosas continuarían como antes y continuarían y continuarían...
Mi búsqueda había terminado. Me recosté en el respaldo, mirando en silencio las llamas.
»Era inútil que siguiera hablando, inútil viajar por todo el mundo para volver a oír la misma historia.
»— ¡ Cuatrocientos años!
»Creo que repetí las palabras: "cuatrocientos años". Recuerdo que seguí mirando al fuego. Había un leño que caía lentamente en el fuego, resbalando en un proceso que había tardado toda la noche, y estaba lleno de pequeños agujeros con una sustancia ígnea que lo había atravesado de punta a punta, y ahora se consumía rápidamente. Y en cada uno de esos agujeros diminutos bailaba una llamita entre las llamas más grandes; y todas esas llamitas con sus bocas oscuras me parecieron rostros que formaban un coro; y el coro cantó sin cantar; en el aliento del fuego, que era continuo, entonaba su canción muda.
»De repente, Armand se movió y escuché el roce de sus ropas y sentí su sombra, cuando quedó de rodillas a mis pies, con sus manos estiradas hasta mi cabeza y los ojos encendidos.
»—El demonio, el concepto demoníaco, ¡proviene de la desilusión, de la amargura! ¿No te das cuenta? ¡Criaturas de Satán! ¡Criaturas de Dios! ¿Es ésa la única pregunta que me traes, es ése el único poder que te obsesiona, el que nos transforma en dioses y demonios, cuando el único poder que existe está dentro de nosotros mismos? ¿Cómo puedes creer en esas mentiras fantásticas y antiguas, esos mitos, esos emblemas de lo sobrenatural?
»Agarró al demonio colocado encima de la inmóvil Claudia con un gesto tan veloz que no lo pude ver. Sólo vi la sonrisa maléfica del demonio ante mí y luego sus crujidos en las llamas.
»Algo se rompió en mi interior cuando él dijo eso; algo se desgarró de modo que un torrente de sentimientos se precipitó sobre todos mis músculos. Me puse de pie, alejándome de él.
»—¿Estás loco? le pregunté, atónito ante mi propio enfado, mi propia desesperación. Aquí estamos nosotros dos, inmortales, eternos, levantándonos cada noche para alimentar esa inmortalidad con sangre humana; y allí, sobre tu escritorio, apoyada en el conocimiento de los siglos, está una niña pura tan demoníaca como nosotros; ¡y me preguntas cómo puedo creer que encontraría un significado en lo sobrenatural! ¡Te digo, después de haber visto lo que soy, que bien podría creer en cualquier cosa! ¿No podrías tú? Al creer, al estar así confundido, puedo ahora aceptar la verdad más fantástica de todas: ¡que todo esto no tiene el más mínimo sentido!
»Retrocedí hasta la puerta, me alejé de su rostro perplejo, con su mano moviéndose por sus labios, y sus dedos escarbando en sus palmas.
»—No te vayas. Vuelve... susurró.
»—No, ahora no. Déjame irme un momento... Nada ha cambiado. Es todo lo mismo. Permíteme que tome conciencia de ello. Déjame marcharme.
»Volví la mirada antes de cerrar la puerta. El rostro de Claudia estaba vuelto hacia el mío, aunque seguía sentada como antes, con las manos cruzadas sobre las rodillas. Entonces hizo un gesto, sutil como su sonrisa, que estaba manchada por la tristeza más leve, para que yo siguiera mi camino.
»Mi deseo era irme de ese teatro, encontrar las calles de París y vagabundear, dejando que la gran carga de experiencias se fuera agotando poco a poco. Pero cuando subía por el pasaje de piedra, me sentí confuso. Quizás era incapaz de dominar mi propia voluntad. Me pareció más absurdo que nunca que Lestat pudiera haber muerto si en realidad eso le había pasado; y, recordándolo, como lo hice en ese momento, lo vi con más cariño que antes. Perdido como el resto de nosotros. No como el celoso protector de un conocimiento que no quería compartir. No sabía nada. No había nada que saber.
»Únicamente que ésa no era la idea que gradualmente se apoderaba de mí. Lo había detestado por razones equivocadas, sí, eso era verdad. Pero aún no lo comprendía por completo.
»Confundido, finalmente me encontré sentado en esos escalones; la luz del salón proyectaba mi propia sombra en el suelo rústico, tenía la cabeza entre las manos, y el cansancio me abrumaba. Mi mente decía: duerme. Pero, más profundamente, mi mente decía: sueña. Y, sin embargo, no hice el menor movimiento para retornar al Hotel Saint-Gabriel, que ahora me pareció un sitio muy seguro y despejado, un sitio de consuelo mortal lujoso y sutil, donde me podía echar en un sillón de terciopelo, poner un pie en un sofá y contemplar el fuego que lamería el suelo de mármol y buscar el mundo en mí mismo en esos grandes espejos, como un humano pensativo. "Escapa pensé—, escapa a eso que te llama." Y una vez más volvió esa idea: "Me he portado mal con Lestat; lo he odiado por razones equivocadas". Lo susurré tratando de sacarlo del pozo oscuro y desarticulado de mi mente; y el susurro resonó con un roce en la bóveda de piedra sobre las escaleras.
»Pero, entonces, una voz me llegó, muy leve, por el aire, demasiado baja para los mortales.
»—¿Cómo es eso? ¿Qué mal le hiciste?
»Me di la vuelta tan rápidamente que me quedé sin aliento. Un vampiro estaba sentado a mi lado, tan próximo que casi me tocaba el hombro con la punta de sus botas, con sus piernas cruzadas, y sus manos alrededor de ellas. Por un instante, pensé que los ojos me engañaban. Era el vampiro actor a quien Armand había llamado Santiago.
»No obstante, ningún gesto suyo indicó la anterior actitud de ese ser demoníaco y egoísta que yo había visto unas pocas horas antes, cuando me atacó y Armand le había pegado. Me contemplaba por encima de sus rodillas dobladas, con el pelo desordenado y la boca tranquila y sin mala intención en su mirada.
»—No tiene la menor importancia para nadie le contesté, y se me fue el miedo.
»—Pero tú pronunciaste un nombre. Te oí decir un nombre
me dijo.
»—Un nombre que no volveré a repetir le contesté, y desvié la mirada. Pude ver cómo me había engañado, por qué su sombra no se había cruzado con la mía; se escondía en mi sombra. Su visión bajando esos escalones de piedra detrás de mí y sentándose allí fue bastante perturbadora. Todo en él era perturbador, y recordé que no se le podía confiar nada. Me pareció que Armand, con su poder hipnótico, buscaba la máxima verdad en su propia presentación; había sacado de mí, sin palabras, mi estado espiritual. Pero este vampiro era un mentiroso. Y podía sentir su poder, un poder rudo y elemental que era casi tan fuerte como el de Armand.
»—Habéis venido a París en nuestra búsqueda y luego te sientas a solas en las escaleras... dijo con tono conciliador¿Por qué no vienes con nosotros? ¿Por qué no nos hablas y nos cuentas de esa persona de quien hablaste? Yo sé quién era; conozco su nombre.
»—Tú no lo sabes,  no podrías saberlo.  Era un mortal mentí entonces, más por instinto que por otra cosa. La idea de Lestat me molestaba; la idea de que esta criatura pudiera saber de la muerte de Lestat.
»—¿Has venido aquí para hablar de mortales, de que se haga justicia a los mortales? preguntó, pero no hubo reproche ni burla en sus palabras.
»—Vine para estar solo y no quiero ofenderte. Es un hecho
murmuré.
»—Pero sólo con esos pensamientos..., cuando ni siquiera oyes mis pasos... Tú me gustas. Quiero que subas conmigo.
»Y cuando dijo esto, me levantó lentamente hasta ponerme a su lado.
»En ese momento, la puerta de Armand lanzó un largo foco de luz en el corredor. Lo oí, y Santiago me dejó en libertad de movimientos. Me quedé de pie, perplejo. Armand apareció al pie de la escalera con Claudia en los brazos. Ella tenía en la cara la misma expresión opaca que había tenido durante toda mi conversación con Armand. Era como si estuviera sumergida en las profundidades de sus propias consideraciones y no viera nada a su alrededor; recuerdo haberlo notado, aunque sin saber qué pensar de ello, y eso aún persiste hasta ahora. La salvé rápidamente de los brazos de Armand, y sus miembros suaves se apretaron contra mí como si estuviéramos en el ataúd, entrando en nuestro sueño paralítico.
»Y entonces, con un poderoso empujón del brazo, Armand dio un golpe a Santiago. Pareció caerse hacia atrás, pero volvió sólo para que Armand lo empujara hasta el rellano de la escalera. Todo esto sucedió con tal velocidad que pude ver el agitar de su ropa y oír los ruidos de sus botas. Luego Armand quedó solo, arriba de la escalera, y yo subí hacia él.
»No puedes abandonar el teatro esta noche con seguridad
me susurró—. El sospecha de ti. Y al haberte traído yo aquíél cree que tiene derecho a saber más. Nuestra seguridad depende de eso.
»Me guió lentamente hacia el salón. Pero entonces se dio media vuelta y me dijo al oído:
»—Debo avisarte. No contestes preguntas. Pregunta y abrirás una puerta tras otra a la verdad. Pero no des nada, en especial algo que se refiera a tus orígenes.
»Se alejó de nosotros, pero nos indicó que lo siguiéramos en la oscuridad, donde los demás estaban reunidos, reunidos como remotas estatuas de mármol, con sus caras y manos demasiado iguales a las nuestras. Entonces tuve la fuerte sensación de descubrir hasta qué punto proveníamos todos del mismo material, una idea que sólo se me había ocurrido de vez en cuando en todos los largos años de Nueva Orleans; y me preocupó en especial cuando vi a dos más de ellos reflejados en los largos espejos que rompían la densidad de esos horribles murales.
»Claudia pareció despertarse cuando encontré una silla de roble tallado y allí me senté. Se inclinó hacia mí y dijo algo extrañamente incoherente que me dio la sensación de significar que debía hacer lo que había dicho Armand: no decir una palabra sobre nuestros orígenes. Quise hablar con ella, pero pude ver al vampiro de alta estatura, Santiago, vigilándonos, con sus ojos moviéndose lentamente de Armand a nosotros. Varias vampiras se reunieron alrededor de Armand y sentí un tumulto de sentimientos cuando las vi pasar, abrazándolo por la cintura. Y lo que me dejó perplejo no fue su forma exquisita, sus facciones delicadas y sus manos graciosas, endurecidas como el cristal por su naturaleza vampírica, ni sus ojos perturbadores que ahora se fijaron en mí en súbito silencio; lo que me dejó perplejo fueron mis propios celos descomunales. Tenía miedo cuando las vi tan cerca de él, temí cuando él se dio vuelta y besó a cada una. Y, a medida que las acercaba a mí, me sentí inseguro y confuso.
»Estelle y Celeste son los nombres que recuerdo. Bellezas de porcelana que acariciaron a Claudia con la licencia de los ciegos; pasaban sus manos sobre el radiante pelo, tocaban sus labios, mientras ella, aún brumosa y distante, lo toleraba todo, sabedora de lo que yo también sabía y que ellas parecían no comprender: que una mente de mujer tan madura y penetrante como las propias vivía dentro de ese cuerpo pequeño. Me pregunté mientras ella era mimada y les mostraba sus faldas y sonreía fríamente ante su adoración, cuántas veces yo también debía haberme olvidado; cuántas veces le debía haber hablado como a una niña, llevado a mis brazos con el abandono de un adulto. Mi mente se disparó en tres direcciones: la última noche en el Hotel Saint-Gabriel, que parecía un año atrás, cuando ella habló de amor con rencor; mi lacerante sorpresa ante las revelaciones de Armand o su carencia de revelaciones, y, en una quieta absorción, en los vampiros a mi alrededor, quienes susurraban en la oscuridad debajo de los grotescos murales.
Porque yo podía aprender mucho de los vampiros sin hacerles una sola pregunta; la vida vampírica en París quizás era todo lo que me temía que era, todo lo que nos había indicado ese pequeño espectáculo en el teatro.
»Las luces mortecinas eran obligadas, y las pinturas, apreciadas en su totalidad, eran aumentadas casi cada noche cuando un vampiro traía un nuevo grabado o pintura hecho por un artista contemporáneo. Celeste, con una mano fría sobre mi brazo, habló de los hombres con desprecio como creadores de esas imágenes; y Estelle, que ahora tenía a Claudia en sus rodillas, me puso de manifiesto, a mí, el inocente criollo, que los vampiros no habían hecho esos horrores sino que, simplemente, los habían coleccionado, confirmando una y otra vez que los hombres eran capaces de un mal mucho mayor que los vampiros.
»—¿Es un mal hacer esas imágenes? preguntó suavemente Claudia.
»Celeste tiró hacia atrás sus rizos negros y se rió:
»—Lo que podemos imaginarnos, puede realizarse contestó rápidamente, pero sus ojos reflejaron cierta hostilidad contenida. Por supuesto, nosotros competimos con los hombres en crímenes de toda laya. ¿O no es asíSe inclinó hacia adelante y tocó la rodilla de Claudia; pero Claudia simplemente la miró, observando cómo se reía nerviosamente, y la dejó continuar.
»Santiago se acercó y sacó el tema de nuestras habitaciones en el Hotel Saint-Gabriel; terriblemente inseguro, dijo, con un exagerado gesto escénico de sus manos. Y demostró un conocimiento de esas habitaciones que fue aterrador. Conocía el armario en el que dormíamos; le parecía vulgar.
»—Venid aquí me dijo con la simplicidad casi infantil que había mostrado en la escalera. Vivid con nosotros y esas pantallas no os serán necesarias. Nosotros tenemos nuestros guardias. Y decidme; ¿de dónde venís? preguntó poniéndose de rodillas, con una mano sobre el brazo de mi sillón. Tu voz..., yo conozco ese acento. Vuelve a hablar.
»Me sentí vagamente horrorizado de que mi francés tuviera ese acento, pero ésa no fue mi preocupación inmediata. Él tenía una voluntad poderosa y era extremadamente posesivo, y me arrojó encima una imagen de esa posesión que brotó en mí de inmediato. Y, mientras tanto, los vampiros a nuestro alrededor continuaban hablando; Estelle explicó que el negro era el color de la ropa de los vampiros; que el encantador vestido de Claudia era hermoso pero carente de gusto.
»—Nosotros nos mezclamos con la noche dijo. Tenemos un resplandor funéreo.
»Y entonces, poniendo su mejilla contra la de Claudia, se rió para amenguar su crítica; y Celeste también se rió, así como Santiago, y la habitación cobró vida con el tintineo sobrenatural de sus risas: las veces sobrenaturales que repiqueteaban contra las paredes pintadas y avivaban las débiles llamas de las velas.
»—Ah, pero hay que cubrir estos rizos dijo Celeste, jugueteando con el pelo rubio de Claudia. Y entonces me di cuenta de algo que era absolutamente obvio: todos se habían teñido de negro sus cabellos con la excepción de Armand. Y eso era lo que junto a las negras vestimentas daba la perturbadora impresión de que éramos estatuas del mismo cincel y de las mismas pinceladas. No puedo decir cuánto me impresionó ese hecho. Pareció tocar algo en mi interior, algo que yo no podía averiguar del todo.
»Me encontré mirando uno por uno los espejos angostos y observando a todos por encima de sus hombros. Claudia brillaba como una joya; lo mismo le sucedería a ese chico mortal que dormía en la habitación de abajo. Tomé conciencia de que los encontraba opacos de una manera espantosa: opacos, todos opacos dondequiera que yo mirara; sus brillantes ojos de vampiros se repetían, su ingenio era opaco como una campana de latón.
»Únicamente el conocimiento que necesitaba distrajo esos pensamientos.
»—Los vampiros del este de Europa... dijo Claudia, esas criaturas monstruosas, ¿qué relación tienen con nosotros?
»—Unos espectros contestó suavemente Armand desde lejos, jugando con sus perfectos oídos sobrenaturales, que podían oír lo que era más mudo que un susurro. La habitación quedó en silencio. Su sangre es diferente, vil. Aumentan como nosotros, pero sin habilidad ni cuidado. En los viejos tiempos...
«Abruptamente dejó de hablar. Pude ver su rostro en el espejo. Estaba extrañamente rígido.
»—Cuenta de los viejos tiempos dijo Celeste, con su voz chillona con un tono humano. Había algo sórdido en su voz.
»Y entonces Santiago también habló con tono provocador:
»—Sí, cuéntanos de los aquelarres y de las hierbas que nos harían invisibles sonrió—¡Y de las cremaciones en la estaca!
»Armand fijó sus ojos en Claudia.
»—Cuídate de estos monstruos dijo, y sus ojos, de forma deliberada, pasaron de Celeste a Santiago. Estos espectros te atacarán como si fueras humana.
»Celeste se estremeció, murmurando algo con desprecio; una aristócrata hablando de primos vulgares que llevaban el mismo nombre. Pero yo miraba a Claudia, cuyos ojos parecían tener las mismas brumas que antes. De repente, apartó la vista de Santiago.
»Las voces de los otros volvieron a oírse, como si conferenciaran entre ellos sobre las muertes de esa noche, describiendo este o aquel encuentro sin un indicio de emoción; los desafíos a la crueldad surgían de vez en cuando como relámpagos de luz blanca: un vampiro alto y delgado estaba arrinconado por una inútil narración de vida humana, carente de espíritu, que le impedía hacer lo más entretenido que se podía hacer en ese momento. Era simple, opaco, de palabra lenta, y caía en largos períodos de silencio estupefacto, como si, casi ahíto de sangre, se pudiera meter ya en el ataúd y permanecer allí. Y, no obstante, seguía escuchando, mantenido por la presión de su grupo anormal, que había hecho de la inmortalidad un círculo de conformistas. ¿Cómo lo habría averiguado Lestat? ¿Había estado con ellos? ¿Por qué se había ido? Nadie había imperado sobre Lestat; él había sido el amo de su pequeño círculo, ¡pero cómo habrían elogiado su inventiva, su juego felino con las víctimas! Y la "pérdida"..., esa palabra, ese valor que había tenido suprema importancia para mí como vampiro novato y que tantas veces había escuchado: Tú "perdiste" la oportunidad de matar a ese niño; tú "perdiste" la oportunidad de asustar a esa vieja o enloquecer a aquel hombre, lo que habría logrado una pequeña prestidigitación.
»La cabeza me daba vueltas. Un común dolor de cabeza humano. Deseé alejarme de esos vampiros. Únicamente la figura distante de Armand me clavaba en el sitio pese a sus advertencias. Ahora parecía remoto, aunque a menudo sacudía la cabeza y pronunciaba unas pocas palabras aquí y allí, de modo que parecía formar parte de ellos; y su mano se levantaba ocasionalmente de la garra de león de su silla. Mi corazón latió cuando lo vi de esa manera; vi que nadie había pescado su mirada cuando me encontré con ella y nadie la encontraba de tanto en tanto como yo. No obstante, se mantuvo distanciado de mí y sólo sus ojos retornaban a mí. Su advertencia seguía resonando en mis oídos; sin embargo, la descarté. Me quería ir del teatro y allí estaba reuniendo una información que, como mínimo, me era inútil e infinitamente aburrida.
»—Pero, entre vosotros, ¿no existe el crimen, algún delito máximo? preguntó Claudia. Sus ojos violetas estaban fijos en mí, incluso en el espejo, cuando me encontraba de espaldas a ella.
»—¿Un delito? ¡El aburrimiento! gritó Estelle y señaló a Armand con su dedo blanco; él se rió un poco con ella desde su distante posición al otro lado de la habitación¡El aburrimiento es la muerte! gritó ella, y mostró sus colmillos de vampira, de modo que Armand se llevó la lánguida mano a la frente en un gesto teatral de pánico y condena.
»Pero Santiago, que observaba con las manos a la espalda, intervino:
»—Un delito dijo: Sí que lo hay; un delito por el cual buscaríamos a otro vampiro hasta darle muerte. ¿Os podéis imaginar de qué se trata? Miró a Claudia, luego a mí y volvió al rostro imperturbable de Claudia. Vosotros deberíais saberlo, ya que sois tan misteriosos acerca del vampiro que os creó.
»—¿Por quépreguntó ella, abriendo los ojos apenas y las manos aún inmóviles sobre las piernas.
»Un murmullo se oyó en la habitación, primero en un rincón luego en todo el recinto. Y todos los rostros se dirigieron a Santiago, que permaneció con las manos a la espalda, de pie frente a Claudia. Sus ojos brillaron cuando se percató de que tenía la palabra. Y entonces, vino en mi dirección, se puso detrás de mí y, con una mano sobre mi hombro, dijo:
»—¿Acaso tú no sabes de qué crimen se trata? ¿No te lo dijo tu maestro vampiro?
«Haciéndome dar vuelta lentamente con esas manos intrusas y ya conocidas, me tocó el corazón levemente siguiendo el ritmo de sus palabras.
»—Es el delito que significa muerte para cualquier vampiro que lo cometa. ¡Se trata de matar a tu propia especie!
»—¡Aaah! exclamó Claudia, y se puso a reír a carcajadas; caminó por la sala con su vestido de seda, a pasos firmes; me tomó de la mano. Me temía que fuera haber nacido, como Venus, de la espuma. ¡Como nos pasó a nosotros! ¡Un maestro vampiro! Vamos, Louis, vamos me dijo y me hizo un gesto para que la siguiera.
»Armand se reía. Santiago quedó en silencio. Y fue Armand quien se puso de pie cuando llegamos a la puerta.
»—Seréis bienvenidos mañana por la noche. Y la noche siguiente.

»Pienso siguió contando el vampiro, tras una pausa— que contuve la respiración hasta que llegamos afuera. Caía la lluvia y toda la calle parecía triste y desolada, pero hermosa. Volaban unos pocos pedazos de papel en el viento; un carruaje brillante pasó con el ruido pesado y rítmico de los cascos de los caballos. El cielo era de un violeta pálido. Caminé rápidamente con Claudia a mi lado. Cuando se cansó de mis largos pasos, me la puse en los brazos.
»—No me gustan dijo con una furia acerada cuando nos acercábamos al Hotel Saint-Gabriel. Su entrada inmensa e iluminada estaba silenciosa en aquellas horas cercanas al alba. Pasé al lado de los empleados semidormidos¡Los he buscado por medio mundo y los detesto!
»Se quitó la capa y la arrojó en un rincón de la habitación. Un golpe de lluvia azotó los vidrios del balcón. Me encontré apagando las luces una a una y levantando el candelabro hasta las lámparas de gas como si fuera Lestat o Claudia. Y entonces, al ver el sillón de terciopelo que había deseado en aquel sótano, me desplomé en él. Por un momento el cuarto pareció relumbrar a mí alrededor; cuando fijé la vista en el marco dorado del cuadro de árboles y aguas serenas, se deshizo el embrujo de los vampiros. Ahí no nos podían tocar y, no obstante, yo sabía que eso era una mentira, una estúpida mentira.
»—Estoy en peligro, en peligro dijo Claudia con furia latente.
»—Pero, ¿cómo pueden saber lo que le hicimos? Además, ¡los dos estamos en peligro! ¿Piensas por un momento que no reconozco mi propia culpabilidad? Y si tú fueras la única... estiré mis brazos en su dirección cuando se me acercó, pero sus ojos furiosos se posaron en mí y dejé que mis manos cayeran a un costado¿piensas que te abandonaría en el peligro?
»Ella sonrió. Por un instante, no pude creer en mis propios ojos.
»—No, Louis, tú no lo harías. Tú no lo harías. El peligro me ata a ti.
»—El amor me ata a ti dije en voz baja.
»—¿El amor? murmuró—¿Qué quieres decir con el amor?
»Y entonces, como si se percatara del dolor en mis facciones, se me acercó y me puso las manos en las mejillas. Estaba fría, insatisfecha, del mismo modo en que yo me sentía frío e insatisfecho, provocado por aquel chico mortal, pero insatisfecho.
»—Tú siempre has dado mi amor por sentado. Nosotros estamos unidos... dije; pero al mismo tiempo que decía estas palabras, sentí que Saqueaba mi antigua convicción; sentí el tormento que había sentido la noche anterior cuando ella me provocara con la pasión mortal; me separé de ella.
»—Tú me dejarías por Armand si él te hiciera un solo gesto dijo.
»—Jamás... dije.
»—Me dejarías. Y él te quiere tanto como tú a él. Te ha estado esperando...
»—Jamás... repetí, y me levanté, acercándome al armario. Las puertas estaban cerradas, pero no dejarían afuera a los vampiros. Únicamente nosotros podíamos mantenerlos alejados levantándonos tan pronto como nos lo permitiera la luz. Me di vuelta y le dije que se acercara. Ella estaba a mi lado. Quise hundir la cara en su cabello, quise rogarle que me perdonara. Porque, en realidad, ella tenía razón. Sin embargo, yo la amaba; yo la amaba como siempre. Y ahora, cuando la apreté contra mí, ella dijo:
»—¿Sabes lo que dijo una y otra vez sin siquiera abrir los labios? ¿Sabes en qué estado de trance me puso, cuando mis ojos sólo podían verlo a él, como si pusiera mi corazón en un hilo?
»—Entonces, tú lo sentiste... susurré—. A mí me sucedió lo mismo.
»—¡Me dejó indefensa! dijo ella, y vi su imagen apoyada en los libros del escritorio, y su cuello laxo, como sus manos.
»—¿Pero qué dices? ¿Que él te habló, que...?
»—¡Sin palabras! repitió; pude ver que se apagaban las lámparas de gas, las llamas demasiado sólidas en su inmovilidad; la lluvia golpeaba en los vidrios¿Sabes lo que me dijo...? susurró—. Que yo debía morir, que debía dejarte en paz.
»Sacudí la cabeza y, no obstante, en mi monstruoso corazón sentí una ola de excitación. Ella dijo la verdad tal como la creía. En sus ojos había una película vidriosa y plateada.
»—Con su presencia me arrebataba la vida dijo, y sus hermosos labios temblaron de tal manera que no lo pude soportar; la abracé, pero sus ojos continuaron llenos de lágrimas. Le arrebata la vida al chico que es su esclavo, me la quita a mí, a quien 61 haría su esclava. Te quiere a ti. Te quiere y no tolerará que me interponga en su camino.
»—¡No lo comprendo! me resistí, besándola; quise cubrir de besos sus mejillas, sus labios.
»—No, yo lo comprendo demasiado bien susurró ella ante mis labios, incluso cuando la besaba. Tú eres quien no lo comprende. La admiración te ha enceguecido, la fascinación por su conocimiento, por su poder. Si supieras cómo sacia su sed con la muerte lo odiarías más de lo que jamás odiaste a Lestat. Louis, jamás debes volver a él. Te lo digo, ¡estoy en peligro!

»A la noche siguiente la dejé, convencido de que entre todos los vampiros del teatro sólo podía confiar en Armand. Ella me dejó ir sin ganas, y la expresión de sus ojos me produjo honda preocupación. La debilidad le era desconocida y, sin embargo, sentí miedo, como si algo se quebrara, cuando me dejó salir.
»Y me apresuré en mi misión; esperé fuera del teatro hasta que el último de los espectadores se hubo marchado, y los porteros estaban cerrando ya las puertas.
»No estoy seguro de que supieran de quién se trataba. ¿Un actor como los demás que no se quitaba la pintura? No importaba. Lo importante fue que me dejasen pasar, y entré; vi a varios vampiros en el recibidor; nadie me importunó y llegué ante la puerta abierta de Armand. Él me vio de inmediato; sin duda había oído mis pasos, y me saludó y rogó que tomara asiento. Estaba ocupado con el chico humano, quien cenaba en el escritorio utilizando un plato de plata con carnes y pescado. Una jarra de vino estaba a su lado y, aunque seguía febril y débil desde la noche pasada, su piel estaba rosada y su calor y su fragancia fueron un tormento para mí. Al parecer no para Armand, quien se sentó en una silla de cuero frente a mí y al lado del fuego y miró al humano con los brazos cruzados. El muchacho llenó su copa y la levantó en un brindis para Armand.
»—Mi amo dijo; sus ojos relampaguearon mientras sonreía.
»—Tu esclavo susurró Armand con voz profunda, que pareció apasionada. Y lo observó mientras el chico bebía. Lo pude ver saboreando los labios húmedos, la carne móvil del cuello mientras bajaba el vino. Entonces el chico tomó un bocado de carne blanca, hizo el mismo saludo y la consumió lentamente, con sus ojos fijos en Armand. Fue como si Armand participara de su fiesta, bebiera esa parte de la vida que ya no podía compartir salvo con los ojos. Aunque parecía concentrado en ello, era algo calculado; no era la tortura que yo sintiera años atrás cuando me quedaba fuera de la ventana de Babette ansiando tener vida humana.
»Cuando el chico hubo terminado, se arrodilló con los brazos alrededor del cuello de Armand, como si saboreara de verdad esa piel helada. Pude recordar la primera noche que Lestat se había acercado a mí; cómo le ardían los ojos, cómo le brillaba la cara.
»Por último, todo terminó. El chico se fue a dormir y Armand cerró las puertas enrejadas detrás de él. En pocos minutos, pesado con la comida ingerida, estaba durmiendo. Armand se sentó a mi lado y sus grandes ojos hermosos y tranquilos parecieron inocentes. Cuando sentí que me empujaban hacia él, cerré los ojos; deseé que hubiera fuego en la chimenea, pero sólo había cenizas.
»—Dijiste que no revelara nada de mis orígenes, ¿por quéle pregunté. Fue como si sintiera que yo me defendía, pero no se ofendió; sólo me miró con un leve asombro. Pero yo me sentía inseguro, demasiado inseguro para esa sorpresa, y, una vez más, desvié la mirada.
»—¿Mataste al vampiro que te creó¿Por eso estáis aquí sin él? ¿Por qué no nos decís su nombre? Santiago cree que lo matasteis.
»—Y si eso es verdad, o si no podemos convenceros de lo contrario, ¿trataréis de destruirnos? pregunté yo.
I
»—Yo no trataría de haceros nada dijo él con calma. Pero, como ya te he dicho, yo aquí no soy el jefe en el sentido en que tú crees.
»—Sin embargo, ellos creen que tú eres el jefe, ¿no es así? A Santiago ya me lo has quitado dos veces de encima.
»—Soy más fuerte que Santiago, más viejo. Santiago es más joven que tú dijo. Su voz fue simple, desprovista de orgullo. Recalcaba los hechos, simplemente.
»—Nosotros no queremos conflictos con vosotros.
»—Ya han empezado. Pero no conmigo. Con los de arriba.
»—¿Pero qué razón tienen para sospechar de nosotros?
»Pareció pensar, con los ojos entornados y el mentón descansando en el puño. Después de unos segundos que me parecieron interminables, levantó la mirada y dijo:
»—Te podría dar razones: que son demasiado callados; que los vampiros del mundo son muy pocos y viven aterrorizados, peleándose entre ellos, eligiendo con cuidado sus pares, asegurándose de que respetan mucho a los demás vampiros. En esta casa hay quince vampiros y ese número es cuidado con meticulosidad. Se teme mucho a los vampiros débiles; te lo debo decir. Es obvio que tú eres imperfecto para ellos: piensas demasiado, sientes demasiado. Como tú mismo dijiste, la frialdad del vampiro te tiene sin cuidado. Y luego está esa niña misteriosa: una niña que no puede crecer, que jamás puede bastarse a sí misma. Yo ahora no transformaría a este chico en vampiro aunque su vida, que para mí tiene mucho valor, estuviera en serio peligro. Porque es demasiado joven, sus miembros no tienen la fuerza suficiente; apenas ha saboreado su copa mortal. ¿Qué clase de vampiro la creó a ella?, se preguntan. Por tanto, ¿ves?, llevas contigo esos fallos y ese misterio y, sin embargo, te mantienes en completo silencio. En consecuencia, no se puede confiar en ti. Santiago está buscando una excusa. Pero hay otra razón más cercana a la verdad que todas las que te acabo de enumerar. Y es la siguiente: cuando tú encontraste por primera vez a Santiago en el Barrio Latino, tú, por desgracia..., le dijiste que era un bufón.
»—Aaaah exclamé.
»—Quizás hubiera sido mucho mejor que te hubieses callado dijo; y sonrió para ver si yo comprendía la ironía de sus palabras.
»Me recosté en el respaldo, meditando acerca de lo que acababa de decirme, y lo que más sopesé fueron las admoniciones que me había hecho Claudia: que este joven de ojos generosos le había dicho: "Muere". Aparte, sentí que en mí se acumulaba cada vez más el disgusto contra los vampiros de arriba.
»Sentí un deseo abrumador de sincerarme con él y contarle todas estas cosas. Del miedo de Claudia, no, todavía no; aunque no pude creer, cuando lo miré a los ojos, que hubiese tratado de ejercitar ese poder con ella. Sus ojos decían: vive. Sus ojos decían: aprende. Y, ah, cuánto deseé confiarle todo lo que yo no llegaba a comprender; lo que me había escandalizado que, después de tantos años de búsqueda, esos vampiros de arriba hubieran hecho de la inmortalidad un círculo de diversiones y de conformismo baratos. Empero, a través de esta tristeza, de esta conclusión, me di cuenta con claridad de todo: ¿por qué habría de ser de otra manera? ¿Qué había esperado? ¿Qué derecho tenía para estar tan amargamente desilusionado con Lestat hasta el punto de dejarlo morir? ¿Por qué no me había mostrado lo que debía encontrar en mí mismo? Las palabras de Armand, ¿cuáles habían sido?: El único poder existente está dentro de nosotros mismos...
»—Escúchame dijo entonces. Debes alejarte de ellos. Tu rostro no esconde nada. Tú te sincerarías si yo te hiciera una pregunta. Mírame a los ojos.
»No lo hice. Fijé la mirada en una de esas pequeñas pinturas encima del escritorio, hasta que cesó de ser la Virgen y el Niño y se convirtió en una armonía de línea y color. Porque yo sabía que lo que él me decía era verdad.
»—Detenlos si quieres; diles que no pensamos hacer ningún mal. ¿Por qué no puedes hacer eso? Tú mismo dijiste que no somos sus enemigos, pese a cualquier cosa que hayamos hecho...
»Le pude oír suspirar levemente.
»—Los he detenido por el momento dijo. Pero no tengo todo el poder que sería necesario para detenerlos por completo. Porque, si yo ejercitara semejante poder, entonces tendría que protegerte. Me haría de enemigos. Y tendría que lidiar con esos enemigos cuando lo único que deseo aquí es cierta paz; determinada paz. Si no, no estaría aquí. Acepto la autoridad que me han conferido, pero no para gobernarlos sino únicamente para mantenerlos a distancia.
»—Tendría que haberlo sabido dije, con los ojos aún fijos en la pintura.
»—Por tanto, debes mantenerte alejado. Celeste tiene mucho poder, por ser una de las más viejas, y siente celos de la belleza de la niña. Y Santiago sólo está esperando que aparezca una mínima pista que os señale como malhechores.
»Me di la vuelta lentamente y lo volví a mirar, allí sentado con su fantasmagórica inmovilidad de vampiro, como si en realidad no tuviera la menor vida. El momento se alargó. Oí sus palabras como si las estuviese repitiendo: "Lo único que deseo aquí es cierta paz, determinada paz. Si no, no estaría aquí". Y sentí tal atracción que me costó refrenarla y poderme quedar allí sentado mirándolo, simplemente. Yo quería que las cosas fueran de la siguiente manera: Claudia a salvo de algún modo entre estos vampiros, inocente de cualquier crimen que le pudieran llegar a imputar, de modo que yo quedase en libertad, en libertad para permanecer para siempre en esa habitación, todo el tiempo en que fuera bienvenido, incluso tolerado, permitido bajo la condición que fuera.
»Pude volver a contemplar a ese chico mortal como si no estuviera dormido en la cama sino de rodillas al lado de Armand, con los brazos alrededor de su cuello. Para mí, era una imagen del amor. El amor que yo sentía. No el amor físico, como debes comprender. No hablo de ninguna manera de eso, aunque Armand era hermoso y simple y ninguna intimidad con él podría haber sido repelente. Para los vampiros, el amor físico culmina y es saciado con una sola cosa: la muerte. Hablo de otra clase de amor que jamás había sido Lestat. Armand jamás escondería el conocimiento y yo lo sabía. Pasaba por él como por una vitrina de cristal, de modo que yo me podía aproximar y absorberlo y crecer. Pensé que le oí hablar, tan bajo que no pude estar seguro. Pareció decir:
»—¿Sabes por qué estoy aquí?
» Volví a levantar la mirada preguntándome si él conocía mis pensamientos, si podía leerlos en realidad, si ésa podía ser concebiblemente la extensión de sus poderes. Ahora, después de tantos años, puedo perdonarle a Lestat el haber sido solamente una criatura mediocre que no pudo enseñarme el uso de mis poderes. Pero aún ansiaba tenerlos, caer en ellos sin la menor resistencia. Una tristeza lo invadía todo; tristeza por mi propia debilidad y por mi propio dilema espantoso. Claudia me esperaba. Claudia, que era mi hija y mi amor.
»—¿Qué voy a hacer? murmuré—¿Alejarme de ellos, alejarme de ti? Después de todos estos años...
»—Ellos no te importan dijo él.
»Yo sonreí y asentí con la cabeza.
»—¿Qué es lo que quieres hacer? me preguntó. Y su voz asumió ese tono afectuoso, diferente.
»—¿No lo sabes tú¿No tienes el poder? pregunté—¿Acaso no puedes leer mis pensamientos como si fueran palabras?
»Él sacudió la cabeza.
»—No como tú te crees. Lo único que sé es que el peligro en que están tú y la criatura es real porque es real para ti. Y sé que tu soledad, pese a tu amor, es casi más terrible de lo que puedes soportar.
»Entonces me puse de pie. Parecería algo fácil de hacer, levantarse, ir a la puerta, apresurarme por el corredor. Y, sin embargo, necesité de todas mis fuerzas, cada pizca de esa cosa tan curiosa que yo llamaba distanciamiento.
»—Te pido que los mantengas alejados de nosotros le dije cuando llegué a la puerta, pero no pude volver la mirada; ni siquiera quise la suave intrusión de su voz.
»—No te vayas dijo.
»—No tengo otra posibilidad.
»Yo ya estaba en el pasillo cuando lo sentí tan próximo a mí que me quedé atónito. Estaba a mi lado, sus ojos a la altura de mis ojos y en su mano tenía una llave que puso en la mía.
»—Aquí hay una puerta dijo, señalando el fondo a oscuras que yo pensaba que era nada más que una pared. Y una escalera que da a la calle lateral que sólo uso yo. Vete por aquí y podrás evitar a los otros. Estás ansioso y ellos se darían cuenta agregó. Me di la vuelta para irme de inmediato, aunque cada poro de mi cuerpo me pedía que me quedara. Pero déjame que te diga lo siguiente dijo, y levemente posó la palma de su mano contra mi corazón: Usa el poder interior que tienes. ¡No lo rechaces más! ¡Usa ese poder! Y cuando te vean arriba en la calle, usa ese poder para hacer una máscara de tu rostro, y cuando los mires a ellos, o a cualquiera, piensa: cuidado. Lleva esa palabra como si fuera un amuleto que te hubiera dado para que lo uses atado al cuello. Y cuando tus ojos se crucen con los de Santiago o con los ojos de cualquier otro vampiro, dile amablemente lo que se te ocurra, pero piensa en esa palabra y en esa palabra únicamente. Te hablo de esta forma simple porque sé que tú respetas la sencillez. Tú la comprendes. Ésa es tu fortaleza.
»Me llevé la llave y no recuerdo haberla puesto en la cerradura ni haber subido los escalones; o dónde estaba o lo que él hizo, salvo que, cuando pisé la oscura calleja detrás del teatro, le escuché decirme en voz muy baja en algún sitio cerca de mí:
»—Ven aquí, a mí, cuando puedas.
»Eché una mirada a mi alrededor y no me sorprendió no verlo. En algún momento, también me había dicho que no abandonara el Hotel Saint-Gabriel, que no debía darles a los otros un solo indicio de la culpabilidad que ellos buscaban.
»—¿Ves? me dijo, matar a otros vampiros es algo muy excitante y por eso está prohibido, bajo pena de muerte.
»Y entonces me pareció despertar: a las calles de París brillantes con la lluvia, a los edificios cerrados para constituir otra vez una sólida pared oscura a mis espaldas, y a que Armand ya no estaba allí.
»Y aunque Claudia me esperaba, aunque pasé por el hotel y vi las ventanas iluminadas, y ella, una figura diminuta, estaba de pie entre flores de pétalos de cera, me alejé de la avenida; dejé que me tragaran las calles más tenebrosas, como lo habían hecho con tanta frecuencia aquellas calles de Nueva Orleans.
»No se trataba de que yo no la amara; más bien fue que la quería mucho y que mi pasión era tan grande como la pasión por Armand. Y ahora escapé de ambos, dejando que el deseo de matar creciera en mí como una fiebre esperada, una conciencia amenazadora, un dolor amenazador.
»De entre la bruma que siguió a la lluvia, apareció un hombre y caminó hacia mí. Puedo recordarlo como caminando en un paisaje de ensueño, porque la noche a mi alrededor era oscura e irreal. Ese lugar podría haber estado en cualquier parte del mundo y las luces suaves de París eran un resplandor amorfo en la niebla. Con los ojos hundidos y borracho, él caminaba ciegamente a los brazos de la misma muerte, y sus dedos vivos se extendieron para tocar los huesos de mi rostro.
»Yo aún no estaba en el límite, todavía no sentía una sed desesperada. Le podría haber dicho: "Pasa". Creo que mis labios formaron la palabra que me había dicho Armand: "Cuidado". Y, sin embargo, le permití que me pasara sus brazos borrachos por la cintura; cedí ante sus ojos adoradores, ante la voz que me rogaba que me dejase pintar, y que habló con cariño del olor rico y dulce de los óleos que manchaban su camisa abierta. Lo seguí a través de Montmartre y le susurré:
»—Tú no eres un miembro de los muertos.
»Me guió por un jardín descuidado, a través de las hierbas fragantes y mojadas y se rió cuando le dije:
»—Estás vivo, vivo...
»Su mano me tocó las mejillas, la cara, y por último el mentón, mientras me guiaba hacia la luz del portal bajo y su cara enrojecida se iluminó súbitamente con la luz de la lámpara y el calor cuando se cerró la puerta.
»Vi los grandes globos chispeantes de sus ojos, las diminutas venas rojas que llegaban a los centros oscuros, la mano cálida que hacía arder mi hambre helado cuando me guió hasta la silla. Entonces, en todas partes vi rostros brillantes, caras que se elevaban por encima del humo de las lámparas, o de las ascuas de la cocina; una maravilla de colores en telas que nos rodeaban bajo el techo bajo e irregular; un brillo de belleza que latía y palpitaba.
»—Siéntate, siéntate... me dijo, con esas manos febriles sobre mi pecho, estrechadas por las mías, pero apartándose, mientras crecía en mí el hambre en oleadas.
»Luego lo vi a distancia, con los ojos concentrados, la paleta en una mano, la tela enorme oscureciendo el brazo que se movía. Y sin pensar e indefenso, me quedé allí sentado, descansando con sus pinturas, descansando con esos ojos adoradores, dejando que todo continuara hasta que recordé los ojos de Armand, y Claudia, que corría por aquel pasillo de piedra y se alejaba con pasos resonantes, se alejaba de mí...
»—Estás vivo murmuré.
»—Huesos me contestó—. Huesos...
»Y los vi amontonados, sacados de esas fosas de Nueva Orleans tal corno están allí, puestos en cámaras detrás del sepulcro para poder poner otros en esos angostos espacios. Sentí que se me cerraban los ojos; el hambre se me transformó en agonía, y mi corazón clamó por un corazón vivo; entonces sentí que se me acercaba, con las manos extendidas hacia mi cara..., ese paso fatal, ese impulso fatal. Un suspiro se escapó de mis labios.
»—Sálvate susurré—. Cuidado.
»Entonces algo sucedió en el resplandor húmedo de su rostro, algo desangró las venas rotas de su frágil piel. Se separó de mí y se le cayó el pincel de las manos. Me puse de pie sintiendo los dientes contra los labios, sintiendo que se me llenaban los ojos con los colores de su cara, mis oídos llenos con su grito apagado, mis manos llenas con esa carne firme, rebelde hasta que lo acerqué a mí, indefenso, y le rasgué la carne y tuve la sangre que le daba vida.
»—Muere susurré cuando lo dejé en libertad de movimientos, con su cabeza apoyada en mi abrigo, muere insistí, y sentí que luchaba por levantar la cabeza y mirarme. Y volví a beber y él volvió a removerse hasta que, por último, se dejó caer, sin fuerzas, espantado y próximo a la muerte, al suelo. No obstante, no cerró los ojos.
»Me puse ante su tela, debilitado, en paz, mirando sus vagos ojos grises, mis propias manos rosadas, mi piel tan lujosamente cálida.
»—Soy un mortal nuevamente dije. Estoy con vida. Con tu sangre, recupero la vida.
»Cerró los ojos. Me apoyé en la pared y me encontré contemplando mi propio rostro.
»Lo único que había hecho era un boceto, una serie de líneas negras que, sin embargo, formaban mi cara y mis hombros a la perfección. Y el color ya había comenzado con manchones y pinceladas: el verde de mis ojos, la blancura de mis mejillas. Pero, ¡qué horror el contemplar mi propia expresión! Porque él la había captado perfectamente y allí no había nada de horror. Esos ojos verdes me miraban desde esa forma apenas bocetada con una inocencia simple, con la sorpresa inexpresiva de ese deseo todopoderoso que él no había comprendido. El Louis de hacía cien años, perdido y escuchando el sermón del sacerdote en la misa, con los labios abiertos e inmóviles, el cabello despeinado y una mano cerrada sobre las rodillas. Un Louis mortal. Creo que me reí y me llevé las manos a la cara, y me reí casi hasta el punto de tener los ojos llenos de lágrimas; y cuando bajé los ojos, allí estaba la mancha de las lágrimas mezcladas con la sangre humana. Ya había comenzado en mí el impulso del monstruo que había matado y que volvería a matar, que ahora recogía la pintura y se aprestaba a irse con ella de la pequeña casa, cuando, súbitamente, el hombre se levantó del suelo con un gruñido animal y se aferró a mis botas, con sus manos resbalando por el cuero. Con un espíritu colosal que me desafiaba, alcanzó la pintura y la agarró con fuerza con sus manos blancuzcas.
»—¡Devuélvemela! me gruñó—¡Devuélvemela!
»Nos la disputamos. Mientras, yo lo miraba y miraba también mis propias manos, que retenían con tanta facilidad lo que él quería arrancarme con tanta desesperación, como si quisiera llevársela al cielo o al infierno; yo, el monstruo que su sangre no podía transformar en humano, y él, el hombre que mi mal no había derrotado. Y entonces, como si no hubiera sido yo, le arranqué la pintura de las manos y levantándolo hasta mis labios con un solo brazo, le abrí la garganta, enfurecido.

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